El Puente de San Luis Rey Thornton Wilder PDF
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Thornton Wilder
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Título original: The Bridge of San Luis Rey
Thornton Wilder, 1927
Traducción: María Lejárraga de Martínez Sierra
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A mi madre
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PARTE PRIMERA
ACASO UN ACCIDENTE
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procedente del norte de Italia se encontraba a la sazón en el Perú y fue testigo del
accidente.
Aquel fatal mediodía fue un mediodía muy cálido, y al subir la vertiente de una
colina el hermano Junípero se detuvo a enjugarse el sudor de la frente y a contemplar
la pantalla de nevados picos que se alzaba en la lejanía, y después volvió la vista a la
garganta que se hundía a sus pies llena del oscuro plumaje de árboles verdes y verdes
pájaros, atravesada por su escalerilla de mimbres. Estaba henchido de gozo; las cosas
no marchaban mal. Había vuelto a abrir algunas capillitas abandonadas y los indios
entraban humildemente en ellas a oír la misa del alba, y suspiraban en el momento
del milagro como si se les rompiesen los corazones. Tal vez fuese el aire puro de las
nieves que tenía delante; acaso el recuerdo del poema que le rozó un momento le
obligó a levantar los ojos hacia las útiles colinas. Fuera lo que fuera, se sentía en paz.
Su mirada cayó sobre el puente, y en aquel instante un chasquido llenó el aire, como
cuando la cuerda de un instrumento musical salta en una habitación vacía, y vio
partirse el puente y lanzar cinco hormigas gesticulantes al abismo que estaba debajo
de él.
Otro cualquiera se hubiese dicho con secreta alegría: «¡Si llega a suceder diez
minutos más tarde, también yo…!». Pero fue otro el pensamiento que visitó al
hermano Junípero: «¿Por qué les ha sucedido esto precisamente a esos cinco?». Si
existe algún plan, sea el que sea en el universo, si hay algún patrón preconcebido para
la vida humana, seguramente podría descubrirse misteriosamente oculto en esas cinco
vidas tan súbitamente segadas. O vivimos por accidente y por accidente morimos, o
vivimos y morimos según un plan. Y en aquel mismo instante, el hermano Junípero
tomó la decisión de inquirir acerca de las vidas secretas de aquellas cinco personas
que en ese momento caían por el aire, y de sorprender la razón por la cual se las había
sacado de la existencia.
Parecíale al hermano Junípero que ya era hora de que la teología ocupase su lugar
entre las ciencias exactas y llevaba mucho tiempo intentando conseguirlo. Lo que
hasta entonces le había faltado era un laboratorio. ¡Oh!, ejemplares, es decir,
muestras, no habían escaseado nunca; casi todas sus ovejas habían sufrido
calamidades: les habían picado las arañas; habían enfermado del pulmón; se les
habían quemado las casas y a sus críos les habían ocurrido cosas en las cuales vale
más no pensar. Pero estas ocasiones del dolor humano nunca habían sido lo bastante
apropiadas para el examen científico. Faltábales lo que nuestros buenos sabios
llamarían más tarde «control apropiado». El accidente, por ejemplo, o había
dependido de algún error humano o había contenido elementos de probabilidad. Pero
este hundimiento del puente de San Luis Rey era un puro acto de Dios.
Proporcionaba un laboratorio perfecto. Aquí, al menos, podría uno sorprender Sus
intenciones en estado puro.
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Usted y yo podemos ver que viniendo de otro que no fuera el hermano Junípero
este proyecto sería la flor de un escepticismo perfecto. Parecía el esfuerzo de aquellas
almas presuntuosas que quisieron pasear sobre los pavimentos del cielo y edificaron,
para lograrlo, la torre de Babel. Mas, para nuestro franciscano, no existía elemento de
duda en el experimento. Sabía la respuesta. Sólo quería probársela histórica,
matemáticamente a sus conversos, pobres y testarudos conversos, tan tardos en creer
que sus penas estaban insertas en sus vidas para su propio bien. Las gentes siempre se
empeñaban en pedir buenas pruebas sólidas: la duda surge eternamente en el pecho
humano, hasta en países en que la Inquisición le puede leer a uno en los ojos los
pensamientos.
No era aquélla la primera vez que el hermano Junípero había intentado recurrir a
tales métodos. A menudo, en los largos viajes que tenía que hacer (corriendo de
parroquia en parroquia, con el hábito levantado hasta las rodillas, para darse más
prisa), se permitía soñar con experimentos que justificasen ante el hombre los
caminos de Dios. Por ejemplo, en una recopilación completa de las oraciones
pidiendo lluvia y de sus resultados. Erguido en los escalones de entrada de alguna de
sus capillitas, con su rebaño arrodillado ante él sobre la tierra quemada por el sol, a
menudo había levantado los brazos al cielo y declamado el espléndido ritual. No a
menudo, pero sí varias veces, había sentido que la virtud entraba en él, y había visto
formarse la nubecilla en el horizonte. Mas también muchas veces pasaban semanas y
semanas… pero ¿para qué pensar en ellas? No era a sí mismo a quien estaba
intentando convencer de que la lluvia y la sequía eran sabiamente otorgadas.
Así surgió dentro de él la decisión en el momento del accidente. Le impulsó a
dedicarse a ello durante seis años, llamando a todas las puertas de Lima, haciendo
miles de preguntas, llenando veintenas de cuadernos de notas, en su esfuerzo por
dejar establecido el hecho de que cada una de las cinco vidas perdidas era un todo
perfecto. Todo el mundo sabía que estaba trabajando en una especie de recordatorio
del accidente, y todo el mundo le ayudaba y le hacía equivocar el camino. Unos
pocos llegaron hasta a conocer el fin principal de su actividad y tuvo mecenas en las
altas esferas.
Resultado de toda esta diligencia fue un libro enorme, que, como veremos más
adelante, fue quemado en público, una hermosa mañana de primavera en la plaza
Mayor. Pero existía una copia secreta y, después de muchos años, sin que muchos lo
notasen, fue a dar a la biblioteca de la Universidad de San Marcos. Allí yace entre
dos grandes tapas de madera, recogiendo polvo en un armario. Trata una tras otra de
las víctimas del accidente y cataloga miles de hechos menudos, anécdotas y
testimonios, y concluye con un exaltado pasaje en el cual describe por qué Dios había
elegido a aquella persona y aquel día para su demostración de sabiduría. Mas, a pesar
de toda su diligencia, el hermano Junípero no se enteró de la pasión central de la vida
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de doña María; ni de la del Tío Pío, ni siquiera de la de Esteban. Y yo, que pretendo
saber mucho más, ¿acaso no es posible que también haya dejado pasar inadvertido el
verdadero resorte dentro del resorte?
Hay quien dice que nunca lo sabremos y que, para los dioses, somos como las
moscas que los muchachos matan en los días de verano, y otros dicen, por el
contrario, que las mismas golondrinas no pierden una pluma que no haya sido
arrancada por el dedo de Dios.
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PARTE SEGUNDA
LA MARQUESA DE MONTEMAYOR
A cualquier chiquillo de la escuela en España se le exige hoy en día que sepa más
acerca de doña María, marquesa de Montemayor, de lo que el hermano Junípero
logró descubrir en años y años de investigación. Antes que hubiese pasado un siglo
desde su muerte, sus cartas habían llegado a ser uno de los monumentos de la
literatura española, y su vida y su época han sido siempre desde entonces objeto de
extensos estudios. Pero sus biógrafos han errado el camino en una dirección, tanto
como en otra lo errara el franciscano; han intentado atribuirle un sinfín de gracias,
leer retrospectivamente en su vida y en su persona algunas de las bellezas en que
abundan sus cartas, mientras que todo el conocimiento real de aquella mujer
maravillosa debe obtenerse humillándola y desvistiéndola de todas las bellezas menos
de una.
Era hija de un comerciante de tejidos que había ganado el dinero y el odio de los
limeños a un tiro de piedra de la plaza Mayor. Su niñez fue triste; era fea;
tartamudeaba; su madre la perseguía con sarcasmos en su empeño de despertar en ella
algún encanto social, y la obligaba a andar por la ciudad cargada con un verdadero
arnés de joyas. Vivía sola y pensaba a solas. Se presentaron muchos pretendientes,
pero mientras pudo luchó contra la costumbre de su tiempo y estaba decidida a
quedarse soltera. Hubo escenas histéricas con su madre, recriminaciones, y gritos y
puertas cerradas con tremendos portazos. Por fin, a los veintiséis años se encontró
con que había firmado el contrato de matrimonio con un noble altanero y arruinado, y
la catedral de Lima zumbó elegantemente con las burlas de todos los invitados.
Siguió viviendo sola y pensando a solas, y cuando le nació una hija exquisita,
puso en ella un amor idólatra. Pero la niña Clara salió a su padre; era fría e
intelectual. A los ocho años, corregía con toda tranquilidad el modo de hablar de su
madre y la miraba con asombro y repulsión. La madre, asustada, se hizo mansa y
obsequiosa, pero no supo dominarse y perseguía a doña Clara con atenciones
nerviosas y agobiante cariño. Reprodujéronse las recriminaciones histéricas, los
gritos y los portazos. De todas las propuestas de matrimonio que cayeron sobre ella,
doña Clara eligió deliberadamente la que exigía irse a vivir a España. Y a España se
fue, aquella tierra de la que se necesitaban seis meses para recibir respuesta a una
carta. La despedida para tan largo viaje se convertía en el Perú en solemne servicio
religioso. Se bendecía el barco y a medida que iba ensanchándose el espacio entre el
bajel y la costa, los que se iban y los que se quedaban caían de hinojos y cantaban un
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himno que siempre parecía sonar débil y tímido en tanto aire libre. Doña Clara se
hizo a la vela con la más admirable compostura, dejando a su madre que miraba
alejarse al brillante barco, con la mano apretada ya sobre el corazón, ya sobre la boca.
Borrosa y estriada se iba haciendo la visión del sereno Pacífico y de las enormes
nubes perlinas que sobre él colgaban inmóviles.
Al quedarse sola en Lima, la vida de la marquesa se hizo cada vez más interior.
Descuidó su esmero en el vestir, y como todas las gentes solitarias, hablaba en voz
alta consigo misma. Toda su existencia yacía en el ardiente centro de su mente. En
aquel escenario se representaban infinitos diálogos con su hija, reconciliaciones
imposibles, escenas eternamente vueltas a empezar de remordimiento y perdón. Se
veía pasar por la calle a una mujer envejecida, con la peluca roja un tanto caída sobre
una oreja, con la mejilla izquierda abrasada por una afección leprosa, y la derecha
con un emplasto suplementario de colorete. La barbilla no estaba nunca seca; sus
labios no estaban nunca quietos. Lima era una ciudad de excéntricos, pero aun allí el
chiste perpetuo era ella cuando recorría las calles o subía y bajaba las gradas de las
iglesias. La gente pensaba que estaba siempre ebria. Se decían de ella cosas aún
peores, y hasta hubo quien pidió que se la encerrase. Tres veces la denunciaron ante
la Inquisición. Y no es imposible que la hubiesen quemado si su yerno no hubiese
tenido tanta influencia en España y ella tampoco hubiese reunido unos cuantos
amigos en la corte del virrey que seguían tratándola por su extraño modo de ser y su
inmensa erudición.
El lamentable carácter de las relaciones entre madre e hija se amargaba aún más
por desacuerdos en cuestiones de dinero. La condesa Clara recibía una importante
pensión de su madre, que también le enviaba frecuentes regalos. Doña Clara pronto
llegó a ser la mujer número uno por su belleza y sobre todo por su inteligencia en la
corte española. Toda la riqueza del Perú no habría bastado para mantenerla en el tren
grandioso con que se creía obligada a vivir. Aunque parezca extraño, su derroche
procedía de uno de los mejores rasgos de su naturaleza; consideraba hijos a sus
amigos, a sus criados y a todas las personas interesantes de la capital. De hecho,
parecía no existir en el mundo una sola persona por la cual no se agotase a fuerza de
hacerle favores. Entre sus protégés estaba el cartógrafo De Blasiis (cuyos Mapas del
Nuevo Mundo estaban dedicados a la condesa de Montemayor, entre los gritos de
entusiasmo de los cortesanos de Lima que leían que era ella la «admiración de su
ciudad y un sol que nacía en Poniente»). Otro de sus favorecidos fue el científico
Azuarius, cuyo tratado sobre las leyes de la hidráulica fue prohibido por la
Inquisición, por demasiado excitante. Durante una década, la condesa sostuvo en
realidad todas las artes y las ciencias de España; no fue culpa suya si durante aquel
tiempo no se produjo nada memorable.
Pasados cuatro años desde la marcha de doña Clara, doña María recibió licencia
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para visitar Europa. Por ambos lados se anticipó la visita con resoluciones
alimentadas en remordimientos. Una se propuso tener paciencia; la otra no ser
demasiado efusiva. Ambas fracasaron. Cada una atormentó a la otra y estuvo a punto
de perder el juicio entre las alternancias de autoacusación y las erupciones de pasión.
Por fin, un día doña María se levantó antes de amanecer, sin atreverse más que a
besar la puerta tras la cual estaba durmiendo su hija, tomó el barco y se volvió a
América. De allí en adelante, la escritura de cartas se vio obligada a ocupar el lugar
de todo el cariño que no podía vivirse.
Tales fueron las cartas que, en un mundo atónito, han llegado a ser libro de texto
de los escolares y hormiguero de los gramáticos. Doña María hubiera inventado su
genio si no hubiera nacido con él, tanto necesitaba su amor atraer la atención, acaso la
admiración de su hija distante. Se impuso la obligación de frecuentar la sociedad para
cosechar sus ridiculeces; adiestró sus ojos para observar; leyó las obras maestras de
su lengua para descubrir sus efectos; se introdujo en el grupo de los que eran célebres
por su conversación. Noche tras noche, en su palacio barroco, escribía y volvía a
escribir las páginas increíbles, forcejeando con su mente desesperada para dar a luz
aquellos milagros de gracia e ingenio, aquellas crónicas destiladas de la corte del
virrey. Sabemos ahora que su hija a duras penas miraba las cartas y que el que se
hayan conservado se debe a su yerno. A la marquesa le hubiera asombrado saber que
sus cartas eran inmortales. Y sin embargo, muchos críticos la han acusado de tener un
ojo fijo en la posteridad, y señalan cierto número de cartas que tienen todo el aire de
ser piezas de virtuosismo. Se les antoja imposible que doña María se tomase tantos
trabajos para deslumbrar a su hija, como la mayoría de los artistas se toman para
deslumbrar al público. Lo mismo que su yerno, no la comprendieron; al conde le
deleitaban sus cartas, pero pensaba que con haber saboreado su estilo había extraído
toda su riqueza y su intención y no veía (como otros muchos lectores) el propósito
entero de la literatura que es la notación del corazón. El estilo no es más que la vasija
ligeramente despreciable en que el amargo líquido se confía al mundo.
A la marquesa le hubiese asombrado hasta el saber que sus cartas eran muy
buenas, porque tales autores viven siempre en la noble atmósfera de sus propias
mentes y aquellos productos que a nosotros nos parecen notables son para ellos poco
más que una rutina cotidiana.
Ésta era la anciana que pasaba hora tras hora sentada en su mirador, tocada con el
viejo sombrero de paja que proyectaba una sombra purpúrea sobre su rostro arrugado
y amarillo. ¡Cuán a menudo, al volver las páginas sus enjoyadas manos, se
preguntaría, casi divertida, si el dolor constante de su corazón sería de origen
orgánico! Si acaso —fantaseaba— un cirujano sutil le abriese el corazón, trono
maltrecho, ¿no podría acabar por descubrir en él una señal y, levantando el rostro
hacia el anfiteatro, gritar a sus discípulos: «Esta mujer ha sufrido y su sufrimiento ha
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dejado una marca en la estructura de su corazón»? Esta idea la había visitado tantas
veces que un día la escribió en una carta a su hija, y ésta la reprendió por ser
demasiado introspectiva y hacer un culto de la pena.
El saber que nunca pagarían su amor con amor obraba sobre sus ideas como la
marea desgasta el acantilado. Lo primero que desapareció fue su creencia religiosa,
porque todo lo que podía pedir a un dios o a la inmortalidad era que le diesen un
lugar donde las hijas amen a las madres. Los demás atributos del cielo no le
importaban un ardite. Después perdió su fe en la sinceridad de los que la rodeaban.
En secreto, se negaba a creer que nadie (excepto ella) amase a nadie. Todas las
familias vivían en una baldía atmósfera de costumbres y se besaban unos a otros con
secreta indiferencia. Vio que las gentes de este mundo se movían de un lado para otro
dentro de una armadura de egoísmo, ebrios a fuerza de mirarse a sí mismos, sedientos
de lisonjas, no oyendo casi nada de lo que les decían, sin que les conmovieran las
desdichas que caían sobre sus amigos más íntimos, temiendo todos los llamamientos
que pudieran interrumpir su larga comunión con sus propios deseos. Así eran los
hijos y las hijas de Adán desde la China al Perú. Y cuando, en el mirador, sus
pensamientos tomaban ese giro, se le contraía la boca de vergüenza porque sabía que
ella también pecaba y que, aunque su amor por su hija era tan vasto que podía incluir
todos los colores del amor, no estaba exento de un matiz de tiranía; amaba a su hija,
no por su hija sino por sí misma. Ansiaba verse libre de esa atadura innoble, pero la
pasión era demasiado feroz para poder luchar contra ella. Y entonces, en aquel verde
mirador, una guerra extraña sacudía a la horrenda señora, una lucha singularmente
fútil contra una tentación a la cual nunca tendría ocasión de sucumbir. ¿Cómo podría
dominar a su hija cuando su hija había tomado la precaución de poner entre ambas
cuatro mil millas? A pesar de lo cual, doña María luchaba a brazo partido con el
fantasma de su tentación, y siempre resultaba vencida. Quería a su hija para sí;
necesitaba oírla decir: «Eres la mejor de las madres posibles»; ansiaba oírla
murmurar: «¡Perdóname!».
Dos años después de su vuelta de España tuvo lugar una serie de acontecimientos
sin importancia que ejercieron gran influencia en la vida interior de la marquesa. En
su correspondencia no hay más que una levísima alusión a ellos, pero como se
encuentra en la carta XXII que contiene otros signos, haré lo que pueda por dar una
traducción y un comentario de la primera parte de la carta:
¿Es que no hay médicos en España? ¿Dónde están aquellos buenos hombres de
Flandes que acostumbraban a cuidarte tan bien? ¡Ay, tesoro mío, qué castigo
mereces por consentir que un resfriado te dure tantas semanas! Don Vicente, os
suplico que hagáis entrar en razón a mi hija. ¡Ángeles del cielo, os imploro que
hagáis entrar en razón a mi hija! Ahora que estás mejor, te lo pido, resuelve que a la
primera amenaza de resfriado tomarás unas buenas unciones y te meterás en cama.
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Aquí en el Perú, no sirvo para nada; nada puedo hacer. No seas terca, amor mío.
Dios te bendiga. En el paquete de hoy incluyo la goma de no sé qué árbol que las
hermanitas de Santo Tomás venden de puerta en puerta. No sé si servirá de algo. No
puede hacer daño. Dicen que en el convento las tontas de las hermanas la respiran
con tal diligencia que en misa no se nota el olor a incienso. No sé si valdrá para
algo. Pruébala.
Descansa, amor mío; envío a Su Católica Majestad la cadena de oro perfecta.
[Su hija le había escrito: «La cadena llegó en buen estado y la llevé en el bautizo de
la Infanta. Su Católica Majestad tuvo la gentileza de admirarla y cuando le dije que
me la habías dado tú, me encargó te cumplimentase por tu buen gusto. No dejes de
enviarme una lo más parecida posible por mediación del chambelán».] No hace falta
que sepas que para conseguirla tuve que ir a asaltar un cuadro. Recordarás que en
la sacristía de San Martín hay un retrato, pintado por Velázquez, del virrey que fundó
el monasterio con su mujer y con su niña. Y que su mujer lleva una cadena de oro.
Decidí que sólo aquella cadena podía servir para el caso. Así, una medianoche me
deslicé a la sacristía, me subí a la mesa de vestir como una chiquilla de doce años y
eché a andar sobre ella. El lienzo se resistió un poco, pero el pintor vino en mi ayuda
a través del color. Le dije que la muchacha más bonita de España deseaba ofrecer la
más linda cadena de oro que pudiera encontrarse a la más graciosa Majestad del
mundo. Ni más ni menos. Y así nos estuvimos hablando, los cuatro en el aire gris y
plata que hace que un cuadro sea un Velázquez. Ahora estoy pensando en una luz
más dorada: estoy mirando el palacio; tengo que pasar la noche con un Tiziano, ¿me
lo consentirá el virrey?
Pero Su Excelencia está otra vez con gota. Digo otra vez porque la adulación de
la corte insiste en que hay veces que está libre de ella. Como era el día de San
Marcos, Su Excelencia salió para ir a visitar la Universidad donde veintidós nuevos
doctores eran lanzados al mundo. Pero apenas le habían llevado del diván al coche,
empezó a dar gritos y se negó a seguir el viaje. Le volvieron a la cama, donde
encendió un deliciosísimo cigarro y mandó a buscar a la Perichole. Y mientras los
demás escuchábamos largos discursos doctrinales, más o menos en latín, él oía
hablar de nosotros, más o menos en español, a los labios más rojos y más crueles de
la ciudad. [Doña María se permitió escribir esto a pesar de que acababa de leer en
la última carta de su hija: «¿Cuántas veces tendré que decirte que seas más prudente
en las cosas que dices en tus cartas? A menudo traen señales de haber sido abiertas
en el camino. Nada podría juzgarse peor que tus observaciones acerca de tú sabes
qué quiero decir en el Cuzco. Tales observaciones no son graciosas, aunque Vicente
te las elogie en su postdata, y pudieran causarnos dificultades con Ciertas Personas
aquí en España. Sigo asombrándome de que tus indiscreciones no hayan dado
ocasión para que te ordenen retirarte a tus tierras, hace ya mucho tiempo».]
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Hubo grandísima concurrencia en los Ejercicios y dos mujeres se cayeron de la
tribuna, pero Dios con su bondad dispuso que cayesen sobre doña Mercedes. Las tres
están malheridas, pero dentro de un año ya estarán pensando en otra cosa. En el
momento del accidente el presidente estaba hablando, y como es corto de vista no
pudo figurarse qué significaban los gritos, la agitación y el golpetazo de los cuerpos
al caer. Fue muy divertido ver cómo se inclinaba y hacía reverencias creyendo que le
estaban aplaudiendo.
