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Del Oficio Eduardo Nicol

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EDUARDO NICOL, DEL OFICIO

[Tomado de: Revista Anthropos, Extraordinario No. 3,


1998, Barcelona, pp. 166-168]

¿Qué esta implicado en la palabra oficio cuando se emplea en relación con la filosofía?

Decimos oficio y pensamos en una profesión. Pensamos en que la filosofía puede ejercerse, como la
medicina, o Ia abogacía, o Ia carpintería. Ejercitar viene de exercere y denota alguna suerte de actividad: el
empleo de alguna potencia o capacidad productiva o remuneradora. Para que esto constituya un oficio, se
requiere que el ejercicio sea repetido y que lo ejecuten varias personas. Además, la filosofía se ejerce por
vocación. Pero alguna vocación existe, como el sacerdocio, que se ejerce, y es profesión, pero no es oficio.
La filosofía es profesión y es oficio. Esto aclara el asunto y lo complica a Ia vez. ¿Qué tienen en común el
oficio de abogado, el de carpintero y el de filósofo?

Por alguna razón que no se explica, atribuimos mayor rango a la profesión que al oficio. Pensamos en los
oficios manuales, y pensamos en las profesiones intelectuales. Decimos que un pintor o un poeta «tiene
mucho oficio». Sin precisar de momento en que consiste eso de tener oficio, puede creerse que también el
filosofo puede tenerlo, y que no hay mengua en la dignidad social de la filosofía si hablamos del oficio
filosofar. Al fin y al cabo, todo quehacer regular constituye un oficio. Pero el ejercicio no es entonces singular
o individual. Para que haya oficio tiene que haber comunidad de oficiantes. También es necesario que la
comunidad se beneficie. Tenemos, pues, que la comunidad es un componente del oficio filosófico.

Existen, en efecto, los profesionales en filosofía. Entre ellos se establecen unas relaciones particulares;
con ellos se constituyen unas agrupaciones, tales como las escuelas, las instituciones académicas. De
las relaciones eventuales y de las instituciones permanentes quedan excluidos los demás. Cuando hay
un oficio, los demás son los profanos. La profundidad es el extremo opuesto a la profesionalidad. La filosofía
es un oficio profanable. Entre estos dos extremos se sitúan aquellas personas que no son ni profanas, o sea
por completo ajenas a la filosofía, ni oficiales o ejercitantes. A estas personas las llamamos aficionados.

Si las cosas se presentan así (y me parece que no cabe duda en esto) entonces ellas pueden resultar
desconcertantes. En el ejercicio de oficios y profesiones interviene el amor (aunque esa virtud ya es hoy
poco frecuente, o más atenuada que antaño). Se trata del amor por el producto del ejercicio, y hasta por el
ejercicio mismo. En el oficio de pensar que es la filosofía, el amor aparece ya en su propia definición. Philo-
sophia, amor de la sabiduría. Esto significa que la sophía no sólo se ejerce, sino que es producto ella misma
de un ejercicio. Que la philia, como una de las varias formas del amor, es algo que requiere un ejercicio, ya
todos lo sabemos. Que haya además un oficio de la philia, o sea literalmente un amor oficial, como es el
amor de la sabiduría, esto si es cosa que nos pilla de nuevas. Aquí tenemos un oficio que consiste en amar.
Se comprende que la gente sospecha, aunque no lo diga, que el filósofo es un tipo raro.

Los aficionados también aman. La afición es una de esas variadas formas del amor a las que acabo de
aludir. Pero entonces los profesionales de la filosofía serían los verdaderos aficionados: aquellos cuya
afición es bastante fuerte como para empeñar el ser entero, como para dedicarle lo principal de la vida. Y si
la philo-sophía no es más ni menos que una afición por la sabiduría resulta de ahí que los filósofos oficiales
son doblemente aficionados (lo cual no es cosa liviana): son los aficionados a una afición. ¿Y aquellos a los
que llamamos aficionados, sin juegos de palabras? Estos son, sencillamente, aficionados sin oficio; son

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aquellos que tienen un amor marginal por el saber; aquellos cuya afición por el saber no constituyen forma
de vida.

