David Mitchell - El Bosque Del Cisne Negro
David Mitchell - El Bosque Del Cisne Negro
David Mitchell - El Bosque Del Cisne Negro
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David Mitchell
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Título original: Black Swan Green
David Mitchell, 2006
Traducción: Víctor V. Úbeda
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Agradecimientos
Gracias a Nadeem Aslam, Eleanor Bailey, Jocasta Brownlee, Amber Burlison,
Evan Camfield, Lynn Cannici, Tadgh Casey, Stuart Coughlan, Louise Dennys, Walter
Donohue, Maveeda Duncan y su hija, David Ebershoff, Keith Gray, Rodney Hall, Ian
Jack, Henry Jeffreys, Sharon Klein, la librería Kerr’s de Clonakilty, Hari Kunzru,
Morag y Tim Joss, Toby Litt, Jynne Martin, Jan Montefiore, Lawrence Norfolk,
Jonathan Pegg, Nic Rowley, Shaheeda Sabir, Michael Schellenberg, Eleanor
Simmons, Rory y Diane Snookes, Doug Stewart, Carole Welch y la Dama de Cabello
Cano de Hay-on-Wye que me aconsejó que me quedase con el conejo, pese a que
terminó escapándose del manuscrito definitivo.
Gracias en especial a mis padres y a Keiko.
Un antepasado lejano del primer capítulo apareció en Granta 81. Un antepasado
cercano del capítulo segundo apareció en New Writing 13 (Picador). Para la
investigación del capítulo quinto me basé en The Battle of the Falklands, de Max
Hastings y Simon Jenkins (Pan Books, 1997). El capítulo octavo cita pasajes de Le
Grand Meaulnes, de Alain Fournier (Librairie Fayard, 1971). El capítulo noveno cita
con permiso pasajes de Lord of the Flies, de William Golding (Faber &c Faber,
1954). Ciertos detalles de la novela están en deuda con las memorias de Andrew
Collins Where did it all go right? (Ebury Press, 2003).
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El hombre de enero
Ni se os ocurra entrar en mi despacho. Es una de las reglas de mi padre. Pero es que
el teléfono había sonado veinticinco veces. Lo normal es que la gente cuelgue
después de diez o doce timbrazos, ¿verdad?, salvo que sea cuestión de vida o muerte.
Mi padre tiene un contestador automático como el de James Garner en la serie
Expediente Rockford, con unas bobinas de cinta enormes, pero últimamente se lo deja
desconectado. Ya iban treinta timbrazos. Julia no lo oía porque estaba en su
habitación (que es el desván transformado) oyendo a todo trapo Don’t you want me?,
de The Human League. Cuarenta timbrazos. Mi madre no lo oía porque tenía puesta
la lavadora en el programa frenético y además estaba pasando la aspiradora por el
salón. Cincuenta. Esto ya no es normal. ¿Y si a mi padre lo ha despachurrado un
tráiler en la M5 y lo único que ha encontrado la policía es el teléfono de su despacho
porque su documentación ha quedado toda carbonizada? Podríamos perder la última
oportunidad de ver a nuestro achicharrado padre en el pabellón de enfermos
terminales.
Así que entré en el despacho, acordándome de cuando la novia entra en los
aposentos de Barbazul después de que le digan que no lo haga. (Por cierto, Barbazul
la estaba esperando). El despacho de mi padre huele a billetes de banco, un olor a
papel pero también a metal. Como estaban echadas las persianas, parecía de noche,
no las diez de la mañana. En la pared hay un reloj muy serio, de la misma marca que
los relojes serios de las paredes del colegio. También hay una foto de mi padre
dándole la mano a Craig Salt, cuando a mi padre lo nombraron jefe de ventas regional
de Groenlandia (no el país, sino la cadena de supermercados). Encima de la mesa de
acero está el IBM de mi padre. Los IBM cuestan miles de libras. El teléfono del
despacho es rojo como los de las alertas nucleares, y de botones, no de disco como
los normales.
Bueno, el caso es que respiré hondo, cogí el auricular y contesté diciendo nuestro
número. Al menos eso me sale sin tartamudear. Normalmente.
Pero la persona que estaba al otro lado de la línea no dijo nada.
—¿Diga? —dije yo—. ¿Diga?
Se oyó un suspiro como si se hubiesen cortado con una hoja de papel.
—¿Me oye? Yo a usted no.
Reconocí la música de Barrio Sésamo, muy bajita.
—Si me está oyendo —me acordé de un truco que salía en una película de la
Fundación de Cine Infantil—, dé un toquecito en el teléfono.
No se oyó ningún toquecito, solo más Barrio Sésamo.
—Me parece que se ha equivocado de número —dije, algo indeciso.
Un bebé empezó a llorar y colgaron de golpe.
Cuando la gente se queda escuchando hace un ruido característico.
Yo lo había oído, así que ellos me habían oído a mí.
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—Es tan grave robar un cordero como robar un pañuelo.
Nos lo enseñó la señorita Throckmorton, hace siglos. Como más o menos tenía
una excusa para haber entrado en la cámara prohibida, aproveché para mirar entre las
hojas afiladas como cuchillas de la persiana de mi padre, por encima de los
sembrados, más allá del árbol con forma de gallo y de otros campos de cultivo hasta
las colinas Malvern. Una mañana pálida, el cielo helado, una capa de escarcha en las
colinas, pero ni rastro de nieve, qué mala suerte. El sillón giratorio de mi padre se
parece mogollón al del cañón láser del Halcón milenario. Abrí fuego a discreción
contra la escuadrilla de M16s rusos que cubría el cielo por encima de las Malvern. A
los pocos segundos, decenas de miles de personas de aquí a Cardiff me debían la
vida. Los campos quedaron sembrados de fuselajes retorcidos y alas carbonizadas.
Cuando los pilotos soviéticos activasen sus asientos eyectables, les dispararía dardos
adormecedores. Luego nuestros soldados los reducirían. Yo rechazaría todas las
medallas. «Gracias, pero no», le diría a Margaret Thatcher y a Ronald Reagan cuando
mi madre los hiciese pasar a casa, «solo he cumplido con mi deber».
Mi padre tiene un sacapuntas supermolón atornillado al escritorio. Deja los
lápices tan afilados que podrían atravesar una armadura. Los más afilados son los H,
que son los prefes de mi padre. A mí me gustan más los 2B.
Llamaron al timbre. Volví a colocar la persiana como estaba, me aseguré de no
dejar ninguna huella de mi incursión, salí sigilosamente y me lancé escaleras abajo
para ver quién era. Los últimos seis escalones me los bajé de un solo salto mortal.
Era Lerdo, todo sonrisas y espinillas, como siempre. Se le está espesando la
pelusa del bigote, por cierto.
—¡No te lo vas a creer!
—¿El qué?
—¿Sabes el lago que hay en el bosque?
—¿Qué le pasa?
—Pues que —Lerdo comprobó que no nos oía nadie— ¡se ha congelado! La
mitad de los niños del pueblo ya está allí, ahora mismo. ¡Mola mogollón!
—¡Jason! —Mi madre apareció en el umbral de la cocina—. ¡No dejes que entre
frío! O invitas a Dean a pasar (hola, Dean) o si no, cierras la puerta.
—Esto… Voy a salir un rato, mamá.
—Mmm… ¿Adónde?
—A tomar un poco el aire.
Eso fue un error estratégico.
—¿Qué estás tramando?
Quise decir «Nada», pero el Ahorcado no me dejó.
—¿Por qué voy a estar tramando nada?
Evité mirarla a los ojos mientras me ponía la trenca azul marino.
—¿Qué te ha hecho la coreana negra nueva para que no le hagas ni caso, si se
puede saber?
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Seguía sin poder decir «Nada». (El problema es que si vas de negro es como si te
creyeras un tipo duro. Los mayores no lo entienden).
—Es que la trenca abriga más, solo eso. Hoy hace fresco.
—La comida es a la una en punto —Mi madre se fue a cambiar la bolsa de la
aspiradora—. Hoy viene tu padre a comer. Ponte un gorro de lana, que se te va a helar
la cabeza.
Los gorros de lana son una mariconada, pero ya me lo escondería en el bolsillo
después.
—Bueno, adiós, señora Taylor —dijo Lerdo.
—Adiós, Dean —dijo mi madre.
A mi madre nunca le ha gustado Lerdo.
Lerdo es igual de alto que yo y no es mal chaval, pero apesta a salsa de carne.
Viste unos campanolos de segunda mano que le quedan pesqueros y vive al final de
Drugger’s End, en un hotelito de ladrillo que también apesta a salsa de carne. En
realidad, se llama Dean Lerdell, pero el señor Carver, nuestro profesor de gimnasia,
empezó a llamarle «Lerdo» ya desde la primera semana y con Lerdo se quedó.
Cuando estamos los dos solos lo llamo «Dean», pero el tema de los nombres es
complicado. A los chicos más populares se les llama por el nombre de pila, como
Nick Yew, que siempre es «Nick» a secas. Los que son un poco populares, como
Gilbert Swinyard, tienen motes respetuosos, como «Yardy». Después vamos los niños
como yo, que nos llamamos unos a otros por el apellido. Por debajo de nosotros están
los que tienen motes ofensivos, como Lerdell Lerdo, o Nicholas Briar, que es
«Knickerless Bra»[1]. Ser niño es como estar en el ejército: lo que cuenta es el rango.
Si se me ocurre llamar «Swinyard» a Gilbert Swinyard, me da una patada en la cara.
O si a Lerdo lo llamo «Dean» delante de alguien, mi propia posición se vería
perjudicada. O sea, que hay que estar atento.
Las niñas usan más los nombres de pila, salvo Dawn Madden, que es un niño
producto de algún experimento defectuoso, y tampoco se pelean tanto como los
niños. (Lo que no quita para que, justo antes de las vacaciones de Navidad, Dawn
Madden y Andrea Bozard, después de llamarse «puta» y «zorra» en la fila del
autobús, se agarrasen de los pelos y se diesen puñetazos en las tetas y de todo). A
veces me gustaría haber nacido niña, en general son muchísimo más civilizadas, claro
que si alguna vez lo reconociese en público, me escribirían julandrón DE MIERDA
en la taquilla del colegio. Eso fue lo que le pasó a Floyd Chaceley cuando reconoció
que le gustaba Johann Sebastian Bach. Por cierto, como se enterasen de que el tal
Eliot Bolívar que publica poemas en la hoja parroquial de Black Swan Green soy yo,
me sacarían las tripas con herramientas melladas detrás de las canchas de tenis y
luego pintarían con spray en mi tumba el logotipo de los Sex Pistols.
Total, que de camino al lago Lerdo me contó lo del Scalextric que le habían
regalado por Navidad. Al día siguiente, el transformador explotó y casi mata a toda la
familia.
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—Anda ya —le dije, pero Lerdo me lo juró por su abuela, que está muerta.
Entonces le dije que debería escribir a Esther Rantzen, la presentadora del
programa Derechos del consumidor, para que obligase al fabricante a pagarles una
indemnización. Lerdo me dijo que no sería tan fácil, porque su padre se lo había
comprado en Nochebuena a un brummie del mercado de Tewkesbury. No me atreví a
preguntarle qué significaba «brummie» por si acaso era lo mismo que bummer o
bumboy, que significa homosexual.
—Ah —dije—, ya te entiendo.
Lerdo me preguntó qué me habían regalado por Navidad. La verdad es que me
habían dado 13,50 libras en vales para libros y pósteres de la Tierra Media, pero
como los libros son cosa de maricas le hablé del Juego de la Vida que me habían
regalado el tío Brian y la tía Alice. Hay que conducir un cochecito por la carretera de
la vida y gana el que primero llega al final y con más dinero. Cruzamos la carretera
por el Black Swan y nos metimos en el bosque. Debería haberme puesto cacao en los
labios porque cuando hace tanto frío se me cortan.
Enseguida oímos un griterío de niños a través de los árboles.
—¡Marica el último! —gritó Lerdo, echando a correr sin darme tiempo a
prepararme.
A los pocos metros metió el pie en una rodera helada, salió volando y aterrizó de
culo. Típico de Lerdell.
—Creo que tengo una conmoción —dijo.
—Conmoción es cuando te golpeas en la cabeza. A no ser que tengas el cerebro
en el culo.
Tremenda frase. Qué pena que no la hubiese oído nadie importante.
El lago del bosque molaba un montón. Había burbujitas atrapadas en el hielo,
como en los caramelos de menta. Neal Brose tenía unos patines de competición
auténticos, te los alquilaba por cinco peniques, aunque a Pete Redmarley se los había
dejado usar gratis para que los demás niños lo vieran patinando y les entrasen las
ganas. Solo mantenerse de pie en el hielo ya cuesta lo suyo. Me caí mogollón de
veces antes de pillarle el tranquillo a patinar en zapatillas. Entonces apareció Ross
Wilcox con su primo Gary Drake y con Dawn Madden. Los tres patinan bastante
bien. Drake y Wilcox también son más altos que yo. (Se habían cortado los dedos de
los guantes para que se les vieran las cicatrices que se habían hecho jugando al
Scabby Queen. Si yo hago eso, mi madre me mata). Cagón estaba sentado en el islote
que hay en mitad del lago, donde viven los patos, y a todo el que se caía, le gritaba:
«¡Toma culada! ¡Toma culada!». Cagón está tocado del ala porque nació antes de
tiempo, así que nadie le pega nunca un puñetazo. Bueno, por lo menos no muy fuerte.
Grant Burch se metió en el hielo con la bicicleta de su esclavo, Philip Phelps.
Mantuvo el equilibrio durante unos segundos, pero fue a hacer un caballito y la bici
salió volando por los aires. Al aterrizar quedó como si la hubiese torturado Uri Geller.
Philip Phelps sonreía a la fuerza, pero por dentro estaba pensando cómo contárselo a
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su padre. A Pete Redmarley y Grant Burch se les ocurrió que el lago helado era el
sitio perfecto para jugar a bulldogs ingleses. Nick Yew dijo: «Vale, yo me apunto», y
la cosa quedó decidida. Odio jugar a eso. Cuando la señorita Throckmorton lo
prohibió en primaria, después de que Lee Biggs se rompiese tres dientes jugando al
jueguecito, respiré aliviado. Pero ahora, cualquiera que hubiese dicho que no le
encantaba jugar a bulldogs ingleses habría quedado de marica total. Sobre todo los
que vivimos en Kingfisher Meadows.
Total, que estábamos unos veinte o veinticinco chicos, más Dawn Madden, de
pie, todos apelotonados, esperando a que nos escogiesen, como esclavos en un
mercado de esclavos. Grant Burch y Nick Yew eran los capitanes de un equipo y Pete
Redmarley y Gilbert Swinyard, los del otro. Tanto Ross Wilcox como Gary Drake
salieron escogidos antes que yo, los eligió Pete Redmarley, pero a mí me eligió Grant
Burch en la sexta ronda, lo cual, aunque tarde, no llegaba a ser bochornoso. Lerdo y
Cagón fueron los dos últimos. Grant Burch y Pete Redmarley bromearon entre sí,
«¡No, quédatelos tú, que nosotros queremos ganar!», y Lerdo y Cagón tuvieron que
reírse como si a ellos también les hiciese gracia. A Cagón igual se la hacía. (A Lerdell
no. Cuando el grupo se disgregó, se le quedó la misma cara que aquella vez en que
todos le dijimos que íbamos a jugar al escondite y le mandamos esconderse. Tardó
una hora en darse cuenta de que nadie lo estaba buscando). Nick Yew ganó el cara o
cruz, así que nos tocó primero hacer de corredores y al equipo de Pete Redmarley, de
bulldogs. A ambos extremos del lago se amontonaron los abrigos de los niños que no
eran importantes para delimitar las porterías que unos tenían que defender y los otros
traspasar. Echamos del lago a los enanos y a las niñas, menos a Dawn Madden. Los
bulldogs de Redmarley se agruparon en el medio y los corredores retrocedimos hasta
nuestra propia portería, que era el punto de partida. El corazón se me salía del pecho.
Bulldogs y Corredores se agacharon como velocistas en los tacos de salida y los
capitanes dieron el grito de guerra.
—¡A la una, a las dos y a las tres! ¡Bulldogs ingleses!
Nos lanzamos a la carga chillando como kamikazes. Me tropecé (sin queriendo)
justo antes de que la primera oleada de Corredores se estrellase contra los Bulldogs.
Esto haría que la mayoría de los Bulldogs más brutos se enzarzasen en peleas contra
la primera línea de nuestro equipo. (El objetivo de los Bulldogs es derribar a los
Corredores e inmovilizarlos de espaldas contra el hielo el tiempo suficiente para
gritar: «Bulldogs ingleses un dos tres»). Con un poco de suerte mi estrategia abriría
algún hueco por el que colarme y poder llegar a la portería. Al principio el plan me
funcionó bastante bien. Los hermanos Tookey y Gary Drake se estamparon contra
Nick Yew. Una pierna salió volando y me dio una patada en la espinilla pero logré
pasar de largo sin darme un porrazo. Pero entonces Ross Wilcox vino directo a por
mí. Quise zafarme con una finta pero me agarró fuerte de la muñeca y trató de tirarme
al suelo. Pero yo, en vez de intentar soltarme, también lo agarré fuerte de la muñeca y
me lo quité de encima lanzándolo contra Hormiguita y Darren Croome. ¡Fue una
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pasada! En los juegos y en el deporte lo importante no es participar, ni siquiera ganar.
Lo importante de verdad es humillar. Lee Biggs me hizo una birria de placaje y me
escabullí sin el menor esfuerzo. Está demasiado preocupado por conservar los pocos
dientes que le quedan como para ser un Bulldog como Dios manda. Fui el cuarto
Corredor en llegar a portería. Grant Burch gritó:
—¡Así se hace, Jason!
Nick Yew se había zafado de los Tookey y de Gary Drake y también había
llegado a casa, pero habían capturado más o menos a un tercio de los Corredores, que
en el segundo avance pasaban a ser Bulldogs. Eso es lo que me da rabia de este juego,
que te convierte en un traidor.
Total, que gritamos «¡A la una, a las dos, a las tres! ¡Bulldogs ingleses!» y nos
lanzamos a la carga como la primera vez, solo que esta vez no tenía escapatoria. Ross
Wilcox y Gary Drake y Dawn Madden me echaron el ojo desde el primer momento.
Por mucho que tratase de esquivarlos infiltrándome en el mogollón, era una misión
imposible: antes de cruzar la mitad del lago ya los tenía encima. Ross Wilcox se me
tiró a las piernas, Gary Drake me derribó y Dawn Madden se me sentó en el pecho y
con las rodillas me aplastó los hombros contra el suelo. Yo me quedé quieto y los
dejé que me convirtiesen en Bulldog, pero en mi fuero interno siempre seré un
Corredor. Gary Drake me hizo un bocadillo en la pierna, no sé si aposta o no. Dawn
Madden tiene una mirada cruel, como la de una emperatriz china, y a veces, en el
colegio, me basta verla de refilón para quedarme todo el día pensando en ella. Ross
Wilcox se puso a dar saltos y puñetazos al aire como si hubiese metido un gol en el
campo del Manchester. El muy subnormal.
—Sí, claro, Wilcox —dije—, tres contra uno, qué bonito.
Me hizo un corte de mangas y se fue corriendo en busca de más gresca. Grant
Burch y Nick Yew se lanzaron contra una densa columna de Bulldogs repartiendo
guantazos a diestro y siniestro y la mitad saltó por los aires.
Entonces Gilbert Swinyard gritó con todas sus fuerzas:
—¡AL BOOOOOLLO!
Era la señal para que todos los Bulldogs y todos los Corredores que había en el
lago se tiraran encima de una pirámide movediza, quejumbrosa y cada vez más alta,
hecha de niños. El juego en sí pasó a un segundo plano. Yo me hice a un lado,
fingiendo que cojeaba por culpa del bocadillo en la pierna. Entonces oímos el ruido
de una motosierra procedente del bosque que venía por la pista a toda velocidad, justo
hacia nosotros.
La motosierra no era una motosierra. Era Tom Yew a lomos de su Suzuki 150 cc
de motocross. Llevaba de paquete a Pluto Noak, que iba sin casco. El juego se
suspendió porque Tom Yew es una especie de leyenda en Black Swan Green. Está en
la marina, en una fragata llamada SM Coventry. Tiene todos los discos que existen de
Led Zeppelin y sabe tocar la introducción de Stairway to Heaven. Le ha dado la mano
a Peter Shilton, el portero de la selección inglesa. Pluto Noak es una leyenda menos
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flamante. Dejó el colegio sin siquiera sacarse el graduado escolar. Trabaja en la
fábrica de cortezas de cerdo de Upton upon Severn. (Se rumorea que ha fumado
hachís, aunque no de ese hachís que si lo fumas se te convierte el cerebro en coliflor
y te tiras de cabeza desde los tejados). Tom Yew aparcó la moto junto al banco que
hay al final del lago y se sentó en el sillín con las dos piernas hacia el mismo lado.
Pluto Noak le dio un meneo en la espalda en señal de agradecimiento y se fue a
hablar con Colette Turbot, con la cual, según Kelly, la hermana de Lerdo, ha hecho el
acto. Los chicos mayores se sentaron en el banco frente a Tom Yew, como los
discípulos de Jesús, y empezaron a pasarse cigarrillos. (Ross Wilcox y Gary Drake ya
fuman. Peor aún: Ross Wilcox le preguntó a Tom Yew no sé qué de los silenciadores
de la Suzuki y Tom Yew le respondió como si Ross Wilcox también tuviese dieciocho
años). Grant Burch mandó a su esclavo Philip Phelps que fuese corriendo a la tienda
del señor Rhydd y le comprase un Yorkie de cacahuetes y una lata de Top Deck, y
para impresionar a Tom Yew le gritó: «¡Y lo quiero rapidito!». Los niños de rango
intermedio nos sentamos alrededor del banco, en el suelo cubierto de escarcha. Los
mayores empezaron a hablar de lo mejor que habían echado en la tele estas
Navidades. Tom Yew dijo que había visto La gran evasión y todo el mundo coincidió
en que lo demás había sido una porquería comparado con La gran evasión, sobre todo
cuando los nazis cogen a Steve McQueen en la alambrada. Pero entonces Tom Yew
dijo que se le había hecho un pelín larga y todo el mundo coincidió en que, a pesar de
que era una peli genial, duraba un siglo. (Yo no la vi porque mis padres se tragaron el
especial de Navidad, pero presté mucha atención a todos los comentarios. Así, el
lunes que viene, cuando empiece el colé, podré fingir que la he visto).
No sé cómo pero cambiaron de tema y se pusieron a hablar de cuál era la peor
manera de morir.
—Que te muerda una mamba verde —opinó Gilbert Swinyard—. Es la serpiente
más mortífera del mundo. Te estallan las vísceras y el pis se te mezcla con la sangre.
Imagínate el dolor.
—Hombre, doler, dolerá —dijo desdeñosamente Grant Burch—, pero enseguida
te mueres. Es mucho peor que te arranquen la piel como si fuera un calcetín. Es lo
que hacen los apaches. Los mejores consiguen que tardes una noche entera en morir.
Pete Redmarley dijo que había oído hablar de una ejecución que hacían en
Vietnam.
—Te dejan en pelotas, te atan y te meten queso Philadelphia por el culo. Luego
van y te encierran en un ataúd que tiene un tubo. Entonces meten ratas hambrientas
por el tubo. Las ratas se comen el queso y luego siguen royendo, royendo… y te
comen por dentro.
Todo el mundo miró a Tom Yew para ver qué decía.
—Yo siempre sueño lo mismo —Dio una calada que duró un siglo—. Estoy con
los últimos supervivientes de una guerra atómica. Vamos andando por una autopista.
No hay coches, solo hierbajos. Cada vez que miro detrás de mí quedamos menos. Es
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por la radiación, que nos va matando uno a uno, ¿entiendes? —Echó una mirada a su
hermano Nick, luego al lago—. Lo que me molesta no es que vaya a morir, sino que
voy a ser el último.
Durante un rato nadie dijo gran cosa.
Ross Wilcox se volvió hacia nosotros. Dio una calada que duró un siglo, el muy
fantasma.
—De no ser por Winston Churchill, ahora todos vosotros estaríais hablando
alemán.
Sí, claro, como que Ross Wilcox habría burlado al enemigo y se habría
convertido en el cabecilla de una célula de resistencia, no te digo. Me moría de ganas
de decirle a ese imbécil que si no llega a ser porque los japoneses bombardearon
Pearl Harbor, Estados Unidos jamás habría intervenido en la guerra, Gran Bretaña se
habría visto obligada a rendirse para no morir de hambre y a Winston Churchill lo
habrían ejecutado por criminal de guerra. Pero sabía que no podía decirlo. En esa
frase había montones de palabras trampa y no sé por qué pero este enero el Ahorcado
no me pasa ni una. Total, que dije que me estaba meando por las patas abajo, me
levanté y me alejé un poco por el camino del pueblo. Gary Drake gritó:
—¡Eh, Taylor, más de dos meneos ya es paja!
Neal Brose y Ross Wilcox soltaron sendas risotadas. Les hice un corte de mangas
por encima del hombro. Esa historia de las pajas es la última moda. No confío en
nadie lo bastante como para preguntarle qué significa.
Después de estar con gente, los árboles siempre suponen un alivio. Puede que
Gary Drake y Ross Wilcox me estuviesen poniendo a parir, pero cuanto más débiles
se hacían las voces menos ganas tenía de volver. Me di asco por no haberle metido un
corte a Ross Wilcox sobre esa historia de los alemanes, pero ponerme a tartamudear
en medio de todos habría sido la muerte. Ya se estaba derritiendo la capa de escarcha
de las ramas espinosas, y se oían caer gruesas gotas de agua. Eso me tranquilizó un
poco. En las hondonadas donde no daba el sol todavía quedaba un poco de nieve
dura, aunque no la bastante como para hacer una bola. (Nerón solía matar a sus
huéspedes echándoles cristales en la comida, solo por hacer la gracia). Vi un
petirrojo, un pájaro carpintero, una urraca, un mirlo, y a lo lejos me pareció oír un
ruiseñor, aunque no estoy seguro de que anden por aquí en enero. Luego, justo donde
el sendero de la Casita del Bosque desemboca en el camino principal que lleva al
lago, oí que alguien se acercaba corriendo, casi sin aliento. Me escondí entre dos
pinos. Era Phelps, con el Yorkie de cacahuetes de su amo en una mano y una lata de
Tizer en la otra. (Rhydd debía de haberse quedado sin Top Deck). Detrás de los pinos,
un amago de sendero subía por la ladera. Me conozco todos los caminos de esta parte
del bosque, pero ese no. Cuando Tom Yew se marchase, Pete Redmarley y Grant
Burch reanudarían la partida de bulldogs ingleses. Razón de más para no volver.
Enfilé el sendero, solo por ver adonde llevaba.
Solo hay una casa en todo el bosque y por eso la llamamos así, la Casita del
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Bosque. Parece ser que dentro vivía una vieja, aunque yo no sabía cómo se llamaba ni
la había visto nunca. La casa tiene cuatro ventanas y una chimenea, igualita que las
que dibujan los niños pequeños. Está rodeada por una tapia de ladrillo tan alta como
yo y arbustos silvestres más altos todavía. Siempre que jugábamos a la guerra
evitábamos acercarnos a la casa. No porque hubiese ninguna historia de fantasmas ni
nada por el estilo. Es solo que esa parte del bosque no es buena.
Pero esa mañana la casa tenía una pinta tan lúgubre y parecía tan cerrada a cal y
canto que dudé que todavía la habitase alguien. Además, tenía la vejiga a punto de
estallar, y eso te hace ser más atrevido. Total, que me puse a mear contra la tapia
helada. Estaba terminando de escribir mi nombre con tinta amarilla y humeante
cuando la verja oxidada se abrió con un ligero chirrido y ante mí apareció una vieja
avinagrada de la época del blanco negro que me miró fijamente.
Se me cortó el pis.
—¡Ay, Dios! ¡Perdone!
Me subí la cremallera y me preparé para la gran bronca. Si mi madre pillase a un
niño meándonos la valla, le arrancaría la piel a tiras y lo enterraría en el jardín.
Aunque fuese yo.
—No sabía que aquí vivía… gente.
La vieja avinagrada seguía clavándome los ojos.
Las gotas de pis me mojaron los calzones.
—En esta casa hemos nacido mi hermano y yo —dijo finalmente. Tenía la
garganta fláccida, como un lagarto—. Y no tenemos intención de marcharnos.
—Ah… —Todavía no estaba seguro de si iba a pegarme un tiro o no—. Vale.
—¡Hay que ver qué ruido metéis los jovencitos!
—Lo siento.
—Habéis despertado a mi hermano. Muy imprudente por vuestra parte.
Tragué saliva.
—No era yo solo el que hacía ruido. De verdad.
—Hay días —la vieja no pestañeaba nunca— en que mi hermano adora a los
niños. Pero en días como hoy… Caray, lo sacáis de quicio.
—Ya le he dicho que lo siento.
—Más que lo vas a sentir —parecía estar indignada— como mi hermano te coja
por banda.
Las cosas silenciosas hacían mucho ruido y las ruidosas no se oían.
—¿Anda por aquí? ¿Ahora? Su hermano, me refiero.
—Su alcoba sigue igualita que la dejó.
—¿Está enfermo?
Hizo como que no me había oído.
—Me tengo que ir a casa.
—Más que lo vas a sentir —hizo ese chasquido con la lengua que hacen los viejos
para que no se les caiga la baba— cuando se rompa el hielo.
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—¿Qué hielo? ¿El del lago? Si está más duro que una piedra.
—Siempre decís lo mismo. Ralph Bredon también lo decía.
—¿Y ese quién es?
—Ralph Bredon. El hijo del carnicero.
Aquello era muy pero que muy raro.
—Me tengo que ir a casa.
En el número 9 de Kingfisher Meadows, pueblo de Black Swan Green, condado
de Worcester, había de comer delicias crujientes de jamón y queso Findus, patatas
fritas onduladas y coles. Las coles saben a pota recién vomitada pero mi madre dijo
que o me comía cinco sin hacer aspavientos o me quedaba sin postre (había flan con
caramelo). Dice mi madre que no va a consentir que nadie use la mesa del comedor
para montar numeritos de «insatisfacción adolescente». Antes de Navidad le pregunté
qué tenía que ver la «insatisfacción adolescente» con el hecho de que no me gustasen
las coles. Mi madre me advirtió que no me pasase de listo. Debería haberme callado
pero le recordé que mi padre nunca la obliga a comer melón (que a ella le da asco), y
que ella tampoco obliga a mi padre a comer ajo (que a él le da asco). Se puso hecha
una furia y me mandó a mi habitación. Cuando mi padre llegó, me echó un sermón
sobre la arrogancia.
Esa semana tampoco tendría paga.
Bueno, el caso es que esta vez corté las coles en trocitos y las inundé de ketchup.
—¿Papá?
—¿Hijo? —dijo con retintín.
—¿Qué le pasa a tu cuerpo si te ahogas?
Julia puso los ojos en blanco como Jesús en la cruz.
—Como tema de conversación para la hora de la comida es un poquito
desagradable —Mi padre se metió en la boca una delicia crujiente—. ¿Por qué lo
preguntas?
Más valía no decir nada del estanque helado.
—Es que en el libro Aventura ártica a los hermanos Hal y Roger los persigue un
malo llamado Kaggs que se cae en el…
Mi padre levantó la mano como diciendo «¡vale ya!».
—Bueno, en mi opinión, al señor Kaggs se lo comerían los peces. No quedaría ni
rastro.
—Pero ¿en el Ártico hay pirañas?
—Los peces se comen lo que sea con tal de que esté lo bastante blando. Por
cierto, que si se cayó en el Támesis, enseguida aparecería el cadáver. El Támesis
siempre devuelve a sus muertos. Siempre.
Mi táctica iba por mal camino.
—¿Y si el hielo se rajase y se cayese a un lago, por ejemplo? ¿Qué le pasaría? ¿Se
quedaría… congelado?
—Mamá —maulló Julia—, Cosa está siendo grotesco aposta porque estamos
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comiendo.
Mi madre dobló la servilleta.
—En Lorenzo Hussingtree tienen una nueva gama de azulejos, Michael —La
asquerosa de mi hermana me dedicó una sonrisa victoriosa—. ¿Me has oído,
Michael?
—¿Dime, Helena?
—Se me había ocurrido que de camino a Worcester podíamos pasarnos por el
salón de exposición y ventas de Lorenzo Hussingtree. Tiene azulejos nuevos. Son
ideales.
—Seguro que los precios de Lorenzo Hussingtree también son ideales, ¿me
equivoco?
—Si de todas formas vamos a meternos en una obra, ¿por qué no aprovechar y
hacer una reforma como Dios manda? La cocina está que da vergüenza.
—Helena, ¿por qué no…?
A veces Julia ve venir las discusiones antes incluso que mis propios padres.
—¿Puedo subir a mi habitación?
—Pero cariño —mi madre parecía dolida de verdad—, si hay flan de postre.