Hablando de la Perichole, y de aplausos, has de saber que Pepita y yo hemos
decidido ir hoy a la comedia. El público sigue idolatrando a la Perichole; hasta le
perdona los años que tiene. Nos dicen que salva lo que puede, todas las mañanas,
pasándose por las mejillas lapiceros alternados de hielo y de fuego. [La traducción se
queda especialmente corta en este concepto que tiene toda la flamante elocuencia del
lenguaje español. La marquesa quiso poner en él una obsequiosa adulación a su hija
la condesa, y faltó a la verdad. La gran actriz tenía entonces veintiocho años, sus
mejillas la suavidad y el lustre del mármol amarillo oscuro, y ciertamente hubieran
conservado su calidad durante muchos años. Fuera de los cosméticos que requería su
trabajo en el teatro, Camila Perichole se echaba con las manos agua fría a la cara
como una campesina en el bebedero de los caballos.] Ese hombre curioso a quien
llaman Tío Pío se pasa la vida a su lado. Don Rubio dice que no ha podido averiguar
si es su padre, su amante o su hijo. La Perichole es maravillosa. Ríñeme lo que
quieras, diciéndome que soy una provinciana tonta, pero no tenéis en España
actrices como ésta. [Y por ahí seguía.]
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de una manga a la marquesa y le dijo al oído que deberían marcharse. Cuando
salieron del palco, la sala entera se puso en pie y rompió en un rugido de triunfo. La
Perichole se lanzó a una danza desenfrenada, porque vio al empresario en el fondo
del patio de butacas y comprendió que le iba a subir el sueldo. Pero la marquesa no se
dio cuenta de lo que había ocurrido; en realidad estaba muy contenta, porque durante
el espectáculo se le habían ocurrido unas cuantas frases felices, frases, ¿quién sabe?,
que tal vez pudieran traer una sonrisa al rostro de su hija, y acaso llegaría a
murmurar: «La verdad es que mi madre es encantadora».
A su debido tiempo llegó a oídos del virrey el informe de que en el teatro se
habían burlado públicamente de una de sus aristócratas. Llamó a palacio a la
Perichole y le ordenó que fuese a visitar a la marquesa y a disculparse. La visita había
de llevarla a cabo con los pies descalzos y vestida de negro. Camila discutió y luchó,
pero todo lo que pudo conseguir fue un par de zapatos.
El virrey tenía tres motivos para insistir. En primer lugar, la cantante se había
tomado libertades con su corte. Don Andrés había logrado hacer tolerable el destierro
organizando un ceremonial tan complicado que sólo podían recordarlo y cumplirlo
gentes que no tenían otra cosa en que pensar. Mimaba a su reducida aristocracia y
cuidaba de sus minuciosas distinciones, así es que cada insulto a una marquesa era un
insulto a su persona. En segundo lugar, el yerno de doña María era un personaje cada
vez más importante en España, cargado de posibilidades de perjudicar al virrey y
hasta de suplantarle. Al conde don Vicente de Abuirre no había que molestarle, ni
siquiera en la persona de su suegra medio chiflada. Finalmente, al virrey le encantaba
humillar a la actriz. Sospechaba que le estaba engañando con un matador, acaso con
un actor… entre las adulaciones de la corte y la inercia de la gota no lograba poner
completamente en claro con quién era… pero de todos modos era evidente que la
cantante estaba empezando a olvidar que él era uno de los primeros hombres del
mundo.
La marquesa, además de no haber oído las insultantes canciones, estaba, en otros
aspectos, sin preparar para la visita de la actriz. Tienen ustedes que saber que,
después de la marcha de su hija, doña María había descubierto un consuelo: se había
dado a la bebida. Todo el mundo bebía chicha en el Perú y no era deshonra alguna
que en un día de fiesta le encontrasen a uno inconsciente. Doña María había ido
descubriendo que sus monólogos febriles no la dejaban dormir en toda la noche. Una
vez tomó al retirarse una copa delicadamente estriada de chicha. El olvido fue tan
dulce que ahora ya bebía mayores tragos e intentaba disimular los efectos ante Pepita;
decía que no se sentía bien, y fingía que su salud estaba en decadencia. Acabó por
renunciar a todo fingimiento. Los barcos que llevaban sus cartas a España no
acostumbraban a salir más que una vez al mes. Durante la semana precedente a la
preparación del envío, observaba una dieta estricta y cultivaba el trato con la ciudad
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entera asiduamente en busca de material. El día anterior a la salida del correo escribía
la carta, preparaba el paquete al despuntar la aurora y dejaba a Pepita que se la
entregase al agente. Luego, en cuanto el sol se levantaba, se encerraba en su
habitación con unos cuantos frascos y se dejaba llevar durante unas cuantas semanas,
libre del peso de la conciencia. Luego surgía de su bienaventuranza y se disponía a
entrar en el período de «entrenamiento» preparándose a escribir otra carta.
Así, la noche que siguió al escándalo en el teatro, escribió la carta XXII y se fue a
la cama con un botellón. Al día siguiente, Pepita no hacía más que entrar y salir del
cuarto, mirando con ansiedad el cuerpo que estaba tendido en el lecho. Por la tarde
Pepita se instaló con su labor en la estancia. La marquesa miraba al techo con los ojos
muy abiertos, y hablaba consigo misma… Al oscurecer, llamaron a Pepita y le
informaron de que la Perichole había venido a visitar a la señora. Pepita recordaba
muy bien la escena del teatro y respondió enojada que la señora se negaba a recibirla.
El hombre bajó con la respuesta, pero volvió asustado con la noticia de que la señora
Perichole venía armada con una carta de presentación del señor virrey. Pepita se
aproximó al lecho de puntillas y empezó a hablar a la marquesa. Los ojos vidriosos se
volvieron hacia el rostro de la joven. Pepita la sacudió cariñosamente. Con gran
esfuerzo, doña María intentó fijar la mente en lo que le decían. Dos veces se
incorporó y se volvió a tender negándose a seguir intentando comprender; como un
general que intenta reunir en la noche bajo la lluvia la división dispersa de su ejército
fue reuniendo la memoria, la atención y otras pocas facultades y, apretándose
fuertemente la frente con la mano, pidió que le trajesen un cuenco de nieve. Cuando
se lo trajeron, larga y perezosamente se la apretaba contra las sienes a puñados, se
frotaba con ella las mejillas, levantándose; luego estuvo largo rato en pie apoyada en
la cama y mirándose los zapatos. Por fin levantó la cabeza con decisión, pidió su
abrigo forrado de pieles y un velo. Se los puso y entró vacilante en su mejor sala de
recibir donde la actriz, en pie, la estaba esperando.
Camila tenía intención de mostrarse malhumorada y hasta, a ser posible,
desvergonzada, mas por primera vez la impresionó la dignidad de la anciana. La hija
del mercero sabía presentarse a veces con toda la distinción de los Montemayor, y
cuando estaba ebria alcanzaba la grandeza de Hécuba. Para Camila aquellos ojos
medio cerrados tenían aire de autoridad cansada, y comenzó a hablar casi con
timidez.
—He venido, señora, a asegurarme de que no habrá interpretado mal nada de lo
que dije la tarde en que Vuestra Gracia me hizo el honor de visitar mi teatro.
—¿Interpretar mal? ¿Interpretar mal? —dijo la marquesa.
—Vuestra Gracia pudiera haberse figurado que mis palabras tenían intención de
faltarle al respeto.
—¿A mí?
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—¿Vuestra Gracia no está ofendida con esta humilde servidora? ¿Vuestra Gracia
se da cuenta de que una pobre actriz, en mi posición, puede a veces dejarse llevar más
allá de sus intenciones?… ¿de que es muy difícil… de que todo…?
—¿Cómo podría estar ofendida, señora? Todo lo que alcanzo a recordar es que
usted trabajó maravillosamente. Es usted una gran artista. Debiera usted ser feliz,
feliz. Mi pañuelo, Pepita…
La marquesa dijo aquellas palabras rápida y vagamente, pero la Perichole se
quedó confundida. Apoderóse de ella una sensación de vergüenza. Se puso roja. Por
fin, pudo murmurar:
—Fueron las canciones en los entreactos. Temí que Vuestra Gracia…
—Sí, sí… ahora recuerdo. Me fui pronto con Pepita, nos retiramos muy
temprano, ¿verdad? Pero, señora, usted perdonará que me marchase antes que usted
hubiese terminado su admirable representación. No recuerdo por qué nos fuimos.
Pepita… sin duda una ligera indisposición…
Era imposible que nadie en el teatro no se hubiera dado cuenta de la intención de
las canciones. Camila sólo pudo suponer que la marquesa, gracias a una especie de
magnanimidad fantástica, estaba representando la farsa de no haberla notado. Casi se
le saltaron las lágrimas.
—Pero es su merced tan buena que, señora… quiero decir, Vuestra Gracia… que
no quiso reparar en mi chiquillada. Yo no sabía que erais tan bondadosa… Señora,
permitid que os bese la mano.
Doña María, atónita, alargó la mano. Hacía muchísimo tiempo que nadie se había
dirigido a ella con tanta consideración. Sus vecinos, sus proveedores, sus criados —
porque hasta Pepita le tenía miedo—, su misma hija, nunca se habían acercado así a
ella. Despertó en ella un nuevo estado de ánimo, que muy probablemente se tachará
de estúpido. Tornóse locuaz:
—¿Ofenderme, ofenderme contigo, hermosa… prodigiosa chiquilla? Yo que soy
una mujer loca a quien nadie quiere, ¿ofendida contigo? Siento, hija mía, como si
estuviese… ¿cómo dice el poeta?… «sorprendiendo a través de una nube la
conversación de los ángeles». Tu voz descubre nuevas maravillas en nuestro Moreto.
Cuando dijiste
etcétera… ¡era verdad! ¡Y qué ademán hiciste al final de la primera jornada! Así, con
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la mano. Un ademán como el que hizo la Virgen al decir al arcángel Gabriel: «¿Cómo
es posible que yo vaya a tener un hijo?». No, no, tú eres quien vas a empezar a
ofenderte conmigo, porque te voy a hablar de un ademán que debes recordar para
hacerlo algún día. Sí, estaría muy bien en esa escena en que perdonas a tu don Juan
de Lara. Quizá deba decirte que se lo vi hacer un día a mi hija. Mi hija es una mujer
hermosísima… todo el mundo lo piensa. ¿Conocéis a mi hija doña Clara, señora?
—Su Gracia me hizo a menudo el honor de visitar mi teatro. Conocí a la condesa
mucho… de vista.
—No te estés así con una rodilla hincada en el suelo, hija mía… Pepita, di a
Genarito que sirva a esta señora unos dulces inmediatamente. Figúrate que un día nos
peleamos, no recuerdo por qué. ¡Ay, no tiene nada de extraño!: todas las madres de
vez en cuando… ¿No puedes acercarte un poco más? No creas a las gentes que dicen
que me trataba mal. Eres una gran mujer con hermoso temperamento y puedes ver en
estas cosas mucho más adentro de lo que ve la multitud… Es un encanto hablar
contigo. ¡Qué hermoso cabello tienes! ¡Qué hermoso cabello!… Mi hija no tiene un
temperamento caliente e impulsivo, eso lo sé. Pero, hija mía, tiene tal inteligencia y
tanta gracia… Todas las rozaduras entre nosotras son culpa mía. ¿No es prodigioso
que esté siempre tan pronta a perdonarme? Aquel día fue uno de esos momentos. Las
dos nos dijimos cosas un tanto vivas y cada una se fue a su habitación… y luego cada
una fue en busca de la otra para pedir perdón. Una puerta nos separaba y ambas
tirábamos en sentido contrario. Pero… al fin ella… me tomó así… la cara así… con
sus dos manos blancas. ¡Así! ¡Mira!
La marquesa estuvo a punto de caerse de la silla al inclinarse, con el rostro
bañado en lágrimas de felicidad, y hacer el ademán bienaventurado. Debiera decirse
el ademán místico, porque el incidente no era más que un sueño repetido con
frecuencia.
—Me complace que estés aquí —continuó— porque así has oído de mis propios
labios que no me trata mal, como dice la gente. Escucha, señora, la culpa fue mía.
Mírame, mírame. Un error me hizo madre de una niña, tan hermosa. Soy difícil. Soy
molesta. Tú y ella sois grandes mujeres. No, no me detengas; sois mujeres exquisitas
y yo soy sólo una mujer nerviosa… necia… estúpida. Déjame que te bese los pies.
Soy imposible. Soy imposible. Soy imposible.
Aquí, la anciana se cayó del sillón y Pepita la levantó del suelo y la llevó a la
cama. La Perichole se marchó consternada, y pasó largo rato mirándose los ojos en el
espejo, con las palmas de las manos apretadas contra las mejillas.
Pero la persona que presenció más horas difíciles de la marquesa fue su
acompañante, Pepita. Pepita era huérfana y la había criado aquel extraño genio de
Lima, la abadesa, madre María del Pilar. La única ocasión en que se hallaron frente a
frente las dos grandes mujeres del Perú (como había de revelárnoslo la perspectiva de
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la historia) fue aquel día en que doña María fue a visitar a la directora del convento
de Santa María Rosa de las Rosas, y le preguntó si podría prestarle alguna muchacha
lista del orfanato para que le hiciese compañía. La abadesa miró fijamente a la
grotesca anciana… Hasta la gente más sabia del mundo no lo es perfectamente, y la
madre María del Pilar, que era capaz de adivinar el pobre corazón humano detrás de
todas las máscaras de la necedad y la desconfianza, siempre se había negado a
conceder uno a la marquesa de Montemayor. Le hizo una porción de preguntas y
luego se paró a pensar. Quería dar a Pepita la experiencia mundana de vivir en el
palacio. También quería inclinar a la anciana hacia sus propios intereses. Y estaba
llena de sombría indignación, porque sabía que estaba mirando a una de las mujeres
más ricas del Perú, y la más ciega.
Era una de esas personas que han consentido que el corazón se les destroce poco a
poco, porque se enamoran de una idea varios siglos antes del señalado para su
aparición en la historia de la civilización. Se precipitó, contra la obstinación de su
tiempo, en su deseo de dar un poco de dignidad a las mujeres. A medianoche, cuando
había terminado de sumar las cuentas de la Casa, se hundía en la loca visión de un
siglo en el cual las mujeres pudieran organizarse para proteger a las mujeres, a las
mujeres que trabajan, a las mujeres que viajan, a las mujeres que sirven de criadas, a
las mujeres cuando son viejas o están enfermas, a las mujeres que había descubierto
en las minas del Potosí o en los talleres de los mercaderes de tejidos, a las muchachas
que había recogido en las puertas de la calle en noches de lluvia. Mas siempre, a la
mañana siguiente, había tenido que afrontar el hecho de que las mujeres en el Perú,
hasta sus monjas, pasaban por la vida con dos nociones: una, que todas las desdichas
que podían caer sobre ellas dependían meramente del hecho de que no eran lo
bastante atractivas para atrapar a un hombre que las mantuviera y, segunda, que toda
la miseria del mundo se podía dar por bien empleada a cambio de las caricias del
varón. No había conocido más mundo que los alrededores de Lima, y daba por
sentado que toda su corrupción era el estado normal de la humanidad.
Mirando atrás, desde nuestro siglo, podemos ver la locura total de su esperanza.
Ni veinte mujeres como ella hubieran logrado hacer impresión ninguna en aquel
siglo. Sin embargo, ella continuaba con toda diligencia su tarea. Se parecía a la
golondrina de la fábula que una vez cada mil años se llevaba un grano de trigo con la
esperanza de levantar una montaña que llegase a la luna. Personas así nacen en todos
los siglos; insisten obstinadamente en transportar sus granos de trigo, y sacan cierto
gozo de las burlas las de los que las están mirando. «¡Qué modo tan raro tienen de
vestirse!», exclamamos. «¡Qué modo tan raro!»
En su rostro corriente y rubicundo había gran bondad, y más idealismo que
bondad y más espíritu de generalización que idealismo. Todo su trabajo, sus
hospitales, su orfanato, su convento, sus repentinos viajes de salvamento, necesitaban
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dinero. Nadie sentía más admiración que ella por la pura bondad, y sin embargo
muchas veces se había visto obligada a sacrificar su bondad propia, casi su idealismo,
a sus funciones de generalato, tan tremendas eran las luchas necesarias para obtener
subsidios de sus superiores eclesiásticos. El arzobispo de Lima, a quien conoceremos
más tarde bajo un aspecto más grato, la odiaba hasta el punto de contar como una de
las compensaciones del morir el no estar obligado a recibir sus visitas.
Últimamente había notado no sólo el soplo de la ancianidad sobre sus mejillas,
sino una advertencia más grave. Un escalofrío de terror la sobrecogió, no por ella
sino por su obra. ¿Quién había en el Perú que diese importancia a las cosas que a ella
le importaban? Y, levantándose un día al amanecer, había hecho un recorrido rápido
por su hospital, su convento y su orfanato, buscando un alma a quien pudiera preparar
para sucederla. Fue examinando a toda prisa cara vacía tras cara vacía, deteniéndose a
veces más por esperanza que por convencimiento. En el patio, dio con un grupo de
muchachas que estaban lavando ropa, y su mirada reparó inmediatamente en una
chiquilla de doce años que mientras dirigía a las demás en la artesa, al mismo tiempo
les contaba con gran fuego dramático los milagros menos probables de santa Rosa de
Lima. Y así fue cómo su búsqueda terminó en Pepita. Educar a un ser para una futura
grandeza es siempre difícil, mas entre las susceptibilidades y las envidias de un
convento hay que llevar a cabo la empresa con fantástico trabajo indirecto. Asignó a
Pepita las tareas más aborrecidas de la Casa, pero así llegó a comprender todos los
aspectos de su administración. Acompañaba a la abadesa en sus viajes, aunque fuese
como encargada de los huevos y las verduras. Y en todas partes aparecía de pronto y
le hablaba largo rato, no sólo de su experiencia religiosa sino de cómo hay que dirigir
a las mujeres y cómo disponer departamentos para enfermedades contagiosas y cómo
pedir dinero. Fue un paso en esta educación para la futura grandeza el que llevó a
Pepita a entrar en los locos quehaceres de ser la señorita de compañía de doña María.
Durante los dos primeros años, sólo iba al palacio alguna que otra tarde, pero después
fue a vivir en él definitivamente. Nunca le habían enseñado a esperar felicidad
ninguna y las molestias, por no decir los terrores, de su nueva posición no le
parecieron excesivos para una chiquilla de catorce años. Nunca sospechó que la
abadesa, incluso allí, se cernía sobre la casa calculando los esfuerzos y vigilando el
momento en que una carga ya no fortalece sino daña.
Unas cuantas de las pruebas de Pepita eran físicas; por ejemplo, los sirvientes de
la casa se aprovechaban de la indisposición de doña María; abrían los dormitorios del
palacio a sus parientes; robaban a mansalva. Pepita estaba sola contra todos ellos y
sufría una persecución de pequeñas molestias y bromas de mal gusto. Su alma
también tenía sus angustias: cuando acompañaba a doña María en sus vagabundeos
por la ciudad, a la anciana le acometían deseos de precipitarse en una iglesia, porque
lo que había perdido de la religión como fe lo había reemplazado en la religión como
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magia. «Quédate aquí tomando el sol, queridita; salgo enseguida», solía decir. Y
luego se olvidaba en un ensueño ante el altar y salía de la iglesia por otra puerta. La
madre María del Pilar había acostumbrado a Pepita a una obediencia casi morbosa, y
cuando, después de varias horas, se aventuraba a entrar en la iglesia y se cercioraba
de que su señora ya no estaba allí, volvía a la esquina de la calle y esperaba mientras
las sombras del atardecer caían gradualmente sobre la plaza. Esperando así en
público, sufría el tormento de una chiquilla tímida que se avergonzaba de que la
mirase todo el que pasaba. Aún vestía el uniforme del orfanato (que un minuto de
pensar en ello de doña María hubiese cambiado) y sufría alucinaciones en que los
hombres se quedaban mirándola y murmuraban… y no siempre eran alucinaciones. Y
además sufría, porque algunos días la marquesa de pronto se daba cuenta de que la
tenía consigo, le hablaba cordial y graciosamente, y dejaba aparecer durante unas
cuantas horas toda la exquisita sensibilidad que ponía en sus cartas; pero, a la mañana
siguiente, volvía a encerrarse en sí misma, y aunque nunca la trataba con dureza, se
mostraba indiferente, como si no la viese. Los principios de esperanza y afecto que
Pepita estaba tan necesitada de exteriorizar quedaban heridos. Andaba de puntillas
por el palacio, silenciosa, desconcertada, acogiéndose sólo a su sentido del deber y a
su lealtad a su «madre en el Señor», a la madre María del Pilar, que la había enviado
allí.
Por fin un hecho nuevo vino a ejercer un efecto considerable sobre las vidas de la
marquesa y de su acompañante:
¿Qué hijito? La marquesa se apoyó en la pared. Doña Clara había previsto las
agitadoras importunidades que la noticia había de despertar en su madre y había
intentado mitigarlas merced al aire de indiferencia con que le anunciaba el
acontecimiento. La astucia no dio resultado. La famosa carta XLII fue la respuesta.
Ahora, al fin, la marquesa tenía algo por qué inquietarse. Su hija iba a ser madre.
Este acontecimiento, que a doña Clara no hacía sino molestarle, descubrió una nueva
escala de emociones en la marquesa. Se convirtió en una mina de ciencia médica y de
indicaciones. Recorrió la ciudad en busca de viejas experimentadas y vertió en sus
cartas toda la sabiduría popular del Nuevo Mundo. Cayó en la superstición más
abominable. Practicó un degradante sistema de tabúes para proteger al niño. Se negó
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a consentir que hubiera un solo nudo en la casa. Prohibió a las sirvientas que se
atasen el pelo, y ocultó entre sus vestidos ridículos símbolos de un alumbramiento
feliz. En las escaleras mandó señalar los escalones pares con tiza roja y a una
doncella que inadvertidamente pisó uno de ellos, la arrojó de la casa con lágrimas y
gritos. Doña Clara estaba en manos de la naturaleza maligna que se reserva el
derecho de gastar a sus vástagos las bromas más terribles. Existía un ceremonial de
propiciación que había aliviado a generaciones de mujeres del campo. Ejército tan
amplio de testigos seguramente indicaba que algo de verdad había en él. Por lo menos
daño no podía hacer, y acaso hiciera bien. Pero la marquesa no se satisfacía
únicamente con los ritos del paganismo; estudió también las prescripciones de la
cristiandad. Se despertaba cuando aún no había amanecido y tropezaba por las calles
para asistir a las misas más tempranas. Se agarraba histérica a las barandas de los
altares intentando arrancar a las pintarrajeadas imágenes un signo, sólo uno, el
fantasma de una sonrisa, la furtiva inclinación de una cabeza de cera. ¿Iría todo bien?
Dulce, dulce Madre, ¿iría todo bien?
A veces, después de todo un día empleado en recurrir frenéticamente a tales
invocaciones, producíase una revulsión. La naturaleza es sorda. Dios es indiferente.
Nada que esté en poder del hombre puede alterar el curso de la ley. Luego, en
cualquier esquina de cualquier calle, se detenía, presa de la desesperación y,
apoyándose en la pared, ansiaba que se la llevasen de un mundo que no tenía plan
ninguno. Mas, pronto, la creencia en el gran Acaso surgía de lo más hondo de su
naturaleza, y echaba a correr a su casa para encender velas encima de la cama de su
hija.
