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David Mitchell - El Bosque Del Cisne Negro

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Es un enero frío y lluvioso en el pueblo inglés de Black Swan Green, y Jason

Taylor, un niño de trece años, tartamudo encubierto y poeta a regañadientes,


se espera un año aburridísimo en el pueblo más muerto del planeta. No
cuenta con que tendrá que vérselas con los matones del colegio, los
conflictos latentes en su familia, la guerra de las Malvinas, una exótica
refugiada belga, una invasión de gitanos oprimidos y los caprichos de esas
misteriosas criaturas conocidas como «las niñas».

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David Mitchell

El bosque del cisne negro


ePub r1.0
Prometeus 14.12.14

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Título original: Black Swan Green
David Mitchell, 2006
Traducción: Víctor V. Úbeda

Editor digital: Prometeus


ePub base r1.2

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Agradecimientos
Gracias a Nadeem Aslam, Eleanor Bailey, Jocasta Brownlee, Amber Burlison,
Evan Camfield, Lynn Cannici, Tadgh Casey, Stuart Coughlan, Louise Dennys, Walter
Donohue, Maveeda Duncan y su hija, David Ebershoff, Keith Gray, Rodney Hall, Ian
Jack, Henry Jeffreys, Sharon Klein, la librería Kerr’s de Clonakilty, Hari Kunzru,
Morag y Tim Joss, Toby Litt, Jynne Martin, Jan Montefiore, Lawrence Norfolk,
Jonathan Pegg, Nic Rowley, Shaheeda Sabir, Michael Schellenberg, Eleanor
Simmons, Rory y Diane Snookes, Doug Stewart, Carole Welch y la Dama de Cabello
Cano de Hay-on-Wye que me aconsejó que me quedase con el conejo, pese a que
terminó escapándose del manuscrito definitivo.
Gracias en especial a mis padres y a Keiko.
Un antepasado lejano del primer capítulo apareció en Granta 81. Un antepasado
cercano del capítulo segundo apareció en New Writing 13 (Picador). Para la
investigación del capítulo quinto me basé en The Battle of the Falklands, de Max
Hastings y Simon Jenkins (Pan Books, 1997). El capítulo octavo cita pasajes de Le
Grand Meaulnes, de Alain Fournier (Librairie Fayard, 1971). El capítulo noveno cita
con permiso pasajes de Lord of the Flies, de William Golding (Faber &c Faber,
1954). Ciertos detalles de la novela están en deuda con las memorias de Andrew
Collins Where did it all go right? (Ebury Press, 2003).

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El hombre de enero
Ni se os ocurra entrar en mi despacho. Es una de las reglas de mi padre. Pero es que
el teléfono había sonado veinticinco veces. Lo normal es que la gente cuelgue
después de diez o doce timbrazos, ¿verdad?, salvo que sea cuestión de vida o muerte.
Mi padre tiene un contestador automático como el de James Garner en la serie
Expediente Rockford, con unas bobinas de cinta enormes, pero últimamente se lo deja
desconectado. Ya iban treinta timbrazos. Julia no lo oía porque estaba en su
habitación (que es el desván transformado) oyendo a todo trapo Don’t you want me?,
de The Human League. Cuarenta timbrazos. Mi madre no lo oía porque tenía puesta
la lavadora en el programa frenético y además estaba pasando la aspiradora por el
salón. Cincuenta. Esto ya no es normal. ¿Y si a mi padre lo ha despachurrado un
tráiler en la M5 y lo único que ha encontrado la policía es el teléfono de su despacho
porque su documentación ha quedado toda carbonizada? Podríamos perder la última
oportunidad de ver a nuestro achicharrado padre en el pabellón de enfermos
terminales.
Así que entré en el despacho, acordándome de cuando la novia entra en los
aposentos de Barbazul después de que le digan que no lo haga. (Por cierto, Barbazul
la estaba esperando). El despacho de mi padre huele a billetes de banco, un olor a
papel pero también a metal. Como estaban echadas las persianas, parecía de noche,
no las diez de la mañana. En la pared hay un reloj muy serio, de la misma marca que
los relojes serios de las paredes del colegio. También hay una foto de mi padre
dándole la mano a Craig Salt, cuando a mi padre lo nombraron jefe de ventas regional
de Groenlandia (no el país, sino la cadena de supermercados). Encima de la mesa de
acero está el IBM de mi padre. Los IBM cuestan miles de libras. El teléfono del
despacho es rojo como los de las alertas nucleares, y de botones, no de disco como
los normales.
Bueno, el caso es que respiré hondo, cogí el auricular y contesté diciendo nuestro
número. Al menos eso me sale sin tartamudear. Normalmente.
Pero la persona que estaba al otro lado de la línea no dijo nada.
—¿Diga? —dije yo—. ¿Diga?
Se oyó un suspiro como si se hubiesen cortado con una hoja de papel.
—¿Me oye? Yo a usted no.
Reconocí la música de Barrio Sésamo, muy bajita.
—Si me está oyendo —me acordé de un truco que salía en una película de la
Fundación de Cine Infantil—, dé un toquecito en el teléfono.
No se oyó ningún toquecito, solo más Barrio Sésamo.
—Me parece que se ha equivocado de número —dije, algo indeciso.
Un bebé empezó a llorar y colgaron de golpe.
Cuando la gente se queda escuchando hace un ruido característico.
Yo lo había oído, así que ellos me habían oído a mí.

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—Es tan grave robar un cordero como robar un pañuelo.
Nos lo enseñó la señorita Throckmorton, hace siglos. Como más o menos tenía
una excusa para haber entrado en la cámara prohibida, aproveché para mirar entre las
hojas afiladas como cuchillas de la persiana de mi padre, por encima de los
sembrados, más allá del árbol con forma de gallo y de otros campos de cultivo hasta
las colinas Malvern. Una mañana pálida, el cielo helado, una capa de escarcha en las
colinas, pero ni rastro de nieve, qué mala suerte. El sillón giratorio de mi padre se
parece mogollón al del cañón láser del Halcón milenario. Abrí fuego a discreción
contra la escuadrilla de M16s rusos que cubría el cielo por encima de las Malvern. A
los pocos segundos, decenas de miles de personas de aquí a Cardiff me debían la
vida. Los campos quedaron sembrados de fuselajes retorcidos y alas carbonizadas.
Cuando los pilotos soviéticos activasen sus asientos eyectables, les dispararía dardos
adormecedores. Luego nuestros soldados los reducirían. Yo rechazaría todas las
medallas. «Gracias, pero no», le diría a Margaret Thatcher y a Ronald Reagan cuando
mi madre los hiciese pasar a casa, «solo he cumplido con mi deber».
Mi padre tiene un sacapuntas supermolón atornillado al escritorio. Deja los
lápices tan afilados que podrían atravesar una armadura. Los más afilados son los H,
que son los prefes de mi padre. A mí me gustan más los 2B.
Llamaron al timbre. Volví a colocar la persiana como estaba, me aseguré de no
dejar ninguna huella de mi incursión, salí sigilosamente y me lancé escaleras abajo
para ver quién era. Los últimos seis escalones me los bajé de un solo salto mortal.
Era Lerdo, todo sonrisas y espinillas, como siempre. Se le está espesando la
pelusa del bigote, por cierto.
—¡No te lo vas a creer!
—¿El qué?
—¿Sabes el lago que hay en el bosque?
—¿Qué le pasa?
—Pues que —Lerdo comprobó que no nos oía nadie— ¡se ha congelado! La
mitad de los niños del pueblo ya está allí, ahora mismo. ¡Mola mogollón!
—¡Jason! —Mi madre apareció en el umbral de la cocina—. ¡No dejes que entre
frío! O invitas a Dean a pasar (hola, Dean) o si no, cierras la puerta.
—Esto… Voy a salir un rato, mamá.
—Mmm… ¿Adónde?
—A tomar un poco el aire.
Eso fue un error estratégico.
—¿Qué estás tramando?
Quise decir «Nada», pero el Ahorcado no me dejó.
—¿Por qué voy a estar tramando nada?
Evité mirarla a los ojos mientras me ponía la trenca azul marino.
—¿Qué te ha hecho la coreana negra nueva para que no le hagas ni caso, si se
puede saber?

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Seguía sin poder decir «Nada». (El problema es que si vas de negro es como si te
creyeras un tipo duro. Los mayores no lo entienden).
—Es que la trenca abriga más, solo eso. Hoy hace fresco.
—La comida es a la una en punto —Mi madre se fue a cambiar la bolsa de la
aspiradora—. Hoy viene tu padre a comer. Ponte un gorro de lana, que se te va a helar
la cabeza.
Los gorros de lana son una mariconada, pero ya me lo escondería en el bolsillo
después.
—Bueno, adiós, señora Taylor —dijo Lerdo.
—Adiós, Dean —dijo mi madre.
A mi madre nunca le ha gustado Lerdo.
Lerdo es igual de alto que yo y no es mal chaval, pero apesta a salsa de carne.
Viste unos campanolos de segunda mano que le quedan pesqueros y vive al final de
Drugger’s End, en un hotelito de ladrillo que también apesta a salsa de carne. En
realidad, se llama Dean Lerdell, pero el señor Carver, nuestro profesor de gimnasia,
empezó a llamarle «Lerdo» ya desde la primera semana y con Lerdo se quedó.
Cuando estamos los dos solos lo llamo «Dean», pero el tema de los nombres es
complicado. A los chicos más populares se les llama por el nombre de pila, como
Nick Yew, que siempre es «Nick» a secas. Los que son un poco populares, como
Gilbert Swinyard, tienen motes respetuosos, como «Yardy». Después vamos los niños
como yo, que nos llamamos unos a otros por el apellido. Por debajo de nosotros están
los que tienen motes ofensivos, como Lerdell Lerdo, o Nicholas Briar, que es
«Knickerless Bra»[1]. Ser niño es como estar en el ejército: lo que cuenta es el rango.
Si se me ocurre llamar «Swinyard» a Gilbert Swinyard, me da una patada en la cara.
O si a Lerdo lo llamo «Dean» delante de alguien, mi propia posición se vería
perjudicada. O sea, que hay que estar atento.
Las niñas usan más los nombres de pila, salvo Dawn Madden, que es un niño
producto de algún experimento defectuoso, y tampoco se pelean tanto como los
niños. (Lo que no quita para que, justo antes de las vacaciones de Navidad, Dawn
Madden y Andrea Bozard, después de llamarse «puta» y «zorra» en la fila del
autobús, se agarrasen de los pelos y se diesen puñetazos en las tetas y de todo). A
veces me gustaría haber nacido niña, en general son muchísimo más civilizadas, claro
que si alguna vez lo reconociese en público, me escribirían julandrón DE MIERDA
en la taquilla del colegio. Eso fue lo que le pasó a Floyd Chaceley cuando reconoció
que le gustaba Johann Sebastian Bach. Por cierto, como se enterasen de que el tal
Eliot Bolívar que publica poemas en la hoja parroquial de Black Swan Green soy yo,
me sacarían las tripas con herramientas melladas detrás de las canchas de tenis y
luego pintarían con spray en mi tumba el logotipo de los Sex Pistols.
Total, que de camino al lago Lerdo me contó lo del Scalextric que le habían
regalado por Navidad. Al día siguiente, el transformador explotó y casi mata a toda la
familia.

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—Anda ya —le dije, pero Lerdo me lo juró por su abuela, que está muerta.
Entonces le dije que debería escribir a Esther Rantzen, la presentadora del
programa Derechos del consumidor, para que obligase al fabricante a pagarles una
indemnización. Lerdo me dijo que no sería tan fácil, porque su padre se lo había
comprado en Nochebuena a un brummie del mercado de Tewkesbury. No me atreví a
preguntarle qué significaba «brummie» por si acaso era lo mismo que bummer o
bumboy, que significa homosexual.
—Ah —dije—, ya te entiendo.
Lerdo me preguntó qué me habían regalado por Navidad. La verdad es que me
habían dado 13,50 libras en vales para libros y pósteres de la Tierra Media, pero
como los libros son cosa de maricas le hablé del Juego de la Vida que me habían
regalado el tío Brian y la tía Alice. Hay que conducir un cochecito por la carretera de
la vida y gana el que primero llega al final y con más dinero. Cruzamos la carretera
por el Black Swan y nos metimos en el bosque. Debería haberme puesto cacao en los
labios porque cuando hace tanto frío se me cortan.
Enseguida oímos un griterío de niños a través de los árboles.
—¡Marica el último! —gritó Lerdo, echando a correr sin darme tiempo a
prepararme.
A los pocos metros metió el pie en una rodera helada, salió volando y aterrizó de
culo. Típico de Lerdell.
—Creo que tengo una conmoción —dijo.
—Conmoción es cuando te golpeas en la cabeza. A no ser que tengas el cerebro
en el culo.
Tremenda frase. Qué pena que no la hubiese oído nadie importante.
El lago del bosque molaba un montón. Había burbujitas atrapadas en el hielo,
como en los caramelos de menta. Neal Brose tenía unos patines de competición
auténticos, te los alquilaba por cinco peniques, aunque a Pete Redmarley se los había
dejado usar gratis para que los demás niños lo vieran patinando y les entrasen las
ganas. Solo mantenerse de pie en el hielo ya cuesta lo suyo. Me caí mogollón de
veces antes de pillarle el tranquillo a patinar en zapatillas. Entonces apareció Ross
Wilcox con su primo Gary Drake y con Dawn Madden. Los tres patinan bastante
bien. Drake y Wilcox también son más altos que yo. (Se habían cortado los dedos de
los guantes para que se les vieran las cicatrices que se habían hecho jugando al
Scabby Queen. Si yo hago eso, mi madre me mata). Cagón estaba sentado en el islote
que hay en mitad del lago, donde viven los patos, y a todo el que se caía, le gritaba:
«¡Toma culada! ¡Toma culada!». Cagón está tocado del ala porque nació antes de
tiempo, así que nadie le pega nunca un puñetazo. Bueno, por lo menos no muy fuerte.
Grant Burch se metió en el hielo con la bicicleta de su esclavo, Philip Phelps.
Mantuvo el equilibrio durante unos segundos, pero fue a hacer un caballito y la bici
salió volando por los aires. Al aterrizar quedó como si la hubiese torturado Uri Geller.
Philip Phelps sonreía a la fuerza, pero por dentro estaba pensando cómo contárselo a

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su padre. A Pete Redmarley y Grant Burch se les ocurrió que el lago helado era el
sitio perfecto para jugar a bulldogs ingleses. Nick Yew dijo: «Vale, yo me apunto», y
la cosa quedó decidida. Odio jugar a eso. Cuando la señorita Throckmorton lo
prohibió en primaria, después de que Lee Biggs se rompiese tres dientes jugando al
jueguecito, respiré aliviado. Pero ahora, cualquiera que hubiese dicho que no le
encantaba jugar a bulldogs ingleses habría quedado de marica total. Sobre todo los
que vivimos en Kingfisher Meadows.
Total, que estábamos unos veinte o veinticinco chicos, más Dawn Madden, de
pie, todos apelotonados, esperando a que nos escogiesen, como esclavos en un
mercado de esclavos. Grant Burch y Nick Yew eran los capitanes de un equipo y Pete
Redmarley y Gilbert Swinyard, los del otro. Tanto Ross Wilcox como Gary Drake
salieron escogidos antes que yo, los eligió Pete Redmarley, pero a mí me eligió Grant
Burch en la sexta ronda, lo cual, aunque tarde, no llegaba a ser bochornoso. Lerdo y
Cagón fueron los dos últimos. Grant Burch y Pete Redmarley bromearon entre sí,
«¡No, quédatelos tú, que nosotros queremos ganar!», y Lerdo y Cagón tuvieron que
reírse como si a ellos también les hiciese gracia. A Cagón igual se la hacía. (A Lerdell
no. Cuando el grupo se disgregó, se le quedó la misma cara que aquella vez en que
todos le dijimos que íbamos a jugar al escondite y le mandamos esconderse. Tardó
una hora en darse cuenta de que nadie lo estaba buscando). Nick Yew ganó el cara o
cruz, así que nos tocó primero hacer de corredores y al equipo de Pete Redmarley, de
bulldogs. A ambos extremos del lago se amontonaron los abrigos de los niños que no
eran importantes para delimitar las porterías que unos tenían que defender y los otros
traspasar. Echamos del lago a los enanos y a las niñas, menos a Dawn Madden. Los
bulldogs de Redmarley se agruparon en el medio y los corredores retrocedimos hasta
nuestra propia portería, que era el punto de partida. El corazón se me salía del pecho.
Bulldogs y Corredores se agacharon como velocistas en los tacos de salida y los
capitanes dieron el grito de guerra.
—¡A la una, a las dos y a las tres! ¡Bulldogs ingleses!
Nos lanzamos a la carga chillando como kamikazes. Me tropecé (sin queriendo)
justo antes de que la primera oleada de Corredores se estrellase contra los Bulldogs.
Esto haría que la mayoría de los Bulldogs más brutos se enzarzasen en peleas contra
la primera línea de nuestro equipo. (El objetivo de los Bulldogs es derribar a los
Corredores e inmovilizarlos de espaldas contra el hielo el tiempo suficiente para
gritar: «Bulldogs ingleses un dos tres»). Con un poco de suerte mi estrategia abriría
algún hueco por el que colarme y poder llegar a la portería. Al principio el plan me
funcionó bastante bien. Los hermanos Tookey y Gary Drake se estamparon contra
Nick Yew. Una pierna salió volando y me dio una patada en la espinilla pero logré
pasar de largo sin darme un porrazo. Pero entonces Ross Wilcox vino directo a por
mí. Quise zafarme con una finta pero me agarró fuerte de la muñeca y trató de tirarme
al suelo. Pero yo, en vez de intentar soltarme, también lo agarré fuerte de la muñeca y
me lo quité de encima lanzándolo contra Hormiguita y Darren Croome. ¡Fue una

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pasada! En los juegos y en el deporte lo importante no es participar, ni siquiera ganar.
Lo importante de verdad es humillar. Lee Biggs me hizo una birria de placaje y me
escabullí sin el menor esfuerzo. Está demasiado preocupado por conservar los pocos
dientes que le quedan como para ser un Bulldog como Dios manda. Fui el cuarto
Corredor en llegar a portería. Grant Burch gritó:
—¡Así se hace, Jason!
Nick Yew se había zafado de los Tookey y de Gary Drake y también había
llegado a casa, pero habían capturado más o menos a un tercio de los Corredores, que
en el segundo avance pasaban a ser Bulldogs. Eso es lo que me da rabia de este juego,
que te convierte en un traidor.
Total, que gritamos «¡A la una, a las dos, a las tres! ¡Bulldogs ingleses!» y nos
lanzamos a la carga como la primera vez, solo que esta vez no tenía escapatoria. Ross
Wilcox y Gary Drake y Dawn Madden me echaron el ojo desde el primer momento.
Por mucho que tratase de esquivarlos infiltrándome en el mogollón, era una misión
imposible: antes de cruzar la mitad del lago ya los tenía encima. Ross Wilcox se me
tiró a las piernas, Gary Drake me derribó y Dawn Madden se me sentó en el pecho y
con las rodillas me aplastó los hombros contra el suelo. Yo me quedé quieto y los
dejé que me convirtiesen en Bulldog, pero en mi fuero interno siempre seré un
Corredor. Gary Drake me hizo un bocadillo en la pierna, no sé si aposta o no. Dawn
Madden tiene una mirada cruel, como la de una emperatriz china, y a veces, en el
colegio, me basta verla de refilón para quedarme todo el día pensando en ella. Ross
Wilcox se puso a dar saltos y puñetazos al aire como si hubiese metido un gol en el
campo del Manchester. El muy subnormal.
—Sí, claro, Wilcox —dije—, tres contra uno, qué bonito.
Me hizo un corte de mangas y se fue corriendo en busca de más gresca. Grant
Burch y Nick Yew se lanzaron contra una densa columna de Bulldogs repartiendo
guantazos a diestro y siniestro y la mitad saltó por los aires.
Entonces Gilbert Swinyard gritó con todas sus fuerzas:
—¡AL BOOOOOLLO!
Era la señal para que todos los Bulldogs y todos los Corredores que había en el
lago se tiraran encima de una pirámide movediza, quejumbrosa y cada vez más alta,
hecha de niños. El juego en sí pasó a un segundo plano. Yo me hice a un lado,
fingiendo que cojeaba por culpa del bocadillo en la pierna. Entonces oímos el ruido
de una motosierra procedente del bosque que venía por la pista a toda velocidad, justo
hacia nosotros.
La motosierra no era una motosierra. Era Tom Yew a lomos de su Suzuki 150 cc
de motocross. Llevaba de paquete a Pluto Noak, que iba sin casco. El juego se
suspendió porque Tom Yew es una especie de leyenda en Black Swan Green. Está en
la marina, en una fragata llamada SM Coventry. Tiene todos los discos que existen de
Led Zeppelin y sabe tocar la introducción de Stairway to Heaven. Le ha dado la mano
a Peter Shilton, el portero de la selección inglesa. Pluto Noak es una leyenda menos

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flamante. Dejó el colegio sin siquiera sacarse el graduado escolar. Trabaja en la
fábrica de cortezas de cerdo de Upton upon Severn. (Se rumorea que ha fumado
hachís, aunque no de ese hachís que si lo fumas se te convierte el cerebro en coliflor
y te tiras de cabeza desde los tejados). Tom Yew aparcó la moto junto al banco que
hay al final del lago y se sentó en el sillín con las dos piernas hacia el mismo lado.
Pluto Noak le dio un meneo en la espalda en señal de agradecimiento y se fue a
hablar con Colette Turbot, con la cual, según Kelly, la hermana de Lerdo, ha hecho el
acto. Los chicos mayores se sentaron en el banco frente a Tom Yew, como los
discípulos de Jesús, y empezaron a pasarse cigarrillos. (Ross Wilcox y Gary Drake ya
fuman. Peor aún: Ross Wilcox le preguntó a Tom Yew no sé qué de los silenciadores
de la Suzuki y Tom Yew le respondió como si Ross Wilcox también tuviese dieciocho
años). Grant Burch mandó a su esclavo Philip Phelps que fuese corriendo a la tienda
del señor Rhydd y le comprase un Yorkie de cacahuetes y una lata de Top Deck, y
para impresionar a Tom Yew le gritó: «¡Y lo quiero rapidito!». Los niños de rango
intermedio nos sentamos alrededor del banco, en el suelo cubierto de escarcha. Los
mayores empezaron a hablar de lo mejor que habían echado en la tele estas
Navidades. Tom Yew dijo que había visto La gran evasión y todo el mundo coincidió
en que lo demás había sido una porquería comparado con La gran evasión, sobre todo
cuando los nazis cogen a Steve McQueen en la alambrada. Pero entonces Tom Yew
dijo que se le había hecho un pelín larga y todo el mundo coincidió en que, a pesar de
que era una peli genial, duraba un siglo. (Yo no la vi porque mis padres se tragaron el
especial de Navidad, pero presté mucha atención a todos los comentarios. Así, el
lunes que viene, cuando empiece el colé, podré fingir que la he visto).
No sé cómo pero cambiaron de tema y se pusieron a hablar de cuál era la peor
manera de morir.
—Que te muerda una mamba verde —opinó Gilbert Swinyard—. Es la serpiente
más mortífera del mundo. Te estallan las vísceras y el pis se te mezcla con la sangre.
Imagínate el dolor.
—Hombre, doler, dolerá —dijo desdeñosamente Grant Burch—, pero enseguida
te mueres. Es mucho peor que te arranquen la piel como si fuera un calcetín. Es lo
que hacen los apaches. Los mejores consiguen que tardes una noche entera en morir.
Pete Redmarley dijo que había oído hablar de una ejecución que hacían en
Vietnam.
—Te dejan en pelotas, te atan y te meten queso Philadelphia por el culo. Luego
van y te encierran en un ataúd que tiene un tubo. Entonces meten ratas hambrientas
por el tubo. Las ratas se comen el queso y luego siguen royendo, royendo… y te
comen por dentro.
Todo el mundo miró a Tom Yew para ver qué decía.
—Yo siempre sueño lo mismo —Dio una calada que duró un siglo—. Estoy con
los últimos supervivientes de una guerra atómica. Vamos andando por una autopista.
No hay coches, solo hierbajos. Cada vez que miro detrás de mí quedamos menos. Es

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por la radiación, que nos va matando uno a uno, ¿entiendes? —Echó una mirada a su
hermano Nick, luego al lago—. Lo que me molesta no es que vaya a morir, sino que
voy a ser el último.
Durante un rato nadie dijo gran cosa.
Ross Wilcox se volvió hacia nosotros. Dio una calada que duró un siglo, el muy
fantasma.
—De no ser por Winston Churchill, ahora todos vosotros estaríais hablando
alemán.
Sí, claro, como que Ross Wilcox habría burlado al enemigo y se habría
convertido en el cabecilla de una célula de resistencia, no te digo. Me moría de ganas
de decirle a ese imbécil que si no llega a ser porque los japoneses bombardearon
Pearl Harbor, Estados Unidos jamás habría intervenido en la guerra, Gran Bretaña se
habría visto obligada a rendirse para no morir de hambre y a Winston Churchill lo
habrían ejecutado por criminal de guerra. Pero sabía que no podía decirlo. En esa
frase había montones de palabras trampa y no sé por qué pero este enero el Ahorcado
no me pasa ni una. Total, que dije que me estaba meando por las patas abajo, me
levanté y me alejé un poco por el camino del pueblo. Gary Drake gritó:
—¡Eh, Taylor, más de dos meneos ya es paja!
Neal Brose y Ross Wilcox soltaron sendas risotadas. Les hice un corte de mangas
por encima del hombro. Esa historia de las pajas es la última moda. No confío en
nadie lo bastante como para preguntarle qué significa.
Después de estar con gente, los árboles siempre suponen un alivio. Puede que
Gary Drake y Ross Wilcox me estuviesen poniendo a parir, pero cuanto más débiles
se hacían las voces menos ganas tenía de volver. Me di asco por no haberle metido un
corte a Ross Wilcox sobre esa historia de los alemanes, pero ponerme a tartamudear
en medio de todos habría sido la muerte. Ya se estaba derritiendo la capa de escarcha
de las ramas espinosas, y se oían caer gruesas gotas de agua. Eso me tranquilizó un
poco. En las hondonadas donde no daba el sol todavía quedaba un poco de nieve
dura, aunque no la bastante como para hacer una bola. (Nerón solía matar a sus
huéspedes echándoles cristales en la comida, solo por hacer la gracia). Vi un
petirrojo, un pájaro carpintero, una urraca, un mirlo, y a lo lejos me pareció oír un
ruiseñor, aunque no estoy seguro de que anden por aquí en enero. Luego, justo donde
el sendero de la Casita del Bosque desemboca en el camino principal que lleva al
lago, oí que alguien se acercaba corriendo, casi sin aliento. Me escondí entre dos
pinos. Era Phelps, con el Yorkie de cacahuetes de su amo en una mano y una lata de
Tizer en la otra. (Rhydd debía de haberse quedado sin Top Deck). Detrás de los pinos,
un amago de sendero subía por la ladera. Me conozco todos los caminos de esta parte
del bosque, pero ese no. Cuando Tom Yew se marchase, Pete Redmarley y Grant
Burch reanudarían la partida de bulldogs ingleses. Razón de más para no volver.
Enfilé el sendero, solo por ver adonde llevaba.
Solo hay una casa en todo el bosque y por eso la llamamos así, la Casita del

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Bosque. Parece ser que dentro vivía una vieja, aunque yo no sabía cómo se llamaba ni
la había visto nunca. La casa tiene cuatro ventanas y una chimenea, igualita que las
que dibujan los niños pequeños. Está rodeada por una tapia de ladrillo tan alta como
yo y arbustos silvestres más altos todavía. Siempre que jugábamos a la guerra
evitábamos acercarnos a la casa. No porque hubiese ninguna historia de fantasmas ni
nada por el estilo. Es solo que esa parte del bosque no es buena.
Pero esa mañana la casa tenía una pinta tan lúgubre y parecía tan cerrada a cal y
canto que dudé que todavía la habitase alguien. Además, tenía la vejiga a punto de
estallar, y eso te hace ser más atrevido. Total, que me puse a mear contra la tapia
helada. Estaba terminando de escribir mi nombre con tinta amarilla y humeante
cuando la verja oxidada se abrió con un ligero chirrido y ante mí apareció una vieja
avinagrada de la época del blanco negro que me miró fijamente.
Se me cortó el pis.
—¡Ay, Dios! ¡Perdone!
Me subí la cremallera y me preparé para la gran bronca. Si mi madre pillase a un
niño meándonos la valla, le arrancaría la piel a tiras y lo enterraría en el jardín.
Aunque fuese yo.
—No sabía que aquí vivía… gente.
La vieja avinagrada seguía clavándome los ojos.
Las gotas de pis me mojaron los calzones.
—En esta casa hemos nacido mi hermano y yo —dijo finalmente. Tenía la
garganta fláccida, como un lagarto—. Y no tenemos intención de marcharnos.
—Ah… —Todavía no estaba seguro de si iba a pegarme un tiro o no—. Vale.
—¡Hay que ver qué ruido metéis los jovencitos!
—Lo siento.
—Habéis despertado a mi hermano. Muy imprudente por vuestra parte.
Tragué saliva.
—No era yo solo el que hacía ruido. De verdad.
—Hay días —la vieja no pestañeaba nunca— en que mi hermano adora a los
niños. Pero en días como hoy… Caray, lo sacáis de quicio.
—Ya le he dicho que lo siento.
—Más que lo vas a sentir —parecía estar indignada— como mi hermano te coja
por banda.
Las cosas silenciosas hacían mucho ruido y las ruidosas no se oían.
—¿Anda por aquí? ¿Ahora? Su hermano, me refiero.
—Su alcoba sigue igualita que la dejó.
—¿Está enfermo?
Hizo como que no me había oído.
—Me tengo que ir a casa.
—Más que lo vas a sentir —hizo ese chasquido con la lengua que hacen los viejos
para que no se les caiga la baba— cuando se rompa el hielo.

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—¿Qué hielo? ¿El del lago? Si está más duro que una piedra.
—Siempre decís lo mismo. Ralph Bredon también lo decía.
—¿Y ese quién es?
—Ralph Bredon. El hijo del carnicero.
Aquello era muy pero que muy raro.
—Me tengo que ir a casa.
En el número 9 de Kingfisher Meadows, pueblo de Black Swan Green, condado
de Worcester, había de comer delicias crujientes de jamón y queso Findus, patatas
fritas onduladas y coles. Las coles saben a pota recién vomitada pero mi madre dijo
que o me comía cinco sin hacer aspavientos o me quedaba sin postre (había flan con
caramelo). Dice mi madre que no va a consentir que nadie use la mesa del comedor
para montar numeritos de «insatisfacción adolescente». Antes de Navidad le pregunté
qué tenía que ver la «insatisfacción adolescente» con el hecho de que no me gustasen
las coles. Mi madre me advirtió que no me pasase de listo. Debería haberme callado
pero le recordé que mi padre nunca la obliga a comer melón (que a ella le da asco), y
que ella tampoco obliga a mi padre a comer ajo (que a él le da asco). Se puso hecha
una furia y me mandó a mi habitación. Cuando mi padre llegó, me echó un sermón
sobre la arrogancia.
Esa semana tampoco tendría paga.
Bueno, el caso es que esta vez corté las coles en trocitos y las inundé de ketchup.
—¿Papá?
—¿Hijo? —dijo con retintín.
—¿Qué le pasa a tu cuerpo si te ahogas?
Julia puso los ojos en blanco como Jesús en la cruz.
—Como tema de conversación para la hora de la comida es un poquito
desagradable —Mi padre se metió en la boca una delicia crujiente—. ¿Por qué lo
preguntas?
Más valía no decir nada del estanque helado.
—Es que en el libro Aventura ártica a los hermanos Hal y Roger los persigue un
malo llamado Kaggs que se cae en el…
Mi padre levantó la mano como diciendo «¡vale ya!».
—Bueno, en mi opinión, al señor Kaggs se lo comerían los peces. No quedaría ni
rastro.
—Pero ¿en el Ártico hay pirañas?
—Los peces se comen lo que sea con tal de que esté lo bastante blando. Por
cierto, que si se cayó en el Támesis, enseguida aparecería el cadáver. El Támesis
siempre devuelve a sus muertos. Siempre.
Mi táctica iba por mal camino.
—¿Y si el hielo se rajase y se cayese a un lago, por ejemplo? ¿Qué le pasaría? ¿Se
quedaría… congelado?
—Mamá —maulló Julia—, Cosa está siendo grotesco aposta porque estamos

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comiendo.
Mi madre dobló la servilleta.
—En Lorenzo Hussingtree tienen una nueva gama de azulejos, Michael —La
asquerosa de mi hermana me dedicó una sonrisa victoriosa—. ¿Me has oído,
Michael?
—¿Dime, Helena?
—Se me había ocurrido que de camino a Worcester podíamos pasarnos por el
salón de exposición y ventas de Lorenzo Hussingtree. Tiene azulejos nuevos. Son
ideales.
—Seguro que los precios de Lorenzo Hussingtree también son ideales, ¿me
equivoco?
—Si de todas formas vamos a meternos en una obra, ¿por qué no aprovechar y
hacer una reforma como Dios manda? La cocina está que da vergüenza.
—Helena, ¿por qué no…?
A veces Julia ve venir las discusiones antes incluso que mis propios padres.
—¿Puedo subir a mi habitación?
—Pero cariño —mi madre parecía dolida de verdad—, si hay flan de postre.
—Seguro que está muy rico, pero ¿me lo puedo dejar para la noche? Es que tengo
que seguir con Robert Peel y los liberales ilustrados. Además, Cosa me ha quitado el
hambre.
—Lo que te ha quitado el hambre —contraataqué— es que te has puesto ciega de
bombones con Kate Alfrick.
—¿Dónde han ido a parar los Terry’s de naranja y chocolate, Cosa?
—Julia —suspiró mi madre—, me encantaría que dejases de llamar así a Jason.
Solo tienes un hermano.
—Más que de sobra —dijo Julia levantándose de la mesa.
Mi padre se acordó de algo.
—¿Habéis entrado alguno de los dos en mi despacho?
—Yo no, papá —Al olor de la sangre, Julia se detuvo en el umbral de la puerta—.
Seguro que ha sido mi sincero, encantador y obediente hermano pequeño.
¿Cómo lo sabía?
—Es una pregunta bastante fácil.
Mi padre tenía pruebas contundentes. El único adulto que conozco que se marca
faroles con los niños es el señor Nixon, el director del colegio.
¡El lápiz! Debí de dejármelo metido en el sacapuntas cuando Dean Lerdell llamó
al timbre. Maldito Lerdo.
—Es que tu teléfono llevaba la tira de tiempo sonando, como cuatro o cinco
minutos, en serio, por eso…
—¿Qué os tengo dicho —mi padre no me hizo ni caso— de no entrar a mi
despacho?
—Es que pensé que igual era una emergencia, así que descolgué y había —el

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Ahorcado me bloqueó la palabra «alguien»— una persona del otro lado pero…
—Me parece —esta vez la mano de mi padre dijo «¡PARA EL CARRO!»— que
te acabo de hacer una pregunta.
—Sí, pero es que…
—¿Qué te acabo de preguntar?
—Que qué nos tienes dicho de no entrar a tu despacho.
—Efectivamente —A veces mi padre parece unas tijeras. Chac chac chac chac—.
Entonces, ¿por qué no me contestas?
En ese momento Julia hizo un movimiento extraño.
—Qué raro.
—No veo nada raro.
—No, en serio, papá, el día después de Navidad, cuando llevasteis a Cosa a
Worcester, el teléfono de tu despacho también empezó a sonar. De verdad, se tiró un
siglo sonando. No podía ni concentrarme en mis estudios. Cuanto más trataba de
convencerme de que no se trataba de un conductor de ambulancia desesperado, más
real se me hacía esa posibilidad. Ya me estaba poniendo de los nervios. No tuve más
remedio que cogerlo, pero la persona que estaba al otro lado no dijo nada. Así que
colgué por si acaso era un pervertido.
Mi padre se quedó callado, pero no había pasado el peligro.
—Es lo mismo que me pasó a mí —me atreví a decir—. Solo que yo no colgué
enseguida porque pensé que a lo mejor es que no me oían. ¿Tú también oíste a un
bebé de fondo, Julia?
—Eh, eh, parejita, ya está bien de jugar a los detectives. Solo porque un gracioso
se dedique a hacer llamaditas para molestar no me da la gana de que cojáis el
teléfono, bajo ningún concepto. Si vuelve a pasar, desenchufáis la clavija y punto.
¿Está claro?
Mi madre no abría la boca. Aquello no era normal.
El «¿me habéis oído?» que soltó mi padre fue como un ladrillazo en una ventana.
Julia y yo pegamos un bote.
—Sí, papá.
Mi madre, mi padre y yo nos comimos el flan sin decir ni pío. Yo no me atrevía ni
a mirarlos. No podía pedir permiso para levantarme de la mesa antes de tiempo
porque esa carta ya la había usado Julia. El motivo por el cual yo había caído en
desgracia estaba muy claro, pero vete tú a saber por qué mis padres se ignoraban
mutuamente. Tras la última cucharada de flan, mi padre dijo:
—Buenísimo, Helena, muchas gracias. Los platos los lavamos Jason y yo,
¿verdad, Jason?
Mi madre hizo uno de esos ruidos que no significan nada y se fue al piso de
arriba.
Mi padre se puso a fregar los platos tarareando una canción que tampoco
significaba nada. Le llevé los platos sucios a la pila y empecé a secar los que él iba

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lavando. Debería haberme quedado en silencio, pero pensé que si hacía el comentario
adecuado, todo volvería a la normalidad.
—Papá, ¿en enero también hay —al Ahorcado le encanta torturarme con esta
palabra— ruiseñores? Me parece que esta mañana he oído uno. En el bosque.
Mi padre frotaba una sartén con el estropajo.
—Y yo qué sé, hijo.
Insistí. A mi padre le suele gustar hablar de animales y tal.
—Pero aquel pájaro en la residencia del abuelo, dijiste que era un ruiseñor.
—Ah. Me alegra que te acuerdes de eso —Se quedó mirando, más allá del
césped, a los carámbanos que colgaban del cenador. Entonces suspiró como si
estuviese compitiendo por el título de Hombre Más Triste del Mundo de 1982—.
Pero presta atención a esos vasos, Jason, no vayas a romper uno.
Puso Radio 2 para oír el pronóstico del tiempo y empezó a cortar con tijeras el
mapa oficial de carreteras de 1981. La edición actualizada de 1982 se la compró el
mismo día que salió a la venta. Esta noche se registrarán temperaturas por debajo de
cero grados en todo el país. En Escocia y norte de Inglaterra los conductores deberán
extremar la precaución ante posibles capas de hielo, y en todas las Midlands se
esperan focos de niebla gélida.
Ya en mi habitación me puse a jugar al Juego de la Vida, pero uno solo es un
rollo. Kate Alfrick, la amiga de Julia, vino para repasar con ella, pero en vez de
estudiar se dedicaron a cotillear quién sale con quién en el instituto, y a oír discos de
The Pólice. Mis mil millones de problemas seguían flotando como cadáveres en una
ciudad inundada. Lo de mi padre y mi madre durante la comida. El Ahorcado
colonizando el alfabeto (a este paso voy a tener que aprender a hablar por señas).
Gary Drake y Ross Wilcox. Nunca han sido precisamente mis amigos del alma, pero
ese día se habían confabulado contra mí. Neal Brose también estaba en el ajo. Por
último, la vieja avinagrada del bosque, que también me preocupaba. ¿Por qué?
Ojalá hubiese una grieta por la que escabullirme y librarme de todo eso. La
semana que viene cumplo trece, pero trece parece mucho peor que doce. Julia no para
de quejarse de sus dieciocho años, pero comparados con lo mío los dieciocho son una
pasada. No tiene hora de acostarse, le dan el doble de paga, y el día de su cumpleaños
se fue a la discoteca Tanya’s de Worcester con sus mil y una amigas. La discoteca
Tanya’s tiene el único rayo láser de xenón… ¡de toda Europa! ¡Cómo debe de molar!
Mi padre arrancó el coche y se alejó por Kingfisher Meadows, él solo.
Seguro que mi madre sigue en su habitación. Últimamente cada vez pasa más
tiempo ahí metida.
Para animarme un poco me puse el Omega de mi abuelo. El día de Navidad mi
padre me llamó a su despacho y me dijo que tenía algo muy importante que darme,
algo de mi abuelo. Que lo había estado guardando hasta que yo fuese lo bastante
maduro como para tratarlo con cuidado. Era un reloj. Un Omega Seamaster de Ville.
Mi abuelo se lo compró a un árabe de verdad en un puerto llamado Adén, en 1949.

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Adén está en Arabia y en su día fue territorio británico. No se lo quitó ni un día de su
vida. Hasta cuando se murió lo llevaba puesto. Esto hace que sea un reloj más
especial, no que dé más miedo. Tiene la esfera plateada y tan grande como una
moneda de 50 peniques, pero tan fina como una ficha de parchís.
—Señal de que es un reloj excelente —dijo mi padre, más solemne que una
tumba—. No como esas patatas de plástico que llevan los jóvenes de hoy para darse
aires.
El escondite de mi Omega es una obra maestra solo superado en cuanto a
seguridad por la lata de galletas que guardo debajo de la tarima suelta. Con un cúter
vacié una birria de libro titulado Marquetería para niños y lo volví a poner en la
estantería, entre libros de verdad. Julia suele fisgonear en mi cuarto, pero nunca ha
descubierto ese escondite. Lo sé porque siempre dejo una moneda de medio penique
colocada en equilibrio en la parte de atrás. Además, si Julia lo hubiese encontrado,
me habría copiado la idea, fijo. He revisado su estantería para ver si tiene algún libro
hueco pero no hay ninguno.
Oí el ruido de un coche desconocido. Un Volkswagen Jetta azul celeste avanzaba
lentamente junto a la acera, como si estuviesen buscando el número de una casa. Al
llegar al final de nuestra calle, que no tiene salida, el conductor, que era una mujer,
hizo tres maniobras para dar la vuelta, se le caló el coche, y finalmente se alejó.
Debería haber memorizado la matrícula por si está en la lista de buscados por la
policía.
El padre de mi padre fue el último en morir de mis cuatro abuelos, y el único del
que tengo algún recuerdo. Aunque tampoco muchos. Me acuerdo de pintar carreteras
con tiza en su jardín, para mis coches de juguete. De ver Los guardianes del espacio
en su bungalow de Grange-over-Sands, bebiendo un refresco llamado Dandelion &
Burdock.
Di cuerda al Omega y lo puse en hora a las tres y un minuto.
Vete al lago, murmuró el Gemelo Nonato.
Justo donde se estrecha el sendero que atraviesa el bosque hay un viejo tocón de
olmo. Sentado en el tocón estaba Cagón. En realidad Cagón se llama Mervyn Hill,
pero un día que estábamos cambiándonos para la clase de gimnasia, se bajó los
pantalones y vimos que llevaba puesto un pañal. Tendría unos nueve años. Fue Grant
Burch quien le puso el mote de Cagón, y hace años que nadie le llama Mervyn. Es
más fácil quitarse los ojos que quitarse el mote.
Bueno, el caso es que allí estaba Cagón, acariciando algo peludo y gris que tenía
en brazos.
—Quien lo encuentra se lo queda.
—Muy bien, Cagón. Pero ¿qué tienes ahí?
Cagón tiene los dientes manchados.
—¡No te lo enseño!
—Venga, hombre. A mí me lo puedes enseñar.

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—Naminina —farfulló Cagón.
—¿Una mandarina?
Cagón me enseñó la cabeza de un gatito dormido.
—¡Una minina! Es mía, que me la he encontrado yo.
—Caramba. Una gata. ¿Dónde te la has encontrado?
—Junto al lago. Al amanecer, antes de que llegase nadie. La escondí mientras
jugábamos a bulldogs ingleses. En una caja.
—¿Por qué no se la enseñaste a nadie?
—¡Pues porque Burch y Swinyard y Redmarley y todos esos cabrones me la
habrían quitado! Quien lo encuentra se lo queda. La escondí. Y ahora he vuelto a por
ella.
Con Cagón nunca se sabe.
—Está muy tranquila, ¿no?
Se limitó a acariciarla.
—¿Me dejas cogerla, Merv?
—Te dejo que la acaricies —me miró con desconfianza— si no le dices nada a
nadie. Pero quítate los guantes, que son muy rasposos.
Me quité los guantes de portero y alargué el brazo para tocarla.
Cagón me tiró la gata.
—¡Ahora es tuya!
Me pilló por sorpresa y la agarré.
—¡Tuya! —Cagón echó a correr hacia el pueblo muerto de risa—. ¡Tuya!
La gata estaba fría y tiesa como un paquete de carne recién sacado de la nevera.
Solo entonces me di cuenta de que estaba muerta. La solté y cayó al suelo con un
ruido sordo.
La cogí con dos palos y la coloqué en un macizo de campanillas de invierno.
Qué quieta estaba, qué digna. Me imaginé que habría muerto por la helada que
había caído esa noche.
Las cosas muertas te enseñan lo que tú también serás un día.
Me figuraba que no habría nadie en el lago helado y, efectivamente, no había ni
Cristo. En la tele echaban Superman II. Ya la había visto en el cine Malvern hacía
unos tres años, el día del cumpleaños de Neal Brose. No estaba mal pero tampoco
como para sacrificar la oportunidad de tener todo el lago helado para mí solito. Clark
Kent renuncia a sus superpoderes solo para hacer el acto con Lois Lañe en una cama
reluciente. ¿Quién sería tan idiota de aceptar semejante cambio? ¿Y perder el poder
de volar? ¿De desviar misiles nucleares? ¿De hacer que la Tierra gire al contrario
para retroceder en el tiempo? El acto sexual no puede ser tan bueno.
Me senté en un banco vacío a comerme un trozo de tarta de jengibre y después
me metí en el hielo. Ahora que no me miraban los demás chicos no me caí ni una sola
vez. Di vueltas y vueltas al lago en el sentido contrario a las agujas del reloj,
describiendo bucles vertiginosos, como una piedra atada a una cuerda. Las ramas de

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los árboles trataban de tocarme la cabeza con sus dedos. Los cuervos graznaban y
graznaban, como los viejos cuando se olvidan de para qué han subido al piso de
arriba.
Una especie de trance.
Ya había caído la tarde y el cielo empezaba a ponerse del color del espacio
exterior cuando me di cuenta de que había otro niño en el lago. Patinaba a la misma
velocidad que yo y seguía la misma órbita, pero siempre manteniéndose en el
extremo opuesto del lago. O sea, que si yo estaba a las en punto, él estaba a las y
media. Y cuando yo estaba a las menos cinco, él estaba a las y veinticinco, y así todo
el rato, siempre enfrente de mí. Al principio pensé que sería un niño del pueblo
haciendo el chorra. Hasta pensé que podría tratarse de Nick Yew, porque era tirando a
retaco. Pero lo más extraño era que si me lo quedaba mirando unos instantes, parecía
que se lo tragaba una especie de oscuridad. Las dos primeras veces pensé que se
habría ido, pero al cabo de media vuelta al lago, allí estaba de nuevo. Justo en el
borde de mi campo visual. En un momento dado atravesé el lago para interceptarlo,
pero se esfumó antes de que yo llegase a la isla que había en el medio. Cuando
reanudé mis giros, volvió a aparecer.
Vete a casa, me insistía el Gusano nervioso que llevo dentro. ¿Y si es un
fantasma, qué?
Mi Gemelo Nonato no traga al Gusano. ¿Y qué si es un fantasma?
—¿Nick? —grité. La voz me sonó como si estuviese dentro de una casa, no fuera
—. ¿Nick Yew?
El niño siguió patinando.
—¿Ralph Bredon? —grité.
Su respuesta tardó un giro entero en llegarme.
El hijo del carnicero.
Si un médico me hubiese dicho que el niño que patinaba en la otra punta del lago
era fruto de mi imaginación y que su voz no eran más que las palabras que yo
pensaba, no le habría llevado la contraria. Si Julia me hubiese dicho que me estaba
convenciendo a mí mismo de que allí estaba Ralph Bredon solo para creerme alguien
más especial, no se lo habría discutido. Si un místico me hubiese dicho que un
momento determinado en un lugar determinado puede actuar como una antena que
capta señales apenas perceptibles de personas desaparecidas, no le habría dicho que
no.
—¿Qué se siente? —le grité—. ¿No hace frío?
La respuesta tardó otra vuelta en llegarme.
Sí, pero te acostumbras.
¿Es que a los niños que se han ahogado en el lago todos estos años no les importa
que me cuele en su tejado? ¿O es que quieren que se ahoguen más niños, para tener
más compañía? ¿Envidian a los vivos? ¿Incluso a mí?
Volví a gritar:

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—¿Me lo enseñas? ¿Me enseñas qué se siente?
La luna se metió en el lago y en el cielo.
Dimos una vuelta.
Allí seguía el niño de las sombras, patinando encorvado, igual que yo.
Dimos otra vuelta.
Un búho o algo parecido sobrevoló el lago a poca altura.
—¡Eh! —grité—. ¿Me has oído? Que quiero saber cómo…
El hielo me puso la zancadilla. Durante un momento vertiginoso me encontré
suspendido en el aire a una altura insospechada. Como Bruce Lee dando una patada
de karate, así de alto. Supe que no sería un aterrizaje suave, pero no me imaginaba un
porrazo tan doloroso como el que me pegué. El chasquido me recorrió el cuerpo
desde el tobillo hasta los nudillos pasando por la mandíbula, como cuando echas un
cubito de hielo en un vaso de zumo caliente. No, algo más grande que un cubito de
hielo. Como un espejo lanzado desde el Skylab. El punto en el que impacta contra la
tierra, el lugar donde se estrella convertido en cuchillas, navajas y astillas invisibles,
eso era mi tobillo.
Fui deslizándome y dando vueltas hasta parar en seco a la orilla del lago.
Durante unos instantes lo único que pude hacer fue quedarme allí tirado,
regodeándome en aquel dolor sobrenatural. Hasta el Increíble Hulk habría llorado.
—¡Mierda! —Respiré con fuerza para contener las lágrimas—. ¡Mierda, mierda y
mil veces mierda!
A través de los árboles petrificados me llegaba el rumor de la carretera pero era
imposible que pudiera caminar hasta tan lejos. Intenté ponerme en pie pero me caí de
culo con la cara crispada por una nueva ráfaga de dolor. No podía moverme. Si me
quedaba allí me iba a morir de neumonía. No tenía ni idea de qué hacer.
—Eres tú —dijo suspirando la vieja avinagrada—. Ya nos olíamos que no
tardarías en volver por aquí.
—Me he torcido —me temblaba la voz—, me he torcido el tobillo.
—Ya lo veo.
—Me muero de dolor.
—No me extraña.
—¿Puedo llamar por teléfono a mi padre para que me venga a buscar?
—No nos gustan los teléfonos.
—¿Puede ir a buscar ayuda? Por favor.
—Jamás salimos de casa. Por la noche no. Aquí no.
—Por favor —Aquel dolor submarino metía tanto ruido como una guitarra
eléctrica—. No puedo andar.
—Algo sé de huesos y articulaciones. Será mejor que entres.
Dentro hacía más frío que fuera. La oí echar unos pestillos y cerrar el cerrojo tras
de mí.
—Sigue de frente —dijo la vieja—, hasta la salita. Enseguida estoy contigo, en

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cuanto te prepare la medicina. Eso sí, ni se te ocurra hacer ruido. Como despiertes a
mi hermano te arrepentirás.
—Vale… —dije, desviando la mirada—. ¿Por dónde se va a la salita?
Pero la oscuridad había cambiado de sitio y la vieja ya no estaba.
Al final del pasillo se veía un haz de luz difusa y hacia allí eché a cojear. Sabe
Dios cómo conseguí recorrer el sendero serpenteante y lleno de raíces que iba del
lago a la casa con el tobillo hecho polvo.
Pero debí de hacerlo, porque allí estaba. Pasé por delante de unas escaleras. La
luz velada de la luna las iluminaba lo suficiente como para que pudiera distinguir una
vieja fotografía colgada en la pared. Un submarino en lo que parecía ser un puerto del
Ártico, con toda la tripulación en cubierta, saludando. Seguí adelante. El pasillo se
me hacía interminable.
La salita era un poco más grande que un ropero y estaba atiborrada de antiguallas.
Una jaula de loro vacía, un rodillo de escurrir ropa, un tocador enorme, una guadaña.
Y también bastante morralla. Una rueda de bicicleta torcida. Una bota de fútbol con
una costra de barro seco. Unos patines prehistóricos colgados de un perchero. No
había nada moderno, ni chimenea, ni nada eléctrico salvo una bombilla pelada y
amarillenta. Había unas plantas peludas cuyas raíces descoloridas rebosaban por los
bordes de unos tiestos pequeñajos. ¡Dios, qué frío hacía! El sofá se hundió bajo mi
peso e hizo sssssss. Había una segunda puerta con una cortinilla de abalorios. Traté
de buscar una postura en la que me doliese menos el tobillo, pero no encontré
ninguna.
Pasó el tiempo, me imagino.
Llegó la vieja avinagrada con un cuenco de porcelana en una mano y un vaso
empañado en la otra.
—Quítate el calcetín.
Tenía el tobillo hinchado y fláccido. La vieja me apoyó la pantorrilla en una
banqueta y al ponerse de rodillas le hizo frufrú el vestido. Quitando el latido de la
sangre en mis oídos y mi respiración entrecortada, no se oía una mosca. Metió la
mano en el cuenco y empezó a untarme el tobillo con un potingue pringoso.
Di un respingo.
—Es una cataplasma —Me agarró de la espinilla—. Para que te baje la
hinchazón.
La cataplasma me hacía cosquillas pero el dolor era insoportable y además me
moría de frío. La vieja untó todo el pringue hasta dejar el cuenco vacío y el tobillo
completamente embadurnado. Me tendió el vaso.
—Bébetelo.
—Huele a… mazapán.
—Es para que te lo bebas, no para que lo huelas.
—Pero ¿qué es?
—Te aliviará el dolor.

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La cara que puso me dejó claro que no tenía elección. Me lo bebí de un trago sin
saborearlo, como hago con la leche de magnesia. Era espeso como un jarabe pero casi
no sabía a nada.
—¿Tu hermano está durmiendo en el piso de arriba?
—¿Dónde si no, Ralph? Cállate ya.
—No me llamo Ralph —le dije, pero hizo como que no me había oído. Aclarar el
malentendido habría supuesto un esfuerzo enorme y ahora que me había quedado
quieto ya no podía combatir el frío. Lo curioso fue que, en cuanto me rendí, se
apoderó de mí una modorra de lo más agradable. Me imaginé a mis padres y a Julia
sentados en el salón de casa, viendo el programa de magia de Paul Daniels, pero sus
rostros se desvanecieron, como reflejos en una cuchara.
Lo que me despertó fue el frío. No sabía dónde estaba, ni cuándo, ni quién era.
Las orejas me dolían como si me las hubiesen mordido y podía verme el aliento.
Había un cuenco de porcelana en una banqueta y tenía el tobillo cubierto por una
costra esponjosa. Entonces me acordé de todo y me incorporé. Ya no me dolía el
tobillo pero tenía una sensación rara en la cabeza, como si se me hubiese metido
dentro un cuervo y ahora no pudiese salir. Me quité la cataplasma del pie con un
pañuelo lleno de mocos secos. Era increíble, podía girar el tobillo sin problemas, se
me había curado como por arte de magia. Me puse el calcetín y la zapatilla, me
levanté y cargué todo el peso en el pie. Sentí un ligero pinchacito, pero solo por pura
sugestión. Me acerqué a la cortinilla de abalorios y dije en voz alta:
—¿Hola?
No hubo respuesta. Atravesé la tintineante cortinilla y me encontré en una cocina
diminuta con una pila de piedra y un horno gigantesco, tan grande que cabía un niño.
Se habían dejado la puerta abierta, pero por dentro estaba tan oscuro como esa tumba
agrietada que hay debajo de la capilla de Saint Gabriel. Quería darle las gracias a la
vieja por curarme el tobillo.
Mira a ver si está abierta la puerta de atrás, me advirtió el Gemelo Nonato.
Estaba cerrada. Y la ventana de guillotina, con el cristal todo escarchado,
tampoco abría. Se veía que habían pintado encima del pestillo y de las bisagras hacía
mucho tiempo; para abrirla hacía falta como mínimo un escoplo. Me pregunté qué
hora sería y traté de averiguarlo mirando el Omega de mi abuelo con los ojos
entrecerrados, pero aquella enanez de cocina estaba demasiado oscura como para ver
nada. ¿Y si fuese de noche? Al llegar a casa me encontraría mi taza de té tapada con
un plato de plástico. Si llego tarde al té, mis padres se ponen hechos una furia. ¿Te
imaginas que fuesen más de las doce? ¿Que hubiesen llamado a la policía? Dios. O
que hubiese pasado un día entero durmiendo y ya fuese la noche del día siguiente. La
Gaceta de Malvern y el Midlands Today ya habrían publicado mi foto y solicitado
cualquier información sobre mi paradero. Dios. Cagón habría declarado que me había
visto dirigiéndome al lago helado. Puede que en esos mismos momentos me
estuviesen buscando unos hombres rana.

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Aquello era una pesadilla.
No, era peor que eso. Al volver a la salita fui a mirar el Omega de mi abuelo y me
encontré con que no había hora. No, dije lloriqueando. La cubierta de cristal, la
manecilla de las horas y el minutero habían desaparecido, lo único que quedaba era el
segundero, y todo torcido además. Seguro que fue cuando me caí en el hielo. La caja
se había partido y se le habían caído la mitad de las tripas.
El Omega del abuelo no había fallado ni una sola vez en cuarenta años.
A mí me habían bastado dos semanas para cargármelo.
Temblando de miedo, recorrí el pasillo y me detuve al pie de las tortuosas
escaleras.
—¿Hola? —dije entre dientes. Reinaba un silencio digno de la edad de hielo—.
¡Que me tengo que ir!
La preocupación por haberme cargado el Omega había acabado con la
preocupación por el hecho de estar en aquella casa, pero así y todo no me atrevía a
gritar por si despertaba al hermano.
—Me tengo que ir a casa —dije, un poco más alto. No hubo respuesta. Decidí
salir por la puerta principal. Ya volvería después a darle las gracias a la vieja.
Descorrí los pestillos sin problema, pero aquel cerrojo del año de Maricastaña ya era
otra historia. Se negaba a abrir sin la llave. Ahora iba a tener que ir al piso de arriba,
despertar a la abuela para que me diera la llave y si se mosqueaba, mala suerte. Algo,
algo tenía que hacer para solucionar la catástrofe del reloj destrozado. Vete a saber
qué, pero lo que estaba claro es que no iba a hacerlo dentro de la Casita del Bosque.
La escalera se empinaba cada vez más. Enseguida tuve que tantear los peldaños
con las manos porque si no, me caía de espaldas. ¿Cómo demonios hacía la vieja para
subir y bajar por allí con aquel vestido enorme y siniestro? Por fin llegué a una
especie de rellano minúsculo con dos puertas. Por la rendija de una ventana entraba
una luz trémula. Una puerta tenía que ser la del cuarto de la vieja y la otra, la del
hermano.
La izquierda tiene más poder de atracción que la derecha, así que agarré el pomo
de la puerta de la izquierda. El hierro helado me chupó todo el calor de la mano, del
brazo y de la sangre.
Crac-crac.
Me quedé paralizado.
Crac-crac.
¿Carcoma? ¿Una rata en el desván? ¿Una cañería helándose?
¿De qué cuarto venía aquel crac-crac?
Al girar el pomo, el metal soltó un lento chirrido.
La luz polvorienta de la luna se filtraba por las cortinas de encaje iluminando el
dormitorio abuhardillado. Había acertado con la puerta: allí estaba la vieja, tapada
con un edredón y con la dentadura encima de la mesilla, dentro de un tarro, más tiesa
que una duquesa tallada en mármol en un sepulcro de iglesia. Me acerqué arrastrando

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los pies por aquel suelo desnivelado, nervioso ante la idea de despertarla. ¿Y si no se
acordaba de mí? ¿Y si me tomaba por un asesino, se ponía a gritar y le daba un
infarto? El pelo, desparramado por toda la cara, parecía un manojo de hierbas
acuáticas. Cada diez o veinte latidos del corazón le salía de la boca una nube de
aliento: la única prueba de que era un ser de carne y hueso como yo.
—¿Me oye?
No me oía. Iba a tener que moverla para despertarla.
Ya estaba a punto de tocarle el hombro cuando volvió a sonar el crac-crac de
antes. Le salía de lo más hondo.
No era un ronquido. Era el estertor de la muerte.
Ve al otro cuarto. Despierta a su hermano. Necesita una ambulancia. No. Sal de
ahí rompiendo una ventana. Corre a avisar a Isaac Pye, el del Black Swan. No. Te
preguntarían qué estabas haciendo en la Casita del Bosque. ¿Qué ibas a decirles? No
sabes ni cómo se llama la mujer. Ya es demasiado tarde. Se está muriendo, en este
preciso instante. Está clarísimo. El crac-crac se expande. Suena más alto, más
zumbante, más agudo.
Un bulto le recorre la tráquea: es el alma, que se le sale del corazón.
De pronto se le abren los ojos. Exhaustos, parecen los de una muñeca, negros,
vidriosos, horrorizados.
De la grieta negra de la boca le sale una ventisca.
Un bramido silencioso se queda flotando en el aire.
Y no va a ninguna parte.

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El ahorcado
Claro, oscuro, claro, oscuro, claro, oscuro. Los limpiaparabrisas del Datsun no daban
abasto con la lluvia, ni siquiera en la máxima velocidad. Cada vez que pasaba un
tráiler en dirección contraria nos dejaba perdido de espuma el parabrisas. En estas
condiciones de visibilidad más propias de un túnel de lavado lo único que conseguí
distinguir fue los dos radares del Ministerio de Defensa girando a su increíble
velocidad habitual, a la espera de que el Pacto de Varsovia nos ataque con todas sus
fuerzas. Ni mi madre ni yo hablamos mucho durante el viaje. Creo que en parte era
por el lugar al que nos dirigíamos. (El reloj del salpicadero marcaba las 16.05. Dentro
de exactamente diecisiete horas tendría lugar mi ejecución pública). Mientras
esperábamos en el paso de cebra que hay junto al salón de belleza, me preguntó si
había tenido un buen día. Le dije que normal y le pregunté lo mismo.
—Por supuesto, un día efervescente, creativo y sumamente satisfactorio, gracias
—Mi madre tiene derecho a ponerse sarcástica, pero si yo hago lo mismo me regaña
—. ¿Has recibido alguna tarjeta del Día de los Enamorados?
Le dije que no. Aunque hubiese recibido alguna también le habría dicho que no.
(Bueno, en realidad sí que recibí una pero la tiré a la papelera. Ponía «Chúpame la
polla. Firmado: Nicholas Briar», pero parecía la letra de Gary Drake). Duncan Priest
había recibido cuatro. Neal Brose siete, o por lo menos eso dice. Hormiguita ha oído
por ahí que Nick Yew había recibido veinte. No le pregunté a mi madre si había
recibido alguna. Mi padre dice que el Día de los Enamorados, el Día de la Madre y el
Día del Guardameta sin Brazos son un invento de los fabricantes de tarjetas, de las
floristerías y de las fábricas de chocolate.
Bueno, el caso es que mi madre me dejó en el semáforo que hay al lado de la
clínica. Casi me olvido el diario en la guantera. Si no llega a ponerse rojo el
semáforo, mi madre se lo habría llevado a la tienda de Lorenzo Hussingtree. (No es
que «Jason» sea una maravilla de nombre, pero si en mi colegio hubiese algún
«Lorenzo» lo quemarían vivo). Con el diario a buen recaudo dentro de la mochila,
atravesé el aparcamiento inundado de la clínica saltando de un islote de asfalto a otro
como James Bond por encima de los cocodrilos. En la puerta de la clínica había un
par de alumnos de sexto o séptimo de la Dyson Perrins School. Se fijaron en mi
uniforme: el del enemigo. Todos los años, según Peter Redmarley y Gilbert
Swinyard, todos los alumnos de octavo de Dyson Perrins y los de nuestro colegio
hacen pellas el mismo día y se encuentran en una palestra secreta rodeada de
matorrales que hay en Poolbrook Common para una pelea en masa. Si te rajas quedas
de julai, y si te chivas a un profesor, eres hombre muerto. Por lo visto, hace tres años,
Pluto Noak le dio tal somanta al más chungo de los de ellos que lo tuvieron que llevar
a un hospital de Worcester a que le soldaran la mandíbula. Todavía tiene que comer
con pajita. Por suerte, llovía tanto que los chicos de Dyson Perrins no se metieron
conmigo.

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Era mi segunda cita en lo que va de año, así que la recepcionista, que es muy
guapa, me reconoció.
—Voy a avisar a la doctora De Roo, Jason. Siéntate.
Me cae bien. Como sabe por qué vengo, no me da palique para no dejarme en
evidencia. La sala de espera huele a desinfectante y a plástico recalentado. No parece
que las personas que esperan a ser atendidas tengan nada raro. Claro que yo tampoco,
supongo; por lo menos a simple vista. Todos se sientan bien pegaditos unos a otros,
pero ¿de qué podrías hablar con ellos salvo del tema del que menos te apetece
hablar?: «Cuéntame, ¿qué haces aquí?». Había una abuela haciendo punto. El ruido
de las agujas tejía el ruido de la lluvia. Un hombre con pinta de bobbit y los ojos
llorosos se balanceaba adelante y atrás. Una mujer, que más que huesos tenía perchas,
leía La colina de Watership. Hay un parque para meter a los niños pequeños, con una
montaña de juguetes todos chupeteados, pero hoy estaba vacío. Sonó el teléfono y la
recepcionista guapa lo cogió. Debía de ser una amiga, porque puso la mano ahuecada
en el auricular y bajó la voz. Dios, cómo envidio a la gente que puede decir lo que
quiere según lo piensa, sin necesidad de ir revisándolo todo mentalmente por si hay
palabras trampa. Un reloj de Dumbo marcaba el siguiente compás: ya-fal-ta-po-co-
pa-ra-ma-ña-na-cór-ta-te-el-co-co-con-u-na-ca-ta-na-no-pue-des-ni-con-tar-has-ta-
diez-em-pie-za-o-tra-vez-y-o-tra-vez. (Las cuatro y cuarto. Dieciséis horas y
cincuenta minutos de vida). Cogí un National Geographic muy sobado. Una
americana había enseñado a unos chimpancés a hablar por señas.
La mayoría de la gente se cree que todos los tartamudos son iguales, pero en
realidad hay dos tipos de tartamudez tan diferentes entre sí como la diarrea y el
estreñimiento. La tartamudez clónica es cuando pronuncias el primer sonido de una
palabra pero no puedes parar de repetirlo una y otra vez. Así: C-c-c-clónica. La
tartamudez tónica es cuando te atascas después del primer sonido de la palabra. Así:
T… ónica. Yo tengo tartamudez tónica, y por eso vengo a la consulta de la señora De
Roo. Empecé a venir el verano aquel en que no llovió ni una gota y las colinas
Malvern se pusieron de color marrón, hará unos cinco años. Recuerdo que estábamos
jugando al ahorcado en la pizarra, una tarde muy soleada, en clase de la señorita
Throckmorton. En la pizarra ponía:
GOLO_DR__A
Eso lo adivinaba hasta el más tonto, así que levanté la mano. La señorita
Throckmorton dijo: «¿Sí, Jason?», y fue en ese preciso instante cuando mi vida se
dividió entre Antes del Ahorcado y Después del Ahorcado. La palabra «golondrina»
retumbaba dentro de mi cabeza pero se negaba a salir. La «G» me salió sin
problemas, pero cuanto más esfuerzo hacía para decir las demás, más me apretaba la
soga. Recuerdo que Lucy Sneads se puso a cuchichear con Angela Bullock, las dos
aguantándose la risa. Recuerdo que Robin South se quedó mirando fijamente el
penoso espectáculo. Yo habría hecho lo mismo de no haber sido el protagonista.
Cuando un tartamudo se atasca parece que los ojos se le salen de las órbitas, se le

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ponen rojos y temblorosos como a un luchador de lucha libre en un combate
igualado, y abre y cierra la boca sin parar, como un pez atrapado en una red. Debe de
ser una imagen muy graciosa.
Pero maldita la gracia que me hacía a mí. La señorita Throckmorton estaba
esperando. Hasta el último cuervo y la última araña de Black Swan Green estaban
esperando. Todas las nubes, todos los coches de todas las autopistas, hasta la
mismísima Margaret Thatcher en el Parlamento, se quedaron paralizados, esperando,
mirando, pensando, ¿qué demonios le pasa a Jason Taylor?
Pero por muy estupefacto, asustado, ansioso y avergonzado que me sintiese, por
más que pareciese un subnormal profundo y me odiase por ser incapaz de pronunciar
una palabra en mi propio idioma, no podía decir «golondrina». Al final tuve que
decir:
—No estoy seguro, señorita.
Y la señorita Throckmorton dijo:
—Entiendo.
Vaya si lo entendía. Esa noche llamó a mi madre y una semana después me
llevaron a la consulta de la doctora De Roo, la logopeda de la clínica Malvern Link.
Eso fue hace cinco años.
Debió de ser por aquel entonces (quizá esa misma tarde) cuando mi tartamudez
adquirió el aspecto de un ahorcado. Labios de besugo, nariz rota, mejillas de
rinoceronte, y los ojos rojos porque nunca duerme. Me lo imagino en la sala de los
niños del Hospital Preston, jugando a pito pito gorgorito. Me lo imagino tocándome
la boca arrugada y murmurando: mío. Pero en realidad no lo reconozco por la cara
sino por las manos. Esos dedos serpenteantes que se cuelan por mi garganta y me
aprietan la tráquea para dejarme sin habla. Las palabras que empiezan por «n»
siempre han sido unas de las favoritas del Ahorcado. Cuando tenía nueve años me
aterraba que la gente me preguntase la edad. Al final terminaba enseñando nueve
dedos como si fuese la mar de chistoso, pero sé que la gente se quedaba pensando:
Será gilipollas… ¿Por qué no me lo dice y punto? También le solían gustar las que
empiezan por «y», pero últimamente se ha olvidado un poco de esas y se ha pasado a
las que empiezan por «s», lo cual es una faena. Si uno se fija, el apartado de la «s» es
uno de los más gordos del diccionario. Hay veinte millones de palabras que empiezan
por «n» o por «s». Mi mayor miedo, aparte de que los rusos declaren la guerra
nuclear, es que al Ahorcado le dé por las palabras que empiezan por «j», porque
entonces no voy a ser capaz ni de decir mi propio nombre. Tendría que cambiarme el
nombre en el juzgado, aunque mi padre jamás me dejaría.
La única manera de engañar al Ahorcado es pensar una frase por adelantado y, si
ves que tiene una palabra trampa, cambiar la frase para no tener que pronunciarla.
Todo eso, por supuesto, sin que lo note el interlocutor. Leer diccionarios, como yo
hago, te facilita esa estrategia, pero hay que tener presente con quién se está
hablando. (Si estuviese hablando con otro niño de trece años y, por ejemplo, dijese la

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palabra «melancólico» para no atascarme con «triste», me convertiría en el
hazmerreír, porque se supone que los niños no usamos palabras como «melancólico»,
que son de adultos. Por lo menos, no en el colegio Upton upon Severn). Otra
estrategia es ganar tiempo diciendo «estoo…», con la esperanza de que el Ahorcado
baje la guardia y puedas soltar la palabra sin que te pille. Lo que pasa es que si dices
«esto» más de la cuenta, quedas como un tontaina. Por último, si un profesor te
pregunta algo directamente y la respuesta es una palabra trampa, lo mejor es fingir
que no lo sabes. He perdido la cuenta de las veces que he hecho esto. A veces los
profesores se suben por las paredes (sobre todo si se han pasado media clase
explicando el tema en cuestión), pero todo vale con tal de que no te cuelguen el
sambenito del tartaja del colé.
Y precisamente eso, algo que hasta ahora he logrado evitar, es lo que va a ocurrir
mañana por la mañana a las nueve y cinco, porque resulta que voy a tener que
ponerme en pie delante de Gary Drake y de Neal Brose y de toda la clase, y leer un
trozo del libro del señor Kempsey, Plegarias sencillas para un mundo complicado.
Habrá docenas de palabras trampa que no podré sustituir y que tampoco podré fingir
que no conozco porque estarán ahí, escritas delante de mis narices. Y mientras yo
vaya leyendo, el Ahorcado se adelantará para subrayar sus palabras favoritas y me
dirá al oído: «¡Esta, Taylor, a ver si consigues soltar esta!». Sé lo que va a pasar,
delante de Gary Drake y de Neal Brose y de todo el mundo, el Ahorcado me estrujará
la garganta y me destrozará la lengua y me aplastará la cara. Me va a dejar peor que
Stephen Hawkings. Voy a tartamudear más que en toda mi vida. A las 9 y cuarto, el
secreto que he venido guardando todos estos años se habrá propagado por todo el
colegio como un gas venenoso y para cuando termine el recreo ya no merecerá la
pena seguir viviendo.
Lo siguiente es lo más grotesco que he oído en mi vida. Pete Redmarley lo juró
por su abuela, que está muerta, así que me imagino que será verdad. Había un chaval
en el instituto que estaba a punto de examinarse y que tenía unos padres infernales
que le presionaban a muerte para que sacase todo sobresalientes. Pero cuando llegó el
día del examen el chaval se vino abajo y no entendía ni las preguntas, así que lo que
hizo fue sacar dos bolis del estuche, ponérselos uno en cada ojo por la punta,
levantarse de la silla y dar un cabezazo contra el pupitre. Allí mismo, en el salón de
actos. Los bolis le atravesaron los globos oculares con tanta fuerza que solo
asomaban un centímetro de las cuencas ensangrentadas. El director silenció el caso
para que no saliese en los periódicos ni en ninguna parte. Es una historia horrible y de
muy mal gusto, pero ahora mismo preferiría matar al Ahorcado de esa misma manera
que dejarlo que me mate él a mí mañana por la mañana.
Lo digo en serio.
La doctora De Roo camina taconeando, así que siempre la oyes cuando viene a
buscarte. Tendrá unos cuarenta años, o hasta puede que más, usa unos broches de
plata muy gordos, tiene el pelo ralo y castaño, y viste ropas floreadas. Le dio una

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carpeta a la recepcionista guapa y, al mirar por la ventana, chasqueó la lengua
contrariada.
—¡Madre mía, el monzón ha llegado a Worcestershire!
Dije que, efectivamente, estaba lloviendo a cántaros, y me fui corriendo detrás de
ella, antes de que los demás pacientes pudiesen averiguar qué hacía yo allí. En el
pasillo pasamos por delante de un letrero lleno de palabras como pediatría y ultra
escáner. (No hay escáner capaz de leerme el cerebro. Me pondría a enumerar todos
los satélites del sistema solar y lo derrotaría).
—Qué sombrío es febrero en esta parte del mundo —dijo la doctora De Roo—,
¿no te parece? Más que un mes, es como un lunes por la mañana que durase
veintiocho días. Sales de casa a oscuras y vuelves a oscuras. En días así de húmedos,
te sientes como si vivieses en una cueva, detrás de una cascada.
Le dije que había oído que los niños esquimales pasan varias horas al día debajo
de lámparas que imitan la luz del sol para no coger el escorbuto, porque en el Polo
Norte el invierno dura casi todo el año. Le dije que por qué no se compraba una cama
solar.
—Me lo voy a pensar —dijo.
Pasamos por delante de una habitación donde acababan de ponerle una inyección
a un bebé que era un puro grito. En la siguiente había una chica pecosa de la edad de
Julia sentada en una silla de ruedas. Probablemente estaría encantada de tener mi
tartamudez a cambio de unas piernas sanas; me pregunté si la felicidad de uno va en
función de la desdicha del prójimo. Es un arma de doble filo. A partir de mañana por
la mañana, la gente me verá y pensará, Vale, puede que mi vida sea una mierda pero
por lo menos no estoy en el pellejo de Jason Taylor. Por lo menos yo puedo hablar.
Febrero es el mes favorito del Ahorcado. Cuando llega el verano se amodorra,
entra en hibernación hasta el otoño, y consigo hablar un poco mejor. De hecho, hace
cinco años, después de mi primera ronda de visitas a la señora De Roo, cuando llegó
la primavera todo el mundo ya pensaba que se me había curado la tartamudez. Pero al
llegar noviembre el Ahorcado se despierta y para enero ya vuelve a ser el de siempre,
con lo cual me tienen que traer de nuevo a la consulta de la señora De Roo. Este año
el Ahorcado está peor que nunca. La tía Alice se quedó en casa hace dos semanas y
una noche, al cruzar el descansillo, oí que le decía a mi madre:
—En serio, Helena, haz algo con ese niño. ¡Ese tartamudeo es un suicidio social!
Nunca sé si terminarle yo las frases o dejarlo al pobre colgando de una cuerda.
(Pegar la oreja es emocionante porque te enteras de lo que de verdad piensan los
demás, pero justamente por eso también resulta deprimente). Cuando la tía Alice se
volvió a Richmond, mi madre se sentó a hablar conmigo y me dijo que igual no me
venía mal volver a ver a la señora De Roo. Le dije que vale porque en realidad es lo
que yo quería, aunque no lo había dicho porque me daba vergüenza y porque parece
que si menciono mi tartamudez, se hace más real.
La consulta de la señora De Roo huele a Nescafé. Es porque bebe Nescafé Gold

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Blend sin parar. Hay dos sofás raídos, una alfombra color yema, un pisapapeles tipo
huevo de dragón, un aparcamiento de cochecitos de juguete y una enorme máscara
zulú de Sudáfrica. La señora De Roo nació en Sudáfrica pero un día el gobierno le
dijo que o abandonaba el país en las próximas veinticuatro horas o la metían en la
cárcel. No es que hubiese cometido ningún delito sino que eso es lo que hacen en
Sudáfrica a todo aquel que no esté de acuerdo con que recluyan a la gente de color en
chozas de paja y adobe, dentro de grandes reservas sin colegios, hospitales ni trabajo.
Dice Julia que en Sudáfrica la policía no siempre se molesta en meterte en la cárcel
sino que a veces te tiran de lo alto de un edificio y luego dicen que es que habías
intentado escapar. La señora De Roo y su marido (que es un neurocirujano indio)
huyeron a Rhodesia en un jeep pero tuvieron que dejar atrás todas sus pertenencias.
Se lo quedó todo el gobierno. (Casi todo esto lo sé por una entrevista que le hicieron
en la Gaceta de Malvern). En Sudáfrica es verano cuando aquí es invierno, así que en
febrero hace calor y un tiempo estupendo. La señora De Roo todavía tiene un acento
un poco raro. En vez de «sí» dice «sé», y en vez de «no» dice «ná».
—Bueno, Jason —comenzó diciendo hoy—. ¿Qué tal todo?
La mayoría de la gente, cuando le pregunta eso a un niño, solo quiere que le digan
«Bien, gracias», pero el interés de la señora De Roo es verdadero, así que le conté lo
de la lectura de mañana. Hablar de mi tartamudez me da casi tanto corte como
tartamudear en sí, pero con la señora De Roo no tengo inconveniente. El Ahorcado
sabe que más le vale no meterse con ella y hace como si no estuviese. Por un lado es
bueno, porque demuestra que puedo hablar como una persona normal, pero por otro
es malo, porque, a ver, ¿cómo va a poder la señora De Roo derrotar jamás al
Ahorcado si nunca lo ve?
La señora De Roo me preguntó si le había pedido al señor Kempsey que me
dejase unas semanas de plazo. Le dije que sí pero que me había respondido lo
siguiente: «Tarde o temprano, Taylor, todos tenemos que hacer frente a nuestros
demonios, y a ti te ha llegado la hora». Las lecturas siguen un orden alfabético.
Hemos llegado a la T de Taylor y todo lo demás al señor Kempsey le trae sin cuidado.
La señora De Roo hizo un ruidito como diciendo «ya veo».
Durante unos instantes ninguno de los dos dijo nada.
—¿Qué tal con el diario, Jason? ¿Has avanzado algo?
Lo del diario es una actividad nueva, culpa de una ocurrencia de mi padre. Llamó
a la señora De Roo y le dijo que, dada mi «tendencia a las recaídas anuales», había
pensado que me vendría bien hacer más «deberes». Entonces la señora De Roo me
propuso escribir un diario. Solo un par de renglones al día, para anotar cuándo y
dónde había tartamudeado, con qué palabra, y cómo me había sentido. La primera
semana me quedó así:

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—Ah, no es el típico diario —dijo la señora De Roo—. Es más como una tabla,
¿no? —En realidad lo escribí anoche. No son mentiras ni nada de eso, sino verdades
que me inventé. Si me pusiera a anotar cada vez que tengo un encontronazo con el
Ahorcado, me saldría un diario más gordo que las páginas amarillas—. Muy
instructivo.
Y muy bien estructurado.
Le pregunté si debería seguir con el diario la semana que viene. Dijo que tal vez
sí, porque tenía la impresión de que si no mi padre iba a llevarse un chasco.
Después la señora De Roo sacó el Metro Gnomo. Los Metro Gnomos son como
péndulos pero al revés. Sirven para marcar un compás. Son pequeños, quizá por eso
se llaman gnomos. Normalmente los usa la gente que estudia música, pero también
los logopedas. Lo que hay que hacer es leer al compás del tictac, así: vete-a-la-cama-
que-tienes-sueño-coge-el-bacba-córtate-el-cuello. Hoy hemos leído un montón de
palabras del diccionario que empiezan por n, una detrás de otra. El Metro Gnomo
hace que resulte más fácil hablar, tan fácil como cantar, pero no puedo ir por la vida
con uno encima, ¿no?
Alguien como por ejemplo Ross Wilcox llegaría y me diría: «¿Se puede saber que
es esto, Taylor?», le arrancaría el péndulo en una milésima de segundo y diría: «Vaya

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mierda de producto».
Cuando terminamos con el Metro Gnomo la señora De Roo me hizo leer en voz
alta del mismo libro de siempre, uno titulado Z de Zacarías. Trata de una niña que se
llama Anne y que vive en un valle cuya peculiar climatología lo protege de la
contaminación que asola al resto del país como consecuencia de una guerra nuclear
que ha matado a todos los habitantes. Que Anne sepa, es la única persona con vida en
toda Gran Bretaña. La historia mola un montón, aunque es un poco deprimente. Lo
mismo la señora De Roo me propuso leerla para que, a pesar de ser tartamudo, me
sintiese más afortunado que Anne. Me atasqué un poco en un par de palabras, pero
nadie que no hubiese estado mirando se habría dado cuenta. Sé que la señora De Roo
estaba pensando: ¿Ves cómo puedes leer sin tartamudear? Pero hay cosas que ni los
logopedas entienden. Muchas veces, hasta en las peores rachas, el Ahorcado me deja
decir lo que me dé la gana, hasta palabras que empiezan por letras peligrosas. Esto (a)
me hace concebir esperanzas de curación, esperanzas que luego el Ahorcado se
complace en destruir, y (b) me permite hacer creer a otros niños que soy normal
mientras el miedo a que me descubran sigue vivito y coleando.
Hay más cosas. Una vez escribí los Cuatro Mandamientos del Ahorcado.

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Cuando terminó la consulta, la señora De Roo me preguntó si me sentía más
seguro ante la lectura de mañana. Le habría gustado que le dijera «¡Ya lo creo!», pero
solo si era cierto, así que le dije:
—No mucho, la verdad.
Después le pregunté si la tartamudez es como el acné, que se cura con la edad, o
si por el contrario los niños tartamudos son como los juguetes que vienen con defecto
de fábrica, que se quedan estropeados para toda la vida. (También hay adultos
tartamudos. Hay una serie de televisión titulada Open all Hours donde Ronnie Barker
hace de un tendero que tartamudea de una forma tan cómica que el público se mea de
risa. Solamente pensar que existe esa serie me hace arrugarme como una bolsa de
plástico en una hoguera).
—He ahí el dilema —dijo la señora De Roo—. Mi respuesta es que depende. La
logopedia, Jason, es una ciencia tan imperfecta como complicado es el acto de hablar.
Son setenta y dos músculos los que intervienen en la fonación. El número de
conexiones nerviosas que mi cerebro establece solo para decir esta frase asciende a
decenas de millones. No es de extrañar que, según un estudio, doce de cada cien
personas presenten algún trastorno del habla. No esperes una cura milagrosa. En la
inmensa mayoría de los casos, la mejoría de un defecto del habla no se consigue
extirpándolo. Si intentas eliminarlo con toda el alma, lo único que consigues es que
regrese con más fuerza, ¿a que sí? No, de lo que se trata (y esto puede que te parezca
una locura) es de entenderlo, de llegar con él a un acuerdo práctico, de respetarlo, de
no tenerle miedo. Sí, de acuerdo, de vez en cuando se recrudecerá y empeorará, pero
si sabes por qué empeora, sabrás cómo controlar las causas de esos rebrotes. En
Sudáfrica tenía un amigo que había sido alcohólico. Un día le pregunté cómo se curó.
Me dijo que no se había curado. «¿Qué dices?», le pregunté, «¡Pero si llevas tres años
sin probar gota!». Me dijo que lo único que había hecho era convertirse en un
alcohólico abstemio. Ese es mi objetivo. Ayudar a la gente a pasar de tartamudos que
tartamudean a tartamudos que no tartamudean.
La señora De Roo no tiene un pelo de tonta y lo que dice tiene sentido.
Pero para la lectura de mañana no me sirve una mierda.
Para cenar había pastel de ternera y riñones. Los trozos de ternera tienen un pase,
pero los de riñones me hacen vomitar. Tengo que tragármelos enteros, sin masticar.
Metérmelos en el bolsillo a escondidas es demasiado arriesgado desde que Julia me
vio la última vez que lo hice y se chivó. Mi padre le estaba contando a mi madre que
en el supermercado que Groenlandia ha abierto en Reading hay un nuevo comercial
en prácticas, un tal Danny Lawlor.
—Está recién salido del típico curso de administración y es más irlandés que
Hurricane Higgins, pero el chaval tiene más labia que un cartujo, palabra. ¡Menudo
piquito de oro! Craig Salt se dejó caer mientras yo estaba allí para inculcar un poco
de disciplina a la tropa, pero en menos de cinco minutos Danny ya se lo había metido
en el bolsillo. El chaval es carne de ejecutivo. El año que viene, cuando Craig Salt me

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ascienda a jefe de ventas a nivel nacional, pienso echarle el guante, y si a alguien le
pica, que se rasque.
—Los irlandeses siempre han tenido que sobrevivir a base de ingenio —dijo mi
madre.
Mi padre no se acordaba de que aquel día me había tocado ir al logopeda hasta
que mi madre no mencionó que había extendido un cheque «bastante hermoso» a
nombre de Lorenzo Hussingtree en Malvern Link. Me preguntó qué había opinado la
señora De Roo de su idea del diario. Cuando le dije que le parecía «muy instructivo»
se animó más todavía.
—¿«Instructivo»? ¡Querrá decir indispensable! Los principios de la gestión
inteligente son de aplicación universal. Como le he dicho a Danny Lawlor, lo que
cuenta es la información. Un profesional sin datos es como el Titanio cruzando sin
radar un Atlántico plagado de icebergs. ¿Y cuál es el resultado? Colisión, desastre,
adiós muy buenas.
—¿El radar no lo inventaron durante la Segunda Guerra Mundial? —dijo Julia
pinchando un trozo de carne—. ¿Y no se hundió el Titanic antes de la Primera?
—El principio, hija de mi vida, es una constante universal. Si no llevas la cuenta
de tu actividad, no podrás evaluar los progresos conseguidos. Lo mismo da que seas
un vendedor, un profesor, un militar, o un operario de cualquier sistema. Un buen día,
cuando seas una ilustre abogada y tengas que aprenderlo por las malas, te acordarás
de lo que te decía tu sabio y querido padre, y dirás: «Ay, si le hubiera hecho caso.
Qué razón tenía».
Julia resopló como un caballo, pero, como es Julia, nadie le dijo nada. Yo nunca
puedo decirle a mi padre lo que de verdad pienso con esa libertad. Y noto que todo lo
que me callo se pudre dentro de mí como patatas mohosas dentro de un saco cerrado.
Los tartamudos nunca pueden ganar ninguna discusión porque, en cuanto tartamudeas
una vez… ¡So-so-sorpresa, Ta-ta-tartaja! ¡Ya has pe-pe-perdido! Si tartamudeo al
hablar con mi padre, se le pone la misma cara que el día en que llegó con su flamante
Black and Decker recién comprado y al abrir la caja se encontró con que faltaba una
bolsita de tornillos importantísimos. Al Ahorcado le encanta esa cara.
Cuando Julia y yo terminamos de fregar los platos, mis padres se sentaron delante
de la tele para ver un concurso nuevo que se llama Blankety Blank. Los concursantes
tienen que adivinar la palabra que falta de una frase y si dicen la misma que el equipo
de famosos, les dan un premio de mierda, como un carrusel para colgar tazas.
Subí a mi cuarto y me puse a hacer los deberes sobre el feudalismo que nos había
puesto la señorita Coscombe, pero me enredé con un poema sobre un niño que está
patinando en un lago helado y que tiene tanta curiosidad por saber cómo es la muerte
que se convence de que está hablando con un niño ahogado. Lo pasé a máquina con
mi Silver Reed Elan 20 manual. Me encanta lo de que no tenga tecla del número 1 y
en su lugar haya que usar la letra «1».
Ahora que me he cargado el Omega del abuelo, lo primero que salvaría si mi casa

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se incendiase sería la Silver Reed. Lo del reloj era lo peor de lo peor de la pesadilla
más espantosa.
Bueno, el caso es que de repente mi reloj despertador marcaba las 21.15. Me
quedaban menos de doce horas. La lluvia repiqueteaba en la ventana. La lluvia, los
poemas y la respiración también marcan ritmos de Metro Gnomo, no solo el tictac de
los relojes.
Los pasos de Julia resonaron en el techo de mi cuarto y, acto seguido, escaleras
abajo. Abrió la puerta del salón y preguntó si podía llamar a Kate Alfrick para
consultarle una cosa sobre los deberes de Economía. Mi padre dijo que de acuerdo.
Como el teléfono está en el recibidor para que sea incómodo de usar, si atravieso
sigilosamente el descansillo hasta mi puesto de vigilancia, puedo enterarme de casi
todo.
—Sí, claro que recibí la tarjeta del Día de los Enamorados, todo un detalle por tu
parte, pero escúchame, que sabes perfectamente para qué te llamo. ¿Has aprobado?
Pausa.
—¡Que me lo digas, Ewan! ¿Has aprobado?
Pausa. (¿Quién es Ewan?).
—¡Genial! ¡Estupendo! Si llegas a suspender corto contigo, por supuesto. Paso de
tener un novio sin carné de conducir.
(¿«Novio»? ¿«Cortar»?). Risas amortiguadas y otra pausa.
—¡No, qué va! ¡No se va a enterar nunca!
Pausa.
Julia soltó el gemido de queja que suelta siempre que se muere de envidia por
algo.
—¡Jolín, yo también quiero un tío podrido de pasta que me regale coches
deportivos! ¿Me das uno de los tuyos? Venga, que tienes de sobra…
Pausa.
—Pues claro. ¿Qué tal el sábado? Ah, no, que tienes clase por la mañana, siempre
se me olvida…
¿Clase el sábado por la mañana? Este Ewan debe de estudiar en el Worcester
Cathedral. Un pijo, vamos.
—… vale, en el café Russell and Dorrell. A la una y media. Me lleva Kate.
Una risita malévola.
—Por supuesto que no lo voy a llevar. Cosa se pasa los sábados escondido en lo
alto de un árbol o metido en un agujero.
El eco del telediario de las nueve inundó el recibidor: alguien había abierto la
puerta del salón. Julia puso voz de «conversación con Kate».
—Sí, esa parte la entiendo, Kate, lo que no me entra en la cabeza es la pregunta
nueve. Será mejor que eché un vistazo a tus respuestas antes del examen. Vale… de
acuerdo. Gracias. Te veo mañana. Buenas noches.
—¿Lo has aclarado? —dijo mi padre desde la cocina.

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—Prácticamente —dijo Julia, cerrando la cremallera del estuche.
Julia miente guay. Quiere hacer la carrera de derecho y ya tiene ofertas de varias
universidades. Solo imaginarme a mi hermana morreándose con alguien me entran
ganas de potar, pero resulta que muchos de su clase están por ella. Seguro que Ewan
es uno de uso chicos superseguros de sí mismos que usan colonia Blue Stratos y
zapatos de chúpame la punta y llevan el pelo como el cantante de Haircut 100.
Seguro que Ewan se expresa con frases bien disciplinadas que desfilan sin perder el
paso, como mi primo Hugo. Hablar bien es como dar órdenes.
Vete a saber de qué voy a trabajar yo. De abogado no, está claro. No se puede
tartamudear delante de un tribunal. Ni en una clase tampoco. Mis alumnos me
crucificarían. No hay muchos trabajos en los que no haya que hablar. Poeta
profesional no puedo ser porque la señorita Lippetts dijo una vez que nadie compra
libros de poesía. Podría ser monje, pero la iglesia es más aburrida que mirar la carta
de ajuste. Cuando éramos pequeños mi madre nos hacía ir a catequesis dominical,
con lo cual las mañanas de los domingos se convertían en auténticas sesiones de
tortura. Hasta mi madre se aburrió a los pocos meses. Estar encerrado en un
monasterio sería la muerte. ¿Qué tal ser farero? Con tantas tormentas, tantas puestas
de sol y tantos sándwiches de quesito debes de terminar sintiéndote muy solo.
Aunque más vale que me vaya acostumbrando a la soledad, porque ¿qué chica va a
querer salir con un tartamudo? ¿O incluso bailar siquiera? Cuando por fin soltase
¿Qui-qui-quieres ba-ba-ba-ba-ba-bailar?, ya habría terminado de sonar la última
canción de la noche en la discoteca del pueblo. ¿Te imaginas que tartamudease el día
de mi boda y ni siquiera pudiese decir «sí, quiero»?
—¿Estabas escuchando, verdad?
Allí estaba Julia, apoyada en el marco de mi puerta.
—¿Cómo?
—Ya me has oído. Que si estabas escuchando a escondidas mi conversación
telefónica.
—¿Qué conversación?
Mi respuesta fue demasiado rápida y demasiado inocente.
—Me parece, Jason —la mirada de odio de mi hermana me puso la cara al rojo
vivo—, que un poco de intimidad no es mucho pedir. Si tú tuvieses algún amigo al
que telefonear, yo no me dedicaría a espiarte. Escuchar las conversaciones de los
demás es de gusanos.
—¡Que no estaba escuchando!
¿Cómo puedo ser tan llorica?
—Entonces ¿cómo es que hace tres minutos tenías la puerta cerrada y ahora la
tienes abierta de par en par?
—No s… —El Ahorcado me bloqueó la palabra «sé» y tuve que interrumpir la
frase como un subnormal—. ¿A ti qué te importa?
Quería ventilar el cuarto —El Ahorcado no puso objeciones a «ventilar»—. Fui al

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baño y la puerta se abrió con la corriente.
—¿La corriente? Ah, claro, hay un huracán azotando el pasillo. Casi no me tengo
en pie.
—¡Que no te estaba escuchando!
Se quedó un buen rato callada, lo bastante como para dejarme claro que sabía que
le estaba mintiendo.
—¿Quién te ha dicho que podías coger mi disco de los Beatles?
Su LP estaba junto a mi birria de tocadiscos.
—Casi nunca lo escuchas.
—Mentira, pero aunque fuese verdad, eso no significaría que sea tuyo. Tú
tampoco te pones nunca el reloj del abuelo. ¿Significa eso que es mío? —Entró a
coger el disco. Al pasar por encima de mi bolsa Adidas, echó un vistazo a la máquina
de escribir. Temblando de vergüenza, tapé el poema con el cuerpo—. Veo que estás
de acuerdo —dijo con la sutilidad de un martillo pilón— con que un poco de
intimidad no es mucho pedir. Ah, y como el disco tenga un solo arañazo, te la cargas.
A través del techo se oye, no los Beatles, sino The man with the child in his eyes,
de Kate Bush. Julia solo pone esa canción cuando está superemocionada, o con la
regla. La vida debe de parecerle genial. Tiene dieciocho años, dentro de unos pocos
meses se va a ir de Black Swan Green, tiene un novio con un coche deportivo, le dan
el doble de paga que a mí y es capaz de manipular a los demás a su antojo con
palabras.
Con simples palabras.
Acaba de poner Songbird, de Fleetwood Mac.
Los miércoles mi padre se levanta antes del amanecer porque tiene que asistir a la
reunión semanal de Groenlandia en la oficina central de Oxford. Como el garaje está
justo debajo de mi cuarto, oigo el rugido de su Rover 3500 cuando lo arranca. En
mañanas lluviosas como la de hoy, las ruedas hacen sbssssssh en el camino
encharcado y la lluvia salpicotea en la puerta plegada del garaje. Mi reloj despertador
marcaba las 6.35 con dígitos color verde marciano, o sea, que me quedaban 150
minutos de vida, ni uno más. Ya veía las filas y columnas de rostros en el aula, como
una pantalla del Space Invaders. Muertos de risa, desconcertados, horrorizados,
compadecidos. ¿Quién decide qué defectos son graciosos y cuáles son trágicos?
Nadie se ríe de los ciegos, ni hace chistes sobre la insuficiencia respiratoria.
Si Dios hiciese que cada minuto durase seis meses, a la hora del desayuno ya
sería un hombre de mediana edad, y para cuando llegase el autobús del colegio me
habría muerto. Podría dormirme para siempre. Traté de olvidarme de lo que me
esperaba tumbándome boca arriba e imaginándome que el techo era la superficie
inerte de un planeta que giraba alrededor de Alfa Centauro. Un planeta desierto. Si
viviese allí no tendría que decir ni una palabra.
—¡Jason! ¡Hora de levantarse! —gritó mi madre desde el piso de abajo.
Estaba soñando que me despertaba en un bosque azul y me encontraba el Omega

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de mi abuelo intacto, encima de unos azafranes chillones. Entonces oía a alguien
acercarse corriendo y pensaba que era un fantasma que volvía al cementerio de Saint
Gabriel.
—¡Jason! —volvió a gritar mi madre.
Miré la hora: las 7:41.
Logré articular un «¡ya voy!» con voz legañosa, y expulsé mis piernas de la cama
para que el resto del cuerpo se viese obligado a seguirlas. Desgraciadamente, el
espejo del cuarto de baño no mostró indicios de lepra. Pensé en colocarme un trapo
caliente en la frente y decir que tenía fiebre, pero mi madre no se chupa el dedo. Mis
calzoncillos rojos de la suerte estaban lavándose así que me puse los amarillos. No
importa porque hoy no hay gimnasia. Cuando bajé, mi madre estaba viendo la BBC1
en el televisor nuevo de la cocina y Julia estaba añadiendo rodajas de plátano al
muesli.
—Buenos días —dije—. ¿Qué revista es esa?
Julia me mostró la portada de Face.
—Como la toques cuando yo no esté, te estrangulo.
Debería haber nacido yo en tu lugar, imbécil, dijo el Gemelo Nonato.
—¿Qué se supone que significa esa cara? —No se le había olvidado lo de anoche
—. Parece que te estás meando encima.
Podría haberme vengado preguntándole si también estrangularía a Ewan si tocase
su revista, pero eso sería reconocer que soy un gusano que escucha a escondidas. Mis
cereales sabían a madera de balsa. Cuando me los terminé, me lavé los dientes y metí
los libros en la bolsa Adidas y los bolis en el estuche. Julia ya había salido. Va al
instituto anexo a nuestro colegio, con Kate Alfrick, que ya se ha sacado el carné de
conducir.
Mi madre estaba hablando por teléfono con la tía Alice sobre el nuevo cuarto de
baño.
—Un segundo, Alice —Tapó el auricular con la mano—. ¿Llevas dinero para el
almuerzo?
Asentí con la cabeza. Decidí contarle lo de la lectura.
—Mamá, es que hay un…
El Ahorcado me bloqueó «problema».
—¡Vamos, Jason! ¡Que vas a perder el autobús!
Llovía y hacía mucho viento, como si estuviesen apuntando a Black Swan Green
con una máquina de lluvia. Nuestra calle era una sucesión de muros manchados de
lluvia, comederos de pájaros chorreando, enanitos de jardín empapados, estanques
agitados y rocallas relucientes. Un gato color gris luna me miraba desde el porche del
señor Castle. Qué ganas me entraron de convertirme en gato. Pasé junto a la valla del
camino de herradura. Si fuese Grant Burch o Ross Wilcox o cualquier otro niño de
los que viven en las casas de protección oficial de Wellington End, haría pellas,
saltaría la valla y seguiría el camino hasta donde me llevase. Igual termina en el túnel

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escondido que hay debajo de las colinas Malvern. Pero los niños como yo no
podemos hacer eso. El señor Kempsey se daría cuenta al instante de que había faltado
a clase justo el día en que me tocaba leer. A la hora del recreo llamarían a mi madre.
El señor Nixon tomaría cartas en el asunto. Avisarían a mi padre, que interrumpiría su
reunión semanal. Policías y sabuesos me seguirían el rastro. Me detendrían, me
interrogarían, me sacarían la piel a tiras, y el señor Kempsey todavía me obligaría a
leer un pasaje de Plegarias sencillas para un mundo complicado.
Si te paras a pensar en las consecuencias, ya estás frito.
Había grupos de niñas con paraguas junto al Black Swan. Los niños no pueden
llevar paraguas porque es de maricas. (Menos Grant Burch, claro, que no se moja
porque obliga a su esclavo Philip Phelps a cargar con una sombrilla enorme de golf).
De la cintura para arriba voy más o menos seco gracias a la trenca, pero en la esquina
con la calle principal un Vauxhall Chevette pisó un charcazo y me caló hasta las
rodillas. Tenía los calcetines húmedos y rasposos. Pete Redmarley, Gubert Swinyard,
Nick Yew, Ross Wilcox y toda esa panda estaban echando una pelea de charcos, pero
nada más llegar yo apareció el autobús del colegio. Sentado al volante, Norman Bates
nos miraba como un matarife a una piara de cerdos listos para la matanza. Subimos
todos y la puerta se cerró con un silbido. Mi reloj Casio marcaba las 8.35.
Los días que llueve el autobús apesta a niños, eructos y ceniceros. En los asientos
de delante se sientan las niñas que se suben en Guarlford y Blackmore End y que solo
hablan de deberes. Los chicos duros se van directamente a la fila del fondo, pero
cuando el conductor es Norman Bates hasta Pete Redmarley y Gilbert Swinyard se
portan como Dios manda. Norman Bates es uno de esos chalados con los que más
vale no andarse con tonterías. Un día Pluto Noak abrió la puerta de emergencia por
hacer la gracia. Norman Bates fue hasta el fondo, lo agarró, lo llevó a rastras hasta
delante y lo echó literalmente del autobús. Pluto Noak gritó desde la cuneta:
—¡Voy a denunciarte! ¡Me has roto el brazo!
La respuesta de Norman Bates fue quitarse el cigarrillo de la comisura de la boca,
bajar un par de escalones, sacar la lengua como un maorí y apagarse el cigarrillo,
lenta y cuidadosamente, en la mismísima lengua. Se oyó hasta el cbisss. Por último,
le tiró la colilla a Pluto Noak.
Acto seguido, volvió a sentarse al volante y arrancó.
Desde ese día nadie ha vuelto a tocar la puerta de emergencia.
Dean Lerdell se subió en la parada de Drugger’s End, justo en el límite del
pueblo.
—Eh, Dean —le dije—, siéntate aquí si quieres.
Lerdell se puso tan contento de que lo llamase por su verdadero nombre delante
de todo el mundo que sonrió de oreja a oreja y se desplomó en el asiento de golpe.
Caray —dijo Lerdell—, como siga diluviando así, cuando salgamos de clase el
Severn se habrá desbordado en Upton. Y en Worcester.
Y en Tewkesbury.