En el lenguaje ordinario, «hacer uno su oficio» significa «desempeñarlo bien»; es decir, empecinarse en su
ejercicio para obtener el mejor de los resultados. Pero ¿qué es hacer filosofía? Un oficio es un hacer.
Filosofar, en efecto, es un hacer. ¿Qué clase de hacer? ¿Que es lo que hace? La pregunta es oportuna,
porque eso del profesionalismo filosófico no existió desde el comienzo. ¿Cuándo empezó a haber un oficio
de filosofar? Lo hubo desde muy temprano. Existía la vocación. Esto es claro, porque la vacación está
implicada en la conciencia que tuvieron los primeros, los presocráticos, de que la filosofía era una cosa
distinta de todas las que se hacían entonces.

Los primeros filósofos fueron realmente unos hombres extraordinarios, por lo que ya todos sabemos; y
además por esto: por la conciencia vocacional. Lo que vale tanto coma decir: por la conciencia oficial. Eran
innovadores de oficio. Después de ellos, nadie más ha producido, naturalmente, alga con ese grado de
originalidad. A todos nosotros, cuando se nos planteo la cuestión vocacional, disponíamos del ejemplo de
los profesionales contemporáneos, y además disponíamos de información sobre los primitivos. En estas
condiciones, si llegamos a sentir alguna afición por la filosofía, ya sabíamos a lo que nos arriesgábamos.

Los milesios fueron valerosos. El camino de vida que eligieron era inexplorado. Lo desconocido intimida;
pero también atrae. Quizás por esto, ustedes, los estudiantes de hoy, sean más temerarios. Porque ya saben
que vivir filosofando requiere mucho esfuerzo y trae escasas recompensas (si no es que trae hostilidades y
persecuciones). Los primeros filósofos no sabían nada de esto. De suerte que su temeridad contenía una
alta dosis de inocencia. Los oficiantes de hoy no son tan cándidos.

Si se tiene vocación se tiene oficio, pero no en el mismo grado. La vocación puede ser auténtica e intensa,
y el oficio nada más que regular. Al principio, la notoriedad acompaña a la vocación. Un griego del siglo V
a.C. pudo haber dicho: «Esos que se dedican a la filosofía». Claro está que entonces todavía no estaba en
uso la palabra filosofía. Da lo mismo. Había en el seno de Ia comunidad algunos hombres (muy pocos) que
se distinguían del resto; que se comportaban de una manera peculiar (el caso más patente fue el de
Heráclito). Esos hombres decían cosas raras (aunque cada uno parecía comprender de qué hablaban los
otros). Sin embargo, no llamaban la atención por la rareza, sino precisamente porque estaban creando una
base nueva de entendimiento entre los hombres; que no era de fácil acceso, pero a Ia que se podía Ilegar
mediante aprendizaje. Pronto se vio que la filosofía era una paideia. Hoy veremos que la paideia es parte
del oficio. Pensar y explicar están encadenados. (Por esto yo no creo mucho en el filosofo callado: en la
filosofía silenciosa. La filosofía es habladora. El oficio es pericia en la expresión).

Un oficio nuevo crea un mundo de profanos. Lo que distingue al profano, si es consciente de su estado, es
el deseo de dejar de serlo. Esas cosas raras que decían y escribían los presocráticos eran en principio
comprensibles: comunicables, o sea destinadas al común de los mortales. Si estos se interesaban es
porque, además, el filosofo planteaba cuestiones que incumbían a todos: que despertaban en todos un afán
de saber que estaba latente.

Los oficiantes de la filosofía revelan que el hombre es el único ser que interroga. Todo cuanto le rodea
suscita preguntas. Quiere decir que esto que vemos con suma claridad no esta tan claro como parece. La
filosofía crea el oficio de preguntar. Y junto con el mundo que nos rodea, existe el mundo que nosotros
albergamos; el que nosotros construimos y que nos constituye; éste, que es el más cercano, es el que mayor
número de preguntas suscita. Sócrates es el maestro en el oficio de preguntar. Pero no solo existe la filosofía
como oficio de preguntar; además existe un oficio especial de la pregunta misma. Gracias a la filosofía,

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reparamos en que no todo el mundo sabe preguntar. Y entonces la cuestión del oficio se ilumina, con una
comprensión que ya nada podrá enturbiar: el filósofo interroga por oficio.