Por fin, llegó el momento de celebrar el rito supremo de los hogares peruanos que
están esperando este acontecimiento: hizo la peregrinación al santuario de Santa
María de Cluxambuqua. Si en la devoción hay alguna eficacia, seguramente la habría
en una visita a dicho santuario. El terreno en que estaba erigido había sido sagrado a
través de tres religiones; hasta antes de la civilización incaica, los seres humanos en
su angustia se habían abrazado a las rocas y se habían azotado para arrancar la buena
voluntad de los cielos. Allí llevaron a la marquesa, en su silla de manos, cruzando el
puente de San Luis Rey y subiendo a las colinas hacia aquella ciudad de mujeres de
amplia cintura, ciudad tranquila que se movía despacio y sonreía lentamente; ciudad
con aire de cristal, fría como los manantiales que alimentaban sus muchas fuentes;
ciudad de campanas, suaves y musicales, entonadas para sostener unas contra otras
las más felices querellas. Si alguna decepción surgía en Cluxambuqua, el dolor se
anonadaba en la aplastante permanencia de los Andes y en el ambiente de tranquilo
goce que manaba por el cauce de sus calles. Apenas la marquesa alcanzó a ver a lo
lejos los blancos muros de la ciudad posada en las rodillas de los picos más altos, sus
dedos dejaron de dar vueltas a las cuentas del rosario y las apresuradas preces de su
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temor se interrumpieron en sus labios.
Ni siquiera se apeó en la posada, sino que dejando que Pepita arreglase lo
necesario para su estancia, se fue a la iglesia y estuvo arrodillada largo tiempo dando
suaves palmadas. Estaba atenta a la nueva marea de resignación que subía en su
interior. Acaso llegaría a aprender con el tiempo a permitir tanto a su hija como a sus
dioses que hicieran lo que les diese la real gana y arreglasen sin ella sus propios
asuntos. No le molestaba el cuchicheo de las viejas que vendían velas y medallas y
hablaban de dinero desde la mañana a la noche. Ni siquiera la distraía el sacristán
oficioso que intentaba recoger unas cuantas monedas para esto o lo de más allá y que,
por despecho, la hizo cambiar de sitio con pretexto de arreglar en el suelo una
baldosa. Al fin, salió el sol y se sentó en una de las gradas de la fuente. Contempló las
pequeñas procesiones de lisiados que daban lentas vueltas por los jardincillos. Miró
cómo volaban tres halcones entre las nubes. Los niños que habían estado jugando
junto a la fuente se la quedaron mirando un momento y echaron a correr asustados,
pero una llama (dama de largo cuello y dulces ojos a flor de piel agobiada bajo una
capa de piel demasiado pesada para ella y que bajaba con melindre una escalera
interminable) se acercó y le ofreció para que la acariciase su hendida naricilla de
terciopelo. La llama se interesa profundamente por los seres humanos con quienes va
tropezando, y hasta tiene afición a pretender que es uno de ellos, y le gusta insertar su
cabeza en sus conversaciones como si, de un momento a otro, fuese a levantar la voz
y a contribuir al diálogo con un tímido y útil comentario. Bien pronto doña María se
vio rodeada por unas cuantas de esas hermanitas que parecían a punto de preguntarle
por qué daba palmadas y cuánto costaba la vara del encaje de su velo.
Doña María había mandado que un mensajero especial le trajese inmediatamente
las cartas que llegasen de España. Había viajado desde Lima lentamente, y así ahora,
cuando estaba sentada en la plaza, un muchacho de su quinta subió corriendo y puso
en sus manos un gran paquete envuelto en pergamino del cual colgaban unos cuantos
sellos de cera. Lentamente, deshizo la envoltura. Con mesurados ademanes estoicos,
leyó primero un cariñoso y jocoso billete de su yerno, luego, la carta de su hija. Venía
plagada de hirientes observaciones brillantemente escritas, acaso compuestas por el
mero virtuosismo de hacer sufrir primorosamente. Cada una de aquellas frases saltaba
a los ojos de la marquesa, y luego, cuidadosamente envuelta en comprensión y
perdón, se le hundía en el corazón. Por último, se puso en pie, dispersó a las
simpatizantes llamas y, con grave rostro, volvió al santuario.
Mientras doña María pasaba así la tarde en la iglesia y en la plaza, Pepita estaba
preparando el alojamiento. Indicó a los cargadores dónde debían dejar los grandes
cestos de mimbre y empezó a desembalar el altar, el brasero, los tapices y los retratos
de doña Clara. Bajó a la cocina y dio al cocinero instrucciones exactas para preparar
ciertas gachas que eran el alimento de la señora. Luego volvió a las habitaciones y
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esperó. Decidió escribir una carta a la abadesa. Largo tiempo estuvo con la pluma en
la mano, mirando a lo lejos mientras le temblaban los labios. Veía el rostro de la
madre María del Pilar, tan rojo y bien relimpio, y los maravillosos ojos negros. Oía su
voz como al final de la cena (las huérfanas sentadas con los ojos bajos y las manos
cruzadas) y ella comentando los acontecimientos del día, o cuando, a la luz de una
vela, estaba en pie entre las camas del hospital y anunciaba el tema de la meditación
nocturna. Pero más claramente que nada, Pepita recordaba las repentinas
conversaciones en que la abadesa (no atreviéndose a esperar a que la muchacha
tuviese más edad) discutía con ella los deberes de su oficio. Entonces hablaba a
Pepita de igual a igual. Semejantes conversaciones son turbadoras y maravillosas
para una chiquilla inteligente, y la madre María del Pilar había abusado de ellas.
Había ampliado la visión de Pepita explicándole cómo debía sentir y actuar más allá
de la medida de sus años. Y sin proponérselo, había envuelto a Pepita en todo el
fulgor de su personalidad, como Júpiter lo hizo con Sémele. Pepita estaba asustada
por su propia insignificancia; se ocultaba y lloraba. Y además la abadesa había
fundido a la chiquilla en el molde de disciplina de su larga soledad, donde Pepita
forcejeaba, negándose a dejarse llevar, a creer que la habían abandonado. Y ahora, en
esta posada desconocida, en aquellas montañas, cuya altitud le hacía perder un poco
la cabeza, Pepita ansiaba la querida presencia, la única cosa real en su vida.
Escribió una carta, toda borrones e incoherencia. Luego bajó las escaleras para
ver si había bastante provisión de carbón y para probar las gachas.
La marquesa volvió y se sentó a la mesa. «No puedo hacer más. Lo que haya de
ser, será», murmuró. Se quitó del cuello los amuletos de superstición y los echó al
brasero que ardía. Tenía la extraña sensación de haber puesto a Dios en contra suya
con demasiadas plegarias, así es que se dirigió a él oblicuamente. «Después de todo
está en manos ajenas. Ya no pretendo tener la menor influencia. Lo que haya de ser,
será.» Estuvo largo rato sentada, con la cara apoyada en las palmas de las manos,
haciendo el vacío en la mente. Sus miradas cayeron sobre la carta de Pepita. La abrió
mecánicamente y empezó a leer. Había leído toda una página antes de llegar a darse
cuenta del sentido de las palabras: «…pero todo esto no es nada si usted me quiere y
desea que siga con ella. No debiera decírselo, pero de cuando en cuando las malas
doncellas me encierran en las habitaciones y roban cosas y tal vez mi señora puede
pensar que soy yo quien las roba. Espero que no. Espero que se encuentre bien de
salud y que no tendrá disgustos en el hospital ni en ninguna otra parte. Aunque no la
veo, pienso siempre en su merced y recuerdo todo lo que me dijo, mi querida madre
en el Señor. Sólo quiero lo que su merced quiera, pero si su merced me deja volver
unos pocos días al convento, más no, si no le parece bien. Pero estoy demasiado sola
y no hablo con nadie y todo lo demás. A veces no sé si su merced se habrá olvidado
de mí, y si pudiera su merced encontrar un minuto para escribirme una cartita o algo
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que pudiera tener conmigo, aunque ya sé lo ocupada que está su merced…».
Doña María no siguió leyendo. Dobló la carta y la puso a un lado. Por un
momento, se sintió llena de envidia; deseó mandar sobre otra alma tan
completamente como era capaz de hacerlo aquella monja… Más que todo, anhelaba
volver a aquella simplicidad en el amor, arrojar de sí el peso del orgullo y la vanidad
que los suyos habían llevado siempre consigo. Para aquietar el tumulto de su mente
tomó un libro devoto e intentó fijar la atención en sus palabras. Pero pasado un
momento sintió bruscamente la necesidad de releer la carta entera, para sorprender, si
era posible, el secreto de semejante felicidad.
Pepita volvió trayendo la cena, seguida por una sirviente. Doña María la miró por
encima del libro como hubiese mirado a un visitante del cielo. Pepita andaba de
puntillas por la habitación arreglando la mesa y dando instrucciones a su ayudanta.
—La cena de su merced está lista —dijo al fin.
—Pero, hija mía, ¿no vas a comer conmigo?
En Lima, Pepita se sentaba generalmente a la mesa con su señora.
—Creí que su merced estaba fatigada, señora. Cené abajo.
«No quiere comer conmigo —pensó la marquesa—. Me conoce y me rechaza.»
—¿Quiere su merced que le lea en voz alta mientras come? —preguntó Pepita,
que se daba cuenta de que había cometido un error.
—No; si quieres, puedes irte a la cama.
—Gracias, señora.
Doña María se había puesto en pie y se acercó a la mesa. Apoyando una mano en
el respaldo de una silla dijo, vacilando:
—Hijita querida, voy a enviar una carta a Lima mañana temprano. Si tú tienes
alguna, puedes mandarla con la mía.
—No, no tengo ninguna —dijo Pepita. Y añadió precipitadamente—: Voy abajo a
buscar carbón para su merced.
—Pero, hija mía, tienes una para… la madre María del Pilar. ¿Por qué no
quieres…?
Pepita fingió ocuparse del brasero.
—No, no voy a enviarla —dijo. Durante la larga pausa que siguió a estas
palabras, se dio cuenta de que la marquesa la estaba mirando estupefacta—. He
cambiado de intención.
—Sé que le gustaría recibir carta tuya, Pepita. La haría muy feliz. Lo sé.
Pepita se ruborizó. Dijo lentamente:
—El posadero dijo que tendría más carbón para su merced al oscurecer. Voy a
decirle que lo suba. —Miró a la anciana y vio que no había dejado de mirarla con los
ojos muy abiertos y tristes, preguntando… Pepita sentía que éstas no eran cosas de las
que se habla; sin embargo, la anciana parecía preocuparse tan de veras por el asunto,
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que se decidió a una respuesta—: No era una carta buena —dijo.
Doña María se quedó con la boca abierta.
—¿Por qué? A mí me parece muy hermosa. Hazme caso, lo sé. No, no. ¿Por qué
ha de ser mala esa carta?
Pepita frunció el ceño buscando una palabra que zanjase la cuestión.
—No es… no es… valiente dijo. Y luego no volvió a decir más. Se llevó la carta
a su cuarto y pudo oírse cómo la rompía. Luego se acostó y se quedó mirando
fijamente en la oscuridad, aún disgustada por haber hablado de aquella manera. Y
doña María se sentó ante su plato asombrada.
Nunca había puesto valor ni en la vida ni en el amor. Sus ojos escrutaron con
fiereza su corazón. Pensó en sus amuletos, en las cuentas de su rosario, en sus
borracheras… pensó en su hija. Recordó la relación mutua de tantos años, coronada
por el desastre de conversaciones malinterpretadas, de imaginarios desaires, de
confidencias inoportunas, de acusaciones de falta de consideración, de
distanciamiento. («Es que aquel día debí yo de estar loca», pensaba recordando que
había dado puñetazos sobre la mesa.) «pero no es culpa mía —exclamó—. No es
culpa mía si soy así… Me dejo llevar por las circunstancias. Así me criaron. Pero
mañana empiezo una vida nueva. Lo has de ver, hija mía».
Por fin, hizo un sitio en la mesa y, volviendo a sentarse escribió la que ella
llamaría su primera carta, su primera carta llena hasta de faltas de ortografía a fuerza
de valor. Recordó, avergonzada, que en la anterior había preguntado lamentablemente
a su hija cuánto la quería, y había citado vorazmente las pocas y vacilantes frases de
cariño que doña Clara había arriesgado últimamente. Doña María podría no recordar
aquellas páginas, mas era capaz de escribir otras, nuevas, libres y generosas, nadie ha
notado jamás en ellas vacilación alguna. Es la famosa carta LVI, a la cual llaman los
enciclopedistas su Segunda Epístola a los Corintios por su párrafo inmortal sobre el
amor: «De entre los miles de personas que encontramos en toda una vida, hija
mía…», etc. Casi amanecía cuando terminó la carta. Abrió el balcón y se quedó
mirando la multitud de estrellas que centelleaban sobre los Andes. Durante las horas
de la noche, aunque hubiese habido pocos para escucharlo, todo el cielo había estado
sonoro con el canto de aquellas constelaciones. Luego entró con una vela en la mano
en la habitación en que dormía Pepita y la estuvo mirando y alisó el húmedo cabello
que cubría la frente de la muchacha. «Viva yo ahora —dijo— para empezar de
nuevo.»
Dos días después, emprendieron el camino de vuelta a Lima, y al cruzar el puente
de San Luis Rey, el accidente que ya sabemos cayó sobre ellas.
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PARTE TERCERA
ESTEBAN
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Estaban obligados a vivir en un mundo donde esto era motivo continuo de
comentarios y bromas. A ellos no les hacían ninguna gracia y sufrían los sempiternos
chistes con estólida paciencia. Desde que aprendieron a hablar, inventaron un
lenguaje secreto, muy poco parecido al español ni en vocabulario ni en sintaxis. Lo
empleaban únicamente cuando estaban solos, o muy de tarde en tarde recurrían a él,
murmurándolo en momentos de grave apuro, delante de gente.
El arzobispo de Lima era un tanto filólogo; se dedicaba a desenmarañar dialectos;
hasta recopiló una brillante tabla sobre los cambios que han sufrido vocales y
consonantes al pasar del latín al español y del español al indohispánico. Estaba
llenando cuadernos con notas de extraña erudición con vistas a distraer la vejez que
pensaba pasar cuando volviese a sus tierras en los alrededores de Segovia. Así es que
cuando un día oyó comentar el lenguaje secreto de los gemelos, talló unas cuantas
plumas de ganso, y los mandó a buscar. Los muchachos se quedaron en pie
humillados sobre las ricas alfombras de su gabinete mientras él intentaba sacarles su
pan y su árbol y su veo y su vi. Ellos no sabían por qué el experimento les resultaba
tan horrible. Sangraban por dentro. Largos y escandalizados silencios seguían a cada
una de las preguntas del arzobispo, hasta que, al fin, uno de los dos mascullaba una
respuesta. El sacerdote pensó al principio que estaban asustados ante su jerarquía y
ante el lujo de su habitación, pero, al fin, muy perplejo, adivinó la existencia de
alguna repugnancia más honda y, con tristeza, los dejó marchar.
Aquel lenguaje secreto era el símbolo de su profunda y mutua identidad, porque
así como «resignación» es una palabra insuficiente para expresar el cambio que se
operó en la marquesa de Montemayor aquella noche en la posada, así la palabra
«amor» es inadecuada para describir la tácita y casi vergonzante unidad de aquellos
hermanos. ¿Qué relación es esa en la cual se cambian pocas palabras y ésas
únicamente sobre detalles de alimento, vestido y ocupaciones; en la cual ambas
personas tienen un curioso reparo hasta en mirarse; y en la cual existe un acuerdo
tácito de no aparecer juntos por la ciudad, y en ir a un mismo encargo por calles
diferentes? Y, sin embargo, junto con esto existía una necesidad mutua tan terrible
que producía milagros tan naturalmente como el aire cargado de electricidad produce
relámpagos. Los hermanos apenas se daban cuenta de ello, pero la telepatía era un
acaecimiento común en sus vidas, y cuando uno de ellos volvía a casa, el otro
siempre se daba cuenta de ello cuando el otro estaba aún a varias calles de distancia.
De pronto, descubrieron que se habían cansado de escribir. Bajaron a la costa y
encontraron trabajo cargando y descargando barcos, sin avergonzarse de trabajar
junto con los indios. Condujeron carretas a través de las provincias. Recogieron fruta.
Fueron barqueros. Y siempre silenciosos. Sus rostros sombríos adquirieron en tales
trabajos aspecto varonil y gitano. Pocas veces se cortaban el pelo y bajo la oscura
maraña sus ojos parecían siempre sorprendidos y hasta un tanto huraños. Todo el
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mundo era para cada uno de ellos remoto y ajeno y hostil, excepto el hermano.
Pero, al fin, la primera sombra cayó sobre aquella unidad, y la sombra la proyectó
el amor a las mujeres. Habían vuelto a la ciudad y de nuevo copiaban papeles para el
teatro. Una noche, el empresario, figurándose que la sala iba a estar medio vacía, les
dio entradas gratuitas. A ellos no les gustó lo que allí encontraron. Cada parlamento
era para ellos una forma envilecida del silencio y aún mucho más fútil la poesía,
forma rebajada del discurso. Todas aquellas alusiones al honor, a la reputación, a la
llama del amor, todas las metáforas sobre pájaros, Aquiles y las piedras preciosas de
Ceilán los fatigaban. En presencia de la literatura, manifestaban la misma oscura
comprensión que asoma a veces en los ojos de un perro, pero siguieron sentados con
paciencia, mirando las brillantes luces y los ricos trajes. En los entreactos de la
comedia, la Perichole abandonaba su papel, se ponía una docena de enaguas y
danzaba a telón corrido. Esteban tenía que hacer algunas copias o lo pretendió para
volverse a casa; pero Manuel se quedó en el teatro. Las medias coloradas y los
zapatos de la Perichole le habían impresionado.
Los dos hermanos solían llevar los manuscritos y habían subido y bajado
escaleras y recorrido los pasillos del teatro para entregarlos. Allí vieron a una
muchacha de muy mal humor, que vestía una chambra llena de manchas y que estaba
zurciéndose las medias delante de un espejo, mientras el director de escena leía en
voz alta un papel para que ella lo aprendiese de memoria. Lanzó durante un momento
el disparo de sus ojos asombrosos sobre los muchachos, que se disipó
instantáneamente al darse cuenta, con gran diversión, de que eran los gemelos. Luego
les obligó a entrar en el cuarto y les hizo colocarse uno junto a otro. Cuidadosamente,
muy divertida y sin remordimientos fue examinando sus rostros pulgada por pulgada
hasta que al fin, poniendo una mano sobre el hombro de Esteban, exclamó: «¡Éste es
el más joven!». Eso sucedió algunos años antes y ninguno de los hermanos había
vuelto a pensar en el episodio.
Desde aquel momento, todos los quehaceres de Manuel parecían llevarle a pasar
por delante del teatro. Ya muy de noche se escondía entre los árboles bajo las
ventanas de la comedianta. No era la primera vez que a Manuel le había fascinado
una mujer. Ambos hermanos habían conocido mujeres, y a menudo, especialmente
mientras trabajaron en la orilla del mar; pero con naturalidad, latinamente; mas ésta
fue la primera vez que su voluntad y su imaginación se habían rendido de tal modo.
Había perdido ese privilegio de la simple naturaleza, la disociación del amor y el
placer. Ahora estaba iniciándose esa loca pérdida del yo, ese no importarle a uno nada
más que sus propios pensamientos dramáticos acerca del ser amado, la febril vida
interior dando vueltas en torno de la Perichole y que a ella tanto le hubiese
sorprendido y asqueado si lo hubiera podido adivinar por un momento.
Este Manuel no se había enamorado por imitación de ninguna literatura. En él no
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era verdad lo que la lengua más ácida de Francia había dicho unos cincuenta años
antes, a saber: que mucha gente nunca hubiera sentido el amor si antes no hubiera
oído hablar de él. Manuel leía poco; sólo había estado una vez en el teatro (donde
más que en parte alguna reina la leyenda de que el amor es una devoción) y las
canciones que había podido oír en las tabernas peruanas, tan diferentes de las de
España, reflejaban muy poco del culto romántico de la mujer idealizada. Cuando se
repetía que era hermosa y rica, e insoportablemente ingeniosa, y querida del virrey,
ninguno de tales atributos que la hacían más inalcanzable tenía poder para apagar su
extraña y tierna excitación. Así, apoyado contra un árbol en la oscuridad,
mordiéndose los nudillos, escuchaba los profundos latidos de su propio corazón.
La vida que ahora llevaba Esteban se encontraba suficientemente llena para él. No
había lugar en su imaginación para una lealtad nueva, no porque su corazón no fuese
tan grande como el de Manuel, sino porque era de textura más simple. Ahora
descubrió el secreto, descubrimiento cuya herida no se cicatriza del todo, a saber: que
hasta en el amor más perfecto, uno de los amadores ama menos profundamente que el
otro. Pueden ser ambos igualmente buenos, igualmente dotados, igualmente
hermosos, pero nunca habrá dos que se amen uno a otro igualmente bien. Por eso
Esteban estaba sentado en su cuarto también mordiéndose los nudillos y
preguntándose por qué Manuel había cambiado tanto, y por qué se había desvanecido
el único sentido de sus vidas.
Una tarde, un muchachuelo detuvo a Manuel en la calle, y le anunció que la
Perichole deseaba que subiera a verla inmediatamente. Manuel cambió el camino que
llevaba y se dirigió al teatro. Erguido, sombrío, al parecer indiferente, entró en el
cuarto de la actriz y se quedó de pie esperando. Camila tenía que pedir un favor a
Manuel, y pensó que eran necesarias unas pocas amabilidades preliminares, pero no
dejó de peinar una peluca rubia que tenía ante ella, en la mesa.
—Tú escribes cartas para la gente, ¿no? Necesito que hagas el favor de escribir
una para mí. Haz el favor de entrar.
Él dio dos pasos más.
—Nunca venís a verme ninguno de los dos. No parecéis españoles —lo cual
quería decir galantes—. ¿Tú quién eres, Manuel o Esteban?
—Manuel.
—Da lo mismo. Ninguno de los dos sois míos. Ninguno de los dos venís nunca a
verme. Aquí me paso el día entero sentada aprendiendo versos estúpidos y no viene a
verme más que un montón de buhoneros. Es porque soy una cómica, ¿verdad?
No era muy sutil el comienzo, mas para Manuel resultaba indeciblemente
complicado. No hacía más que mirarla a través de las sombras de su largo cabello y la
dejaba improvisar.
—Voy a encargarte que escribas una carta mía, una carta muy, muy secreta. Pero
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ahora veo que no te gusto y que si te encargo que me escribas la carta será lo mismo
que echar un pregón por todas las tabernas. ¿Qué significa ese modo de mirarme?
¿Eres amigo mío?
—Sí, señora.
—Vete. Que venga Esteban. Ni siquiera dices: «Sí, señora» como lo diría un
amigo.
Pausa larga. Por fin, ella levantó la cabeza:
—¿Todavía estás ahí? ¿Enemigo?
—Sí, señora… Puede la señora fiarse de mí para hacer lo que sea…, puede fiarse.
—Si te pido que escribas una carta… o dos ¿me prometes no decir nunca a
ningún ser humano lo que va escrito en ellas, ni siquiera que tú las has escrito?