—Seguro que está muy rico, pero ¿me lo puedo dejar para la noche? Es que tengo
que seguir con Robert Peel y los liberales ilustrados. Además, Cosa me ha quitado el
hambre.
—Lo que te ha quitado el hambre —contraataqué— es que te has puesto ciega de
bombones con Kate Alfrick.
—¿Dónde han ido a parar los Terry’s de naranja y chocolate, Cosa?
—Julia —suspiró mi madre—, me encantaría que dejases de llamar así a Jason.
Solo tienes un hermano.
—Más que de sobra —dijo Julia levantándose de la mesa.
Mi padre se acordó de algo.
—¿Habéis entrado alguno de los dos en mi despacho?
—Yo no, papá —Al olor de la sangre, Julia se detuvo en el umbral de la puerta—.
Seguro que ha sido mi sincero, encantador y obediente hermano pequeño.
¿Cómo lo sabía?
—Es una pregunta bastante fácil.
Mi padre tenía pruebas contundentes. El único adulto que conozco que se marca
faroles con los niños es el señor Nixon, el director del colegio.
¡El lápiz! Debí de dejármelo metido en el sacapuntas cuando Dean Lerdell llamó
al timbre. Maldito Lerdo.
—Es que tu teléfono llevaba la tira de tiempo sonando, como cuatro o cinco
minutos, en serio, por eso…
—¿Qué os tengo dicho —mi padre no me hizo ni caso— de no entrar a mi
despacho?
—Es que pensé que igual era una emergencia, así que descolgué y había —el
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Ahorcado me bloqueó la palabra «alguien»— una persona del otro lado pero…
—Me parece —esta vez la mano de mi padre dijo «¡PARA EL CARRO!»— que
te acabo de hacer una pregunta.
—Sí, pero es que…
—¿Qué te acabo de preguntar?
—Que qué nos tienes dicho de no entrar a tu despacho.
—Efectivamente —A veces mi padre parece unas tijeras. Chac chac chac chac—.
Entonces, ¿por qué no me contestas?
En ese momento Julia hizo un movimiento extraño.
—Qué raro.
—No veo nada raro.
—No, en serio, papá, el día después de Navidad, cuando llevasteis a Cosa a
Worcester, el teléfono de tu despacho también empezó a sonar. De verdad, se tiró un
siglo sonando. No podía ni concentrarme en mis estudios. Cuanto más trataba de
convencerme de que no se trataba de un conductor de ambulancia desesperado, más
real se me hacía esa posibilidad. Ya me estaba poniendo de los nervios. No tuve más
remedio que cogerlo, pero la persona que estaba al otro lado no dijo nada. Así que
colgué por si acaso era un pervertido.
Mi padre se quedó callado, pero no había pasado el peligro.
—Es lo mismo que me pasó a mí —me atreví a decir—. Solo que yo no colgué
enseguida porque pensé que a lo mejor es que no me oían. ¿Tú también oíste a un
bebé de fondo, Julia?
—Eh, eh, parejita, ya está bien de jugar a los detectives. Solo porque un gracioso
se dedique a hacer llamaditas para molestar no me da la gana de que cojáis el
teléfono, bajo ningún concepto. Si vuelve a pasar, desenchufáis la clavija y punto.
¿Está claro?
Mi madre no abría la boca. Aquello no era normal.
El «¿me habéis oído?» que soltó mi padre fue como un ladrillazo en una ventana.
Julia y yo pegamos un bote.
—Sí, papá.
Mi madre, mi padre y yo nos comimos el flan sin decir ni pío. Yo no me atrevía ni
a mirarlos. No podía pedir permiso para levantarme de la mesa antes de tiempo
porque esa carta ya la había usado Julia. El motivo por el cual yo había caído en
desgracia estaba muy claro, pero vete tú a saber por qué mis padres se ignoraban
mutuamente. Tras la última cucharada de flan, mi padre dijo:
—Buenísimo, Helena, muchas gracias. Los platos los lavamos Jason y yo,
¿verdad, Jason?
Mi madre hizo uno de esos ruidos que no significan nada y se fue al piso de
arriba.
Mi padre se puso a fregar los platos tarareando una canción que tampoco
significaba nada. Le llevé los platos sucios a la pila y empecé a secar los que él iba
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lavando. Debería haberme quedado en silencio, pero pensé que si hacía el comentario
adecuado, todo volvería a la normalidad.
—Papá, ¿en enero también hay —al Ahorcado le encanta torturarme con esta
palabra— ruiseñores? Me parece que esta mañana he oído uno. En el bosque.
Mi padre frotaba una sartén con el estropajo.
—Y yo qué sé, hijo.
Insistí. A mi padre le suele gustar hablar de animales y tal.
—Pero aquel pájaro en la residencia del abuelo, dijiste que era un ruiseñor.
—Ah. Me alegra que te acuerdes de eso —Se quedó mirando, más allá del
césped, a los carámbanos que colgaban del cenador. Entonces suspiró como si
estuviese compitiendo por el título de Hombre Más Triste del Mundo de 1982—.
Pero presta atención a esos vasos, Jason, no vayas a romper uno.
Puso Radio 2 para oír el pronóstico del tiempo y empezó a cortar con tijeras el
mapa oficial de carreteras de 1981. La edición actualizada de 1982 se la compró el
mismo día que salió a la venta. Esta noche se registrarán temperaturas por debajo de
cero grados en todo el país. En Escocia y norte de Inglaterra los conductores deberán
extremar la precaución ante posibles capas de hielo, y en todas las Midlands se
esperan focos de niebla gélida.
Ya en mi habitación me puse a jugar al Juego de la Vida, pero uno solo es un
rollo. Kate Alfrick, la amiga de Julia, vino para repasar con ella, pero en vez de
estudiar se dedicaron a cotillear quién sale con quién en el instituto, y a oír discos de
The Pólice. Mis mil millones de problemas seguían flotando como cadáveres en una
ciudad inundada. Lo de mi padre y mi madre durante la comida. El Ahorcado
colonizando el alfabeto (a este paso voy a tener que aprender a hablar por señas).
Gary Drake y Ross Wilcox. Nunca han sido precisamente mis amigos del alma, pero
ese día se habían confabulado contra mí. Neal Brose también estaba en el ajo. Por
último, la vieja avinagrada del bosque, que también me preocupaba. ¿Por qué?
Ojalá hubiese una grieta por la que escabullirme y librarme de todo eso. La
semana que viene cumplo trece, pero trece parece mucho peor que doce. Julia no para
de quejarse de sus dieciocho años, pero comparados con lo mío los dieciocho son una
pasada. No tiene hora de acostarse, le dan el doble de paga, y el día de su cumpleaños
se fue a la discoteca Tanya’s de Worcester con sus mil y una amigas. La discoteca
Tanya’s tiene el único rayo láser de xenón… ¡de toda Europa! ¡Cómo debe de molar!
Mi padre arrancó el coche y se alejó por Kingfisher Meadows, él solo.
Seguro que mi madre sigue en su habitación. Últimamente cada vez pasa más
tiempo ahí metida.
Para animarme un poco me puse el Omega de mi abuelo. El día de Navidad mi
padre me llamó a su despacho y me dijo que tenía algo muy importante que darme,
algo de mi abuelo. Que lo había estado guardando hasta que yo fuese lo bastante
maduro como para tratarlo con cuidado. Era un reloj. Un Omega Seamaster de Ville.
Mi abuelo se lo compró a un árabe de verdad en un puerto llamado Adén, en 1949.
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Adén está en Arabia y en su día fue territorio británico. No se lo quitó ni un día de su
vida. Hasta cuando se murió lo llevaba puesto. Esto hace que sea un reloj más
especial, no que dé más miedo. Tiene la esfera plateada y tan grande como una
moneda de 50 peniques, pero tan fina como una ficha de parchís.
—Señal de que es un reloj excelente —dijo mi padre, más solemne que una
tumba—. No como esas patatas de plástico que llevan los jóvenes de hoy para darse
aires.
El escondite de mi Omega es una obra maestra solo superado en cuanto a
seguridad por la lata de galletas que guardo debajo de la tarima suelta. Con un cúter
vacié una birria de libro titulado Marquetería para niños y lo volví a poner en la
estantería, entre libros de verdad. Julia suele fisgonear en mi cuarto, pero nunca ha
descubierto ese escondite. Lo sé porque siempre dejo una moneda de medio penique
colocada en equilibrio en la parte de atrás. Además, si Julia lo hubiese encontrado,
me habría copiado la idea, fijo. He revisado su estantería para ver si tiene algún libro
hueco pero no hay ninguno.
Oí el ruido de un coche desconocido. Un Volkswagen Jetta azul celeste avanzaba
lentamente junto a la acera, como si estuviesen buscando el número de una casa. Al
llegar al final de nuestra calle, que no tiene salida, el conductor, que era una mujer,
hizo tres maniobras para dar la vuelta, se le caló el coche, y finalmente se alejó.
Debería haber memorizado la matrícula por si está en la lista de buscados por la
policía.
El padre de mi padre fue el último en morir de mis cuatro abuelos, y el único del
que tengo algún recuerdo. Aunque tampoco muchos. Me acuerdo de pintar carreteras
con tiza en su jardín, para mis coches de juguete. De ver Los guardianes del espacio
en su bungalow de Grange-over-Sands, bebiendo un refresco llamado Dandelion &
Burdock.
Di cuerda al Omega y lo puse en hora a las tres y un minuto.
Vete al lago, murmuró el Gemelo Nonato.
Justo donde se estrecha el sendero que atraviesa el bosque hay un viejo tocón de
olmo. Sentado en el tocón estaba Cagón. En realidad Cagón se llama Mervyn Hill,
pero un día que estábamos cambiándonos para la clase de gimnasia, se bajó los
pantalones y vimos que llevaba puesto un pañal. Tendría unos nueve años. Fue Grant
Burch quien le puso el mote de Cagón, y hace años que nadie le llama Mervyn. Es
más fácil quitarse los ojos que quitarse el mote.
Bueno, el caso es que allí estaba Cagón, acariciando algo peludo y gris que tenía
en brazos.
—Quien lo encuentra se lo queda.
—Muy bien, Cagón. Pero ¿qué tienes ahí?
Cagón tiene los dientes manchados.
—¡No te lo enseño!
—Venga, hombre. A mí me lo puedes enseñar.
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—Naminina —farfulló Cagón.
—¿Una mandarina?
Cagón me enseñó la cabeza de un gatito dormido.
—¡Una minina! Es mía, que me la he encontrado yo.
—Caramba. Una gata. ¿Dónde te la has encontrado?
—Junto al lago. Al amanecer, antes de que llegase nadie. La escondí mientras
jugábamos a bulldogs ingleses. En una caja.
—¿Por qué no se la enseñaste a nadie?
—¡Pues porque Burch y Swinyard y Redmarley y todos esos cabrones me la
habrían quitado! Quien lo encuentra se lo queda. La escondí. Y ahora he vuelto a por
ella.
Con Cagón nunca se sabe.
—Está muy tranquila, ¿no?
Se limitó a acariciarla.
—¿Me dejas cogerla, Merv?
—Te dejo que la acaricies —me miró con desconfianza— si no le dices nada a
nadie. Pero quítate los guantes, que son muy rasposos.
Me quité los guantes de portero y alargué el brazo para tocarla.
Cagón me tiró la gata.
—¡Ahora es tuya!
Me pilló por sorpresa y la agarré.
—¡Tuya! —Cagón echó a correr hacia el pueblo muerto de risa—. ¡Tuya!
La gata estaba fría y tiesa como un paquete de carne recién sacado de la nevera.
Solo entonces me di cuenta de que estaba muerta. La solté y cayó al suelo con un
ruido sordo.
La cogí con dos palos y la coloqué en un macizo de campanillas de invierno.
Qué quieta estaba, qué digna. Me imaginé que habría muerto por la helada que
había caído esa noche.
Las cosas muertas te enseñan lo que tú también serás un día.
Me figuraba que no habría nadie en el lago helado y, efectivamente, no había ni
Cristo. En la tele echaban Superman II. Ya la había visto en el cine Malvern hacía
unos tres años, el día del cumpleaños de Neal Brose. No estaba mal pero tampoco
como para sacrificar la oportunidad de tener todo el lago helado para mí solito. Clark
Kent renuncia a sus superpoderes solo para hacer el acto con Lois Lañe en una cama
reluciente. ¿Quién sería tan idiota de aceptar semejante cambio? ¿Y perder el poder
de volar? ¿De desviar misiles nucleares? ¿De hacer que la Tierra gire al contrario
para retroceder en el tiempo? El acto sexual no puede ser tan bueno.
Me senté en un banco vacío a comerme un trozo de tarta de jengibre y después
me metí en el hielo. Ahora que no me miraban los demás chicos no me caí ni una sola
vez. Di vueltas y vueltas al lago en el sentido contrario a las agujas del reloj,
describiendo bucles vertiginosos, como una piedra atada a una cuerda. Las ramas de
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los árboles trataban de tocarme la cabeza con sus dedos. Los cuervos graznaban y
graznaban, como los viejos cuando se olvidan de para qué han subido al piso de
arriba.
Una especie de trance.
Ya había caído la tarde y el cielo empezaba a ponerse del color del espacio
exterior cuando me di cuenta de que había otro niño en el lago. Patinaba a la misma
velocidad que yo y seguía la misma órbita, pero siempre manteniéndose en el
extremo opuesto del lago. O sea, que si yo estaba a las en punto, él estaba a las y
media. Y cuando yo estaba a las menos cinco, él estaba a las y veinticinco, y así todo
el rato, siempre enfrente de mí. Al principio pensé que sería un niño del pueblo
haciendo el chorra. Hasta pensé que podría tratarse de Nick Yew, porque era tirando a
retaco. Pero lo más extraño era que si me lo quedaba mirando unos instantes, parecía
que se lo tragaba una especie de oscuridad. Las dos primeras veces pensé que se
habría ido, pero al cabo de media vuelta al lago, allí estaba de nuevo. Justo en el
borde de mi campo visual. En un momento dado atravesé el lago para interceptarlo,
pero se esfumó antes de que yo llegase a la isla que había en el medio. Cuando
reanudé mis giros, volvió a aparecer.
Vete a casa, me insistía el Gusano nervioso que llevo dentro. ¿Y si es un
fantasma, qué?
Mi Gemelo Nonato no traga al Gusano. ¿Y qué si es un fantasma?
—¿Nick? —grité. La voz me sonó como si estuviese dentro de una casa, no fuera
—. ¿Nick Yew?
El niño siguió patinando.
—¿Ralph Bredon? —grité.
Su respuesta tardó un giro entero en llegarme.
El hijo del carnicero.
Si un médico me hubiese dicho que el niño que patinaba en la otra punta del lago
era fruto de mi imaginación y que su voz no eran más que las palabras que yo
pensaba, no le habría llevado la contraria. Si Julia me hubiese dicho que me estaba
convenciendo a mí mismo de que allí estaba Ralph Bredon solo para creerme alguien
más especial, no se lo habría discutido. Si un místico me hubiese dicho que un
momento determinado en un lugar determinado puede actuar como una antena que
capta señales apenas perceptibles de personas desaparecidas, no le habría dicho que
no.
—¿Qué se siente? —le grité—. ¿No hace frío?
La respuesta tardó otra vuelta en llegarme.
Sí, pero te acostumbras.
¿Es que a los niños que se han ahogado en el lago todos estos años no les importa
que me cuele en su tejado? ¿O es que quieren que se ahoguen más niños, para tener
más compañía? ¿Envidian a los vivos? ¿Incluso a mí?
Volví a gritar:
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—¿Me lo enseñas? ¿Me enseñas qué se siente?
La luna se metió en el lago y en el cielo.
Dimos una vuelta.
Allí seguía el niño de las sombras, patinando encorvado, igual que yo.
Dimos otra vuelta.
Un búho o algo parecido sobrevoló el lago a poca altura.
—¡Eh! —grité—. ¿Me has oído? Que quiero saber cómo…
El hielo me puso la zancadilla. Durante un momento vertiginoso me encontré
suspendido en el aire a una altura insospechada. Como Bruce Lee dando una patada
de karate, así de alto. Supe que no sería un aterrizaje suave, pero no me imaginaba un
porrazo tan doloroso como el que me pegué. El chasquido me recorrió el cuerpo
desde el tobillo hasta los nudillos pasando por la mandíbula, como cuando echas un
cubito de hielo en un vaso de zumo caliente. No, algo más grande que un cubito de
hielo. Como un espejo lanzado desde el Skylab. El punto en el que impacta contra la
tierra, el lugar donde se estrella convertido en cuchillas, navajas y astillas invisibles,
eso era mi tobillo.
Fui deslizándome y dando vueltas hasta parar en seco a la orilla del lago.
Durante unos instantes lo único que pude hacer fue quedarme allí tirado,
regodeándome en aquel dolor sobrenatural. Hasta el Increíble Hulk habría llorado.
—¡Mierda! —Respiré con fuerza para contener las lágrimas—. ¡Mierda, mierda y
mil veces mierda!
A través de los árboles petrificados me llegaba el rumor de la carretera pero era
imposible que pudiera caminar hasta tan lejos. Intenté ponerme en pie pero me caí de
culo con la cara crispada por una nueva ráfaga de dolor. No podía moverme. Si me
quedaba allí me iba a morir de neumonía. No tenía ni idea de qué hacer.
—Eres tú —dijo suspirando la vieja avinagrada—. Ya nos olíamos que no
tardarías en volver por aquí.
—Me he torcido —me temblaba la voz—, me he torcido el tobillo.
—Ya lo veo.
—Me muero de dolor.
—No me extraña.
—¿Puedo llamar por teléfono a mi padre para que me venga a buscar?
—No nos gustan los teléfonos.
—¿Puede ir a buscar ayuda? Por favor.
—Jamás salimos de casa. Por la noche no. Aquí no.
—Por favor —Aquel dolor submarino metía tanto ruido como una guitarra
eléctrica—. No puedo andar.
—Algo sé de huesos y articulaciones. Será mejor que entres.
Dentro hacía más frío que fuera. La oí echar unos pestillos y cerrar el cerrojo tras
de mí.
—Sigue de frente —dijo la vieja—, hasta la salita. Enseguida estoy contigo, en
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cuanto te prepare la medicina. Eso sí, ni se te ocurra hacer ruido. Como despiertes a
mi hermano te arrepentirás.
—Vale… —dije, desviando la mirada—. ¿Por dónde se va a la salita?
Pero la oscuridad había cambiado de sitio y la vieja ya no estaba.
Al final del pasillo se veía un haz de luz difusa y hacia allí eché a cojear. Sabe
Dios cómo conseguí recorrer el sendero serpenteante y lleno de raíces que iba del
lago a la casa con el tobillo hecho polvo.
Pero debí de hacerlo, porque allí estaba. Pasé por delante de unas escaleras. La
luz velada de la luna las iluminaba lo suficiente como para que pudiera distinguir una
vieja fotografía colgada en la pared. Un submarino en lo que parecía ser un puerto del
Ártico, con toda la tripulación en cubierta, saludando. Seguí adelante. El pasillo se
me hacía interminable.
La salita era un poco más grande que un ropero y estaba atiborrada de antiguallas.
Una jaula de loro vacía, un rodillo de escurrir ropa, un tocador enorme, una guadaña.
Y también bastante morralla. Una rueda de bicicleta torcida. Una bota de fútbol con
una costra de barro seco. Unos patines prehistóricos colgados de un perchero. No
había nada moderno, ni chimenea, ni nada eléctrico salvo una bombilla pelada y
amarillenta. Había unas plantas peludas cuyas raíces descoloridas rebosaban por los
bordes de unos tiestos pequeñajos. ¡Dios, qué frío hacía! El sofá se hundió bajo mi
peso e hizo sssssss. Había una segunda puerta con una cortinilla de abalorios. Traté
de buscar una postura en la que me doliese menos el tobillo, pero no encontré
ninguna.
Pasó el tiempo, me imagino.
Llegó la vieja avinagrada con un cuenco de porcelana en una mano y un vaso
empañado en la otra.
—Quítate el calcetín.
Tenía el tobillo hinchado y fláccido. La vieja me apoyó la pantorrilla en una
banqueta y al ponerse de rodillas le hizo frufrú el vestido. Quitando el latido de la
sangre en mis oídos y mi respiración entrecortada, no se oía una mosca. Metió la
mano en el cuenco y empezó a untarme el tobillo con un potingue pringoso.
Di un respingo.
—Es una cataplasma —Me agarró de la espinilla—. Para que te baje la
hinchazón.
La cataplasma me hacía cosquillas pero el dolor era insoportable y además me
moría de frío. La vieja untó todo el pringue hasta dejar el cuenco vacío y el tobillo
completamente embadurnado. Me tendió el vaso.
—Bébetelo.
—Huele a… mazapán.
—Es para que te lo bebas, no para que lo huelas.
—Pero ¿qué es?
—Te aliviará el dolor.
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La cara que puso me dejó claro que no tenía elección. Me lo bebí de un trago sin
saborearlo, como hago con la leche de magnesia. Era espeso como un jarabe pero casi
no sabía a nada.
—¿Tu hermano está durmiendo en el piso de arriba?
—¿Dónde si no, Ralph? Cállate ya.
—No me llamo Ralph —le dije, pero hizo como que no me había oído. Aclarar el
malentendido habría supuesto un esfuerzo enorme y ahora que me había quedado
quieto ya no podía combatir el frío. Lo curioso fue que, en cuanto me rendí, se
apoderó de mí una modorra de lo más agradable. Me imaginé a mis padres y a Julia
sentados en el salón de casa, viendo el programa de magia de Paul Daniels, pero sus
rostros se desvanecieron, como reflejos en una cuchara.
Lo que me despertó fue el frío. No sabía dónde estaba, ni cuándo, ni quién era.
Las orejas me dolían como si me las hubiesen mordido y podía verme el aliento.
Había un cuenco de porcelana en una banqueta y tenía el tobillo cubierto por una
costra esponjosa. Entonces me acordé de todo y me incorporé. Ya no me dolía el
tobillo pero tenía una sensación rara en la cabeza, como si se me hubiese metido
dentro un cuervo y ahora no pudiese salir. Me quité la cataplasma del pie con un
pañuelo lleno de mocos secos. Era increíble, podía girar el tobillo sin problemas, se
me había curado como por arte de magia. Me puse el calcetín y la zapatilla, me
levanté y cargué todo el peso en el pie. Sentí un ligero pinchacito, pero solo por pura
sugestión. Me acerqué a la cortinilla de abalorios y dije en voz alta:
—¿Hola?
No hubo respuesta. Atravesé la tintineante cortinilla y me encontré en una cocina
diminuta con una pila de piedra y un horno gigantesco, tan grande que cabía un niño.
Se habían dejado la puerta abierta, pero por dentro estaba tan oscuro como esa tumba
agrietada que hay debajo de la capilla de Saint Gabriel. Quería darle las gracias a la
vieja por curarme el tobillo.
Mira a ver si está abierta la puerta de atrás, me advirtió el Gemelo Nonato.
Estaba cerrada. Y la ventana de guillotina, con el cristal todo escarchado,
tampoco abría. Se veía que habían pintado encima del pestillo y de las bisagras hacía
mucho tiempo; para abrirla hacía falta como mínimo un escoplo. Me pregunté qué
hora sería y traté de averiguarlo mirando el Omega de mi abuelo con los ojos
entrecerrados, pero aquella enanez de cocina estaba demasiado oscura como para ver
nada. ¿Y si fuese de noche? Al llegar a casa me encontraría mi taza de té tapada con
un plato de plástico. Si llego tarde al té, mis padres se ponen hechos una furia. ¿Te
imaginas que fuesen más de las doce? ¿Que hubiesen llamado a la policía? Dios. O
que hubiese pasado un día entero durmiendo y ya fuese la noche del día siguiente. La
Gaceta de Malvern y el Midlands Today ya habrían publicado mi foto y solicitado
cualquier información sobre mi paradero. Dios. Cagón habría declarado que me había
visto dirigiéndome al lago helado. Puede que en esos mismos momentos me
estuviesen buscando unos hombres rana.
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Aquello era una pesadilla.
No, era peor que eso. Al volver a la salita fui a mirar el Omega de mi abuelo y me
encontré con que no había hora. No, dije lloriqueando. La cubierta de cristal, la
manecilla de las horas y el minutero habían desaparecido, lo único que quedaba era el
segundero, y todo torcido además. Seguro que fue cuando me caí en el hielo. La caja
se había partido y se le habían caído la mitad de las tripas.
El Omega del abuelo no había fallado ni una sola vez en cuarenta años.
A mí me habían bastado dos semanas para cargármelo.
Temblando de miedo, recorrí el pasillo y me detuve al pie de las tortuosas
escaleras.
—¿Hola? —dije entre dientes. Reinaba un silencio digno de la edad de hielo—.
¡Que me tengo que ir!
La preocupación por haberme cargado el Omega había acabado con la
preocupación por el hecho de estar en aquella casa, pero así y todo no me atrevía a
gritar por si despertaba al hermano.
—Me tengo que ir a casa —dije, un poco más alto. No hubo respuesta. Decidí
salir por la puerta principal. Ya volvería después a darle las gracias a la vieja.
Descorrí los pestillos sin problema, pero aquel cerrojo del año de Maricastaña ya era
otra historia. Se negaba a abrir sin la llave. Ahora iba a tener que ir al piso de arriba,
despertar a la abuela para que me diera la llave y si se mosqueaba, mala suerte. Algo,
algo tenía que hacer para solucionar la catástrofe del reloj destrozado. Vete a saber
qué, pero lo que estaba claro es que no iba a hacerlo dentro de la Casita del Bosque.
La escalera se empinaba cada vez más. Enseguida tuve que tantear los peldaños
con las manos porque si no, me caía de espaldas. ¿Cómo demonios hacía la vieja para
subir y bajar por allí con aquel vestido enorme y siniestro? Por fin llegué a una
especie de rellano minúsculo con dos puertas. Por la rendija de una ventana entraba
una luz trémula. Una puerta tenía que ser la del cuarto de la vieja y la otra, la del
hermano.
La izquierda tiene más poder de atracción que la derecha, así que agarré el pomo
de la puerta de la izquierda. El hierro helado me chupó todo el calor de la mano, del
brazo y de la sangre.
Crac-crac.
Me quedé paralizado.
Crac-crac.
¿Carcoma? ¿Una rata en el desván? ¿Una cañería helándose?
¿De qué cuarto venía aquel crac-crac?
Al girar el pomo, el metal soltó un lento chirrido.
La luz polvorienta de la luna se filtraba por las cortinas de encaje iluminando el
dormitorio abuhardillado. Había acertado con la puerta: allí estaba la vieja, tapada
con un edredón y con la dentadura encima de la mesilla, dentro de un tarro, más tiesa
que una duquesa tallada en mármol en un sepulcro de iglesia. Me acerqué arrastrando
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los pies por aquel suelo desnivelado, nervioso ante la idea de despertarla. ¿Y si no se
acordaba de mí? ¿Y si me tomaba por un asesino, se ponía a gritar y le daba un
infarto? El pelo, desparramado por toda la cara, parecía un manojo de hierbas
acuáticas. Cada diez o veinte latidos del corazón le salía de la boca una nube de
aliento: la única prueba de que era un ser de carne y hueso como yo.
—¿Me oye?
No me oía. Iba a tener que moverla para despertarla.
Ya estaba a punto de tocarle el hombro cuando volvió a sonar el crac-crac de
antes. Le salía de lo más hondo.
No era un ronquido. Era el estertor de la muerte.
Ve al otro cuarto. Despierta a su hermano. Necesita una ambulancia. No. Sal de
ahí rompiendo una ventana. Corre a avisar a Isaac Pye, el del Black Swan. No. Te
preguntarían qué estabas haciendo en la Casita del Bosque. ¿Qué ibas a decirles? No
sabes ni cómo se llama la mujer. Ya es demasiado tarde. Se está muriendo, en este
preciso instante. Está clarísimo. El crac-crac se expande. Suena más alto, más
zumbante, más agudo.
Un bulto le recorre la tráquea: es el alma, que se le sale del corazón.
De pronto se le abren los ojos. Exhaustos, parecen los de una muñeca, negros,
vidriosos, horrorizados.
De la grieta negra de la boca le sale una ventisca.
Un bramido silencioso se queda flotando en el aire.
Y no va a ninguna parte.
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El ahorcado
Claro, oscuro, claro, oscuro, claro, oscuro. Los limpiaparabrisas del Datsun no daban
abasto con la lluvia, ni siquiera en la máxima velocidad. Cada vez que pasaba un
tráiler en dirección contraria nos dejaba perdido de espuma el parabrisas. En estas
condiciones de visibilidad más propias de un túnel de lavado lo único que conseguí
distinguir fue los dos radares del Ministerio de Defensa girando a su increíble
velocidad habitual, a la espera de que el Pacto de Varsovia nos ataque con todas sus
fuerzas. Ni mi madre ni yo hablamos mucho durante el viaje. Creo que en parte era
por el lugar al que nos dirigíamos. (El reloj del salpicadero marcaba las 16.05. Dentro
de exactamente diecisiete horas tendría lugar mi ejecución pública). Mientras
esperábamos en el paso de cebra que hay junto al salón de belleza, me preguntó si
había tenido un buen día. Le dije que normal y le pregunté lo mismo.
—Por supuesto, un día efervescente, creativo y sumamente satisfactorio, gracias
—Mi madre tiene derecho a ponerse sarcástica, pero si yo hago lo mismo me regaña
—. ¿Has recibido alguna tarjeta del Día de los Enamorados?
Le dije que no. Aunque hubiese recibido alguna también le habría dicho que no.
(Bueno, en realidad sí que recibí una pero la tiré a la papelera. Ponía «Chúpame la
polla. Firmado: Nicholas Briar», pero parecía la letra de Gary Drake). Duncan Priest
había recibido cuatro. Neal Brose siete, o por lo menos eso dice. Hormiguita ha oído
por ahí que Nick Yew había recibido veinte. No le pregunté a mi madre si había
recibido alguna. Mi padre dice que el Día de los Enamorados, el Día de la Madre y el
Día del Guardameta sin Brazos son un invento de los fabricantes de tarjetas, de las
floristerías y de las fábricas de chocolate.
Bueno, el caso es que mi madre me dejó en el semáforo que hay al lado de la
clínica. Casi me olvido el diario en la guantera. Si no llega a ponerse rojo el
semáforo, mi madre se lo habría llevado a la tienda de Lorenzo Hussingtree. (No es
que «Jason» sea una maravilla de nombre, pero si en mi colegio hubiese algún
«Lorenzo» lo quemarían vivo). Con el diario a buen recaudo dentro de la mochila,
atravesé el aparcamiento inundado de la clínica saltando de un islote de asfalto a otro
como James Bond por encima de los cocodrilos. En la puerta de la clínica había un
par de alumnos de sexto o séptimo de la Dyson Perrins School. Se fijaron en mi
uniforme: el del enemigo. Todos los años, según Peter Redmarley y Gilbert
Swinyard, todos los alumnos de octavo de Dyson Perrins y los de nuestro colegio
hacen pellas el mismo día y se encuentran en una palestra secreta rodeada de
matorrales que hay en Poolbrook Common para una pelea en masa. Si te rajas quedas
de julai, y si te chivas a un profesor, eres hombre muerto. Por lo visto, hace tres años,
Pluto Noak le dio tal somanta al más chungo de los de ellos que lo tuvieron que llevar
a un hospital de Worcester a que le soldaran la mandíbula. Todavía tiene que comer
con pajita. Por suerte, llovía tanto que los chicos de Dyson Perrins no se metieron
conmigo.
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Era mi segunda cita en lo que va de año, así que la recepcionista, que es muy
guapa, me reconoció.
—Voy a avisar a la doctora De Roo, Jason. Siéntate.
Me cae bien. Como sabe por qué vengo, no me da palique para no dejarme en
evidencia. La sala de espera huele a desinfectante y a plástico recalentado. No parece
que las personas que esperan a ser atendidas tengan nada raro. Claro que yo tampoco,
supongo; por lo menos a simple vista. Todos se sientan bien pegaditos unos a otros,
pero ¿de qué podrías hablar con ellos salvo del tema del que menos te apetece
hablar?: «Cuéntame, ¿qué haces aquí?». Había una abuela haciendo punto. El ruido
de las agujas tejía el ruido de la lluvia. Un hombre con pinta de bobbit y los ojos
llorosos se balanceaba adelante y atrás. Una mujer, que más que huesos tenía perchas,
leía La colina de Watership. Hay un parque para meter a los niños pequeños, con una
montaña de juguetes todos chupeteados, pero hoy estaba vacío. Sonó el teléfono y la
recepcionista guapa lo cogió. Debía de ser una amiga, porque puso la mano ahuecada
en el auricular y bajó la voz. Dios, cómo envidio a la gente que puede decir lo que
quiere según lo piensa, sin necesidad de ir revisándolo todo mentalmente por si hay
palabras trampa. Un reloj de Dumbo marcaba el siguiente compás: ya-fal-ta-po-co-
pa-ra-ma-ña-na-cór-ta-te-el-co-co-con-u-na-ca-ta-na-no-pue-des-ni-con-tar-has-ta-
diez-em-pie-za-o-tra-vez-y-o-tra-vez. (Las cuatro y cuarto. Dieciséis horas y
cincuenta minutos de vida). Cogí un National Geographic muy sobado. Una
americana había enseñado a unos chimpancés a hablar por señas.
