Hoyos - Louis Sachar
Hoyos - Louis Sachar
Hoyos - Louis Sachar
Emily.
Y a Judy Allen,
profesora de quinto de primaria,
de quien todos podemos aprender.
PRIMERA PARTE
PRÓXIMA PARADA:
CAMPAMENTO LAGO VERDE
1
Era una canción que su padre solía cantarle. Tenía una melodía dulce y
triste, pero la parte favorita de Stanley era cuando su padre aullaba la palabra
«luna».
El autobús cogió un bache y el policía se enderezó, despierto al instante.
El padre de Stanley era inventor. Para ser un inventor con éxito hacen
falta tres cosas: inteligencia, perseverancia y un poquito de suerte.
El padre de Stanley era muy listo y tenía un montón de perseverancia.
Cuando empezaba un proyecto, trabajaba en él durante años, a veces
pasándose varios días seguidos sin dormir. Pero no tenía ni pizca de suerte.
Cada vez que fallaba un experimento, Stanley le oía maldecir a su
tatarabuelo.
El padre de Stanley también se llamaba Stanley Yelnats. El nombre
completo de su padre era Stanley Yelnats III. Nuestro Stanley es Stanley
Yelnats IV.
A todos en la familia siempre les había gustado que «Stanley Yelnats» se
escribiera igual de delante atrás que de atrás hacia delante, por eso siempre le
ponían Stanley a sus hijos. Stanley era hijo único, como todos los Stanley
Yelnats anteriores.
Y había otra cosa más que todos ellos tenían en común. A pesar de su
malísima suerte, nunca perdían la esperanza. Y, como decía siempre el padre
de Stanley, «del fracaso se aprende».
Pero quizá aquello también fuera parte de la maldición. Si Stanley y su
padre no conservaran siempre las esperanzas, no les dolería tanto cada vez
que sus esperanzas acababan pisoteadas en el suelo.
«No todos los Stanley Yelnats han sido unos fracasados», decía a menudo
la madre de Stanley, cuando su marido o su hijo se sentían tan abatidos que
empezaban a creer en la maldición. El primer Stanley Yelnats, el bisabuelo de
Stanley, había hecho una fortuna en la bolsa. «No pudo haber tenido tan mala
suerte».
En aquellos momentos se le olvidaba mencionar la mala ventura que le
acaeció al primer Stanley Yelnats. Perdió toda su fortuna cuando se
trasladaba de Nueva York a California. Su diligencia fue asaltada por la
forajida Kate «Besos» Barlow.
De no haber sido por eso, la familia de Stanley estaría viviendo en una
mansión en la playa de California. En cambio, vivían apiñados en un
apartamento pequeñísimo que olía a goma quemada y a pies.
Ojalá, ojalá.
El apartamento olía así de mal porque el padre de Stanley estaba
intentando inventar una forma de reciclar zapatillas de deporte. «La primera
persona que les encuentre una utilidad a las deportivas viejas», decía, «será
un hombre muy rico».
Y precisamente este último proyecto fue el que condujo a la detención de
Stanley.
El autobús avanzaba dando tumbos. La carretera ya no estaba
pavimentada.
La verdad es que Stanley se quedó impresionado al enterarse de que su
bisabuelo había sido asaltado por Kate «Besos» Barlow. Hombre, habría
preferido vivir en la playa de California, pero de todas formas era una
chulada que una salteadora famosa le hubiera robado a un pariente tuyo.
Kate Barlow no llegó a besar al bisabuelo de Stanley. Eso sí que hubiera
sido genial, pero Kate sólo besaba a los hombres que mataba. En cambio, le
robó y lo dejó abandonado en mitad del desierto.
«Tuvo suerte de haber sobrevivido», indicaba rápidamente la madre de
Stanley.
El autobús aminoró la marcha. El policía gruñó estirando los brazos.
—Bienvenido al Campamento Lago Verde —dijo el conductor.
Stanley miró a través de la sucia ventanilla. No veía ningún lago.
Y tampoco había mucho verde.
4
Stanley tuvo que quitarse la ropa delante del señor Sir para que
comprobara que no llevaba nada escondido. Luego le dieron dos juegos de
ropa y una toalla. Cada uno consistía en un mono naranja de manga larga,
una camiseta naranja y calcetines amarillos. Stanley no estaba seguro de que
los calcetines hubieran sido siempre amarillos.
También le dieron unas zapatillas de deporte blancas, una gorra naranja y
una cantimplora de plástico duro que, desgraciadamente, estaba vacía. La
gorra llevaba un trozo de tela cosido por detrás, para proteger el cuello.
Stanley se vistió. La ropa olía a detergente.
El señor Sir le dijo que debía utilizar un juego de ropa para trabajar y el
otro para el tiempo libre. Se hacía la colada cada tres días. Entonces se lavaba
la ropa de faena. La otra pasaba a ser la de trabajo y le daban ropa limpia para
vestir en los ratos de descanso.
—Tienes que cavar un hoyo todos los días, incluyendo sábados y
domingos. Cada hoyo debe medir un metro y medio de profundidad y un
metro y medio de diámetro, tanto en el fondo como en la superficie. La pala
te servirá para medirlo. El desayuno es a las cuatro y media.
Stanley debió de poner cara de sorpresa, porque el señor Sir le explicó
que empezaban temprano para evitar las horas más calurosas del día.
—Aquí nadie va a ser tu niñera —añadió—. Cuanto más tardes en cavar,
más tiempo estarás al sol. Si encuentras algo interesante, debes informarme a
mí o a cualquier otro monitor. Cuando termines, el resto del día es todo tuyo.
Stanley afirmó con la cabeza para mostrar que había entendido.
—Esto no es un campamento de señoritas —dijo el señor Sir.
Registró la mochila de Stanley y le permitió quedársela. Luego lo
acompañó fuera, bajo el sol cegador.
—Mira bien a tu alrededor —dijo el señor Sir—. ¿Qué ves?
Stanley miró hacia la llanura desértica. El aire parecía sólido por el polvo
y el calor.
—No mucho —dijo, y añadió enseguida—: señor Sir.
El señor Sir se rió.
—¿Ves alguna torre de vigilancia?
—No.
—¿Y vallas electrificadas?
—No, señor Sir.
—No hay ninguna valla, ¿verdad?
—No, señor Sir.
—¿Quieres escaparte? —preguntó el señor Sir. Stanley le devolvió la
mirada, sin entender qué quería decir.
—Si te quieres escapar, adelante, empieza a correr. Yo no te lo voy a
impedir.
Stanley no entendía a qué estaba jugando el señor Sir.
—Veo que estás observando mi pistola. No te preocupes. No te voy a
disparar —le dio un golpecito a la culata—. Esto es para los lagartos de
pintas amarillas. No malgastaría una bala contigo.
—No me voy a escapar —dijo Stanley.
—Bien pensado —dijo el señor Sir—. De aquí no se escapa nadie. No nos
hacen falta vallas. ¿Sabes por qué? Porque no hay ni una gota de agua en cien
kilómetros a la redonda. ¿Quieres escaparte? En tres días serás pasto de los
buitres.
Stanley vio unos chicos vestidos de naranja que se arrastraban hacia las
tiendas cargados con palas.
—¿Tienes sed?
—Sí, señor Sir —respondió Stanley agradecido.
—Pues ya te puedes ir acostumbrando. Vas a tener sed durante los
próximos dieciocho meses.
5
HABÍA seis grandes tiendas grises, cada una con una letra negra: A, B, C,
D, E y F. Las cinco primeras tiendas eran para los campistas. Los monitores
dormían en la F.
A Stanley le asignaron la tienda D. El señor Peraski sería su monitor.
—Mi nombre es muy fácil de recordar —dijo el señor Peraski mientras le
daba la mano a Stanley a la puerta de la tienda—. Dos palabras sencillas:
pera, esquí.
El señor Sir volvió a la oficina.
El señor Peraski era más joven que el señor Sir y no daba tanto miedo.
Llevaba el pelo rapado tan corto que casi parecía calvo, y una espesa barba
negra le cubría la cara. El sol le había abrasado la nariz.
—El señor Sir no es tan malo como parece —dijo el señor Peraski—.
Está de mal humor desde que dejó de fumar. De quien tienes que preocuparte
es de Vigilante. En realidad sólo hay una regla en el Campamento Lago
Verde: No molestar a Vigilante.
Stanley asintió con la cabeza, como si hubiera entendido.
—Stanley, quiero que sepas que te respeto —añadió el señor Peraski—.
Sé que has cometido errores graves en tu vida. Si no, no estarías aquí. Pero
todos cometemos errores. Que hayas hecho cosas malas no significa que seas
un mal chico.
Stanley asintió. Le pareció inútil tratar de explicarle al monitor que era
inocente. Se imaginaba que todos dirían lo mismo. Y no quería que el señor
Peraesquí pensara que tenía mala actitud.
—Voy a ayudarte a cambiar tu vida —dijo su monitor—. Pero tendrás
que colaborar. ¿Puedo contar con tu ayuda?
—Sí, señor —dijo Stanley.
El señor Peraski asintió y le dio una palmadita en la espalda.
Dos chicos, cada uno con una pala, se acercaban cruzando el recinto del
campamento. El señor Peraski los llamó.
—¡Rex! ¡Alan! Venid aquí y saludad a Stanley. Es el nuevo miembro de
nuestro equipo.
Los chicos miraron fatigados a Stanley.
Estaban sudando a chorros y tenían la cara tan sucia que Stanley tardó un
momento en darse cuenta de que uno era negro y el otro blanco.
—¿Qué le ha pasado a Vomitona? —preguntó el chico negro.
—Lewis sigue en el hospital —contestó el señor Peraski—. No va a
volver.
Les dijo a los chicos que se acercaran y le dieran la mano a Stanley,
«como caballeros».
—Hola —farfulló el chico blanco.
—Éste es Alan —dijo el señor Peraski.
—No me llamo Alan —protestó el chico—. Soy Calamar. Y éste es
Rayos X.
—Hola —saludó Rayos X. Sonrió y le dio la mano a Stanley. Llevaba
gafas, pero estaban tan sucias que Stanley dudaba que viera algo con ellas.
El señor Peraski le dijo a Alan que fuera a la sala de recreo y trajera a los
demás para presentarlos a Stanley. Luego lo llevó dentro de la tienda.
Había siete camastros, separados menos de medio metro entre sí.
—¿Cuál era el camastro de Lewis? —preguntó el señor Peraski.
—Vomitona dormía ahí —dijo Rayos X, dándole una patada al jergón.
—Muy bien, Stanley, éste será el tuyo —dijo el señor Peraski.
Stanley miró hacia el camastro y asintió. No le entusiasmaba
especialmente dormir en el jergón que había pertenecido a un tal Vomitona.
A un lado de la tienda había siete cajones amontonados en dos pilas. La
parte abierta de las cajas miraba hacia fuera. Stanley metió su mochila, su
muda de ropa y la toalla en la antigua caja de Vomitona. Era la del suelo en la
pila de tres.