—Sí, señora.
—¿Por qué me lo prometes? ¿Por la Virgen María?
—Sí, señora.
—¿Y por el corazón de santa Rosa de Lima?
—Sí, señora.
—¡Válgame Dios, Manuel, cualquiera pensaría que eres estúpido como un buey!
Manuel, estoy muy enojada contigo. No eres estúpido. No pongas esa cara de
estúpido. Haz el favor de no volver a decir «Sí, señora». No seas estúpido o mando a
buscar a Esteban. ¿Es que te pasa algo?
Aquí, Manuel se lanzó a la lengua española y exclamó con innecesario vigor:
—¡Juro por la Virgen María y por el corazón de santa Rosa de Lima que todo lo
que tenga que ver con esa carta será secreto!
—¿Hasta para Esteban?
—Hasta para Esteban.
—Ya vamos mejor —le indicó por señas que se sentara delante de la mesa donde
ya estaba dispuesto el material para escribir. Al dictar paseaba por el cuarto,
frunciendo el ceño, moviendo las caderas. Con los brazos en jarras hacía que el chal
se moviese en sus hombros en son de desafío.
—Camila Perichole besa las manos de Vuestra Excelencia y dice… No, toma
otra hoja y vuelve a empezar… La señora Micaela Villegas, artista, besa las manos
de Vuestra Excelencia y dice que siendo víctima de los envidiosos y embusteros
amigos de Vuestra Excelencia, que Dios guarde, no puede seguir sufriendo por más
tiempo sospechas y celos. Esta servidora de Vuecencia siempre ha valorado la
amistad de Vuestra Excelencia y nunca ha cometido ni con el pensamiento ofensa
ninguna contra ella, pero no puede seguir luchando contra las calumnias que
Vuestra Excelencia cree tan fácilmente. La señora Villegas, artista, llamada la
Perichole, por consiguiente, devuelve con ésta aquellos regalos de Vuestra
Excelencia, de los que aún no ha dispuesto sin posibilidad de recobrarlos, ya que sin
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la confianza de Vuestra Excelencia, su servidora no saca de ellos placer ninguno.
Camila siguió paseando por la habitación varios minutos, consumidos por sus
pensamientos. Luego, sin mirar siquiera a su secretario, ordenó: —Toma otra hoja de
papel. «¿Te has vuelto loco? Que no se te ocurra volverme a brindar otro toro. El
último ha armado una guerra espantosa. Dios te proteja, potrito mío. El viernes por
la noche, en el mismo sitio de siempre, a la misma hora. Llegaré un poco tarde
porque el zorro está despierto.» Esto es todo.
Manuel se puso en pie.
—¿Juras que no te has equivocado en nada?
—Sí, lo juro.
—Ahí tienes tu dinero.
Manuel tomó el dinero.
—De cuando en cuando, tendrás que escribirme más cartas. Mis cartas
acostumbra a escribirlas mi tío; pero de éstas no quiero que se entere. Buenas noches.
Con Dios.
—Con Dios.
Manuel bajó las escaleras y estuvo mucho tiempo entre los árboles, sin pensar, sin
moverse.
Esteban sabía que su hermano estaba continuamente pensando en la Perichole,
pero nunca sospechó que la viera. De cuando en cuando, durante los dos meses
siguientes, un muchachuelo se le acercaba en la calle a toda prisa y le preguntaba si
era Manuel o Esteban, y al saber que era Esteban, añadía que necesitaban a Manuel
en el teatro. Esteban pensó siempre que le llamaban para algún trabajo de copia, y por
tanto no estaba preparado para la visita que una noche recibieron en su habitación.
Era casi medianoche. Esteban se había acostado y miraba medio escondido bajo
la manta la vela junto a la cual estaba trabajando su hermano. Dieron un golpecito en
la puerta y Manuel la abrió para dejar entrar a una dama tapada, sin aliento y
nerviosa. Se quitó el manto de la cara y dijo precipitadamente:
—Pronto, tinta y papel. ¿Eres Manuel, no? Tienes que escribirme una carta
inmediatamente.
Durante un momento su mirada cayó sobre un par de ojos relucientes que la
miraban desde el borde de la cama. Murmuró:
—Bueno…, ustedes disculpen. Ya sé que es tarde. Pero ha sido necesario… He
tenido que venir —luego, volviéndose hacia Manuel le murmuró al oído—: Escribe:
«Yo, la Perichole, no estoy acostumbrada a esperar en una cita». ¿Has terminado ya?
«No eres más que un cholo, y hay mejores matadores que tú, hasta en Lima. Yo soy
medio castellana y no hay actriz mejor en el mundo entero. No volverás a tener
ocasión… ¡Fíjate bien en esto!… ocasión de tenerme otra vez esperando, cholo, y yo
seré quien me ría la última, porque ni siquiera una actriz se hace vieja tan deprisa
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como un torero.»
Para Esteban, entre sombras, el cuadro de Camila inclinada sobre la mano de su
hermano y murmurando palabras en su oído fue evidencia completa de que una nueva
simpatía se había formado y de una clase que él nunca había de conocer. Lanzó una
mirada más a aquel cuadro de amor, a todo el paraíso de que le habían arrojado, y se
volvió de cara a la pared.
Camila se apoderó de la carta en cuanto Manuel hubo terminado de escribirla,
echó una moneda sobre la mesa y salió de la habitación en un vertiginoso remolino de
encaje negro, cuentas coloradas y excitados murmullos. Manuel volvió desde la
puerta con la vela en la mano. Se sentó, se tapó los oídos con las manos y apoyó los
codos en las rodillas. La adoraba. Murmuró para sí una y otra vez que la adoraba,
haciendo del sonido una especie de conjuro y un obstáculo al pensamiento.
Vació su mente de todo lo que no fuera aquella cantilena, y precisamente aquel
vacío le permitió darse cuenta del estado de ánimo de Esteban. Parecióle oír una voz
que salía de las tinieblas y le decía: «Síguela, Manuel. No te estés aquí. Serás feliz.
Hay lugar para todos en el mundo». Su comprensión se hizo aún más intensa, y tuvo
la imagen mental de Esteban que se marchaba muy lejos y le decía adiós, muchísimas
veces al alejarse. Se llenó de terror; a la luz de su espanto vio que todos los demás
apegos en el mundo no eran sino sombras, o ilusiones de calentura, hasta la madre
María del Pilar, hasta la Perichole. No podía comprender que la angustia de Esteban
pudiera presentarse exigiendo una elección entre él y la Perichole, pero sí podía
comprender la angustia de Esteban como angustia. E inmediatamente se lo sacrificó
todo, si puede decirse que alguna vez sacrificamos algo excepto lo que sabemos que
no podremos obtener nunca o lo que alguna oculta sabiduría nos dice que sería triste
o incómodo poseer. Seguramente, no había nada sobre lo que Esteban pudiera basar
una queja. No eran celos, porque en sus otros asuntos de amores, nunca se le había
ocurrido a ninguno de ellos que su lealtad mutua hubiera disminuido. Era únicamente
que en el corazón de uno de los dos quedaba un hueco para un afecto de pura
imaginación, y en el otro, no. Manuel era incapaz de comprender semejante cosa y,
como iremos viendo, sentía oscuramente que se le acusaba injustamente. Pero
comprendía que Esteban sufría. En su excitación, buscaba a tientas un medio de
sujetar a su hermano, que parecía irse perdiendo en una lejanía. Y, de una vez, con
decidido ímpetu de la voluntad, se arrancó a la Perichole del corazón.
Apagó la luz y se tendió en la cama. Estaba temblando. Dijo en voz alta con
exagerada naturalidad:
—¡Ea!, es la última carta que escribo para esa mujer. Puede irse a cualquier otra
parte en busca de alcahuete. Si vuelve a llamar aquí o me manda a buscar no estando
yo en casa, díselo. Pero clarito para que lo entienda. Ésta ha sido la última vez que
tengo algo que ver con ella. Y con eso, empezó a recitar sus oraciones nocturnas en
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voz alta. Mas, apenas había llegado a A sagitta volante in die, se dio cuenta de que
Esteban se había levantado y estaba encendiendo la vela.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—Voy a dar una vuelta —repuso Esteban hoscamente, abrochándose el cinturón.
Luego rompió a hablar con un matiz de ira—: Por mí, no tienes que decir eso que has
dicho. No me importa si le escribes las cartas o no se las escribes. Por mí, no tienes
que cambiar nada. No tengo nada que ver con eso.
—Vete a la cama, estúpido. ¡Ay Dios, qué necio eres, Esteban! ¿De dónde sacas
que lo que he dicho lo he dicho por ti? ¿No me crees cuando aseguro que he
terminado de tratar con ella? ¿Te figuras que necesito seguir escribiendo sus cochinas
cartas y que me las pague de esta manera?
—Está bien. La quieres. Por mí no tienes que dejar de quererla.
—¿Quererla? ¿Quererla? Esteban, estás loco. ¿Cómo la voy a querer? ¿Qué
probabilidad habría para mí? ¿Supones que me iba a mandar escribir esas cartas si
hubiera algo posible entre ella y yo? ¿Supones que me tiraría así una moneda a la
mesa cada vez que…? Estás loco, y no hay más que hablar.
Hubo una pausa larga. Esteban no quería irse a la cama. Se sentó junto a la vela
en el centro de la habitación, y se puso a golpear con la mano el filo de la mesa.
—¡Vete a la cama, estúpido! —gritó Manuel apoyándose en un codo e
incorporándose debajo de la manta. Hablaban en su lenguaje secreto y el nuevo dolor
de su corazón daba más tono de realidad a su ficción de rabia—. Lo que te digo es la
verdad.
—No quiero. Voy a dar una vuelta —replicó Esteban, cogiendo el abrigo.
—No puedes ir a dar una vuelta. Son las dos. Está lloviendo. No puedes salir y
estar andando por ahí horas y horas. Mira, Esteban, te juro que ya no hay nada de
todo aquello. No estoy enamorado de ella. Lo estuve algún tiempo.
Ya Esteban estaba en la sombra de la puerta abierta. Con esa voz extraña en que
hacemos las declaraciones más solemnes de nuestras vidas, murmuró:
—Os estorbo. —Y dio media vuelta para marcharse.
Manuel saltó de la cama. Le parecía tener la cabeza llena de un ruido tremendo en
el cual una voz le gritaba que Esteban se marchaba para siempre, que para siempre le
dejaba solo. —¡En nombre de Dios, en nombre de Dios, Esteban, vuelve; vuelve!
Esteban volvió y se metió en la cama, y durante varias semanas no se habló más
del asunto. La noche siguiente, Manuel había tenido ocasión de declarar lo que había
decidido. Llegó un mensajero de la Perichole y él le dijo secamente que informase a
la artista de que Manuel no escribiría más cartas para ella.
Una noche, Manuel se hizo una herida en la rodilla, al darse un golpe con un
pedazo de metal.
Ni él ni su hermano habían estado enfermos un solo día de su vida, y ahora
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Manuel, completamente desconcertado, veía cómo se le hinchaba la pierna y sentía
las oleadas de dolor que subían y bajaban por su cuerpo. Esteban, sentado frente a él,
le miraba a la cara intentando figurarse la magnitud de sus dolores. Por fin, una
medianoche Manuel recordó que el escaparate de un peluquero de la ciudad
aseguraba que su propietario era hábil barbero y cirujano. Esteban se puso a correr
por las calles, buscándole. Llamó a la puerta. La mujer salió a la ventana y le dijo que
su marido volvería por la mañana. Durante las tremendas horas siguientes, se repetían
uno a otro que en cuanto el doctor examinase la pierna, todo se arreglaría. Haría algo,
y Manuel dentro de un día o dos, tal vez mañana mismo, volvería a andar por las
calles.
El barbero llegó y recetó varios jaropes y ungüentos. Mandó a Esteban que cada
hora le pusiese fomentos de agua fría en la pierna. Se marchó, y los gemelos se
sentaron a esperar que los dolores se calmaran. Pero mientras seguían mirándose a la
cara, esperando el milagro de la ciencia, el dolor iba en aumento. Hora tras hora,
Esteban se acercaba con la toalla chorreando, y descubrieron que el momento de su
aplicación era el peor de todos. Con toda la fortaleza del mundo, Manuel no podía
menos de gritar y de arrojarse de la cama. Llegó la noche, y Esteban, estólidamente,
esperaba, vigilaba y trabajaba. Las nueve, las diez, las once. Ahora, cuando llegaba el
momento de aplicarle el trapo mojado (la hora sonaba tan musicalmente en todas las
torres), Manuel suplicaba a su hermano que no lo hiciese. Recurría al engaño y
aseguraba que apenas le dolía. Pero Esteban, con el corazón estallando de pena y los
labios como una línea de hierro, retiraba la manta y ataba ferozmente la toalla mojada
en su lugar. Manuel, poco a poco, se iba poniendo delirante y, durante la operación,
todos los pensamientos que no se permitía en su sano juicio salían aumentados de su
boca.
Por fin, a las dos, enloquecido de rabia y dolor, tirándose de la cama y golpeando
el suelo con la cabeza, gritó:
—¡Dios condene tu alma al más caliente de todos los infiernos! ¡Mil diablos te
atormenten toda la eternidad! ¿Me oyes? ¡Así Dios condene tu alma!
Al oírle Esteban, como si le faltase el aire, se salió a la antesala y se quedó
apoyado en la puerta, con los ojos y la boca desmesuradamente abiertos. Pero seguía
oyendo dentro de sí: «¡Sí, Esteban, ojalá Dios condene tu alma de bestia por toda la
eternidad! ¿Lo oyes? Por haberte puesto entre mí y lo que era mío de derecho. Era
mía, ¿lo oyes?, y ¿qué derecho tenías tú…?». Y seguía haciendo una descripción
apasionada de la Perichole.
Los exabruptos se repetían de hora en hora. Esteban tardó algún tiempo en darse
cuenta de que su hermano no estaba en su juicio. Después de algunos momentos de
horror, en los cuales tenía su parte el ser devoto creyente, volvió a entrar en la
habitación y prosiguió su deber con la cabeza baja.
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Hacia el amanecer el enfermo pareció serenarse un tanto. (¿Para qué mal humano
no parece ser un alivio la aurora?) En uno de aquellos intervalos, Manuel dijo
tranquilamente:
—¡Alabado sea Dios! Me siento mejor, Esteban. Esos trapos mojados, por lo
visto, sirven de algo. Ya verás. Mañana me podré levantar y andar por ahí. Tú llevas
siete días sin dormir. Has de ver cómo ya no te doy más guerra, Esteban.
—No me das guerra, loco.
—No me tomes en serio cuando te digo que no me pongas esos trapos.
Pausa larga. Por fin, Esteban dijo, casi inaudiblemente:
—Estoy pensando…, estoy pensando que estaría bien que mandase a buscar a la
Perichole, ¿no te parece? Podría venir y verte siquiera unos minutos, quiero decir…
—¿Ella? ¿Todavía sigues pensando en ella? Por nada de este mundo la quiero ver
aquí. No.
Pero Esteban no estaba satisfecho. Sacó unas cuantas frases del mismo centro de
su ser:
—Manuel, todavía sientes, ¿no?, que me haya puesto entre tú y la Perichole, y en
cambio no recuerdas que te dije que a mí no me importaba nada. Te juro que me
hubiese alegrado si te hubieses ido con ella, o cualquier cosa.
—Pero ¿a qué sacas eso ahora, Esteban? Te vuelvo a decir en nombre de Dios que
ya no pienso en eso. No es nada para mí. ¿Cuándo se te va a olvidar? Te digo que me
alegro de que las cosas sean como son. Mira, me da rabia cuando sigues volviendo a
lo mismo.
—Manuel, no quisiera volver a hablarte de ello, pero cuando te enojas conmigo
por los trapos… también te enojas conmigo por lo otro. Y hablas de ello y…
—Mira, yo no soy responsable de lo que digo. Cuando me duele la pierna, ya
ves…
—Entonces, ¿no me condenas al infierno por…? Parece como si yo me hubiera
puesto entre tú y ella.
—¿Condenarte al…? ¿Por qué dices eso? Te estás volviendo loco. Cosas que te
figuras. Llevas mucho tiempo sin dormir. He sido una maldición para ti, y por mí
estás perdiendo la salud. Pero ya verás, ya no te molestaré mucho tiempo. ¿Cómo te
voy a condenar al infierno, Esteban, si eres todo lo que tengo en el mundo?
Comprende, mira, es que cuando me pones los paños fríos me pierdo y nada más. Ya
lo sabes. No lo pienses más. Ya es hora de ponérmelo otra vez. No diré ni palabra.
—No, Manuel, esta vez no te lo pongo. No te sentará mal dejarlo una vez.
—Tengo que curarme, Esteban. Tengo que levantarme pronto, de sobra lo sabes.
Pónmelo. Pero… un minuto. Dame el crucifijo. ¡Juro por el cuerpo y la sangre de
Cristo que si digo algo contra Esteban, no lo pienso, y son palabras locas que estoy
soñando por lo mucho que me duele la pierna! Dios me cure pronto. Amén. Anda,
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pónmelo. Ya estoy listo.
—Mira, Manuel, por una vez que lo dejemos, no vas a empeorar, ya verás. Te
sentará bien, de seguro, no alterarte una vez más.
—No, no. Tengo que ponerme bueno. El doctor ha dicho que hay que hacerlo. No
diré ni palabra, Esteban.
Y todo volvió a empezar de nuevo.
Durante la segunda noche, una prostituta que había en el cuarto de al lado empezó
a dar golpazos en la pared, ofendida por aquellas palabrotas. Un sacerdote que vivía
en el cuarto del otro lado salió a la antesala y llamó a la puerta. Todos los habitantes
del piso se reunieron ante la puerta con exasperación. El hostelero subió las escaleras
prometiendo a voces a sus huéspedes que echaría a la calle a los gemelos en cuanto
amaneciese. Esteban, con la vela en la mano, quería salir a la antesala para dar a los
que protestaban el gusto de insultarle cuando les viniera en gana; pero, después, en
los momentos de mayor angustia, apretaba con fuerza una mano sobre la boca de su
hermano. Lo cual aumentaba la rabia de Manuel en su contra y no cesaba de gruñir en
toda la noche.
La noche tercera Esteban mandó a buscar al sacerdote y, entre las enormes
sombras, Manuel recibió los santos sacramentos y murió.
Después de ello, Esteban se negó a acercarse a la casa. Emprendía largas
caminatas, pero luego volvía y daba vueltas, mirando a los que pasaban junto a él, a
dos calles de distancia de donde su hermano yacía. El hostelero no pudo convencerle
de ningún modo; recordó que los muchachos se habían criado en el convento de
Santa María Rosa de las Rosas y mandó a buscar a la abadesa. Sencilla y
cuerdamente, ella dirigió cuanto había que hacer. Luego fue a la esquina de la calle
donde estaba Esteban para hablar con él. Esteban la veía acercarse a él y la miraba a
un tiempo con anhelo y con desconfianza. Y cuando ya la tuvo muy cerca, dio media
vuelta y miró a otro lado.
—Necesito que me ayudes. ¿No quieres venir a la casa y ver a tu hermano? ¿No
quieres ayudarme?
—No.
—¡No quieres ayudarme! —Larga pausa.
De pronto, mientras estaba allí desamparada, le vino a la memoria un incidente
ocurrido tiempo atrás: los gemelos, que entonces tendrían unos quince años, estaban
sentados en el suelo a sus pies y ella les contaba la historia de la Crucifixión.
Aquellos ojos grandes y serios estaban fijos en sus labios. De pronto, Manuel había
dicho a gritos: «¡Si Esteban y yo hubiéramos estado allí, lo hubiésemos evitado!».
—Bueno, puesto que no quieres ayudarme, por lo menos dime cuál eres.
—Manuel —dijo Esteban.
—Manuel, ¿no quieres subir y sentarte conmigo y velar siquiera un rato?
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—No —dijo, después de una larga pausa.
—Pero, Manuel, querido Manuel, ¿no recuerdas cuántas cosas hacías por mí
cuando eras niño? Entonces sí querías atravesar toda la ciudad para hacer un recado.
Y cuando estuve enferma, obligabas a la cocinera a que te dejara traerme la sopa…
—Otra mujer hubiera dicho: «¿Recuerdas lo mucho que yo hice por ti?».
—Sí.
—Yo también, Manuel, perdí a alguien. Yo también… una vez. Sabemos que
ahora Dios los tiene en sus manos…
Pero tampoco eso sirvió de nada. Esteban echó a andar y se alejó de ella. Cuando
estuvo a unos veinte pasos se detuvo y miró hacia una calle que cruzaba, como un
perro que quiere escaparse, pero no se atreve a ofender a su amo que le está
mandando que vuelva.
Esto fue todo lo que lograron sacar de él. Cuando el temeroso cortejo atravesó la
ciudad, con sus negros encapuchados, sus cirios encendidos en pleno día, su gala de
calaveras amontonadas, sus terribles salmos, Esteban lo siguió andando por las calles
paralelas, mirando en las encrucijadas desde la distancia, como un salvaje.
Toda Lima se tomaba interés en esta separación de los gemelos. Las amas de casa
hablaban en voz baja unas con otras, compartiendo el duelo, mientras sacudían
alfombras en los balcones. Los hombres, en las tabernas, al aludir al caso, cabeceaban
y fumaban guardando un minuto de silencio. Algunos viajeros del interior dijeron que
habían visto a Esteban, vagabundo, con los ojos como ascuas, a lo largo de los cauces
secos de los ríos o entre las grandes ruinas de la antigua raza. Un pastor de llamas se
lo había encontrado sentado en lo alto de una loma, no se sabe si dormido o
trastornado, cubierto de rocío, bajo las estrellas. Algunos pescadores le habían
sorprendido nadando muy lejos de la costa.
De cuando en cuando, encontraba trabajo, servía de pastor o de carretero; al cabo
de unos pocos meses, desaparecía y vagaba otra vez de provincia en provincia. Mas
siempre acababa por volver a Lima. Un día apareció en la puerta del camerino de la
Perichole; pareció que iba a hablar, la miró fijamente y se marchó.
Otro día, una monja entró precipitadamente en el despacho de la madre María del
Pilar con la noticia de que Esteban (a quien ellas llamaban Manuel) estaba parado
ante la puerta del convento. La abadesa se apresuró a salir a la calle. Meses enteros
había estado preguntándose qué estrategia podría decidir a aquel muchacho medio
loco a vivir de nuevo entre ellas. Adoptó el aspecto más grave y tranquilo que pudo y
apareciendo en la puerta de la calle, murmuró: «Amigo», y le miró. Él le devolvió la
mirada con la misma expresión de ansiedad y desconfianza que había mostrado antes,
y se quedó parado y temblando. Nuevamente la abadesa murmuró: «Amigo», y dio
un paso hacia él. Mas, de pronto, él dio media vuelta, echó a correr y desapareció.
La madre María del Pilar volvió con paso vacilante a su despacho y cayó de
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rodillas, exclamando con ira:
—¡He pedido que me dieras prudencia y no me la has dado! No has querido
concederme la menor gracia. No sirvo más que para fregar suelos.