La mayoría de la gente se cree que todos los tartamudos son iguales, pero en
realidad hay dos tipos de tartamudez tan diferentes entre sí como la diarrea y el
estreñimiento. La tartamudez clónica es cuando pronuncias el primer sonido de una
palabra pero no puedes parar de repetirlo una y otra vez. Así: C-c-c-clónica. La
tartamudez tónica es cuando te atascas después del primer sonido de la palabra. Así:
T… ónica. Yo tengo tartamudez tónica, y por eso vengo a la consulta de la señora De
Roo. Empecé a venir el verano aquel en que no llovió ni una gota y las colinas
Malvern se pusieron de color marrón, hará unos cinco años. Recuerdo que estábamos
jugando al ahorcado en la pizarra, una tarde muy soleada, en clase de la señorita
Throckmorton. En la pizarra ponía:
GOLO_DR__A
Eso lo adivinaba hasta el más tonto, así que levanté la mano. La señorita
Throckmorton dijo: «¿Sí, Jason?», y fue en ese preciso instante cuando mi vida se
dividió entre Antes del Ahorcado y Después del Ahorcado. La palabra «golondrina»
retumbaba dentro de mi cabeza pero se negaba a salir. La «G» me salió sin
problemas, pero cuanto más esfuerzo hacía para decir las demás, más me apretaba la
soga. Recuerdo que Lucy Sneads se puso a cuchichear con Angela Bullock, las dos
aguantándose la risa. Recuerdo que Robin South se quedó mirando fijamente el
penoso espectáculo. Yo habría hecho lo mismo de no haber sido el protagonista.
Cuando un tartamudo se atasca parece que los ojos se le salen de las órbitas, se le
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ponen rojos y temblorosos como a un luchador de lucha libre en un combate
igualado, y abre y cierra la boca sin parar, como un pez atrapado en una red. Debe de
ser una imagen muy graciosa.
Pero maldita la gracia que me hacía a mí. La señorita Throckmorton estaba
esperando. Hasta el último cuervo y la última araña de Black Swan Green estaban
esperando. Todas las nubes, todos los coches de todas las autopistas, hasta la
mismísima Margaret Thatcher en el Parlamento, se quedaron paralizados, esperando,
mirando, pensando, ¿qué demonios le pasa a Jason Taylor?
Pero por muy estupefacto, asustado, ansioso y avergonzado que me sintiese, por
más que pareciese un subnormal profundo y me odiase por ser incapaz de pronunciar
una palabra en mi propio idioma, no podía decir «golondrina». Al final tuve que
decir:
—No estoy seguro, señorita.
Y la señorita Throckmorton dijo:
—Entiendo.
Vaya si lo entendía. Esa noche llamó a mi madre y una semana después me
llevaron a la consulta de la doctora De Roo, la logopeda de la clínica Malvern Link.
Eso fue hace cinco años.
Debió de ser por aquel entonces (quizá esa misma tarde) cuando mi tartamudez
adquirió el aspecto de un ahorcado. Labios de besugo, nariz rota, mejillas de
rinoceronte, y los ojos rojos porque nunca duerme. Me lo imagino en la sala de los
niños del Hospital Preston, jugando a pito pito gorgorito. Me lo imagino tocándome
la boca arrugada y murmurando: mío. Pero en realidad no lo reconozco por la cara
sino por las manos. Esos dedos serpenteantes que se cuelan por mi garganta y me
aprietan la tráquea para dejarme sin habla. Las palabras que empiezan por «n»
siempre han sido unas de las favoritas del Ahorcado. Cuando tenía nueve años me
aterraba que la gente me preguntase la edad. Al final terminaba enseñando nueve
dedos como si fuese la mar de chistoso, pero sé que la gente se quedaba pensando:
Será gilipollas… ¿Por qué no me lo dice y punto? También le solían gustar las que
empiezan por «y», pero últimamente se ha olvidado un poco de esas y se ha pasado a
las que empiezan por «s», lo cual es una faena. Si uno se fija, el apartado de la «s» es
uno de los más gordos del diccionario. Hay veinte millones de palabras que empiezan
por «n» o por «s». Mi mayor miedo, aparte de que los rusos declaren la guerra
nuclear, es que al Ahorcado le dé por las palabras que empiezan por «j», porque
entonces no voy a ser capaz ni de decir mi propio nombre. Tendría que cambiarme el
nombre en el juzgado, aunque mi padre jamás me dejaría.
La única manera de engañar al Ahorcado es pensar una frase por adelantado y, si
ves que tiene una palabra trampa, cambiar la frase para no tener que pronunciarla.
Todo eso, por supuesto, sin que lo note el interlocutor. Leer diccionarios, como yo
hago, te facilita esa estrategia, pero hay que tener presente con quién se está
hablando. (Si estuviese hablando con otro niño de trece años y, por ejemplo, dijese la
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palabra «melancólico» para no atascarme con «triste», me convertiría en el
hazmerreír, porque se supone que los niños no usamos palabras como «melancólico»,
que son de adultos. Por lo menos, no en el colegio Upton upon Severn). Otra
estrategia es ganar tiempo diciendo «estoo…», con la esperanza de que el Ahorcado
baje la guardia y puedas soltar la palabra sin que te pille. Lo que pasa es que si dices
«esto» más de la cuenta, quedas como un tontaina. Por último, si un profesor te
pregunta algo directamente y la respuesta es una palabra trampa, lo mejor es fingir
que no lo sabes. He perdido la cuenta de las veces que he hecho esto. A veces los
profesores se suben por las paredes (sobre todo si se han pasado media clase
explicando el tema en cuestión), pero todo vale con tal de que no te cuelguen el
sambenito del tartaja del colé.
Y precisamente eso, algo que hasta ahora he logrado evitar, es lo que va a ocurrir
mañana por la mañana a las nueve y cinco, porque resulta que voy a tener que
ponerme en pie delante de Gary Drake y de Neal Brose y de toda la clase, y leer un
trozo del libro del señor Kempsey, Plegarias sencillas para un mundo complicado.
Habrá docenas de palabras trampa que no podré sustituir y que tampoco podré fingir
que no conozco porque estarán ahí, escritas delante de mis narices. Y mientras yo
vaya leyendo, el Ahorcado se adelantará para subrayar sus palabras favoritas y me
dirá al oído: «¡Esta, Taylor, a ver si consigues soltar esta!». Sé lo que va a pasar,
delante de Gary Drake y de Neal Brose y de todo el mundo, el Ahorcado me estrujará
la garganta y me destrozará la lengua y me aplastará la cara. Me va a dejar peor que
Stephen Hawkings. Voy a tartamudear más que en toda mi vida. A las 9 y cuarto, el
secreto que he venido guardando todos estos años se habrá propagado por todo el
colegio como un gas venenoso y para cuando termine el recreo ya no merecerá la
pena seguir viviendo.
Lo siguiente es lo más grotesco que he oído en mi vida. Pete Redmarley lo juró
por su abuela, que está muerta, así que me imagino que será verdad. Había un chaval
en el instituto que estaba a punto de examinarse y que tenía unos padres infernales
que le presionaban a muerte para que sacase todo sobresalientes. Pero cuando llegó el
día del examen el chaval se vino abajo y no entendía ni las preguntas, así que lo que
hizo fue sacar dos bolis del estuche, ponérselos uno en cada ojo por la punta,
levantarse de la silla y dar un cabezazo contra el pupitre. Allí mismo, en el salón de
actos. Los bolis le atravesaron los globos oculares con tanta fuerza que solo
asomaban un centímetro de las cuencas ensangrentadas. El director silenció el caso
para que no saliese en los periódicos ni en ninguna parte. Es una historia horrible y de
muy mal gusto, pero ahora mismo preferiría matar al Ahorcado de esa misma manera
que dejarlo que me mate él a mí mañana por la mañana.
Lo digo en serio.
La doctora De Roo camina taconeando, así que siempre la oyes cuando viene a
buscarte. Tendrá unos cuarenta años, o hasta puede que más, usa unos broches de
plata muy gordos, tiene el pelo ralo y castaño, y viste ropas floreadas. Le dio una
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carpeta a la recepcionista guapa y, al mirar por la ventana, chasqueó la lengua
contrariada.
—¡Madre mía, el monzón ha llegado a Worcestershire!
Dije que, efectivamente, estaba lloviendo a cántaros, y me fui corriendo detrás de
ella, antes de que los demás pacientes pudiesen averiguar qué hacía yo allí. En el
pasillo pasamos por delante de un letrero lleno de palabras como pediatría y ultra
escáner. (No hay escáner capaz de leerme el cerebro. Me pondría a enumerar todos
los satélites del sistema solar y lo derrotaría).
—Qué sombrío es febrero en esta parte del mundo —dijo la doctora De Roo—,
¿no te parece? Más que un mes, es como un lunes por la mañana que durase
veintiocho días. Sales de casa a oscuras y vuelves a oscuras. En días así de húmedos,
te sientes como si vivieses en una cueva, detrás de una cascada.
Le dije que había oído que los niños esquimales pasan varias horas al día debajo
de lámparas que imitan la luz del sol para no coger el escorbuto, porque en el Polo
Norte el invierno dura casi todo el año. Le dije que por qué no se compraba una cama
solar.
—Me lo voy a pensar —dijo.
Pasamos por delante de una habitación donde acababan de ponerle una inyección
a un bebé que era un puro grito. En la siguiente había una chica pecosa de la edad de
Julia sentada en una silla de ruedas. Probablemente estaría encantada de tener mi
tartamudez a cambio de unas piernas sanas; me pregunté si la felicidad de uno va en
función de la desdicha del prójimo. Es un arma de doble filo. A partir de mañana por
la mañana, la gente me verá y pensará, Vale, puede que mi vida sea una mierda pero
por lo menos no estoy en el pellejo de Jason Taylor. Por lo menos yo puedo hablar.
Febrero es el mes favorito del Ahorcado. Cuando llega el verano se amodorra,
entra en hibernación hasta el otoño, y consigo hablar un poco mejor. De hecho, hace
cinco años, después de mi primera ronda de visitas a la señora De Roo, cuando llegó
la primavera todo el mundo ya pensaba que se me había curado la tartamudez. Pero al
llegar noviembre el Ahorcado se despierta y para enero ya vuelve a ser el de siempre,
con lo cual me tienen que traer de nuevo a la consulta de la señora De Roo. Este año
el Ahorcado está peor que nunca. La tía Alice se quedó en casa hace dos semanas y
una noche, al cruzar el descansillo, oí que le decía a mi madre:
—En serio, Helena, haz algo con ese niño. ¡Ese tartamudeo es un suicidio social!
Nunca sé si terminarle yo las frases o dejarlo al pobre colgando de una cuerda.
(Pegar la oreja es emocionante porque te enteras de lo que de verdad piensan los
demás, pero justamente por eso también resulta deprimente). Cuando la tía Alice se
volvió a Richmond, mi madre se sentó a hablar conmigo y me dijo que igual no me
venía mal volver a ver a la señora De Roo. Le dije que vale porque en realidad es lo
que yo quería, aunque no lo había dicho porque me daba vergüenza y porque parece
que si menciono mi tartamudez, se hace más real.
La consulta de la señora De Roo huele a Nescafé. Es porque bebe Nescafé Gold
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Blend sin parar. Hay dos sofás raídos, una alfombra color yema, un pisapapeles tipo
huevo de dragón, un aparcamiento de cochecitos de juguete y una enorme máscara
zulú de Sudáfrica. La señora De Roo nació en Sudáfrica pero un día el gobierno le
dijo que o abandonaba el país en las próximas veinticuatro horas o la metían en la
cárcel. No es que hubiese cometido ningún delito sino que eso es lo que hacen en
Sudáfrica a todo aquel que no esté de acuerdo con que recluyan a la gente de color en
chozas de paja y adobe, dentro de grandes reservas sin colegios, hospitales ni trabajo.
Dice Julia que en Sudáfrica la policía no siempre se molesta en meterte en la cárcel
sino que a veces te tiran de lo alto de un edificio y luego dicen que es que habías
intentado escapar. La señora De Roo y su marido (que es un neurocirujano indio)
huyeron a Rhodesia en un jeep pero tuvieron que dejar atrás todas sus pertenencias.
Se lo quedó todo el gobierno. (Casi todo esto lo sé por una entrevista que le hicieron
en la Gaceta de Malvern). En Sudáfrica es verano cuando aquí es invierno, así que en
febrero hace calor y un tiempo estupendo. La señora De Roo todavía tiene un acento
un poco raro. En vez de «sí» dice «sé», y en vez de «no» dice «ná».
—Bueno, Jason —comenzó diciendo hoy—. ¿Qué tal todo?
La mayoría de la gente, cuando le pregunta eso a un niño, solo quiere que le digan
«Bien, gracias», pero el interés de la señora De Roo es verdadero, así que le conté lo
de la lectura de mañana. Hablar de mi tartamudez me da casi tanto corte como
tartamudear en sí, pero con la señora De Roo no tengo inconveniente. El Ahorcado
sabe que más le vale no meterse con ella y hace como si no estuviese. Por un lado es
bueno, porque demuestra que puedo hablar como una persona normal, pero por otro
es malo, porque, a ver, ¿cómo va a poder la señora De Roo derrotar jamás al
Ahorcado si nunca lo ve?
La señora De Roo me preguntó si le había pedido al señor Kempsey que me
dejase unas semanas de plazo. Le dije que sí pero que me había respondido lo
siguiente: «Tarde o temprano, Taylor, todos tenemos que hacer frente a nuestros
demonios, y a ti te ha llegado la hora». Las lecturas siguen un orden alfabético.
Hemos llegado a la T de Taylor y todo lo demás al señor Kempsey le trae sin cuidado.
La señora De Roo hizo un ruidito como diciendo «ya veo».
Durante unos instantes ninguno de los dos dijo nada.
—¿Qué tal con el diario, Jason? ¿Has avanzado algo?
Lo del diario es una actividad nueva, culpa de una ocurrencia de mi padre. Llamó
a la señora De Roo y le dijo que, dada mi «tendencia a las recaídas anuales», había
pensado que me vendría bien hacer más «deberes». Entonces la señora De Roo me
propuso escribir un diario. Solo un par de renglones al día, para anotar cuándo y
dónde había tartamudeado, con qué palabra, y cómo me había sentido. La primera
semana me quedó así:
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—Ah, no es el típico diario —dijo la señora De Roo—. Es más como una tabla,
¿no? —En realidad lo escribí anoche. No son mentiras ni nada de eso, sino verdades
que me inventé. Si me pusiera a anotar cada vez que tengo un encontronazo con el
Ahorcado, me saldría un diario más gordo que las páginas amarillas—. Muy
instructivo.
Y muy bien estructurado.
Le pregunté si debería seguir con el diario la semana que viene. Dijo que tal vez
sí, porque tenía la impresión de que si no mi padre iba a llevarse un chasco.
Después la señora De Roo sacó el Metro Gnomo. Los Metro Gnomos son como
péndulos pero al revés. Sirven para marcar un compás. Son pequeños, quizá por eso
se llaman gnomos. Normalmente los usa la gente que estudia música, pero también
los logopedas. Lo que hay que hacer es leer al compás del tictac, así: vete-a-la-cama-
que-tienes-sueño-coge-el-bacba-córtate-el-cuello. Hoy hemos leído un montón de
palabras del diccionario que empiezan por n, una detrás de otra. El Metro Gnomo
hace que resulte más fácil hablar, tan fácil como cantar, pero no puedo ir por la vida
con uno encima, ¿no?
Alguien como por ejemplo Ross Wilcox llegaría y me diría: «¿Se puede saber que
es esto, Taylor?», le arrancaría el péndulo en una milésima de segundo y diría: «Vaya
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mierda de producto».
Cuando terminamos con el Metro Gnomo la señora De Roo me hizo leer en voz
alta del mismo libro de siempre, uno titulado Z de Zacarías. Trata de una niña que se
llama Anne y que vive en un valle cuya peculiar climatología lo protege de la
contaminación que asola al resto del país como consecuencia de una guerra nuclear
que ha matado a todos los habitantes. Que Anne sepa, es la única persona con vida en
toda Gran Bretaña. La historia mola un montón, aunque es un poco deprimente. Lo
mismo la señora De Roo me propuso leerla para que, a pesar de ser tartamudo, me
sintiese más afortunado que Anne. Me atasqué un poco en un par de palabras, pero
nadie que no hubiese estado mirando se habría dado cuenta. Sé que la señora De Roo
estaba pensando: ¿Ves cómo puedes leer sin tartamudear? Pero hay cosas que ni los
logopedas entienden. Muchas veces, hasta en las peores rachas, el Ahorcado me deja
decir lo que me dé la gana, hasta palabras que empiezan por letras peligrosas. Esto (a)
me hace concebir esperanzas de curación, esperanzas que luego el Ahorcado se
complace en destruir, y (b) me permite hacer creer a otros niños que soy normal
mientras el miedo a que me descubran sigue vivito y coleando.
Hay más cosas. Una vez escribí los Cuatro Mandamientos del Ahorcado.
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Cuando terminó la consulta, la señora De Roo me preguntó si me sentía más
seguro ante la lectura de mañana. Le habría gustado que le dijera «¡Ya lo creo!», pero
solo si era cierto, así que le dije:
—No mucho, la verdad.
Después le pregunté si la tartamudez es como el acné, que se cura con la edad, o
si por el contrario los niños tartamudos son como los juguetes que vienen con defecto
de fábrica, que se quedan estropeados para toda la vida. (También hay adultos
tartamudos. Hay una serie de televisión titulada Open all Hours donde Ronnie Barker
hace de un tendero que tartamudea de una forma tan cómica que el público se mea de
risa. Solamente pensar que existe esa serie me hace arrugarme como una bolsa de
plástico en una hoguera).
—He ahí el dilema —dijo la señora De Roo—. Mi respuesta es que depende. La
logopedia, Jason, es una ciencia tan imperfecta como complicado es el acto de hablar.
Son setenta y dos músculos los que intervienen en la fonación. El número de
conexiones nerviosas que mi cerebro establece solo para decir esta frase asciende a
decenas de millones. No es de extrañar que, según un estudio, doce de cada cien
personas presenten algún trastorno del habla. No esperes una cura milagrosa. En la
inmensa mayoría de los casos, la mejoría de un defecto del habla no se consigue
extirpándolo. Si intentas eliminarlo con toda el alma, lo único que consigues es que
regrese con más fuerza, ¿a que sí? No, de lo que se trata (y esto puede que te parezca
una locura) es de entenderlo, de llegar con él a un acuerdo práctico, de respetarlo, de
no tenerle miedo. Sí, de acuerdo, de vez en cuando se recrudecerá y empeorará, pero
si sabes por qué empeora, sabrás cómo controlar las causas de esos rebrotes. En
Sudáfrica tenía un amigo que había sido alcohólico. Un día le pregunté cómo se curó.
Me dijo que no se había curado. «¿Qué dices?», le pregunté, «¡Pero si llevas tres años
sin probar gota!». Me dijo que lo único que había hecho era convertirse en un
alcohólico abstemio. Ese es mi objetivo. Ayudar a la gente a pasar de tartamudos que
tartamudean a tartamudos que no tartamudean.
La señora De Roo no tiene un pelo de tonta y lo que dice tiene sentido.
Pero para la lectura de mañana no me sirve una mierda.
Para cenar había pastel de ternera y riñones. Los trozos de ternera tienen un pase,
pero los de riñones me hacen vomitar. Tengo que tragármelos enteros, sin masticar.
Metérmelos en el bolsillo a escondidas es demasiado arriesgado desde que Julia me
vio la última vez que lo hice y se chivó. Mi padre le estaba contando a mi madre que
en el supermercado que Groenlandia ha abierto en Reading hay un nuevo comercial
en prácticas, un tal Danny Lawlor.
—Está recién salido del típico curso de administración y es más irlandés que
Hurricane Higgins, pero el chaval tiene más labia que un cartujo, palabra. ¡Menudo
piquito de oro! Craig Salt se dejó caer mientras yo estaba allí para inculcar un poco
de disciplina a la tropa, pero en menos de cinco minutos Danny ya se lo había metido
en el bolsillo. El chaval es carne de ejecutivo. El año que viene, cuando Craig Salt me
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ascienda a jefe de ventas a nivel nacional, pienso echarle el guante, y si a alguien le
pica, que se rasque.
—Los irlandeses siempre han tenido que sobrevivir a base de ingenio —dijo mi
madre.
Mi padre no se acordaba de que aquel día me había tocado ir al logopeda hasta
que mi madre no mencionó que había extendido un cheque «bastante hermoso» a
nombre de Lorenzo Hussingtree en Malvern Link. Me preguntó qué había opinado la
señora De Roo de su idea del diario. Cuando le dije que le parecía «muy instructivo»
se animó más todavía.
—¿«Instructivo»? ¡Querrá decir indispensable! Los principios de la gestión
inteligente son de aplicación universal. Como le he dicho a Danny Lawlor, lo que
cuenta es la información. Un profesional sin datos es como el Titanio cruzando sin
radar un Atlántico plagado de icebergs. ¿Y cuál es el resultado? Colisión, desastre,
adiós muy buenas.
—¿El radar no lo inventaron durante la Segunda Guerra Mundial? —dijo Julia
pinchando un trozo de carne—. ¿Y no se hundió el Titanic antes de la Primera?
—El principio, hija de mi vida, es una constante universal. Si no llevas la cuenta
de tu actividad, no podrás evaluar los progresos conseguidos. Lo mismo da que seas
un vendedor, un profesor, un militar, o un operario de cualquier sistema. Un buen día,
cuando seas una ilustre abogada y tengas que aprenderlo por las malas, te acordarás
de lo que te decía tu sabio y querido padre, y dirás: «Ay, si le hubiera hecho caso.
Qué razón tenía».
Julia resopló como un caballo, pero, como es Julia, nadie le dijo nada. Yo nunca
puedo decirle a mi padre lo que de verdad pienso con esa libertad. Y noto que todo lo
que me callo se pudre dentro de mí como patatas mohosas dentro de un saco cerrado.
Los tartamudos nunca pueden ganar ninguna discusión porque, en cuanto tartamudeas
una vez… ¡So-so-sorpresa, Ta-ta-tartaja! ¡Ya has pe-pe-perdido! Si tartamudeo al
hablar con mi padre, se le pone la misma cara que el día en que llegó con su flamante
Black and Decker recién comprado y al abrir la caja se encontró con que faltaba una
bolsita de tornillos importantísimos. Al Ahorcado le encanta esa cara.
Cuando Julia y yo terminamos de fregar los platos, mis padres se sentaron delante
de la tele para ver un concurso nuevo que se llama Blankety Blank. Los concursantes
tienen que adivinar la palabra que falta de una frase y si dicen la misma que el equipo
de famosos, les dan un premio de mierda, como un carrusel para colgar tazas.
Subí a mi cuarto y me puse a hacer los deberes sobre el feudalismo que nos había
puesto la señorita Coscombe, pero me enredé con un poema sobre un niño que está
patinando en un lago helado y que tiene tanta curiosidad por saber cómo es la muerte
que se convence de que está hablando con un niño ahogado. Lo pasé a máquina con
mi Silver Reed Elan 20 manual. Me encanta lo de que no tenga tecla del número 1 y
en su lugar haya que usar la letra «1».
Ahora que me he cargado el Omega del abuelo, lo primero que salvaría si mi casa
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se incendiase sería la Silver Reed. Lo del reloj era lo peor de lo peor de la pesadilla
más espantosa.
Bueno, el caso es que de repente mi reloj despertador marcaba las 21.15. Me
quedaban menos de doce horas. La lluvia repiqueteaba en la ventana. La lluvia, los
poemas y la respiración también marcan ritmos de Metro Gnomo, no solo el tictac de
los relojes.
Los pasos de Julia resonaron en el techo de mi cuarto y, acto seguido, escaleras
abajo. Abrió la puerta del salón y preguntó si podía llamar a Kate Alfrick para
consultarle una cosa sobre los deberes de Economía. Mi padre dijo que de acuerdo.
Como el teléfono está en el recibidor para que sea incómodo de usar, si atravieso
sigilosamente el descansillo hasta mi puesto de vigilancia, puedo enterarme de casi
todo.
—Sí, claro que recibí la tarjeta del Día de los Enamorados, todo un detalle por tu
parte, pero escúchame, que sabes perfectamente para qué te llamo. ¿Has aprobado?
Pausa.
—¡Que me lo digas, Ewan! ¿Has aprobado?
Pausa. (¿Quién es Ewan?).
—¡Genial! ¡Estupendo! Si llegas a suspender corto contigo, por supuesto. Paso de
tener un novio sin carné de conducir.
(¿«Novio»? ¿«Cortar»?). Risas amortiguadas y otra pausa.
—¡No, qué va! ¡No se va a enterar nunca!
Pausa.
Julia soltó el gemido de queja que suelta siempre que se muere de envidia por
algo.
—¡Jolín, yo también quiero un tío podrido de pasta que me regale coches
deportivos! ¿Me das uno de los tuyos? Venga, que tienes de sobra…
Pausa.
—Pues claro. ¿Qué tal el sábado? Ah, no, que tienes clase por la mañana, siempre
se me olvida…
¿Clase el sábado por la mañana? Este Ewan debe de estudiar en el Worcester
Cathedral. Un pijo, vamos.
—… vale, en el café Russell and Dorrell. A la una y media. Me lleva Kate.
Una risita malévola.
—Por supuesto que no lo voy a llevar. Cosa se pasa los sábados escondido en lo
alto de un árbol o metido en un agujero.
El eco del telediario de las nueve inundó el recibidor: alguien había abierto la
puerta del salón. Julia puso voz de «conversación con Kate».
—Sí, esa parte la entiendo, Kate, lo que no me entra en la cabeza es la pregunta
nueve. Será mejor que eché un vistazo a tus respuestas antes del examen. Vale… de
acuerdo. Gracias. Te veo mañana. Buenas noches.
—¿Lo has aclarado? —dijo mi padre desde la cocina.
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—Prácticamente —dijo Julia, cerrando la cremallera del estuche.
Julia miente guay. Quiere hacer la carrera de derecho y ya tiene ofertas de varias
universidades. Solo imaginarme a mi hermana morreándose con alguien me entran
ganas de potar, pero resulta que muchos de su clase están por ella. Seguro que Ewan
es uno de uso chicos superseguros de sí mismos que usan colonia Blue Stratos y
zapatos de chúpame la punta y llevan el pelo como el cantante de Haircut 100.
Seguro que Ewan se expresa con frases bien disciplinadas que desfilan sin perder el
paso, como mi primo Hugo. Hablar bien es como dar órdenes.
Vete a saber de qué voy a trabajar yo. De abogado no, está claro. No se puede
tartamudear delante de un tribunal. Ni en una clase tampoco. Mis alumnos me
crucificarían. No hay muchos trabajos en los que no haya que hablar. Poeta
profesional no puedo ser porque la señorita Lippetts dijo una vez que nadie compra
libros de poesía. Podría ser monje, pero la iglesia es más aburrida que mirar la carta
de ajuste. Cuando éramos pequeños mi madre nos hacía ir a catequesis dominical,
con lo cual las mañanas de los domingos se convertían en auténticas sesiones de
tortura. Hasta mi madre se aburrió a los pocos meses. Estar encerrado en un
monasterio sería la muerte. ¿Qué tal ser farero? Con tantas tormentas, tantas puestas
de sol y tantos sándwiches de quesito debes de terminar sintiéndote muy solo.
Aunque más vale que me vaya acostumbrando a la soledad, porque ¿qué chica va a
querer salir con un tartamudo? ¿O incluso bailar siquiera? Cuando por fin soltase
¿Qui-qui-quieres ba-ba-ba-ba-ba-bailar?, ya habría terminado de sonar la última
canción de la noche en la discoteca del pueblo. ¿Te imaginas que tartamudease el día
de mi boda y ni siquiera pudiese decir «sí, quiero»?
—¿Estabas escuchando, verdad?
Allí estaba Julia, apoyada en el marco de mi puerta.
—¿Cómo?
—Ya me has oído. Que si estabas escuchando a escondidas mi conversación
telefónica.
—¿Qué conversación?
Mi respuesta fue demasiado rápida y demasiado inocente.
—Me parece, Jason —la mirada de odio de mi hermana me puso la cara al rojo
vivo—, que un poco de intimidad no es mucho pedir. Si tú tuvieses algún amigo al
que telefonear, yo no me dedicaría a espiarte. Escuchar las conversaciones de los
demás es de gusanos.
—¡Que no estaba escuchando!
¿Cómo puedo ser tan llorica?
—Entonces ¿cómo es que hace tres minutos tenías la puerta cerrada y ahora la
tienes abierta de par en par?
—No s… —El Ahorcado me bloqueó la palabra «sé» y tuve que interrumpir la
frase como un subnormal—. ¿A ti qué te importa?
Quería ventilar el cuarto —El Ahorcado no puso objeciones a «ventilar»—. Fui al
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baño y la puerta se abrió con la corriente.
—¿La corriente? Ah, claro, hay un huracán azotando el pasillo. Casi no me tengo
en pie.
—¡Que no te estaba escuchando!
Se quedó un buen rato callada, lo bastante como para dejarme claro que sabía que
le estaba mintiendo.
—¿Quién te ha dicho que podías coger mi disco de los Beatles?
Su LP estaba junto a mi birria de tocadiscos.
—Casi nunca lo escuchas.
—Mentira, pero aunque fuese verdad, eso no significaría que sea tuyo. Tú
tampoco te pones nunca el reloj del abuelo. ¿Significa eso que es mío? —Entró a
coger el disco. Al pasar por encima de mi bolsa Adidas, echó un vistazo a la máquina
de escribir. Temblando de vergüenza, tapé el poema con el cuerpo—. Veo que estás
de acuerdo —dijo con la sutilidad de un martillo pilón— con que un poco de
intimidad no es mucho pedir. Ah, y como el disco tenga un solo arañazo, te la cargas.
A través del techo se oye, no los Beatles, sino The man with the child in his eyes,
de Kate Bush. Julia solo pone esa canción cuando está superemocionada, o con la
regla. La vida debe de parecerle genial. Tiene dieciocho años, dentro de unos pocos
meses se va a ir de Black Swan Green, tiene un novio con un coche deportivo, le dan
el doble de paga que a mí y es capaz de manipular a los demás a su antojo con
palabras.
Con simples palabras.
Acaba de poner Songbird, de Fleetwood Mac.
Los miércoles mi padre se levanta antes del amanecer porque tiene que asistir a la
reunión semanal de Groenlandia en la oficina central de Oxford. Como el garaje está
justo debajo de mi cuarto, oigo el rugido de su Rover 3500 cuando lo arranca. En
mañanas lluviosas como la de hoy, las ruedas hacen sbssssssh en el camino
encharcado y la lluvia salpicotea en la puerta plegada del garaje. Mi reloj despertador
marcaba las 6.35 con dígitos color verde marciano, o sea, que me quedaban 150
minutos de vida, ni uno más. Ya veía las filas y columnas de rostros en el aula, como
una pantalla del Space Invaders. Muertos de risa, desconcertados, horrorizados,
compadecidos. ¿Quién decide qué defectos son graciosos y cuáles son trágicos?
Nadie se ríe de los ciegos, ni hace chistes sobre la insuficiencia respiratoria.
Si Dios hiciese que cada minuto durase seis meses, a la hora del desayuno ya
sería un hombre de mediana edad, y para cuando llegase el autobús del colegio me
habría muerto. Podría dormirme para siempre. Traté de olvidarme de lo que me
esperaba tumbándome boca arriba e imaginándome que el techo era la superficie
inerte de un planeta que giraba alrededor de Alfa Centauro. Un planeta desierto. Si
viviese allí no tendría que decir ni una palabra.
—¡Jason! ¡Hora de levantarse! —gritó mi madre desde el piso de abajo.
Estaba soñando que me despertaba en un bosque azul y me encontraba el Omega
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de mi abuelo intacto, encima de unos azafranes chillones. Entonces oía a alguien
acercarse corriendo y pensaba que era un fantasma que volvía al cementerio de Saint
Gabriel.
—¡Jason! —volvió a gritar mi madre.
Miré la hora: las 7:41.
Logré articular un «¡ya voy!» con voz legañosa, y expulsé mis piernas de la cama
para que el resto del cuerpo se viese obligado a seguirlas. Desgraciadamente, el
espejo del cuarto de baño no mostró indicios de lepra. Pensé en colocarme un trapo
caliente en la frente y decir que tenía fiebre, pero mi madre no se chupa el dedo. Mis
calzoncillos rojos de la suerte estaban lavándose así que me puse los amarillos. No
importa porque hoy no hay gimnasia. Cuando bajé, mi madre estaba viendo la BBC1
en el televisor nuevo de la cocina y Julia estaba añadiendo rodajas de plátano al
muesli.