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—Ya te digo.
Me mostré amigable por mi interés. Esta tarde, cuando volvamos a casa en el
autobús, ni el Hombre Invisible querrá sentarse al lado de Ja-ja-jason Ta-ta-taylor, el
ta-ta-tartaja del co-co-colegio. Dean y yo jugamos a las cuatro en raya en la ventanilla
empañada. Antes de llegar a Welland Cross ya me había ganado una partida. Dean
está en 2W, la clase de la señorita Wyche. 2W es la segunda peor clase del colegio,
pero Dean no tiene un pelo de tonto. Lo que pasa es que si sacase buenas notas los
demás le harían la vida imposible.
En un prado inundado había un caballo negro que parecía muy triste. Pero no
tanto como lo estaría yo dentro de veintiún minutos y bajando.
El radiador de debajo de nuestro asiento me soldó los pantalones del uniforme a
las espinillas. Alguien se tiró un pedo con olor a huevos podridos. Gilbert Swinyard
bramó:
—¡Cagón ha soltado una bomba fétida!
Cagón sonrió de oreja a oreja mostrando sus dientes marrones, se sonó los mocos
con una bolsa de gusanitos y la lanzó por los aires. Las bolsas de gusanitos no vuelan
muy lejos así que aterrizó justo encima de Robin South, en la fila de detrás.
Cuando me quise dar cuenta el autobús ya estaba parado delante del colegio y
todo el mundo se apeó en tropel. Los días que llueve esperamos a que suene la
campana en el vestíbulo en lugar de en el patio. Esta mañana el colegio era un frenesí
de suelos resbaladizos, anoraks empapados que despedían vapor, profesores
regañando a alumnos gritones, niños de quinto jugando al tú la llevas por los pasillos
y niñas de séptimo desfilando cogidas del brazo y cantando canciones de los
Pretenders. El reloj que hay en la galería que lleva a la sala de profesores, donde se
quedan los castigados durante la hora de la comida, me informó de que me quedaban
ocho minutos de vida.
—Ah, Taylor, estupendo —El señor Kempsey me tiró del lóbulo—. Justo el
alumno que andaba buscando. Sígame. Me gustaría depositar unas palabras en su
pabellón auditivo.
El tutor de mi clase me condujo por la lúgubre galería en dirección a la sala de
profesores. La sala de profesores es como Dios, que nadie puede verlo y seguir vivo.
Por la puerta entornada salían nubes de humo como la niebla en el Londres de Jack el
Destripador, pero unos metros antes de llegar nos desviamos y entramos en el
almacén de material. El almacén de material es una especie de celda provisional para
los alumnos que la han cagado. Me pregunté qué había hecho yo.
—Hace cinco minutos —dijo el señor Kempsey— me han transferido una
llamada telefónica relacionada con Jason Taylor. Era alguien que simpatiza con usted.
Con el señor Kempsey es mejor esperar.
—Esa persona me ha formulado una petición de clemencia.
El señor Nixon pasó como una exhalación por delante de la puerta, envuelto en
una nube de indignación y tweed.

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—¿Cómo? —dije.
El señor Kempsey hizo un gesto de fastidio ante mis pocas luces.
—¿Debo entender que la lectura programada para hoy le venía provocando un
estado de inquietud que cabría definir como «pánico enfermizo»?
Percibí la magia blanca de la señora De Roo, pero no me atrevía a confiar en que
pudiese salvarme.
—Sí, señor.
—Sí, Taylor. Su logopeda opina que el aplazamiento de la ordalía de hoy podría
propiciar a largo plazo una mayor confianza en lo tocante a las artes de la retórica y la
oratoria en público. ¿Secunda usted esta moción, Taylor?
Entendí perfectamente lo que me había dicho pero el señor Kempsey quería
verme desconcertado.
—¿Cómo dice?
—¿Quiere que le dispense de la lectura de hoy, sí o no?
—Sí, señor. Muchísimo.
El señor Kempsey frunció los labios. Todo el mundo piensa que dejar de
tartamudear es como tirarse a la piscina en lo hondo, como un bautismo de fuego. La
gente ve en la tele a esos tartamudos que un buen día se ven obligados a salir a un
escenario delante de mil personas y a los que de repente, como por arte de magia, les
sale una voz perfecta. ¿Os dais cuenta?, sonríe la gente. ¡Lo llevaba dentro! ¡Solo le
hacía falta un empujoncito! Ya se ha curado. Menuda gilipollez.
Cuando eso ocurre, si es que ocurre, es cosa del Ahorcado, que está obedeciendo
el Primer Mandamiento. Que vuelvan al cabo de una semana y echen un vistazo a ese
tartamudo «curado», que verán lo que se encuentran. Lo único cierto es que en lo
hondo es donde se ahoga la gente. Y que los bautismos de fuego provocan
quemaduras de tercer grado.
—No puede pasarse la vida ahuecando el ala ante la posibilidad de tener que
hablar en público, Taylor.
El Gusano dijo: ¿Qué te apuestas?
—Ya lo sé, señor. Por eso estoy haciendo todo lo posible por superarlo. Con la
ayuda de la señora De Roo.
El señor Kempsey no iba a ceder tan fácilmente, pero intuí que estaba fuera de
peligro.
—Muy bien. Pero pensaba que tenía usted más agallas, Taylor. Es evidente que
estaba equivocado.
Y se marchó.
Si yo fuese el Papa, habría canonizado a la señora De Roo en aquel mismo
instante.
El pasaje del libro del señor Kempsey trataba de que en la vida puede llover
durante cuarenta días y cuarenta noches pero Dios ha prometido a la humanidad que
un día saldrá el arco iris. (Julia dice que es absurdo que en 1982 se sigan enseñando

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las historias de la Biblia como si fuesen verdades históricas). Después cantamos el
himno que dice «Todo lo bueno que nos rodea es un regalo del Cielo, demos gracias
al Señor, / oh, gracias al Señor, por toooodo / su amor». Pensé que ya se había
acabado todo, pero cuando el señor Kempsey terminó de leer los avisos y normas del
señor Nixon, Gary Drake levantó la mano.
—Perdón, señor, pero yo pensaba que hoy le tocaba leer a Jason Taylor. Es que
tenía muchas ganas de oírle. ¿Leerá la semana que viene?
Todas las cabezas de la clase se volvieron hacia mí.
El sudor me brotó por cincuenta puntos distintos y me bañó todo el cuerpo. Me
limité a clavar la mirada en la nube de tiza de la pizarra.
Pasados unos segundos que se me hicieron eternos, el señor Kempsey dijo:
—Su ardiente defensa del protocolo establecido es digna de encomio, Drake,
amén, no me cabe duda, de altruista. No obstante, poseo información fidedigna de
que los órganos vocales de Taylor no se encuentran en las debidas condiciones. En
consecuencia, su compañero de clase ha sido eximido por razones cuasi médicas.
—Entonces, ¿leerá la semana que viene?
—El alfabeto sigue su curso inexorable con independencia de las debilidades
humanas, Drake. La semana que viene es el turno de la T, o sea, de Michelle Tirley, y
el porqué no es asunto nuestro.
—Es un poco injusto, señor, ¿no le parece?
¿Pero qué le he hecho yo a Garay Drake?
—A pesar de nuestros esfuerzos —dijo el señor Kempsey cerrando el piano—, la
vida, Drake, suele ser injusta. Lo que hay que hacer es afrontar los retos que nos va
presentando. Cuanto antes lo aprenda —el profesor lanzó una mirada no a Gary
Drake sino a mí—, mejor.
Los miércoles empiezan con dos horas seguidas de matemáticas con el señor
Inkberrow. Es la peor clase de toda la semana. En matemáticas suelo sentarme al lado
de Alastair Nurton, pero esta mañana Alastair Nurton se había sentado con David
Ockeridge. El único pupitre que quedaba libre era al lado de Cari Norrest, justo
delante de la mesa del profesor, así que no me quedó otra que sentarme ahí. Llovía
tanto que las granjas y los campos se disolvían en manchas blancas. El señor
Inkberrow nos lanzó a cada uno nuestro cuaderno con los ejercicios de la semana
anterior corregidos y empezó la clase con algunas preguntas facilonas para «calentar
el cerebro».
—¡Taylor!
Me había pillado evitándole la mirada.
—¿Sí, señor?
—Andamos despistadillos, ¿eh? A ver, si a es once y b es nueve, y x es el
producto de a por b, ¿cuánto vale x?
Estaba chupado: noventa y nueve.
Pero «noventa y nueve» son dos palabras que empiezan por N. Una trampa doble.

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El Ahorcado quería vengarse por la anulación de mi ejecución. Deslizó los dedos por
mi lengua y me agarró la garganta, apretándome las venas que llevan oxígeno al
cerebro. Cuando el Ahorcado se pone en ese plan, ni se me ocurre intentar soltar la
palabra en cuestión porque quedaría como un subnormal profundo.
—¿Ciento uno, señor?
Los listos de la clase dieron unos gruñidos.
—¡Este chaval es un genio! —graznó Gary Drake.
El señor Inkberrow se quitó las gafas, les echó el aliento y las limpió con el
extremo de la corbata.
—Así que nueve por once, «ciento uno», ¿eh? Vaya, vaya… Permítame hacerle
una pregunta, Taylor. ¿Para qué me molesto yo en levantarme por las mañanas, me lo
puede decir? ¿Para qué narices me molesto?

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Parientes
—¡Ya están aquí! —grité al ver el Ford Granada blanco del tío Brian subiendo
por Kingfisher Meadows.
Julia cerró la puerta de su habitación como diciendo «vaya cosa», pero en el piso
de abajo estalló el estrépito de los preparativos. Yo ya había descolgado el mapa de la
Tierra Media y escondido el globo terráqueo y todo lo que a Hugo pudiese parecerle
de niño pequeño, y me quedé sentado en el alféizar de la ventana. La noche anterior
se había desatado tal tormenta que parecía que King Kong nos estaba arrancando el
tejado, y solo ahora comenzaba a amainar. El vecino de enfrente, el señor Woolmere,
estaba recogiendo trozos de la valla, destrozada por el viento. El tío Brian se metió
por nuestro camino y aparcó el Granada junto al Datsun Cherry de mi madre. La
primera en bajarse fue la tía Alice, la hermana de mi madre. A continuación se
apearon mis tres primos. Primero se bajó Alex, con una camiseta de los Scorpions y
una diadema estilo Bjorn Borg. Alex tiene diecisiete años pero el cuerpo le viene tres
tallas grande y tiene unas espinillas que parecen bubones. Después se bajó Nigel el
Enano, el más pequeño de los tres, enfrascado en un cubo de Rubik. El último fue
Hugo.
A Hugo el cuerpo le queda como un guante. Para la mayoría de niños el nombre
«Hugo» sería una desgracia, pero para él es una aureola. (Además, mis primos van a
un colegio privado en Richmond donde los demás se meten contigo no por ser pijo,
sino por no serlo bastante). Hugo me saca dos años. Llevaba una sudadera negra de
cremallera sin capucha y sin marca, unos Levi’s de bragueta de botones, botines de
ante y una de esas pulseras trenzadas que significan que ya no eres virgen. La suerte
adora a Hugo. Cuando Alex, Nigel y yo todavía estamos cambiando Euston Road por
Oíd Kent Road más 300 libras y rezando para cobrar el dinero del aparcamiento
gratuito, Hugo ya tiene hoteles en Mayfair y Park Lañe.
—¡Habéis conseguido llegar!
Mi madre cruzó el camino de entrada y abrazó a la tía Alice.
Abrí una rendija de la ventana para oír mejor.
A todo esto, mi padre, que estaba en el invernadero, apareció con su mono y sus
bártulos de jardinero.
—¡Vaya tiempo de perros nos traéis, Brian!
El tío Brian ya había bajado del coche y cuando vio a mi padre dio un paso atrás
en broma.
—¡Pero bueno, si es el intrépido horticultor!
Mi padre agitó la azada.
—¡Este viento de las narices me ha aplastado los narcisos! Tenemos a un tipo que
nos hace el trabajo gordo del jardín, pero no puede venir hasta el martes, y como dice
un viejo proverbio chino…
—El señor Broadwas es uno de esos hombres de campo que valen su peso en oro

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—dijo mi madre—. Tendríamos que pagarle el doble de lo que le pagamos porque
tiene que arreglar todos los desperfectos que causa Michael.
—… como dice un viejo proverbio chino «Pala sel feliz una semana, casal con
mujel. Pala sel feliz un mes, matal celdo. Pala sel feliz toda vida, plantal jaldín». ¿No
es gracioso?
El tío Brian fingió que le parecía muy gracioso.
—Cuando oyó el viejo proverbio chino en el programa de jardinería de la radio
—dijo mi madre— el cerdo venía antes que la mujer. ¡Pero mira a estos tres
chavalotes! ¡Si habéis vuelto a pegar el estirón! ¿Qué les das de desayunar, Alice?
Sea lo que sea, se lo tengo que dar a Jason.
Aquello me sentó como una patada en el hígado.
—Bueno —dijo mi padre—, vamos para adentro antes de que se nos lleve
volando el viento.
Hugo captó mi señal telepática y miró hacia arriba.
Le medio saludé con la mano.
El mueble bar solo se abre cuando tenemos visita o viene la familia. Huele a
barniz y a jerez. (Una vez, cuando no había nadie en casa, probé un poco de jerez.
Sabe a una mezcla de jarabe y Míster Proper).
Mi madre me mandó llevar una silla del comedor al salón porque no había
bastantes asientos para todos. Las sillas pesan una tonelada y me di un golpe
chunguísimo en la espinilla, pero hice como si nada. Nigel se aplastó en el puf y Alex
cogió uno de los sillones y se puso a tamborilear un ritmo de batería en el brazo.
Hugo se sentó en la alfombra con las piernas cruzadas y cuando mi madre me regañó
por no llevar bastantes sillas, dijo:
—Aquí estoy bien, tía Helena, gracias.
Julia seguía sin aparecer. «¡Bajo en un minuto!», había dicho hacía tres horas.
Como de costumbre, mi padre y mi tío empezaron discutiendo sobre el mejor
camino para ir desde Richmond a Worcestershire. (Cada uno llevaba puesto el jersey
de golf que el otro le había regalado por Navidad). Mi padre opinaba que por la A40
habrían tardado veinte minutos menos que por la A419. El tío Brian no estaba de
acuerdo. Y añadió que a la vuelta pensaba ir a Bath por la A417, pasando por
Cirencester. A mi padre le entraron los siete males.
—¿La A417? —exclamó horrorizado—. ¿Cruzar las Cotswolds en un día festivo?
¡Brian, va a ser un infierno!
—Michael —dijo mi madre—, estoy segura de que Brian sabe muy bien lo que
tiene que hacer.
—¡La A417 es el purgatorio! —Mi padre ya había abierto la guía de carreteras y
el tío Brian lanzó una mirada a mi madre como diciendo «si al pobre le hace feliz,
déjalo». (Esa mirada me puso enfermo)—. En nuestro país, Brian, existe un invento
vulgarmente conocido como «autopista»… aquí está, mira, tienes que coger la M5
hasta la Salida 15… —Mi padre señalaba el mapa golpeándolo con el dedo—. ¡Mira!

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Luego simplemente vas hacia el este. No tienes ninguna necesidad de quedarte
empantanado en Bristol. La M4 hasta la Salida 18 y luego la A46 hasta Bath. Listo.
—La última vez que fuimos a ver a Don y Drucilla —dijo mi tío sin mirar el
mapa—, hicimos eso mismo. Coger la M4 al norte de Bristol. ¿Y sabes qué? ¡Pues
que nos chupamos dos horas de atasco! ¿A que sí, Alice?
—La verdad es que se hizo un poquito largo, sí.
—Dos horas, Alice.
—Pero eso —contraatacó mi padre— fue porque estaban construyendo el carril
nuevo y os pilló todo el tráfico en sentido contrario. Hoy irías a toda mecha por la
M4. No habrá un alma. Te lo garantizo.
—Gracias, Michael —dijo mi tío con voz ñoña—, pero es que no me van mucho
las autopistas.
—Ah, bueno —dijo mi padre cerrando su guía de carreteras—, si lo que te va es
ir pisando huevos en una caravana de carcamales domingueros, haces muy bien en
coger la A417 a Cirencester.
—Anda, Jason, ven a echarme una mano.
«Echarme una mano» significa «hacerlo todo». Mi madre estaba enseñándole a la
tía Alice la reforma de la cocina. Del horno salía un olor a carne. Mientras la tía Alice
pasaba la mano por los azulejos nuevos diciendo «¡qué primor!», mi madre servía
tres vasos de Cocacola, uno para Alex, otro para Nigel y otro para mí. Hugo había
pedido un vaso de agua. Después vacié una bolsa de Twiglets en un plato. (Los
Twiglets son un aperitivo que los mayores creen que a los niños nos encanta, pero
saben a cerillas quemadas untadas de mostaza). Y después lo puse todo en una
bandeja, lo coloqué en la ventanilla que comunica la cocina con el comedor, di la
vuelta y lo llevé a la mesa de centro. No era justo que tuviese que hacerlo yo todo. Si
en lugar de Julia hubiese sido yo el que seguía encerrado en su habitación, mis padres
ya habrían mandado un comando de los GEO a buscarme.
—Ya veo que las féminas te tienen bien enseñado —dijo el tío Brian. Fingí saber
lo que era una fémina.
—¿Un poco más de jerez, Brian? —dijo mi padre apuntándole con la licorera.
—¡Venga esa copa, qué narices!
Alex respondió con un gruñido cuando le pasé la Coca-cola y cogió un puñado de
Twiglets.
Nigel dijo «¡muchísimas gracias!» con cierto recochineo y también echó mano a
los Twiglets.
Hugo dijo «gracias, Jace» por el agua, y «no, gracias» al rechazar los Twiglets.
Mi padre y el tío Brian habían dejado el tema automovilístico y estaban hablando
de la crisis.
—No, Michael —dijo mi tío—, por una vez en tu vida te equivocas. El mundo de
la contabilidad es más o menos inmune a los baches económicos.
—Pero no me digas que tus clientes no están pasando estrecheces…

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—¡Estrecheces! ¡Caray, Michael, están asfixiados! ¡Bancarrotas y ejecuciones de
hipotecas mañana, tarde y noche! Estamos hasta el culo de trabajo, con perdón.
¡Totalmente agobiados! Te digo una cosa, estoy agradecido a esa mujer de Downing
Street por esta, ¿cómo se llama eso que está tan de moda?, «anorexia» financiera.
¡Los contables nos estamos forrando! Y como las primas a los socios van en función
de los beneficios, servidor está encantado de la vida.
—Los clientes en bancarrota —dijo mi padre— difícilmente repiten.
—¿A quién le importa un rábano —dijo mi tío entre trago y trago de jerez—, si la
demanda es inagotable? No, no, los que de verdad me partís el corazón sois la gente
del comercio. Esta crisis va a chuparles la sangre a todos los minoristas, estoy
convencido.
De eso nada, dijo el dedo índice de mi padre.
—El rasgo definitorio de una gestión moderna es el éxito en época de vacas
flacas, no de vacas gordas. Puede que haya tres millones de parados, pero este
trimestre Groenlandia ha cogido a diez becarios. Los consumidores quieren comida
de calidad a precios competitivos.
—Calma, Michael —dijo mi tío, rindiéndose en broma—, que no estamos en una
convención de vendedores. Me parece que estás escondiendo la cabeza como el
avestruz. Si hasta los tories dicen que hay que «apretarse el cinturón»… Los
sindicatos no se tienen en pie. No es que me parezca mal, pero ahí tienes a la British
Leyland despidiendo trabajadores en masa… la actividad portuaria reducida al
mínimo… la industria del acero desmoronándose… todo el mundo importando
barcos de la maldita Corea del Sur, que no sé ni dónde está, en lugar de encargárselos
a nuestros astilleros… el Camarada Scargill amenazando con la revolución… Me
cuesta trabajo creer que todo eso, a la larga, no vaya a afectar a las delicias de
pescado y las croquetas congeladas. A Alice y a mí nos preocupa, que lo sepas.
—Bueno —dijo mi padre recostándose en el sofá—, os agradezco la
preocupación, Brian, pero el comercio minorista está aguantando el tipo y
Groenlandia se mantiene fuerte.
—Me alegra saberlo, Michael. Me alegra muchísimo.
(Yo también me alegré. Al padre de Gavin Coley lo despidió la Metalbox. La
fiesta de cumpleaños que iba a celebrar en Alton Towers tuvo que suspenderse, los
ojos de Gavin se le hundieron unos milímetros y un año después sus padres se
divorciaron. Kelly Lerdell me ha contado que el padre de Coley sigue en el paro).
Hugo llevaba un cordón de cuero alrededor del cuello. Yo también quería uno.
Siempre que vienen los Lamb, la sal y la pimienta se convierten, como por arte de
magia, en «los condimentos». De comer había cóctel de gambas servido en copas de
vino de primero, chuletas de cordero con patatas duquesa y apio estofado de segundo,
y de postre tortilla noruega. Usamos los servilleteros de nácar. (Los trajo de Birmania
el padre de mi padre en el mismo viaje que el Omega Seamaster que me cargué en
enero). Antes de empezar con los entrantes, el tío Brian abrió el vino que él mismo

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había traído. A Julia y a Alex les sirvieron un vaso entero, a Hugo y a mí solo por la
mitad, y a Nigel «un culín para que te mojes los labios».
La tía Alice hizo el brindis de siempre:
—«¡Por las dinastías Taylor y Lamb!».
El tío Brian hizo la misma imitación de Humphrey Bogart de siempre.
Mi padre fingió que le parecía muy gracioso.
Entrechocamos los vasos (todos menos Alex) y dimos un sorbito.
Mi padre, para variar, miró la copa al trasluz y dijo:
—¡Qué flojo está esto! —Es que no falla. Mi madre lo fulminó con la mirada,
pero mi padre nunca se entera—. De verdad te lo digo, Brian. Eres incapaz de elegir
un vino como Dios manda.
—Me alegro de merecer tu aprobación, Michael. Me he dado el gusto de beberme
una caja entera. Es de unos viñedos cercanos a la preciosa casita que alquilamos en
los lagos el año pasado.
—¿Vino en los lagos? ¿En el Lake District? ¿En Cumbria? Venga, Brian, no me
negarás que ahí metiste la pata.
—No, Michael, en los lagos ingleses no. En los italianos. En Lombardía —El tío
Brian movió la copa en círculos—. Cosecha del setenta y tres. Acerezado, aromas de
melón, notas de roble. Coincido con tu sabia apreciación, Michael. No está nada mal
este vinito.
—Bueno —dijo mi madre—, ¡al ataque!
Después de los correspondientes «¡está riquísimo!», la tía Alice dijo:
—Mucha actividad en el colegio este trimestre, ¿verdad, chicos? Nigel es el
capitán del club de ajedrez.
—Presidente —dijo Nigel—, si no te importa.
—¡Usted perdone! Nigel es el presidente del club de ajedrez.
Y Alex hace cosas increíbles con el ordenador del colegio, ¿verdad, Alex? Yo no
sé ni encender el chisme ese del vídeo, pero…
—Alex le da mil vueltas a sus profesores —dijo el tío Brian—, las cosas como
son. ¿Cómo se llama eso que andas haciendo, Alex?
—Fortran. Basic —Alex hablaba como si le doliese—. Pascal. Código máquina.
—Debes de ser inteligentísimo —dijo Julia, con un tono tan alegre que no supe si
estaba siendo irónica o no.
—Desde luego que Alex es inteligente —dijo Hugo—. El cerebro de Alexander
Lamb es la última frontera de la ciencia británica.
Alex lo miró con rabia.
—Los ordenadores son el futuro —dijo mi padre llenándose la cuchara de gambas
—. Tecnología, diseño, coches eléctricos. Eso es lo que deberían enseñarles en el
colegio y no esas chorradas de «vagaba solitario como una nube». Como le decía a
Craig Salt, el director de Groenlandia, el otro día…
—Totalmente de acuerdo contigo, Michael —El tío Brian puso cara de genio

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malvado anunciando su plan para dominar el mundo—. Por eso Alex va a ganarse un
billete nuevecito de 20 libras por cada sobresaliente que saque este curso, y uno de 10
por cada notable. Para comprarse su propio IBM —La envidia me corroía las
entrañas. Mi padre dice que dar dinero a los hijos para que estudien es
«deplorable»—. No hay mejor motivación que el beneficio material, ¿me equivoco?
Mi madre intervino al instante.
—¿Y tú qué tal, Hugo?
Por fin podía observar a Hugo sin disimular.
—Bueno —Hugo dio un sorbito de agua—, he tenido suerte en un par de carreras
con el equipo de piragüismo, tía Helena.
—¡Hugo se ha cubierto de gloria! —exclamó el tío Brian, medio eructando—. Le
correspondería ser el remero principal, el jefazo de la canoa, pero resulta que un
mandamás gordinflón, dueño de la mitad de la Lloyd’s, amenazó con montar un
pifostio si no hacían capitán a su pequeñín. ¿Cómo se llama el niñato ese, Hugo?
—Creo que te refieres a Dominic Fitzsimmons, papá.
—«Dominic Fitzsimmons». ¿A que suena a chiste?
Recé para que el foco de atención se centrase en Julia. Recé para que mi madre no
mencionase el premio de poesía, por lo menos no delante de Hugo.
—Jason ha ganado el premio de poesía de las bibliotecas municipales de Hereford
y Worcester —dijo mi madre—. ¿Verdad, Jason?
—Me obligaron a escribirlo —tenía las orejas al rojo de vergüenza y el único
lugar adonde podía mirar era a mi plato de comida—. Para la clase de literatura. Yo
no… —probé la palabra «sabía» un par de veces, pero vi que me iba a poner a
tartamudear como un retrasado mental—. No tenía ni idea de que la señorita Lippetts
fuese a presentarlo a concurso.
—¡No seas tan modesto! —exclamó la tía Alice.
—Ha ganado un diccionario estupendo —dijo mi madre—, ¿verdad, Jason?
El imbécil de Alex me disparó un comentario irónico imposible de captar por el
radar paterno.
—Me encantaría oír tu poema, Jason.
—Imposible. No tengo el cuaderno aquí.
—Qué pena.
—Los poemas ganadores salieron publicados en la Gaceta de Malvern —dijo mi
madre—. ¡Con la foto de Jason y todo! Cuando terminemos de comer la busco.
(Me puse enfermo solo de recordarlo. Los de la Gaceta mandaron a un fotógrafo
al colegio que me hizo posar leyendo un libro en la biblioteca como si fuese marica
perdido).
—Según tengo entendido —dijo el tío Brian relamiéndose los labios—, los poetas
contraen enfermedades muy feas de damas parisinas de mala fama y mueren en
húmedas mandorlas junto al Sena. ¿Vaya carrerón, eh, Michael?
—Unas gambas excelentes, Helena —terció la tía Alice.

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—Congeladas —dijo mi padre—, del Groenlandia de Worcester.
—Frescas, Michael. De la pescadería.
—Ah, no sabía que todavía quedasen pescaderías.
Alex volvió a hurgar en lo del premio de poesía.
—Por lo menos dinos de qué trataba el poema, Jason. ¿Del florecer de la
primavera? ¿O era un poema de amor?
—No creo que le sacases mucho partido, Alex —dijo Julia—. La obra de Jason
carece de la sutileza y madurez de los Scorpions.
Hugo soltó una carcajada para chinchar a Alex. Y para demostrarme de qué lado
estaba. Me sentí tan agradecido a Julia que hasta le habría dado un beso. Bueno, casi.
—Tampoco tiene tanta gracia —le dijo entre dientes Alex a Hugo.
—No te enfurruñes, Alex, que no te favorece nada.
—Niños —dijo la tía Helena a modo de advertencia.
La salsera de las grandes ocasiones pasó de mano en mano alrededor de la mesa.
Entre mis patatas despachurradas y mis puddings Yorkshire en miniatura creé un
Mediterráneo de salsa. Gibraltar era la punta de una zanahoria.
—¡Al ataque! —dijo mi madre.
La tía Helena fue la primera en decir: «Están divinas las chuletas, Helena».
—¡Se derriten en la boca! —dijo el tío Brian con un acento italiano que le salió
de pena.
Nigel sonrió a su padre con adoración.
—El secreto es el adobo —le dijo mi madre a mi tía—. Luego te dejo que copies
la receta.
—¡Más te vale, Helena! ¡No me pienso ir sin ella!
—¿Un pelín más de vino, Michael? —El tío Brian le llenó la copa antes de que
mi padre pudiese decir que no (ya iban por la segunda botella), y luego se llenó la
suya—. No te lo tomes a mal, Michael. ¡Chinchín! Bueno, Helena, veo que tu pagoda
móvil todavía no ha ascendido a los cielos de la chatarra oriental.
Mi madre puso su típica cara de perplejidad cortés.
—¡Tu Datsun, Helena! Mira, porque cocinas de maravilla que si no, me costaría
perdonarte por haber violado la Primera Ley del Automóvil: «No te fíes de los
japoneses ni de las tartanas que fabrican como churros». ¿Habéis visto el anuncio
nuevo de Volkswagen? Por una vez los alemanes han tenido una idea buena. Sale un
japo pequeñajo dando vueltas a todo correr, buscando el nuevo Golf, entonces el Golf
cae del techo ¡y lo aplasta! La primera vez que lo vi casi me meo de risa, ¿a que sí,
Alice?
—Si mal no recuerdo —dijo Julia limpiándose la boca con la servilleta—, tu
cámara es una Nikon, ¿no, tío Brian?
—Los equipos de música japoneses tampoco están mal —dijo Hugo.
—Ni los chips de ordenador —añadió Nigel.
Así que me animé y dije:

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Las motos también son bastante chulas.
El tío Brian se encogió de hombros con aire incrédulo.
—¡Eso es justamente lo que quiero decir, niños y niñas! Los japos cogen la
tecnología de los demás, la reducen a su propio tamaño y se la vuelven a vender al
mundo, ¿verdad, Mike? ¿Mike? Por lo menos en esto me darás la razón, ¿no? ¡Qué se
puede esperar de la única potencia del Eje que nunca pidió perdón por la guerra!
Salieron de rositas. Totalmente impunes.
—Doscientos mil civiles asesinados por las bombas atómicas —dijo Julia— y
otros dos millones achicharrados por bombas incendiarias no es lo que yo entiendo
por salir de rositas.
—Pero el quid de la cuestión —el tío Brian solo oye lo que le apetece— es que
los japos siguen en guerra. Son los dueños de Wall Street. Lo siguiente va a ser
Londres. En el camino desde Barbican hasta mi oficina te hacen falta… veinte pares
de manos para contar todos los dobles de Fu Manchú con los que te cruzas. Escucha
esto, Helena. Mi secretaria se compró uno de esos… cómo carajo se llaman… sí,
hombre, esos carricoches con motor… un Honda Civic. Eso es. Un Honda Civic
color boñiga. Salió del concesionario y en la primera rotonda —no es broma— se le
cayó el tubo de escape. Pero es que de cuajo. Chof. Al suelo. Por eso son tan
competitivos, porque fabrican porquerías. ¿Te das cuenta? No se puede tener todo en
esta vida. Por lo menos no sin pillarse una infección de hongos, ¿eh, Mike?
—Pásame los condimentos, Julia, por favor —dijo mi padre a mi hermana.
Hugo y yo nos miramos a los ojos y por un momento estuvimos solos en una sala
llena de estatuas de cera.
—Pues mi Datsun —dijo mi madre mientras le ofrecía más guarnición a mi tía,
que hizo un gesto de no, gracias— pasó con éxito la pre-ITV la semana pasada.
—¿No me digas —preguntó con desdén mi tío— que pasaste la pre-ITV en el
mismo lugar que te vendieron la pagoda móvil?
—¿Y por qué no habría de llevarlo allí?
—Ay, Helena —dijo mi tío sacudiendo la cabeza.
—No entiendo lo que quieres decir, Brian.
—Helena, Helena, Helena.
Hugo pidió «una rodaja finita» de tortilla noruega, con lo cual mi madre le partió
un cacho tan grande como el de mi padre.
—¡Que estás creciendo, por el amor de Dios! —Me apunté la táctica de Hugo
para usarla en el futuro—. ¡Vamos, al ataque, antes de que se derrita el helado!
Después de la primera cucharada la tía Alice dijo:
—¡Está de locura!
—Muy rico, Helena —dijo mi padre.
—Mike —dijo el tío Brian—, no irás a dejarte a medias esta botella, ¿verdad? —
Echó un buen chorro en la copa de mi padre, luego otro en la suya y la alzó en
dirección a mi hermana—. ¡A tu salud, chiquilla! Aunque sigo sin entender cómo una

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jovencita tan lista como tú no aspira a estudiar en una de las dos grandes. En el
colegio de tus primos, de verdad te lo digo, están todo el día que si Oxford por aquí,
que si Cambridge por allá, mañana, tarde y noche. ¿A que sí, Alex?
Alex levantó la cabeza diez grados durante un cuarto de segundo para decir que
sí.
—Mañana, tarde y noche —dijo Hugo, completamente en serio.
—El señor Williams, nuestro orientador universitario —dijo Julia, pescando con
la cuchara un churrete de helado antes de que cayese al mantel— tiene un amigo en el
bar radical de Londres que dice que si me quiero especializar en derecho del medio
ambiente, lo mejor es que estudie en Edimburgo o Durham porque…
—Entonces me vas a perdonar —el tío Brian dio un golpe de karate al aire—, de
verdad te lo digo, pero al tal señor Williams, que seguro que es un galés encubierto,
¡habría que emplumarlo, atarlo a un burro y mandarlo de vuelta a Haverfordwest! Lo
que cuenta en la universidad no es lo que uno aprenda —el tío Brian ya estaba rojo
como un tomate— ¡sino con quién se relacione! ¡Para codearse con la élite del
mañana hay que ir a Oxford o a Cambridge! ¡Te lo digo en serio, si yo hubiese hecho
los contactos adecuados en la universidad, ya me habrían aceptado como socio de la
gestoría hace diez años! ¡Mike… Helena! ¿No iréis a quedaros de brazos cruzados
mientras vuestra primogénita se echa a perder en cualquier universidad de pacotilla?
Julia estaba negra.
(Normalmente, llegados a ese punto, suelo retirarme a un lugar seguro).
—Las universidades de Edimburgo y Durham tienen muy buena fama —dijo mi
madre.
—Seguro que sí, no te digo que no, pero la pregunta que te tienes que hacer es la
siguiente —mi tío ya estaba casi chillando—: «¿Son las mejores del mercado?», y la
respuesta es: «¡Una leche!». Maldita sea, ese, ese es precisamente el problema de los
institutos públicos: que aceptan a todo el mundo. Son estupendos para Pepito
Medianía y María del Montón, pero ¿ayudan a los más brillantes y capacitados? ¡Una
leche! Para los sindicatos de profesores, «brillante» y «capacitado» son palabrotas.
La tía Alice puso la mano en el brazo de su marido.
—Brian, me parece que…
—¡Ni Brian ni Brion! ¡Aquí lo que está en juego es el futuro de mi única sobrina!
¡Si el hecho de que me preocupe por ella me convierte en un clasista, pues muy bien,
seré el mayor clasista del puto mundo, con perdón, y a mucha honra! Pero es que no
me cabe en la cabeza que alguien lo bastante inteligente para estudiar en Oxford
prefiera irse a Escocia —El tío Brian se bebió lo que le quedaba de un trago—. A no
ser que, quizá… —La expresión de su rostro pasó de indignada a pervertida en tres
segundos—. Bueno, a no ser que tengas por ahí un joven semental escocés con una
gaita bien afinada y no nos lo quieras contar, ¿eh, Julita? ¿Eh, Mike? ¿Eh, Helena?
¿Lo habéis pensado?
—Brian…

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—No te preocupes, tía Alice —dijo Julia sonriendo—. El tío Brian sabe que
prefiero tirarme de cabeza a un pozo antes que contarle nada de mi vida privada.
Pienso estudiar derecho en Edimburgo, así que todos los Brian Lamb del mañana
tendrán que establecer su red de contactos sin mí.
Si yo digo algo así, se me cae el pelo.
Hugo alzó la copa en dirección a mi hermana.
—¡Así se habla, Julia!
—Vaya —el tío Brian soltó una especie de risita fláccida—, al final puede que
llegues lejos en el mundo de la abogacía, jovencita, aunque insistas en una
universidad de segunda. Dominas a la perfección el arte del non-secutor.
—Me alegro de merecer tu aprobación, tío Brian.
Se hizo un incómodo silencio.
—¡Bravo! —se mofó mi tío—. Está empeñada en decir la última palabra.
—Tienes un trozo de apio en la barbilla, tío Brian.
El lugar más frío de toda la casa es el cuarto de baño del piso de abajo. En
invierno se te congela el culo y se te queda pegado a la taza. Julia se despidió de los
Lamb y se fue a casa de Kate Alfrick a repasar para el examen de historia. El tío
Brian se retiró al cuarto de invitados «para descansar la vista». Alex se metió en el
cuarto de baño por tercera vez desde que llegaron. Y las tres veces se tiró más de
veinte minutos. No sé qué haría ahí dentro. Mi padre les estaba enseñando la Minolta
nueva a Nigel y Hugo, y mi madre y la tía Alice, a pesar del viento, estaban dando un
paseo por el jardín. Me miré en el espejo del lavabo buscando algún parecido con
Hugo. ¿Podría convertirme en él por pura fuerza de voluntad? ¿Célula a célula? Es lo
que está haciendo Ross Wilcox. En primaria era un borrico y un don nadie, pero
ahora fuma con chicos mayores como Gilbert Swinyard y Pete Redmarley, y todos lo
llaman «Ross» en vez de «Wilcox», luego algún truco tiene que haber.
Ya me había sentado y plantado un buen pino cuando oí unas voces cada vez más
altas. Está muy feo escuchar a escondidas, ya lo sé, pero no es culpa mía que mi
madre y mi tía se pusieran a cotorrear justo al otro lado de la rejilla de ventilación.
—No eres tú quien tiene que disculparse, Helena. Brian ha estado… Dios mío,
¡me dan ganas de matarlo!
—Michael saca lo peor de él.
—Bueno, mira, mejor lo… ¡Pero Helena, cómo tienes el romero! Es
prácticamente un árbol. Yo no consigo que me crezcan las plantas. Menos la menta.
La menta se ha desmadrado.
Una pausa.
—Me pregunto —dijo mi madre— qué pensaría papá de ellos. Si pudiese verlos,
me refiero.
—¿De Brian y Michael?
—Sí.
—Bueno, para empezar nos diría «¡Ya os lo decía yo!». Luego, se arremangaría la

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camisa, escogería el argumento contrario al que ellos defendiesen, y no saldría del
cuadrilátero hasta haberles dado una buena tunda y obligado a darle la razón.
—Son palabras un poco duras.
—¡No tan duras como papá! Aunque, eso sí, Julia le habría hecho sudar la gota
gorda.
—A veces es un poco… dogmática.
—Por lo menos es dogmática sobre el desarme nuclear y Amnistía Internacional,
no sobre Iron Marley o Meat Love.
Se hizo un silencio.
—Hugo está encantador.
—Esa es la palabra, «encantador».
—¿Has visto cómo ha insistido en lavar los platos? Por supuesto, no se lo he
permitido, estaría bueno.
—Menuda mosquita muerta. Por cierto, Jason sigue tan callado como siempre.
¿Qué tal le va con la terapia?
(Yo no quería oír aquello, pero tampoco podía salir del baño sin tirar de la cadena.
Y si tiraba de la cadena, sabrían que había estado oyéndolas. En fin, que no tenía
escapatoria).
—A paso de tortuga. Está yendo a la consulta de una sudafricana que se llama De
Roo. Dice que no esperemos curas milagrosas. No las esperamos. Dice que tengamos
paciencia con él. La tenemos. No te puedo contar mucho más.
Se hizo un largo silencio.
—¿Sabes una cosa, Alice? Después de tantos años, todavía me cuesta creer que
papá y mamá se marchasen para siempre. Que estén realmente… muertos. Que no
estén simplemente en un crucero por el índico, incomunicados durante seis meses.
O… ¿de qué te ríes?
—¡De aguantar a papá seis meses en un crucero! Eso sería el purgatorio.
Mi madre no dijo nada.
Se hizo un silencio aún más largo.
—Helena, no es por meterme donde no me llaman —la tía Alicia cambió el tono
—, pero desde enero no me has vuelto a decir nada de esas llamadas misteriosas.
Silencio.
—Perdona, Helena, no debería haber metido las narices…
—Calla, mujer… ¿Con quién iba a hablarlo si no? Es que no ha habido más
llamadas. Me siento un poco culpable por haber sacado conclusiones precipitadas.
Fue una tormenta en un vaso de agua, seguro. Una tormenta inexistente, mejor dicho.
De no haber sido por… ya sabes, aquel «incidente» de Michael hace cinco años y
medio, o cuando fuese, no le habría dado mayor importancia. Las líneas se cruzan y
la gente se equivoca al marcar, es lo más normal del mundo, ¿verdad?
(¿«Incidente»?).
—Por supuesto —respondió la tía Alice—. Por supuesto. No le has… dicho…

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—Un «careo» con Michael sería como cavar mi propia tumba.
(La carne de gallina me dolía y todo).
—Desde luego —dijo la tía Alice.
—Cualquier vendedor en prácticas de Groenlandia tiene más claro lo que le pasa
por la cabeza a Michael Taylor que su propia esposa. Por cierto, ahora sé por qué
mamá estaba casi siempre deprimida.
(No entendía nada. Ni quería. Bueno, sí quería. Bueno, no lo sé).
—Te estás volviendo una morbosa, hermana.
—Tú eres mi paño de lágrimas, Alice. Tú tienes glamour. Conoces a violinistas
chinos y a grupos de morenazos que tocan la flauta azteca. ¿A quién tenéis esta
semana en el teatro?
—El show de Basil, el Zorrito Repipi.
—Para que veas.
—El representante es un quisquilloso insoportable. Parece que hemos contratado
a Liberace, no a un actor de televisión de capa caída que se gana la vida metiendo la
mano en el culo de un zorro.
—Los artistas, ya se sabe.
Silencio.
—Helena, ya sé que te lo he dicho cincuenta mil veces, pero necesitas retos más
estimulantes que las tortillas noruegas. Julia se te va de casa este año. ¿Por qué no te
planteas volver a trabajar?
Breve silencio.
—Punto uno, hay crisis y están despidiendo gente, no contratándola. Punto dos,
soy un ama de casa patológica. Punto tres, no vivo en las afueras de Londres, vivo en
la Inglaterra profunda y las oportunidades escasean. Punto cuatro, llevo sin trabajar
desde que nació Jason.
—¿Y qué más da si tu permiso de maternidad ha durado trece años más de lo
previsto?
Mi madre soltó una de esas risas huecas que soltamos cuando no nos apetece reír.
—Hasta papá solía presumir de tus dibujos con sus amigotes del club de golf.
Siempre me venía con que si Helena patatín, Helena patatán…
—A mí también me venía siempre con que si Alice patatín, Alice patatán…
—Típico de papá, ¿no? Bueno, venga. Enséñame dónde piensas colocar la
rocalla…
—Tiré de la cadena y eché una rociada de ambientador aguantándome la
respiración. La Brisa Fresca de los Pinos me da ganas de vomitar.
El Rover 3500 de mi padre está siempre en uno de los dos garajes, pero como mi
madre suele aparcar su Datsun en la entrada, el segundo garaje está vacío. En una de
las paredes se cuelgan las bicicletas. Las herramientas de mi padre van en unos
estantes, encima de su banco de trabajo. Las patatas se guardan en un saco enorme.
Aun cuando hace tanto viento como hoy, el segundo garaje está bien resguardado. Es

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donde fuma mi padre, por eso suele oler a tabaco. Me gustan hasta las manchas de
aceite en el suelo de cemento.
Pero lo mejor es la diana. Mola mogollón jugar a los dardos. Me encanta el ruido
sordo que hacen al clavarse en la diana y me encanta desclavarlos. Le dije a Hugo
que si echábamos una partida y contestó: «Vale». Pero entonces Nigel dijo que él
también se apuntaba. Mi padre añadió: «Una idea estupenda», así que allí estábamos
los tres jugando al reloj. (Tienes que apuntar al 1 hasta sacar un 1, al 2 hasta sacar un
2, al 3 hasta sacar un 3, etcétera. Gana el primero que llega a 20).
Lanzamos un dardo cada uno para ver quién empezaba.
Hugo sacó 18, yo 10 y Nigel 4.
—Oye —me dijo Nigel mientras su hermano acertaba un 1 a la primera—, ¿has
leído El señor de los anillos?
—No —mintió el Gusano, para que Hugo no pensase que estaba siendo simpático
con su hermano.
Hugo no acertó en el 2 con su segundo lanzamiento, pero sí con el tercero.
—Es chachi piruli —me dijo Nigel.
Hugo desclavó los tres dardos y me los pasó.
—Nigel, eso de «chachi piruli» está pasadísimo de moda.
(Hice memoria para recordar si yo había usado la expresión desde que llegaron
los Lamb).
Fallé el 1 con los dos primeros dardos, pero acerté con el tercero.
—Buen tiro —dijo Hugo.
—Tuvimos que leer El Hobbit en clase —dijo Nigel desclavando los dardos—,
pero no es más que un cuento de hadas.
—Intenté leerme El señor de los anillos —dijo Hugo—, pero es una ridiculez.
Todos se llaman Gondogorn o Sarulon y se pasan la vida diciendo: «¡Este bosque
estará plagado de orcos al anochecer!». En cuanto al tal Sam y sus frasecitas en plan
«Oh, maestro Frodo, qué daga tan bonita tienes»… En fin. No deberían dejar esas
pornografías homoeróticas al alcance de los niños. Claro que quizá ese sea su
atractivo, ¿no, Nigel?
Nigel no atinó en la diana y el dardo rebotó en la pared de ladrillos.
Hugo suspiró.
—¿Te importaría tener cuidado, Nigel? Vas a despuntarle los dardos a Jason.
Debería haber dicho «no te preocupes, Nigel», pero el Gusano no me dejó.
El segundo lanzamiento de Nigel se clavó en el borde exterior de la diana. Otro
fallo.
—¿Sabías, Jace —dijo Hugo como quien no quiere la cosa—, que está
científicamente demostrado que los homosexuales no saben lanzar dardos?
Me fijé en Nigel y noté, con gran alarma, que estaba a punto de llorar.
Hugo tiene el don de influir en la suerte de los demás.
El tercer dardo de Nigel golpeó en el borde de la diana y salió despedido.

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Entonces el chaval explotó.
—¡Siempre estás malmetiendo a todos contra mí! —Estaba rojo de rabia—. ¡Te
odio, hijo de puta!
—Huy, qué palabra tan fea, Nigel. ¿Sabes lo que es un hijo de puta o ya estás otra
vez repitiendo como una cotorra lo que dicen tus amiguitos del club de ajedrez?
—¡Pues sí, mira!
—¿Sí sabes lo que es un hijo de puta o sí estás repitiendo como una cotorra lo que
dicen tus amiguitos?
—¡Sí sé lo que es un hijo de puta y tú lo eres!
—Entonces, si soy un hijo de puta, estás diciendo que nuestra madre se folló a
otro hombre para concebirme, ¿verdad? ¿Estás acusándola de liarse con otros?
A Nigel se le saltaban las lágrimas.
Esto nos iba a traer problemas, estaba claro.
Hugo chasqueó la lengua con aire divertido.
—A papá tampoco le va a hacer mucha gracia oír tu acusación. Será mejor que te
vayas corriendo a algún rincón a jugar con tu cubo de Rubik. Jason y yo haremos
todo lo posible por olvidar lo ocurrido.
—Lamento lo de Nigel —Hugo sacó un 3, un fallo y un 4—. Es un pintamonas.
Tiene que aprender a captar las indirectas y a obrar en consecuencia. Un día me dará
las gracias por mi tutela. Alex, el cretino Neandertal, ya no tiene arreglo, me temo.
Solté una especie de risita, mientras me preguntaba cómo hacía Hugo para usar
palabras como «tutela» y «obrar» y que en vez de cursis sonasen impactantes. Fallé
con el primero, pero luego saqué un 2 y un 3.
—Ted Hughes vino a mi colegio el trimestre pasado —mencionó Hugo.
Entonces supe que no me reprochaba haber ganado el concurso de poesía.
—¿En serio?
Hugo sacó un 5, un 6 y un fallo.
—Me firmó un ejemplar de El halcón bajo la lluvia.
—El halcón bajo la lluvia mola mogollón.
Un 4, un fallo y otro fallo.
—Personalmente me van más los poetas de la Primera Guerra.
—Hugo sacó un 7, un 8 y un fallo.
—Sí —Saqué un 5, un fallo y un 6—. Yo también los prefiero, la verdad.
—Pero el mejor es George Orwell —Un 9, un fallo, otro fallo—. Tengo todos sus
libros, incluido una primera edición de 1984.
Un fallo, otro fallo y un 7.
—1984 es increíble —En realidad me había atascado en el larguísimo discurso de
O’Brien y nunca había terminado de leerlo—. Y Rebelión en la granja.
Este nos lo habían hecho leer en clase.
Hugo sacó un 10.
—Si no lees su obra periodística —un fallo por los pelos—, es como si no

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hubieses leído nada —Otro fallo por los pelos—. Mierda. Te voy a mandar una
antología de ensayos suyos, Dentro de la ballena.
—Gracias.
Saqué un 8, un 9 y un 10 de pura chorra, y actué como si fuese lo más normal del
mundo.
—¡Sí señor! ¿Sabes una cosa, Jace? Vamos a animar esto un poco. ¿Tienes algo
de pasta?
Tenía 50 peniques.
—Vale, lo igualo. El primero que llegue a 20 se queda con los 50 peniques del
otro.
Jugarme la mitad de la paga era un poco arriesgado.
—Venga, Jace —Hugo me sonrió como si de verdad le cayese bien—. No me
seas Nigel. Mira, te dejo que repitas turno, para empezar. Tres lanzamientos gratis.
Si decía que sí me parecería más a Hugo.
—Vale.
—Buen chico. Pero mejor no decirles nada a —Hugo señaló con la cabeza hacia
la pared del garaje— los padres, o tendremos que pasarnos lo que queda de tarde
jugando al parchís o al Juego de la Vida bajo estricta vigilancia.
—Ya te digo.
Fallé el primero, lancé el segundo al muro y fallé el tercero.
—Mala suerte —dijo Hugo.
Falló, sacó un 11 y falló.
—¿Qué tal es eso del remo? —Saqué el 11, un fallo, y el 12—. Lo máximo en lo
que he montado son los patines del lago de los jardines de Malvern.
Hugo se rio como si acabase de contarle un chiste graciosísimo, así que sonreí
como tal. Falló tres veces seguidas.
—Mala suerte —dije.
—El remo es alucinante. Es todo rapidez, músculos, ritmo y velocidad, con algún
otro salpicón, gruñido o jadeo de un compañero. Se parece al sexo, ahora que lo
pienso. Aplastar a los adversarios también es divertido. Como dice nuestro
entrenador, «Lo importante no es participar, chavales. ¡Lo importante es ganar!».
Saqué un 13, un 14 y un 15.
—¡Caray! —Hugo puso cara de impresionado—. No me estarás timando,
¿verdad, Jace? Mira, ¿qué te parece desplumarme una libra? —Hugo se sacó de los
Levi’s una cartera muy elegante y me agitó un billete de una libra en las narices—.
Con la racha que llevas, en cinco tiradas será tuyo. ¿Qué opina tu hucha?
Si perdía, me quedaba sin blanca hasta el sábado próximo.
—Uuuuuuuh —dijo Hugo—. ¿No te irás a rajar ahora, Jace?
Me imaginé a Hugo hablándoles de mí a los otros Hugos de su club de remo. Mi
primo Jason Taylor es un pintamonas.
—Vale.

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—¡Sí señor! —Se metió el billete en el bolsillo y sacó un 12, un 13 y un 14. Hizo
un ruido como de sorpresa—. ¿Me estará cambiando la suerte?
Mi primer dardo dio en la pared. El segundo rebotó contra el metal. El tercero fue
un fallo.
Hugo sacó un 15, un 16 y un 17 sin titubear lo más mínimo.
Oímos unos tacones acercándose desde la puerta trasera hasta la puerta del garaje.
Hugo soltó una maldición entre dientes y me lanzó una mirada como diciendo
Déjame a mí.
Como si yo hubiese podido hacer otra cosa.
—¡Hugo! —La tía Alice irrumpió en el garaje—. ¿Te importaría decirme por qué
Nigel está llorando a moco tendido?
La reacción de Hugo fue digna de un Oscar.
—¿Llorando?
—¡Sí!
—¿Llorando? ¡Mamá, a veces ese niño es increíble!
—¡No te he pedido que te lo creas! ¡Te he pedido que me lo expliques!
—Pero ¿qué te voy a explicar? —Hugo encogió los hombros como si no
entendiese nada—. Jason nos invitó a Nigel y a mí a echar una partida de dardos.
Nigel no paraba de fallar. Le di un par de consejos pero terminó marchándose todo
enrabietado. Y soltando lindezas por esa boquita. ¿Por qué ese niño ha salido tan
competitivo, mamá? ¿Te acuerdas de cuando le pillamos inventándose palabras con
tal de ganar al Scrabble? ¿Será que está en una edad difícil?
La tía Alice se dirigió a mí.
—¿Jason? ¿Cuál es tu versión de lo sucedido?
Ya podría Hugo haber vendido a su hermano a una fábrica de pegamento, que el
Gusano, así y todo, habría declarado:
—Lo que ha dicho Hugo, tía Alice, en serio.
—Puede volver —le aseguró Hugo a su madre— cuando se le pase el berrinche.
Siempre que a ti no te importe, Jace. Nigel no sabía lo que decía cuando te insultó.
—No me importa en absoluto.
—Tengo otra idea —La tía Alice sabía que estaba en un callejón sin salida—. Tu
tía Helena anda escasa de café y cuando tu padre se despierte va a necesitar una
buena taza. Me he ofrecido voluntaria a mandarte a comprar un paquete. Jason, ya
que sois tan amiguitos, a lo mejor podrías enseñarle al santito de tu primo el camino a
la tienda.
—Ya casi hemos terminado la partida, mamá. En cuanto…
La tía Alice apretó los dientes.
Isaac Pye, el propietario del Black Swan, entró en la sala de máquinas de
marcianos del fondo para ver a qué se debía tanto alboroto. Hugo estaba jugando a la
máquina de Asteroides, y a su alrededor estábamos Grant Burch, su esclavo Philip
Phelps, Neal Brose, Hormiguita, Oswald Wyre, Darren Croome y yo. Ninguno

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dábamos crédito. Hugo llevaba veinte minutos jugando con los mismos 10 peniques.
La pantalla estaba abarrotada de asteroides flotantes, a mí me habrían matado en tres
segundos, pero Hugo lee la pantalla entera de una vez, no solo la roca más peligrosa.
Casi nunca usa el acelerador, consigue todos los torpedos y, cuando aparece el platillo
volante, suelta una andanada de torpedos, pero solo si la tormenta de asteroides no es
muy intensa, si no, no le hace ni caso. Además, solo usa el botón del hiperespacio
como último recurso. Su expresión es de absoluta calma, como si estuviese leyendo
un libro muy interesante.
—¡No me digas que lleva tres millones! —dijo Isaac Pye.
—Casi tres millones y medio —le respondió Grant Burch.
Cuando por fin Hugo perdió su última vida bajo una lluvia de estrellas, la
máquina se puso a dar pitidos y anunció que era la puntuación más alta de todos los
tiempos. Ese récord se queda grabado aunque desenchufen la máquina.
—La otra noche me gasté cinco libras para llegar a dos millones y medio —gruñó
Isaac Pye— y pensé que era la hostia en verso. Te invitaría a una cerveza, chaval,
pero es que hay dos polis de paisano en la barra.
—Muy amable por su parte —le dijo Hugo—, pero no me apetece que me multen
por conducir una nave espacial borracho.
Isaac Pye soltó una risilla demoníaca y se volvió tranquilamente al bar.
Hugo escribió JHC junto a la puntuación obtenida.
Fue Grant Burch quien se lo preguntó.
—¿Y eso qué significa?
—«Jesús H. Cristo».
Grant Burch se rio, así que los demás también se rieron. Dios, qué orgulloso me
sentí. Neal Brose le contaría a Gary Drake que Jason Taylor andaba con Jesucristo.
Oswald Tyre dijo:
—¿Cuántos años te ha llevado ser tan bueno?
—¿Años? —El acento de Hugo se había vuelto un poquito menos pijo y un
poquito más londinense—. No se tarda tanto en pillarle el truco a una máquina de
marcianos.
—Pero tu buena pasta te habrás gastado —dijo Neal Brose—. Para pillar tanta
práctica, me refiero.
—El dinero nunca es un problema, por lo menos si tienes un poco de cerebro.
—¿Ah, no?
—¿El dinero? Claro que no. Detectas la demanda, gestionas el suministro, haces
que tus clientes te lo agradezcan y aniquilas a los competidores.
Neal Brose memorizó la respuesta de mi primo hasta la última letra.
Grant Burch sacó un paquete de cigarrillos.
—¿Fumas, tronco?
Si Hugo decía que no, dañaría la impresión que había causado.
—Gracias —dijo, mirando la cajetilla de Players Number 6—, pero todo lo que

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no sea Lambert & Butler me deja la garganta hecha una mierda durante horas. No te
lo tomes a mal.
Memoricé la respuesta de mi primo hasta la última letra. Qué manera de
escaquearse de fumar.
—Sí —dijo Grant Burch—. A mí me pasa con el negro sin boquilla.
Desde la barra nos llegó la voz de Isaac Pye:
—¡«No me apetece que me multen por conducir una nave espacial borracho»!
La madre de Dawn Madden se quedó mirando a mi primo a través del humo del
bar.
—¿Las tetas de esa tía son de verdad? —nos preguntó Hugo por lo bajinis—. ¿O
son dos cabezas de repuesto?
El señor Rhydd cubre los escaparates de su tienda con láminas adhesivas de
celofán amarillo para que no se le descolore el género expuesto (aunque lo único que
«expone» son pirámides de latas de peras en almíbar) y el resultado es que el interior
de la tienda parece una fotografía de la época victoriana. Hugo y yo leímos los
anuncios del tablón: cajas de Lego de segunda mano, gatitos recién nacidos en busca
de dueño, lavadoras como nuevas por 10 libras negociables y propaganda que juraba
y perjuraba que podías ganar un montón de dinero extra en tus ratos libres. Nada más
abrir la puerta te da un bofetón de olor a jabón, naranjas podridas y periódicos. En
una esquina está la cabina donde la señora Rhydd, que es la jefa de la sucursal de
correos, vende sellos y licencias caninas, aunque hoy no estaba porque era sábado. La
señora Rhydd tuvo que firmar la Ley de Secretos Oficiales pero parece bastante
normal. Hay un expositor de tarjetas de felicitación con fotos de hombres vestidos
como el príncipe Philip o pescando en un río que ponen «Feliz Día del Padre», y otras
de dedaleras en un jardín con la frase «Para mi querida abuela». Hay estantes con
sobres de pasta de letras, comida para perros y paquetes de pudín de arroz. Hay
bolsas de soldaditos de plástico y de dinero de juguete que nadie compra porque son
una mierda. Una máquina hace tarrinas de helado de colores chillones, pero ahora no
que estamos en marzo. Detrás del mostrador hay cigarrillos y estantes con botellas de
vino y cerveza. En los estantes más altos hay botes de pica-pica, caramelos de
Coca-cola, pastillas de leche de burra y caramelos de anís. Estos vienen en bolsas de
papel.
—¡Oh! —exclamó Hugo—. Qué emocionante. Me he muerto y he resucitado en
Harrods.
En ese preciso instante, Kate Alfrick, la mejor amiga de Julia, entró como Pedro
por su casa y llegó al mostrador a la vez que la madre de Robin South. La madre de
Robin South la dejó pasar primero porque Kate solo quería una botella de vino. Puede
comprar alcohol porque ya ha cumplido los dieciocho.
—Muchas gracias —dijo el señor Rhydd al devolverle el cambio—. ¿Hay
fiestecita?
—No exactamente —dijo Kate—. Es que mis padres vuelven mañana por la

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noche de Norfolk y se me ha ocurrido prepararles una cena para cuando lleguen. Esto
—dijo dando un golpecito a la botella— es la guinda del pastel.
—Estupendo —dijo el señor Rhydd—. Estupendo. A ver, señora South…
Kate pasó por delante de nosotros de camino a la puerta.
—Hola, Jason.
—Hola, Kate.
—Hola, Kate —dijo Hugo—. Yo soy su primo.
Kate se quedó mirándolo a través de sus gafas de secretaria rusa.
—El tal Hugo.
—Solo llevo tres horas en Black Swan Green —dijo Hugo tambaleándose en
broma— ¿y ya se habla de mí?
Le dije a Hugo que Kate era la chica a cuya casa Julia había ido a repasar.
—Ah, conque tú eres esa Kate —Hizo un gesto señalando el vino—.
¿Liebfraumilch?
—Sí —dijo Kate con una mueca en plan «¿y a ti qué te importa?»—.
Liebfraumilch.
—Un poco dulce. Tú pareces ser más seca. Más tipo Chardonnay.
(Los únicos vinos que conozco son tinto, blanco, rosado y espumoso).
—Quizá no sepas distinguir los tipos tan bien como tú te crees.
—Quizá, Kate —dijo Hugo peinándose con la mano—, quizá. Bueno, no
queremos robarte más tiempo, que tendréis mucho que repasar. Seguro que Julia y tú
estáis dale que te pego a los libros. Espero que volvamos a encontrarnos, algún día.
Kate sonrió con cara de pocos amigos.
—Yo que tú no pondría muchas esperanzas en ello.
—No, Kate, muchas no. Sería imprudente por mi parte. Pero la vida te da
sorpresas. Puede que aún sea joven, pero hasta ahí llego.
Al llegar a la puerta Kate miró hacia atrás.
Hugo tenía preparada una mueca de gallito como diciendo «¿lo ves?».
Kate salió de la tienda enfadada.
—Qué apetitosa —dijo Hugo.
Me recordó al tío Brian.
Mientras yo le pagaba el café al señor Rhydd, Hugo dijo:
—¿No me diga que eso de ahí arriba, en el último estante, es auténtico jengibre
escarchado?
—Por supuesto que sí, Azul —El señor Rhydd nos llama «Azul» a todos los
niños para no tener que aprenderse nuestros nombres. Se llevó el pañuelo a la
agrietada narizota y se sonó los mocos—. A la madre de la señora Yew le chiflaba y
yo siempre lo pedía por ella. La pobre falleció y ahí sigue el último tarro, casi sin
estrenar.
—Fascinante. A mi tía Drucilla, en cuya casa de Bath voy a pasar unos días, le
apasiona el jengibre escarchado. Me da pena que tenga que subir otra vez la escalera,

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pero…
—No pasa nada, Azul —el señor Rhydd se guardó el pañuelo en el bolsillo—,
para eso estamos.
Volvió a colocar la escalera, subió y estiró el brazo para coger el último tarro.
Hugo comprobó que no había nadie más en la tienda y, tras auparse sobre el
mostrador y meter la mano entre los peldaños de la escalera, a dos centímetros
escasos de los Hush Puppies del señor Rhydd, cogió una cajetilla de cigarrillos
Lambert & Butler y se bajó rápidamente.
Pasmado, le dije moviendo los labios: ¿Qué haces?
Hugo se guardó la cajetilla debajo de los pantalones.
—¿Te pasa algo, Jason?
El señor Rhydd agitó el tarro en nuestra dirección.
—¿Es esto, verdad, Azul?
Tenía los agujeros de la nariz repletos de pelos negros.
—Eso mismo, señor Rhydd —dijo Hugo.
—Estupendo.
Me estaba cagando de miedo.
En ese momento, mientras el señor Rhydd bajaba por la escalera, Hugo cogió dos
chocolatinas del expositor y me las metió en el bolsillo de la trenca. Si me hubiese
resistido o hubiese tratado de volver a dejarlas en su sitio, el señor Rhydd se habría
dado cuenta. Por si fuera poco, en lo que el señor Rhydd puso el pie en el suelo y se
volvía hacia nosotros, Hugo aprovechó para mangar un paquete de caramelos de
menta y metérmelo en el mismo bolsillo que las chocolatinas. El paquete crujió. El
señor Rhydd sacudió el polvo del tarro.
—¿Cuánto te pongo, Azul? ¿Cien gramos te va bien?
—Cien gramos me va de maravilla, señor Rhydd.
—¿Por qué has —el Ahorcado me bloqueó «mangado» y luego «robado», así que
tuve que recurrir a la horterada de «cholado»— cholado los trujas?
Quería alejarme de la escena del crimen lo más rápido posible, pero un tractor
había provocado un embotellamiento y tuvimos que esperar para cruzar.
—«Trujas» es lo que fuma la plebe; yo fumo cigarrillos. Y tampoco «cholo»
nada; yo «libero».
—Vale, pues ¿por qué has «liberado» los… —ahora no conseguía decir
«cigarrillos».
—¿Los qué? —me preguntó, metiéndome prisa.
—Los Lambert & Butler.
—Si te refieres a por qué he liberado los cigarrillos, te diré que porque fumar es
un placer sencillo, sin mayores efectos secundarios quitando el cáncer de pulmón y
las enfermedades coronarias, pero para entonces yo ya pienso llevar mucho tiempo
muerto. Si te refieres a por qué he escogido Lambert & Butler en particular, es porque
prefiero estar muerto antes de que me vean fumando cualquier otra cosa, salvo

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Passing Cloud, marca que, por supuesto, ese viejo patético no tiene a la venta en su
tienducha de pueblo.
Seguía sin entenderlo.
—Pero ¿no tienes dinero para pagarlos?
Eso le hizo gracia.
—¿Tengo yo pinta de no tener dinero?
—Entonces, ¿para qué arriesgarse?
—Porque nada sabe mejor que un cigarrillo liberado.
En ese momento supe cómo se había sentido la tía Alice en el garaje.
—Pero ¿por qué has cogido los caramelos de menta y las chocolatinas?
—Los caramelos de menta son un seguro contra el aliento a tabaco. Las
chocolatinas eran un seguro contra ti.
—¿Contra mí?
—Llevando encima material liberado, no se te ocurriría chivarte de nú, ¿a que no?
Un camión cisterna nos pasó a escasos centímetros, vomitando humo.
—Tampoco me he chivado antes, cuando has hecho llorar a Nigel.
—¿Hacer llorar a Nigel? ¿Quién ha hecho llorar a Nigel?
En ese momento me fijé en la casa de Kate Alfrick, o mejor dicho, en el MG gris
metalizado aparcado en la puerta. Cuando Kate llegó con la botella en la mano, le
abrió la puerta un chico que desde luego no era Julia. Entonces se movieron las
cortinas del piso de arriba.
—Eh, mira…
—Vamos a cruzar —Hugo avanzó hacia un hueco que se abrió en el tráfico—.
¿Que mire qué?
Cruzamos corriendo la carretera en dirección al sendero que lleva al estanque del
bosque.
—Nada.
—No, hombre, no, no lo cojas así, que pareces un nazi de película americana.
¡Relájate! Cógelo como si fuese una estilográfica. Eso es. Ahora, que se haga la luz…
—Mi primo se llevó la mano al bolsillo—. Ni que decir tiene que para impresionar a
los chochitos lo suyo sería un mechero, pero los mecheros pueden delatarte si el
típico Nigel fisgón te hurga en el bolsillo de la chaqueta. Así que para la lección de
hoy tendremos que apañarnos con unas cerillas.
Un sarpullido de ondas y remolinos crispaba la superficie del lago.
—No te he visto liberarlas en la tienda del señor Rhydd.
—Se las he quitado al macarra ese que me llamó «colega» en el pub.
—¿Le has robado las cerillas a Grant Burch?
—No pongas esa cara de susto. ¿Por qué iba «Grant Burch» a sospechar de mí?
Rechacé el cigarrillo asqueroso que me ofreció. Otro crimen perfecto.
Hugo encendió una cerilla, la cubrió con la mano ahuecada y se acercó hacia mí.
Una súbita racha de viento me arrancó el Lambert & Butler de los dedos. El

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cigarrillo se coló entre las rendijas del banco.
—Ay, mierda —dije, agachándome a recogerlo—. Joer.
—Coge otro y no digas «joer». Si de todas maneras voy a tener que donar los que
sobren a la madre naturaleza… —Mi primo me tendió la cajetilla—. Un traficante
inteligente nunca se arriesga a que lo pillen con nada encima.
Me quedé mirando el paquete.
—Hugo, te agradezco que… bueno, ya sabes, que me enseñes y tal, pero, si te
digo la verdad, no sé si…
—¡Jace! —Hugo se hizo el asombrado—. ¿No te irás a rajar ahora? Que yo sepa,
habíamos decidido librarte de esa vergonzosa virginidad…
—Sí… pero… hoy no.
El viento cargaba como un jabalí ciego contra los árboles temerosos.
—Conque «hoy no», ¿eh?
Asentí con la cabeza, con miedo de que se mosquease.
—Como quieras, Jace —Hugo puso la cara más dulce que pudo—. Después de
todo, somos amigos, ¿no? No voy a retorcerte el brazo para que hagas lo que no
quieres.
—Gracias.
De puro agradecido me sentía un imbécil.
—Pero —dijo encendiéndose el suyo—, tengo el deber de informarte de que no
se trataba simplemente de fumarse un cáncer con boquilla.
—¿A qué te refieres?
Hugo sonrió como si estuviese en uno de esos dilemas de ¿se lo digo o no se lo
digo?
—Venga. Dímelo.
—Te hace falta oír algunas verdades como puños, primo —dio una calada
profunda—, pero primero tienes que asegurarme una cosa: que sabes que te las digo
por tu bien.
—Vale. Lo… —el Ahorcado me bloqueó «sé»— entiendo.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Hugo tiene los ojos verdes o grises dependiendo del tiempo que haga.
—Esta actitud tuya de «hoy no» es un cáncer. Cáncer de personalidad. Te atrofia
y te impide crecer. Los demás niños lo notan y por eso te desprecian. Es por esa
actitud de «hoy no» por lo que esa chusma del pub te pone nervioso. Estoy seguro de
que es la causa de ese defecto del habla que tienes —Una bomba de vergüenza me
estalló en la cabeza—. El «hoy no» te condena a ser el perrito faldero de la autoridad,
de cualquier matón, de cualquier cantamañanas. Porque perciben que no les harás
frente. Ni hoy ni nunca. «Hoy no» es el esclavo ciego de cualquier regla de tres al
cuarto. Hasta de la regla que dice… —Hugo puso voz repipi— «¡No, fumar es malo!
¡No hagas caso al malvado de Hugo Lamb!». Jason, tienes que acabar con el «hoy

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no».
Era tan terriblemente cierto que apenas acerté a sonreír.
Entonces Hugo dijo:
—Yo antes era igual que tú, Jace. Igualito. Siempre asustado. Pero hay otra razón
por la que debes fumar este cigarrillo. No porque sea el primer paso para convertirte
en alguien que los soplapollas de tus compañeros de clase vayan a respetar en lugar
de atormentar. Ni porque un chaval con un cigarrillo de hombre resulte más atractivo
a las mujeres que un niño con un helado de cucurucho. Es por lo siguiente. Acércate,
que te lo voy a decir al oído —Hugo se acercó tanto que me rozó la oreja con los
labios y una corriente de 10 000 voltios me recorrió todo el sistema nervioso. Durante
un segundo tuve una visión de Hugo el Remero saliendo del agua sobre un fondo
borroso de ríos y catedrales, tensando y destensando los músculos bajo el chaleco, y
con todas sus novias en la orilla del río. Novias dispuestas a chuparle dónde él se lo
pidiera—. Si no acabas con ese rollo de «hoy no» —Hugo puso voz de tráiler de
película de miedo—, un día te despertarás, te mirarás al espejo… ¡y verás al tío Brian
y al tío Michael!
—Eso es… Aspira… Por la boca, no por la nariz.
Eché una bocanada de gas sucio.
Hugo se puso serio.
—¿No te lo has tragado, verdad que no, Jace?
Dije que no con la cabeza. Tenía ganas de escupir.
—Tienes que tragártelo, Jace. Hasta los pulmones. Si no, es como el sexo sin
orgasmo.
—Vale —No sé lo que es un orgasmo, pero bueno—. Está bien.
—Te voy a tapar la nariz —dijo Hugo— para que no me engañes —me pinzó la
nariz con los dedos—. Respira hondo, sin pasarte, y trágate el humo a la vez que el
aire —Entonces me cerró la boca con la otra mano. Hacía frío pero tenía las manos
calientes—. Uno, dos… ¡y tres!
El gas sucio me llenó los pulmones.
—Retenlo ahí dentro —me ordenó Hugo—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco y… —
me destapó la boca— fuera.
El humo salió como un genio de la lámpara.
—Y eso es todo —dijo Hugo.
Sabía asqueroso.
—No está mal.
—Ya te acostumbrarás. Termínatelo —Hugo se sentó en el respaldo del banco y
volvió a encenderse el suyo—. En lo referente al espectáculo acuático, este lago
vuestro no es que me emocione mucho que digamos. ¿Es aquí donde viven los
cisnes?
—En realidad no hay cisnes en Black Swan Green —La segunda calada fue tan
asquerosa como la primera—. Es una especie de chiste local. En enero el lago molaba

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un montón, eso sí. Se congeló entero y jugamos a bulldogs ingleses sobre hielo,
aunque luego me enteré de que unos veinte niños se han ahogado en este lago, a lo
largo de los años.
—No me extraña —dijo Hugo con un suspiro de hastío—. Si este pueblo no es el
culo del mundo, poco le falta. Estás un poco pálido, Jace.
—Estoy bien.
El primer torrente de vómito me arrancó un rugido —guuurrrrrr— y se esparció
por la hierba embarrada. Una papilla humeante con tropezones de gambas y
zanahoria. Me pringué un poco los dedos: estaba templada, como pudín de arroz
calentito. Había más en camino. Cerraba los ojos y lo único que veía era un cigarrillo
Lambert & Butler saliendo de la cajetilla, como en un anuncio. El segundo torrente
fue de un amarillo más mostaza. Me dejó boqueando en busca de aire fresco, como si
estuviese atrapado en una cámara estanca. Recé para que fuese el último. Entonces
vinieron tres minitorrentes más breves, unas papillas más brillantes y más dulces.
Debía de ser la tortilla noruega.
Dios.
Me lavé la mano manchada de pota en el lago y me sequé las lágrimas que me
había provocado el vómito. Qué vergüenza, Hugo tratando de enseñarme a ser como
él y yo incapaz de fumar un mísero cigarrillo.
—Lo siento —dije, secándome la boca—, lo siento de verdad.
Pero Hugo ni me miró.
Estaba retorcido en el banco, con la cara hacia el cielo.
Llorando de risa.

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El camino de herradura
Mi ojo se paseó por el póster de los peces negros que se transforman en cisnes
blancos, atravesó el mapa de la Tierra Media y tras rodear el marco de la puerta, se
introdujo entre las cortinas, teñidas de un malva encendido por el sol primaveral, y se
hundió en el pozo del resplandor.
Si escuchas con atención la respiración de las casas te vuelves ingrávido.
Pero remolonear en la cama no da tanto gusto cuando no hay nadie en pie, así que
me levanté. Las cortinas del descansillo seguían echadas porque cuando mi madre y
Julia salieron de casa rumbo a Londres todavía era de noche. Mi padre está de viaje,
otra de sus conferencias de fin de semana, no sé si en Newcastle under Lyme o en
Newcastle upon Tyne, el caso es que tenía toda la casa para mí solo.
Lo primero que hice fue mear con la puerta del cuarto de baño completamente
abierta. Luego fui a la habitación de Julia y puse su disco de Roxy Music. Si me viese
se pondría hecha una energúmena. Subí el volumen a tope. Mi padre se pondría tan
histérico que le estallaría la cabeza. Me tumbé en el sofá de rayas de Julia y me puse
a escuchar esa canción saltarina que se llama Virginia Plain. Con el dedo gordo del
pie toqueteé el móvil de conchitas que Kate Alfrick le regaló a mi hermana por su
cumpleaños hace un par de años. Solo porque podía. Después rebusqué en los cajones
de su cómoda para ver si encontraba un diario secreto, pero cuando vi una caja de
tampones me entró vergüenza y lo dejé.
En el despacho de mi padre hacía frío. Abrí los archivadores y aspiré el olor
metálico. (Después de la última visita del tío Brian ha aparecido un cartón de Benson
& Hedges comprado en una tienda libre de impuestos). Luego, mientras daba vueltas
en el sillón giratorio de mi padre, me acordé de que era 1 de abril, día de los
Inocentes, descolgué el teléfono y dije: «¿Oiga? ¿Craig Salt? Al habla Jason Taylor.
Mira, Salt, estás despedido. ¿Cómo que por qué? Pues por qué va a ser, porque eres
un gordo y un pintamonas. ¡Ponme ahora mismo con Ross Wilcox! ¿Wilcox? Soy
Jason Taylor. Mira, dentro de un rato se pasará por ahí el veterinario para sacrificarte
y que no sufras más. Adiós, cerdo. Asqueado de haberte conocido.»
En el dormitorio de mis padres, que es todo de color crema, me senté en el
tocador de mi madre, me puse el pelo de punta con su laca y me pinté una raya en la
cara como Adam Ant. Luego cogí su broche de ópalos y me lo llevé al ojo: miré
hacia el sol a través de él y vi colores secretos a los que nadie ha puesto nombre
jamás.
En el piso de abajo, un haz de luz procedente de una rendija entre las cortinas de
la cocina atravesaba una llave dorada y la siguiente nota:

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Toma ya. Mi propia llave. Seguro que lo decidió en el último momento.
Normalmente escondemos una de repuesto en una katiuska que hay en el garaje. Subí
corriendo a mi cuarto a por un llavero que un día me dio el tío Brian, uno de un
conejo con una pajarita negra. Me lo colgué de una trabilla y bajé deslizándome por
el pasamanos. Desayuné tarta de jengibre y un cóctel de leche, Coca-cola y cacao. No
estaba mal. ¡Pero que nada mal! Cada hora de este día es un bombón que está
esperando dentro de la caja a que llegue yo y me lo coma. Cambié el dial del
transistor de la cocina de Radio 4 a Radio 1. Estaba sonando esa canción tan guay de
Men At Work, la de la flauta polvorienta. Me comí tres bizcochitos de chocolate del
Marks & Spencer directamente del paquete. Bandadas de aves migratorias cruzaban

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el cielo en formación de uve y unas nubes con forma de sirena se alejaban por encima
de los campos, del árbol del gallo, de las colinas Malvern. Dios, qué ganas de correr
detrás de ellas.
¿Qué me impedía hacerlo?
El señor Castle, calzado con un par de katiuskas, lavaba su Vauxhall Viva con una
manguera. Tenía la puerta de casa abierta, pero el recibidor estaba completamente
oscuro. Puede que la señora Castle estuviese en esa oscuridad, observándome. Casi
nunca se le ve el pelo. Mi madre la llama «esa pobre mujer» y dice que está enferma
de los nervios. ¿Será contagioso eso de los nervios? No me apetecía empañar una
mañana tan radiante con un tartamudeo, así que traté de pasar de largo sin que me
viera el señor Castlell.
—¡Muy buenas, jovencito!
—Buenos días, señor Castle —respondí.
—¿Vas a algún sitio en especial?
Dije que no con la cabeza. El señor Castle me pone nervioso, no sé por qué. Una
vez oí a mi padre contarle al tío Brian que es un masón, algo que tiene que ver con
brujería y pentagramas.
—Hace un día muy… —el Ahorcado me bloqueó «bueno»— muy… agradable,
así que…
—Oh, ya lo creo. ¡Ya lo creo!
Por el parabrisas del coche caían chorros de luz solar.
—Oye, Jason, ¿cuántos años tienes ya?
Me lo preguntó como si llevase días discutiendo el tema con un comité de
expertos.
—Trece.
Me figuré que pensaba que todavía tenía doce.
—¿Trece ya? ¿En serio?
—Trece.
—Trece —Me atravesó con la mirada—. Menudo vejestorio.
El puentecillo que hay en la entrada de nuestra calle es el inicio del camino de
herradura. Así lo anuncia un letrero que pone camino público con un dibujo de un
caballo. Lo que ya no está tan claro es dónde termina oficialmente. El señor
Broadwas dice que se pierde en el bosque de Red Earl. Pete Redmarley y Nick Yew
dicen que una vez fueron a cazar conejos con sus hurones por el camino de herradura
y que está cortado por una urbanización nueva en Malvern Wells. Pero lo mejor es el
rumor de que llega hasta el pie de Pinnacle Hill, y que, una vez allí, si te adentras con
cuidado entre las zarzas, la hiedra oscura y los espinos traicioneros, encuentras la
entrada de un viejo túnel. Y si recorres el túnel hasta el final, apareces en
Herefordshire, cerca del obelisco. Nadie ha encontrado la entrada desde ni se sabe;
quien la descubriese saldría en la portada de la Gaceta de Malvern. ¿A que molaría
encontrarla?

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Decidí recorrer el misterioso camino de herradura hasta el final, terminase donde
terminase.
El primer tramo no tiene nada de misterioso. Todos los niños del pueblo lo hemos
recorrido un millón de veces. Pasa por delante de unos cuantos jardines traseros hasta
llegar al campo de fútbol, nada más. En realidad el campo de fútbol es un
descampado que hay detrás de la casa social del pueblo y que pertenece al padre de
Gilbert Swinyard. Cuando el señor Swinyard no saca a pastar sus ovejas, nos deja que
juguemos ahí. Hacemos las porterías con los abrigos y pasamos totalmente de los
saques de banda. El tanteo es tan abultado como el del rugby y los partidos pueden
durar horas, hasta que el penúltimo niño se va a su casa. A veces vienen en bicicleta
todos los de Welland y Castlemorton y se apuntan a jugar y entonces los partidos son
más bien batallas campales.
Hoy no había ni un alma en el campo de fútbol, solo yo. Lo más seguro es que
más tarde se organizase un partidillo. Ninguno de los jugadores sabría que Jason
Taylor ya había estado allí antes que ellos. Para entonces me encontraría a campos y
campos de distancia, a lo mejor en las profundidades de las colinas Malvern.
Unas moscas grasientas se daban un festín de boñigas de color curry.
Las ramitas de los setos rezumaban hojas nuevas.
El aire, espeso de polen, parecía caramelo líquido.
Ya en el bosquecillo, el camino desembocaba en una pista llena de cráteres
lunares. Los árboles se entrelazaban en lo alto de tal forma que solo dejaban ver
retazos y bucles de cielo. Estaba oscuro y sentí frío. Pensé si no debería haber cogido
la trenca. Después de bajar una hondonada y tomar una curva me encontré con una
cabaña con el tejado de paja y las paredes hechas de ladrillos tiznados y troncos
retorcidos. Bajo los aleros bullían unos vencejos. «Privado», decía un letrero colgado
en la puerta de tablones, justo donde suele ir el nombre de los residentes. El jardín
estaba lleno de flores recién nacidas de color gominola. Me pareció oír unas tijeras. Y
un poema, filtrándose por las rendijas. Me quedé escuchando, un minuto nada más,
como un pájaro hambriento al acecho de lombrices.
O dos minutos. O tres.
Unos perros se lanzaron a por mí.
Yo me lancé hacia atrás y me caí de culo en mitad del camino.
La puerta de la valla crujió pero, gracias a Dios, no llegó a abrirse.
Dos dóbermans, no, tres dóbermans, de pie sobre las patas traseras, embestían
contra la puerta y la aporreaban ladrando enloquecidos. Me levanté pero daba igual:
seguían siendo tan altos como yo. Debería haberme largado cuando todavía estaba a
tiempo, pero los perros tenían colmillos prehistóricos y ojos rabiosos, lenguas como
longanizas y cadenas de acero alrededor del cuello. Debajo de aquellas pieles de
gamuza rojizas y negras como el betún no solo había cuerpos de perro, sino también
algo más, algo que sentía la necesidad de matar.
Estaba muerto de miedo pero no podía dejar de mirarlos.

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Entonces me atizaron un puntillazo justo en ese hueso que es el muñón de un
rabo.
—¡Estás azuzando a mis pequeños!
Me giré rápidamente. Era un señor con los labios llenos de bultos y un mechón
blanco en mitad del pelo negro que parecía una cagada de pájaro repeinada. Llevaba
un bastón lo bastante sólido como para romper un cráneo.
—¡Estás azuzándolos!
Tragué saliva. En el camino de herradura rigen otras leyes que en las carreteras
principales.
—Y a mí eso no me gusta —Miró a los dóbermans—. ¡A callar!
Los perros dejaron de ladrar y bajaron de la valla.
—Qué valiente eres —el hombre se me quedó mirando un poco más—, azuzando
a mis pequeños desde este lado de la valla.
—Son unos animales… preciosos.
—¿Ah, sí? Pues como los suelte, te hacen picadillo en un minuto. ¿Te seguirían
pareciendo unos animales preciosos?
—Supongo que no.
—Supones que no. ¿Vives en las casas nuevas, verdad?
Asentí con la cabeza.
—Lo sabía. Los chicos del pueblo respetan más a mis pequeños que vosotros los
de ciudad. Llegáis aquí, os entrometéis en todas partes, dejáis las puertas abiertas,
plantáis vuestras mansioncitas de juguete en terrenos que llevábamos cultivando
generaciones y generaciones. Solo de mirarte me pongo enfermo.
—No quería molestar a nadie. En serio.
Meneó el bastón.
—Vete a tomar por culo de aquí.
Eché a andar a paso ligero, sin mirar atrás más que una sola vez.
El señor seguía mirándome fijamente.
Deprisa, me aconsejó el Gemelo Nonato. ¡Corre!
Cuando vi que abría la puerta me quedé helado. El gesto que hizo con la mano fue
casi amistoso.
—¡A POR ÉL, PEQUEÑOS!
Los tres dóbermans venían galopando a por mí.
Eché a correr a toda pastilla pero sabía que un niño de trece años no corre más
que tres dóbermans rabiosos. Tras unos compases de pisadas almohadilladas, me
tropecé con un surco, el suelo desapareció bajo mis pies y vi de refilón el lomo de un
perro saltando. Chillé como una niña, me hice una bola y me quedé esperando a que
esos tres asesinos me clavasen los colmillos en los costados y en los tobillos y me
llenasen de babas y me desgarrasen y me destripasen y me arrancasen el escroto y el
hígado y el corazón y los pulmones.
Un cuco cantó muy cerca de mí. ¿Cuánto tiempo había pasado, un minuto?

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Abrí los ojos y levanté la cabeza.
Ni rastro de los perros ni del amo.
Una mariposa extranjera abrió y cerró las alas, a escasos centímetros de mí. Me
puse en pie cautelosamente.
Tenía un par de moratones de campeonato y seguía con el pulso a mil por hora,
pero por lo demás estaba bien.
Bien, pero amargado. El dueño de los perros me había despreciado por no ser de
aquí. Me había despreciado por vivir en Kingfisher Meadows. Con esa clase de odio
no se puede discutir. Sería como discutir con tres dóbermans enloquecidos.
Seguí por el camino de herradura y salí del bosquecillo.
Las telarañas cubiertas de rocío vibraban y se rompían en mi cara.
El prado estaba lleno de ovejas recelosas y corderitos recién nacidos. Los
corderitos se me acercaban dando saltitos y haciendo ruiditos como un Fiat Noddy,
esa birria de coche. Estaban encantados de verme los muy tontorrones. La amargura
que me habían provocado los dóbermans y su amo empezaba a diluirse, por lo menos
un poco. Dos de las madres se acercaron desconfiadas. Menos mal que las ovejas no
saben por qué el pastor es tan amable con ellas. (Los humanos también tenemos que
estar atentos ante cualquier muestra de amabilidad desinteresada. Nunca es
desinteresada y el interés que esconde no suele ser nada amable).
Total, que ya iba por la mitad del prado cuando divisé a tres niños en el terraplén
de la vieja vía de ferrocarril. Estaban sentados en el tronco hueco, junto al puente de
ladrillos. Ellos ya me habían visto a mí, y si cambiaba de rumbo se darían cuenta de
que era por miedo a encontrármelos, así que enfilé hacia ellos. Fui masticando un
chicle que me encontré en el bolsillo y de vez en cuando daba una patada a un cardo
para hacerme el duro.
Menos mal que no se me ocurrió desviarme. Los tres niños eran Grant Burch, su
esclavo Philip Phelps y Hormiguita, y estaban fumándose un cigarrillo entre los tres.
Del interior del tronco salieron Darren Croome, Dean Lerdell y Cagón.
Grant Burch me saludó desde lo alto:
—¿Qué pasa, Taylor?
—¿Vienes a ver la pelea? —me preguntó Phelps.
Cuando llegué al pie del terraplén dije:
—¿Qué pelea?
—Yo —dijo Grant Burch tapándose un agujero de la nariz y disparando un
proyectil de moco caliente por el otro— contra Ross Ladilla Wilcox Tercero.
Buenas noticias.
—¿Y por qué es la pelea?
—Ayer por la tarde estábamos yo y Swinyard jugando al Asteroides en el Black
Swan, ¿vale?, y de repente llega Wilcox haciéndose el duro y, sin decir ni mu, va y
me echa el cigarrillo en el vaso de clara. ¡Me quedé flipando! Le digo: «¿Eso ha sido
aposta?» y se pone: «¿A ti qué te parece?», y le digo: «Te vas a arrepentir de eso, cara

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coño».
—¡Genial! —exclamó Phelps sonriendo de oreja a oreja—. ¡Cara coño!
—Phelps —dijo Grant Burch con cara de pocos amigos—, no me interrumpas
cuando estoy hablando.
—Perdona, Grant.
—Bueno, pues eso, que le digo: «Te vas a arrepentir de eso, cara coño» y coge y
me dice: «Habrá que verlo» y yo cojo y le digo: «¿Quieres salir a la calle?», y coge y
me dice: «Lo sabía, escoges un sitio donde Isaac Pye pueda salir a defenderte». «Muy
bien, gilipollas», le digo yo, «di tú dónde» y va y me dice: «Mañana por la mañana.
En el tronco hueco. A las nueve y media», y yo le digo: «Ve llamando a la
ambulancia, comemierda. Allí estaré» y él dice «Vale» y se pira.
Hormiguita dijo:
—Wilcox está loco. Lo vas a brear, Grant.
—Sí —dijo Darren Croome—. Está clarísimo.
Buenísimas noticias. Ross Wilcox está montando una especie de pandilla en el
colé y ya me ha dejado clarísimo que me tiene manía. Grant Burch es uno de los
chicos más duros de séptimo. Wilcox se va a llevar una paliza y quedará como un
fracasado y un leproso.
¿Qué hora es, Phelps?
Phelps se miró el reloj.
—Las diez menos cuarto, Grant.
Hormiguita dijo:
—Se ha rajado, fijo.
Grant Burch volvió a echar un lapo.
Esperamos hasta las diez. Si no llega, vamos a buscarlo a Wellington Gardens. De
mí no se chulea nadie.
Phelps dijo:
—¿Y su padre, Grant?
—¿Qué pasa con su padre, Phelps?
¿No mandó a su madre al hospital?
No me da miedo un mecánico ladrón. Dame otro cigarrillo.
—Solo me queda negro —farfulló Phelps—. Perdona, Grant.
—¿Negro?
—Es lo único que tenía mi madre en el bolso. Lo siento.
—¿Y los John Player de tu viejo?
—Es que no le quedaban.
—¡Joder! Anda, venga, dame el negro. ¿Quieres un truja, Taylor?
—«He dejado de fumar» —dijo Hormiguita con retintín—. ¿A que sí, Taylor?
—Pero he vuelto —le dije a Grant Burch mientras trepaba por el terraplén.
Dean Lerdell me ayudó a pasar por encima del borde embarrado.
—¿Todo bien?

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—Todo bien —le respondí.
—¡YUJUUU! —Cagón estaba sentado a caballo en el tronco hueco y se azotaba
en su propio culo con una rama flexible—. ¡Vamos a darle de hostias hasta en el cielo
de la boca!
Seguro que lo había oído en la tele.
Un niño de rango intermedio como yo no debe rechazar una invitación de un
chico mayor como Grant Burch. Cogí el pitillo como me enseñó mi primo e hice que
le daba una buena calada. (En realidad no me tragué el humo). Hormiguita estaba
deseando que me diese un ataque de tos y vomitase hasta las tripas, pero me limité a
echar el humo como ya había hecho un millón de veces, y le pasé el cigarro a Darren
Croome. (¿Cómo es posible que algo tan prohibido como fumar sepa tan asqueroso?).
Miré con disimulo a Grant Burch para ver si lo había impresionado pero estaba
mirando hacia la valla que hay junto a la iglesia de Saint Gabriel.
—Hablando del rey de Roma.
Los púgiles se estudiaban delante del tronco hueco. Grant Burch le saca cuatro o
cinco centímetros a Ross Wilcox, pero Ross Wilcox está más cachas. Había venido
acompañado de dos padrinos, Wayne Nashend y Gary Drake. Wayne Nashend solía
ser punk, luego se hizo Nuevo Romántico y ahora es mod de pura cepa, pero lo que
es, por encima de todo, es gilipollas. Gary Drake, en cambio, no tiene un pelo de
tonto. Está en mi clase, pero como es el primo de Ross Wilcox, no se separan ni a sol
ni a sombra.
—Vete corriendo con tu mamá —le dijo Grant Burch— ahora que todavía estás a
tiempo —Eso fue un golpe bajo, porque todo el mundo sabe lo de la madre de Ross
Wilcox.
Ross Wilcox le escupió en las zapatillas.
—Oblígame tú.
Grant Burch miró el gargajo que tenía en las zapatillas.
—Vas a limpiarme eso con la puta lengua, cara coño.
—Eso habrá que verlo.
—Tú no vas a ver nada porque te voy a sacar los ojos.
—Mira cómo tiemblo, Burch.
El odio huele a petardos quemados.
Las peleas en el colegio son superdivertidas. Todos gritamos
«¡peleeeaaaaaaaaaaa!» y corremos hacia el epicentro. El señor Carver o el señor
Whitlock se abren paso a empujones entre el corro de espectadores. Pero la pelea de
esta mañana era más despiadada. Mi propio cuerpo se encogía involuntariamente ante
aquellos puñetazos, como cuando ves por la tele a un saltador de altura en acción y la
pierna se te sube sola. Grant Burch le hizo un rápido placaje a Ross Wilcox.
Ross Wilcox le dio un puñetazo más bien flojo pero tuvo que hacer un escorzo
para no caerse.
Grant Burch lo agarró de la garganta.