Calamar volvió con otros cuatro chicos. El señor Peraski le presentó a los
tres primeros como José, Theodore y Ricky. Ellos usaron para sí mismos los
nombres Imán, Sobaco y Zigzag.
—Todos tienen motes —explicó Peraski—. Sin embargo, yo prefiero usar
los nombres que les pusieron sus padres, los nombres por los que la sociedad
los reconocerá cuando regresen a ella como miembros trabajadores y útiles.
—No es sólo un mote —le dijo Rayos X al señor Peraski, señalando la
montura de sus gafas—. Puedo ver en tu interior, Mami. Tienes un pedazo de
corazón muy gordo.
El último chico no tenía nombre de verdad, o no tenía mote. El señor
Peraski y Rayos X le llamaban Zero.
—¿Sabes por qué se llama Zero? —preguntó el señor Peraski—. Porque
no tiene nada dentro de la cabeza —dijo con una sonrisa y, juguetonamente,
sacudió el hombro de Zero.
Zero no dijo nada.
—¡Y éste es Mami! —dijo un chico.
El señor Peraski sonrió.
—Si te sientes mejor llamándome Mami, Theodore, adelante —se volvió
hacia Stanley—. Si tienes más preguntas, Theodore te ayudará. ¿Has oído,
Theodore? Cuento contigo.
Theodore escupió un delgado hilo de saliva entre los dientes y los otros se
quejaron de que había que mantener la «casa» limpia.
—Todos habéis sido novatos —continuó el señor Peraski— y sabéis lo
que se siente. Confío en todos vosotros para que ayudéis a Stanley.
Stanley miraba al suelo.
El señor Peraski se fue y los chicos también fueron saliendo de la tienda,
con las toallas y la muda de ropa. Stanley se sintió aliviado al quedarse solo,
pero tenía tanta sed que le pareció que se iba a morir si no bebía algo
enseguida.
—Eh, mmm…, Theodore —dijo, yendo detrás de él—. ¿Sabes dónde
puedo llenar la cantimplora?
Theodore se dio la vuelta y agarró a Stanley por el cuello de la camisa.
—No me llamo Theodore —dijo—. Soy Sobaco. Y tiró a Stanley al
suelo. Stanley lo miró aterrorizado.
—Hay un grifo en la pared de la caseta de las duchas.
—Gracias…, Sobaco —dijo Stanley.
Stanley lo vio alejarse, sin entender en absoluto por qué habría gente que
quería llamarse Sobaco.
De algún modo, ahora se sentía mejor al tener que dormir en el camastro
del tal Vomitona. Quizá fuera una expresión de respeto.
6
STANLEY se dio una ducha, si es que eso se puede llamar ducha; cenó, si
es que se puede llamar cena a lo que comió, y se fue a la cama, si es que se
puede llamar cama a un camastro apestoso y áspero.
Debido a la escasez de agua, los campistas sólo tenían cuatro minutos
para ducharse. Stanley tardó casi todo ese tiempo en acostumbrarse al agua
fría. No había llave de agua caliente. Stanley se metía debajo del chorro y
salía otra vez dando un respingo, volvía a meterse, y así hasta que el grifo se
cerró automáticamente. No consiguió usar la pastilla de jabón, pero casi
mejor, porque no habría tenido tiempo de enjuagarse.
La cena era una especie de guiso de carne con verduras. La carne era
marrón y las verduras fueron verdes en su día. Sabía todo más o menos igual.
Se lo comió y rebañó el plato con la rebanada de pan blanco. Stanley no era
de los que se dejaban comida en el plato, supiese como supiese.
—¿Y tú qué hiciste? —le preguntó uno de los campistas.
Al principio Stanley no entendió a qué se refería.
—Te mandarían aquí por algo, ¿no?
—Ah —comprendió—. Robé un par de zapatillas de deporte.
A los otros chicos les pareció gracioso. Stanley no sabía bien por qué.
Quizá porque robar un par de zapatos no era nada comparado con los delitos
de ellos.
—¿De una tienda o se las quitaste a alguien?
—Mmm…, ninguna de las dos cosas —contestó Stanley—. Eran de
Clyde Livingston.
Nadie le creyó.
—¿Pies Dulces? —dijo Rayos X—. ¡Anda ya!
—Ni de broma —añadió Calamar.
Tumbado en la cama, Stanley pensó que la cosa tenía su gracia. Cuando
juró que era inocente, nadie le había creído. Y ahora que admitía haber
robado las zapatillas, tampoco se lo creían.
Clyde «Pies Dulces» Livingston era un famoso jugador de béisbol. En los
últimos tres años había sido el jugador que había robado más bases de la liga.
Además era el único en la historia que había conseguido cuatro jugadas
triples en un solo partido.
Stanley tenía un póster suyo en la pared de su cuarto. Pero eso era antes.
Ahora no sabía dónde estaba. La policía se lo había llevado para usarlo en el
juicio como prueba de su culpabilidad.
Clyde Livingston también acudió al juzgado. A pesar de todo, cuando
Stanley se enteró de que Pies Dulces iba a estar allí, se emocionó ante la
perspectiva de conocer a su héroe.
Clyde Livingston declaró que aquéllas eran sus zapatillas y que las había
donado para recaudar dinero para un refugio de niños sin hogar. Dijo que no
podía imaginarse que alguien pudiera ser tan horrible como para robarles a
niños desvalidos.
Para Stanley, aquello fue lo peor. Su héroe pensaba que era un cochino
ladrón.
Stanley intentó darse la vuelta en el camastro, y temió que se viniera
abajo con su peso. Casi no cabía. Cuando por fin consiguió ponerse boca
abajo, olía tan mal que tuvo que darse la vuelta otra vez y dormir boca arriba.
Apestaba a leche agria.
Aunque era de noche, el aire seguía siendo caliente. Dos camastros más
allá, Sobaco roncaba.
Al salir de casa de Myra, Elya vagó sin rumbo por el pueblo hasta llegar
al puerto. Se sentó en el borde de un muelle y se quedó mirando el agua fría y
oscura. No entendía cómo Myra era incapaz de decidir entre Igor y él. Creía
que ella le quería. Pero aunque no lo quisiera, ¿no veía que Igor era un
miserable?
Madame Zeroni tenía razón. Tenía la cabeza tan vacía como una maceta.
Un grupo de hombres se estaba reuniendo en otro muelle, y Elya se
acercó a ver qué pasaba. Había un cartel que decía:
SE NECESITAN MARINEROS
El hoyo de Stanley era tan profundo como su pala, pero el fondo no era lo
bastante ancho. Con la cara contraída en un gesto de dolor, hincó la pala y
levantó la tierra arrojándola a un montón.
Colocó la pala en el fondo del agujero y, para su sorpresa, cabía. La giró
y sólo tuvo que quitar un poco más de tierra aquí y allá para que quedase
plana en todas las direcciones.
Oyó el camión del agua acercándose y se sintió extrañamente orgulloso
de poder mostrarle al señor Sir o al señor Peraski que había cavado su primer
hoyo.
Apoyó las manos en el borde e intentó auparse. No pudo. Los brazos eran
demasiado débiles para levantar su corpachón.
Se ayudó con las piernas, pero no le quedaba fuerza alguna. Atrapado en
su propio hoyo. Casi tenía gracia, pero no estaba de humor para reírse.
—¡Stanley! —oyó al señor Peraski.
Usando la pala hizo dos agujeros en la pared del hoyo para meter los pies
a modo de escalones. Al salir vio al señor Peraski caminando hacia él.
—Tenía miedo de que te hubieras desmayado —dijo el señor Peraski—.
No habrías sido el primero.
—Ya he terminado —dijo Stanley poniéndose la gorra manchada de
sangre.
—¡Muy bien! —dijo el señor Peraski levantando la mano para chocar los
cinco. Pero Stanley lo ignoró. No tenía energía.
El señor Peraski bajó la mano y miró el hoyo de Stanley.
—Bien hecho —dijo—. ¿Quieres que te lleve en la camioneta?
—No, iré andando —contestó Stanley.
El señor Peraski se subió a la camioneta sin llenar la cantimplora de
Stanley. Stanley esperó a que se fuera y volvió a contemplar su hoyo. Sabía
que no había por qué, pero de todas formas se sintió orgulloso.
Acumuló los últimos restos de saliva que le quedaban y escupió.
8
Más tarde, tirado en una silla con poco relleno, Stanley intentó pensar en
una forma de decirle a Vigilante dónde habían encontrado realmente el tubo,
sin meter en líos a Rayos X ni a sí mismo. Pero parecía imposible. Incluso
consideró escaparse por la noche para cavar él solo en aquel hoyo. Pero
después de pasar un día entero cavando, lo último que le apetecía era seguir
por la noche también. Además, las palas estaban guardadas bajo llave durante
la noche, se supone que para que no las usaran como armas.
El señor Peraski entró en la Nada.
—Stanley —dijo acercándose.
—Se llama Cavernícola —dijo Rayos X.
—Stanley —repitió el señor Peraski.
—Me llamo Cavernícola —dijo Stanley.
—Bueno, pues tengo aquí una carta para un tal Stanley Yelnats —dijo el
señor Peraski. Miró en el reverso del sobre—. Y aquí no dice Cavernícola por
ninguna parte.
—Gracias —dijo Stanley, cogiéndola. Era de su madre.
—¿De quién es? —preguntó Calamar—. ¿De tu madre?
Stanley se la metió en el enorme bolsillo del pantalón.
—¿No nos la vas a leer? —preguntó Sobaco.
—Dejadle un rato en paz —dijo Rayos X—. Si el Cavernícola no quiere
leérnosla, que no la lea. Probablemente es de su novia.
Stanley sonrió.
***
La leyó más tarde, cuando los demás se fueron a cenar.
Querido Stanley:
Nos encantó recibir noticias tuyas. Al leer tu carta me sentí como una de
esas madres que pueden permitirse el lujo de mandar a sus hijos a
campamentos de verano. Ya sé que no es lo mismo, pero estoy muy orgullosa
de ti por intentar sacarle el máximo partido a una mala situación. ¿Quién
sabe? A lo mejor, sale algo bueno de todo esto.
Tu padre cree que está a punto de conseguir un descubrimiento
importante en su proyecto de las zapatillas. Eso espero. El casero ha
amenazado con echarnos por el olor.
Me da pena pensar en la viejecita que vivía en un zapato. ¡Seguro que
olía fatal!
Un abrazo de los dos.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Zero. Stanley dio un respingo.
Creía que Zero se había ido a cenar con los demás.
—Nada, sólo una cosa que dice mi madre en la carta.
—¿Qué dice?
—Nada.
—Ah, perdona —dijo Zero.
—Mira, mi padre está intentando inventar un método para reciclar viejas
zapatillas de deporte. Así que nuestra casa huele un poco mal, porque
siempre está cociendo esas zapatillas. Entonces, en la carta, mi madre dice
que le da pena pensar en la viejecita que vivía en un zapato, sabes, porque
seguro que olía fatal.
Zero se le quedó mirando con expresión vacía.
—¿No conoces la rima?
Zero no dijo nada.
—¿No has oído nunca esa rima de la viejecita que vivía en un zapato?
—No.
Stanley se quedó pasmado.