Las palabras del filósofo despertaban el interés de las personas cultas (y tal vez sigan despertándolo, mas
o menos, en nuestros días). Resultó incluso que, para ser cabalmente culto, era preciso estudiar esa nueva
forma de sophia que se llamaría philo-sophia. Nació de este modo la afición por una sapiencia educada, que
ya no se extraía solamente de la experiencia y del buen consejo de los hombres sabios. Los filósofos se
hicieron maestros, y así se acreditó públicamente el profesionalismo. Teníamos, pues, dos oficios: el de
pensar y el de enseñar.

Los primeros maestros, que ya eran por consiguiente profesionales, enseñaban filosofía, pero no enseñaban
el oficio. Saber cuáles eran las ideas no era, ni es, lo mismo que aprender el arte de manejarlas. El arte en
griego se dice técnica, y la técnica es un componente del oficio. Esto, al aficionado, no le interesaba. ¿Quiere
decir que se puede filosofar sin oficio? Esta pregunta nos lleva a otra, no menos intrigante: ¿quién es mas
auténticamente filosofo: el aficionado o el oficiante?

Sin duda el aficionado es mas libre que el profesional, tiene menos compromisos y responsabilidades.
También tiene menos oportunidades de llegar a la verdad. O no dice nada, guardando para si mismo el
saber que pudo adquirir; o dice lo primero que le pasa por la cabeza, como un Jenófanes cualquiera. Este
es un pensador, diríamos, sin oficio ni beneficio. Pues ¿qué beneficio trae la ocurrencia personal y eventual?
Los profesionales (se entiende que los buenos) brindan beneficios incluso cuando, alguna vez, incurren en
errores. Los errores sin oficio son infinitos.

Oficio. Oficio de pensar y de hablar. El primero implica la capacidad de articular las ideas; de establecer sus
conexiones; de dar la prominencia a las principales; en suma, de ir en cada caso al meollo del asunto. El
oficio de hablar consiste, en suma, en la capacidad de utilizar del mejor modo todos los recursos expresivos
del lenguaje, con especial cuidado de la claridad. Porque un pensamiento cuya expresión no es clara es un
pensamiento que permanece oscuro en la mente. Oficio. Esta palabra deriva del latín officium que significa
servicio, función, y que está compuesto de las raíces de opus, la obra y facere hacer. En algunas ocasiones,
la buena calidad de la obra esta implicada en el sentido del hacer. Entonces el oficio no designa una
operación, sino una excelencia. Y así, cuando decimos «Este fulano no tiene oficio», indicamos que es un
mal operario. En fin, a cualquier hombre dignificado por su oficio y beneficio, se le puede interrogar (en latín,
para que entienda) empleando el verbo facere; Quid faciunt, que se traduce diciendo. «¿Para qué sirven?
¿Para qué sirven las obras de la filosofía?». Pronto descubre el estudiante que hay cosas que hace el
hombre que sirven para ser hombre. Si el officium es servicio, hay que dar por entendido que el filosofo
presta un servicio. Lo que hace podrá carecer de utilidad, pero es servicial.

Estas divagaciones sobre el oficio del filósofo van dirigidas particularmente a los estudiantes de reciente
ingreso; a quienes no voy a dar consejos, pero sí voy a hacerles una advertencia. No se fíen de lo que la
gente dice. No hay carrera más difícil que la de filosofía. Los estudios universitarios son indispensables para
adquirir Ia condición de profesional. Aquí vienen Ustedes a aprender el oficio de aprender; aprendizaje que
no termina nunca. Nunca dejarán de ser estudiantes, si son realmente hombres de oficio. Tiene que haber
gozo constante en sentirse condenado de por vida a la filosofía. Los profesionales ya saben que no hay en
la vida manera mas fácil de perder el tiempo que en la filosofía; pero que hermosa manera de ganarlo.

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