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—¡Hijo de puta!
Ross Wilcox también lo agarró de la garganta.
—¡Hijo de puta tú!
Ross Wilcox le atizó un puñetazo en la cabeza. Eso tuvo que doler. Grant Burch
le hizo una llave de cabeza. Eso tuvo que doler mucho. Ross Wilcox se balanceaba a
un lado y a otro pero Grant Burch no lograba tumbarlo, así que le dio un puñetazo en
la cara. Ross Wilcox logró retorcerle la mano hacia arriba y hundirle los dedos en la
cara.
Grant Burch empujó a Ross Wilcox y le dio una patada en las costillas.
Acto seguido entrechocaron las cabezas, como dos carneros. Forcejeaban
enganchados, gruñendo y rechinando los dientes.
De la nariz de Grant Burch surgió un hilo de color carmesí que manchó la cara de
Ross Wilcox.
Ross Wilcox trató de zancadillear a Grant Burch.
Grant Burch contrazancadilleó a Ross Wilcox.
Ross Wilcox contra-contra-zancadilleó a Grant Burch.
A estas alturas, trastabillándose sobre tres patas, se hallaban ya junto a la orilla
del terraplén.
—¡Cuidado! —gritó Gary Drake—. ¡Que te vas a caer! Enzarzados sin tregua, se
tambalearon, se aferraron, perdieron el equilibrio.
Y se despeñaron.
Al pie del terraplén, Ross Wilcox ya había conseguido levantarse. Grant Burch
estaba sentado, sujetándose la mano derecha con la izquierda y con los ojos
entrecerrados del dolor. Mierda, dije para mis adentros. Una mezcla de sangre y tierra
cubría la cara de Grant Burch.
—¿Qué? —se burló Ross Wilcox—. ¿Ya has tenido bastante, no?
—¡Me he jodido la muñeca, gilipollas! —gritó Grant Burch con la cara crispada.
Ross Wilcox echó un lapo como si tal cosa.
—Me parece que has perdido, ¿no?
—¡No he perdido, gilipollas de mierda, hemos empatado!
Ross Wilcox miró todo sonriente a Gary Drake y Wayne Nashend.
—¡Grant Cara Cono Burch dice que hemos empatado! Bueno, pues vamos con el
segundo asalto, entonces, ¿no? Para deshacer el empate, ¿no?
La única esperanza de Grant Burch era presentar su derrota como un accidente.
—Sí, claro, Wilcox. Con la muñeca rota, no te jode.
—¿Quieres que te rompa la otra?
—¿Te crees muy duro, verdad? —Grant Burch consiguió ponerse en pie—.
¡Phelps! ¡Vámonos!
—Claro, claro, te vas corriendo. A casita con tu mamá.
Grant Burch no se atrevió a responder: Por lo menos yo tengo una. En lugar de
eso, fulminó con la mirada a su esclavo, que estaba lívido y petrificado.

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—¡Phelps! ¿Qué te acabo de decir, sordo de mierda? ¡vámonos!
Philip Phelps reaccionó sobresaltado y bajó el terraplén resbalando de culo. Pero
Ross Wilcox le cerró el camino.
—¿No estás harto de que este imbécil te ande siempre mandoneando, Phil? No es
tu dueño. Puedes mandarlo a tomar por culo. ¿Qué te va a hacer?
Grant Burch gritó:
—¡PHELPS! ¡NO te lo voy a repetir!
Phelps se lo pensó por un momento, estoy seguro, pero terminó esquivando a
Ross Wilcox y corriendo atrás de su amo. Con la mano buena Grant Burch le hizo un
corte de mangas a Ross Wilcox por encima del hombro.
—¡Hey! —Ross Wilcox cogió un terrón de tierra—. ¡Que os olvidáis del
desayuno, julandrones!
Grant Burch debió de prohibirle a Phelps que se diese la vuelta.
La trayectoria del proyectil de barro parecía perfecta.
Y lo era. Impacto de lleno en el cogote de Phelps.
Ross Wilcox se había jugado el todo por el todo con aquella pelea pero le salió de
maravilla. La cabellera de Burch lo convierte en el chico más duro de sexto. Seguro
que los Espectros lo invitan a formar parte de la banda. Se sentó en el tronco hueco
como si fuese su trono. Hormiguita dijo:
—¡Sabía que podrías con Grant Burch, Ross!
—Yo también —dijo Darren Croome—. Lo veníamos comentando por el camino.
Hormiguita sacó una cajetilla de John Player.
—¿Un cigarro?
Ross Wilcox agarró el paquete entero.
Hormiguita parecía encantado de la vida.
—¿Dónde te han hecho el agujero de la oreja, Ross?
—Me lo he hecho yo solo. Con una aguja y una vela para desinfectarla. Duele que
te cagas pero está chupado.
Gary Drake encendió una cerilla en la corteza del tronco.
—Vosotros dos… —Wayne Nashend nos miró a Dean Lerdell y a mí con los ojos
entrecerrados—. Habéis venido con Grant Burch, ¿verdad?
—Yo ni sabía que había una pelea —dijo Dean Lerdell—. Estoy yendo a White
Leaved Oak, a casa de mi abuela.
—¿Andando? —dijo Hormiguita con gesto extrañado—. White Leaved Oak está
al otro lado de las Malvern. Vas a tardar un siglo. ¿Por qué no te lleva tu viejo en
coche?
Lerdell parecía avergonzado.
—Porque está malo.
—Ha vuelto a salir de parranda —dijo Wayne Nashend—, ¿verdad?
Lerdell miró hacia abajo.
—¿Y por qué no te lleva tu madre?

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—Porque tiene que cuidar de mi padre.
—¿Y tú, Jason Taylor —Gary Drake tiene una lengua viperina—, presidente de la
Asociación de Chupaculos de Grant Burch? ¿Qué haces aquí?
No podía decir que estaba dando un paseo porque eso es de maricas.
—¡Yujuuuuuu! —Cagón estaba sentado a caballo en una rama del tronco hueco y
se azotaba en su propio culo con una rama flexible—. ¡Vamos a darle de hostias hasta
en el cielo de la boca!
Darren Croome echó un escupitajo.
—Estás para que te encierren en el manicomio de Malvern.
—¿Y bien, Taylor? —dijo Ross Wilcox, que no se distrae tan fácilmente.
Escupí el chicle. Necesitaba urgentemente una excusa. El Ahorcado me agarraba
de la lengua y todas las letras del alfabeto eran una trampa.
—Viene conmigo a casa de mi abuela —dijo Dean Lerdell.
—No nos habías dicho eso, Taylor —me acusó Hormiguita—, antes de que Ross
le diera una paliza a esa cagarruta de Burch.
—Tampoco me lo preguntaste —acerté a decir.
—Habíamos quedado en encontrarnos aquí —dijo Lerdell mientras echaba a
andar—. Lo teníamos previsto. Se viene a casa de mi abuela. Vamos, Jason, que se
hace tarde.
La plantación de árboles de Navidad estaba tan oscura como un eclipse y apestaba
a lejía. Un ejército de árboles en filas y columnas infinitas. Nubes de moscas, tan
minúsculas como comas, se nos metían en los ojos y en la nariz. Debería haberle
dado las gracias a Lerdell por el cable que me había echado en el tronco hueco, pero
eso sería reconocer que lo necesitaba desesperadamente. En vez de eso, le conté lo de
los dóbermans. Pero no le pilló de nuevas.
—¿Ah, Kit Harris? Lo conozco muy bien. Se ha divorciado tres veces de la
misma mujer. Debe de estar como una cabra la pobre. Kit Harris solo ama una cosa:
los perros. Aunque parezca mentira, es profesor.
—¿Profesor? Pero si es un psicópata.
—Como lo oyes. En un reformatorio que hay cerca de Pershore. Lo llaman
«Tejón» por el mechón de pelo blanco. Claro que nadie se lo llama a la cara. Una vez
uno de los chicos del reformatorio se cagó en el capó de su coche. ¿A que no adivinas
cómo se enteró Tejón de quién había sido?
—¿Cómo?
—Cogiendo a todos los niños y metiéndoles agujas de bambú debajo de las uñas,
uno por uno, hasta que alguien se chivó.
—¡Anda ya!
—Te lo juro por Dios. Me lo contó mi hermana Kelly. La disciplina en los
reformatorios es más rígida, por eso son reformatorios. En un principio Tejón trató de
que expulsaran al culpable, pero el director se negó porque si te expulsan del
reformatorio vas directo a la cárcel. Así que unas semanas después Tejón organizó un

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juego táctico en Bredon Hill. De noche.
—¿Qué es un juego táctico?
—Un juego militar, como un juego de guerra. Los boy-scouts también juegan. Un
equipo tiene que capturar la bandera del otro, ese rollo. Bueno, el caso es que a la
mañana siguiente el niño que se cagó en el coche de Tejón había desaparecido.
—¿Adónde?
—¡Pues ahí está! El director avisó a la interpol y tal, el chaval se había escapado
aprovechando el juego, es lo más normal del mundo en los reformatorios. Pero Kelly
se enteró de la verdad. Eso sí, me tienes que jurar sobre tu propia tumba que no se lo
vas a decir a nadie.
—Te lo juro.
—Sobre tu propia tumba.
—Te lo juro sobre mi propia tumba.
—Kelly estaba un día en la tienda del señor Rhydd cuando de repente entra Tejón.
Eso fue tres semanas después de la desaparición del chaval, ¿vale? Bueno. Tejón
compra pan y otras cosas, y ya se estaba yendo cuando el señor Rhydd le pregunta:
«¿Y la comida de sus perros, señor Harris?». Y Tejón va y le contesta: «Los tengo a
dieta, señor Rhydd». Así, todo diabólico: «Los tengo a dieta». Entonces, cuando ya se
había ido, Kelly oyó al señor Rhydd contándole a la vieja de Pete Redmarley que
hacía tres semanas que Tejón no compraba latas de comida para perros.
—Ah —dije, sin terminar de captarlo.
—No hace falta ser un genio para darse cuenta de qué es lo que los dóbermans de
Tejón llevaban tres semanas comiendo, ¿verdad?
—¿El qué?
—¡Pues el cadáver del niño desaparecido!
—Dios mío —me dio un escalofrío.
—Así que si lo único que te ha hecho Tejón ha sido acojonarte de miedo —
Lerdell me dio una palmada en el hombro— puedes dar las gracias.
Una acequia guarrindonga había inundado el camino y tuvimos que coger
carrerilla para saltarla. Mi condición atlética, superior a la de Lerdell, me permitió
superar el obstáculo. Lerdell se caló un pie hasta el tobillo.
—¿Adónde estabas yendo, Jace?
El Ahorcado me bloqueó «por ahí».
—A ningún sitio. A dar una vuelta.
La zapatilla de Lerdell le pedorreaba al andar.
—A algún sitio debías de ir.
—Bueno —confesé—, he oído que el camino de herradura lleva hasta un túnel
que atraviesa las Malvern. Se me ocurrió ir a echar un vistazo.
—¿Al túnel? —Lerdell paró en seco y me dio un manotazo en el brazo en señal
de incredulidad—. ¡Pero si yo también voy allí!
—¿Y lo de ir a casa de tu abuela en White Lead Oak?

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—Es que pensaba ir por el túnel perdido, ¿entiendes? El que construyeron los
romanos para invadir Hereford.
—¿Los romanos? ¿Túneles?
—¿Cómo si no te crees que echaron a los puñeteros vikingos? He investigado el
tema, para que te enteres. Me he traído una linterna y un rollo de cuerda y todo. Hay
tres túneles que atraviesan las Malvern. El primero es el que excavó la compañía de
ferrocarril para el tren a Hereford. Está embrujado con el fantasma de un ingeniero
vestido con un mono naranja a rayas negras que se aparece donde lo pilló el tren. El
segundo es el del Ministerio de Defensa.
—¿El qué?
—El túnel que construyó el Ministerio de Defensa como refugio nuclear. La
entrada está en el departamento de jardinería de los almacenes Woolworths de Great
Malvern. La pura verdad. Una de las paredes es un muro falso que oculta una puerta
acorazada, como las de los bancos. Cuando suene la alarma de ataque nuclear, la
policía militar recogerá a todos los funcionarios del Ministerio de Defensa que
trabajan en el Instituto de Señales y Radar de Malvern y se los llevará al Woolworths.
Al alcalde y a los concejales de Malvern también los dejarán entrar, y al gerente y al
subgerente del Woolworths. Por último, la policía militar, que habrá mantenido
alejados a punta de pistola todos los clientes histéricos, también entrará y se llevarán
a una o dos de las dependientas más guapas para reproducirse con ellas. Con lo cual
mi hermana está descartada, ¿no te parece? Entonces cerrarán la puerta y todos los
demás saltaremos en pedacitos.
—Todo esto no te lo habrá contado Kelly, ¿verdad?
—No, fue el tío que le vende a mi padre el abono de caballo para el jardín. Tiene
un amigo que trabaja en la cafetería del Instituto de Señales y Radar.
Entonces tenía que ser verdad.
—Caray.
En un remolino de agujas de pino color caqui me pareció ver unas antas de
ciervo, como las de Herne el Cazador. Pero era una rama.
—Supongo que deberíamos unirnos —dije—. Para encontrar el tercer túnel. El
túnel perdido.
Lerdell fue a darle una patada a una piña pero falló.
—Pero ¿quién hace la entrevista con la Gaceta de Malvern?
Yo le di de lleno y la mandé rodando camino adelante.
—Los dos.
Correr a toda velocidad por un campo de margaritas con los ojos fijos en el suelo
es alucinante. Estrellas con pétalos y amapolas como cometas surcan un universo
verde. Lerdell y yo llegamos al granero que había en el otro extremo, mareados por el
viaje intergaláctico. Yo me reía más que él porque su zapatilla seca ya no estaba seca
sino reluciente de mierda de vaca. Unas balas de paja formaban una rampa hasta el
tejado de metal y allí subimos. El árbol con forma de gallo que se ve desde mi

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habitación ya no corría de izquierda a derecha sino de derecha a izquierda.
—Este granero es un buen emplazamiento para un nido de ametralladoras —dije,
exhibiendo mis conocimientos militares.
Lerdell se quitó la zapatilla bañada en mierda y se tumbó boca arriba.
Yo también me tumbé. La chapa oxidada estaba tan caliente como un bizcocho
recién salido del horno.
—Esto es vida —suspiró Lerdell pasados unos segundos.
—Ya puedes decirlo bien alto —dije yo pasados unos segundos.
—¡Esto es vida! —gritó Lerdell al instante.
Lo sabía.
—Qué original.
En los campos que se extendían detrás de nosotros balaban ovejas y corderitos.
En los campos que se extendían delante de nosotros ronroneaba un tractor.
—¿Tu viejo nunca se emborracha? —preguntó Lerdell.
Si decía que sí, estaría mintiendo, pero si decía que no, quedaría como un moña.
—Se toma un par de copas cuando viene mi tío Brian.
—No me refiero a un par de copas, me refiero a si nunca se pilla tal cogorza que
no puede ni hablar.
—No.
Ese «no» convirtió el metro que nos separaba en un kilómetro.
—No —Lerdell tenía los ojos cerrados—. Tu padre no tiene pinta de eso.
—El tuyo tampoco. Es muy simpático y muy gracioso…
Un avión destelló como una gota de mercurio en lo alto del cielo azul oscuro.
—Maxine siempre dice lo mismo: «Ya está papá poniéndose siniestro», y tiene
razón, se pone siniestro. Empieza con unas pocas latas, ¿sabes?, y va levantando la
voz y contando unos chistes malísimos de los que tenemos que reírnos sin ganas.
Luego se pone a gritar y tal. Los vecinos aporrean las paredes para protestar y mi
padre responde aporreando más fuerte y poniéndoles a parir. Entonces se encierra en
su cuarto pero allí también tiene botellas. Oímos cómo las estrella contra el suelo, una
a una. Después duerme la mona y cuando se despierta, todo arrepentido, empieza:
«No vuelvo a beber una gota, de verdad…». Eso es casi peor… Es como si una
mierdecilla de hombre llorica y asqueroso sustituyese a mi padre durante las
borracheras y solamente yo, y mi madre y Kelly y Rally y Max, supiésemos que no es
él. La gente no se da cuenta, ¿entiendes?, todo el mundo dice: «Ahí está Frank
Lerdell mostrando su verdadera cara». Pero no es él —Lerdell me miró negando con
la cabeza—. Bueno, sí. Bueno, no. Bueno, sí. Bueno, no. ¡Yo qué sé!
Pasó un minuto terrible.
El color verde está hecho de azul y de amarillo, nada más, pero cuando miras una
cosa verde, ¿dónde están el azul y el amarillo? Lo del padre de Lerdell es algo
parecido. En realidad, todo el mundo y todas las cosas son un poco así. Pero
explicárselo a Lerdell habría estropeado más la situación.

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—¿Te apetece una botella fresquita de Woodpecker? —dijo Lerdell.
—¿Sidra? ¿Has traído sidra?
—No, mi padre se la ha bebido toda, pero —se hurgó en el bolsillo— tengo una
lata de Irn Bru.
El Irn Bru sabe a chicle con burbujas, pero acepté un trago porque no me había
llevado nada de beber y más vale Irn Bru que nada. Me había imaginado que
encontraría manantiales de agua fresca por el camino, pero hasta entonces lo único
que había visto era aquella acequia guarrindonga.
El Irn Bru le estalló en la mano como una granada.
—¡Mierda!
—Cuidado, tío, que lo derramas todo.
—¡Ni de coña!
Me dejó beber a mí primero mientras se chupaba la mano. A cambio, le di un
poco de chocolatina. Se había salido del envoltorio pero le quitamos las pelusas del
bolsillo y no sabía mal. Me dio un ataque de alergia y estornudé diez o veinte veces
en un pañuelo churretoso. Una estela de vapor rasgó el cielo.
Pero el cielo cicatrizó al instante. Como si tal cosa.
¡CRUUAAAAAAAKKKKKK!
Me resbalé hasta la mitad del alero del tejado, medio dormido, antes de recuperar
el equilibrio.
En el lugar donde había visto a Lerdell por última vez ahora había tres cuervos
monstruosos.
De Lerdell, ni rastro.
Los picos de los cuervos eran puñales y sus ojos aceitosos tramaban crueles
planes.
—¡Fuera!
Los cuervos saben cuando pueden contigo.
La campana de Saint Gabriel tocó once o doce veces, no las conté bien porque los
cuervos me ponían nervioso. Dardos diminutos de agua se me clavaban en la cara y
en el cuello. Mientras dormía había cambiado el tiempo. Las colinas Malvern habían
desaparecido tras un telón de lluvia que caía a plomo a escasos campos de distancia.
Los cuervos levantaron el vuelo y se largaron.
Lerdell tampoco estaba dentro del granero. Estaba claro que había decidido no
compartir conmigo la primera plana de la Gaceta de Malvern. ¡Menudo traidor!
Bueno, si quería jugar a Scott de la Antártida contra Amundsen el noruego, por mí
encantado. Lerdell jamás me ha ganado a nada en toda su vida.
El granero olía a sobaco, heno y pis.
La lluvia lanzó su ataque aéreo, bombardeando el tejado y ametrallando los
charcos que rodeaban el granero. (Al desertor de Lerdell le estaría bien empleado
calarse hasta los huesos y pillar una pulmonía). La lluvia borró el siglo XX y convirtió
el mundo en una mancha de blancos y grises.

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Encima del gigante dormido que eran las Malvern, un doble arco iris unía la torre
baliza de Worcestershire con el campamento británico. Fue allí donde los romanos
masacraron a los antiguos britanos. El sol, de color melón, despedía un brillo
vaporoso. Emprendí la marcha a buen ritmo, corriendo hasta contar cincuenta,
andando hasta contar cincuenta. Decidí que, si alcanzaba a Lerdell, no le diría ni mu.
Al traidor, desprecio absoluto. La hierba húmeda crujía bajo mis zapatillas. Salté una
cerca poco firme y crucé un prado con obstáculos para caballos hechos de conos de
plástico y postes pintados a rayas blancas y negras. Al otro lado del prado había una
granja. Dos silos brillaban como naves espaciales victorianas. Flores como trombones
trepaban por unas espalderas y en un cartel descascarillado ponía se vende estiércol
de caballo. Un gallo muy gallito vigilaba a sus gallinas y de una cuerda de tender
colgaban sábanas y fundas de almohada empapadas de lluvia. También bragas con
volantes y sujetadores. Un sendero cubierto de musgo se perdía en lo alto de la loma,
en dirección a la carretera principal de Malvern. Al pasar por delante de un establo,
fisgué en el oscuro y cálido interior. Apestaba a estiércol.
Distinguí tres caballos. Uno movió la cabeza, otro resopló y el otro se me quedó
mirando. Aceleré el paso. Si un camino de herradura atraviesa una granja, no puede
ser propiedad privada, pero las granjas no dan la impresión de ser un espacio público
ni mucho menos. Me daba miedo que saliese alguien gritando: «¡Alto ahí, intruso!
¿No sabes que está prohibido el paso?». (Si la propiedad es sagrada, un intruso es un
blasfemo).
Al otro lado de la siguiente valla había un sembrado de tamaño mediano. Un
tractor John Deere trazaba surcos de tierra viscosa. Las gaviotas revoloteaban sobre
las cuchillas del arado, cazando lombrices con la gorra. Me quedé escondido hasta
que el tractor se alejó del camino.
Entonces eché a correr a través del sembrado, como un agente de los GEOS.
—¡TAYLOR!
Ni siquiera había alcanzado mi velocidad punta y ya me habían echado el lazo.
Sentada en la cabina de un tractor antediluviano, Dawn Madden afilaba un palo.
Llevaba puesta una bomber y unas Doc Martens con cordones rojos y salpicadas de
barro.
Controlé la respiración.
—¿Qué tal —mi primera intención fue llamarla «Madden» porque ella me había
llamado «Taylor»—, Dawn?
—¿Dónde está el incendio? —preguntó sin dejar de sacar virutas retorcidas con la
navaja.
—¿Cómo?
Dawn Madden imitó mi mueca de desconcierto.
—¿Por qué corres?
Tiene el pelo negro como el carbón y se lo peina un poco a lo punki. Seguro que
se pone gomina. Me encantaría ponérsela yo.

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—Me gusta correr. A veces. Porque sí.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te trae por aquí?
—Nada, solo he salido a dar una vuelta. Para pasar el rato.
—Pues entonces —señaló el capó del tractor— puedes pasar el rato ahí.
Estaba deseando obedecerla.
—¿Por qué?
Estaba deseando desobedecerla.
Tenía los labios manchados de chicle de grosella roja.
—Porque yo te lo mando.
—Y tú —trepé por la rueda delantera—, ¿qué estás haciendo aquí?
—Yo vivo aquí, para que te enteres.
El capó húmedo del tractor me mojó el culo.
—¿En esa granja? ¿Ahí detrás?
Dawn Madden se bajó la cremallera de la bomber.
—En esa granja. Ahí detrás.
Llevaba una cruz negra y maciza, como las de los siniestros, encajada entre los
pechitos incipientes.
—Creía que vivías en la casa de al lado del pub.
—Eso era antes. Había mucho ruido. Además, Isaac Pye, el casero, es un capullo.
Aunque ese —señaló el tractor con la cabeza— tampoco es mucho mejor.
—¿Quién es?
—Mi padrastro. Esta casa es suya. No te enteras de nada, Taylor. Ahora mi madre
y yo vivimos aquí. Se casaron el año pasado.
De repente me acordé.
—¿Qué tal es?
—Tiene el cerebro de un toro —Me miró como si hubiese descorrido una cortina
invisible—. Y no solo el cerebro, a juzgar por el escándalo que arman algunas
noches.
El vaho le acariciaba el cuello. Un cuello color batido de chocolate.
—¿Los ponis del establo son vuestros?
—Has cotilleado a gusto, ¿no?
El tractor de su padrastro dio la vuelta; esta vez venía de frente.
—Solo he mirado en el establo, te lo juro.
De nuevo se puso a afilar el palo.
—Tener caballos cuesta un ojo de la cara —Dale que te pego con el cuchillo—.
En la escuela de equitación están de obras y el pibe este les deja guardarlos aquí.
¿Hay algo más que quieras saber?
Unas quinientas cosas.
—¿Qué estás haciendo?
—Una flecha.
—¿Qué vas a hacer con una flecha?

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—Usarla con mi arco.
—¿Qué vas a hacer con un arco y una flecha?
—¿Qué-qué-qué, qué-qué-qué? —Durante un horrible instante creí que se estaba
burlando de mi tartamudez, pero me parece que hablaba en general—. ¿Solo sabes
preguntar, o qué, Taylor? El arco y la flecha son para cazar niños y matarlos. Se vive
mejor sin ellos. Babas y escoria, eso es lo que sois los niños.
—Vaya, muchas gracias.
—De nada.
—¿Me dejas ver el cuchillo?
Me lo tiró contra el cuerpo. La suerte quiso que fuese el mango y no la hoja lo
que me golpeó la costilla.
—¡Madden!
Me miró fijamente como diciendo «¿Qué?». Tiene los ojos de color miel oscura.
—¡Casi me lo clavas!
Dawn Madden tiene los ojos de color miel oscura.
—Oh, pobre Taylor.
El tractor, traqueteando sin parar, llegó a nuestra altura y empezó a girar
lentamente. El padrastro de Dawn Madden me lanzó rayos de odio con los ojos. Las
cuchillas del arado sajaban la tierra oxidada.
Dawn Madden miró al tractor y dijo con acento de paleto:
—«Lo mismico me da, zagala, que no seas sangre de mi sangre: o nos
comportamos como está mandao o te doy una patá en el culo. Y no creas que es un
farol porque yo no me marcao un farol en toa mi vida».
La mano de Dawn había dejado la empuñadura del cuchillo caliente y pegajosa.
La hoja estaba tan afilada que valía para amputar un brazo.
—No está mal este cuchillo.
—¿Tienes hambre? —me preguntó.
—Depende.
—Huy, qué señorito —De una bolsa de papel sacó una galleta danesa aplastada
—. No me irás a rechazar una de estas, ¿verdad?
Partió un trocito y me lo pasó por las narices. Brillaba a causa del glaseado.
—Vale.
—¡Toma, Taylor! ¡Vamos, perrito! ¡Ven a por ella!
Me acerqué gateando por el capó, no como un perrito sino con cuidado por si se
le ocurría tirarme a las ortigas. Con Dawn Madden nunca se sabe. Cuando se inclinó
hacia mí le vi los pezones. No llevaba sujetador. Alargué la mano hacia ella.
—¡Abajo esa pata! ¡Abre la boca, perrito!
Me dio de comer así, de la punta de la flecha a la boca.
El glaseado sabía a limón, la masa sabía a canela y las uvas pasas eran ácidas y
dulces a la vez.
Ella también le dio un mordisco. Le vi el puré de galleta en la lengua. Ahora que

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estaba más cerca me fijé en el Jesucristo delgaducho del colgante. Estaría calentito
entre sus pechos. Los hay con suerte. La galleta no me duró ni un instante. Con gran
delicadeza, Dawn ensartó la guinda en la punta de la flecha. Con gran delicadeza, la
desclavé con los dientes.
El sol se ocultó.
—¡Taylor! —gritó furiosa mirando la punta de la flecha—. ¡Me has robado la
guinda!
Casi me atraganto.
—Me la has dado tú.
—¡Me has robado la puta guinda y lo vas a pagar caro!
—Pero Dawn, si…
—¿Quién te ha dado permiso para llamarme Dawn?
¿Era el mismo juego, era un juego distinto, o no era ningún juego?
Me acarició la nuez con la flecha y se acercó tanto que le olí el aliento dulzón.
—¿Te parece que estoy de broma, Jason Taylor?
La flecha estaba afilada de verdad. A lo mejor podría haberla apartado de un
manotazo antes de que me perforase la tráquea. A lo mejor. Pero la cosa no era tan
fácil. Para empezar, estaba más empalmado que un mono.
—Tienes que pagar por lo que has robado. Es la ley.
—No tengo dinero.
—Pues piensa un poco, Taylor. ¿De qué otra forma me puedes pagar?
—Yo… —Un hoyuelo. Unos pelillos diminutos que le aterciopelan el surco de
encima del labio. Nariz de diablillo. Labios como pétalos. Sonrisa curva. Mi reflejo
en sus ojos de cierva traviesa—. Tengo… tengo unos caramelos de fruta en el
bolsillo, pero están todos pegados. Tendrías que romperlos con una piedra.
Se rompió el hechizo. Me apartó la flecha de la garganta.
Dawn Madden volvió a sentarse en el asiento del tractor con aire aburrido.
—¿Qué pasa?
Por toda respuesta me miró como si mirase unos pantalones de campana en la
sección de artículos defectuosos del mercado de Tewkesbury.
Yo quería volver a sentir la flecha en la garganta.
—¿Qué pasa?
—Como no salgas de nuestra propiedad antes de que cuente veinte —se metió un
chicle de menta en la boca—, le digo a mi padrastro que me has sobado. Como no
salgas antes de que cuente treinta, le digo —paladeó las palabras con la lengua— que
me has metido mano. Te lo juro por Dios.
—¡Pero si ni te he tocado!
—Mi padrastro tiene una escopeta encima del armario de la cocina. Igual te
confunde con un conejito asustado, Taylor. Uno… dos… tres…
El camino se perdía en un huerto de cuento de hadas. Los cardos quebradizos y la
esponjosa hierba me llegaban por el codo: más que andar era como vadear un río.

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Seguía pensando en Dawn Madden. No entendía nada. A lo mejor es que le gustaba
un poco. No iba a darle la única galleta que le quedaba al primero que pasase por allí.
Y a mí ella me gusta a rabiar. Aunque eso de que te guste una chica es peligroso.
No peligroso, sino complicado. Bueno, peligroso también. Al principio los demás
chicos del colegio se cachondean sin parar. Si te ven de la mano de una chica te
dicen: «¿Cuándo es la boda?». Los otros chicos que andan detrás de ella buscan pelea
contigo para que vea que está saliendo con un moña. Después, cuando la pareja ya es
oficial, como la de Lee Biggs y Michelle Tirley, tienes que aguantar que sus amigas
escriban en todos los cuadernos vuestras iniciales dentro de un corazón con una
flecha clavada. Los profesores también se apuntan al choteo. El trimestre pasado,
cuando el señor Whitlock dio la reproducción hermafrodita de los gusanos, a un
gusano lo llamaba «gusano Lee» y a otro «gusana Michelle». A los chicos nos
pareció graciosillo, pero todas las chicas se reían a grito pelado como el público de
las telecomedias. Bueno, todas menos Michelle Tirley, que se puso como un tomate,
se tapó la cara y se echó a llorar. El señor Whitlock se cachondeó todavía más.
Hay ciertas diferencias entre Dawn Madden y yo. Todo el mundo dice que
Kingfisher Meadows es la zona más pija de Black Swan Green. La granja de su padre
es lo menos pijo que hay. Yo estoy en 7.º A, la mejor clase del colegio. Ella está en
7.º E, la segunda peor. No son diferencias fáciles de salvar. Las reglas son las reglas.
Luego está el tema del acto sexual. En ciencias naturales no se da hasta 7.º. Una
cosa es un diagrama de un pene erecto dentro de una vagina y otra muy diferente
ponerlo en práctica. La única vagina verdadera que he visto fue en una foto grasienta
que Neal Brose te dejaba ver a cambio de cinco peniques. Parecía una gamba
marsupial dentro de la bolsa peluda de su madre. Casi vomito los ganchitos y el
Toblerone.
Nunca le he dado un beso a una chica.
Dawn Madden tiene los ojos de color miel oscura.
Un castaño surgió de la tierra desplegando millones de brazos robustos. Alguien
había colgado de una rama un columpio hecho con una rueda. El neumático oscilaba
suavemente mientras la Tierra giraba debajo. Lo incliné para dejar caer el agua que se
había acumulado dentro y me senté. Molaría más orbitar ingrávido alrededor de Alfa
Centauro, pero la ingravidez de un columpio tampoco está mal. Si hubiese estado
Lerdell habría sido un cachondeo. Al cabo de un rato trepé por la cuerda deshilachada
para ver si se podía subir al árbol. Una vez que llegabas a la primera rama los subías
con la gorra. Me encontré hasta las ruinas de una cabaña para niños, aunque se veía
que estaba abandonada desde hacía la tira. Un poco más arriba me arrastré por una
rama y me asomé fuera de la copa. Se divisaban kilómetros y kilómetros a la redonda.
Los silos de la granja de Dawn Madden, una columna de humo en espiral, la
plantación de abetos navideños, el campanario de Saint Gabriel y, casi tan altas, sus
dos secuoyas.
Me saqué la navaja suiza y grabé esto en la corteza:

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La savia en la hoja olía a clorofila. La señorita Throckmorton siempre nos decía
que los que graban cosas en los árboles son los vándalos más depravados de todos los
vándalos porque, además de ensuciar con pintadas, hacen daño a seres vivos. Puede
que tuviese razón pero ella nunca sabrá lo que es tener 13 años y conocer a una chica
como Dawn Madden. Un día, pensé, la traeré aquí arriba para que lo vea. Nos
daremos el primer beso. Justo aquí. Y me tocará. Justo aquí.
Fui al otro lado del árbol para ver lo que me esperaba camino adelante. Una
vereda que serpenteaba hacia Mari Bank y Castlemorton, campos y más campos, un
atisbo de una vieja torreta gris que descollaba entre los abetos, hileras de pilones.
Ahora se apreciaban detalles en las Malvern. La luz del sol arrancaba destellos de los
coches que circulaban por la carretera de Wells. Unos peatones tamaño termita
cruzaban Perserverance Hill. Debajo, por alguna parte, discurría el tercer túnel. Me
comí el taco de queso Wensleydale y las migajas de galletitas saladas, y me arrepentí
de no haber llevado agua. Volví a la cuerda del columpio y ya estaba a punto de bajar
cuando oí las voces de un hombre y una mujer.
—¿Lo ves? —Era Tom Yew, lo reconocí al instante—. Ya te he dicho que estaba
solo un poco más adelante.
—Sí, Tom —respondió la mujer—, me lo has dicho unas veinte veces.
—¿No decías que querías un lugar íntimo?
—Sí, pero tampoco hacía falta que me llevases a Gales.
Entonces vi que era Debby Crombie. Nunca he hablado con Debby Crombie pero
Tom Yew es el hermano mayor de Nick Yew, el que está en la marina. Podría haber
dicho «¡Hola!» y bajar por la cuerda y no habría pasado nada. Pero ser invisible
molaba. Retrocedí a gatas hasta una horqueta del tronco y esperé a que pasaran de
largo.
Pero no pasaron.
—Este es —Tom Yew se paró justo al lado del columpio—. El mismísimo
castaño privado de los hermanos Yew.
—¿No habrá hormigas y abejas y cosas así?
—Eso se llama «naturaleza», Debby. Es bastante frecuente cuando uno sale al
campo.
Debby Crombie extendió una manta en un hueco que había entre dos raíces.
Todavía podría haberles dicho que yo estaba allí (es lo que debería haber hecho).
Lo intenté, pero antes de que se me ocurriese alguna excusa sin una palabra trampa,
Tom Yew y Debby Crombie ya estaban tumbados en la manta morreándose. Tom le

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desabrochó uno por uno todos los botones del vestido azul, desde las rodillas hasta el
cuello, moreno por el sol.
Si ahora abría la boca se me caería el pelo.
El castaño se balanceaba y crujía.
Debby Crombie metió un dedo en la bragueta de Tom Yew.
—Hola, marinero —susurró.
Aquello les dio tanta risa que tuvieron que parar de besuquearse. Tom Yew sacó
dos botellas de cerveza de la mochila y las abrió con una navaja suiza. (La mía es
roja, la suya es negra).
Entrechocaron las botellas. Tom Yew dijo:
—Brindemos por…
—Por mí, la más guapa.
—Por mí, el más maravilloso.
—Yo lo he dicho primero.
—Vale, por ti.
Dieron un trago de aquel líquido solar y rubio.
—Y también —añadió Debby Crombie con un gesto serio— por un viaje seguro.
—¡Claro que va a ser seguro, Debby! ¿Cinco meses de crucero por el Adriático,
el Egeo, Suez y el Golfo? Lo peor que me puede pasar es que pille una insolación.
—Sí, pero en cuanto subas a bordo del Coventry —dijo Debby haciendo un
mohín— te olvidarás de tu novia, que se queda desconsolada en el viejo y aburrido
Worcestershire. Saldrás de juerga por Atenas y pillarás la sífilis por liarte con alguna
pelandusca griega llamada…
—¿Llamada cómo?
—… Iannos.
—«Iannos» es nombre de chico. Significa «Juan» en griego.
—Sí, pero eso solo lo descubrirás después de que te haya atiborrado de ouzo y te
haya atado a la cama.
Tom Yew se recostó sonriendo de oreja a oreja y miró directamente hacia mí.
Gracias a Dios que miraba sin ver. Las cobras detectan presas a más de medio
kilómetro de distancia, pero si no mueves un solo músculo no te ven, ni siquiera a un
par de metros. Eso fue lo que me salvó esa tarde.
—Cuando Nick era un canijo solíamos trepar a este mismo árbol. Un verano
construimos una cabaña entre las ramas. Me pregunto si seguirá ahí…
Debby ya le estaba sobando la entrepierna.
—Este de aquí, en cambio, no tiene nada de canijo, Thomas Williams Yew.
Le quitó la camiseta de Harley Davidson y la tiró lejos. La espalda de Tom relucía
toda musculosa, como la de un Geyperman. Tenía un pez espada tatuado en un
hombro.
La chica se quitó el vestido.
Si los pechos de Dawn Madden eran un par de galletas danesas, los de Debby

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Crombie eran dos balones medicinales, cada uno de ellos provisto de un pezón
protuberante. Tom se los besó y se los dejó relucientes de saliva. Ya sé que no debería
haber mirado, pero no podía evitarlo. Tom le bajó las bragas, que eran de color rojo, y
le acarició la mata de pelo.
—Si quieres que pare, señorita Crombie, dímelo ahora.
—Oooh, amo Yew —susurró Debby—, ni se te ocurra.
Tom se subió encima de ella y empezó a dar una especie de sacudidas. La chica
gemía como si le estuviesen dando pellizcos y lo estrechaba con las piernas como una
rana. Tom se movía arriba y abajo, como Namor, el Príncipe Submarino. La cadena
de plata le tintineaba en el cuello.
Debby juntó las plantas de los pies como si estuviese rezando.
La espalda de Tom, bañada en sudor, parecía el lomo de un cerdo asado.
Debby soltó un quejido como un troll torturado.
El cuerpo de Tom Yew se paró en seco, se crispó entero y de su interior salió un
sonido como el de un cable desgarrándose. Y a continuación otro, como si le
hubiesen dado un rodillazo en las pelotas.
La chica le clavó las uñas en el culo, dejándole unas señales rosadas.
Y su boca hizo una O perfecta.
A lo lejos se oyó la campana de Saint Gabriel dando la una, o las dos. A estas
alturas, Lerdell el desertor ya me sacaría kilómetros de ventaja. Mi única esperanza
era que hubiese metido el pie en un cepo de tejones oxidado. Me suplicaría que fuese
a buscar ayuda y yo le diría: «No sé, Lerdo, déjame que me lo piense».
Debby Crombie y Tom Yew todavía no se habían despegado. Ella dormitaba pero
él estaba roncando. Una mariposa se le posó en la espalda para beber de un charquito
de sudor que se le había formado a la altura de los riñones.
Me entró hambre y estaba nervioso y mareado y celoso y cansado y avergonzado
y muchas cosas más. Pero no estaba orgulloso ni satisfecho, ni mucho menos deseoso
de hacer eso que acababa de ver. Esos gruñidos y quejidos no eran propios de seres
humanos. La brisa acunaba el castaño y el castaño me acunaba a mí.
—¡AAAAAAHHHHHHH! —gritó Tom.
Debbie también dio un chillido. Tenía los ojos en blanco y abiertos como platos.
Tom había dado un respingo y se había caído de lado.
—¡Tom! ¡Tom! ¡Ya pasó, ya pasó, ya pasó!
—Joder, joder, joder, joder, joder.
—¡Cariño! ¡Soy Debby! ¡Ya pasó! ¡Solo era una pesadilla!
Tom Yew, desnudo y bañado por el sol, cerró los atemorizados ojos y, asintiendo
con la cabeza, se sentó en una raíz y se llevó las manos al cuello. Aquel berrido debía
de haberle desgarrado las cuerdas vocales.
—Ya pasó.
Debby Crombie se puso rápidamente el vestido y lo abrazó como una madre a su
hijo.

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—¡Cariño, estás temblando! Vístete, anda. Ya pasó.
—Perdona, Debby —Tenía la voz rota—. Te he debido de asustar.
Debby le puso la camiseta en los hombros.
—¿Qué ha sido, Tom?
—Nada.
—Y una mierda. ¡Cuéntamelo!
—Estaba en el Coventry. Nos atacaban…
—Sigue.
Tom cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—¡Venga, Tom!
—No, Debby. Era demasiado… demasiado real.
—Pero Tom, yo te quiero. Y quiero saberlo.
—Y yo también te quiero demasiado como para contártelo, y se acabó. Venga,
vámonos a casa antes de que nos vea algún niño.
Iba por la mitad de un sembrado de coliflores (plantadas en ordenadas hileras
entre caballones puntiagudos) cuando un escuadrón de aviones pasó atronando por
encima del valle. Como estoy acostumbrado a que los cazas sobrevuelen nuestra
escuela varias veces al día, me preparé para taparme los oídos. Pero para lo que no
estaba preparado fue para los tres Hawker Harrier en vuelo rasante que pasaron tan
cerca del suelo que los podría haber alcanzado con una bola de criquet. ¡El estruendo
fue increíble! Me hice una bola y miré por una rendija. Los Harrier dieron una curva
justo antes de estrellarse contra las Malvern y se alejaron en dirección a Birmingham,
volando a baja altura para burlar los radares soviéticos. Cuando estalle la Tercera
Guerra Mundial, serán los MiGs estacionados en Varsovia o Alemania del Este los
que tengan que burlar los radares de la OTAN antes de bombardear a gente como
nosotros. Y a ciudades y pueblos ingleses como Worcester, Malvern y Black Swan
Green.
Dresden, Londres y Nagasaki.
Me quedé acurrucado hasta que el rugido de los Harrier se perdió entre el rumor
de los coches distantes y los árboles cercanos. Si pegas la oreja al suelo, la tierra es
como una puerta. Ayer vi a la Thatcher en televisión hablando de misiles con unos
cuantos estudiantes.
—La única forma de pararle los pies al matón del colegio —dijo, tan segura de
estar en posesión de la verdad como de tener los ojos azules— es demostrándole que,
si te pega, tú le puedes devolver el golpe con mucha más fuerza.
Sin embargo, la amenaza de que les devolviesen el golpe no impidió que Ross
Wilcox y Grant Burch se liasen a tortas, ¿a que no?
Me sacudí la hierba y el polvo y seguí andando hasta que, en la esquina del
siguiente sembrado, me encontré una bañera anticuada. Por las huellas de pezuñas
que había alrededor deduje que la usaban de comedero. Dentro de la bañera había una
enorme bolsa de fertilizante que cubría algo. Picado por la curiosidad, la aparté.

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Era el cadáver mugriento de un chaval de mi edad.
Entonces el cadáver se incorporó y me agarró del cuello.
—¡POLVO ERES! —gritó. ¡Y EN POLVO TE CONVERTIRÁS!
Un minuto después Dean Lerdell seguía meándose de la risa.
—¡Si te hubieses visto la cara! —acertó a decir entre las carcajadas—. ¡Tenías
que haberte visto!
—Vale, muy bien —dije por enésima vez—. Felicidades, eres un genio.
—¡Parecía que te habías cagado en los pantalones!
—Sí, Lerdell. Me has tomado el pelo. Vale.
—¡La mejor inocentada de mi vida!
—¿Por qué te piraste? Se suponía que íbamos a buscar el túnel juntos.
Lerdell se calmó un poco.
—Bueno, ya sabes…
—Pues no, no lo sé. Habíamos hecho un trato.
—No quería despertarte —dijo torpemente.
Fue por lo de su padre, dijo el Gemelo Nonato.
Me había salvado de Gary Drake, así que lo dejé pasar.
—¿Sigues manteniendo el trato? ¿O te vas a volver a escabullir para buscar el
túnel por tu cuenta?
—Estaba esperándote, ¿o es que no lo ves?
El campo abandonado tenía una cuesta cubierta de maleza que no dejaba ver
dónde terminaba.
—¿A que no adivinas a quién he visto? —le dije.
—A Dawn Madden subida a un tractor —respondió.
Vaya por Dios.
—¿Tú también la has visto?
—Esa niña está como un cencerro. Me obligó a subir al tractor.
—¿En serio?
—¡Ya te digo! Me echó un pulso. Mi galleta danesa a cambio de su cuchillo.
—¿Quién ganó?
—¡Yo! ¡Si es una chica! Pero se quedó con mi galleta de todas formas. Me dijo
que o salía cagando leches de las tierras de su padrastro o le decía que me apuntase
con la escopeta. La tía está como una cabra.
Imagínate que a mediados de diciembre te pones a buscar por la casa los regalos
de Navidad y encuentras lo que habías pedido a Papa Noel, pero luego, el día de
Navidad, vas a la chimenea y no hay ni rastro. Bueno, pues así es como me sentí.
—Bah, yo he visto algo mil veces mejor que Dawn Madden en un tractor.
—¿Ah, sí?
—Tom Yew y Debby Crombie.
—¡No me jodas! —Lerdell tiene huecos entre los dientes—. ¿Se quedó en tetas?
—Bueno…

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La cadena del cotilleo se extendió eslabón por eslabón ante mis ojos. Yo se lo
contaría a Lerdell. Lerdell se lo contaría a su hermana Kelly. Kelly se lo contaría a
Ruth, la hermana de Pete Redmarley. Ruth Redmarley se lo contaría a Pete
Redmarley. Pete Redmarley se lo contaría a Nick Yew. Nick Yew se lo contaría a
Tom Yew. Tom Yew vendría a buscarme a casa esa misma noche en su Suzuki 150
cc, me metería en un saco y me ahogaría en el lago del bosque.
—«Bueno», ¿qué?
—La verdad es que solo se dieron un morreo.
—Tendrías que haberte quedado un rato —Lerdell hizo su truco favorito: meterse
la lengua en la nariz—. Podrías haberle visto el felpudo.
En los parches de terreno iluminados por la luz del sol que se colaba entre los
árboles se apiñaban las campanillas. Su aroma impregnaba el aire. El ajo silvestre, en
cambio, huele a gargajo quemado. Los mirlos cantaban como si les fuera la vida en
ello. Los cantos de los pájaros son los pensamientos del bosque. Era precioso, pero
los chicos no pueden decir «precioso» porque es la palabra más julai que existe. El
camino se estrechó tanto que tuvimos que ir en fila. Dejé que Lerdell fuese delante
para que me sirviese de escudo humano. (De algo me había servido leer todos esos
tebeos de guerra). Por eso, cuando se paró de repente, me choqué contra él.
Se llevó el índice a los labios. Unos veinte pasos más adelante había un hombre
esmirriado con un blusón turquesa. Envuelto en el zumbido de una nube de abejas,
miraba hacia el cielo desde el fondo de un pozo de claridad.
—¿Qué hace? —susurró Lerdell.
Rezar, estuve a punto de decir.
—Yo qué sé.
—Hay una colmena justo encima de él. En el roble, ¿la ves?
No la veía.
—¿Será un apicultor?
Lerdell no me respondió en el acto. El hombre no llevaba máscara de apicultor y
las abejas le cubrían el blusón y la cara. Solo de mirarlo me picaba todo el cuerpo.
Tenía el cráneo rapado y se le veían cicatrices. Más que zapatos llevaba una especie
de pantuflas hechas trizas.
—No lo sé. ¿Crees que podemos pasar de largo?
Me acordé de una película de terror sobre abejas asesinas.
—¿Y si nos atacan?
Justo donde estábamos, el camino se ramificaba en una especie de sendero. Los
dos tuvimos la misma idea. Lerdell encabezó la marcha, lo cual no es tan valiente
como parece teniendo en cuenta que el peligro quedaba a nuestras espaldas. Al cabo
de un par de giros y recodos se dio la vuelta con gesto preocupado y me susurró:
—¿Lo oyes?
¿Abejas? ¿Pasos? ¿Cada vez más cerca?
¡Ya lo creo!

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Echamos a correr como posesos, chocándonos con una oleada tras otra de hojas
amarillentas y puntiagudas ramas de acebo. El suelo, cubierto de raíces, subía y
bajaba bajo nuestros pies.
Al llegar a una hondonada cenagosa cubierta de hiedra y muérdago, Lerdell y yo,
incapaces de dar un paso más, nos desplomamos. Aquel lugar no me gustaba un pelo.
Era el típico sitio donde un estrangulador llevaría a su víctima para enterrarla. Nos
mantuvimos atentos para oír si nos perseguía alguien. Cuesta mucho aguantarse la
respiración cuando tienes un ataque de flato.
Las abejas no nos perseguían. Ni el apicultor.
Igual había sido cosa del bosque, que nos asustaba por pura diversión.
Lerdell se sorbió una flema y se la tragó.
—Me parece que le hemos dado esquinazo.
—A mí también, pero ¿dónde ha ido a parar el camino de herradura?
Tras colarnos por un hueco que había en una valla cubierta de musgo nos
encontramos al pie de una empinada pradera de césped salpicada de toperas. Una
enorme mansión nos observaba en silencio desde lo alto de la cuesta. El sol se
disolvía en un estanque que también parecía inclinado y los moscones echaban
carreras a ras del agua. Unos árboles en plena floración burbujeaban junto a un
quiosco de música desvencijado. Encima de unas mesas de caballetes colocadas a lo
largo del porche que rodeaba la mansión había jarras de limonada y naranjada.
Mientras las mirábamos, la brisa derribó una torre de vasos de papel. Unos cuantos
rodaron por el césped hacia donde nos encontrábamos. No había ni un alma.
Ni un alma.
—Dios —le dije a Lerdell—, me muero por un vaso de naranjada.
—Yo también. Debe de ser una fiesta de primavera o algo así.
—Sí, pero ¿dónde está la gente? —Tenía la lengua seca y crujiente como una
patata frita—. Igual es que todavía no ha empezado. Vamos a servirnos. Si alguien
nos pilla, decimos que pensábamos pagar. Como mucho serán cinco peniques.
A Lerdell tampoco le convencía el plan.
—Vale.
Pero estábamos muertos de sed.
—Pues venga, vamos.
Unas abejas como pompones zumbaban soñolientas en la lavanda.
—Qué silencioso, ¿no?
El susurro de Lerdell sonó demasiado alto.
—Sí —¿Dónde estaban los tenderetes de la fiesta? ¿Dónde estaba la rueda de la
fortuna para ganar botellas de sidra? ¿El barril de arena para pescar tesoros
enterrados? ¿La fila de copas para intentar colar la bola de ping-pong?
Cuando nos acercamos a la mansión, lo único que vimos en los ventanales fue
nuestra propia imagen reflejada. La jarra de naranjada estaba llena de hormigas
ahogadas así que nos servimos de la otra. Pesaba un quintal y los cubos de hielo

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tintineaban. Se me quedaron heladas las manos. Hay miles de historias sobre las
desgracias que sobrevienen a quienes prueban comidas y bebidas en casas ajenas.
—Salud.
Lerdell y yo fingimos brindar antes de llevarnos el vaso a la boca.
La limonada me dejó la boca húmeda y fría como el mes de diciembre y todo mi
organismo hizo: Ah.
Las puertas de la mansión se abrieron y un torrente de hombres y mujeres se
derramó por el jardín precedido por el rumor de sus propias voces. En un instante nos
habían cortado la vía de escape. Casi todo el mundo iba vestido con blusones
turquesa, como el hombre de las abejas. Algunos estaban hechos un guiñapo y se
dejaban llevar en sillas de ruedas por enfermeras vestidas de uniforme. Otros se
movían por su propio pie, pero dando sacudidas, como robots averiados.
De repente, dando un respingo de pánico, lo entendí todo.
—¡Es el manicomio de Malvern! —le dije entre dientes a Lerdell.
Pero Lerdell no estaba a mi lado. Alcancé a verlo fugazmente, en el otro extremo
de la pradera, escapando por el hueco de la valla. A lo mejor pensaba que estaba justo
detrás de él, o a lo peor me había dejado tirado. Lo malo era que si yo también me
daba el piro y me cogían, supondría que habíamos robado la limonada. Informarían a
mis padres de que su hijo era un ladrón. Y aunque no me cogieran, lo mismo
mandaban hombres con perros para darnos caza.
Así que no tenía elección. Tenía que buscar a alguien a quien pagar lo que
habíamos bebido.
—¡Augustin Moans ha huido! —Una enfermera con pelo de escoba vino
corriendo directa hacia mí—. ¡La sopa estaba ardiendo, pero no hay quien lo
encuentre!
—¿Se refiere —tragué saliva— al hombre del bosque? ¿El de las abejas? Está allí
—señalé en la dirección correcta—, en el camino de herradura. Si quiere le digo
dónde.
—¡Augustin Moans! —Entonces me miró mejor—. ¿Cómo has podido hacer algo
así?
—No, mire, me confunde con otra persona. Yo me… —El ahorcado no me dejo
decir «llamo»—. Mi nombre es Jason.
—¿Qué te crees, que soy una de las locas? ¡Sé perfectamente quién eres! ¡Huíste
para embarcarte en una de tus aventuras infantiles el mismísimo día después de
nuestra boda! ¡Por ese idiota de Ganache! ¡Por una promesa de patio de colegio! ¡Me
juraste que me amabas! Pero te bastó oír un búho ululando en los abetos para dejarme
plantada con el niño y… y… y…
Reculé.
—Si hace falta pagar la limonada, yo…
—¡De eso nada! ¡Mira! —La enfermera de pesadilla me agarró con fuerza del
brazo—. ¡Consecuencias! —Casi me metió la muñeca en los ojos—. ¡Consecuencias!

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—Tenía las venas atravesadas de espantosas cicatrices—. ¿Es esto amor? ¿Es esto
respetar, amar y cuidar en la salud y en la enfermedad? —Cerré los ojos y aparté la
cara porque escupía al hablar—. ¿Qué derecho tienes a hacerle esto a nadie?
—¡Rosemary! —Se acercó otra enfermera—. ¡Rosemary! ¿Cuántas veces tengo
que decirte que no te pongas nuestro uniforme? —Su acento escocés me tranquilizó
—. ¿Cuántas? —Me saludó con la cabeza—. Es un poquito joven para ti, Rosemary,
y dudo de que esté en la lista de invitados.
—¿Y cuántas veces tengo que decirte yo que me llamo Yvonne? ¡Yvonne de
Galais! —La lunática del manicomio de Malvern se volvió hacia mí—. Escúchame
bien —Le olía el aliento a cordero con Mister Proper—. ¡Nada existe de verdad!
¿Sabes por qué? ¡Porque todo se convierte siempre en otra cosa!
—Bueno, venga —la enfermera auténtica tranquilizaba a Rosemary como si fuese
un caballo asustado—. Vamos a dejar tranquilo al jovencito, ¿te parece? ¿O prefieres
que llamemos a los grandullones? ¿Eso es lo que prefieres, Rosemary?
No sé qué imaginé que ocurriría a continuación pero no fue lo que ocurrió. De las
entrañas de Rosemary surgió un alarido que le abrió las mandíbulas de par en par, el
grito más fuerte y más potente que jamás había oído, como una sirena de policía solo
que mucho más lento y mucho más triste. Todos los chalados, enfermeras y médicos
que había en el jardín se quedaron de una pieza, petrificados como estatuas. El
aullido de Rosemary se hizo más estridente, más descarnado, más desconsolado. ¿Por
quién gritaba? Por Grant Burch y su muñeca rota. Por la mujer del señor Castle y sus
nervios destrozados. Por el padre de Lerdell y sus infectas borracheras. Por el niño
del reformatorio que Tejón echó a los perros. Por Cagón, que nació antes de tiempo.
Por las campanillas que morirán al llegar el verano. Y por mucho que consiguieses
abrirte paso entre matas de zarzas y trepases tapias de ladrillos medio roídos y dieses
con la entrada al túnel perdido, ni siquiera en ese vacío retumbante, ni siquiera en las
profundidades de las Malvern, lograrías escapar de aquel aullido.

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Rocas
La gente no da crédito.
En un primer momento los periódicos no estaban autorizados a informar de cuál
de nuestros buques de guerra había sido atacado, porque lo prohíbe la ley de secretos
oficiales. Pero la BBC y la ITV acaban de dar el nombre. Es el Sheffield. Un misil
Exocet disparado desde un Super Étendard impactó contra la fragata y «ha provocado
un número indeterminado de explosiones». Mis padres, Julia y yo estábamos
sentados en el salón (por primera vez desde hacía siglos) viendo la televisión en
silencio. No ponían la filmación de una batalla sino tan solo una foto borrosa del
barco echando humo mientras el locutor describía el rescate de los supervivientes por
parte del Arrow y de helicópteros Sea King. El Sheffield no se ha hundido todavía
pero teniendo en cuenta que es invierno en el Atlántico sur, no tardará en hacerlo.
Hay cuarenta desaparecidos y otros tantos con quemaduras graves. No dejamos de
pensar en Tom Yew a bordo del Coventry. Cuesta reconocerlo, pero todos los vecinos
de Black Swan Green respiramos aliviados al enterarnos de que solo había sido el
Sheffield. Es horrible. Hasta hoy lo de las Malvinas había sido como el mundial de
fútbol. Argentina tiene una buena selección pero desde el punto de vista militar es
una república bananera. Viendo a nuestra fuerza naval zarpar de Plymouth y
Portsmouth hace tres semanas estaba claro que íbamos a aplastarlos. Bandas de
música en el muelle, mujeres flameando pañuelos, miles de yates tocando las bocinas
y barcos bombero disparando chorros de agua. Teníamos el Hermes, el Invincible, el
Illustrious, el SAS el SBS. Teníamos Pumas, Rapiers, Sidewinders, Lynxes, Sea
Skuas, torpedos Tigerfish y al almirante Sandy Woodward. Los barcos argentinos son
bañeras con el nombre de generales hispanos con bigotes ridículos. Alexander Haig,
el secretario de estado americano, no lo podía reconocer en público por si la Unión
Soviética se aliaba con Argentina, pero hasta Ronald Reagan estaba de nuestra parte.
Pero ahora resulta que igual perdemos la guerra.
Nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores ha tratado de reanudar las
negociaciones, pero la junta militar argentina nos ha mandado a tomar por culo. Nos
vamos a quedar sin barcos antes de que ellos se queden sin Exocets. Se lo están
jugando todo a esa carta; ¿normal, no? En el exterior del palacio de Leopoldo Galtieri
hay miles de manifestantes coreando «¡Sos grande!», una y otra vez. Ese ruido no me
deja dormir. Galtieri sale al balcón y se da un baño de masas. Algunos jóvenes
insultan a nuestras cámaras. «¡Ríndanse! ¡Go home! ¡Inglaterra está enferma!
¡Inglaterra está acabada! ¡Malvinas argentinas!».
—Menudo hatajo de hienas —dijo mi padre—. Tendrían que aprender un poco de
decoro de los británicos. ¡Ha habido muertos, por el amor de Dios! Eso es lo que nos
diferencia de ellos. ¡Míralos!
Mi padre se fue a acostar. Últimamente duerme en el cuarto de invitados. Es por
la espalda, aunque mi madre me explicó que es porque no para de dar vueltas en la

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cama. Seguramente sea por las dos cosas. Esta noche han tenido una pelotera, durante
la cena precisamente, delante de Julia y de mí.
—Estaba pensando… —empezó diciendo mi madre.
—Cuidado no te vayas a herniar —la interrumpió mi padre en broma, como hace
siempre.
—… que es un buen momento para comprar la rocalla.
—¿La qué?
—La rocalla, Michael.
—Ya tienes tu flamante cocina de Lorenzo Hussingtree —dijo mi padre con su
tono de voz «sé razonable»—. ¿Qué necesidad tienes de un montón de tierra con
pedruscos encima?
—No estoy hablando de un montón de tierra. Las rocallas están hechas de rocas.
Y también estaba pensando en algún elemento acuático.
—¿Se puede saber —dijo mi padre con una risa falsa— qué es un «elemento
acuático»?
—Un estanque decorativo, por ejemplo. Una fuente o una cascada en miniatura.
—Ah —respondió mi padre con sarcasmo.
—Llevamos años hablando de hacer algo con ese trocito de terreno que hay junto
a los rosales, Michael.
—Los llevarás, yo nunca he dicho nada.
—Claro que sí, lo discutimos antes de Navidad. Dijiste «el año que viene, a lo
mejor». Como el año pasado, y el otro, y el otro. Además, tú mismo dijiste lo bonita
que había quedado la rocalla de Brian.
—¿Cuándo dije yo eso?
—En otoño. Alice dijo: «También quedaría divina en vuestro jardín», y tú le diste
la razón.
—Tu madre —le dijo mi padre a Julia— es un magnetófono humano.
Julia se negó a aliarse con él.
Mi padre bebió un trago de agua.
—Sea lo que fuese lo que le dije a Alice, no iba en serio. Fue por educación.
—Qué pena que no puedas ser igual de cortés con tu mujer.
Julia y yo nos miramos.
—¿Qué tamaño tenías pensado? —preguntó cansinamente mi padre mientras
pinchaba guisantes con el tenedor—. ¿Un modelo a tamaño natural de los Grandes
Lagos?
Mi madre cogió una revista del aparador.
—Algo así…
—Ah, ya lo entiendo. Como la Harper’s Bazaar publica un especial rocallas,
nosotros tenemos que tener una por narices.
—En casa de Kate tienen una muy chula —dijo Julia sin abandonar la neutralidad
—. Con brezo.

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—Qué suerte tiene Kate —dijo mi padre poniéndose las gafas para mirar la
revista—. Muy bonito, Helena, pero aquí han usado mármol italiano de verdad.
—Ajá —dijo mi madre, lo que significaba: Yo también lo quiero con mármol.
—¿Tienes la más mínima idea de lo que cuesta el mármol?
—Pues sí, mira por dónde. He hablado con un paisajista de Kidderminster.
—¿Por qué tengo que apoquinar dinero —dijo mi padre tirando la revista al suelo
— por un montón de pedruscos?
Normalmente, mi madre, a esas alturas de la discusión, suele dar marcha atrás,
pero hoy siguió erre que erre.
—O sea, que tú puedes gastarte seiscientas libras para pagar la cuota de un club
de golf al que casi nunca vas pero yo no puedo mejorar nuestra propiedad, ¿verdad?
—Como ya te he explicado miles y miles de veces —mi padre trató de no
levantar la voz—, el campo de golf es donde se firman los tratos. Incluidos los
ascensos. Puede que no te guste, puede que a mí tampoco, pero es lo que hay. Y Craig
Salt no juega en campos públicos.
—No me apuntes con el tenedor, Michael.
Mi padre no bajó el tenedor.
—Soy el que mantiene esta familia y me parece que tengo derecho a gastarme
una parte de mi salario en lo que me parezca oportuno.
Se me había quedado frío el puré de patatas.
—Entonces —mi madre dobló la servilleta—, ¿me estás diciendo que me limite a
hacer mermeladas y deje las decisiones importantes para el que lleva los pantalones?
Mi padre puso los ojos en blanco. (Si yo hago eso, me matan).
—Guárdate la cantinela feminista para tus amiguitas del Instituto de la Mujer,
Helena. Te lo pido por favor. He tenido un día muy ajetreado.
—Sé todo lo paternalista que te dé la gana con tus subordinados, Michael —dijo
mi madre, amontonando ruidosamente los platos y poniéndolos en la ventanilla de la
cocina—, pero conmigo no. Te lo pido por favor. He tenido un día muy ajetreado.
Mi padre se quedó mirando a la silla vacía.
—Bueno, Jason, ¿qué tal en el colé?
Se me hizo un nudo en el estómago. El Ahorcado no me dejó decir «más o
menos».
—¿Jason? —La voz de mi padre se puso al rojo vivo—. Te he preguntado que
qué tal en el colegio.
—Bien, gracias.
En realidad había sido una mierda de día. El señor Kempsey me había echado la
bronca por tener migas de bollo en el libro de música y el señor Carver me había
dicho que jugando al hockey era «más inútil que un parapléjico».
Oímos a mi madre vaciando los platos en el cubo de basura.
El chirrido del metal en la porcelana, un golpe seco.
—Estupendo —dijo mi padre—. ¿Y tú, Julia?

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Antes de que mi hermana abriese la boca, un plato se estrelló contra el suelo de la
cocina. Mi padre dio un bote en la silla.
—¿Helena?
El tono alegre se había esfumado.
La respuesta de mi madre fue dar un portazo.
Mi padre se levantó de un salto y fue detrás de ella.
Unos grajos graznaron en torno al campanario de Saint Gabriel. Julia dio un
resoplido.
—¿Tres estrellas?
Alicaído, levanté cuatro dedos.
—Es solo una mala racha, Jace —Julia puso su sonrisa valiente—. Nada más.
Casi todos los matrimonios las tienen. En serio, no te preocupes.

Menudo repaso le ha pegado la Thatcher en la tele a un gilipollas con pajarita que


estaba diciendo que hundir el General Belgrano fuera de la zona de exclusión total
era un error tanto desde el punto de vista legal como moral. (En realidad el Belgrano
lo hundimos hace unos días pero los periódicos acaban de publicar las fotos y desde
lo del Sheffield nadie traga a los cabrones de los argentinos). La Thatcher clavó sus
ojos azules en el muy imbécil y le señaló que el buque enemigo había estado todo el
día entrando y saliendo de la zona de exclusión. Dijo algo así como: «Los padres y
madres de este país no me han elegido primera ministra para que ponga en peligro la
vida de sus hijos por minucias legales. Le recuerdo que estamos en guerra». Todo el
público del plato la ovacionó entusiasmado y seguro que el país entero también,
excepto Michael Foot, Ken «el Rojo», Anthony Wedgwood Benn y todos esos
rojillos chiflados. La Thatcher mola mogollón. Es tan fuerte, tan tranquila, tan segura
de sí misma… Mucho más útil que la reina, que desde que empezó la guerra no ha
dicho ni mu. Países como España están diciendo que no deberíamos haber abierto
fuego sobre el Belgrano, pero la única razón por la que murieron tantos argentinos
fue que los demás barcos del convoy se largaron zumbando en lugar de socorrer a sus
compañeros. La armada británica jamás de los jamases dejaría que uno de los
nuestros se ahogase así. Además, cuando uno está en el ejército o en la marina de
cualquier país, le pagan para que arriesgue la vida. Como Tom Yew. Ahora Galtieri
quiere que nos sentemos a negociar, pero Maggie le ha dicho que lo único de lo que
está dispuesta a hablar es de la resolución 502 de la ONU, o sea, de la retirada
incondicional de territorio británico. Un diplomático argentino en Nueva York, que
sigue dando la matraca con lo de que el Belgrano estaba fuera de la zona de

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exclusión, ha dicho que Inglaterra ya no es la reina de los mares sino la ruina de los
mares. El Daily Mail dice que solo un chupatintas hispano puede permitirse hacer
jueguecitos de palabras cuando hay tantas vidas en juego. El Daily Mail dice que los
argentinos deberían haber pensado en las consecuencias antes de plantar su puñetera
bandera en una colonia británica. El Daily Mail tiene toda la razón. También dice que
Leopoldo Galtieri solo ha invadido las Malvinas para distraer la atención de todos los
compatriotas que ha torturado, asesinado y arrojado al mar desde helicópteros. El
Daily Mail vuelve a tener toda la razón. También dice que el patriotismo como el de
Galtieri es el último refugio de los canallas. El Daily Mail tiene tanta razón como
Margaret Thatcher. Todo el país se ha puesto las pilas. La gente hace cola delante de
los hospitales para donar sangre. El señor Whitlock se ha pasado toda la clase de
ciencias hablando de ciertos jóvenes patriotas que fueron en bici hasta el hospital de
Worcester para donar sangre. (Todos sabíamos que se refería a Gilbert Swinyard y
Pete Redmarley). Una enfermera les dijo que no podían porque eran demasiado
jóvenes y el señor Whitlock ha escrito una carta a Michael Spice, un diputado del
parlamento, para quejarse de que a los niños ingleses se les niega el derecho a
colaborar en el esfuerzo bélico. La Gaceta de Malvern ya ha publicado la carta.
Nick Yew es el héroe del colegio gracias a su hermano Tom. Nick dice que lo del
Sheffield solo fue un golpe de mala suerte y que a partir de ahora van a modificar los
sistemas antimisiles para acabar con los Exocet. Enseguida recuperaremos las islas.
El Sun paga cien libras por el mejor chiste de argentinos. Yo no sé inventarme chistes
pero estoy haciendo un álbum sobre la guerra con todo lo que recorto de periódicos y
revistas. Neal Brose también. Dice que dentro de veinte o treinta años, cuando la
guerra de las Malvinas haya pasado a la historia, valdrá una fortuna. Pero todo este
entusiasmo y toda esta agitación jamás se apolillará ni criará polvo en los archivos ni
en las bibliotecas. Ni de broma. La gente recordará perfectamente la guerra de las
Malvinas por toda la eternidad.
Al volver del colegio me encontré a mi madre en la mesa del salón rodeada de
cartas del banco. La caja a prueba de bombas donde mi padre guarda los documentos
estaba abierta. Por la ventanilla de la cocina le pregunté si había tenido un buen día.
—Bueno lo que se dice bueno, no, la verdad —respondió sin quitar los ojos de la
calculadora—, pero ha sido toda una revelación.
—Me alegro —dije, sin creérmelo del todo. Cogí un par de galletas y me eché un
vaso de zumo de grosella. Julia llevaba todo el día en casa estudiando para los
exámenes y se había zampado todas las tartaletas de chocolate. Vaca glotona—. ¿Qué
haces?
—Montar en patinete.
Debería haberme subido a mi cuarto.
—¿Qué hay de cena?
—Sapo.
Una respuesta sin ironía a una pregunta normal y corriente, solo pedía eso.

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—¿No suele ser papá quien se ocupa de los extractos del banco y esas cosas?
—Sí —dijo mi madre, mirándome por fin a la cara—. Y no sabes la sorpresa tan
agradable que se va a llevar.
Noté algo malicioso en su voz. Algo que me apretó con tanta fuerza el nudo de las
tripas que todavía no se me ha soltado.
Ojalá hubiese habido sapo de cena, no zanahorias en conserva, judías pintas y
albóndigas de lata. Un plato de color marrón anaranjado. Mi madre sabe hacer
comida de verdad, por ejemplo cuando tenemos visita, pero me temo que va a tirarse
en huelga de celo hasta que consiga la rocalla. Mi padre dijo que estaba «riquísimo».
No se molestó en disimular el sarcasmo. Mi madre tampoco: «Me alegro un montón».
(Lo que mis padres se dicen últimamente no tiene nada que ver con lo que de verdad
quieren decir. Las típicas expresiones de cortesía no deberían ser tan venenosas, pero
en su boca lo son). Eso fue todo lo que se dijeron durante toda la cena. De postre,
bizcocho de manzana. El reguero de almíbar que hice con la cucharilla era la ruta de
nuestros soldados. Para olvidarme del clima reinante, conduje heroicamente a
nuestros chicos a través de la nieve de natillas hasta la victoria final en Port Stanley.
Le tocaba lavar los platos a Julia pero como en estas dos últimas semanas nos
hemos hecho más o menos aliados le ayudé a secarlos. Mi hermana no siempre es
repugnante. Hasta me habló un poco de su novio Ewan mientras lavábamos los
platos. Su madre toca en la orquesta sinfónica de Birmingham. Es la percusionista,
toca los platillos y los timbales, debe de ser guay. Pero desde la última bronca de mis
padres, cuando mi madre rompió el plato, el Ahorcado me las está haciendo pasar
canutas, así que dejé a mi hermana llevar la voz cantante. Ahora que la guerra se ha
convertido en lo primero que pienso al despertarme y en lo último que pienso antes
de dormir, no me viene mal oír algo diferente. La luz del atardecer inundaba el fondo
del valle entre nuestro jardín y las Malvern.
Los tulipanes se han puesto de color negro ciruela, blanco tempera y amarillo
yema.
Mientras estábamos en la cocina mis padres debieron de firmar un extraño alto el
fuego porque cuando terminamos con los platos nos los encontramos sentados a la
mesa y hablando del trabajo como si tal cosa. Julia les preguntó si querían un café.
—Me encantaría, cariño —dijo mi padre.
—Gracias, cielo —dijo mi madre.
Me figuré que habría malinterpretado las señales al volver del colegio y el nudo
del estómago se me aflojó un poco. Mi padre estaba contándole a mi madre una
historia graciosa. En uno de los encuentros que organiza los fines de semana para
reforzar el espíritu de equipo, el jefe de mi padre, Craig Salt, le había dejado su
deportivo a Danny Lawlor, el vendedor en prácticas que han asignado a mi padre,
para que lo condujese por un circuito de karts. En vez de refugiarme en mi cuarto me
fui al salón a ver El mundo del mañana, el programa de ciencia y tecnología de la
tele.

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Fue así como oí a mi madre tender su emboscada.
—Por cierto, Michael. ¿Por qué rehipotecaste la casa por cinco mil libras en
enero?
¿Cinco mil libras? ¡Pero si la casa cuesta veintidós mil!
En el futuro, según El mundo del mañana, los coches se conducirán solos por
carriles instalados en las carreteras. Los humanos nos limitaremos a indicar el destino
y no volverá a haber ni un solo accidente de tráfico.
—¿Conque has estado hurgando en mis papeles?
—Si no hubiese mirado las cuentas, seguiría en la más absoluta ignorancia,
¿verdad?
—O sea, que has entrado en mi despacho y has fisgado a gusto.
¡Papá!, pensé. No le hables así.
—¿Me estás diciendo —preguntó mi madre con voz temblorosa— que no puedo
entrar en tu despacho? ¿Que tengo tan prohibido como los niños abrir tus
archivadores? ¿Es eso lo que me estás diciendo, Michael?
Mi padre no dijo nada.
—Quizá esté chapada a la antigua, pero me parece que cualquier mujer que de
repente se entera de que su marido le debe cinco mil libras al banco tiene derecho a
una explicación.
Me entró frío y me sentí enfermo y viejo.
—¿Se puede saber —dijo finalmente mi padre— a qué se debe este repentino
interés por la contabilidad?
—¿Por qué has rehipotecado la casa?
El presentador de El mundo del mañana se había adherido al techo del plato.
«Unos científicos británicos han ideado un adhesivo químico más potente que la
fuerza de la gravedad», dijo sonriendo de oreja a oreja. «¡Y créanme que funciona!».
—Muy bien. Te voy a decir por qué, ¿te parece?
—Me encantaría.
—Renegociación de la deuda.
—¿No pretenderás —dijo mi madre medio riéndose— deslumbrarme con
tecnicismos?
—No es un tecnicismo. Es una renegociación. Y por favor, no te me pongas
histérica porque…
¿Cómo se supone que tengo que reaccionar, Michael? ¡Estás usando la casa como
garantía! Y mandando el dinero a plazos vete a saber dónde. ¿O debería decir vete a
saber a quién?
Mi padre se quedó helado.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Te pregunto educadamente qué es lo que pasa —mi madre reculó— y lo único
que consigo son evasivas. ¿Qué se supone que debo pensar? ¿Me lo quieres decir, por
favor? Porque no entiendo lo que…

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—¡Exacto, Helena! ¡Muchas gracias! ¡Acabas de dar en el clavo! ¡No lo
entiendes! ¡Pedí el préstamo porque tenemos un déficit! Ya sé que el dinero solo lo
entienden los geniecillos verdes, pero como tú misma habrás visto esta tarde mientras
te creías Sherlock Holmes, estamos pagando unas letras enormes por la primera
hipoteca. ¡Además de las pólizas del seguro y todas esas mierdas que te empeñas en
comprar! ¡Y la luz y el gas y el agua! ¡Y tu bendita cocina y tu repajolera vajilla
nueva que, como mucho, usaremos dos veces al año para impresionar a tu hermanita
y a Brian! ¡Y el coche nuevo que hay que comprarte cada vez que el cenicero se pasa
de moda! ¡Y ahora, encima, se te ha ocurrido que no merece la pena seguir viviendo
sin… sin nuevas experiencias de jardinería creativa!
—Baja el tono, Michael, que te van a oír los niños.
—¿Desde cuándo te importa a ti eso?
—Te estás poniendo histérico.
—Vale. «Histérico». Estupendo. Me has pedido una sugerencia y te la voy a dar.
Te sugiero que te pases la vida metida en reuniones y más reuniones, que cargues con
todas las culpas por la escasez de personal, por la pérdida de existencias, por los
balances decepcionantes. ¡Te sugiero que te destroces la espalda chupándote treinta,
cuarenta, cincuenta mil kilómetros al año! Entonces, entonces podrás llamarme
histérico. Pero hasta ese día te agradecería que no me sometieses a un puto
interrogatorio sobre los malabarismos que tengo que hacer para pagar tus facturas.
Eso es lo que te sugiero.
Mi padre subió dando pisotones a su despacho y cerró de golpe los cajones de los
archivadores.
Mi madre sigue en el comedor. Espero que no esté llorando.
Me gustaría que el televisor abriese la boca y me tragase entero.
La guerra es una subasta en la que gana quien sea capaz de pagar más daños y
desperfectos y seguir en pie. Hay malas noticias. Brian Hanrahan, el corresponsal de
la BBC, ha dicho que el desembarco en la bahía de San Carlos ha sido el día más
sangriento para la armada británica desde la Segunda Guerra Mundial. Las colinas
bloqueaban nuestros radares y no vimos acercarse a los bombarderos hasta que los
teníamos justo encima. El cielo despejado fue un regalo para los argentinos. Atacaron
a los barcos principales, no a los que transportan tropas, porque, una vez hundida la
fuerza naval, nuestras fuerzas de tierra serán fáciles de eliminar. El Ardent está
hundido, el Brilliant inutilizado y el Antrim y el Argonaut fuera de combate. La tele
lleva todo el día dando las mismas imágenes. Un Mirage III-E enemigo surcando un
cielo plagado de misiles antiaéreos. Chorros de agua saltando por los aires en la
bahía. Una columna de humo negro saliendo del casco del Ardent. Por primera vez
hemos visto las Malvinas propiamente dichas. No hay árboles, ni casas, ni cercados, y
los únicos colores son el gris y el verde. Julia dice que son como las Hébridas y tiene
razón. (Hace tres años fuimos a las Hébridas y pasamos las vacaciones más lluviosas
de la historia de mi familia, aunque también las mejores. Mi padre y yo nos pasamos

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toda la semana jugando al Subbuteo. Yo era el Liverpool y él el Nottingham Forest).
Brian Hanrahan ha dicho que, de no ser por el contraataque de nuestros Sea Harriers,
se habría producido una catástrofe. Ha contado que un Harrier derribó un avión
enemigo y que este dio una vuelta de campana antes de estrellarse en el mar.
No han dicho nada del Coventry.
Vete a saber quién va ganando y quién va perdiendo. Se rumorea que la Unión
Soviética está pasando a los argentinos imágenes por satélite de nuestra flota, por eso
siempre saben dónde estamos. (Breznev se está muriendo, o se ha muerto ya, y nadie
sabe lo que pasa en el Kremlin). Neal Brose dice que si eso es verdad, Ronald Reagan
tendrá que intervenir para ayudarnos porque somos miembros de la OTAN y entonces
podría estallar la Tercera Guerra Mundial.
El Daily Mail ha publicado la lista de las mentiras que la junta militar argentina
les está contando a su pueblo. Me he quedado alucinado. John Nort, nuestro ministro
de defensa, jamás nos mentiría así. Julia me ha preguntado que cómo sé que no nos
están mintiendo a nosotros también.
—Porque somos británicos —le he dicho—. ¿Por qué iba a mentirnos el
gobierno?
Julia me ha respondido que para que nos creamos que nuestra maravillosa guerra
está saliendo a pedir de boca cuando en realidad está siendo un desastre.
—Pero no nos están mintiendo —le he dicho.
—Eso es exactamente lo que estarán diciendo ahora mismo los argentinos.
«Ahora mismo». Eso es lo que me asusta. Meto la pluma en el tintero y un
helicóptero Wessex se estrella contra un glaciar de Georgia del Sur. Mido un ángulo
con el transportador y un misil Sidewinder localiza un Mirage III y se dirige hacia él.
Dibujo un círculo con el compás y un miembro de la Guardia Galesa asoma la cabeza
entre la retama ardiente y se lleva un balazo en un ojo.
¿Cómo es posible que el mundo siga adelante como si tal cosa?
Estaba quitándome el uniforme del colegio cuando un MG plateado alucinante se
metió por nuestra calle, entró en nuestra casa y aparcó justo debajo de mi ventana.
Llevaba echada la capota porque había estado chispeando toda la tarde. La primera
visión de Ewan, el novio de mi hermana, fue más bien un reconocimiento aéreo. Me
lo había imaginado parecido al príncipe Eduardo, pero tiene una buena mata de pelo
rojo, la cara llena de pecas y unos andares saltarines. Llevaba una camisa de color
melocotón debajo de un jersey azul, pantalones de pitillo negros, uno de esos
cinturones de tachuelas que cuelgan por debajo de las caderas y los zapatos de punta
con calcetines blancos que todo el mundo viste últimamente. Avisé a gritos a Julia
(que estaba en su buhardilla) de que había llegado Ewan. Se oyeron unos golpes
secos, una botella cayendo al suelo y a Julia diciendo «mierda». (¿Qué es lo que
hacen las chicas antes de salir? Julia tarde siglos en arreglarse. Dean Lerdell dice que
su hermana igual). Entonces gritó:
—¡MAMÁ! ¿Puedes abrir tú?

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Mi madre ya iba corriendo por el pasillo. Me aposté en el rellano, mi posición de
francotirador.
—¡Ewan, supongo! —Mi madre usó el tono de voz que usa para tranquilizar a la
gente que está nerviosa—. Encantada de conocerte, por fin.
Solo que a Ewan no se le veía nervioso ni mucho menos.
—Lo mismo digo, señora Taylor.
Tenía un acento pijo pero no tan pijo como el acento pijo que puso mi madre.
—Julia nos ha hablado muchísimo de ti.
—Ay, Dios —Ewan tiene sonrisa de rana—. Entonces estoy apañado.
—Oh, no, no —La risa de mi madre parecía confeti—. Solo cosas buenas.
—A mí también me ha hablado muchísimo de usted.
—Qué bien, estupendo. Fenomenal. ¿Por qué no pasas mientras la damisela
termina de… bueno, mientras termina?
—Gracias.
Mi madre cerró la puerta.
—Julia nos ha contado que vas a Cathedral School. ¿Estás en el último curso?
—Eso es. Igual que Julia. Los exámenes finales están a la vuelta de la esquina.
—Sí, sí. ¿Y, esto… te gusta?
—¿El instituto o los exámenes?
—No, bueno… —Mi madre sonrió encogiéndose de hombros—. El instituto.
—El método de enseñanza es un poco anticuado, pero tampoco lo critico. No
excesivamente, al menos.
—Hay muchos motivos por los que vale la pena respetar la tradición. Muchas
veces es peor el remedio que la enfermedad.
—Estoy totalmente de acuerdo, señora Taylor.
—Estupendo. Bueno —Mi madre miró al techo—. Julia está arreglándose. ¿Te
apetece un té o un café?
—Muy amable por su parte, señora Taylor —la excusa de Ewan fue perfecta—,
pero las cenas de cumpleaños de mi madre siguen un horario riguroso. Si se entera de
que me he entretenido, me fusilará al amanecer.
—¡Oh, lo entiendo perfectamente! El hermano de Julia no se digna sentarse a la
mesa hasta que todo se ha quedado helado. Me saca de quicio. Pero espero que
vengas a cenar un día. El padre de Julia está deseando conocerte.
(Era la primera noticia que yo tenía).
—No querría ser una molestia.
—¡Qué va a ser molestia!
—No sé yo… Es que soy vegetariano.
—Una ocasión estupenda para sacar los libros de receta y probar algo atrevido.
¿Me prometes que vendrás a cenar un día de estos?
(Mi padre llama a los vegetarianos «la pandilla comehierba»).
Ewan esbozó una sonrisa de cortesía que no significaba exactamente «sí».

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—Muy bien, fenomenal. Esto… Voy a subir para ver si Julia sabe que estás aquí.
¿No te importa quedarte solo un minuto?
Ewan examinó las fotos de familia colgadas encima del teléfono. (La mía de bebé
me da una vergüenza que no veas, pero a mis padres no les da la gana de quitarla).
Examiné a Ewan, ese ser misterioso que elige pasar tiempo con Julia por voluntad
propia. Es más, que hasta se gasta dinero en comprarle collares y discos y cosas por
el estilo. ¿Por qué?
Ewan no se sorprendió al verme bajar por las escaleras.
—¿Eres Jason, no?
—No. Soy La Cosa.
—Eso solo te lo llama cuando está muy enfadada contigo.
—O sea, cada minuto de cada hora de cada día.
—No es verdad. Te lo prometo. Además, tenías que haber oído lo que me llamó a
mí cuando se pasó una mañana entera en la peluquería —Ewan puso una cara de
culpable muy graciosa— y ni me di cuenta.
—¿Qué te llamó?
—Si lo repitiese textualmente —dijo bajando la voz—, el techo de escayola se
caería a trozos y el papel de las paredes se despegaría solo, lo cual no causaría una
impresión muy buena a tus padres, ¿no te parece? Lo siento mucho, pero hay cosas
que deben permanecer en secreto.
Tiene que ser guay ser Ewan. Ser capaz de hablar así. Se me ocurren cuñados
mucho peores.
—¿Me puedo sentar en tu MG?
Ewan se miró el reloj, un Sekonda gordote con correa metálica.
—¿Por qué no?
—Bueno, ¿qué? ¿Te gusta?
Volante forrado de gamuza. Acabados en cuero, nogal y cromo. La bola de la
palanca de cambios se ajusta perfectamente a la palma de la mano. La acogedora
inclinación de los crujientes asientos, el resplandor fantasmal del tablero de mandos
al girar la llave de contacto, agujas flotando en los visualizadores. La capota, que olía
a alquitrán, nos protegía del viento. De cuatro altavoces invisibles surgió una canción
alucinante.
—Heaven —me dijo Ewan con aire despreocupado pero orgulloso—. De los
Talking Heads. David Byrne es un genio.
Asentí con la cabeza, tratando de captarlo todo. El aroma amargo a naranja del
ambientador. Una pegata de «Nuclear, no gracias» junto al sello adhesivo del
impuesto de circulación. Dios, si yo tuviese un coche así, me piraría de Black Swan
Green más rápido que un Super Étendard. Lejos de mis padres y de sus peleas de tres,
cuatro y cinco estrellas. Lejos del colegio y de Ross Wilcox, Gary Drake, Neal Brose
y el señor Carver. Dawn Madden podría venir conmigo pero nadie más. Saltaría
desde los acantilados de Dover en plan Elen Knievel, cruzaríamos el Canal de la

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Mancha y aterrizaríamos en las playas de Normandía. Nos dirigiríamos al sur,
mentiríamos cuando nos preguntasen la edad y trabajaríamos en viñedos o en
estaciones de esquí. La editorial Faber & Faber publicaría mis poemas con mi retrato
dibujado en la portada. Todos los fotógrafos de moda europeos querrían fotografiar a
Dawn. En nuestro colegio se enorgullecerían de nosotros pero yo jamás en la vida
volvería a pisar el maldito Worcestershire.
—Te cambio el MG —le dije a Ewan— por mi Big Trak. Le puedes programar
hasta veinte instrucciones.
Ewan hizo como si le costase muchísimo rechazar una oferta tan tentadora.
—No sé si sabría circular por Worcester, con todas esas calles de sentido único, ni
siquiera con un Big Trak —Le olía el aliento a caramelos de menta y me llegó una
ráfaga a colonia Oíd Spice—. Lo siento.
Julia dio unos golpecitos en mi ventanilla con una expresión divertida en los ojos.
Me di cuenta de que la plasta de mi hermana es una mujer. Llevaba los labios
pintados de oscuro y un collar de perlas azuladas que había sido de mi abuela. Bajé la
ventanilla. Julia miró a Ewan, luego mí y luego a Ewan.
—Llegas tarde.
Ewan bajó la música.
—¿Yo llego tarde?
Aquella sonrisa no tenía nada que ver conmigo.
¿Mis padres, de jóvenes, también eran así?
El salón tembló como si hubiese estallado una bomba silenciosa. Mi madre, Julia
y yo nos quedamos helados cuando la radio dio el nombre del barco hundido. El
Coventry estaba anclado junto a la fragata Broadsword en su fondeadero habitual, al
norte de la isla Borbón. Más o menos a las dos de la tarde un par de Skyhawks
enemigos surgieron de la nada volando a ras de agua. El Coventry disparó sus misiles
antiaéreos Sea Dart pero erró el blanco, lo que permitió a los Skyhawks lanzar cuatro
de sus bombas de media tonelada a bocajarro. Una cayó al agua, pero las otras tres
penetraron en el casco por la zona de babor y estallaron en el interior del buque
destruyendo toda la instalación eléctrica. Los bomberos no tardaron en verse
superados y en cuestión de minutos el Coventry se escoraba peligrosamente a babor.
De San Carlos despegaron helicópteros Sea King y Wessex para sacar a los soldados
de las gélidas aguas. A los ilesos los transportaron a los campamentos. A los heridos
de gravedad los trasladaron a los barcos hospital.
No recuerdo cuáles fueron las siguientes noticias que dio la radio.
—¿Diecinueve de cuántos? —dijo mi madre hablando con las manos.
Sabía la respuesta gracias a mi álbum de recortes.
—De unos trescientos.
Julia hizo cálculos.
—Entonces hay más de un noventa por ciento de probabilidades de que Tom esté
bien.

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Mi madre estaba lívida.
—¡Pobre madre! Debe de estar desesperada.
—Pobre Debby Crombie también —pensé en voz alta.
Mi madre no lo sabía.
—¿Qué tiene que ver Debby Crombie con esto?
—Es la novia de Tom —le explicó Julia.
—Oh —dijo mi madre.
La guerra puede que sea una subasta para los países, pero para los soldados es una
lotería.
Eran las ocho y cuarto y todavía no había llegado el autobús del colegio. Los
pájaros disparaban sus cantos en morse desde el roble de la plaza del pueblo. Las
cortinas del piso de arriba del Black Swan se descorrieron y me pareció ver a Isaac
Pye iluminado por un rayo de sol y echándonos el mal de ojo a todos. Aún no había
aparecido Nick Yew, pero siempre es de los últimos en llegar porque viene andando
desde Hake’s Lañe.
—Mi vieja ha llamado a la madre de Nick —dijo John Tookey—, pero
comunicaba sin parar.
—Le ha estado llamando medio pueblo —dijo Dawn Madden—. Por eso nadie ha
conseguido hablar con ella.
—Sí —dije yo—. Las líneas estaban saturadas.
Pero Dawn Madden ni se inmutó.
—¡Bum bum bum —canturreó Cagón— bum bum CATAPUM!
—Como no te calles la boca, Cagón —dijo Ross Wilcox—, te la callo yo.
—Déjale en paz —dijo Dawn Madden a Ross Wilcox—, no es culpa suya que le
falte un tornillo.
—Como no te calles la boca, Cagón —dijo Cagón—, te la callo yo.
—Seguro que Tom está bien —dijo Grant Burch—. Si le hubiese pasado algo, ya
nos habríamos enterado.
—Sí —dijo Philip Phelps—. Si le hubiese pasado algo, ya nos habríamos
enterado.
—Parece que hay eco por aquí —gruñó Ross Wilcox—. ¿Cómo os ibais a enterar,
si se puede saber?
—Pues porque en cuanto la marina avisase a la familia de Tom —Grant Burch
echó un lapo al suelo—, su viejo llamaría al mío porque son amigos de la infancia.
Así es como me enteraría.
—Sí, seguro —se burló Wilcox.
—Sí —Grant Burch no podía hacer gran cosa para evitar el sarcasmo de Wilcox
porque seguía con la muñeca escayolada, pero es de los que no olvidan—, muy
seguro.
—¡Eh! —señaló Gavin Coley—, ¡mirad!
A lo lejos, mucho antes del cruce, aparecieron Gilbert Swinyard y Pete

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Redmarley.
—Eso es que vienen de Hake’s Lañe —dijo Keith Broadwas—, de casa de los
Yew. Para ver si Tom estaba bien.
Vimos que Swinyard y Redmarley venían casi corriendo.
Ensayé mentalmente la frase «¿Por qué no viene Nick con ellos?», pero el
Ahorcado me bloqueó «Nick».
—¿Cómo es que Nick no viene con ellos? —dijo Darren Croome.
De repente una bandada de pájaros salió en tromba del árbol y todos dimos un
respingo pero nadie se rio. Fue algo increíble de ver. Cientos y cientos de pájaros
orbitando alrededor de la plaza, la segunda vuelta más abierta, la tercera más cerrada,
hasta que, finalmente, como si obedeciesen una orden, regresaron al árbol y volvieron
a desaparecer entre las ramas.
—A lo mejor —supuso Dawn Madden— es que el director le ha dado permiso a
Nick para no faltar a clase. Por lo que ha pasado y tal.
Era una posibilidad lógica, pero entonces vimos las caras que traían Swinyard y
Redmarley.
—No… —dijo Grant Burch—. No, joder, no.
—A estas alturas —el señor Nixon carraspeó— todos os habréis enterado de que,
en las últimas veinticuatro horas, Thomas Yew, un antiguo alumno del colegio, ha
muerto en la guerra que está teniendo lugar en las Malvinas —El director tenía razón:
todos lo sabíamos. Norman Bates, el conductor del autobús del colegio, llevaba la
radio puesta y en las noticias habían dado el nombre de Tom Yew—. Thomas no era
el alumno más aplicado que jamás haya pasado por nuestras aulas, ni el más
obediente. De hecho, según leo en mi registro de faltas y castigos, me vi obligado a
sacarme el cinturón nada más y nada menos que en cuatro ocasiones. Pero ni Thomas
ni yo somos —silencio lúgubre— éramos —otro silencio lúgubre— personas
rencorosas. Cuando el oficial de reclutamiento de la armada me pidió referencias
sobre la personalidad de Thomas, no pude por menos que recomendarle
incondicionalmente y sin reservas a un muchacho tan lleno de vida. Unos meses
después Thomas me devolvió la cortesía invitándonos a mi esposa y a mí a su
ceremonia de graduación en Portsmouth. Pocas veces —la noticia de que alguien
pudiese haberse casado con el señor Nixon causó un revuelo en el salón de actos,
pero bastó una mirada feroz del señor Nixon para cortarlo de raíz—, pocas veces he
asistido a una ceremonia oficial con tanto placer y tanto orgullo personal. Saltaba a la
vista que la disciplina militar había hecho de Thomas un hombre. Había madurado y
se había convertido en un digno embajador de nuestro colegio y en un motivo de
orgullo para las fuerzas de Su Majestad. Por eso la pena que he sentido esta mañana,
al enterarme de su muerte a bordo del Coventry —¿se le quebró la voz a nuestro
director?—, es tan amarga como sincera. El clima de abatimiento que había en la sala
de profesores y el que percibo en este salón de actos me confirman que todos
compartimos esa pena —El señor Nixon se quitó las gafas y por un momento dejó de

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parecer un oficial de las SS para recordar simplemente a un padre cansado—. Cuando
salgamos de aquí voy a mandar un telegrama de condolencia a la familia de Thomas
en nombre del colegio. Espero que los que conozcáis más a la familia Yew les
brindéis vuestro apoyo. Pocas cosas hay más crueles, bueno, quizá crueles no sea la
palabra, más dolorosas en la vida que la muerte de un hijo, o de un hermano. No
obstante, también espero que sepáis respetar su intimidad para que puedan llorar la
muerte de Thomas —Unas cuantas niñas de octavo empezaron a llorar. El señor
Nixon las miró pero había desactivado la mirada asesina. Estuvo diez, quince, treinta
segundos sin decir nada. Algunos se removieron en los asientos. Veinte, veinticinco,
treinta segundos. Intercepté una mirada de la señorita Ronkswood a la señorita
Wyche que significaba ¿Qué le pasa? La señorita Wyche se encogió de hombros, de
forma casi imperceptible—. Espero —dijo finalmente el señor Nixon— que, cuando
reflexionéis sobre el sacrificio de Thomas, penséis en las consecuencias de la
violencia tanto militar como emocional. Espero que reparéis en quién inicia la
violencia, quién la dirige y quién termina pagando por ella. Las guerras no surgen sin
más ni más. Las guerras se gestan durante un largo periodo y creedme cuando os digo
que gran parte de la culpa corresponde a todos los que no consiguieron impedir su
maldito estallido. También espero que meditéis sobre lo que de verdad vale la pena en
la vida y lo que no es más que… engaño… fanfarronería… pose… banalidad…
egolatría —Nuestro director parecía exhausto—. Eso es todo.
El señor Nixon hizo una señal con la cabeza al señor Kempsey, que estaba
sentado al piano. El señor Kempsey nos pidió que recordásemos el himno que dice
«Óyenos cuando roguemos por los que corren peligro en el mar». Nos pusimos en pie
y lo cantamos en honor de Tom Yew.
Normalmente las reuniones de profesores y alumnos tienen un tema bien definido
como Hay que ayudar al prójimo o El esfuerzo es la clave del éxito, pero me parece
que esta mañana ni los profesores sabían lo que quiso decir el señor Nixon.
La muerte de Tom Yew le ha quitado emoción a la guerra. Como era imposible
repatriar el cadáver lo han tenido que enterrar allí, en esas islas rocosas por las que se
sigue luchando. Nada ha vuelto aún a la normalidad. Las penas de mentira son
divertidas, pero cuando alguien muere de verdad la cosa se hace interminable. Las
guerras pueden durar meses. O incluso años, como la de Vietnam. ¿Quién dice que no
puede pasar lo mismo con esta? Los argentinos tienen a treinta mil hombres en las
Malvinas, todos atrincherados. Nosotros solo tenemos seis mil tratando de salir como
sea de nuestra cabeza de puente. De los tres únicos helicópteros Chinook que
teníamos, dos se perdieron cuando se hundió el Atlantic Conveyor y nuestros
soldados están teniendo que avanzar hacia Port Stanley a pie. Seguro que hasta
Luxemburgo tiene más de tres helicópteros como Dios manda. Se rumorea que la
armada argentina podría zarpar de sus puertos y cortar nuestras líneas de
comunicación con la isla Ascensión. También nos estamos quedando sin petróleo.
(Como si las fuerzas armadas británicas fuesen un puto utilitario). Mount Kent, Two

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Sisters, Tumbledown Mountain… Por el nombre parecen lugares amistosos, pero no
lo son. Brian Hanrahan dice que los únicos parapetos para nuestros soldados son unas
rocas gigantes. Nuestros helicópteros no pueden cubrirlos por culpa de la niebla, la
nieve, el granizo y las tormentas. Dice Hanrahan que parece Dartmoor en invierno.
Los paracaidistas no pueden cavar trincheras porque el terreno es demasiado duro y
además algunos han contraído la enfermedad del pie de trinchera y están lisiados. (Mi
abuelo me contó que su padre cogió el pie de trinchera en Passchendaele, en 1916).
Isla Soledad, la más grande de las Malvinas, es toda ella un gigantesco campo de
minas. Las playas, los puentes, los barrancos, todo está minado. Por la noche los
francotiradores enemigos piden que les iluminen los blancos con bengalas y el paisaje
resplandece como una nevera abierta. Entonces llueven las balas. Un experto ha
dicho que los argentinos usan la munición como si tuviesen existencias ilimitadas.
Además, nuestros hombres no pueden bombardear los edificios a lo loco porque
terminarían matando a los civiles que supuestamente hemos ido a salvar, que ya de
por sí son pocos. El general Galtieri sabe que el invierno está de su lado y desde el
balcón de su palacio ha dicho que Argentina lucharía a vida o muerte hasta el último
hombre.
Nick Yew no ha vuelto al colegio. Dean Lerdell lo vio en la tienda del señor
Rhydd comprando una docena de huevos y un bote de Fairy, pero no supo qué
decirle. Dice que parecía un muerto.
La semana pasada la Gazeta de Malvern sacó en portada una foto de Tom Yew.
Salía sonriendo y saludando a la cámara, vestido con el uniforme de alférez. La he
pegado en mi álbum de recortes. Ya casi no me quedan hojas libres.
El lunes, cuando volví del colegio, me encontré unos diez trozos de granito
bloqueando la entrada y cinco sacos de conchas molidas que ponían relleno, además
de un caparazón de tortuga gigante que resultó ser un revestimiento prefabricado de
fibra de vidrio para estanques. El señor Castle estaba subido a una escalera, podando
el seto que separa su casa de la nuestra.
—¿Qué pretende tu padre, recrear los jardines colgantes de Babilonia?
—Algo así.
—Espero que tenga un volquete guardado en el garaje.
—¿Cómo dice?
—Hay ahí más de una tonelada de rocas. Eso no hay manera de moverlo en
carretilla. Además, os han desgraciado el asfalto de mala manera —El señor Castle
sonrió e hizo una mueca de dolor al mismo tiempo—. He visto cómo las descargaban.
A los veinte minutos llegó mi madre, hecha un basilisco. Yo estaba viendo las
noticias de la guerra y la oí hablando por teléfono con los paisajistas.
—¡Quedamos en que traerían las rocas mañana! ¡Y que las dejarían en el jardín,
no que las soltarían en mitad de la entrada! ¿Un «malentendido»? ¡De
«malentendido» nada, es una vergüenza y una majadería! ¿Me quieren decir dónde
voy a aparcar yo ahora?

