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Los Etruscos

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42 CUA

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LOS ETRUSCOS
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i_ ·; * r ; ce !cs m ás recom endadas sobre


- ir—c Que fue m iem bro de la École Fran-
=; : : í : ~ ! · a c tu c ; m ente dirige la École Pratique
- s - * e x r.-d cs de P a ris, condujo desde 1949 los
- : ; : : :e excavacio n es que llevaron a l descubri-
; c c -d a d e íru sca de V o lsin ii, ¡unto a l lago
: í s - z E :'e conocim iento de prim era m ano de los
e—·=_ co rrr.b u ye a dar a Los etruscos un tono
- · · vaT que constituye uno de sus principales
—« ' *-s
: : r : z e este libro es poner a l a lca n ce del público
Trabajos de los grandes etruscólogos mo-
; free rendo un estudto objetivo de los orígenes
: e ese ;_ e b !o , de las in flu e n cia s aue recibió y ejerció
:::·: :s rom anos) y de su a rte , su e scritu ra , su
· : : : - s- org anización so cial, el desarrollo de su
c c a íd a . Introduce a l lector en el extraño
· * . ■ : : ' s ics r;tos y festivid ad es etru scas. Lo ilustra
va i ; c ;- c c m :ta n c ia de las m ism as con m anifesta-
- zz- ¿ s ia Menor y M esopotam ia. Lo pone al
: * * : :< :« -çeniosos y tenaces esfuerzos realizado s
: *0 ' un idiom a que no parece estar relc-
-i:; - rg ú n otro conocido, pero cu ya trans-
-m z z * . ' ~*c ofrece ninguna d ific u lta d . Le brinda
--t . * de las fam osas p inturas de tum bas
s = rc j i* s z 'z & j ce con vivo s rasgos la v id a coti-
■r e a zs errusces.
:= **e — dice el a u to r refiriéndose a
: _ c * q j:n ¡a — es dado ver con m ayor
- r - ? ?·- es sa!as húm edas de esos lúgubres
• rg *arse nuevam ente todo un pue-
- . ----- z no obstante, desde muchos si-
ff-rr — IV r * : par lo noche."
Viejos Pueblos y Lugares

LOS
ETRUSCOS
R a y m o n d B lo ch

79 LÁMINAS
38 GRABADOS
3 MAPAS

Barcelona
LIBRERIA EDITORIAL ARGOS
P rim e ra edlclôns N o ric m b re 1961.
T rad u c c ió n del Inglés p o r
J I U N C A RR ER A S y RAIM U N D O O R IÑ Ó .
C o p y rig h t by TH A M ES AND H U D SO N . L o n d u m , 195ft y
LIBRERÍA EDITORIAL A R O O S , S . A ., B a u c i l o n a
D e p ó sito legali Β Ί 73^7-1961
N ú m . Registro» 635-1961.
Im p reso en
G R Á FIC A S TEM PLA RIO S. B arcelona.
Prefacio
Este libro fue concebido y parcialm ente escrito, du­
rante las excavaciones llevadas a cabo desde hace unos
diez años, en el su r de E truria, cerca de la pintoresca ciu­
dad de Bolsena. Nada conduce a un contacto m ás estre­
cho con una civilización extinguida o con un pueblo desa­
parecido, que la exploración sistem ática de su suelo. La
excavación, en últim o análisis, es investigación histórica,
y del suelo que se ha excavado con cuidado y paciencia,
emergen no solam ente m onum entos y objetos de perío­
dos distintos, sino tam bién una visión más clara y más
definida del nacim iento y evolución del pueblo que los
creó.
M ientras escribo este prefacio, mis pensam ientos se
dirigen hacia los colaboradores y amigos que tan am able­
m ente participaron en el largo y a m enudo difícil traba­
jo de la excavación y que han contribuido a sostenerlo y
avanzarlo; a ellos quiero expresar el agradecim iento que
con sus esfuerzos y su am istad han m erecido sobrada­
mente.
R. B.
Introducción

De entre todos los pueblos de la antigüedad, los etru s­


cos ocupan hoy un lugar muy especial a nuestros ojos.
Su larga historia sobre el suelo de la península itálica
comienza en la tem prana edad del siglo vil antes de J.C. y
term ina tan sólo poco antes de la E ra Cristiana. Por la
guerra, prim ero contra los griegos, con quienes se dispu­
taban la hegemonía del M editerráneo, luego contra los ro­
manos, que tuvieron que pelear duram ente antes de some­
terles, los etruscos ocupan un lugar de considerable im­
portancia en las obras de los autores de lengua griega o
latina. Su nom bre, que en algún tiem po inspiró un gran
tem or, aparece constantem ente en los Anales de Livio;
y Virgilio, en su descripción épica de los orígenes de Roma,
tiene interés en m o strar en detalle los ataques de los
arrojados caballeros de la antigua Toscana. Aún hoy en
día, los restos de las ciudades y de los cem enterios etru s­
cos son num erosos en Umbría, Toscana y Lacio. A través
de los siglos, los descubrim ientos fortuitos y las excava­
ciones organizadas han sacado a luz gran núm ero de ob­
jetos de toda clase —esculturas, pinturas, y objetos de las
artes m enores— originarios de los estudios y talleres de
E truria. Estos objetos son hoy el orgullo y la gloria de las
colecciones privadas y de los m useos de Europa y América.
Pero a despecho del poder evocador de estas reliquias
que nos tran sp o rta a la visión ilum inada de una civili­
zación altam ente desarrollada aunque hoy extinguida, a
despecho de todas las evidencias que nos procura su arte
plástico, que es al mism o tiem po de gran interés históri­
co y de gran valor artístico, E tru ria ofrece al científico
y al profano un m isterioso y oscuro fenómeno. Dos siglos
Los Etruscos

■ de pacientes intentos y esfuerzos persistentes no parece


que hayan tenido éxito en descorrer el velo de m isterio
detrás del cual se oculta.
Algunos enigmas se com binan para dar a estos prim e­
ros habitantes de la Toscana un aire secreto y extraño.
¿De dónde venían? ¿Qué lengua hablaban? E stas pregun­
tas básicas aún no se han resuelto y han originado las te­
sis m ás contradictorias y variadas. El vejado problem a
de los orígenes de E tru ria ha sido discutido durante m u­
cho tiem po. En la antigüedad misma, los puntos de vista
eran encontrados. Había, es cierto, un apoyo general a la
tesis desarrollada por H erodoto en su estilo claro y aler­
ta. Para él, fue una emigración por m ar la que llevó a los
etruscos desde Lidia (Anatolia) y algún otro lugar de Asia
M enor a las soleadas playas del m ar Tirreno. Su origen
asiático es aceptado sin dificultad por la gran m ayoría de
los autores antiguos. Pero Dionisio de Halicarnaso, un re­
tórico griego, que vivió en Roma en los tiem pos de Augus­
to, rehusó som eterse a la opinión general y m antenía que
el pueblo etrusco era autóctono. Las discusiones siguen
hasta nuestros días y m ás adelante verem os cómo se en­
foca hoy el problem a.
El descifram iento de la lengua etrusca es una dificul­
tad conocida y una cuestión vieja. A pesar de los siglos
de persistentes intentos —adm itiendo que a veces asis-
tem áticos y dem asiado audaces, pero frecuentem ente lle­
vados p o r hom bres de gran conocimiento y cabeza equili­
brada— no se ha encontrado ninguna solución al enigma
presentado por un idiom a que perm anece solitario entre
las lenguas antiguas. A este respecto, resum irem os la in­
vestigación actual y m ostrarem os las graves razones por
las que se produce una de las más sorprendentes derrotas
de los m odernos estudios lingüísticos.
Son precisam ente estas dificultades y oscuridades las
Introducción