Mas, durante la penitencia que se impuso por aquella falta de fe, le acudió el
pensamiento de mandar a buscar al capitán Alvarado. Tres semanas más tarde
sostuvo con él una conversación. Y al día siguiente el capitán salió para Cuzco, donde
—se decía— Esteban estaba haciendo copias para la Universidad.
Existía, durante aquellos años, en el Perú la extraña y noble figura del capitán
Alvarado, el viajero. Estaba ennegrecido y curtido por todas las intemperies. En
medio de la plaza estaba con los pies separados como si estuviera plantado en la
movediza cubierta de un barco. Tenía ojos extraños, no acostumbrados a las
distancias cortas, demasiado avezados a abarcar las apariciones de una constelación
entre nube y nube o el perfil de un cabo a través de la lluvia. Su carácter reservado se
explica para la mayoría de nosotros por sus largos viajes, pero la marquesa de
Montemayor miraba desde otra luz esta cuestión.
«El capitán Alvarado —escribía a su hija— te entregará personalmente esta
carta. Preséntale a alguno de tus geógrafos, tesoro mío, aunque a él tal vez le
moleste un tanto, porque es un diamante de sinceridad. Nunca verán a nadie que
haya ido tan lejos en sus viajes. Anoche me contaba algunos de ellos. Figúratelo
empujando la proa a través de un mar de hierbajos, soliviantando a una nube de
peces como una nube de langosta en junio; o navegando entre islas de hielo. Ha
estado en China y ha subido navegando los ríos de África. Pero no es meramente un
aventurero y, al parecer, no está orgulloso de haber descubierto tierras nuevas; ni
tampoco es un simple mercader. Un día le pregunté francamente por qué vivía así y
él soslayó mi pregunta. He sabido, por medio de mi lavandera, cuál es la razón de su
vagabundeo: hija mía, tenía una hija; niña mía, tenía una niña. Era ya lo bastante
crecida para hacerle la comida cuando estaba de vacaciones y para recoserle un
poco la ropa. Por aquellos días él no navegaba sino entre México y Perú, y cientos
de veces le dijo adiós al marcharse y al volver le salió a recibir con alegría. No
tenemos medio de saber si era más bonita o más inteligente que los miles de
muchachas que vivían junto a él, pero era suya. Supongo que te parece innoble que
un hombre grande como una encina vaya por el mundo como un ciego en una casa
vacía, sólo porque le han quitado una cría. No, no, eso tú no lo puedes comprender,
adorada mía, pero yo lo comprendo y, sólo de pensarlo, me pongo pálida. Anoche,
sentado junto a mí, me habló de ella. Apoyando la mejilla en la palma de la mano y
mirando la lumbre, dijo: «A veces, se me antoja que está de viaje y que pronto la
volveré a ver. Me parece que está en Inglaterra». Te reirás de mí, pero creo que va
recorriendo hemisferios por pasar el tiempo que le falta para llegar a viejo.»
Los gemelos siempre habían tenido gran respeto al capitán Alvarado. Habían
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trabajado para él durante algún tiempo y el silencio de los tres había hecho una
almendrita de sentido en un mundo de jactancia, autojustificación y retórica. Así,
pues, cuando el gran viajero entró en la oscura cocina donde Esteban estaba
comiendo, el muchacho retiró su silla hasta lo más oscuro de la habitación, pero,
desde lejos, se alegraba. El capitán no dio señales de haberle reconocido, ni siquiera
de haberle visto, hasta que terminó de comer. Esteban había terminado mucho antes,
pero como no deseaba que nadie le hablase decidió esperar hasta que el capitán
hubiese salido de la bodega. Mas el capitán se acercó a él y dijo:
—¿Eres Esteban o Manuel? Una vez me ayudasteis en un trabajo de descarga.
Soy el capitán Alvarado.
—Sí —dijo Esteban—. ¿Qué tal te va? —Esteban murmuró no se sabe qué.
—Ando en busca de unos cuantos muchachos fuertes para llevármelos en mi
próximo viaje. —Pausa—. ¿Te gustaría embarcar? —Pausa más larga—. Inglaterra.
Y Rusia… trabajo duro. Buena paga… Camino largo desde el Perú… ¿qué? ¿Te
gustaría?
Al parecer, Esteban no había escuchado. Estaba sentado sin levantar la vista de la
mesa. El capitán alzó la voz como si hablase con un sordo.
—Te he dicho: ¿quieres venir conmigo en mi próximo viaje?
—Sí, iré —respondió Esteban súbitamente.
—Muy bien. Muy bien. También quiero que venga tu hermano, por supuesto.
—No.
—¿Por qué? ¿No querría embarcar?
Esteban murmuró algo, mirando a otro lado. Luego, poniéndose en pie, dijo:
—Ahora me tengo que marchar. Tengo que ver a uno para una cosa.
—Deja que hable yo mismo con tu hermano. ¿Dónde está tu hermano?
—… muerto —dijo Esteban.
—¡Ah!, no lo sabía, no lo sabía. Lo siento.
—Sí —dijo Esteban—. Me tengo que marchar.
—¡Hum! ¿Tú cuál eres? ¿Cómo te llamas?
—Esteban.
—¿Cuándo murió Manuel?
—¡Oh! Hace ya, ya unas semanas. Se dio un golpe en la rodilla no sé con qué y…
ya hace unas cuantas semanas.
Ambos tenían los ojos clavados en el suelo.
—¿Cuántos años tienes, Esteban?
—Veintidós.
—Entonces, ¿queda entendido que te vienes conmigo de viaje?
—Sí.
—Puede que no estés acostumbrado al frío.
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—Sí, estoy acostumbrado. Ahora me tengo que marchar. Tengo que ir a la ciudad
a ver a alguien para una cosa.
—Está bien, Esteban. Vuelve aquí a cenar y hablaremos del viaje. Vuelve;
echaremos un traguito, ya verás. ¿Quieres?
—Sí, quiero.
—Con Dios.
—Con Dios.
Cenaron juntos y convinieron en salir para Lima a la mañana siguiente. El capitán
le emborrachó lo más que pudo. Al principio escanciaban y bebían, volvían a
escanciar y a beber en silencio. Luego el capitán habló de barcos y de sus rumbos.
Hizo preguntas al muchacho sobre el manejo de las jarcias y sobre las estrellas que
sirven de guía. Luego, Esteban empezó a hablar de otras cosas, y dando grandes
voces:
—En el barco me tendrá su merced que dar algo que hacer todo el tiempo. Haré lo
que sea, lo que sea. Subiré a lo más alto del palo a sujetar las jarcias; y me estaré en
vela toda la noche…, porque ha de saber su merced que de noche no duermo de
ninguna manera. Y, capitán, en el barco hará su merced como que no me conoce.
Finja que me odia hasta no poder más. Así me tendrá que dar siempre cosas que
hacer. No puedo sentarme a una mesa y estarme quieto como antes, ¡eso no!… y a los
demás no hay que decirles nunca nada mío… es decir nada de…
—He oído contar que un día entraste en una casa que estaba ardiendo y sacaste a
alguien de entre las llamas.
—Sí, y no me quemé ni me pasó nada. Sabe su merced —gritó Esteban
echándose de bruces sobre la mesa—, no puede uno matarse; no está permitido; ya
sabemos que no está permitido. Todo el mundo lo sabe. Pero si te tiras a una casa que
está ardiendo para salvar a alguien, aunque te murieras, no sería matarte. Y si te
metes a torero y el toro te engancha, tampoco sería matarte tú. ¿Ha reparado su
merced en que los animales no se matan nunca, aunque estén seguros de perder?
Nunca se tiran a un río o cosa así, ni cuando están seguros de perder. Hay quien dice
que los caballos se tiran a las hogueras. ¿Es verdad?
—No lo creo.
—Yo tampoco. Una vez tuvimos un perro. Bueno, en eso no quiero pensar.
Capitán Alvarado, ¿conoce su merced a la madre María del Pilar?
—Sí.
—Quiero hacerle un regalo antes de marchar. Quiero que su merced me dé de mi
paga antes de salir… de todos modos, no he de necesitar dinero… y quiero comprarle
un regalo ahora. El regalo no es sólo mío. Era… era… —aquí Esteban hubiera
querido decir el nombre de su hermano, pero no pudo. En vez de ello, continuó en
voz muy baja—: Una vez tuvo así como… vamos… tuvo una pérdida seria…, una
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vez… Ella lo dijo. No sé quién sería, y quiero hacerle un regalo. Las mujeres no
pueden soportar estas cosas como nosotros.
El capitán le prometió que irían a comprar algo al día siguiente por la mañana.
Esteban siguió hablando de ello largo rato. Al fin, el capitán le vio caer dormido,
debajo de la mesa, y él, levantándose, salió a la plaza que había delante del bodegón.
Miró la línea de los Andes y las corrientes de estrellas que eternamente se
amontonaban cruzando el cielo. Y allí estaba aquel fantasma colgado en el aire y
sonriéndole, el fantasma con voz de plata, que le decía por milésima vez: «No tardes
en volver. Que cuando vuelvas ya seré una chica mayor». Luego volvió a entrar en la
posada, llevó a Esteban a su cuarto y se quedó sentado mirándole largo rato.
A la mañana siguiente, estaba esperando al pie de las escaleras cuando apareció
Esteban.
—Vámonos, si estás listo —dijo el capitán.
Había vuelto el extraño brillo a los ojos del muchacho. Dijo bruscamente:
—No, no voy. Lo he pensado mejor. No voy.
—¡Ay, Esteban! Pero me prometiste que vendrías.
—Es imposible. No me puedo marchar. —Y se volvió a la escalera.
—Ven aquí un momento, Esteban, sólo un momento.
—No puedo marcharme. No puedo dejar el Perú.
—Es que tengo que decirte algo.
Esteban volvió al pie de la escalera.
—¿Qué hay del regalo para la madre María del Pilar? —preguntó el capitán en
voz baja. Esteban seguía callado, mirando a las montañas—. ¿No pensarás quitarle el
regalo? Significaría tanto para ella…, de sobra lo sabes.
—Está bien —murmuró Esteban, al parecer muy preocupado.
—Sí. Además, el océano es mejor que el Perú. Ya conoces Lima y el Cuzco y la
carretera. Ya no necesitas saber más de ellos. Mira, lo que necesitas es el océano.
Además, en el barco, a cada minuto tendrás algo que hacer. De eso me encargo yo.
Anda a buscar tus cosas, y vámonos.
Esteban estaba intentando tomar una decisión. Siempre había sido Manuel el que
tomaba las decisiones, y ni siquiera Manuel se había visto obligado a tomar ninguna
tan importante como ésta. Esteban subió despacio la escalera. El capitán le estuvo
esperando largo rato, tanto que, al fin, se aventuró a subir la mitad de la escalera y
escuchó. Primero, todo era silencio; luego oyó una serie de ruidos que su imaginación
fue capaz de identificar inmediatamente. Esteban había raspado el yeso de una viga y
estaba atando a ella una cuerda. El capitán se quedó parado, temblando. «Acaso vale
más así —se dijo—. Tal vez debo dejarle en paz. Quizás es lo único posible para él.»
Mas al oír otro ruido se precipitó contra la puerta, cayó dentro del cuarto y sujetó al
muchacho.
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—¡Márchese! —dijo gritando Esteban—. ¡Déjeme! ¡No venga ahora!
Esteban cayó boca abajo al suelo.
—¡Estoy solo, solo, solo! —gritaba.
El capitán estaba en pie junto a él, con el feo rostro arrugado y gris de pena:
estaba reviviendo sus horas pasadas. Fuera de los términos marineros, era el
conversador más torpe del mundo, y hay veces en que hace falta mucho valor para
decir las cosas trilladas. No podía tener la seguridad de que aquella figura tendida en
el suelo le estaba escuchando, pero dijo:
—Se hace lo que se puede. Hay que empujar, Esteban, lo mejor que podamos. No
es por mucho tiempo, ¿sabes? El tiempo pasa y pasa. Te sorprenderá lo deprisa que
puede llegar a pasar el tiempo.
Salieron hacia Lima. Cuando llegaron al puente de San Luis Rey, el capitán bajó
al río para supervisar el paso de algunas mercaderías, pero Esteban cruzó por el
puente y cayó con él.
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PARTE CUARTA
EL TÍO PÍO
Y en la carta siguiente:
Querida mía: El Tío Pío es el hombre más delicioso del mundo, excepto tu
marido. Digamos que es el segundo hombre más delicioso del mundo. Su
conversación es encantadora. Si no tuviera tan mala fama, le haría mi secretario.
Podría escribir todas mis cartas y generaciones enteras se levantarían llamándome
ingeniosa. ¡Ay!, le tienen tan apolillado la enfermedad y las malas compañías, que
tengo que dejarle en su bajo mundo. Es, no ya una hormiga, sino una baraja sucia. Y
dudo que todas las aguas del Pacífico pudieran volverle a poner limpio y fragante.
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¡Pero qué español tan divino habla y qué exquisitas cosas dice en él! Eso es lo que se
saca de pasarse la vida en un teatro sin oír más diálogos que los de Calderón. ¡Ay,
qué le pasa a este mundo, alma mía, para que trate tan mal a un ser como éste! Tiene
los ojos tristes como los de una vaca a la que acaban de quitar su décimo ternero.
Habéis de saber antes que este Tío Pío era la doncella de Camila Perichole. Era
también su maestro de canto, su peluquero, su masajista, su lector, su recadero, su
banquero; el rumor público añadía: su padre. Por ejemplo, le enseñaba sus papeles.
Se susurraba que Camila sabía leer y escribir. Pero tal lisonja carecía de fundamento;
el Tío Pío leía y escribía por ella y para ella. En lo mejor de la temporada, la
compañía ponía en escena dos o tres comedias por semana, y como en cada una de
ellas había un papel largo y florido para la Perichole, la mera tarea de aprenderlos de
memoria no era ninguna tontería.
El Perú había pasado, en cincuenta años, de ser un estado fronterizo a ser un
estado en renacimiento. Su interés por la música y el teatro era intenso. Lima
celebraba sus días festivos oyendo una misa de Tomás Luis de Victoria por la mañana
y la centelleante poesía de Calderón por la tarde. Verdad es que los limeños gustaban
de interpolar canciones triviales entre las más exquisitas comedias y algunos efectos
lacrimosos en la música más austera; pero, al menos, nunca se sometieron al tedio de
una veneración mal empleada. Si les hubiese disgustado la comedia heroica, no
hubieran vacilado en quedarse en casita; si hubiesen sido sordos a la polifonía, nada
hubiera podido impedirles asistir a una misa más temprana. Cuando el arzobispo
volvía de un corto viaje a España, toda Lima se preguntaba: «¿Qué habrá traído?».
Por fin, corrían las noticias de que había vuelto con tomos de misas y motetes de
Palestrina, Morales y Victoria, y con treinta y cinco comedias de Tirso de Molina,
Ruiz de Alarcón y Moreto. Se organizaba en su honor una fiesta cívica. La escuela de
los niños de coro y el salón verde de la comedia se llenaban de obsequios de verduras
y trigo. Todo el mundo quería alimentar a los intérpretes de tanta belleza.
Éste era el teatro en que Camila Perichole fue gradualmente alcanzando su fama.
Tan rico era el repertorio y tan de fiar la concha del apuntador, que pocas comedias se
representaban más de cuatro veces en la temporada. La empresa tenía toda la flor del
drama español del siglo XVII a que recurrir, incluso muchas obras que, para nosotros,
se han perdido. Sólo de Lope de Vega, la Perichole había aparecido en un centenar de
comedias. Hubo muchas actrices admirables en Lima durante aquellos años, pero
ninguna mejor que ella. Los limeños estaban demasiado lejos de los teatros de España
para poderse dar cuenta de que era la mejor de todo el mundo español. Suspiraban
por ver a alguna de las actrices de Madrid a quienes nunca habían visto y a las que
atribuían vagas y nuevas excelencias. Sólo una persona sabía de cierto que la
Perichole era gran comedianta, y esa persona era su maestro: el Tío Pío.
El Tío Pío procedía, ilegítimamente, de una buena familia castellana. A la edad de
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diez años se escapó de la hacienda de su padre para irse a Madrid; persiguiéronle sin
gran diligencia. Y desde entonces vivió de su ingenio. Poseía los seis atributos del
aventurero: memoria para nombres y caras, con la maña para mudar la suya; don de
lenguas; inagotable invención; discreción; el arte de trabar conversación con
desconocidos; y esa libertad de conciencia que surgió del desprecio a los ricos
alelados que le servían de presa. Desde los diez a los quince, repartió propaganda
para comerciantes, cuidó caballos e hizo recados confidenciales. De los quince a los
veinte, amaestró osos y serpientes para circos ambulantes; cocinó y mezcló ponches;
plantado en la puerta de las tabernas más caras daba informes al oído de los
viajeros…, a veces nada más dudoso sino que cierta casa noble se veía reducida a
vender la vajilla de plata, y que gracias a él podría adquirirse sin pagar comisión a un
platero de oficio. Tenía entrada libre a todos los teatros y sabía aplaudir como diez.
Esparcía calumnias a tanto la calumnia. Vendía informes sobre las cosechas y sobre el
valor de las tierras. De los veinte a los treinta, sus servicios llegaron a ser apreciados
en círculos muy altos…; el Gobierno le enviaba a animar ciertas rebeldías un tanto
desalentadas en los montes, para que el tal Gobierno pudiera intervenir y aplastarlas
del todo. Era su discreción tan profunda que el partido francés le empleaba aun
sabiendo que el partido austríaco utilizaba también sus servicios. Tuvo largas
entrevistas con la princesa de los Ursinos, pero entraba y salía por la escalera de
servicio. Durante esta fase ya no necesitó proporcionar placeres a los caballeros, ni
plantar menudas cosechas de calumnias.
Nunca hizo la misma cosa más de dos semanas seguidas, ni aun cuando, al
parecer, hubiera de proporcionarle grandes ganancias. Pudiera haber llegado a ser
empresario de circo, director de teatro, tratante de antigüedades, importador de sedas
italianas, secretario en palacio o en la catedral, traficante en provisiones para el
Ejército, especulador en casas y tierras, mercader de disipaciones y placeres. Mas
parecía estar escrita en su personalidad, por algún accidente o alguna temprana
admiración de su niñez, una repugnancia a poseer nada, a estar atado, a someterse a
un compromiso largo. Esto fue lo que le impidió ser ladrón, por ejemplo. Había
robado varias veces, pero las ganancias no habían sido de suficiente importancia para
quitarle el miedo a que le encerrasen; tenía el ingenio suficiente para escapar en el
mismo lugar del robo a todas las policías del mundo, pero nada podría protegerle
contra la soplonería de sus enemigos. Del mismo modo, durante algún tiempo se vio
reducido a investigar por cuenta de la Inquisición, pero cuando hubo visto a varias de
sus víctimas encapuchadas, comprendió que se estaba enredando en una institución
cuyos movimientos no se podían predecir.
Al llegar a los veinte, el Tío Pío llegó a ver claramente que su vida tenía tres
anhelos. El primero era su necesidad de independencia acuñada en un molde curioso,
a saber: el deseo de variar, de ser secreto y de saberlo todo. Estaba dispuesto a
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renunciar a todas las dignidades de la vida pública si, en secreto, sentía que podía
mirar de arriba abajo a hombres de gran importancia, sabiendo de ellos más de lo que
ellos mismos sabían; y con tal conocimiento, que ocasionalmente se transformara en
acción y le convirtiera en agente de asuntos de Estado y de personajes. En segundo
lugar, necesitaba estar siempre cerca de mujeres hermosas, de las cuales era perpetuo
adorador en el mejor y en el peor sentido de la palabra. Estar cerca de ellas le era tan
necesario como respirar. Su reverencia por la belleza y el hechizo todo el mundo lo
podía notar y reírse de él, pero las damas de la corte, del teatro y de las casas de
placer apreciaban su perfecto conocimiento. Le atormentaban, le insultaban, pero le
pedían consejo y les confortaba singularmente su devoción absurda. Sabía sufrir con
grandeza sus rabietas, su mezquindad y sus lágrimas confidenciales; todo lo que
pedía era que le aceptasen como cosa natural, que se fiasen de él, que le consintiesen
como a un perro cariñoso y un poco loco entrar y salir en sus habitaciones, que le
pidieran que les escribiese las cartas. Era insaciablemente curioso de sus
entendimientos y sus corazones. Nunca esperaba que le amasen (tomando prestado
por un momento otro sentido de la palabra); para eso se iba a gastar el dinero a los
rincones más oscuros de la ciudad; siempre se mostraba desesperadamente
despreocupado, con su chispita de bigote, su poquito de barba, sus ojos inmensos,
tristes y ridículos. Ellas constituían su clientela; ellas le pusieron el nombre de Tío
Pío, y cuando estaban en algún apuro es cuando más se revelaba él; si caían en
desgracia, les prestaba dinero; cuando estaban enfermas, su devoción duraba más que
la harto flaca de sus amantes y que la exasperada paciencia de sus criadas; cuando el
tiempo o la enfermedad les robaban la belleza, las seguía sirviendo en recuerdo de su
hermosura; y cuando morían era la suya la pena honrada que les acompañaba hasta el
término de su viaje.
En tercer lugar, necesitaba estar cerca de los que gustaban de la literatura
española y admiraban sus obras maestras, especialmente el teatro. Había descubierto
sin ayuda de nadie tal tesoro, Pidiendo libros prestados o robándolos de las
bibliotecas de sus patrones, alimentándose de ellos en secreto, entre los bastidores,
pudiera decirse, de su loca vida. Despreciaba a los grandes que, a pesar de su
educación y sus costumbres, no mostraban aprecio ni asombro ante los milagros del
orden de la palabra en Cervantes y Calderón. Ansiaba componer versos. Nunca se dio
cuenta de que muchas de las canciones satíricas que escribiera para los vodeviles
habían pasado a la música popular y habían ido a todas partes a lo largo de los
caminos reales.
Como resultado de una de esas peleas que surgen tan naturalmente en los
burdeles, se le había complicado demasiado la vida, y se marchó al Perú. El Tío Pío
en el Perú tuvo muchos más oficios que el Tío Pío en Europa. Aquí también se ocupó
en la venta y compra de propiedades, en circos, placeres, insurrecciones y
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antigüedades. Un junco chino había naufragado en su viaje desde Cantón a América;
él sacó a tierra las balas de porcelana roja y vendió los cuencos a los coleccionistas de
rarezas. Redescubrió los soberanos remedios de los incas y estableció un saneado
comercio de píldoras. A los cuatro meses, ya puede asegurarse que conocía a todo el
mundo en Lima. Entonces añadió a este conocimiento los habitantes de veintenas de
pueblos de la costa, campamentos mineros y arrendamientos en el interior. Sus
pretensiones de omnisciencia fueron siendo cada vez más fundadas. El virrey
descubrió al Tío Pío y toda su riqueza de información; contrató sus servicios para
muchos asuntos. En la decadencia de su juicio, don Andrés había conservado un
talento: era maestro en la técnica de tratar a los servidores confidenciales. Trató al
Tío Pío con gran tacto y alguna deferencia; comprendió qué trabajos no había que
pedirle que emprendiese y entendió su necesidad de variación e intermitencia. Tío
Pío, a su vez, se asombraba de que un príncipe hiciese tan poco uso de su posición
para el poder o para la fantasía o para el mero deleite de manipular el destino de los
demás hombres; pero el servidor amaba a su amo porque podía hacer citas de
cualquiera de los prefacios de Cervantes y porque su lenguaje aún conservaba un
poco de sal castellana. Muchas mañanas, Tío Pío entraba en palacio por corredores en
los cuales no se cruzaba sino con un confesor o con un matón confidencial, y se
sentaba con el virrey a tomar el chocolate matutino.