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La llamada terminó con mi madre pronunciando a grito pelado las palabras
«hablar con mis abogados».
Cuando a las siete pasadas llegó mi padre, no dijo nada de las rocas tiradas en
medio del camino de entrada. Ni una palabra. Pero la forma que tuvo de no decir
nada fue magistral. Como mi madre tampoco mencionó el tema, se declaró una
guerra de nervios. Podía oírse la tensión en el ambiente, como un chirrido de cables.
Mi madre siempre presume ante las visitas y los parientes de que todas las noches,
pase lo que pase, la familia al completo se sienta a la mesa para cenar juntos como
Dios manda. Hoy nos habría hecho un favor a todos si hubiese roto la tradición,
aunque solo fuese por una noche. Julia hizo todo lo posible por alargar la historia de
su examen de Relaciones Internacionales (le habían caído todas las preguntas que se
había estudiado) y mis padres le prestaron atención educadamente, pero se palpaba la
presencia de las rocas en el jardín, como si estuviesen esperando que alguien las
sacase a relucir.
Mi madre sirvió la tarta de miel y el helado de vainilla.
—No es por ser quisquilloso, Helena —dijo mi padre abriendo el fuego—, pero
me preguntaba cuándo podría volver a aparcar mi coche en mi garaje.
—Mañana vienen a colocar la rocalla en su sitio. Ha habido un malentendido
sobre la hora de reparto. Por la tarde estará terminado.
—Estupendo. Lo digo porque en nuestra póliza de seguros pone bien clarito que
si dejamos el coche en la calle solo nos cubre…
—Mañana, Michael.
—Fantástico. Por cierto, esta tarta está riquísima. ¿La has comprado en
Groenlandia?
—En Sainsbury’s.
Ruido de cucharillas rebañando platos.
—No es por ser entrometido, Helena… —a mi madre se le inflaron las aletas de
la nariz como a los toros de los dibujos animados—, pero espero que todavía no
hayas pagado a esta gente.
—No. Les he dado una señal.
—Una señal. Entiendo. No, te lo pregunto porque circulan historias terroríficas de
gente que paga por adelantado unas sumas enormes de dinero a una empresa pirata y
antes de que pueda llamar a su abogado, el supuesto director de la empresa se ha
largado con toda la pasta a Costa No Sé Dónde. Y el pobre cliente no vuelve a ver ni
un céntimo del dinero que ganó con el sudor de su frente. Da mucha pena ver cómo
esos granujas estafan a los pobres crédulos.
—Dijiste que te lavabas las manos de todo este tema, Michael.
—Lo dije, efectivamente —mi padre es incapaz de esconder su satisfacción ni
que lo maten—, pero es que no sabía que no iba a poder aparcar mi propio coche
dentro de mi propia casa. Es lo único que quería saber.
Algo silencioso se rompió en mil pedazos sin que nadie lo tirase.

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Mi madre se levantó de la mesa. Ni enfadada ni llorando, sino peor. Como si
ninguno de los tres estuviésemos allí.
Mi padre se quedó mirando fijamente su silla vacía.
—En el examen de hoy —dijo Julia enrollándose un mechón de pelo— ha salido
una expresión que no sé muy bien lo que significa: «victoria pírrica». ¿Tú sabes lo
que es una «victoria pírrica», papá?
Mi padre la fulminó con una mirada muy enrevesada.
Julia ni se inmutó.
Mi padre se levantó y se fue al garaje, a fumar un cigarrillo, lo más seguro.
Los escombros del postre yacían desparramados entre mi hermana y yo.
Nos quedamos un rato mirándolos.
—¿Una victoria qué?
—«Pírrica». Viene de la antigua Grecia. Una victoria pírrica es aquella cuyo costo
es tan alto que más le habría valido al vencedor no haberse molestado en empezar la
guerra. Una palabra muy útil, ¿no te parece? Bueno, Jace, parece que nos vuelve a
tocar fregar los platos. ¿Qué prefieres, lavar o secar?
Acuerdo de alto el fuego en las Malvinas.
Toda Gran Bretaña está como si fuese Navidad, San Jorge y el Jubileo de plata de
la reina, todo en el mismo día. La Thatcher ha aparecido en la puerta de su residencia
diciendo: «¡Alegraos! ¡Celebradlo!». Los flashes de los fotógrafos se han vuelto
locos y la multitud también; ya no parecía una presidenta, sino los cuatro miembros
de Bucks Fizz el día que ganaron Eurovisión. Todo el mundo cantaba el Rule
Britannia, una y otra vez: «Domina Britannia, domina los mares: los británicos nunca,
nunca, nunca serán esclavos». (¿Esa canción tiene estrofas o consiste únicamente en
un estribillo interminable?). Este verano no es verde, este verano es del color rojo,
azul y blanco de la bandera de Gran Bretaña. A lo largo y ancho de todo el país
repican las campanas, se encienden faros y se organizan fiestas callejeras. Ayer Isaac
Pye celebró una «hora feliz» en el Black Swan Green que duró toda la noche. En
Argentina ha habido disturbios en las principales ciudades, con tiroteos y saqueos, y
algunos dicen que la junta militar tiene las horas contadas. El Daily Mail no para de
hablar de que hemos ganado la guerra gracias a nuestras agallas y a las dotes de
mando de nuestros dirigentes. En toda la historia de las encuestas de opinión no ha
habido un primer ministro que gozase de más popularidad que Margaret Thatcher.
Debería alegrarme.
Julia lee el Guardian, que publica muchas cosas que no salen en el Daily Mail. La
mayoría de los treinta mil soldados enemigos, dice mi hermana, eran reclutas e
indios. Las tropas de élite se retiraron en estampida a Port Stanley ante el avance de
los paracaidistas británicos. Algunos de los que quedaron rezagados murieron a filo
de bayoneta. ¡Imagínate que se te salgan los intestinos por un tajo en la barriga! Es
una muerte de 1914, no de 1982. Brian Hanrahan ha dicho que presenció el
interrogatorio de un prisionero y que el chaval no sabía ni qué eran las Malvinas ni

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por qué los habían llevado allí. Julia dice que las principales causas de nuestra
victoria han sido (a) que los argentinos no podían comprar más Exocets, (b) que su
armada ha permanecido escondida en las bases del continente, y (c) que sus fuerzas
aéreas se quedaron sin pilotos adiestrados. Dice que habría salido más barato ponerle
una granja en Inglaterra a cada malvinero que haber declarado la guerra. Cree que
nadie va a soltar dinero para limpiar los destrozos y que muchas de las tierras de
cultivo quedarán impracticables hasta que se oxiden las minas.
O sea, unos cien años.
Hoy la noticia de portada en el Daily Mail es si el cantante Cliff Richards
mantiene relaciones sexuales con la tenista Sue Barrer o si solo son buenos amigos.
El día antes del ataque al Coventry, Tom Yew escribió una carta a su familia y la
carta ha terminado llegando a Black Swan Green hace apenas unos días. La madre de
Dean Lerdell la leyó porque Tom era su ahijado y Kelly Lerdell le sonsacó detalles.
Nuestros soldados opinaban que los malvineros eran una panda de anormales
incestuosos («En serio», escribía Tom, «algunos de estos fulanos son hijos de sí
mismos»), como Benny, el tontaina de la serie Crossroads. Hasta empezaron a
llamarlos «Bennies». («Os juro que no me lo invento, pero esta mañana he conocido
a un Benny que pensaba que un ordenador era un chisme para ordeñar vacas»).
Enseguida toda la tropa estaba que si «Benny» esto, que si «Benny» lo otro, pero
cuando se enteraron los oficiales, dieron la orden de prohibir el uso del término. Los
soldados dejaron de usarlo, pero a los dos o tres días, el teniente de Tom lo llamó
aparte y le preguntó por qué los soldados habían empezado a llamar a los nativos
«Aunes» en lugar de «Bennies». «Y yo le he dicho al teniente: “Pues porque aún son
Bennies, señor”».
Mi padre acertó a medias con lo del paisajista estafador. Cuando dejaron de
atender el teléfono, mi madre cogió el coche y fue a Kidderminster, pero lo único que
había en la supuesta empresa era una oficina vacía con una silla rota y cables saliendo
de las paredes. Dos hombres que estaban metiendo una fotocopiadora en una
camioneta le dijeron que la empresa había quebrado. Consecuencia, las rocas
siguieron tiradas en medio de la entrada dos semanas más, hasta que el señor
Broadwas volvió de sus vacaciones en Ilfracombe. El señor Broadwas hace algunas
chapucillas en el jardín de casa. Mi padre dejó fuera de la operación de rescate a mi
madre. A las ocho de la mañana de hoy sábado un camión con una carretilla
elevadora aparcó delante de casa. De la cabina se bajaron el señor Broadwas y sus
hijos Gordon y Keith. El conductor era Doug, el yerno del señor Broadwas. Primero
mi padre y Doug desmontaron la puerta de la verja para que la camioneta pudiese
arrastrar los bloques de granito hasta la parte de atrás del jardín. Después nos pusimos
todos a cavar el agujero para el estanque. Hacía calor y sudamos la gota gorda. Mi
madre rondaba en la sombra, pero un grupo de hombres pala en ristre representan un
muro invisible. Trajo una bandeja de café y galletas. Todo el mundo le dio las gracias
educadamente y mi madre también dijo «no hay de qué» educadamente. Mi padre me

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mandó en bici a la tienda del señor Rhydd a por 7-Up y chocolatinas Mars. (El señor
Rhydd me dijo que era el día más caluroso en lo que iba de año). Cuando volví ayudé
a Gordon a acarrear los cubos de mantillo hasta el jardín trasero. No sabía de qué
hablar con él. Está en mi mismo curso (aunque en una clase de nivel inferior) y de
repente va mi padre y contrata al suyo. ¡Menudo corte! Él tampoco dijo gran cosa,
igual es que también le daba vergüenza. Mi madre tenía la cara cada vez más larga: la
rocalla del jardín cada vez se parecía menos a la rocalla de sus sueños. Una vez
instalado el revestimiento del estanque, nos trajo unos sándwiches y dijo que se iba a
Tewkesbury a hacer unas compras. Mientras su coche se alejaba y volvíamos a la
faena, mi padre suspiró en broma.
—¡Mujeres! Lleva años dando la tabarra con la rocalla y ahora se larga de
compras…
El señor Broadwas asintió con la cabeza. Un gesto de jardinero, no de aliado.
Cuando volvió mi madre, el señor Broadwas, sus hijos, su yerno y la carretilla
elevadora ya se habían marchado. Mi padre me había dejado llenar el estanque con la
manguera y ahora estaba jugando al swingball yo solo. Julia se había ido a la
discoteca Tanya’s de Worcester a celebrar el final de los exámenes con Kate, Ewan y
algunos amigos. Mi padre estaba colocando pequeños helechos en las grietas entre las
rocas.
—Bueno —dijo mi padre blandiendo el desplantador—, ¿cuál es el veredicto?
—Muy bonito —dijo mi madre.
Al instante percibí que sabía algo que los demás ignorábamos.
Mi padre asintió con la cabeza.
—Los chicos se han portado, ¿eh?
—Ya lo creo.
—El señor Broadwas ha dicho que en cuanto los arbustos prendan va a ser el
mejor estanque del pueblo. ¿Qué tal el paseíto por Tewkesbury?
—Muy bien, gracias —dijo mi madre, mientras un señor rechoncho con patillas
de tienda de disfraces aparecía arrastrando un enorme cubo blanco con ruedas—.
Señor Suckley, le presento a mi marido y a mi hijo Jason. Michael, te presento al
señor Suckley.
El señor Suckley nos dijo:
—Qué hay.
—Ese es el estanque —le dijo mi madre—. Cuando guste, señor Suckley.
El señor Suckley arrastró el cubo hasta el borde del estanque, lo inclinó y levantó
una especie de portezuela de la que salió un chorro de agua y, chapoteando en él, dos
peces enormes. Nada que ver con los típicos pececillos que venden en las ferias
dentro de una bolsa de plástico; aquellas maravillas debían de haber costado un ojo
de la cara.
—Los japoneses veneran a las carpas y las consideran tesoros vivientes —nos
dijo mi madre—. Son símbolos de longevidad. Llegan a vivir décadas. Estas

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probablemente nos enterrarán.
A mi padre se le veía muy, muy irritado.
—Sí, Michael, ya sé que lo de tu carretilla elevadora ha sido un gasto imprevisto,
pero acuérdate de lo que nos hemos ahorrado usando granito en lugar de mármol. Y
convendrás conmigo en que el mejor estanque del pueblo tiene que tener los mejores
peces. ¿Cómo dice que se llaman en japonés, señor Suckley?
—Koi —dijo el señor Suckley vaciando los últimos hilillos de agua.
—Koi —Mi madre contempló el estanque con ojos maternales—. El alargado se
llama Moby y al de pintas podemos llamarlo Dick.
Hoy han pasado tantas cosas que pensaba que la visita del señor Suckley sería el
último acontecimiento del día. Pero, después de merendar, estaba en el garaje
jugando a los dardos cuando se abrió de golpe la puerta trasera de casa.
—¡Fuera! —El grito de mi madre se quebró por la rabia—. ¡FUERA, BICHOS
ASQUEROSOS!
Eché a correr hacia el jardín trasero y llegué a tiempo de ver a mi madre
arrojando su taza del príncipe Carlos y Lady Di contra una garza gigantesca que
estaba posada en la rocalla. El té flotó en el aire como los líquidos en las cápsulas
espaciales mientras el proyectil atravesaba una nube de mosquitos iluminada por el
sol y estallaba en mil pedazos al impactar contra las rocas. La garza abrió sus alas de
ángel y, batiéndolas con suma pachorra, levantó el vuelo. La carpa Moby coleaba en
su pico.
—¡SUELTA MI PEZ —chilló mi madre—, PAJARRACO DEL DEMONIO!
La cabeza del señor Castle apareció como una marioneta de guiñol por encima del
seto.
Mi madre, horrorizada, se quedó mirando cómo la garza se perdía en el azul del
cielo.
Moby coleaba bajo una luz digna del día del Juicio Final.
Mi padre observaba la escena desde la ventana de la cocina. No se reía. Había
ganado.
Me entraron ganas de patearle los putos dientes a esta mierda de mundo una y
otra vez hasta que se diese cuenta de que no hacer daño a los demás es diez mil veces
más importante que llevar razón.

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Espectros
Allí estaba yo, atando un hilo en el aldabón de la puerta del señor Blake, cagadito de
miedo. La aldaba era un león de bronce. Aquí está el tartaja que debería estar en
casita, y ahí llega la bestia que le sacará las tripas. Detrás de mí, en los columpios,
Ross Wilcox deseaba con todas sus fuerzas que yo la pifiase. Dawn Madden estaba
sentada a su lado, en la jaula de barrotes. La luz de la farola le aureolaba la cabeza.
¿Qué estaría pensando? Gilbert Swinyard y Pete Redmarley giraban lentamente en el
carrusel, evaluando mi comportamiento. Dean Lerdell estaba sentado en lo alto del
balancín y Pluto Noak en el extremo inferior, fumándose un cigarrillo. Suya era la
culpa de que yo estuviese haciendo aquello. Cuando el señor Blake nos confiscó el
balón después de que Gilbert Swinyard lo colase en su jardín, Noak dijo: «Ese viejo
gilipollas se merece un escarmiento». Se le ocurrió la jugarreta de llamar a su puerta
y salir corriendo. Parece una broma inocente pero en realidad es de muy mal gusto. El
mensaje de esa llamada anónima es: ¿Habrá sido el viento, habrán sido unos niños
traviesos o será un asesino que viene a matarte en la cama? Y también: De todas las
casas del pueblo, ¿por qué esta?
Una broma muy pesada, la verdad.
O quizá la culpa fuese de Ross Wilcox. Si no le hubiese dado a Dawn Madden un
morreo tan exagerado, lo más seguro es que me hubiese dado el piro cuando Pluto
Noak propuso lo del escarmiento.
Y no les habría contado que mi primo Hugo gasta la misma broma atando un hilo
de coser al aldabón para volver loca a la víctima llamando a la puerta desde una
distancia segura.
Wilcox quiso ridiculizar mi sugerencia.
—Seguro que ven el hilo.
—No —contraataqué—, no si usas hilo negro y lo aflojas nada más llamar a la
puerta para que caiga al suelo.
—¿Cómo lo sabes, Taylor, si nunca lo has hecho?
—Joder que no lo he hecho… En casa de mi primo, en Richmond.
—¿Dónde coño está Richmond?
—Casi en Londres. Fue un despelote.
—Debería funcionar —dijo Pluto Noak—. Lo más chungo es atar el hilo.
—Hacen falta huevos —dijo Dawn Madden con sus pantalones imitación de piel
de serpiente.
—Bah —yo había empezado todo—, está chupado.
Pero atar un hilo a una aldaba cuando el más mínimo movimiento en falso supone
la muerte no está chupado ni mucho menos. El señor Blake tenía puesto el telediario
de las nueve. Por la ventana salía un olor a cebolla frita y las noticias sobre la guerra
en Beirut. Se rumorea que el señor Blake tiene una escopeta de aire comprimido.
Trabajaba en una fábrica de material de minería de Worcester pero lo despidieron y

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lleva en paro desde entonces. Su mujer murió de leucemia. Tiene un hijo que se llama
Martin que tendrá unos veinte años pero una noche (según nos contó Kelly Lerdell)
se pelearon y Martin no ha vuelto a aparecer por aquí. Alguien recibió una carta suya
desde una plataforma petrolífera en el mar del Norte y otra desde una fábrica de
conservas de Alaska.
Bueno, el caso es que Pluto Noak, Gilbert Swinyard y Pete Redmarley se
achantaron y cuando dije que yo ataría el hilo se quedaron bastante impresionados.
Pero ahora me estaba aturullando para hacer un simple nudo corredizo.
Listo.
Tenía la garganta seca.
Con todo el cuidado del mundo, bajé la aldaba hasta posarla en el león de bronce.
Ahora lo fundamental era no cagarla, no tener un ataque de pánico, no pensar en
lo que me harían el señor Blake y mis padres si me pillasen.
Retrocedí intentando no dejar huellas en la grava del camino y desenrollando el
carrete de hilo.
Los árboles prehistóricos del señor Blake atigraban el suelo con sus sombras.
Las bisagras oxidadas de la verja chirriaron como el vidrio a punto de hacerse
añicos.
La ventana del señor Blake se abrió de golpe.
Una escopeta de aire comprimido abrió fuego y un perdigón me dio en el cuello.
Solo cuando cesó el ruido de la televisión me di cuenta de que el golpe de la
ventana no había sido al abrirse sino al cerrarse. El perdigón debía de haber sido un
escarabajo volador o algo por el estilo.
—Vaya careto has puesto cuando se ha cerrado la ventana —dijo Ross Wilcox
cuando llegué a los columpios—. ¡Parecía que te habías cagado en los pantalones!
Pero nadie le siguió el rollo.
Pete Redmarley echó un lapo.
—Por lo menos lo ha hecho, Wilcox.
—Sí —dijo Gilbert Swinyard echando otro—. Le ha echado un par.
—Bien hecho, Jace —dijo Dean Lerdell.
Por telepatía le dije a Dawn Madden: El subnormal de tu novio no tiene lo que
hay que tener para hacer algo así.
—Es hora de jugar, pequeños —Pluto Noak se levantó del balancín y Lerdell se
estrelló contra el suelo y salió rodando por la tierra chillando de dolor—. Dame el
hilo, Jason —Era la primera vez que no me llamaba «Taylor» o «tú»—. Vamos a
hacer una llamadita al viejales.
Halagado por el tratamiento, le pasé la bobina.
—Déjame a mí primero, Pluto —dijo Pete Redmarley—, que para eso es mío el
hilo.
—No es tuyo, chorizo mentiroso, se lo has mangado a tu vieja —Pluto Noak
desenrolló más hilo mientras subía a lo alto del tobogán—. Además, para esto hace

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falta técnica. ¿Preparados?
Todos asentimos con la cabeza y adoptamos una postura inocente.
Pluto recogió el hilo y estiró con delicadeza.
El león de bronce respondió. Uno, dos, tres.
—Qué arte tengo —dijo Pluto Noak entre dientes, salpicándome.
Un hachazo de silencio cortó de cuajo todos los ruidos del parque.
Pluto, Swinyard y Redmarley se miraron entre sí.
Luego me miraron a mí también, como si fuera uno de ellos.
—¿Sí? —El señor Blake apareció en un rectángulo de luz amarilla—. ¿Quién es?
Esto, pensé mientras se me calentaba la sangre, podría estallarnos en la cara.
El señor Blake dio un paso adelante.
—¿Hay alguien ahí?
Su mirada se posó en nosotros.
—El padre de Nick Yew —dijo Pete Redmarley como si estuviésemos en plena
discusión— va a venderle la Suzuki de Tom a Grant Burch.
—¿A Burch? —dijo Wilcox soltando un resoplido—. ¿Para qué quiere una moto
ese paralítico?
—Que tenga el brazo roto —dijo Gilbert Swinyard— no significa que sea un
paralítico.
Para gran alegría mía, Wilcox no se atrevió a replicar.
A todo esto, el señor Blake nos había estado echando una mirada asesina.
Finalmente volvió a meterse en casa.
Cuando cerró la puerta, Pluto Noak soltó una risotada.
—¿Qué, mola o no mola?
—Mogollón —dijo Lerdell.
Dawn Madden se mordió el labio y me sonrió de extranjís.
Sería capaz de atar cincuenta hilos, le telegrafié mentalmente, a cincuenta
aldabones.
—Viejo chocho —masculló Ross Wilcox—. El cabrón está más ciego que un
murciélago. Seguro que ha pisado el hilo.
—¿Cómo va a saber —respondió Gilbert Swinyard— que hay un hilo?
—Déjame probar, Pluto —dijo Pete Redmarley.
—Nanay, Pete, que esto es una risa. ¿Listos para el segundo asalto?
El aldabón golpeó una vez, dos veces…
Al instante se abrió la puerta. La bobina de hilo saltó de las manos de Pluto y,
repiqueteando en el asfalto, fue a parar debajo del columpio.
—Pedazo de… —rugió el señor Blake en dirección al gamberrillo inexistente que
no estaba encogido de miedo en el umbral de su puerta ni en ninguna otra parte.
Tuve una de esas sensaciones en las que todo parece irreal.
El señor Blake echó a andar alrededor de su jardín, tratando de pescar a un niño
escondido.

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—¿Y cuánto le piden los Yew por la moto a Burch? —preguntó Gilbert Swinyard
a Pete Redmarley en voz alta y tono inocente.
—Ni idea —respondió Redmarley—. Unas doscientas, me imagino.
—Doscientas cincuenta —soltó Lerdell—. Mi hermana oyó a Isaac Pye decírselo
a Tejón Harris en el Black Swan.
El señor Blake se acercó a la verja de su casa. (Medio escondí la cara y recé para
que no me conociese de nada).
—Giles Noak. Debería haberlo imaginado. ¿Quieres pasarte otra noche en la
comisaría de Upton?
Como interviniese la policía, Wilcox me delataría, fijo.
Pluto Noak se inclinó hacia un lado del tobogán y echó un escupitajo enorme.
—Pero qué chulo y qué mierdecilla eres, Giles Noak.
—¿Estás hablando conmigo? Creía que buscabas al niño que acaba de llamar a tu
puerta y ha salido corriendo.
—¡Mentira! ¡Has sido tú!
—Sí, claro, y me he subido aquí de un salto gigante, ¿no?
—¿Entonces quién ha sido?
Pluto soltó una risita en plan «te jodes».
—¿Quién ha sido qué?
—¡Muy bien! —El señor Blake dio un paso hacia atrás—. ¡Voy a llamar a la
policía!
Entonces Pluto Noak hizo una imitación cojonuda del señor Blake.
—«¿Sí, agente? Al habla Roger Blake. Sí, el famoso parado peganiños de Black
Swan Green. Mire, es que hay un niño que no para de llamar a la puerta y salir
corriendo. No, no sé cómo se llama. No, verlo no lo he visto, pero da igual, ustedes
vengan y arréstenlo. ¡Hay que darle un escarmiento con una buena porra dura y
reluciente! Exijo dárselo yo mismo».
Que mi bromita hubiese degenerado hasta ese punto resultaba horripilante.
—Después de lo que le pasó al inútil de tu padre —el tono del señor Blake se
volvió viperino— deberías saber de sobra cómo termina la escoria humana.
Lerdell estornudó a lo bestia.
He aquí una historia verdadera sobre Giles Noak, más conocido como Pluto
Noak. El otoño pasado, Colette Turbot, que por entonces era su novia, recibió una
invitación del señor Dunwoody, nuestro profesor de plástica, para asistir al club de
arte. Las sesiones del club de arte son después de clase y solo para los alumnos
invitados por Dunwoody. Cuando Colette llegó, se encontró con que era la única
invitada. Dunwoody le pidió que se quitase la camisa y posase para él, que la iba a
fotografiar. Colette dijo que nones. Dunwoody le dijo que si no aprovechaba sus
dotes, desperdiciaría su vida casándose con imbéciles y trabajando de cajera. Colette
Turbot cogió la puerta y se largó. Al día siguiente aparecieron Pluto Noak y un colega
suyo de la fábrica de cortezas de cerdo de Upton y fueron directos al aparcamiento

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del colegio. Ante la atenta mirada de un nutrido corrillo de espectadores, Pluto y su
colega cogieron cada uno una esquina del Citroen de Dunwoody y lo volcaron
dejándolo con las cuatro ruedas al aire.
—¡Diles a los maderos lo que he hecho —dijo a grito pelado en dirección a la
ventana de la sala de profesores—, QUE YA LES DIRÉ YO POR QUÉ LO HE
HECHO!
Hay mucha gente que dice «me la suda todo», pero para Pluto Noak esa frase es
un mandamiento sagrado.
Bueno, el caso es que antes de que Pluto llegase a su verja el señor Blake ya había
reculado un par de pasos.
—No se pueden decir esas cosas del padre de alguien y quedarse tan tranquilo,
Roger. Esto vamos a solucionarlo de hombre a hombre. Tú y yo. Ahora mismo. ¿No
tendrás miedo, verdad? Martin me contó que se te daba muy bien moler a palos a los
chicos desobedientes.
—No tienes… —cuando el señor Blake recuperó la voz, la tenía quebrada y como
histérica—, no tienes ni zorra idea de lo que estás hablando.
—Pero Martin sí que tenía idea de lo que hablaba, ¿a que sí?
—¡Nunca le puse la mano encima!
—No, la mano no —Tardé unos instantes en darme cuenta de que era la voz de
Dean Lerdell—. A ti te van más las barras de hierro envueltas en fundas de almohada,
¿verdad? —Lerdell es una caja de sorpresas—. Para no dejar marcas.
Pluto Noak se cebó en su víctima.
—Qué tiempos, ¿eh, Roger?
—¡Niñatos de mierda! —El señor Blake echó a andar hacia la casa—. ¡Todos! Ya
vendrá la policía a quitaros de en medio…
—¡Mi viejo tiene sus defectos, no digo que no —gritó Pluto—, pero nunca me ha
hecho lo que le hacías a Martin!
El señor Blake cerró de un portazo.
Ojalá no hubiese abierto la bocaza y contado lo del hilo.
Pluto Noak volvió tan campante de la verja.
—Bien dicho, Lerdell. Me apetece una partida de asteroides en el Swan, ¿os
venís?
La invitación era solo para Redmarley y Swinyard.
—Vale —respondieron al unísono.
Cuando se iban Pluto me hizo un gesto con la cabeza como diciendo «bien
hecho».
Pero si Wilcox no abre la boca, revienta:
—Mañana el viejo va a ver el hilo.
Pluto Noak escupió a la luna brillante de junio.
—Mejor.
Los recreos suelen ser bastante deprimentes. Si los pasas solo, es que eres un

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fracasado sin amigos. Si tratas de introducirte en el círculo de los chicos de rango
superior, como Gary Drake o David Ockeridge, corres el riesgo de que te metan un
corte y te digan: «¿Tú qué quieres?». Si te juntas con los de rango más bajo, como
Floyd Chaceley o Nicholas Briar, significa que eres uno de ellos. Las chicas, como el
grupito de Avril Bredon, que se reúne en el guardarropa, tampoco son la panacea. Sí,
de acuerdo, no son tan competitivas y además huelen mucho mejor, pero enseguida
surgen los cotilleos de que te gusta alguna y en las pizarras empiezan a aparecer
corazones e iniciales.
Siempre me paso los recreos yendo de un sitio para otro, para que por lo menos
parezca que tengo un lugar donde estar.
Hoy, sin embargo, ha sido diferente. La gente venía expresamente a buscarme.
Querían saber si era verdad que había atado un hilo en el aldabón de Roger Blake.
Tener cierta fama de durillo no viene mal, pero solo si no se enteran los profesores.
Por eso les he contestado a todos lo mismo: «Bah, tampoco te creas todo lo que te
cuentan». Era una respuesta virguera porque en realidad significaba: «Pues claro que
es verdad» y al mismo tiempo «¿Por qué iba yo a querer comentarlo contigo?».
—Qué flipe —respondían. Se ha puesto de moda decir eso.
En la cantina, detrás del mostrador, junto a los encargados, estaba Neal Brose.
(Neal Brose tiene un permiso especial para trabajar en la cantina porque ha
convencido al señor Kempsey de que quiere aprender cosas del mundo de los
negocios). Se ha pasado todo el curso haciéndome el vacío, pero hoy me dijo:
—¿Qué te pongo, Jace? —Tanta simpatía me dejó la mente en blanco—. ¿Un
Double Decker?
Un Double Decker vino volando directo hacia mi cara. Levanté la mano para
protegerme y la chocolatina me aterrizó justo en la palma, acoplándose
perfectamente.
Lo vio un montón de gente.
Neal Brose me hizo una señal con el pulgar para que fuese a pagarlo al extremo
del mostrador pero cuando le tendí los 15 peniques me sonrió con malicia y me cerró
la mano para que pareciese que me había cogido las monedas. Antes de que pudiese
protestar ya se había dado media vuelta. Fue el Double Decker más rico de mi vida.
El guirlache más crujiente. Las pasas más dulces y deliciosas.
Entonces aparecieron Duncan Priest y Mark Badbury con una pelota de tenis.
—¿Quieres jugar al frontón? —me preguntó Mark Badbury como si fuésemos
amigos desde hacía años.
—Vale —dije.
—¡Dabuti! —dijo Duncan Priest—. El frontón mola más con tres.
La clase de plástica era con Dunwoody, el mismo cuyo coche volcó Pluto Noak el
año pasado. Según Julia, el señor Nixon intervino para salvarle el pellejo y evitar un
escándalo. A Pluto Noak no le pasó nada y Dunwoody estuvo viniendo con la
señorita Gilver hasta que le arreglaron el Citroen. Esos dos harían una buena pareja.

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Los dos odian a la humanidad.
Bueno, el caso es que Dunwoody tiene unas napias que te cagas y apesta a
inhalador Vicks. Solo un tartamudo como yo percibe sus ligeros problemas con las
palabras que empiezan por «t». El aula de plástica huele a arcilla. No sé por qué,
porque nunca usamos arcilla. Dunwoody utiliza el horno de armario, y el cuarto de
revelado es una zona misteriosa que solo conocen los miembros del club de arte. Los
chicos de rango superior siempre cogen los pupitres de la ventana porque se ven las
canchas de deportes. Alastair Nurton me había guardado uno. Una galaxia de globos
aerostáticos sobrevolaba las Malvern en una tarde perfecta.
La clase de hoy era sobre la sección áurea. Dunwoody nos contó que un griego
llamado Arquímedes había calculado cómo colocar un árbol y el horizonte en
cualquier cuadro. Luego nos explicó cómo sacar la sección áurea calculando las
proporciones con una regla, pero ninguno lo entendimos, ni siquiera Clive Pike.
Dunwoody hizo una mueca como diciendo «¿Por qué desperdicio mi vida con este
rebaño?». Se apretó el caballete de la nariz y se masajeó las sienes.
—Cuatro años en la Royal Academy para esto. Venga, sacad lápices y regla.
En el estuche encontré un mensaje que hizo que todo me diese vueltas.
Un número y seis palabras acababan de cambiarme la vida.
A los trece años las bandas ya resultan infantiles, como los escondites secretos o
el Lego, pero los Espectros son más bien una sociedad secreta. El padre de Dean
Lerdell nos contó que empezaron hace años como una especie de sindicato
clandestino de jornaleros. Por ejemplo, si un granjero no pagaba lo que debía, los
Espectros se encargaban de impartir justicia. En aquella época la mitad de los
parroquianos del Black Swan eran miembros de la banda. Desde entonces ha
cambiado pero sigue siendo supersecreta. Los verdaderos Espectros nunca hablan del
tema. Lerdell y yo estábamos convencidos de que Pete Redmarley y Gilbert Swinyard
eran miembros, y seguro que Pluto Noak era uno de los cabecillas. Ross Wilcox se
tira el moco de que es un Espectro, lo cual significa que no lo es.
John Tookey sí. Una vez unos cabezas rapadas se metieron con él y lo
zarandearon en una discoteca de Malvern Link. Al viernes siguiente, unos veinte
Espectros, incluido Tom Yew, acudieron en motos y bicicletas. Según todas las
versiones de lo ocurrido, los cabezas rapadas tuvieron que chuparle las botas a John
Tookey. Y como esa, hay cientos de historias más.
El coraje que le eché anoche ha debido de impresionar a alguien influyente. A
Pluto Noak, lo más seguro. Pero ¿quién me había dejado el mensaje? Me lo guardé en
el bolsillo de la chaqueta y busqué alguna mirada cómplice. Ni un gesto de Gary
Drake, ni de Neal Brose. David Ockeridge y Duncan Priest también son populares,
pero viven en Castlemorton y Corsé Lawn. Los Espectros son exclusivos de Black
Swan Green.
Unas chicas de séptimo que se entrenaban para el campeonato anual pasaron
trotando por debajo de la ventana. El señor Carver agitaba su palo de hockey como

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un guerrero zulú. Las tetas de Lucy Snead decían que sí como dos perritos de la
bandeja del coche.
Qué más da quien me haya dejado el mensaje, pensé con la vista clavada en las
pantorrillas color café con leche de Dawn Madden. El caso es que me la han dejado.
—¡Margaritas a los cerdos! —clamaba el señor Dunwoody enchufándose el
inhalador—. ¡Margaritas a los cerdos!
Cuando llegué a casa mi madre estaba hablando por teléfono con la tía Alice pero
me saludó muy alegre con la mano. Tenía puesta la tele con el volumen al mínimo;
estaban echando el torneo de Wimbledon. La brisa veraniega recorría toda la casa.
Preparé un refresco de agua de cebada para mí y otro para mi madre.
—¡Oh —dijo cuando se lo puse junto al teléfono—, pero qué niño tan atento he
criado!
Mi madre había comprado galletas de chocolate de la marca Maryland. Son
nuevas y están de rechupete. Cogí cinco, me subí a mi cuarto y, después de quitarme
el uniforme, me tumbé en la cama y me las comí. Luego puse Mr. Blue Sky, de la
ELO, y la escuché cinco o seis veces seguidas mientras me imaginaba qué prueba me
pondrían los Espectros. Porque siempre hay una prueba. Atravesar a nado el lago del
bosque, escalar la cantera de Pig Lañe o cruzar de noche, sigilosamente, unos cuantos
jardines privados. ¿Qué más da?
Lo haría. Si fuese un Espectro, todos los días serían tan guays como hoy.
El disco se acabó y me quedé escuchando los ruidos de la tarde.
Los espagueti a la boloñesa suelen consistir en espagueti, carne picada y un
chorro de ketchup, pero hoy mi madre los cocinó como Dios manda y eso que no era
el cumpleaños de nadie. Mi padre, Julia y yo intentamos, por turnos, adivinar los
ingredientes. Vino, berenjenas (plasticosas pero no vomitivas), champiñones,
zanahorias, pimiento rojo, ajo, cebollas, queso del que huele a pies y pimentón dulce.
Mi padre se puso a contarnos que antiguamente las especias eran como el oro o el
petróleo hoy. Las traían en clípers y goletas desde Yakarta, Pekín y Japón. Dijo que
en esa época Holanda era tan poderosa como la actual Unión Soviética. ¡Holanda!
(Muchas veces pienso que los niños no se convierten en hombres sino que van
criando capas y capas hasta desarrollar una máscara de adulto, pero de vez en cuando
se les nota el niño que llevan dentro). Julia nos contó cómo le había ido en el bufete
de Malvern donde está trabajando este verano. Le pagan por archivar la
correspondencia, atender el teléfono y escribir cartas. Está ahorrando para hacer el
interraíl con Ewan en agosto. Por 175 liras puedes viajar en tren gratis por toda
Europa durante un mes. La acrópolis al amanecer. La luna sobre el lago Leman.
Qué potra.
Total, que le llegó el turno de hablar a mi madre.
—No os vais a creer quién estaba hoy en casa de Penelope Melrose.
—Perdona, se me ha olvidado preguntarte —dijo mi padre, que últimamente está
más simpático—. ¿Qué tal ha estado? ¿Quién había?

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—Penny está bien, pero es que había invitado a Yasmin Morton Bagot.
—¿«Yasmin Morton-Bagot»? Esa se ha inventado el nombre.
—No se ha inventado nada, Michael. Vino a nuestra boda.
—¿En serio?
—Penny, Yasmin y yo éramos inseparables en la facultad.
—El sexo débil, Jason —mi padre me miró con cara de pícaro—, caza en
manada.
Le devolví la sonrisa de buena gana.
—Sí, claro —dijo Julia—, al contrario que el sexo fuerte, ¿verdad?
Mi madre volvió a la carga.
—Fue Yasmin la que nos regaló las copas de cristal de Venecia.
—¡Ah, los chismes aquellos! ¿Las puntiagudas que no tienen pie y no se pueden
apoyar en ningún sitio? ¿Siguen ocupando espacio en el desván?
—Me sorprende que no te acuerdes de ella. Es muy atractiva. Bertie, su marido,
era jugador de golf semiprofesional.
—¿Ah, sí? —Mi padre estaba impresionado—. ¿«Era»?
—Sí. Cuando se hizo profesional lo celebró arrejuntándose con una fisioterapeuta
y vaciando las cuentas conjuntas. La pobre Yasmin se quedó sin un penique.
Mi padre se puso en plan Clint Eastwood.
—Hace falta ser canalla.
—Pues resulta que en el fondo le hizo un favor, porque Yasmin se metió en el
mundo del diseño interior.
Mi padre chasqueó la lengua.
—Un negocio arriesgado.
—Empezó con una tienda en Mayfair y qué éxito no tendría que en menos de un
año ya había abierto otra, en Bath. Yasmin no es de las que se da aires mencionando
gente importante, pero ha trabajado para la casa real. Ahora se está quedando en casa
de Penny porque van a abrir la tercera tienda en Cheltenham. Esta va a ser con galería
y todo, para exposiciones. Lo que pasa es que la encargada que había contratado la ha
dejado tirada.
—¡El personal! Esa es siempre la parte peliaguda de la ecuación. El otro día, sin
ir más lejos, le explicaba a Danny Lawlor que si…
—Y me ha ofrecido el trabajo.
Se hizo un silencio muy sorprendido.
—¡Qué bien, mamá! —Julia sonreía encantada—. ¡Eso es estupendo!
—Gracias, cielo.
La boca de mi padre también sonrió.
—Es una oferta muy halagadora, Helena.
—Ya dirigí la boutique de Freda Henbrook en Chelsea durante año y medio.
—¿Aquella tiendecilla tan graciosa donde trabajaste al terminar la facultad?
—Mamá tiene un ojo fantástico —le dijo Julia a mi padre— para los colores y los

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tejidos. Y un don de gentes increíble. Puede conquistar al más pintado para que
compre lo que sea.
—¡No hace falta que lo jures! —Mi padre fingió un gesto de rendición—. Está
claro que la tal Yasmin Muerto-Vago no habría…
—Morton-Bagot. Yasmin Morton-Bagot.
—… no habría hecho la oferta si tuviese dudas, pero…
—Yasmin es una empresaria nata. Selecciona cuidadosamente al personal.
—¿Y… qué… le has contestado?
—Me va a llamar el lunes para que le dé una respuesta.
Los campaneros de Saint Gabriel empezaron su ensayo semanal.
—No tendrá nada que ver con ventas piramidales, ¿verdad, Helena?
—Es una galería y una tienda de decoración, Michael.
—Pero ¿habéis hablado de las condiciones? ¿No será solo a comisión?
—Yasmin paga sueldos, exactamente igual que Supermercados Groenlandia.
Pensaba que te alegraría la posibilidad de que me hiciese con un ingreso. Así ya no
tendrás que gastarte fortunas en mis caprichos. Me los podré pagar de mi bolsillo.
—No, si me alegro. Claro que me alegro.
Unos cuervos negros se reunieron en el campo que hay del otro lado del seto,
pasada la rocalla.
—Solo que tendrías que ir y venir de Cheltenham a diario, ¿no? ¿Seis veces por
semana?
—Cinco. Cuatro cuando contratase una ayudante. Cheltenham está mucho más
cerca que Oxford o Londres o todos esos lugares adonde tú consigues llegar.
—Tendríamos que cambiar bastantes cosas de nuestro día a día.
—Lo vamos a tener que hacer de cualquier forma. Julia se va a la universidad. Y
Jason ya no es un bebé.
Toda mi familia decidió mirarme en aquel preciso instante.
—Yo también me alegro, mamá.
—Gracias, tesoro.
(Trece años ya no es edad para que a uno le llamen «tesoro»).
Julia la animó:
—Vas a aceptarlo, ¿verdad?
—Ganas no me faltan —Mi madre sonrió con timidez—. Pasarse el día metida en
casa es…
—¿«Metida en casa»? —exclamó mi padre con aire divertido—. Créeme, es
mucho peor estar «metida» en una tienda un día sí y al otro también.
—Es una galería, con una tienda. Y por lo menos conocería gente.
Mi padre parecía desconcertado de verdad.
—Pero si conoces montones de gente…
Ahora fue mi madre la que se quedó perpleja.
—¿Como quién?

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—¡Montones! A Alice, por ejemplo.
—Alice tiene una casa, una familia y un trabajo de media jornada. En Richmond.
A medio día de distancia por la gloriosa red ferroviaria inglesa.
—Nuestros vecinos son buena gente.
—Desde luego. Solo que no tenemos absolutamente nada que ver con ellos.
—Pero… ¿y todas tus amigas del pueblo?
—Michael, llevamos viviendo aquí desde que nació Jason, pero somos gente de
ciudad. Sí, claro, la mayoría son educados. Delante de nosotros. Pero…
Me miré el reloj. Faltaba poco para mi cita con los Espectros.
—Mamá tiene razón —dijo Julia jugueteando con el colgante egipcio que le había
regalado Ewan—. Dice Kate que si no has vivido en Black Swan Green desde la
Guerra de las Rosas, nunca te considerarán de aquí.
Mi padre se mosqueó, como si nos hubiésemos negado aposta a entender lo que
quería decir.
Mi madre respiró hondo.
—Me siento sola. Así de simple.
Las vacas espantaban con el rabo los moscardones que les revoloteaban alrededor
del culo manchado de boñigas.
Los cementerios están atiborrados de cadáveres putrefactos, así que es normal que
den miedo. Un poco. Pero casi todas las cosas, si se piensa lo bastante en ellas,
presentan más de un aspecto. El verano pasado, siempre que hacía bueno, iba en
bicicleta hasta donde me lo permitía el mapa del servicio oficial de cartografía. Un
día llegué hasta Winchcombe. Cuando me encontraba una iglesia normanda
(redondeada) o sajona (achaparrada), si no había nadie, escondía la bici a la vuelta y
me tumbaba en la hierba del cementerio. Pájaros invisibles, alguna que otra flor en un
tarro de mermelada. Nunca vi una Excalibur clavada en una roca pero un día descubrí
una tumba de 1665. Ese fue el año de la Plaga. Era mi récord. La mayoría de las
tumbas se desintegran al cabo de un par de siglos. Hasta la propia muerte muere. La
frase más triste de la historia me la encontré en un cementerio de Bredon Hill: sus
ABUNDANTES VIRTUDES HABRÍAN MERECIDO ADORNAR UNA VIDA
MÁS LARGA. Los entierros también dependen de las modas, como los pantalones
de campana o los de pitillo. En los cementerios se plantan tejos porque el diablo no
soporta el olor a tejo, me lo dijo el señor Broadwas. No sé si creérmelo o no, pero lo
que sí que es verdad es la ouija. Hay mogollón de historias de sesiones de espiritismo
en las que el vaso, después de deletrear cosas como «S-A-T-Á-N-E-S-T-U-A-M-O»,
estalla en pedazos y los niños tienen que llamar corriendo a un cura. (Una vez Grant
Burch sufrió una posesión y le dijo a Philip Phelps que iba a morir el 2 de agosto de
1985. Desde entonces Philip Phelps duerme con una Biblia debajo de la almohada).
A los muertos siempre se les entierra mirando al oeste para que, al final de los
tiempos, cuando suene la Última Trompeta, puedan salir de la tumba y, caminando
hacia el oeste, lleguen al Trono de Jesús para ser juzgados. Eso significa, mirando

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desde Black Swan Green, que el Trono de Jesús está en Aberystwyth. A los suicidas,
por cierto, se les entierra mirando hacia el norte, y no podrán encontrar a Jesús
porque los muertos solo andan en línea recta, así que terminarán todos en John
O’Groats. Aberystwyth es un lugar de mala muerte, pero mi padre dice que John
O’Groats es peor todavía, un puñado de casas donde termina Escocia.
Antes que tener un dios que le hace estas cosas a la gente, ¿no sería mejor no
tener ninguno?
Di una voltereta estilo boina verde por si me estaban espiando los Espectros, pero
el cementerio de Saint Gabriel estaba desierto. Los campaneros todavía estaban
ensayando. Las campanas, cuando se oyen de cerca, no repican, ni tintinean, sino que
se inclinan, dan un traspiés y hacen tolooooooón. En un abrir y cerrar de ojos dieron
las ocho y cuarto. Se levantó una brisa y las dos secuoyas gigantes se sonaron los
huesos. Ocho y media. Las campanas dejaron de sonar.
Al principio el silencio mete tanto ruido como el ruido mismo. Empecé a
preocuparme por la hora. Mañana es sábado pero si dentro de una hora o dos no
estaba en casa, me caería una de esas broncas de ¿Qué horas de llegar son estas?
Unos nueve o diez campaneros salieron de la iglesia, hablando de un tal Malcolm que
se había hecho de la secta Moon y al que habían visto por última vez en Conventry,
regalando flores a los transeúntes. Se encaminaron hacia la salida y sus voces se
perdieron en dirección al Black Swan.
Me fijé en un niño sentado en la tapia del cementerio. Demasiado menudo para
ser Pluto Noak. Demasiado flacucho para ser Grant Burch, Gilbert Swinyard o Pete
Redmarley. Me acerqué sigiloso cual ninja. Llevaba una gorra del ejército con la
visera hacia atrás, como Nick Yew.
Lo sabía: Nick Yew tenía que ser de los Espectros.
—¿Qué hay, Nick?
Dean Lerdell grito ¡Aaaah! y se cayó de la tapia.
Lerdell se levantó de una mata de ortigas de un salto dándose manotazos en los
brazos, las piernas y el cuello.
—¡Ortigas de mierda! ¡Cómo pican las muy cabronas! —Lerdell se dio cuenta de
que había hecho demasiado el ridículo como para encima montar un numerito—.
¿Qué haces tú aquí?
—¿Y tú?
—Me dejaron un mensaje. Una invitación para unirme a… —Cuando Lerdell
piensa, se le nota en la cara—. Eh, no serás un Espectro, ¿verdad?
—No. Pensaba… que tú sí.
—¿Y este mensaje que había en mi estuche?
Desdobló una nota igualita que la mía.
Lerdell interpretó correctamente mi gesto de perplejidad.
—¿A ti también te han dejado uno?
—Sí.

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La marcha de los acontecimientos resultaba desconcertante, decepcionante y
preocupante. Desconcertante porque Dean Lerdell no tiene madera de Espectro.
Decepcionante porque, ¿qué sentido tenía hacerse de los Espectros si también
aceptaban a fracasados como Lerdell? Y preocupante porque aquello olía a broma
pesada.
Lerdell sonrió de oreja a oreja.
—¡Qué dabuti, Jace! —Lo ayudé a subir a la tapia—. Los Espectros nos van a
coger a los dos a la vez.
—Sí —dije—. Qué dabuti.
—Deben de haber pensado que hacemos un buen equipo. Como Starsky y Hutch.
—Sí —Miré alrededor por si veía a Wilcox.
—O como Torvill y Dean, la pareja de patinaje artístico, que sé que te gustan esas
falditas de lentejuelas, pillín.
—Jo, qué gracioso.
Venus colgaba reluciente del cuerno de la luna.
—¿Crees que van a venir de verdad? —preguntó Lerdell.
—Nos han dicho que esperemos aquí, ¿no?
De uno de los hotelitos cercanos a la iglesia salieron unas notas de trompeta con
sordina.
—Sí, pero… ¿no te parece que nos han gastado una broma?
Quizá nos estaban haciendo esperar para ponernos a prueba. Si Lerdell se rinde,
me apuntó el Gusano, tú parecerás mejor candidato.
—Si a ti te lo parece, vete a casa.
—No, no quería decir eso. Me refiero a que… ¡Mira! ¡Una estrella fugaz!
—¿Dónde?
—¡Allí!
—Qué va —De las cosas que se aprenden en los libros Lerdell no tiene ni idea—.
Es un satélite. ¿No ves que no se consume? Va en línea recta. Debe de ser el Skylab,
la estación espacial, que está perdiendo altura. Nadie sabe dónde va a caer.
—Pero entonces, ¿por qué…?
—¡Chist!
En un rincón más descuidado del cementerio hay unas pilas de losas bajo unas
ramas de acebo retorcido. Estaba seguro de haber oído susurros procedentes de aquel
lugar. Ahora me vino un olor a tabaco. Lerdell echó a andar detrás de mí.
—Pero ¿qué pasa? —dijo.
Dios mío, qué imbécil puede llegar a ser.
Me introduje en una especie de tienda de campaña hecha de vegetación. Allí
dentro, sentado en una pila lápidas rotas, estaba Pluto Noak. Grant Burch y John
Tookey estaban sentados cada uno en un montón de tejas. Me dieron ganas de
decirles que los había visto yo, no Lerdell. A los chicos duros no se les dice «hola»
porque es de maricas.

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—Qué pasa —dije.
Pluto Noak, el Señor de los Espectros, me saludó con la cabeza.
—¡Huy! —Lerdell, que había entrado en cuclillas, me dio un cabezazo en el culo
y casi me caigo de morros—. Jolines, Jason.
—No digas «jolines» —le dije.
—¿Os sabéis las reglas? —preguntó Grant Burch echando un lapo—. Tenéis que
saltar esta tapia y cruzar los seis jardines siguientes en menos de quince minutos.
Cuando terminéis, vais corriendo a la plaza. Swinyard y Redmarley os estarán
esperando debajo del roble. Si lo conseguís, bienvenidos a los Espectros. Si llegáis
tarde o no aparecéis, no sois de los Espectros, ni lo seréis jamás.
Lerdell y yo asentimos con la cabeza.
—Y si os pillan, tampoco —añadió John Tookey.
—Y si os pillan —Grant Burch nos advirtió señalándonos con el dedo—, no
habéis oído hablar de los Espectros en vuestra vida.
A pesar de los nervios, desafié al Ahorcado y dije:
—¿«Espectros»? ¿Y eso qué es, Pluto?
Pluto Noak se dignó soltar una risilla que me dio ánimos.
El acebo se agitó justo cuando la campana de Saint Gabriel daba las nueve menos
cuarto.
—¡A sus puestos! —Grant Burch nos miró a Lerdell y a mí—. ¿Quién empieza?
—Yo —respondí sin mirar a Lerdell—. No soy un gallina.
El jardín del primer chalet era simplemente un mar de hierbajos. Sentado en lo
alto de la tapia, eché un último vistazo a las cuatro caras del cementerio, me incliné
hacia delante y salté a la hierba. La casa parecía decir: no hay nadie. Ninguna luz
encendida, un canalón rotó, visillos medio descolgados. Así y todo, avancé a gachas.
Podría haber un okupa vigilando con las luces apagadas y armado con una ballesta.
(Esa es la diferencia entre Lerdell y yo. Él cruzaría tan campante como Pedro por su
casa. Nunca tiene en cuenta que puede haber francotiradores). Me subí al ciruelo que
había junto al siguiente muro.
Oí el roce de un abrigo, justo encima de mi cabeza.
Idiota. Era una bolsa de plástico enganchada en las ramas y sacudida por el
viento. Volvió a sonar la trompeta, esta vez muchísimo más cerca. Repté por una
rama nudosa y me subí al muro. De momento, estaba chupado. Y la cosa se puso
mejor todavía porque justo debajo de mí, a menos de medio metro y rodeado de
coníferas de color negro azulado, estaba el techo del depósito de gasóleo del siguiente
jardín.
Cuando salté, la chapa tronó bajo mis pies.
El segundo jardín era mucho más chungo. No solo estaban descorridas las
cortinas sino que casi todas las ventanas estaban abiertas. Había dos señoras gordas
sentadas en el sofá viendo Juegos sin fronteras. El presentador, Stuart Hall, hacía más
ruido riéndose que un cazabombardero despegando. En todo el jardín no había donde

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guarecerse. Una red de bádminton tirada en el césped lleno de calvas, eso era todo.
Bates de plástico, bolos, una diana y una piscina desinflada, todo muy gualtrapero y
tirado por el suelo de cualquier manera. Por si fuera poco, había una caravana
aparcada en un lateral de la casa y, dentro de ella, un gordinflón tocando la trompeta.
Hinchaba los mofletes como una rana pero tenía la vista clavada en el jardín.
Las notas subían y bajaban.
Debieron de pasar unos tres minutos. Yo no sabía qué hacer.
De repente se abrió la puerta trasera y una de las gordas fue trotando hasta la
caravana. Abrió la puerta y dijo:
—Vicky se ha dormido.
El trompetista la metió de un tirón, soltó la trompeta y los dos empezaron a darse
el lote con más ansia que dos perros abalanzándose sobre una caja de bombones. La
caravana empezó a vibrar.
Salté del tanque de gasóleo y me resbalé al pisar una pelota de golf. Me levanté,
crucé el césped a todo meter, me tropecé con un arco de croquet invisible, me volví a
levantar y, por último, al intentar subirme a la valla, calculé mal el apoyo del pie y la
madera sonó ¡crak!
Eres hombre muerto, declaró el Gemelo Nonato.
Logré auparme del todo y caí al otro lado de la valla como un saco de patatas.
La tercera casa era la del señor Broadwas. Como me pillase, llamaría por teléfono
a mi padre y antes de medianoche me descuartizarían. Los aspersores hacían tsss-tsss-
tsssss y algunas gotas salpicaban donde estaba sentado. Casi todo el jardín estaba
oculto por una barrera de matas de judías.
Había otro problema. A mis espaldas, en el jardín del trompetista, se oyó una voz
de mujer.
—¡Ven aquí, Gerry! ¡Son los zorros de siempre!
—¡De zorro nada, es un crío de esos!
Dos manos, justo encima de mi cabeza, se aferraron la valla.
Corrí como una exhalación hasta el extremo de las matas de judías y me quedé
inmóvil.
El señor Broadwas estaba sentado en el umbral de la casa. Había un grifo abierto
y el chorro de agua caía en una regadera.
El pánico me bullía por dentro como un puñado de avispas en un bote.
La mujer volvió a gritar a mis espaldas:
—¡Que solo es un zorro, Gerry! Ted mató uno la semana pasada y al principio
también creía que era una fiera corrupia.
—Conque sí, ¿eh? —Las manos soltaron la valla y una de ella apareció por el
agujero que había hecho con el pie—. ¿Esto lo ha hecho un zorro?
En lo alto de la valla volvieron a aparecer los dedos y la madera empezó a crujir:
el trompetista se disponía a trepar.
Hasta ahora el señor Broadwas no había oído nada gracias al ruido del agua, pero

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en ese instante dejó la pipa en el escalón y se puso de pie.
Atrapado, estaba atrapado sin salida. Mi padre me iba a matar.
—¿Mandy? —Una nueva voz a mis espaldas—. ¿Gerry?
—Ah, Vicks —dijo la primera mujer—. Hemos oído un ruido un poco raro.
—Estaba practicando con la trompeta —dijo el hombre—, he oído un ruido
extraño y he venido a echar un vistazo.
—¿No me digas? ¿Y esto qué es, si se puede saber?
El señor Broadwas se giró, dándome la espalda.
La siguiente valla era demasiado alta para que pudiera saltarla y tampoco tenía
ningún saliente de donde agarrarse.
—¡HUELES A GERRY! ¡Y ÉL ESTÁ MANCHADO DE CARMÍN!
El señor Broadwas cerró el grifo.
—¡NO ES CARMÍN, CACHO LOCA! —gritó el trompetista—. ¡ES
MERMELADA!
El jardinero de mi padre vino hasta donde yo estaba agazapado, derramando un
poco de agua de la regadera. Me miró a los ojos pero no se le veía sorprendido ni
mucho menos.
—Estoy buscando una pelota de tenis —le solté.
—El lugar más fácil es por detrás del cobertizo.
Tardé en asimilarlo.
—El tiempo es oro y lo estás perdiendo —añadió el señor Broadwas antes de
ponerse con las cebollas.
—Gracias —dije, tragando saliva y asimilando que, a pesar de saber que le había
mentido, me había dejado irme de rositas. Fui corriendo por el caminito y me metí
detrás del cobertizo. Olía a barniz recién usado. De joven el señor Broadwas también
había sido de los Espectros, estaba claro.
—¡OJALÁ MAMÁ TE HUBIESE AHOGADO EN EL RÍO! —El grito de la
segunda mujer rasgó la penumbra—. ¡A LOS DOS! ¡EN UN SACO LLENO DE
PIEDRAS!
El cuarto jardín, del color de la luna, parecía un océano de cemento y grava.
Estaba atiborrado de adornos. No solo los típicos enanitos, sino esfinges egipcias,
pitufos, hadas, nutrias marinas, el osito Pooh, Puerquito e Igor, la cara de Jimmy
Cárter… De todo, vamos. Hasta una cordillera del Himalaya que me llegaría por el
hombro y que dividía el jardín por la mitad. En su día, tanto el parque de esculturas
como su creador, Arthur Evesham, habían sido muy famosos en el pueblo. La Gaceta
de Malvern publicó unas fotos con el titular LE CRECIERON LOS ENANOS. La
señorita Throckmorton nos trajo de excursión. Un señor muy sonriente nos sirvió un
refresco de grosella a cada uno y unas galletas decoradas con dibujitos de monigotes
practicando diferentes deportes. A los pocos días de nuestra visita Arthur Evesham
murió de un ataque al corazón. Era la primera vez que oía la expresión «ataque al
corazón» y pensé que significaba que todo el cuerpo se volvía loco y atacaba al

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corazón como una manada de lobos dando caza a un cervatillo. De vez en cuando se
ve a la señora Evesham en la tienda del señor Rhydd comprando esas cosas que
compran los viejos, como limpia metales y un dentífrico que sabe a mercromina.
Bueno, a lo que íbamos… El reino de Arthur Evesham se había echado a perder
después de su muerte. La Estatua de la Libertad estaba tirada en el suelo como un
arma homicida. El osito Pooh parecía la víctima de un ataque con productos
químicos. Las cosas se descomponen más rápido de lo que tardan en fabricarse. A
Jimmy Cárter se le había caído la nariz. Me la metí en el bolsillo porque sí. La única
señal de vida era una vela encendida en una ventana del piso de arriba. Recorrí la
Gran Muralla China y casi me quedó en gayumbos al engancharme en Edmund
Hillary y el sherpa Tenzing, que estaban apuntando con el índice a la luna. Un poco
más adelante había un cuadradito de césped encajado en un marco de guijarros
blancos. Salté por encima de los guijarros…
Y me hundí en agua fría hasta la picha.
Imbécil, dijo el Gemelo Nonato muerto de la risa, idiota, gilipollas, pedazo de
inútil.
Salí del estanque con las perneras chorreando y los pantalones llenos de hojitas
pegadas como partículas de pota. Cuando mi madre lo viese se iba a poner hecha una
furia, pero ahora no podía pensar en eso porque al otro lado de la valla me esperaba el
jardín más peligroso de todos.
La buena noticia era que en el jardín del señor Blake no había rastro del señor
Blake y que en la otra punta había araucarias y sagitarias, un escondrijo perfecto para
un Espectro. La mala noticia era que justo debajo de la valla, una valla inestable de
más de tres metros de altura, había un invernadero que ocupaba todo el jardín. Iba a
tener que arrastrarme de culo, centímetro a centímetro, por toda la valla hasta quedar
justo enfrente de la ventana del salón del señor Blake. Si me caía, rompería una luna
de cristal y me estrellaría contra un suelo de cemento. Eso si no me ensartaba en una
caña de sujetar tomateras, como el cura de La profecía cuando se empala en el
pararrayos.
No me quedaba otra.
Según avanzaba, el borde de la valla, todo astillado, me serraba el culo y las
palmas de las manos. Los pantalones, empapados y pegajosos por el agua del
estanque, me pesaban un montón. Casi me caigo. Como el señor Blake se asomase a
la ventana, me la cargaba. Casi me vuelvo a caer.
Llegué al final del invernadero y bajé de un salto.
El suelo de piedra hizo ¡clonk! Menos mal que la única persona que había en el
cuarto de estar del señor Blake era Dustin Hoffman en Kramer contra Kramer. (La
vimos durante unas vacaciones en Oban. Julia se pasó las dos horas llorando y dijo
que era la mejor película de todos los tiempos). Para ser un hombre que vive solo, el
cuarto de estar tenía un aire bastante femenino. Lámparas de encaje, figuritas de
pastorcillas y esos cuadros de paisajes africanos que venden en los almacenes

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Littlewoods. Debía de haberlo comprado todo su mujer antes de morir de leucemia.
Pasé sigilosamente por debajo de la ventana de la cocina y me metí entre los arbustos
del fondo del jardín hasta llegar a un bidón de agua. Justo entonces, no sé por qué, me
giré y volví a mirar hacia la casa.
Allí estaba el señor Blake, asomado a una ventana del piso de arriba. Solo con
que se hubiese asomado un minuto antes, me habría pillado encaramado a la valla.
(Para ganar hacen falta suerte y coraje. Confié en que Lerdell tuviese ambas cosas de
sobra). En el cristal de la ventana había una pegatina del logotipo de los Rolling
Stones que, rodeada por los fantasmas de otras pegatinas menos tenaces, había
resistido todas las tentativas de despegarla. Supuse que aquel habría sido, en su día, el
cuarto de su hijo Martin.
El señor Blake, más arrugado que una pasa, no hacía más que mirar. Pero ¿qué es
lo que miraba?
A mí no, porque estaba oculto entre las hojas.
¿A sus propios ojos reflejados en el cristal?
Imposible: sus ojos eran dos agujeros.
El último jardín era el de Mervyn Hill, más conocido como «Cagón». Su padre es
barrendero pero tiene un jardín que parece un parque nacional. Era el jardín más
extenso de todos porque era el último de los hotelitos. Un camino empedrado a boleo
llevaba hasta un banco situado bajo un arco de rosas trepadoras. Por la cristalera vi a
Cagón jugando al Twister con dos niños más pequeños y un señor que me imaginé
sería el padre de los niños. Debían de estar de visita. El padre de Cagón giraba la
ruleta. En el televisor que había detrás del sofá se veía el final de Kramer contra
Kramer, cuando llega la madre para llevarse al niño. Planifiqué la ruta a seguir.
Estaba chupado. En la otra punta del jardín había una montaña de estiércol que me
ayudaría a saltar el muro. Me agaché y eché a correr hacia el banco. Las rosas
perfumaban el aire.
—¡Quieto, granuja! —dijo la sombra de una mujer sentada en el banco, a un par
de metros de donde yo estaba.
—¡Oh! —dijo la sombra de su amiga—. ¿Ya está otra vez dando pataditas,
cariño?
No me podía creer que no me hubiesen oído.
—Uf… —Resoplidos—. Se emociona cuando te oye, mamá. Mira, toca aquí…
El hueco entre el arco y el muro era lo bastante ancho para que pudiera
esconderme, pero las espinas del rosal me impedían el paso.
—Ahora que me acuerdo —dijo la sombra más vieja—, tú también eras toda una
acróbata —Reconocí la voz: era la madre de Cagón—. Todo el día haciendo
volteretas y kung-fu. Merv siempre fue más tranquilo, la verdad. Incluso antes de
nacer.
—Estoy deseando que a esta señorita le dé la gana de salir. Ya me he hartado de
ser una ballena con patas.

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Dios, una embarazada. Todo el mundo sabe que si le das un susto a una
embarazada, el bebé nace antes de tiempo. Y si salía retrasado mental igual que
Cagón, sería culpa mía.
—¿Estás segura de que es niña?
—Eleanor, la de contabilidad, me hizo la prueba. Me cogió el anillo de bodas, me
arrancó un pelo de la cabeza, lo pasó por dentro del anillo y lo dejó colgando encima
de la palma de mi mano. Si se balancea suavemente, es niño. El mío se puso a dar
vueltas como loco, así que es niña.
—Todavía se estila ese truquito tan viejo, ¿eh?
—Dice Eleanor que no se ha equivocado ni una vez.
Según mi Casio, se me estaba agotando el tiempo.
La partida de Twister terminó como siempre: una montaña de cuerpos aplastados,
brazos doblados y piernas retorcidas.
—¡Vaya panda! —dijo la madre de Cagón con cara de contenta.
—Ben siente muchísimo que su colega del almacén dijese que no, mamá. Me
refiero a lo de darle trabajo a Merv cuando salga del colegio.
—Qué se le va a hacer, cariño. Dile a Ben que gracias por intentarlo.
Vamos, decía mi Casio, ahora. Me preocupo demasiado, ese es mi problema. Y
ser Espectro consiste precisamente en todo lo contrario: en ser un tipo tan duro que
todo te la traiga floja.
—Eso sí, me preocupa qué va a ser de Merv. Sobre todo, ya sabes, cuando
faltemos Bill y yo.
—Pero ¡mamá! ¿Qué tonterías estás diciendo?
—Merv no es capaz de pensar en el futuro, ya lo sabes. No es capaz de pensar
más allá de pasado mañana.
—Llegado el caso, siempre nos tendrá a Ben y a mí.
—Vosotros enseguida vais a tener tres críos que cuidar. Cada día que pasa Merv
da más trabajo, no menos. ¿No te lo ha contado Bill? El otro día se lo encontró en su
habitación hojeando un Penthouse de esos. Con fotos de mujeres desnudas y tal. Ya
está en esa edad.
—Es lo más normal del mundo, mamá. Todos los chicos lo hacen.
—Ya lo sé, Jackie, pero los chicos normales pueden encontrar una vía de escape.
Tontear con las chicas y tal. Yo lo adoro, pero ¿qué chica va a querer salir con un
chaval así? ¿Cómo mantendría a una familia? Merv no es ni chicha ni limonada,
¿entiendes? No es lo bastante retrasado para recibir ayuda del estado, ni tampoco lo
bastante espabilado para trabajos como cargar cajas en el almacén de Ben.
—Ben dice que solo es porque no están contratando a nadie. Por la crisis y tal.
—Lo que más pena me da es que Merv es mucho más listo de lo que aparenta. Le
viene bien hacerse el tonto del pueblo porque es lo que esperan todos los demás críos.
Un gato color gris luna cruzó el césped. De un momento a otro empezarían a
sonar las campanadas.

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—Ben dice que en la fábrica de cortezas de cerdo de Upton cogen a cualquiera.
Hasta cogieron a Gilíes Noak cuando metieron preso a su padre.
Nunca había pensado en eso. Para mí Cagón solo era el típico niño del que uno se
ríe, pero imagínatelo cuando tenga veinte o treinta años. Imagínate todo lo que tiene
que hacer su madre por él, día tras día. Imagínate a Cagón con cincuenta o setenta
años. ¿Qué va a ser de él? Eso ya no tiene ni pizca de gracia.
—Me figuro que para la fábrica de cortezas igual sí servía, pero, cariño, eso no
quita para que…
—¿Jackie? —gritó el joven padre desde la cristalera—. ¡Jackie!
Me metí entre el rosal y el muro.
—¿Qué pasa, Ben? ¡Estamos aquí! En el banco.
Las espinas de las rosas, más afiladas que las garras de un orco, se me clavaron en
el pecho y en la cara.
—¿Está tu madre ahí? Merv se ha vuelto a emocionar y ha tenido uno de sus
pequeños accidentes…
—Diez minutos —murmuró la madre de Cagón, poniéndose en pie—, todo un
récord. ¡Tranquilo, Ben! ¡Ya voy!
Cuando la madre y la hermana embarazada de Cagón estaban a mitad de camino
entre el banco y la casa, la iglesia de Saint Gabriel dio la primera campanada de las
nueve en punto. Salí zumbando hacia la valla y salté a la montaña de estiércol. En
lugar de salir impulsado hacia arriba, me hundí hasta la cintura en aquella plasta
putrefacta. Parecía la típica pesadilla en que te traga el suelo.
Sonó la segunda campanada.
Salí como pude del estiércol, trepé el último muro y salté al vacío. La tercera
campanada me pilló en el aire. Aterricé en la calle de la tienda del señor Rhydd y, con
los pantalones mojados y cubiertos de estiércol, atravesé el cruce a toda pastilla y
superé la prueba de ingreso en los Espectros no con dos minutos de margen sino con
dos campanadas.
Caí de rodillas al pie del roble. El resuello me arañaba la garganta como un
serrucho oxidado y no tenía fuerzas ni para arrancarme las espinas de los calcetines,
pero no me había sentido más feliz en toda mi vida.
—Amigo mío —dijo Gilbert Swinyard dándome una palmada en la espalda—,
¡eres un Espectro hecho y derecho!
—¡El final más apurado de la historia! —exclamó Grant Burch sonriendo como
un duendecillo—. ¡Tres segundos!
Pete Redmarley, sentado con las piernas cruzadas, fumaba un cigarrillo.
—Pensé que te habías rajado.
Pete Redmarley jamás se inmuta por nada y ya tiene un bigote más que aparente.
Nunca me ha dicho que le parezco un marica y un pijo pero sé que lo piensa.
—Pues estabas equivocado —dijo Gilbert Swinyard. Para eso precisamente sirve
ser un Espectro: para que alguien como Gilbert Swinyard dé la cara por ti—. ¡Joder,

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Taylor! ¿Qué te has hecho en los pantalones?
—Me he metido… —dije jadeando. Todavía me faltaba oxígeno— en el puto
estanque de Arthur Evesham.
Hasta Pete Redmarley sonrió al oírlo.
—Y luego… —a mí también me entró la risa— me caí en el estiércol de Cagón.
Pluto Noak llegó corriendo.
—¿Lo ha conseguido?
—Sí —dijo Gilbert Swinyard—. Por los pelos.
—Solo le han sobrado unos segundos —dijo Grant Burch.
—Es que todavía… —Por poco saludo a Pluto Noak—. Todavía había mucha
gente en los jardines.
—Normal. Todavía no es de noche. Pero sabía que lo harías —Pluto Noak me dio
una palmada en el hombro. Lo mismo hizo mi padre cuando aprendí a tirarme de
cabeza, la única vez en su vida—. Lo sabía. Esto hay que celebrarlo.
Pluto puso el culo en pompa como si estuviese sentado en una moto e hizo el
gesto de arrancarla con el pie derecho. Entonces, mientras giraba el puño del
acelerador, se tiró un cuesco increíble que sonó como el tubo de una Harley Davidson
y que duró tres, cinco, diez segundos, mientras metía primera, segunda, tercera y
cuarta.
Los cinco Espectros nos meamos de la risa.
Al anochecer, el ruido de una valla que se viene abajo y de un tejado de cristal
roto bajo el peso de un niño se oye desde muy lejos. Gilbert Swinyard, que estaba
contando el chiste del bebé en el microondas, se quedó con la palabra en la boca.
Todos los Espectros me miraron como si yo supiese qué ruido era aquel. Y vaya si lo
sabía.
—El invernadero de Blake.
—¿Lerdell? —dijo Grant Burch con una risita—. ¿Se lo ha cargado?
—Se ha caído encima y lo ha atravesado —La risita de Burch se le borró de los
labios—. Unos tres o cuatro metros.
Los campaneros salieron haciendo eses del Black Swan y cantando la del gato
que gasta alpargatas y al ir a cagar, se cagó en la pata.
—El lerdo de Lerdell —canturreó Pluto Noak—, está muy verde.
—Será gilipollas —dijo Pete Redmarley—. Sabía que la iba a cagar —Miró a los
demás Espectros con cara de pocos amigos—. Maldita la falta que nos hacían nuevos
miembros —Eso también iba por mí—. Ya puestos, podíamos invitar a Cagón.
—Más vale que nos piremos, por donde sea —Gilbert Swinyard se puso de pie—.
Todos.
De repente, pensé en una cosa. Si en lugar de caerse Lerdell me hubiese caído yo
al invernadero de Blake, él no me habría dejado tirado en manos de ese psicópata.
Seguro que no.
Cállate la boca, me dijo el Gusano.

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—Eh, Pluto.
Pluto Noak y los Espectros se dieron media vuelta.
—¿No vamos a… —era muchísimo más difícil decir aquello que atravesar los
jardines de la gente— mirar si Lerdell se ha… —El Ahorcado me bloqueó «hecho
daño»—. No sé, igual se ha roto una pierna… o se ha cortado todo el cuerpo con el
cristal.
—Ya llamará Blake una ambulancia —dijo Grant Burch.
—Pero ¿no deberíamos… ya sabes?
—No, Taylor —me cortó Pluto Noak. Ahora sí que parecía un matón—. No sé
nada.
—Ese soplapollas ya sabía cuáles eran las reglas —dijo Pete Redmarley echando
un escupitajo—: si te pillan, te buscas la vida solito. Mira, Jason Taylor, como
después de lo que ha pasado se te ocurra ir a casa de Blake, te van a hacer un puto
interrogatorio y terminará saliendo el nombre de los Espectros. Y eso no lo vamos a
consentir. Cuando tú pusiste el pie en este pueblo, algunos ya llevábamos aquí mucho
tiempo.
—Yo no iba a…
—Me alegro. Porque Black Swan Green no es Londres ni Richmond ni donde
hostias sea. En este pueblo no hay secretos. Como se te ocurra ir a casa de Roger
Blake nos acabaremos enterando.
El viento hojeaba las diez mil hojas del roble.
—Ya lo sé —dije—. Yo solo…
—Tú no has visto a Lerdell esta noche —Pluto Noak me clavó el dedo en el
pecho—. Ni a nosotros tampoco. No has oído hablar de los Espectros en tu vida.
—Taylor —Grant Burch me hizo la última advertencia—, vete a casa, ¿vale?
Así que aquí estoy, dos minutos después, con los ojos clavados en el aldabón de la
puerta del señor Blake y cagadito de miedo. El señor Blake está dentro, gritando
como un descosido. No está poniendo a caldo a Lerdell, está hablando por teléfono,
gritando no se qué de una ambulancia. En cuanto cuelgue, empezaré a aporrear el
aldabón hasta que me deje entrar. Esto no ha hecho más que empezar. Acabo de
darme cuenta de una cosa sobre esa historia de que todos los suicidas echan a andar
hacia el norte y caminan y caminan y caminan hasta llegar a un lugar perdido donde
las montañas se funden con el mar.
No es una maldición ni un castigo.
Es un deseo.

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Solarium
«¡ABRA! ¡ABRA AHORA MISMO O ECHO LA PUERTA ABAJO!», parecen gritar
los aldabones. Los timbres son más tímidos. Los timbres dicen: «¿Hola? ¿Hay
alguien en casa?». La casa del párroco tenía un aldabón y un timbre. Llamé con los
dos pero no me abrió nadie. Esperé. Tal vez el párroco estaba dejando la pluma en el
tintero y refunfuñando: «¡Válgame Dios! ¿Ya son las tres?». Pegué la oreja a la
puerta pero el viejo caserón no soltó prenda. La luz del sol inundaba el sediento
césped, las flores resplandecían, los árboles dormitaban mecidos por la brisa. En el
garaje había un Volvo familiar cubierto de polvo que pedía a gritos un buen lavado.
(Los Volvo son la única cosa famosa de Suecia aparte de ABBA Tienen unas barras
antivuelco para no morir espachurrado si un tráiler te despeña por un terraplén).
Estaba medio deseando que no me abriesen la puerta. La vicaría es un lugar serio,
el lugar menos indicado para un niño, pero la semana pasada, cuando vine
sigilosamente al amparo de la oscuridad, me encontré pegado con celo al buzón un
sobre que ponía A LA ATENCIÓN DE ELIOT BOLÍVAR, POETA. Dentro había una
breve carta escrita con tinta violeta en una hoja de color gris pizarra. Era una
invitación para volver el domingo siguiente a las tres de la tarde y comentar mi obra.
«Obra». Era la primera vez que alguien se refería a los poemas de Eliot Bolívar como
«obra».
Le di una patada a un guijarro y lo mandé rodando hasta la verja.
El pestillo sonó como la espoleta de un rifle y un viejo abrió la puerta. Tenía la
piel manchada como un plátano pocho y llevaba una camisa sin cuello y unos
tirantes.
—Buenas tardes, ¿te puedo ayudar en algo?
—Esto, hola —Quise decir «buenas tardes» pero este mes el Ahorcado la ha
tomado con las palabras que empiezan por «b»—. ¿Es usted el párroco?
El hombre miró alrededor, como si temiese que pudiese estar haciendo de
señuelo.
—No soy párroco en absoluto. ¿Por qué lo dices? —Tenía acento extranjero, más
áspero que el francés—. ¿Es que tú lo eres?
Negué con la cabeza. El Ahorcado ni siquiera me dejó decir «no».
—Es que me ha invitado a venir el párroco —Le enseñé el sobre—. Solo que no
ha puesto el… —no acerté ni a decir «nombre»—, no está firmado.
—Ajá —Aquel no-párroco no se había inmutado por nada desde hacía años—.
Acompáñame al solàrium. Descálzate, por favor.
Dentro olía a hígado y a tierra. Una escalera alfombrada cortaba la luz del sol en
mitad del recibidor. Había una guitarra azul apoyada en una especie de silla turca y en
la pared, enmarcada en oro, una pintura de una mujer desnuda en una balsa sobre un
lago de nenúfares. Lo del «solàrium» sonaba guay. ¿Sería como un planetario pero
para ver el sol en lugar de las estrellas? A lo mejor es que el párroco era astrónomo en

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sus ratos libres.
El viejo me ofreció un calzador pero como no sé usarlo le dije «no, gracias» y me
quité las playeras como siempre.
—¿Es usted el mayordomo?
—Mayordomo. Ajá. Una buena descripción de mi papel en esta casa, pienso.
Sígueme, por favor.
Yo creía que solo los arzobispos y los papas eran lo bastante ricos como para
tener mayordomos, pero por lo visto los párrocos también. Las tarimas gastadas me
acariciaban las plantas de los pies a través de los calcetines. El pasillo atravesaba un
cuarto de estar aburrido y una cocina vacía. En los altísimos techos colgaban
lámparas de araña llenas de telas de ídem.
Casi me choco con la espalda del mayordomo.
Se había detenido delante de una puerta estrecha. Se asomó y dijo:
—Una visita.
En el solàrium no había ningún aparato científico, aunque los tragaluces eran tan
grandes que bien podría instalarse un telescopio. La ventana, también enorme, daba a
un jardín descuidado donde crecían tritomas y dedaleras. Todas las paredes estaban
cubiertas de libros. Alrededor de la chimenea había unos arbolitos enanos plantados
en tiestos tapizados de musgo. Todo estaba envuelto en una nube de humo de
cigarrillo, como en los flashbacks de las películas.
Sentada en un trono de mimbre había una vieja con pinta de sapo.
Vieja pero muy digna: parecía salida de un retrato, con el pelo plateado y un chai
púrpura sobre los hombros. Me figuré que sería la madre del párroco. Llevaba unas
sortijas tan grandes como terrones de azúcar. Le eché unos sesenta o setenta años.
Con los viejos pasa lo mismo que con los niños pequeños: no hay forma de
calcularles la edad. Me volví para mirar al mayordomo pero ya se había ido.
Los ojos llorosos de la anciana perseguían las palabras por las páginas de un libro.
¿Debería toser? Qué tontería. Ya sabía que yo estaba allí.
El humo de su cigarrillo subía hacia el techo.
Me senté en un sillón sin brazos y esperé a que se decidiese a hablar. El libro que
estaba leyendo se titulaba Le Grand Meaulnes. Me pregunté qué significaría
Meaulnes. Ojalá se me diese tan bien el francés como a Avril Bredon.
El reloj de la repisa de la chimenea desmenuzaba los minutos en segundos.
La mujer tenía los nudillos tan marcados como Toblerones. De vez en cuando
sacudía con sus huesudos dedos la ceniza que caía sobre las hojas del libro.
—Yo me llamo Eva van Outryve de Crommelynck —Si los pavos reales tuviesen
voz, sonarían como ella—. Pero tú puedes llamarme Madame Crommelynck —Me
pareció que tenía acento francés, pero no estaba seguro—. Mis amistades inglesas,
que últimamente son una especie amenazada de extinción, me dicen: «Eva, en la
Gran Bretaña eso de Madame suena muy franchute. ¿Por qué no Señora
Crommelynck y punto?». Y yo les digo: «¡Iros a hacer las puñetas! ¿Qué tiene de

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malo sonar franchute? ¡Yo soy una Madame y eso no me lo roba nadie!» Son las tres,
un poco pasadas, así que tú debes de ser Eliot Bolivar, el poeta, supongo.
—Sí —¡«Poeta»!—. Encantado de conocerla, Madame… ¿Crommylenk?
—Crom-rael-ynck.
—Crommelynck.
—Mal, pero mejor. Tú eres más joven de lo que yo imaginaba. ¿Catorce?
¿Quince?
Cómo mola que te echen más años de los que tienes.
—Trece.
—Ajjjj, qué asco de edad. Ni niño, ni adolescente. Impaciencia, pero también
timidez. Incontinencia emocional.
—¿Va a tardar mucho en llegar el párroco?
—¿Perdóname? —Se inclinó hacia delante—. ¿Quién es el párroco?
—Esta es la vicaría, ¿no? —Le enseñé la carta de invitación. Me estaba
empezando a preocupar—. Lo pone en la verja.
—Ah —Madame Crommelynck asintió con la cabeza—. La vicaría. Tú has
entendido mal. En su día aquí vivió un párroco, sin duda.
Y antes de él dos párrocos, tres párrocos, muchos párrocos —sacudió la
esquelética mano como indicando una gran cantidad— pero ya no. La Iglesia
anglicana es cada vez más arruinada, como los fabricantes de automóviles ingleses.
Como decía mi padre, los católicos saben hacer el negocio de la religión. Los
católicos y los mormones. «Propagad clientes», dicen a sus fieles, «¡o vais al
infierno!». Pero vuestra Iglesia anglicana, no. La consecuencia es que ponen a la
venta estas casas encantadoras y los párrocos tienen que mudarse a casitas más
pequeñas. Lo solo que resta de vicaría es el nombre.
—Pero —tragué saliva—, llevo desde enero echando mis poemas en su buzón.
¿Cómo es que todos los meses salen publicados en la revista de la parroquia?
—Eso —dio una calada tan profunda que hasta vi reducirse el cigarrillo— no
debería suponer misterio para una mente ágil. Yo mando tus poemas al párroco
verdadero que vive en la vicaría verdadera. Un chalecito horroroso cerca de Hanley
Castle. Yo no te cobro el servicio. Está gratis. A mis huesos, que no están nada ágiles,
les conviene bien el ejercicio. Pero a cambio, yo leo tus poemas la primera.
—Ah. ¿Y el verdadero párroco lo sabe?
—Yo también hago mis entregas de noche, de manera anónima, para que no me
aprehende la mujer del párroco, que es cien veces peor que el marido. Una arpía y
una cotilla. Ella me ha pedido que yo le deja usar mi jardín para la fiesta de verano de
Saint Gabriel. «Es una tradición», dice la señora párroco. «Necesitamos un espacio
amplio para los juegos y los tenderetes». Y yo digo: «¡Váyase a hacer las puñetas! Yo
pago el alquiler, ¿no? ¿Quién tiene necesidad de un creador divino que vende
mermelada de mala calidad?» —Chasqueó los labios resecos—. Bueno, por lo menos
su marido publica tus poemas en su revistilla. Eso lo salva, quizá —Me señaló una

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botella de vino que había en una mesilla nacarada—. ¿Es que tú quieres un poco?
Un vaso entero, dijo el Gemelo Nonato.
Me imaginé a mi padre preguntándome: «¿Que has bebido qué?».
—No, gracias.
Madame Crommelynck se encogió de hombros como diciendo «tú te lo pierdes»
y se sirvió una copa de aquella tinta color sangre.
Satisfecha, dio una palmada en el montoncito de revistas de la parroquia que tenía
al lado.
—A trabajar.
—Un joven como tú tiene que aprender a encender el cigarrillo de una mujer
cuando ella lo necesita.
—Perdón.
El mechero de Madame Crommelynck está embutido en un dragón de color
esmeralda. Me preocupaba que se me pegase a la ropa el olor a tabaco; iba a tener
que inventarme un cuento para cuando mis padres me preguntasen dónde había
estado. Mientras fumaba, la anciana leía en voz baja mi poema «Rocas», publicado
en el número de mayo.
Que mis palabras hubiesen captado la atención de una mujer tan exótica me hizo
sentir tan importante que casi me mareo. Pero también me daba miedo. Cuando le
enseñas a alguien lo que has escrito es como si le dieses una estaca afilada, te
tumbases en el ataúd y le dijeses: «Cuando quieras».
Madame Crommelynck soltó un leve gruñido.
—Tú piensas que el verso libre es una liberación, pero no. Prescindir de la rima es
prescindir de un paracaídas… Confundes sentimentalismo con emoción… Amas las
palabras, sí —una burbuja de orgullo se hinchó dentro de mí—, pero las palabras
todavía te dominan, en lugar de tú dominar a ellas —La burbuja estalló y la anciana
se quedó analizando mi reacción—. Pero al menos tu poema es lo bastante robusto
como para resistir una crítica. La mayoría de los supuestos poemas se desintegran con
solamente tocarlos. Aquí hay imágenes propias, frescas, yo no me da vergüenza
llamarlas así. Ahora bien, me gustaría saber una cosa.
—Claro, cómo no.
—El tono doméstico de este poema, todas esas cocinas, jardines, estanques… ¿Es
que no será una metáfora de la ridícula guerra de este año en el Atlántico Sur?
—Lo escribí durante la guerra de las Malvinas —respondí—. Algo se filtraría en
el poema.
—Entonces, estos demonios que combaten en el jardín, simbolizan al general
Galtieri y a Margaret Thatcher, ¿me engaño?
—Sí, bueno, más o menos.
—Pero también son tu padre y tu madre, ¿me engaño?
Cuando el que pregunta ya sabe la respuesta, los titubeos representan síes o noes.
Una cosa es escribir de tus padres y otra muy distinta reconocerlo.

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Madame Crommelynck se puso a canturrear con su voz de fumadora para
mostrarme lo mucho que le divertía mi reacción.
—¡Qué niñito más educado! ¡Tú eres tan tímido que no te atreves a cortar los
cordones umbilicales! Menos aquí —dijo clavando el dedo con rabia en la revista—.
Aquí, en tus poemas, tú haces lo que tú no te atreves a hacer —señaló bruscamente la
ventana— ahí. En la realidad. Expresar lo que tienes ahí.
Me clavó el dedo en el corazón. Me hizo daño.
Los rayos X me marean.
Una vez que un poema sale al mundo, se desentiende de ti.
—«Jardines traseros» —leyó Madame Crommelynck.
Era el poema del número de junio. El título me parecía buenísimo.
—¿Por qué este título tan espantoso?
—Eh… Bueno… No es el que tenía pensado en un principio.
—¿Y por qué tú bautizas una creación tuya con un nombre de menor valor?
—Pensaba ponerle «Espectros», pero es que es el nombre de una banda de
verdad. Se dedican a recorrer el pueblo por las noches. Si le pusiera ese título,
sospecharían quién lo habría escrito y… bueno, vendrían a por mí.
Madame Crommelynck resopló con desdén. Su boca recitaba mis versos en voz
baja. Yo esperaba que por lo menos mencionase mis descripciones del crepúsculo y
de la luz de la luna y de la oscuridad.
—Hay muchas palabras bonitas en este poema…
—Gracias —dije.
—Las palabras bonitas estropean los poemas. Una pizca de belleza mejora un
plato, ¡pero tú echas el bote entero a la cazuela! Tú empachas a cualquiera. Seguro
que tú crees que un poema tiene que ser bello para ser bueno, ¿me engaño?
—Más o menos.
—Tú ya me estás irritando con tanto «más o menos». O sí o no o un calificativo,
por favor. «Más o menos» es un loubard holgazán, un vandale ignorante. «Más o
menos» significa «yo me da vergüenza ser claro y preciso». Así que vamos a
intentarlo aún una vez. Tú crees que un poema tiene que ser bello o si no, no es un
poema, ¿verdad?
—Sí.
—Sí. Está un error propio de idiotas. La belleza no es sinónimo de excelencia. La
belleza es distracción, la belleza es cosmética, la belleza, a largo término, cansa.
Mira… —Leyó el primer verso—. «Venus colgaba reluciente del cuerno de la luna».
Este poema sufre un pinchazo terminal: ¡puffffffff! Rueda reventada. Accidente de
automóvil. Este poema me dice: «¿A que soy bonito rebonito?». Yo le respondo:
«¡Vete a hacer las puñetas!». Si tú tienes un magnolio en el jardín, ¿tú pintas sus
flores? ¿Tú cuelgas lucecitas brillantitas de Navidad? ¿Tú pones papagayos de
plástico? No. Nada de eso.
Lo que decía tenía su lógica pero…

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—Tú estás pensando —dijo echando una bocanada de humo— «¡Esta vieja está
loca! ¡Los magnolios ya existen solitos. Ellos no necesitan un poeta para existir. En el
caso de un poema, un poema, hay que crearlo!».
Asentí con la cabeza. Habría pensado eso mismo si me hubiese dado unos
minutos.
—Mira una cosa, o tú dices lo que tú piensas de verdad o tú vas a pasar el sábado
con un cubo en la cabeza y no conversando conmigo, ¿entiendes?
—Vale —dije, con miedo de que no valiese decir «vale».
—Muy bien. Yo te contesto, los versos se «hacen». Pero la palabra «hacer» está
insuficiente para un verdadero poema. «Crear» está insuficiente. Todas las palabras
están insuficientes. Por la siguiente razón: el poema existe antes de que lo escriben.
Eso no lo pillé.
—¿Dónde?
—T. S. Eliot lo expresa así: el poema es una incursión en lo inarticulado. Yo, Eva
van Outryve de Crommelynck, le doy la razón. Los poemas que aún no se han
escrito, o que jamás se escribirán, son aquí. En el reino de lo inarticulado. El arte —
se puso otro cigarrillo en la boca; esta vez estuve al quite con el mechero del dragón
— fabricado con lo inarticulado es belleza, mismo si trata de cosas feas. Las lunas de
plata, los mares procelosos, son clichés de chicle, belleza podrida. Los aficionados
piensan que sus palabras, sus pinturas, sus notas hacen la belleza. Pero el maestro
sabe que sus palabras no son más que le vehicle en el que viaja la belleza. El maestro
sabe que no sabe qué es la belleza. Haz la prueba. Intenta darme una definición. ¿Qué
es belleza?
Echó la ceniza en un cenicero amorfo de color rubí.
—La belleza es…
Se la veía saboreando mi momento de perplejidad. Quería impresionarla con una
definición aguda, pero solo se me ocurría la belleza es cuando algo es bonito.
El problema era que todo aquello me pillaba de nuevas. En clase de lengua lo
único que hacemos es estudiar el libro de gramática de un tal Ronald Ridout, leer
Sidra con Rosie, hacer debates sobre la caza del zorro y aprendernos de memoria el
poema Debo hacerme de nuevo a la mar, de John Masefield. Pero lo que es pensar,
no tenemos que pensar en nada.
—Es difícil —reconocí.
—¿Difícil? —Ahora me fijé en que el cenicero representaba una niña encogida—.
¡Imposible! La belleza está inmune a las definiciones. Cuando la belleza está
presente, tú te das cuenta. Un amanecer invernal en el sucio Toronto, tu nuevo amante
en un viejo café, unas urracas siniestras en un tejado. Pero ¿esa belleza se fabrica?
No. La belleza está ahí y punto. La belleza es.
—Pero… —titubeé.
Dudé si decirlo o no.
—La sola cosa que te he pedido —dijo— ¡es que me tú dices lo que piensas!