—Buenos días —dije—. ¿Qué revista es esa?
Julia me mostró la portada de Face.
—Como la toques cuando yo no esté, te estrangulo.
Debería haber nacido yo en tu lugar, imbécil, dijo el Gemelo Nonato.
—¿Qué se supone que significa esa cara? —No se le había olvidado lo de anoche
—. Parece que te estás meando encima.
Podría haberme vengado preguntándole si también estrangularía a Ewan si tocase
su revista, pero eso sería reconocer que soy un gusano que escucha a escondidas. Mis
cereales sabían a madera de balsa. Cuando me los terminé, me lavé los dientes y metí
los libros en la bolsa Adidas y los bolis en el estuche. Julia ya había salido. Va al
instituto anexo a nuestro colegio, con Kate Alfrick, que ya se ha sacado el carné de
conducir.
Mi madre estaba hablando por teléfono con la tía Alice sobre el nuevo cuarto de
baño.
—Un segundo, Alice —Tapó el auricular con la mano—. ¿Llevas dinero para el
almuerzo?
Asentí con la cabeza. Decidí contarle lo de la lectura.
—Mamá, es que hay un…
El Ahorcado me bloqueó «problema».
—¡Vamos, Jason! ¡Que vas a perder el autobús!
Llovía y hacía mucho viento, como si estuviesen apuntando a Black Swan Green
con una máquina de lluvia. Nuestra calle era una sucesión de muros manchados de
lluvia, comederos de pájaros chorreando, enanitos de jardín empapados, estanques
agitados y rocallas relucientes. Un gato color gris luna me miraba desde el porche del
señor Castle. Qué ganas me entraron de convertirme en gato. Pasé junto a la valla del
camino de herradura. Si fuese Grant Burch o Ross Wilcox o cualquier otro niño de
los que viven en las casas de protección oficial de Wellington End, haría pellas,
saltaría la valla y seguiría el camino hasta donde me llevase. Igual termina en el túnel
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escondido que hay debajo de las colinas Malvern. Pero los niños como yo no
podemos hacer eso. El señor Kempsey se daría cuenta al instante de que había faltado
a clase justo el día en que me tocaba leer. A la hora del recreo llamarían a mi madre.
El señor Nixon tomaría cartas en el asunto. Avisarían a mi padre, que interrumpiría su
reunión semanal. Policías y sabuesos me seguirían el rastro. Me detendrían, me
interrogarían, me sacarían la piel a tiras, y el señor Kempsey todavía me obligaría a
leer un pasaje de Plegarias sencillas para un mundo complicado.
Si te paras a pensar en las consecuencias, ya estás frito.
Había grupos de niñas con paraguas junto al Black Swan. Los niños no pueden
llevar paraguas porque es de maricas. (Menos Grant Burch, claro, que no se moja
porque obliga a su esclavo Philip Phelps a cargar con una sombrilla enorme de golf).
De la cintura para arriba voy más o menos seco gracias a la trenca, pero en la esquina
con la calle principal un Vauxhall Chevette pisó un charcazo y me caló hasta las
rodillas. Tenía los calcetines húmedos y rasposos. Pete Redmarley, Gubert Swinyard,
Nick Yew, Ross Wilcox y toda esa panda estaban echando una pelea de charcos, pero
nada más llegar yo apareció el autobús del colegio. Sentado al volante, Norman Bates
nos miraba como un matarife a una piara de cerdos listos para la matanza. Subimos
todos y la puerta se cerró con un silbido. Mi reloj Casio marcaba las 8.35.
Los días que llueve el autobús apesta a niños, eructos y ceniceros. En los asientos
de delante se sientan las niñas que se suben en Guarlford y Blackmore End y que solo
hablan de deberes. Los chicos duros se van directamente a la fila del fondo, pero
cuando el conductor es Norman Bates hasta Pete Redmarley y Gilbert Swinyard se
portan como Dios manda. Norman Bates es uno de esos chalados con los que más
vale no andarse con tonterías. Un día Pluto Noak abrió la puerta de emergencia por
hacer la gracia. Norman Bates fue hasta el fondo, lo agarró, lo llevó a rastras hasta
delante y lo echó literalmente del autobús. Pluto Noak gritó desde la cuneta:
—¡Voy a denunciarte! ¡Me has roto el brazo!
La respuesta de Norman Bates fue quitarse el cigarrillo de la comisura de la boca,
bajar un par de escalones, sacar la lengua como un maorí y apagarse el cigarrillo,
lenta y cuidadosamente, en la mismísima lengua. Se oyó hasta el cbisss. Por último,
le tiró la colilla a Pluto Noak.
Acto seguido, volvió a sentarse al volante y arrancó.
Desde ese día nadie ha vuelto a tocar la puerta de emergencia.
Dean Lerdell se subió en la parada de Drugger’s End, justo en el límite del
pueblo.
—Eh, Dean —le dije—, siéntate aquí si quieres.
Lerdell se puso tan contento de que lo llamase por su verdadero nombre delante
de todo el mundo que sonrió de oreja a oreja y se desplomó en el asiento de golpe.
Caray —dijo Lerdell—, como siga diluviando así, cuando salgamos de clase el
Severn se habrá desbordado en Upton. Y en Worcester.
Y en Tewkesbury.
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—Ya te digo.
Me mostré amigable por mi interés. Esta tarde, cuando volvamos a casa en el
autobús, ni el Hombre Invisible querrá sentarse al lado de Ja-ja-jason Ta-ta-taylor, el
ta-ta-tartaja del co-co-colegio. Dean y yo jugamos a las cuatro en raya en la ventanilla
empañada. Antes de llegar a Welland Cross ya me había ganado una partida. Dean
está en 2W, la clase de la señorita Wyche. 2W es la segunda peor clase del colegio,
pero Dean no tiene un pelo de tonto. Lo que pasa es que si sacase buenas notas los
demás le harían la vida imposible.
En un prado inundado había un caballo negro que parecía muy triste. Pero no
tanto como lo estaría yo dentro de veintiún minutos y bajando.
El radiador de debajo de nuestro asiento me soldó los pantalones del uniforme a
las espinillas. Alguien se tiró un pedo con olor a huevos podridos. Gilbert Swinyard
bramó:
—¡Cagón ha soltado una bomba fétida!
Cagón sonrió de oreja a oreja mostrando sus dientes marrones, se sonó los mocos
con una bolsa de gusanitos y la lanzó por los aires. Las bolsas de gusanitos no vuelan
muy lejos así que aterrizó justo encima de Robin South, en la fila de detrás.
Cuando me quise dar cuenta el autobús ya estaba parado delante del colegio y
todo el mundo se apeó en tropel. Los días que llueve esperamos a que suene la
campana en el vestíbulo en lugar de en el patio. Esta mañana el colegio era un frenesí
de suelos resbaladizos, anoraks empapados que despedían vapor, profesores
regañando a alumnos gritones, niños de quinto jugando al tú la llevas por los pasillos
y niñas de séptimo desfilando cogidas del brazo y cantando canciones de los
Pretenders. El reloj que hay en la galería que lleva a la sala de profesores, donde se
quedan los castigados durante la hora de la comida, me informó de que me quedaban
ocho minutos de vida.
—Ah, Taylor, estupendo —El señor Kempsey me tiró del lóbulo—. Justo el
alumno que andaba buscando. Sígame. Me gustaría depositar unas palabras en su
pabellón auditivo.
El tutor de mi clase me condujo por la lúgubre galería en dirección a la sala de
profesores. La sala de profesores es como Dios, que nadie puede verlo y seguir vivo.
Por la puerta entornada salían nubes de humo como la niebla en el Londres de Jack el
Destripador, pero unos metros antes de llegar nos desviamos y entramos en el
almacén de material. El almacén de material es una especie de celda provisional para
los alumnos que la han cagado. Me pregunté qué había hecho yo.
—Hace cinco minutos —dijo el señor Kempsey— me han transferido una
llamada telefónica relacionada con Jason Taylor. Era alguien que simpatiza con usted.
Con el señor Kempsey es mejor esperar.
—Esa persona me ha formulado una petición de clemencia.
El señor Nixon pasó como una exhalación por delante de la puerta, envuelto en
una nube de indignación y tweed.
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—¿Cómo? —dije.
El señor Kempsey hizo un gesto de fastidio ante mis pocas luces.
—¿Debo entender que la lectura programada para hoy le venía provocando un
estado de inquietud que cabría definir como «pánico enfermizo»?
Percibí la magia blanca de la señora De Roo, pero no me atrevía a confiar en que
pudiese salvarme.
—Sí, señor.
—Sí, Taylor. Su logopeda opina que el aplazamiento de la ordalía de hoy podría
propiciar a largo plazo una mayor confianza en lo tocante a las artes de la retórica y la
oratoria en público. ¿Secunda usted esta moción, Taylor?
Entendí perfectamente lo que me había dicho pero el señor Kempsey quería
verme desconcertado.
—¿Cómo dice?
—¿Quiere que le dispense de la lectura de hoy, sí o no?
—Sí, señor. Muchísimo.
El señor Kempsey frunció los labios. Todo el mundo piensa que dejar de
tartamudear es como tirarse a la piscina en lo hondo, como un bautismo de fuego. La
gente ve en la tele a esos tartamudos que un buen día se ven obligados a salir a un
escenario delante de mil personas y a los que de repente, como por arte de magia, les
sale una voz perfecta. ¿Os dais cuenta?, sonríe la gente. ¡Lo llevaba dentro! ¡Solo le
hacía falta un empujoncito! Ya se ha curado. Menuda gilipollez.
Cuando eso ocurre, si es que ocurre, es cosa del Ahorcado, que está obedeciendo
el Primer Mandamiento. Que vuelvan al cabo de una semana y echen un vistazo a ese
tartamudo «curado», que verán lo que se encuentran. Lo único cierto es que en lo
hondo es donde se ahoga la gente. Y que los bautismos de fuego provocan
quemaduras de tercer grado.
—No puede pasarse la vida ahuecando el ala ante la posibilidad de tener que
hablar en público, Taylor.
El Gusano dijo: ¿Qué te apuestas?
—Ya lo sé, señor. Por eso estoy haciendo todo lo posible por superarlo. Con la
ayuda de la señora De Roo.
El señor Kempsey no iba a ceder tan fácilmente, pero intuí que estaba fuera de
peligro.
—Muy bien. Pero pensaba que tenía usted más agallas, Taylor. Es evidente que
estaba equivocado.
Y se marchó.
Si yo fuese el Papa, habría canonizado a la señora De Roo en aquel mismo
instante.
El pasaje del libro del señor Kempsey trataba de que en la vida puede llover
durante cuarenta días y cuarenta noches pero Dios ha prometido a la humanidad que
un día saldrá el arco iris. (Julia dice que es absurdo que en 1982 se sigan enseñando
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las historias de la Biblia como si fuesen verdades históricas). Después cantamos el
himno que dice «Todo lo bueno que nos rodea es un regalo del Cielo, demos gracias
al Señor, / oh, gracias al Señor, por toooodo / su amor». Pensé que ya se había
acabado todo, pero cuando el señor Kempsey terminó de leer los avisos y normas del
señor Nixon, Gary Drake levantó la mano.
—Perdón, señor, pero yo pensaba que hoy le tocaba leer a Jason Taylor. Es que
tenía muchas ganas de oírle. ¿Leerá la semana que viene?
Todas las cabezas de la clase se volvieron hacia mí.
El sudor me brotó por cincuenta puntos distintos y me bañó todo el cuerpo. Me
limité a clavar la mirada en la nube de tiza de la pizarra.
Pasados unos segundos que se me hicieron eternos, el señor Kempsey dijo:
—Su ardiente defensa del protocolo establecido es digna de encomio, Drake,
amén, no me cabe duda, de altruista. No obstante, poseo información fidedigna de
que los órganos vocales de Taylor no se encuentran en las debidas condiciones. En
consecuencia, su compañero de clase ha sido eximido por razones cuasi médicas.
—Entonces, ¿leerá la semana que viene?
—El alfabeto sigue su curso inexorable con independencia de las debilidades
humanas, Drake. La semana que viene es el turno de la T, o sea, de Michelle Tirley, y
el porqué no es asunto nuestro.
—Es un poco injusto, señor, ¿no le parece?
¿Pero qué le he hecho yo a Garay Drake?
—A pesar de nuestros esfuerzos —dijo el señor Kempsey cerrando el piano—, la
vida, Drake, suele ser injusta. Lo que hay que hacer es afrontar los retos que nos va
presentando. Cuanto antes lo aprenda —el profesor lanzó una mirada no a Gary
Drake sino a mí—, mejor.
Los miércoles empiezan con dos horas seguidas de matemáticas con el señor
Inkberrow. Es la peor clase de toda la semana. En matemáticas suelo sentarme al lado
de Alastair Nurton, pero esta mañana Alastair Nurton se había sentado con David
Ockeridge. El único pupitre que quedaba libre era al lado de Cari Norrest, justo
delante de la mesa del profesor, así que no me quedó otra que sentarme ahí. Llovía
tanto que las granjas y los campos se disolvían en manchas blancas. El señor
Inkberrow nos lanzó a cada uno nuestro cuaderno con los ejercicios de la semana
anterior corregidos y empezó la clase con algunas preguntas facilonas para «calentar
el cerebro».
—¡Taylor!
Me había pillado evitándole la mirada.
—¿Sí, señor?
—Andamos despistadillos, ¿eh? A ver, si a es once y b es nueve, y x es el
producto de a por b, ¿cuánto vale x?
Estaba chupado: noventa y nueve.
Pero «noventa y nueve» son dos palabras que empiezan por N. Una trampa doble.
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El Ahorcado quería vengarse por la anulación de mi ejecución. Deslizó los dedos por
mi lengua y me agarró la garganta, apretándome las venas que llevan oxígeno al
cerebro. Cuando el Ahorcado se pone en ese plan, ni se me ocurre intentar soltar la
palabra en cuestión porque quedaría como un subnormal profundo.
—¿Ciento uno, señor?
Los listos de la clase dieron unos gruñidos.
—¡Este chaval es un genio! —graznó Gary Drake.
El señor Inkberrow se quitó las gafas, les echó el aliento y las limpió con el
extremo de la corbata.
—Así que nueve por once, «ciento uno», ¿eh? Vaya, vaya… Permítame hacerle
una pregunta, Taylor. ¿Para qué me molesto yo en levantarme por las mañanas, me lo
puede decir? ¿Para qué narices me molesto?
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Parientes
—¡Ya están aquí! —grité al ver el Ford Granada blanco del tío Brian subiendo
por Kingfisher Meadows.
Julia cerró la puerta de su habitación como diciendo «vaya cosa», pero en el piso
de abajo estalló el estrépito de los preparativos. Yo ya había descolgado el mapa de la
Tierra Media y escondido el globo terráqueo y todo lo que a Hugo pudiese parecerle
de niño pequeño, y me quedé sentado en el alféizar de la ventana. La noche anterior
se había desatado tal tormenta que parecía que King Kong nos estaba arrancando el
tejado, y solo ahora comenzaba a amainar. El vecino de enfrente, el señor Woolmere,
estaba recogiendo trozos de la valla, destrozada por el viento. El tío Brian se metió
por nuestro camino y aparcó el Granada junto al Datsun Cherry de mi madre. La
primera en bajarse fue la tía Alice, la hermana de mi madre. A continuación se
apearon mis tres primos. Primero se bajó Alex, con una camiseta de los Scorpions y
una diadema estilo Bjorn Borg. Alex tiene diecisiete años pero el cuerpo le viene tres
tallas grande y tiene unas espinillas que parecen bubones. Después se bajó Nigel el
Enano, el más pequeño de los tres, enfrascado en un cubo de Rubik. El último fue
Hugo.
A Hugo el cuerpo le queda como un guante. Para la mayoría de niños el nombre
«Hugo» sería una desgracia, pero para él es una aureola. (Además, mis primos van a
un colegio privado en Richmond donde los demás se meten contigo no por ser pijo,
sino por no serlo bastante). Hugo me saca dos años. Llevaba una sudadera negra de
cremallera sin capucha y sin marca, unos Levi’s de bragueta de botones, botines de
ante y una de esas pulseras trenzadas que significan que ya no eres virgen. La suerte
adora a Hugo. Cuando Alex, Nigel y yo todavía estamos cambiando Euston Road por
Oíd Kent Road más 300 libras y rezando para cobrar el dinero del aparcamiento
gratuito, Hugo ya tiene hoteles en Mayfair y Park Lañe.
—¡Habéis conseguido llegar!
Mi madre cruzó el camino de entrada y abrazó a la tía Alice.
Abrí una rendija de la ventana para oír mejor.
A todo esto, mi padre, que estaba en el invernadero, apareció con su mono y sus
bártulos de jardinero.
—¡Vaya tiempo de perros nos traéis, Brian!
El tío Brian ya había bajado del coche y cuando vio a mi padre dio un paso atrás
en broma.
—¡Pero bueno, si es el intrépido horticultor!
Mi padre agitó la azada.
—¡Este viento de las narices me ha aplastado los narcisos! Tenemos a un tipo que
nos hace el trabajo gordo del jardín, pero no puede venir hasta el martes, y como dice
un viejo proverbio chino…
—El señor Broadwas es uno de esos hombres de campo que valen su peso en oro
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—dijo mi madre—. Tendríamos que pagarle el doble de lo que le pagamos porque
tiene que arreglar todos los desperfectos que causa Michael.
—… como dice un viejo proverbio chino «Pala sel feliz una semana, casal con
mujel. Pala sel feliz un mes, matal celdo. Pala sel feliz toda vida, plantal jaldín». ¿No
es gracioso?
El tío Brian fingió que le parecía muy gracioso.
—Cuando oyó el viejo proverbio chino en el programa de jardinería de la radio
—dijo mi madre— el cerdo venía antes que la mujer. ¡Pero mira a estos tres
chavalotes! ¡Si habéis vuelto a pegar el estirón! ¿Qué les das de desayunar, Alice?
Sea lo que sea, se lo tengo que dar a Jason.
Aquello me sentó como una patada en el hígado.
—Bueno —dijo mi padre—, vamos para adentro antes de que se nos lleve
volando el viento.
Hugo captó mi señal telepática y miró hacia arriba.
Le medio saludé con la mano.
El mueble bar solo se abre cuando tenemos visita o viene la familia. Huele a
barniz y a jerez. (Una vez, cuando no había nadie en casa, probé un poco de jerez.
Sabe a una mezcla de jarabe y Míster Proper).
Mi madre me mandó llevar una silla del comedor al salón porque no había
bastantes asientos para todos. Las sillas pesan una tonelada y me di un golpe
chunguísimo en la espinilla, pero hice como si nada. Nigel se aplastó en el puf y Alex
cogió uno de los sillones y se puso a tamborilear un ritmo de batería en el brazo.
Hugo se sentó en la alfombra con las piernas cruzadas y cuando mi madre me regañó
por no llevar bastantes sillas, dijo:
—Aquí estoy bien, tía Helena, gracias.
Julia seguía sin aparecer. «¡Bajo en un minuto!», había dicho hacía tres horas.
Como de costumbre, mi padre y mi tío empezaron discutiendo sobre el mejor
camino para ir desde Richmond a Worcestershire. (Cada uno llevaba puesto el jersey
de golf que el otro le había regalado por Navidad). Mi padre opinaba que por la A40
habrían tardado veinte minutos menos que por la A419. El tío Brian no estaba de
acuerdo. Y añadió que a la vuelta pensaba ir a Bath por la A417, pasando por
Cirencester. A mi padre le entraron los siete males.
—¿La A417? —exclamó horrorizado—. ¿Cruzar las Cotswolds en un día festivo?
¡Brian, va a ser un infierno!
—Michael —dijo mi madre—, estoy segura de que Brian sabe muy bien lo que
tiene que hacer.
—¡La A417 es el purgatorio! —Mi padre ya había abierto la guía de carreteras y
el tío Brian lanzó una mirada a mi madre como diciendo «si al pobre le hace feliz,
déjalo». (Esa mirada me puso enfermo)—. En nuestro país, Brian, existe un invento
vulgarmente conocido como «autopista»… aquí está, mira, tienes que coger la M5
hasta la Salida 15… —Mi padre señalaba el mapa golpeándolo con el dedo—. ¡Mira!
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Luego simplemente vas hacia el este. No tienes ninguna necesidad de quedarte
empantanado en Bristol. La M4 hasta la Salida 18 y luego la A46 hasta Bath. Listo.
—La última vez que fuimos a ver a Don y Drucilla —dijo mi tío sin mirar el
mapa—, hicimos eso mismo. Coger la M4 al norte de Bristol. ¿Y sabes qué? ¡Pues
que nos chupamos dos horas de atasco! ¿A que sí, Alice?
—La verdad es que se hizo un poquito largo, sí.
—Dos horas, Alice.
—Pero eso —contraatacó mi padre— fue porque estaban construyendo el carril
nuevo y os pilló todo el tráfico en sentido contrario. Hoy irías a toda mecha por la
M4. No habrá un alma. Te lo garantizo.
—Gracias, Michael —dijo mi tío con voz ñoña—, pero es que no me van mucho
las autopistas.
—Ah, bueno —dijo mi padre cerrando su guía de carreteras—, si lo que te va es
ir pisando huevos en una caravana de carcamales domingueros, haces muy bien en
coger la A417 a Cirencester.
—Anda, Jason, ven a echarme una mano.
«Echarme una mano» significa «hacerlo todo». Mi madre estaba enseñándole a la
tía Alice la reforma de la cocina. Del horno salía un olor a carne. Mientras la tía Alice
pasaba la mano por los azulejos nuevos diciendo «¡qué primor!», mi madre servía
tres vasos de Cocacola, uno para Alex, otro para Nigel y otro para mí. Hugo había
pedido un vaso de agua. Después vacié una bolsa de Twiglets en un plato. (Los
Twiglets son un aperitivo que los mayores creen que a los niños nos encanta, pero
saben a cerillas quemadas untadas de mostaza). Y después lo puse todo en una
bandeja, lo coloqué en la ventanilla que comunica la cocina con el comedor, di la
vuelta y lo llevé a la mesa de centro. No era justo que tuviese que hacerlo yo todo. Si
en lugar de Julia hubiese sido yo el que seguía encerrado en su habitación, mis padres
ya habrían mandado un comando de los GEO a buscarme.
—Ya veo que las féminas te tienen bien enseñado —dijo el tío Brian. Fingí saber
lo que era una fémina.
—¿Un poco más de jerez, Brian? —dijo mi padre apuntándole con la licorera.
—¡Venga esa copa, qué narices!
Alex respondió con un gruñido cuando le pasé la Coca-cola y cogió un puñado de
Twiglets.
Nigel dijo «¡muchísimas gracias!» con cierto recochineo y también echó mano a
los Twiglets.
Hugo dijo «gracias, Jace» por el agua, y «no, gracias» al rechazar los Twiglets.
Mi padre y el tío Brian habían dejado el tema automovilístico y estaban hablando
de la crisis.
—No, Michael —dijo mi tío—, por una vez en tu vida te equivocas. El mundo de
la contabilidad es más o menos inmune a los baches económicos.
—Pero no me digas que tus clientes no están pasando estrecheces…
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—¡Estrecheces! ¡Caray, Michael, están asfixiados! ¡Bancarrotas y ejecuciones de
hipotecas mañana, tarde y noche! Estamos hasta el culo de trabajo, con perdón.
¡Totalmente agobiados! Te digo una cosa, estoy agradecido a esa mujer de Downing
Street por esta, ¿cómo se llama eso que está tan de moda?, «anorexia» financiera.
¡Los contables nos estamos forrando! Y como las primas a los socios van en función
de los beneficios, servidor está encantado de la vida.
—Los clientes en bancarrota —dijo mi padre— difícilmente repiten.
—¿A quién le importa un rábano —dijo mi tío entre trago y trago de jerez—, si la
demanda es inagotable? No, no, los que de verdad me partís el corazón sois la gente
del comercio. Esta crisis va a chuparles la sangre a todos los minoristas, estoy
convencido.
De eso nada, dijo el dedo índice de mi padre.
—El rasgo definitorio de una gestión moderna es el éxito en época de vacas
flacas, no de vacas gordas. Puede que haya tres millones de parados, pero este
trimestre Groenlandia ha cogido a diez becarios. Los consumidores quieren comida
de calidad a precios competitivos.
—Calma, Michael —dijo mi tío, rindiéndose en broma—, que no estamos en una
convención de vendedores. Me parece que estás escondiendo la cabeza como el
avestruz. Si hasta los tories dicen que hay que «apretarse el cinturón»… Los
sindicatos no se tienen en pie. No es que me parezca mal, pero ahí tienes a la British
Leyland despidiendo trabajadores en masa… la actividad portuaria reducida al
mínimo… la industria del acero desmoronándose… todo el mundo importando
barcos de la maldita Corea del Sur, que no sé ni dónde está, en lugar de encargárselos
a nuestros astilleros… el Camarada Scargill amenazando con la revolución… Me
cuesta trabajo creer que todo eso, a la larga, no vaya a afectar a las delicias de
pescado y las croquetas congeladas. A Alice y a mí nos preocupa, que lo sepas.
—Bueno —dijo mi padre recostándose en el sofá—, os agradezco la
preocupación, Brian, pero el comercio minorista está aguantando el tipo y
Groenlandia se mantiene fuerte.
—Me alegra saberlo, Michael. Me alegra muchísimo.
(Yo también me alegré. Al padre de Gavin Coley lo despidió la Metalbox. La
fiesta de cumpleaños que iba a celebrar en Alton Towers tuvo que suspenderse, los
ojos de Gavin se le hundieron unos milímetros y un año después sus padres se
divorciaron. Kelly Lerdell me ha contado que el padre de Coley sigue en el paro).
Hugo llevaba un cordón de cuero alrededor del cuello. Yo también quería uno.
Siempre que vienen los Lamb, la sal y la pimienta se convierten, como por arte de
magia, en «los condimentos». De comer había cóctel de gambas servido en copas de
vino de primero, chuletas de cordero con patatas duquesa y apio estofado de segundo,
y de postre tortilla noruega. Usamos los servilleteros de nácar. (Los trajo de Birmania
el padre de mi padre en el mismo viaje que el Omega Seamaster que me cargué en
enero). Antes de empezar con los entrantes, el tío Brian abrió el vino que él mismo
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había traído. A Julia y a Alex les sirvieron un vaso entero, a Hugo y a mí solo por la
mitad, y a Nigel «un culín para que te mojes los labios».
La tía Alice hizo el brindis de siempre:
—«¡Por las dinastías Taylor y Lamb!».
El tío Brian hizo la misma imitación de Humphrey Bogart de siempre.
Mi padre fingió que le parecía muy gracioso.
Entrechocamos los vasos (todos menos Alex) y dimos un sorbito.
Mi padre, para variar, miró la copa al trasluz y dijo:
—¡Qué flojo está esto! —Es que no falla. Mi madre lo fulminó con la mirada,
pero mi padre nunca se entera—. De verdad te lo digo, Brian. Eres incapaz de elegir
un vino como Dios manda.
—Me alegro de merecer tu aprobación, Michael. Me he dado el gusto de beberme
una caja entera. Es de unos viñedos cercanos a la preciosa casita que alquilamos en
los lagos el año pasado.
—¿Vino en los lagos? ¿En el Lake District? ¿En Cumbria? Venga, Brian, no me
negarás que ahí metiste la pata.
—No, Michael, en los lagos ingleses no. En los italianos. En Lombardía —El tío
Brian movió la copa en círculos—. Cosecha del setenta y tres. Acerezado, aromas de
melón, notas de roble. Coincido con tu sabia apreciación, Michael. No está nada mal
este vinito.
—Bueno —dijo mi madre—, ¡al ataque!
Después de los correspondientes «¡está riquísimo!», la tía Alice dijo:
—Mucha actividad en el colegio este trimestre, ¿verdad, chicos? Nigel es el
capitán del club de ajedrez.
—Presidente —dijo Nigel—, si no te importa.
—¡Usted perdone! Nigel es el presidente del club de ajedrez.
Y Alex hace cosas increíbles con el ordenador del colegio, ¿verdad, Alex? Yo no
sé ni encender el chisme ese del vídeo, pero…
—Alex le da mil vueltas a sus profesores —dijo el tío Brian—, las cosas como
son. ¿Cómo se llama eso que andas haciendo, Alex?
—Fortran. Basic —Alex hablaba como si le doliese—. Pascal. Código máquina.
—Debes de ser inteligentísimo —dijo Julia, con un tono tan alegre que no supe si
estaba siendo irónica o no.
—Desde luego que Alex es inteligente —dijo Hugo—. El cerebro de Alexander
Lamb es la última frontera de la ciencia británica.
Alex lo miró con rabia.
—Los ordenadores son el futuro —dijo mi padre llenándose la cuchara de gambas
—. Tecnología, diseño, coches eléctricos. Eso es lo que deberían enseñarles en el
colegio y no esas chorradas de «vagaba solitario como una nube». Como le decía a
Craig Salt, el director de Groenlandia, el otro día…
—Totalmente de acuerdo contigo, Michael —El tío Brian puso cara de genio
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malvado anunciando su plan para dominar el mundo—. Por eso Alex va a ganarse un
billete nuevecito de 20 libras por cada sobresaliente que saque este curso, y uno de 10
por cada notable. Para comprarse su propio IBM —La envidia me corroía las
entrañas. Mi padre dice que dar dinero a los hijos para que estudien es
«deplorable»—. No hay mejor motivación que el beneficio material, ¿me equivoco?
Mi madre intervino al instante.
—¿Y tú qué tal, Hugo?
Por fin podía observar a Hugo sin disimular.
—Bueno —Hugo dio un sorbito de agua—, he tenido suerte en un par de carreras
con el equipo de piragüismo, tía Helena.
—¡Hugo se ha cubierto de gloria! —exclamó el tío Brian, medio eructando—. Le
correspondería ser el remero principal, el jefazo de la canoa, pero resulta que un
mandamás gordinflón, dueño de la mitad de la Lloyd’s, amenazó con montar un
pifostio si no hacían capitán a su pequeñín. ¿Cómo se llama el niñato ese, Hugo?
—Creo que te refieres a Dominic Fitzsimmons, papá.
—«Dominic Fitzsimmons». ¿A que suena a chiste?
Recé para que el foco de atención se centrase en Julia. Recé para que mi madre no
mencionase el premio de poesía, por lo menos no delante de Hugo.
—Jason ha ganado el premio de poesía de las bibliotecas municipales de Hereford
y Worcester —dijo mi madre—. ¿Verdad, Jason?
—Me obligaron a escribirlo —tenía las orejas al rojo de vergüenza y el único
lugar adonde podía mirar era a mi plato de comida—. Para la clase de literatura. Yo
no… —probé la palabra «sabía» un par de veces, pero vi que me iba a poner a
tartamudear como un retrasado mental—. No tenía ni idea de que la señorita Lippetts
fuese a presentarlo a concurso.
—¡No seas tan modesto! —exclamó la tía Alice.
—Ha ganado un diccionario estupendo —dijo mi madre—, ¿verdad, Jason?
El imbécil de Alex me disparó un comentario irónico imposible de captar por el
radar paterno.
—Me encantaría oír tu poema, Jason.
—Imposible. No tengo el cuaderno aquí.
—Qué pena.
—Los poemas ganadores salieron publicados en la Gaceta de Malvern —dijo mi
madre—. ¡Con la foto de Jason y todo! Cuando terminemos de comer la busco.
(Me puse enfermo solo de recordarlo. Los de la Gaceta mandaron a un fotógrafo
al colegio que me hizo posar leyendo un libro en la biblioteca como si fuese marica
perdido).
—Según tengo entendido —dijo el tío Brian relamiéndose los labios—, los poetas
contraen enfermedades muy feas de damas parisinas de mala fama y mueren en
húmedas mandorlas junto al Sena. ¿Vaya carrerón, eh, Michael?
—Unas gambas excelentes, Helena —terció la tía Alice.
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—Congeladas —dijo mi padre—, del Groenlandia de Worcester.
—Frescas, Michael. De la pescadería.
—Ah, no sabía que todavía quedasen pescaderías.
Alex volvió a hurgar en lo del premio de poesía.
—Por lo menos dinos de qué trataba el poema, Jason. ¿Del florecer de la
primavera? ¿O era un poema de amor?
—No creo que le sacases mucho partido, Alex —dijo Julia—. La obra de Jason
carece de la sutileza y madurez de los Scorpions.
Hugo soltó una carcajada para chinchar a Alex. Y para demostrarme de qué lado
estaba. Me sentí tan agradecido a Julia que hasta le habría dado un beso. Bueno, casi.
—Tampoco tiene tanta gracia —le dijo entre dientes Alex a Hugo.
—No te enfurruñes, Alex, que no te favorece nada.
—Niños —dijo la tía Helena a modo de advertencia.
La salsera de las grandes ocasiones pasó de mano en mano alrededor de la mesa.