—¿Cómo es? —preguntó Zero.
—¿Nunca has visto Barrio Sésamo? —preguntó Stanley.
Zero no contestó.
Stanley se fue a cenar. Se habría sentido como un tonto recitando versos
infantiles en el Campamento Lago Verde.
17
Siguieron cavando hasta muy tarde, mucho después de que los otros
grupos hubieran terminado. Stanley estaba dentro del gran hoyo, junto con
los otros seis chicos. Habían dejado de usar las carretillas.
Clavó la pala en la pared del hoyo. Sacó un poco de tierra y la estaba
levantado hacia la superficie cuando la pala de Zigzag le golpeó en un lado de
la cara.
Se desplomó.
No estaba seguro de si se había desmayado o no. Miró hacia arriba y vio
la cabeza de Zigzag sobre él.
—No pienso sacar esa tierra del hoyo —dijo Zigzag—. Esa tierra es tuya.
—Eh, Mami —gritó Imán—. El Cavernícola está herido.
Stanley se llevó los dedos al cuello. Sintió la sangre húmeda y un corte
bastante grande justo debajo de la oreja.
Imán ayudó a Stanley a levantarse y a salir del hoyo. El señor Sir hizo un
vendaje con un trozo de su saco de pipas y lo colocó con cinta adhesiva sobre
la herida de Stanley. Luego le dijo que volviera al trabajo.
—No es la hora de la siesta.
Cuando Stanley volvió al hoyo, Zigzag lo estaba esperando.
—Esa tierra es tuya —dijo Zigzag—. Tienes que sacarla tú. Está encima
de mi tierra.
Stanley se sentía un poco mareado. Vio un montoncito de tierra. Tardó un
momento en darse cuenta de que era la tierra que estaba en su pala cuando
Zigzag le había golpeado.
La sacó del hoyo y Zigzag clavó su pala en el lugar donde había estado la
«tierra de Stanley».
18
A la mañana siguiente, el señor Sir guió a los chicos hasta otra sección
del lago y cada uno cavó su hoyo, de metro y medio de profundidad y metro
y medio de diámetro. Stanley se alegraba de alejarse del enorme agujero. Al
menos ahora sabía cuánto le tocaba cavar cada día. Y era un alivio no tener
otras palas que le pasasen zumbando junto a la cara, o a Vigilante sin quitarle
la vista de encima.
Clavó la pala en el suelo, y poco a poco su montón de tierra fue
creciendo. Tenía que girarse despacio y con suavidad. Si se movía demasiado
rápido, sentía un dolor palpitante justo sobre el cuello, donde Zigzag le había
golpeado.
Esa parte de la cabeza, entre el cuello y la oreja, se le había hinchado
considerablemente. En el campamento no había espejos, pero se imaginó que
parecería un huevo cocido saliéndole del cuello.
El resto del cuerpo apenas le dolía. Se le habían endurecido los músculos
y tenía las manos fuertes y encallecidas. Seguía siendo el que cavaba más
lento, pero ya no tardaba mucho más que Imán. Menos de media hora
después de que Imán regresara al campamento, Stanley escupió en su hoyo.
Después de la ducha metió la ropa sucia en el cajón y sacó su estuche. Se
quedó en la tienda a escribir la carta para que Calamar y los demás chicos no
se rieran de él.
Queridos mamá y papá:
La vida en el campamento es dura, pero emocionante. Hemos estado
haciendo carreras de obstáculos, y tenemos que nadar largas distancias en el
lago. Mañana vamos a aprender…
Dejó de escribir cuando Zero entró en la tienda, y luego volvió a ponerse
con su carta. No le importaba lo que pensara Zero. Zero no era nadie.
… a hacer escalada en roca. Ya sé que parece peligroso, pero no os
preocupéis.
Zero estaba de pie junto a él, observándole mientras escribía.
Stanley volvió la cabeza y sintió un dolor en el cuello.
—No me gusta que me leas la carta por encima del hombro, ¿vale?
Zero no dijo nada.
Tendré cuidado. Aquí no es todo diversión y juegos, pero creo que estoy
aprendiendo mucho. Fortalece el carácter. Los otros chicos…
—No sé —dijo Zero.
—¿Qué?
—¿Me enseñas?
Stanley no entendía de qué estaba hablando.
—¿Que te enseñe a qué? ¿A escalar en roca? Zero le lanzó una mirada
penetrante.
—¿Qué? —preguntó Stanley. Tenía calor, estaba cansado y dolorido.
—Quiero aprender a leer y escribir —dijo Zero.
Stanley soltó una pequeña carcajada. No se estaba riendo de Zero.
Simplemente estaba sorprendido. Él, que había creído que Zero le leía las
cartas por encima de su hombro.
—Lo siento —dijo—. No sé cómo se enseña.
Después de pasarse el día entero cavando, no le quedaban fuerzas para
enseñar a Zero a leer y escribir. Tenía que guardar sus energías para la gente
que contaba.
—No hace falta que me enseñes a escribir —dijo Zero—. Sólo a leer. No
tengo nadie a quien escribir.
—Lo siento —repitió Stanley.
Los músculos y las manos no eran las únicas partes del cuerpo que se le
habían endurecido en las últimas semanas. También se le había encallecido el
corazón.
Terminó la carta. Apenas le quedaba en la boca humedad suficiente para
cerrar el sobre y estampar el sello. Le parecía que por más agua que bebiera,
siempre tendría sed.
19
***
Stanley mantenía la boca cerrada casi todo el tiempo. Apenas hablaba con
ninguno de los chicos, temiendo decir algo equivocado. Le llamaban
Cavernícola y todo eso, pero no podía olvidar que también eran peligrosos.
Todos estaban allí por algo. Como diría el señor Sir, aquello no era un
campamento de señoritas.
Stanley se sentía aliviado de que no hubiera problemas raciales. Rayos X,
Sobaco y Zero eran negros; Calamar, Zigzag y él, blancos. Imán era hispano.
En el lago eran todos del mismo color marrón rojizo: el color de la tierra.
Al levantar la vista del hoyo, vio acercarse la camioneta del agua
arrastrando su nube de polvo. Todavía le quedaba casi un cuarto de la
cantimplora. Se la bebió de un trago y se puso a la cola, detrás de Imán y
delante de Zero. El aire estaba denso por el calor, el polvo y el humo del tubo
de escape.
El señor Sir llenó las cantimploras.
El camión se alejó. Stanley estaba dentro de su hoyo, con la pala en la
mano, cuando oyó decir a Imán:
—¿Alguien quiere pipas?
Imán estaba de pie fuera de su hoyo, con el saco de pipas en la mano. Se
metió un puñado en la boca, las masticó y se las tragó, con cáscara y todo.
—¡Aquí! ¡Pasa! —contestó Rayos X.
El saco estaba a la mitad. Imán enrolló la parte de arriba y se lo lanzó a
Rayos X.
—¿Cómo las has cogido sin que te viera el señor Sir? —preguntó Sobaco.
—No puedo evitarlo —dijo Imán. Levantó las dos manos, movió los
dedos y se echó a reír—. Mis dedos son como imanes.
El saco voló de Rayos X a Sobaco y luego a Calamar.
—Qué gusto comer algo que no sea de lata —dijo Sobaco.
Calamar le pasó el saco a Zigzag.
Stanley sabía que luego le tocaría a él. Ni siquiera lo quería. Desde el
momento en que Imán había preguntado: «¿Alguien quiere pipas?», supo que
habría problemas. Seguro que el señor Sir volvería. Y, de todas formas, las
cáscaras saladas le darían todavía más sed.
—Van para ti, Cavernícola —dijo Zigzag—. Correo aéreo y entrega
especial.
No está claro si las pipas se derramaron antes de llegar a Stanley o
cuando se le cayó el saco. A él le pareció que Zigzag no lo había enrollado
bien antes de lanzarlo, y por eso no fue capaz de cogerlo.
Pero todo pasó muy deprisa. En un momento el saco estaba volando por
los aires y, en cuanto Stanley se quiso dar cuenta, el saco se estrelló en el
fondo y todas las pipas se esparcieron por el suelo.
—¡Jo, tío! —dijo Imán.
—Lo siento —dijo Stanley mientras intentaba empujar las pipas dentro
del saco.
—A mí no me las des así. No quiero comer tierra —dijo Rayos X.
Stanley no sabía qué hacer.
—¡Que viene la camioneta! —gritó Zigzag.
Stanley levantó la vista hacia la nube de polvo que se iba acercando y
luego la bajó hacia las pipas. Estaba en el lugar equivocado en el momento
equivocado.
Menuda novedad.
Cogió la pala e intentó cubrir las pipas con la tierra. Luego se dio cuenta
de que lo que tenía que haber hecho era empujar uno de sus montones al
hoyo. Pero la idea de echar tierra dentro de su hoyo era impensable.
—Hola, señor Sir —dijo Rayos X—. ¿Otra vez de vuelta?
—Parece como si acabara de irse —dijo Sobaco.
—El tiempo vuela cuando uno se lo está pasando bien —dijo Imán.
Stanley continuó removiendo la tierra en su hoyo.
—¿Las señoritas se lo están pasando bien? —preguntó el señor Sir. Iba
caminando de uno a otro. Derribó de una patada uno de los montones de
Imán y luego avanzó hacia Stanley.
Stanley vio dos pipas en el fondo de su hoyo. Al intentar ocultarlas,
desenterró una esquina del saco.
—Hola, Cavernícola, mira qué casualidad —dijo el señor Sir de pie al
borde de su hoyo—. Parece que has encontrado algo.
Stanley no sabía qué hacer.
—Sácalo —ordenó el señor Sir—. Vamos a llevárselo a Vigilante. A lo
mejor te da el resto del día libre.
—No es nada —murmuró Stanley.
—Déjame decidir eso a mí —dijo el señor Sir.
El chico se agachó y levantó el saco de pipas vacío. Intentó dárselo al
señor Sir, pero éste no lo quiso coger.
—Anda, cuéntame, Cavernícola —dijo—. ¿Cómo ha llegado mi saco de
pipas a tu agujero?
—Lo he robado de su camioneta.
—¿En serio?
—Sí, señor Sir.
—¿Y qué les ha pasado a las pipas?
—Me las he comido.
—Tú solito.
—Sí, señor Sir.
—¡Eh, Cavernícola! —gritó Sobaco—. ¿Por qué no nos has dado unas
cuantas?
—Qué cara, tío —dijo Rayos X.
—Creía que eras un amigo —añadió Imán.
El señor Sir miró a los chicos de uno en uno, y otra vez a Stanley.
—A ver qué dice Vigilante de todo esto. Vamos.
Stanley salió de su hoyo y lo siguió hasta el camión. Todavía tenía el saco
vacío en la mano.
Se estaba bien en el interior del vehículo, protegido de los rayos del sol.
Stanley se sorprendió de poder sentirse a gusto en un momento como aquél,
pero así era. Daba gusto sentarse en un asiento cómodo para variar. Y
mientras la camioneta avanzaba dando tumbos, fue capaz de disfrutar del aire
que soplaba por la ventanilla abierta y le daba en el rostro acalorado y
sudoroso.