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—Vale. Usted ha puesto ejemplos de la naturaleza, pero ¿qué pasa con la pintura
o la música? ¿No decimos cosas como «el alfarero hace un bello jarrón»?
—Decimos, decimos. Cuidado con el decimos. Quien dicen son las palabras. Y lo
que dicen es: «Tú le has puesto la etiqueta de abstracto, tú le has aplicado un
concepto, entonces tú lo has captado». Pues no señor. Ellas mienten. O no mienten,
pero son torpes. Toscas. El alfarero hace el jarrón, de acuerdo, pero no ha hecho la
belleza. Solamente ha hecho el objeto donde reside la belleza. Hasta que un día el
jarrón cae y rompe, que está el destino inevitable de todo jarrón.
—Pero —seguía sin convencerme—, alguien debe de saber lo que es la belleza,
en algún lugar, no sé, en la universidad.
—¿En la universidad? —Hizo un ruido que quizá fuese una carcajada—. Los
imponderables se ponderan, pero no se responden. Pregúntalo a un filósofo, pero
cuidado. Si tú oyes «¡eureka!», si tú piensas «¡ha respondido mi pregunta!», entonces
está cierto que es un impostor. Si tu filósofo ha salido verdaderamente de la caverna
de Platón, si ha mirado fijamente al sol de los ciegos… —contó con los dedos las tres
posibilidades—, entonces, o es un lunático, o está respondiendo con preguntas
disfrazadas de respuestas, o guarda el silencio. Guarda el silencio porque o se sabe o
se habla, pero las dos cosas a la vez, no. Mi copa es vacía.
Las últimas gotas de vino eran las más espesas.
—¿Es usted poeta?
Casi digo «también».
—No. Es un título peligroso. Pero de joven yo he intimado con algunos. Robert
Graves escribió un poema sobre mí. No fue el mejor de su carrera. William Carlos
Williams me pidió que yo deja a mi marido y —puso voz de bruja de guiñol— ¡me
fuga con él! Muy romántico, pero yo tenía una mentalidad pragmática y él estaba más
pobre que un… épouvantail… ¿Cómo se dice el muñeco que hace miedo a los
pájaros en el campo?
—¿Espantapájaros?
—Eso es, espantapájaros. Entonces yo le digo: «Vete a hacer las puñetas, Willy, la
poesía es el alimento del espíritu, ¡mas una tiene siete pecados capitales que
alimentar!». Él lo entendió. Los poetas, si no están intoxicados, saben escuchar.
Ahora que los novelistas —puso cara de asco— son todos esquizoides, lunáticos,
mentirosos. Henry Miller pasó unos ciertos tiempos en nuestra colonia de Taormina.
Un cerdo, un cerdo sudoroso, y Hemingway… ¿es que tú lo conoces?
Había oído hablar de él, así que asentí con la cabeza.
—¡El cerdo más indecente de toda la granja! ¿Cineastas? Pfffff. Los petits Zeus
de sus universos. Ellos creen que el mundo es su plato. Charles Chaplin también, él
estaba mi vecino en Ginebra, al otro lado del lago. Un petit Zeus encantador, pero
otro petit Zeus. ¿Pintores? Su corazón se seca por tanto exprimirlo por obtener
pigmentos y no les resta nada para los demás. Mira Picasso, esa cabra andaluza. Me
vienen sus biógrafos para que yo les cuenta anécdotas suyas, me ruegan, me ofrecen

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dinero, pero yo les digo: «Iros a hacer las puñetas, yo no soy un magnétophone
humano». ¿Compositores? Mi padre era uno. Vyvyan Ayrs. Él se quemó los oídos con
su propia música. A mi madre o a mí casi jamás nos escuchaba. En su época él fue
formidable pero ahora ha caído del repertorio. Él estaba un exiliado en Zedelghem,
cerca de Brujas. Allí mi madre tenía la finca. Mi lengua materna es el flamenco. Tú
seguramente ya has sentido que hablo raro. ¿Es que crees que soy francesa?
Dije que sí con la cabeza.
—Belga. Está el destino de los vecinos discretos: que te confunden con el vecino
ruidoso de al lado. ¡Mira, un animal! En la hierba. Junto a los geranios…
Vimos moverse una cola de ardilla, pero desapareció al instante.
—Mírame —dijo Madame Crommelynck.
—Ya la estoy mirando.
—No. Tú no me estás mirando. Siéntate aquí.
Me senté en el escabel. Me pregunté si lo de tener un mayordomo sería por un
problema en las piernas.
—Vale.
—No te escondas en el «vale». Acércate más, que yo no me como a los niños. En
ayunas no. Mira.
Hay una regla que dice que no se debe mirar fijamente a la cara de nadie pero
Madame Crommelynck me estaba pidiendo que me la saltara.
—Mira más cerca.
Olía a violetas, a tejidos, a un perfume como de ámbar y a algo podrido. Entonces
ocurrió algo extraño. La anciana se transformó en un objeto. Los párpados y las
bolsas de los ojos eran un escándalo de arrugas y colgajos. Las pestañas se le habían
soldado unas con otras y parecían púas. Por el blanco sucio de las pupilas serpenteaba
un minúsculo delta de venitas rojas. Una capa de maquillaje le cubría la piel
momificada y la nariz, puro cartílago, se le hundía en el cráneo.
—¿Ves belleza en esta cara? —dijo aquel objeto.
Dije que sí por educación.
—¡Mentiroso!
El objeto se echó hacia atrás y volvió a convertirse en Madame Crommelynck.
—Hace cuarenta o treinta años, sí. Mis padres me crearon a la antigua usanza.
Como el jarrón de tu alfarero. Yo me convertí en una jovencita, miraba el espejo y
mis preciosos labios decían a mis preciosos ojos: «Esta eres tú». Los hombres hacían
estratagemas y peleas, me adoraban y engañaban, despilfarraban el dinero a lo loco
por tal de conquistar esta belleza. Mi edad de oro.
Alguien empezó a dar martillazos en la otra punta de la casa.
—Mas la belleza humana cae hoja a hoja. Al principio tú no te da cuenta. Una
dice a sí misma: «No, es que estoy cansada» o «tengo un mal día, nada más». Mas
después no puedes contradecir al espejo. Un día y otro día y otro día tras día caen las
hojas, hasta que la sola cosa que resta es esta vielle sorcière que usa pociones

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cosméticas para aproximar a su belleza innata. Oh, sí, la gente dice: «¡Los viejos aún
son bellos!». Es por agradar, o por halagar, o para consolar a sí mismos. Mas no. Las
raíces de la belleza las come una… —Madame Crommelynck se recostó con aire
fatigado y el trono de mimbre crujió— una, ¿cómo se dice el caracol que no tiene
casita?
—¿Una babosa?
—Una babosa insaciable e indestructible. ¿Dónde narices están mis cigarrillos?
La cajetilla se le había caído al suelo. La cogí y se la di.
—Ya vete —Desvió la mirada—. Vuelve el sábado próximo, a las tres en punto,
yo te voy a dar más razones por las que fallan tus poemas. O no vuelvas. Me esperan
otras cien obras.
Madame Crommelynck cogió Le Grand Meaulnes, buscó la página por donde iba
y se puso a leer. Ahora silbaba más al respirar y me pregunté si estaría enferma.
—Gracias, entonces…
Se me habían dormido las piernas.
Para Madame Crommelynck era como si yo ya no estuviese allí.
Unas abejas como pompones zumbaban soñolientas en la lavanda. El Volvo
polvoriento seguía en el garaje y le seguía haciendo falta un buen lavado. Hoy
tampoco les dije a mis padres adonde iba. Hablarles de Madame Crommelynck
supondría (a) reconocer que soy Eliot Bolívar, (b) veinte preguntas en plan «quién es
esa señora» (preguntas que no sabría responder porque la vieja chochea de lo lindo) y
(c) la prohibición de volver a «molestarla». Los niños no van a las casas de las
señoras mayores a no ser que sean sus abuelas o sus tías.
Llamé al timbre.
La casa tardó un siglo en tragarse el eco.
Nada. ¿Habría salido a dar un paseo?
La semana pasada el mayordomo no había tardado tanto.
Llamé con el aldabón, aunque sabía que no serviría de nada.
Había ido a toda pastilla con la bici porque llegaba media hora tarde. Me temía
que Madame Crommelynck sería un sargento en materia de puntualidad, pero por lo
visto me había esforzado en vano. Había sacado de la biblioteca del colé El viejo y el
mar, de Hemingway, solo porque Madame Crommelynck lo había mencionado. (En
el prólogo pone que, cuando radiaron el libro en Estados Unidos, todo el mundo se
echó a llorar, pero solo trata de un viejo que pesca una sardina gigante. Si los
estadounidenses lloran por eso es que lloran por cualquier cosa). Me froté las manos
con lavanda y me las olí. La lavanda es mi olor favorito después del Tippex y de la
corteza de bacón. Me senté en las escaleras sin saber muy bien adonde ir.
La tarde de julio bostezó.
Cuando venía por la carretera de Welland había visto espejismos en los charcos.
Daban ganas de echarse una siesta en aquellos escalones calentitos.
Hormiguitas desnudas.

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El pestillo sonó como la espoleta de un rifle y el viejo mayordomo abrió la puerta.
—¿Vuelves a por más? —Hoy llevaba un jersey de golf—. Descálzate, por favor.
—Gracias.
Mientras me quitaba las playeras oí un piano y un suave violín. Recé para que
Madame Crommelynck no tuviese visita. Para mí tres personas son como trescientas.
La escalera necesitaba unos arreglos. Había una guitarra azul hecha polvo apoyada en
un taburete roto y en la pared, con un marco chillón, la pintura de una mujer
despatarrada en una balsa sobre un estanque medio seco. El mayordomo me
acompañó hasta el solàrium igual que la primera vez. Pasamos por una serie de
puertas que me hicieron pensar en todas las habitaciones de mi vida pasada y futura.
La sala de la maternidad donde nací, las aulas, las tiendas de campaña, las iglesias,
los despachos, los hoteles, los museos, los asilos, el cuarto donde moriré. (¿Lo habrán
construido ya?). Los coches también son habitaciones. Y los bosques. Los cielos son
techos. Las distancias son paredes. Los úteros son habitaciones hechas de madres.
Las tumbas son habitaciones hechas de tierra.
La música subía de volumen.
En un rincón del solàrium había un equipo de música lleno de ruedas plateadas y
diales que parecía inventado por Julio Verne. Madame Crommelynck estaba sentada
en su trono de mimbre, escuchando la música con los ojos cerrados, como si
estuviese tomando un baño caliente. (Me di cuenta de que iba a tardar un rato en
hablar y me limité a sentarme en el sillón). Era un disco de música clásica, pero no
tenía nada que ver con el chunda-chunda que nos pone el señor Kempsey en clase de
música. Aquello era dulce y a la vez resentido, lacrimoso y radiante, turbio y
cristalino. Aunque si existiesen las palabras adecuadas, no haría falta que existiese la
música.
El piano se esfumó y apareció una flauta para acompañar al violín.
En el escritorio de Eva Crommelynck había una carta de varias páginas a medio
escribir. Quizá se había quedado sin ideas y había decidido poner música. Encima de
la última página había una pluma de plata muy gorda. Me aguanté las ganas de coger
la carta y leerla.
El brazo del tocadiscos se posó en el soporte.
—Lo desconsolado —dijo Madame Crommelynck— es muy consolador —No
parecía alegrarse mucho de verme—. ¿Qué es ese anuncio que llevas en el pecho?
—¿Qué anuncio?
—¡Ese anuncio de tu camisa!
—Es la camiseta oficial del Liverpool FC. Soy hincha del Liverpool desde los
cinco años.
—¿Qué significa «HITACHI»?
—La federación de fútbol ha cambiado las normas y ahora los equipos pueden
llevar publicidad en las camisetas. Hitachi es una marca de productos electrónicos.
De Hong Kong, creo.

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—O sea, ¿que tú pagas a una organización para hacer su publicidad? Allons done.
Tanto en la ropa como en la cocina los ingleses mostráis una tendencia irresistible
hacia la automutilación. Hoy tú llegas tarde.
Habría tardado mucho en explicarle los detalles del Caso Blake (he perdido la
cuenta de las veces que mis padres, e incluso Julia cuando está de uñas, me han dicho
«es lo último que te digo» para volver a sacar el tema a los cinco minutos), así que le
dije que me habían castigado a lavar los platos durante todo el mes por haber roto una
cosa y que habíamos comido tarde porque mi madre se había olvidado de descongelar
la pata de cordero.
Antes de que terminase la frase Madame Crommelynck ya se había aburrido.
Señaló la botella de vino que había en la mesa nacarada.
—¿Hoy sí bebes?
—Solo me dejan beber un culín en ocasiones especiales.
—Si una audiencia conmigo no representa una «ocasión especial», sírveme una
copa a mí.
El vino blanco huele a manzanas verdes, a alcohol de quemar y a florecillas.
—¡El vino se sirve mostrando la etiqueta! Si el vino es bueno, que se entera tu
invitado; si es malo, el bochorno te está bien empleado.
Obedecí. Una gotita cayó resbalando por el cuello de la botella.
—Bueno. ¿Es que hoy voy a saber cómo te llamas o yo tengo que seguir dando
hospitalidad a un extraño que se oculta abajo de un ridículo nombre de pluma?
El Ahorcado no me dejaba decir «perdón» y me puse tan nervioso, tan angustiado
y tan cabreado que cogí y lo solté de golpe:
—¡Perdón!
Pero lo dije tan alto que sonó muy grosero.
—Una disculpa muy elegante, pero tú no has respondido mi pregunta.
—Jason Taylor —respondí.
Me dieron ganas de llorar.
—¿Jey qué? ¡Pronuncia claro, que mis oídos son tan viejos como yo! ¡Yo no
tengo micrófonos escondidos para captar tus palabritas!
En ese momento odié mi nombre.
—Jason Taylor.
Más soso que un chicle de la semana pasada.
—Si te llamas «Arnulfo Seisdedos» o «Pío Cabezón», yo lo comprendo. Pero
¿por qué esconder «Jason Taylor» debajo de un simbolista inaccesible y un
revolucionario latinoamericano?
Se me quedó tal cara de pasmado que debió de sonar y todo.
—¡Eliot! ¡T. S.! ¡Bolívar! ¡Simón! —gritó.
—Es que «Eliot Bolívar» sonaba más… poético.
—¿Qué puede sonar más poético que «Jasón», el héroe helénico? ¿Quién fundó la
literatura europea sino los antiguos griegos? ¡Desde luego no fueron los amiguitos de

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Eliot, esa pandilla de ladrones de tumbas! ¿Y qué cosa es un poeta sino un taylor, un
«sastre» de las palabras? Los poetas y los sastres cosen lo que nadie más puede coser.
Los poetas y los sastres esconden su arte con su arte. No, tu respuesta no me sirve. Yo
pienso que en realidad tú usas ese nombre de pluma porque tu poesía es un secreto
vergonzoso. ¿Me engaño?
—«Vergonzoso» no es la palabra exacta.
—¿Ah, no? ¿Y cuál es la palabra exacta?
—Escribir poesía es… —miré a otra parte, pero Madame Crommelynck tiene una
mirada láser— un poco… «gay».
—¿«Gaita»? ¿Te parece una gaita?
Aquello era un despropósito.
—Escribir poesía es… de bichos raros y de julais.
—¿Es que tú eres un «bicho raro»?
—No.
—Entonces tú debes de ser un «julai», sabe Dios qué significa eso.
—¡No!
—Pues yo no veo tu lógica.
—Si uno tiene un padre compositor famoso y una madre aristócrata, puede hacer
cosas que no podemos hacer los que tenemos un padre que trabaja en Supermercados
Groenlandia y vamos a un colegio público. La poesía es una de esas cosas.
—¡Ajá! ¡Cierto! Tú tienes miedo de que los bárbaros peludos no te aceptan en su
tribu por escribir poesía.
—Sí, más o menos…
—¿Es más o es menos? ¿Cuál es la palabra exacta?
(A veces esta mujer es una plasta).
—Sí, eso es, exactamente.
—¿Es que a ti te gustaría ser un bárbaro peludo?
—Soy un niño. Tengo trece años. Usted dijo que era un asco de edad, y tiene
razón. Si no encajas, te hacen la vida imposible. Como a Floyd Chaceley o a Nicholas
Briar.
—Ahora tú estás hablando como un poeta de verdad.
—¡Cuando me habla así no la entiendo!
(Mi madre me habría gritado: «¡A mí no me hables en ese tono!»; a Madame
Crommelynck, en cambio, se la veía casi encantada).
—Yo quiero decir que estás hablando con el corazón sobre la mano.
—¿Y eso qué significa?
—Que tú estás siendo sincero.
—Cualquiera puede ser sincero.
—Sobre superficialidades, sí, Jason, es fácil. Sobre el dolor no, no lo es. Tú
quieres una doble vida. Un Jason Taylor quiere ganar el favor de los bárbaros
peludos. Otro Jason Taylor, mejor conocido como Eliot Bolivar, quiere ganar el favor

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del mundo de la literatura.
—¿Tan imposible es?
—Si tú quieres escribir versitos —dijo moviendo la copa en círculos—, es
perfectamente posible. Si tú eres un verdadero artista —se enjuagó la boca con un
trago de vino—, es absolutamente imposible. Si tú no eres sincero con el mundo
sobre quién eres y sobre qué eres, tu arte resultará falso.
A eso no supe qué responder.
—¿Es que nadie sabe que tú escribes poesía? ¿Un profesor? ¿Alguien de
confianza?
—Solo usted, la verdad.
Los ojos de Madame Crommelynck tienen un brillo especial. No tiene nada que
ver con la luz.
—¿A tu amante también le ocultas que tú escribes poemas?
—No —dije—. Esto, yo… no.
—¿Tú no se lo ocultas o tú no tienes amante?
—No tengo novia.
Más rápida que un ajedrecista apretando el reloj, me preguntó:
—¿Tú prefieres los chicos?
Todavía no me creo que dijese aquello. (Bueno, sí me lo creo).
—¡Soy normal!
Mi anfitriona se puso a tamborilear con los dedos en la pila de revistas como
diciendo «sí, vamos, normalísimo».
—La verdad es que me gusta una chica —solté para demostrárselo—. Dawn
Madden. Pero ya tiene novio.
—¡Vaya! Y el novio de Dawn Madden, ¿es un bárbaro o un poeta?
Se la veía encantada de haberme sonsacado el nombre de Dawn Madden.
—Ross Wilcox no es un poeta, es un imbécil. Pero si me va usted a proponer que
le escriba un poema a Dawn Madden, ya le digo que ni hablar. Sería el hazmerreír del
pueblo.
—¡Naturalmente! Si tú escribes unos versitos trillados sobre cupidos y todos los
clichés, la señorita Madden queda con su «imbécil» y tú mereces que se ríen de ti.
Pero si tu poema es bello y sincero, la señorita Madden lo va a valorar más que el
dinero o que los certificados. Incluso cuando ella será tan vieja como yo.
Particularmente cuando será tan vieja como yo.
—Pero —cambié de tema—, ¿es que no hay montones de artistas que usan
pseudónimos?
—¿Quién?
—Pues…
Solo se me ocurrían Cliff Richards y Sid Vicious. Empezó a sonar un teléfono.
—La verdadera poesía es sincera. La verdad no es popular, por eso la poesía
tampoco.

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—Pero… ¿la verdad sobre qué?
—Oh, sobre la vida, la muerte, el corazón, los recuerdos, el tiempo, los gatos, el
miedo. Cualquier cosa —Por lo visto el mayordomo tampoco pensaba coger el
teléfono—. La verdad es en todas partes, como las semillas de los árboles. Mismo las
mentiras tienen una parte de verdad. Pero el ojo está obnubilado por lo cotidiano, por
el prejuicio, las preocupaciones, los escándalos, la rapiña, la pasión, l’ennui, y lo peor
de todo, la televisión. Máquina repulsiva. En mi solàrium había televisión. Cuando
yo llegué la tiré al sótano. Me estaba mirando. Un poeta tira todo al sótano menos la
verdad. Jason, ¿pasa algo?
—Eh… Está sonando el teléfono.
—¡Ya sé que está sonando un teléfono! ¡Que se va a hacer las puñetas! ¡Yo estoy
hablando contigo! —Mis padres saldrían despavoridos a cogerlo aunque estuviesen
en medio de un campo de minas—. Hace una semana nosotros éramos de acuerdo en
que la pregunta «¿qué es la belleza?» es irrespondible, ¿sí? Pues hoy, un misterio más
grande. Si un arte es verdadero, si un arte es libre de falsedad, es, a priori, bello.
Traté de asimilarlo.
(El teléfono se rindió).
—Tu mejor poema —rebuscó entre las revistas— es este: «El Ahorcado». Tiene
parte de verdad sobre tu defecto de articulación, ¿me engaño?
Me invadió un sentimiento de vergüenza muy familiar, pero asentí con la cabeza.
Me di cuenta de que solo en los poemas consigo decir exactamente lo que quiero.
—Claro que no me engaño. Si la firma estaba «Jason Taylor» y no «Muy
excelentísimo Poeta Eliot Bolívar» —dijo, dándole un puñetazo a la página donde
figuraba «El Ahorcado»—, la verdad provocaría la más grande mortificación con los
bárbaros peludos de Black Swan Green, ¿sí?
—Preferiría colgarme de un pino.
—¡Pffff! Que se cuelgue Eliot Bolívar. Tú, tú debes escribir. Si te da miedo
publicar con tu nombre, vale mejor no publicar. Pero la poesía es más resistente de lo
que tú piensas. Yo trabajé muchos años de asistente en la Amnistía Internacional —
Mi hermana suele hablar de esa organización—. Los poetas sobreviven en los gulags,
en los campos de concentración, en las cámaras de tortura. Mismo en ese agujero hay
poetas, Merdegate, no, espera, cómo diablos se llama, en el Canal, siempre yo
olvido… —Se golpeó con los nudillos en la cabeza para recordar el nombre—.
Márgate. Entonces tú hazme caso. Las escuelas públicas no están tan infernales.
—Esa música, cuando he entrado. ¿Era de tu padre? Es muy bonita. No sabía que
hubiese música así.
—El Sexteto de Robert Frobisher. Fue amanuense de mi padre, cuando mi padre
estaba demasiado viejo, demasiado ciego, demasiado débil por sostener una pluma.
—Busqué Vyvyan Ayrs en la Enciclopedia Británica del colegio.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo venera esa autoridad a mi padre?
El texto era lo bastante corto como para memorizarlo.

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—«Compositor británico. Yorkshire, 1870-Neerbeke, Bélgica, 1932. Obras más
importantes: Las variaciones Matrusca, Unterhegen Violinkonzert y Tottenvogel…
—¡Die TODtenvogel! ¡TODtenvogel!
—Perdón. «Respetado por la crítica de su época, en la actualidad ocupa una
posición marginal entre los compositores del siglo XX».
—¿Es todo? —Me había imaginado que la impresionaría más—. Un elogio
majestuoso.
Lo dijo con menos chispa que una Coca-cola abierta hace cinco días.
—Pero tuvo que molar tener un padre compositor.
Sostuve el mechero del dragón con cuidado mientras ella acercaba la punta del
cigarrillo a la llama.
—Él hizo muy infeliz a mi madre —Dio una calada y, al cabo de unos segundos,
expulsó un trémulo hilillo de humo—. Perdonar es difícil, mismo después de tanto
tiempo. A tu edad, yo iba al colegio en Brujas y solamente veía a mi padre los fin de
semana. Él tenía su enfermedad, su música y no nos comunicábamos. Después de su
funeral, yo quería preguntarle mil cosas. Demasiado tarde. Vieja historia. Al lado de
tu cabeza está un álbum de fotografías. Sí, ese. Dame.
Una chica de la edad de Julia montada en un poni bajo un gran árbol, antes de que
inventasen la fotografía a color. Por la mejilla le caía un mechón de pelo ensortijado y
apretaba con fuerza los muslos contra los costados del poni.
—Dios —pensé en voz alta—, qué guapa.
—Sí. Cualquier cosa que es la belleza, en esa época yo la tenía. O me tenía ella a
mí.
—¿Es usted? —Estupefacto, la comparé con la chica de la foto—. Perdón.
—Tu afición a esa palabra disminuye tu categoría. Nefertiti era mi mejor poni. Yo
la dejé al cuidado de los Dhondts, unos amigos de la familia, cuando Grigoire y yo
huimos a Suecia, siete u ocho años después de esa foto. Los Dhondts murieron en
1942, durante la ocupación nazi. ¿Tú crees que eran héroes de la Résistance? No,
ellos se mataron con el deportivo de Morty Dhondts. Los frenos están flojos y
buuum. El destino de Nefertiti, no lo sé. Pegamento, salchichas, comida para el
mercado negro, para los gitanos, para los oficiales de SS, hace falta ser realista. Esta
fotografía está hecha en Neerbeke en 1929, 1930… detrás de ese árbol está Chateau
Zedelghem. La casa de mis ancestros.
—¿Todavía es propiedad suya?
—Ya no existe. Los alemanes construyeron un aeródromo donde estás mirando,
así que los ingleses y los americanos… —Hizo un gesto de explosión con la mano—.
Piedras, cráteres, barro. Ahora es todo casas como cajitas, una gasolinera, un
supermercado. Nuestro hogar, que sobrevivió un milenio, solamente existe ahora en
unas pocas cabezas viejas. Y unas pocas fotografías viejas. Mi sabia amiga Susan ha
escrito esto: «Al extirpar un momento y congelarlo» —Madame Crommelynck
contempló la chica que un día fue mientras echaba la ceniza al cenicero— «todas las

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fotografías atestiguan el implacable deshielo del tiempo».
Un perro ladró aburrido un par de jardines más allá.
Una novia y un novio posan delante de una capilla de piedra. Las ramas peladas
dicen que es invierno. Los labios finos del novio dicen: «Mirad lo que he pillado».
Una chistera, un bastón; es medio hombre medio zorro. Pero la novia es medio leona.
Esboza un amago de sonrisa: conoce mejor a su nuevo marido que él a ella. Encima
de la puerta de la iglesia, una dama de piedra mira a su caballero, también de piedra.
En las fotos, la gente de carne y hueso mira a la cámara, pero la gente de piedra
traspasa la cámara y nos mira directamente.
—Mis creadores —anunció Madame Crommelynck.
—¿Tus padres? ¿Eran majos?
Qué idiota sonó aquello.
—Mi padre murió de sífilis. Tu enciclopedia no lo dice. No es una muerte muy
«maja», yo te recomiendo de evitarla. Estaban otros tiempos, ¿comprendes? Los
sentimientos no se expresaban con tanta incontinencia. Al menos no en nuestra clase
social. Mi madre, oh, sí, era capaz de mucho afecto, ¡pero que cólera tempestuosa!
Ejercitaba poder sobre todos que ella quería. No, yo pienso que «maja» no. Murió de
un aneurisma solamente dos años después.
—Lo siento —dije sinceramente, por primera vez en mi vida.
—Felizmente, ella no estuvo testigo de la destrucción de Zedelghem —Se levantó
las gafas para mirar más de cerca la foto de la boda—. ¡Qué joven! Las fotografías
me hacen olvidar si el tiempo va hacia el delante o hacia el detrás. No, las fotografías
me hacen olvidar si hay un delante y un detrás. Mi copa es vacía, Jason.
Le serví más vino, con la etiqueta bien visible.
—Yo nunca comprendí su matrimonio. Es alquimia. ¿Y tú?
—¿Yo? ¿Que si yo entiendo el matrimonio de mis padres?
—Esa es mi pregunta.
Me esforcé en pensar.
—Yo… —El Ahorcado agarró «nunca» y no hubo manera de quitárselo—. Hasta
ahora no había pensado en eso. Mis padres están y punto. Discuten un montón, sí,
pero cuando discuten aprovechan para hablarlo todo. Cuando quieren se tratan con
cariño. Cuando es el cumpleaños de mi madre, si mi padre está de viaje, le manda
flores por Interflora. Pero ahora trabaja casi todos los fines de semana por culpa de la
crisis y mi madre va a abrir una galería en Chetelham. Últimamente tenemos una
especie de guerra fría en casa —Hablar con según qué personas es como ir pasando
pantallas en un videojuego—. Si en vez de ser tan mohíno, yo hubiese sido un hijo
modelo como los de La casa de la pradera, a lo mejor el matrimonio de mis padres
habría sido más —la palabra adecuada era «cordial» pero hoy el Ahorcado estaba
muy activo— amistoso. Julia, mi —el Ahorcado también me hizo rabiar con la
siguiente palabra— hermana, es experta en tomarle el pelo a mi padre, cosa que a él
le encanta. Y también sabe animar a mi madre solo con darle palique, pero se marcha

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a la universidad en septiembre y nos quedaremos los tres solos. Yo no sé expresarme
como ella —Por lo general los tartamudos estamos demasiado agobiados para sentir
lástima de nosotros mismos, pero esta vez noté una puntita de autocompasión—.
Nunca me salen las palabras.
En un rincón lejano de la casa, el mayordomo encendió la aspiradora.
—Ají —exclamó Madame Crommelynck—, yo soy una vieja preguntona.
—No, no, qué va.
La anciana dama belga me fulminó con la mirada por encima de las gafas.
—Bueno, a veces.
Un joven pianista sentado en el taburete del piano, relajado, sonriente, fumando.
Lleva un copete engominado como los actores antiguos pero no parece un niño de
papá. Se parece a Gary Drake. Ojos como clavos, sonrisa de lobo.
—Te presento a Robert Frobisher.
—¿El que compuso esa música increíble? —pregunté.
—Sí, el que compuso esa música increíble. Robert veneraba a mi padre. Como un
discípulo, como un hijo. Los dos compartían una empatía musical, que está una
empatía más íntima que la sexual —Dijo «sexual» como si fuese una palabra normal
y corriente—. Es gracias a Robert que mi padre pudo componer su obra maestra, Die
todtenvogel. En Varsovia, en París, en Viena, durante un breve verano, el nombre de
Vyvyan Ayrs recuperó su gloria. ¡Oh, yo era una mademoiselle muy celosa!
—¿Celosa? ¿Por qué?
—¡Mi padre elogiaba a Robert sin cesar! Mi comportamiento estaba lamentable.
Pero esas veneraciones, esas empatías que existían entre ellos, son muy combustibles.
La amistad es una cosa más plácida. Robert se fue de Zedelghem en invierno.
—¿Se volvió a Inglaterra?
—Robert no tenía hogar. Sus padres lo habían desheredado. Él se estableció en un
hotel de Brujas. Mi madre me prohibió de encontrar con él. Hace cincuenta años las
reputaciones eran importantes pasaportes. Las señoritas de pedigrí tenían una
chaperona todo el tiempo. De toda manera, yo no quería encontrar con él. Grigoire y
yo éramos prometidos y Robert era enfermo en la cabeza. Genio, enfermedad, flash
flash, tormenta, calma, como un faro. Un faro isolado. Podría haber eclipsado a
Benjamín Britten, a Olivier Messiaen, a todos, pero cuando terminó su Sexteto se
voló la cabeza en el cuarto de baño de su hotel.
El joven pianista de la foto seguía sonriendo.
—¿Por qué se suicidó?
—¿Es que hay una sola causa para el suicidio? ¿El rechazo de su familia?
¿Abatimiento? ¿Es que leyó demasiado los libros de Nietzsche de mi padre, puede
ser? Robert era obsesionado por el eterno retorno. La récurrence es el corazón de su
música. Nosotros vivimos exactamente la misma vida, creía Robert, y morimos
exactamente la misma muerte, otra vez, otra vez, otra vez, semifusa por semifusa.
Hasta la eternidad. O si no —Madame Crommelynck volvió a encenderse el cigarrillo

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—, nosotros podemos culpar a la chica.
—¿Qué chica?
—Robert amaba a una niña tonta. Ella no lo correspondía.
—¿Y se mató solo porque ella no lo quería a él?
—Un factor, puede ser. Si grande o si pequeño, solamente Robert puede decirlo.
—Pero suicidarse. Solo por una chica.
—No fue el primero ni no más será el último.
—Dios. ¿Y la chica lo sabía?
—¡Claro! Brujas es una ciudad que es un pueblo. Se enteró. Y yo te aseguró que,
cincuenta años después, la conciencia de esa chica todavía duele. Como el
reumatismo. Pagaría cualquier dinero para que Robert no moría.
—¿Sigue usted en contacto con ella?
—Sí, es duro de evitar —Seguía con los ojos fijos en Robert Frobisher—. La
chica quiere mi perdón, antes de morir. Me ruega como esto: «¡Tenía dieciocho años!
Las devociones de Robert eran solamente un… un… ¡un juego de flirteo para mí!
¿Cómo yo podía saber que un corazón hambriento puede comer su propia mente?
¿Matar su cuerpo?». Oh, me da pena. Yo quiero perdonarla. Pero esta es la verdad —
Ahora me miró—. ¡Yo aborrezco esa chica! Yo la aborrecí toda mi vida y no sé cómo
cesar de aborrecerla.
Cuando Julia me crispa los nervios, siempre juro que no voy a volver a hablarle
nunca más, pero la mayoría de las veces, cuando llega la hora de cenar ya se me ha
pasado.
—Cincuenta años es mucho tiempo para estar enfadado con alguien.
Madame Crommelynck asintió cabizbaja.
—¿Por qué no hace como si la hubiese olvidado?
—Eso sería fingir —dijo mirando al jardín— y fingir no es la verdad.
—Pero usted ha dicho dos cosas. Una, que odia a esa chica. Y dos, que quiere que
se sienta mejor. Si le parece que la verdad de lo segundo es más importante que la
verdad de lo primero, entonces dígale que la ha olvidado, aunque no sea así. Por lo
menos se sentirá mejor. Y puede que usted también.
Se miró las manos con aire taciturno, primero un lado y luego el otro.
—Sofismos —declaró.
Como no sé lo que significa «sofismo» me tuve que callar.
El mayordomo apagó la aspiradora.
—El Sexteto de Robert es imposible de comprar. Solamente se encuentra de pura
suerte en las vicarías, en las tardes de julio. Esta es la sola oportunidad de tu vida.
¿Tú sabes funcionar este gramófono?
—Sí.
—Vamos a escuchar la otra faz, Jason.
—Genial.
Le di la vuelta al disco. Los elepés antiguos son tan gruesos como un plato.

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Un clarinete se despertó y se puso a bailar alrededor del chelo de la cara A.
Madame Crommelynck se encendió otro cigarrillo y cerró los ojos.
Me recosté en el sillón. Nunca he oído música tumbado. Si cierras los ojos,
escuchar es como leer.
Oír música es caminar por un bosque.
Un tordo cantó en un arbusto estrellado. El tocadiscos exhaló el último suspiro y
el brazo se posó en el soporte. Cuando me levanté a encenderle el cigarrillo, mi
anfitriona me indicó con un gesto que me quedase donde estaba.
—Dime. ¿Quiénes son tus maestros?
—Tenemos uno por asignatura.
—Quiero decir que cuáles son los escritores que más veneras.
—Ah —repasé mentalmente mi estantería en busca de los nombres más
imponentes—. Isaac Asimov. Ursula Le Guin. Philip K. Dick.
—¿Saca-simof? ¿Morsa La Lengua? ¿Felipa Dique? ¿Estos son poetas modernos?
—No. Ciencia ficción, fantasía. Stephen King, también. Escribe novelas de terror.
—¿«Fantasía»? ¡Pffff! ¡Escucha las homilías de Ronald Reagan! ¿«Terror»? ¿Y
Vietnam, Afganistán, Sudáfrica? ¿Idi Amín, Mao Tsetung, Pol Pot? ¿Es que no está
bastante terror? Yo digo que quiénes son tus maestros literarios. ¿Chejov?
—Esto… no.
—Pero ¿tú has leído Madame Bovary?
Nunca había oído hablar de esa escritora.
—No.
—¿Es que ni siquiera Herman Hesse?
Ahora se la veía mosqueada de verdad.
—No —Traté de aliviarle el disgusto y metí la pata hasta el fondo—: En clase no
damos autores europeos…
—¿«Europeos»? ¿Es que Inglaterra ahora está en el Caribe? ¿Es que eres
africano? ¿Antarticano? ¡Tú eres europeo, pubescente mono analfabeto! ¡Thomas
Mann, Rilke, Gogol! ¡Proust, Bulgakov, Víctor Hugo! ¡Esa es tu cultura, tu herencia,
tu esqueleto! ¿No me digas que también ignoras a Kafka?
—He oído hablar de él —dije acobardado.
—¿Y este? —preguntó levantando Le Grand Meaulnes.
—No, pero la vi leyéndolo la semana pasada.
—Es una de mis biblias. Yo lo leo cada año. Así que —me tiró el libro con tanta
fuerza que me hizo daño— Alain-Fournier va a ser tu primer maestro real. Él es
nostálgico y trágico y encantador y doloroso y tú vas a doler también y, lo mejor de
todo, él es verdadero.
Abrí el libro y una nube de palabras extranjeras me saltó a la cara. Il arriva chez
nous un dimanche de novembre 189…
—Está en francés.
—Entre europeos las traducciones son una incivilidad —Vio que me quedaba

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callado y detectó el sentimiento de culpa—. ¡Ajá! ¿Es que en nuestros iluminados
años ochenta los colegiales ingleses no saben leer un libro en una lengua extranjera?
—En el colegio damos francés… —Me obligó a continuar— pero solamente
hemos llegado al Oh-la-la! Libro 2.
—¡Pfffffffffffff! ¡Cuando yo tenía trece años hablaba francés y holandés con
soltura! ¡Y podía conversar en alemán, inglés e italiano! ¡Ajjjj! ¡Para vuestros
maestros, para vuestros ministros de educación, la ejecución está poco castigo! ¡No
es cuestión de arrogancia! ¡Inglaterra es un bebé que es tan primitivo que no sabe que
sus pañales apestan y son llenos a desbordar! Vosotros ingleses, ¡merecéis el gobierno
de Monstruo Thatcher! ¡Os maldigo con veinte años de Thatchers! ¡Entonces
vosotros vais a comprender que hablar solamente una lengua es una cárcel! ¿Tú
tienes un diccionario francés y una gramática, al menos?
Asentí con la cabeza. (Son de Julia, pero bueno).
—Entonces. Traduce el primer capítulo de Alain-Fournier o no vuelves el sábado
próximo. El autor no necesita colegiales ignorantes que desfigurarán su verdad, pero
yo necesito que me demuestras que no me haces perder el tiempo. Vete.
Una vez más, me vi saliendo de la vicaría. Me escondí Le Grand Meaulnes
debajo de la camiseta del Liverpool. La expulsión de los Espectros ya me ha
condenado a la cárcel de la impopularidad, pero si me pillasen con una novela
francesa encima, me mandarían a la silla eléctrica.
El último día de colegio antes de las vacaciones, durante la clase de religión,
empezó a tronar. Cuando llegamos a Black Swan Green ya estaba diluviando. Al
bajarme del autobús, Ross Wilcox me metió un empujón por la espalda y me caí de
culo en el charco que se había formado con el agua que rebosaba de la alcantarilla.
Ross Wilcox, Gary Drake y Wayne Nashend se meaban de la risa. Las niñas más
gallináceas se dieron la vuelta y se rieron con disimulo bajo los paraguas. (No sé
cómo lo hacen, pero las niñas siempre se sacan un paraguas de la manga). Andra
Bozard me vio en el suelo y, cómo no, le dio un codazo a Dawn Madden y señaló
hacia mí. Dawn Madden se puso a reír toda histérica, como hacen las niñas. (Zorra.
Pero no me atreví a decírselo. Tenía un precioso bucle de pelo pegado a la frente a
causa de la lluvia. Habría dado todo por cogérselo con la boca y sorberle el agua).
Hasta Norman Bates, el conductor, soltó una carcajada de asombro. Me había calado
y me sentía humillado y rabioso. Lo único que quería era arrancar huesos al azar del
cuerpo mutilado de Ross Wilcox, pero Gusano me recordó que es el alumno más duro
de séptimo y que lo más probable sería que me arrancase las dos manos y las colase
en el tejado del Black Swan.
—Muy gracioso, Wilcox —Gusano me impidió añadir alguna palabrota por si
Wilcox me pedía pelea—. Qué patético…
Pero al decir «patético» me salió un gallito como si todavía no me hubiesen
bajado los testículos. Lo oyó todo Cristo y una nueva bomba de carcajadas me hizo
pedacitos.

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Toqué un ritmo con el aldabón de la vicaría y terminé con un timbrazo. El césped
estaba salpicado de pieles de gusano como si fuesen espinillas reventadas y por los
muros de la casa trepaban babosas.
Del tejado del porche caían gotas de lluvia, y de la capucha de mi coreana
también. Mi madre había ido a Chetelham a hablar con unos obreros y a mi padre le
había dicho que a lo mejor iba a jugar al Hundir la flota a casa de Alastair Nurton.
(«A lo mejor» es una expresión con asiento eyectable en caso de emergencia). Dean
Lerdell se ha ganado el sambenito de «mala compañía» desde la movida con el señor
Blake. Fui hasta la vicaría en bici por si acaso me cruzaba con alguien, para poder
decir «¿qué hay?» y pasar de largo; si iba a pata, me arriesgaba a un interrogatorio.
Pero hoy todo el mundo j estaba viendo el partido de Connors y McEnroe. (Aquí está
lloviendo pero en Wimbledon hace sol). Llevaba Le Grand Meaulnes envuelto con
dos bolsas de plástico de Marks & Spencer y metido debajo de la camisa, junto con la
traducción. Me había pasado horas haciéndola. Tuve que mirar en el diccionario casi
todas las palabras. Hasta Julia se dio cuenta. «No sabía que hubiese tanto que estudiar
cuando termina el curso», me dijo. Le respondí que quería quitarme de encima los
deberes de vacaciones. Lo gracioso es que una vez que le pillé el punto, las horas se
me pasaron volando. Mucho más interesante que Oh-la-la! Le français pour tous
(Método de francés). Libro 2, con los plastas de Thierry, Claudette, Marie-France, J
Monsieur y Madame Berri. Me habría gustado pedirle a la señorita Wyche, nuestra
profesora de francés, que me revisara la traducción, pero como me pongan la etiqueta
de pelota en una asignatura tan de niñas como es francés, ya sí que me despeñaría en
el escalafón de popularidad.
Traducir es como escribir un poema y resolver un crucigrama a la vez, algo
superchungo. Muchas palabras no son palabras que puedan buscarse en el diccionario
y ya está, sino una especie de tornillos gramaticales que mantienen unida la frase. Se
tarda mogollón en averiguar lo que significan, aunque cuando te las sabes, te las
sabes.
Le Grand Meaulnes trata de un chaval, Augustin Meaulnes, que tiene mucho
carisma, como Nick Yew, y conquista a la gente. Vive en un internado con François,
el hijo de un maestro, que es el que cuenta la historia. Antes de que aparezca
Meaulnes, oímos sus pasos en el piso de arriba. Es dabuti. He pensado que le voy a
pedir a Madame Crommelynck que me enseñe francés. Pero francés de verdad, no el
que nos enseñan en el colegio. Ya he empezado a hacerme ilusiones con viajar a
Francia cuando salga del instituto. En Francia los besos en la boca son juntando las
lenguas.
El mayordomo estaba tardando un siglo en abrirme. Más todavía que la última
vez.
Impaciente ante el futuro que me esperaba, volví a llamar al timbre.
Al instante abrió la puerta un hombrecillo vestido de negro.
—Hola.

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Empezó a llover más fuerte.
—Hola.
—¿Es usted el nuevo mayordomo?
—¿Mayordomo? —El hombrecillo se echó a reír—. ¡No por Dios! ¡Es la primera
vez que me lo dicen! Soy Francis Bendincks, el párroco de la iglesia de Saint Gabriel
—Entonces me fije en el alzacuello—. ¿Y tú quién eres?
—Vengo a ver a Madame Crommelynck.
—¡Francis! —Se oyeron unos pasos pesados bajando las escaleras. (Zapatos, no
zapatillas). Y una voz de mujer hablando en tono cortante a toda velocidad—. Si son
los del televisor, diles que lo he buscado por toda la casa y nada. Han debido de
llevárselo con…
La mujer me vio.
—Por lo visto este jovencito venía a ver a Eva.
—Pues será mejor que pase dentro, ¿no? Por lo menos hasta que escampe.
Hoy el recibidor estaba más sombrío que nunca, como una cueva detrás de una
cascada.
La guitarra azul se había descascarillado como si tuviese soriasis. En el marco
amarillento, la mujer agonizante de la balsa arrastraba los dedos por el agua.
—Gracias —acerté a decir—. Madame Crommelynck me está esperando.
—¿Y para qué, si se puede saber? —Más que hacer preguntas, la mujer del
párroco te las escupía a la cara—. ¡Ah! ¿Eres el benjamín de Marjorie Bishampton?
¿Vienes por lo del concurso de gramática?
—No —le dije, negándome a dar mi nombre.
—¿Entonces? —Su sonrisa parecía injertada—. ¿Quién eres?
—Eh… Jason.
—¿Jason…?
—Taylor.
—Eso me suena… ¡Kingfisher Meadows! El hijo pequeño de Helena Taylor. Los
vecinos del pobre señor Castle. Tu padre es un jefazo de Supermercados Groenlandia,
¿verdad? Y tu hermana se marcha a Edimburgo en otoño. Conocí a tu madre el año
pasado, en una exposición en la casa de la cultura. Se quedó prendada de un cuadro
de Eastnor Castle, aunque lamento tener que decir que no volvió a aparecer. La mitad
de lo recaudado era para Ayuda Cristiana.
No pensaba decirle «lo siento» ni en sueños.
—Verás, Jason —dijo el párroco—. A la señora Crommelynck le ha surgido un
imprevisto y ha tenido que irse.
Vaya.
—¿Y va a tardar mucho en… —La mujer del párroco me provocaba el
tartamudeo como un trigal a un alérgico. Me atasqué en «volver».
—¿«Volver»? —La mujer me dedicó una sonrisa en plan «a mí no me engañas»
que me puso malo—. ¡Y tanto que va a tardar en volver! ¡Se han ido del todo!

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Resulta que…
—Gwendolin —El párroco levantó la mano como un niño tímido en clase.
Reconocí el nombre de «Gwendolin Bendincks». Es la que escribe la mitad de la
revista de la parroquia—. No me parece muy apropiado…
—¡Pamplinas! Antes de que se haga de noche ya lo sabrá todo el pueblo. La
verdad tiene las patas muy cortas. Tenemos que darte una terrible noticia, Jason —
Los ojos le brillaban como fuegos artificiales—. ¡Han extraditado a los
Crommelynck!
No sabía muy bien lo que significaba eso.
—¿Los han arrestado?
—¡Pues sí, mira, eso mismo! ¡La policía alemana se los ha llevado de la manita a
Bonn! Esta mañana nos ha llamado su abogado. Se ha negado a decirme por qué los
habían extraditado, pero atando cabos y teniendo en cuenta que el marido se jubiló
del Bundesbank hace seis meses, está claro que ha tenido que ser algún chanchullo
financiero. Desfalco. Cohecho. Pasa muchísimo en Alemania.
—Gwendolin —dijo el párroco sonriendo por compromiso—, tal vez sea
precipitado…
—Te diré, por si no lo sabes, que ella misma me mencionó una vez que habían
pasado unos años en Berlín. Para mí que eran espías del Pacto de Varsovia. Te lo he
dicho quinientas veces, Francis, tanto secretismo no era normal.
—Pero a lo mejor no son…
El Ahorcado me bloqueó «culpables».
—¿«Culpables»? —dijo Gwendolin Bendincks con un temblor en los labios—. Si
el ministro del Interior no estuviese completamente seguro de lo que hace, no habría
permitido que se los llevase la Interpol, ¿no te parece? Pero como digo yo, no hay
mal que por bien no venga. Para empezar, vamos a poder usar el jardín para la fiesta.
—¿Y qué ha pasado con el mayordomo? —pregunté.
Gwendolin Bendincks se quedó perpleja durante un par de segundos.
—¿El mayordomo? ¡Francis! ¿Qué historia es esa de un mayordomo?
—Grigoire y Eva —dijo el párroco— no tenían mayordomo. Te lo aseguro.
Entonces lo entendí. Seré gilipollas.
El mayordomo era el marido.
—Me he equivocado —dije muerto de vergüenza—. Tengo que irme.
—¡Todavía no, —Gwendolin Bendincks no había terminado conmigo—, que te
vas a calar hasta los huesos! Cuéntanos, ¿de qué conocías a Eva Crommelynck?
—Era una especie de profesora.
—¿No me digas? ¿Y qué te enseñaba, si se puede saber?
—Esto… —No podía confesar lo de la poesía—. Francés.
—¡Qué divino! Me acuerdo del primer verano que pasé en Francia. Tendría yo
unos diecinueve añitos. O veinte. Mi tía me llevó a Avignon, donde la canción del
baile sobre el puente. Aquí donde me ves, la mademoiselle inglesa causó sensación

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entre los mozos del lugar…
Ahora mismo los Crommelynck deben de estar en una celda de una comisaría
alemana. Un niño tartamudo de trece años, natural del rincón más muerto de
Inglaterra, es lo último en lo que estará pensando la señora Crommelynck. Se acabó
el solàrium. Mis poemas son una mierda. ¿Cómo no van a serlo? Tengo trece años.
¿Qué puedo saber yo de la Belleza y de la Verdad? Más vale que me cepille a Eliot
Bolívar antes de que siga cometiendo esas porquerías.
¿Aprender francés? ¿Yo? ¿Pero en qué estaría pensando? Gwendolin Bendincks
habla como cincuenta televisiones al mismo tiempo. La masa y la densidad de sus
palabras curva el espacio-tiempo. Una roca de soledad crece dentro de mí a velocidad
vertiginosa. Me apetece una lata de Tizer y un Toblerone pero la tienda del señor
Rhydd cierra los domingos por la tarde.
El Black Swan también cierra los domingos por la tarde.
Toda la puñetera Inglaterra cierra los domingos por la tarde.

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Souvenirs
—O sea —dijo mi padre haciendo una mueca para afeitarse el bigote—, que
mientras yo sudo la gota gorda en una sala de conferencias para enseñar —sacó la
barbilla al afeitarse una parte delicada— cómo se hacen las promociones en el punto
de venta a la remesa de Einsteins de este año, tú te dedicas a pasear al sol por Lyme
Regis. Los hay con suerte, ¿eh?
Desenchufó la máquina de afeitar.
—Supongo.
Desde la ventana de nuestra habitación, por encima de unos tejados, se veía justo
el punto en que un curioso muelle en curva entraba en el mar. Las gaviotas graznaban
y bajaban en picado como Spitfires y Messerchmitts. Por encima del Canal de la
Mancha, el cielo de aquella tarde bochornosa era tan turquesa como un bote de
champú Head & Shoulders.
—¡Te lo vas a pasar bomba! —Mi padre se puso a tararear una versión desafinada
de I Do Like to Be Beside the Seaside. La puerta del baño se había abierto sola y
mientras se ponía la camisa que acaba de planchar le vi el pecho reflejado en el
espejo. Tiene más pelos que un felpudo—. Ojalá tuviese yo trece años.
Entonces, pensé, está clarísimo que te has olvidado de cómo era.
Mi padre se abrió la cartera y sacó tres billetes de una libra. Dudó y sacó dos más.
Se asomó por la puerta y los puso en el aparador.
—Un poco de dinero para tus gastos personales.
¡Cinco libras!
—¡Gracias, papá!
—Eso sí, no te lo gastes en tragaperras.
—Claro que no —respondí antes de que la prohibición se hiciera extensiva a las
máquinas de marcianos—. Eso es tirar el dinero.
—Me alegro de que pienses así. Los juegos de azar son para idiotas. Bueno —se
miró el Rolex—, ¿son ya las dos menos veinte?
Me miré el Casio.
—Sí.
—Nunca te pones el Omega del abuelo, me he dado cuenta.
—Yo, es que… —el secreto me remordió la conciencia por milésima vez—, me
da miedo que se me estropee.
—Muy bien, pero si nunca te lo pones, es como si el abuelo se lo hubiese donado
a la beneficencia. Bueno, mi charla termina a las cinco, así que nos vemos aquí
dentro de tres horas. Iremos a cenar a un sitio que esté bien y luego, si la
recepcionista no está equivocada, en el cine del pueblo echan Carros de fuego. A lo
mejor puedes ir enterándote de dónde está el cine. Lyme es más pequeño que
Malvern. Si te pierdes, no tienes más que preguntar por el Hotel Excalibur. Como la
espada del Rey Arturo. ¿Jason? ¿Me estás escuchando?

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Lyme Regis era un hervidero de turistas. Por todas partes olía a bronceador,
hamburguesas y caramelo. Me metí en el bolsillo de los vaqueros un pañuelo
churretoso en previsión de carteristas y eché a andar por la calle principal. Miré los
pósteres en una tienda y por 40 peniques me compré el número especial de verano de
la revista 2000 d. C. La enrollé y me la guardé en el bolsillo de atrás. Me metí en la
boca un caramelo Mint Imperial por si conocía a una chica bronceada que me subiese
a una de esas casas medio torcidas con gaviotas en el tejado y, tras correr las cortinas,
me tumbase en su cama y me enseñase a besar. Al principio los Mint Imperial están
duros como una piedra, pero luego se deshacen y parecen una papilla. Miré en las
joyerías para ver si tenían un Omega Seamaster pero como siempre no tenían ni uno.
En la última que pregunté el dependiente me dijo que debería buscar en anticuarios.
Luego me tiré un siglo en una papelería, mirando hipnotizado las pilas perfectas de
blocs y cuadernos. Me compré un paquete de Letraset y una cinta TDK de 60 minutos
para el domingo grabar de la radio las mejores canciones del Top 40. Cerca del puerto
había grupitos de mods, mogollón de rockers, unos cuantos punkis y hasta un puñado
de teddy boys. Los teddys están extintos en casi todas las ciudades, pero Lyme Regis
es famosa por los fósiles que aparecen en los acantilados. La tienda de fósiles mola
mogollón. Venden unas conchas que tienen dentro unos bulbitos rojos supe renanos,
pero valían 4,74 liras y sería de idiotas gastarse todo el dinero en un souvenir nada
más. (En vez de eso me compré una serie de trece postales de dinosaurios. En cada
una sale un dinosaurio distinto, pero si las pones todas una al lado de otra en orden, el
paisaje de fondo se junta y forma un friso. Lerdell se va a morir de envidia). Las
tiendas de baratijas estaban llenas de pulpos hinchables, cometas, cubos y palas.
Había unos bolígrafos que cuando les das la vuelta empieza a bajar una franja de
color y va apareciendo una mujer desnuda que en vez de dos tetas tiene dos misiles
recortados. Ya iba por el ombligo, cuando oí una voz que dijo:
—«¿Vas a comprarlo o no, chaval?».
Yo estaba todo concentrado en ver lo que aparecería a continuación.
—¡Eh! ¿Que si vas a comprar eso? —Resulta que el vendedor me lo decía a mí.
Al abrir y cerrar la boca se le veía la bola de chicle que estaba mascando. Llevaba
una camiseta con un dibujo de una picha gigante con piernas persiguiendo a una
especie de ostra peluda también con piernas—. ¿O vas a quedarte ahí poniéndote
cachondo?
Volví a colocar torpemente el bolígrafo en su sitio y salí pitando muerto de
vergüenza.
—¡Será marrano el niño! —gritó el vendedor—. ¡Cómprate una revista guarra!
El salón de juegos recreativos de Lyme Regis está más o menos dentro del parque
de la colina, en el paseo marítimo. Unos gordos malencarados que fumaban como
cosacos jugaban a un juego de carreras de caballos en el que se apuesta dinero de
verdad a unos caballos de plástico que dan vueltas alrededor de una pista. La pista
está protegida por una campana de cristal para que nadie hurgue en los caballos. Unas

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gordas malencaradas que fumaban como cosacos jugaban al bingo en un recinto
cerrado donde un hombre con una chaqueta de lentejuelas cantaba los números y
sonreía como un cocodrilo. La zona de las máquinas de marcianos estaba más oscura
para que brillasen más las pantallas. Sonaba música de Jean Michael Jarre. Estuve un
rato viendo a unos chicos jugar al Comecocos, al Scrambler, al Frogger y al Grand
Prix. El Asteroides estaba estropeado. Hay una máquina nueva donde tienes que
luchar contra los robots cuadrúpedos gigantes de El imperio contraataca, pero costaba
50 peniques cada partida. Fui a la caja y un macarra que leía una revista de heavy
metal me cambió un billete de una libra en monedas de 10 peniques.
Las monedas tintineaban en mi mano como un puñado de balas mágicas.
Primero, el Space Invaders. El Método Jason es abrir un conducto a cañonazos en
uno de los tres edificios para poder matar a los marcianos desde una posición
resguardada. Me funcionó durante un rato pero luego un marciano me disparó un
torpedo por mi propio conducto. No me había pasado nunca. Mi estrategia había
fracasado sin haber pasado siquiera de la primera pantalla.
Entonces eché una partida a una máquina de kung-fu. Yo era MegaThor. Solo que
MegaThor no hacía más que bailotear como un subnormal electrocutado mientras
Rex Rockster le daba de hostias. Nunca les pillo el tranquillo a las máquinas de
kung-fu. En vez de hacer polvo a Rex Rockster, me hice polvo el dedo gordo.
Quería echar una partida a un futbolín de hockey donde el disco flota en un
colchón de aire. En las pelis americanas los niños siempre salen jugando a eso. Lo
que pasa es que hacía falta otro ser humano. Se me ocurrió que el dinero que había
desperdiciado con MegaThor podía recuperarlo con la Catarata. La Catarata es una
especie de plataforma de dos niveles llenos de monedas de 10 peniques. Cada nivel se
mueve hacia adelante y hacia atrás empujando a las monedas que se tambalean en el
borde y haciéndolas caer al nivel inferior. Las que caen del último nivel te las quedas
tú. Había mogollón de monedas a punto de caer.
Esas monedas a punto de caer están pegadas al borde con pegamento, estoy
seguro. ¡Perdí 50 peniques!
Entonces vi a una chica preciosa.
Tres chicas salieron del fotomatón después del cuarto fogonazo del flash. Desde
la Catarata había estado mirando sus seis pies y treinta uñas pintadas. Eran como los
Ángeles de Charlie, una morena (pero sin barbilla), otra rubia (con demasiada
barbilla) y otra pelirroja y pecosa. La morena y la rubia estaban chupando cada una
un helado de cucurucho. (Justo al lado del fotomatón había un puesto de helados).
Acercaban la boca a la ranura por donde salen las fotos y le gritaban cosas a la
máquina sin ninguna gracia, como «¡Venga, que es para hoy!». Cuando se aburrieron
de eso volvieron a meterse en el fotomatón y, cada una con un auricular del walkman
en la oreja, se pusieron a cantar Hungry like a wolf, de Duran Duran. La pelirroja, en
cambio, se quedó chupando un polo Zoom y mirando el cartel de los helados.
Llevaba una camiseta corta y se le veía el ombligo.

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La verdad es que no era tan guapa como Dawn Madden pero me acerqué y
también me puse a mirar el cartel de los helados. Los imanes no entienden de
magnetismo ni falta que les hace. Olía a arena caliente. El simple hecho de estar a su
lado me puso los pelillos de los brazos de punta.
Me saqué la camiseta del pantalón para taparme el inminente empalme.
—¿Eso es un Zoom?
Dios, por lo visto acababa de hablar con aquella chica.
Me miró.
—Sí —Me sentí cayendo al vacío—. Es lo mejor que tienen aquí —Tenía acento
como del norte—. Salvo que te gusten los helados de chocolate.
—Vale, gracias.
Le pedí un Zoom a un heladero del que no recuerdo absolutamente nada.
—¿Tú también estás de vacaciones —¡la chica me estaba hablando a mí!— o
vives aquí?
—Estoy de vacaciones.
—Nosotras somos de Blackburn —dijo señalando con un gesto a las otras dos,
que todavía no me habían visto—. ¿Tú de dónde eres?
—Eh… De Black Swan Green.
Estaba tan nervioso que hasta el Ahorcado había salido corriendo a esconderse en
alguna parte. Sé que suena absurdo pero es la verdad.
—¿Black swan green? ¿El «bosque del cisne negro»?
—Es un pueblo. En Worcestershire.
—¿Worcestershire? Eso está por el centro, ¿no?
—Sí. Es el condado más aburrido del país, por eso nadie sabe dónde queda.
Blackburn está al norte, ¿no?
—Eso es. Oye, entonces, ¿Black Swan Green es famoso por tener cisnes negros o
qué?
—No —¿Qué podía decir para impresionarla de verdad?—. Ni negros ni blancos.
—¿Que no hay cisnes en Black Swan Green?
—No. Es como un chiste local.
—Ah. Oye, qué divertido, ¿no?
—Gracias.
El sudor me salía por cincuenta partes diferentes del cuerpo.
—Este sitio es una gozada, ¿verdad?
—Ya ves —No sabía qué más decir—. Una gozada.
—Bueno, ¿te vas a comer el polo, o qué?
Se me había quedado pegado a los dedos. Fui a quitarle el envoltorio pero se
rasgó el papel y quedó todo hecho un asco.
—Hay que tener un poco de técnica.
Me cogió el polo y rasgó el extremo del envoltorio. Luego se lo llevó a la boca y
sopló. El papel se infló y pudo sacarlo fácilmente. Yo ya tenía la bragueta a punto de

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estallar y hacer saltar por los aires todo el salón de juegos recreativos de Lyme Regis.
Tiró el papel al suelo y me devolvió el polo.
—¿Es la revista Smash Hits?
Se refería al especial de verano del 2000 AD, que seguía enrollado en mi bolsillo.
Habría dado cualquier cosa porque lo fuese.
—¡Caramba con Sally! —La chica morena sin barbilla se nos acercó y la odié a
muerte—. ¿No me digas que ya has empezado la cacería? —La rubia, que seguía
sentada en el fotomatón, soltó una risita, y también la odié—. No hace ni una hora
que nos hemos bajado del autocar. ¿Cómo se llama este?
Tuve que responder, no me quedaba más remedio:
—Jason.
—«Jaaason» —Puso acento de pija gangosa—. ¡Qué ideaaaal! ¡Sebastian está
jugando al pooolo con Jaaason en el campo de croooquet! ¡Es superchuli! ¡Anda! ¡Si
Jason también está chupando un Zoom, igual que Sally! ¡Qué parejita más estupenda!
Bueno, ¿qué, Jason? ¿Tienes listos los condones? Porque al ritmo que va nuestra
querida Sally, me parece que en menos de media hora los vas a necesitar.
Me rompí los cuernos buscando una frase sin palabras trampa para meterle un
buen corte, pero no se me ocurría nada.
—¿O es que en los colegios como el tuyo no os enseñan ciencias naturales?
—Tienes que meter las narizotas en todo, ¿verdad? —soltó Sally.
—Aflójate la braga que te aprieta, maja. Solo le he preguntado a tu nuevo novio si
sabe lo que hay que saber de la vida. ¿O es que le mola más agacharse a por la
pastilla de jabón en las duchas después de un buen partido de rugby?
Las tres se me quedaron mirando para ver cómo se defendía el hombrecito.
Los churretes de polo derretido me llegaban por la muñeca.
—Con esa lengua de verdulera que tienes —dijo Sally, cruzando los brazos y
sacando la cadera— no entiendo cómo pudo tardar tanto Tim en darte boleto.
Me estaba volviendo invisible y no podía hacer nada para evitarlo.
—La que cortó fui yo, para que te enteres. ¡Y por lo menos mi novio no se enrolló
con Wendy Lench al día siguiente de terminar conmigo!
—¡Eso es mentira, Melanie Pickett, y tú lo sabes!
—¡En la fiesta de Shirley Poolbrook —dijo Melanie Pickett casi canturreando—
debajo de los abrigos! ¡Pregúntaselo a quien quieras!
El fotomatón dio un zumbido.
La rubia soltó una risita.
—Me parece que ya están las fotos…
Un batallón de mujeres viejas salió del bingo. Me metí entre ellas sin que las
chicas se diesen cuenta y me fui corriendo al hotel. Los chicos son unos capullos,
pero por lo menos son unos capullos predecibles. Las chicas, en cambio, nunca se
sabe lo que están pensando. Son de otro planeta.
La recepcionista me dio el recado de que el seminario de mi padre se estaba

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prolongando más de lo previsto y que iba a retrasarse un poco. Los comerciales en
prácticas de Groenlandia estaban en el vestíbulo, bromeando y comparando sus
apuntes. Me sentía como el hijo de un profesor en la clase de su padre, así que me
subí a la habitación. Olía a cortinas, tostadas y limpiabaños. El papel de la pared era
un estampado de narcisos y la alfombra también estaba atiborrada de flores. Lo único
que echaban en la tele era un partido de criquet donde nadie inauguraba el marcador y
una película de vaqueros donde nadie pegaba tiros.
Me tumbé en la cama a leer el 2000 AD.
Pero no podía dejar de pensar en las tres chicas. Las chicas y las novias son una
comedura de coco. En clase de educación sexual solo nos hablan de cómo hacer
bebés y de cómo no hacerlos. Yo lo que quiero saber es qué hay que hacer para que
chicas normales como Sally de Blackburn sean tu novia y te puedas dar el lote con
ellas. No tengo muy claro si quiero hacer el acto sexual y desde luego no quiero tener
bebés. Los bebés solo cagan y lloran. Pero no tener novia significa que eres un marica
o un fracasado o las dos cosas.
Melanie Pickett tenía parte de razón. Igual es que no sé lo que hay que saber de la
vida. A los mayores no se lo puedo preguntar porque a los mayores no se les puede
preguntar nada. A los niños tampoco, porque antes del primer recreo ya se habría
enterado todo el colegio. Así que, o todo el mundo sabe de todo pero nadie dice nada,
o nadie sabe nada y lo de echarse novia es algo que ocurre y punto.
Entonces llamaron a la puerta.
—Eres Jason, ¿verdad?
Un chico joven con un traje con reflejos metálicos y una corbata de paramecios.
—Sí.
Se señaló con un gesto cómico la insignia de SUPERMERCADOS
GROENLANDIA y puso voz de James Bond.
—Me llamo Lawlor… Danny Lawlor. Mike, tu pa… mi jefe, me ha mandado que
te diga que lo siente mucho pero que sigue atrapado. El Emperador ha aparecido sin
avisar.
—¿El Emperador?
—Craig Salt, Emperador de Groenlandia. Pero mejor no le digas a nadie que le he
llamado eso. Es el jefe de tu padre y todos los directores tienen que darle el
recibimiento al que está acostumbrado. Tu padre me ha dicho que te pregunte si te
apetece que vayamos a buscar el mejor restaurante de fish and chips del pueblo.
—¿Ahora?
—¿Es que tienes alguna cita más emocionante?
—No…
—Estupendo. Volveremos a tiempo para que puedas ir a ver Carros de fuego.
Como ves, estoy informado de todo. Solo una cosa, déjame que me quite esta chapita
absurda… Soy un ser humano, no una fila de letras grabadas con Dymo en una cinta
adhesiva…

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—¡No te asomes tanto! —Danny y yo estábamos sentados en la punta del
espigón, mirando las medusas que flotaban justo debajo de nuestros pies—. Como el
único heredero varón de Michael Taylor se caiga al agua, mi futuro laboral se irá a
pique.
La luz del sol en las olas parecía espumillón soñoliento.
—Si te caes del lado del puerto —dije esculpiendo el helado de cucurucho con la
lengua—, no pasa nada. Trepas a uno de los pesqueros y ya está. Pero si te caes del
lado del mar abierto, seguramente te absorbería un remolino.
—Por si acaso —dijo Danny arremangándose la camisa—, no vamos a poner tu
teoría en práctica.
—Este helado está buenísimo, gracias. Nunca había comido uno con dos
barquillos. ¿Te han cobrado más?
—No. El heladero es paisano mío. Los de Cork nos ayudamos entre nosotros.
Esto es vida, ¿eh? Los de Groenlandia son unos sádicos. A quién se le ocurre
organizar los seminarios de formación en un sitio así…
—¿Qué significa «sádico»?
—Innecesariamente cruel.
—¿Por qué —me había dado cuenta de que a Danny le gustaba que le
preguntasen cosas— este malecón se llama «el Cobb»? ¿Es solo aquí, en Lyme
Regis?
—Ni siquiera mi omnisciencia está libre de ciertas lagunas, pequeño Jason.
(Cuando mi padre no sabe la respuesta de alguna pregunta, gasta diez frases en
convencerse de que la sabe).
En la playa, las olas iban y venían con buenos modales. Las madres les quitaban a
sus hijos la arena de los pies con cubos de agua, mientras los padres doblaban
tumbonas y daban órdenes.
—Danny, ¿conoces a alguien del IRA?
—¿Me lo preguntas porque soy irlandés?
Asentí con la cabeza.
—Pues no, Jason. Lamento decepcionarte. Los del IRA andan más al norte, en el
Ulster. Pero en Cork vivo en una choza de turba con un duende que se llama Mick y
plantamos patatas juntos.
—Perdona, no quería…
Danny levantó la mano con aire pacífico.
—La exactitud en las cuestiones irlandesas no es el fuerte de los ingleses. La
verdad es que somos la gente más amistosa que te puedas echar a la cara. Incluso al
norte de la frontera. Simplemente nos liamos a tiros entre nosotros de vez en cuando,
nada más.
Las gotas de helado resbalaban por el cucurucho.
No sé ni lo que no sé.
—¡Mira qué cometas! ¡Esas no las había cuando yo era pequeño! —Danny estaba

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mirando un par de cometas acrobáticas con colas serpenteantes—. ¿A que son
increíbles?
Teníamos que entrecerrar los ojos por culpa del sol.
Las colas hacían garabatos rojos en el azul del cielo y ellas mismas los borraban
al instante.
—Ya te digo —respondí—. Son alucinantes.
—¿Qué tal es trabajar para mi padre?
La camarera del Cap’n Scallywag’s Fish’n’Chip Emporium llegó con nuestra
comida. Danny se echó hacia atrás para dejarla poner la bandeja en la mesa.
—Michael Taylor… Déjame ver… Tiene buena fama… Es justo, meticuloso…
No soporta a los tontainas… Ha hablado bien de mí en un par de ocasiones muy
oportunas, por lo cual le estoy eternamente agradecido… ¿Con eso te vale?
—Sí.
Cogí un bote de ketchup con forma de tomate e inundé mi plato de pescado. Se
me hacía raro oír hablar de mi padre por su nombre, Michael Taylor. A lo largo del
paseo marítimo se encendieron ristras de lucecitas que parecían frutas escarchadas.
—Parece que te gusta.
—Me encanta el pescado con patatas fritas. Gracias.
—Lo paga tu papi —Danny pidió langostinos rebozados, pan y una ensalada para
hacerse un sándwich—. No te olvides de darle las gracias.
Se volvió hacia la primera camarera y le pidió una lata de Seven-Up. Al instante
se la trajo otra camarera que le preguntó si estaba bien la comida.
—Oh —respondió Danny—, riquísima.
La chica se inclinaba hacia él como si fuese una chimenea encendida.
—¿Tu hermano no quiere nada de beber?
Danny me guiñó un ojo.
—Una Fanta, por favor.
El Ahorcado no me había dejado decir «Seven» pero eso no me amargó el placer
de que me tomasen por hermano de Danny.
Me la trajo la primera camarera.
—¿Qué, de vacaciones?
—No, trabajo.
Danny hacía que una palabra tan sosa como «trabajo» sonase misteriosa.
Entraron más clientes y las camareras fueron a atenderlos.
Danny puso una cara graciosa.
—Tú y yo deberíamos formar equipo.
En la cocina se oía el alegre chisporroteo de la fritanga.
Empezó a sonar One step beyond, del grupo Madness.
—¿Tienes —no me atreví a decir «novia»— hermanos?
—Eso depende —Danny siempre termina de masticar antes de hablar— del
método de contabilidad que utilices. Me crie en un orfanato.

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Dios.
—¿Cómo los del Doctor Bernardo?
—Sí, pero en católico. O sea, con doble ración de Jesucristo. Aunque no lo
bastante como para provocarme daños irreparables.
Seguí masticando.
—Lo siento.
—No lo sientas —Se veía que Danny había hablado un millón de veces del tema
—. No es algo que me dé vergüenza, ¿por qué habría de dármela?
—Entonces… —Julia o mi hermana habrían tenido la cortesía de cambiar de
tema—, ¿les ocurrió algo malo a tus padres?
—Sí, conocerse. Pásame el ketchup. Por lo que sé, siguen vivitos y coleando,
aunque no están juntos. Algunos experimentos con padres adoptivos no salieron muy
bien. Yo era lo que se conoce como un «niño hiperactivo». Al final el Estado decidió
que lo mejor era mandarme a los jesuitas.
—¿Y esos quiénes son?
—¿Los jesuitas? Una venerable orden religiosa. Monjes.
—¿Monjes?
—Monjes de verdad. Dirigían el orfanato. Había los típicos fanáticos sin sentido
del humor, pero también unos cuantos educadores excelentes. Muchos de los internos
conseguimos llegar a la universidad a base de becas. Los jesuitas nos daban de comer,
nos vestían y nos cuidaban. En Navidad venía Papa Noel y celebrábamos los
cumpleaños. Un paraíso comparado con criarse en un barrio de chabolas de Bangla
Desh, de Mombasa, de Lima, o de otros quinientos lugares que te podría decir.
Aprendimos a improvisar, a cuidar de nosotros mismos, a no dar nada por sentado.
Enseñanzas muy útiles en el mundo de los negocios. ¿De qué sirve andar por ahí
lloriqueando «¡Pobre de mí!»?
—¿Nunca te dan ganas de conocer a tus verdaderos padres?
—No te andas por las ramas, ¿eh? —Danny se cogió las manos por detrás de la
cabeza—. Los padres. Las leyes irlandesas no están muy claras en ese tema, pero la
familia de mi madre biológica vive en Sligo. Tienen un hotel bastante pijo o algo por
el estilo. Una vez, cuando tenía más o menos tu edad, se me metió en la cabeza ir a
buscarla. No pasé de la estación de autobuses de Limerick.
—¿Qué pasó?
—Truenos, relámpagos, granizo, meteoritos. La peor tormenta en muchos años.
El autobús que tenía que coger sufrió un retraso por culpa de un puente que se
derrumbó. Cuando volvió a salir el sol, puse los pies en la tierra y volví corriendo al
orfanato.
—¿Se te cayó el pelo?
—Era un orfanato, no un campo de concentración.
—¿Y eso fue todo?
—Sí. De momento —Balanceó el tenedor en el dedo—. Lo que los huérfanos

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echamos en falta, o queremos, o necesitamos, son fotografías de gente que se nos
parezca. Esa carencia nunca la pierdes. Un día iré a Sligo a ver si consigo sacar
algunas. Aunque sea con un teleobjetivo, si me falta valor. Pero en las grandes…
cómo diría yo… ¿«cuestiones de la vida»?… no hay que precipitarse. Lo importante,
Jason, es dejar madurar las cosas. ¿Quieres bocata de langostinos?
—No gracias —Mientras escuchaba a Danny, había tomado una decisión—. ¿Me
ayudarías a construir una de esas cometas acrobáticas?
Los comerciales en prácticas habían colonizado todo el recibidor del Hotel
Excalibur. Se habían quitado el traje y se habían puesto pantalones de espiguilla y
camisas amplias. Cuando Danny y entramos, nos miraron con sonrisitas. Yo sabía por
qué. Cuidar del hijo del jefe era trabajo de lameculos.
—¡Daniel el perro fiel! —dijo uno de ellos, sonriendo de oreja a oreja
exactamente igual que Ross Wilcox—. ¿Te vienes a inspeccionar las aves nocturnas
de Dorset?
—Mira, Wiggsy —le respondió Danny—, eres un borrachín, un depravado y
haces trampas en el squash. No me dejaría ver en público contigo ni muerto.
Al otro se le veía encantado.
—¿Quieres que te presente —me dijo Danny— a los «jóvenes groenlandeses»?
Eso sería un infierno.
—¿Puedo subirme y esperar a mi padre en la habitación?
—Te entiendo perfectamente. Le diré que estás allí —Danny me dio la mano
como si fuese un compañero de trabajo—. Gracias por la compañía, nos vemos
mañana por la mañana.
—Vale.
—Espero que te guste la peli.
Pedí la llave y en vez de esperar el ascensor subí por las escaleras. Me puse a
escuchar mentalmente la música de Vangelis, la de Carros de fuego, para quitarme de
la cabeza a Wiggsy y a los groenlandeses. A Danny, no. Danny es guay.
El reloj de la radio despertador marcaba las 19.15 pero mi padre seguía sin dar
señales de vida. El cartel de la película ponía que empezaba a las 19.30. Había
memorizado el camino hasta el cine para impresionar a mi padre. Dieron las 19.25.
Mi padre nunca se olvida de la hora. Seguro que ya venía. Nos perderíamos los
anuncios y los tráileres de los próximos estrenos, pero una mujer con una linterna nos
llevaría hasta nuestros asientos. Las 19.28. ¿Debería bajar al vestíbulo y
recordárselo? Pensé que mejor no, porque si nos cruzábamos sería culpa mía por no
haberme ceñido al plan inicial. Las 19.30, íbamos a tener que perder algo de tiempo
averiguando quién era cada personaje, pero la película todavía podría verse. A las
19.35 oí los pasos de mi padre acercándose por el pasillo a todo correr.
—¡Ya estoy aquí! —diría entrando de sopetón—. ¡Vámonos!
Los pasos pasaron de largo. Y no volvieron.
A medida que se hacía de noche, los narcisos del empapelado se iban fosilizando

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y convirtiendo en pedruscos grises. Se oyó una risa de bruja, y la música que salía de
todos los pubs de Lyme Regis se colaba en la habitación. En la tele estarían echando
algo bastante bueno, porque era sábado, pero mi padre se sentiría más culpable si me
encontraba a oscuras (no había encendido la luz) y en completo silencio. Me pregunté
que estaría haciendo Sally, la de los juegos recreativos. Dejándose besar, seguro. Un
chico le estaría acariciando esos centímetros de piel desnuda entre los vaqueros y el
top. Alguien como Gary Drake o Neal Brose o Duncan Priest. Como no me acordaba
muy bien de Sally, me puse a reconstruirla a mi gusto para matar el tiempo. Le puse
las tetas de Debby Crombie. Le puse el pelo de Kate Alfrick, cayéndole suavemente
por el cuello. Le trasplanté la cara de Dawn Madden, incluidos los ojos sádicos. La
nariz ligeramente respingona de Mademoiselle Crommelynck. Los labios color
helado de frambuesa de Debbie Harry.
Sally, la niña Mr. Potato.
Si mi padre se daba cuenta de que estaba intentado hacerle sentirse culpable, eso
le serviría de excusa para no sentirse culpable, así que cuando dieron las nueve
encendí la lámpara de la mesilla y me puse a leer La colina de Watership. Llegué
hasta la parte en que Pelucón se enfrenta al General Mostazo. Las polillas aleteaban
contra la ventana y unos insectos se arrastraban por los cristales como patinadores
sobre hielo. Una llave giró en la cerradura y mi padre entró dando un traspiés.
—Ah, Jason, estás aquí.
¿Dónde si no iba a estar? Me atreví a no responderle.
Ni se dio cuenta de que estaba de morros.
—Vamos a tener que dejar para otro día lo de Carros de fuego —Su tono de voz
era demasiado alto para una habitación tan pequeña—. A mitad del seminario
apareció Craig Salt.
—Ya lo sé, me lo ha dicho Danny Lawlor.
—Craig Salt tiene el yate en Poole y se le ha ocurrido venir a arengar a las tropas.
No podía largarme como si tal cosa para ir contigo al cine.
—Ya —dije con el tono más seco de mi madre.
—¿Danny y tú habéis cenado, verdad?
—Verdad.
—El mundo laboral exige este tipo de sacrificios, hijo. Craig Salt nos va a llevar a
todos los directores a no sé qué sitio cerca de Chamouth, seguro que cuando vuelva
ya estarás dorm… ¿Qué es eso? —Vio mi cometa, apoyada en el radiador—. ¿En qué
has estado gastándote el dinero?
Mi padre siempre le pone pegas a todo lo que me compro. Cuando no es una
birria hecha en Taiwán, es que he pagado demasiado por algo que solo voy a usar dos
veces. Y si no encuentra ningún inconveniente, se lo inventa, como cuando me
compré unas calcomanías de BMX para la bici y armó un escándalo porque, según él,
íbamos a tener que modificar la casilla de «Descripción externa» de la póliza del
seguro. No es justo. Yo no le critico cómo se gasta su dinero.

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—Una cometa.
—A ver… —Ya la había desenvuelto—. ¡Qué bonita! ¿Te ha ayudado Danny a
escogerla?
—Sí —No quería alegrarme de que él estuviese alegre—. Un poco.
—Me gusta que te hayas comprado una cometa —dijo, examinando las varillas
—. ¡Hey!, ¿por qué no nos levantamos al amanecer y la probamos en la playa? Tú y
yo solitos, ¿vale? Antes de que lleguen los turistas y ocupen hasta el último
centímetro cuadrado, ¿vale?
—Vale, papá.
—Al amanecer, ¿eh?
Me cepillé los dientes sin piedad.
Mis padres pueden ser todo lo bordes y sarcásticos y cascarrabias que les da la
gana, pero cuando yo doy la más mínima impresión de estar cabreado reaccionan
como si hubiese asesinado a un bebé. Los odio solo por eso. Pero también me odio a
mí mismo por no atreverme a plantarle cara a mi padre como hace Julia. Así que los
odio más todavía por hacer que me odie a mí mismo. Los niños nunca pueden
quejarse de las injusticias porque todo el mundo sabe que los niños siempre se quejan
de eso. «La vida no es justa, Jason, y cuanto antes te enteres, mejor». Hala, chúpate
esa. Mi madre y mi padre pueden romper todas las promesas que me hacen y tirarlas
a la basura, y ¿por qué?
Porque la vida no es justa, Jason.
Mis ojos se posaron en la máquina de afeitar de mi padre.
La saqué de la funda porque sí. Se acoplaba a la palma de la mano como una
espada de luz apagada.
Enciéndela, me susurró el Gemelo Nonato desde un rincón del cuarto de baño.
Atrévete.
De repente cobró vida y la vibración me recorrió todo el cuerpo.
Mi padre me mataría por haberla encendido. Está tan claro que no debo
encenderla que ni siquiera me lo ha dicho nunca. Pero tampoco se había molestado en
decirme que fuera a ver Carros de fuego por mi cuenta. Me acerqué la máquina de
afeitar a la pelusilla del bigote… Más cerca…
¡Me mordió!
La desenchufé.
Ay, Dios. Ahora tenía una calva ridícula en mitad de la pelusa.
¿Pero qué has hecho?, dijo el Gusano lloriqueando.
Cuando mi padre me lo viese por la mañana, sabría inmediatamente lo que había
hecho. Mi única esperanza de salvación era afeitarme toda la pelusa. ¿También se
daría cuenta mi padre?
Pero no tenía nada que perder. La maquina me hizo cosquillas. En una escala de 0
a 10, un 3.
También dolía un poco. En una escala de 0 a 10, un 1 y V4.

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Muerto de miedo, examiné los resultados en el espejo. Mi cara parecía diferente,
aunque no se sabía muy bien por qué.
Me pasé el dedo por encima del labio.
Estaba más suave que la nata fría.
La tapa de la cuchilla se me abrió sin querer y los pelos negros de mi padre y mi
pelusa casi invisible cayeron juntos a la porcelana blanca del lavabo.
Me tumbé boca abajo y las costillas delanteras se me hundieron hasta la espalda.
Estaba muerto de sed, necesitaba un vaso de agua.
Me bebí uno entero. El agua de Lyme Regis sabe a papel. No podía dormir de
lado. Tenía la vejiga como un globo.
Mientras echaba una meada larguísima, se me ocurrió que si tuviese más
cicatrices, igual gustaría más a las chicas. Lo único que tengo es una marquita en el
pulgar de cuando tenía nueve años y me mordió la cobaya de mi primo Nigel. Mi
primo Hugo dijo que la cobaya tenía mixomatosis y que me iba a morir lenta y
dolorosamente, echando espuma por la boca y creyéndome que era un conejo. Me lo
creí. Hasta escribí un testamento. (Ahora casi no se me nota la señal, pero en el
momento me sangraba como una botella de Bitter Kas agitada).
Tumbado boca arriba, las costillas traseras se me hundieron hasta el pecho.
Tenía calor y me quité la camisa del pijama.
Tenía frío y me puse la camisa del pijama.
En esos momentos la gente estaría saliendo del cine. La señora de la linterna
estaría recorriendo las filas de butacas y metiendo en una bolsa de basura los
cucuruchos de palomitas vacíos, las cajitas de gominolas y los envoltorios de
chocolatinas. Sally la de Blackburn y su nuevo novio estarían saliendo a la calle y
diciendo lo buena que era la peli, aunque se habrían pasado las dos horas morreando
y metiéndose mano. El chico le diría: «Vamos a una discoteca», pero ella respondería:
«No, vamos a la tienda de campaña, que mis amigas van a tardar un rato en volver».
La canción One in ten de UB40 retumbaba en las entrañas del Hotel Excalibur.
La luna me había disuelto los párpados.
El tiempo se había vuelto gelatina.
—¡Mierda, mierda y más mierda! ¡Y mierda también para el mierda de Craig
Salt!
Mi padre se había caído en la alfombra.
No le dije que me había despertado por dos razones: (a) no estaba preparado para
perdonarlo y (b) se estaba chocando con todo como los borrachos de las pelis de risa,
olía a pub que apestaba y si iba a echarme la bronca por usar su máquina de afeitar,
mejor que fuese por la mañana. Dean Lerdell tiene razón. Qué mal rollo da ver a tu
padre pedo.
Llegó hasta el baño como si estuviese en una cápsula de gravedad cero. Le oí
bajarse la cremallera y tratar de mear en un lado de la taza para no meter ruido.
El chorro resonó contra el suelo del baño.

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Al cabo de un segundo, chisporroteó en el váter.
La meada duró cuarenta y tres segundos. (Mi récord es cincuenta y dos).
Desenrolló un kilómetro y medio de papel higiénico para limpiar el charco.
A continuación, abrió el grifo de la ducha y se metió.
Habría pasado un minuto cuando oí un desgarrón, una docena de tintineos
metálicos en el suelo, un golpe seco y un gruñido: «¡Mierda!».
Abrí los ojos un milímetro y casi grito del susto.
La puerta se había abierto sola y allí estaba mi padre, de pie en mitad del baño
con un turbante de espuma de champú en la cabeza y la barra de la cortina de la
ducha en la mano. Estaba en pelota picada pero, donde yo tengo mis avellanas y mi
bellota, él tenía un cacho de manguera rechoncha y bamboleante, ¡colgando como si
tal cosa!
¡Y una mata de pelo más espesa que la barba de un búfalo! (Yo solo tengo nueve
pelos).
Era la cosa más asquerosa que he visto en mi vida.
Con los ronquidos y recontraflemas de mi padre no hay quien pegue ojo. No me
extraña que mis padres no duerman en la misma habitación. Ya se me está pasando el
susto de haberle visto esa cosa. Un poco. ¿Yo también me voy a despertar un día con
esa culebra entre las piernas? Me horroriza pensar que, hace unos catorce años, el
espermatozoide que se convirtió en mí saliera de eso.
¿Yo también seré un día el padre de otro niño? ¿Hay futuras personas acechando
en mi interior? Nunca he eyaculado, salvo una vez que soñé con Dawn Madden.
¿Qué chica lleva escondida, debajo de esas curvas tan complicadas, la otra mitad de
mi hijo? ¿Qué estará haciendo en estos momentos? ¿Cómo se llama?
Muchas cosas que pensar.
Mañana por la mañana mi padre tendrá resaca, seguro.
Mañana por la mañana no: hoy por la mañana.
¿Probabilidades de que vayamos a volar la cometa al amanecer?
Cero patatero.
—¡El viento sopla hacia el norte desde Normandía —mi padre tenía que hablar a
gritos—, cruza el Canal, se estrella contra esos acantilados y, alehop, una corriente de
aire ascendente! ¡Perfecto para volar cometas!
—¡Perfecto! —grité yo también.
—¡Respira hondo, Jason! ¡Este aire te viene bien para la alergia! ¡La brisa marina
está llena de ozono!
Como no soltaba el carrete de la cometa ni a tiros, cogí otra rosquilla con
mermelada.
—Llenando el depósito, ¿eh?
Le devolví la sonrisa. Mola mogollón salir al amanecer. Un setter irlandés echaba
carreras con perros invisibles sobre las olas que rompían en la orilla. De los
acantilados que había hacia Charmouth se desprendían trozos de pizarra. Unos

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nubarrones no dejaban ver la salida del sol pero hoy hacía mucho más viento que ayer
y era mucho mejor para volar cometas.
Mi padre gritó algo.
—¿Qué?
—¡Mira la cometa! ¡El color del fondo se confunde con las nubes! ¡Solo se ve el
dragón! ¡Qué preciosidad escogiste! ¡Ya sé hacer el doble tirabuzón! —Tenía esa
sonrisa que nunca sale en las fotos—. ¡Es la reina de los cielos! —Se acercó un poco
para no tener que gritar tanto—. Cuando yo tenía tu edad, tu abuelo me llevaba por
las tardes a Morecambe Bay, que está en Grange-over-Sands, a volar cometas. En esa
época nos las fabricábamos nosotros mismos… Con bambú, papel pintado, cuerda y
chapas de botellas de leche para la cola…
—¿Me enseñarás a —el Ahorcado me bloqueó «fabricar»— hacer una?
—Claro que sí. ¡Eh! ¿Sabes cómo se manda un telegrama por cometa?
—No.
—Muy bien, sujétala un segundo… —Me pasó la cometa y se sacó un boli del
anorak. Después abrió la cajetilla de tabaco y sacó el papelito dorado. Como no tenía
donde apoyarse, me puse de rodillas a su lado, como un escudero al que armasen
caballero, para que se apoyase en mi espalda—. ¿Qué mensaje enviamos?
—«Julia y mamá, ojalá estuvieseis aquí».
—Tú mandas —Mi padre apretó fuerte con el bolígrafo y sentí el trazo de las
letras en la espalda a través de la ropa—. Ya está —Enrolló el papelito y lo retorció
alrededor del hilo de la cometa como si fuese el alambre del pan de molde—. Ahora
menea el hilo. Eso es. Arriba y abajo.
El telegrama empezó a subir por el hilo, desafiando la gravedad. Enseguida dejó
de verse. Pero sabías que el mensaje había llegado a su destino.
—Lytoceras fimbriatum.
Miré a mi padre y pestañeé sin tener ni pajolera idea de lo que había dicho. Nos
hicimos a un lado para dejar paso al dueño de la tienda de fósiles, que estaba sacando
a rastras un letrero a la calle.
—Lytoceras fimbriatum —repitió mi padre señalando con la cabeza el fósil en
espiral que yo tenía en la mano—. Es el nombre en latín. Pertenece a la familia de los
amonites. Se sabe por todos estos surcos tan juntos y estos otros un poco más gordos
a cada pocos centímetros…
—¡Es verdad! —Lo comprobé en el cartelito de la repisa—. Ly-to-ce-ras…
—Fimbriatum. Me alegro de no haberme equivocado.
—¿Desde cuándo sabes tú de fósiles y de nombres en latín?
—Tu abuelo era bastante aficionado a los minerales. Casi todas las vacaciones se
inventaba una excusa para salir a cazar fósiles con un martillito que tenía. Me parece
que todavía anda por casa. Algunos de los fósiles que encontró en Chipre y en la
India están en el Museo de Lancaster, o estaban la última vez que fui.
—No tenía ni idea —El fósil encajaba perfectamente en el hueco de mis manos

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—. ¿Este es raro?
—No mucho. Aunque es un ejemplar muy bonito.
—¿Qué antigüedad tiene?
—Unos ciento cincuenta millones de años. Un chaval entre los amonites, la
verdad. ¿Qué te parece si te lo compro?
—¿En serio?
—¿No te gusta?
—Me encanta.
—Pues ya tienes tu primer fósil. Un souvenir educativo.
¿Las espirales terminan en alguna parte? ¿O se hacen tan pequeñas que es
imposible seguirlas con los ojos?
Las gaviotas rondaban los cubos de basura del restaurante Cap’n Scallywag’s. Iba
andando con la vista puesta en mi amonites cuando de repente un codo salió de la
nada y me golpeó en toda la jeta.
—¡Jason! —exclamó mi padre—. ¿Quieres mirar por dónde vas?
La nariz me latía del dolor. Quería estornudar pero no podía.
El corredor se frotaba el brazo.
—No hay daños irreparables, Mike. No hace falta avisar al helicóptero de la Cruz
Roja.
—¡Craig! ¡Cielo santo!
—Mi paseíto matinal, Mike. Este parachoques humano es tu chaval, me imagino.
—Exacto, Craig. Es Jason, el pequeño.
El único Craig que mi padre conoce es Craig Salt. Aquel señor tan bronceado
cuadraba con lo que había oído hablar de él.
—Si llego a ser un camión —me dijo—, ahora mismo serías una calcomanía,
jovencito.
—Los camiones tienen prohibido circular por aquí —La voz me salió gangosa
por culpa del golpe—. Esto es solo para peatones.
—¡Jason! —mi padre no era la misma persona que en la tienda de fósiles—.
¡Pídele perdón al señor Salt! Si se llega a caer por tu culpa, podrías haberle
provocado una grave lesión.
Dale una patada en la espinilla a ese gilipollas, me dijo el Gemelo Nonato.
—Lo siento mucho, señor Salt.
Cagao.
—Te perdono, Jason, aunque muchos no lo harían. ¿Qué es eso? ¿Coleccionas
fósiles? ¿Me dejas verlo? —Craig Salt me cogió el amonites—. Un trilobite muy
majo. Un poco dañado en este lado pero no está mal del todo.
—No es un trilobite. Es un Ly-to… —El Ahorcado me bloqueó «Lytoceras»
cuando iba por la mitad—. Es un tipo de amonites, ¿verdad, papá?
Mi padre no me miró a la cara.
—Si el señor Salt está seguro, Jason…

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—El señor Salí —el jefe de mi padre me soltó el amonites en la mano— está
seguro.
Mi padre tenía una sonrisilla escuálida.
—Si alguien te lo ha vendido diciendo que era cualquier cosa que no sea un
trilobite, denúncialo. Tu padre y yo conocemos a un buen abogado, ¿verdad, Mike?
Bueno, tengo que correr otro par de kilómetros antes del desayuno. Y después volver
a Poole. Para ver si mi familia me ha hundido el yate o no.
—Caramba, ¿tiene usted un yate, señor Salt?
Craig Salt se olió mi tonillo sarcástico pero lo dejó pasar.
Le sostuve la mirada con aire inocente pero desafiante; me sorprendí a mí mismo.
—¿Que si tiene yate? ¡Uno de 15 metros, ni más ni menos! —dijo mi padre como
si tuviese alguna idea de barcos—. Craig, los chicos en prácticas me han dicho que
fue un placer lo de…
—Ah, sí, Mike. Antes de que se me olvide. Habría sido poco profesional por mi
parte sacar el tema en el hotel delante de todas nuestras Grandes Promesas, pero
tenemos que hablar urgentemente del tema Gloucester. Los resultados del último
trimestre me tienen muy preocupado. Por lo que veo, el supermercado de Swindon se
está yendo a la mierda.
—Desde luego, Craig. Tengo unas nuevas ideas para promociones en punto de
venta con las que podríamos experimentar en…
—No necesitamos experimentos, necesitamos resultados. El miércoles tendrás
una llamada mía.
—Estupendo, Craig. Estaré en la oficina de Oxford.
—Sé perfectamente dónde están todos mis gerentes. Ten más cuidado, Jason,
podrías hacerle daño a alguien. A ti mismo, por ejemplo. Hasta el miércoles, Mike.
Mi padre y yo nos quedamos mirando mientras se alejaba trotando por el paseo
marítimo.
—Bueno, ¿qué? —la alegría de mi padre sonaba forzada y muy poco convincente
—, ¿vamos a por ese sándwich de bacon?
Pero yo no podía responderle.
—¿Tienes hambre? —Me pasó la mano por encima del hombro—. ¿Jason?
A punto estuve de quitarme su mano de encima de un manotazo y tirar el puto
«trilobites» al mar.
A puntito.
—O sea, que mientras yo estoy hasta el cuello de notificaciones de envíos,
inventarios de existencias, listas de correo y temperamentos artísticos —mi madre
ajustó el espejo para darse el último toque con el pintalabios— ¡tú te dedicas a pasear
por Cheltenham toda la mañana como un marajá! Los hay con suerte, ¿eh?
—Supongo.
El Datsun Cherry de mi madre huele a caramelos de eucalipto.
—¡Te lo vas a pasar bomba! Bueno, a ver, Agnes me ha dicho que Carros de

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fuego empieza a las dos menos veinticinco, así que cómprate un bocadillo o algo para
comer y vete para la galería a eso de… —se miró el reloj— la una y cuarto.
—Vale.
Nos bajamos del Datsun.
—¡Buenos días, Helena! —Un tío con el pelo cortado al cepillo pasó a nuestro
lado de camino a una furgoneta que estaba entrando en un muelle de carga y descarga
—. Ha dicho el hombre del tiempo que hoy va a hacer un día radiante.
—Ya era hora de que tuviésemos un poquito de verano. Mira, Alan, te presento a
mi hijo Jason.
Me hizo una mueca y un saludito chistoso. A mi padre no le habría caído bien el
tal Alan.
—Teniendo en cuenta que estás de vacaciones, Jason, déjame que te…
Mi madre se sacó del bolso un billete nuevecito de cinco libras.
—¡Gracias! —No sé por qué están tan generosos últimamente—. ¡Es lo mismo
que me dio papá en Lyme Re gis!
—Qué tonta estoy, si pensaba darte diez…
¡Me quitó las cinco libras de la mano y me dio un billete de diez! Eso hacía un
total de 28 libras con 70 peniques.
—Muchas gracias.
Iba a necesitar hasta el último penique.
—¿Tiendas de antigüedades? —La mujer de la oficina de información turística
empezó a memorizar mis facciones por si después se denunciaba algún robo—. ¿Para
qué quieres una tienda de antigüedades? Las mejores gangas están en las tiendas de
segunda mano.
—Es el cumpleaños de mi madre —mentí—. Le gustan los jarrones.
—¿Ah, para tu mamá? ¡Vaya! ¡Qué suerte tiene de tener un hijo como tú!
—Eh… —me estaba poniendo nervioso— gracias.
—¡Mucha, pero que mucha suerte! Yo también tengo un hijo tan encantador
como tú —Me enseñó una foto de un bebé gordo—. Es de hace veintiséis años, ¡pero
sigue siendo una ricura! A veces se le olvida que es mi cumpleaños, todo hay que
decirlo, pero Pips es todo corazón. Y al final eso es lo que cuenta. El padre era un
sinvergüenza, lo siento mucho pero es la verdad. Un auténtico cerdo. Pips lo odiaba
tanto como yo. Los hombres —puso una cara como si acabase de dar un trago de lejía
— llegan, te echan el grumo, se dan la vuelta y buenas noches. No crían a los hijos,
no les dan de mamar, no les limpian el culito ni les echan talco en —puso una voz
ñoña pero sin variar la mirada de ave de rapiña— el gusanito. Al final los padres
siempre dan la espalda a los hijos. En el corral solo hay sitio para un gallo, adiós y
gracias. Pero yo puse al padre de mi Pippin de patitas en la calle cuando solo tenía
diez añitos. Yvette tenía quince. Yvette dice que Pips ya es bastante mayorcito para
independizarse, pero es que esa señoritinga, desde que le pusieron un anillo de bodas
comprado a plazos, se ha olvidado de quién es la madre y quién es la hija. Se ha

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olvidado de que fue gracias a mí que aquella mala pécora de Colwall no le echó el
guante a Pippin, cuando ya lo tenía medio engatusado. Yvette sigue estando a partir
un piñón con —la mujer señaló la puerta con un gesto de la barbilla— el payaso de su
padre. El cerdo. El imbécil. ¿Quién si no le iba meter esa idea en la cabeza? ¿Ponerse
a cotillear dónde guarda Pips mis estimulantes? Toda madre necesita una ayudita de
vez en cuando, cielo. Dios nos hizo madres pero no nos lo puso nada fácil. Tenemos
que estar en todo. Pips me entiende, él siempre dice: «Estas pastillitas son tuyas,
mamá. Son nuestro secreto, pero si alguien, por lo que sea, te pregunta algo, le dices
que son tuyas». Pippin no es tan formalito como tú, cielo, pero tiene un corazón de
oro. Total, ¿a que no sabes que hizo Yvette con mis estimulantes? Se presentó una
tarde sin que nadie la invitase y sin pedir permiso ¡y me las tiró al váter! Cuando
llegó su hermano y se enteró, empezó a echar sapos y culebras. ¡Cómo se puso! Que
si «maldita traidora» por aquí, que si «maldita traidora» por allá… ¡No lo había visto
igual en mi vida! Se fue a casa de Yvette y ¿te querrás creer que le partió el tabique?
—La mujer estaba toda congestionada—. Yvette llamó a la policía. ¡Vendió a su
hermano! ¡Solo por darle un guantazo de nada a ese chiquilicuatre de marido que
tiene! Desde entonces Pips ha desaparecido. Lleva días sin dar señales de vida. Lo
único que quiero es una llamadita, cielo. Solo para saber que está bien y se está
cuidando como Dios manda. Hay unos tipejos llamando a la puerta a todas horas. Y
la policía, tres cuartos de lo mismo. «¿Dónde concho está la mercancía? ¿Dónde
concho está el dinero? ¿Dónde está tu hijo, vieja de la eme?». Menuda boquita tienen.
Pero aunque tuviera noticias de Pips, antes me muero que decirles ni media…
Abrí la boca para recordarle lo de las tiendas de antigüedades.
Se estremeció y dio un suspiro.
—Antes me muero…
—Bueno, ¿me podría dar un mapa de Cheltenham con las tiendas de antigüedades
marcadas?
—No, cielo. Yo no trabajo aquí. Pídeselo a la chica del mostrador.
El primer anticuario se llamaba George Pines y estaba en una ronda de
circunvalación, embutido entre una casa de apuestas y una licorería. Se supone que
Cheltenham es una ciudad pija pero también tiene sus zonas gualtraperas. Había que
cruzar una pasarela colgante que estaba toda oxidada. George Pines no era lo que
normalmente se entiende por «tienda de antigüedades». Había rejas en todas las
ventanas. En la puerta (cerrada) había una nota pegada con celo que ponía VUELVO
EN 15 minutos, pero el papel estaba descolorido y la tinta desvaída. Un anuncio decía
REBAJAS POR LIQUIDACIÓN. Por el cristal mugriento vi que lo único que había
eran esos aparadores grandotes y feos de las casas de los abuelos. Ni relojes ni nada.
Hacía mucho que George Pines no se pasaba por allí.
Estaba cruzando la pasarela de vuelta cuando vi a dos chicos que venían de frente.
Parecían de mi edad pero llevaban botas Doctor Martens con cordones rojos. Uno
llevaba una camiseta de Quadrophenia, el otro una con el emblema de la RAF. Sus

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pisotones retumbaban al compás, izquierda-derecha, izquierda-derecha. Si los miras a
los ojos significa que te crees tan duro como ellos. Como llevaba una fortuna encima,
bajé la mirada y la fijé en el río humeante de tráileres y camiones cisterna que
discurría bajo nuestros pies, pero según se acercaban los dos mods, supe que no se
iban a poner en fila india para dejarme pasar. Así que me tocó apretujarme contra la
barandilla.
—¿Tienes fuego? —me preguntó el más alto.
Tragué saliva.
—¿Quién, yo?
—No, la princesa Diana, no te jode.
—No —Me agarré con fuerza de la barandilla—. Lo siento.
—Maricón —gruñó el otro.
Gente así es la que dominará lo que quede de mundo después de la guerra nuclear.
Va a ser un infierno.
Cuando por fin encontré la segunda tienda ya había perdido casi toda la mañana.
Pasé por debajo de un arco y fui a dar a una plaza empedrada llamada Hythloday
Mews. Una espiral de llantos de bebés distantes recorría la plaza. En todas las
ventanas se mecían cortinas de encaje. Un elegante Porsche negro esperaba a su
dueño y unos girasoles me miraban desde un muro caldeado por el sol. Allí estaba el
letrero: CASA GILES. La claridad de la calle no dejaba ver el interior. Un pigmeo
con un letrero colgado del cuello que ponía ¡SÍ, ESTAMOS ABIERTOS! mantenía la
puerta abierta. Dentro olía a papel de estraza y a cera. La tienda estaba tan fresca
como las piedras de los ríos. Vitrinas empañadas llenas de medallas, vasos, espadas.
Un aparador galés más grande que todo mi cuarto no dejaba ver el rincón más alejado
del local. De allí procedía un ruido rasposo. El ruido se aclaró y se transformó en la
retransmisión de un partido de criquet por la radio.
El ruido de un cuchillo en una tabla de picar.
Me asomé detrás del aparador.
—Si llego a saber que iba a armar este estropicio —me dijo aquella mujer
estadounidense— me compro las puñeteras cerezas —Era muy morena y más o
menos guapa, pero demasiado rara para llegar a gustarme. Tenía las manos pringosas
por culpa de una fruta anaranjada con forma de huevo gigante que no paraba de
gotear—. Las cerezas son una fruta como Dios manda. Te las metes en la boca, les
quitas el hueso, las masticas, te las tragas y se acabó. No este… pringue y este
chapoteo.
Mis primeras palabras a un ser humano americano de verdad fueron:
¿Qué fruta es esa?
—¿No sabes lo que es un mango?
—No, lo siento.
—¿Por qué tienes que disculparte? ¡Ay, estos ingleses! No distinguís la comida
del plástico. ¿Quieres un poco?