Mas, a pesar de toda su actividad, el Tío Pío no era rico. Hubiérase dicho que
abandonaba cualquier aventura en cuanto amenazaba con prosperar. Aunque nadie lo
sabía, tenía una casa. Estaba llena de perros que podían crecer y multiplicarse, y el
piso alto estaba reservado para las aves. Pero hasta en este reino estaba solitario, y
orgulloso de su soledad, como si en ella residiese cierta superioridad. Por fin, tropezó
con una aventura que vino como extraño don del cielo y que combinaba las tres
grandes ambiciones de su vida: su pasión por dirigir las vidas ajenas, su culto por las
mujeres hermosas y su admiración por los tesoros de la literatura española. Descubrió
a Camila Perichole. Su verdadero nombre era Micaela Villegas. Cuando tenía doce
años, cantaba por los cafés, y el Tío Pío siempre había sido el alma misma de los
cafés. Entonces, sentado entre los guitarristas, vio a aquella chiquilla inculta que
cantaba baladas, imitando todas las inflexiones de las cantantes más expertas que la
habían precedido, y le entró en la mente la decisión de hacer de Pigmalión. La
compró. En vez de dormir en la bodega de la taberna, heredó un catre en su casa.
Escribió canciones para ella, le enseñó cómo cuidar la calidad de su tono, le compró
un traje nuevo. Al principio, ella no reparó sino en que era maravilloso que nadie le
pegara, que le ofrecieran sopa caliente, que le enseñaran algo. Mas el que estaba
realmente deslumbrado era el Tío Pío. Su experimento temerario florecía más allá de
cuanto hubiera podido profetizarse. La chicuela de doce años, silenciosa y siempre un
tanto malhumorada, devoraba el trabajo. La hizo ejercitarse sin fin en la
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interpretación y en la mímica; propúsole problemas para lograr transmitir al público
el ambiente de una canción; la llevaba al teatro y la obligaba a fijarse en todos los
detalles de la representación. Pero el más grande asombro se lo produjo Camila como
mujer. Los largos brazos y piernas llegaron a armonizarse formando un cuerpo de
gracia perfecta. El rostro casi grotesco y hambriento se hizo hermoso. Toda su
naturaleza se trocó en gentil, misteriosa y extrañamente cuerda; y toda su gentileza se
volvió hacia él. No encontraba en él defecto alguno y le era resueltamente leal. Se
tomaron cariño profundo pero sin pasión. Él respetó la leve sombra nerviosa que
cruzara el rostro de ella cuando se le acercó demasiado. Y de ese mismo
renunciamiento brotó el perfume de una ternura, ese fantasma de pasión que, en la
más inesperada de las relaciones, puede hacer que una vida entera consagrada al
deber enojoso transcurra como un amable ensueño.
Viajaron mucho, buscando nuevas tabernas, porque el atributo más alto de una
cantante de café es y será siempre la novedad. Fueron a México, con sus escasas
ropas atadas en el mismo mantón. Durmieron en las playas, les maltrataron en
Panamá y naufragaron en algunas islitas del Pacífico embadurnadas de excrementos
de aves. Atravesaron selvas buscando astutamente el camino entre serpientes y
escarabajos. Se alquilaron para recoger cosechas cuando los tiempos eran demasiado
difíciles. Nada del mundo les sorprendía.
Entonces empezó para la muchacha un curso de entrenamiento aún más duro, un
régimen que más parecía la preparación de un acróbata. La instrucción se complicaba
un tanto por el hecho de que el aumento de su popularidad fue muy rápido; y había
peligro de que el aplauso que recibía la hiciese estar satisfecha de su trabajo
demasiado pronto. El Tío Pío nunca la maltrató físicamente, pero recurría a un
sarcasmo que tenía sus propios terrores.
Después de una representación, Camila, al volver a su cuarto, encontraba al Tío
Pío silbando como al descuido en un rincón. Adivinaba inmediatamente lo que quería
decir su actitud, y gritaba:
—¿Qué pasa ahora? ¡Madre de Dios, Madre de Dios!, ¿qué pasa ahora?
—Nada, perlita. Mi Camila de las Camilas, no pasa nada.
—Hay algo que no te ha gustado. ¡Encuentrafaltas horroroso! Dilo de una vez.
¿Qué ha sido?
—No, pececillo. Adorable estrella de la mañana, supongo que lo has hecho todo
lo mejor que has podido.
La sugestión de que era una artista limitada y que ciertas facilidades le estaban
negadas para siempre la ponía infaliblemente frenética. Rompía a llorar:
—¡Ojalá no te hubiera conocido! Me envenenas la vida. Te figuras que he
trabajado mal. Te gusta pretender que no valgo. Está bien. Cállatelo.
El Tío Pío seguía silbando.
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—Claro que me doy cuenta de que esta noche no he estado muy bien, y no hace
falta que tú me lo digas. Bueno. Ahora, márchate. No quiero verte dando vueltas y
vueltas en mi cuarto. Ya es bastante representar este papel, sin volver del trabajo y
encontrarte con esa cara.
Bruscamente, el Tío Pío se inclinaba sin levantarse del asiento y preguntaba con
airada intensidad:
—¿Por qué replicaste tan deprisa ese parlamento del prisionero?
Más lágrimas de la Perichole:
—¡Dios, déjame morir en paz! Un día me dices que más deprisa y al día siguiente
me dices que más despacio. Después de todo, dentro de un par de años habrás
conseguido que me vuelva loca, y entonces ya no tendrás que preocuparte por mí.
Más silbidos.
—Y además, el público me aplaudió más que nunca. ¿Lo has oído? Más que
nunca. ¡Eso es! Más deprisa o más despacio, les da lo mismo. Lloraron. Estuve
divina. Yeso es lo único que me importa. Y ahora, cállate. ¡Cállate!
Él estaba completamente callado.
—Me puedes peinar, pero si dices una palabra más no vuelvo a trabajar. Puedes
irte buscando otra.
En vista de lo cual, él le peinaba el cabello aplacadoramente durante diez
minutos, fingiendo no reparar en los sollozos que sacudían su cuerpo exhausto. Por
fin, ella se volvía rápidamente y apoderándose de una de sus manos se la besaba con
frenesí:
—Tío Pío —decía—, ¿de veras estuve tan mal? ¿Soy una deshonra para ti?
¿Estuve tan mal que tuviste que marcharte del teatro?».
—En la escena del barco estuviste bien —se decidía por fin a admitir
juiciosamente, después de una larga pausa, el Tío Pío.
—Pero he estado mejor otras veces, Tío Pío. ¿Recuerdas la noche en que volviste
de Cuzco?
—Has estado muy bien en el final.
—¿De veras?
—Pero, mi flor, mi perla, ¿qué te pasó en la réplica al prisionero?
Aquí, la Perichole se echaba de bruces sobre la mesa entre las pomadas,
sobrecogida por un tremendo ataque de llanto. Sólo la perfección, sólo la perfección
servía. Ya la perfección no había llegado nunca.
Entonces, empezando en voz baja, Tío Pío hablaba una hora entera, analizando la
comedia, entrando en un mundo de agudeza en materia de voz, de ademán y de
medida, y a menudo se estaban hasta el amanecer declamando el uno para el otro el
señorial diálogo de Calderón.
¿A quién intentaban satisfacer ambos? No al público de Lima. Aquél hacía mucho
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tiempo que estaba satisfecho. Venimos de un mundo en el cual hemos conocido
increíbles normas de excelencia, y recordamos confusamente bellezas que no hemos
vuelto a apresar; y volvemos a ese mundo. Tío Pío y la Perichole se atormentaban en
un esfuerzo por establecer en el Perú las normas de los teatros de algún cielo en el
que Calderón les había precedido. El público a quien se destinan las obras maestras
no es de este mundo.
Con el paso del tiempo, Camila perdió algo de su concentración en el arte. Cierto
desprecio intermitente hacia su oficio la hizo negligente. Ello se debía a la pobreza de
interés en los papeles de mujer en el drama clásico español. En un tiempo en que los
dramaturgos reunidos en torno a las cortes de Inglaterra y Francia (un poco más tarde
en Venecia) enriquecían los papeles de mujer con estudios de ingenio, hechizo,
pasión e histeria, los autores dramáticos de España tenían los ojos fijos en sus héroes,
sobre sus caballeros que se debatían en los conflictos del honor o como pecadores
que, en el último momento, volvían a la cruz. Unos cuantos años los gastó Tío Pío en
descubrir modos de interesar a la Perichole en los papeles que le tocaban en suerte.
En una ocasión pudo anunciarle que una nieta de Vico de Barrera había llegado al
Perú. El Tío Pío de tiempo atrás había transmitido a Camila su veneración por los
grandes poetas y Camila nunca puso en duda que estaban un tanto por encima de los
reyes y en nada por debajo de los santos. Así, con gran excitación eligieron una de las
obras del maestro para representarla ante su nieta. Ensayaron el poema cien veces, ya
con el gozo grande de la invención, ya con desaliento. En la noche de la
representación, Camila, mirando por entre los pliegues del telón, hizo que Tío Pío le
señalase a la mujer pequeñita, de media edad, gastada por los cuidados de la pobreza
y de una abundante familia, pero a Camila le pareció que estaba contemplando toda la
hermosura y toda la dignidad del mundo. Mientras estaba esperando los versos que
precedían a su entrada en escena, se apoyaba en Tío Pío, en silencio reverencial, y el
corazón le daba golpetazos. En los entreactos, se retiró a un polvoriento rincón de la
guardarropía, donde nadie pudiera dar con ella, y allí estuvo sentada en un rincón.
Terminada la representación, Tío Pío condujo a la nieta de Vico de Barrera al cuarto
de Camila. Camila estaba entre las ropas que colgaban de la pared, llorando de
felicidad y de vergüenza. Por fin se puso de rodillas y besó las manos de la buena
señora, y la otra besó las suyas, y mientras el público volvía a su casa y se acostaba,
la visitante relataba a Camila todas las anécdotas que se habían conservado en la
familia referentes a Vico, a su obra y a sus costumbres.
Tío Pío era felicísimo cuando entraba en la compañía una actriz nueva, porque el
descubrir a su lado un nuevo talento siempre reanimaba el de la Perichole. Al Tío Pío
(de pie detrás de la última fila de público, rendido doblemente por la alegría y por la
malicia) se le antojaba que el cuerpo de la Perichole se había convertido en una
lámpara de alabastro en la cual alguien había colocado una luz fuerte. Sin recurrir a
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trucos ni a falso énfasis, se entregaba al empeño de borrar a la recién llegada. Si la
obra era una comedia, se convertía en perfecta personificación del ingenio, y si (como
era lo más corriente) se trataba de un drama, de mujeres agraviadas y odios
implacables, el escenario ardía con su emoción. Su personalidad llegaba a ser tan
eléctrica que si por azar ponía la mano sobre la de un compañero actor, una corriente
de simpatía pasaba a través de todo el público. Mas, tales ocasiones de excelencia
iban siendo cada vez menos frecuentes. A medida que su técnica era más segura, la
sinceridad iba siendo menos necesaria. Hasta cuando Camila estaba distraída, el
público no advertía la diferencia y sólo Tío Pío se apenaba.
Tenía Camila un rostro hermoso, o mejor dicho, un rostro hermosísimo excepto
cuando estaba en reposo. Entonces el que la miraba se sorprendía al descubrir que
tenía la nariz larga y delgada, la boca fatigada y un tanto pueril, los ojos
insatisfechos…, una chiquilla campesina malhumorada, arrancada de los cafés
cantantes y completamente incapaz de establecer armonía ninguna entre las
exigencias de su arte, de sus apetitos, de sus sueños y de su abrumadora rutina diaria.
Cada una de esas cosas era un mundo distinto y la lucha entre ellas pronto hubiese
reducido a la idiotez o a la trivialidad a un físico menos tenaz. Hemos visto que a
pesar de su descontento con los papeles, la Perichole conocía muy bien el goce que
puede encontrarse en la interpretación y que, de cuando en cuando, se calentaba con
aquella llama. Pero la de amor la atraía más a menudo, aunque no con gran seguridad
de dicha, hasta que el mismo Júpiter le envió unas cuantas perlas.
Don Andrés de Ribera, virrey del Perú, era el resto de un hombre delicioso,
destrozado por la mesa, la alcoba, una grandeza de España y diez años de destierro.
De joven había formado parte de embajadas a Versalles y a Roma; había peleado en
las guerras en Austria; había estado en Jerusalén. Era viudo y sin hijos de una mujer
enorme y rica; había coleccionado un poco de todo: monedas, vinos, actrices,
condecoraciones y mapas. La mesa le había dado la gota; la alcoba, una tendencia a
las convulsiones; la grandeza, un orgullo tan vasto y tan pueril que rara vez
escuchaba lo que le decían y hablaba mirando al cielo en perpetuo monólogo; el
destierro, océanos de aburrimiento, un aburrimiento tan persuasivo que era como un
dolor… se despertaba con él y con él pasaba el día, y se sentaba todas las noches a la
cabecera de su cama para velarle el sueño. Camila iba pasando los años en la rutina
de trabajos forzados que es el teatro, salpimentada por unos cuantos no muy limpios
asuntos de amor, cuando aquel personaje olímpico (porque tenía cara y porte dignos
de representar en la escena dioses y héroes) la trasplantó de golpe a las deliciosísimas
cenas del palacio. Contra toda las tradiciones de la escena y del Estado, adoró a su
maduro admirador; creyó que iba a ser feliz para siempre. Don Andrés enseñó a la
Perichole muchísimas cosas, y para su brillante y despierto entendimiento ése fue uno
de los más dulces ingredientes del amor. Le enseñó un poco de francés; a ser atildada
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y limpia; las maneras de dirigirse a la gente. El Tío Pío le había enseñado cómo se
mueven las damas en las grandes ocasiones; él le enseñó a perder bellamente el
empaque. El Tío Pío y Calderón habíanle enseñado a emplear la hermosa lengua
española; don Andrés le enseñó el ingenioso argot de El Buen Retiro.
Al Tío Pío le causó ansiedad la invitación de Camila a palacio. Hubiera preferido
con mucho que continuase con sus vulgares asuntos de amor en la guardarropía del
teatro. Pero cuando vio que su arte iba ganando con el nuevo barniz, se puso muy
contento. Sentábase en el fondo del teatro, meciéndose en el asiento de pura alegría y
diversión, al ver cómo la Perichole hacía comprender al público que frecuentaba el
gran mundo del cual escriben los dramaturgos. Tenía un ademán nuevo para sostener
una copa de vino, para cambiar un adiós, una manera nueva de entrar por una puerta
que lo decían todo. Para Tío Pío nada más importaba. ¿Qué había en el mundo más
encantador que una hermosa mujer que hace justicia a una obra maestra española?
Una representación (solía pensar) llena de observación, en la cual hasta el espaciar las
palabras como es debido revela un comentario de la vida y del texto… lanzado por
una hermosa voz, ilustrado por un modo de andar perfecto, por considerable belleza
personal e irresistible hechizo. «Ya estamos casi listos para llevar a España esta
maravilla», murmuraba para sus adentros. Después de la representación entraba en el
camerino y decía: «¡Muy bien!». Pero antes de marcharse se las arreglaba para
preguntarle dónde, en nombre de las once mil vírgenes de Colonia, había adquirido
aquel modo afectado de decir «excelencia».
Pasado algún tiempo, el virrey preguntó a la Perichole si le divertiría que invitase
a sus cenas de medianoche a unos cuantos amigos discretos, y si le agradaría
encontrarse con el arzobispo. Camila estuvo encantada. El arzobispo estuvo
encantado. La víspera de su primer encuentro envió a la actriz un brinquillo formado
por una esmeralda del tamaño de un naipe.
Había algo en Lima envuelto en varas y varas de raso violeta de las cuales salían
una cabeza grande e hidrópica y dos manos regordetas color de perla; y este algo era
el arzobispo. Entre los rollos de carne que los rodeaban miraban unos ojos negros que
hablaban de malestar, de bondad y de ingenio. Aprisionada en toda aquella grasa,
había un alma curiosa y ardiente, mas por el hecho de no poder negarse a comer un
faisán o un ganso o a beber su diaria procesión de vinos romanos, era su propio y
cruel carcelero. Amaba su catedral. Amaba sus deberes. Era muy devoto. A días
miraba rencorosamente su volumen. Pero la angustia del remordimiento era menos
punzante que la desolación de la abstinencia, y en aquel momento se encontraba
deliberando acerca de los secretos mensajes que cierto asado enviaría a la ensalada
que le habría de seguir. Y para castigarse llevaba una vida ejemplar en todo otro
respecto.
Había leído toda la literatura de la Antigüedad y toda la había olvidado excepto
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un aroma general de encanto y desilusión. Los Padres de la Iglesia y los Concilios le
habían instruido y toda su enseñanza quedó olvidada excepto una flotante impresión
de disensiones que no tenían aplicación en el Perú. Había leído todas las obras
maestras libertinas de Italia y Francia y las releía anualmente; hasta entre los
tormentos del mal de piedra (felizmente disuelta a fuerza de beber el agua de las
fuentes de Santa María de Cluxambuqua), no encontraba nada más sabroso que las
anécdotas de Brantôme y el divino Aretino.
El arzobispo sabía que la mayor parte de los curas del Perú eran unos tunantes.
Necesitaba recurrir a toda su delicada educación epicúrea para impedirse hacer algo
con que remediarlo; tenía que repetirse a menudo sus nociones favoritas, a saber: que
la injusticia y la infelicidad en el mundo son una constante; que la teoría del progreso
es una ilusión; que los pobres, como nunca han conocido la felicidad, son insensibles
a la desdicha. Como todos los ricos, era incapaz de creer que los pobres (miren su
ropa, vean sus casas) pudieran sufrir en realidad. Como todos los hombres cultos,
creía que únicamente los que han leído mucho pueden saber que son infelices. En una
ocasión, alguien le llamó la atención sobre las iniquidades de su diócesis, y estuvo a
punto de hacer algo. Acababa de enterarse de que los sacerdotes del Perú iban
tomando la costumbre de exigir una cierta cantidad de harina por una absolución,
pudiéramos decir de segunda clase, y el quíntuplo por una absolución realmente
efectiva. Se echó a temblar de indignación; rugió, ordenando a su secretario que le
trajera recado de escribir, y le anunció que iba a dictarle un mensaje aplastante para
sus pastores. Pero en el tintero no había tinta; no había tinta en el despacho adjunto;
no pudo hallarse tinta en todo el palacio. El estado de cosas en su propia casa
trastornó de tal modo al buen señor, que cayó enfermo por causa de las dos iras
combinadas, y así aprendió a guardar para sí sus indignaciones.
La adición del arzobispo a las cenas tuvo tan buen éxito que don Andrés se dio a
pensar en nuevos nombres. El Tío Pío le iba siendo cada vez más útil, pero esperó a
que Camila propusiese incluirle en la lista por su propio acuerdo. Y, a su debido
tiempo, Tío Pío trajo consigo al navegante de todos los mares, el capitán Alvarado.
Generalmente, la reunión comenzaba algunas horas antes de la llegada de Camila,
que venía después de terminada la función en el teatro. Llegaba hacia la una de la
madrugada, radiante, cargada de joyas y cansadísima. Los cuatro hombres la recibían
como si hubiera sido una gran reina. Durante una hora, poco más o menos, ella
llevaba la conversación, pero gradualmente se iba reclinando más y más en el hombro
de don Andrés, seguía el curso de las palabras que pasaban revoloteando de uno en
otro de aquellos rostros arrugados y alegres. Hablaban durante la noche entera,
confortando así sus corazones, que siempre suspiraban por España, y se decían que
aquella reunión tenía el espíritu de la altiva alma española. Hablaban de fantasmas y
de presentimientos, y de la tierra antes de que el hombre apareciese en ella, y sobre la
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posibilidad de que los planetas chocaran unos con otros; sobre si el alma puede verse
en forma de paloma, revoloteando en el momento de la muerte; se preguntaban si en
la segunda venida de Cristo a Jerusalén, tardaría mucho en llegar la noticia al Perú.
Seguían hablando hasta la salida del sol, de guerras y de reyes, de poetas y eruditos,
de países extraños. Cada uno aportaba a la conversación su caudal de sabias, tristes
anécdotas y su árido desdén hacia la raza humana. La inundación de luz dorada
chocaba contra los Andes, y entrando por el gran ventanal caía sobre los montones de
frutas, el manchado brocado de la mesa y la suave y pensativa frente de la Perichole,
que se había dormido sobre la manga de su protector. Seguíase una larga pausa, pues
ninguno quería hacer el primer movimiento para marcharse, y las miradas de todos se
posaban sobre aquel pájaro extraño y hermoso que vivía entre ellos… Pero Tío Pío
no había dejado de mirarla en toda la noche, miradas rápidas de sus ojos negros,
llenas de ternura y de ansiedad, que descansaban sobre el gran secreto que era la
razón de su vida.
El Tío Pío nunca dejaba de vigilar a Camila. Dividía a los habitantes de este
mundo en dos grupos, los que habían amado y los que no habían amado. Era una
horrible aristocracia, al parecer, porque los que no tenían capacidad para el amor (o
mejor dicho para sufrir por amor) no podía decirse que estuviesen vivos ni habían de
volver a vivir después de la muerte. Era una especie de gente de paja que llenaba el
mundo con su risa sin sentido y sus lágrimas y su parloteo, y desaparecían aún
amables y vanos en el aire leve. Para esta distinción cultivaba su propia definición del
amor, que no se parecía a ninguna otra y en la que había reunido todas sus amarguras
y el orgullo de su extraña vida. Miraba el amor como una especie de enfermedad
cruel a través de la cual es preciso que pasen los elegidos al final de la juventud y de
la cual salen pálidos y agotados, pero listos para el trabajo de vivir. Existía (así lo
creía) un gran repertorio de errores misericordiosamente imposibles para los que se
habían curado de tal enfermedad. Por desdicha, les quedaba una hueste de fallos,
pero, al menos (así lo demostraban muchos ejemplos), nunca cometían el error de
tomar una amabilidad rezagada por completa entrega de la vida, nunca volvían a
mirar a un ser humano, desde un príncipe a un criado, como un objeto mecánico. Tío
Pío no cesaba nunca de vigilar a Camila porque le parecía que no había pasado nunca
por semejante iniciación. En los meses siguientes a su presentación al virrey, contuvo
el aliento y esperó. Contuvo el aliento años enteros. Camila dio al virrey tres hijos,
pero siguió siendo la misma de siempre. Sabía que la primera señal de su entrada en
la plena posesión del mundo sería su maestría en ciertos efectos de su trabajo de
actriz. Había ciertos pasajes en las obras dramáticas que algún día habría de lograr,
sencilla, fácilmente y con secreto gozo, porque aludirían a la nueva y rica sabiduría
de su corazón; pero su modo de abordar tales pasajes se iba haciendo cada vez más y
más rutinario, por no decir torpe. Ahora, veía que se había cansado del virrey, y había
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vuelto a una serie de amoríos furtivos con actores, matadores y mercaderes de la
ciudad.