Entre mis patatas despachurradas y mis puddings Yorkshire en miniatura creé un
Mediterráneo de salsa. Gibraltar era la punta de una zanahoria.
—¡Al ataque! —dijo mi madre.
La tía Helena fue la primera en decir: «Están divinas las chuletas, Helena».
—¡Se derriten en la boca! —dijo el tío Brian con un acento italiano que le salió
de pena.
Nigel sonrió a su padre con adoración.
—El secreto es el adobo —le dijo mi madre a mi tía—. Luego te dejo que copies
la receta.
—¡Más te vale, Helena! ¡No me pienso ir sin ella!
—¿Un pelín más de vino, Michael? —El tío Brian le llenó la copa antes de que
mi padre pudiese decir que no (ya iban por la segunda botella), y luego se llenó la
suya—. No te lo tomes a mal, Michael. ¡Chinchín! Bueno, Helena, veo que tu pagoda
móvil todavía no ha ascendido a los cielos de la chatarra oriental.
Mi madre puso su típica cara de perplejidad cortés.
—¡Tu Datsun, Helena! Mira, porque cocinas de maravilla que si no, me costaría
perdonarte por haber violado la Primera Ley del Automóvil: «No te fíes de los
japoneses ni de las tartanas que fabrican como churros». ¿Habéis visto el anuncio
nuevo de Volkswagen? Por una vez los alemanes han tenido una idea buena. Sale un
japo pequeñajo dando vueltas a todo correr, buscando el nuevo Golf, entonces el Golf
cae del techo ¡y lo aplasta! La primera vez que lo vi casi me meo de risa, ¿a que sí,
Alice?
—Si mal no recuerdo —dijo Julia limpiándose la boca con la servilleta—, tu
cámara es una Nikon, ¿no, tío Brian?
—Los equipos de música japoneses tampoco están mal —dijo Hugo.
—Ni los chips de ordenador —añadió Nigel.
Así que me animé y dije:
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Las motos también son bastante chulas.
El tío Brian se encogió de hombros con aire incrédulo.
—¡Eso es justamente lo que quiero decir, niños y niñas! Los japos cogen la
tecnología de los demás, la reducen a su propio tamaño y se la vuelven a vender al
mundo, ¿verdad, Mike? ¿Mike? Por lo menos en esto me darás la razón, ¿no? ¡Qué se
puede esperar de la única potencia del Eje que nunca pidió perdón por la guerra!
Salieron de rositas. Totalmente impunes.
—Doscientos mil civiles asesinados por las bombas atómicas —dijo Julia— y
otros dos millones achicharrados por bombas incendiarias no es lo que yo entiendo
por salir de rositas.
—Pero el quid de la cuestión —el tío Brian solo oye lo que le apetece— es que
los japos siguen en guerra. Son los dueños de Wall Street. Lo siguiente va a ser
Londres. En el camino desde Barbican hasta mi oficina te hacen falta… veinte pares
de manos para contar todos los dobles de Fu Manchú con los que te cruzas. Escucha
esto, Helena. Mi secretaria se compró uno de esos… cómo carajo se llaman… sí,
hombre, esos carricoches con motor… un Honda Civic. Eso es. Un Honda Civic
color boñiga. Salió del concesionario y en la primera rotonda —no es broma— se le
cayó el tubo de escape. Pero es que de cuajo. Chof. Al suelo. Por eso son tan
competitivos, porque fabrican porquerías. ¿Te das cuenta? No se puede tener todo en
esta vida. Por lo menos no sin pillarse una infección de hongos, ¿eh, Mike?
—Pásame los condimentos, Julia, por favor —dijo mi padre a mi hermana.
Hugo y yo nos miramos a los ojos y por un momento estuvimos solos en una sala
llena de estatuas de cera.
—Pues mi Datsun —dijo mi madre mientras le ofrecía más guarnición a mi tía,
que hizo un gesto de no, gracias— pasó con éxito la pre-ITV la semana pasada.
—¿No me digas —preguntó con desdén mi tío— que pasaste la pre-ITV en el
mismo lugar que te vendieron la pagoda móvil?
—¿Y por qué no habría de llevarlo allí?
—Ay, Helena —dijo mi tío sacudiendo la cabeza.
—No entiendo lo que quieres decir, Brian.
—Helena, Helena, Helena.
Hugo pidió «una rodaja finita» de tortilla noruega, con lo cual mi madre le partió
un cacho tan grande como el de mi padre.
—¡Que estás creciendo, por el amor de Dios! —Me apunté la táctica de Hugo
para usarla en el futuro—. ¡Vamos, al ataque, antes de que se derrita el helado!
Después de la primera cucharada la tía Alice dijo:
—¡Está de locura!
—Muy rico, Helena —dijo mi padre.
—Mike —dijo el tío Brian—, no irás a dejarte a medias esta botella, ¿verdad? —
Echó un buen chorro en la copa de mi padre, luego otro en la suya y la alzó en
dirección a mi hermana—. ¡A tu salud, chiquilla! Aunque sigo sin entender cómo una
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jovencita tan lista como tú no aspira a estudiar en una de las dos grandes. En el
colegio de tus primos, de verdad te lo digo, están todo el día que si Oxford por aquí,
que si Cambridge por allá, mañana, tarde y noche. ¿A que sí, Alex?
Alex levantó la cabeza diez grados durante un cuarto de segundo para decir que
sí.
—Mañana, tarde y noche —dijo Hugo, completamente en serio.
—El señor Williams, nuestro orientador universitario —dijo Julia, pescando con
la cuchara un churrete de helado antes de que cayese al mantel— tiene un amigo en el
bar radical de Londres que dice que si me quiero especializar en derecho del medio
ambiente, lo mejor es que estudie en Edimburgo o Durham porque…
—Entonces me vas a perdonar —el tío Brian dio un golpe de karate al aire—, de
verdad te lo digo, pero al tal señor Williams, que seguro que es un galés encubierto,
¡habría que emplumarlo, atarlo a un burro y mandarlo de vuelta a Haverfordwest! Lo
que cuenta en la universidad no es lo que uno aprenda —el tío Brian ya estaba rojo
como un tomate— ¡sino con quién se relacione! ¡Para codearse con la élite del
mañana hay que ir a Oxford o a Cambridge! ¡Te lo digo en serio, si yo hubiese hecho
los contactos adecuados en la universidad, ya me habrían aceptado como socio de la
gestoría hace diez años! ¡Mike… Helena! ¿No iréis a quedaros de brazos cruzados
mientras vuestra primogénita se echa a perder en cualquier universidad de pacotilla?
Julia estaba negra.
(Normalmente, llegados a ese punto, suelo retirarme a un lugar seguro).
—Las universidades de Edimburgo y Durham tienen muy buena fama —dijo mi
madre.
—Seguro que sí, no te digo que no, pero la pregunta que te tienes que hacer es la
siguiente —mi tío ya estaba casi chillando—: «¿Son las mejores del mercado?», y la
respuesta es: «¡Una leche!». Maldita sea, ese, ese es precisamente el problema de los
institutos públicos: que aceptan a todo el mundo. Son estupendos para Pepito
Medianía y María del Montón, pero ¿ayudan a los más brillantes y capacitados? ¡Una
leche! Para los sindicatos de profesores, «brillante» y «capacitado» son palabrotas.
La tía Alice puso la mano en el brazo de su marido.
—Brian, me parece que…
—¡Ni Brian ni Brion! ¡Aquí lo que está en juego es el futuro de mi única sobrina!
¡Si el hecho de que me preocupe por ella me convierte en un clasista, pues muy bien,
seré el mayor clasista del puto mundo, con perdón, y a mucha honra! Pero es que no
me cabe en la cabeza que alguien lo bastante inteligente para estudiar en Oxford
prefiera irse a Escocia —El tío Brian se bebió lo que le quedaba de un trago—. A no
ser que, quizá… —La expresión de su rostro pasó de indignada a pervertida en tres
segundos—. Bueno, a no ser que tengas por ahí un joven semental escocés con una
gaita bien afinada y no nos lo quieras contar, ¿eh, Julita? ¿Eh, Mike? ¿Eh, Helena?
¿Lo habéis pensado?
—Brian…
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—No te preocupes, tía Alice —dijo Julia sonriendo—. El tío Brian sabe que
prefiero tirarme de cabeza a un pozo antes que contarle nada de mi vida privada.
Pienso estudiar derecho en Edimburgo, así que todos los Brian Lamb del mañana
tendrán que establecer su red de contactos sin mí.
Si yo digo algo así, se me cae el pelo.
Hugo alzó la copa en dirección a mi hermana.
—¡Así se habla, Julia!
—Vaya —el tío Brian soltó una especie de risita fláccida—, al final puede que
llegues lejos en el mundo de la abogacía, jovencita, aunque insistas en una
universidad de segunda. Dominas a la perfección el arte del non-secutor.
—Me alegro de merecer tu aprobación, tío Brian.
Se hizo un incómodo silencio.
—¡Bravo! —se mofó mi tío—. Está empeñada en decir la última palabra.
—Tienes un trozo de apio en la barbilla, tío Brian.
El lugar más frío de toda la casa es el cuarto de baño del piso de abajo. En
invierno se te congela el culo y se te queda pegado a la taza. Julia se despidió de los
Lamb y se fue a casa de Kate Alfrick a repasar para el examen de historia. El tío
Brian se retiró al cuarto de invitados «para descansar la vista». Alex se metió en el
cuarto de baño por tercera vez desde que llegaron. Y las tres veces se tiró más de
veinte minutos. No sé qué haría ahí dentro. Mi padre les estaba enseñando la Minolta
nueva a Nigel y Hugo, y mi madre y la tía Alice, a pesar del viento, estaban dando un
paseo por el jardín. Me miré en el espejo del lavabo buscando algún parecido con
Hugo. ¿Podría convertirme en él por pura fuerza de voluntad? ¿Célula a célula? Es lo
que está haciendo Ross Wilcox. En primaria era un borrico y un don nadie, pero
ahora fuma con chicos mayores como Gilbert Swinyard y Pete Redmarley, y todos lo
llaman «Ross» en vez de «Wilcox», luego algún truco tiene que haber.
Ya me había sentado y plantado un buen pino cuando oí unas voces cada vez más
altas. Está muy feo escuchar a escondidas, ya lo sé, pero no es culpa mía que mi
madre y mi tía se pusieran a cotorrear justo al otro lado de la rejilla de ventilación.
—No eres tú quien tiene que disculparse, Helena. Brian ha estado… Dios mío,
¡me dan ganas de matarlo!
—Michael saca lo peor de él.
—Bueno, mira, mejor lo… ¡Pero Helena, cómo tienes el romero! Es
prácticamente un árbol. Yo no consigo que me crezcan las plantas. Menos la menta.
La menta se ha desmadrado.
Una pausa.
—Me pregunto —dijo mi madre— qué pensaría papá de ellos. Si pudiese verlos,
me refiero.
—¿De Brian y Michael?
—Sí.
—Bueno, para empezar nos diría «¡Ya os lo decía yo!». Luego, se arremangaría la
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camisa, escogería el argumento contrario al que ellos defendiesen, y no saldría del
cuadrilátero hasta haberles dado una buena tunda y obligado a darle la razón.
—Son palabras un poco duras.
—¡No tan duras como papá! Aunque, eso sí, Julia le habría hecho sudar la gota
gorda.
—A veces es un poco… dogmática.
—Por lo menos es dogmática sobre el desarme nuclear y Amnistía Internacional,
no sobre Iron Marley o Meat Love.
Se hizo un silencio.
—Hugo está encantador.
—Esa es la palabra, «encantador».
—¿Has visto cómo ha insistido en lavar los platos? Por supuesto, no se lo he
permitido, estaría bueno.
—Menuda mosquita muerta. Por cierto, Jason sigue tan callado como siempre.
¿Qué tal le va con la terapia?
(Yo no quería oír aquello, pero tampoco podía salir del baño sin tirar de la cadena.
Y si tiraba de la cadena, sabrían que había estado oyéndolas. En fin, que no tenía
escapatoria).
—A paso de tortuga. Está yendo a la consulta de una sudafricana que se llama De
Roo. Dice que no esperemos curas milagrosas. No las esperamos. Dice que tengamos
paciencia con él. La tenemos. No te puedo contar mucho más.
Se hizo un largo silencio.
—¿Sabes una cosa, Alice? Después de tantos años, todavía me cuesta creer que
papá y mamá se marchasen para siempre. Que estén realmente… muertos. Que no
estén simplemente en un crucero por el índico, incomunicados durante seis meses.
O… ¿de qué te ríes?
—¡De aguantar a papá seis meses en un crucero! Eso sería el purgatorio.
Mi madre no dijo nada.
Se hizo un silencio aún más largo.
—Helena, no es por meterme donde no me llaman —la tía Alicia cambió el tono
—, pero desde enero no me has vuelto a decir nada de esas llamadas misteriosas.
Silencio.
—Perdona, Helena, no debería haber metido las narices…
—Calla, mujer… ¿Con quién iba a hablarlo si no? Es que no ha habido más
llamadas. Me siento un poco culpable por haber sacado conclusiones precipitadas.
Fue una tormenta en un vaso de agua, seguro. Una tormenta inexistente, mejor dicho.
De no haber sido por… ya sabes, aquel «incidente» de Michael hace cinco años y
medio, o cuando fuese, no le habría dado mayor importancia. Las líneas se cruzan y
la gente se equivoca al marcar, es lo más normal del mundo, ¿verdad?
(¿«Incidente»?).
—Por supuesto —respondió la tía Alice—. Por supuesto. No le has… dicho…
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—Un «careo» con Michael sería como cavar mi propia tumba.
(La carne de gallina me dolía y todo).
—Desde luego —dijo la tía Alice.
—Cualquier vendedor en prácticas de Groenlandia tiene más claro lo que le pasa
por la cabeza a Michael Taylor que su propia esposa. Por cierto, ahora sé por qué
mamá estaba casi siempre deprimida.
(No entendía nada. Ni quería. Bueno, sí quería. Bueno, no lo sé).
—Te estás volviendo una morbosa, hermana.
—Tú eres mi paño de lágrimas, Alice. Tú tienes glamour. Conoces a violinistas
chinos y a grupos de morenazos que tocan la flauta azteca. ¿A quién tenéis esta
semana en el teatro?
—El show de Basil, el Zorrito Repipi.
—Para que veas.
—El representante es un quisquilloso insoportable. Parece que hemos contratado
a Liberace, no a un actor de televisión de capa caída que se gana la vida metiendo la
mano en el culo de un zorro.
—Los artistas, ya se sabe.
Silencio.
—Helena, ya sé que te lo he dicho cincuenta mil veces, pero necesitas retos más
estimulantes que las tortillas noruegas. Julia se te va de casa este año. ¿Por qué no te
planteas volver a trabajar?
Breve silencio.
—Punto uno, hay crisis y están despidiendo gente, no contratándola. Punto dos,
soy un ama de casa patológica. Punto tres, no vivo en las afueras de Londres, vivo en
la Inglaterra profunda y las oportunidades escasean. Punto cuatro, llevo sin trabajar
desde que nació Jason.
—¿Y qué más da si tu permiso de maternidad ha durado trece años más de lo
previsto?
Mi madre soltó una de esas risas huecas que soltamos cuando no nos apetece reír.
—Hasta papá solía presumir de tus dibujos con sus amigotes del club de golf.
Siempre me venía con que si Helena patatín, Helena patatán…
—A mí también me venía siempre con que si Alice patatín, Alice patatán…
—Típico de papá, ¿no? Bueno, venga. Enséñame dónde piensas colocar la
rocalla…
—Tiré de la cadena y eché una rociada de ambientador aguantándome la
respiración. La Brisa Fresca de los Pinos me da ganas de vomitar.
El Rover 3500 de mi padre está siempre en uno de los dos garajes, pero como mi
madre suele aparcar su Datsun en la entrada, el segundo garaje está vacío. En una de
las paredes se cuelgan las bicicletas. Las herramientas de mi padre van en unos
estantes, encima de su banco de trabajo. Las patatas se guardan en un saco enorme.
Aun cuando hace tanto viento como hoy, el segundo garaje está bien resguardado. Es
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donde fuma mi padre, por eso suele oler a tabaco. Me gustan hasta las manchas de
aceite en el suelo de cemento.
Pero lo mejor es la diana. Mola mogollón jugar a los dardos. Me encanta el ruido
sordo que hacen al clavarse en la diana y me encanta desclavarlos. Le dije a Hugo
que si echábamos una partida y contestó: «Vale». Pero entonces Nigel dijo que él
también se apuntaba. Mi padre añadió: «Una idea estupenda», así que allí estábamos
los tres jugando al reloj. (Tienes que apuntar al 1 hasta sacar un 1, al 2 hasta sacar un
2, al 3 hasta sacar un 3, etcétera. Gana el primero que llega a 20).
Lanzamos un dardo cada uno para ver quién empezaba.
Hugo sacó 18, yo 10 y Nigel 4.
—Oye —me dijo Nigel mientras su hermano acertaba un 1 a la primera—, ¿has
leído El señor de los anillos?
—No —mintió el Gusano, para que Hugo no pensase que estaba siendo simpático
con su hermano.
Hugo no acertó en el 2 con su segundo lanzamiento, pero sí con el tercero.
—Es chachi piruli —me dijo Nigel.
Hugo desclavó los tres dardos y me los pasó.
—Nigel, eso de «chachi piruli» está pasadísimo de moda.
(Hice memoria para recordar si yo había usado la expresión desde que llegaron
los Lamb).
Fallé el 1 con los dos primeros dardos, pero acerté con el tercero.
—Buen tiro —dijo Hugo.
—Tuvimos que leer El Hobbit en clase —dijo Nigel desclavando los dardos—,
pero no es más que un cuento de hadas.
—Intenté leerme El señor de los anillos —dijo Hugo—, pero es una ridiculez.
Todos se llaman Gondogorn o Sarulon y se pasan la vida diciendo: «¡Este bosque
estará plagado de orcos al anochecer!». En cuanto al tal Sam y sus frasecitas en plan
«Oh, maestro Frodo, qué daga tan bonita tienes»… En fin. No deberían dejar esas
pornografías homoeróticas al alcance de los niños. Claro que quizá ese sea su
atractivo, ¿no, Nigel?
Nigel no atinó en la diana y el dardo rebotó en la pared de ladrillos.
Hugo suspiró.
—¿Te importaría tener cuidado, Nigel? Vas a despuntarle los dardos a Jason.
Debería haber dicho «no te preocupes, Nigel», pero el Gusano no me dejó.
El segundo lanzamiento de Nigel se clavó en el borde exterior de la diana. Otro
fallo.
—¿Sabías, Jace —dijo Hugo como quien no quiere la cosa—, que está
científicamente demostrado que los homosexuales no saben lanzar dardos?
Me fijé en Nigel y noté, con gran alarma, que estaba a punto de llorar.
Hugo tiene el don de influir en la suerte de los demás.
El tercer dardo de Nigel golpeó en el borde de la diana y salió despedido.
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Entonces el chaval explotó.
—¡Siempre estás malmetiendo a todos contra mí! —Estaba rojo de rabia—. ¡Te
odio, hijo de puta!
—Huy, qué palabra tan fea, Nigel. ¿Sabes lo que es un hijo de puta o ya estás otra
vez repitiendo como una cotorra lo que dicen tus amiguitos del club de ajedrez?
—¡Pues sí, mira!
—¿Sí sabes lo que es un hijo de puta o sí estás repitiendo como una cotorra lo que
dicen tus amiguitos?
—¡Sí sé lo que es un hijo de puta y tú lo eres!
—Entonces, si soy un hijo de puta, estás diciendo que nuestra madre se folló a
otro hombre para concebirme, ¿verdad? ¿Estás acusándola de liarse con otros?
A Nigel se le saltaban las lágrimas.
Esto nos iba a traer problemas, estaba claro.
Hugo chasqueó la lengua con aire divertido.
—A papá tampoco le va a hacer mucha gracia oír tu acusación. Será mejor que te
vayas corriendo a algún rincón a jugar con tu cubo de Rubik. Jason y yo haremos
todo lo posible por olvidar lo ocurrido.
—Lamento lo de Nigel —Hugo sacó un 3, un fallo y un 4—. Es un pintamonas.
Tiene que aprender a captar las indirectas y a obrar en consecuencia. Un día me dará
las gracias por mi tutela. Alex, el cretino Neandertal, ya no tiene arreglo, me temo.
Solté una especie de risita, mientras me preguntaba cómo hacía Hugo para usar
palabras como «tutela» y «obrar» y que en vez de cursis sonasen impactantes. Fallé
con el primero, pero luego saqué un 2 y un 3.
—Ted Hughes vino a mi colegio el trimestre pasado —mencionó Hugo.
Entonces supe que no me reprochaba haber ganado el concurso de poesía.
—¿En serio?
Hugo sacó un 5, un 6 y un fallo.
—Me firmó un ejemplar de El halcón bajo la lluvia.
—El halcón bajo la lluvia mola mogollón.
Un 4, un fallo y otro fallo.
—Personalmente me van más los poetas de la Primera Guerra.
—Hugo sacó un 7, un 8 y un fallo.
—Sí —Saqué un 5, un fallo y un 6—. Yo también los prefiero, la verdad.
—Pero el mejor es George Orwell —Un 9, un fallo, otro fallo—. Tengo todos sus
libros, incluido una primera edición de 1984.
Un fallo, otro fallo y un 7.
—1984 es increíble —En realidad me había atascado en el larguísimo discurso de
O’Brien y nunca había terminado de leerlo—. Y Rebelión en la granja.
Este nos lo habían hecho leer en clase.
Hugo sacó un 10.
—Si no lees su obra periodística —un fallo por los pelos—, es como si no
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hubieses leído nada —Otro fallo por los pelos—. Mierda. Te voy a mandar una
antología de ensayos suyos, Dentro de la ballena.
—Gracias.
Saqué un 8, un 9 y un 10 de pura chorra, y actué como si fuese lo más normal del
mundo.
—¡Sí señor! ¿Sabes una cosa, Jace? Vamos a animar esto un poco. ¿Tienes algo
de pasta?
Tenía 50 peniques.
—Vale, lo igualo. El primero que llegue a 20 se queda con los 50 peniques del
otro.
Jugarme la mitad de la paga era un poco arriesgado.
—Venga, Jace —Hugo me sonrió como si de verdad le cayese bien—. No me
seas Nigel. Mira, te dejo que repitas turno, para empezar. Tres lanzamientos gratis.
Si decía que sí me parecería más a Hugo.
—Vale.
—Buen chico. Pero mejor no decirles nada a —Hugo señaló con la cabeza hacia
la pared del garaje— los padres, o tendremos que pasarnos lo que queda de tarde
jugando al parchís o al Juego de la Vida bajo estricta vigilancia.
—Ya te digo.
Fallé el primero, lancé el segundo al muro y fallé el tercero.
—Mala suerte —dijo Hugo.
Falló, sacó un 11 y falló.
—¿Qué tal es eso del remo? —Saqué el 11, un fallo, y el 12—. Lo máximo en lo
que he montado son los patines del lago de los jardines de Malvern.
Hugo se rio como si acabase de contarle un chiste graciosísimo, así que sonreí
como tal. Falló tres veces seguidas.
—Mala suerte —dije.
—El remo es alucinante. Es todo rapidez, músculos, ritmo y velocidad, con algún
otro salpicón, gruñido o jadeo de un compañero. Se parece al sexo, ahora que lo
pienso. Aplastar a los adversarios también es divertido. Como dice nuestro
entrenador, «Lo importante no es participar, chavales. ¡Lo importante es ganar!».
Saqué un 13, un 14 y un 15.
—¡Caray! —Hugo puso cara de impresionado—. No me estarás timando,
¿verdad, Jace? Mira, ¿qué te parece desplumarme una libra? —Hugo se sacó de los
Levi’s una cartera muy elegante y me agitó un billete de una libra en las narices—.
Con la racha que llevas, en cinco tiradas será tuyo. ¿Qué opina tu hucha?
Si perdía, me quedaba sin blanca hasta el sábado próximo.
—Uuuuuuuh —dijo Hugo—. ¿No te irás a rajar ahora, Jace?
Me imaginé a Hugo hablándoles de mí a los otros Hugos de su club de remo. Mi
primo Jason Taylor es un pintamonas.
—Vale.
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—¡Sí señor! —Se metió el billete en el bolsillo y sacó un 12, un 13 y un 14. Hizo
un ruido como de sorpresa—. ¿Me estará cambiando la suerte?
Mi primer dardo dio en la pared. El segundo rebotó contra el metal. El tercero fue
un fallo.
Hugo sacó un 15, un 16 y un 17 sin titubear lo más mínimo.
Oímos unos tacones acercándose desde la puerta trasera hasta la puerta del garaje.
Hugo soltó una maldición entre dientes y me lanzó una mirada como diciendo
Déjame a mí.
Como si yo hubiese podido hacer otra cosa.
—¡Hugo! —La tía Alice irrumpió en el garaje—. ¿Te importaría decirme por qué
Nigel está llorando a moco tendido?
La reacción de Hugo fue digna de un Oscar.
—¿Llorando?
—¡Sí!
—¿Llorando? ¡Mamá, a veces ese niño es increíble!
—¡No te he pedido que te lo creas! ¡Te he pedido que me lo expliques!
—Pero ¿qué te voy a explicar? —Hugo encogió los hombros como si no
entendiese nada—. Jason nos invitó a Nigel y a mí a echar una partida de dardos.
Nigel no paraba de fallar. Le di un par de consejos pero terminó marchándose todo
enrabietado. Y soltando lindezas por esa boquita. ¿Por qué ese niño ha salido tan
competitivo, mamá? ¿Te acuerdas de cuando le pillamos inventándose palabras con
tal de ganar al Scrabble? ¿Será que está en una edad difícil?
La tía Alice se dirigió a mí.
—¿Jason? ¿Cuál es tu versión de lo sucedido?
Ya podría Hugo haber vendido a su hermano a una fábrica de pegamento, que el
Gusano, así y todo, habría declarado:
—Lo que ha dicho Hugo, tía Alice, en serio.
—Puede volver —le aseguró Hugo a su madre— cuando se le pase el berrinche.
Siempre que a ti no te importe, Jace. Nigel no sabía lo que decía cuando te insultó.
—No me importa en absoluto.
—Tengo otra idea —La tía Alice sabía que estaba en un callejón sin salida—. Tu
tía Helena anda escasa de café y cuando tu padre se despierte va a necesitar una
buena taza. Me he ofrecido voluntaria a mandarte a comprar un paquete. Jason, ya
que sois tan amiguitos, a lo mejor podrías enseñarle al santito de tu primo el camino a
la tienda.
—Ya casi hemos terminado la partida, mamá. En cuanto…
La tía Alice apretó los dientes.
Isaac Pye, el propietario del Black Swan, entró en la sala de máquinas de
marcianos del fondo para ver a qué se debía tanto alboroto. Hugo estaba jugando a la
máquina de Asteroides, y a su alrededor estábamos Grant Burch, su esclavo Philip
Phelps, Neal Brose, Hormiguita, Oswald Wyre, Darren Croome y yo. Ninguno
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dábamos crédito. Hugo llevaba veinte minutos jugando con los mismos 10 peniques.
La pantalla estaba abarrotada de asteroides flotantes, a mí me habrían matado en tres
segundos, pero Hugo lee la pantalla entera de una vez, no solo la roca más peligrosa.
Casi nunca usa el acelerador, consigue todos los torpedos y, cuando aparece el platillo
volante, suelta una andanada de torpedos, pero solo si la tormenta de asteroides no es
muy intensa, si no, no le hace ni caso. Además, solo usa el botón del hiperespacio
como último recurso. Su expresión es de absoluta calma, como si estuviese leyendo
un libro muy interesante.
—¡No me digas que lleva tres millones! —dijo Isaac Pye.
—Casi tres millones y medio —le respondió Grant Burch.
Cuando por fin Hugo perdió su última vida bajo una lluvia de estrellas, la
máquina se puso a dar pitidos y anunció que era la puntuación más alta de todos los
tiempos. Ese récord se queda grabado aunque desenchufen la máquina.
—La otra noche me gasté cinco libras para llegar a dos millones y medio —gruñó
Isaac Pye— y pensé que era la hostia en verso. Te invitaría a una cerveza, chaval,
pero es que hay dos polis de paisano en la barra.
—Muy amable por su parte —le dijo Hugo—, pero no me apetece que me multen
por conducir una nave espacial borracho.
Isaac Pye soltó una risilla demoníaca y se volvió tranquilamente al bar.
Hugo escribió JHC junto a la puntuación obtenida.
Fue Grant Burch quien se lo preguntó.
—¿Y eso qué significa?
—«Jesús H. Cristo».
Grant Burch se rio, así que los demás también se rieron. Dios, qué orgulloso me
sentí. Neal Brose le contaría a Gary Drake que Jason Taylor andaba con Jesucristo.
Oswald Tyre dijo:
—¿Cuántos años te ha llevado ser tan bueno?
—¿Años? —El acento de Hugo se había vuelto un poquito menos pijo y un
poquito más londinense—. No se tarda tanto en pillarle el truco a una máquina de
marcianos.
—Pero tu buena pasta te habrás gastado —dijo Neal Brose—. Para pillar tanta
práctica, me refiero.
—El dinero nunca es un problema, por lo menos si tienes un poco de cerebro.
—¿Ah, no?
—¿El dinero? Claro que no. Detectas la demanda, gestionas el suministro, haces
que tus clientes te lo agradezcan y aniquilas a los competidores.
Neal Brose memorizó la respuesta de mi primo hasta la última letra.
Grant Burch sacó un paquete de cigarrillos.
—¿Fumas, tronco?
Si Hugo decía que no, dañaría la impresión que había causado.
—Gracias —dijo, mirando la cajetilla de Players Number 6—, pero todo lo que
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no sea Lambert & Butler me deja la garganta hecha una mierda durante horas. No te
lo tomes a mal.
Memoricé la respuesta de mi primo hasta la última letra. Qué manera de
escaquearse de fumar.
—Sí —dijo Grant Burch—. A mí me pasa con el negro sin boquilla.
Desde la barra nos llegó la voz de Isaac Pye:
—¡«No me apetece que me multen por conducir una nave espacial borracho»!
La madre de Dawn Madden se quedó mirando a mi primo a través del humo del
bar.
—¿Las tetas de esa tía son de verdad? —nos preguntó Hugo por lo bajinis—. ¿O
son dos cabezas de repuesto?
El señor Rhydd cubre los escaparates de su tienda con láminas adhesivas de
celofán amarillo para que no se le descolore el género expuesto (aunque lo único que
«expone» son pirámides de latas de peras en almíbar) y el resultado es que el interior
de la tienda parece una fotografía de la época victoriana. Hugo y yo leímos los
anuncios del tablón: cajas de Lego de segunda mano, gatitos recién nacidos en busca
de dueño, lavadoras como nuevas por 10 libras negociables y propaganda que juraba
y perjuraba que podías ganar un montón de dinero extra en tus ratos libres. Nada más
abrir la puerta te da un bofetón de olor a jabón, naranjas podridas y periódicos. En
una esquina está la cabina donde la señora Rhydd, que es la jefa de la sucursal de
correos, vende sellos y licencias caninas, aunque hoy no estaba porque era sábado. La
señora Rhydd tuvo que firmar la Ley de Secretos Oficiales pero parece bastante
normal. Hay un expositor de tarjetas de felicitación con fotos de hombres vestidos
como el príncipe Philip o pescando en un río que ponen «Feliz Día del Padre», y otras
de dedaleras en un jardín con la frase «Para mi querida abuela». Hay estantes con
sobres de pasta de letras, comida para perros y paquetes de pudín de arroz. Hay
bolsas de soldaditos de plástico y de dinero de juguete que nadie compra porque son
una mierda. Una máquina hace tarrinas de helado de colores chillones, pero ahora no
que estamos en marzo. Detrás del mostrador hay cigarrillos y estantes con botellas de
vino y cerveza. En los estantes más altos hay botes de pica-pica, caramelos de
Coca-cola, pastillas de leche de burra y caramelos de anís. Estos vienen en bolsas de
papel.
—¡Oh! —exclamó Hugo—. Qué emocionante. Me he muerto y he resucitado en
Harrods.
En ese preciso instante, Kate Alfrick, la mejor amiga de Julia, entró como Pedro
por su casa y llegó al mostrador a la vez que la madre de Robin South. La madre de
Robin South la dejó pasar primero porque Kate solo quería una botella de vino. Puede
comprar alcohol porque ya ha cumplido los dieciocho.
—Muchas gracias —dijo el señor Rhydd al devolverle el cambio—. ¿Hay
fiestecita?
—No exactamente —dijo Kate—. Es que mis padres vuelven mañana por la
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noche de Norfolk y se me ha ocurrido prepararles una cena para cuando lleguen. Esto
—dijo dando un golpecito a la botella— es la guinda del pastel.
—Estupendo —dijo el señor Rhydd—. Estupendo. A ver, señora South…
Kate pasó por delante de nosotros de camino a la puerta.
—Hola, Jason.