20
LA vuelta a su hoyo era una buena caminata. Stanley miró a los otros
chicos a través de la bruma de polvo y aire caliente, las palas subiendo y
bajando. El Grupo D era el que estaba más lejos.
Entonces se dio cuenta de que otra vez tendría que quedarse cavando
cuando todos los demás hubieran terminado. Esperaba poder acabar antes de
que el señor Sir se recuperase. No quería encontrarse a solas con él en medio
del lago.
No se va a morir, había dicho Vigilante. Desgraciadamente para ti.
Mientras caminaba por aquel baldío desolado, Stanley pensó en su
bisabuelo, no el ladrón de cerdos, sino su hijo, el que fue asaltado por Kate
«Besos» Barlow.
Intentó imaginarse cómo se habría sentido cuando «Besos» Barlow lo
dejó abandonado en el desierto. Probablemente no sería muy distinto a cómo
se sentía él en aquel momento. «Besos» Barlow había dejado a su abuelo solo
frente al desierto ardiente y yermo. Vigilante lo había dejado solo a él frente
al señor Sir.
De algún modo, su bisabuelo había sobrevivido diecisiete días antes de
ser rescatado por una pareja de cazadores de serpientes de cascabel. Cuando
lo encontraron, desvariaba.
Al preguntarle cómo había sobrevivido tanto tiempo, dijo que «había
encontrado refugio en el pulgar de Dios».
Pasó casi un mes en el hospital. Terminó casándose con una de las
enfermeras. Nadie supo jamás a qué se refería con el pulgar de Dios, ni
siquiera él mismo.
Stanley oyó un crujido. Se detuvo tal y como estaba, con un pie todavía
en el aire.
Debajo de su pie se enroscaba una serpiente de cascabel. Tenía la cola
apuntando hacia arriba, agitándola como un sonajero.
Stanley retiró la pierna, se dio la vuelta y echó a correr.
La serpiente no lo persiguió. Había hecho sonar la cola para advertirle
que no se acercara.
—Gracias por la advertencia —susurró Stanley con el corazón acelerado.
Las serpientes de cascabel serían mucho más peligrosas si no tuvieran el
cascabel.
¿K B?
Dio un respingo en el camastro.
Formó con los labios el nombre Kate Barlow, mientras consideraba si
habría pertenecido de verdad a la famosa forajida.
23
HACE ciento diez años, Lago Verde era el lago más grande de Texas.
Estaba lleno de agua fresca y cristalina y brillaba al sol como una esmeralda
gigantesca. Era especialmente hermoso en primavera, cuando los
melocotoneros plantados a lo largo de la orilla florecían con capullos de color
rosado.
En la fiesta nacional del cuatro de julio se celebraba un pícnic en el
pueblo. Organizaban juegos, bailaban, cantaban y se bañaban en el lago para
refrescarse. Se daban premios al mejor pastel y la mejor mermelada de
melocotón.
Todos los años la señorita Katherine Barlow recibía un premio especial
por sus estupendos melocotones en conserva con especias. Nadie más se
molestaba en preparar melocotones en conserva porque sabían que nunca
serían tan deliciosos como los suyos.
Todos los veranos la señorita Katherine recogía montones de melocotones
y los conservaba en tarros con canela, clavo, nuez moscada y otras especias
que mantenía en secreto. Los melocotones duraban todo el invierno.
Probablemente se habrían conservado mucho más tiempo, pero siempre se los
comían antes de que llegara la primavera.
Se decía que Lago Verde era «el cielo en la tierra», y que las conservas de
melocotón de la señorita Katherine eran «bocado de ángeles».
Katherine Barlow era la única maestra del pueblo. Daba clase en una
vieja escuela de una sola habitación. Incluso en aquel entonces, la escuela era
vieja. El tejado tenía goteras. Las ventanas no se abrían. La puerta colgaba
ladeada de las bisagras retorcidas.
Era una profesora estupenda, llena de conocimiento y llena de vida. Los
niños la adoraban.
Por las tardes daba clase a adultos, y muchos de ellos también la
adoraban. Era muy guapa. A menudo sus clases se llenaban de jóvenes que
mostraban más interés por la profesora que por su educación.
Pero lo único que consiguieron fue educación.
Uno de aquellos chicos era Trucha Walker. Su nombre de verdad era
Charles Walker, pero todo el mundo lo llamaba Trucha porque los pies le
olían a pescado.
La culpa no era sólo suya. Tenía un hongo incurable en los pies. De
hecho, era el mismo hongo que ciento diez años después afectaría al famoso
jugador de béisbol Clyde Livingston. Pero al menos Clyde Livingston se
duchaba todos los días.
—Me doy un baño todos los domingos por la mañana —fanfarroneaba
Trucha—, tanto si lo necesito como si no.
La mayoría de los habitantes de Lago Verde suponían que la señorita
Katherine se casaría con Trucha Walker. Era hijo del hombre más rico del
condado. Su familia era propietaria de casi todos los melocotoneros y de toda
la tierra en la orilla este del lago.
Trucha se presentaba a menudo en la escuela, pero nunca prestaba
atención. Hablaba durante la clase y era un maleducado con los demás
alumnos. Era ruidoso y estúpido.
Muchos hombres no habían recibido una buena educación, pero a la
señorita Katherine no le importaba. Sabía que habían pasado casi toda su vida
trabajando en las granjas y los ranchos y no habían podido ir mucho tiempo
al colegio. Para eso estaba ella allí, para enseñarles.
Pero Trucha no quería aprender. Parecía sentirse orgulloso de su
estupidez.
—¿Qué le parecería dar una vuelta en mi nuevo barco este sábado? —le
preguntó una tarde después de clase.
—No, gracias —dijo la señorita Katherine.
—Tenemos un barco nuevecito —dijo él—. Ni siquiera hay que remar.
—Ya lo sé respondió la señorita Katherine.
Todo el mundo había visto, y oído, el nuevo barco de los Walker. Hacía
un ruido espantoso y echaba un humo horrible sobre el hermoso lago.
Trucha siempre conseguía todo lo que quería. Le parecía mentira que la
señorita Katherine lo hubiera rechazado. La señaló con el dedo y dijo:
—¡A Charles Walker nadie le dice que no!
—Me parece que es lo que acabo de hacer —respondió la señorita
Barlow.
24
La cara del señor Sir se había deshinchado un poco, pero todavía estaba
algo abultada. Antes tenía tres arañazos en la mejilla. Dos habían
desaparecido, pero el del medio debió de haber sido el más profundo, porque
todavía se notaba. La línea púrpura, quebrada, iba desde debajo del ojo hasta
la boca, como una cicatriz.
Stanley se puso a la cola y le entregó su cantimplora.
El señor Sir se la acercó al oído y la sacudió. Sonrió al escuchar al agua
en el interior.
Stanley confiaba en que no la tirase.
—Espera un momento —le dijo.
Con la cantimplora en la mano, el señor Sir rodeó la camioneta y se metió
en la cabina, donde no le veían.
—¿Qué estará haciendo ahí? —preguntó Zero.
—Ojalá lo supiera —contestó Stanley.
Poco después, el señor Sir salió de la camioneta y le devolvió a Stanley la
cantimplora. Todavía estaba llena.
—Gracias, señor Sir.
Él sonrió:
—¿A qué esperas? —le preguntó—. Bebe.
Se metió un puñado de pipas en la boca, las masticó y escupió las
cáscaras. Stanley tenía miedo del agua. No quería ni pensar qué horrible
sustancia le habría metido el señor Sir.
Se llevó la cantimplora a su hoyo. Durante un buen rato, la dejó a su lado
mientras seguía cavando. Luego, cuando tenía tanta sed que no podía
soportarlo más, desenroscó el tapón, la puso boca abajo, y echó toda el agua
al suelo. Temía que si esperaba un solo segundo más, terminaría bebiendo un
sorbo.
Una vez que Stanley le hubo enseñado a Zero las seis últimas letras del
alfabeto, le mostró cómo escribir su nombre:
—Zeta mayúscula, e, erre, o.
Zero escribió las letras como le dijo Stanley y las leyó.
—Zero —dijo con los ojos clavados en la hoja de papel. La sonrisa se le
salía de la cara.
Stanley lo miró escribirlo una y otra vez.
Zero Zero Zero Zero Zero Zero Zero.
Pero aquello también lo entristeció. No pudo evitar pensar que cien veces
cero seguía siendo nada.
—¿Sabes? Zero no es mi nombre de verdad —dijo Zero mientras
caminaban hacia la Nada a la hora de la cena.
—Sí —dijo Stanley—, ya me lo imaginaba —la verdad es que hasta
entonces no había estado seguro.
—Siempre me han llamado Zero, incluso antes de venir aquí.
—Ah.
—Mi nombre verdadero es Héctor.
—Héctor —repitió Stanley.
—Héctor Zeroni.
28
VEINTE años más tarde, Kate Barlow regresó a Lago Verde. Allí no la
encontraría nadie: un pueblo fantasma en un lago fantasma.
Todos los melocotoneros habían muerto, pero un par de robles pequeños
todavía se sostenían en pie junto a una vieja cabaña abandonada que había
estado en la orilla este del lago. Ahora la orilla estaba a unos ocho
kilómetros, y el lago era poco más que una charca de agua sucia.
Vivía en la cabaña. A veces oía la voz de Sam resonando en el silencio.
«¡Cebollas! ¡Cebollas dulces y frescas!».
Sabía que estaba loca. Sabía que se había vuelto loca hacía veinte años.
«¡Ay, Sam!», decía, hablándole al silencio. «Sé que hace calor, pero
tengo tanto frío. Mis manos están frías. Mis pies están fríos. Mi cara está fría.
Mi corazón está frío».
Y a veces le oía contestar: «Eso lo arreglo yo», y sentía el calor de su
brazo sobre los hombros.
Llevaba unos tres meses viviendo en la cabaña cuando una mañana se
despertó sobresaltada. Alguien había abierto la puerta de una patada. Al abrir
los ojos se encontró con la borrosa boca de un rifle a cinco centímetros de su
cara.
Y le llegó el olor de los pies sucios de Trucha Walker.
—Tienes exactamente diez segundos para decirme dónde has escondido
tu botín —dijo Trucha—. O te vuelo la cabeza.
Ella bostezó.
Había una mujer pelirroja con Trucha. Kate la vio poniendo la cabaña
patas arriba, vaciando los cajones y tirando al suelo las cosas de las
estanterías y los armarios. La mujer se acercó.
—¿Dónde está? —le espetó.
—¿Linda Miller? —preguntó Kate—. ¿Eres tú?
—Ahora es Linda Walker —dijo Trucha.
—Oh, Linda, lo siento mucho —dijo Kate.
Trucha le hundió el rifle en el cuello.
—¿Dónde está el botín?
—No hay ningún botín —dijo Kate.
—¡No me vengas con ésas! —exclamó Linda—. Estamos desesperados.
—Te casaste con él por el dinero, ¿verdad? —le preguntó Kate.