que frecuentem ente excitan la imaginación del público en


general, que se sorprende al ver que la ciencia —a pesar
de todos sus progresos— ha de esperar algún tiem po; pero
no deben hacernos distraer la atención de los fundam en­
tos de la etruscología (así llam am os al estudio de la his­
toria y la civilización del pueblo etrusco). La historia etrus­
ca y la civilización etrusca, que fueron tan im portantes
para el logro del destino de la civilización occidental en la
antigüedad, no está, en su aspecto general, rodeada de m is­
terio u oscuridad. Los textos griegos o latinos referentes
a los antiguos toscanos y, sobre todo, la adm irable do­
cum entación sum inistrada por los objetos desenterrados
p o r azar o búsqueda de los arqueólogos, nos perm iten
form am os una visión dp su civilización; m ientras que al­
gunas zonas están menos definidas que otras, pues una
visión da vida a toda una nación con su organización polí­
tica y social, su economía, sus creencias religiosas y sus
creaciones artísticas. El propósito de este libro es hacer,
prim ero, un análisis sincero de la naturaleza de los pro­
blem as irresolutos, y luego describir la fascinadora histo­
ria de la antigua E tru ria y estudiar sucesivamente los dis-
dintos aspectos de la civilización del pueblo etrusco, su
vida pública y privada, su religión y su arte. Así estarem os
en situación de ad q u irir un conocim iento íntim o de la
vida de un país y de un pueblo que comenzó a ju g ar un
papel im portante en la historia de Occidente a principios
del siglo vil antes de J.C., y que fue conquistado p o r Roma
solam ente a costa de largas y crueles guerras. Aún des­
pués que E tru ria cayó bajo la em bestida de las legiones
rom anas hacia la m itad del siglo m antes de J.C. su papel
cultural no term inó. Los talleres etruscos siguieron pro­
duciendo en el territo rio toscano hasta la m itad del pri­
m er siglo antes de J.C., y en cuanto a las enseñanzas re­
ligiosas etruscas practicadas p o r los haruspices, los ro­

9
Los Etruscos

m anos hicieron uso de ellas hasta la caída del Imperio,


cuando el mismo paganism o greco-romano dio paso finai
m ente al cristianism o triunfante. M irando el vasto pro­
blem a que presenta la civilización de E tru ria —una civi­
lización que fue originalm ente independiente y luego sub­
yugada p o r los rom anos— o po r su legado, incrustado en
la m ism a historia de Roma, el trabajo de los arqueólogos
e historiadores ha hecho una contribución constante me­
diante conocim ientos positivos y soluciones, que nos per­
m iten confirm ar las antiguas tradiciones y rellenar buen
núm ero de lagunas. Ése es el resultado de siglos de vastos
trabajos históricos dedicados a una de las naciones más
vinculadas a los comienzos de la península itálica y del
m undo occidental, de cuya herencia som os todavía sus
rem otos beneficiarios. Creo que si querem os evaluar la
extensión presente de nuestros conocim ientos positivos,
debemos trazar el historial de los estudios etruscos des­
de sus prim eros pasos dudosos al comienzo de los tiem ­
pos m odernos, hasta su pleno florecimiento. Es extrem a­
dam ente instructivo, ocupándose en un asunto tan comple­
jo y difícil como el de la antigua E tru ria, seguir a los
antiguos cientííicos paso a paso y describir sus intentos
y esfuerzos. De esta m anera los m étodos de trabajo, per­
feccionados progresivam ente a lo largo de los siglos, em er­
gen m ás claram ente y los errores com etidos en el pasado
revelan equivocaciones de juicio por las que aún hoy esta­
m os influidos. Además, buscar a nuestros distantes ante­
cesores tiene en su ingenuidad cierto atractivo peculiar y
escribir la historia de los hom bres que ellos mismos hi­
cieron historia es quizás uno de los pasatiem pos más su­
gestivos del historiador.
Así este libro comienza con una descripción general de
la histo ria de la Etruscología. Luego nos detendrem os en
las cuestiones a las cuales la investigación m oderna no

10
Introducción

ha dado todavía respuestas finales —el problem a de los


orígenes del pueblo etrusco y el de su lengua—. El meo­
llo del libro está dedicado a los distintos aspectos de la
civilización etrusca e intenta reflejar, tan fielmente como
es posible, la historia de un pueblo investigador, enam ora­
do de la vida e interesado en la existencia de ultratum ba,
un pueblo que vemos en sus actividades en los adm i­
rables frescos que cubren las húm edas paredes de sus
•sombrías tumbas.

11
P rim e ra P a rte

LOS MODERNOS Y ETRURIA


C a p ít u l o I

Historia de la Etruscología
Ya en los tiem pos romanos los sabios fijaban su aten­
ción en la nación que, antes de la m ism a Roma, había
tenido éxito en la unificación de la península por sus pro­
pios medios. Los libros sacros toscanos fueron traduci­
dos al latín y compilados por Tarquinio Prisco, él m ism o
de origen etrusco, en el siglo i antes de J.C. De su traduc­
ción quedan solam ente unos pocos pasajes, todos ellos
breves; se citan en los escritos de Séneca, de Plinio el
Viejo y de algunos otros. El em perador Claudio, estim u­
lado po r su gran curiosidad de anticuario, dedicó su aten­
ción al pasado etrusco de Italia. Le ayudaron en sus
investigaciones los archivos de las grandes fam ilias etrus­
cas, que su prim era esposa, Urganilla, procedente de un
noble grupo etrusco, le había proporcionado; pero aún en
este caso, las pérdidas, en cuanto sabemos, han sido in­
mensas, porque no poseemos ninguno de sus escritos. En
particular, no ha perm anecido nada de su gram ática etru s­
ca, pérdida verdaderam ente irreparable. Sin em bargo el
interés tom ado po r los sabios rom anos en el pueblo etrus­
co nos m uestra que, aún en la antigüedad, estaban rodea­
dos por una aureola de m isterio que no les ha abandonado
nunca. Hoy podem os decir que E tru ria se redescubrió en
el siglo X V III, pero esto no significa que hasta entonces
fuera com pletam ente desconocida de los científicos, o que
no se hayan hecho gran núm ero de descubrim ientos en
el suelo de E tru ria antes de esa época.
Fundam entalm ente, sin embargo, la gente se interesa­
ba solamente en la m ism a Roma, que fue objeto de apa­
sionado estudio durante el Renacimiento; las pintorescas
regiones de la Toscana eran m eram ente un reposo para