—Hola, Kate.
—Hola, Kate —dijo Hugo—. Yo soy su primo.
Kate se quedó mirándolo a través de sus gafas de secretaria rusa.
—El tal Hugo.
—Solo llevo tres horas en Black Swan Green —dijo Hugo tambaleándose en
broma— ¿y ya se habla de mí?
Le dije a Hugo que Kate era la chica a cuya casa Julia había ido a repasar.
—Ah, conque tú eres esa Kate —Hizo un gesto señalando el vino—.
¿Liebfraumilch?
—Sí —dijo Kate con una mueca en plan «¿y a ti qué te importa?»—.
Liebfraumilch.
—Un poco dulce. Tú pareces ser más seca. Más tipo Chardonnay.
(Los únicos vinos que conozco son tinto, blanco, rosado y espumoso).
—Quizá no sepas distinguir los tipos tan bien como tú te crees.
—Quizá, Kate —dijo Hugo peinándose con la mano—, quizá. Bueno, no
queremos robarte más tiempo, que tendréis mucho que repasar. Seguro que Julia y tú
estáis dale que te pego a los libros. Espero que volvamos a encontrarnos, algún día.
Kate sonrió con cara de pocos amigos.
—Yo que tú no pondría muchas esperanzas en ello.
—No, Kate, muchas no. Sería imprudente por mi parte. Pero la vida te da
sorpresas. Puede que aún sea joven, pero hasta ahí llego.
Al llegar a la puerta Kate miró hacia atrás.
Hugo tenía preparada una mueca de gallito como diciendo «¿lo ves?».
Kate salió de la tienda enfadada.
—Qué apetitosa —dijo Hugo.
Me recordó al tío Brian.
Mientras yo le pagaba el café al señor Rhydd, Hugo dijo:
—¿No me diga que eso de ahí arriba, en el último estante, es auténtico jengibre
escarchado?
—Por supuesto que sí, Azul —El señor Rhydd nos llama «Azul» a todos los
niños para no tener que aprenderse nuestros nombres. Se llevó el pañuelo a la
agrietada narizota y se sonó los mocos—. A la madre de la señora Yew le chiflaba y
yo siempre lo pedía por ella. La pobre falleció y ahí sigue el último tarro, casi sin
estrenar.
—Fascinante. A mi tía Drucilla, en cuya casa de Bath voy a pasar unos días, le
apasiona el jengibre escarchado. Me da pena que tenga que subir otra vez la escalera,
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pero…
—No pasa nada, Azul —el señor Rhydd se guardó el pañuelo en el bolsillo—,
para eso estamos.
Volvió a colocar la escalera, subió y estiró el brazo para coger el último tarro.
Hugo comprobó que no había nadie más en la tienda y, tras auparse sobre el
mostrador y meter la mano entre los peldaños de la escalera, a dos centímetros
escasos de los Hush Puppies del señor Rhydd, cogió una cajetilla de cigarrillos
Lambert & Butler y se bajó rápidamente.
Pasmado, le dije moviendo los labios: ¿Qué haces?
Hugo se guardó la cajetilla debajo de los pantalones.
—¿Te pasa algo, Jason?
El señor Rhydd agitó el tarro en nuestra dirección.
—¿Es esto, verdad, Azul?
Tenía los agujeros de la nariz repletos de pelos negros.
—Eso mismo, señor Rhydd —dijo Hugo.
—Estupendo.
Me estaba cagando de miedo.
En ese momento, mientras el señor Rhydd bajaba por la escalera, Hugo cogió dos
chocolatinas del expositor y me las metió en el bolsillo de la trenca. Si me hubiese
resistido o hubiese tratado de volver a dejarlas en su sitio, el señor Rhydd se habría
dado cuenta. Por si fuera poco, en lo que el señor Rhydd puso el pie en el suelo y se
volvía hacia nosotros, Hugo aprovechó para mangar un paquete de caramelos de
menta y metérmelo en el mismo bolsillo que las chocolatinas. El paquete crujió. El
señor Rhydd sacudió el polvo del tarro.
—¿Cuánto te pongo, Azul? ¿Cien gramos te va bien?
—Cien gramos me va de maravilla, señor Rhydd.
—¿Por qué has —el Ahorcado me bloqueó «mangado» y luego «robado», así que
tuve que recurrir a la horterada de «cholado»— cholado los trujas?
Quería alejarme de la escena del crimen lo más rápido posible, pero un tractor
había provocado un embotellamiento y tuvimos que esperar para cruzar.
—«Trujas» es lo que fuma la plebe; yo fumo cigarrillos. Y tampoco «cholo»
nada; yo «libero».
—Vale, pues ¿por qué has «liberado» los… —ahora no conseguía decir
«cigarrillos».
—¿Los qué? —me preguntó, metiéndome prisa.
—Los Lambert & Butler.
—Si te refieres a por qué he liberado los cigarrillos, te diré que porque fumar es
un placer sencillo, sin mayores efectos secundarios quitando el cáncer de pulmón y
las enfermedades coronarias, pero para entonces yo ya pienso llevar mucho tiempo
muerto. Si te refieres a por qué he escogido Lambert & Butler en particular, es porque
prefiero estar muerto antes de que me vean fumando cualquier otra cosa, salvo
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Passing Cloud, marca que, por supuesto, ese viejo patético no tiene a la venta en su
tienducha de pueblo.
Seguía sin entenderlo.
—Pero ¿no tienes dinero para pagarlos?
Eso le hizo gracia.
—¿Tengo yo pinta de no tener dinero?
—Entonces, ¿para qué arriesgarse?
—Porque nada sabe mejor que un cigarrillo liberado.
En ese momento supe cómo se había sentido la tía Alice en el garaje.
—Pero ¿por qué has cogido los caramelos de menta y las chocolatinas?
—Los caramelos de menta son un seguro contra el aliento a tabaco. Las
chocolatinas eran un seguro contra ti.
—¿Contra mí?
—Llevando encima material liberado, no se te ocurriría chivarte de nú, ¿a que no?
Un camión cisterna nos pasó a escasos centímetros, vomitando humo.
—Tampoco me he chivado antes, cuando has hecho llorar a Nigel.
—¿Hacer llorar a Nigel? ¿Quién ha hecho llorar a Nigel?
En ese momento me fijé en la casa de Kate Alfrick, o mejor dicho, en el MG gris
metalizado aparcado en la puerta. Cuando Kate llegó con la botella en la mano, le
abrió la puerta un chico que desde luego no era Julia. Entonces se movieron las
cortinas del piso de arriba.
—Eh, mira…
—Vamos a cruzar —Hugo avanzó hacia un hueco que se abrió en el tráfico—.
¿Que mire qué?
Cruzamos corriendo la carretera en dirección al sendero que lleva al estanque del
bosque.
—Nada.
—No, hombre, no, no lo cojas así, que pareces un nazi de película americana.
¡Relájate! Cógelo como si fuese una estilográfica. Eso es. Ahora, que se haga la luz…
—Mi primo se llevó la mano al bolsillo—. Ni que decir tiene que para impresionar a
los chochitos lo suyo sería un mechero, pero los mecheros pueden delatarte si el
típico Nigel fisgón te hurga en el bolsillo de la chaqueta. Así que para la lección de
hoy tendremos que apañarnos con unas cerillas.
Un sarpullido de ondas y remolinos crispaba la superficie del lago.
—No te he visto liberarlas en la tienda del señor Rhydd.
—Se las he quitado al macarra ese que me llamó «colega» en el pub.
—¿Le has robado las cerillas a Grant Burch?
—No pongas esa cara de susto. ¿Por qué iba «Grant Burch» a sospechar de mí?
Rechacé el cigarrillo asqueroso que me ofreció. Otro crimen perfecto.
Hugo encendió una cerilla, la cubrió con la mano ahuecada y se acercó hacia mí.
Una súbita racha de viento me arrancó el Lambert & Butler de los dedos. El
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cigarrillo se coló entre las rendijas del banco.
—Ay, mierda —dije, agachándome a recogerlo—. Joer.
—Coge otro y no digas «joer». Si de todas maneras voy a tener que donar los que
sobren a la madre naturaleza… —Mi primo me tendió la cajetilla—. Un traficante
inteligente nunca se arriesga a que lo pillen con nada encima.
Me quedé mirando el paquete.
—Hugo, te agradezco que… bueno, ya sabes, que me enseñes y tal, pero, si te
digo la verdad, no sé si…
—¡Jace! —Hugo se hizo el asombrado—. ¿No te irás a rajar ahora? Que yo sepa,
habíamos decidido librarte de esa vergonzosa virginidad…
—Sí… pero… hoy no.
El viento cargaba como un jabalí ciego contra los árboles temerosos.
—Conque «hoy no», ¿eh?
Asentí con la cabeza, con miedo de que se mosquease.
—Como quieras, Jace —Hugo puso la cara más dulce que pudo—. Después de
todo, somos amigos, ¿no? No voy a retorcerte el brazo para que hagas lo que no
quieres.
—Gracias.
De puro agradecido me sentía un imbécil.
—Pero —dijo encendiéndose el suyo—, tengo el deber de informarte de que no
se trataba simplemente de fumarse un cáncer con boquilla.
—¿A qué te refieres?
Hugo sonrió como si estuviese en uno de esos dilemas de ¿se lo digo o no se lo
digo?
—Venga. Dímelo.
—Te hace falta oír algunas verdades como puños, primo —dio una calada
profunda—, pero primero tienes que asegurarme una cosa: que sabes que te las digo
por tu bien.
—Vale. Lo… —el Ahorcado me bloqueó «sé»— entiendo.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Hugo tiene los ojos verdes o grises dependiendo del tiempo que haga.
—Esta actitud tuya de «hoy no» es un cáncer. Cáncer de personalidad. Te atrofia
y te impide crecer. Los demás niños lo notan y por eso te desprecian. Es por esa
actitud de «hoy no» por lo que esa chusma del pub te pone nervioso. Estoy seguro de
que es la causa de ese defecto del habla que tienes —Una bomba de vergüenza me
estalló en la cabeza—. El «hoy no» te condena a ser el perrito faldero de la autoridad,
de cualquier matón, de cualquier cantamañanas. Porque perciben que no les harás
frente. Ni hoy ni nunca. «Hoy no» es el esclavo ciego de cualquier regla de tres al
cuarto. Hasta de la regla que dice… —Hugo puso voz repipi— «¡No, fumar es malo!
¡No hagas caso al malvado de Hugo Lamb!». Jason, tienes que acabar con el «hoy
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no».
Era tan terriblemente cierto que apenas acerté a sonreír.
Entonces Hugo dijo:
—Yo antes era igual que tú, Jace. Igualito. Siempre asustado. Pero hay otra razón
por la que debes fumar este cigarrillo. No porque sea el primer paso para convertirte
en alguien que los soplapollas de tus compañeros de clase vayan a respetar en lugar
de atormentar. Ni porque un chaval con un cigarrillo de hombre resulte más atractivo
a las mujeres que un niño con un helado de cucurucho. Es por lo siguiente. Acércate,
que te lo voy a decir al oído —Hugo se acercó tanto que me rozó la oreja con los
labios y una corriente de 10 000 voltios me recorrió todo el sistema nervioso. Durante
un segundo tuve una visión de Hugo el Remero saliendo del agua sobre un fondo
borroso de ríos y catedrales, tensando y destensando los músculos bajo el chaleco, y
con todas sus novias en la orilla del río. Novias dispuestas a chuparle dónde él se lo
pidiera—. Si no acabas con ese rollo de «hoy no» —Hugo puso voz de tráiler de
película de miedo—, un día te despertarás, te mirarás al espejo… ¡y verás al tío Brian
y al tío Michael!
—Eso es… Aspira… Por la boca, no por la nariz.
Eché una bocanada de gas sucio.
Hugo se puso serio.
—¿No te lo has tragado, verdad que no, Jace?
Dije que no con la cabeza. Tenía ganas de escupir.
—Tienes que tragártelo, Jace. Hasta los pulmones. Si no, es como el sexo sin
orgasmo.
—Vale —No sé lo que es un orgasmo, pero bueno—. Está bien.
—Te voy a tapar la nariz —dijo Hugo— para que no me engañes —me pinzó la
nariz con los dedos—. Respira hondo, sin pasarte, y trágate el humo a la vez que el
aire —Entonces me cerró la boca con la otra mano. Hacía frío pero tenía las manos
calientes—. Uno, dos… ¡y tres!
El gas sucio me llenó los pulmones.
—Retenlo ahí dentro —me ordenó Hugo—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco y… —
me destapó la boca— fuera.
El humo salió como un genio de la lámpara.
—Y eso es todo —dijo Hugo.
Sabía asqueroso.
—No está mal.
—Ya te acostumbrarás. Termínatelo —Hugo se sentó en el respaldo del banco y
volvió a encenderse el suyo—. En lo referente al espectáculo acuático, este lago
vuestro no es que me emocione mucho que digamos. ¿Es aquí donde viven los
cisnes?
—En realidad no hay cisnes en Black Swan Green —La segunda calada fue tan
asquerosa como la primera—. Es una especie de chiste local. En enero el lago molaba
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un montón, eso sí. Se congeló entero y jugamos a bulldogs ingleses sobre hielo,
aunque luego me enteré de que unos veinte niños se han ahogado en este lago, a lo
largo de los años.
—No me extraña —dijo Hugo con un suspiro de hastío—. Si este pueblo no es el
culo del mundo, poco le falta. Estás un poco pálido, Jace.
—Estoy bien.
El primer torrente de vómito me arrancó un rugido —guuurrrrrr— y se esparció
por la hierba embarrada. Una papilla humeante con tropezones de gambas y
zanahoria. Me pringué un poco los dedos: estaba templada, como pudín de arroz
calentito. Había más en camino. Cerraba los ojos y lo único que veía era un cigarrillo
Lambert & Butler saliendo de la cajetilla, como en un anuncio. El segundo torrente
fue de un amarillo más mostaza. Me dejó boqueando en busca de aire fresco, como si
estuviese atrapado en una cámara estanca. Recé para que fuese el último. Entonces
vinieron tres minitorrentes más breves, unas papillas más brillantes y más dulces.
Debía de ser la tortilla noruega.
Dios.
Me lavé la mano manchada de pota en el lago y me sequé las lágrimas que me
había provocado el vómito. Qué vergüenza, Hugo tratando de enseñarme a ser como
él y yo incapaz de fumar un mísero cigarrillo.
—Lo siento —dije, secándome la boca—, lo siento de verdad.
Pero Hugo ni me miró.
Estaba retorcido en el banco, con la cara hacia el cielo.
Llorando de risa.
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El camino de herradura
Mi ojo se paseó por el póster de los peces negros que se transforman en cisnes
blancos, atravesó el mapa de la Tierra Media y tras rodear el marco de la puerta, se
introdujo entre las cortinas, teñidas de un malva encendido por el sol primaveral, y se
hundió en el pozo del resplandor.
Si escuchas con atención la respiración de las casas te vuelves ingrávido.
Pero remolonear en la cama no da tanto gusto cuando no hay nadie en pie, así que
me levanté. Las cortinas del descansillo seguían echadas porque cuando mi madre y
Julia salieron de casa rumbo a Londres todavía era de noche. Mi padre está de viaje,
otra de sus conferencias de fin de semana, no sé si en Newcastle under Lyme o en
Newcastle upon Tyne, el caso es que tenía toda la casa para mí solo.
Lo primero que hice fue mear con la puerta del cuarto de baño completamente
abierta. Luego fui a la habitación de Julia y puse su disco de Roxy Music. Si me viese
se pondría hecha una energúmena. Subí el volumen a tope. Mi padre se pondría tan
histérico que le estallaría la cabeza. Me tumbé en el sofá de rayas de Julia y me puse
a escuchar esa canción saltarina que se llama Virginia Plain. Con el dedo gordo del
pie toqueteé el móvil de conchitas que Kate Alfrick le regaló a mi hermana por su
cumpleaños hace un par de años. Solo porque podía. Después rebusqué en los cajones
de su cómoda para ver si encontraba un diario secreto, pero cuando vi una caja de
tampones me entró vergüenza y lo dejé.
En el despacho de mi padre hacía frío. Abrí los archivadores y aspiré el olor
metálico. (Después de la última visita del tío Brian ha aparecido un cartón de Benson
& Hedges comprado en una tienda libre de impuestos). Luego, mientras daba vueltas
en el sillón giratorio de mi padre, me acordé de que era 1 de abril, día de los
Inocentes, descolgué el teléfono y dije: «¿Oiga? ¿Craig Salt? Al habla Jason Taylor.
Mira, Salt, estás despedido. ¿Cómo que por qué? Pues por qué va a ser, porque eres
un gordo y un pintamonas. ¡Ponme ahora mismo con Ross Wilcox! ¿Wilcox? Soy
Jason Taylor. Mira, dentro de un rato se pasará por ahí el veterinario para sacrificarte
y que no sufras más. Adiós, cerdo. Asqueado de haberte conocido.»
En el dormitorio de mis padres, que es todo de color crema, me senté en el
tocador de mi madre, me puse el pelo de punta con su laca y me pinté una raya en la
cara como Adam Ant. Luego cogí su broche de ópalos y me lo llevé al ojo: miré
hacia el sol a través de él y vi colores secretos a los que nadie ha puesto nombre
jamás.
En el piso de abajo, un haz de luz procedente de una rendija entre las cortinas de
la cocina atravesaba una llave dorada y la siguiente nota:
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Toma ya. Mi propia llave. Seguro que lo decidió en el último momento.
Normalmente escondemos una de repuesto en una katiuska que hay en el garaje. Subí
corriendo a mi cuarto a por un llavero que un día me dio el tío Brian, uno de un
conejo con una pajarita negra. Me lo colgué de una trabilla y bajé deslizándome por
el pasamanos. Desayuné tarta de jengibre y un cóctel de leche, Coca-cola y cacao. No
estaba mal. ¡Pero que nada mal! Cada hora de este día es un bombón que está
esperando dentro de la caja a que llegue yo y me lo coma. Cambié el dial del
transistor de la cocina de Radio 4 a Radio 1. Estaba sonando esa canción tan guay de
Men At Work, la de la flauta polvorienta. Me comí tres bizcochitos de chocolate del
Marks & Spencer directamente del paquete. Bandadas de aves migratorias cruzaban
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el cielo en formación de uve y unas nubes con forma de sirena se alejaban por encima
de los campos, del árbol del gallo, de las colinas Malvern. Dios, qué ganas de correr
detrás de ellas.
¿Qué me impedía hacerlo?
El señor Castle, calzado con un par de katiuskas, lavaba su Vauxhall Viva con una
manguera. Tenía la puerta de casa abierta, pero el recibidor estaba completamente
oscuro. Puede que la señora Castle estuviese en esa oscuridad, observándome. Casi
nunca se le ve el pelo. Mi madre la llama «esa pobre mujer» y dice que está enferma
de los nervios. ¿Será contagioso eso de los nervios? No me apetecía empañar una
mañana tan radiante con un tartamudeo, así que traté de pasar de largo sin que me
viera el señor Castlell.
—¡Muy buenas, jovencito!
—Buenos días, señor Castle —respondí.
—¿Vas a algún sitio en especial?
Dije que no con la cabeza. El señor Castle me pone nervioso, no sé por qué. Una
vez oí a mi padre contarle al tío Brian que es un masón, algo que tiene que ver con
brujería y pentagramas.
—Hace un día muy… —el Ahorcado me bloqueó «bueno»— muy… agradable,
así que…
—Oh, ya lo creo. ¡Ya lo creo!
Por el parabrisas del coche caían chorros de luz solar.
—Oye, Jason, ¿cuántos años tienes ya?
Me lo preguntó como si llevase días discutiendo el tema con un comité de
expertos.
—Trece.
Me figuré que pensaba que todavía tenía doce.
—¿Trece ya? ¿En serio?
—Trece.
—Trece —Me atravesó con la mirada—. Menudo vejestorio.
El puentecillo que hay en la entrada de nuestra calle es el inicio del camino de
herradura. Así lo anuncia un letrero que pone camino público con un dibujo de un
caballo. Lo que ya no está tan claro es dónde termina oficialmente. El señor
Broadwas dice que se pierde en el bosque de Red Earl. Pete Redmarley y Nick Yew
dicen que una vez fueron a cazar conejos con sus hurones por el camino de herradura
y que está cortado por una urbanización nueva en Malvern Wells. Pero lo mejor es el
rumor de que llega hasta el pie de Pinnacle Hill, y que, una vez allí, si te adentras con
cuidado entre las zarzas, la hiedra oscura y los espinos traicioneros, encuentras la
entrada de un viejo túnel. Y si recorres el túnel hasta el final, apareces en
Herefordshire, cerca del obelisco. Nadie ha encontrado la entrada desde ni se sabe;
quien la descubriese saldría en la portada de la Gaceta de Malvern. ¿A que molaría
encontrarla?
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Decidí recorrer el misterioso camino de herradura hasta el final, terminase donde
terminase.
El primer tramo no tiene nada de misterioso. Todos los niños del pueblo lo hemos
recorrido un millón de veces. Pasa por delante de unos cuantos jardines traseros hasta
llegar al campo de fútbol, nada más. En realidad el campo de fútbol es un
descampado que hay detrás de la casa social del pueblo y que pertenece al padre de
Gilbert Swinyard. Cuando el señor Swinyard no saca a pastar sus ovejas, nos deja que
juguemos ahí. Hacemos las porterías con los abrigos y pasamos totalmente de los
saques de banda. El tanteo es tan abultado como el del rugby y los partidos pueden
durar horas, hasta que el penúltimo niño se va a su casa. A veces vienen en bicicleta
todos los de Welland y Castlemorton y se apuntan a jugar y entonces los partidos son
más bien batallas campales.
Hoy no había ni un alma en el campo de fútbol, solo yo. Lo más seguro es que
más tarde se organizase un partidillo. Ninguno de los jugadores sabría que Jason
Taylor ya había estado allí antes que ellos. Para entonces me encontraría a campos y
campos de distancia, a lo mejor en las profundidades de las colinas Malvern.
Unas moscas grasientas se daban un festín de boñigas de color curry.
Las ramitas de los setos rezumaban hojas nuevas.
El aire, espeso de polen, parecía caramelo líquido.
Ya en el bosquecillo, el camino desembocaba en una pista llena de cráteres
lunares. Los árboles se entrelazaban en lo alto de tal forma que solo dejaban ver
retazos y bucles de cielo. Estaba oscuro y sentí frío. Pensé si no debería haber cogido
la trenca. Después de bajar una hondonada y tomar una curva me encontré con una
cabaña con el tejado de paja y las paredes hechas de ladrillos tiznados y troncos
retorcidos. Bajo los aleros bullían unos vencejos. «Privado», decía un letrero colgado
en la puerta de tablones, justo donde suele ir el nombre de los residentes. El jardín
estaba lleno de flores recién nacidas de color gominola. Me pareció oír unas tijeras. Y
un poema, filtrándose por las rendijas. Me quedé escuchando, un minuto nada más,
como un pájaro hambriento al acecho de lombrices.
O dos minutos. O tres.
Unos perros se lanzaron a por mí.
Yo me lancé hacia atrás y me caí de culo en mitad del camino.
La puerta de la valla crujió pero, gracias a Dios, no llegó a abrirse.
Dos dóbermans, no, tres dóbermans, de pie sobre las patas traseras, embestían
contra la puerta y la aporreaban ladrando enloquecidos. Me levanté pero daba igual:
seguían siendo tan altos como yo. Debería haberme largado cuando todavía estaba a
tiempo, pero los perros tenían colmillos prehistóricos y ojos rabiosos, lenguas como
longanizas y cadenas de acero alrededor del cuello. Debajo de aquellas pieles de
gamuza rojizas y negras como el betún no solo había cuerpos de perro, sino también
algo más, algo que sentía la necesidad de matar.
Estaba muerto de miedo pero no podía dejar de mirarlos.
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Entonces me atizaron un puntillazo justo en ese hueso que es el muñón de un
rabo.
—¡Estás azuzando a mis pequeños!
Me giré rápidamente. Era un señor con los labios llenos de bultos y un mechón
blanco en mitad del pelo negro que parecía una cagada de pájaro repeinada. Llevaba
un bastón lo bastante sólido como para romper un cráneo.
—¡Estás azuzándolos!
Tragué saliva. En el camino de herradura rigen otras leyes que en las carreteras
principales.
—Y a mí eso no me gusta —Miró a los dóbermans—. ¡A callar!
Los perros dejaron de ladrar y bajaron de la valla.
—Qué valiente eres —el hombre se me quedó mirando un poco más—, azuzando
a mis pequeños desde este lado de la valla.
—Son unos animales… preciosos.
—¿Ah, sí? Pues como los suelte, te hacen picadillo en un minuto. ¿Te seguirían
pareciendo unos animales preciosos?
—Supongo que no.
—Supones que no. ¿Vives en las casas nuevas, verdad?
Asentí con la cabeza.
—Lo sabía. Los chicos del pueblo respetan más a mis pequeños que vosotros los
de ciudad. Llegáis aquí, os entrometéis en todas partes, dejáis las puertas abiertas,
plantáis vuestras mansioncitas de juguete en terrenos que llevábamos cultivando
generaciones y generaciones. Solo de mirarte me pongo enfermo.
—No quería molestar a nadie. En serio.
Meneó el bastón.
—Vete a tomar por culo de aquí.
Eché a andar a paso ligero, sin mirar atrás más que una sola vez.
El señor seguía mirándome fijamente.
Deprisa, me aconsejó el Gemelo Nonato. ¡Corre!
Cuando vi que abría la puerta me quedé helado. El gesto que hizo con la mano fue
casi amistoso.
—¡A POR ÉL, PEQUEÑOS!
Los tres dóbermans venían galopando a por mí.
Eché a correr a toda pastilla pero sabía que un niño de trece años no corre más
que tres dóbermans rabiosos. Tras unos compases de pisadas almohadilladas, me
tropecé con un surco, el suelo desapareció bajo mis pies y vi de refilón el lomo de un
perro saltando. Chillé como una niña, me hice una bola y me quedé esperando a que
esos tres asesinos me clavasen los colmillos en los costados y en los tobillos y me
llenasen de babas y me desgarrasen y me destripasen y me arrancasen el escroto y el
hígado y el corazón y los pulmones.
Un cuco cantó muy cerca de mí. ¿Cuánto tiempo había pasado, un minuto?
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Abrí los ojos y levanté la cabeza.
Ni rastro de los perros ni del amo.
Una mariposa extranjera abrió y cerró las alas, a escasos centímetros de mí. Me
puse en pie cautelosamente.
Tenía un par de moratones de campeonato y seguía con el pulso a mil por hora,
pero por lo demás estaba bien.
Bien, pero amargado. El dueño de los perros me había despreciado por no ser de
aquí. Me había despreciado por vivir en Kingfisher Meadows. Con esa clase de odio
no se puede discutir. Sería como discutir con tres dóbermans enloquecidos.
Seguí por el camino de herradura y salí del bosquecillo.
Las telarañas cubiertas de rocío vibraban y se rompían en mi cara.
El prado estaba lleno de ovejas recelosas y corderitos recién nacidos. Los
corderitos se me acercaban dando saltitos y haciendo ruiditos como un Fiat Noddy,
esa birria de coche. Estaban encantados de verme los muy tontorrones. La amargura
que me habían provocado los dóbermans y su amo empezaba a diluirse, por lo menos
un poco. Dos de las madres se acercaron desconfiadas. Menos mal que las ovejas no
saben por qué el pastor es tan amable con ellas. (Los humanos también tenemos que
estar atentos ante cualquier muestra de amabilidad desinteresada. Nunca es
desinteresada y el interés que esconde no suele ser nada amable).
Total, que ya iba por la mitad del prado cuando divisé a tres niños en el terraplén
de la vieja vía de ferrocarril. Estaban sentados en el tronco hueco, junto al puente de
ladrillos. Ellos ya me habían visto a mí, y si cambiaba de rumbo se darían cuenta de
que era por miedo a encontrármelos, así que enfilé hacia ellos. Fui masticando un
chicle que me encontré en el bolsillo y de vez en cuando daba una patada a un cardo
para hacerme el duro.
Menos mal que no se me ocurrió desviarme. Los tres niños eran Grant Burch, su
esclavo Philip Phelps y Hormiguita, y estaban fumándose un cigarrillo entre los tres.
Del interior del tronco salieron Darren Croome, Dean Lerdell y Cagón.
Grant Burch me saludó desde lo alto:
—¿Qué pasa, Taylor?
—¿Vienes a ver la pelea? —me preguntó Phelps.
Cuando llegué al pie del terraplén dije:
—¿Qué pelea?
—Yo —dijo Grant Burch tapándose un agujero de la nariz y disparando un
proyectil de moco caliente por el otro— contra Ross Ladilla Wilcox Tercero.
Buenas noticias.
—¿Y por qué es la pelea?
—Ayer por la tarde estábamos yo y Swinyard jugando al Asteroides en el Black
Swan, ¿vale?, y de repente llega Wilcox haciéndose el duro y, sin decir ni mu, va y
me echa el cigarrillo en el vaso de clara. ¡Me quedé flipando! Le digo: «¿Eso ha sido
aposta?» y se pone: «¿A ti qué te parece?», y le digo: «Te vas a arrepentir de eso, cara
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coño».
—¡Genial! —exclamó Phelps sonriendo de oreja a oreja—. ¡Cara coño!
—Phelps —dijo Grant Burch con cara de pocos amigos—, no me interrumpas
cuando estoy hablando.
—Perdona, Grant.
—Bueno, pues eso, que le digo: «Te vas a arrepentir de eso, cara coño» y coge y
me dice: «Habrá que verlo» y yo cojo y le digo: «¿Quieres salir a la calle?», y coge y
me dice: «Lo sabía, escoges un sitio donde Isaac Pye pueda salir a defenderte». «Muy
bien, gilipollas», le digo yo, «di tú dónde» y va y me dice: «Mañana por la mañana.
En el tronco hueco. A las nueve y media», y yo le digo: «Ve llamando a la
ambulancia, comemierda. Allí estaré» y él dice «Vale» y se pira.
Hormiguita dijo:
—Wilcox está loco. Lo vas a brear, Grant.
—Sí —dijo Darren Croome—. Está clarísimo.
Buenísimas noticias. Ross Wilcox está montando una especie de pandilla en el
colé y ya me ha dejado clarísimo que me tiene manía. Grant Burch es uno de los
chicos más duros de séptimo. Wilcox se va a llevar una paliza y quedará como un
fracasado y un leproso.
¿Qué hora es, Phelps?
Phelps se miró el reloj.
—Las diez menos cuarto, Grant.
Hormiguita dijo:
—Se ha rajado, fijo.
Grant Burch volvió a echar un lapo.
Esperamos hasta las diez. Si no llega, vamos a buscarlo a Wellington Gardens. De
mí no se chulea nadie.
Phelps dijo:
—¿Y su padre, Grant?
—¿Qué pasa con su padre, Phelps?
¿No mandó a su madre al hospital?
No me da miedo un mecánico ladrón. Dame otro cigarrillo.
—Solo me queda negro —farfulló Phelps—. Perdona, Grant.
—¿Negro?
—Es lo único que tenía mi madre en el bolso. Lo siento.
—¿Y los John Player de tu viejo?
—Es que no le quedaban.
—¡Joder! Anda, venga, dame el negro. ¿Quieres un truja, Taylor?
—«He dejado de fumar» —dijo Hormiguita con retintín—. ¿A que sí, Taylor?
—Pero he vuelto —le dije a Grant Burch mientras trepaba por el terraplén.
Dean Lerdell me ayudó a pasar por encima del borde embarrado.
—¿Todo bien?
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—Todo bien —le respondí.
—¡YUJUUU! —Cagón estaba sentado a caballo en el tronco hueco y se azotaba
en su propio culo con una rama flexible—. ¡Vamos a darle de hostias hasta en el cielo
de la boca!
Seguro que lo había oído en la tele.
Un niño de rango intermedio como yo no debe rechazar una invitación de un
chico mayor como Grant Burch. Cogí el pitillo como me enseñó mi primo e hice que
le daba una buena calada. (En realidad no me tragué el humo). Hormiguita estaba
deseando que me diese un ataque de tos y vomitase hasta las tripas, pero me limité a
echar el humo como ya había hecho un millón de veces, y le pasé el cigarro a Darren
Croome. (¿Cómo es posible que algo tan prohibido como fumar sepa tan asqueroso?).
Miré con disimulo a Grant Burch para ver si lo había impresionado pero estaba
mirando hacia la valla que hay junto a la iglesia de Saint Gabriel.
—Hablando del rey de Roma.
Los púgiles se estudiaban delante del tronco hueco. Grant Burch le saca cuatro o
cinco centímetros a Ross Wilcox, pero Ross Wilcox está más cachas. Había venido
acompañado de dos padrinos, Wayne Nashend y Gary Drake. Wayne Nashend solía
ser punk, luego se hizo Nuevo Romántico y ahora es mod de pura cepa, pero lo que
es, por encima de todo, es gilipollas. Gary Drake, en cambio, no tiene un pelo de
tonto. Está en mi clase, pero como es el primo de Ross Wilcox, no se separan ni a sol
ni a sombra.