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No hay que aceptar caramelos de un pervertido en un parque, pero una fruta
exótica de una anticuaría seguro que sí se puede.
—Vale.
La mujer cortó un buen pedazo que cayó en un cuenco de cristal y le clavó un
tenedorcito de plata.
—Descansa un poco las piernas.
Me senté en un taburete de mimbre y me acerqué el cuenco a la boca.
Aquella fruta escurridiza se deslizó por mi lengua.
Dios, estaba buenísimo… Melocotones perfumados, rosas magulladas.
—¿Cuál es el veredicto?
—Absolutamente…
De repente el comentarista de criquet se volvió loco:
«… todo el estadio puesto en pie, ¡Botham ha anotado otra centena
extraordinaria! Geoffrey Boycott va corriendo a felicitar…».
—¿Botham? —La mujer se puso alerta—. ¿Se refiere a Ian Botham, verdad?
Asentí con la cabeza.
—¿Ese que es más peludo que Chewbacca? ¿Con la nariz aguileña y los ojos de
bárbaro? ¿Pura virilidad envuelta en blancura criquetista?
—Ese debe de ser, sí.
—Ay —Se cruzó las manos sobre el liso pecho como la Virgen María—.
Caminaría sobre las brasas.
Nos quedamos oyendo la ovación del estadio mientras nos terminábamos el
mango.
—Bueno —Se limpió delicadamente los dedos con un trapo húmedo y apagó la
radio—. ¿Vienes a comprar una cama jacobea con dosel? ¿O es que los inspectores de
hacienda cada vez sois más jóvenes?
—Esto… ¿Tiene usted un Omega Seamaster, por favor?
—¿Un «Omega Seamaster»? ¿Eso qué es, un barco?
—No, un reloj. Dejaron de fabricarlos en 1958. Tiene que ser un modelo llamado
De Ville.
—Cariño, por desgracia, Giles no vende relojes. No quiere que después vengan a
devolvérselos porque no funcionan.
—Ah.
Mi gozo en un pozo. No había más anticuarios en Cheltenham.
La mujer estadounidense se me quedó mirando.
—Pero conozco a un vendedor especializado…
—¿En relojes? ¿Aquí en Cheltenham?
—No, trabaja en South Kensington. ¿Quieres que lo llame?
—¡Sí, por favor! Tengo 28 libras y 75 peniques.
—No enseñes tan pronto tus cartas, cariño. Déjame ver si encuentro el número en
este berenjenal que Giles tiene por despacho.

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—¿Sí, Jock? Rosamund. Eso es. No… no, estoy en la tienda. Giles anda haciendo
el buitre por no sé dónde. Ha muerto una duquesa que tenía una casa enorme. O una
condesa, o baronesa, o unadesas, no sé, ya sabes que en mi tierra no tenemos esa
fauna. No, ni tampoco reinas que deberían estar cumpliendo cadena perpetua en la
cárcel del buen gusto… ¿Cómo? Ay, no sé, me lo ha dicho Giles, un lugar raro, por
las Cotswolds, sonaba muy inglés… Brideshead… no eso es la serie de televisión,
¿verdad? Espera, lo tengo en la punta de la lengua… Villalejos del Quinto Pino…
Que no, Jock, claro que te lo diría… ¿Mande?… Ajá, ya sé que entre vosotros no hay
secre… Ajá, Giles también te quiere como un hermano. Pero escucha, Jock, resulta
que tengo un jovencito aquí que… Ah, Jock, qué gracioso eres, no me extraña que
tengas locas a todas las artríticas de Londres… Sí, un jovencito que está buscando un
Omega Seamaster —me miró y le dije «De Ville» en voz baja— «De Ville»… Ajá.
¿Conoces ese modelo?
La pausa parecía prometedora.
—¿No me digas?
Ese momento justo antes de ganar, cuando sabes que ya has ganado.
—¿Delante de ti? ¡Caray, qué suerte que te he llamado! Ajá… ¿Como nuevo?
Vaya, Jock, la cosa se pone cada vez mejor… Qué chiripa… Mira, en cuanto al tema
monetario… Hay un pequeño problema de presupuesto que… Ajá… Claro, Jock, si
dejaron de fabricarlos en los cincuenta, deben de ser muy difíciles de encontrar, te
entiendo perfectamente… Sí, ya sé que no eres la beneficencia… —Rosamund me
miró y bostezó en broma—. Bueno, Jock, si no te dedicases a procrear como un
conejo cada vez que una coneja levanta su colita algodonosa en tus inmediaciones, no
tendrías todos esos hijos al borde de la inanición. Tú dame el mejor precio que
puedas… Ajá… Bueno, me temo que… Ajá. Si acepta, te vuelvo a llamar.
Colgó el auricular y el teléfono hizo ping.
—¿Tenía uno? ¿Un Omega Seamaster?
—Ajá —Parecía triste—. Dice que por 850 libras te lo manda por correo a tu casa
en cuanto le acepten el cheque.
¿Ochocientas cincuenta libras?
—¿Quieres más mango, cariño?
—A ver si lo he entendido bien, Jason. ¿Me estás diciendo que rompiste, sin
querer, el puñetero reloj de tu abuelo en enero? —Asentí—. ¿Y que te has pasado
estos ocho meses correteando de aquí para allá en busca de un sustituto? —Asentí—.
¿Con los recursos económicos de un niño de trece años? —Asentí—. ¿En bici? —
Asentí—. Pero ¿no sería muchísimo más fácil confesarlo y ya está? ¿Aceptar el
castigo como un hombre y después seguir adelante con tu vida normal?
—Mis padres me matarían. Literalmente.
—¿Cómo? ¿Que te matarían? ¿Literalmente? —Rosamund fingió ahogar un grito
con las manos—. ¿Matar a su propio hijo? ¿Por romper un puñetero reloj? ¿Y cómo
se deshacen de tus hermanos cuando rompen algo? ¿Los descuartizan y los tiran al

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váter? ¿Y qué dice el fontanero cuando desatasca las cañerías y se encuentra los
huesos?
—Bueno, vale, no me matarían literalmente, pero se volverían locos. Es el…
mayor miedo que tengo.
—Ajá. ¿Y cuánto tiempo les duraría esa locura? ¿Toda tu vida? ¿Veinte años?
¿Sin posibilidad de libertad condicional?
—No, tanto no, pero…
—Ajá. ¿Ocho meses?
—Varios días segurísimo que sí.
—¿Cómo? ¿Varios días? Joder, Jason.
—No, más. Una semana, lo más probable. Y estarían todo el rato
recordándomelo.
—Ajá. ¿Y cuántas semanas más piensas seguir en tu despojo mortal?
—Perdón, ¿c… —El Ahorcado me bloqueó «¿cómo dice?»—. No la entiendo.
—A ver, ¿cuántas semanas tiene un año?
—Cincuenta y dos.
—Ajá. ¿Y cuántos años dura una vida?
—Depende. Setenta.
—Setenta y cinco, si no te mueres antes de tanto preocuparte. Muy bien.
Cincuenta y dos por setenta y cinco son… —Usó la calculadora—. Tres mil
novecientas semanas. Me estás diciendo que tu mayor miedo es que tus padres estén
enfadados contigo durante una de esas casi cuatro mil semanas. O dos. O tres —
Rosamund infló los mofletes y luego soltó el aire—. Te cambio tu mayor miedo por
cualquiera de los míos. Por dos. No, por diez. Por una carreta entera. ¡Por favor!
Un tornado en vuelo rasante hizo vibrar todas las ventanas de Cheltenham.
—¡Has roto un reloj, no un futuro! Ni una vida. Ni una columna vertebral.
—Usted no conoce a mis padres —dije enfurruñado.
—La pregunta es: «¿Y tú sí?».
—Pues claro que sí. Vivimos en la misma casa.
—Oh, Jason, me rompes el corazón. De verdad, me lo rompes.
Al salir de Hythloday Mews me di cuenta de que me había olvidado el mapa en la
mesa de Rosamund y volví a por él. La puerta azul que había detrás del escritorio
estaba abierta y se veía un retrete minúsculo. Rosamund estaba echando una meada
atronadora mientras canturreaba, en un idioma extranjero, Row Row Row the Boat
Gently Down the Stream con un sonoro vozarrón. Yo creía que las mujeres meaban
sentadas, pero Rosamund estaba meando con la falda remangada hasta el culo. Mi
primo Hugo Lamb dice que en Estados Unidos venden pililas de plástico para las
feministas. A lo mejor es que Rosamund tenía una de esas. Por cierto, también tenía
más pelos en las piernas que mi padre, lo cual es bastante raro para una mujer. Estaba
muerto de vergüenza, así que cogí el mapa y salí sin hacer ruido. De camino a la
galería de mi madre paré en una panadería, me compré un hojaldre de salchicha y me

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senté a comérmelo en un parquecito triangular. A estas alturas de agosto los
sicómoros ya están hechos una pena. Las tiendas ya han colgados los letreros de
VUELTA AL COLÉ. Estos últimos días de libertad cascabelean como una caja de
juanolas casi vacía.
Hasta hoy pensaba que para sustituir el Omega de mi abuelo bastaría simplemente
con encontrar uno. Pero de repente el problema es cómo conseguir unos cuantos
cientos de libras. Mientras me comía el hojaldre me pregunté cómo podría (a) mentir
para explicar la desaparición del reloj, (b) hacer que no fuese culpa mía y (c) hacer
que la mentira resistiese los interrogatorios.
Era imposible.
Los hojaldres de salchicha al principio están de rechupete pero los últimos
bocados ya te saben a picha de cerdo con pimienta, que, según Julia, es precisamente
de lo que están hechas las salchichas.
La dueña de La Boíte aux Mille Surprises es Yasmin Morton Bagot, la amiga de
mi madre. Mi madre es la encargada y tiene una ayudante que se llama Agnes. (Mi
padre dice «la Bota» para hacer la gracia, pero boíte significa «caja»). La Boíte aux
Mille Surprises es mitad tienda, mitad galería. En la tienda venden cosas que solo se
pueden comprar en Londres. Estilográficas de París, juegos de ajedrez de Islandia,
relojes atómicos de Austria, joyas de Yugoslavia, máscaras de Birmania. La galería
está en la parte de atrás. Vienen clientes de todo el país porque Yasmin Morton-Bagot
conoce a artistas de todo el mundo. En este momento el cuadro más caro es uno de
Volker Oldenburg. Volker Oldenburg pinta cuadros de arte moderno en el sótano de
un almacén de patatas de Berlín Oeste. No sé muy bien lo que representa Túnel #9,
pero cuesta 1950 libras.
1950 libras son 13 años de mi paga.
—Estamos de enhorabuena, Jason —Agnes habla con un acento galés muy
cantarín y nunca sé si la he entendido bien—. Tu madre acaba de vender un cuadro.
—Qué bien. ¿Uno de los caros?
—Uno de los muy, muy caros.
—Hola, cariño —dijo mi madre saliendo de la galería—. ¿Te lo has pasado bien?
—Eh… —el Ahorcado me bloqueó el «más» de «más o menos»—, sí, bien.
Agnes dice que acabas de… —el Ahorcado me bloqueó «vender»— que un cliente ha
comprado un cuadro.
—Ah, sí, el hombre tenía ganas de gastar un poco.
—Helena —dijo Agnes muy seria—, lo has manejado como te ha dado la gana.
Esa frase de que los coches se devalúan pero el arte siempre se revaloriza… Podías
haberle vendido Gloucestershire.
Entonces vi una chica preciosa.
Las tres debían de tener dieciséis años, y mucho dinero. Una de las esbirras tenía
cara de comadreja y un acné que no se lo podía tapar ni con la gruesa capa de
maquillaje que llevaba. La otra esbirra era un pez de labios gordos y ojos saltones que

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un mago de tercera división había convertido en niña. En cambio, la cabecilla del trío,
que fue la que primero entró a la tienda, parecía la modelo de un anuncio de champú.
Orejas y ojos de duende, una camiseta de color crema, una minifalda de color regaliz
con unos le otar dos que parecían pintados con espray en unas piernas perfectas y un
pelo de color café con leche en el que habría querido enterrarme a cambio de mi alma
si fuese preciso. (Antes no me atraían tanto las curvas de las chicas). Hasta el bolso
de la Chica Duende, de felpa y estampado de girasoles, parecía salido de un mundo
en el que lo feo estaba prohibido. Era imposible no quedarse mirándola boquiabierto
así que me escapé a la minúscula oficina de la galería. Al minuto llegó mi madre, que
había dejado a Agnes a cargo de la caja para poder telefonear a Yasmin Morton-
Bagot. Por la rendija de la puerta, entre dos lámparas gigantes de Palermo y una
tulipa naranja de Polonia, se abrió un encuadre de la tienda. Y dio la casualidad de
que en mitad del encuadre apareció el culito angelical de la Chica Duende y se quedó
fijo en esa posición mientras Besugo y Caracráter le pedían a Agnes que les
descolgase de la pared un pergamino chino. Más que hablar, relinchaban, y además
con acento pijo. Yo no paraba de acariciar las curvas de la Duende con los ojos, por
eso pude verla meter rápidamente la mano detrás del expositor, coger unos pendientes
de ópalos y guardárselos en el bolso de girasoles.
Problemas, gritos, amenazas, policía, dijo Gusano gimoteando. Tartamudeos
delante de todo el tribunal cuando te llamen a declarar. Además, ¿estás seguro de
haber visto lo que crees que has visto?
—¡Mamá!
Mi madre solo me lo preguntó una vez.
—¿Estás seguro?
Dije que sí con la cabeza.
Mi madre le dijo a Yasmin Morton-Bagot que luego le llamaba, colgó y sacó una
cámara Polaroid.
—Cuando yo te diga les sacas una foto, ¿vale?
Dije que sí con la cabeza.
—Buen chico.
Mi madre fue tranquilamente hasta la puerta de la tienda y echó el cerrojo con
disimulo. Agnes se dio cuenta y de pronto el ambiente se volvió tenso y sombrío,
como en el colé antes de una pelea. La Duende indicó por señas a sus compinches
que era hora de irse.
Tenía voz de pito.
—¡Está cerrada la puerta!
—Lo sé perfectamente. Acabo de cerrarla yo misma —dijo mi madre.
—Bueno, pues podrá volver a abrirla, digo yo.
—Bien —mi madre agitó las llaves como un sonajero—, la situación es la
siguiente. Una ladrona acaba de meterse en el bolso unos pendientes de ópalos
australianos bastante valiosos. Como comprenderás, tengo que proteger mis artículos.

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La ladrona quiere escapar con lo que ha robado. Luego estamos en punto muerto.
¿Qué harías tú en mi lugar?
Besugo y Caracráter ya estaban a punto de llorar.
—Si yo fuese una dependienta —ahora la Duende parecía peligrosa—, lo que no
haría sería formular acusaciones tan vergonzosas.
—Entonces, por qué no vacías el bolso para demostrar lo patético de mi
acusación. ¡Imagínate el ridículo que hará esta dependienta cuando no aparezca
ningún pendiente!
Por un segundo pensé en la espantosa posibilidad de que la Duende hubiese
vuelto a poner los pendientes en su sitio.
—No pienso dejar que ni usted ni nadie me revuelva el bolso.
Era dura de pelar. La victoria todavía podía caer de cualquier lado.
—¿Saben vuestros padres que sois unas ladronas? —preguntó mi madre a Besugo
y Caracráter—. ¿Cómo reaccionarán cuando les llame la policía?
No es que pareciesen culpables, es que olían a culpables.
—Pensaba pagarlos —dijo la Duende, cometiendo el primer error.
—¿Pagar el qué?
La sonrisa de mi madre daba un poco de miedo.
—¡Salvo que nos pille saliendo por la puerta, no puede hacernos nada! Mi padre
tiene un abogado buenísimo.
—¿Ah, sí? Yo también. Y dos testigos que te han visto intentando marcharte.
La Duende se fue a por mi madre con paso decidido. Pensé que la iba a pegar.
—¡DEME LA LLAVE O SE ARREPENTIRÁ!
—Pero ¿todavía no te has dado cuenta —yo no tenía ni idea de que mi madre
tuviese tanta sangre fría— de que no me asustas lo más mínimo?
—Por favor… —a Caracráter se le saltaron las lágrimas—, por favor, yo…
Mi madre me hizo una señal: ahora.
Al sentir el flash, las tres niñas dieron un respingo.
La foto salió ronroneando de la cámara. La cogí de una esquina y la sacudí unos
segundos para secarla. Entonces saqué otra por si acaso.
—¿Se puede saber —la Duende empezaba a derrumbarse— que está haciendo
ese?
—La semana que viene —dijo mi madre— voy a ir a todos los institutos de la
ciudad con un agente de policía y esas dos fotos, empezando por el colegio de niñas
de Cheltenham —Besugo suspiró desesperada—. Las directoras siempre se muestran
muy dispuestas a colaborar. Prefieren arrancar un par de malas hierbas antes de
arriesgarse a que su colegio salga en los periódicos por un motivo tan desagradable.
Las entiendo perfectamente.
—Ophelia —dijo Caracráter, tan bajo que parecía un gatito—. Será mejor que…
—¡«Ophelia»! —Mi madre se lo estaba pasando en grande—. No hay muchas
Ophelias que digamos.

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Ophelia la Duende se estaba quedando sin escapatoria.
Mi madre volvió a agitar las llaves.
—Sacad ahora mismo todo lo que tengáis en los bolsos y en los bolsillos y
devolved lo que hayáis cogido. Dadme vuestros nombres, el nombre de vuestro
colegio, vuestra dirección y el teléfono de vuestra casa. Sí, os va a caer una buena
bronca. Y pienso informar a vuestros colegios. Pero no, no os voy a denunciar ni
informar a la policía de lo ocurrido.
Las tres niñas miraban al suelo.
—Pero tenéis que decidiros ya.
Ninguna movió un dedo.
—Vosotras lo habéis querido. Agnes, llama al agente Morton. Dile que haga sitio
en las celdas para tres ladronas.
Caracráter puso un amuleto tibetano encima del mostrador. Las lágrimas surcaron
sus mejillas picadas y polvorientas.
—Es la primera vez que lo hago…
—La próxima vez escoge mejores compañías.
Mi madre miró a Besugo.
Las manos de Besugo temblaron al sacar del bolso un pisapapeles danés.
—Si mal no recuerdo, la Ophelia de Shakespeare —dijo mi madre mirando a la
Ophelia de carne y hueso— terminaba bastante mal, ¿no?
—¡Guau! —mi madre y yo cruzábamos el centro comercial a paso ligero para no
perdernos el principio de Carros de fuego—, las has manejado de una forma
alucinante.
—Figúrate —los tacones de mi madre repiqueteaban en el mármol reluciente:
tacatá-tacatá-tacatá—. A mis años y teniendo que manejar a tres niñatas malcriadas
«de una forma alucinante» —estaba loca de contenta—. El que primero las vio fuiste
tú, Jason Ojo de águila. Si fuese un sheriff, te pagaría una recompensa.
—Palomitas y un Seven-Up, por favor.
—Eso está hecho.
La gente es un nido de necesidades. Necesidades tontas, necesidades agudas,
necesidades profundas, necesidades superficiales, necesidades de cosas que no
pueden manejar, necesidades de cosas que sí pueden. Los publicistas lo saben. Las
tiendas también. Las tiendas, sobre todo en los centros comerciales, son
ensordecedoras. ¡Tengo lo que necesitas! ¡Tengo lo que quieres! ¡Tengo lo que
deseas! Pero mientras recorríamos el Regent’s me di cuenta de otra necesidad que
normalmente es tan íntima que ni te das cuenta de que está ahí. Las madres y los hijos
necesitan caerse bien. No es amor, pero se parece.
—¡Qué maravilla! —dijo mi madre, suspirando y sacando las gafas de sol del
bolso.
La cola del cine salía de las taquillas y llegaba hasta unos nueve o diez portales
más allá. Faltaba media hora para que empezase la película y teníamos delante unas

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noventa o cien personas, casi todo niños, en dúos, tríos y cuartetos. También algún
que otro jubilado y unas cuantas parejitas. El único niño con su madre que había en
toda la cola era yo. Ojalá no fuese tan evidente.
—Jason, no me digas ahora que tienes que ir a hacer pis…
Un gordo imbécil de párpados caídos se giró y me sonrió con sarcasmo.
—¡No! —contesté en tono medio borde.
Gracias a Dios que en Cheltenham no me conoce nadie. Hace dos años Ross
Wilcox y Gary Drake vieron a Floyd Chaceley con su madre haciendo cola en el cine
de Malvern para ver Gregory’s Girl y todavía se ríen de él.
—¡A mí no me hables en ese tono! ¡Te dije que fueses al baño en la tienda!
El buen humor es tan frágil como una cáscara de huevo.
—¡Pero que no tengo que ir!
Un autobús renqueante pasó bramando y dejó un olor a lápices en el aire.
—Si te da vergüenza que te vean conmigo —muchas veces mi madre y Julia
aciertan en blancos que yo ni siquiera he visto—, lo dices y los dos nos ahorramos las
molestias.
—¡Que no! —No es «vergüenza». Bueno, un poco. Pero no porque mi madre sea
mi madre, sino porque mi madre es una madre. Ahora me dio vergüenza de que me
diese vergüenza—. No.
El mal humor es tan frágil como un ladrillo.
El gordo imbécil de párpados caídos se lo estaba pasando chachi.
Amargado, me quité el jersey y me lo até a la cintura. La cola había avanzado un
poco y estábamos justo delante de una agencia de viajes. Detrás del mostrador había
una chica de la edad de Julia. Tenía la cara pálida y llena de manchas por falta de sol.
Para eso sirve el graduado escolar, para terminar así. Había un póster pegado al
escaparate que ponía ¡GANA LAS MEJORES VACACIONES DE TU VIDA CON
VIAJES E-ZEE! Mamá la Encantada de la vida, Papá el Sonriente Benefactor, la
Hermana Mayor Glamurosa y el Hermanito Despeinado. Posando delante de Ayers
Rock, del Taj Mahal, de Disneyworld.
—El verano que viene —le pregunté a mi madre— ¿volveremos a irnos los cuatro
juntos de vacaciones?
Las gafas de sol le ocultaban los ojos.
—Ya veremos —me contestó.
El Gemelo Nonato me azuzó.
—¿El qué ya veremos?
—Todavía falta un año. Es mucho tiempo. Julia dice que quiere hacer el Eurorraíl
o como se llame.
—Inter raíl.
—¿Y si te vas a esquiar con el colegio? ¿Con tus amigos? —Mi madre no se ha
enterado de que ya no soy popular—. Hace unos años Julia se lo pasó de maravilla
con aquella familia alemana.

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—Helga la Acelga y Otto el Escroto no me parecían tan maravillosos.
—Tu hermana exageraba, Jason, estoy segura.
—¿Por qué no vamos papá, tú y yo a alguna parte? Lyme Regis está bien.
—Yo… —Mi madre suspiró—. No sé si los problemas que tu padre y yo hemos
tenido este año con el trabajo y todo lo demás se habrán resuelto el año que viene.
Vamos a esperar a ver cómo va todo.
—Pero la madre de Dean Lerdell trabaja en un asilo de ancianos y el padre es
cartero, y siempre se las arreglan para…
—Me alegro por el señor y la señora Lerdell —mi madre usó el tono de voz que
significa que estás hablando muy alto—, pero no todos los trabajos son tan flexibles,
Jason.
—Pero…
—¡Vale ya, Jason!
Ha aparecido el señor del cine, el que decide quién entra y quién recibe el aviso
de: «No se moleste en seguir a la cola, ya no hay entradas». Los Admitidos y los
Rechazados. El señor del cine musita números según avanza por la acera, más lento
que un costalero, y escribe con un boli en una libreta. La gente sonríe cuando pasa de
largo y se vuelven para mirar a los Rechazados que no pasarán el corte. Los
Admitidos son unos capullos petulantes. Se han ganado un asiento en el multicolor
reino de la oscuridad. Podrán ver Carros de fuego, aunque sea en la primera fila y con
la pantalla en las narices. Hay veinte personas entre el señor del cine y nosotros. Por
favor, acérquese unos pocos pasos más, solo unos pasitos, venga, unos pocos más…
Por favor.

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Gusano
—¡Jason Taylor —el aliento de Ross Wilcox olía a jamón de York— va al cine
con su mamaíta! —Un minuto antes Mark Badbury me estaba explicando cómo ganar
al Comecocos y, de repente, esto. Ya había perdido la oportunidad de negarlo—. ¡Te
hemos visto! ¡En Cheltenham! ¡Haciendo cola con tu mamaíta!
En el pasillo del colegio, el tráfico y el tiempo se ralentizaron.
Como un idiota, traté de amortiguar el ataque sonriendo.
—¿Por qué sonríes, gusano grasiento? ¿Estuviste metiéndole mano a tu mamuchi
en la última fila? —Wilcox me dio un tirón de la corbata. Porque sí—. Le metiste la
lengua, ¿eh?
Me pellizcó la nariz. Porque sí.
—¡Pero Taylor! —Gary Drake siempre sale de caza con su primo—. ¡Eso es
asqueroso!
Neal Brose me miró como se mira a un perro al que llevan al veterinario para
sacrificarlo. Con pena pero también con desprecio por ser tan débil.
—¿Le diste un morreo a tu mami? —dijo Hormiguita, que es el nuevo siervo de
Wilcox.
—Le metiste el dedo, ¿verdad? —dijo Wayne Nashend, que es el viejo siervo de
Wilcox.
Los espectadores votaban con sus sonrisas.
—Contéstanos, ¿no? —Wilcox tiene la costumbre de dejar la punta de la lengua
entre los dientes. (La misma lengua que ha degustado todos los recovecos de Dawn
Madden)—. ¿O es q-q-q-que no pu-pu-pu-edes de-de-de-cir na-na-nada, tartaja
maricón?
Aquello catapultó el ataque a una nueva dimensión. En el lugar donde debería
haber estado mi respuesta se abrió una cavidad asombrada y muda.
—¡Ross! —chistó Darren Croome—. ¡Que viene Flanagan!
Wilcox me pisó el pie como si estuviese apagando un cigarrillo.
—Gusano tartaja follamamis.
El señor Flanagan, el subdirector, llegó tan campante y se llevó a clase de
geografía a los de 7.º D. Wilcox, Hormiguita y Nashend también se marcharon, pero
mi popularidad quedó agonizando en sus últimos estertores. Mark Badbury estaba
repasando los deberes de matemáticas con Colin Pole pero no me quise acercar a
nadie porque sabía que no querrían hablar conmigo. Lo único que podía hacer era
mirar por la ventana hasta que apareciese el señor Inkberrow.
La neblina está quitando brillo a las hojas doradas y oscureciendo las hojas rojas.
En el mejor de los casos, las dos clases seguidas de matemáticas son 90 minutos
del más absoluto aburrimiento; hoy fue lo peor de lo peor de lo peor. Ojalá no le
hubiese insistido tanto a mi madre para que me llevase al cine. Ojalá me hubiese
comprado la entrada con mi dinero y hubiese ido yo solo.

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Aunque Wilcox habría encontrado cualquier otro motivo para ensañarse conmigo.
Me odia. Los perros odian a los zorros. Los nazis odian a los judíos. El odio no
necesita un porqué. Un quién o incluso un qué es más que suficiente. En esto andaba
pensando cuando el señor Inkberrow dio un reglazo en mi pupitre. Di un bote y me
hice polvo la rodilla contra la parte inferior del tablero. Me había vuelto a quedar
flipado, estaba claro.
—¿Necesita que le ayude a concentrarse, Taylor?
—Esto… No lo sé, señor.
—Venga, un uno contra uno para que espabiles, Taylor. Tú contra Pike.
Gruñí en silencio. Un «uno contra uno» consiste en que un alumno A resuelve
una operación matemática en la izquierda de la pizarra mientras un alumno B
resuelve la misma operación en la derecha. Como una carrera. Clive Pike es el genio
matemático de 7.º A, o sea, que yo no tenía nada que hacer. Ahí estaba la gracia. No
había terminado de copiar la ecuación que nos dictaba el profesor cuando se me
partió la tiza.
La mitad de la clase soltó una risita, incluidas las niñas.
—Pero qué pringao —dijo León Cutler.
Una cosa es que Ross Wilcox te humille en público. Al fin y al cabo este curso se
lo está haciendo a un montón de niños. Pero si un don nadie del montón como León
Cutler te pone a parir sin que le importe un pito que le oigas, es que tu credibilidad ya
está por los putos suelos.
—Preparados —dijo el señor Inkberrow—, listos… ¡ya!
Al instante, la tiza de Clive Pike se puso manos a la obra.
Yo no iba a ser capaz de resolver aquella ecuación y lo sabía. Ni siquiera sé para
qué sirven las ecuaciones.
—¡Profesor! —exclamó Gary Drake—. Taylor se está copiando de Pike. Eso es
juego sucio, ¿no, profesor?
—Yo n… —El Ahorcado también me tenía ganas—. Es mentira, profesor.
El señor Inkberrow se limitó a limpiarse las gafas con el pañuelo.
Tasmin Murrell arriesgó un comentario burlón:
—¡Huy qué pillín este Taylor!
¡Tasmin Murrell! ¡Una maldita chica!
—Caramba, Gary Drake —señaló el señor Inkberrow—, qué sentido de la
deportividad. Deberías plantearte la carrera de agente de la ley.
—Gracias, profesor. Quizá lo haga.
Apenas había hecho cuatro garabatos sin la más mínima fe cuando Pike dejó la
tiza y se retiró de la pizarra.
El señor Inkberrow dejó pasar unos segundos.
—Excelente, Pike. Siéntate.
Mi intentona había fracasado en el segundo renglón de equis e y griegas.
Empezaron a oírse risitas sordas.

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—¡Silencio! No le veo la gracia a haberme pasado una semana de mi vida
enseñando ecuaciones de segundo grado para al final obtener esta… bazofia. A ver,
todos, página 18. Taylor, siéntate. Veamos si tu lamentable ignorancia es compartida
por el resto de la clase.
—Subnormal —siseó Gary Drake mientras pasaba por encima del pie que había
sacado para hacerme la zancadilla—. Gusano.
Cari Norrest no me dijo ni mu cuando me senté en nuestro pupitre. Él sabe lo que
se siente. Pero yo también sabía que esto no había hecho más que empezar. Ya me he
aprendido de memoria el horario de este curso y sabía lo que me esperaba a tercera y
cuarta hora.
El señor Carver, nuestro profesor de gimnasia habitual, se había llevado al equipo
de rugby de octavo al Malvern Boy’s Collage, así que la clase de hoy nos la iba a dar
el señor McNamara, el estudiante de magisterio en prácticas que ayuda a Carver. Era
una buena noticia porque Carver, cuando se da cuenta de que un alumno no es
popular, se apunta al recochineo. Como cuando en invierno, después de los partidos
de fútbol, se mete en el vestuario y dice: «Fuera esos gayumbos, Floyd Chaceley, ¿o
es que eres deforme?» o «todos de espaldas contra la pared, chavales, que viene
Nicholas Briar». Por supuesto, todos nos reímos como si fuese la cosa más graciosa
del mundo.
La mala noticia era que mi clase (7.º A) y la de Ross Wilcox (7.º B) tienen
gimnasia a la vez, y McNamara es incapaz de poner orden ni aunque le vaya la vida
en ello. Ni la suya ni la mía.
Los vestuarios atufan a sobaco y tierra. Están divididos en zonas. La zona de los
chicos duros es la más alejada de la puerta. La de los leprosos, al lado de la puerta.
Los demás usan la zona intermedia. Normalmente suelo ponerme ahí pero hoy no
quedaban perchas. Los leprosos de toda la vida, Cari Norrest, Floyd Chaceley y
Nicholas Briar, hicieron como si ahora fuese uno de ellos y me dejaron un hueco.
Aprovechando que Gary Drake, Neal Brose y Wilcox estaban ocupados con una
batalla de papel higiénico me cambié de ropa visto y no visto y salí corriendo al
campo de deportes. McNamara nos mandó calentar antes de ponernos a hacer series.
Trotando a un ritmo controlado logré mantenerme en el lado de la pista opuesto a por
donde corría la pandilla de Wilcox.
El otoño se está poniendo asqueroso, todo neblina y hojas podridas. El campo
pegado al nuestro estaba quemado y de color marrón galleta. El de más allá, se había
puesto del color del agua de aclarar pinceles. Las nubes típicas de la estación habían
emborronado las Malvern. Gilbert Swinyard dice que nuestro colegio lo diseñó el
mismo arquitecto del penal de Maze. El penal de Maze está en Irlanda del Norte. Es
donde Bobby Sands, el preso del IRA, murió de huelga de hambre el año pasado. *
En días como hoy, me creo lo que dice Gilbert Swinyard.
—¿Creéis que tenéis lo que hay que tener para ser el delantero centro del
Liverpool? ¿Del Manchester United? ¿De la selección inglesa? —McNamara

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desfilaba de un lado para otro con su chándal naranja y negro de los Wolverhampton
Wanderers—. ¿Tenéis el suficiente valor? ¿Los cataplines? —Su permanente a lo
Kevin Keegan rebotaba arriba y abajo—. ¡No tenéis ni idea! Pero ¿os habéis visto?
¿Queréis saber lo que aprendí en la Universidad de Loughborough sobre el esfuerzo y
el éxito? ¡No me importa si queréis o no, os lo voy a decir igual! El éxito en el
deporte… y en la vida, chavales, sí, sí, en la vida… ¡depende del SUDOR! ¡Sudor y
éxito —Darren Croome se tiró un pedo estruendoso— igual a sudor y éxito! Así que,
cuando hoy salgáis a ese campo, ¡quiero veros sudar! ¡Quiero que sudéis al
trescientos por ciento! ¡Hoy no vamos a andarnos con mariconadas de escoger
equipo! ¡Hoy va a ser 7.º A contra 7.º B! ¡El cerebro contra el músculo! Los que seáis
hombre de verdad podéis poneros de delanteros, los mariquitas de centrocampistas,
los paralíticos de defensas y los tarados de porteros… No, hombre, es broma… ¡Y
una mierda broma! ¡Venga! —McNamara tocó el silbato a pleno pulmón—. ¡Vamos,
chavales, que fluya!
Puede que el sabotaje estuviese planeado de antemano o puede que fuese
improvisado (cuando pasas a ser un leproso ya no te enteras de esas cosas), el caso es
que enseguida me di cuenta de que varios alumnos de los dos cursos estaban
cambiando de equipo como les daba la gana. Paul White (de 7.º B) chutó desde lejos
a su propia portería. Gavin Coley hizo una palomita alucinante solo que al lado que
no era. Cuando Ross Wilcox cometió un penalti en nuestra área sobre Oswald Tyre
(de su propio equipo), el que lo lanzó, y lo metió, fue Neal Brose (de nuestro equipo).
McNamara tuvo que darse cuenta de que aquello era un cachondeo pero seguramente
no quería convertir su primera clase en un festival de broncas y rapapolvos.
Entonces empezaron las faltas.
Wayne Nashend y Christopher Twyford dieron un salto y se colgaron cada uno de
un hombro de Cari Norrest. Cari Norrest gritó al desplomarse bajo el peso de ambos.
—¡Profesor!
Wayne Nashend fue el primero en levantarse de un brinco.
—¡Norrest me ha barrido las piernas! ¡Es tarjeta roja, profesor!
McNamara miró a Cari Norrest, pisoteado y cubierto de barro.
—Venga, que fluya, que fluya.
Me pasé todo el partido lo bastante cerca del balón como para que no me
acusasen de escaquearme pero lo bastante lejos como para no tener que tocarlo. De
repente oí unos pasos que se me acercaban por detrás pero antes de que me diese
tiempo a girarme, un placaje de rugby me derribó de golpe y me estampé de cara
contra el barro.
—¡Cómetelo todo, Taylor!
Ross Wilcox, cómo no.
—¡A los gusanos les encanta!
Gary Drake, cómo no.
Traté de darme la vuelta, pero los tenía a los dos encima de la espalda.

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—¡Eh! —McNamara tocó el silbato—. ¡Vosotros!
Se me quitaron de encima. Me puse en pie con el temblor típico de las víctimas.
Ross Wilcox se señaló el pecho.
—¿Yo?
—¡Los dos! —insistió McNamara. (Todo el mundo se olvidó del fútbol y vino a
presenciar este nuevo deporte)—. ¿A qué coño estáis jugando?
—Quise robarle el balón —dijo Gary Drake sonriendo—, pero calculé mal, lo
reconozco.
—¡Pero si el balón estaba en la otra punta del campo!
—De verdad, profesor —dijo Ross Wilcox—. Pensaba que tenía el balón. Sin las
gafas no veo tres en un burro.
(Ross Wilcox no usa gafas).
—¿Y por eso vas y derribas a este chaval con un placaje de rugby?
—Pensaba que estábamos jugando al rugby.
(Los espectadores soltaron unas risotadas).
—Anda, mira, ¿eres humorista?
—¡No, señor! Ahora me acuerdo de que estábamos jugando al fútbol. Pero
cuando le hice el placaje pensaba que era rugby.
—Yo también —Gary Drake se puso a correr sin moverse del sitio, como Sport
Billy—. Es el espíritu competitivo, profesor. Se me olvidó completamente. Sudor
igual a éxito.
—¡Exacto! ¡Venga, a correr hasta el puente, los dos, para refrescar la memoria!
—Nos lo ha mandado él, señor —Ross Wilcox señaló a Darren Croome—. Si no
lo castiga a él también, estará dejando que el cabecilla se vaya de rositas.
Darren Croome, tan duro como el que más, los miró desafiante.
—¡Los tres! —gritó McNamara, dejando patente, una vez más, su inexperiencia
—. ¡Hasta el puente ida y vuelta! ¡Venga! ¿Y a vosotros quién os ha dicho que se ha
acabado el partido? ¡Vamos, que fluya!
El puente es una simple pasarela que va desde el extremo de los campos de
deporte del colegio hasta una carretera rural que llega hasta Upton upon Severn. Lo
de correr hasta el puente es un castigo típico del señor Carver, porque, como el
camino está despejado, puede ver si los castigados corren de verdad o no. McNamara,
en cambio, siguió arbitrando como si nada y no vio que Gary Drake, Ross Wilcox y
Darren Croome, cuando llegaron al puente, en vez de volver, lo cruzaron y
desaparecieron.
Guay. Escaparse de una clase es un delito lo bastante grave como para que te
manden al director. Y si el director se metía en el asuntito, los matones se olvidarían
de mí durante el resto del día.
Sin Gary Drake y Ross Wilcox organizando el sabotaje, el partido volvió a la
normalidad. Ganó 7.º B seis a cuatro.
Hasta que no estábamos sacudiéndonos el barro de las botas junto a la caseta del

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material deportivo no se acordó McNamara de los tres alumnos que había mandado al
puente hacía más de cuarenta minutos.
—¿Dónde puñetas se han metido esos tres payasos?
Yo no dije ni pío.
—¿Dónde puñetas os habíais metido, payasos?
Wilcox, Drake y Croome habían vuelto apestando a tabaco y a caramelos de
menta. Miraron a McNamara y luego se miraron entre sí haciéndose los sorprendidos.
—Al puente, señor. Lo que usted nos ha mandado —respondió Gary Drake.
—¡Habéis tardado tres cuartos de hora!
—Veinte minutos para llegar —dijo Ross Wilcox— y otros veinte, para volver,
señor.
—¿Qué os creéis, que soy idiota?
—¡Claro que no, señor! —Ross Wilcox puso cara de dolido—. Usted es profesor
de gimnasia.
—Y estudió en la universidad de Loughborough —añadió Gary Drake—. «El
mejor centro de estudios deportivos de Inglaterra».
—¡No tenéis ni idea del lío en que os habéis metido! —Los ojos de McNamara
brillaban de indignación y se le puso una cara siniestra—. ¡No podéis abandonar el
recinto del colegio cuando os da la gana!
—Pero señor —dijo Gary Drake, perplejo—, nos lo ha mandado usted.
—¡Mentira!
—Nos ha dicho que fuésemos corriendo hasta el puente y volviésemos. Y eso
hemos hecho: correr hasta el puente sobre el río Severn, en Upton. Lo que usted nos
ha mandado.
—¿Upton? ¿Habéis ido hasta el río? ¿Hasta Upton? —McNamara visualizó la
portada de La Gaceta de Malvern: PROFESOR EN PRÁCTICAS MANDA A TRES
ALUMNOS AHOGARSE EN EL RÍO—. ¡Me refería a la pasarela, cretinos! ¡Al lado
de las canchas de tenis! Pero ¿cómo iba a mandaros a Upton? ¿Sin vigilancia?
Ross Wilcox se aguantó la risa.
—Sudor igual a éxito, señor.
McNamara aceptó dejarlo en tablas a cambio de decir la última palabra.
—¡No sabéis con quién os estáis jugando los cuartos!
Después de que McNamara se retirase al cubículo del señor Carver, Ross Wilcox
y Gary Drake formaron un corrillo con los chicos duros y los de rango medio y se
pusieron a cuchichear. Un minuto después Wilcox dijo:
—A la una, a las dos y a las tres…
Y todo el vestuario, menos los leprosos como yo, se arrancó a cantar con la
música de Gloria, gloria, aleluya:
McNamara quiere que le den por el culo,
McNamara quiere que le den por el culo,
McNamara quiere que le den por el culo,

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Y también te quiere dar a tiiiiii…
¡Gloria, gloria, McNamaaaara!
¡Se la mete al señor Caaaarver!
¡Se la mete hasta a su paaaadre!
¡Y te la quiere meter a tiiiiiii!
Al tercer bis la canción ya sonaba bien alta. Puede que los chicos pensasen: «Si
me rajo, seré el próximo Jason Taylor». O puede que las gamberradas en grupo
tengan voluntad propia y resulten irresistibles. Quizá sean tan ancestrales como las
partidas de caza de los trogloditas. Y también se alimentan de sangre.
La puerta del vestuario se abrió de golpe.
Al instante la canción se esfumó como si nunca hubiese existido.
La puerta rebotó contra el tope de goma de la pared y le dio a McNamara en toda
la cara.
Parece que no, pero cuarenta y tantos niños aguantándose a duras penas la risa
hacen bastante ruido.
—¡Os llamaría hatajo de cerdos —chilló McNamara— pero eso sería insultar a
los animales de granja!
«¡Oooooooooh!», parecieron decir las paredes.
Algunos arranques de furia dan miedo, otros dan risa.
Sentí lástima de McNamara. En cierto sentido, es igual que yo.
—¿Quién de vosotros… —McNamara se mordió la lengua para no pronunciar las
palabras que provocarían su despido—, sinvergüenzas, tiene el valor de insultarme a
la cara? ¿Ahora mismo?
Pasaron unos largos, burlescos y silenciosos segundos.
—¡Vamos! Seguid cantando. Venga. ¡QUE CANTÉIS! —Aquel berrido tuvo que
rasgarle las cuerdas vocales. Había ira en su voz, por supuesto, pero también
desesperación. Le quedaban cuarenta años de aquel tormento. McNamara, echando
chispas por los ojos y buscando una nueva estrategia, clavó la mirada en sus
torturadores—. ¡Tú!
Para mi absoluto horror, «¡Tú!» era Yo.
McNamara debía de haberme reconocido como el niño pisoteado en el barro y
supondría que era el más propenso a chivarse.
—Quiero nombres.
El Diablo me miró con ochenta ojos y me encogí.
Hay una regla sagrada que dice «Nunca hay que delatar a nadie aunque se lo
merezca», pero los profesores no la entienden.
McNamara cruzó los brazos.
—Estoy esperando.
Me salió una vocecilla de araña microscópica:
—No he visto nada, señor.
—¡He dicho que quiero nombres! —Los dedos de McNamara se cerraron en un

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puño y le empezó a temblar el brazo. Estaba a puntito de meterme un puñetazo pero
entonces un extraño fenómeno eclipsó toda la luz de la habitación.
El señor Nixon, nuestro director, se había materializado en el umbral.
—Señor McNamara, este niño, ¿es el principal culpable, el principal sospechoso
o un testigo reacio?
(Dentro de diez segundos iba a estar relativamente libre o convertido en
picadillo).
McNamara tragó saliva sin tener muy claro si a su carrera docente le quedaban
escasos minutos de vida.
—Dice que no ha visto nada, director.
—Nadie está tan ciego, señor McNamara —El señor Nixon avanzó unos pocos
pasos con las manos cogidas en la espalda. Los alumnos nos pegamos a los bancos—.
Hace un minuto estaba hablando por teléfono con un colega de Droitwich. Me he
visto obligado a pedir disculpas y cortar bruscamente la conversación. ¿Alguien sabe
por qué? —Todos sin excepción miramos muy fijamente al suelo. Hasta McNamara.
La mirada del señor Nixon habría pulverizado a quien osase cruzarse con ella—.
Tuve que interrumpir la conversación debido a los berridos infantiles procedentes de
esta habitación. No lograba concentrarme, literalmente. Bien. Lo que me interesa es
la identidad del cabecilla. No me importa quién haya chillado o tarareado ni quién
haya guardado silencio. Lo que me importa es que el señor McNamara, un invitado
del colegio, les contará a sus colegas, con toda la razón del mundo, que soy el
director de un colegio de cafres. Por esta ofensa a mi reputación, pienso castigaros
uno por uno —El señor Nixon alzó medio centímetro la barbilla y todos reculamos—.
«¡Por favor, señor Nixon! ¡Yo no he cantado, no es justo que me castigue!» —Nos
desafió a hacer nuestras esas palabras pero nadie fue tan tonto de morder el anzuelo
—. Pero es que a mí no me pagan la millonada que me pagan para que sea justo, sino
para que imponga unos principios. Unos principios que vosotros —entrelazó los
dedos y se crujió los nudillos con tanta saña que dio dentera— acabáis de arrastrar
por el barro. En una época más adelantada, una buena paliza os habría enseñado a
comportaros como Dios manda. Pero como nuestros próceres de Westminster nos han
privado de ese valioso recurso pedagógico, tendremos que buscar otras técnicas más
onerosas —El señor Nixon se fue hacia la puerta—. A las doce y cuarto en el
gimnasio viejo. El que llegue tarde, una semana castigado después de clase. El que no
se presente, expulsado del colegio. No tengo nada más que decir.
Este curso han sustituido la vieja cantina del colegio por una cafetería. Encima de
la puerta del comedor han colgado un letrero que pone CAFETERÍA RITZ -
CORTESÍA DE KWALITY KWISINE, pero el tufo a vinagre y fritanga te da un
bofetón nada más entrar en el vestíbulo. Debajo de las letras hay un dibujo de un
cerdo sonriente con un sombrero de cocinero y un plato de salchichas en la mano. El
menú es patatas fritas, judías, hamburguesas, salchichas y huevo frito. De postre,
helado con pera en almíbar o helado con melocotón en almíbar. De beber, Pepsi sin

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gas, naranjada aguachinada o agua calentorra. La semana pasada Clive Parker se
encontró en la hamburguesa medio ciempiés que todavía coleaba. Y lo peor no fue
eso sino que, por más que buscó, no encontró la otra mitad.
En la cola la gente no paraba de echarme miraditas. A dos alumnos de quinto se
les notaba demasiado que estaban aguantándose la risa. Todo el mundo sabía que ese
día tocaba cachondearse de Taylor. Hasta las camareras sonreían como arpías detrás
del mostrador reluciente. Pasaba algo raro pero no supe qué hasta que llegué con mi
bandeja a la mesa de los leprosos y me senté al lado de Dean Lerdell.
—Esto… te han pegado unos papeles en la espalda, Jace.
Fue quitarme la chaqueta y un terremoto de carcajadas sacudió la cafetería entera.
Me habían puesto en la espalda diez etiquetas adhesivas en cada una de las cuales
diez manos distintas con diez bolígrafos distintos habían escrito la palabra GUSANO.
Estuve a punto de salir corriendo pero me contuve. Lo único que habría conseguido
es que su victoria fuese más rotunda todavía. Mientras se calmaba el terremoto,
despegué las etiquetas y las rompí en cachitos debajo de la mesa.
—No hagas ni caso a esos gilipollas —me dijo Dean Lerdell. Una patata frita de
las gordas le golpeó en la cara—. ¡Muy gracioso! —gritó en la dirección de donde
había venido volando.
—Sí —dijo Hormiguita desde la mesa de Wilcox—. A nosotros también nos
parece muy gracioso.
Cayeron tres o cuatro patatas más hasta que la llegada de la señorita Ronkswood
interrumpió el bombardeo.
—Eh… —Lerdell, al contrario que yo, es capaz de seguir como si tal cosa—. ¿Te
has enterado de la noticia?
Hundido en la miseria, mordisqueé unos trozos de comida reseca.
—¿Qué noticia?
—Debby Crombie.
—¿Qué le pasa?
—Pues que ha entrado en el club.
—¿El de voleibol?
—¡No! —susurró Dean—. ¡El de las preñadas!
—¿Está embarazada? ¿Debby Crombie? ¿Va a tener un bebé?
—¡Baja la voz! Mira allí. Tracy Swinyard es la mejor amiga de la secretaria de la
clínica de Upton. Hace un par de noches se pillaron un pedo juntas en el Black Swan.
Después de unas cuantas cervezas la secretaria le dijo a Tracy Swinyard que si quería
oír un secreto, le jurase por Dios que no se lo contaría a nadie. Y se lo soltó. Tracy
Swinyard se lo contó a mi hermana, y mi hermana me lo ha contado esta mañana
mientras desayunábamos. Me ha obligado a jurar por la tumba de nuestra abuela que
no se lo iba a contar a nadie.
La tumba de la abuela de Lerdell está hecha un asco de juramentos traicionados.
—¿Quién es el padre?

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—No hace falta ser Sherlock Holmes para adivinarlo. Debby Crombie no ha
estado con nadie desde Tom Yew.
—Pero a Tom Yew lo mataron en junio.
—Sí, pero vino de permiso en abril, ¿no? Debió de ser entonces cuando le inyectó
los renacuajos.
—O sea, que el padre del bebé de Debby Crombie está muerto antes de que nazca
el hijo.
—Vaya marrón, ¿que no? Isaac Pye dijo que si fuese él, abortaría, pero la madre
de Dawn Madden dijo que el aborto es un asesinato. Bueno, el caso es que Debby
Crombie le ha dicho al médico que piensa tener el hijo cueste lo que cueste. Dice
Kelly que seguro que los padres de Yew la ayudan a criarlo. En cierto modo, es como
resucitar a Tom.
Estas bromitas que gasta la vida no tienen ni pizca de gracia.
Pues a mí me parece graciosísimo, dijo el Gemelo Nonato.
Me zampé el huevo frito y las patatas para llegar al gimnasio antes de las doce y
cuarto.
Casi todo el colegio se construyó en los últimos 30 años, pero una parte del
edificio es una vieja escuela de la época victoriana y el viejo gimnasio está en esa
parte. Cuando hace mucho viento se caen tejas del tejado. El año pasado por poco no
le cae una en toda la cabeza a Lucy Sneads, pero todavía no ha muerto nadie. En
cambio, un niño de quinto se mató en el viejo gimnasio. Le hacían tantas perrerías
que se ahorcó con la corbata, justo donde cuelgan las cuerdas de trepar. Pete
Redmarley jura y perjura que una tarde de lluvia de hace tres años lo vio colgando
allí mismo, y que no estaba muerto del todo. Tenía la cabeza vuelta hacia atrás,
porque se había partido el cuello, y las piernas le daban espasmos a siete metros del
suelo. Estaba más blanco que una tiza salvo por la roncha roja que le había dejado la
corbata, pero tenía los ojos clavados en Pete Redmarley. Desde ese día Pete
Redmarley no ha vuelto a pisar el gimnasio viejo. Ni una sola vez.
Total, que allí estábamos los de 7.º A y los de 7.º B, esperando en el patio interior.
Me había medio juntado a Christopher Twyford, Neal Brose y David Ockeridge, que
estaban hablando de Harry el Sucio. La habían echado por la tele el sábado anterior.
Hay una escena en la que Clint Eastwood no sabe si le queda una bala en la recámara
para matar al malo.
—Sí —metí baza—, esa parte está chachi.
Christopher Twyford y David Ockeridge se me quedaron mirando como diciendo:
«¿A quién coño le importa lo que tú opines?».
—Taylor —me dijo Neal Brose—, eso de «chachi» está pasadísimo de moda.
El señor Nixon, el señor Kempsey y la señorita Glynch cruzaron el patio interior.
Se avecinaba una bronca histórica. Dentro del gimnasio habían colocado sillas en
hileras como en los exámenes, los de 7.º A a la izquierda y los de 7.º B a la derecha.
—¿Alguien considera —comenzó diciendo el señor Nixon— que no debería estar

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aquí?
Aquello era como preguntar si alguno queríamos recibir un tiro en la rótula.
Nadie mordió el anzuelo.
La señorita Glynch se dirigió principalmente a los de 7.º B.
—Habéis defraudado a vuestros profesores, habéis defraudado a vuestro colegio y
os habéis defraudado a vosotros mismos…
A continuación, el señor Kempsey se ocupó de nosotros.
—En los veintiséis años que llevo enseñando no recuerdo haber sentido tanto
asco. Os habéis comportado como un hatajo de vándalos…
Eso se prolongó hasta las doce y media.
Las mugrientas ventanas eran lúgubres rectángulos de neblina.
Del color exacto del aburrimiento.
—Os quedaréis ahí sentados —anunció el señor Nixon— hasta que suene la
sirena de la una en punto. Sin moveros y sin abrir la boca. «¡Pero señor! ¿Y si tengo
que ir al servicio?». Pues os humilláis, igual que habéis tratado de humillar a un
miembro de mi claustro. Ya fregaréis el charco cuando toque la sirena. Este castigo se
repetirá durante todos los recreos de comedor de esta semana —nadie se atrevió a
rechistar—. «¡Pero señor! ¿A qué viene este castigo estático?». Pues viene a que en
este colegio no hay lugar para la opresión de una minoría (o de uno solo) a manos de
una mayoría.
Dicho esto, el director se marchó. El señor Kempsey y la señorita Glynch tenían
ejercicios que corregir. El roce de sus bolígrafos, los estómagos vacíos, las moscas
atrapadas en los fluorescentes y los gritos distantes de los alumnos en libertad eran lo
único que arañaba el silencio. El antipático segundero del reloj temblaba, temblaba,
temblaba, temblaba. Seguro que lo último que vio el niño suicida antes de ahorcarse
fue ese reloj.
Gracias a estos castigos, Ross Wilcox no podría pillarme por banda en los
próximos recreos. Cualquier otro alumno por cuya culpa hubiesen castigado a dos
clases enteras durante toda una semana estaría, como mínimo, nervioso. ¿Acaso
contaba el señor Nixon con que nosotros mismos nos ocuparíamos de castigar a los
cabecillas? Eché una ojeada furtiva a Ross Wilcox.
Debía de haber estado mirándome porque me hizo un rápido corte de mangas y
me dijo moviendo los labios en silencio:
—Gusano.
—«La caracola la tengo yo…». Jack se volvió con gesto feroz. «¡A callar!» —
Mierda. Se acercaba la palabra «círculo»—. Piggy se encogió. Ralph le quitó la
caracola y miró alrededor del… —Desesperado, recurrí al «método del salto», que
consiste en hacer que empiezas a pronunciar la letra trampa («c») pero la saltas por
encima y pronuncias rápidamente la vocal para seguir con el resto de la palabra— C-
c-c-írculo de niños.
Empapado en sudor, miré disimuladamente al señor Monk, nuestro profesor de

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lengua en prácticas. La señorita Lippetts nunca me pide que lea en voz alta pero había
tenido que ir a la sala de profesores. Estaba claro que no había informado de nuestro
arreglo a su suplente.
—Bien —El tono de voz del señor Monk empezaba a reflejar impaciencia—.
Sigue.
—«Tenemos que montar una guardia especial para vigilar el fuego» —A veces la
«c» es más fácil en mitad de palabra que al comienzo, no sé por qué—. «Cualquier
día podría —tragué saliva— podría aparecer un barco», dijo señalando el tenso
alambre del horizonte, «y si divisan un cierto resplandor, vendrán a rescatarnos» —El
Ahorcado me dejó decir «cierto» como el boxeador aventajado que, para divertirse,
deja que el boxeador que está contra las cuerdas le dé un par de puñetazos—. «Y otra
cosa. Tenemos que tener más reglas. Allí donde esté la caracola, ese será el lugar de
reunión. Tanto aquí arriba como allí abajo». Todos ac…
Ay, mierda, mierda, mierda. Ahora no podía decir «accedieron».
—«Accedieron» —dijo el señor Monk, asombrado de que un niño de la clase de
los adelantados no supiese leer una palabra tan simple.
No fui tan idiota de repetirla, como esperaba el señor Monk.
—Piggy abrió la boca para hablar, pero vio la mirada que le echó Jack y la volvió
a c-c-cerrar —Ya no había forma de ocultar el tartamudeo. El Ahorcado sabía que la
victoria era suya. Para decir «cerrar» tuve que usar el «método del puñetazo», pero
usar la fuerza bruta para escupir una palabra es el último recurso, porque se te pone
cara de retrasado mental. Además, si el Ahorcado te devuelve el puñetazo, la palabra
se encasquilla y entonces es cuando te conviertes en el clásico tartaja meningítico—.
Jack extendió las manos para —sensación de ahogo— rec-c-c-cibir la caracola y se
puso de pie con aquel objeto delicado en las —zumbido de angustia en los oídos—
suc-c-c-cias manos. «Estoy de acuerdo con Ralph. Tenemos que tener reglas y
cumplirlas. Después de todo, no somos salvajes. Somos… somos…». Por favor,
profesor… —No me quedaba otra alternativa—. ¿Qué palabra es esa?
—¿«Ciudadanos»?
—Ah, claro —Ojalá tuviese valor para apretarme un bolígrafo Bic en cada ojo y
dar un cabezazo contra el pupitre. Lo que fuese con tal de salir de aquello— ingleses
y los ingleses somos los mejores en todo. Así que tenemos que actuar
«correctamente».
De repente entró la señorita Lippetts y vio lo que estaba pasando.
—Gracias, Jason.
No hubo ningún murmullo de «¿Por qué no le hace leer más como a todos?».
—Por favor, señorita…
Gary Drake había levantado la mano.
—Dime, Gary.
—Esta parte es genial. En serio, me he puesto nervioso y todo. ¿Puedo leer yo
ahora?

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—Me alegro de que te guste, Gary. Adelante.
Gary Drake carraspeó.
—«Ralph, yo dividiré a mis hombres en grupos, y nos ocuparemos de mantener
vivo el fuego…» —Leía con un refinamiento exagerado, solo para que contrastase
más con el modo como leyó a continuación—: Esta generosidad susc-c-c-citó una
ovac-c-c-c-c-c-ión… —aquello me mató. Los chicos se reían. Las chicas se giraban
para mirarme. La cabeza me estalló en llamas de vergüenza— entre los niños, y grac-
c-c-c-c-c-c-cias a…
—¡Gary Drake!
—¿Sí, señorita? —respondió con cara de no haber roto un plato.
Toda la clase se volvió para mirar a Gary Drake y luego a mí. ¿Se irá a echar a
llorar Jason Taylor, el tartaja del colegio? Me habían colgado una etiqueta que ya
jamás podría arrancarme.
—¿Te crees muy gracioso, Gary Drake?
—Perdone, señorita —dijo sonriendo sin sonreír—. Alguien me ha debido de
contagiar este tartamudeo tan molesto…
Christopher Twyford y León Cutler, de tanto aguantarse la risa, estaban a punto
de reventar.
—¡Vosotros dos!, ¿os queréis callar? —Se callaron. La señorita Lippetts no tiene
un pelo de tonta. Sabía que si mandaba a Gary Drake al despacho del director, la
bromita se convertiría en la comidilla de todo el colegio. Si es que no lo era ya—.
Qué comportamiento tan necio, tan infame y tan ignorante, Gary Drake.
El resto de las palabras de aquella página de El señor de las moscas saltaron del
libro como un enjambre de avispas y me acribillaron la cara.
A continuación tocaba clase de música con el señor Kempsey, nuestro tutor.
Normalmente me siento con Mark Badbury pero Alastair Nurton me había quitado el
asiento, así que, sin decir ni pío, me senté con Cari Norrest, el Leproso Mayor.
Nicholas Briar y Floyd Chaceley llevan tanto tiempo siendo leprosos que parecen
marido y mujer. El señor Kempsey seguía indignado con nosotros por la movida con
McNamara. Después de que todos a una le dijésemos «buenas tardes, señor
Kempsey», se limitó a arrojarnos a cada uno nuestro cuaderno de ejercicios. Parecía
Oddjob lanzando su sombrero asesino en Goldfinger.
—No veo qué pueden tener de «buenas» estas tardes, habida cuenta de que habéis
pisoteado el principio fundamental de la escuela pública, a saber: que la supuesta
crème de la crème transmita su enriquecedora esencia a las capas más aguadas. Avril
Bredon, reparte los libros. Capítulo tres. Ha llegado la hora de que colguemos,
destripemos y descuarticemos a Ludwig van Beethoven.
En clase de música no tocamos música. Lo único que hacemos es copiar trozos
del libro Vidas de los grandes compositores mientras el señor Kempsey abre el
candado del tocadiscos y nos pone un disco de los grandes éxitos del compositor de
turno presentados por la voz más pija del mundo.

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—No os olvidéis —nos advirtió el señor Kempsey— de reescribir la biografía
con vuestras propias palabras.
Los profesores siempre dicen eso de «con vuestras propias palabras». Me da una
rabia… Los escritores tejen sus frases con sumo cuidado. Es su trabajo. ¿Qué sentido
tiene obligarnos a descoserlas, solo para recomponerlas de manera mucho más
chapucera? ¿Es que hay otra manera de decir capelmeister sin decir capelmeister?
Nadie suele armar mucha bulla en clase del señor Kempsey, pero hoy era como si
se hubiese muerto alguien. La única distracción fue cuando Holly Deblin, la nueva,
pidió permiso para ir a la enfermería. El señor Kempsey no hizo más que señalar la
puerta y decir «ve» moviendo los labios. A las chicas de séptimo las dejan ir al
servicio o a la enfermería con mucha más libertad que a los chicos. Duncan Priest
dice que es por la regla. La regla es una cosa bastante misteriosa. Las chicas no
hablan del tema cuando hay chicos delante y los chicos tampoco gastamos muchas
bromas sobre el tema por si se nos nota lo poco que sabemos.
El punto culminante del capítulo de Vidas de los grandes compositores dedicado a
Beethoven era cuando se queda sordo. Los compositores se pasaban media vida
atravesando Alemania a pie para trabajar al servicio de arzobispos y archiduques. La
otra mitad debían de perderla en las iglesias. (Años después de la muerte de Bach, los
niños de su coro seguían usando sus manuscritos originales para envolverse los
bocadillos. Es lo único que he aprendido de música en lo que llevamos de curso).
Despaché mi biografía de Beethoven en cuarenta minutos, mucho antes que el resto
de la clase.
La sonata del claro de luna, nos informó la voz más pija del mundo, es una de las
piezas más apreciadas del repertorio de cualquier pianista. Compuesta en 1872, la
sonata evoca la luz de la luna sobre las aguas plácidas y serenas después de la
tormenta.
Mientras sonaba la sonata, un poema me daba vueltas en la cabeza. Se titulaba
«Souvenirs». Me habría gustado anotar los versos en el cuaderno, pero no me atrevía.
¿En plena clase y en un día como aquel? Ni hablar. (Y ahora se me ha olvidado todo
salvo «la luz del sol en las olas, espumillón soñoliento». Si no lo apuntas en el acto,
no hay nada que hacer).
—Jason Taylor —el señor Kempsey se dio cuenta de que ya no tenía la atención
puesta en el libro—. Tengo una misión para ti.
En las horas de clase los pasillos del colegio tienen un no sé qué siniestro. De
repente, los espacios más ruidosos se vuelven los más silenciosos, como si una
bomba de neutrones hubiese desintegrado toda la vida humana pero dejando en pie
todos los edificios. Esas voces ahogadas que se oyen no proceden de las aulas, sino
de las divisiones entre la vida y la muerte. El camino más corto hasta la sala de
profesores es por el patio interior, pero escogí el más largo, el que atraviesa el viejo
gimnasio. Los recados de los profesores son siempre en horas de clase, cuando nadie
puede meterse contigo, como en la casilla de Aparcamiento Gratuito del Monopoly.

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Quise prolongar aquel momento. Mis pies pisaban las mismas tarimas gastadas sobre
las que hicieron volteretas algunos chicos que luego morirían gaseados en la Primera
Guerra Mundial. Una de las paredes del gimnasio está cubierta de sillas apiladas, pero
la otra tiene unas espalderas de madera por las que se puede trepar. No sé por qué,
pero me entraron ganas de asomarme a la ventana de arriba del todo. El riesgo era
mínimo; si oía pasos, me bajaría de un salto y punto.
Eso sí, cuando llegas arriba, es más alto de lo que parece.
Años y años de roña habían empañado el cristal.
La tarde se había teñido de un gris espeso.
Demasiado espeso y demasiado gris como para no terminar en lluvia. La sonata
del claro de luna orbitaba más allá del décimo planeta. Unos grajos apiñados en un
canalón observaban la llegada renqueante de los autobuses escolares al gran
aparcamiento delantero. Bordes, aburridos y picajosos, aquellos grajos. Igual que los
punkis de Upton que paran por el monumento a los caídos.
Quien es gusano un día, se mofó el Gemelo Nonato, lo será toda la vida.
Veía puntitos y me dolían los ojos por culpa de la lluvia inminente.
Ya llegará el viernes, claro. Pero en cuanto ponga el pie en casa, el fin de semana
empezará a morir y el lunes se irá acercando cada vez más, minuto a minuto. Y
entonces me esperarán otros cinco días iguales que hoy. Bueno, iguales no, peores.
Mucho peores que hoy.
Cuélgate.
—Tienes suerte, Taylor —dijo una voz de chica, y casi me caigo desde cinco
metros de altura para convertirme en un puré de huesos rotos—, de que no sea un
profesor haciendo la ronda.
Miré hacia abajo y vi a Holly Deblin mirando hacia arriba.
—Ya te digo.
—¿Qué estás haciendo fuera de clase?
—Kempsey me ha mandado a por su silbato —dije bajando por las espalderas.
Holly Deblin es chica pero es tan alta como yo y lanza la jabalina más lejos que nadie
—. Hoy le toca organizar las filas del autobús. ¿Cómo estás? ¿Te sientes mejor?
—Solo necesitaba tumbarme un poco. ¿Y tú? Se están pasando contigo, ¿eh?
Wilcox, Drake, Brose y todos esos.
No tenía sentido negarlo, pero admitirlo hacía que fuese más real.
—Son unos gilipollas, Taylor.
La oscuridad del gimnasio difuminaba los perfiles de la chica.
—Ya.
Vale, sí, son gilipollas, pero eso no me sirve de nada.
¿Fue entonces cuando empecé a oír las primeras gotas de lluvia?
—No eres ningún gusano. No dejes que unos gilipollas decidan lo que eres o no
eres.
Pasado el reloj bajo el cual castigan de pie a los alumnos insolentes, pasada la

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secretaría donde los delegados de las clases cogen las listas, pasado el almacén de
material, un largo pasillo lleva a la sala de profesores. Según me acercaba, aflojé el
paso. La puerta de acero estaba entornada. Vi unas sillas bajas y las katiuskas negras
del señor Whitlock. Por la rendija salía humo de cigarrillo, como la niebla en el
Londres de Jack el Destripador. Pero a este lado de la puerta hay una colmena de
cubículos donde los profesores más importantes tienen escritorio propio.
—¿Sí? —El señor Dunwoody, el profesor de plástica, me miró y pestañeó con
cara de dragón. Llevaba un crisantemo mustio en la solapa y estaba leyendo un libro
rojo titulado Historia del ojo, de Georges Bataille—. Como el título da a entender —
el señor Dunwoody vio que el libro me había llamado la atención—, trata sobre la
historia de la oftalmología. ¿Qué se te ofrece?
—El señor Kempsey me ha mandado a por su silbato.
—¿Cómo? ¿En plan ¡Silba y acudiré!?
—Supongo. Me ha dicho que está en su escritorio. Encima de un papel
importante.
—O a lo mejor —dijo el señor Dunwoody antes de meterse un inhalador Vicks en
su narizota colorada y aspirar a lo bestia— es que el señor Kempsey ha decidido dejar
la enseñanza antes de que le empiece a fallar el corazón… ¿Querrá irse a Snowdonia
a cuidar ovejas? ¿Con Shep, su pastor escocés? ¿En plan Dadme un jergón en el país
de las montañas? ¿Será por eso que te manda a por su silbato?
—Creo que solo es para organizar las colas del autobús.
—El último cubículo. Bajo la tierna mirada del Cordero de Dios.
El señor Dunwoody volvió a sumirse en la Historia del ojo sin decir ni una
palabra más.
Recorrí la colmena vacía. Con los escritorios pasa igual que con los perros:
terminan pareciéndose a sus dueños. El del señor Inkberrow es una simple serie de
pilas de papeles perfectamente ordenadas. El del señor Whitlock está hecho un asco,
todo lleno de cubetas de semillas y revistas de ciencias. En el cubículo del señor
Kempsey hay un sillón de cuero, un flexo como el de mi padre y una estampa de
Jesucristo con un candil en la mano junto a una puerta de marfil. En el escritorio
había tres libros: Plegarias sencillas para un mundo complicado, el Roget’s
Thesaurus (el padre de Dean Lerdell lo llama «Roget’s Brontosaurus») y El Delius
que conocí. El silbato estaba encima de un taco de fotocopias, justo donde me había
dicho. Cogí la de arriba, la doblé y me la metí en el bolsillo de la chaqueta. Porque sí.
—¿Estás buscando una aguja en el mar —la cabeza de Dunwoody apareció por la
puerta—, como dicen los asiáticos en lugar de en un pajar?

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Pensé que me había visto robando la fotocopia.
—¿Perdón?
—¿Margaritas a los cerdos o un silbato en un escritorio?
Agité el silbato en el aire.
—Lo acabo de encontrar, señor…
—¿Y por qué se entretiene vuestra merced? ¡Corre veloz cual mono alado a
entregárselo a su legítimo propietario! ¡Aire!
Los de quinto estaban jugando al rompecastañas en la fila del autobús de Black
Swan Green. En primaria se me daba muy bien el rompecastañas, pero los de séptimo
no podemos jugar porque es de maricas. En séptimo, o juegas al fútbol asesino o

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nada. Ross Wilcox había conseguido que hasta hablar con Jason Gusano, el tartaja del
colé, fuese peligroso. Después de que el señor Kempsey arrease a los de Birtsmorton
hasta su autobús, tocó el silbato para que formásemos fila los de Black Swan Green.
Me pregunto si habría dejado aquella fotocopia a la vista para que yo la cogiera.
Cuando decides que el señor Kempsey es un tío majo, va y se comporta como un
capullo. Y cuando decides que es un capullo, va y se comporta como un tío majo.
La tercera fila del autobús es una posición muy moña para un alumno de séptimo,
pero sentarse en la parte de atrás cerca de la pandilla de Wilcox habría sido pedir
guerra. Los niños de rango intermedio pasaron de largo sin sentarse en el asiento que
había libre junto al mío. Robin South, Gavin Coley y Lee Biggs ni me miraron.
Oswald Wyre me gritó: «¡Gusano!». En la otra punta del patio, junto a la caseta de las
bicis, unos niños parecían sombras chinescas por culpa de la niebla.
—¡Dios! —Dean Lerdell se sentó a mi lado—. ¡Vaya día!
—Qué hay, Dean.
Me deprimió sentirme tan agradecido.
—Te voy a decir una cosa, Jace. ¡Ese Murcot está como una puta cabra!
Estábamos en manualidades, ¿vale?, entonces pasa volando un avión y ¿qué se pone a
gritar Murcot como un descosido? «¡Cuerpo a tierra, chavales! ¡Son los malditos
alemanes!». ¡Te lo juro, nos ha obligado a ponernos todos a cuatro patas! ¿Se estará
volviendo senil? ¿Tú qué crees?
—Puede ser.
Norman Bates arrancó el motor y el autobús echó a andar. Dawn Madden, Andrea
Bozard y otras niñas se pusieron a cantar El león duerme esta noche. Cuando
llegamos a Welland Cross ya nos había envuelto la niebla.
—Pensaba invitarte a casa este sábado —dijo Lerdell—. Mi padre le ha comprado
un vídeo a un fulano en un pub de Tewkesbury.
A pesar de mis problemas, aquello me impresionó.
—¿VHS o Beta?
—¡Beta, por supuesto! El VHS va a desaparecer. El problema es que ayer, cuando
lo sacamos de la caja, le faltaban la mitad de los componentes.
—¿Qué hizo tu padre?
—Salir zumbando a Tewkesbury para pedir explicaciones al tío que se lo había
vendido. Lo malo es que ya había desaparecido.
—¿Y nadie del pub le ayudó a encontrarlo?
—No. El pub también había desaparecido.
—¿Desaparecido? ¿Cómo va a desaparecer un pub?
—Una nota en la ventana que ponía «Hemos dejado de funcionar». Candados en
puertas y ventanas. Un cartel de SE VENDE. ASÍ es como desaparece un pub.
—Joder.
En el área de descanso de Danemoor Farm, a pesar de la montaña de grava que
han volcado para impedir que acampen los gitanos, había unos cuantos tráileres

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aparcados. Esta mañana no estaban. Pero esta mañana pertenecía a otra era.
—Vente el sábado de todas formas. Mi madre te invita a comer. Nos echaremos
unas risas.
Primero tenían que pasar el martes, el miércoles, el jueves y el viernes.
—Gracias.
Ross Wilcox y sus secuaces se bajaron del autobús antes que yo sin mirarme
siquiera. Crucé la plaza del pueblo confiado de que lo peor de aquella mierda de día
ya había pasado.
—¿Adónde te crees que vas, gusano?
Ross Wilcox debajo del roble, con Gary Drake, Hormiguita, Wayne Nashend y
Darren Croome. Les habría encantado que echase a correr, pero no lo hice. El planeta
Tierra se redujo a una burbuja de cinco pasos de diámetro.
—A mi casa —dije.
Wilcox echó un lapo.
—¿Y no va-va-va-vas a ha-ha-ha-hablar con no-no-no-nosotros?
—No, gracias.
—No vas a ir a tu puta casita de maricón en esa puta calle de maricones de
Kingfisher Meadows, puto gusano maricón.
Le dejé que moviese ficha.
Pero no lo hizo. El ataque me vino por la espalda. Wayne Nashend me hizo una
llave de cabeza. Alguien me quitó la bolsa Adidas de un tirón. No venía a cuento
gritar «¡esa bolsa es mía!» porque eso ya lo sabíamos todos. Lo fundamental era no
llorar.
—«¿Dónde está tu pelusilla, Taylor?» —Hormiguita me examinó el labio superior
—. ¿No te queda nada de pelusa?
—Me la he afeitado.
—«Me la he afeitado» —dijo Gary Drake imitándome—. ¿Te crees que nos
impresionas?
—No sé si has oído este chiste, Taylor —dijo Wilcox—, pero te lo voy a contar.
Esto es un tío que va y dice: «¿Conoces a Jason Taylor?».
—«N-n-n-o» —contestó Gary Drake—. ¡«Pe-pe-pero un dí-día pi-pi-pisé uno»!
—Eres la risión, Taylor —escupió Hormiguita—. ¡La puta risión!
—¡Yendo al cine con tu mamaíta! —dijo Gary Drake—. No mereces seguir con
vida. Deberíamos colgarte de este árbol.
—Di algo, ¿no? —Ross Wilcox se me acercó a menos de un palmo—. Gusano.
—Te huele fatal el aliento, Ross.
—¿Qué? —Se le puso cara de culo—. ¿QUÉ?
Yo también me quedé pasmado al oírme. Pero ya no había vuelta atrás.
—No es por insultar, en serio. Pero te apesta el aliento a mortadela. Nadie te lo
dice porque te tienen miedo, pero deberías cepillarte los dientes más a menudo, o
chupar caramelos de menta, porque es insoportable, de verdad.

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Wilcox dejó pasar unos segundos.
Y me estampó un revés en la mandíbula.
—Conque no me tienes miedo, ¿eh?
El dolor te agudiza la mente.
—A lo mejor es halitosis. En la farmacia de Upton podrían recetarte algo para
combatirla.
—¡Y yo podría patearte la cabeza, gilipollas maricón!
—Claro, cinco contra uno.
—¡Yo solito, hostias!
—No te digo que no. Te vi pelear con Grant Burch, acuérdate.
El autobús del colegio seguía estacionado junto al Black Swan.
A veces Norman Bates le da un paquete a Isaac Pye e Isaac Pye le da un sobre
marrón a Norman Bates. Tampoco es que esperase ninguna ayuda de ellos.
—Este… gusano… grasiento —Ross Wilcox subrayaba cada palabra clavándome
el índice en el pecho— se… merece… un… ¡CALZÓN CHINO!
El calzón chino es cuando unos cuantos chicos te estiran los calzoncillos hacia
arriba con todas sus fuerzas y te levantan en vilo. Los calzoncillos se te meten por la
raja del culo y te aplastan las pelotas.
Y eso es justo lo que me hicieron.
Pero el calzón chino solo tiene gracia si la víctima chilla y opone resistencia. Yo,
en cambio, me apoyé en la cabeza de Hormiguita y aguanté como pude. El calzón
chino, más que doler, humilla. Mis agresores fingieron que les hacía gracia, pero se
estaban esforzando en vano. Wilcox y Nashend me agitaban arriba y abajo. Los
calzones simplemente me hicieron rozaduras en las ingles, no me partieron en dos. Al
final me soltaron de golpe en la hierba empapada.
—Eso —amenazó Ross Wilcox, jadeando— es solo el aperitivo.
—¡Gusaaaaaaano! —gritó Gary Drake saliendo de la niebla junto al Black Swan
—. ¿Dónde está tu bolsa?
—Sí —Wayne Nashend me dio una patada en el culo según me ponía en pie—.
Será mejor que la busques.
Con la rabadilla dolorida, fui cojeando hacia Gary Drake.
El motor del autobús del colegio arrancó y se oyó el crujido de la caja de
cambios.
Gary Drake, sonriendo con cara de sádico, balanceaba mi bolsa en el aire.
Entonces supe lo que se proponía y eché a correr.
Tras describir un arco perfecto, mi bolsa Adidas aterrizó en el techo del autobús.
El autobús echó a andar hacia el cruce que hay frente a la tienda del señor Rhydd.
Cambié de dirección y corrí con todas mis ganas por la hierba mojada rezando
para que la bolsa resbalase y cayese al suelo.
Las carcajadas restallaban como metralletas a mis espaldas.
Tuve una chispa de suerte. Una cosechadora había provocado un embotellamiento

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en la carretera de Malvern Wells y conseguí alcanzar el autobús del colegio cuando
todavía esperaba en el cruce de la tienda del señor Rhydd.
—¿Se puede saber —ladró Norman Bates mientras se abría la puerta del autobús
— a qué estás jugando?
—Unos chicos —dije tratando de recuperar el fuelle— han colado mi bolsa en el
techo.
A los alumnos que seguían en el autobús se les iluminó la cara de la emoción.
—¿Qué techo?
—El del autobús.
Norman Bates me miró como si me hubiese cagado en su plato de comida, pero
bajó las escaleras (casi me tira), fue hasta el final del autobús, subió por la escalerilla
de metal, agarró mi bolsa, me la tiró y volvió a bajar al asfalto.
—Tus colegas son una panda de mamones, pipiolo.
—No son mis colegas.
—Entonces, ¿por qué te dejas mangonear?
—No me dejo, es que son cinco. O diez. O más.
Norman Bates se sorbió los mocos.
—Pero solo uno que corta el bacalao, ¿verdad?
—Uno o dos.
—Con uno basta. Tú lo que necesitas es una preciosidad de estas —De repente,
un mortífero cuchillo bowie giraba ante mis ojos—. Te acercas sigilosamente al que
parte el bacalao —Norman Bates bajó el tono de voz— y le… cortas… los…
tendones. Un tajo, dos tajos, que le haga cosquillas. Si después de eso todavía te sigue
hinchando las pelotas, le pinchas las ruedas de la silla de ruedas —el cuchillo del
conductor se esfumó sin dejar rastro—. En las tiendas de excedentes militares. Las
diez libras mejor gastadas de tu vida.
—Pero si le corto los tendones a Wilcox, me mandan al reformatorio.
—¡Joder, pipiolo, despierta! ¡La vida es un puto reformatorio!
El afilador.
El otoño está podrido, las moras y frambuesas están pochas, las hojas se oxidan,
las aves cruzan el cielo en bandadas con forma de uve, las tardes son brumosas y las
noches frías. El otoño está casi muerto. Ni me había dado cuenta de que estaba
enfermo.
—¡Ya estoy aquí! —grito cada tarde al llegar a casa, por si mi madre o mi padre
hubiesen vuelto pronto de Cheltenham o de Oxford o de donde sea.
Nunca hay respuesta.
Ahora que se ha ido Julia la casa se nota muchísimo más vacía. Mi madre y ella
subieron en coche a Edimburgo hace dos semanas. (Julia se ha sacado el carné de
conducir. A la primera, faltaría más). Teniendo en cuenta que pasó la segunda mitad
del verano con la familia de Ewan en Norfolk Broads, lo lógico sería que ya me
hubiese acostumbrado a su ausencia. Pero lo que llena una casa no es la persona en sí,

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sino sus «¡Enseguida vuelvo!», sus cepillos de dientes, los gorros y abrigos que
nunca usa, sus pertenencias. No me puedo creer que esté echando tanto de menos a
mi hermana, pero es la verdad. Mi madre y ella emprendieron viaje a primera hora de
la mañana porque Escocia está a un día de carretera. Mi padre y yo salimos a
despedirla. El Datsun de mi madre se metió en Kingfisher Meadows y de repente se
paró. Julia se bajó a toda prisa, abrió el maletero y tras revolver en su caja de discos,
vino corriendo a la entrada y me plantó en las manos el elepé de Abbey Road.
—Cuídamelo, Jace. Si me lo llevo a la residencia, me lo van a rayar todo.
Me dio un abrazo.

Un buen rato después de que se hubiesen ido todavía sentía el olor de su laca de
pelo.
En la cocina estaba puesta la olla a presión, soltando vapores de estofado. (Mi
madre la deja puesta desde por la mañana, para que cueza todo el día). Me hice un
Tang de uva y me arriesgué a buitrear la última galleta Penguin porque en la lata no
había nada más que pastas de jengibre y de limón. Subí a mi cuarto a quitarme el
uniforme y me encontré la primera de las tres sorpresas que me esperaban.
Una tele. Encima de la mesa. Por la mañana no estaba. TELEVISOR PORTÁTIL
EN BLANCO Y NEGRO FERGUSON, ponía en la etiqueta. MADE IN ENGLAND.
(Dice mi padre que si no compramos productos británicos, todas las fábricas se irán a
Europa). Olía a nueva, brillaba como nueva. Había un sobre con mi nombre apoyado
en la pantalla. (Mi padre lo había escrito a lápiz para poder volver a usar el sobre).
Dentro había una nota a boli verde en una ficha clasificadora.
¿Por qué? Estaba contento, claro. Los únicos de mi clase que tienen tele en su
cuarto son Clive Pike y Neal Brose. Pero ¿por qué ahora? Hasta enero no es mi
cumpleaños. Mi padre jamás regala cosas así sin motivo, ni de buenas a primeras. La

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encendí, me tumbé en la cama y vi Centinelas del espacio y Las aventuras de Morfo.
No tendría por qué, pero parece que no pega ver la tele en la habitación. Es como
comer sopa de rabo de buey en el cuarto de baño.
La tele anestesia las preocupaciones del colegio. Un poco. Hoy Dean estaba
enfermo así que, en el autobús de vuelta a casa, el asiento junto al mío estaba vacío.
Entonces llegó Ross Wilcox, se sentó a mi lado y se puso en plan coleguita para
recordarme que no lo es. No hizo más que darme el coñazo para que sacase el
estuche.
—Va-va-vamos, Ta-ta-taylor, dé-dé-déjame el co-co-compás, que tengo que ha-
ha-hacer los de-de-deberes, en se-se-serio —Yo no tartamudeo tanto. La señora De
Roo dice que estoy mejorando mucho—. ¿Ti-ti-tienes un sa-sa-sacapuntas, Ta-ta-
taylor?
—No —le respondía yo una y otra vez, con voz monótona y aburrida—. No.
El otro día, en clase de matemáticas, le quitó el estuche a Floyd Chaceley y vació
todo el contenido por la ventana.
—¿Cómo que n-n-no? ¿Qué haces cuando se te ga-ga-gasta la pu-pu-punta del lá-
lá-lápiz?
Machacar con una pregunta y otra y otra y otra, ese es el «método Wilcox». Si
respondes, te tergiversa la respuesta para dejarte de gilipollas. Si no respondes, es
como si le dieses permiso para seguir pinchándote.
—¿Y a las chi-chi-chicas les parece se-se-se-sexy tu ta-ta-ta-tarta-mudeo, Ta-ta-
taylor? —Oswald Tyre y Hormiguita, cómo no, sueltan sus risotadas de chacal, como
si el matón de su amo fuese más gracioso que los seis de Monty Python juntos. El
poder de Wilcox radica en hacerte creer que lo que él dice es lo que todo el mundo
piensa de ti—. ¡Se-se-se-seguro que las ha-ha-haces mojar las b-b-b-bre-bre-bra-bra-
bri-bri-bro-bro-bro-bragas!
De repente, dos filas más adelante, Cagón vomitó el tubo gigante de Smarties que
se había zampado para ganar una apuesta y que Hormiguita le dejase una partida de
marcianitos en su calculadora. La marea de pota multicolor que avanzaba por el
pasillo bastó para distraer a Wilcox. Me bajé en Drugger’s End y fui por detrás de la
casa social y de las tierras de la iglesia, yo solo. Se tarda un buen rato. Al llegar a
Saint Gabriel unos fuegos artificiales demasiado prematuros pintaron trazos plateados
en el gris pizarra del cielo. Seguro que los había comprado el hermano mayor de
algún niño en la tienda del señor Rhydd. Estaba demasiado amargado por lo de
Wilcox como para ponerme a recoger las últimas moras de 1982.
¿Era la misma amargura que me había arruinado el increíble regalo de mi padre?
El Noticiario infantil de hoy trataba del Mary Rose, el buque insignia de Enrique VIII
que se hundió hace cuatro siglos durante una tempestad. Lo han sacado del fondo del
mar hace poco, toda Inglaterra lo vio por la tele, solo que los maderos chorreantes y
cubiertos de cieno que izaron las grúas parecían zurullos y no tenían nada que ver con
los galeones relucientes de los cuadros. Ahora la gente dice que más valdría haberse

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gastado ese dinero en camas de hospital.
Entonces llamaron a la puerta.
—Vaya biruji —dijo un viejo de voz ronca tocado con una gorrilla de tweed—.
Un día fresquito.
Era la segunda sorpresa del día. Llevaba un traje de color indefinido. Y ahora que
lo pienso, él mismo también era de color indefinido. Le abrí la puerta con la cadena
echada porque dice mi padre que maníacos y pervertidos los hay hasta en Black Swan
Green. Al viejo le hizo gracia la cadena.
—¿Qué guardáis ahí dentro, las joyas de la corona?
—Eh… no.
—Que no voy a soplar y derribarte la casita, hombre. ¿No está la señora de la
casa, por casualidad?
—¿Mi madre? No. Está trabajando. En Cheltenham.
—Qué pena. Hace un año le dejé los cuchillos más afilados que una hoja de
afeitar, pero seguro que ya han perdido el filo. Un cuchillo desafilado es lo más
peligroso que hay, ¿no lo sabías? Pregúntaselo a cualquier matasanos —Hablaba con
acento, como si apenas rozase las palabras—. Las hojas sin filo se resbalan facilito.
¿Va a tardar mucho en volver?
—Hasta las siete nada.
—Vaya por Dios, es que no sé si voy a volver por aquí. ¿Qué te parece si me traes
los cuchillos y se los afilo ahora mismito de todas formas? Así le das una sorpresa.
Tengo la piedra de afilar y las herramientas —Dio un manotazo a un petate lleno de
bultos—. No tardo ni un segundo. Tu madre se va a poner loca de alegría. Va a decir
que eres el mejor hijo de la comarca.
Lo dudaba mucho, la verdad, pero tampoco sabía cómo se libra uno de los
afiladores. Una regla dice que no hay que ser maleducado. Cerrarle la puerta en las
narices habría sido maleducado. Pero otra regla dice que nunca hay que hablar con
extraños, y la estaba violando. Las reglas deberían ponerse de acuerdo.
—Es que solo tengo el dinero de la paga y no me puedo permitir…
—Te hago un trato, chavalín. Me gustan los jóvenes con buenos modales. Las
buenas maneras lo son todo. Menudo negociante avispado dirá tu madre que eres.
Dime cuánto dinero tienes en la hucha y yo te digo cuántos cuchillos puedo afilarte a
cambio.
—Lo siento —La cosa se ponía cada vez peor—. Primero se lo tengo que
preguntar a mi madre.
La expresión del afilador parecía amistosa por fuera.
—¡Nunca hay que enfadar a las mujeres! De todas formas, veré de pasarme por
aquí en un par de días. Porque el rey de la casa tampoco estará por un casual,
¿verdad?
—¿Mi padre?
—Ese mismo.

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—No vuelve hasta… —Últimamente no se sabe. Muchas veces llama para decir
que se ha tenido que quedar en un motel— tarde.
—Pues le dices que si no está preocupado por el asfalto de la entrada —el afilador
echó la cabeza hacia atrás y silbó para dentro—, debería estarlo. Está todo agrietado.
Seguro que lo pusieron unos chapuzas. Cuando llegue el invierno, el agua de la lluvia
se helará dentro de las grietas, reventará el asfalto ¡y en primavera va a estar peor que
la luna! Hace falta arrancarlo y volverlo a echar como Dios manda. Mi hermano y yo
lo haríamos más rápido que… —El chasquido de sus dedos sonó como una palmada
de fuerte—. Se lo dices a tu padre, ¿vale?
—Vale.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo. Podría darme su número de teléfono.
—¿Teléfonos? Mentirófonos los llamo yo. Aquí lo único que vale es el cara a
cara.
El afilador se echó el petate al hombro y salió andando hacia la calle.
—¡Díselo a tu padre! —Sabía que lo estaba mirando—. ¡Las promesas hay que
cumplirlas, manus!
«Qué generoso por su parte» dijo mi madre cuando le conté lo de la tele. Pero lo
dijo de forma bastante fría. Cuando oí llegar el Rover de mi padre, fui al garaje para
darle las gracias, pero en vez de alegrarse se le veía como avergonzado, o mejor
dicho, como si se arrepintiese de algo. Lo único que masculló entre dientes fue:
—Me alegro de que te guste, Jason.
Hasta que mi madre no sirvió el estofado no me acordé de la visita del afilador.
—¿Un afilador? —preguntó mi padre, apartando un trozo de ternilla con el
tenedor—. Ese truco gitano es más viejo que Matusalén. Lo que me extraña es que no
te haya echado la buenaventura ahí mismo. O que no se haya puesto a recoger
chatarra. Jason, la próxima vez le das con la puerta en las narices. A esa gente no hay
que darle cuerda nunca. Son peores que los testigos de Jehová.
—Ha dicho —ahora me sentía peor por haber hecho aquella promesa— que igual
volvía para hablar del camino de la entrada.
—¿Qué le pasa al camino de la entrada?
—Que hay que reasfaltarlo. Ha dicho.
La cara de mi padre se puso tormentosa.
—Vale, y como lo ha dicho el gitano, punto redondo, ¿no?
—Michael —terció mi madre—, Jason solo está contando cómo fue la
conversación.
La ternilla de la carne sabe a flema de tuberculoso. El único gitano de verdad que
he conocido en mi vida era un niño muy callado que iba a clase de la señorita
Throckmorton. Se me ha olvidado cómo se llamaba. Debía estar casi siempre de
pellas porque todo el colegio gastaba bromas sobre su pupitre vacío. Llevaba un
jersey negro y una camisa gris en vez del jersey gris y la camisa blanca del uniforme,

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pero la señorita Throckmorton jamás le llamó la atención. Un camión Beckford lo
soltaba en la puerta del colegio. Recuerdo que el camión me parecía tan grande como
el colegio entero. El niño gitano tenía que dar un salto para bajar de la cabina. Su
padre parecía Giant Haystacks, el luchador de lucha libre. Tenía los brazos llenos de
tatuajes. Gracias a esos tatuajes y a las miradas que echaba al patio, a nadie se le
ocurrió jamás meterse con el niño gitano, ni a Pete Redmarley, ni siquiera a Pluto
Noak. El niño, por su parte, se sentaba debajo del cedro irradiando ondas que
parecían decir: «Iros a la mierda». Se la traían floja el rescate, el bote y demás juegos.
Una vez que vino a clase había partido de criquet y la primera bola que bateó, la
mandó por encima de la valla y la coló en un sembrado. Se quedó tan ancho,
paseándose alrededor de los palos con las manos en los bolsillos. La señorita
Throckmorton tuvo que ponerlo a cargo del marcador porque nos íbamos a quedar sin
pelotas, pero cuando volvimos a mirar el marcador, se había dado el piro.
Me eché un chorro de ketchup en el plato.
—¿Quiénes son los gitanos, papá?
—¿A qué te refieres?
—¿Dónde vivían antes?
—La misma palabra lo dice, «gitano» viene de «egiptano». De Egipto.
—Entonces, ¿son africanos?
—No, ya no. Emigraron hace siglos.
—¿Por qué nadie los quiere?
—¿Cómo va a querer la gente decente a unos holgazanes que no pagan nada al
estado y se pasan por el forro todas las leyes urbanísticas?
—Me parece —dijo mi madre, echándose pimienta en el plato— que ese es un
juicio muy severo, Michael.
—Eso es porque no conoces ningún gitano, Helena.
—Ese afilador hizo un trabajo estupendo con los cuchillos y las tijeras el año
pasado.
—¿No me digas —el tenedor de mi padre se paró en el aire— que conoces a ese
hombre?
—Bueno, hay un afilador que lleva años viniendo a Black Swan Green en el mes
de octubre. No estoy segura de que sea el mismo porque no lo he visto, pero me
figuro que sí.
—¿Has estado dando dinero a ese mendigo?
—¿Tú trabajas gratis, Michael?
(Las preguntas no son preguntas, son balas).
Los cubiertos de mi padre tintinearon cuando los soltó en el plato.
—¿Y te has estado callando esa… transacción durante todo un año?
—¿Que me he «estado callando»? —Mi madre puso una estratégica cara de
asombro—. ¿Me estás acusando de «callarme» cosas? —Aquello me revolvió el
estómago. Mi padre le echó una mirada como diciendo «delante de Jason, no».