15
Jo s Etruscos

las creaciones de la imaginación poética. Pero las tum bas


etruscas, abiertas casualm ente durante los trabajos en los
cam pos atrajeron el interés de los artistas, que algunas
veces las visitaron con el fin de hallar fuentes de inspira­
ción. Los frescos etruscos, que hoy existen parcialm ente,
pueden haber servido de modelo a Miguel Angel cuando
vio la cabeza de Aita cubierta con una piel de lobo. Aita
no es o tra que el Hades, del m undo etrusco de la m uerte.
E jem plares espléndidos del a rte etrusco aparecieron por
casualidad. La fam osa loba del Capitolio era ya conocida
Lámina 51 en la Edad Media; el siglo xvi vio m sucesión el descu­
brim iento, en 1553, de la Quimera de Arezzo; en 1554, de
la M inerva de Arezzo; en 1556, de la estatua tradicional-
m ente conocida como el Arringatore, el Orador. Hoy es­
tos grandes bronces son todavía la gloria del Museo Ar­
queológico de Florencia. En el siglo xvii algunos de los
frescos de las tum bas de Tarquinia sorprendieron a sus
descubridores; por ejem plo, en 1699 los de las tum bas
de Tartaglia y del Cardenal, llamadas respectivam ente del
nom bre de un abogado llamado Tartaglia, y del Cardenal
Garam pi, obispo de Tarquinia, que fue el prim ero en pe­
n e tra r en esas m oradas de la m uerte. De hecho, el libro que
daría un em puje decisivo y despertaría un interés apa­
sionado por Toscana, fue escrito entre 1660 y 1690 por un
científico escocés, Sir Thomas Dempster. Es ésta una ex­
tensa obra, que abarca siete volúmenes, y se titula De
Etruria regali libri septem . Es el fruto de una vasta erudi­
ción y de una fértil imaginación, pero perm aneció m anus­
crito hasta que se publicó por 1723-24 en Florencia.
Dem pster, un adm irable connaisseur de la literatura
antigua, intentó dib u jar un retrato de la historia de los
antiguos toscanos, basándose principalm ente en los tex­
tos. Su estudio estaba ilustrado por una serie de noventa
y tres lám inas reproduciendo varios documentos etrus-

16
Historia de la Etruscología

Fig. 1. Friso de la Grotta del Cardinale. Una difunta es coiir


duenda al Infierno por genios alados. Según un grabado de
Byres en Hypogea of Tarquinia, Il parte, p. 8

eos. El senador florentino, B uonarotti, com pletaba estas


lám inas con explicaciones y conjeturae, para ilu stra r el
p rim er corpus de los m onum entos de E truria. E ste era
el punto alcanzado po r la investigación arqueológica e his­
tórica en Toscana.
Estas investigaciones se distribuyeron rápidam ente en
tres centros intercom unicados: excavaciones en el campo;
el arreglo de las colecciones de objetos etruscos; y el tra ­
bajo teórico relacionado con estas colecciones o con cues­
tiones históricas generales.
Las prim eras excavaciones dignas de tal nom bre comen­
ta ro n en 1728 en el espléndido lugar de Volterra, en el ex­
trem o norte de Toscana. En 1739, la tum ba de la ilustre
fam ilia Cecina se sacó a luz, y en ella se encontraron unas
cuarenta urnas, que form aron el núcleo del Museo Ar­
queológico de V olterra. Este Museo se fundó hacia el 1750
po r el abad Mario Guam acci, cuyo nom bre todavía per­
manece. Este fue el comienzo de la exploración com pleta
del lugar, uno de los más bellos y pintorescos de toda la
Toscana. V olterra, en etrusco Velathri, estaba situada a
lo largo de una escarpada colina que dom inaba el valle
de Cecina. La extensión de los restos de las m urallas etru s­
cas indican que la ciudad m oderna era menos im portante
que la etrusca «Lucumony». Todavía existe hoy, ju n to con

17
Los Etruscos

porciones im portantes de la m uralla exterior, la puerta


etrusca conocida por «Porta del Arco», que está adorna­
da con cabezas esculpidas de divinidades. Muchos graba­
dores del siglo X V III usaron estos magníficos restos arqui­
tectónicos para sus dibujos.
Como siem pre en E tru ria, las tum bas estaban situa­
das en la parte de fuera de la m uralla. E ra una regla
absoluta en la antigüedad que las habitaciones de los m uer­
tos estuvieran separadas de las de los vivos. Desgracia­
dam ente, una parte de la m eseta, en el lado en que se ex­
cavaron las tum bas, se ha ido hundiendo durante siglos
a causa de los gigantescos deslizamientos de tierras. Así
la antigua necrópolis de V olterra ha sido casi totalm ente
destruida. Y el Museo Guarnacci, aunque todavía uno de
los m ás ricos m useos locales en Toscana, ha coleccionado
sobre todo objetos del período helenístico.
De este m aterial la p arte más notable consiste en u r­
nas funerarias de terraco ta o alabastro. El alabastro se
em pleaba po r los artesanos etruscos únicam ente en esta
región. La tapa de estas urnas soporta la figura yacente
(reclinada) del difunto. Los lados de la urna están deco­
rados con escenas en relieve que m uestran episodios de
la vida cotidiana o de la mitología greco-ctrusca; general­
m ente están incluidas como símbolos funerarios. Esto ex­
plica la constante aparición de escenas de despedida y de
viaje en estos bajorrelieves. El viajero, que se m uestra en
el m om ento de poner pie en un vehículo con destino des­
conocido, no es otro que el difunto disponiéndose pausa­
dam ente a en trar en el som brío reino del Hades. Los ma­
ravillosos com entarios de Franz Cumont, el em inente his­
toriador de las religiones, acerca de los símbolos funera­
rios de los romanos, se pueden am pliar y aplicar a esta
vasta serie de urnas funerarias. Cuando descubrieron do­
cum entos de esta clase, al comienzo del siglo xvm , los

18
Historia de la Etruscología

Fig. 2. Bajorrelieve decorando la parte frontal de un sarcó­


fago de Volterra; siglo II a J. C. Ulises tentado por las sirenas

excavadores se encontraron cara a cara con la producción


típicam ente etrusca por el estilo y por la significación re­
ligiosa.
Al mismo tiem po, un descubrim iento casual en Pales-
trina, la antigua Preneste, situada a unas veinticinco mi­
llas al este de Roma, reveló una de las piezas m aestras del
grabado sobre bronce, el cofre Ficoroni, hoy orgullo del
m useo etrusco de la Villa Giulia, en Roma. En 1738 el an­
ticuario Francesco Ficoroni descubrió en el suelo de la
antigua ciudad latino-etrusca un gran cofre cilindrico de
bronce con adm irable decoración grabada en su tapa y
lados, representando, como se deleitó en descubrir, los
diversos episodios del m ito de los Argonautas. El buque
«Argos, el Vigilante», llevando el grupo de intrépidos na­
vegantes, ha echado el ancla en Bithynia, en el país de los