—Vete corriendo con tu mamá —le dijo Grant Burch— ahora que todavía estás a
tiempo —Eso fue un golpe bajo, porque todo el mundo sabe lo de la madre de Ross
Wilcox.
Ross Wilcox le escupió en las zapatillas.
—Oblígame tú.
Grant Burch miró el gargajo que tenía en las zapatillas.
—Vas a limpiarme eso con la puta lengua, cara coño.
—Eso habrá que verlo.
—Tú no vas a ver nada porque te voy a sacar los ojos.
—Mira cómo tiemblo, Burch.
El odio huele a petardos quemados.
Las peleas en el colegio son superdivertidas. Todos gritamos
«¡peleeeaaaaaaaaaaa!» y corremos hacia el epicentro. El señor Carver o el señor
Whitlock se abren paso a empujones entre el corro de espectadores. Pero la pelea de
esta mañana era más despiadada. Mi propio cuerpo se encogía involuntariamente ante
aquellos puñetazos, como cuando ves por la tele a un saltador de altura en acción y la
pierna se te sube sola. Grant Burch le hizo un rápido placaje a Ross Wilcox.
Ross Wilcox le dio un puñetazo más bien flojo pero tuvo que hacer un escorzo
para no caerse.
Grant Burch lo agarró de la garganta.
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—¡Hijo de puta!
Ross Wilcox también lo agarró de la garganta.
—¡Hijo de puta tú!
Ross Wilcox le atizó un puñetazo en la cabeza. Eso tuvo que doler. Grant Burch
le hizo una llave de cabeza. Eso tuvo que doler mucho. Ross Wilcox se balanceaba a
un lado y a otro pero Grant Burch no lograba tumbarlo, así que le dio un puñetazo en
la cara. Ross Wilcox logró retorcerle la mano hacia arriba y hundirle los dedos en la
cara.
Grant Burch empujó a Ross Wilcox y le dio una patada en las costillas.
Acto seguido entrechocaron las cabezas, como dos carneros. Forcejeaban
enganchados, gruñendo y rechinando los dientes.
De la nariz de Grant Burch surgió un hilo de color carmesí que manchó la cara de
Ross Wilcox.
Ross Wilcox trató de zancadillear a Grant Burch.
Grant Burch contrazancadilleó a Ross Wilcox.
Ross Wilcox contra-contra-zancadilleó a Grant Burch.
A estas alturas, trastabillándose sobre tres patas, se hallaban ya junto a la orilla
del terraplén.
—¡Cuidado! —gritó Gary Drake—. ¡Que te vas a caer! Enzarzados sin tregua, se
tambalearon, se aferraron, perdieron el equilibrio.
Y se despeñaron.
Al pie del terraplén, Ross Wilcox ya había conseguido levantarse. Grant Burch
estaba sentado, sujetándose la mano derecha con la izquierda y con los ojos
entrecerrados del dolor. Mierda, dije para mis adentros. Una mezcla de sangre y tierra
cubría la cara de Grant Burch.
—¿Qué? —se burló Ross Wilcox—. ¿Ya has tenido bastante, no?
—¡Me he jodido la muñeca, gilipollas! —gritó Grant Burch con la cara crispada.
Ross Wilcox echó un lapo como si tal cosa.
—Me parece que has perdido, ¿no?
—¡No he perdido, gilipollas de mierda, hemos empatado!
Ross Wilcox miró todo sonriente a Gary Drake y Wayne Nashend.
—¡Grant Cara Cono Burch dice que hemos empatado! Bueno, pues vamos con el
segundo asalto, entonces, ¿no? Para deshacer el empate, ¿no?
La única esperanza de Grant Burch era presentar su derrota como un accidente.
—Sí, claro, Wilcox. Con la muñeca rota, no te jode.
—¿Quieres que te rompa la otra?
—¿Te crees muy duro, verdad? —Grant Burch consiguió ponerse en pie—.
¡Phelps! ¡Vámonos!
—Claro, claro, te vas corriendo. A casita con tu mamá.
Grant Burch no se atrevió a responder: Por lo menos yo tengo una. En lugar de
eso, fulminó con la mirada a su esclavo, que estaba lívido y petrificado.
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—¡Phelps! ¿Qué te acabo de decir, sordo de mierda? ¡vámonos!
Philip Phelps reaccionó sobresaltado y bajó el terraplén resbalando de culo. Pero
Ross Wilcox le cerró el camino.
—¿No estás harto de que este imbécil te ande siempre mandoneando, Phil? No es
tu dueño. Puedes mandarlo a tomar por culo. ¿Qué te va a hacer?
Grant Burch gritó:
—¡PHELPS! ¡NO te lo voy a repetir!
Phelps se lo pensó por un momento, estoy seguro, pero terminó esquivando a
Ross Wilcox y corriendo atrás de su amo. Con la mano buena Grant Burch le hizo un
corte de mangas a Ross Wilcox por encima del hombro.
—¡Hey! —Ross Wilcox cogió un terrón de tierra—. ¡Que os olvidáis del
desayuno, julandrones!
Grant Burch debió de prohibirle a Phelps que se diese la vuelta.
La trayectoria del proyectil de barro parecía perfecta.
Y lo era. Impacto de lleno en el cogote de Phelps.
Ross Wilcox se había jugado el todo por el todo con aquella pelea pero le salió de
maravilla. La cabellera de Burch lo convierte en el chico más duro de sexto. Seguro
que los Espectros lo invitan a formar parte de la banda. Se sentó en el tronco hueco
como si fuese su trono. Hormiguita dijo:
—¡Sabía que podrías con Grant Burch, Ross!
—Yo también —dijo Darren Croome—. Lo veníamos comentando por el camino.
Hormiguita sacó una cajetilla de John Player.
—¿Un cigarro?
Ross Wilcox agarró el paquete entero.
Hormiguita parecía encantado de la vida.
—¿Dónde te han hecho el agujero de la oreja, Ross?
—Me lo he hecho yo solo. Con una aguja y una vela para desinfectarla. Duele que
te cagas pero está chupado.
Gary Drake encendió una cerilla en la corteza del tronco.
—Vosotros dos… —Wayne Nashend nos miró a Dean Lerdell y a mí con los ojos
entrecerrados—. Habéis venido con Grant Burch, ¿verdad?
—Yo ni sabía que había una pelea —dijo Dean Lerdell—. Estoy yendo a White
Leaved Oak, a casa de mi abuela.
—¿Andando? —dijo Hormiguita con gesto extrañado—. White Leaved Oak está
al otro lado de las Malvern. Vas a tardar un siglo. ¿Por qué no te lleva tu viejo en
coche?
Lerdell parecía avergonzado.
—Porque está malo.
—Ha vuelto a salir de parranda —dijo Wayne Nashend—, ¿verdad?
Lerdell miró hacia abajo.
—¿Y por qué no te lleva tu madre?
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—Porque tiene que cuidar de mi padre.
—¿Y tú, Jason Taylor —Gary Drake tiene una lengua viperina—, presidente de la
Asociación de Chupaculos de Grant Burch? ¿Qué haces aquí?
No podía decir que estaba dando un paseo porque eso es de maricas.
—¡Yujuuuuuu! —Cagón estaba sentado a caballo en una rama del tronco hueco y
se azotaba en su propio culo con una rama flexible—. ¡Vamos a darle de hostias hasta
en el cielo de la boca!
Darren Croome echó un escupitajo.
—Estás para que te encierren en el manicomio de Malvern.
—¿Y bien, Taylor? —dijo Ross Wilcox, que no se distrae tan fácilmente.
Escupí el chicle. Necesitaba urgentemente una excusa. El Ahorcado me agarraba
de la lengua y todas las letras del alfabeto eran una trampa.
—Viene conmigo a casa de mi abuela —dijo Dean Lerdell.
—No nos habías dicho eso, Taylor —me acusó Hormiguita—, antes de que Ross
le diera una paliza a esa cagarruta de Burch.
—Tampoco me lo preguntaste —acerté a decir.
—Habíamos quedado en encontrarnos aquí —dijo Lerdell mientras echaba a
andar—. Lo teníamos previsto. Se viene a casa de mi abuela. Vamos, Jason, que se
hace tarde.
La plantación de árboles de Navidad estaba tan oscura como un eclipse y apestaba
a lejía. Un ejército de árboles en filas y columnas infinitas. Nubes de moscas, tan
minúsculas como comas, se nos metían en los ojos y en la nariz. Debería haberle
dado las gracias a Lerdell por el cable que me había echado en el tronco hueco, pero
eso sería reconocer que lo necesitaba desesperadamente. En vez de eso, le conté lo de
los dóbermans. Pero no le pilló de nuevas.
—¿Ah, Kit Harris? Lo conozco muy bien. Se ha divorciado tres veces de la
misma mujer. Debe de estar como una cabra la pobre. Kit Harris solo ama una cosa:
los perros. Aunque parezca mentira, es profesor.
—¿Profesor? Pero si es un psicópata.
—Como lo oyes. En un reformatorio que hay cerca de Pershore. Lo llaman
«Tejón» por el mechón de pelo blanco. Claro que nadie se lo llama a la cara. Una vez
uno de los chicos del reformatorio se cagó en el capó de su coche. ¿A que no adivinas
cómo se enteró Tejón de quién había sido?
—¿Cómo?
—Cogiendo a todos los niños y metiéndoles agujas de bambú debajo de las uñas,
uno por uno, hasta que alguien se chivó.
—¡Anda ya!
—Te lo juro por Dios. Me lo contó mi hermana Kelly. La disciplina en los
reformatorios es más rígida, por eso son reformatorios. En un principio Tejón trató de
que expulsaran al culpable, pero el director se negó porque si te expulsan del
reformatorio vas directo a la cárcel. Así que unas semanas después Tejón organizó un
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juego táctico en Bredon Hill. De noche.
—¿Qué es un juego táctico?
—Un juego militar, como un juego de guerra. Los boy-scouts también juegan. Un
equipo tiene que capturar la bandera del otro, ese rollo. Bueno, el caso es que a la
mañana siguiente el niño que se cagó en el coche de Tejón había desaparecido.
—¿Adónde?
—¡Pues ahí está! El director avisó a la interpol y tal, el chaval se había escapado
aprovechando el juego, es lo más normal del mundo en los reformatorios. Pero Kelly
se enteró de la verdad. Eso sí, me tienes que jurar sobre tu propia tumba que no se lo
vas a decir a nadie.
—Te lo juro.
—Sobre tu propia tumba.
—Te lo juro sobre mi propia tumba.
—Kelly estaba un día en la tienda del señor Rhydd cuando de repente entra Tejón.
Eso fue tres semanas después de la desaparición del chaval, ¿vale? Bueno. Tejón
compra pan y otras cosas, y ya se estaba yendo cuando el señor Rhydd le pregunta:
«¿Y la comida de sus perros, señor Harris?». Y Tejón va y le contesta: «Los tengo a
dieta, señor Rhydd». Así, todo diabólico: «Los tengo a dieta». Entonces, cuando ya se
había ido, Kelly oyó al señor Rhydd contándole a la vieja de Pete Redmarley que
hacía tres semanas que Tejón no compraba latas de comida para perros.
—Ah —dije, sin terminar de captarlo.
—No hace falta ser un genio para darse cuenta de qué es lo que los dóbermans de
Tejón llevaban tres semanas comiendo, ¿verdad?
—¿El qué?
—¡Pues el cadáver del niño desaparecido!
—Dios mío —me dio un escalofrío.
—Así que si lo único que te ha hecho Tejón ha sido acojonarte de miedo —
Lerdell me dio una palmada en el hombro— puedes dar las gracias.
Una acequia guarrindonga había inundado el camino y tuvimos que coger
carrerilla para saltarla. Mi condición atlética, superior a la de Lerdell, me permitió
superar el obstáculo. Lerdell se caló un pie hasta el tobillo.
—¿Adónde estabas yendo, Jace?
El Ahorcado me bloqueó «por ahí».
—A ningún sitio. A dar una vuelta.
La zapatilla de Lerdell le pedorreaba al andar.
—A algún sitio debías de ir.
—Bueno —confesé—, he oído que el camino de herradura lleva hasta un túnel
que atraviesa las Malvern. Se me ocurrió ir a echar un vistazo.
—¿Al túnel? —Lerdell paró en seco y me dio un manotazo en el brazo en señal
de incredulidad—. ¡Pero si yo también voy allí!
—¿Y lo de ir a casa de tu abuela en White Lead Oak?
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—Es que pensaba ir por el túnel perdido, ¿entiendes? El que construyeron los
romanos para invadir Hereford.
—¿Los romanos? ¿Túneles?
—¿Cómo si no te crees que echaron a los puñeteros vikingos? He investigado el
tema, para que te enteres. Me he traído una linterna y un rollo de cuerda y todo. Hay
tres túneles que atraviesan las Malvern. El primero es el que excavó la compañía de
ferrocarril para el tren a Hereford. Está embrujado con el fantasma de un ingeniero
vestido con un mono naranja a rayas negras que se aparece donde lo pilló el tren. El
segundo es el del Ministerio de Defensa.
—¿El qué?
—El túnel que construyó el Ministerio de Defensa como refugio nuclear. La
entrada está en el departamento de jardinería de los almacenes Woolworths de Great
Malvern. La pura verdad. Una de las paredes es un muro falso que oculta una puerta
acorazada, como las de los bancos. Cuando suene la alarma de ataque nuclear, la
policía militar recogerá a todos los funcionarios del Ministerio de Defensa que
trabajan en el Instituto de Señales y Radar de Malvern y se los llevará al Woolworths.
Al alcalde y a los concejales de Malvern también los dejarán entrar, y al gerente y al
subgerente del Woolworths. Por último, la policía militar, que habrá mantenido
alejados a punta de pistola todos los clientes histéricos, también entrará y se llevarán
a una o dos de las dependientas más guapas para reproducirse con ellas. Con lo cual
mi hermana está descartada, ¿no te parece? Entonces cerrarán la puerta y todos los
demás saltaremos en pedacitos.
—Todo esto no te lo habrá contado Kelly, ¿verdad?
—No, fue el tío que le vende a mi padre el abono de caballo para el jardín. Tiene
un amigo que trabaja en la cafetería del Instituto de Señales y Radar.
Entonces tenía que ser verdad.
—Caray.
En un remolino de agujas de pino color caqui me pareció ver unas antas de
ciervo, como las de Herne el Cazador. Pero era una rama.
—Supongo que deberíamos unirnos —dije—. Para encontrar el tercer túnel. El
túnel perdido.
Lerdell fue a darle una patada a una piña pero falló.
—Pero ¿quién hace la entrevista con la Gaceta de Malvern?
Yo le di de lleno y la mandé rodando camino adelante.
—Los dos.
Correr a toda velocidad por un campo de margaritas con los ojos fijos en el suelo
es alucinante. Estrellas con pétalos y amapolas como cometas surcan un universo
verde. Lerdell y yo llegamos al granero que había en el otro extremo, mareados por el
viaje intergaláctico. Yo me reía más que él porque su zapatilla seca ya no estaba seca
sino reluciente de mierda de vaca. Unas balas de paja formaban una rampa hasta el
tejado de metal y allí subimos. El árbol con forma de gallo que se ve desde mi
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habitación ya no corría de izquierda a derecha sino de derecha a izquierda.
—Este granero es un buen emplazamiento para un nido de ametralladoras —dije,
exhibiendo mis conocimientos militares.
Lerdell se quitó la zapatilla bañada en mierda y se tumbó boca arriba.
Yo también me tumbé. La chapa oxidada estaba tan caliente como un bizcocho
recién salido del horno.
—Esto es vida —suspiró Lerdell pasados unos segundos.
—Ya puedes decirlo bien alto —dije yo pasados unos segundos.
—¡Esto es vida! —gritó Lerdell al instante.
Lo sabía.
—Qué original.
En los campos que se extendían detrás de nosotros balaban ovejas y corderitos.
En los campos que se extendían delante de nosotros ronroneaba un tractor.
—¿Tu viejo nunca se emborracha? —preguntó Lerdell.
Si decía que sí, estaría mintiendo, pero si decía que no, quedaría como un moña.
—Se toma un par de copas cuando viene mi tío Brian.
—No me refiero a un par de copas, me refiero a si nunca se pilla tal cogorza que
no puede ni hablar.
—No.
Ese «no» convirtió el metro que nos separaba en un kilómetro.
—No —Lerdell tenía los ojos cerrados—. Tu padre no tiene pinta de eso.
—El tuyo tampoco. Es muy simpático y muy gracioso…
Un avión destelló como una gota de mercurio en lo alto del cielo azul oscuro.
—Maxine siempre dice lo mismo: «Ya está papá poniéndose siniestro», y tiene
razón, se pone siniestro. Empieza con unas pocas latas, ¿sabes?, y va levantando la
voz y contando unos chistes malísimos de los que tenemos que reírnos sin ganas.
Luego se pone a gritar y tal. Los vecinos aporrean las paredes para protestar y mi
padre responde aporreando más fuerte y poniéndoles a parir. Entonces se encierra en
su cuarto pero allí también tiene botellas. Oímos cómo las estrella contra el suelo, una
a una. Después duerme la mona y cuando se despierta, todo arrepentido, empieza:
«No vuelvo a beber una gota, de verdad…». Eso es casi peor… Es como si una
mierdecilla de hombre llorica y asqueroso sustituyese a mi padre durante las
borracheras y solamente yo, y mi madre y Kelly y Rally y Max, supiésemos que no es
él. La gente no se da cuenta, ¿entiendes?, todo el mundo dice: «Ahí está Frank
Lerdell mostrando su verdadera cara». Pero no es él —Lerdell me miró negando con
la cabeza—. Bueno, sí. Bueno, no. Bueno, sí. Bueno, no. ¡Yo qué sé!
Pasó un minuto terrible.
El color verde está hecho de azul y de amarillo, nada más, pero cuando miras una
cosa verde, ¿dónde están el azul y el amarillo? Lo del padre de Lerdell es algo
parecido. En realidad, todo el mundo y todas las cosas son un poco así. Pero
explicárselo a Lerdell habría estropeado más la situación.
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—¿Te apetece una botella fresquita de Woodpecker? —dijo Lerdell.
—¿Sidra? ¿Has traído sidra?
—No, mi padre se la ha bebido toda, pero —se hurgó en el bolsillo— tengo una
lata de Irn Bru.
El Irn Bru sabe a chicle con burbujas, pero acepté un trago porque no me había
llevado nada de beber y más vale Irn Bru que nada. Me había imaginado que
encontraría manantiales de agua fresca por el camino, pero hasta entonces lo único
que había visto era aquella acequia guarrindonga.
El Irn Bru le estalló en la mano como una granada.
—¡Mierda!
—Cuidado, tío, que lo derramas todo.
—¡Ni de coña!
Me dejó beber a mí primero mientras se chupaba la mano. A cambio, le di un
poco de chocolatina. Se había salido del envoltorio pero le quitamos las pelusas del
bolsillo y no sabía mal. Me dio un ataque de alergia y estornudé diez o veinte veces
en un pañuelo churretoso. Una estela de vapor rasgó el cielo.
Pero el cielo cicatrizó al instante. Como si tal cosa.
¡CRUUAAAAAAAKKKKKK!
Me resbalé hasta la mitad del alero del tejado, medio dormido, antes de recuperar
el equilibrio.
En el lugar donde había visto a Lerdell por última vez ahora había tres cuervos
monstruosos.
De Lerdell, ni rastro.
Los picos de los cuervos eran puñales y sus ojos aceitosos tramaban crueles
planes.
—¡Fuera!
Los cuervos saben cuando pueden contigo.
La campana de Saint Gabriel tocó once o doce veces, no las conté bien porque los
cuervos me ponían nervioso. Dardos diminutos de agua se me clavaban en la cara y
en el cuello. Mientras dormía había cambiado el tiempo. Las colinas Malvern habían
desaparecido tras un telón de lluvia que caía a plomo a escasos campos de distancia.
Los cuervos levantaron el vuelo y se largaron.
Lerdell tampoco estaba dentro del granero. Estaba claro que había decidido no
compartir conmigo la primera plana de la Gaceta de Malvern. ¡Menudo traidor!
Bueno, si quería jugar a Scott de la Antártida contra Amundsen el noruego, por mí
encantado. Lerdell jamás me ha ganado a nada en toda su vida.
El granero olía a sobaco, heno y pis.
La lluvia lanzó su ataque aéreo, bombardeando el tejado y ametrallando los
charcos que rodeaban el granero. (Al desertor de Lerdell le estaría bien empleado
calarse hasta los huesos y pillar una pulmonía). La lluvia borró el siglo XX y convirtió
el mundo en una mancha de blancos y grises.
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Encima del gigante dormido que eran las Malvern, un doble arco iris unía la torre
baliza de Worcestershire con el campamento británico. Fue allí donde los romanos
masacraron a los antiguos britanos. El sol, de color melón, despedía un brillo
vaporoso. Emprendí la marcha a buen ritmo, corriendo hasta contar cincuenta,
andando hasta contar cincuenta. Decidí que, si alcanzaba a Lerdell, no le diría ni mu.
Al traidor, desprecio absoluto. La hierba húmeda crujía bajo mis zapatillas. Salté una
cerca poco firme y crucé un prado con obstáculos para caballos hechos de conos de
plástico y postes pintados a rayas blancas y negras. Al otro lado del prado había una
granja. Dos silos brillaban como naves espaciales victorianas. Flores como trombones
trepaban por unas espalderas y en un cartel descascarillado ponía se vende estiércol
de caballo. Un gallo muy gallito vigilaba a sus gallinas y de una cuerda de tender
colgaban sábanas y fundas de almohada empapadas de lluvia. También bragas con
volantes y sujetadores. Un sendero cubierto de musgo se perdía en lo alto de la loma,
en dirección a la carretera principal de Malvern. Al pasar por delante de un establo,
fisgué en el oscuro y cálido interior. Apestaba a estiércol.
Distinguí tres caballos. Uno movió la cabeza, otro resopló y el otro se me quedó
mirando. Aceleré el paso. Si un camino de herradura atraviesa una granja, no puede
ser propiedad privada, pero las granjas no dan la impresión de ser un espacio público
ni mucho menos. Me daba miedo que saliese alguien gritando: «¡Alto ahí, intruso!
¿No sabes que está prohibido el paso?». (Si la propiedad es sagrada, un intruso es un
blasfemo).
Al otro lado de la siguiente valla había un sembrado de tamaño mediano. Un
tractor John Deere trazaba surcos de tierra viscosa. Las gaviotas revoloteaban sobre
las cuchillas del arado, cazando lombrices con la gorra. Me quedé escondido hasta
que el tractor se alejó del camino.
Entonces eché a correr a través del sembrado, como un agente de los GEOS.
—¡TAYLOR!
Ni siquiera había alcanzado mi velocidad punta y ya me habían echado el lazo.
Sentada en la cabina de un tractor antediluviano, Dawn Madden afilaba un palo.
Llevaba puesta una bomber y unas Doc Martens con cordones rojos y salpicadas de
barro.
Controlé la respiración.
—¿Qué tal —mi primera intención fue llamarla «Madden» porque ella me había
llamado «Taylor»—, Dawn?
—¿Dónde está el incendio? —preguntó sin dejar de sacar virutas retorcidas con la
navaja.
—¿Cómo?
Dawn Madden imitó mi mueca de desconcierto.
—¿Por qué corres?
Tiene el pelo negro como el carbón y se lo peina un poco a lo punki. Seguro que
se pone gomina. Me encantaría ponérsela yo.
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—Me gusta correr. A veces. Porque sí.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te trae por aquí?
—Nada, solo he salido a dar una vuelta. Para pasar el rato.
—Pues entonces —señaló el capó del tractor— puedes pasar el rato ahí.
Estaba deseando obedecerla.
—¿Por qué?
Estaba deseando desobedecerla.
Tenía los labios manchados de chicle de grosella roja.
—Porque yo te lo mando.
—Y tú —trepé por la rueda delantera—, ¿qué estás haciendo aquí?
—Yo vivo aquí, para que te enteres.
El capó húmedo del tractor me mojó el culo.
—¿En esa granja? ¿Ahí detrás?
Dawn Madden se bajó la cremallera de la bomber.
—En esa granja. Ahí detrás.
Llevaba una cruz negra y maciza, como las de los siniestros, encajada entre los
pechitos incipientes.
—Creía que vivías en la casa de al lado del pub.
—Eso era antes. Había mucho ruido. Además, Isaac Pye, el casero, es un capullo.
Aunque ese —señaló el tractor con la cabeza— tampoco es mucho mejor.
—¿Quién es?
—Mi padrastro. Esta casa es suya. No te enteras de nada, Taylor. Ahora mi madre
y yo vivimos aquí. Se casaron el año pasado.
De repente me acordé.
—¿Qué tal es?
—Tiene el cerebro de un toro —Me miró como si hubiese descorrido una cortina
invisible—. Y no solo el cerebro, a juzgar por el escándalo que arman algunas
noches.
El vaho le acariciaba el cuello. Un cuello color batido de chocolate.
—¿Los ponis del establo son vuestros?
—Has cotilleado a gusto, ¿no?
El tractor de su padrastro dio la vuelta; esta vez venía de frente.
—Solo he mirado en el establo, te lo juro.
De nuevo se puso a afilar el palo.
—Tener caballos cuesta un ojo de la cara —Dale que te pego con el cuchillo—.
En la escuela de equitación están de obras y el pibe este les deja guardarlos aquí.
¿Hay algo más que quieras saber?
Unas quinientas cosas.
—¿Qué estás haciendo?
—Una flecha.
—¿Qué vas a hacer con una flecha?
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—Usarla con mi arco.
—¿Qué vas a hacer con un arco y una flecha?
—¿Qué-qué-qué, qué-qué-qué? —Durante un horrible instante creí que se estaba
burlando de mi tartamudez, pero me parece que hablaba en general—. ¿Solo sabes
preguntar, o qué, Taylor? El arco y la flecha son para cazar niños y matarlos. Se vive
mejor sin ellos. Babas y escoria, eso es lo que sois los niños.
—Vaya, muchas gracias.
—De nada.
—¿Me dejas ver el cuchillo?
Me lo tiró contra el cuerpo. La suerte quiso que fuese el mango y no la hoja lo
que me golpeó la costilla.
—¡Madden!
Me miró fijamente como diciendo «¿Qué?». Tiene los ojos de color miel oscura.
—¡Casi me lo clavas!
Dawn Madden tiene los ojos de color miel oscura.
—Oh, pobre Taylor.
El tractor, traqueteando sin parar, llegó a nuestra altura y empezó a girar
lentamente. El padrastro de Dawn Madden me lanzó rayos de odio con los ojos. Las
cuchillas del arado sajaban la tierra oxidada.
Dawn Madden miró al tractor y dijo con acento de paleto:
—«Lo mismico me da, zagala, que no seas sangre de mi sangre: o nos
comportamos como está mandao o te doy una patá en el culo. Y no creas que es un
farol porque yo no me marcao un farol en toa mi vida».
La mano de Dawn había dejado la empuñadura del cuchillo caliente y pegajosa.
La hoja estaba tan afilada que valía para amputar un brazo.
—No está mal este cuchillo.
—¿Tienes hambre? —me preguntó.
—Depende.
—Huy, qué señorito —De una bolsa de papel sacó una galleta danesa aplastada
—. No me irás a rechazar una de estas, ¿verdad?
Partió un trocito y me lo pasó por las narices. Brillaba a causa del glaseado.
—Vale.
—¡Toma, Taylor! ¡Vamos, perrito! ¡Ven a por ella!
Me acerqué gateando por el capó, no como un perrito sino con cuidado por si se
le ocurría tirarme a las ortigas. Con Dawn Madden nunca se sabe. Cuando se inclinó
hacia mí le vi los pezones. No llevaba sujetador. Alargué la mano hacia ella.
—¡Abajo esa pata! ¡Abre la boca, perrito!
Me dio de comer así, de la punta de la flecha a la boca.
El glaseado sabía a limón, la masa sabía a canela y las uvas pasas eran ácidas y
dulces a la vez.
Ella también le dio un mordisco. Le vi el puré de galleta en la lengua. Ahora que
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estaba más cerca me fijé en el Jesucristo delgaducho del colgante. Estaría calentito
entre sus pechos. Los hay con suerte. La galleta no me duró ni un instante. Con gran
delicadeza, Dawn ensartó la guinda en la punta de la flecha. Con gran delicadeza, la
desclavé con los dientes.
El sol se ocultó.
—¡Taylor! —gritó furiosa mirando la punta de la flecha—. ¡Me has robado la
guinda!
Casi me atraganto.
—Me la has dado tú.
—¡Me has robado la puta guinda y lo vas a pagar caro!
—Pero Dawn, si…
—¿Quién te ha dado permiso para llamarme Dawn?
¿Era el mismo juego, era un juego distinto, o no era ningún juego?
Me acarició la nuez con la flecha y se acercó tanto que le olí el aliento dulzón.
—¿Te parece que estoy de broma, Jason Taylor?
La flecha estaba afilada de verdad. A lo mejor podría haberla apartado de un
manotazo antes de que me perforase la tráquea. A lo mejor. Pero la cosa no era tan
fácil. Para empezar, estaba más empalmado que un mono.
—Tienes que pagar por lo que has robado. Es la ley.
—No tengo dinero.
—Pues piensa un poco, Taylor. ¿De qué otra forma me puedes pagar?
—Yo… —Un hoyuelo. Unos pelillos diminutos que le aterciopelan el surco de
encima del labio. Nariz de diablillo. Labios como pétalos. Sonrisa curva. Mi reflejo
en sus ojos de cierva traviesa—. Tengo… tengo unos caramelos de fruta en el
bolsillo, pero están todos pegados. Tendrías que romperlos con una piedra.
Se rompió el hechizo. Me apartó la flecha de la garganta.
Dawn Madden volvió a sentarse en el asiento del tractor con aire aburrido.
—¿Qué pasa?
Por toda respuesta me miró como si mirase unos pantalones de campana en la
sección de artículos defectuosos del mercado de Tewkesbury.
Yo quería volver a sentir la flecha en la garganta.
—¿Qué pasa?
—Como no salgas de nuestra propiedad antes de que cuente veinte —se metió un
chicle de menta en la boca—, le digo a mi padrastro que me has sobado. Como no
salgas antes de que cuente treinta, le digo —paladeó las palabras con la lengua— que
me has metido mano. Te lo juro por Dios.
—¡Pero si ni te he tocado!
—Mi padrastro tiene una escopeta encima del armario de la cocina. Igual te
confunde con un conejito asustado, Taylor. Uno… dos… tres…
El camino se perdía en un huerto de cuento de hadas. Los cardos quebradizos y la
esponjosa hierba me llegaban por el codo: más que andar era como vadear un río.
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Seguía pensando en Dawn Madden. No entendía nada. A lo mejor es que le gustaba
un poco. No iba a darle la única galleta que le quedaba al primero que pasase por allí.
Y a mí ella me gusta a rabiar. Aunque eso de que te guste una chica es peligroso.
No peligroso, sino complicado. Bueno, peligroso también. Al principio los demás
chicos del colegio se cachondean sin parar. Si te ven de la mano de una chica te
dicen: «¿Cuándo es la boda?». Los otros chicos que andan detrás de ella buscan pelea
contigo para que vea que está saliendo con un moña. Después, cuando la pareja ya es
oficial, como la de Lee Biggs y Michelle Tirley, tienes que aguantar que sus amigas
escriban en todos los cuadernos vuestras iniciales dentro de un corazón con una
flecha clavada. Los profesores también se apuntan al choteo. El trimestre pasado,
cuando el señor Whitlock dio la reproducción hermafrodita de los gusanos, a un
gusano lo llamaba «gusano Lee» y a otro «gusana Michelle». A los chicos nos
pareció graciosillo, pero todas las chicas se reían a grito pelado como el público de
las telecomedias. Bueno, todas menos Michelle Tirley, que se puso como un tomate,
se tapó la cara y se echó a llorar. El señor Whitlock se cachondeó todavía más.
Hay ciertas diferencias entre Dawn Madden y yo. Todo el mundo dice que
Kingfisher Meadows es la zona más pija de Black Swan Green. La granja de su padre
es lo menos pijo que hay. Yo estoy en 7.º A, la mejor clase del colegio. Ella está en
7.º E, la segunda peor. No son diferencias fáciles de salvar. Las reglas son las reglas.
Luego está el tema del acto sexual. En ciencias naturales no se da hasta 7.º. Una
cosa es un diagrama de un pene erecto dentro de una vagina y otra muy diferente
ponerlo en práctica. La única vagina verdadera que he visto fue en una foto grasienta
que Neal Brose te dejaba ver a cambio de cinco peniques. Parecía una gamba
marsupial dentro de la bolsa peluda de su madre. Casi vomito los ganchitos y el
Toblerone.
Nunca le he dado un beso a una chica.
Dawn Madden tiene los ojos de color miel oscura.