Linda asintió y dijo:
—Pero ya no queda nada. Se secó con el lago. Los melocotoneros. El
ganado. Yo pensaba: tiene que llover pronto. La sequía no puede durar
siempre. Pero cada vez hacía más calor, y más calor… —clavó los ojos en la
pala, que estaba apoyada contra la chimenea—. ¡Lo ha enterrado! —declaró.
—No sé de qué estás hablando —dijo Kate.
De repente estalló la detonación del rifle justo encima de su cabeza. La
ventana quedó destrozada.
—¿Dónde lo has enterrado? —preguntó Trucha.
—Venga, mátame, Trucha —dijo Kate—. Pero espero que te guste cavar.
Porque vas a pasarte mucho tiempo cavando. Ahí fuera hay un desierto
enorme. Tú, y tus hijos, y los hijos de tus hijos podéis cavar durante los
próximos cien años y no lo encontraréis jamás.
Linda agarró a Kate por los cabellos y dio un tirón hacia atrás.
—No, no vamos a matarte —dijo—. Pero cuando hayamos acabado
contigo, vas a desear estar muerta.
—Llevo veinte años deseando estar muerta —dijo Kate.
La sacaron a rastras de la cama y la empujaron fuera. Llevaba un pijama
de seda azul. Sus botas blancas adornadas con turquesas se quedaron junto a
la cama.
La ataron por los tobillos con una cuerda, lo bastante suelta para caminar,
pero no para correr. Y la obligaron a andar descalza sobre el suelo ardiente.
No le permitían detenerse.
—No vas a parar hasta que nos digas dónde está el tesoro —dijo Trucha.
Linda golpeó a Kate con la pala por detrás, en las piernas.
—Antes o después vas a llevarnos al sitio exacto. Así que más te vale que
sea pronto.
Kate caminó un día entero y luego otro, hasta que los pies se le
ennegrecieron y se le cubrieron de ampollas. Cada vez que se detenía, Linda
le pegaba con la pala.
—Estoy perdiendo la paciencia —le advirtió Trucha.
Kate sintió un golpe de la pala en la espalda y cayó de bruces sobre el
duro suelo.
—¡Levántate! —le ordenó Linda.
Ella intentó ponerse de pie.
—Hoy estamos siendo blandos contigo —dijo Trucha—. Las cosas se
irán poniendo cada vez peor hasta que nos muestres el lugar.
—¡Cuidado! —gritó Linda.
Un lagarto saltó hacia ellos. Kate vio sus grandes ojos rojos.
Linda intentó golpearlo con la pala, y Trucha disparó, pero los dos
fallaron.
El lagarto aterrizó en el tobillo desnudo de Kate. Sus afilados dientes
negros se clavaron en la pierna. Con la lengua blanca lamió las gotitas de
sangre que brotaron de la herida.
Kate sonrió. Ya no podían hacerle nada.
—Empezad a cavar —dijo.
—¿Dónde está? —grito Linda histérica.
—¿Dónde lo has enterrado? —preguntó Trucha.
Kate Barlow murió riéndose.
SEGUNDA PARTE
EL ÚLTIMO HOYO
29
EL tiempo cambió.
Para peor.
El aire adquirió una humedad insoportable. Stanley estaba empapado en
sudor. Las gotas se deslizaban por el mango de la pala. Parecía que la
temperatura había subido tanto que hasta el mismo aire estaba sudando.
Se oyó retumbar un trueno en el silencio del lago.
La tormenta estaba muy al oeste, más allá de las montañas. Stanley contó
más de treinta segundos entre el relámpago y el estallido del trueno. Así de
lejos estaba la tormenta. El sonido recorre distancias enormes en un desierto
marchito.
Normalmente, Stanley no veía las montañas a aquella hora del día. Sólo
eran visibles al amanecer, antes de que la bruma invadiera el aire. Ahora, sin
embargo, el cielo estaba muy oscuro hacia el oeste y cada vez que brillaba un
relámpago, la silueta oscura de las montañas se recortaba brevemente.
—¡Venga, lluvia! —gritó Sobaco—. ¡Ven para acá!
—A lo mejor llueve tanto que se llena todo el lago —dijo Calamar—. Y
podemos ir a nadar.
—Cuarenta días y cuarenta noches —dijo Rayos X—. Será mejor que nos
pongamos a construir el arca. Y hay que coger dos ejemplares de cada
animal, ¿a que sí?
—Sí —dijo Zigzag—. Dos serpientes de cascabel. Dos escorpiones. Dos
lagartos de pintas amarillas.
La humedad, o quizá la electricidad del aire, había puesto todavía más
extraños los pelos de Zigzag. Sus rizos rubios estaban tiesos como las púas de
un erizo.
El horizonte se iluminó con una enorme red de relámpagos. En aquel
instante, a Stanley le pareció distinguir una extraña formación rocosa en la
cima de una de las montañas. El pico tenía exactamente la forma de un puño
gigante, con el pulgar extendido hacia arriba.
Y enseguida desapareció.
Stanley no estaba seguro de haberlo visto siquiera.
Zero le relevó antes de la hora del almuerzo. Stanley salió del hoyo y
Zero se metió dentro.
—Eh, Cavernícola —dijo Zigzag—, deberías conseguir un látigo. Así,
cuando tu esclavo baje el ritmo, le podrás dar un latigazo en la espalda.
—No es mi esclavo —contestó Stanley—. Hemos hecho un trato, eso es
todo.
—Tú sí que has hecho un buen trato —dijo Zigzag.
—Fue idea de Zero, no mía.
—¿Sabes, Zig? —dijo Rayos X, acercándose—. El Cavernícola le está
haciendo un favor a Zero. A Zero le gusta cavar hoyos.
—Desde luego es un tío muy majo, deja que Zero le cave su hoyo —dijo
Calamar.
—Oye, ¿y yo qué? —preguntó Sobaco—. A mí también me gusta cavar.
¿Me dejas cavar a mí, Cavernícola, cuando termine Zero?
Los demás chicos se rieron.
—No, déjame a mí —dijo Zigzag—. Es mi cumpleaños.
Stanley intentó no hacerles caso. Pero Zigzag siguió insistiendo:
—Venga, Cavernícola. Sé bueno. Déjame cavar tu hoyo.
Stanley sonrió, como si fuera una broma.
Cuando el señor Peraski llegó con el agua y la comida, Zigzag le ofreció a
Stanley su lugar en la cola.
—Como eres mucho mejor que yo…
Stanley se quedó donde estaba.
—Yo no he dicho que fuera mej…
—Le estás insultando, Zig —dijo Rayos X—. ¿Por qué iba a querer tu
sitio, cuando se merece estar el primero de todos? Es mejor que todos
nosotros. ¿Verdad que sí, Cavernícola?
—No —dijo Stanley.
—Claro que sí —dijo Rayos X—. Ponte aquí delante, donde te
corresponde.
Stanley dudó y luego se puso a la cabecera.
—Hombre, esto es nuevo —dijo el señor Peraski al salir de la camioneta.
Llenó la cantimplora de Stanley y le dio la bolsa con el almuerzo.
Stanley se sintió aliviado de alejarse de allí. Se sentó entre su hoyo y el de
Zero. Se alegraba de que ya hubiera llegado el momento de volver a cavar su
propio hoyo. A lo mejor así le dejaban en paz. Tal vez fuera mejor que Zero
no cavase más por él. Pero tenía que ahorrar energía para ser un buen
profesor.
Dio un bocado a su sándwich, que contenía una mezcla de carne y queso
salida directamente de una lata. Casi todas las cosas de Lago Verde eran de
lata. El camión traía las provisiones una vez al mes.
Levantó la vista y vio a Zigzag y a Calamar caminando hacia él.
—Te doy mi galleta si me dejas cavar tu hoyo —dijo Zigzag.
Calamar se echó a reír.
—Toma, mi galleta —dijo Zigzag, poniéndosela delante de la cara.
—Déjame en paz —dijo Stanley.
—Por favor, cómete mi galleta —dijo Zigzag, poniéndosela debajo de la
nariz.
Calamar se reía.
Stanley apartó la galleta. Zigzag lo empujó.
—¡No me empujes!
—No te he empujado. —Stanley se levantó. Miró a su alrededor. El señor
Peraski estaba llenando la cantimplora de Zero. Zigzag le volvió a empujar.
Stanley dio un paso atrás, con cuidado para no caer en el hoyo de Zero.
Zigzag le siguió. Le dio otro empujón y dijo:
—¡Que no me empujes!
—Déjalo ya —dijo Sobaco cuando Imán y Rayos X se acercaron.
—¿Por qué? —saltó Rayos X—. El Cavernícola es más grande. Puede
cuidarse solo.
—No quiero problemas —dijo Stanley. Zigzag le empujó más fuerte.
—Que te comas mi galleta.
Stanley se alegró al ver llegar al señor Peraski y a Zero.
—Hola, Mami —dijo Sobaco—. Estábamos de broma.
—Ya me he dado cuenta de qué va esto —dijo el señor Peraski. Se volvió
hacia Stanley—. Vamos, Stanley. Pégale. Eres más grande que él.
Stanley miró al señor Peraski, atónito.
—Enséñale una lección a este bravucón —dijo el señor Peraski.
Zigzag le dio una fuerte palmada en el hombro.
—Enséñame una lección —le desafió.
Stanley hizo un débil intento de golpear a Zigzag, y sintió una lluvia de
puñetazos sobre la cabeza y el cuello. Zigzag lo había agarrado por el cuello
del mono con una mano y le estaba golpeando con la otra. El cuello se
desgarró y Stanley cayó de espaldas al suelo.
—¡Basta ya! —gritó el señor Peraski.
Pero Zigzag no había tenido bastante. Saltó encima de Stanley.
—¡Para! —gritó el señor Peraski.
La mejilla de Stanley estaba aplastada contra el suelo. Intentó protegerse,
pero los puños de Zigzag le golpeaban en los brazos, incrustándole el rostro
en la tierra.
Lo único que podía hacer era esperar a que terminara.
Y, de repente, Zigzag ya no estaba sobre él. Stanley consiguió levantar la
vista y vio el brazo de Zero enroscado en el largo cuello de Zigzag.
Zigzag boqueaba mientras intentaba desesperadamente librarse del brazo
de Zero.
—¡Lo vas a matar! —gritó el señor Peraski. Zero siguió apretando.
Sobaco se lanzó sobre ellos, y liberó a Zigzag de la llave de Zero. Los tres
cayeron al suelo en direcciones distintas.
El señor Peraski dio un disparo al aire.
***
Los otros monitores llegaron corriendo desde la oficina, las tiendas y
otros puntos del lago. Traían las pistolas en la mano, pero las enfundaron
cuando se dieron cuenta de que la pelea había terminado.
Vigilante llegó a pie desde su cabaña.
—Ha habido una revuelta —le dijo el señor Peraski—. Zero ha estado a
punto de estrangular a Zigzag.
Vigilante miró a Zigzag, que todavía estaba dándose masajes en el cuello.
Luego se volvió a Stanley que, obviamente, se encontraba en peores
condiciones.
—¿Y a ti qué te ha pasado?
—Nada. No ha sido una revuelta.