19
Los E truscos

Bebryces. El bajel ha sido dirigido a tie rra y un joven lo


está abandonando, transportando baldes y vasos que deja
caer en una fuente cercana. El rey del país, Amycos, está
dispuesto a desafiar al boxeo a cualquiera que tenga la
audacia de poner pie en su suelo. Como está dotado de
una fuerza excepcional, al que acepta le conduce salva­
jem ente a la m uerte. Polux ha aceptado el desafío, ha ven­
cido y ha atado a su enemigo vencido a un árbol. Todavía
lleva en sus manos el cestus que usó en la lucha. Es difí­
cil im aginar una composición más noble o un diseño de
m arinos m ás elegante. Francesco Ficoroni tuvo la suerte
de hallar esta obra m aestra etrusca que evoca grandem en­
te —adm itiendo en últim a fecha, que el cofre data sola­
m ente del 330 antes de J.C. aproxim adam ente— el espí­
ritu del clasicismo helénico.
Resumiendo, el suelo de Tarquinia siguió revelando,
ya por hallazgos casuales, ya como resultado de varias
inspecciones organizadas, cám aras funerarias pintadas.
A m ediados del siglo x v m un modesto tra b a ja d o r de este
campo, el padre Gian Nicola Forlivesi, un nativo de Tar­
quinia, exploró algunas tu rb as con frescos en las vecinda­
des de Corneto y dejó un m anuscrito sobre él asunto, que
desafortunadam ente se perdió. Sin em bargo, hallamos re­
ferencias a él en los escritos del período. Pero, aquí como
en otras partes, liemos de esperar al principio del si­
glo XIX para las investigaciones de m ayor alcance que
llevarán a la luz las joyas del arte toscano.
Un descubrim iento sigue a otro a intervalos espacia­
dos, fruto m ás de la suerte que de la investigación m etódi­
ca. La explotación de los nuevos docum entos, fue de la ma­
yor im portancia para el futuro de la etruscología. Se apro­
vecharon de dos m aneras : se fundaron algunos de los gran­
des m useos donde se conservaron las colecciones más im­
portantes de arte etrusco, y los libros referentes a los pro-

20
H istoria de la Etruscología

Fig. 3. El descubrimiento de la tumba del Tifón. Según un


grabado de Byres etr Hypogea of Tarquinia, parte 1, p. 4

ductos de este arte se m ultiplicaron. Hemos visto que po r


este tiempo se estableció el Museo Cívico en V olterra. No
fue su fundador Guarnacci, sino el florentino Antón Fran­
cesco Gori, quien en seguida publicó una descripción de
las colecciones de Volterra. Este estudio se presentaba
en lo que, para la época, era u n a m agna obra, que el mis-
jmo Gori publicó entre 1737 y 1740, y que se titu lab a Mu­
seum E truscum exhibens insignia veterum E truscorum
M onumenta. E ste «Museo Etrusco» constaba de tres gran­
des infolios. EI texto es de calidad muy desigual, pero va
acompañado de trescientas ilustraciones, reproduciendo
no solamente lo que era ya un núm ero considerable de
obras de arte etruscas, sino tam bién obras griegas y ro-

21
Los Etruscos

m anas erróneam ente considçradas etruscas. Esos tres her­


mosos volúmenes hacen honor a uno de los adelantados de
la etruscología. Además, la inseguridad de las atribucio­
nes de sus juicios no debe hacem os subestim ar la serie­
dad del estudio o la cuidadosa ejecución y belleza de los
grabados. En particular, Gori da un sum ario del m anus­
crito de Forlivesi sobre el descubrim iento de los frescos
de Tarquinia. Ésta es aún hoy la única evidencia que te­
nemos de algunos dç ellos. Tarquinia tam bién atrajo la
atención de los pintores y grabadores, algunos de ellos fa­
mosos. Jam es Byres, un p in to r inglés que era amigo de
Piranesi, hizo algunos esquem as m ostrando el aspecto de
las tum bas en el m om ento de su descubrim iento. No se
publicaron hasta 1842, en Londres, bajo el título de «Hy-
Figs. 1, 3, 6, 19 pogaei» or the sepulchral caverns of Tarquinia. También
Piranesi, como veremos, estaba interesado en los cemen­
terios dej Cortona.
Pero se form aron otras colecciones y se abrieron nue­
vos museos. El 'centro de lo que se ha dado en llam ar
«Etruscheria», la E truscom ania del siglo xvm , fru to de
un entusiasm o excesivo por el arte y la civilización etrusca
que sería muy largo de explicar aquí en detalle, estaba
situado en el corazón de la Toscana, en Cortona, una pe­
queña ciudad pintoresca en la cima de una colina rica­
m ente cubierta de bosquecillos de olivos y viñedos. Allí se
instaló la Academia E trusca de Cortona el 29 de diciembre
de 1726, institución cuya actividad, frecuentem ente des­
cuidada, tiene, en su ingenuo celo, cierto encanto. E sta so­
ciedad prosiguió sus actividades por todo el siglo x v m e
incluyó algunos de los m ás grandes nom bres de Italia y del
extranjero. Un m useo y una biblioteca fueron las m ani­
festaciones tangibles de sus actividades. De nuevo fue An­
ton Francesco Gori quien publicó, a sus expensas, una
descripción de las colecciones reunidas en los pequeños

22
Historia de la Etruscología

museos provinciales de Italia. Su M useum Cortonense es


el volumen com pañero de su estudio del m useo de Volte-
rra. Aquí, como en Volterra, y m ás adelante en Florencia,
las investigaciones de las sociedades eruditas del si­
glo w ill, van paralelas a la organización de colecciones,
de antigüedades.
Hallamos aquí un eslabón íntim o entre la arqueología y
la aparición del estudio de la h istoria antigua, y esta es­
trecha unión es una de las grandes leyes que gobiernan la
investigación en este dominio.
El destino de esta sociedad local, cuya m em oria vive
aún en Toscana, fue muy curioso. A Cortona, la fam osa
sede real de la antigua Toscana, la ciudad que, después de la
oscuridad de la E dad Media, dio nacim iento al m ás cele­
brado de sus hijos, Luca Signorelli, creador de los adm i­
rables frescos de la Catedral de Orvieto, le estaba reser­
vado ser la cuna del renacim iento etrusco. El 29 de agosto
de 1726, el abate Onofrio Baldelli, asistido po r tres de sus
conocidos, fundó la Academia E trusca, que avanzaría gran­
dem ente la h istoria de la antigüedad. Un agradable as­
pecto de sus actividades era la evocación de los nom bres
etruscos y de las antiguas costum bres etruscas. Cada año,
la Academia elegía un presidente al cual se daba el nom bre
de lucum ón o rey. La m ism a Academia se com ponía de
ciento cuarenta m iem bros, de los cuales cuarenta eran
ciudadanos de Cortona, y el resto de fuera de la ciudad.
Sus sesiones se llam aban Le N o tti Coritane —«Las noches
de Cortona»— noches que, sin em bargo, se dedicaban al es-
' tudio. Las cam panas del Ayuntam iento de la ciudad lla­
m aban a los académ icos a reunión dos veces al m es, y las
señoras de la nobleza eran invitadas a participar. En estas
reuniones, se leían cartas y comunicaciones; se presenta­
ban objetos antiguos recién descubiertos, y los m iem bros