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Aquello también me revolvió el estómago y además me dio escalofríos—. Pues sería
para no atosigarte con banalidades domésticas después de una de tus intensas
jornadas de ejecutivo.
—¿Y cuánto exactamente —mi padre no daba marcha atrás— te timó ese
vagabundo?
—Me cobró una libra y se la di. Por afilar todos los cuchillos, y poco bien que me
los dejó. Una libra. Un penique más que una de tus pizzas congeladas de Groenlandia.
—No me puedo creer que te tragases esa triquiñuela de gitano de carromato y oso
bailarín. Por el amor de Dios, Helena, si quieres un afilador de cuchillos, te vas a la
ferretería y te compras uno. Los gitanos son todos unos buscavidas que no dan palo al
agua. Les das un penique y tienes a todos sus primos yendo a tu casa de romería hasta
el año 2000. Hoy te afilan los cuchillos, te reasfaltan la entrada y te echan la
buenaventura, y mañana te venden objetos robados, te despluman el coche y te
saquean la caseta del jardín.
Últimamente, las discusiones de mis padres parecen una partida de ajedrez
contrarreloj.
Ya me había terminado la cena.
—¿Puedo irme a mi cuarto, por favor?
Como era jueves, me puse a ver Exitos del pop y El mundo del mañana en mi
tele. Oí que cerraban de golpe los armarios de la cocina. Puse la cinta que me grabó
Julia con discos de Ewan. La primera canción era Words (Between the Lines of Age),
de Neil Young. Neil Young canta que parece un granero derrumbándose, pero la
música es genial. Me empezó a dar vueltas en la cabeza un poema sobre por qué
sufren acoso escolar los niños que sufren acoso escolar. Los poemas son espejos,
microscopios y aparatos de rayos X. Hice unos cuantos garabatos (las palabras, si
haces que no las buscas, empiezan a salir solas de sus escondrijos), pero se me acabó
el boli y abrí el estuche para coger otro.
Dentro del estuche me esperaba la tercera de las sorpresas.
La cabeza diseccionada de un ratón de verdad.
Dientecillos diminutos, ojos cerrados, bigotes de Bugs Bunny, pelo color mostaza
de Dijon, costras granates, espina dorsal llena de nuditos. Un tufillo a lejía, carne de
cerdo en lata y virutas de lápiz.
Venga, habrían dicho, métesela en el estuche a Taylor, que va a ser un despelote.
Seguro que lo habían sacado de la clase de ciencias. El señor Whitlock siempre
amenaza con descuartizar a los que roben trozos de ratón del laboratorio, pero en
cuanto se termina su termo de café «especial», se amodorra y no se entera de nada.
Vamos, Taylor, saca el estuche. Seguro que lo había metido el propio Wilcox.
Dawn Madden también debía de saberlo. Sa-sa-saca el estu-tu-TU-TU-TUche (se le
salían los ojos de las órbitas), Ta-ta-ta-Taylor.
Cogí una bola de papel higiénico para envolver la cabeza de ratón. Mi padre
estaba en el salón leyendo el Daily Mail y mi madre hacía sus cuentas en la mesa de

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la cocina.
—¿Adónde vas?
—Al garaje. A jugar a los dardos.
—¿Qué es ese klinex que llevas ahí?
—Nada, que me acabo de sonar los mocos.
Me lo metí en el bolsillo de los vaqueros. Mi madre estuvo a punto de exigir una
inspección pero, gracias a Dios, cambió de idea. Al amparo de la oscuridad, fui
sigilosamente hasta la rocalla y tiré la cabeza por encima del seto. Me figuré que se la
comerían las hormigas y las comadrejas.
Qué odio me tenían esos chicos.
Después de jugar al reloj, guardé los dardos y me volví a meter en casa. Mi padre
estaba viendo un debate sobre si Gran Bretaña debía permitir que los Estados Unidos
desplegasen misiles crucero en nuestro territorio o no. La Thatcher decía que sí, así
que los desplegarán. Desde las Malvinas nadie puede llevarle la contraria. Entonces
sonó el timbre, algo bastante raro en una noche de octubre. Mi padre debió de pensar
que era el gitano.
—Ya me ocupo yo de esto —anunció cerrando el periódico de mala manera.
Mi madre soltó un minúsculo resoplido de asco y yo subí corriendo a mi puesto
de vigilancia en el rellano y llegué justo cuando mi padre quitaba la cadena de la
puerta.
—Me llamo Samuel Swinyard —El padre de Gilbert Swinyard—. Tengo una
granja en Drugger’s End. ¿Tiene un minuto?
—Cómo no, señor Swinyard. Todos los años le comprábamos un árbol de
Navidad. Soy Michael Taylor. ¿En qué puedo ayudarle?
—Puedes llamarme Sam. Estoy recogiendo firmas para una petición. No sé si lo
sabrás, pero el ayuntamiento de Malvern tiene previsto construir un asentamiento
gitano justo aquí, en Black Swan Green. Y no temporal, sino permanente.
—Una noticia preocupante. ¿Cuándo lo han anunciado?
—¡Ese es el tema, Michael, que no lo han anunciado! ¡Nos lo quieren colar de
rondón, para que nadie se entere hasta que sea un hecho! Tienen previsto instalarlo en
Hake’s Lañe, junto a la incineradora. Son unos zorros esos del ayuntamiento. No
quieren a los gitanos en la puerta de su casa, no señorito. Han asignado espacio para
cuarenta caravanas. Cuarenta es lo que dicen ellos, pero en cuanto esté construido y
empiecen a aparecer los parientes, serán cientos. Eso va a parecer Calcuta, te lo
garantizo.
—¿Dónde hay que firmar? —Mi padre cogió la tablilla y escribió su nombre—.
Justamente hoy ha aparecido por aquí uno de esos… individuos. A eso de las cuatro
de la tarde, cuando más probabilidades tienen de encontrarse a las amas de casa y a
los niños solos, sin protección.
—No me extraña lo más mínimo. También han estado rondando por Wellington
Gardens. Deben de pensar que las casas antiguas tienen quincalla más valiosa. Pero

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como salga adelante lo del asentamiento, ¡eso es lo que nos espera todos los días! Y
todos sabemos que cuando los gitanos ya no sacan nada rebuscando en la basura,
recurren a métodos más directos para tomar prestado lo ajeno, no sé si me explico.
—Supongo, Sam —dijo mi padre devolviéndole la tablilla—, que tus esfuerzos
estarán teniendo una respuesta positiva, ¿no?
—Por ahora solo se han negado a firmar tres, pero es que también son medio
gitanos, hablando en plata. El párroco me ha dicho que no se puede meter en
«políticas partidistas», pero su señora lo ha apartado de un codazo y ha dicho que ella
sí puede, que no es clérigo. Todos los demás vecinos, tan dispuestos a firmar como tú,
Michael. El miércoles hay una reunión de emergencia en la casa social para ver cómo
mandamos a la mierda a los imbéciles del ayuntamiento de Malvern. ¿Puedo contar
con tu presencia?
Ojalá hubiese dicho que sí. Ojalá hubiese dicho: «Tenga, el dinero de mi paga,
afile lo que pueda, por favor». El afilador habría sacado sus bártulos allí mismito, en
la puerta de casa. Las limas, las piedras, la rueda de afilar. Se habría inclinado sobre
la rueda, con la cara enrojecida y arrugada como un trasgo y un brillo peligroso en los
ojos. Con una mano le habría dado vueltas a la rueda y con la otra habría acercado las
hojas despacito hasta que la piedra mordiese el metal y saltasen chispas furiosas,
azules, que saldrían despedidas como salivazos al cielo color Coca-cola del
crepúsculo. Se habría olido el metal caliente. Se habrían oído los chillidos de las
hojas afilándose. El gitano habría trabajado, uno por uno, todos los cuchillos. Y una
por una, las viejas hojas habrían quedado mejores que nuevas, más sibilantes que el
puñal de Norman Bates y lo bastante afiladas como para cortar músculos, huesos,
horas, temores y pensamientos como «qué odio me tienen esos chicos». Lo bastante
afiladas como para hacer picadillo la angustia del «qué me harán mañana».
Ojalá hubiese dicho que sí.
Si te ven en público con cualquiera de tus padres quedas de maricón, pero hoy la
regla no valía porque había montones de niños yendo a la casa social con sus padres.
Las ventanas del edificio, construido en 1952, emitían un resplandor amarillo
mantecoso. Son solo tres minutos andando desde Kingfisher Meadows porque está
justo al lado de la escuela de la señorita Throckmorton. Con lo grande que me parecía
entonces la escuela primaria… ¿Hay alguna forma de saber cuál es el verdadero
tamaño de las cosas?
La sala olía a tabaco, polvo, coliflor y pintura. Si no llega a ser porque el señor y
la señora Woolmere nos cogieron asiento en las primeras filas, mi padre y yo
habríamos tenido que ponernos de pie al fondo. La última vez que hubo un lleno
como el de esta noche fue en la función de teatro de Navidad, cuando hice de golfillo
andrajoso de Belén. Los ojos del público reflejaban las luces del escenario como los
de los gatos en la oscuridad. Para disgusto de la señorita Throckmorton, el Ahorcado
me obligó a comerme un par de frases cruciales, pero luego toqué bien el xilófono y
también canté bien Ya seas blanco, negro o azul, ven al portal a ver a Jesús. Los

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tartamudos no tartamudeamos al cantar. En esa época Julia llevaba aparato de dientes,
como Tiburón en La espía que me amó. Julia me dijo que tenía un talento innato. No
era verdad pero lo recuerdo porque fue un detallazo por su parte.
Bueno, el caso es que esta noche el público estaba histérico, como si estuviese a
punto de estallar una guerra. El humo de los cigarrillos emborronaba los contornos de
las cosas. Allí estaba el señor Yew, la madre de Colette Turbot, el señor y la señora
Rhydd, los padres de León Cutler, el padre de Hormiguita (que es panadero y anda
siempre a tortas con los de Sanidad), todos charla que te charla, elevando la voz para
hacerse oír por encima del vocerío. El padre de Grant Burch estaba diciendo que los
gitanos roban perros para pelearlos y que luego se los comen para destruir las
pruebas.
—Si eso pasa en Anglesey —dijo la madre de Andrea Bozard dándole la razón—
¡también terminará pasando aquí!
Ross Wilcox estaba sentado entre su padre el mecánico y su nueva madrastra. Su
padre es igualito que él solo que más grande, más huesudo y con los ojos más rojos.
La madrastra no paraba de estornudar. Yo intentaba no mirarlos usando el mismo
sistema que cuando no quieres vomitar, o sea, fingiendo que no sabes que estás a
punto de hacerlo. Consecuencia: no paraba de mirarlos. En el escenario, además del
padre de Gilbert Swinyard estaban Gwendolin Bendincks, la mujer del párroco, y Kit
Harris, el profesor del correccional que vive en el camino de herradura con sus perros
(perros que, naturalmente, nadie intentaría robarle). Kit Harris tiene un mechón
blanco en medio de una buena mata de pelo negro, por eso todos los niños lo llaman
Tejón. El señor Castle, nuestro vecino, salió de los bastidores y se sentó en la silla
que quedaba libre. Al ver a mi padre y al señor Woolmere los saludó con un heroico
gesto de cabeza y estos se lo devolvieron. El señor Woolmere le susurró a mi padre:
—El viejo Gerry se apunta a un bombardeo.
Delante del estrado había una pancarta que ponía COMITÉ DE CRISIS
CONTRA EL CAMPAMENTO. Las cuatro ees estaban pintadas de color rojo sangre
y las demás letras de negro.
El señor Castle se puso de pie y la gente mandó callar a los que cotorreaban. El
año pasado Dean Lerdell, Robin South y yo estábamos jugando al fútbol y Lerdell
coló el balón en el jardín de los Castle. Cuando fue a pedírselo, el señor Castle nos
dijo que el balón había aplastado una rosa híbrida que valía 35 libras y que no se lo
devolvía hasta que no le pagásemos la rosa, lo cual significaba «nunca», porque
cuando tienes trece años no tienes 35 libras.
—Damas, caballeros, vecinos de Black Swan Green. El hecho de que tantos de
nosotros nos hayamos echado a la calle en una noche tan gélida como esta es una
prueba del resentimiento que ha provocado en nuestra comunidad el vergonzoso, y
desvergonzado, intento por parte de nuestro ayuntamiento electo de cumplir con lo
estipulado en la —carraspeó— «Ley de campamentos de caravanas de 1968»
convirtiendo nuestro pueblo, nuestro hogar, en un depósito de «gitanos», «zíngaros»,

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«romaníes» o cualquiera que sea la denominación que los «progresistas» hayan
puesto de moda esta semana. El hecho de que ni un solo concejal se haya molestado
en asistir a esta reunión es una prueba no precisamente edificante —Isaac Pye, el
dueño del Black Swan, gritó: «¡Porque habríamos linchado a esos cabrones en la
plaza, por eso no han venido!» y el señor Castle sonrió como un abuelo paciente
hasta que se extinguieron las últimas risas— es una prueba no precisamente
edificante de su hipocresía, de su cobardía y de la pobreza de sus argumentos —
Aplausos. El señor Woolmere gritó: «¡Así se habla, Gerry!»—. Antes de empezar, el
comité quiere dar la bienvenida al señor Hughes, de la Gaceta de Malvern —un señor
con una libreta sentado en la primera fila asintió con la cabeza—, que nos ha hecho
un hueco en su apretada agenda. Confiamos en que su crónica del ultraje perpetrado
por los criminales del ayuntamiento de Malvern condiga con la fama de imparcial que
tiene su periódico —Aquello sonó más a amenaza que a bienvenida—. Bien.
Inevitablemente, los defensores de los gitanos nos soltarán su cantinela: «¿Qué tienen
ustedes en contra de esa gente?». Yo les respondo: «¿Por dónde quiere que empiece?
Vagancia. Robo. Insalubridad. Tuberculosis…
No me enteré de lo que dijo a continuación porque estaba pensando en que los
vecinos del pueblo querían que los gitanos pareciesen repugnantes para que esa
repugnancia pusiese de relieve las cualidades de los vecinos del pueblo.
—Nadie está diciendo que las personas de raza calé no tengan derecho a una
residencia permanente —Gwendolin Bendincks se llevó las manos al corazón—. Los
gitanos también son padres, como nosotros. También quieren para sus hijos lo que
creen que es mejor para ellos, como nosotros. Dios sabe que no tengo el más mínimo
prejuicio contra ningún grupo humano por muy exótico que sea su color o por muy
estrafalaria que sea su religión, y estoy segura de que ninguno de los asistentes
tampoco. Todos somos hijos de Dios. Es más, sin un asentamiento permanente,
¿cómo se les va a inculcar las responsabilidades de la ciudadanía? ¿Cómo se les va a
enseñar que la ley y el orden garantizan a sus hijos un futuro más brillante que la
mendicidad, el tráfico de caballerías y los pequeños hurtos? ¿O que las personas
civilizadas no comen erizos? —Pausa efectista. Pensé en cómo todos los líderes se
dedican a percibir los miedos de la gente y a convertirlos en arcos y flechas y
mosquetes y granadas y bombas nucleares para usarlos a su antojo. En eso consiste el
poder—. Pero ¿de dónde han sacado las autoridades la idea de que Black Swan Green
es un emplazamiento adecuado para su «proyecto»? ¡Nuestro pueblo es una
comunidad en perfecto equilibrio! Una horda de forasteros, sobre todo una de, por así
decirlo, «familias problemáticas», que inunde nuestros colegios y nuestros servicios
médicos ¡nos precipitará al caos! ¡Nos hundirá en la miseria! ¡Nos abocará a la
anarquía! No señores, un asentamiento permanente tiene que estar cerca de una
ciudad lo bastante grande como para absorberlos. Una ciudad con infraestructuras.
Una ciudad como Worcester, o, mejor todavía, ¡Birmingham! El mensaje que
queremos transmitir al ayuntamiento de Malvern es simple y rotundo: «Ni se les

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ocurra endilgarnos sus responsabilidades. Podemos ser gente de pueblo, ¡pero no
palurdos que se dejan engañar!».
El público rompió a aplaudir puesto en pie y Gwendolin Bendincks sonrió como
un viajero aterido delante de una hoguera.
—Soy un hombre paciente —Samuel Swinyard hablaba de pie y con las piernas
bien separadas—. Paciente y tolerante. Soy granjero, estoy orgulloso de ello, y los
granjeros no nos calentamos los cascos con zarandajas —Un murmullo jocoso
recorrió la sala—. Yo no me opondría a un campamento permanente de gitanos si
fuesen gitanos puros. Mi padre, cuando llegaba la época de la cosecha, siempre
contrataba a unos cuantos gitanos puros. Cuando se ponían, eran buenos trabajadores.
Tostados como un negro zumbón y con los dientes más fuertes que un caballo.
Pasaban el invierno en las Chiltern desde los tiempos de Maricastaña. Había que
andarse con ojo, eso sí, porque eran más listos que el hambre. Como cuando la
guerra, que se vistieron todos de mujer o salieron zumbando a Irlanda para que no los
mandasen a Normandía. Pero por lo menos, con los gitanos puros, sabías lo que
había. Ahora bien, si estoy aquí esta noche es porque la mayoría de todos estos
fulanos que hoy en día se hacen llamar gitanos no son más que oportunistas y
pelagatos y criminales que no reconocerían a un gitano puro ni que lo tuviesen en…
en… —Isaac Pye gritó: «¡En el culo, Sam, en el culo!» y en el fondo de la sala estalló
una carcajada gigantesca— ¡en las narices, Isaac, en las narices! ¡Ahora son todo
hippies y quinquilleros que se ponen el cartel de «gitanos» para tener derecho a
limosna! Parásitos sin estudios en busca de subsidios. ¡Y ahora quieren campamentos
con retretes alicatados! ¡Y los asistentes sociales atendiendo a sus caprichitos! ¡Pues
venga, yo también voy a decir que soy gitano y, hala, que me den gratis todos esos
lujos! ¡Mucho mejor que ganarse la vida trabajando! Porque si yo quisiera…
En ese momento saltó la alarma contra incendios.
Samuel Swinyard, molesto, frunció el entrecejo. Asustado no estaba, porque las
alarmas contra incendios nunca suenan de verdad, son siempre un simulacro de
incendio. La semana pasada tuvimos uno en el colegio. Nos hicieron salir de clase de
francés ordenadamente y formar en el patio. El señor Whitlock llegó despotricando:
«¡Achicharrados! ¡Todos! ¡ACHICHARRADOS! ¡Deformes de por vida!». El señor
Carver hizo un megáfono con las manos y gritó: «¡Por lo menos Nicholas Briar ya no
estará solo!».
Pero la alarma de la casa social sonaba y sonaba.
La gente a nuestro alrededor empezó a protestar.
—¡Qué ridículo!
—¿Es que no hay ningún Einstein que apague el puñetero chisme?
Gwendolin Bendincks le dijo algo al señor Castle, que se llevó la mano a la oreja
como diciendo «¿qué?». Gwendolin Bendincks se lo repitió. ¿Qué? Unas cuantas
personas se levantaron y empezaron a mirar alrededor con cara de preocupación.
En el fondo de la sala estallaron cincuenta gritos:

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—¡FUEGO!
Al instante, el salón de actos se convirtió en un remolino de pánico.
Gritos y chillidos revoloteaban encima de nuestras cabezas. Las sillas volaban por
los aires y hasta rebotaban.
—¡Los gitanos han prendido fuego al edificio!
Entonces se fue la luz.
—¡Salgan! ¡Salgan!
En esa oscuridad espantosa, mi padre me apretó contra su cuerpo (la cremallera
de su abrigo se me clavó en la nariz) como si fuese un bebé. Nos quedamos allí
mismo, justo en mitad del guirigay. Me llegaba el olor de su desodorante. Un zapato
me golpeó la espinilla. Una luz de emergencia empezó a parpadear y gracias al
resplandor pude ver al señor Rhydd aporreando la puerta de emergencia.
—¡Está cerrada con llave! ¡Está cerrada con llave, maldita sea!
El padre de Wilcox se quitaba gente de en medio a manotazos.
—¡Romped las ventanas, cojones! ¡Romped las ventanas!
El único que estaba tranquilo era Kit Harris, que miraba la escena como si fuese
un ermitaño contemplando un plácido bosque.
La madre de Colette Turbot gritó cuando un collar de perlas como castañas saltó
por los aires y las perlas empezaron a botar bajo cientos de pies.
—¡Me están aplastando la mano!
Masas de personas se tambaleaban como bolos hacia delante, hacia atrás, hacia un
lado, hacia el otro. Una multitud sin cabeza es el animal más peligroso.
—¡Tranquilo, Jason! —Mi padre me apretaba con tanta fuerza que casi no podía
ni respirar—. ¡Estoy aquí!
En realidad la casa de Lerdell son dos ruinosos hotelitos unidos, y es tan vieja que
todavía tiene el cuarto de baño en el jardín. Es más agradable mear en el campo de al
lado y es lo que hago casi siempre. Hoy me bajé del autobús del colegio con Dean en
Drugger’s End porque íbamos a jugar con su Spectrum de 16K, pero esa mañana su
hermana Kelly se había sentado encima del radiocasete y no pudimos cargar ningún
juego. Kelly trabaja en la sección de chucherías del Woolworths de Malvern, así que,
cuando se sienta encima de algo, ese algo ya nunca vuelve a ser lo que era. A Dean se
le ocurrió que por qué no subíamos a su cuarto y modificábamos el Operación a
nuestro gusto. El cuarto de Dean está todo empapelado con pósteres del West
Bromwich Albion. El West Bromwich no hace más que bajar a segunda división,
pero Dean y su padre siempre han sido hinchas de ese equipo y no hay más que
hablar. Operación es un juego en el que hay sacar huesos del cuerpo de un paciente.
Si rozas al paciente con las pinzas, el zumbador que tiene en la nariz zumba y te
quedas sin los honorarios de cirujano. Lo que intentamos fue instalarle una batería
enorme para que, si rozabas al paciente, te electrocutases. Al final nos cargamos al
paciente y el juego entero, pero dijo Dean que daba igual, que ya se había aburrido de
él hacía siglos. Salimos al jardín e hicimos un campo de golf superloco con planchas,

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tubos y herraduras oxidadas que nos encontramos en el huerto que empieza donde
termina el jardín de su casa. En un tocón podrido habían nacido unas setas con pinta
de venenosas. Un gato color gris luna nos miraba desde el tejado del cuarto de baño.
Encontramos dos palos de golf pero ni una sola pelota, ni siquiera en el cobertizo sin
fondo. Eso sí, encontramos un telar roto y el esqueleto de una moto.
—¿Qué te parece —me propuso Dean— si le echamos una miradita al pozo?
El pozo está cubierto con una tapa de cubo de basura que tiene una pila de
ladrillos encima, para que no se caiga Maxine, la hermana pequeña de Dean.
Quitamos los ladrillos uno a uno.
—Algunas noches de luna nueva, cuando no hace viento, se oye la voz de una
niña ahogándose.
—Sí, segurísimo, Dean.
—¡Te lo juro sobre la tumba de mi abuela! En este pozo se ahogó una niñita. Se
hundió antes de que pudiesen rescatarla, por culpa de las enaguas y todo eso.
Demasiados detalles para que fuese una trola.
—¿Cuándo fue eso?
Dean quitó el último ladrillo.
—En la antigüedad.
Nos asomamos al pozo y vimos nuestras cabezas reflejadas en el espejo inmóvil.
Estaba más silencioso que una tumba e igual de frío.
—¿Qué profundidad tiene?
—Ni idea —El pozo estiraba las palabras hacia abajo y luego catapultaba el eco
hacia arriba—. Una vez Kelly y yo atamos un plomo de pescar a un sedal y lo
dejamos caer, pero después de cincuenta metros seguía bajando.
Solo de pensar en caerme dentro se me pusieron de corbata.
Un crepúsculo húmedo de octubre se cernía sobre el pozo.
—¡Mamá! —La vocecilla nos hizo saltar por los aires—. ¡NO PUEDO NADAR!
Me cagué. Me cagué de miedo.
El señor Lerdell se tronchaba de risa.
—¡Papá! —gruñó Dean.
—¡Lo siento, chicos, no he podido resistirlo! —El señor Lerdell se secó las
lágrimas—. He salido a plantar los narcisos nuevos, he oído lo que decíais ¡y no he
podido resistirlo!
—¡Pues ya te vale! —dijo Dean colocando la tapa.
El padre de Dean montó una mesa de ping-pong formando una pared de libros
colocados de canto en medio de la mesa de la cocina. Las palas eran libros de tapa
dura (la mía Los duendes y el zapatero y la de Dean, El enano saltarín). Debíamos de
tener pinta de subnormales, sobre todo el señor Lerdell, que jugaba con una lata de
Dr. Pepper en la mano (el Dr. Pepper sabe a Bisolvon con burbujas), pero fue una
risa. Mucho más divertido que mi televisor portátil. Maxine, la hermana pequeña de
Dean, a la que todos llaman Mini Max, llevaba el tanteo. El que ganaba seguía

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jugando. Entonces llegó la madre de Dean, que trabaja en la residencia de ancianos
de la carretera de Malvern. Nos miró, dijo: «Eres un caso, Frank Lerdell» y encendió
un fuego que olía a cacahuetes tostados. Mi padre dice que los fuegos de verdad son
una pérdida de tiempo, pero el padre de Dean siempre pone acento escocés y dice:
«¡Nuuunca te compres una casa sin chimenea!». La madre de Dean se hizo un moño
con una aguja de punto y me dio una paliza, 21 a 7. Luego, en vez de volver a ser la
señora Lerdell, cogió la Gaceta de Malvern y se puso a leer en voz alta:
—¡TOSTADAS QUEMADAS PROVOCAN CAOS EN LA CASA SOCIAL! «El
pasado miércoles los vecinos de Black Swan Green aprendieron que por el humo no
siempre se sabe dónde está el fuego. La reunión inaugural del Comité de crisis contra
el campamento que algunos residentes han constituido para oponerse al proyecto de
establecer un asentamiento gitano en Hakes Lañe se vio interrumpida por una alarma
contra incendios que desencadenó una frenética estampida…». Madre del amor
hermoso —El artículo en sí no tenía nada de gracioso pero como la señora Lerdell lo
leía con voz de locutora palurda, nos meábamos de risa—. «Cuando los bomberos
acudieron al lugar del siniestro, descubrieron que lo que había disparado la alarma era
el humo de una tostadora. Cuatro personas resultaron heridas a causa de la
desbandada y precisaron de asistencia médica. Según ha declarado a este periódico un
testigo de los acontecimientos, Gerald Castle, residente en Kingfisher Meadows»,
este es vecino tuyo, ¿no, Jason?, «fue un milagro que nadie resultase lisiado de por
vida». Ay, perdón, no es para reírse. No tiene nada de gracioso, la verdad. ¿Tú lo viste
todo, Jason?
—Sí, fui con mi padre. La sala estaba hasta los topes. ¿Ustedes no fueron?
El señor Lerdell se puso serio.
—Vino Sam Swinyard a pedirme una firma pero le dije educadamente que
naranjas de la China —La conversación había tomado un camino equivocado—.
¿Qué, te impresionó el nivel del debate?
—La gente estaba bastante en contra del campamento.
—¡Normal! ¡Ese monstruo de Downing Street se cepilla los sindicatos por los que
murieron nuestros abuelos y aquí no mueve un dedo ni Dios! Pero en cuanto la gente
sospecha que algo amenaza el valor de mercado de sus casas ¡se levanta en armas
más rápido que un revolucionario!
—Frank —dijo la señora Lerdell como pisando el freno.
—¡No me da vergüenza que Jason sepa que tengo sangre gitana! Mi abuelo era
gitano, ¿sabes, Jason? Por eso no fuimos a la reunión. Los gitanos no son unos
angelitos, pero tampoco son el demonio. No son ni mejores ni peores que los
granjeros, los carteros o los terratenientes. La gente debería dejarlos en paz.
Como no sabía qué decir, asentí con la cabeza.
—Bueno, mucha charla pero la mesa sin poner —dijo la señora Lerdell
poniéndose de pie.
El señor Lerdell sacó su revista de crucigramas. En la portada siempre sale una

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chica en biquini, pero dentro no hay ningún desnudo. Maxine, Dean y yo recogimos
los libros mientras un olor a jamón y champiñones invadía la pequeña cocina. Ayudé
a Dean a poner la mesa para retrasar mi vuelta a casa. El cajón de los cubiertos no
está ordenado como el nuestro porque los Lerdell guardan los cubiertos a boleo.
—¿Te quedas a cenar, Jason? —La madre de Dean estaba pelando patatas—. La
señorita Kelly me ha llamado al trabajo para avisarme de que era el cumpleaños de no
sé qué compañera y que iban a salir a picar algo, así que hay un sitio libre.
—Vamos —me insistió el padre de Dean—. Coge el teléfono y dale un toque a tu
madre.
—Mejor no —Me habría encantado, la verdad, pero mi madre se pone histérica si
no le aviso con semanas de antelación de que me voy a quedar a cenar en casa de
algún amigo. Mi padre también se pone en plan sargento, como si hubiese cometido
un delito tan grave que no bastase con un simple enfado. Pero luego él bien que se
queda a cenar en Oxford casi todos los días—. Gracias por invitarme.
El anochecer sorbía la niebla del suelo. El fin de semana que viene hay que
atrasar los relojes. Mi madre debía de estar a punto de llegar de Cheltenham, pero yo
no llevaba ninguna prisa y decidí ir por la tienda del señor Rhydd, que es el camino
más largo. Pensé que si evitaba pasar por la entrada de Wellington Gardens, correría
menos peligro de cruzarme con la pandilla de Ross Wilcox, pero justo al pasar por
delante de la verja de Saint Gabriel, oí unos gritos procedentes del jardín de Colette
Turbot.
Malo.
Malo de verdad. Un poco más adelante estaban el propio Ross Wilcox, Gary
Drake y unos diez o quince chicos más. También algunos mayores, como Pete
Redmarley y los hermanos Tookie. Había estallado la guerra. Castañas en lugar de
balas y manzanas silvestres y peras arrancadas por el viento en lugar de artillería
pesada. Llevaban la munición en bolsas hechas de jerseys anudados. Una bellota
perdida me pasó rozando la oreja. En su día me habría aliado con el bando de los
chicos populares y me habría apuntado al combate, pero «en su día» no significa
«ahora». Lo más probable era que alguien gritase «¡A p-p-p-por Ta-ta-ta-ttttaylor!» y
los dos ejércitos abriesen fuego contra mí. Y si salía corriendo, habría una cacería por
todo el pueblo, con Wilcox de cabecilla y yo de zorro.
Así que, antes de que nadie me viese, me escondí en la parada del autobús, bajo la
marquesina cubierta de hiedra. Aquí paraban antes los autobuses en dirección a
Malvern, Upton y Tewkesbury, pero ahora que han hecho recortes y han suspendido
casi todos los servicios, la parada se ha convertido en territorio de grafiteros y
parejitas que vienen a darse el lote. Frutas perdidas pasaban rodando por delante de
mis narices. Me di cuenta de que había cavado mi propia tumba. Las huestes de Gary
Drake y Ross Wilcox cargaban contra el ejército de Gary Drake, que se replegaba en
mi dirección. Asomé la cabeza y, a tres metros escasos, vi una manzana reineta
explotando de manera espectacular en la cabeza de Cagón. Dentro de unos segundos,

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las fuerzas en retirada llegarían a mi altura y me encontrarían escondido. Y que te
encuentren escondido es mucho peor que te encuentren a secas.
Cagón se restregó el ojo para quitarse los trozos de manzana y me miró.
Muerto de miedo por si me delataba, me llevé el índice a la boca.
La mueca de Cagón se convirtió en una sonrisa y se llevó el índice a la boca.
Salí pitando de la parada y crucé Malvern Road. No tenía tiempo de ponerme a
buscar un camino así que me metí de un salto en la espesura. Matas de acebo. No era
mi día de suerte: me hundí hasta las orejas en hojas espinosas y me arañé el cuello y
el culo, pero los arañazos no duelen tanto como la humillación. Lo milagroso era que
nadie hubiese gritado mi nombre. La batalla se desplazó de aquí para allá, y por
momentos estuvo tan cerca de mi escondite que llegué a oír a Simón Sinton
murmurándose instrucciones a sí mismo. La parada de autobús que acababa de
abandonar hacía veinte segundos fue requisada y convertida en búnker.
—¡Eso duele, Croome! ¡Serás capullo!
—¡Oh, pobre Robin South! ¿Te ha dolido mucho?
—¡Venga, tíos! ¡Vamos a enseñarles quiénes son los amos de este pueblo!
—¡Matadlos! ¡Masacradlos! ¡Tiradlos a un pozo! ¡Enterradlos!
Las huestes de Pete Redmarley se recuperaron. La batalla seguía siendo
encarnizada pero estaba en un punto muerto. Los proyectiles y los gritos de los
heridos saturaban el aire. Wayne Nashend vino a buscar munición a escasos metros
de mi escondrijo. Se veía que la guerra se extendería al bosque. Mi única escapatoria
era internarme en la espesura.
Cortina tras cortina, como en los sueños, el bosque me invitaba a adentrarme. Los
helechos me acariciaban la frente y me palpaban los bolsillos. Nadie sabe que estás
aquí, susurraban los árboles, que se preparaban para afrontar el invierno.
Los niños hostigados se vuelven invisibles para minimizar el riesgo de que se
fijen en ellos y los hostiguen. Los tartamudos se vuelven invisibles para minimizar el
riesgo de que los obliguen a decir algo que no pueden decir. Los niños cuyos padres
discuten se vuelven invisibles por si acaso provocan otra pelea. El niño invisible por
triplicado, ese es Jason Taylor. Últimamente ni yo mismo veo mucho al verdadero
Jason Taylor, salvo cuando escribimos un poema, o, a veces, al mirarnos al espejo o
justo antes de quedarnos dormidos. En los bosques, sin embargo, se deja ver. Ramas
y raíces nudosas, amagos de senderos, huellas de excavaciones obra de tejones o de
los romanos, un estanque que se helará al llegar enero, una caja de puros clavada en
el tronco de un sicomoro secreto entre cuyas ramas pensábamos, en su día, construir
una cabaña, un silencio jaspeado de trinos y chasquidos de ramitas, frondas dentadas
y lugares que solamente se encuentran cuando va uno solo. En los bosques, el tiempo
es más antiguo que en los relojes, y más verdadero. Los fantasmas del Tal Vez
campan a sus anchas en los bosques (y en las papelerías y en las nebulosas de
estrellas). Los bosques no se molestan en poner vallas ni en señalar fronteras. Los
bosques son vallas y fronteras. No tengas miedo. Ves mejor en la oscuridad. Me

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encantaría trabajar con los árboles. Los druidas ya no existen, pero los guardabosques
sí. Ser un guardabosques en Francia. ¿Qué más les da a los árboles que no consigas
pronunciar palabra?
Ese sentimiento de druida que me inspiran los bosques es tan emocionante que
me dan ganas de cagar, así que cogí una piedra lisa y cavé un hoyo en medio de un
grupo de arbustos de hojas como mitones. Me bajé los gayumbos y me acuclillé.
Mola mogollón cagar al aire libre, como un troglodita. Soltarlo todo, oír el golpe seco
y el leve crujido de la hojarasca. Las ñordas salen mejor en cuclillas que sentado en el
váter. Y son más olorosas y humeantes. (Lo único que me da miedo es que se me
meta una mosca verde por el culo y me ponga huevos en el intestino, porque cuando
naciesen las larvas, se me subirían al cerebro. Me contó mi primo Hugo que eso fue
lo que le pasó a un chaval americano llamado Reno Nevada).
—¿Es normal —dije en voz alta para oírme la voz— que esté hablando solo en un
bosque como este?
Un pájaro tocó una flauta dentro de un tarro, tan cerca que parecía posado en un
pliegue de mi oreja. Me entraron tantas ganas de poseer aquel sonido imposible de
poseer que me entraron escalofríos. Si pudiese haberme metido en aquel momento, en
aquel tarro, y no salir jamás, lo habría hecho. Pero me dolían las pantorrillas de estar
acuclillado y me tuve que mover. El pájaro imposible de poseer se asustó y
desapareció por su túnel de ramitas y de flores.
Acababa de limpiarme el culo con las hojas que parecían mitones cuando un perro
gigantesco tan grande como un oso, un lobo marrón y blanco, surgió de entre los
helechos oscuros.
Pensé que iba a morir.
Sin embargo, el lobo cogió tranquilamente mi bolsa Adidas con los dientes y se
alejó trotando por el sendero.
Solo es un perro, dijo Gusano con voz temblorosa, ya se ha ido, tranquilo,
estamos a salvo.
Un quejido de moribundo me salió de lo más hondo. Seis cuadernos de ejercicios,
incluido el del señor Whitlock, más tres libros de texto… ¡Perdidos! ¿Qué les iba a
decir a los profesores?
—No puedo enseñarle los deberes, señor. Me los ha robado un perro.
El señor Nixon volvería a instaurar los azotes solo para castigar mi falta de
originalidad.
Eché a correr (demasiado tarde) detrás del perro, pero se me soltó el cinturón, se
me cayeron los pantalones y me caí de boca como el Gordo y el Flaco. Los calzones
manchados de mantillo y una ramita metida por la nariz.
No me quedaba más alternativa que seguir el camino que podría haber tomado el
perro, buscando con la mirada, entre la espesura, trozos de color blanco en
movimiento. Los comentarios sarcásticos del señor Whitlock se recordarían de por
vida. La señorita Coscombe echaría más chispas que una bengala. La incredulidad del

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señor Inkberrow sería más inflexible que su regla de pizarra. Mierda, mierda, mierda.
Primero todos los alumnos me tachan de patético y ahora la mitad de los profesores
me darían por inútil. «¿Pero qué hacías tú en mitad del bosque a esas horas?».
¿Un búho? Llegué a un claro en cuesta que conocía de cuando los niños del
pueblo jugábamos a la guerra en el bosque. Nos lo tomábamos muy en serio, con
prisioneros de guerra, altos al fuego, banderas enemigas que había que robar (hechas
con medias de fútbol atadas a un palo) y reglas de combate que eran mitad judo mitad
«tú la llevas». Mucho más refinado que esos Passchendaeles en Malvern Road.
Cuando los mariscales de campo elegían a sus tropas me escogían enseguida porque
se me daba guay esquivar enemigos y subir a los árboles. Cómo molaban esos juegos.
Los deportes en el colegio no son lo mismo, no te dejan ser lo que no eres. Los juegos
de guerra ya han pasado a la historia; los de mi quinta fuimos los últimos que
jugábamos. Quitando el lago donde la gente saca a pasear a los perros, cada año hay
menos senderos en el bosque. Las zarzas han ido bloqueando las entradas, y también
los granjeros con sus alambradas. Las cosas, cuando se abandonan, se enmarañan y se
llenan de espinas. La gente cada vez tiene más miedo de que los niños anden por la
calle de noche como hacíamos antiguamente. Hace poco mataron en Gloucestershire
a un niño llamado Carl Bridgewater que repartía periódicos. Gloucestershire está aquí
al lado. La policía encontró el cadáver en un bosque como este.
Al pensar en Cari Bridgewater me entró un poco de miedo. Pero solo un poco.
Puede que un bosque sea un buen lugar para dejar un cadáver, pero es una mierda de
lugar para salir a cazar víctimas. El bosque de Black Swan Green no es el de
Sherwood, ni una jungla vietnamita. Lo único que tenía que hacer para llegar a casa
era desandar el camino o seguir recto hasta que llegase a un campo.
Sí, sin mi bolsa Adidas.
Por dos veces vi un trozo de color blanco y pensé que era el perro.
La primera vez era un abedul y la segunda, una bolsa de plástico.
Aquello era imposible.
De repente apareció el borde de la cantera abandonada. No me había vuelto a
acordar de ella desde la época de los juegos de guerra. No era muy profunda, pero
más valía no tropezar y caer rodando. El fondo era una especie de vaguada con una
pista que llevaba a Hakes Lane. ¿O era a Pig Lane? Me sorprendió ver luces y voces
en el fondo de la cantera. Conté unas cinco o seis caravanas más un camión, un
remolque para caballos, una furgoneta y una moto con sidecar. Había un generador
encendido. Gitanos, pensé, seguro. Al pie de la ladera que había debajo del saliente
desde donde yo miraba había siete u ocho figuras sentadas alrededor de una fogata
gualtrapera, y también unos perros.
Ni rastro del lobo ladrón ni de mi bolsa Adidas, pero era mucho más probable que
la bolsa estuviese allí que en cualquier otra parte del bosque. El problema era ¿cómo
hace un niño de Kingfisher Meadows que vive en una casa de cuatro dormitorios y
contraventanas de aluminio para abordar a unos gitanos y acusar a sus perros de

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ladrones?
Tenía que hacerlo.
Pero ¿cómo? Había asistido a esa reunión del Comité de crisis. Pero necesitaba
mi bolsa. Pensé que, como mínimo, debería llegar al campamento por el camino
principal, para que no pensasen que los estaba espiando.
—¿Te vas a pasar toda la noche espiándonos?
Si con el susto del padre de Dean me dieron los siete males, con este me dieron
catorce. En la oscuridad cerrada que había a mis espaldas apareció una cara con la
nariz rota y una expresión feroz.
—No —empecé diciendo—. Solo estaba…
Pero no terminé la frase porque había dado un paso hacia atrás. Aire vacío.
Piedras, suelo movedizo, yo resbalando, dando tumbos y volteretas (da gracias si
solo te rompes una pierna, dijo el Gemelo Nonato), rueda que te rueda («¡Coño!» y
«¡Cuidado!» y «¡CUIDADO!» gritaban voces humanas) y rueda que te rueda
(caravanas hoguera clavícula) y aire saliendo a raudales de mis pulmones cuando me
paré en seco.
Unos perros ladraban enloquecidos a unos centímetros de mí.
—¡FUERA DE AQUÍ, CHUCHOS DE MIERDA!
La estela de polvo y cantos rodados me dio alcance.
—¿De dónde carajo ha salido este? —dijo una voz ronca.
Era como cuando en las películas el protagonista se despierta en un hospital y ve
caras flotando, solo que daba más miedo porque era de noche. Me dolía el cuerpo en
veinte puntos distintos, pero como era dolor de raspones, no de roturas, me figuré que
podría andar. Los ojos me daban vueltas como una lavadora al final del programa.
—¡Se ha caído un niño por la cantera!
Aparecieron más personas junto a la hoguera. No hostiles pero recelosos.
Un viejo habló en un idioma extranjero.
—¡No lo enterréis todavía, que no se ha caído de un acantilado!
—Estoy bien —Tenía la boca llena de tierra—. Estoy bien.
—¿Te puedes levantar, chaval? —me preguntó una voz cercana.
Lo intenté pero el suelo todavía no había parado de dar vueltas.
—Le flojean los pinreles —juzgó la voz ronca—. Te vamos a poner junto a la
chasca, chaval. A ver, echadme una mano alguno…
Dos brazos me ayudaron a dar los pocos pasos que nos separaban del fuego. Una
madre con delantal y su hija salieron de una caravana. Las dos parecían más duras
que el mármol y una tenía un bebé en brazos. En la caravana se oía la sintonía del
telediario local. Unos chicos se abrían hueco empujones para verme mejor. Tenían
mucha más pinta de duros y de chungos que cualquiera de mi curso, incluido Ross
Wilcox. Lluvia, heladas, peleas, matones, deberes… Se notaba que esas cosas no les
preocupaban.
Un adolescente tallaba un taco de madera sin prestarme la menor atención. La luz

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de la hoguera destellaba en la hoja del cuchillo y una mata de pelo le tapaba media
cara.
El hombre de la voz ronca resultó ser el afilador. Eso me tranquilizó, pero solo un
poco. Una cosa era encontrármelo en la puerta de mi casa y otra distinta, aparecer en
sus narices tan estrepitosamente.
—Perdón por… gracias, pero me tengo que ir.
—¡Lo he pillado, Bax! —El chico de la nariz rota había bajado el terraplén
arrastrándose de culo—. ¡Pero el muy tolili se ha caído solito, no lo he empujado yo!
¡Aunque tenía que haberlo empujado! ¡El cabrito nos estaba espiando!
El afilador me miró.
—Todavía no te puedes ir, chaval.
—Les va a… —el Ahorcado me bloqueó «parecer»— sonar raro pero, verán, es
que hace un ratito estaba en el bosque que hay detrás de la iglesia y acababa de —el
Ahorcado me bloqueó «sentarme»— pararme cuando ha llegado un perro —Dios,
aquello sonaba patético—, un perro gigante y me ha cogido la bolsa y ha salido
corriendo —Ni una pizca de compasión en un solo rostro—. Tengo dentro todos los
cuadernos y los libros del colegio —El Ahorcado me estaba obligando a esquivar
palabras como hacen los mentirosos—. Entonces me he puesto a seguir al perro,
bueno, lo he intentado, pero se ha hecho de noche y el camino, bueno, una especie de
camino, me ha traído hasta… —Señalé a mis espaldas—. Ahí arriba. Los he visto,
pero no estaba espiándolos —Hasta el bebé dudó de mis palabras—. De verdad, solo
quería recuperar la bolsa.
El tallador seguía tallando.
—¿Y qué hacías en el bosque, para empezar? —preguntó una mujer.
—Me estaba escondiendo.
Solo valía decir la verdad, por fea que fuese.
—¿Escondiéndote? —dijo su hija—. ¿De quién?
—De un montón de niños. Niños del pueblo.
—¿Qué les has hecho? —preguntó Nariz-rota.
—Nada. Es que no les caigo bien.
—¿Por qué no?
—Y yo qué sé.
—¡Claro que lo sabes!
Claro que lo sé.
—Porque no soy uno de ellos. Por eso. Con eso basta.
Noté un lametazo caliente en la palma de la mano. El lebrel me devolvió la
mirada.
Un hombre con patillas y el pelo aceitoso y repeinado hacia atrás se burlaba de
uno más viejo.
—¡Tenías que ver la cara que has puesto, Bax! ¡Cuando ha llegado rodando el
crío!

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—¡Menudo susto me ha dado! —El viejo tiró una lata de cerveza a la hoguera—.
No me importa reconocerlo, Clem Ostler. Pensaba que era un mengue del cementerio.
O algún payo tirando una cocina o una nevera como la vez aquella en Pershore. No,
nunca me gustó este chater —O los gitanos deforman las palabras, o tienen palabras
diferentes para algunas cosas—. Este churumbel —me señaló con un gesto receloso
— fisgoneando es la prueba.
—Si pensabas que teníamos la bolsa —el afilador se dirigió a mí—, ¿no sería más
correcto pedírnosla?
—Tenías miedo de que te pinchásemos en un palo y te tostásemos vivo, ¿verdad?
—Aquella mujer tenía unos antebrazos gruesos como tuberías—. Todo el mundo sabe
que a los gitanos nos encantan los payos a la parrilla, ¿a que sí?
Me encogí de hombros. Tenía la moral por los suelos. El tallador seguía tallando.
Olor a madera quemada y a gasolina, a cuerpos y cigarrillos, a judías y salchichas, a
estiércol agridulce. La vida de esta gente es mucho más libre que la mía, pero la mía
es diez veces más cómoda, y seguramente durará más.
—Vamos a suponer —dijo un señor bajito sentado en un trono de neumáticos
apilados— que te ayudamos a encontrar la bolsa. ¿Qué nos darías a cambio?
—¿Tiene usted mi bolsa?
—¡Eh! —gritó Nariz-rota—. ¿De qué estás acusando a mi tío?
—Tranquilo, Al —El afilador bostezó—. No nos ha hecho nada malo, que yo
sepa. Pero podría empezar a caernos mejor si nos dijese si la zapatiesta del miércoles
pasado en la casa social fue por ese «asentamiento permanente» que el ayuntamiento
quiere construir en Hakes Lañe. Medio Black Swan Green estaba allí metido.
Parecían sardinas en lata, nunca he visto nada igual.
Muchas veces decir la verdad es igual que confesarse.
—Sí.
El afilador se recostó en la silla con aire satisfecho, como si hubiese ganado una
apuesta.
—¿Tú también fuiste, verdad? —me preguntó el que se llamaba Clem Ostler.
Titubeé más de la cuenta.
—Me llevó mi padre. Pero la reunión se interrumpió a la mitad porque…
—Te enteraste de todo sobre nosotros —dijo la hija—, ¿verdad?
—No mucho.
Era la respuesta menos arriesgada.
—Los payos no tenéis ni repajolera idea de quiénes somos —Los ojos de Clem
Ostler eran dos puñaladas—. Y vuestros «expertos» todavía menos.
El viejo Bax asintió con la cabeza.
—La familia de Mercy Watts se instaló en uno de esos «asentamientos oficiales»,
por la carretera de Sevenoaks. Alquileres, colas, listas, guardianes. Son viviendas de
protección oficial sobre ruedas.
—¡Esa es la coña del asunto! —El afilador atizó la hoguera—. Estamos tan en

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contra del asentamiento como tus vecinos. La reunión histérica del otro día era por la
nueva ley.
—¿Qué ley es esa, tío? —preguntó Nariz-rota.
—Pues una que dice que si el ayuntamiento no construye un mínimo de
asentamientos, podemos acampar donde nos dé la gana. Pero si el ayuntamiento
cubre ese mínimo, puede mandar a la pestañí a echarnos de cualquier sitio que no sea
un ayuntamiento. Por eso van a construir el de Hakes Lañe, no por generosidad.
—Lo dijeron en vuestra reunión, ¿no? —me preguntó la madre con cara de pocos
amigos.
—En cuanto nos aten de pies y manos —Clem Ostler no me dejó contestar—, van
a meter a nuestros churumbeles en las escuelas para enseñarles el «sí, señor», «no,
señor», «lo que usted mande, señor», convertirnos a todos en gitanos apayados, y que
vivamos apretujados en casuchas de ladrillo. Para exterminarnos, como quería Hitler.
Vale, sí, de una manera más discreta, más suave, pero la intención es la misma:
librarse de nosotros.
—«Asimilación» —Nariz-rota me fulminó con la mirada—. Así lo llaman los
asistentes sociales, ¿no?
—Eh… —Me encogí de hombros—. No lo sé.
—Te choca que un gitanillo sepa un palabro de esos, ¿eh? No te acuerdas de mí,
¿a que no? Pues yo me acuerdo muy bien de ti. Estos clisos no olvidan una cara,
íbamos al mismo colé. Throckmuerta, Throckmuerte, algo así se llamaba la profesora.
Ya eras tartachi en aquella época, ¿a que sí? Jugábamos al juego ese, el juego del
Ahorcado.
De repente me vino a la cabeza el nombre del niño gitano.
—Alan Wall.
—Ese es mi nombre, Tartachi. No me lo gastes.
Dentro de lo que cabe, era mejor «tartachi» que «espía».
—Lo que me revienta de los payos —dijo la madre encendiéndose un cigarrillo—
es que nos llamen guarros ¡cuando ellos cagan en el mismo cuarto donde se lavan! ¡Y
usan las mismas cucharas y tazas y el mismo agua de la bañera! ¡Y no tiran la basura
fuera para que se la lleve la lluvia y el viento, qué va! ¡Guardan la buñigoní en cajas y
dejan que se pudra —se estremeció al decirlo— dentro de casa!
—Y duermen con los chuqueles y los gatos —Clem Ostler atizó el fuego—. Los
chuqueles ya son guarros, ¡pero anda que los gatos! Pulgas, pelos, porquería, todo en
la cama, ¿verdad que sí, Tartachi? ¡Eh, Tartuchi!
Estaba pensando en que los gitanos querían que pareciésemos repugnantes para
que esa repugnancia pusiese de relieve sus cualidades.
—Bueno, sí, hay gente que deja que sus mascotas se suban a la cama, pero…
—Otra cosa —Bax escupió a la hoguera—. Los payos no se casan con una
chiquilla y se quedan con ella, no señor. Se divorcian como el que cambia de coche y
se pasan por el forro las promesas de la boda —Todos asentían y chasqueaban la

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lengua, menos el tallador; supuse que era sordo o retrasado—. Como el carnicero de
Worcester, que se divorció de Becky Smith cuando se le empezaron a caer las
chichas.
—Los payos se chingan lo que sea, casada o soltera, viva o muerta —insistió
Clem Ostler—. Parecen chuqueles en celo. Donde sea, a la hora que sea, en los
coches, en los callejones, en los contenedores, en todas partes. Y luego dicen que los
gitanos somos «antisociales».
Todo el mundo eligió mirarme al mismo tiempo.
—Por favor —no tenía nada que perder—, ¿alguien ha visto mi bolsa del colegio?
—¿La «bolsa del colegio»? —se burló el hombre de los neumáticos—. ¿Ahora es
una «bolsa del colegio»?
—Venga, no hagáis rabiar más al churumbel —masculló el afilador.
El hombre de los neumáticos levantó mi bolsa en el aire.
—¿Una como esta? —Me tragué un suspiro de alivio—. ¡Toda tuya, Tartachi! Los
libros no enseñan a manguelar parné ni a echar la buenaventura.
Una cadena de manos me pasó la bolsa.
Gracias, soltó el Gusano.
—Gracias.
—Fritz no le hace ascos a nada —El hombre de los neumáticos pegó un silbido y
el lobo que me había robado la bolsa salió de la oscuridad—. Es el chuquel de mi
hermano, ¿verdad, Fritz? Se lo estoy cuidando hasta que salga del hotel de
Kiddyminster. Patas de galgo y cerebro de pastor escocés, ¿verdad que sí, Fritz? Lo
voy a echar de menos. Lo echas por encima de una valla y te trae un faisán o una
liebre, sin que tengas que saltarte el letrero de PROHIBIDO EL PASO. ¿A que sí,
Fritz?
El chico que tallaba se puso en pie. Todos se lo quedaron mirando.
Me lanzó un tarugo macizo y lo cogí al vuelo.
El tarugo no era de madera sino de goma; un trozo de rueda de tractor, quizá. En
uno de los bordes había tallado una cabeza del tamaño de una uva. Parecía un chisme
vudú, pero era alucinante. Seguro que una galería como la de mi madre la compraría
sin dudarlo. Tenía los ojos hundidos y como hechizados. La boca era una cicatriz
absorta y tenía las aletas de la nariz infladas como un caballo asustado. Si el miedo
fuese un objeto y no una sensación, sería aquella talla.
—Jimmy —dijo Alan Wall—, la mejor que has hecho.
Jimmy el tallador hizo un ruido de satisfacción.
—Menudo detalle —me dijo la mujer—. Que sepas que Jimmy no le hace una de
esas a todos los payos que nos caen del cielo.
—Gracias —le dije a Jimmy—. La guardaré bien.
Jimmy se escondió bajo su mata de pelo.
—¿Es él, Jimmy? —Clem Ostler se refería a mí—. ¿Cuando caía rodando?
¿Ponía esta cara mientras caía?

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Pero Jimmy ya se había metido detrás de la caravana.
Miré al afilador.
—¿Me puedo ir?
El hombre levantó las manos.
—No estás prisionero.
—Pero les dices —Alan Wall señaló el pueblo— que no somos unos ladrones y
todo eso que dicen que somos.
—Como si les dice misa —le dijo la hija—. No le iban a creer. No quieren
creérselo.
Los gitanos se volvieron hacia mí, como si Jason Taylor fuese el embajador del
país de las casas de ladrillo, las vallas metálicas y los agentes inmobiliarios.
—Os tienen miedo. Tenéis razón, no os entienden. Si pudiesen… Para empezar,
estaría bien que se sentasen aquí, alrededor del fuego. A calentarse las manos y a
escucharos. Sería un primer paso.
La hoguera escupía chispas gordas a los pinos que rodeaban la cantera, al cielo, a
la luna.
—¿Sabes lo que es el fuego? —La tos del afilador era la tos de un moribundo—.
El fuego es el sol desenmarañándose del bosque.

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La verbena del ganso
Olive’s Salami, esa canción tan guay de Elvis Costello, no me dejaba oír nada de lo
que Dean me estaba gritando así que yo también le grité a él.
—¿Qué dices? —me volvió a gritar—. ¡No te oigo!
En ese momento el hombre de la verbena le dio un golpecito en el hombro para
cobrarle los diez peniques y fue justo entonces cuando vi un cuadrado mate en mitad
de la pista, al lado de mi coche de choque.
El cuadrado era una cartera. Se la pensaba entregar al encargado pero se me abrió
sin querer y vi una foto de Ross Wilcox y Dawn Madden posando como John
Travolta y Olivia Newton-John en el póster de Grease. (Aunque el fondo, en lugar de
la soleada California, era un jardín trasero de Wellington Gardens en un día nublado).
La cartera de Ross Wilcox estaba atiborrada de billetes. Por lo menos había
cincuenta libras. Poca tontería. Más dinero del que yo había tenido jamás. Me metí la
cartera entre las rodillas y miré a ver si me había visto alguien. Dean estaba
gritándole no sé qué a Floyd Chaceley. Ninguno de los chicos que hacía cola me
prestaba la menor atención.
La acusación (a) señaló que no era mi dinero y (b) tomó en consideración el
ataque de pánico que sufriría Ross Wilcox cuando descubriese que había perdido todo
ese dinero. La defensa alegó (a) la cabeza de ratón en mi estuche, (b) los dibujitos de
Jason Taylor chupándose la polla por todas las pizarras del colegio y (c) los
interminables «¡Eh, Gusano! ¿Qué tal con el logo-go-go-go-go-gopeda, Gusano?».
El juez emitió su veredicto en cuestión de segundos. Me metí la cartera en el
bolsillo. Ya tendría tiempo de ver a cuánto ascendía mi nueva fortuna.
Cuando el hombre de los coches de choque hizo una señal a su esclavo de la
cabina para que bajase una palanca, todos los chicos que estábamos en la pista
dijimos: «¡Ya era hora!». Las puntas de las antenas empezaron a escupir chispas a
medida que los coches cobraban vida eléctrica. Elvis Costello se convirtió en
Spandau Ballet y las luces naranjas y amarillas se pusieron a parpadear. Lerdell me
metió un buen meneo en un lado y lanzó un aullido como el Duendecillo Verde
después de tumbar a Spiderman. Giré el volante para devolvérselo, pero me choqué
con Clive Pike. Entonces Clive Pike trató de vengarse y ya todo fueron volantazos,
trompos y embestidas durante cinco minutos de felicidad absoluta. Justo cuando
cortaban la electricidad y todos los chicos que estábamos en la pista gritamos
«¡todavía no!», un coche con pegatinas de la Mujer Maravilla me dio un porrazo
tremendo.
—¡Huy! —exclamó Holly Deblin entre risas y agarrada al volante.
—¡Esa te la devuelvo! —le grité.
—¡Ohh, qué miedo! —me contestó.
La cartera de Wilcox me apretaba el muslo. Los coches de choque son guay del
Paraguay.

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—¡Sabes de sobra por qué no puedes entrar! —Desde el lado de dentro de la
cancela, el dueño de la verbena discutía a gritos con Ross Wilcox, que estaba del lado
de fuera. Junto a él, con vaqueros ajustados y un chisme morado de cuello vuelto,
estaba Dawn Madden. La chica dobló un chicle de menta y se lo metió en esa boca de
cereza amarga que tiene—. ¡Así que no me vengas con «Pero ¿qué he hecho yo?»!
—¡Tiene que estar en la pista! —Ver a Ross Wilcox desesperado era algo
maravilloso—. ¡Seguro!
—¡Si te pones a saltar de un coche a otro, normal que se te caigan las cosas! ¡Me
la trae floja que te electrocutes, chaval, lo que no me la trae floja es que me quiten la
licencia!
—¡Déjenos mirar nada más! —dijo Dawn Madden—. ¡Su padre lo va a matar!
—¿Y a mí qué me importa?
—¡Medio minuto! —Wilcox estaba histérico—. ¡Es lo único que le pido!
—¡Y yo te digo que tengo un negocio que atender y no voy a perder el tiempo
con gente como tú!
Para entonces el esclavo del dueño de la verbena ya había contado otra tanda de
niños. Su amo cerró la cancela de golpe y por una décima de segundo no le pilló los
dedos a Wilcox.
—¡Huy!
El chico más duro de todo séptimo miró alrededor en busca de aliados, pero
cuando más los necesitaba no vio a nadie conocido. La Verbena del Ganso atrae gente
de Tewkesbury, de Malvern, de Pershore, de varios lugares de los alrededores.
Dawn Madden le tocó el brazo.
Wilcox se la quitó de encima de un manotazo y le dio la espalda.
Dawn Madden, dolida, le dijo algo.
Wilcox se revolvió:
—¡Sí que es el fin del mundo, tonta del culo!
Dawn Madden no aguanta que le hablen así. De momento torció el morro y miró
para otro lado, pero al instante le metió un puñetazo en un ojo. Hasta Dean y yo
dimos un respingo.
—¡Uf! —dijo Dean, encantado de la vida.
Ross Wilcox se quedó como encogido del susto.
—¡Te lo advertí, gilipollas! —Dawn estaba hecha una furia, todo colmillos y
garras—. ¡Te lo advertí! ¡Ya te puedes ir buscando una tonta del culo de verdad!
Ross Wilcox se palpaba el ojo con dedos temblorosos.
—¡Hemos terminado! —gritó la chica antes de darse media vuelta y echar a
andar.
—¡DAWN!
Parecía una película.
Dawn se volvió y le soltó una descarga de veinte mil voltios:
—¡Que te follen!

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Y se perdió entre la multitud.
—Ya verás cómo se le pone el ojo —comentó Dean—. A la virulé.
Wilcox miró en nuestra dirección y la cartera, presa en mi bolsillo, gritó
pidiéndole socorro, pero él ni nos vio. Desesperado, dio unas cuantas zancadas detrás
de su novia. Se paró. Se giró. Se tocó el ojo, me imagino que para ver si tenía sangre.
Se volvió a girar. Finalmente, un agujero negro entre la Bóveda de Gravedad Cero del
Capitán Estático y la caseta de tiro al blanco se lo tragó.
—Oh, se me rompe el corazón —suspiró Dean de cachondeo—. En serio. Bueno,
vamos a buscar a Kelly, que le he prometido que nos quedaríamos un ratito con
Maxine.
Al pasar por delante de la caseta de los dardos (¡SACA MENOS DE 20 PUNTOS
CON TRES TIRADAS Y ESCOGE EL PREMIO QUE QUIERAS!), oí que alguien
me llamaba.
—¡Eh! ¡Eh, sorderas! —Era Alan Wall—. ¿Te acuerdas de mí? ¿Y de mi tío
Clem?
—Claro que sí. ¿Qué hacéis aquí?
—¿De quién te crees que son las verbenas?
—¿De los gitanos?
—Todo esto es de la familia de Mercy Watts. Desde hace años.
A Dean se le veía muy impresionado.
—Estos son Dean y su hermana Maxine.
Alan Wall saludó con la cabeza a Dean. Clem Ostler le dio a Maxine un molinillo
de regalo.
—Dale las gracias, ¿no? —dijo Dean a su hermana.
Maxine se las dio y se puso a soplar el molinillo.
—Os creéis los reyes de los dardos, ¿eh? —preguntó Alan Wall.
—Me llaman Mister Diana —dijo Dean, poniendo dos monedas de diez peniques
en el mostrador—. Una para mí y otra para Jace. Clem Ostler le devolvió las
monedas.
—Nunca rechacéis un regalo de un gitano, chavales, o se os secarán las pelotas.
No es broma. Lo mismo hasta se os caen.
Dean sacó un 8 con el primer dardo y un 10 con el segundo, pero la cagó con el
último: 16 doble. Estaba a punto de empezar a lanzar los míos cuando una voz me
frenó el brazo en seco.
—¿Qué, cuidando de la hermanita, eh?
Gary Drake, Hormiguita y Darren Croome.
Dean pegó un bote. Maxine se encogió.
Clávales los dardos, me dijo el Gemelo Nonato, en los ojos.
—¿A ti qué coño te importa?
Gary Drake no se esperaba esa respuesta. (Las palabras son las armas; lo que se
decide en las peleas es si te atreves o no a usarlas).

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—Venga —Se recuperó rápido—. Tira el dardo. Sorpréndenos.
Si lo tiraba era como si le estuviese obedeciendo, pero si no lo tiraba quedaría de
imbécil total. Lo único que podía hacer era callarle la boca. Mi estrategia era apuntar
con mucho cuidado al 20 para fallar por muy poco y clavarlo en el 1 o en el 5. Con el
primer dardo saqué un 5. Rápidamente, antes de que Gary Drake pudiera
desconcentrarme, lancé el segundo y saqué un 5 doble.
Con el último saqué un 1.
Clem Ostler dio un grito típico de verbenero.
—¡Es un ganador!
—¡Sí, seguro! —se burló Hormiguita—. ¡Un ganador nato!
—Un hazmerreír nato —dijo Darren Croome, sorbiéndose las flemas.
—Pues hace un rato vosotros habéis tirado cinco rondas —le dijo Clem Ostler—.
Y la habéis cagado las cinco veces, ¿no?
Gary Drake no se atrevió a mandar a la mierda a un verbenero. En las verbenas
rigen otras leyes.
—Elige el premio que quieras, Max —le dije a la hermana de Dean. Maxine miró
a su hermano y este asintió con la cabeza.
—Si lo dice Jace…
—Qué pena que no puedan darte de premio algún amigo, Taylor. Gary Drake no
podía despedirse sin un último insulto.
—No necesito muchos.
—¿Muchos? —Su ironía es tan sutil como un martillazo—. He dicho alguno.
—No, tengo de sobra.
—¿Ah, sí? —dijo con mala leche—, ¿como quién, exactamente? ¿Aparte de
Lerdell el julandrón?
Cuando tus palabras son verdaderas, parecen armas cargadas.
—Tú no los conoces.
—¿Có-có-cómo los vo-vo-vo-voy a co-co-co-conocer, T-t-t-taylor —Gary Drake
recurrió a la bromita fácil—, si solo e-e-e-e-existen en tu pu-pu-puta cabeza?
Darren Croome y Hormiguita soltaron la risotada de rigor.
Si me peleaba con Gary Drake, lo más seguro es que perdiese. Pero si me
retiraba, también.
A veces, sin embargo, una fuerza exterior aparece de la nada.
—Alguien que hace concursos de pajas —dijo Alan Wall mirando de refilón a
Gary Drake— en el granero de Strensham no tiene derecho a llamar julandrón a
nadie, ¿no te parece?
Todos, incluida Maxine, nos quedamos mirando a Gary Drake.
—No sé quién serás tú —replicó Gary Drake—, pero ¡eres un mentiroso de
mierda!
El tirillas de Clem Ostler se carcajeaba como una vieja gorda.
—¿«Mentiroso de mierda»? —Alan Wall solo nos saca un año, pero con Gary

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Drake no tiene ni para empezar—. Ven y dímelo a la cara.
—¡Tú viste visiones! ¡No he estado en el granero de Strensham en mi vida!
—¡Sí, seguro que estos clisos han visto visiones! —Alan Well se señaló los ojos
—. Te vi una tarde, hace un par de semanas, a ti y a ese soplapollas larguirucho de
Birtsmorton, sentados en el pajar, justo encima de las vacas…
—¡Estábamos borrachos! ¡Solo era de cachondeo! Además —Gary Drake reculó
—, me importa poco lo que diga un puto jicho…
Alan Wall saltó por encima del mostrador. Antes de que pusiera los pies en el
suelo, Gary Drake ya había salido corriendo.
—¿Vosotros dos sois colegas suyos? —Alan Wall se fue hacia Darren Croome y
Hormiguita—. ¿Sí o no?
Los dos dieron un paso atrás, como si se les viniese encima un leopardo.
—No mucho…
—¿El E. T. de peluche? —Maxine se puso de puntillas y señaló con el dedo—.
¿Puedo llevarme el E. T. de peluche?
—Mi viejo —dijo Clem Ostler— se hacía llamar «Rex el Rojo» en el mundillo de
las peleas clandestinas. No era ni pelirrojo ni comunista, pero le gustaba como sonaba
el mote. Rex el Rojo era el luchador de la Verbena del Ganso. Os estoy hablando de
hace más de cuarenta años. En aquella época la vida estaba más achuchada. Mi
familia seguía al viejo de Mercy Watts por todo el valle de Evesham y por el de
Severn, chamarileando y vendiendo caballos a otros gitanos y a granjeros y tal. En las
ferias solía correr parné y los hombres se podían permitir jugarse unos cuartos
apostando en las peleas. Se buscaba un granero, si no se podía sobornar a la pestañí
se ponían algunos vigilantes para dar el queo, y mi viejo se enfrentaba a quien
quisiera retarlo. No era el más cachas de sus seis hermanos, pero justo por eso la
gente apostaba tanto parné, fajos enteros de monises, a que lo tumbaban o a que lo
hacían sangrar primero. Mi viejo era poquita cosa, pero ¡daba hostias como panes! Y
sin guantes, ojo, que en esa época no se usaban. Eran combates a puño limpio. Los
primeros recuerdos que tengo son de ver a mi padre pelear. Hoy en día los luchadores
son boxeadores profesionales o policías antidisturbios, pero por aquel entonces era
diferente. Bueno, pues resulta que un invierno… —los gritos de la montaña rusa
distrajeron a Clem Ostler por un instante— un invierno nos llegó el rumor de que
había un galés gigantesco, un monstruo de hombre, en serio, dos metros, dos metros
cinco, de Anglesey. Así se llamaba, además. Ese año decías «Anglesey» y todo el
mundo sabía a qué te referías. Bueno, pues contaban que estaba arrasando en el este y
que se estaba forrando a base de romper cabezas y hacer picadillo a todo el que se le
ponía delante. Un herrero llamado McMahon, de Cheshire, había muerto después de
medio asalto con Anglesey. A otro le tuvieron que poner placas de hierro en el
cráneo. Otros tres o cuatro había subido al ring sanos y habían bajado lisiados de por
vida. Y Anglesey andaba diciendo que iba a cargarse a Rex el Rojo aquí, en la
Verbena del Ganso de Black Swan Green. Que lo iba a machacar, sacarle la piel a

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tiras, colgarlo, ahumarlo y vendérselo a los criadores de cerdos. Efectivamente,
cuando llegamos a nuestro viejo chater, en Pig Lañe, allí estaba la gente de Anglesey.
Y no pensaban irse hasta que no se organizase la pelea. ¡El premio eran veinte
guineas! El que quedase en pie se lo trincaba enterito. En aquella época nadie había
visto tanto parné junto.
—¿Y qué hizo tu padre? —preguntó Dean.
—Los luchadores no pueden escaquearse de una pelea y los gitanos menos. La
fama lo es todo. Mis tíos querían poner el dinero de la apuesta a escote, pero mi viejo
dijo que nanay. En vez de eso, apalabró con Anglesey que se jugaba todo lo que
teníamos. ¡Pero todo, todo! El camión (nuestra casa, ¿entendéis?), la porcelana, las
camas, los chuqueles, las pulgas de los chuqueles, todo. Si perdía aquella pelea,
estábamos en el arroyo. Sin sitio adonde ir, sin lugar donde dormir, sin nada que
jamar.
—¿Y qué pasó? —pregunté.
—Pues imagínate… ¿Tumbar a Rex el Rojo y además desplumarlo? ¡Anglesey no
resistió la tentación! La noche de la pelea el granero estaba hasta los topes. Habían
venido gitanos de Dorset, de Kent, de medio Gales. ¡Y menuda pelea fue! En serio,
menuda pelea. Los viejos como Bax y yo todavía la recordamos, golpe a golpe. Mi
viejo y Anglesey se hicieron papilla. Esos payasos que salen boxeando en la tele, con
sus guantecitos y sus médicos y sus árbitros… Esos habrían escapado corriendo a
grito pelado de una tunda como la que mi viejo y Anglesey se dieron aquella noche.
Mi viejo tenía trozos de carne colgando. Casi ni veía. Pero dio hasta el alma, así te lo
digo. El suelo del granero estaba más rojo que el de un matadero. Al final ya ni se
daban puñetazos, bastante tenían con aguantar en pie. Entonces mi padre se acercó a
Anglesey dando tumbos, levantó la mano izquierda porque la derecha la tenía
destrozada y le hizo así… —Clem Ostler me puso el índice entre los ojos y me
empujó tan suavemente que casi ni lo noté—. ¡Y al suelo que se fue aquel
mastodonte! Como un árbol. ¡Bumba! Para que veas en qué condiciones estaban. Esa
noche mi padre se retiró de las peleas. No le quedó más remedio. Estaba para el
arrastre. Cogió el parné y se compró una feria ambulante. No debió de irle mal
porque enseguida se convirtió en el jefe de la Verbena del Ganso. La última vez que
chamullamos fue en el coto, en el hospital de Chepstown, un par de días antes de que
muriese. Tenía los pulmones tan encharcados que tosía cachitos. Entonces le pregunté
que por qué lo había hecho. Que por qué había apostado el camión de la familia en
vez de parné y ya está —Dean y yo nos quedamos mirándolo en espera de la
respuesta—. «Chaboró», me dijo, «si ná más m’abiese jugao el parné, ese galés
hijoputa m’abría ganao». Pelear por dinero no era bastante, mi viejo lo sabía. La
única manera de aguantar el dolor era peleando por todo lo que quería, ¿entendéis?,
por mi madre, por su familia, por nuestro hogar, por todo. ¿Entendéis lo que eso
significa?
La marea humana nos arrastró a Dean y a mí fuera del Black Swan. El señor

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Broadwas y dos gañanes borrachos con los dientes negros y sonrisa de panolis
estaban sentados cada uno en un taburete de piedra. Dean miró la taza de su padre y
se puso un poco nervioso.
—¡Es café, hijo mío! —dijo el señor Lerdell enseñándole la taza—. ¡Del termo!
Bien cargado y calentito, para una noche como esta —Se volvió hacia el señor
Broadwas—. La madre, que lo tiene bien enseñado.
—Eso está bien —El señor Broadwas habla más lento que un geranio—. Para los
dos.
—¿Y cuánto tiempo —Isaac Pye se abrió paso a empujones con una caja de
cervezas a cuestas— te va a durar la abstinencia esta vez, Frank Lerdell?
—Para siempre —contestó el padre de Dean sin devolverle la sonrisa.
—La mona se viste de seda, ¿eh?
—De seda nada, Isaac Pye. Estamos hablando de bebida. Al que le siente bien el
alcohol, mejor para él. Que le cunda. Pero para mí es una enfermedad. El médico me
acaba de decir lo que yo ya sabía. No he bebido una gota desde abril.
—¿Ah, sí? ¿Esta vez es desde abril?
—Sí —El padre de Dean miró al tabernero con cara de pocos amigos—. Desde
abril.
—Si tú lo dices —Isaac Pye se metió en el pub—. Si tú lo dices. Pero no puedes
entrar a mi establecimiento con bebidas de fuera.
—¡Ni muerto entro yo ahí, Isaac Pye! —gritó el padre de Dean, como si los gritos
hiciesen más verdaderas sus palabras—. ¡Ni muerto!
Las galerías de espejos suelen ser una birria pero estos espejos derretían tu
imagen y te convertían en mutante de ti mismo. Unos focos especiales iluminaban
unas partes de la sala y dejaban otras a oscuras. Me había quedado solo (bueno, todo
lo solo que se puede uno quedar en una galería de espejos, quiero decir). Me saqué la
cartera de Wilcox para contar el dinero, pero decidí esperar hasta estar en un lugar
más seguro.
—¿Maxine? —dije—. ¿Estás ahí?
Seguí adelante para continuar la búsqueda pero, al moverme, un nativo africano
con un cuello de jirafa lleno de argollas de hierro vino hacia mí desde las
profundidades del primer espejo. Tenía las orejas caídas y chorreantes. Parecía salido
de un sueño. ¿Puede una persona, preguntó el nativo, convertirse en otra?
—Exacto. Esa es la cuestión.
Me pareció oír una pelea.
—¿Maxine? ¡Sal de ahí, Maxine! ¡No tiene gracia!
En el segundo espejo había un cubo gelatinoso. Era todo rostro, sin cuerpo, tan
solo unas patitas finas agitándose en las esquinas. Inflé los mofletes y se hizo el doble
de grande. No, respondió el cubo, solo puedes cambiar algunos rasgos superficiales.
Para poder cambiar tu Yo Exterior, tu Yo Interior debe permanecer idéntico. Para
cambiar tu Yo Interior, necesitarías un Yo Más Interior, que a su vez, para poder

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cambiar, necesitaría un Yo Más Interior Todavía.
Y así sucesivamente, ¿lo pillas?
—Lo pillo.
Un pájaro invisible me rozó la oreja.
—¿Maxine? No tiene ninguna gracia, Maxine.
En el tercer espejo estaba el Gusano. La cintura y las piernas se me habían
reducido a una cola y el pecho y la cabeza se me habían hinchado hasta convertirse
en un grumo gigantesco y reluciente. No les hagas caso. Ross Wilcox y Gary Drake y
Neal Brose se meten contigo porque no encajas. Si llevases el corte de pelo y la ropa
adecuada y hablases como hay que hablar y te juntases con los que molan, te iría
mejor. La popularidad consiste en hacer caso al parte meteorológico.
—Siempre me pregunté cómo serías.
En el espejo cuarto estaba Jason Taylor Patas Arriba. ¿De qué te ha servido el
Gusano todos estos años? En la escuela primaria me imaginaba que los habitantes del
hemisferio sur andaban así. Moví la pierna y en el espejo se movió mi brazo. Moví el
brazo y en el espejo se movió mi pierna. ¿Y qué tal un Yo Exterior, sugirió Jason
Taylor Patas Arriba, que también sea tu Yo Interior? ¿Un Yo a secas? Si a la gente le
gusta ese Yo a secas, genial. Si no, mala suerte. Pero andar siempre buscando que los
demás aprueben tu Yo Exterior es un rollo, Jason. Eso es lo que te hace débil. Es muy
aburrido.
—Aburrido —Estaba de acuerdo con mi Yo Patas Arriba—. Muy aburrido.
—¡Yo no estoy aburrida! —dijo un E. T. de peluche echándoseme encima.
Supe lo que sería tener un paro cardíaco en una galería de espejos.
—Los locos hablan solos —dijo Maxine frunciendo las cejas—. ¿Tú estás loco?
Kelly Lerdell estaba hablando con Debby Crombie junto al puesto de manzanas
de caramelo. Siendo como era el niño más rico de la comarca, compré una para Dean,
otra para Maxine y otra para mí. Darle un mordisco a una manzana de caramelo
requiere técnica. Con los dientes no se puede porque rebotan. La única forma es
golpear la manzana contra los colmillos y luego clavarle los incisivos para arrancar la
costra de caramelo.
Debby Crombie parece que lleva un balón de rugby debajo del jersey. Todo el
pueblo sabe que está embarazada de Tom Yew.
—Eso que llevas ahí —le dijo a Maxine— ¿no será un E. T.?
—Sí que lo es —respondió Maxine—. Se llama Geoffrey.
—Geoffrey el E. T. Qué elegante.
—Gracias.
—Os voy a dar una noticia para alegraros un poco la vida —dijo Kelly
mirándonos a Dean y a mí—. Dawn Madden le ha dicho a Angela Bullock que no
solo ha dado boleto a vuestro queridísimo amigo Wilcox…
—¡Hemos visto la bronca que han tenido! —graznó Dean.
—Escucha, que ahora viene lo bueno —a Kelly se le escapó un gritito de placer

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—, ¡Wilcox ha perdido la cartera con cientos de libras dentro!
Un dragón chino de neón se abrió camino serpenteando por toda la feria y me
mordió el bolsillo de los vaqueros. Suerte que no lo vio nadie.
—¡Cientos de libras! —Dean se quedó boquiabierto—. ¿Dónde la ha perdido?
—¡Aquí! ¡Ahora! ¡En la Verbena del Ganso! Y como Diana Turbot no puede
guardar un secreto ni que la maten, seguro que medio pueblo ya está buscando la
cartera por todas partes. Lo mismo ya se la ha encontrado alguien. Claro que quién le
va a devolver toda esa pasta a un imbécil como Ross Wilcox.
—Medio pueblo es de su banda —dijo Dean.
—Eso no quiere decir que lo traguen.
—¿Qué hacía Ross Wilcox —me temblaba la voz— con cientos de libras encima?
—¡Atención al drama! Parece ser que vuestro amiguito del alma se había pasado
por el garaje de su viejo al salir de clase, ¿vale?, y en esto que llega un coche. Toe,
toe, somos de hacienda. Gordon Wilcox lleva años sin pagar impuestos. La última
vez que fueron a visitarlo los espantó con un soplete, pero esta vez venían con un
madero de Upton. Entonces, antes de que entren en la oficina, Gordon Wilcox abre la
caja fuerte y le da a Ross todo lo que había dentro para que se lo lleve zumbando a
casa. Para salvarlo, ¿vale? ¡Pero gran error! Wilcox se lo guardó todo pensando que
podría impresionar a su novia con, ¿cómo diríamos, Debby, con el grosor de su
cartera? O igual es que quería sisarle a su viejo unas libras. O igual no. El caso es que
nunca lo sabremos, porque la ha perdido.
—¿Y ahora qué está haciendo?
—Lo último que oyó Angela Bullock fue que estaba sentado en la parada del
autobús fumando cigarrillos.
—Debe de estar cagándose por las patas abajo —dijo Debby Crombie—. Gordon
Wilcox está mal de la cabeza. Es un sanguinario.
—¿A qué te refieres con «sanguinario»?
Era la primera vez que hablaba con Debby Crombie.
—¿No me digas —saltó Kelly— que no sabes por qué se largó la madre de Ross
Wilcox?
¿Para no aguantar a su hijo?
—Ni idea.
—Pues porque perdió una tira de sellos.
—¿Una tira de sellos?
—Una tira de cinco sellos de correos. Fue la gota que colmó el vaso. En serio,
Jason, Gordon Wilcox le dio tal paliza que en el hospital tuvieron que alimentarla con
sonda durante una semana.
Un agujero negro empezó a hacerse cada vez más grande.
—¿Por qué no lo metieron en la cárcel?
—No había testigos, un abogado espabilado dijo que la mujer se había tirado por
las escaleras una y otra vez, y además, se volvió loca. «Tiene perturbadas las

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facultades mentales», dijo el juez de Worcester.
—Así que —Debby Crombie se agarró el balón de rugby— si por una tira de
sellos hizo eso, ¡qué no hará por cientos de libras! Ross Wilcox será un asqueroso, no
te digo que no, pero yo no le deseo una somanta de Gordon Wilcox ni a mi peor
enemigo.
Dean se lanzó antes que yo por la espiral del Tobogán Mágico de Alí Babá. Justo
cuando me estaba colocando la alfombrilla estallaron unos fuegos artificiales a lo
lejos, encima de Welland. La Noche de las Hogueras es mañana, pero los de Welland
son unos impacientes. Unos tallos subían al cielo y, al estallar, florecían a cámara
leeeeeenta… y se convertían en margaritas. Lluvia plateada, nieve púrpura, fénixes de
oro. Las detonaciones llegaban con un segundo de retraso… buuum… buuum…
Pétalos de fuegos artificiales se marchitaban y caían convertidos en ceniza. No fueron
más que cinco o seis, pero qué maravilla.
No se oía ningún ruido de pasos subiendo por la escalera metálica.
Encaramado al borde del tobogán, me saqué la cartera para contar el dinero de
Wilcox. Mi dinero. Los billetes no eran de cinco ni de diez, eran todos de veinte. En
mi vida había tocado un billete de veinte. Conté cinco, diez, quince…
Treinta reinas Isabel. Pálidas como la luz de las estrellas.
SEISCIENTAS —grité en silencio— LIBRAS.
Si alguien se enteraba de aquello, fuese quien fuese, la cosa se pondría más
chunga de lo que me atrevía a imaginar. Lo mejor sería envolver los billetes en
plástico, meterlos en un tupper y esconderlos. El escondrijo más seguro sería en el
bosque. Y también sería mejor tirar la cartera al río. Qué pena. Lo más parecido que
tengo a una cartera es una especie de bolsita con cremallera. Olí la cartera de Wilcox
para absorber sus átomos y que se convirtiesen en mí. Ojalá pudiese oler átomos de
Dawn Madden.
La Verbena del Ganso es literalmente mágica, pensé sentado allí arriba.
Transforma mi debilidad en poder y convierte la plaza del pueblo en un reino
submarino. La canción Ghost Town, de los Specials, salía burbujeante de la Montaña
Mágica, Waterloo, de Abba, de las Tacitas Volantes, y la música de la Pantera Rosa,
de la Silla Voladora. El Black Swan estaba tan lleno que se le salían las tripas. Más a
lo lejos, allá donde se extendían los grandes campos de cultivo, los pueblos flotaban
en espacios vacíos. Hanley Castle, Blackmore End, Brotheridge Green. Worcester era
una galaxia aplastada.
¿Y qué era lo mejor de todo? Que iba a hacer papilla a Wilcox. Sí, yo. Por
mediación de su viejo. ¿Por qué tendría que darme pena? ¿Después de todo lo que me
había hecho? Ninguno de los dos se enteraría jamás. Era la venganza perfecta.
Además, Kelly es una exagerada. Ningún padre le da una paliza de esas a su hijo.
Oí unos pasos subiendo por la escalera. Me metí rápidamente el tesoro en el
bolsillo, me coloqué bien en la alfombrilla deshilachada y, justo cuando me
despegaba del borde, me vino a la cabeza un pensamiento. Con seiscientas libras

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podía comprar un Omega Seamaster.
Amo y señor del Tobogán Mágico, me zambullí en las curvas.
—Eh, mira —dijo Dean mientras el gentío nos arrastraba hacia el Emporio de las
Patatas Fritas—, ¿aquel no es tu padre?
No puede ser, pensé. Pero era. Con su gabardina de Colombo y el traje de faena.
Me fijé en su eterna cara de malas pulgas y pensé que le hacían falta urgentemente
unas buenas vacaciones. Estaba comiendo un cucurucho de patatas fritas con un
tenedorcito de madera. Era como cuando soñamos con alguien conocido pero en un
escenario que no le corresponde. Mi padre nos vio antes de que me diese tiempo a
averiguar porque quería escaquearme.
—Hola, pareja.
—Buenas tardes, señor Taylor.
Dean parecía nervioso. No se veían desde junio, cuando la movida del señor
Blake.
—Encantado de verte, Dean. ¿Qué tal el brazo?
—Bien, gracias —contestó moviéndolo—. Como nuevo.
—Me alegro.
—Hola, papá —No sé por qué pero yo también estaba nervioso—. ¿Qué haces
aquí?
—No sabía que tenía que pedirte permiso para venir, Jason.
—No, no me refería a…
Mi padre trató de sonreír pero le salió una mueca triste.
—Ya lo sé, hombre, ya lo sé. ¿Que qué estoy haciendo aquí? —Pinchó una patata
frita y la sopló—. Venía del trabajo, he visto el jolgorio —tenía la voz un poco
distinta; como más suave— y me he dicho: «vamos a dar una vuelta». No me podía
perder la Verbena del Ganso, ¿verdad? También me ha llegado el olor de esto —
Agitó el cucurucho—. Once años viviendo en Black Swan Green y es la primera vez
que vengo a la verbena. Cuando Julia y tú erais pequeños siempre pensaba en traeros,
pero todos los años me surgía algo. Algo tan importante que ni me acuerdo de lo que
era.
—Ah, ha llamado mamá, desde Cheltenham. Para que te dijera que hay una
quiche fría en la nevera. Te he dejado una nota en la mesa de la cocina.
—Muy amable por tu parte, gracias —Mi padre miró dentro del cucurucho como
si buscase allí las respuestas—. ¿Habéis comido? ¿Dean? ¿Os apetece algo del
Emporio de las Patatas Fritas?
—Me he comido un sándwich y un yogur de mora —No mencioné la manzana de
caramelo por si se consideraba un desperdicio de dinero—. Antes de venir.
—Yo me he comido tres Perritos Calientes Sabro-Deliciosos del Emporio de las
Patatas Fritas —dijo Dean dándose palmaditas en el estómago—. Riquísimos, se los
recomiendo.
—Estupendo —Mi padre se apretó la cabeza como si tuviese jaqueca—. Ah, oye,

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déjame darte un poco de…
Me metió en la mano dos monedas de una libra. Una hora antes me habría
parecido un montón de dinero, pero ahora era menos de una tricentésima parte de mi
capital.
—Gracias, papá. ¿Quieres venir a…?
—Me encantaría, pero tengo papeleo que terminar. Proyectos que proyectar.
Bolsas de agua caliente que rellenar. No hay descanso para los malvados. Me alegro
de haberte visto, Dean. Jason tiene una tele en su habitación, seguro que ya te lo ha
dicho cien veces. A ver si vienes a verla. No tiene sentido que esté… en fin… ahí
parada, muerta de risa.
—Muchas gracias, señor Taylor.
Mi padre tiró el cucurucho en un bidón de aceite lleno de basura y se alejó.
¿Te imaginas, me azuzó el Gemelo Nonato, que no vuelvas a verlo jamás?
—¡Papá!
Corrí hacia él y lo miré a los ojos. De repente era tan alto como él.
—Cuando sea mayor quiero ser guardabosques.
No tenía previsto contárselo. Mi padre siempre pone pegas a mis planes.
—¿Guardabosques?
—Sí —contesté—. Los que guardan los bosques.
—Mmm… —Fue lo más cerca que estuvo de sonreír—. Hasta ahí llego, Jason.
—Bueno, pues uno de esos. En Francia, a lo mejor.
—Tendrás que estudiar mucho —Mi padre puso cara de «podría ser peor»—.
Necesitarás saber de ciencias.
—Pues aprenderé ciencias.
—Seguro.
Siempre voy a recordar el encuentro de hoy con mi padre. Lo sé. ¿Y él, también
lo recordará? ¿O para mi padre esta tarde en la Verbena del Ganso será tan solo una
más de los trillones de cosas que ni recordamos haber olvidado?
—¿Qué es eso de una tele en tu habitación? —me preguntó Lerdell.
—Solo funciona sujetando la antena con la mano, o sea, que hay que ponerse
demasiado cerca. Espérame un segundo, que voy al bosque a echar un meo.
Crucé al trote la plaza del pueblo y dejé atrás la verbena. Seiscientas libras eran:
6000 chocolatinas Mars, 110 elepés, 1200 libros de bolsillo, 5 bicis Raleigh Grifter,
un cuarto de Mini Morris, 3 consolas Atari. Montones de ropas que harían que Dawn
Madden bailase conmigo en el baile de Navidad de la casa social. Pantalones y
chupas vaqueras. Corbatas de cuero finitas con estampado de teclas de piano.
Camisas de color salmón. Un Omega Seamaster de Ville fabricado por relojeros
suizos de pelo blanco en 1950.
La vieja parada del autobús solo era un cuadrado negro.
Ya te lo he dicho, dijo Gusano. No está aquí. Venga, vuelve. Lo has intentado.
El olor oscuro del tabaco fresco.

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—¿Wilcox?
—Vete a la mierda.
Ross Wilcox encendió una cerilla y durante un segundo trémulo su rostro flotó en
el aire. Esos churretes debajo de la nariz parecían sangre mal limpiada.
—Me he encontrado una cosa.
—¿Y a mí qué cojones me importa?
No lo pillaba, estaba claro.
—Es que es tuya.
Se paró en seco, como un perro con la correa estirada.
—¿Qué?
Me saqué la cartera y se la tendí.
Wilcox dio un salto y me la arrancó de la mano.
—¿Dónde?
—En los coches de choque.
Estaba planteándose cortarme el cuello.
—¿Cuándo?
—Hace un rato. Estaba medio encajada en el borde de la pista.
—Como hayas cogido algo, Taylor —le temblaban los dedos al coger el fajo de
billetes de veinte—, ¡te mato!
—Tranquilo, Ross, no hay de qué. En serio, sé que tú habrías hecho lo mismo por
mí, lo tengo clarísimo —Estaba demasiado ocupado contando el dinero como para
escucharme—. Si te hubiese robado algo, no habría venido a devolvértelo, ¿no te
parece?
Wilcox llegó a treinta. Respiró hondo y entonces se acordó de mí, el único testigo
de su infinita sensación de alivio.
—¿Qué pasa, que tengo que besarte el culo? —Se le puso la cara de perro de
siempre—. ¿Darte las gracias?
Para variar, no supe qué contestarle.
Pobrecito Jason.
El encargado de las Tacitas Volantes del Gran Silvestro cerró la puerta de barrotes
acolchados para impedir que Dean, Floyd Chaceley, Clive Pike y yo saliésemos
despedidos a Orion.
—¿Es usted el Gran Silvestro? —preguntó Dean con cierto retintín sarcástico.
—No, Silvestro murió el mes pasado. Se le cayó encima su otra atracción, los
Platillos Volantes. Salió en todos los periódicos de Derby, fue allí donde ocurrió el
accidente. Silvestro y nueve chavales de vuestra edad, todos aplastados, destrozados,
descoyuntados, despanzurrados —El hombre sacudió la cabeza con una mueca de
dolor—. La policía tuvo que llamar a un equipo de dentistas porque no había forma
de identificar quién era quién. Dentistas con cucharones y cubos. ¿A que no sabéis
por qué se derrumbó la atracción? No lo adivinaríais nunca. Por un tornillo mal
apretado. Un solo tornillo. Trabajadores eventuales, ¿entiendes? Por la miseria que

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pagan no esperarán que encima sean ingenieros. Bueno. En marcha, que ya está lleno.
Hizo una señal a un asistente y este tiró de una palanca. Al instante empezó a
sonar una canción atronadora que decía «¡Hey! (¡HEY!) ¡You! (¡YOU!) Get off of my
cloud!» y los tentáculos hidráulicos elevaron las tacitas volantes por encima de las
casas. Floyd Chaceley, Clive Pike, Dean Lerdell y yo hicimos ¡Oooooooooh!
Me llevé la mano al bolsillo, ahora plano. Aparte de las 28 libras en mi cuenta
corriente, el único dinero que tenía en el mundo eran las dos libras que me acababa de
dar mi padre. Igual había sido un idiota devolviéndole la cartera a Wilcox, pero por lo
menos ya no tenía que comerme el coco pensando si debería dársela o no.
Las Tacitas Volantes del Gran Silvestro se pusieron en marcha y una filarmónica
de gritos empezó a afinar. Tengo los recuerdos patas arriba. La Verbena del Ganso se
derramó de un cuenco de oscuridad estrellada. Clive Pike, a mi izquierda, con unos
ojos de escarabajo más desorbitados de lo humanamente posible y la fuerza de la
gravedad deformándole la cara, (¡hey! ¡HEY!). La oscuridad estrellada se derramó de
un cuenco de Verbena de Ganso. Floyd Chaceley, que no sonríe jamás, riéndose como
Satanás en un hongo atómico. Gritos que corrían en círculos más rápido que los tigres
de El negrito Sambo. (¡you! ¡YOU!). La Verbena del Ganso y aquella noche de
noviembre entremezclándose y fundiéndose. Ser valiente es estar acojonado pero así
y todo atreverse. Dean Lerdell, sentado delante de mí, con los ojos cerrados y los
labios entreabriéndose trémulos para dejar salir una cobra brillante hecha de manzana
de caramelo mal digerida, algodón de azúcar y tres Perritos Calientes Sabro-
Deliciosos del Emporio de las Patatas Fritas, riquísimos y recomendados. (¡Get off of
my cloud!). Que tal cantidad de comida pueda seguir saliendo del estómago de Dean
resulta, más que curioso, sobrenatural; la cobra pasa a centímetros de mi cara y sube
más y más alto hasta que estalla y se convierte en un millón de copitos de pota que
rocían a los pasajeros de las Tacitas Volantes del Gran Silvestro (que en paz descanse)
y a los mil y un civiles inocentes que se arremolinan en el momento equivocado y en
la zona equivocada de la verbena.
La gigantesca máquina rugió como el Hombre de Hierro y nuestra tacita inició el
aterrizaje. Todo se fue ralentizando, incluidas las vueltas de nuestras cabezas. La
gente seguía chillando, hasta las personas que estaban en la plaza del pueblo, lo cual
ya me parecía un poco exagerado.
—Gónadas —declaró el encargado al ver el estado de nuestra tacita—. Gónadas
secas y sifilíticas. ¡Ernie! —gritó a su asistente—. ¡Ernie! ¡Pilla la fregona!
¡Habemus pota!
Tardé unos segundos en darme cuenta de que los gritos no venían de las
inmediaciones sino de más lejos, cerca del cruce, junto a la tienda del señor Rhydd.
Por lo visto Ross Wilcox había vuelto corriendo a la verbena en busca de Dawn
Madden justo después de que le devolviese la cartera. (Quien nos puso al corriente
fue Kelly, la hermana de Dean, que se había enterado por boca de Andrea Bozard, a
la que por poco no arrolla Wilcox al pasar). Me imagino que Ross Wilcox, después de

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verse con un pie en el otro barrio, había creído resucitar. Como Jesús descorriendo la
lápida de su tumba cuando todos ya lo habían dado por muerto. «Claro que tengo el
dinero, papá», podría decir ahora. «Me lo guardé por si los maderos nos registraban la
casa». Primero encontraría a Dawn Madden, reconocería haberse comportado como
un capullo, sellaría sus disculpas con un morreo con magreo y todo volvería a su
lugar. Más o menos en el momento en que a Dean y a mí nos amarraban en la tacita
volante del Gran Silvestro, Wilcox le preguntaba a Lucy Sneads si había visto a
Dawn Madden. Lucy Sneads, que cuando quiere puede ser una mala pécora y que
tiene parte de responsabilidad en lo que ocurrió a continuación, le informó de muy
buena gana. «Sí, allí. En ese Land Rover. Debajo del roble». Solo dos personas vieron
la cara de Ross Wilcox, iluminada por el Tío Vivo de Mary Poppins, cuando abrió el
portón trasero del coche. Una fue la propia Dawn Madden, que rodeaba con las
piernas al otro testigo: Grant Burch. Me imaginó que Ross Wilcox se los quedaría
mirando con la boca abierta, como una foquita mirando el garrote de un cazador de
focas. Ruth Redmarley le contó a Kelly que vio a Wilcox cerrando el Land Rover de
un portazo y que empezó a gritar «¡ZORRA!» una y otra vez y a aporrear la
carrocería. Debió de hacerse daño. A continuación Ruth Redmarley lo vio subirse a la
Suzuki del hermano de Grant Burch (la antigua moto de Tom Yew), girar la llave de
contacto, llave que Grant Burch se había dejado puesta porque había aparcado justo
al lado del Land Rover (nadie le iba a robar la moto en sus narices, ¿no?) y
arrancarla. Si Ross Wilcox no se hubiese criado rodeado de motos por culpa del
trabajo de su padre y de su hermano, seguramente no se le habría ocurrido robar la
Suzuki. Si no hubiese arrancado a la primera, a pesar de ser una fría noche de
noviembre, a lo mejor Grant Burch habría conseguido ponerse los pantalones a
tiempo e impedir lo que estaba a punto de suceder. Robin South dice que le pareció
ver a Tom Yew montado de paquete en la moto cuando Ross Wilcox cruzó la plaza a
toda pastilla, pero Robin South es un trolero así que es mentira. Avril Bredon dice
que cuando vio la Suzuki pisar el charco de barro que hay junto a la carretera, debía
de ir a unos ochenta por hora, y Avril Bredon no es de las que mienten. La policía, al
menos, la creyó. El caso es que la rueda patinó, la moto derrapó, se chocó contra el
monumento de la Guerra de los Boers y Ross Wilcox salió despedido y fue rodando
hasta el cruce. Dos niñas del colegio Chase estaban llamando a sus padres desde la
cabina que hay al lado de la tienda del señor Rhydd. No se sabrá quiénes eran hasta la
semana que viene, cuando publiquen la Gaceta de Malvern. De todas formas, la
última persona que vio a Ross Wilcox fue la viuda de Arthur Evesham, que volvía de
jugar al bingo en la casa social. Ross Wilcox le pasó rodando a unos centímetros. Fue
ella la que se arrodilló para ver si estaba vivo o muerto, la que le oyó decir: «Me
parece que he perdido una playera» y lo vio escupir un amasijo de dientes y sangre y
farfullar: «Que nadie me la robe». La viuda de Arthur Evesham también fue la
primera persona que vio que la pierna derecha de Wilcox le terminaba a la altura de la
rodilla y que, al mirar atrás, distinguió unas manchas con pegotes salpicadas por la

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carretera. Ahora mismo la están ayudando a subir a la segunda ambulancia. ¿Le has
visto la cara? Una mueca helada y vacía bajo el resplandor azul intermitente.