—Ziggy estaba dándole una paliza al Cavernícola —dijo Sobaco—.
Luego, Zero ha empezado a estrangular a Zigzag, y yo he tenido que
quitárselo de encima. La bronca ha terminado antes de que Mami disparara su
pistola.
—Se les ha ido un poco de las manos, eso es todo —dijo Rayos X—. Ya
sabe lo que pasa. Todo el día bajo el sol. La gente se calienta, ¿no? Pero
ahora ya están todos tranquilos.
—Ya veo —dijo Vigilante. Se volvió a Zigzag—. ¿Qué te pasa? ¿No te
han regalado un perrito por tu cumpleaños?
—Es que Zig se calienta enseguida —dijo Rayos X—. Todo el día bajo el
sol. Ya sabe lo que pasa. La sangre empieza a hervir.
—¿Es eso lo que ha pasado, Zigzag?
—Sí —dijo Zigzag—. Como ha dicho Rayos X. Trabajando tan duro bajo
el sol, mientras el Cavernícola está ahí sentado sin hacer nada. Me hervía la
sangre.
—¿Perdón? —dijo Vigilante—. El Cavernícola cava sus hoyos, como
todos los demás.
Zigzag se encogió de hombros.
—A veces.
—¿Perdón?
—Zero cava parte del hoyo del Cavernícola todos los días —dijo
Calamar.
Vigilante miró a Calamar, luego a Stanley y por último a Zero.
—Le estoy enseñando a leer y escribir —dijo Stanley—. Es una especie
de trueque. Y el hoyo se acaba igual, ¿qué más da quién lo haga?
—¿Perdón? —dijo Vigilante.
—¿No es más importante que él aprenda a leer? —preguntó Stanley—.
¿No es mejor para desarrollar el carácter que cavar hoyos?
—Mejor para su carácter —dijo Vigilante—. ¿Y qué pasa con el tuyo?
Stanley encogió un hombro. Vigilante se volvió hacia Zero.
—A ver, Zero, ¿qué has aprendido hasta ahora?
Zero no dijo nada.
—¿Has estado cavando el hoyo del Cavernícola para nada? —le preguntó
Vigilante.
—Le gusta cavar hoyos —dijo el señor Peraski.
—Dime qué aprendiste ayer —dijo Vigilante—. Seguro que te acuerdas
de eso.
Zero no dijo nada.
El señor Peraski se echó a reír. Cogió una pala y dijo:
—¡Es como enseñar a leer a esta pala! Tiene más cerebro que Zero.
—Aprendí el sonido «ato» —dijo Zero.
—El sonido «ato» —repitió Vigilante—. A ver, dime, ¿cómo se dice ge,
a, té, o?
Zero miró a su alrededor, incómodo.
Stanley sabía que sabía la respuesta. Pero a Zero no le gustaba contestar
preguntas.
—Gato —contestó Zero.
El señor Peraski aplaudió.
—¡Bravo! ¡Bravo! ¡Es un genio!
—¿Pe, a, té, o? —preguntó Vigilante.
Zero pensó un momento. Stanley no le había enseñado todavía la pe.
—Pe —susurró Zero—. Pe, ato. Pato.
—¿Y che, a, te, o? —preguntó Vigilante. Stanley tampoco le había
enseñado el sonido «che».
Zero se concentró y dijo:
—Hato —aspirando la hache.
Todos los monitores se rieron.
—¡Desde luego, es un genio! —dijo el señor Peraski—. Es tan estúpido
que ni siquiera sabe que es estúpido.
Stanley no sabía por qué el señor Peraski la había tomado con Zero. Si el
señor Peraski se hubiera parado a pensar un momento, se habría dado cuenta
de que era muy lógico que Zero pensara que la letra hache hacía el sonido
«che».
—Vale, de ahora en adelante, no quiero que nadie cave hoyos que no son
suyos —dijo Vigilante—. Y nada de clases de lectura.
—No pienso cavar otro hoyo —dijo Zero.
—Muy bien —dijo Vigilante. Se volvió hacia Stanley—. ¿Sabes por qué
estás cavando hoyos? Porque es bueno para ti. Te enseña una lección. Si Zero
cava por ti, entonces no aprendes tu lección, ¿verdad?
—Me imagino que no —farfulló Stanley, aunque sabía que no estaban
cavando únicamente para aprender una lección. Ella estaba buscando algo,
algo que pertenecía a Kate «Besos» Barlow.
—¿Y por qué no puedo cavar mi hoyo y además enseñar a leer a Zero? —
preguntó Stanley—. ¿Qué hay de malo en eso?
—Te voy a decir qué hay de malo —dijo Vigilante—. Sólo crea
problemas. Zero casi mata a Zigzag.
—Le causa estrés —dijo el señor Peraski—. Sé que lo haces con buena
intención, Stanley, pero tienes que aceptarlo. Zero es demasiado estúpido
para aprender a leer. Por eso le hierve la sangre. No es el sol.
—No pienso cavar otro hoyo —repitió Zero.
El señor Peraski le pasó la pala.
—Toma, Zero. Es para lo único que sirves. Zero cogió la pala.
La empuñó como un bate de béisbol.
La hoja de metal se estrelló contra la cara del señor Peraski. Se le
doblaron las rodillas y perdió el conocimiento antes de caer al suelo.
Todos los monitores sacaron las armas.
Zero sostenía la pala lejos de su cuerpo, como si pretendiera batear todas
las balas.
—Odio cavar hoyos —dijo. Y muy despacio empezó a retroceder.
—No disparéis —dijo Vigilante—. No puede ir a ninguna parte. Lo único
que nos hace falta es una investigación.
Zero siguió retrocediendo. Pasó el montón de hoyos que el grupo había
estado cavando y se adentró cada vez más en el interior del lago.
—Tendrá que volver a por agua —dijo Vigilante. Stanley vio la
cantimplora de Zero en el suelo, cerca de su hoyo.
Un par de monitores ayudaron al señor Peraski a ponerse de pie y lo
subieron en la camioneta.
Stanley miró hacia Zero, pero había desaparecido entre la neblina.
Vigilante ordenó a los monitores que hicieran turnos montando guardia
en las duchas y en la Nada, todo el día y toda la noche. Tenían instrucciones
de no dejarle beber. Cuando regresara, debían llevarle directamente a su
cabaña.
Se examinó las uñas y dijo:
—Ya me va tocando volverme a pintar las uñas.
Antes de despedirse, les dijo a los seis restantes miembros del Grupo D
que seguía esperando siete hoyos.
31
STANLEY clavó la pala en la tierra con rabia. Estaba enfadado con todos:
con el señor Peraski, Vigilante, Zigzag, Rayos X y su tatarabuelo-desastre-
inútil-ladrón-de-cerdos. Pero sobre todo estaba enfadado consigo mismo.
Sabía que no debía haber dejado que Zero cavara parte de su hoyo. Podía
haberle enseñado a leer de todas formas. Si Zero era capaz de cavar todo el
día y todavía le quedaban fuerzas para aprender, él tenía que haber sido capaz
de cavar todo el día y tener fuerzas para enseñarle.
Y lo que debía hacer, pensó, era salir en busca de Zero.
Pero no lo hizo.
Ninguno de los otros le ayudó a cavar el hoyo de Zero, y él tampoco lo
esperaba. Zero le había estado ayudando a cavar su hoyo. Ahora le tocaba a
él cavar el de Zero.
Permaneció en el lago durante la parte más calurosa del día, mucho
después de que todos los demás se hubieran marchado. De vez en cuando
buscaba a Zero con la mirada, pero Zero no regresó.
Habría sido fácil salir detrás de Zero. No había nadie para impedírselo.
No dejaba de pensar que eso era lo que tenía que hacer.
Quizá pudieran escalar juntos hasta la cima del Gran Pulgar.
Si no estaba tan lejos. Y si era en realidad el mismo lugar donde su
bisabuelo había encontrado refugio. Y si, cien años después de eso, todavía
seguía habiendo agua.
No parecía muy probable. Sobre todo al ver cómo se había secado todo el
lago.
E incluso si encontraban refugio en el Gran Pulgar, pensó, al final
tendrían que terminar regresando. Y entonces deberían enfrentarse los dos a
Vigilante y a sus uñas de serpiente de cascabel.
En vez de eso se le ocurrió una idea mejor, aunque todavía no tenía todo
bien atado. Pensó que tal vez podría hacer un trato con Vigilante. Le diría
dónde había encontrado de verdad el tubo dorado si ella no arañaba a Zero.
No estaba seguro de cómo hacer ese trato sin meterse en un lío todavía
mayor. Ella podría decir: «Dime dónde lo has encontrado o te araño a ti
también». Además, de esa forma también involucraría a Rayos X. Y quizá
ella le arañara también.
Rayos X se convertiría en su enemigo durante los próximos dieciséis
meses.
Clavó la pala en la tierra.
A la mañana siguiente Zero seguía sin aparecer. Stanley vio a uno de los
monitores haciendo guardia junto al grifo del agua en la pared de las duchas.
El señor Peraski tenía los dos ojos morados y un vendaje sobre la nariz.
—Siempre supe que era estúpido —le oyó decir Stanley.
Al día siguiente Stanley sólo tuvo que cavar un hoyo. Mientras trabajaba,
miraba constantemente por si veía a Zero, pero no lo vio. Volvió a considerar
salir al lago a buscarlo, pero empezó a darse cuenta de que era demasiado
tarde.
Su única esperanza era que Zero hubiera encontrado el pulgar de Dios por
su cuenta. No era imposible. Su bisabuelo lo había encontrado. Por alguna
razón, su bisabuelo había sentido el impulso de subir a la cima de aquella
montaña. Tal vez Zero sintiera lo mismo.
Si era la misma montaña. Si todavía había agua.
Intentó convencerse de que no era imposible. Sólo unos días antes había
habido una tormenta. Quizá el Gran Pulgar era una especie de depósito
natural de agua y almacenaba la lluvia.
No era imposible.
SE puso a andar más despacio. Parecía que nadie le perseguía. Oyó voces
procedentes de donde estaba la camioneta, pero no entendía qué decían. De
vez en cuando se oía el motor, revolucionado, pero esa camioneta no iría a
ninguna parte durante un buen rato.
Se encaminó hacia donde él creía que estaba el Gran Pulgar. La bruma le
impedía verlo.
Caminar lo ayudó a calmarse y pudo pensar con claridad. Dudaba que
pudiera llegar al Gran Pulgar, y sin agua en la cantimplora, no quería
arriesgar su vida con la esperanza de encontrar refugio allí. Tendría que
regresar al campamento. Lo sabía. Pero no tenía ninguna prisa. Sería mejor
volver más tarde, cuando todo el mundo hubiera tenido tiempo de calmarse.
Y ya que había llegado tan lejos, podía aprovechar para buscar a Zero.
Decidió ir hasta donde le aguantaran las fuerzas, hasta que estuviera
demasiado cansado para seguir, y luego se daría la vuelta y regresaría.