23
í-os 'Etruscos

se enfrascaban en corteses discusiones acerca de los pro ­


blem as m ás candentes del día.
E sta actividad continuó a través de todo el siglo y dio
como fru to nueve herm osos volúmenes, publicados en
1738-95. Da gran placer hojear las páginas de los elegantes
tomos in-cuarto, que ostentan el noble título de Saggi di
Dissertazioni accademische publicam ente lette nella nobile
accademia etrusca dell’antichisim a città di Cortona. Los
textos de estas comunicaciones están agradablem ente ilus­
trados p o r buenos grabados y los tem as tratad o s son muy
variados. No se refieren solam ente a E truria; viajeros y
Lám ina 68 científicos describen los m onum entos de Rom a y del Asia
Menor, y ciertos artículos se ocupan de cuestiones de his­
toria de la religión, como uno sobre el culto de los árboles
sacros o nemora en la antigüedad.
Dos de los mayores sabios del siglo dedicaron parte de
sus estucíios a la historia y al arte de los etruscos : el con­
de de Caylus y W inckelmann. La Historia del Arte de Win-
ckelm ann, como el Recueil des Antiquités del conde de
Caylus, contienen capítulos dedicados a la antigua Tosca-
ña. El prim ero se ocupa, sobre todo, de incorporar el arte
etrusco al vasto sistem a que había concebido sobre la
evolución del arte antiguo. El conde de Caylus, por su
parte, se lim itó a la publicación y análisis de varios m o­
num entos que había visto o de los cuales e ra el propieta­
rio. Tiene im portancia el que estos dos grandes espíritus
no se asustaran de enfrentar el difícil problem a de la an­
tigua E tru ria, y en seguida veremos cuáles eran los m éto­
dos y la naturaleza de sus conclusiones. Igual Piranesi, a
pesar de que su corazón estaba cautivado por Roma con
sus innum erables y m ilagrosas antigüedades, conoció y es­
tudió la Toscana; será del m ayor interés recordar más
adelante un debate poco conocido sobre E tru ria, en el cual
tuvo como oponente a un investigador francés, M arietti.

24
H istoria de ία Etruscología

Este período heroico de la etruscología se term ina con


las obras del Abbé Luigi Lanzi. El Abbé Lanzi, que nació
en 1732 y m urió en 1812, dedicó una vida de celoso trabajo
y estudio a las distintas cuestiones planteadas por la his­
to ria etrusca. Deshizo los errores de su tiempo, pero en sus
análisis de los varios especímenes y en las descripciones
que de ellos dio, m ostró que tenía un espíritu m enos in­
clinado a los vuelos de la fantasía que muchos de sus pre­
decesores. En am bos terrenos, el arqueológico y el lingüís­
tico, es un epítom e de los conocim ientos de su siglo, pero
hizo tam bién aportaciones nuevas a problem as largam ente
debatidos. Florentino de nacim iento, pasó la m ayor parte
de su vida en su ciudad nativa, y Um berto Segre hizo un
sim pático hom enaje, hace aproxim adam ente m edio siglo,
a su vida atrevida, en un libro titulado Luigi Lanzi e le sue
opere. Es norm al que los investigadores actuales deban
agradecer a sus rem otos predecesores el lugar que ocupan
en la historia, de los prim eros pasos dudosos y el tem pra­
no progreso de su ciencia.
En 1789 el Abbé Lanzi publicó una obra en tres volú­
m enes que, al fin, definía el lugar del etrusco entre los an­
tiguos dialectos itálicos. Su Saggio di lingua etrusca e di
altre lingue antiche d ’Italia es de hecho una sum m a de los
conocimientos de la época, no solam ente con respecto a la
lengua sino tam bién respecto de las instituciones, historia
y arte de los etruscos. Este libro constituye un punto de
partid^ en la historia de la etruscología. Asistido por su
discípulo Zannoni, el Abbé Lanzi em prendió la tare a de
ordenar una colección etrusca en los Uffizi de Florencia.
E sta colección fue el origen del Museo Arqueológico de
Florencia, fundado en 1870. Finalm ente uno de sus libros
fue el prim ero en dem ostrar sistem áticam ente el origen
griego de la m ayoría de los vasos pintados hallados en el

25
suelo italiano, que tradicionalm ente se atribuían a la civi­
lización etrusca.
Pero debemos planteam os la cuestión fundam ental con­
cerniente al m étodo usado en esas obras epigráficas y ar­
queológicas. ¿Cómo se llevaba en aquel tiem po la investi­
gación y po r qué razón espíritus clarividentes cometieron
errores tan crasos o que al menos nos parecen así? ¿Qué
avances definitivos, p o r o tra parte, hicieron estos distin­
guidos pioneros de la etruscología y h asta qué punto sus
esfuerzos hicieron progresar a la ciencia?
Para abordar estos problem as fascinadores debemos
tener una idea clara del estado de los conocim ientos histó­
ricos y arqueológicos relativos a la antigua Toscana a
principios del siglo xvm . Básicam ente estos conocimientos
se reducían a la inform ación proporcionada por los escri­
tores de la antigüedad. El escocés D em pster los reunió y
probó de sacar provecho de ellos en su De E truria regali.
Pero esas interpretaciones eran obra de una imaginación
poderosa aunque dem asiado atrevida, y la vasta erudición
de su a u to r mezcló hechos reales con opiniones sin base
y p u ra especulación en confusa mescolanza. Tal situación
de los conocimientos sobre E truria era igual en todos los
aspectos; la arqueología estaba todavía en su infancia. Hoy
es claro para nosotros que el meollo del conocim iento só­
lido que podamos alcanzar sobre los etruscos, a pesar de
e sta r la lengua aun po r descifrar y sin poseer textos litera­
rios, está en el estudio detallado de los docum entos pictó­
ricos proporcionados por su arte.
Aún ahora la arqueología etrusca, quizá más que nin­
guna otra, presenta ciertos problem as extrem adam ente di­
fíciles. Los etruscos no eran un pueblo creador, com para­
dos con los griegos, o al menos necesitaban influencias
foráneas para crear. Estos impulsos vinieron, prim ero, del
cercano Oriente, luego de la misma Hélade. Es casi impo-
H istoria de la Etruscotogía