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La disco
La regla número uno es «no pienses en las consecuencias». Como no la sigas,
titubearás, la cagarás y terminarán pillándote como a Steve McQueen en la alambrada
de espino de La gran evasión. Por eso, esta mañana, en la clase de metalistería, me
concentré en las manchas de nacimiento del señor Murcot como si me fuese la vida
en ello. Tiene dos en el cuello con la forma de Nueva Zelanda.
—¡Buenos días, muchachos! —dijo entrechocando sus platillos—. ¡Dios salve a
la Reina!
—¡Buenos días, señor Murcot! —respondimos todos a una; y girándonos en
dirección al palacio de Buckingham dijimos—: ¡Dios salve a la Reina!
Neal Brose, de pie junto al torno que comparte con Gary Drake, me miró
fijamente. No te creas que me he olvidado, me dijo con los ojos, Gusano.
—Vamos con los trabajos, muchachos —La mitad de la clase son chicas, pero el
señor Murcot siempre nos llama «muchachos» (menos cuando nos echa la bronca;
entonces somos todos «niñas»)—. Esta es la última clase de 1982. Como no terminéis
hoy vuestros trabajos, os deportaré a las colonias de por vida.
El trabajo de este semestre era diseñar y fabricar una especie de limpiabarros
manual. El mío es para quitar el barro que se queda entre los tacos de las botas de
fútbol.
Dejé pasar unos diez minutos, hasta que vi a Neal Brose embobado con el taladro.
El corazón se me salía por la boca, pero estaba decidido.
Metí la mano en la bolsa negra de marca Slazenger de Neal Brose y le cogí la
calculadora solar Casio. Es la calculadora más cara de las tiendas WH Smith. Sentí
que una fuerza negra me succionaba de un modo casi tranquilizador, como un
piragüista que, en lugar de luchar contra la corriente, remase en línea recta hacia las
cataratas del Niagara. Saqué la valiosa calculadora de su funda especial.
Holly Deblin me había visto. Estaba haciéndose una coleta para que el torno no le
pillase el pelo. (El señor Murcot disfruta contando los espantosos accidentes mortales
que ha presenciado a lo largo de su carrera docente). Creo que le gustamos, susurró el
Gemelo Nonato. Tírale un beso.
Coloqué la calculadora en el tornillo de banco. León Cutler también me había
visto pero se limitó a quedarse mirando sin dar crédito. No pienses en las
consecuencias. Le di una vuelta con fuerza a la manivela. La carcasa de la
calculadora dio unos chasquiditos como suplicando piedad. Entonces cargué todo el
peso del cuerpo en la manivela. El esqueleto de Gary Drake, el cráneo de Neal Brose,
la columna de Wayne Nashend, sus futuros, sus almas. Aprieta. La carcasa se hizo
añicos, los circuitos crujieron, las esquirlas rebotaban en el suelo mientras aquella
calculadora de diez centímetros de ancho se convertía en una calculadora de tres
milímetros de ancho. Eso es. Pulverizada. El taller de metalistería estalló en gritos.
La regla número dos es «sigue hasta que no haya vuelta atrás».

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Son las dos únicas reglas que hace falta recordar.
Espléndidas cataratas vertiginosas, allá voy.
—Me ha informado el señor Kempsey —el señor Nixon entrelazó los dedos— de
que tu padre acaba de perder el empleo.
«Perder». Como si los trabajos fuesen una cartera que puedes perder si no pones
cuidado. Yo no había dicho ni palabra en el colegio, pero sí, es verdad. Mi padre llegó
a su oficina de Oxford a las 8.55 de la mañana y a las 9.15 un guardia jurado lo estaba
acompañando a la salida. «Hay que apretarse el cinturón», dice Margaret Thatcher,
aunque ella, personalmente, no se lo aprieta. «No hay —más remedio».
Supermercados Groenlandia ha despedido a mi padre por 20 libras no declaradas en
una cuenta de gastos de representación. Después de once años. De esa manera, según
le explicó por teléfono mi madre a mi tía Alice, se ahorran la indemnización por
despido. Danny Lawlor ayudó a Craig Salt a tenderle la trampa, añadió mi madre. El
Danny Lawlor que conocí en agosto era supersimpático, pero supongo que una cosa
es ser simpático y otra ser bueno. El coche que conducía mi padre, el Rover 3500 de
la empresa, ahora lo conduce Danny.
—¡Jason! —ladró el señor Kempsey.
—¿Eh? —Sí, estaba metido en un silo de mierda—. ¿Perdón?
—El señor Nixon te ha hecho una pregunta.
—Sí. Han despedido a mi padre. El día de la Verbena del Ganso. Hace unas
semanas.
—Es una desgracia —El señor Nixon te vivisecciona con los ojos—. Pero las
desgracias están a la orden del día, Taylor, y son relativas. Mire la desgracia que Nick
Yew ha tenido que sobrellevar este año. O Ross Wilcox. ¿Es así cómo piensa ayudar
a su padre, destruyendo la calculadora de un compañero?
—No, señor —La silla de los niños malos es tan baja que, para el caso, bien
podría el señor Nixon serrarle las patas del todo—. Destruir la calculadora de Brose
no tiene nada que ver con el despido de mi padre, señor.
—Entonces —el señor Nixon cambió de posición— ¿con qué tiene que ver?
Sigue hasta que no haya vuelta atrás.
—Con las «clases de popularidad» de Brose, señor.
El señor Nixon miró al señor Kempsey como pidiéndole una explicación.
—¿Neal Brose? —carraspeó el señor Kempsey sin entender nada—. ¿«Clases de
popularidad»?
—Brose —el Ahorcado me bloqueó «Neal», pero me dio igual— nos dijo a Floyd
Chaceley, Nicholas Briar, Clive Pike y a mí que le teníamos que pagar una libra a la
semana a cambio de clases de popularidad. Yo le dije que no. Entonces mandó a
Wayne Nashend y a Hormiguita que me enseñasen lo que me pasaría si no ganaba
«popularidad».
—¿Y qué tipo de persuasión —el señor Nixon endureció el tono: buena señal—
emplearon esos alumnos?

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No hacía falta exagerar.
—El lunes arrojaron el contenido de mi bolsa por las escaleras que hay al lado del
laboratorio. El martes me bombardearon con terrones de barro seco en clase de
educación física. Esta mañana, en el vestíbulo, Brose, Hormiguita y Wayne Nashend
me han dicho que al salir de clase me iban a patear la cabeza.
—¿Nos está diciendo —daba gusto ver ponerse rojo al señor Kempsey— que
Neal Brose tiene montada una red de extorsión? ¿En mis propias narices?
—¿«Extorsión» significa —me hice el tonto— dar una paliza a alguien si no te da
dinero, señor?
El señor Kempsey piensa que Neal Brose es la octava maravilla.
—Esa podría ser una definición —Todos los profesores lo piensan—. ¿Tiene
pruebas de lo que afirma, Taylor?
—¿A qué tipo de pruebas —que tu astucia sea tu aliada— se refiere? —Las cosas
se iban decantando lo bastante a mi favor como para permitirme añadir, totalmente
serio—: ¿Grabaciones con micrófonos ocultos?
—Hombre…
—Si entrevistamos a Chaceley, Pike y Briar —el señor Nixon tomó las riendas—,
¿confirmarán su versión de los hechos?
—Depende de quién les dé más miedo, señor. Usted o Brose.
—Le prometo, Taylor, que me tendrán más miedo a mí.
—Poner a un compañero en entredicho es algo muy serio, Taylor.
El señor Kempsey seguía sin creérselo.
—Me alegro de que piense así, señor.
—Pues a mí, lo que no me alegra —el señor Nixon no iba a dejar que un
interrogatorio se volviese amistoso— es que, en lugar de venir a contármelo a mi
despacho, haya decidido llamar mi atención sobre este asunto destruyendo la
propiedad de su presunto acosador.
Eso de «presunto» me sirvió de advertencia de que el jurado todavía estaba
deliberando.
—Contárselo a un profesor significa que eres un chivato, señor.
—No contárselo significa que eres un idiota, Taylor.
—No lo traía planeado —Busca la verdad, aférrate a ella y afronta las
consecuencias sin lloriquear—. Tenía que demostrarle a Brose que no le tengo miedo.
Es lo único que pensé.
Si el aburrimiento oliese, olería al almacén de material. Polvo, papel, tuberías
calientes, todo el día, todo el invierno. Cuadernos sin estrenar en estanterías
metálicas. Pilas de libros: Matar a un ruiseñor, Romeo y Julieta, Moonfleet. El
almacén de material también sirve de celda de aislamiento en los casos que se
prolongan, como el mío. La única fuente de luz, aparte del cuadrado de cristal
esmerilado de la puerta, es una bombilla parduzca. El señor Kempsey me dijo
secamente que me pusiese a hacer los deberes hasta que me viniesen a buscar, pero

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por una vez los había hecho en casa. Un poema me daba patadas dentro de la barriga.
Pensé que de perdidos al río y cogí de la estantería un cuaderno muy chulo de tapas
duras para escribir el poema. Pero después del primer verso me di cuenta de que no
era un poema. Era más bien… ¿qué? Una confesión, supongo. Empezaba así:

y seguía. Al sonar la campana del recreo me encontré con que había llenado tres
caras. Cuando te pones a juntar palabras es como si el tiempo transcurriese por
tuberías más estrechas, pero también más rápido. Por la ventana del cristal esmerilado
pasaban las sombras de los profesores de camino a su sala para echar un cigarrito y
tomarse un café. Unas sombras bromeaban, otras se quejaban, pero ninguna venía a
buscarme. Sabía que todos los de séptimo estarían comentando lo que había hecho
con la calculadora. El colegio entero. La gente dice que cuando hablan de ti te pitan
los oídos, pero a mí me zumba el estómago. Jason Taylor, no ha sido él, Jason Taylor,
sí que ha sido, venga ya, ¿en serio?, ¿de quién se ha chivado? Escribiendo ahogo ese
zumbido. Al terminar el recreo volvió a sonar la campana y las sombras pasaron en la
dirección contraria. Seguía sin venir nadie a buscarme. En el mundo exterior, el señor
Nixon estaría llamando a mis padres. No los pillaría hasta la noche. Mi padre se había
ido a Oxford a ver si le funcionaba un enchufe para un trabajo. Ha tenido que
devolver a Groenlandia hasta el contestador automático. Al otro lado de la pared se

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oía el runrún interminable de la fotocopiadora del colegio.
Sentí un brote de miedo cuando se abrió la puerta pero lo corté de raíz. Eran dos
enanos de sexto, los habían mandado a por una pila de libros de Sidra con Rosie.
(Nosotros también lo leímos el año pasado. Hay una escena que nos la puso tan tiesa
a todos los chicos de la clase que se oían crujir las braguetas).
—¿Es verdad, Taylor?
El más grande de los dos enanos me habló como si siguiese en mi periodo
Gusano.
—¿Y a ti qué coño te importa? —respondí después de una pausa.
Me salió con tal mala leche que se le cayeron los libros. Al enano más pequeño
también se le cayeron cuando se agachó a ayudar a su compañero.
Les aplaudí a cámara lenta.
—Lo que me horroriza, alumnos y alumnas —el mote del señor Kempsey podrá
ser «Periquito», pero cuando está así de enfadado es peligroso—, es que estos actos
de intimidación se vengan sucediendo desde hace semanas. Semanas.
La clase de 7.º A se camufló bajo un silencio de funeral.
—¡SEMANAS!
La clase de 7.º A pegó un bote.
—¡Y a ninguno se os ocurrió venir a contármelo! Estoy asqueado. Asqueado y
asustado. Sí, asustado. ¡Dentro de cinco años tendréis derecho a votar! Se supone que
los alumnos de esta clase sois la élite. ¿Qué clase de ciudadanos vais a ser? ¿Qué
clase de policías? ¿De profesores? ¿De abogados? ¿De jueces? «Sabía que era algo
malo, pero no era asunto mío, señor». «Mejor que sea otro el delator, señor». «Tenía
miedo de abrir la boca por si la tomaban conmigo, señor». Pues si esta pobreza de
espíritu es el futuro de la sociedad británica, apañados estamos.
Yo, Jason Taylor, soy un chivato.
—Bien. Estoy absolutamente en contra del método escogido por Jason Taylor
para ponerme al corriente de este deplorable asunto, pero por lo menos lo ha hecho.
Menos admirable es el caso de Chaceley, Pike y Briar, que solo han hablado bajo
coacción. Lo que es una vergüenza que os salpica a todos es que haya hecho falta un
acto tan impetuoso como el de Taylor para destapar todo el tinglado.
Todos los que estaban sentados delante de mí se dieron la vuelta para mirarme,
pero yo me centré en Gary Drake.
—¿Te pasa algo, Gary? —El Ahorcado me había dado barra libre esa tarde. A
veces pienso que él también quiere firmar uno de los «acuerdos prácticos» de la
señora De Roo—. ¿Todavía no conoces mi cara después de tres años?
Todas las miradas se dirigieron a Gary Drake. Y después al señor Kempsey. Lo
normal sería que nuestro tutor me hubiese llamado al orden por meter baza mientras
hablaba él, pero no me dijo nada.
—¿Y bien, Drake?
—¿Señor?

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—Hacerse el tonto es el último recurso de los idiotas, Drake.
A Gary Drake se le veía realmente incómodo.
—¿Señor?
—Sigues haciéndote el tonto, Drake.
Gary Drake amordazado. Wayne Nashend y Hormiguita expulsados
temporalmente. Y lo más probable es que el señor Nixon expulse definitivamente a
Neal Brose.
Ahora sí que querrían patearme la cabeza de verdad.
En clase de lengua Neal Brose siempre se sienta en primera fila, justo en el
medio. Vamos, dijo el Gemelo Nonato, siéntate en el sitio de ese capullo. Te lo has
ganado. Cogí y me senté. David Ockeridge, que suele sentarse al lado de Neal Brose,
escogió un pupitre más atrás, pero Clive Pike, ni más ni menos, puso su bolsa a mi
lado.
—¿Hay alguien sentado aquí? —me preguntó.
A Clive Pike le huele el aliento a ganchitos de queso pero qué más da.
Le indiqué con un gesto de la cara que se sentase.
Mientras le dábamos las buenas tardes a coro, la señorita Lippetts me echó una
mirada tan rápida y tan hábil que casi ni me di cuenta. Pero me la echó.
—Sentaos. Sacad los estuches. Hoy vais a ejercitar vuestras ágiles mentes con
una redacción sobre el siguiente tema…
Mientras sacábamos los estuches, la señorita Lippetts escribió esto en la pizarra:
UN SECRETO
Los roces y repiqueteos de la tiza son un ruido tranquilizador.
—Tamsin, haznos el honor, por favor.
—«Un secreto», señorita —leyó Tamsin Russell.
—Muchas gracias. Veamos, ¿qué es un secreto?
Después de comer, todo el mundo tarda un poco en arrancar.
—Venga, decidme qué es un secreto. ¿Es algo que se puede ver? ¿Tocar?
Avril Bredon levantó la mano.
—¿Avril?
—Un secreto es una información que no todo el mundo conoce.
—Bien. Una información que no todo el mundo conoce. Información sobre…
¿quién? ¿Sobre ti? ¿Sobre otra persona? ¿Sobre alguna cosa? ¿Sobre todas esas
cosas?
Al cabo de unos instantes, algunos alumnos murmuraron:
—Sobre todas esas cosas.
—Sí, yo también opino lo mismo. Pero haceos la siguiente pregunta: si un secreto
no es verdadero, ¿sigue siendo un secreto?
Era una pregunta peliaguda. La señorita Lippetts escribió:
LA SRTA. LIPPETTS ES NANCY REAGAN
Casi todas las chicas se rieron.

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—Si os pidiese que os quedaseis un rato después de clase y, cuando nos
hubiésemos quedado solos, os susurrase al oído, completamente en serio, esta frase,
¿responderíais «¡Anda ya! ¿En serio? ¡Caray, qué secreto!»? ¿Duncan?
Duncan Priest tenía la mano levantada.
—Yo llamaría al manicomio de Malvern, señorita. Reservaría una habitación a su
nombre con un buen colchón… en todas las paredes —Los miembros del pequeño
club de admiradores de Duncan Priest se rieron—. ¡Eso no es un secreto, señorita! Es
una sandez digna de una loca de remate.
—Una apreciación muy elocuente, gracias. Como dice Duncan, un «secreto» a
todas luces falso no puede considerarse un secreto. Si un número lo bastante elevado
de personas creyese que soy Nancy Reagan, podría verme en problemas, pero
seguiríamos sin considerarlo un «secreto», ¿no es así? Sería más bien un engaño
colectivo. ¿Alguien sabe lo que es un engaño colectivo? ¿Alastair?
—He oído que un montonazo de gente en Estados Unidos cree que Elvis Presley
sigue vivo.
—Buen ejemplo. Sin embargo, voy a revelaros un secreto sobre mi persona que
es cierto. Me da un poquito de vergüenza, así que, por favor, no lo pregonéis a los
cuatro vientos durante el recreo…
LA SRTA. LIPPETTS ES UNA ASESINA A SANGRE FRÍA
Esta vez también se rio la mitad de los chicos.
—¡Chitón! He enterrado a mis víctimas bajo la M50. No hay pruebas ni
sospechas. ¿Sigue siendo un secreto? ¿Aunque nadie (y cuando digo nadie quiero
decir nadie) tenga la más mínima sospecha?
Se hizo un atento silencio.
—Sí… —mascullaron algunos alumnos.
—No… —mascullaron otros.
—Usted lo sabría, señorita —dijo Clive Pike con la mano levantada—. Si de
verdad fuese una asesina, lo sabría. Luego no puede decir que nadie lo sabe.
—No si fuese una asesina esquizofrénica —le dijo Duncan Priest— que no
recordase los crímenes que comete. Podría simplemente… chak, hacerte picadillo por
no haber hecho los deberes, zas cbak splash chof, tirar los restos a una alcantarilla,
perder el conocimiento y, al despertar, volver a ser la afable señorita Lippetts,
profesora de lengua, que diría: «¡Cielos! ¿Otra vez manchas de sangre en la ropa?
Qué raro, siempre que hay luna llena pasa lo mismo. En fin, a la lavadora». Entonces
sería un secreto que nadie sabría, ¿no?
—Muchas gracias, Duncan, una ambientación preciosa. Pero pensad en todos los
asesinatos que ha habido en el valle del Severa desde, digamos, la época de los
romanos. En todas esas víctimas, en todos esos asesinos, muertos y convertidos en
polvo. Esos actos violentos en los que nadie ha pensado durante mil años, ¿también
pueden considerarse «secretos»? A ver, Holly…
—Secretos no, señorita —dijo Holly Deblin—. Simplemente… información

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perdida.
—Muy bien. Entonces, estamos de acuerdo en que un secreto necesita un agente
humano que lo sepa, o al menos lo ponga por escrito, ¿no? Un depositario. Un
guardián. ¡Emma Ramping! ¿Qué le estás cuchicheando a Abigail?
—¿Qué?
—Ponte de pie, Emma.
La larguirucha y asustada Emma Ramping se puso de pie.
—Por si no lo sabes, estamos en clase. ¿Qué le estabas contando a Abigail?
Emma Ramping se escondió detrás de una mueca lastimosa.
—¿Se trata de una información que no todo el mundo conoce?
—Sí, señorita.
—¡Habla alto, Emma, para que te podamos oír los bajitos!
—Sí, señorita.
—Ajá. O sea, que le estabas contando un secreto a Abigail…
Emma Ramping asintió de mala gana.
—Qué apropiado. ¿Por qué no nos lo cuentas a todos? Ahora. Con una voz alta y
clara.
Emma Ramping empezó a sonrojarse de manera lamentable.
—Vamos a hacer un trato, Emma. Te dejo salir de este apuro si nos explicas
simplemente por qué no te importa revelarle tu secreto a Abigail y en cambio a
nosotros sí.
—Porque… No quiero que lo sepa todo el mundo, señorita.
—Emma, queridos alumnos, nos ha enseñado algo sobre los secretos. Gracias,
Emma, siéntate y no peques más. ¿Cómo se asesina un secreto?
León Cutler levantó la mano.
—Contándoselo a la gente.
—Sí, León. Pero ¿a cuánta gente? Emma le ha contado un secreto a Abigail, pero
no lo ha matado, ¿verdad que no? ¿Cuántas personas tienen que estar al tanto del
secreto para que deje de serlo?
—Las suficientes —dijo Duncan Priest— como para que la manden a la silla
eléctrica, señorita. Por ser una asesina a sangre fría, me refiero.
—¿Quién es capaz de transformar la ingeniosa ocurrencia de Duncan en un
principio general? ¿Cuánta gente hace falta para acabar con un secreto? ¿David?
—Pues —David Ockeridge se quedó pensándolo— las que haga falta, señorita.
—¿Las que haga falta para qué? ¿Avril?
—Las que haga falta —dijo Avril frunciendo el entrecejo— para cambiar el
asunto del que trata el secreto. Señorita.
—Bien razonado, alumnos míos. Puede que, después de todo, el futuro esté en
buenas manos. Si Emma nos contase lo que le ha contado a Abigail, ese secreto
estaría muerto. Si mis asesinatos salen publicados en la Gaceta de Malvern, estoy…
en fin, muerta. Sobre todo si Duncan forma parte del jurado. La escala es diferente

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pero el principio es el mismo. Ahora bien, la siguiente pregunta es la que de verdad
me intriga porque no sé muy bien cuál es la respuesta. ¿Qué secretos deben hacerse
públicos y cuáles no?
Nadie respondió de inmediato.
Por quincuagésima o centésima vez en aquel día, pensé en Ross Wilcox.
—¿Quién sabe decirme qué significa esta palabra?
ÉTICA
Las palabras dejan una neblina de tiza en el aire.
Una vez busqué «ética» en el diccionario. Sale en Las crónicas de Thomas
Covenant. Significa moral. Mark Badbury ya tenía la mano levantada.
—¿Mark?
—La respuesta es lo que usted acaba de decir. La ética trata de lo que se debe
hacer y lo que no.
—Muy agudo, Mark. En la Grecia de Sócrates te habrían considerado un maestro
de la retórica. ¿Es ético sacar a la luz todos los secretos?
Duncan Priest se aclaró la garganta.
—Me parecería bastante ético revelar su secreto, señorita. Para evitar que mueran
asesinados más colegiales inocentes.
—Exacto, Duncan. Pero ¿revelaríais el siguiente secreto?
EL VERDADERO NOMBRE DE BATMAN ES BRUCE WAYNE
La mayoría de los chicos emitieron murmullos de admiración.
—Si este secreto sale a la luz, ¿qué harán todos los grandes villanos del mundo?
¿Christopher?
—Poner una bomba en la mansión de Bruce Wayne, señorita —Christopher
Twyford suspiró—. Se acabó el Caballero de las Tinieblas.
—Lo que supondría una enorme pérdida para la sociedad, ¿no? Luego a veces lo
ético es no revelar un secreto. ¿Nicholas?
—Como la Ley de Secretos Oficiales —Normalmente Nicholas Briar no dice ni
pío en clase—. Cuando la Guerra de las Malvinas.
—Exacto, Nicholas. «Las lenguas sueltas pierden la guerra». Bien, ahora quiero
que penséis en vuestros secretos —La relación entre la cartera extraviada de Ross
Wilcox y su pierna amputada. El Omega Seamaster destrozado de mi abuelo.
Madame Crommelynck—. Qué callados os habéis quedado de repente. A ver, esos
secretos vuestros, ¿son del tipo «sí, debería contarlo» o del «no, no debería»? ¿O hay
una tercera categoría que no esté tan clara desde un punto de vista ético? Por ejemplo,
¿secretos personales que no afectan a nadie más? ¿O insignificantes? ¿O tan
complejos que no se sabe qué consecuencias traería darlos a conocer?
Síes pronunciados entre dientes, cada vez más sonoros.
La señorita Lippetts sacó una tiza nueva de la caja.
—Con la edad iréis adquiriendo más secretos ambiguos de este tipo. Cada vez
más, no menos. Acostumbraos a ellos. ¿Quién sabe decirme por qué estoy

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escribiendo esta palabra…?
REPUTACIÓN
—¿Jason?
La clase entera se convirtió en un telescopio orientado hacia el chivato del
colegio.
—La reputación, señorita, es lo que se ve perjudicado cuando un secreto sale a la
luz. Si se demostrase que es usted una asesina, su reputación se haría añicos. La fama
que tiene Bruce Wayne de ser un mojigato incapaz de matar una mosca también
saltaría en pedazos. Es como lo que le ha pasado a Neal Brose, ¿verdad? —Si puedo
destrozar una calculadora solar, también puedo pasarme por el culo la regla de que
debería darme vergüenza haberme chivado de un compañero y provocado su
expulsión. Esa y todas las reglas—. Él también tenía un secreto, ¿no? Wayne
Nashend lo sabía, Anthony Little lo sabía. Unos pocos más lo sabían —Gary Drake
miraba fijamente hacia delante—. Pero ahora que su secreto ha salido a la luz, su
fama de…
Para sorpresa general, la señorita Lippetts me hizo una sugerencia:
—¿De chico de oro?
—Chico de oro. Excelente expresión, señorita Lippetts —Por primera vez desde
sabe Dios cuándo, algunos de mis compañeros se rieron con un comentario mío—.
Esa fama está arruinada. Su reputación de… tipo duro al que hay que temer también
está arruinada.
Y sin una reputación tras la que esconder su secreto, Neal Brose está…
totalmente… completamente…
Dilo, me azuzó el Gemelo Nonato, atrévete.
—… jodido, señorita. Jodido y apaleado.
Aquel silencio horrorizado era obra mía. Lo había logrado a base de palabras.
Simples palabras.
A la señorita Lippetts, en los días buenos, le encanta su trabajo.
La cabeza me echaba humo de tanto pensar en cómo reaccionarían mis padres a
lo que había hecho en el colegio, así que, para distraerme, saqué del armario el árbol
de Navidad y la caja de los adornos. Ya estamos a 20 de diciembre y mis padres
prácticamente no han mencionado las Navidades. Mi madre va a la galería siete días a
la semana y mi padre sigue acudiendo a entrevistas que solo dan lugar a más
entrevistas. Monté el árbol y coloqué las lucecitas. Cuando yo era pequeño mi padre
compraba árboles de verdad, de los que vendía el padre de Gilbert Swinyard. Este de
plástico lo compró mi madre hace dos años en los almacenes Debenham’s de
Worcester. Yo protesté porque no olía a nada, pero mi madre me replicó que no era yo
el que luego tenía que pasar la aspiradora y desenganchar de la alfombra una por una
las agujas del abeto. Supongo que tenía razón. Casi todos los adornos son más viejos
que yo. Hasta el papel de seda en que están envueltos es antediluviano. Bolas
escarchadas que mis padres compraron las primeras (y últimas) Navidades que

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pasaron juntos, antes de que naciese Julia. Un niño cantor en miniatura dando el do
de pecho, con la boca en forma de O perfecta. Una alegre familia de muñecos de
nieve tallados en madera. (No todo era de plástico en aquella época). El Papá Noel
más gordo de Laponia. Un ángel de la Navidad que había sido de la madre de la
madre de mi madre, hecho de cristal soplado. Según se cuenta en mi casa, fue el
regalo que le hizo a mi bisabuela un príncipe húngaro tuerto en un baile en Viena,
justo antes de la Primera Guerra Mundial.
Písalo, dijo el Gemelo Nonato. Crujirá como una galleta.
Ni de coña, le dije.
Sonó el teléfono.
—¿Hola?
Chirridos y crujidos.
—¿Jace? Soy Julia. Cuánto tiempo.
—Se te oye como si estuvieses en medio de una ventisca.
—Llámame tú, que me he quedado sin monedas.
Marqué el número. Ahora se oía mejor.
—Gracias. Aún no hay ventiscas, pero hace un frío que pela. ¿Está mamá?
—No, todavía no ha vuelto de la galería.
—Vaya.
De fondo se oía a Joy División.
—¿Qué pasa?
—Nada de nada.
«Nada de nada» siempre es algo.
—¿Qué pasa, Julia?
—Nada… Es que al volver a la residencia tenía un mensaje de mamá. ¿Sabes si
me llamó ayer por la noche?
—Puede ser. ¿Qué decía el mensaje?
—Que llamase a casa inmediatamente. Solo que nuestro simpático y
supereficiente bedel (las ganas) no anotó la hora de la llamada. He llamado a la
galería a la hora de comer pero Agnes me ha dicho que mamá había ido a ver a su
abogado. He vuelto a llamar hace un rato pero todavía no había vuelto. Por eso te
llamo. Pero no hay por qué preocuparse.
—¿Al abogado?
—Debe de ser por trabajo. ¿Papá tampoco está?
—No, está en Oxford haciendo entrevistas.
—Ah, claro. Vale. ¿Y cómo… cómo lo lleva?
—Bueno… bien. Por lo menos no se ha vuelto a encerrar en el despacho. El fin
de semana pasado encendió una hoguera en el jardín y quemó todos los papeles de
Groenlandia. Le ayudamos Dean y yo. ¡Con gasolina! Parecía El coloso en llamas.
Después, esta semana, el abogado de Craig Salt le dijo que por la tarde iba a venir un
repartidor a recoger todo el equipo informático y que si no cooperaba lo iban a

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denunciar.
—¿Y qué hizo papá?
—Cuando llegó la furgoneta, tiró el ordenador por la ventana de mi habitación.
—Pero eso es el piso de arriba.
—Ya lo sé. ¡Si vieras cómo explotó el monitor! Y le dijo al repartidor: «¡Dele
recuerdos a Craig Salt!».
—¡Madre mía! Se ve que la paciencia tiene un límite.
—También ha estado redecorando la casa. Tu habitación fue la primera de la lista.
—Ya, me lo dijo mamá.
—¿No te importa?
—No, la verdad. Yo tampoco pretendía que la conservasen intacta toda la vida,
como un altar en mi memoria o algo por el estilo. Aunque me ha abierto los ojos de
golpe. «Mira, hijita, ya tienes dieciocho años así que, puerta. Ven a vernos al asilo
dentro de treinta años, si te pilla de paso». Bah, no me hagas caso, Jace, me estoy
poniendo morbosa.
—Pero vendrás a pasar la Navidad, ¿no?
—Llego pasado mañana. Me va a llevar Stian. Su familia tiene una mansión en el
Dorset profundo.
—¿Stan?
—No, Stian. Es noruego, tiene un doctorado en lenguaje de delfines. ¿No lo
mencioné en mi última carta?
Mi hermana sabe perfectamente lo que menciona en sus cartas y lo que no.
—Guau. ¿Y habla contigo en delfinés?
—No, pero programa ordenadores que en el futuro podrán hacerlo.
—¿Qué ha pasado con Ewan?
—Ewan es un encanto, pero él está en Durham y yo estoy aquí… He cortado con
él. A la larga, es lo mejor para los dos.
—Ya —(Pero Ewan tenía un MG plateado)—. Ewan me caía bien.
—Venga, arriba ese ánimo. Stian tiene un Porsche.
—¡No jodas! ¿Qué modelo? ¿Un GT?
—¡Yo qué sé! Uno negro. Bueno, ¿qué nos va a traer Papá Noel?
—Un tubo de Smarties —Una vieja broma familiar—. Ni he fisgado, la verdad.
—¡Sí, seguro! Tú siempre cotilleas los regalos.
—Que no, en serio. Vales de libros y discos, lo más seguro. No he pedido nada
porque… bueno, ya sabes, por lo del trabajo de papá.
Y ellos tampoco me han preguntado qué quería. Además, ahora que me acuerdo,
¿quién era la que ponía en noviembre los discos que le regalarían por Navidad y me
obligaba a hacer guardia por si papá y mamá llegaban de repente?
—¿Te acuerdas del día que no hiciste guardia y nos pillaron a Kate y a mí
vestidas con el traje de novia de mamá y bailando Knowing Me, knowing you? A
propósito, ¿ya ha terminado la velada en la única e inigualable discoteca de la casa

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social de Black Swan Green?
—Empieza dentro de una hora.
—¿Vas a ir con alguien?
—Dean Lerdell también va. Y algunos chicos de clase.
—¡Eh! Yo te he contado mi vida sentimental.
Hablar de chicas con Julia es una novedad.
—Porque tú tienes de eso, pero yo no. Hay una chica que me gustaba pero está…
—(ayudando al amor de su vida a aprender a andar con una pierna de plástico)— no
está interesada.
—Ella se lo pierde. Pobrecito Jace.
—Lo raro es que la vi en el colegio la semana pasada y, es extraño, pero…
—¿Se te había pasado el enamoramiento?
—Completamente. ¿Cómo es posible?
—A mí que me registren, hermanito. Pregúntaselo a Aristófanes. O a Dante. O a
Shakespeare. O a Burt Bacharach.
—En realidad, me parece que igual ni voy a la disco.
—¿Por qué no?
Porque por mi culpa han castigado a Hormiguita y a Wayne Nashend y han
expulsado a Neal Brose y lo más seguro es que estén allí.
—Este año no estoy muy navideño que digamos.
—¡Qué chorrada! ¡Tienes que ir! En zapatos, nada de playeras. Pero cepíllalos
bien. Ponte los vaqueros negros que te compramos en Regent’s. Y el jersey de pico
color mostaza, si es que está limpio, claro. Con una camiseta blanca debajo. Pero lisa,
que los logotipos son una horterada. Nada de colores pastel ni prendas deportivas. ¡Ni
se te ocurra ponerte la corbatita del piano! Échate un poquitín de la colonia Givenchy
de papá detrás de las orejas. De la Brut no, que es menos sexy que el Fairy. Róbale un
poco de espuma a mamá y levántate el flequillo, que si no pareces un osezno. Baila
hasta reventar y ojalá que el pájaro de la felicidad se te meta volando por la nariz.
—Vale —Si no voy, ganarán Brose, Hormiguita y Nashend—. Mandona.
—Para ser abogada hay que ser mandona. Bueno, te dejo que hay gente
esperando. Dile a mamá que he llamado y que estaré atenta por si me deja otro
recado. Hasta luego.
El viento helado me llevaba a empujones. El chivato de la clase estaba cada vez
más cerca de Brose, Nashend y Hormiguita. Más allá de la escuela primaria, la Casa
Social del pueblo flotaba en aquella oscuridad ártica como un arca iluminada. Habían
pintado las ventanas con colores de discoteca. El hombre del tiempo ha dicho que la
zona de bajas presiones que se acerca a las islas británicas procede de los Urales. Los
Urales son las Montañas Rocosas de la Unión Soviética. Hay silos de misiles
intercontinentales y refugios antiatómicos excavados al pie de las montañas y
ciudades que son centros de investigación, tan secretas que no tienen nombre ni
vienen en los mapas. Se hace raro pensar en un centinela del Ejército Rojo haciendo

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guardia en una torre de vigilancia y tiritando por culpa de este mismo viento helado.
Puede que el oxígeno que él exhalase lo esté inhalando yo.
Julia me había dado tanta charla para distraerme de algo.
Pluto Noak, Gilbert Swinyard y Pete Redmarley estaban de pie en la entrada.
Desde que me expulsaron de los Espectros al día siguiente de haberme admitido, no
soy precisamente santo de su devoción. No se meten conmigo pero hacen como si no
existiera. Por mí, no hay problema, pero hoy los acompañaba un chico un poco
mayor. Barba de varios días, cara seria, chupa de cuero marrón, camiseta de rugby de
la selección de Nueva Zelanda. Pluto Noak le dio un toquecito y me señaló. Una
manada de niñas a mi espalda me cortaba la retirada y además el chico ya se me había
echado encima.
—¿Es este?
—¡Sí! —dijo Pluto Noak acercándose—. Este es.
Todo el vestíbulo se quedó en silencio.
—Tengo noticias para ti —Me agarró del abrigo tan fuerte que me rompió
algunas costuras. Estaba ciego de odio—. Te has metido con el chaval equivocado —
hablaba sin separar los dientes, solo los labios—, pedazo de mierda sin cerebro, sin
picha, sin boca, sin culo, sin cojones, sin tripas, sin huevos, sin…
—Josh —le dijo Pluto Noak agarrándolo del brazo—, ¡Josh! Este no es Neal
Brose. Este es Taylor.
El tal Josh miró con furia a Pluto Noak.
—¿Que no es Neal Brose?
—No, es Taylor.
Apoyado en la puerta de los meaderos, Pete Redmarley lanzó una chocolatina al
aire y la cogió con la boca.
—¿Este —Josh miró con furia a Pete Redmarley— es el tal Taylor?
Pete Redmarley le dio un bocado a la chocolatina.
—Ajá.
Josh me soltó el abrigo.
—¿Tú eres el Taylor que ha delatado a esos mierdas que estaban extorsionando a
mi hermano?
—¿Quién —se me quebró la voz— es tu hermano?
—Floyd Chaceley.
El tirillas de Floyd Chaceley tiene un pedazo de hermano mayor.
—Entonces sí, soy ese Taylor.
—Bueno —Josh me alisó el abrigo—, pues entonces, bien hecho. Pero si alguno
de vosotros —todo el mundo en el vestíbulo se encogió bajo su terrorífica mirada—
conoce al tal Brose, o a Hormiguita o Nashend, decidles que estoy aquí. Que los
estoy esperando. Y que quiero tener unas palabras con ellos.
Dentro del salón de actos ya había unas pocas personas bailando Video killed the
radio star. La mayoría de los chicos, creyéndose demasiado guays para bailar, se

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habían juntado en un extremo. La mayoría de las chicas, por idénticos motivos, se
habían juntado en el otro extremo. Las discotecas tienen su intríngulis. Si te pones a
bailar demasiado pronto quedas de pringao, pero si no bailas cuando pinchan una
canción clave de las que llenan la pista, quedas de tristón amargado. Dean estaba
hablando con Floyd Chaceley junto a la ventanilla donde venden golosinas y latas de
refrescos.
—Acabo de conocer a tu hermano —le dije—. Madre mía. No me gustaría tenerlo
como enemigo.
—Hermano no, hermanastro —Por mi culpa Floyd Chaceley se había pasado toda
la mañana en el despacho del director declarando en contra de Neal Brose. Lo más
seguro es que me odiase—. Sí, mola. Tendrías que haberlo visto hace un rato. Decía
que iba a pegar fuego a la casa de Brose.
Sentí envidia de Floyd porque él ya había arreglado cuentas con sus padres.
—No creo que Hormiguita ni Nashend aparezcan por aquí tampoco —Dean
apareció a mi lado y me ofreció un bocado de chocolatina Curly-Wurly. Floyd me
invitó a una Pepsi—. ¡Mira a Andrea Bozard! —exclamó Dean señalando a la misma
niña que en primaria fingía que era un poni y hacía niditos con bellotas en lugar de
huevos—. La de la minifalda de volantes.
—¿Qué le pasa? —preguntó Floyd.
—Pues que está como un tren —dijo Dean poniendo cara de perro jadeando.
Cuando pincharon Frigging in the rigging, de los Sex Pistols, los punkis de
Upton se pusieron a bailar a empujones. Steve, el hermano mayor de Oswald Wyre,
se estampó de cabeza contra la pared y el padre de Philip Phelps se lo tuvo que llevar
en coche al Hospital de Worcester por si entraba en coma. Pero los punkis siguieron
bailando tan cerca de la cabina que el pinchadiscos cambió el disco y puso Prince
Charming, de Adam and the Ants. Prince Charming se baila de una forma especial,
como Adam Ant en el videoclip de la canción: todo el mundo se pone en línea y sigue
los pasos con los brazos en equis por encima de la cabeza. Pero como todos querían
hacer de Adam Ant y bailar unos pasos por delante del grupo, la fila fue moviéndose
cada vez más rápido de un lado a otro de la pista hasta que la mitad de los chicos,
más que bailar, corrían a toda pastilla. La siguiente canción fue The Lunatics (Have
taken over the Asylum), de Fun Boy Three, que es imbailable salvo que uno sea
Cagón. A lo mejor es que Cagón oía un ritmo secreto que nadie más oía.
—¡Cagón, no seas payaso! —gritó Robin South.
Pero Cagón ni se enteraba de que era el único que estaba bailando.
Los secretos nos afectan más de lo que creemos. Mentimos para no revelarlos.
Cambiamos de tema para no tener que hablar de ellos. Nos preocupa que alguien los
descubra y los divulgue. Nos creemos que tenemos un secreto, pero ¿no es el secreto
el que nos tiene a nosotros?
¿Te imaginas que sean los lunáticos los que cambian a los médicos y no los
médicos los que cambian a los lunáticos?

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En los meaderos estaba Gary Drake.
Normalmente me habría quedado paralizado, pero no después de un día como el
de hoy.
—¿Todo bien? —me dijo.
En su día me habría dicho que no me la podía encontrar o alguna burla por el
estilo, pero ahora resulta que soy lo bastante popular como para que Gary Drake me
salude con un «¿todo bien?».
El frío de diciembre se colaba por la ventana.
Un indiferente movimiento de mi cabeza informó a Gary Drake de que «sí».
En el río amarillo de pis humeante flotaban colillas de cigarrillo.
Con la canción Do the locomotion todas las niñas se pusieron a hacer el trenecito
en una fila sinuosa. Luego sonó Oops upside your head, que se baila como remando
en una barca. No es un baile de chicos. En cambio, House of fun, de Madness, sí que
lo es. La letra habla de ir a comprar condones, pero la BBC tardó en censurarla
porque la BBC solo capta el significado oculto de las canciones un mes después de
que lo haya pillado hasta el más tonto de Villaceporros de Arriba. Cagón se marcó un
baile electrocutado y otros chicos se lo copiaron, al principio para reírse de él, pero la
verdad es que molaba. (Todos los inventores llevan un Cagón en su interior).
Entonces pusieron Once in a lifetime, de Talking Heads. Esa, esa era la canción clave
que te haría quedar como un pintamonas si no la bailabas, así que Dean, Floyd y yo
salimos a la pista. El pinchadiscos encendió la luz estroboscópica (aunque solo a
ráfagas cortas, porque te puede estallar el cerebro). Bailar es como andar por una
calle del centro abarrotada de gente o un millón de cosas parecidas: todo va
perfectamente hasta que piensas en lo que estás haciendo. Durante la ráfaga de
estroboscopio, a través de una selva nocturna y tormentosa de cuellos y brazos, vi a
Holly Deblin. Holly Deblin tiene una forma de bailar parecida a la de una diosa india:
oscila y juguetea con las manos. Puede que me viese a través de la selva nocturna y
tormentosa porque me pareció que me sonreía. («Me pareció que me sonreía» no es
tan bueno como «me sonrió», pero es cien veces mejor que «no me sonrió»). La
siguiente fue I feel love, de Donna Summer. John Tookey se puso a fardar bailando un
baile de moda en Nueva York que se llama break dance, pero mientras giraba como
una peonza perdió el control y se chocó contra un grupo de chicas que se cayeron
como bolos. Tuvieron que ir a rescatarlo sus amigos antes de que lo apuñalaran con
los tacones de aguja. Durante Jealous guy, de Donna Summer, Lee Biggs se enrolló
con Angela Bullock y se fueron a un rincón a darse el lote. Duncan Priest se les puso
justo al lado y empezó a imitar a una vaca pariendo, pero las risas que provocó eran
de pura envidia. Angela Bullock usa sujetadores negros. Luego, durante To cut a long
story short, de Spandau Ballet, Alastair Nurton se enrolló con Tracey Impney, que es
una siniestra enorme de Brotheridge Green. La siguiente canción fue Are friends
electric?, de Gary Numan, y Colin Pole y Mark Badbury hicieron el baile del robot.
—¡Esta canción es dabuti! —me gritó Dean en la oreja—. Es superfuturista.

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¡Gary Numan tiene un amigo que se llama «Cinco»! ¿A que mola?
El baile es un cerebro del que los bailarines no son más que las células. Creen que
son independientes, pero en realidad siguen instrucciones antiquísimas. Con Three
Times A Lady, de los Commodores, la pista se quedó vacía a excepción de las parejas
de novios, que se besuqueaban y se divertían siendo observados, y de los que se
morreaban con tanto entusiasmo que se olvidaban de que los estaban observando. Las
segundas opciones empezaban a emparejarse con las terceras. Paul White se enrolló
con Lucy Sneads. La siguiente canción fue Come on Eileen, de los Dexys Midnight
Runners. Una discoteca también es un zoo. Algunos animales son más salvajes de
noche que de día, otros son más graciosos, otros más exhibicionistas, otros más
tímidos, otros más atractivos. Holly Deblin ya se había marchado, seguro.
—Creía que ya te habías marchado.
Las letras verdes del letrero de SALIDA brillaban en la oscuridad.
—Y yo creía que te habías marchado tú.
El suelo de tarima vibraba con la música. Detrás del escenario hay una habitación
estrecha llena de sillas apiladas. También tiene una especie de estante enorme
colgado a tres metros de altura y tan ancho como toda la habitación, donde guardan
las mesas de tenis. Yo sabía dónde estaba escondida la escalera.
—No, estaba bailando con Dean Lerdell.
—¿Ah, sí? —Holly Deblin se hizo la celosa en broma—. ¿Y qué tiene Dean
Lerdell que no tenga yo? ¿Besa bien?
—¿Lerdell? ¿Qué asco?
«Asco» fue la última palabra que pronuncié antes de besar a una chica por
primera vez en mi vida. Siempre me había preocupado el tema de los besos, pero no
es tan complicado. La boca sabe lo que tiene que hacer, igual que una anémona
marina sabe mover los tentáculos. Cuando besas, todo te da vueltas, como en las
Tacitas Volantes del Gran Silvestro. Inhalas el oxígeno que exhala la chica.
Pero a veces se te pueden enganchar los dientes.
—¡Huy! —dijo Holly Deblin apartándose—. ¡Perdona!
—Tranquila, me los puedo pegar con pegamento.
Me acarició el pelo. La piel de su cuello es la cosa más suave que jamás he
acariciado. Y me dejaba acariciársela. Eso es lo más alucinante: que me dejaba. A la
sección de perfumería en los grandes almacenes: a eso huele Holly Deblin, y al mes
de julio y a galletas de canela. Mi primo Hugo calcula que habrá besado a unas treinta
chicas (y no solo besado), y seguro que ya va por las cincuenta, pero como la
primera, ninguna.
—Ah —dijo—, he robado un poco de muérdago. Mira.
—Está todo espachurrado y…
En el segundo beso de mi vida, la lengua de Holly Deblin se me coló en la boca,
como un ratoncillo vergonzoso. Suena asqueroso pero es algo húmedo y misterioso y
mi lengua también quería devolverle la visita, así que la dejé colarse en su boca. Ese

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beso terminó porque se me había olvidado respirar.
—Esa canción que suena ahora mismo —dije recobrando el aliento—, es un poco
hippy, pero es muy bonita.
—Number9Dream, de John Lennon. Del disco Walls and Bridges, de 1974.
—Si pretendías impresionarme, lo has conseguido.
—Mi hermano trabaja en una tienda de discos. Tiene una colección de discos
como de aquí a Marte. ¿Cómo es que conoces este escondrijo?
—¿Esta habitación? De cuando venía al club juvenil, a jugar al ping-pong.
Pensaba que estaría cerrada, pero por lo visto estaba equivocado.
—Por lo visto.
Holly Deblin metió las manos por debajo de mi jersey. Después de tantos años
oyendo a Julia y a su amiga Kate criticar a los tíos de manos largas, me corté de hacer
lo mismo que Holly. Entonces dio una especie de respingo. Pensé que tenía frío pero
se estaba riendo.
—¿Qué pasa? —Temí haber hecho algo mal—. ¿Qué pasa?
—La cara de Neal Brose esta mañana, en el taller de metales.
—Ah, eso. Tengo un recuerdo borroso de esta mañana. Del día entero, la verdad.
—Gary Drake lo apartó del taladro, ¿vale?, y le señaló lo que estabas haciendo.
Al principio Brose no lo pillaba. Eso que estabas triturando en el tornillo de banco era
su calculadora. Entonces lo pilló. Y adivinó lo que iba a pasar después, y después, y
después. Sabía que se le había caído el pelo. Lo supo justo en ese momento.
Jugueteé con las cuentas de su collar.
—A mí también me sorprendió bastante —dijo.
No le metí prisa.
—Me refiero a que, en fin, me caías bien Taylor, pero pensaba que eras…
No quería decir nada que me molestase.
—¿Un pelele?
Apoyó la barbilla en mi pecho.
—Sí —Su barbilla se me clavó un poco—. ¿Qué ha pasado, Taylor? Contigo, me
refiero.
—Cosas —Me parece más íntimo que me llame «Taylor» que «Jason». A mí
todavía me da vergüenza llamarle nada—. El año entero. Pero no quiero hablar de
Neal Brose. Otro día, ¿vale?
Le quité la pulsera trenzada que llevaba en la muñeca y me la puse en la mía.
—Ladrón. Si quieres complementos de última moda, consíguelos solito.
—Ya lo hago. Este es el primero de mi colección.
Holly Deblin me cogió de las orejas (ligeramente grandes) y dirigió mi boca hacia
la suya. Nuestro tercer beso duró toda la canción Planet Earth de Duran Duran.
Entonces me cogió la mano y se la puso donde pudiera sentir los latidos de su
corazón de catorce años de edad.
—Hola, Jason —El cuarto de estar, iluminado por las lucecitas del árbol de

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Navidad y el fuego de la estufa, me recordó a la cueva de Papa Noel. La televisión
estaba apagada. Por lo poco que podía ver, mi padre estaba sentado sin hacer nada, en
la penumbra multicolor, pero por su tono de voz supe que estaba al corriente del caso
Neal Brose y la calculadora solar—. ¿Qué tal en la disco?
—No ha estado mal —La disco le traía sin cuidado—. ¿Qué tal en Oxford?
—Oxford es Oxford. Jason, tenemos que hablar.
Colgué la coreana en el perchero sabiendo que estaba condenado. «Tenemos que
hablar» significa que yo me siento y mi padre me pone a caldo, pero Holly Deblin
debía de haberme cambiado el cableado de la cabeza.
—¿Puedo empezar yo, papá?
—De acuerdo —Mi padre parecía tranquilo, pero los volcanes también están en
calma antes de entrar en erupción y destripar media montaña—. Adelante.
—Tengo dos cosas que contarte. Dos cosas muy gordas, de verdad.
—Una creo que ya sé cuál es. Por lo visto has tenido un día muy emocionante en
el colegio.
—Esa es una de las dos cosas, sí.
—El señor Kempsey ha llamado hace un rato y me ha contado lo del chico
expulsado.
—Neal Brose. Sí. Yo… le pagaré una calculadora nueva.
—No hace falta —Mi padre no tenía fuerzas para echarme la bronca—. Mañana
por la mañana le mandaré un cheque a su padre. También ha llamado, por cierto. Me
refiero al padre de Neal Brose. A decir verdad el que ha pedido disculpas ha sido él
—Eso me sorprendió—. Me ha dicho que me olvide de la calculadora pero de todas
formas voy a mandarle el cheque. Si luego quiere cobrarlo o no, es asunto tuyo. Pero
creo que es lo mejor para zanjar el tema.
—Entonces…
—Puede que tu madre quiera decirte cuatro cosas, pero… —Se encogió de
hombros—. El señor Kempsey me ha dicho que habías sufrido algún acoso. Siento
que no hayas tenido la suficiente confianza para contárnoslo, pero no me puedo
enfadar contigo por eso, ¿no te parece?
Entonces me acordé de la llamada de Julia.
—¿Está mamá en casa?
—Tu madre… —me miró con preocupación— va a quedarse esta noche en casa
de Agnes.
—¿En Cheltenham?
Aquello era muy extraño. Mi madre nunca se queda en casa de nadie salvo en la
de la tía Alice.
—Han tenido un pase privado en la galería que ha terminado tarde.
—No me ha dicho nada esta mañana.
—¿Cuál es la segunda cosa que me querías contar?
Aquel momento había tardado doce meses en llegar.

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—Vamos, Jason. Seguro que no es tan grave como piensas.
Sí que lo es.
—Verás, es que estaba… —el Ahorcado me bloqueó «patinando»— esto… en el
lago en enero, cuando se congeló el estanque del bosque. Jugando con otros chicos.
Llevaba puesto el reloj del abuelo. El Omega… —el Ahorcado me bloqueó
«Seamaster». Estar contándolo de verdad me resultaba más irreal que las docenas de
pesadillas que había tenido sobre aquel momento—. El reloj que compró cuando
estuvo en la… —Dios, ahora no podía decir «marina»— destinado en Adén. Pero me
caí —ya no podía dar marcha atrás— y se rompió en pedazos. Llevo todo el año
buscando uno nuevo, te lo juro. Pero el único que encontré costaba novecientas
libras. Y yo no tengo tanto dinero.
Mi padre no movió un solo músculo de la cara.
—Lo siento mucho. Fui un idiota por ponérmelo.
De un momento a otro, esa calma saltaría por los aires y mi padre me aniquilaría.
—Bah, no importa —Muchas veces los adultos dicen exactamente eso cuando
más importa—. Solo es un reloj. Nadie resultó herido, no como ese pobre chaval,
Ross Wilcox. Nadie murió. De ahora en adelante, ten más cuidado con los objetos
frágiles, eso es todo. ¿Queda algo del reloj?
—Solo la correa y la tapa, la verdad.
—Guárdalas. Quién sabe, a lo mejor un relojero podría acoplar partes de otro
Seamaster en el del abuelo. Cuando estés cuidando parques naturales en el valle del
Loira.
—Entonces… ¿no vas a hacer nada? A mí, quiero decir.
Mi padre se encogió de brazos.
—Ya las has pasado canutas tú solito.
Jamás me habría atrevido a imaginar que la cosa podría solucionarse así de bien.
—Tú también querías contarme algo gordo, papá.
Mi padre tragó saliva.
—Te ha quedado fenomenal el árbol.
—Gracias.
—Gracias a ti —Dio un trago de café y puso cara de asco—. Se me ha olvidado
echarle sacarina. ¿Te importaría traérmela, cielo?
¿«Cielo»? No me llamaba eso desde hacía siglos.
—Claro.
Fui a la cocina. Hacía un frío que pelaba. La sensación de alivio había reducido
un poco la fuerza de la gravedad. Cogí la sacarina de mi padre, una cucharilla y un
platito y volví al salón.
—Gracias. Siéntate.
Echó una pastilla al Nescafé, lo removió con la cucharilla y cogió la taza y el
platillo.
—A veces… —La situación se hacía cada vez más incómoda—. A veces, se

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puede querer a dos personas de formas diferentes al mismo tiempo —Me di cuenta de
que el simple hecho de hablar le suponía un esfuerzo sobrehumano—. ¿Entiendes?
Dije que no con la cabeza. Sus ojos me podrían haber dado una pista, pero tenía la
vista fija en la taza. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesilla.
—Tu madre y yo… —Se le puso una voz horrible, como la de un actor malísimo
en una teleserie malísima—. Tú madre y yo… —Estaba temblando. ¡Mi padre nunca
tiembla! La taza y el platillo empezaron a tintinear y tuvo que dejarlos en la mesita,
sin mirarme a la cara—. Tu madre y yo…

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El hombre de enero
—Por lo visto, ¡hasta pidió préstamos para ella!
¿A que no adivináis de quién estaba hablando Gwendolin Bendincks?
—¿Préstamos? —La señora Rhydd chilló y todo—. ¿Préstamos?
¿Por qué iba a tener que salir corriendo avergonzado? Yo no había hecho nada
malo. No era culpa mía que no me hubiesen visto mientras hojeaba el Smash Hits
detrás de una pirámide de latas de comida para perros.
—Préstamos, sí. Nada menos que veinte mil libras.
—¡Con eso te compras una casa! ¿Para qué necesitaba esa mujer veinte mil
libras?
—Dice Polly Nurton que tiene una empresa de material de oficina o algo así en
Oxford y que es proveedora de Groenlandia. La cadena de supermercados, no el país.
Un apañito de lo más conveniente, ¿no le parece?
La señora Rhydd no lo pillaba.
—Señora Rhydd, él trabaja de director de área en Groenlandia. Bueno, trabajaba,
porque, como sabrá, lo despidieron hace dos meses. No me extrañaría que hubiese
una relación entre el despido y todo este… follón. Polly Nurton, que, como sabe, no
es de las que se andan por las ramas, dice que ninguna organización respetable quiere
a un adúltero en puestos de responsabilidad. Seguro que el contrato con Groenlandia
se lo había conseguido él hacía años, al comienzo de su… relación.
—Ah, pero ¿es que llevaban juntos… un tiempo?
—¡Pues claro, mujer! Cometieron su primera… indiscreción hace unos años. Él
se lo confesó a Helena y le juró que cortaría con la otra. Helena le perdonó. Por los
niños. Yo habría hecho otra cosa. Me habría —la gente suele decirlo en voz baja por
si les trae mala suerte— «divorciado». Es una decisión drástica. Puede que no
volviesen a verse en todos estos años, o puede que sí. Polly Nurton no me ha dicho
nada y a mí no me gusta meterme donde no me llaman, pero una vez que se corta una
tarta, por mucho que llores ya no hay forma de recomponerla.
—Es verdad, señora Bendincks. Una verdad como un templo.
—Pero Polly sí me ha dicho lo siguiente. El año pasado, cuando el negocio de ella
se fue a pique, poco después de que su marido liase el petate y la dejase con el bebé,
seguro que porque algo le olía a podrido en Dinamarca, recurrió a su antiguo amante.
—¡Qué desfachatez!
—Eso fue en enero. Dice Polly que ella tuvo una crisis nerviosa. Puede que fuese
verdad o puede que no, pero el caso es que le dio por hacer llamaditas a la casa de él,
a todas horas, fíjese qué panorama. Entonces él pidió una barbaridad de dinero al
banco sin decirle ni pío a Helena e hipotecó la casa.
—La que más pena da es la señora Taylor, ¿verdad?
—¡Por supuesto! No sabía de la misa la media hasta que no miró los extractos
bancarios del marido. ¡Menuda forma de enterarse de que tienes la casa empeñada!

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¿Usted no se sentiría engañada? ¿Traicionada? Lo irónico del asunto es que la galería
de Helena en Cheltenham está siendo un exitazo. Va a salir en la revista Home and
Country del mes que viene.
—Esa mujer —bufó la señora Rhydd— se ha portado como una vulgar
pelandusca…
Cuando la señora Rhydd me vio, se hinchó como un pez globo. Dejé la revista y
fui hacia el mostrador. Últimamente estoy practicando mucho lo de actuar como si tal
cosa.
—¡Hola! Eres Jason, ¿verdad? —Gwendolin Bendincks se puso la sonrisa postiza
—. No te acordarás de una viejecita como yo, pero nos conocimos este verano en la
vicaría.
—Sí que la recuerdo.
—¡Eso se lo dirás a todas! —La señora Rhydd tuvo la decencia de estar muerta de
vergüenza—. Ha dicho el hombre del tiempo que hoy nos espera una buena nevada.
Estarás encantado, ¿verdad? Que si trineo por aquí, muñecos de nieve por allá…
—¿Cómo va todo, tesoro? —La señora Rhydd toqueteaba nerviosamente una
pistola de etiquetar—. Os mudáis hoy, ¿verdad?
—Los señores de la mudanza están cargando los bultos más pesados y mi madre,
mi hermana, Kate Alfrick y la jefa de mi madre están empaquetando las últimas cosas
sueltas, así que me han dicho que saliese un par de horas a…
El Ahorcado me bloqueó «despedirme».
—¿A «decir adiós a Black Swan Green»? —me soltó Gwendolin Bendincks con
una sonrisita cómplice—. Vendrás a vernos enseguida, ¿verdad? Cheltenham
tampoco es el fin del mundo, ¿no?
—Supongo.
—Estáis sobrellevándolo con mucha entereza, Jason —se cogió las manos como
si hubiese atrapado a un saltamontes— pero quiero que sepáis que si necesitáis que
Francis, o sea, el párroco, o yo os ayudemos con lo que sea, nuestra puerta está
siempre abierta. ¿Se lo dirás a tu mamá?
—Claro —me sé un pozo donde podría tirarse y ahogarse, señora—, cómo no.
—Hola, Azul —dijo el señor Rhydd saliendo de la trastienda—. ¿Qué te pongo?
—Un cuarto de gominolas y otro de jengibre escarchado —Con el jengibre
escarchado me sudan las encías, pero a mi madre le encanta—. Por favor.
—Eso está hecho, Azul.
El señor Rhydd cogió la escalera para subir hasta los tarros.
—Cheltenham es ideal —Gwendolin Bendincks volvió a la carga—. Las antiguas
ciudades balneario tienen un carácter especial. ¿Es grande la casa que ha alquilado tu
mamá, Jason?
—Todavía no la he visto.
—¿Y tu papá va a vivir en Oxford? —Asentí con la cabeza—. Todavía no ha
encontrado trabajo, ¿no? —Negué con la cabeza—. Las empresas acaban de volver

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del parón navideño, es por eso. De todas formas, Oxford no es el fin del mundo,
¿verdad que no, señora Rhydd? ¿Vas a ir a ver a tu papá pronto, Jason?
—Aún no hemos… hablado mucho de ese tema.
—Todo a su tiempo, como debe ser. ¡Pero estarás impaciente por conocer tu
nuevo colegio! Como yo digo siempre, un extraño es un amigo que todavía no
conoces —Y una mierda. Yo tampoco conozco al Destripador de Yorkshire, pero no
sería mi amigo—. Entonces, ¿ya habéis puesto oficialmente a la venta la casa de
Kingfisher Meadows?
—Enseguida, supongo.
—Te lo pregunto porque hemos trasladado la vicaría a un hotelito en la carretera
de Upton, pero eso solo es una «escala técnica». Dile a tu mamá que, antes de poner
el anuncio, le pida a su agente que dé un toque a Francis. Tu mamá preferirá hacer
negocios con una amiga que con un forastero que no conozca de nada. Acuérdate si
no de esa gentuza que nos cayó encima, los Crommelynck. ¿Se lo dirás? ¿Me lo
prometes, Jason? ¿Palabra de boy scout?
—Claro que sí —Dentro de cuarenta años—. Palabra de boy scout.
—Aquí tienes, chaval —dijo el señor Rhydd, cerrando las bolsas de papel.
—Gracias…
Me eché la mano al bolsillo para buscar el dinero.
—No, no. Hoy invita la casa —El señor Rhydd tiene la cara hecha un cromo, pero
una cosa es una cara y otra totalmente diferente una expresión—. Regalo de
despedida.
—Gracias.
—¡Toma ya! —exclamó Gwendolin Bendincks.
—Sí —dijo la señora Rhydd sin la menor chispa—, toma ya.
—Buena suerte —El señor Rhydd me cerró la mano en torno a las bolsas—. Y
muchas gracias.
Hoy Black Swan Green parecía el Pueblo Fantasma porque echaban Moonraker
por la tele. Dicen que es la última vez que Roger Moore va a hacer de James Bond.
Nuestra tele está dentro del camión de mudanzas. Normalmente habría ido a ver la
peli a casa de Dean, pero hoy se había ido con su padre a ver a su abuela al asilo, en
la carretera de Chase End. Mis pies me llevaron hacia el lago del bosque. El señor
Rhydd fue muy amable al no cobrarme las gominolas, pero sabían ácidas y estaban
como una piedra de duras, así que las escupí.
En invierno los bosques son un lugar frágil.
La mente salta de una ramita a otra.
Mi padre vino ayer a llevarse el resto de sus cosas. Mi madre se las había dejado
en el garaje, metidas en bolsas de basura porque necesita todas las maletas. Ella y
Julia estaban en la galería, en Cheltenham. Yo estaba sentado en un cajón de embalar
viendo Happy Days en mi tele portátil. (Hasta que Hugo no me contó que la serie
estaba ambientada en los años cincuenta, yo creía que transcurría en los Estados

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Unidos actuales). Un motor desconocido se paró delante de casa. Por la ventana del
cuarto de estar vi un Volkswagen Jetta azul celeste. Mi padre se bajó del asiento del
copiloto.
No había vuelto a verlo desde la noche en que besé a Holly Deblin, cuando me
contó que mi madre y él iban a separarse. Eso fue hace dos semanas. Había medio
hablado con él por teléfono desde casa de la tía Alice, pero aquello fue horrible.
Horrible de verdad. ¿Qué se supone que tenía que decirle? ¿«Gracias por el mecano y
el disco de Jean Michel Jarre»? (Eso fue lo que le dije). Mis padres no se hablan y mi
madre no me preguntó qué me había dicho.
Cuando vi el Jetta celeste, el Gusano me susurró: ¡Corre! ¡Escóndete!
—Hola, papá.
—¡Anda! —Mi padre puso la cara que pone un alpinista justo cuando se le rompe
la cuerda—. Jason. No esperaba que… —Mi padre había empezado a decir
«estuvieses en casa» pero cambió la frase—. No te había oído.
—He oído el coche —Evidentemente—. Mamá está en el trabajo.
Eso ya lo sabía mi padre.
—Me ha dejado unas cosas. Solo he venido a recogerlas.
—Sí, me lo ha dicho mamá.
Un gato color gris luna entró en el garaje tan campante y se tumbó en un colchón
de patatas.
—Bueno… —dijo mi padre—. ¿Qué tal Julia?
Lo que quería preguntar era si Julia lo odiaba, pero eso no lo sabe ni ella.
—Está… bien.
—Estupendo. Dale recuerdos.
—Vale —¿Y por qué no se los das tú?—. ¿Qué tal las Navidades?
—Ah… bien. Tranquilas —Mi padre se quedó mirando la pirámide de bolsas de
basura—. Horrorosas. Por motivos evidentes. ¿Y las tuyas?
—Las mías también han sido horrorosas. ¿Te estás dejando barba?
—No, es que no me he… A lo mejor me la dejo, no sé. ¿Qué tal los tíos de
Richmond?
—La tía Alice, como tú te imaginabas. Toda enfadada por… en fin, ya sabes.
—Normal.
—Alex, jugando al ordenador sin parar. Hugo tan pelota como siempre. Nigel
haciendo ecuaciones de segundo grado para divertirse. El tío Brian…
Se me hizo difícil terminar la frase sobre el tío Brian.
—¿… se pilló una cogorza y me puso verde?
—Papá, ¿el tío Brian es un idiota?
—A veces se comporta como un idiota, sí —Algo se ha liberado dentro de mi
padre. Se le ve triste y vacío, pero mucho más tranquilo—. Pero una cosa es cómo se
comportan las personas y otra cómo son en realidad. No siempre coinciden
necesariamente. Por eso es mejor no juzgar a los demás, porque puede que haya cosas

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que no sepamos, ¿entiendes?
Vaya si lo entendía.
Lo más horrible de todo era que, al mostrarme amigable con mi padre, me parecía
estar traicionando a mi madre. Por mucho que tus padres te digan «los dos te
seguimos queriendo», estás obligado a escoger. No paras de oír expresiones como
«pensión alimenticia» o «lo mejor para todos». Había alguien sentado dentro del Jetta
celeste.
—¿Esa es…?
No sabía cómo llamarla.
—Me ha traído Cynthia, sí. Le gustaría saludarte si… —un organista loco aporreó
las teclas de mi pánico— si tú quieres —Una nota de súplica tiñó la voz de mi padre
—. ¿Te importa?
—Bueno —Yo no quería—. Vale.
En el exterior del cavernoso garaje, la lluvia era tan fina que ni caía. Cynthia se
bajó del coche antes de que yo llegase. No es una rubia macizorra ni una bruja de
mirada maligna. Es más sosa y anticuada que mi madre, pero mucho más, y muy
poquita cosa. Pelo castaño recogido en un moño, ojos marrones. No se parece en nada
a una madrastra. Que es lo que va a ser, dentro de poco.
—Hola, Jason —La mujer con la que mi padre prefería pasar el resto de su vida
antes que con mi madre me miraba como si la estuviese apuntando con una pistola—.
Soy Cynthia.
—Hola, yo soy Jason —Era una situación muy, muy, muy extraña. Ninguno de
los dos hicimos intención de darnos la mano. En la parte de atrás del coche había una
pegatina de BEBÉ A BORDO—. ¿Tienes un bebé?
—Bueno, Milly ya no es tan bebé —Comparado con el acento de Cynthia, el de
mi madre suena más pijo—. Se llama Camilla pero la llamamos Milly. El padre de
Milly, mi exmarido, porque ya nos hemos… en fin, que ya no está con nosotras, por
decirlo de alguna manera.
—Ya.
Mi padre miraba a su futura mujer y a su único hijo desde su exgaraje.
—Bueno —Cynthia sonrió con cara triste—. Ven a vernos cuando quieras, Jason.
Hay trenes directos de Cheltenham a Oxford —Habla a la mitad de volumen que mi
madre—. A tu padre le gustaría que vinieses. Le gustaría muchísimo. Y a mí también.
Vivimos en una casa antigua y muy grande. Al final del jardín hay un arroyo.
Tendrías hasta tu propia… —Estuvo a punto de decir «habitación»—. Bueno, ven
cuando quieras.
Lo único que acerté a hacer fue asentir con la cabeza.
—Cuando te venga bien —dijo Cynthia mirando a mi padre.
—¿Y cuánto… —fui a decir, asustado de no tener nada de qué hablar.
—Si tú… —empezó a decir ella exactamente al mismo tiempo.
—Tú primero.

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—No, tú. De verdad. Adelante.
—¿Cuánto hace —era el primer adulto que me dejaba hablar a mí primero— que
conoces a mi padre?
Mi intención era que la pregunta sonase desenfadada pero me salió estilo
Gestapo.
—Desde críos —Cynthia se esforzó por eliminar cualquier significado extra—, en
Derbyshire.
O sea, más que mi madre. Si mi padre se hubiese casado con la Cynthia esta en
lugar de con mi madre y hubiesen tenido un hijo, ¿habría sido igual que yo o habría
sido un niño completamente diferente? ¿O uno que fuese mitad y mitad?
Me abruma la idea de tener tantos Gemelos Nonatos.
Al llegar al lago de los bosques me acordé de cuando se congeló, hace casi un
año, y jugamos a bulldogs ingleses. Veinte o treinta niños deslizándose y gritando por
todas partes. El juego se interrumpió cuando llegó Tom Yew con su Suzuki por el
mismo camino que yo acababa de recorrer ahora y se sentó en el mismo banco en el
que yo me senté a recordarlo. Ahora Tom Yew está en un cementerio en lo alto de
una colina sin árboles, en unas islas de las que por entonces nadie había oído hablar
jamás. Los restos de la Suzuki de Tom Yew los están usando para reparar otras
Suzukis. El mundo no deja nada tranquilo, siempre está empalmando finales con
principios. Las hojas de los sauces llorones se arrancan solas, caen al lago y se
disuelven transformándose en cieno. ¿Qué sentido tiene? Mis padres se enamoraron y
nos tuvieron a Julia y mí. Ahora se desenamoran, Julia se va a vivir a Edimburgo, mi
madre a Cheltenham y mi padre a Oxford con Cynthia. El mundo no para de deshacer
lo que el propio mundo no para de hacer.
Pero ¿quién dice que el mundo tenga que tener sentido?
Soñé que un corcho de pescar, pintado de naranja y negro brillante, flotaba a
escasos metros de la orilla. La caña la tenía Cagón, sentado en el otro extremo del
banco. Era un Cagón tan realista, hasta en los más mínimos detalles, hasta en el olor,
que me di cuenta de que debía de haberme despertado.
—Eh, ¿qué hay, Mervyn? Jo, estaba soñando con…
—Quinto levanta tira de la manta.
—… con algo. ¿Llevas mucho rato aquí?
—Quinto levanta tira del mantón.
Según mi Casio, solo me había quedado traspuesto diez minutos.
—Debo de haber…
—Va a empezar a nevar enseguida. Y va a cuajar. Y se va a atascar el autobús del
colegio.
Al desperezarme, me crujieron las articulaciones.
—¿No estás viendo Moonraker?
Al contraerme, me volvieron a crujir.
Cagón me miró con cara de pena como si tuviese delante al tonto oficial del

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pueblo.
—Aquí no hay ninguna tele. Estoy pescando. He venido a ver al cisne.
—En Black Swan Green no hay cisnes. Es el chiste del pueblo.
—Mentira podrida —Se metió la mano debajo de los pantalones y se rascó los
cataplines a gusto—. Mentira podrida.
Un petirrojo aterrizó en la mata de acebo, como si estuviese posando para una
tarjeta navideña.
—¿Y qué es lo más grande que has pescado en este lago, Merv?
—Nunca he pescado una mierda. En esta parte no. Yo pesco en la otra punta,
donde la isla, ¿te enteras?
—¿Y qué es lo más grande que has pescado en la otra punta?
—En la otra punta tampoco he pescado nunca una mierda.
—Vaya.
Cagón me miró con los ojos entrecerrados.
—Una vez pesqué una tenca bien gorda. La asé en el jardín de mi casa, pinchada
en un palo. Lo más rico eran los ojos. Eso fue el año pasado. O el otro. O el otro.
Una sirena de ambulancia resonó por todo el bosque pelado.
—¿Crees que es alguien muriendo? —le pregunté a Cagón.
—Es Debby Crombie, se la llevan al hospital. Se le está saliendo el bebé.
Los cuervos graznaban y graznaban, como los viejos cuando se olvidan de para
qué han subido al piso de arriba.
—Hoy me marcho de Black Swan Green.
—Nos vemos.
—No creo.
Cagón levantó una pierna y se tiró un pedo tan estruendoso que hasta el petirrojo
de la mata de acebo echó a volar espantado.
El corcho naranja flotaba inmóvil en el agua.
—¿Te acuerdas de la minina muerta que te encontraste el año pasado, Merv?
—No me gustan las mandarinas, solo las fresas y las cerezas.
El corcho naranja flotaba inmóvil en el agua.
—¿Quieres estas gominolas?
—No —Agarró la bolsa y se la metió en el bolsillo del abrigo—. No mucho.
Algo, lo que quiera que fuese, nos pasó volando tan cerca de la cabeza que habría
podido rozarlo con los dedos de no ser porque me llevé tal susto que me acurruqué en
el banco. Al principio no supe lo que era. Un planeador… Mi mente batallaba con la
forma de aquel objeto… un Concorde… un ángel mutante cayendo a la Tierra…
Un cisne bajó por un tobogán de aire para encontrarse con su reflejo.
El reflejo subió por un tobogán de agua para encontrarse con el cisne.
Justo antes del impacto, la enorme ave abrió completamente las alas y pedaleó en
el aire con sus patas palmeadas como en los dibujos animados. Se quedó suspendida
por un instante y aterrizó en plancha. Los patos lo recibieron con graznidos pero el

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cisne no les hizo ni caso y se limitó a estirar y contraer el cuello exactamente igual
que mi padre después de un largo viaje en coche.
Si los cisnes no existiesen de verdad, los mitos y leyendas los inventarían.
Abandoné mi posición de pánico y me senté como es debido. Cagón ni había
pestañeado.
El corcho naranja cabeceaba en las ondas y contraondas.
—Perdona, Mervyn —le dije—. Tenías razón.
Uno nunca sabe adonde está mirando Cagón.
Alguien había podado los arbustos silvestres que ahogaban la Casita del Bosque.
En el césped, poco acostumbrado a la luz, había una pila ordenada de ramas blancas y
sin hojas. La puerta principal estaba medio abierta y se oía el runrún de una
herramienta eléctrica. De repente dejó de oírse. El Nottingham Forest se enfrentaba al
West Bromwich Albion en un transistor manchado de pintura. Alguien empezó a dar
martillazos.
Habían desbrozado el camino del jardín.
—¿Hola?
Más martillazos.
—¿Hola?
En el vestíbulo había un albañil de la edad de mi padre pero más cachas, con un
martillo en una mano y un escoplo en la otra.
—¿Puedo ayudarte en algo, chaval?
—Yo… esto… no quiero molestarle.
Me hizo un gesto para que esperase un segundo y apagó la radio.
—Perdone —dije.
—No te preocupes. El Nottingham nos está jodiendo vivos. Me duelen hasta los
oídos —Tenía un acento de otro planeta—. Además, necesitaba un descansito.
Instalar aislantes acaba con cualquiera. Debo de estar loco de remate para ponerme a
hacerlo yo solo —Se sentó en el último peldaño, abrió el termo y se echó un poco de
café—. Bueno, ¿qué puedo hacer por ti?
—Hay una… ¿No vive aquí una señora mayor?
—¿Mi suegra? ¿La señora Gretton?
—Bastante mayor. Vestida de negro y con el pelo blanco.
—Esa misma. ¿A que parece la abuela de la familia Addams?
—Más o menos.
—Se ha venido a vivir con nosotros, ahí enfrente. ¿La conoces?
—Le… —el Ahorcado me bloqueó «parecerá»— sonará raro, pero hace un año,
cuando se congeló el lago del bosque, me torcí el tobillo. Era tarde. Vine cojeando
hasta aquí y llamé a la puerta…
—¿Fuiste tú? —De la sorpresa, se le iluminó la cara—. Te curó con un potingue
de los suyos, con una cataplasma, ¿verdad?
—Sí. Y funcionó de verdad.

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—¡Ya lo creo que funciona! Hace un par de años me curó la muñeca. Fue algo
milagroso. Pero mi parienta y yo estábamos convencidos de que se había inventado lo
de tu visita.
—¿Inventado?
—Antes incluso del derrame, ya era un poco… fantasiosa, ¿entiendes?
Pensábamos que tú eras uno de sus —puso voz de película de miedo— niños
ahogados en el lago.
—Ah, vale. Es que cuando me fui se había quedado dormida…
—Típico de ella. Seguro que te dejó encerrado y todo, ¿a que sí?
—Pues la verdad es que sí, y nunca le di las gracias por haberme curado el
tobillo.
—Dáselas ahora, si quieres —El albañil sorbía el café como una aspiradora para
no quemarse los labios—. No te garantizo que vaya a acordarse de ti, ni que te hable,
aunque hoy tiene un buen día. ¿Ves aquella casa amarilla, al fondo, entre esos
árboles? Es la nuestra.
—Pero… yo pensaba que este lugar estaba… lejísimos de todas partes.
—¿Esto? ¡Qué va! Entre Pig Lañe y la cantera. Donde acampan los gitanos en
otoño. El bosque entero solo son unas poquitas hectáreas. Dos o tres campos de
fútbol como máximo. No es la Amazonia, que digamos. Ni siquiera el bosque de
Sherwood.
—Hay un niño del pueblo que se llama Ross Wilcox. Era uno de los que
patinaban en el hielo el año pasado, cuando usted me encontró, justo delante de su
casa…
Las caras muy viejas se vuelven como marionetas sin sexo y la piel se les pone
transparente.
Se oyó el clic de un termostato y al instante empezó a zumbar un radiador.
—Allí, allí —murmuró la señora Gretton—, allí, allí…
—Esto no se lo he contado a nadie. Ni siquiera a Dean, que es mi mejor amigo.
La habitación amarillenta olía a tostadas, a cripta y a alfombra.
—En noviembre, en la Verbena del Ganso, me encontré la cartera de Wilcox con
un montón de dinero dentro. Un montonazo. Sabía que era suya porque tenía una
foto. Compréndame, Wilcox llevaba todo el año metiéndose conmigo. Haciéndome
cosas… bastante chungas. En plan sádico. Y me quedé la cartera.
—Es lo que pasa —murmuró la señora Gretton—, es lo que pasa…
—Wilcox se subía por las paredes, porque el dinero era de su padre y su padre es
un loco peligroso. Y como estaba muerto de miedo, tuvo una bronca con su novia.
Entonces la novia se enrolló con Grant Burch. Y por culpa de eso, Ross Wilcox robó
la moto de Grant Burch. Bueno, de Grant Burch no, de su hermano. Salió a toda
pastilla, derrapó en el cruce y perdió —aquello solo se podía decir susurrando—
media pierna. Media pierna, ¿entiende? Por mi culpa. Si le hubiese dado la cartera,
ahora estaría andando. Tener que ir cojeando hasta su antigua casa con un esguince de

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tobillo, como hice el año pasado, fue un suplicio. Pero imagínese a Ross Wilcox… la
pierna solo le llega hasta… un muñón.
La ventana daba al patio y a la casa principal donde Joe el albañil vive con su
familia. Un perro con pinta de cocodrilo pasó por delante con un enorme sujetador
rojo entre los dientes.
—¡Ziggy! ¡Ziggy! —Una mujer grandullona corría jadeante y furiosa detrás del
perro—. ¡Ven aquí!
—¡Ziggy! ¡Ziggy! —Dos niños pequeños corrían detrás de la grandullona—.
¡Ven aquí!
¿Habría una señora Gretton lúcida dentro de la señora Gretton senil, otra señora
Gretton que me estuviese escuchando y juzgando?
—A veces me gustaría clavarme una jabalina en la sien para dejar de pensar en
que todo fue culpa mía. Pero luego pienso que si Wilcox no hubiese sido tan capullo,
le habría devuelto la cartera al instante. Si hubiese sido cualquier otro (bueno, quizá
cualquiera menos Neal Brose), le habría dicho: «Eh, idiota, que se te ha caído esto».
En el acto. Así que también fue culpa de Wilcox, ¿no? Además, si las consecuencias
de las consecuencias de las consecuencias de lo que hacemos también son culpa
nuestra, nunca saldríamos de casa, ¿verdad? O sea, que no tengo la culpa de que Ross
Wilcox haya perdido la pierna. Bueno, sí la tengo. Bueno, no. Bueno, sí.
—Estoy hasta aquí —murmuró la señora Gretton—, hasta aquí…
La grandullona tiraba de una punta del sujetador. Ziggy tiraba de la otra.
Los dos niños pequeños chillaban de alegría.
En todo el rato que llevaba hablando con la anciana, no había tartamudeado ni
una sola vez. ¿Y si no fuese cosa del Ahorcado? ¿Y si lo que me provocaba el
tartamudeo fuese la otra persona? ¿Las expectativas de la otra persona? ¿Será por eso
que, en una habitación vacía, puedo leer en alto perfectamente? ¿O hablar con un
caballo, o con un perro, o conmigo mismo? (O con la señora Gretton, que puede que
estuviese oyendo una voz, pero dudo mucho que fuese la mía). Cuando quien me
escucha es una persona, es como si se encendiese la mecha de una bomba, como los
barrenos de dinamita de los dibujos animados, y si no me sale la palabra antes de que
se queme toda la mecha, digamos antes de un par de segundos, la dinamita estalla.
¿Será la angustia de oír el ssssssss de la mecha lo que me hace tartamudear? ¿Y si
pudiese hacer que la mecha fuese infinita para que nunca estallase la dinamita? Pero
¿cómo?
Pues no preocupándome por el tiempo que tenga que esperar la otra persona.
¿Dos segundos? ¿Dos minutos? No, dos años. Qué claro lo veía todo en la habitación
amarilla de la señora Gretton. Si alcanzase este estado de indiferencia ante la espera
de mi interlocutor, el Ahorcado sacaría los dedos de mi garganta.
Se oyó el clic de un termostato y al instante dejó de zumbar el radiador.
—Ha tardado una eternidad —murmuró la señora Gretton—, una eternidad.
Joe el albañil dio unos golpecitos en el marco de la puerta.

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—¿Todo bien?
Colgada en la pared, junto a mi abrigo, había una foto en blanco y negro de un
submarino en un puerto helado. Se veía a toda la tripulación formando en cubierta y
saludando a la cámara. Las fotos antiguas y los ancianos siempre van unidos. Me subí
la cremallera de la coreana.
—Ese es su hermano, Lou —dijo Joe—. En la primera fila, el último de la
derecha —Señaló un rostro con la uña agrietada del índice—. Este de aquí.
Lou era poco más que la sombra que proyectaba su nariz.
—¿Un hermano? —Aquello me sonaba—. La señora Gretton me repetía que no
hiciese ruido para no despertar a su hermano.
—¿Cuándo? ¿Ahora?
—No, la otra vez.
—Veo difícil que lo despertases, la verdad. Un destructor alemán hundió su
submarino en 1941, cerca de las Órcadas. La pobrecilla —señaló con la cabeza a la
señora Gretton— nunca lo superó.
—Dios. Tuvo que ser terrible.
—La guerra —dijo Joe como si fuese la respuesta a la mayoría de las preguntas
—. La guerra.
El joven soldado se hundía en un vacío blanco.
A sus ojos, sin embargo, los que nos hundimos somos nosotros.
—Tengo que irme.
—Muy bien. Yo también tengo un aislante que instalar.
El camino a la Casita del Bosque crujía bajo nuestros pies. Recogí del suelo una
piña perfecta. La nieve no tardaría en borrar el cielo.
—¿De dónde eres, Joe?
—¿Yo? ¿No sabes de dónde es mi acento?
—Sé que no es de Worcestershire, pero…
Forzó el acento al máximo y dijo:
—Soy un brummie, chaval.
—¿Un brummie?
—Eso es. Si eres de Brum, eres un brummie. Brum es Birmingham.
—Conque eso es lo que significa brummie…
—Te acabo de desvelar —me dijo moviendo unos alicates en el aire a modo de
despedida— otro de los grandes misterios de la vida.
—¡MUERTO!
O al menos eso me pareció oír. Pero ¿quién iba a gritar esa palabra en un bosque
y por qué? ¿No habría sido «Alberto»? ¿O «cierto»? Justo donde el sendero de la
Casita del Bosque desembocaba en el camino del lago oí que alguien se acercaba
corriendo. Me metí entre dos pinos y me escondí.
La palabra volvió a resonar entre los árboles, mucho más cerca.
—¡MUERTO!

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A los pocos segundos pasó corriendo Grant Burch a toda pastilla. Pero no era él
quien gritaba. Estaba pálido de miedo. ¿Quién podía haber asustado así a Grant
Burch? ¿El padre de Ross Wilcox? ¿Pluto Noak? Antes de que pudiese pensar en
preguntárselo ya había desaparecido.
—¡ESTÁS MUERTO, BURCH!
El que apareció como una exhalación por el camino, unos veinte pasos detrás de
Grant Burch, fue Philip Phelps. Pero no el Philip Phelps que yo conocía. Este Philip
Phelps estaba rojo y ciego de rabia, una rabia que solo se calmaría cuando tuviese
entre sus garras el cuerpo inerte y descoyuntado de Grant Burch.
—¡MUUUEEEEERTO!
En los últimos meses Philip Phelps había dado el estirón. No me había dado
cuenta hasta que lo vi pasar vociferando por delante de mi escondrijo.
Pero el bosque se los tragó enseguida. A los chicos y a la rabia.
Nunca sabré qué le hizo Grant Burch al sumiso Grant Burch para desquiciarlo de
aquella manera. Fue la última vez que les eché la vista encima.
El mundo es un profesor que nos trabaja los defectos. No lo digo en un sentido
místico ni cristiano. Me refiero a que tropezamos una y otra vez con la misma piedra
hasta que por fin nos entra en la cabeza que hay que tener cuidado con dónde
pisamos. Todos nuestros fallos, tanto si nos pasamos de egoístas como si caemos en
el «sí, señor, no señor, lo que usted mande, señor» o algo por el estilo, son una piedra
escondida. Y tenemos dos opciones: o nos pasamos toda la vida sufriendo las
consecuencias de no detectar nuestros defectos, o un día reparamos en ellos y los
corregimos. Lo malo es que, una vez que descubrimos la piedra escondida y nos
decimos: «Bueno, después de todo, la vida no es tan horrible», sigues andando y
¡ZAS!, te vuelves a tropezar con un pedregal entero.
Siempre hay más piedras escondidas.
Mi lata de galletas seguía escondida debajo de la tarima suelta, donde estaba la
cama. La saqué por última vez y me senté en el alféizar. La señorita Throckmorton
nos enseñó que si los cuervos se marchan de la Torre de Londres, esta se caerá. Esta
lata de galletas es el cuervo secreto del número 9 de la calle Kingfisher Meadows de
Black Swan Green, Worcestershire. (La casa como tal no se caerá, pero vendrá a vivir
otra familia y otro niño se quedará con este cuarto y nunca, ni una sola vez, pensará
en mí. Como yo tampoco he pensado jamás en las personas que vivieron aquí antes
de nosotros). En la Segunda Guerra Mundial, esta misma lata fue hasta Singapur y
volvió en manos de mi abuelo. Yo solía ponérmela en la oreja para ver si oía
caleseros chinos o cazas japoneses o un monzón arrasando una aldea de palafitos. La
tapa está tan dura que cuando la abres da una boqueada. Mi abuelo la usaba para
guardar cartas y tabaco de pipa. Ahora lo que hay dentro es un amonites llamado
Lytoceras fimbriatum, un martillito de geólogo que era de mi padre, el filtro del único
cigarrillo que he fumado en mi vida, Le Grand Meaulnes en francés (con la tarjeta
navideña que me envió Madame Crommelynck desde un pueblo de la Patagonia que

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no viene en mi atlas y firmada Mme. Crommelynck y su mayordomo), la nariz de
cemento de Jimmy Carter, una cara tallada en un trozo de neumático, la pulsera que
le robé a la primera chica que besé en mi vida y los restos del Omega Seamaster que
mi abuelo compró en Adén cuando yo ni había nacido. Las fotos son mejor que nada,
pero los objetos son mejores que las fotos porque son testigos presenciales del
pasado.
El camión de mudanzas dio una sacudida al arrancar, crujió al engranar las
marchas y bajó por Kingfisher Meadows hasta la calle principal. Yasmin Morton-
Bagot y mi madre metieron la última caja en el Datsun. Mi padre dijo un día que
Yasmin Morton-Bagot era una señoritinga cantamañanas, pero las señoritingas
pueden ser tan duras de pelar como los Ángeles del Infierno. Julia colocó un cesto de
la ropa sucia, un rollo de cuerda de tender y una bolsa de pinzas en el Alfa Romeo de
Yasmin Morton-Bagot.
Cinco minutos para la cuenta atrás.
Los visillos del dormitorio de los vecinos se movieron y vi a la señora Castle
acercarse al cristal con una cara que parecía la de un ahogado. Echó un vistazo a mi
madre, a Julia y a Yasmin Morton Bagot.
Qué ojos tan enormes tiene la señora Castle.
Notó que la estaba mirando y nuestras miradas se cruzaron. Rápida como un pez,
volvió a cerrar los visillos.
Julia recibió mi señal telepática y me miró. La medio saludé con la mano.
—Me han mandado a por ti —Mi hermana entró taconeando en mi habitación—.
Vivo o muerto. Va a empezar a nevar de un momento a otro. Han dicho en la radio
que hay capas de hielo y mamuts lanudos en la M5, así que más vale que nos
pongamos en marcha.
—Vale.
Pero no me moví de mi atalaya.
—Cómo resuena todo sin alfombras ni cortinas, ¿verdad?
—Ya ves —Era como si la casa se hubiese quitado la ropa—. Un montón.
Nuestras voces retumbaban, y hasta la luz del día era un poco más brillante de lo
normal.
—Siempre me dio envidia tu habitación —Julia se apoyó en el alféizar. Le queda
bien el peinado nuevo, cuando te acostumbras—. Desde aquí puedes vigilar a todos
los vecinos. Espiar a los Woolmere y a los Castle.
—A mí me daba envidia la tuya.
—¡Anda ya! ¿Ahí arriba, en la buhardilla, como una sirvienta victoriana?
—Se divisa todo el camino de herradura hasta las Malvern.
—Siempre que había tormenta parecía que el tejado entero iba a salir por los
aires, como en El mago de Oz. Me aterrorizaba.
—Me extraña.
Julia jugueteaba con el colgante de dos delfines de platino que le había regalado

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Stian.
—¿Qué te extraña?
—Que algo te aterrorizase.
—Mira, hermanito, debajo de esta fachada de mujer intrépida, hay un montón de
cosas que me dan auténtico pavor. Qué tontos fuimos, ahora que lo pienso.
Tendríamos que habernos cambiado las habitaciones y punto.
El eco repitió su última frase por todos los rincones de la casa, pero no nos trajo
ninguna respuesta.
Cada vez teníamos menos derecho a estar allí.
En la esquina cenagosa del jardín empezaban a verse algunos copos de nieve,
junto al invernadero de mi padre. El exinvernadero de mi padre.
—¿Cómo se llamaba aquel juego —dijo Julia mirando hacia abajo— que
jugábamos de pequeños? Se lo estaba contando a Stian. Nos poníamos a dar vueltas
corriendo alrededor de la casa y ganaba el primero que doblase al otro.
—«Vueltas y vueltas».
—¡Eso! Un nombre muy apropiado.
Julia quería levantarme el ánimo.
—Sí —la dejé creerse que lo estaba consiguiendo—. Una vez te escondiste detrás
del deposito de gasóleo y me dejaste media hora dando vueltas como un pringao.
—No fue media hora. Fueron veinte minutos, como mucho.
A Julia le da igual. El lunes aterrizará en Cheltenham ese novio tan guay que se
ha echado, le abrirá la puerta de su Porsche negro y saldrán zumbando rumbo a
Edimburgo. Yo, en cambio, tengo que ir a otro colegio en otra ciudad y ser el Nuevo
Alumno Cuyos Padres Por Cierto Van A Divorciarse. Y todavía no tengo ni el
uniforme.
—Jason.
—¿Qué?
—¿Tienes idea de por qué Eliot Bolivar ha dejado de escribir poemas para la
revista de la parroquia?
Seis meses antes me habría muerto de vergüenza al oír esa pregunta, pero mi
hermana hablaba en serio. ¿Sería un farol, para sonsacarme? No. ¿Desde cuándo lo
sabía?
¿Qué más daba?
—Echó los poemas a la hoguera que encendió papá para quemar los papeles de
Groenlandia. Me ha contado que el fuego los convirtió todos en obras maestras.
—Espero —dijo Julia mordiéndose la punta de una uña— que no haya dejado de
escribir definitivamente, porque su obra prometía muchísimo. La próxima vez que le
veas le dices que siga con ello, ¿vale?
—Vale.
Yasmin Morton-Bagot revolvió en la guantera y sacó un mapa.
—Lo que más raro se me hace —dije tamborileando en la lata de galletas— es

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irnos de casa sin papá. Lo normal sería que estuviese aquí, corriendo de un lado para
otro, apagando la caldera, cerrando el agua, el gas, revisando por enésima vez las
ventanas y los radiadores, como cuando nos íbamos de vacaciones a Oban o al Peak
District o a donde fuera.
Este divorcio es como cuando en las películas de catástrofes una grieta avanza
zigzagueando por el asfalto y termina pasando entre los pies de alguien. Ese alguien
soy yo. Mi madre y Julia están a un lado y mi padre y Cynthia están en el otro y como
no salte a izquierda o derecha, me voy a precipitar a un abismo sin fondo.
No he llorado por el divorcio de mis padres ni una sola vez y no lo voy a hacer
ahora.
¡No voy a llorar ni de coña! Dentro de nada cumplo catorce años.
—Al final —la dulzura de Julia me lo pone todavía más difícil— todo va a salir
bien, Jace.
—Pues no me parece que esté saliendo muy bien.
—Claro, porque todavía no es el final.

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DAVID MITCHELL. Nació en Southport, Merseyside, Inglaterra, en 1969. Criado en
Malvern, Worcestershire, estudió en la Universidad de Kent, donde obtuvo título en
Inglés y Literatura Americana. Vivió durante un año en Sicilia, luego se trasladó a
Hiroshima, donde trabajó como profesor de inglés durante ocho años antes de
regresar a Inglaterra. Actualmente vive en Irlanda con su esposa Keiko y sus dos
hijos.
En un ensayo para Random House, Mitchell escribió: «Yo sabía que quería ser
escritor desde que era niño, pero hasta que llegué a vivir a Japón en 1994, me distraía
fácilmente como para lograr algo relevante. Probablemente me habría convertido en
escritor donde quiera que viviese, pero ¿sería el mismo escritor si me hubiera pasado
los últimos 6 años en Londres, o Ciudad del Cabo, o en Moose Jaw, o en una
plataforma petrolífera o en el circo? Esta es mi respuesta a mi mismo».
En su primera novela, Escritos fantasma (1999), Mitchell nos lleva a recorrer el
mundo, desde Okinawa a Mongolia hasta la ciudad de Nueva York justo antes del
milenio. En ella, nueve narradores cuentan historias que se entrelazan y se
interceptan. La novela ganó el Premio John Rhys Llewellyn (a la mejor obra de
literatura británica escrita por un autor menor de 35 años) y fue finalista del Premio
«Primer Libro» de The Guardian. Sus dos novelas posteriores, number9dream (2001)
y El atlas de las nubes (2004), fueron preseleccionadas para el premio Man Booker.
En 2003 fue elegido como uno de los «Mejores novelistas jóvenes británicos» por
Granta.

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Notas

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[1]Literalmente, «sujetador sin bragas». (N. del T.). <<

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