Sonrió y pensó que aquello no iba a funcionar. Tendría que ir solo hasta
la mitad, la mitad de todo lo que pudiese aguantar, y así todavía le quedarían
fuerzas para regresar. Entonces tendría que hacer un trato con Vigilante,
decirle dónde había encontrado la barra de labios de Kate Barlow, y suplicar
clemencia.
Le sorprendió ver hasta dónde llegaban los hoyos. Ni siquiera se veía el
campamento, y todavía seguía pasando hoyos. Justo cuando pensaba que
aquél era el último, se encontraba con otro grupo de ellos, un poco más lejos.
Cuando estaban en el campamento, cavaban siguiendo un orden
sistemático, fila tras fila, dejando espacio para el camión del agua. Pero aquí
no había ningún orden. Parecía como si, de vez en cuando, en un ataque de
frustración, Vigilante eligiese un punto al azar y dijera: «¡Qué demonios,
cavad aquí mismo!». Era como intentar adivinar los números ganadores en la
bonoloto.
Stanley miraba cada hoyo que pasaba, pero no quería admitir lo que
estaba buscando.
Después de más de una hora, pensó que ya no quedaban más agujeros,
pero un poco a la izquierda vio otro montón de ellos. En realidad no vio los
hoyos, sino las pilas de arena que los rodeaban.
Pasó por encima de una pila y miró en el primer hoyo. El corazón se le
paró.
En el fondo había una familia de lagartos de pintas amarillas. Lo miraron
con sus grandes ojos rojos.
Saltó hacia atrás y echó a correr.
No sabía si lo perseguían, pero le pareció ver a uno saliendo del agujero.
Corrió hasta que no pudo más, y se derrumbó. No le habían seguido.
Se sentó un rato y recuperó el aliento. Al levantarse, creyó ver algo a lo
lejos, a unos cincuenta metros. No parecía gran cosa, quizá sólo una roca de
buen tamaño, pero en una extensión de nada, cualquier cosita parecía inusual.
Caminó despacio hacia allí. El encuentro con los lagartos le había vuelto
muy cauteloso.
Resultó ser un saco vacío de pipas de girasol. Se preguntó si sería el
mismo que Imán le había robado al señor Sir, aunque no parecía probable.
Le dio la vuelta, y encontró una pipa enganchada en las costuras.
Su almuerzo.
34
Al descubrir lo que era se rió para sus adentros. Era una barca, o al menos
parte de una. Le hizo gracia ver una barca en medio de aquel desierto árido y
vacío. Pero cayó en la cuenta de que, al fin y al cabo, en algún momento
había sido un lago.
El bote estaba boca abajo, medio enterrado.
Alguien se habría ahogado allí, pensó con amargura, en el mismo sitio en
el que él podría morir de sed.
La barca tenía un nombre pintado en la parte de atrás. La pintura de las
letras rojas se había descascarillado y descolorido, pero Stanley fue capaz de
leer el nombre boca abajo: Mary Lou.
En un lado de la barca había un montón de tierra y un túnel que llevaba
debajo del bote. Parecía lo bastante amplio para un animal de buen tamaño.
Oyó un ruido. Algo se movió debajo de la embarcación.
Y estaba saliendo a la superficie.
—¡Eh! —gritó Stanley, con idea de asustarlo y que se quedase dentro.
Tenía la boca seca y era difícil gritar muy alto.
—¡Eh! —respondió débilmente aquella cosa.
Y entonces una mano oscura y una manga naranja aparecieron por la boca
del túnel.
35
PUSIERON cuatro tarros que no estaban rotos en el saco de las pipas, por
si les servían de algo; Stanley llevaba el saco y Zero la pala.
—Te advierto una cosa —le dijo Stanley—. No soy precisamente el tío
más afortunado del mundo.
A Zero no le preocupaba.
—Cuando te has pasado toda la vida viviendo en un hoyo —dijo—, la
única manera de avanzar es hacia arriba.
Se hicieron el signo de la buena suerte, los puños cerrados con los dedos
apuntando hacia arriba, y se pusieron en marcha.
Eran las horas más calurosas del día. La cantimplora vacía-vacía-vacía de
Stanley seguía colgada de su cuello. Volvió a pensar en el camión del agua, y
deseó haberse parado a llenar la cantimplora antes de escaparse.
No habían ido muy lejos cuando Zero tuvo otro ataque. Se agarró el
estómago y se dejó caer al suelo.
Lo único que podía hacer Stanley era esperar a que se le pasara. El
Sploosh le había salvado la vida a Zero, pero ahora lo estaba destrozando por
dentro. Se preguntó cuánto tiempo tardaría él también en sentir los efectos.
Miró al Gran Pulgar. No parecía más cerca que cuando habían salido.
Zero respiró hondo y consiguió sentarse.
—¿Puedes andar? —le preguntó Stanley.
—Espera un segundo —dijo Zero. Volvió a respirar hondo y, apoyándose
en la pala, se puso de pie. Le hizo a Stanley el gesto con los pulgares
levantados y continuaron.
A veces Stanley intentaba avanzar un buen rato sin mirar al Gran Pulgar.
Hacía una fotografía mental de él, y luego esperaba unos diez minutos antes
de volver a mirar, para ver si estaba más cerca.
Pero nunca se aproximaba. Era como intentar alcanzar la luna.
Y si es que llegaban allí, aún tendrían que subirlo.
—Me pregunto quién sería —dijo Zero.
—¿Quién?
—Mary Lou —dijo Zero.
Stanley sonrió.
—Me figuro que sería una persona de verdad en un lago de verdad. Es
difícil de imaginar.
—Seguro que era guapa —dijo Zero—. Alguien debe de haberla querido
mucho para ponerle su nombre a una barca.
—Sí —dijo Stanley—. Seguro que estaba guapísima en bañador, sentada
en la barca mientras su novio remaba.
Zero usaba la pala como una tercera pierna. Las dos que tenía no eran
suficientes para mantenerlo de pie.
—Tengo que hacer un descanso —dijo al cabo de un rato.
Stanley miró al Gran Pulgar. Seguía estando igual de lejos. Temía que si
Zero se paraba, no iba a ser capaz de volver a caminar.
—Ya casi estamos —le dijo.
Intentó calcular qué estaría más cerca, el Campamento Lago Verde o el
Gran Pulgar.
—Me tengo que sentar, de verdad.
—Mira a ver si puedes seguir un poco.
Zero se derrumbó. La pala se quedó de pie una fracción de segundo, en
perfecto equilibrio sobre la punta de la hoja, y luego cayó a su lado.
Zero se arrodilló, inclinándose con la cabeza apoyada en el suelo. Stanley
le oía gemir débilmente. Miró la pala y no pudo evitar pensar que quizá
tuviera que usarla para cavar una tumba. El último hoyo de Zero.
«¿Y quién cavará mi tumba?», pensó.
Pero Zero se incorporó, otra vez levantando los pulgares en señal de
buena suerte.
—Dame unas cuantas palabras —dijo en un hilo de voz. Stanley tardó un
poco en entender qué quería. Luego sonrió y dijo:
—Erre, o, ese, a.
Zero probó:
—Rrosa. Rrosa. Rosa.
—Muy bien. Erre, i, ese, a.
—Rrisa.
Aquel juego parecía ayudar a Zero. Le daba algo en qué pensar y le
distraía de la debilidad y el dolor.
Y también a Stanley. Cuando volvió a mirar al Gran Pulgar, lo vio más
cerca.
Dejaron de deletrear palabras cuando hablar se volvió demasiado
doloroso. Stanley tenía la garganta seca. Se sentía débil y agotado, pero
aunque estaba fatal, sabía que Zero se sentía diez veces peor. Si Zero era
capaz de seguir, él también.
Era posible, pensaba, esperaba, que a él no le hubieran afectado las
bacterias. Zero no había podido desenroscar la tapa. A lo mejor los gérmenes
malos tampoco habían podido entrar. Quizá las bacterias estaban sólo en los
tarros que se abrían fácilmente, los que ahora llevaba en el saco.
Lo que más temía Stanley de morir no era la muerte en sí. Imaginaba que
podría sobrellevar el dolor. No podía ser mucho peor de como se sentía
ahora. Es más, en el momento preciso de la muerte probablemente estaría
demasiado débil para sentir dolor. La muerte sería un alivio. Lo que más le
preocupaba era que sus padres no supieran lo que le había pasado, que no
supieran si estaba vivo o muerto. Odiaba imaginarse cómo sería para sus
padres vivir un día tras otro, un mes tras otro, sin saber nada, alimentando
falsas esperanzas. Para él, al menos, el sufrimiento habría terminado. Para sus
padres no tendría fin.
Se preguntó si Vigilante mandaría un equipo de rescate a buscarle. No le
parecía muy probable. No había mandado a nadie a buscar a Zero. Se habían
limitado a destruir su expediente.
Pero Stanley tenía familia. No podían fingir que no había estado nunca
allí. Pensó en qué les diría a sus padres. Y cuándo.
—¿Qué crees que hay ahí arriba? —preguntó Zero. Stanley levantó la
vista hacia el Gran Pulgar.
—Probablemente un restaurante italiano.
Zero consiguió reírse.
—Creo que voy a tomar una pizza y una coca cola grande —dijo Stanley.
—Y yo un helado de vainilla —dijo Zero—. Con nueces y nata montada,
y plátanos y chocolate caliente.
Tenían el sol casi enfrente. El pulgar lo señalaba directamente.
Llegaron al final del lago. Delante de ellos se elevaban altas paredes de
roca blanca.
La orilla oriental, donde estaba el Campamento Lago Verde, descendía
gradualmente, pero la occidental era muy abrupta. Era como si hubieran
estado caminando por una sartén enorme y ahora tuvieran que encontrar la
manera de salir.
Ya no veían el Gran Pulgar. Las rocas les bloqueaban la vista. Y también
les bloqueaban el sol.
Zero gimió y se agarró el estómago, pero siguió de pie.
—Estoy bien —susurró.
Stanley vio un surco, de medio metro de ancho y unos quince centímetros
de profundidad, que recorría una de las paredes de arriba abajo. A cada lado
del surco había una serie de salientes en la roca.
—Vamos a probar aquí —dijo.
Parecía una ascensión de unos quince metros, totalmente vertical.
Stanley consiguió llevar el saco con los tarros en la mano izquierda
mientras avanzaban lentamente, de saliente en saliente, surco arriba. A veces
tenían que apoyarse en la cara interior del surco para poder llegar al siguiente
reborde.
Zero consiguió seguirle, como pudo. Su frágil cuerpo temblaba
horriblemente al escalar el muro de piedra.
Algunos salientes eran lo bastante anchos para poder sentarse. Otros no
sobresalían más que unos centímetros, lo justo para apoyar un pie. Stanley se
detuvo a un tercio de la cima, en un reborde bastante amplio. Zero llegó a su
lado.
—¿Estás bien? —preguntó Stanley.
Zero le respondió levantando el puño cerrado con los pulgares hacia
arriba. Stanley hizo lo mismo.
Miró hacia lo alto. No estaba seguro de cómo llegar al siguiente reborde.
Estaba a algo más de un metro por encima de su cabeza, y no veía ningún
apoyo para los pies. Mirar hacia abajo le daba miedo.