sible com prender y seguir los distintos períodos del arte


etrusco sin hacer referencia constante al im pacto de los
modelos helénicos. Los artistas etruscos respondían a es­
tos modelos de una m anera que variaba según el lugar y el
m omento; su visión del m undo no es por eso menos
personal y, con frecuencia, m uy extraña. Pero la cuestión de
la influencia y los prototipos no se puede descuidar en un
análisis franco de su arte.
Consideremos ahora la desgraciada situación en que se
hallaron los investigadores del siglo xvm . El m ism o arte
griego era poco conocido todavía. Es cierto que los viaje­
ros comenzaban a visitar Grecia y el Oriente Medio. Pero
el saber arqueológico griego era aun vago y superficial.
H abría sido imposible en tales condiciones llegar a una
apreciación seria de los objetos artísticos que salían a luz
de cuando en cuando en Toscana, por azar sobre todo, fruto
de excavación. Existían lagunas en los im prescindibles
puntos de com paración y este hecho pesaba fuertem ente
contra el desarrollo de la investigación etruscológica. Ex­
plica tam bién, en parte, los errores de esta ingenua Etrus-
cheria. Con todo, algunas de las dificultades con que tro­
pezaron nuestros antiguos predecesores todavía nos
plantan cara. Si examinamos varios bronces hallados en
E tru ria, nos hem os de preguntar si debemos considerarlos
obras de arte etruscas o griegas. Y el debate sobre alguno
com o la fam osa Quim era de Arezzo, no está aún resuelto.
En el siglo xvm , el conocim iento incierto del a rte helénico
y la falta de costum bre ante la producción etrusca condujo
a errores de concepto fundam entales. Las tum bas etruscas
a m enudo contenían un gran núm ero de vasos griegos de
im portación, y Vulci —excavado sistem áticam ente desde
principios del siglo xvm en adelante— ha proporcionado
m ás piezas de cerám ica ática con fondo negro que el
m ism o suelo de Atenas, gracias a las terrazas protectoras

27
Los Etruscos

de las tum bas etruscas que se excavaron en M aremma o


al pie de las estribaciones de los Apeninos. Los aficionados
y los investigadores del siglo xviii creyeron por m ucho
tiem po que esta am plia colección de vasos griegos que
veían salir del suelo de la Toscana o la Campania, era
etrusca. H a sido necesario un trabajo m inuciosam ente ana­
lítico p ara rectificar esta falsa concepción.
Así, la ignorancia y las dudas del período al cual nos
referim os, se pueden explicar por el estado em brionario
de la arqueología y la ciencia; pero sin duda a ésta debe­
mos añ ad ir otra razón, debida a la psicología nacional
italiana. Italia estaba dividida, y al N orte dom inaban los
austríacos. De una m anera casi natural buscó en su pasa­
do histórico una especie de compensación a su hum illado
am our propre. El período del Risorgim ento estaba aún le­
jos, pero las aspiraciones nacionales ya existían. Con ello,
comienza una tendencia a sobreestim ar el pasado de la
Península y sobre todo, la civilización etrusca, la prim era
en aparecer sobre el suelo italiano. Al pueblo italiano le
gusta exaltar las glorias de su pasado. Es una de las
prim eras razones de la Etruscom anía que prosigue h asta
el día en que, gracias al avance del ejército francés, la
Lom bardia y Milán son liberadas.
Pero debemos exam inar en detalle 'la actitud de los
hom bres individualm ente, que difiere grandem ente de uno
a otro. A pesar de que la imaginación se llevaba la palma,
el espíritu de observación científico, que sería la base de
los progresos que se harían en el siglo siguiente, era ya
aparente. Desde luego, este espíritu científico no se m ani­
fiesta aún en la m anera de dirigir la investigación arqueo­
lógica sobre el terreno. É sta estaba todavía en su infancia.
Los objetos sin valor artístico eran despreciados. No se
llevaba ningún inventarío de los descubrim ientos, cosa
que aún hoy nos im pide grandem ente el estudio de los

2S
Historia de la Etruscología

hallazgos de la época. Hemos de esperar hasta la segunda


m itad del siglo xix o hasta el comienzo del siglo actual
para hallar la aparición gradual, gracias sobre todo al
trabajo de los prehistoriadores, de los principios funda­
m entales de la investigación arqueológica. Principios ba­
sados en una inspección cuidadosa del terreno y en el
estudio estratigráñco del subsuelo.
Inm ediatam ente aparecen diferencias tem peram entales
en el examen de los restos existentes y en las conclusiones
alcanzadas a p a rtir de ellos. Algunos no tienen respeto a
la verdad cuando analizan los hechos; otros, al contrario,
m uestran una reserva y una prudencia dignas de verda­
deros científicos. E ntre los prim eros podemos situ a r a
Guam acci, el fundador del museo de Volterra. Según lee­
mos en sus tres volúmenes titulados Origine italiche ossia-
no M emorie istorico-Etrusche sopra Vantichissimo regno
d ’Italia (Lucca, 1767-72), pasam os de una erudición pe­
dante a las teorías m ás audaces y que es obvio que son
falsas. De acuerdo con Guam acci, los etruscos eran no
sólo la vanguardia cultural de los otros pueblos itálicos,
sino tam bién, en cierto período, los precursores de los
griegos. Por el m ism o tiempo aparecieron en Roma varios
volúmenes de Giovanni B attista Passeri, titulados Pictu­
rae E truscorum in vasculis prim um in unum collectae. En
ellos Passeri describe una adm irable colección de vasos
griegos e itálicos, de los alrededores de Chiusi y Nápoles
que pertenecían en ese tiem po al cardenal Gualtieri. Pos­
teriorm ente la colección pasó a la Biblioteca V aticana y
hoy constituye uno de los núcleos de una colección extra­
ordinariam ente rica en vasos decorados del Museo E tru s­
co Gregoriano. Passeri creía que estos vasos, im portados
fle Grecia o de factu ra griega, eran productos etruscos y
que los tem as representados en ellos se referían a las
creencias etm scas sobre la m uerte. Su análisis y estudio

29
com pletos están falseados desde la base. De su obra, que
lleva la m arca clara de la etruscom anía, no queda nada
válido, si bien la am plia colección de docum entos, es cier­
to, ha sido útil a los investigadores posteriores. Los graba­
dos de la época son a m enudo inexactos e im aginarios.
Mas estas interpretaciones libres, no están com pletam ente
desprovistas de valor y encanto.
Pero los m ejores cerebros iban a ocuparse de la cues­
tión etrusca. Hacia el 1770-75, el famoso grabador Gian
B attista Piranesi y el francés M ariette fueron oponentes
en un vivido debate relativo al valor del a rte etrusco y su
influencia sobre Roma. E sta contienda es un buen ejem ­
plo de dureza de choque entre dos figuras distinguidas,
que intentaban hacer una síntesis, en un período en el que
el m aterial básico aún no se había reunido. En 1761, Pi­
ranesi, que orgullosam ente ostentaba el título de Socius
antiquariorum regiae societatis îudinensis —M iembro de
la Sociedad de Anticuarios de Londres—, publicó su gran
obra Della magnificenza ed architettura dei Romani. Cua­
renta ilustraciones o viñetas acom pañaban im texto de
212 folios, que quería ilu stra r el esplendor del genio latino
y de Roma. Estas páginas, como ha dicho M. Focillon en su
bello libro sobre Piranesi, están llenas de ardiente pasión.
En ellas Piranesi, como a rtista y como hom bre inspirado,
defiende la civilización latina con toda su alma. Por esta
época algunos denigradores de la antigua Roma alegaban
que antes de la conquista de Grecia, los rom anos eran to­
talm ente ignorantes del arte de la construcción. Piranesi
recurre a los textos latinos y a los restos arqueológicos
de Rom a para reconstruir la Roma de los Tarquinos.
A ello debemos buen núm ero de adm irables ilustraciones
de la Cloaca Máxima, la alcantarilla que datando de la
dinastía etrusco-rom ana, ha sobrevivido, parcialm ente, a
los siglos. El problem a de los orígenes del arte etrusco le
Historia de la Etruscología

conduce al estudio de las influencias etruscas sobre Roma.