Un castaño surgió de la tierra desplegando millones de brazos robustos. Alguien
había colgado de una rama un columpio hecho con una rueda. El neumático oscilaba
suavemente mientras la Tierra giraba debajo. Lo incliné para dejar caer el agua que se
había acumulado dentro y me senté. Molaría más orbitar ingrávido alrededor de Alfa
Centauro, pero la ingravidez de un columpio tampoco está mal. Si hubiese estado
Lerdell habría sido un cachondeo. Al cabo de un rato trepé por la cuerda deshilachada
para ver si se podía subir al árbol. Una vez que llegabas a la primera rama los subías
con la gorra. Me encontré hasta las ruinas de una cabaña para niños, aunque se veía
que estaba abandonada desde hacía la tira. Un poco más arriba me arrastré por una
rama y me asomé fuera de la copa. Se divisaban kilómetros y kilómetros a la redonda.
Los silos de la granja de Dawn Madden, una columna de humo en espiral, la
plantación de abetos navideños, el campanario de Saint Gabriel y, casi tan altas, sus
dos secuoyas.
Me saqué la navaja suiza y grabé esto en la corteza:
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La savia en la hoja olía a clorofila. La señorita Throckmorton siempre nos decía
que los que graban cosas en los árboles son los vándalos más depravados de todos los
vándalos porque, además de ensuciar con pintadas, hacen daño a seres vivos. Puede
que tuviese razón pero ella nunca sabrá lo que es tener 13 años y conocer a una chica
como Dawn Madden. Un día, pensé, la traeré aquí arriba para que lo vea. Nos
daremos el primer beso. Justo aquí. Y me tocará. Justo aquí.
Fui al otro lado del árbol para ver lo que me esperaba camino adelante. Una
vereda que serpenteaba hacia Mari Bank y Castlemorton, campos y más campos, un
atisbo de una vieja torreta gris que descollaba entre los abetos, hileras de pilones.
Ahora se apreciaban detalles en las Malvern. La luz del sol arrancaba destellos de los
coches que circulaban por la carretera de Wells. Unos peatones tamaño termita
cruzaban Perserverance Hill. Debajo, por alguna parte, discurría el tercer túnel. Me
comí el taco de queso Wensleydale y las migajas de galletitas saladas, y me arrepentí
de no haber llevado agua. Volví a la cuerda del columpio y ya estaba a punto de bajar
cuando oí las voces de un hombre y una mujer.
—¿Lo ves? —Era Tom Yew, lo reconocí al instante—. Ya te he dicho que estaba
solo un poco más adelante.
—Sí, Tom —respondió la mujer—, me lo has dicho unas veinte veces.
—¿No decías que querías un lugar íntimo?
—Sí, pero tampoco hacía falta que me llevases a Gales.
Entonces vi que era Debby Crombie. Nunca he hablado con Debby Crombie pero
Tom Yew es el hermano mayor de Nick Yew, el que está en la marina. Podría haber
dicho «¡Hola!» y bajar por la cuerda y no habría pasado nada. Pero ser invisible
molaba. Retrocedí a gatas hasta una horqueta del tronco y esperé a que pasaran de
largo.
Pero no pasaron.
—Este es —Tom Yew se paró justo al lado del columpio—. El mismísimo
castaño privado de los hermanos Yew.
—¿No habrá hormigas y abejas y cosas así?
—Eso se llama «naturaleza», Debby. Es bastante frecuente cuando uno sale al
campo.
Debby Crombie extendió una manta en un hueco que había entre dos raíces.
Todavía podría haberles dicho que yo estaba allí (es lo que debería haber hecho).
Lo intenté, pero antes de que se me ocurriese alguna excusa sin una palabra trampa,
Tom Yew y Debby Crombie ya estaban tumbados en la manta morreándose. Tom le
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desabrochó uno por uno todos los botones del vestido azul, desde las rodillas hasta el
cuello, moreno por el sol.
Si ahora abría la boca se me caería el pelo.
El castaño se balanceaba y crujía.
Debby Crombie metió un dedo en la bragueta de Tom Yew.
—Hola, marinero —susurró.
Aquello les dio tanta risa que tuvieron que parar de besuquearse. Tom Yew sacó
dos botellas de cerveza de la mochila y las abrió con una navaja suiza. (La mía es
roja, la suya es negra).
Entrechocaron las botellas. Tom Yew dijo:
—Brindemos por…
—Por mí, la más guapa.
—Por mí, el más maravilloso.
—Yo lo he dicho primero.
—Vale, por ti.
Dieron un trago de aquel líquido solar y rubio.
—Y también —añadió Debby Crombie con un gesto serio— por un viaje seguro.
—¡Claro que va a ser seguro, Debby! ¿Cinco meses de crucero por el Adriático,
el Egeo, Suez y el Golfo? Lo peor que me puede pasar es que pille una insolación.
—Sí, pero en cuanto subas a bordo del Coventry —dijo Debby haciendo un
mohín— te olvidarás de tu novia, que se queda desconsolada en el viejo y aburrido
Worcestershire. Saldrás de juerga por Atenas y pillarás la sífilis por liarte con alguna
pelandusca griega llamada…
—¿Llamada cómo?
—… Iannos.
—«Iannos» es nombre de chico. Significa «Juan» en griego.
—Sí, pero eso solo lo descubrirás después de que te haya atiborrado de ouzo y te
haya atado a la cama.
Tom Yew se recostó sonriendo de oreja a oreja y miró directamente hacia mí.
Gracias a Dios que miraba sin ver. Las cobras detectan presas a más de medio
kilómetro de distancia, pero si no mueves un solo músculo no te ven, ni siquiera a un
par de metros. Eso fue lo que me salvó esa tarde.
—Cuando Nick era un canijo solíamos trepar a este mismo árbol. Un verano
construimos una cabaña entre las ramas. Me pregunto si seguirá ahí…
Debby ya le estaba sobando la entrepierna.
—Este de aquí, en cambio, no tiene nada de canijo, Thomas Williams Yew.
Le quitó la camiseta de Harley Davidson y la tiró lejos. La espalda de Tom relucía
toda musculosa, como la de un Geyperman. Tenía un pez espada tatuado en un
hombro.
La chica se quitó el vestido.
Si los pechos de Dawn Madden eran un par de galletas danesas, los de Debby
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Crombie eran dos balones medicinales, cada uno de ellos provisto de un pezón
protuberante. Tom se los besó y se los dejó relucientes de saliva. Ya sé que no debería
haber mirado, pero no podía evitarlo. Tom le bajó las bragas, que eran de color rojo, y
le acarició la mata de pelo.
—Si quieres que pare, señorita Crombie, dímelo ahora.
—Oooh, amo Yew —susurró Debby—, ni se te ocurra.
Tom se subió encima de ella y empezó a dar una especie de sacudidas. La chica
gemía como si le estuviesen dando pellizcos y lo estrechaba con las piernas como una
rana. Tom se movía arriba y abajo, como Namor, el Príncipe Submarino. La cadena
de plata le tintineaba en el cuello.
Debby juntó las plantas de los pies como si estuviese rezando.
La espalda de Tom, bañada en sudor, parecía el lomo de un cerdo asado.
Debby soltó un quejido como un troll torturado.
El cuerpo de Tom Yew se paró en seco, se crispó entero y de su interior salió un
sonido como el de un cable desgarrándose. Y a continuación otro, como si le
hubiesen dado un rodillazo en las pelotas.
La chica le clavó las uñas en el culo, dejándole unas señales rosadas.
Y su boca hizo una O perfecta.
A lo lejos se oyó la campana de Saint Gabriel dando la una, o las dos. A estas
alturas, Lerdell el desertor ya me sacaría kilómetros de ventaja. Mi única esperanza
era que hubiese metido el pie en un cepo de tejones oxidado. Me suplicaría que fuese
a buscar ayuda y yo le diría: «No sé, Lerdo, déjame que me lo piense».
Debby Crombie y Tom Yew todavía no se habían despegado. Ella dormitaba pero
él estaba roncando. Una mariposa se le posó en la espalda para beber de un charquito
de sudor que se le había formado a la altura de los riñones.
Me entró hambre y estaba nervioso y mareado y celoso y cansado y avergonzado
y muchas cosas más. Pero no estaba orgulloso ni satisfecho, ni mucho menos deseoso
de hacer eso que acababa de ver. Esos gruñidos y quejidos no eran propios de seres
humanos. La brisa acunaba el castaño y el castaño me acunaba a mí.
—¡AAAAAAHHHHHHH! —gritó Tom.
Debbie también dio un chillido. Tenía los ojos en blanco y abiertos como platos.
Tom había dado un respingo y se había caído de lado.
—¡Tom! ¡Tom! ¡Ya pasó, ya pasó, ya pasó!
—Joder, joder, joder, joder, joder.
—¡Cariño! ¡Soy Debby! ¡Ya pasó! ¡Solo era una pesadilla!
Tom Yew, desnudo y bañado por el sol, cerró los atemorizados ojos y, asintiendo
con la cabeza, se sentó en una raíz y se llevó las manos al cuello. Aquel berrido debía
de haberle desgarrado las cuerdas vocales.
—Ya pasó.
Debby Crombie se puso rápidamente el vestido y lo abrazó como una madre a su
hijo.
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—¡Cariño, estás temblando! Vístete, anda. Ya pasó.
—Perdona, Debby —Tenía la voz rota—. Te he debido de asustar.
Debby le puso la camiseta en los hombros.
—¿Qué ha sido, Tom?
—Nada.
—Y una mierda. ¡Cuéntamelo!
—Estaba en el Coventry. Nos atacaban…
—Sigue.
Tom cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—¡Venga, Tom!
—No, Debby. Era demasiado… demasiado real.
—Pero Tom, yo te quiero. Y quiero saberlo.
—Y yo también te quiero demasiado como para contártelo, y se acabó. Venga,
vámonos a casa antes de que nos vea algún niño.
Iba por la mitad de un sembrado de coliflores (plantadas en ordenadas hileras
entre caballones puntiagudos) cuando un escuadrón de aviones pasó atronando por
encima del valle. Como estoy acostumbrado a que los cazas sobrevuelen nuestra
escuela varias veces al día, me preparé para taparme los oídos. Pero para lo que no
estaba preparado fue para los tres Hawker Harrier en vuelo rasante que pasaron tan
cerca del suelo que los podría haber alcanzado con una bola de criquet. ¡El estruendo
fue increíble! Me hice una bola y miré por una rendija. Los Harrier dieron una curva
justo antes de estrellarse contra las Malvern y se alejaron en dirección a Birmingham,
volando a baja altura para burlar los radares soviéticos. Cuando estalle la Tercera
Guerra Mundial, serán los MiGs estacionados en Varsovia o Alemania del Este los
que tengan que burlar los radares de la OTAN antes de bombardear a gente como
nosotros. Y a ciudades y pueblos ingleses como Worcester, Malvern y Black Swan
Green.
Dresden, Londres y Nagasaki.
Me quedé acurrucado hasta que el rugido de los Harrier se perdió entre el rumor
de los coches distantes y los árboles cercanos. Si pegas la oreja al suelo, la tierra es
como una puerta. Ayer vi a la Thatcher en televisión hablando de misiles con unos
cuantos estudiantes.
—La única forma de pararle los pies al matón del colegio —dijo, tan segura de
estar en posesión de la verdad como de tener los ojos azules— es demostrándole que,
si te pega, tú le puedes devolver el golpe con mucha más fuerza.
Sin embargo, la amenaza de que les devolviesen el golpe no impidió que Ross
Wilcox y Grant Burch se liasen a tortas, ¿a que no?
Me sacudí la hierba y el polvo y seguí andando hasta que, en la esquina del
siguiente sembrado, me encontré una bañera anticuada. Por las huellas de pezuñas
que había alrededor deduje que la usaban de comedero. Dentro de la bañera había una
enorme bolsa de fertilizante que cubría algo. Picado por la curiosidad, la aparté.
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Era el cadáver mugriento de un chaval de mi edad.
Entonces el cadáver se incorporó y me agarró del cuello.
—¡POLVO ERES! —gritó. ¡Y EN POLVO TE CONVERTIRÁS!
Un minuto después Dean Lerdell seguía meándose de la risa.
—¡Si te hubieses visto la cara! —acertó a decir entre las carcajadas—. ¡Tenías
que haberte visto!
—Vale, muy bien —dije por enésima vez—. Felicidades, eres un genio.
—¡Parecía que te habías cagado en los pantalones!
—Sí, Lerdell. Me has tomado el pelo. Vale.
—¡La mejor inocentada de mi vida!
—¿Por qué te piraste? Se suponía que íbamos a buscar el túnel juntos.
Lerdell se calmó un poco.
—Bueno, ya sabes…
—Pues no, no lo sé. Habíamos hecho un trato.
—No quería despertarte —dijo torpemente.
Fue por lo de su padre, dijo el Gemelo Nonato.
Me había salvado de Gary Drake, así que lo dejé pasar.
—¿Sigues manteniendo el trato? ¿O te vas a volver a escabullir para buscar el
túnel por tu cuenta?
—Estaba esperándote, ¿o es que no lo ves?
El campo abandonado tenía una cuesta cubierta de maleza que no dejaba ver
dónde terminaba.
—¿A que no adivinas a quién he visto? —le dije.
—A Dawn Madden subida a un tractor —respondió.
Vaya por Dios.
—¿Tú también la has visto?
—Esa niña está como un cencerro. Me obligó a subir al tractor.
—¿En serio?
—¡Ya te digo! Me echó un pulso. Mi galleta danesa a cambio de su cuchillo.
—¿Quién ganó?
—¡Yo! ¡Si es una chica! Pero se quedó con mi galleta de todas formas. Me dijo
que o salía cagando leches de las tierras de su padrastro o le decía que me apuntase
con la escopeta. La tía está como una cabra.
Imagínate que a mediados de diciembre te pones a buscar por la casa los regalos
de Navidad y encuentras lo que habías pedido a Papa Noel, pero luego, el día de
Navidad, vas a la chimenea y no hay ni rastro. Bueno, pues así es como me sentí.
—Bah, yo he visto algo mil veces mejor que Dawn Madden en un tractor.
—¿Ah, sí?
—Tom Yew y Debby Crombie.
—¡No me jodas! —Lerdell tiene huecos entre los dientes—. ¿Se quedó en tetas?
—Bueno…
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La cadena del cotilleo se extendió eslabón por eslabón ante mis ojos. Yo se lo
contaría a Lerdell. Lerdell se lo contaría a su hermana Kelly. Kelly se lo contaría a
Ruth, la hermana de Pete Redmarley. Ruth Redmarley se lo contaría a Pete
Redmarley. Pete Redmarley se lo contaría a Nick Yew. Nick Yew se lo contaría a
Tom Yew. Tom Yew vendría a buscarme a casa esa misma noche en su Suzuki 150
cc, me metería en un saco y me ahogaría en el lago del bosque.
—«Bueno», ¿qué?
—La verdad es que solo se dieron un morreo.
—Tendrías que haberte quedado un rato —Lerdell hizo su truco favorito: meterse
la lengua en la nariz—. Podrías haberle visto el felpudo.
En los parches de terreno iluminados por la luz del sol que se colaba entre los
árboles se apiñaban las campanillas. Su aroma impregnaba el aire. El ajo silvestre, en
cambio, huele a gargajo quemado. Los mirlos cantaban como si les fuera la vida en
ello. Los cantos de los pájaros son los pensamientos del bosque. Era precioso, pero
los chicos no pueden decir «precioso» porque es la palabra más julai que existe. El
camino se estrechó tanto que tuvimos que ir en fila. Dejé que Lerdell fuese delante
para que me sirviese de escudo humano. (De algo me había servido leer todos esos
tebeos de guerra). Por eso, cuando se paró de repente, me choqué contra él.
Se llevó el índice a los labios. Unos veinte pasos más adelante había un hombre
esmirriado con un blusón turquesa. Envuelto en el zumbido de una nube de abejas,
miraba hacia el cielo desde el fondo de un pozo de claridad.
—¿Qué hace? —susurró Lerdell.
Rezar, estuve a punto de decir.
—Yo qué sé.
—Hay una colmena justo encima de él. En el roble, ¿la ves?
No la veía.
—¿Será un apicultor?
Lerdell no me respondió en el acto. El hombre no llevaba máscara de apicultor y
las abejas le cubrían el blusón y la cara. Solo de mirarlo me picaba todo el cuerpo.
Tenía el cráneo rapado y se le veían cicatrices. Más que zapatos llevaba una especie
de pantuflas hechas trizas.
—No lo sé. ¿Crees que podemos pasar de largo?
Me acordé de una película de terror sobre abejas asesinas.
—¿Y si nos atacan?
Justo donde estábamos, el camino se ramificaba en una especie de sendero. Los
dos tuvimos la misma idea. Lerdell encabezó la marcha, lo cual no es tan valiente
como parece teniendo en cuenta que el peligro quedaba a nuestras espaldas. Al cabo
de un par de giros y recodos se dio la vuelta con gesto preocupado y me susurró:
—¿Lo oyes?
¿Abejas? ¿Pasos? ¿Cada vez más cerca?
¡Ya lo creo!
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Echamos a correr como posesos, chocándonos con una oleada tras otra de hojas
amarillentas y puntiagudas ramas de acebo. El suelo, cubierto de raíces, subía y
bajaba bajo nuestros pies.
Al llegar a una hondonada cenagosa cubierta de hiedra y muérdago, Lerdell y yo,
incapaces de dar un paso más, nos desplomamos. Aquel lugar no me gustaba un pelo.
Era el típico sitio donde un estrangulador llevaría a su víctima para enterrarla. Nos
mantuvimos atentos para oír si nos perseguía alguien. Cuesta mucho aguantarse la
respiración cuando tienes un ataque de flato.
Las abejas no nos perseguían. Ni el apicultor.
Igual había sido cosa del bosque, que nos asustaba por pura diversión.
Lerdell se sorbió una flema y se la tragó.
—Me parece que le hemos dado esquinazo.
—A mí también, pero ¿dónde ha ido a parar el camino de herradura?
Tras colarnos por un hueco que había en una valla cubierta de musgo nos
encontramos al pie de una empinada pradera de césped salpicada de toperas. Una
enorme mansión nos observaba en silencio desde lo alto de la cuesta. El sol se
disolvía en un estanque que también parecía inclinado y los moscones echaban
carreras a ras del agua. Unos árboles en plena floración burbujeaban junto a un
quiosco de música desvencijado. Encima de unas mesas de caballetes colocadas a lo
largo del porche que rodeaba la mansión había jarras de limonada y naranjada.
Mientras las mirábamos, la brisa derribó una torre de vasos de papel. Unos cuantos
rodaron por el césped hacia donde nos encontrábamos. No había ni un alma.
Ni un alma.
—Dios —le dije a Lerdell—, me muero por un vaso de naranjada.
—Yo también. Debe de ser una fiesta de primavera o algo así.
—Sí, pero ¿dónde está la gente? —Tenía la lengua seca y crujiente como una
patata frita—. Igual es que todavía no ha empezado. Vamos a servirnos. Si alguien
nos pilla, decimos que pensábamos pagar. Como mucho serán cinco peniques.
A Lerdell tampoco le convencía el plan.
—Vale.
Pero estábamos muertos de sed.
—Pues venga, vamos.
Unas abejas como pompones zumbaban soñolientas en la lavanda.
—Qué silencioso, ¿no?
El susurro de Lerdell sonó demasiado alto.
—Sí —¿Dónde estaban los tenderetes de la fiesta? ¿Dónde estaba la rueda de la
fortuna para ganar botellas de sidra? ¿El barril de arena para pescar tesoros
enterrados? ¿La fila de copas para intentar colar la bola de ping-pong?
Cuando nos acercamos a la mansión, lo único que vimos en los ventanales fue
nuestra propia imagen reflejada. La jarra de naranjada estaba llena de hormigas
ahogadas así que nos servimos de la otra. Pesaba un quintal y los cubos de hielo
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tintineaban. Se me quedaron heladas las manos. Hay miles de historias sobre las
desgracias que sobrevienen a quienes prueban comidas y bebidas en casas ajenas.
—Salud.
Lerdell y yo fingimos brindar antes de llevarnos el vaso a la boca.
La limonada me dejó la boca húmeda y fría como el mes de diciembre y todo mi
organismo hizo: Ah.
Las puertas de la mansión se abrieron y un torrente de hombres y mujeres se
derramó por el jardín precedido por el rumor de sus propias voces. En un instante nos
habían cortado la vía de escape. Casi todo el mundo iba vestido con blusones
turquesa, como el hombre de las abejas. Algunos estaban hechos un guiñapo y se
dejaban llevar en sillas de ruedas por enfermeras vestidas de uniforme. Otros se
movían por su propio pie, pero dando sacudidas, como robots averiados.
De repente, dando un respingo de pánico, lo entendí todo.
—¡Es el manicomio de Malvern! —le dije entre dientes a Lerdell.
Pero Lerdell no estaba a mi lado. Alcancé a verlo fugazmente, en el otro extremo
de la pradera, escapando por el hueco de la valla. A lo mejor pensaba que estaba justo
detrás de él, o a lo peor me había dejado tirado. Lo malo era que si yo también me
daba el piro y me cogían, supondría que habíamos robado la limonada. Informarían a
mis padres de que su hijo era un ladrón. Y aunque no me cogieran, lo mismo
mandaban hombres con perros para darnos caza.
Así que no tenía elección. Tenía que buscar a alguien a quien pagar lo que
habíamos bebido.
—¡Augustin Moans ha huido! —Una enfermera con pelo de escoba vino
corriendo directa hacia mí—. ¡La sopa estaba ardiendo, pero no hay quien lo
encuentre!
—¿Se refiere —tragué saliva— al hombre del bosque? ¿El de las abejas? Está allí
—señalé en la dirección correcta—, en el camino de herradura. Si quiere le digo
dónde.
—¡Augustin Moans! —Entonces me miró mejor—. ¿Cómo has podido hacer algo
así?
—No, mire, me confunde con otra persona. Yo me… —El ahorcado no me dejo
decir «llamo»—. Mi nombre es Jason.
—¿Qué te crees, que soy una de las locas? ¡Sé perfectamente quién eres! ¡Huíste
para embarcarte en una de tus aventuras infantiles el mismísimo día después de
nuestra boda! ¡Por ese idiota de Ganache! ¡Por una promesa de patio de colegio! ¡Me
juraste que me amabas! Pero te bastó oír un búho ululando en los abetos para dejarme
plantada con el niño y… y… y…
Reculé.
—Si hace falta pagar la limonada, yo…
—¡De eso nada! ¡Mira! —La enfermera de pesadilla me agarró con fuerza del
brazo—. ¡Consecuencias! —Casi me metió la muñeca en los ojos—. ¡Consecuencias!
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—Tenía las venas atravesadas de espantosas cicatrices—. ¿Es esto amor? ¿Es esto
respetar, amar y cuidar en la salud y en la enfermedad? —Cerré los ojos y aparté la
cara porque escupía al hablar—. ¿Qué derecho tienes a hacerle esto a nadie?
—¡Rosemary! —Se acercó otra enfermera—. ¡Rosemary! ¿Cuántas veces tengo
que decirte que no te pongas nuestro uniforme? —Su acento escocés me tranquilizó
—. ¿Cuántas? —Me saludó con la cabeza—. Es un poquito joven para ti, Rosemary,
y dudo de que esté en la lista de invitados.
—¿Y cuántas veces tengo que decirte yo que me llamo Yvonne? ¡Yvonne de
Galais! —La lunática del manicomio de Malvern se volvió hacia mí—. Escúchame
bien —Le olía el aliento a cordero con Mister Proper—. ¡Nada existe de verdad!
¿Sabes por qué? ¡Porque todo se convierte siempre en otra cosa!
—Bueno, venga —la enfermera auténtica tranquilizaba a Rosemary como si fuese
un caballo asustado—. Vamos a dejar tranquilo al jovencito, ¿te parece? ¿O prefieres
que llamemos a los grandullones? ¿Eso es lo que prefieres, Rosemary?
No sé qué imaginé que ocurriría a continuación pero no fue lo que ocurrió. De las
entrañas de Rosemary surgió un alarido que le abrió las mandíbulas de par en par, el
grito más fuerte y más potente que jamás había oído, como una sirena de policía solo
que mucho más lento y mucho más triste. Todos los chalados, enfermeras y médicos
que había en el jardín se quedaron de una pieza, petrificados como estatuas. El
aullido de Rosemary se hizo más estridente, más descarnado, más desconsolado. ¿Por
quién gritaba? Por Grant Burch y su muñeca rota. Por la mujer del señor Castle y sus
nervios destrozados. Por el padre de Lerdell y sus infectas borracheras. Por el niño
del reformatorio que Tejón echó a los perros. Por Cagón, que nació antes de tiempo.
Por las campanillas que morirán al llegar el verano. Y por mucho que consiguieses
abrirte paso entre matas de zarzas y trepases tapias de ladrillos medio roídos y dieses
con la entrada al túnel perdido, ni siquiera en ese vacío retumbante, ni siquiera en las
profundidades de las Malvern, lograrías escapar de aquel aullido.
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Rocas
La gente no da crédito.
En un primer momento los periódicos no estaban autorizados a informar de cuál
de nuestros buques de guerra había sido atacado, porque lo prohíbe la ley de secretos
oficiales. Pero la BBC y la ITV acaban de dar el nombre. Es el Sheffield. Un misil
Exocet disparado desde un Super Étendard impactó contra la fragata y «ha provocado
un número indeterminado de explosiones». Mis padres, Julia y yo estábamos
sentados en el salón (por primera vez desde hacía siglos) viendo la televisión en
silencio. No ponían la filmación de una batalla sino tan solo una foto borrosa del
barco echando humo mientras el locutor describía el rescate de los supervivientes por
parte del Arrow y de helicópteros Sea King. El Sheffield no se ha hundido todavía
pero teniendo en cuenta que es invierno en el Atlántico sur, no tardará en hacerlo.
Hay cuarenta desaparecidos y otros tantos con quemaduras graves. No dejamos de
pensar en Tom Yew a bordo del Coventry. Cuesta reconocerlo, pero todos los vecinos
de Black Swan Green respiramos aliviados al enterarnos de que solo había sido el
Sheffield. Es horrible. Hasta hoy lo de las Malvinas había sido como el mundial de
fútbol. Argentina tiene una buena selección pero desde el punto de vista militar es
una república bananera. Viendo a nuestra fuerza naval zarpar de Plymouth y
Portsmouth hace tres semanas estaba claro que íbamos a aplastarlos. Bandas de
música en el muelle, mujeres flameando pañuelos, miles de yates tocando las bocinas
y barcos bombero disparando chorros de agua. Teníamos el Hermes, el Invincible, el
Illustrious, el SAS el SBS. Teníamos Pumas, Rapiers, Sidewinders, Lynxes, Sea
Skuas, torpedos Tigerfish y al almirante Sandy Woodward. Los barcos argentinos son
bañeras con el nombre de generales hispanos con bigotes ridículos. Alexander Haig,
el secretario de estado americano, no lo podía reconocer en público por si la Unión
Soviética se aliaba con Argentina, pero hasta Ronald Reagan estaba de nuestra parte.
Pero ahora resulta que igual perdemos la guerra.
Nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores ha tratado de reanudar las
negociaciones, pero la junta militar argentina nos ha mandado a tomar por culo. Nos
vamos a quedar sin barcos antes de que ellos se queden sin Exocets. Se lo están
jugando todo a esa carta; ¿normal, no? En el exterior del palacio de Leopoldo Galtieri
hay miles de manifestantes coreando «¡Sos grande!», una y otra vez. Ese ruido no me
deja dormir. Galtieri sale al balcón y se da un baño de masas. Algunos jóvenes
insultan a nuestras cámaras. «¡Ríndanse! ¡Go home! ¡Inglaterra está enferma!
¡Inglaterra está acabada! ¡Malvinas argentinas!».
—Menudo hatajo de hienas —dijo mi padre—. Tendrían que aprender un poco de
decoro de los británicos. ¡Ha habido muertos, por el amor de Dios! Eso es lo que nos
diferencia de ellos. ¡Míralos!
Mi padre se fue a acostar. Últimamente duerme en el cuarto de invitados. Es por
la espalda, aunque mi madre me explicó que es porque no para de dar vueltas en la
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cama. Seguramente sea por las dos cosas. Esta noche han tenido una pelotera, durante
la cena precisamente, delante de Julia y de mí.
—Estaba pensando… —empezó diciendo mi madre.
—Cuidado no te vayas a herniar —la interrumpió mi padre en broma, como hace
siempre.
—… que es un buen momento para comprar la rocalla.
—¿La qué?
—La rocalla, Michael.
—Ya tienes tu flamante cocina de Lorenzo Hussingtree —dijo mi padre con su
tono de voz «sé razonable»—. ¿Qué necesidad tienes de un montón de tierra con
pedruscos encima?
—No estoy hablando de un montón de tierra. Las rocallas están hechas de rocas.
Y también estaba pensando en algún elemento acuático.
—¿Se puede saber —dijo mi padre con una risa falsa— qué es un «elemento
acuático»?
—Un estanque decorativo, por ejemplo. Una fuente o una cascada en miniatura.
—Ah —respondió mi padre con sarcasmo.
—Llevamos años hablando de hacer algo con ese trocito de terreno que hay junto
a los rosales, Michael.
—Los llevarás, yo nunca he dicho nada.
—Claro que sí, lo discutimos antes de Navidad. Dijiste «el año que viene, a lo
mejor». Como el año pasado, y el otro, y el otro. Además, tú mismo dijiste lo bonita
que había quedado la rocalla de Brian.
—¿Cuándo dije yo eso?
—En otoño. Alice dijo: «También quedaría divina en vuestro jardín», y tú le diste
la razón.
—Tu madre —le dijo mi padre a Julia— es un magnetófono humano.
Julia se negó a aliarse con él.
Mi padre bebió un trago de agua.
—Sea lo que fuese lo que le dije a Alice, no iba en serio. Fue por educación.
—Qué pena que no puedas ser igual de cortés con tu mujer.
Julia y yo nos miramos.
—¿Qué tamaño tenías pensado? —preguntó cansinamente mi padre mientras
pinchaba guisantes con el tenedor—. ¿Un modelo a tamaño natural de los Grandes
Lagos?
Mi madre cogió una revista del aparador.
—Algo así…
—Ah, ya lo entiendo. Como la Harper’s Bazaar publica un especial rocallas,
nosotros tenemos que tener una por narices.
—En casa de Kate tienen una muy chula —dijo Julia sin abandonar la neutralidad
—. Con brezo.
Un buen rato después de que se hubiesen ido todavía sentía el olor de su laca de
pelo.
En la cocina estaba puesta la olla a presión, soltando vapores de estofado. (Mi
madre la deja puesta desde por la mañana, para que cueza todo el día). Me hice un
Tang de uva y me arriesgué a buitrear la última galleta Penguin porque en la lata no
había nada más que pastas de jengibre y de limón. Subí a mi cuarto a quitarme el
uniforme y me encontré la primera de las tres sorpresas que me esperaban.
Una tele. Encima de la mesa. Por la mañana no estaba. TELEVISOR PORTÁTIL
EN BLANCO Y NEGRO FERGUSON, ponía en la etiqueta. MADE IN ENGLAND.
(Dice mi padre que si no compramos productos británicos, todas las fábricas se irán a
Europa). Olía a nueva, brillaba como nueva. Había un sobre con mi nombre apoyado
en la pantalla. (Mi padre lo había escrito a lápiz para poder volver a usar el sobre).
Dentro había una nota a boli verde en una ficha clasificadora.
¿Por qué? Estaba contento, claro. Los únicos de mi clase que tienen tele en su
cuarto son Clive Pike y Neal Brose. Pero ¿por qué ahora? Hasta enero no es mi
cumpleaños. Mi padre jamás regala cosas así sin motivo, ni de buenas a primeras. La
y seguía. Al sonar la campana del recreo me encontré con que había llenado tres
caras. Cuando te pones a juntar palabras es como si el tiempo transcurriese por
tuberías más estrechas, pero también más rápido. Por la ventana del cristal esmerilado
pasaban las sombras de los profesores de camino a su sala para echar un cigarrito y
tomarse un café. Unas sombras bromeaban, otras se quejaban, pero ninguna venía a
buscarme. Sabía que todos los de séptimo estarían comentando lo que había hecho
con la calculadora. El colegio entero. La gente dice que cuando hablan de ti te pitan
los oídos, pero a mí me zumba el estómago. Jason Taylor, no ha sido él, Jason Taylor,
sí que ha sido, venga ya, ¿en serio?, ¿de quién se ha chivado? Escribiendo ahogo ese
zumbido. Al terminar el recreo volvió a sonar la campana y las sombras pasaron en la
dirección contraria. Seguía sin venir nadie a buscarme. En el mundo exterior, el señor
Nixon estaría llamando a mis padres. No los pillaría hasta la noche. Mi padre se había
ido a Oxford a ver si le funcionaba un enchufe para un trabajo. Ha tenido que
devolver a Groenlandia hasta el contestador automático. Al otro lado de la pared se