—Dame un empujón —dijo Zero—. Y luego te subiré con la pala.
—No vas a poder —dijo Stanley.
—Sí que puedo —contestó Zero.
Stanley puso las dos manos juntas y Zero apoyó el pie sobre sus dedos
entrelazados. Levantó a Zero lo bastante para que pudiera agarrar la roca
protuberante. Stanley le ayudaba desde abajo mientras Zero se aupaba a la
repisa de roca.
Mientras Zero se colocaba arriba, Stanley ató el saco a la pala haciendo
un agujero en la tela de arpillera. Se lo pasó a Zero.
Zero agarró primero el saco, y luego la pala. La colocó de tal manera que
la mitad de la hoja encajaba en el saliente de roca. El mango de madera
colgaba hacia Stanley.
—Vale —dijo.
Stanley no pensaba que fuera a funcionar. Una cosa era que él levantase a
Zero, que pesaba la mitad que él, y otra muy distinta que Zero intentase
subirlo a pulso.
Stanley se agarró del mango para escalar la pared rocosa, usando las dos
caras del surco para ayudarse. Iba moviendo una mano encima de otra, por el
mango de la pala.
Sintió las manos de Zero agarrándole por la muñeca.
Soltó una mano del mango y se agarró del reborde. Reunió todas las
fuerzas que le quedaban. Por un momento pareció desafiar la gravedad, dio
un paso en la pared y, con ayuda de Zero, se elevó el último trecho hasta
llegar a la repisa.
Recuperó el aliento. Unos meses antes, le habría sido imposible.
Vio una gran mancha de sangre en su muñeca. Tardó un momento en
darse cuenta de que era la sangre de Zero.
Zero tenía cortes profundos en las dos manos. Había sujetado la hoja
metálica de la pala, manteniéndola quieta mientras Stanley subía.
Zero se llevó las manos a la boca y se chupó la sangre.
Uno de los tarros se había roto. Decidieron guardar los trozos. Puede que
los necesitasen para hacer un cuchillo o algo parecido.
Tras descansar un poco, continuaron el ascenso. El resto del trayecto
resultó una ascensión bastante fácil.
Cuando llegaron al terreno llano, Stanley miró hacia el sol, una bola de
fuego en equilibrio sobre la punta del Gran Pulgar. Dios estaba haciendo girar
una pelota de baloncesto.
Al poco rato estaban caminando por la sombra larga y delgada del pulgar.
37
***
Stanley y Zero durmieron intermitentemente durante dos días, comieron
cebollas, todas las que quisieron, y bebieron agua sucia de su hoyo. Por la
tarde, el Gran Pulgar les daba sombra. Stanley intentó hacer el agujero más
profundo, pero le hacía falta la pala. Lo único que consiguió fue remover el
fango y ensuciar más el agua.
Zero seguía durmiendo. Todavía estaba enfermo y débil, pero el sueño y
las cebollas parecían estar sentándole bien. Stanley ya no temía que se fuera a
morir pronto. Sin embargo, no quería volver a por la pala dejándole dormido.
No quería que se despertara y pensara que le había abandonado.
Esperó a que abriera los ojos.
—Creo que voy a ir a buscar la pala —dijo Stanley.
—Yo te espero aquí —dijo Zero débilmente, como si tuviera elección.
Stanley empezó a bajar la montaña. El sueño y las cebollas también le
habían sentado bien. Se sentía fuerte.
Seguir el rastro que había dejado hacía dos días era bastante fácil. En un
par de sitios no estaba seguro de ir bien, pero tras buscar un poco volvió a
encontrar el camino.
Bajó un buen trecho sin encontrar la pala. Volvió a mirar hacia arriba.
Seguro que se la había pasado, pensó. No podía haber subido con Zero a
cuestas todo aquel trayecto.
De todas formas, siguió bajando, por si acaso. Llegó a un tramo de roca
desnuda entre dos parches de hierba y se sentó en el suelo a descansar.
Decidió que, definitivamente, había ido demasiado lejos. Estaba cansado de ir
cuesta abajo. Era imposible que hubiera llevado a Zero cuesta arriba desde
allí, especialmente después de andar todo el día sin comida ni agua. La pala
debía de haberse quedado enterrada entre las plantas.
Antes de retroceder, lanzó una última mirada a su alrededor. Vio un
pequeño claro en medio de las zarzas, un poco más abajo. No parecía muy
probable que la pala estuviese allí, pero ya que había llegado tan lejos, se
acercó.
Allí, entre las altas hierbas, encontró la pala y el saco con los tarros. Se
quedó maravillado. Pensó que a lo mejor la pala y el saco habían rodado
ladera abajo. Pero los tarros no estaban rotos, excepto el que ya venía roto. Y
si hubieran bajado rodando la colina, sería muy raro haber encontrado la pala
y el saco uno al lado del otro.
En el camino de vuelta, Stanley tuvo que sentarse a descansar varias
veces. Era una subida larga y difícil.
41
***
Un rato después, Stanley vio una tarántula caminando sobre la arena, no
muy lejos de su Hoyo. Nunca había visto una tarántula, pero no tuvo ninguna
duda de que lo era. Por un momento, quedó fascinado por el animal, que
avanzaba lentamente sobre sus enormes patas peludas.
—Mira, una tarántula —dijo el señor Sir, también fascinado.
—Nunca había visto una —dijo Vigilante—. Excepto en…
De repente, Stanley sintió un pinchazo en un lado del cuello.
Pero el lagarto no le había mordido. Sólo había utilizado su cuello para
tomar impulso.
Saltó desde el cuello de Stanley y cayó sobre la tarántula. Lo último que
vio Stanley del animal fue una pata peluda saliendo de la boca del lagarto.
—Conque no tienen hambre, ¿eh? —dijo el señor Sir.
Stanley intentó volver a la nieve, pero con el sol era más difícil
transportarse hasta allí.
Oyó cómo los coches se detenían y luego las puertas que se abrían y se
cerraban. Un poco después vio que el señor Peraski y dos desconocidos se
acercaban hacia ellos. Uno era un hombre alto, vestido con traje y un
sombrero vaquero. La otra era una mujer de baja estatura que llevaba un
maletín. La mujer tenía que dar tres pasos por cada dos del hombre.
—¿Stanley Yelnats? —llamó, adelantándose a los otros.
—Le sugiero que no se acerque más —dijo el señor Sir.
—No puede impedírmelo —saltó ella, y volvió a mirarle de arriba abajo,
notando que sólo llevaba el pantalón del pijama—. Te vamos a sacar de aquí,
Stanley, no te preocupes —tenía aspecto de hispana, con pelo negro liso y
ojos oscuros. Hablaba con un ligero acento mexicano, pronunciando mucho
las erres.
—¿Qué demonios? —exclamó el hombre alto al llegar junto a ella. La
mujer se volvió hacia él.
—Se lo digo desde ahora, si le ocurre algo, no sólo presentaremos una
denuncia contra la señora Walker y el Campamento Lago Verde, sino
también contra el estado de Texas. Por maltrato a menores. Encarcelamiento
ilegal. Tortura.
El hombre le sacaba más de una cabeza y podía mirar por encima de ella
para hablar con Vigilante.
—¿Cuánto tiempo llevan ahí?
—Toda la noche, como puede usted ver por nuestra ropa. Entraron a
hurtadillas en mi cabaña mientras dormía y me robaron la maleta. Los
perseguí, salieron corriendo y se cayeron en este nido de lagartos. No sé en
qué estarían pensando.
—¡Eso es mentira! —dijo Stanley.
—Stanley, como tu abogada te aconsejo que no digas nada —dijo la
mujer—, hasta que tú y yo tengamos la oportunidad de hablar en privado.
Stanley se preguntó por qué habría mentido Vigilante sobre la maleta y a
quién pertenecería legal mente. Le gustaría preguntárselo a su abogada, si es
que realmente era su abogada.
—Es un milagro que sigan con vida —dijo el hombre alto.
—Sí, desde luego —dijo Vigilante, con un rastro de desagrado en la voz.
—Y será mejor que salgan vivos de ésta —advirtió la abogada de Stanley
—. Esto no habría pasado si me lo hubiera entregado ayer.
—No habría pasado si no fuese un ladrón —dijo Vigilante—. Le dije que
hoy lo dejaríamos marchar, y supongo que intentó llevarse algunos de mis
bienes. Ha estado delirando toda la semana.
—¿Por qué no lo dejó marchar ayer, cuando se lo pidió la abogada? —
preguntó el hombre alto.
—No tenía la autorización apropiada —dijo Vigilante.
—¡Vine con una orden judicial!
—No estaba autentificada —dijo Vigilante.
—¿Autentificada? Estaba firmada por el juez que le sentenció.
—Necesitaba la confirmación del fiscal general —dijo Vigilante—.
¿Cómo sé yo que la orden es legítima? Los chicos que están bajo mi custodia
son peligrosos para la sociedad. ¿Se supone que tengo que dejarlos marchar
cada vez que alguien me dé un pedazo de papel?
—Sí —dijo la mujer—. Si es una orden judicial.
—Stanley ha estado hospitalizado estos últimos días —explicó Vigilante
—. Sufría de alucinaciones y deliraba. Gritaba y desbarraba. No estaba en
condiciones de partir. El hecho de que haya intentado robarme justo el día
antes de marcharse prueba…
Stanley intentó salir del hoyo, usando solamente las manos para no
molestar demasiado a los lagartos. Al auparse, los lagartos se movieron hacia
el fondo, evitando los rayos directos del sol. Subió las piernas de golpe y el
último reptil volvió al hoyo de un salto.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Vigilante. Avanzó hacia él y se detuvo en
seco.
Un lagarto salió de su bolsillo y le bajó por la pierna.
Stanley sintió un mareo y estuvo a punto de desmayarse. Recuperó el
equilibrio y se agachó, tomó a Zero del brazo y lo ayudó a levantarse
despacio. Zero seguía sujetando la maleta.
Los lagartos que estaban escondidos debajo corrieron a refugiarse en el
hoyo.
Stanley y Zero se alejaron caminando con dificultad.
Vigilante corrió hacia ellos. Abrazó a Zero.
—Gracias a Dios que estás vivo —le dijo, intentando quitarle la maleta.
Zero tiró de ella.
—Es de Stanley —dijo.
—No causes más problemas —le advirtió Vigilante—. La robasteis de mi
cabaña, y os hemos pillado con las manos en la masa. Si os denuncio, Stanley
podría volver a prisión. Pero en vista de las circunstancias, estoy dispuesta
a…
—Tiene su nombre —dijo Zero.
La abogada de Stanley pasó por delante del hombre para echar un vistazo.
—Mire —dijo Zero—. Stanley Yelnats.
Stanley también miro. Y allí, en grandes letras negras, ponía STANLEY
YELNATS.
El hombre alto miró por encima de las cabezas de todos y leyó el nombre
en la maleta.
—¿Y dice usted que la robó de su cabaña?
Vigilante la miraba fijamente sin dar crédito a sus ojos.
—Es im… imposss… Es imposss… —ni siquiera era capaz de decirlo.
48
RELLENANDO HOYOS
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