Su conclusión es ésta: la arq u itectu ra rom ana nació en el
suelo de Italia; es nacional, es indígena; pertenece en su
totalidad, no al arte griego, sino a la arquitectura de los
etruscos. Y lanza un grabado tras de otro, m ostrándonos
el plano y la decoración del tem plo etrusco, según Vitru-
bio, e intenta reconstruir este tem plo.
Estos grabados son muy herm osos, pero no están libres
de error. En el tem plo tripartito, cuyo plano traza según
V itrubio, Piranesi coloca las tres cellae, que guardan las
estatuas de los dioses, a lo largo de uno de los lados del
santuario', cuando en realidad se abrían directam ente al
fondo de la naos. El tejado está dibujado con gran cuida­
do. Siguiendo un punto de vista que prevalecía p o r este
tiem po, Piranesi cree que el arte etrusco se deriva del
egipcio. Así no hay m ás que un granito de verdad en la
relación que establece entre los etruscos y el a rte de la
antigua Roma.
Esta defensa de un arte nacional de la antigua Italia,
halló un contradictor en la persona de un distinguido
francés, am ante del arte, Pierre Jean M ariette. Éste, por
o tra parte, u n adm irador de Piranesi, creyó que el papel
asignado por el últim o a los griegos en el desarrollo del
arte rom ano era dem asiado insignificante. Para él, fue
Grecia quien ejerció sobre Roma la influencia que Piranesi
adscribe a los etruscos. M ariette expresó firm em ente sus
opiniones en una carta dirigida a la Gazzette Littéraire de
l’Europe, publicada en un suplem ento a esta Gazzette el
domingo 4 de noviem bre de 1764. Diferencias sem ejantes
de puntos de vista existían entre otros sabios, p o r esta
época. Porque es extraordinariam ente difícil en estas com­
plejas cuestiones alcanzar la verdad si en lugar de u sar
un juicio delicadam ente equilibrado se intenta solucionar
problemas difíciles m ediante fórm ulas drásticas, fórm ulas

31
que en principio son parcialm ente falsas. M ariette no es
una excepción a esta regla cuando escribe: «El signor Pi­
ranesi m antiene que cuando los prim eros rom anos quisie­
ron erigir edificios macizos, la solidez de los cuales les
asom braba, se vieron obligados a procurarse la ayuda de
los arquitectos etruscos, sus vecinos. Se puede decir igual­
m ente “la asistencia de los griegos”, porque los etruscos,
que eran de origen griego, ignoraban las artes y practica­
ban solam ente aquellas que habían aprendido de sus pa­
dres en su país de origen.» Una reflexión errónea, aunque
ya verem os cómo la hallam os en algunos escritos con­
tem poráneos.
La disputa entre Piranesi y M arietti no se detuvo aquí.
Piranesi, que se sintió ofendido por las observaciones de
su contrincante, le respondió acerbam ente, en las Osser-
vazioni que a su vez publicó. Ataca abiertam ente la audaz
aserción de su contrario de que los etruscos fueran grie­
gos. Y critica su excesiva falta de interés po r el arte rom a­
no, que M arietti considera solam ente como una form a
corru p ta del arle griego.
E sta discusión fue im portante p ara la historia de la
etruscología, porque la personalidad de los dos contrin­
cantes atrajo la atención del público en general hacia el
problem a fundam ental del origen de los etruscos. E ntre­
tanto, Piranesi, debido a sus complejos sentim ientos de
arqueólogo y p atriota italiano, siguió interesándose en los
vestigios del arte etrusco. Y fue a Cortona y a Chiusti para
copiar los frescos que decoraban las paredes de varias
tum bas. E n una obra publicada en 1765, titulada Delia in-
troduzione e del progresso delle Belle Arti in Europa nei
tem pi antichi, se refiere de nuevo a algunas ideas funda­
m entales que le habían guiado en su disputa con M ariette.
Algunas ilustraciones, en este nuevo libro, reproducen
dibujos geométricos copiados por él de los frescos pintar
H istoria de la Etruscología

dos en las tum bas recién abiertas de Tarquinia y Chiusi.


La interpretación de Piranesi, parece bastante fantasiosa y
hay elem entos de tum bas diferentes agrupados en la m is­
m a lámina. La carencia de indicaciones exactas sobre su
origen, y la interpretación errónea, privan a esta obra de
un gran valor documental.
No se puede p o r menos que e sta r interesado en los
m étodos de los científicos m ás fam osos del tiem po, Win-
cklem ann y el Comte de Caylus. Sin embargo, Winckle-
m ann, que ejerció una extraordinaria influencia en el mo­
vimiento de ideas artísticas de su época, no m ostró, ni en
su vida ni en sus obras, un verdadero interés por el arte o
la arqueología etruscos. No utilizó, en sus muy extensos es­
critos, las colecciones etruscas reunidas en Florencia,
en Cortona y en Volterra. Ni tam poco usó las voluminosas
publicaciones de Gori. E s ta f al ta de interés y su tendencia
casi excesiva a la! síntesis hacen que las páginas que dedica
al a rte etrusco se an más bien pobres, a pesar del vigor de
su intelecto. Difícilmente hay alguna observación correcta,
pues solam ente intenta una síntesis y dar puntos de vista
francam ente apresurados. Tuvo, sin embargo, el gran mé­
rito de ver y establecer el hecho de que, contrariam ente a
la opinión aceptada en ese tiempo, la m ayoría de los vasos
hallados en tum bas etruscas y en el suelo de la Campania
y Sicilia eran griegos y no etruscos. Pero le correspondería
al Abbé Lanzi dem ostrar este hecho científicamente.
La im presión que nos da el hojear el Recueil d ’antiqui­
tés égyptiennes, grecques e t romaines, publicado en Paris
p o r el Comte de Caylus en 1752, es diferente. Realmente,
Caylus, cuando se enfrenta con la cuestión del a rte etrus­
co, se halla ante las m ism as dificultades que sus contem ­
poráneos. Pero es m ás cuidadoso que W incklem ann y lo
que escribe de las antigüedades que poseyó o pudo haber
visto es sólido y cuidado. Admite su ignorancia y una re­