Cada vez le molestaba más trabajar en el teatro, y otro parásito se abrió camino en
su entendimiento. Quería ser una dama. Contrajo lentamente un ansia de
respetabilidad, y empezó a referirse a su trabajo como a un pasatiempo. Adquirió una
dueña y unos cuantos lacayos, e iba a la iglesia a las horas elegantes. Asistía a las
fiestas oficiales de la Universidad, y aparecía entre los donantes de grandes limosnas.
Hasta aprendió un poco a leer y escribir. A todo el que hacía la más leve alusión a su
vida bohemia, le desafiaba con furia. Hacía llevar al virrey una vida horrible con su
pasión por lograr concesiones y su gradual usurpación de privilegios. El vicio nuevo
desplazó al antiguo y se hizo ruidosamente virtuosa. Se inventó unos cuantos
parientes y sacó no se sabe de dónde unos cuantos primos. Obtuvo una legitimación
sin documentos de sus hijos. En sociedad, cultivaba un delicado y lánguido
magdalenismo, como hubiera podido hacerlo una gran señora, y llevaba un cirio en
las procesiones penitenciales, junto a señoras que no tenían que arrepentirse sino de
algún arrebato de mal genio o una furtiva ojeada a Descartes. Su pecado había sido el
teatro, y todo el mundo sabe que hubo hasta santos actores: ahí estaban san Gelasio y
san Ginés y santa Margarita de Antioquía y santa Pelagia.
Había un balneario de moda en las colinas, no lejos de Santa María de
Cluxambuqua. Don Andrés, que había viajado por Francia, quiso edificarse un
pequeño Vichy de mentirijillas. Había una pagoda, unos cuantos salones, un teatro,
una pequeña plaza de toros y algunos jardines de estilo francés. La salud de Camila
nunca tuvo la menor sombra, pero se construyó una villa cerca del balneario y bebía
las aguas nauseabundas a las once en punto. La marquesa de Montemayor ha dejado
un brillante retrato de aquel paraíso de ópera bufa con la divinidad reinante,
pavoneándose con altiva sensibilidad por las avenidas de conchillas molidas y
recibiendo el homenaje de los que no podían permitirse ofender al virrey. Doña María
hace el retrato de este gobernante, solemne y cansado, jugando noche tras noche
sumas que hubieran podido edificar otro Escorial. Y junto a él traza el retrato de su
hijo, el pequeño don Jaime, de Camila. Don Jaime, a los siete años, era un cuerpecillo
raquítico que parecía haber heredado no sólo la frente y los ojos de su madre, sino la
propensión a convulsiones de su padre. Sobrellevaba sus padecimientos con el
silencioso asombro de un animal, y como un animal se avergonzaba cuando alguna
evidencia de ellos se presentaba en público. Era tan hermoso de faz que las formas
más triviales de lástima dejaban de manifestarse en su presencia, y el mucho pensar
en sus dificultades había dado a su rostro una dignidad paciente y sobrecogedora. Su
madre le vestía de terciopelo granate, y cuando podía, la seguía a unas cuantas varas
de distancia, desenredándose con gravedad de las señoras que intentaban detenerle y
hablarle. Camila no se enfadaba nunca con don Jaime, pero nunca era efusiva con él.
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Cuándo brillaba el sol, se les podía ver paseando en silencio por aquellas terrazas
artificiales, y Camila se preguntaba cuándo llegaría aquella felicidad que ella siempre
había asociado a la idea de posición social, mientras don Jaime se regocijaba
sencillamente al sol y veía con ansiedad acercarse alguna nube. Parecían figuras que
se hubiesen extraviado allí viniendo de algún país remoto, o saliendo de alguna
antigua balada, que aún no hubiesen aprendido la lengua nueva y aún no hubiesen
encontrado amigos.
Camila tenía alrededor de treinta años cuando dejó la escena, y le costó otros
cinco adquirir su puesto en la sociedad. Fue engordando poco a poco, pero bastante,
mas su cabeza parecía embellecer de año en año. Se dio a vestir exageradamente, y el
suelo de sus salones reflejaba, al reflejarla, una verdadera torre de joyas, chales y
plumas. Llevaba el rostro y las manos cubiertos de un polvo azulado con el cual
contrastaba una boca irritable escarlata y naranja. La furia casi loca de su
temperamento alternaba con la suavidad de su comportamiento cuando estaba en
compañía de las señoras mayores. En las primeras etapas de su ascensión, había
intimado al Tío Pío que no quería que la viesen con él en público, pero, por fin,
llegaron a impacientarla sus más discretas visitas. Le hablaba con formalidad y en
tono evasivo. Nunca cruzaba la mirada con la suya, y parecía andar siempre a la caza
de pretextos para pelearse con él. Pero él seguía aventurándose a poner a prueba su
paciencia una vez al mes, y cuando la visita se había hecho imposible subía las
escaleras y acababa la hora entre los niños.
Un día llegó a la villa de las colinas y, por intermedio de la doncella, pidió
licencia para hablar con la señora. Dijéronle que le recibiría en el jardín francés un
poco antes de la puesta de sol. Había venido de Lima por un extraño impulso
sentimental. Como todos los solitarios, había atribuido a la amistad un fulgor divino;
se figuraba que las gentes que pasaban por las calles, riendo juntas y besándose al
separarse, los que comían juntos entre tantas sonrisas… apenas me lo podréis creer,
pero él se figuraba que sacaban de toda aquella afectuosidad grandísima satisfacción.
Y, por ello, de pronto se apoderó de él la excitación de verla de nuevo, de que le
llamase «Tío Pío», de volver a vivir un momento la confianza y el buen humor de su
largo vagabundeo.
Los jardines franceses estaban en el extremo sur de la ciudad. Tras ellos se
alzaban los más altos Andes y delante de ellos había un parapeto que daba sobre un
valle hondo y dominaba el oleaje de colinas que se extendía hasta el Pacífico. Era la
hora en que los murciélagos salen a volar bajo y los animalejos pequeños juegan
temerarios entre los pies de los paseantes. Unos pocos solitarios quedaban aún en los
jardines; miraban soñadoramente al cielo que, gradualmente, iba perdiendo su color,
o, apoyados en la balaustrada contemplaban el valle, queriendo adivinar en cuál de
las aldeas ladraba un perro. Era la hora en que el padre vuelve del campo a casa y
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juega un momento en el patio con el perro que salta hacia él, le sujeta el hocico
cerrado o se echa el animal a la espalda. Las muchachas miran al espacio buscando
en él la primera estrella para fijar en ella un deseo, y los muchachos se impacientan
esperando la cena. Hasta la madre más atareada se queda parada un momento y sonríe
a su amada y desesperante familia.
El Tío Pío se quedó en pie apoyándose en uno de los bancos de piedra y
contempló a Camila, que venía directa hacia él.
—Llego tarde —dijo—. Disculpa. ¿Qué me quieres?
—Camila… —empezó a decir él.
—Mi nombre es doña Micaela.
—No es mi intento ofender a la señora doña Micaela, pero cuando durante veinte
años me consentiste que te llamase Camila, me parece que…
—¡Ay, haz lo que quieras! ¡Llámame lo que mejor te parezca!
—Camila, prométeme que me escucharás. Prométeme que no echarás a correr a la
primera frase.
Camila rompió a hablar con inesperada pasión:
—Tío Pío, escúchame tú a mí. Estás loco si piensas que puedes hacerme volver al
teatro. Sólo recordar el teatro me da horror. Compréndelo. ¿El teatro? ¡El teatro!, la
recompensa diaria de insultos en aquel basurero. Comprende que estás perdiendo el
tiempo.
—No querría que volvieras si fueses feliz con tus nuevos amigos —respondió él
con suavidad.
—¿No te gustan mis nuevos amigos? —respondió vivamente—. ¿Qué me ofreces
a cambio?
—Camila, no hago sino recordar…
—No quiero que nadie me critique. No necesito que nadie me dé consejos. Dentro
de poco empezará a hacer frío, tengo que irme a mi casa. No te ocupes de mí, eso es
todo. No pienses más en mí.
—Camila, querida, no te enojes. Deja que te hable. Sopórtame sólo diez minutos.
No comprendía por qué estaba llorando. No sabía qué decirle. Hablaba al azar:
—Ya ni siquiera vas nunca al teatro, y todo el mundo repara en ello. También el
público se aparta de él. No representan la comedia antigua sino dos veces por
semana; todas las demás noches dan esas nuevas farsas en prosa. Aburridas, pueriles
e indecentes. Ya nadie sabe hablar español. Ni siquiera sabe nadie andar
correctamente. El día del Corpus dieron El festín de Baltasar, donde tú estabas tan
maravillosa. Ahora fue una vergüenza.
Hubo una pausa. Un hermoso cortejo de nubes, como un rebaño de ovejas, iba
subiendo del mar, trepando por los valles entre las colinas. Camila, de pronto, le tocó
una rodilla, y su rostro volvió a ser el de veinte años antes.
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—Perdona, Tío Pío, el que sea tan mala. Jaime ha estado enfermo toda la tarde.
No se le puede aliviar con nada. Allí está tendido, tan pálido y tan sorprendido. Hay
que pensar en otra cosa. Tío Pío, no serviría de nada volver al teatro. Al público le
gustan las farsas en prosa. Estábamos locos intentando mantener viva la comedia
antigua. Deja que la gente lea las comedias antiguas en los libros si le da la gana. No
vale la pena luchar contra todos.
—Prodigiosa Camila, no era justo contigo cuando estabas en la escena. No sé qué
orgullo loco me impulsaba. Te escatimé el elogio que merecías. Perdóname. Siempre
has sido una artista muy grande. Si llegas a darte cuenta de que no eres feliz entre
estas gentes, podrías pensar en ir a Madrid. Allí tendrías un gran triunfo. Todavía eres
joven y hermosa. Tiempo tendrás después para que te llamen doña Micaela. Pronto
seremos viejos. Pronto hemos de morir.
—¡No iré jamás a España! Todo el mundo es igual, Madrid o Lima.
—¡Oh, si pudiésemos ir a alguna isla donde la gente te conociera sólo por ti
misma! Y te amase…
—Tienes cincuenta años y todavía andas soñando con islas semejantes, Tío Pío.
Tío Pío inclinó la cabeza y murmuró:
—Claro es que te quiero, Camila, y que te querré siempre, y más de lo que puedo
decir. El haberte conocido es mi vida entera. Ahora eres una gran señora. Y eres rica.
No hay nada en que yo pueda ayudarte. Pero siempre estoy dispuesto.
—¡Qué absurdo eres! —dijo ella sonriendo—. Has dicho eso como lo hubiera
dicho un muchacho. Parece que no aprendes al hacerte viejo, Tío Pío. No existe cosa
semejante a esa clase de amor y a esa clase de islas. Sólo en el teatro se encuentran
tales cosas.
Tío Pío callaba avergonzado, pero no convencido.
Por fin, Camila se levantó y dijo con tristeza:
—¿De qué estamos hablando? Va haciendo frío, tengo que marcharme. Te tienes
que resignar. No tengo ánimo para el teatro. —Hubo una pausa—. ¿Y lo demás?…
¡Ay, no lo comprendo! No son más que cosas que van pasando. Tengo que ser como
soy. No intentes entenderlo tampoco. No pienses en mí, Tío Pío. No hagas más que
perdonarme, eso es todo. No hagas más que intentar perdonarme.
Calló un momento buscando algo hondamente sentido que decirle. La primera
nube alcanzó la terraza; oscurecía; los últimos paseantes iban dejando los jardines.
Camila estaba pensando en don Jaime, en don Andrés y en sí misma. No podía
encontrar las palabras. De pronto, se inclinó, le besó la mano y se alejó rápidamente.
Y él permaneció sentado largo tiempo, temblando de felicidad e intentando penetrar
el significado de todo aquello.
Corrió la noticia por todo Lima. Doña Micaela Villegas, la dama que antes había
sido la Perichole, tenía las viruelas. Varios centenares de personas tenían también las
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viruelas, pero el interés y la malignidad populares se concentraron sobre la actriz.
Una esperanza loca recorrió la ciudad de que se deteriorase la belleza que le había
permitido despreciar la clase de la que había salido. Salieron del cuarto de la enferma
las nuevas de que Camila se había quedado ridículamente tonta, y la copa de los
envidiosos rebosó de alegría. Tan pronto como le fue posible, hizo que la llevasen a la
ciudad desde su villa, en las colinas; ordenó que vendieran su elegante palacete.
Devolvió sus joyas a quienes se las habían regalado y vendió sus galas. El virrey, el
arzobispo y los pocos hombres de la corte que habían sido sus admiradores sinceros
siguieron sitiando su puerta con mensajes y obsequios; los mensajes no tuvieron
respuesta y los obsequios se devolvieron sin explicaciones. Nadie más que la
enfermera y las doncellas tenían licencia para verla desde el principio de la
enfermedad. Como respuesta a sus repetidos intentos, don Andrés recibió una gran
suma de dinero que Camila le envió con una carta, compendio de la mayor amargura
y del mayor orgullo posibles.
Como todas las mujeres hermosas acostumbradas a continuos tributos a su
belleza, daba por descontado, sin cinismo ninguno, que la hermosura era
necesariamente la base de cualquier apego que alguien le tuviese: por tanto, cualquier
atención que ahora le mostrasen tenía que brotar de una lástima mezclada con un
tanto de condescendencia y levemente perfumada con satisfacción ante tal mudanza.
Aquel dar por sentado que ya no debía esperar devoción ninguna, puesto que su
belleza había desaparecido, procedía del hecho de que nunca había conocido otro
amor que el amor pasión. El cual, aunque se gaste en generosidad y atenciones,
aunque dé origen a visiones y a poesía grande, sigue siendo una de las expresiones
más agudas del egoísmo. Hasta que ha pasado a través de una larga servidumbre, a
través del odio que el que ama llega a sentir hacía sí mismo, a través de la burla, a
través de grandes dudas, no puede ocupar puesto entre las grandes lealtades. Muchos
de los que en él han gastado una vida entera no pueden hablarnos más de amor que el
chiquillo que ayer perdiera un perro. Como sus amigos continuaron sus esfuerzos por
arrastrarla de nuevo a la sociedad, se enojaba cada vez más y más y repartía por la
ciudad mensajes insultantes. Durante algún tiempo corrió la voz de que iba a entrar
en religión. Pero nuevos rumores de que todo era furia y desesperación en el modesto
rancho contradijeron la noticia. Para los que estaban cerca de ella, su desesperación
era horrible de contemplar. Estaba convencida de que había terminado su vida y la de
sus hijos. En su histérico orgullo, había devuelto más de lo que poseía y el acercarse
de la pobreza se añadía a la soledad y a la tristeza del porvenir. No le quedaba otra
cosa sino pasar sus días en soledad celosa en el centro del ranchito que estaba
completamente descuidado. Rumiaba horas y horas en el gozo de sus enemigos y se
la oía pasear por su cuarto y dar gritos extraños.
El Tío Pío no se desalentó. Con el pretexto de hacerse útil a los niños, echando
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una mano en la administración del rancho y prestándole discretamente algún dinero,
obtuvo la entrada en la casa y hasta llegó a ver a su dueña siempre cubierta con un
velo. Pero aun entonces, Camila, convencida en su orgullo de que la compadecía, le
hería con el acero de su lengua y sacaba no se sabe qué extraño consuelo en hacerle
desprecios. Y él la quería más, comprendiendo mejor que ella misma todas las etapas
en la convalecencia de su humillado espíritu. Pero un día acaeció un accidente que le
hizo perder la última acción en el consuelo que intentaba darle. Abrió una puerta.
Ella creía haberla cerrado con llave. Hacía una hora que había llegado hasta ella
una secreta esperanza; se le ocurrió que tal vez podría hacer una pasta con tiza y nata
para dársela en la cara. Ella, que tantas veces se había burlado de las viejas de la
corte, quiso recordar durante algunos momentos si algo de lo que había aprendido en
el teatro podría ahora servirle de ayuda. Creyó haber echado el cerrojo a la puerta, y
con manos apresuradas y agitado corazón, se embadurnó la cara con una capa de
palidez grotesca, y cuando estaba mirándose al espejo y se daba cuenta de la
inutilidad de su intentona, vio en el cristal la imagen de Tío Pío, que estaba en el
umbral lleno de asombro. Se levantó de la silla dando un grito y se tapó la cara con
las manos.
—¡Vete! ¡Sal de mi casa para siempre! —chilló—. ¡No quiero volverte a ver en la
vida!
Avergonzada, le hizo salir con blasfemias y odio, le persiguió por el pasillo y le
tiró cosas mientras bajaba la escalera. Dio órdenes al ranchero para que no dejase al
Tío Pío entrar en la finca. Pero él siguió intentando verla durante una semana. Por fin,
se volvió a Lima. Mataba el tiempo lo mejor que podía, pero ansiaba volver a su lado
como hubiera podido ansiarlo un mozo de dieciocho años. Por fin, se le ocurrió una
estratagema y volvió a las colinas para ponerla en práctica.
Una mañana, antes de salir el sol, se tendió en el suelo bajo su ventana. Imitó en
la oscuridad el sonido del llanto, y hasta donde pudo lograrlo del llanto de una niña.
Estuvo así llorando durante un cuarto de hora. No levantó la voz por encima de esa
altura que un músico italiano representaría con la notación piano, mas con frecuencia
interrumpía el llanto fiando en que si Camila estaba dormida se insinuaría en su
mente, tanto por la duración como por la interrupción. El aire era fresco y agradable.
La primera débil línea de zafiro iba apareciendo tras los picos, y en Oriente, el lucero
de la mañana vibraba a cada momento con más cariñosa intención. Profundo silencio
envolvía todos los edificios del rancho, y sólo una brisa ocasional hacía suspirar las
hierbas. Encendióse de pronto una luz en el cuarto de Camila, y un momento después
se abrió la persiana y se inclinó en ella una cabeza envuelta en velos.
—¿Quién está ahí? —preguntó una hermosa voz.
El Tío Pío se estuvo callado.
Camila volvió a decir en tono matizado de impaciencia:
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—¿Quién está ahí? ¿Quién llora?
—Doña Micaela, señora, le ruego que tenga la bondad de ampararme.
—¿Quién eres y qué necesitas?
—Soy una pobre niña. Soy Estrella. Pido a vuestra merced que venga y me
ampare. No llame a su doncella. Se lo ruego, doña Micaela, venga, venga…
Camila se quedó silenciosa un instante, y luego dijo bruscamente: «Está bien». Y
cerró la persiana. Poco después apareció en la esquina de la casa. Llevaba una capa
empapada en rocío. Se quedó a cierta distancia y dijo:
—Ven aquí, donde estoy… ¿Quién eres?
—Camila, soy yo. Tío Pío. Perdóname, pero necesito hablarte —dijo, poniéndose
en pie.
—¡Madre de Dios, cuándo me veré libre de este hombre! Compréndelo. No
quiero ver a nadie. No quiero hablar con alma nacida. Mi vida se acabó. Eso es todo.
—Camila, por nuestra larga vida juntos, te pido que me concedas una cosa.
Después me marcharé y no volveré a molestarte.
—No te concedo nada, nada. Apártate de mí.
—Te prometo que no te volveré a molestar si me escuchas esta vez.
Echó a correr hacia la puerta del otro lado de la casa, y el Tío Pío se vio obligado
a correr junto a ella para estar seguro de que ella oía lo que le iba diciendo. Se
detuvo.
—¿Qué es ello? Date prisa. Hace frío. No estoy, bien. Tengo que volver a mi
cuarto.
—Camila, deja que me lleve a don Jaime un año para vivir conmigo a Lima. Deja
que sea su maestro. Déjame enseñarle el castellano. Aquí está en manos de criados.
No aprende nada.
—No.
—Camila, ¿qué va a ser de él? Tiene buen entendimiento y necesita aprender.
—Está enfermo. Es delicado. Tu casa es una cochiquera. No le sienta bien más
que el campo.
—Ha mejorado mucho estos últimos meses. Te prometo que limpiaré mi casa.
Pediré a la madre María del Pilar que me busque un ama de llaves. Aquí se pasa el
día en los establos. Le enseñaré todo cuanto debe saber un caballero… esgrima, latín
y música. Leeremos todas…
—Una madre no se puede separar de su hijo de ese modo. Es imposible. Se te ha
ocurrido eso porque estás loco. Deja de pensar en mí y en todo lo que me rodea. Ya
no existo. Yo y mis hijos nos las arreglaremos lo mejor que podamos. No intentes
volver a molestarme. No quiero ver a ningún ser humano.
Entonces Tío Pío se sintió obligado a emplear un medio fuerte.
—Siendo así —dijo—, págame el dinero que me debes.
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Camila se quedó callada, confusa. Se dijo: «La vida es demasiado espantosa para
sobrellevarla. ¿Cuándo me moriré?». Pasado un momento le respondió con voz
ronca:
—Tengo muy poco dinero. Te pagaré lo que pueda. Te pagaré ahora. Aquí tengo
unas pocas joyas. Así no necesitamos volvernos a ver en la vida.
Se avergonzaba de su pobreza. Dio unos cuantos pasos, luego se volvió y dijo:
—Ahora veo que eres un hombre muy duro. Pero es justo que te pague lo que te
debo.
—No, Camila. Sólo lo he dicho para dar fuerza a mi petición. Nunca tomaré
dinero tuyo. Pero préstame un año a don Jaime. Le tendré cariño y me cuidaré de él.
¿Tan mal lo hice contigo? ¿Fui mal maestro para ti en aquellos años?
—Es cruel por tu parte estar siempre exigiendo gratitud, gratitud, gratitud. Yo
sabía agradecer… ¡bien, bien! Pero ahora, como no soy la misma mujer, no tengo
nada que agradecerle a nadie.
Reinó el silencio. Los ojos de Camila miraban al lucero que parecía guiar al cielo
entero en su maravilla. Tenía en el corazón un gran dolor: el dolor de un mundo que
ya no tenía sentido. Luego dijo:
—Si Jaime se quiere ir contigo, está bien. Le hablaré esta misma mañana. Si
quiere irse, le encontrarás en la posada a eso de mediodía. Buenas noches. Con Dios.
—Con Dios.
Camila volvió a entrar en la casa. Al día siguiente el muchacho muy serio
apareció en la posada. Sus ricas ropas estaban sucias y rotas y llevaba un hatillo para
mudarse. Su madre le había dado una moneda de oro para gastar y una piedrecita que
brillaba en la oscuridad, para que la mirase en sus noches de insomnio. Se sentaron
los dos en un carricoche, pero pronto el Tío Pío se dio cuenta de que las sacudidas no
eran buenas para el muchacho. Le llevó a hombros. Cuando se acercaron al puente de
San Luis Rey, Jaime intentó ocultar su vergüenza porque sabía que iba a llegar uno de
esos momentos que le separaban de la demás gente. Le daba vergüenza especialmente
porque el Tío Pío había dado alcance a su amigo, un capitán de barco. Y justo cuando
llegaron al puente, habló a una señora que iba viajando con una niñita. El Tío Pío dijo
que después que cruzaran el puente se sentarían a descansar, pero resultó no ser
necesario.
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PARTE QUINTA
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BONDAD PIEDAD UTILIDAD
Alfonso G. 4 4 10
Nina 2 5 10
Manuel B. 10 10 0
Alfonso V. -8 -10 10
Vera N. 0 10 10
La cosa era más difícil de lo que había previsto. Casi todas las almas en una aldea
fronteriza resultaban ser indispensables económicamente, y la tercera columna era
poco menos que inútil. El examinador se vio obligado a usar el signo menos al
confrontar el carácter personal de Alfonso V., que no era como Vera sencillamente
malo: era un propagandista de la maldad, y no sólo evitaba la iglesia, sino que
incitaba a otros a desdeñarla. Vera N. era verdaderamente mala, pero era un modelo
de asiduidad al culto y un puntal primordial para llenar la capilla.
Con tan entristecedores datos, el hermano Junípero formó un índice de todos los
aldeanos. Sumó el total de víctimas y lo comparó con el de supervivientes, para
descubrir que los muertos eran cinco veces más dignos de haber sido salvados que los
vivos. Casi parecía que la peste se había dirigido contra la gente que en realidad valía
algo en la aldea de Puerto. Y aquella tarde, el hermano Junípero dio un paseo a lo
largo de la costa del Pacífico. Rompió sus hallazgos y arrojó los pedazos de papel a
las olas; contempló durante una hora las grandes nubes color de perla que colgaban
como siempre en el horizonte de aquel mar, y extrajo de su belleza una resignación
que no permitió a su razón que examinase. La discrepancia entre la fe y los hechos es
mayor de lo que generalmente se presume.
Pero otro de los cuentos del maestro de la Universidad de San Martín (éste no tan
subversivo) probablemente sugirió al hermano Junípero su modo de proceder después
de la caída del puente de San Luis Rey.
El maestro estaba un día paseando por el interior de la catedral de Lima, y se
detuvo a leer el epitafio de una dama. Leyó, alargando cada vez más el desdeñoso
labio inferior, que durante muchos años la difunta había sido centro y alegría de su
hogar, delicia de sus amigos, que todos los que a ella se acercaban se asombraban
ante su bondad y su hermosura, y que allí descansaba esperando la vuelta de su Señor.
Ahora bien, el día en que acertó a leer aquellas palabras, el maestro de San Martín
había tenido muchas contrariedades irritantes, y levantando los ojos de la lápida, dijo
rabioso y en voz alta: «¡Qué vergüenza! ¡Qué estupidez! Todo el mundo sabe que en
la vida no hacemos otra cosa que satisfacer nuestros deseos. ¿Por qué perpetuar esa
leyenda de la abnegación? ¿Por qué contribuir a que siga viviendo esa impostura del
desinterés?».
Y, al decirlo, decidió poner en claro esta conspiración de los tallistas de piedras
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funerarias. La señora había muerto hacía doce años. Buscó a sus criados, a sus hijos,
a sus amigos. Y por todos los lugares a que acudió, como un perfume, sus rasgos
queridos la habían sobrevivido y dondequiera que alguien la mencionaba, surgía una
sonrisa doliente y la afirmación de que no había palabras con que decir la gracia de
todas sus acciones. Hasta la viva juventud de sus nietos se angustiaba al saber que era
posible ser tan bueno como ella. Y el hombre se quedó asombrado. Por fin, murmuró:
«Sin embargo, lo que yo digo es cierto. Por lo visto, aquella mujer era una excepción,
tal vez una excepción».
Al compilar su libro sobre aquellas víctimas del puente de San Luis Rey, el
hermano Junípero parecía sentirse perseguido por el temor de que al prescindir del
detalle más mínimo podía dejar escapar alguna sugestión que le sirviese de guía.
Cuanto más trabajaba, más sentía que estaba tropezando y cayendo entre indicios
cada vez más confusos. Siempre se enredaba como entre las mallas de una red en
detalles que al parecer serían significativos si encontraba su verdadero engarce. Así
es que lo anotaba todo con la esperanza de que tal vez él mismo (o acaso algún
entendimiento más agudo que el suyo), volviendo a leer veinte veces el libro, lograse
que los hechos de pronto se pusieran en movimiento, se unieran y traicionaran el
secreto. La cocinera de la marquesa de Montemayor le dijo que se alimentaba casi
exclusivamente de arroz, pescado y un poco de fruta, y el hermano Junípero lo anotó
pensando en la probabilidad de que algún día ello revelaría algún rasgo espiritual.
Don Rubio le dijo que la marquesa acostumbraba a aparecer en sus recepciones, sin
que la hubiese invitado, para robar las cucharas de plata. Una comadrona de los
suburbios de la ciudad declaró que doña María había ido tantas veces a hacerle
preguntas morbosas que se había visto obligada a arrojarla de su puerta como a una
mendiga. El librero de la ciudad aseguró que era una de las tres personas más cultas
de Lima. La mujer de su hortelano declaró que era muy distraída, pero buenísima. El
arte de la biografía es más difícil de lo que generalmente se supone.
El hermano Junípero se encontró con que se aprendía mucho menos acerca de
aquellos cuya vida se estaba investigando cuando se interrogaba a las personas de
quienes habían estado más cerca. La madre María del Pilar le habló largamente de
Pepita, pero nada le dijo de sus propias ambiciones respecto a ella. En un principio,
fue difícil entenderse con la Perichole, pero después llegó incluso a tomar cariño al
franciscano. El retrato que hizo del Tío Pío contradecía en absoluto los montones de
testimonios estúpidos que en otras partes había ido adquiriendo. Las alusiones de
Camila a su hijo fueron pocas y trabajosas de lograr. Cerraron la entrevista
abruptamente. El capitán Alvarado dijo lo que pudo de Esteban y del Tío Pío. Los
que entienden más de estas cosas son los que se aventuran a decir menos.
Nos ahorraremos las generalizaciones del hermano Junípero. Siempre las tenemos
a mano. Pensó ver en el mismo accidente a los malos castigados con la destrucción y
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a los buenos llamados más pronto a los cielos. Pensó ver el orgullo y la riqueza
confundidos como lección de cosas para el mundo, y pensó ver la humildad coronada
y recompensada para edificación de la ciudad. Pero el hermano Junípero no estaba
satisfecho de sus propios razonamientos. Había alguna posibilidad de que la
marquesa de Montemayor no fuese un monstruo de avaricia y el Tío Pío un monstruo
de indulgencia para consigo mismo.
Compuesto el libro, cayó bajo los ojos de unos cuantos jueces, y se le declaró
herético. Se ordenó que se quemara en la plaza pública con su autor. El hermano
Junípero asintió a la decisión de que el diablo había hecho uso de él para llevar a cabo
una brillante campaña en el Perú. La última noche se estuvo sentadito en su celda,
intentando buscar en su propia vida el patrón que no había acertado a descubrir en las
otras cinco. No era un rebelde. Estaba dispuesto a dar con gusto la vida por la pureza
de la Iglesia, pero ansiaba oír una voz que, viniendo de alguna parte, atestiguase que
por lo menos su intención había sido en favor de la fe. Pensó que nadie lo había
creído. Pero a la mañana siguiente, en toda aquella multitud, bajo toda aquella luz de
sol, hubo muchos que le creyeron porque muchos le querían.
Acudió una pequeña delegación de la aldea de Puerto, y Nina (Bondad, 2; Piedad,
5; Utilidad, 10) y otros estuvieron en pie con el rostro angustiado e intrigado mientras
entregaban a las compasivas llamas a su frailecico. Hasta entonces, hasta entonces,
quedaba en su corazón un nervio obstinado en insistir que al menos san Francisco no
había de condenarle del todo, y (no atreviéndose a llamar a un nombre más alto,
puesto que parecía tan propenso a error en tales materias) clamó dos veces a san
Francisco, e inclinándose sobre una llama, sonrió y murió.
El día del funeral fue claro y caluroso. Los limeños, con sus ojos negros llenos de
temor reverencial, llenaron las calles dirigiéndose a la catedral, y contemplaban la
montaña de terciopelo negro y plata. El arzobispo, encerrado en sus maravillosas, casi
leñosas vestiduras, transpiraba en su trono, prestando de vez en cuando el oído de
quien sabe el valor de lo que está oyendo a las felicidades del contrapunto de
Victoria. El coro había vuelto a estudiar las páginas que, como adiós a la música,
Tomás Luis compusiera para su gran amiga y protectora la emperatriz de Austria, y
toda aquella pena y suavidad, todo aquel realismo español filtrándose a través del
modo italiano caía sobre el mar de mantillas. Don Andrés, bajo los colores y colgajos
de plumas de su oficio, estaba de rodillas, enfermo y conturbado. Sabía que la
multitud le miraba a hurtadillas, esperando que representase el papel de padre que ha
perdido su único hijo. Se preguntaba si estaría en el templo la Perichole. Nunca se
había visto obligado a pasar tanto tiempo sin fumar. El capitán Alvarado entró un
momento desde la plaza llena de sol. Miró a través de los campos de cabellos negros
y encajes el titilar de los cirios y las cuerdas de incienso: «¡Qué falso, qué ficticio!»,
dijo, y volvió a salir. Bajó al mar y se sentó en la borda de su bote, mirando al agua
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clara. «Felices los ahogados, Esteban», dijo.
Detrás de la cortina del coro, la abadesa estaba sentada entre sus asiladas. La
noche anterior se había arrancado del corazón un ídolo y la hazaña la había dejado
pálida, pero firme. Había aceptado el hecho de que no tenía importancia que su
trabajo diera resultado o dejase de darlo; con trabajar bastaba. Era la enfermera que
atiende a los enfermos incurables; era el sacerdote que perpetuamente renueva el
oficio ante un altar al que no acuden fieles. Ya no habría Pepita para agrandar su
obra; volvería a recaer en la indolencia y la indiferencia de sus colegas. Parecía
bastarle al Cielo con que por un poco de tiempo, en el Perú, hubiese florecido y se
hubiese marchitado un amor desinteresado. Apoyaba su frente en la mano, siguiendo
la tierna y larga curva que el soprano levanta en el Kyrie. «Mi cariño debiera haber
tenido más color como éste, Pepita. Toda mi vida hubiera debido tener más calidad,
como la de esta música. He estado demasiado atareada», añadía con tristeza, y su
mente volvía a la oración.
Camila había salido del rancho para asistir al funeral. Su corazón estaba lleno de
consternación y espanto. Éste era otro comentario de los cielos; era la tercera vez que
el Cielo le había hablado. Las viruelas, la enfermedad de Jaime, y ahora, la caída del
puente… ¡Ay, no eran accidentes! Se sentía tan avergonzada como si llevara un
escrito en la frente. Una orden de palacio anunciaba que el virrey enviaba a sus dos
hijas a ser educadas a un convento en España. Era justo. Estaba sola. Había recogido
unas cuantas cosas mecánicamente y se había puesto en marcha hacia la ciudad para
asistir al funeral. Pero empezó a pensar en las multitudes que estarían mirando al Tío
Pío y a su hijo, pensó en el imponente ritual de la Iglesia, como un barranco en que
caen los amados, pensó en la tormenta de los dies irae en que el individuo se pierde
entre millones de muertos, las facciones se confunden y los rasgos se desvanecen. A
poco más de la mitad del viaje se detuvo en la iglesia de adobes de San Luis Rey y se
arrodilló junto a un pilar para descansar. Vagabundeó por entre sus recuerdos,
buscando los rostros de sus dos muertos. Esperó algún tiempo a que apareciese
alguna emoción. «¡Pero si no siento nada! —murmuró—. No tengo corazón. Soy una
pobre mujer sin sentido, eso es todo. Estoy fuera de todo. No tengo corazón. Mirad,
no intentaré pensar en nada, dejadme sólo descansar aquí.» Y apenas había pensado
esto de nuevo pareció inundarla aquel dolor terrible e incomunicable, el dolor de que
ni una sola vez pudo hablar al Tío Pío y expresarle su cariño, y que le impidiera ni
siquiera una vez dar ánimos a Jaime en sus sufrimientos. Empezó a decir
desesperadamente: «¡Con todos estoy en falta! —gritaba—. ¡Me quieren, y yo les
fallo siempre!». Se volvió al rancho y durante un año soportó en soledad su
desesperación. Un día oyó por azar que la maravillosa abadesa había perdido dos
personas queridas en el mismo accidente. La labor de costura se le cayó de las manos;
siendo así, ella sabría, ella podría explicarle. «Pero, no; ¿qué me va a decir? Ni
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siquiera querría creer que alguien como yo sea capaz de amar ni pueda perder.»
Camila decidió ir a Lima y ver a la abadesa de lejos. «Si su cara me dice que no va a
despreciarme, le hablaré», se dijo.
Camila anduvo acechando por los alrededores del convento y se enamoró
humildemente del rostro feo y viejo, aunque le asustaba un tanto. Por fin, fue a
visitarla.
—Madre —dijo—. Yo… yo…
—¿Te conozco, hija mía?
Yo era la actriz, era la Perichole.
—¡Oh, sí! Hace mucho que deseo conoceros, pero me decían que no os gustaba
que nadie os viese. También vos, lo sé, perdisteis en la caída del puente de…
Camila se levantó y se tambaleó. Allí estaba de nuevo el acceso de dolor, las
manos de los muertos que no podía alcanzar. Tenía los labios blancos. Su frente rozó
las rodillas de la abadesa.
—Madre —exclamó—, ¿qué voy a hacer? Estoy sola. No tengo nada en el
mundo. Los quiero. ¿Qué hago?
La abadesa la miró con atención.
—Hija, aquí hace mucho calor. Vamos al jardín. Allí podréis descansar.
Indicó por señas a una muchacha que trajese agua. Continuó hablando a Camila
mecánicamente:
—Sí, hace mucho tiempo que deseaba conoceros, señora. Hasta antes del
accidente había deseado mucho conoceros. Me dijeron que en los autos sacramentales
erais una actriz muy grande y muy hermosa, en El festín de Baltasar, por ejemplo.
—¡Ay madre, no diga eso! Soy una pecadora, ¡no debe decir eso!
—¡Ea!, bebed esto, hija mía. Tenemos un jardín hermoso, ¿no os parece? Venid a
vernos a menudo y conoceréis a sor Juana, que es nuestra jardinera en jefe. Antes de
entrar en religión nunca había visto un jardín porque trabajaba en las minas, allí en lo
alto de los montes. Ahora, todo crece bajo sus manos… Hace un año, señora, desde
nuestro accidente, yo perdí dos que habían sido niños de mi orfanato, pero vos
perdisteis nada menos que a un hijo, ¿no?
—Sí, madre.
—¿Y a un gran amigo?
—Sí, madre.
—Contadme…
Y toda la marea de la larga desesperación de Camila, su desolación solitaria desde
la niñez, encontró descanso en aquel regazo polvoriento y amigo, entre las fuentes y
las rosas de sor Juana.
Mas ¿adónde habrá libros suficientes para contener los acontecimientos que no
habrían sido los mismos si no se hubiera caído el puente? De entre tantos, elegiré al
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menos uno más.
—La condesa de Abuirre desea ver a vuestra caridad —dijo una hermana lega
desde la puerta del despacho.
—Está bien —dijo la madre María del Pilar, soltando la pluma—. ¿Quién es?
—Acaba de llegar de España. No lo sé.
—¡Ay, puede que sea algo de dinero, algo de dinero para mi casa de los ciegos!
Que entre. Deprisa.
Entró en la habitación la alta y más bien lánguida beldad. Doña Clara, que
siempre dominaba la situación, por esta vez parecía estar un tanto indecisa.
—Madre, estáis ocupada… ¿puedo hablaros aunque sea un momento?
—Estoy a vuestra completa disposición, hija mía. Perdonaréis la falta de memoria
de una anciana. ¿Os he conocido antes?
—Mi madre fue la marquesa de Montemayor…
Doña Clara sospechaba que la abadesa no había sido una admiradora de su madre,
y no quería que empezase a hablar hasta que ella hubiese hecho una larga y
apasionada defensa de doña María. Su languidez desapareció en su acto de
contrición; después, la abadesa habló de Pepita y Esteban y de la visita de Camila. —
Todos nosotros hemos faltado en algo. Todos deseamos que se nos castigue. Sí,
estamos dispuestos a aceptar toda clase de penitencia; pero, hija mía, habéis de saber
que en el amor (apenas me atrevo a decirlo), en el amor, hasta nuestros errores no
parecen durar mucho tiempo.
La condesa mostró a la abadesa la última carta de doña María. La madre María
del Pilar no se atrevió a decir en alta voz cuán grande fue su asombro al leer tales
palabras (palabras que, desde entonces, el mundo entero ha murmurado con gozo), y
pensar que hubieran podido brotar en el corazón de la señora de Pepita: «Aprende
ahora —se dijo—, aprende, al fin, que de dondequiera que sea puedes esperar la
gracia». Y se sintió llena de felicidad, como una chiquilla, ante aquella nueva prueba
de que las características humanas para las cuales vivía estaban en todas partes, de
que el mundo estaba pronto a darles cabida.
—Hija mía, ¿queréis hacerme un favor? Desearía mostraros mi obra.
El sol se había puesto, pero la abadesa fue mostrando el camino, corredor tras
corredor, con una linterna. Doña Clara vio a las viejas y a las jóvenes, a las enfermas
y a las ciegas, pero sobre todo vio a la mujer fatigada y animosa que la iba guiando.
La abadesa se detuvo en un pasillo y dijo:
—No puedo menos de pensar que podría hacerse algo por los sordomudos. Se me
antoja que alguien, a fuerza de paciencia…, podría estudiar un lenguaje para ellos.
Hay cientos y cientos en el Perú. ¿Recordáis si alguien en España ha encontrado
modo de que hablen? Algún día se encontrará.
O un poco después:
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—Estoy pensando que se podría hacer algo en favor de los locos. Soy vieja, ya lo
veis, y no puedo ir adonde se habla de estas cosas, pero los veo algunas veces, y se
me antoja… En España, ahora, ¿los tratan con cariño? Me parece que en esto hay un
secreto, oculto para nosotros, pero que está ahí, a la vuelta de la esquina. Si algún día,
cuando estéis de vuelta en España, oís hablar de algo que nos pueda ayudar, me lo
escribiréis… si no estáis demasiado ocupada.
Por fin, cuando doña Clara hubo visitado hasta las cocinas, la abadesa dijo:
Ahora tendréis que dispensarme porque tengo que ir a la habitación de los
enfermos muy graves y decirles unas cuantas palabras en que puedan pensar cuando
les es imposible dormir. No os pido que entréis conmigo, porque no estáis
acostumbrada a semejantes… a semejantes ruidos y cosas. Y además, les hablo como
hablaría a los niños.
Levantó los ojos y miró a Clara con su modesta y triste sonrisa. Desapareció, y
volvió poco después con una de sus auxiliares, que también había tenido su parte en
el asunto del puente y que, antes, había sido actriz.
—Me deja —dijo la abadesa— porque tiene algo que hacer en la ciudad, y
cuando yo acabe de hablar aquí, también tendré que dejarlas a las dos, porque tengo
ahí el proveedor de harina, que no está dispuesto a esperar, y la discusión que he de
tener con él nos va a llevar demasiado tiempo.
Mas doña Clara se quedó en pie en la puerta mientras la abadesa hablaba a sus
enfermos, con la linterna colocada en el suelo, a sus pies. La madre María del Pilar
estaba apoyada en un poste; los enfermos tendidos, en filas, mirando al techo e
intentando contener la respiración. Y ella hablaba aquella noche de todos los que
estaban fuera, en la oscuridad (estaba pensando en Pepita sola, estaba pensando en
Esteban solo), de los que no tenían nadie a quien acudir, para quienes el mundo tal
vez era más difícil, más sin sentido que para aquellos que ahora la escuchaban. Y los
que estaban en aquellas camas se daban cuenta de que estaban dentro de unas paredes
que la abadesa había edificado para ellos; dentro había luz y calor, y fuera había una
oscuridad que no cambiarían ni por un alivio en sus dolores, ni por retardar la muerte.
Mas, aun cuando estaba hablando, otros pensamientos cruzaban las profundidades
de su mente. «Hasta ahora —pensó— casi nadie, a no ser yo, recuerda a Esteban y a
Pepita. Sólo Camila recuerda a su Tío Pío y a su hijo; esta mujer, a su madre. Pero
pronto moriremos y con nosotras todo el recuerdo de aquellos cinco que dejaron la
tierra, y a nosotras mismas nos amarán un poco de tiempo y nos olvidarán. Mas el
amor habrá bastado; y todos los impulsos de amor retornan al amor de donde
vinieron. Ni siquiera el recuerdo es necesario para el amor. Hay una tierra de los
vivos y una tierra de los muertos, y el puente que las une es el amor, lo único que
sobrevive, lo único que tiene sentido.»
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THORNTON WILDER (1897-1975) fue un novelista y dramaturgo norteamericano
al que se considera el renovador técnico de la escena norteamericana. Hijo de un
diplomático, vivió su adolescencia en China, donde comenzó los estudios que luego
proseguiría en su patria, desde 1914, hasta obtener la licenciatura de Letras en la
Universidad de Yale, el año 1920. Poco después cursó las enseñanzas de la Academia
americana de Roma y regresó a los Estados Unidos en 1921, doctorándose en la
Universidad de Chicago (1925), mientras actuaba como profesor de francés en una
institución de Nueva Jersey (1921-1928). A partir de entonces se entrega a una
intensa labor docente en las universidades de Chicago, Harvard y Handen
(Connecticut). Su carrera literaria la inició publicando La cábala (1926), obra
narrativa que no despertó gran interés entre los lectores; por el contrario, su siguiente
novela, El puente de San Luis rey (1927), le hizo ganar el Premio Pulitzer, y le abrió
las puertas de la fama. En una etapa ulterior da a conocer sus novelas La mujer de
Andros (1930) y El cielo es mi destino (1934), que suscitaron enconadas críticas, y
escribe algunas obras cortas teatrales, entre las que destaca por su original trama y su
intensidad dramática Una larga cena de Navidad (1931).
Las decepciones que le acarrean sus novelas le inclinan, cada vez más, a cultivar
la producción para el teatro, orientándose hacia una técnica revolucionaria de
marcado acento surrealista. En 1938 presenta en Nueva York su primer gran drama,
en tres actos, titulado Nuestra ciudad, con el que alcanza un extraordinario triunfo,
éxito que se reprodujo sensacionalmente al traducirse a diversos idiomas y estrenarse
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en los principales teatros del mundo entero. A esta obra, y dentro de la misma tónica,
siguen El comerciante Yonkers (1939) y La familia Antropus (1942).
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