33
flexión como la que sigue es propia de un verdadero cien­
tífico: «En este campo —escribe— se debe tener a m enudo
la valentía de no saber y no sonrojarse con una confesión
que honra m ás que la pom posa m anifestación de una eru­
dición inútil.» Comprende el valor y la necesidad de com­
p a ra r los objetos que son sim ilares, o que pertenecen a la
m ism a serie. Una observación como esta es aún válida:
«Quisiera que la evidencia de los docum entos tuviera con
m ayor frecuencia la ayuda del m étodo com parativo, que
ës p ara el arqueólogo lo que la observación y la expe­
rim entación al físico». Y en su sabiduría, vuelve a la m ism a
idea cuando se queja de que dem asiado a m enudo no se
puede decidir si determ inados objetos han de atribuirse a
los egipcios, a los griegos o a los etruscos. «No estam os
en situación de distinguir los productos de estos pueblos
distintos: no tenemos aún bastantes objetos para com­
parar».
Igual espíritu de observación y juicio crítico perm iten
al Abbé Lanzi refu tar un erro r fuertem ente enraizado en la
Etruscom anía de su tiem po, en que todos los vasos pinta­
dos descubiertos en el suelo italiano se atribuían a los
etruscos. Las tres conferencias que publicó en Francia en
1806 bajo el título Die vasi antichi dipinti volgarmente
chiam ati etruschi nos perm iten distinguir en él la m ism a
honestidad intelectual que hay en el Comte de Caylus. La
im portancia de esas conclusiones es grande, pues por pri­
m era vez se hace una distinción, si bien no com pleta to­
davía, entre la cerám ica griega y la etrusca, y esa obra
debe considerarse el punto de partida de la ciencia m oder­
na. El Abbé Lanzi tuvo que luchar contra un prejuicio muy
antiguo, m antenido por las figuras m ás notables. ¿No es­
cribió Goethe, lleno de entusiasm o, en su Italienische Rei­
se que apareció en 1787: «Se paga un precio alto po r los
vasos etruscos, hoy en día... No hay viajero que no quiera
H istoria de la Etruscología

poseer uno...»? Por eso el Abbé establece no sin melancolía,


«Non vi é errore piu difficile a sterm inare di quello che a
radice in una falsa nomenclatura.» No hay erro r m ás di­
fícil de desarraigar que el que se origina en una term ino­
logía falsa. «Un nom bre dado mal, sigue el Abbé, es como
una m oneda falsa en circulación. Aún si en un país es con­
siderada falsa, sigue circulando en otro.»
Sin embargo, intentó valientem ente destruir la opinión
de los etruscóm anos de su tiem po m ediante el análisis
artístico cuidadoso de los va^os que examinó, y tam bién
con el estudio de sus inscripciones. ¿Por qué, pregunta
este investigador, debemos a trib u ir a los etruscos objetos
que tienen inscripciones en lengua griega? E sta prueba no
halló inm ediatam ente el apoyo que merecía. La cantidad
casi increíble de bellos vasos áticos sacados a la luz po r las
excavaciones de comienzos del siglo xix en las tum bas de
Vulci, en el corazón de la Toscana, llevaron a hab lar cons­
tantem ente de vasos etruscos, y E l vaso etrusco, que es el
título dado por Próspero Merimée a una de sus m ás bri­
llantes novelas cortas, debe haber sido un vaso griego, de
origen griego o de uno de los talleres griegos que florecie­
ron en el su r de Italia desde el siglo iv antes de J. C. en
adelante. No fue hasta la segunda m itad del siglo xix que
esa falsa concepción fue definitivam ente desarraigada. El
descubrim iento, en la m ism a Grecia, de vasos con las
m ism as inscripciones griegas que los vasos sacados a la
luz en las tum bas toscanas, dem ostró finalmente su verda­
dero origen.
Lanzi m urió en 1812. Fue enterrado en la iglesia de la
Santa Croce, en Florencia, y sobre su tum ba se grabó una
inscripción laudatoria. Este honor le fue justam ente con­
cedido. A través de su amplio conocim iento que no des­
cuidó ningún aspecto de la civilización etrusca, este cientí-

35
fico de espíritu amplio y abierto, epigrafista y arqueólogo,
ha abierto el camino a la investigación m oderna.
Con los comienzos del siglo diecinueve, se abre un nue­
vo y decisivo período p a ra la historia de la etruscología.
Los tanteos y errores del período precedente son reem ­
plazados por un sistem a m ás m etódico y seguro, la
arqueología y la lingüística emergen gradualm ente de la
niebla en que estaban sum ergidas, y se hace posible seguir
la línea continua del progreso de estas disciplinas, hasta
nuestros días. Pero los descubrim ientos son tan num e­
rosos y las obras de todo tipo tan frecuentes que debemos
trazar su historia a grandes rasgos; todos los aspectos
de esta m ultiform e pesquisa a rro jan luz sobre las distintas
facetas de la civilización etrusca. Hacia el 1820 una aso­
ciación de sabios de distintas nacionalidades se form a al­
rededor de un joven científico llam ado G erhard y del
Duc de Luynes. El apoyo del príncipe Federico de Prusia
hace posible la fundación de un institu to destinado a
ten er una larga y brillante carrera, el In stitu to di Corres-
pondcnza archeologica. La prim era reunión de este insti­
tuto tuvo lugar en el Capitolio el 21 de abril de 1829. No
deja de ser interesante que Gerhard, el hom bre que fue su
espíritu anim ador, dirigiera su atención hacia el m undo
etrusco. Las obras que dedicó al atractivo asunto de los
espejos etruscos tienen todavía hoy vigencia. D urante el
período que vio los comienzos de esta nueva actividad
científica, fueron desenterrados espléndidos m onumentos
del a rte etrusco. En Tarquinia se hallaron algunas tum bas
con frescos entre ellas, algunas de las joyas de la pin­
tu ra antigua, la tum ba de Bigae y la tum ba del Barón,
descubiertas en el m ism o año, el 1827.
En este período feliz para la arqueología etrusca, se
comenzó la investigación sistem ática de tum bas, cuyas
riquezas se habían m ostrado casi inextinguibles. En 1828,
H istoria de ta Etruscotogia

en el curso de la labranza, una yunta de bueyes hizo caer


el techo de una tum ba en las proxim idades de Vulci. Este
fue el comienzo de una febril y a veces tosca actividad,
que iba a desarrollarse en extrem o en un d istrito hasta
entonces prácticam ente desconocido. Luciano B onaparte,
príncipe de Canino, y poseedor de la m ayor parte del te­
rrito rio que contenía las antiguasjtum bas de Vulci, dirigió
esta dura labor de exploración que, desgraciadam ente, ca­
recía de garantías científicas. En menos de un año su
colección de antigüedades se enriqueció en m ás de dos
m il vasos griegos. Sim ultáneam ente se form aron otras
colecciones privadas; la de un rico terrateniente de la
comarca, Cam panari, sería el núcleo de la adm irable co­ Lám ina 12
lección de vasos griegos del Museo Etrusco del Vaticano.
No deplorarem os bastante, sin em bargo, el hecho de que
tales fructíferas excavaciones hayan sido conducidas de
m anera poco sistem ática. El interés se centró solam ente
en los objetos raros y valiosos; el resto fue abandonado
en el acto o destruido; las tum bas se cerraron de nuevo
sin haber intentado hacer dibujos exactos de ellas o un
inventario fiel de su contenido. Las pérdidas causadas por
tal negligencia son ahora irreparables, y respecto a todo
el valioso m aterial que se h a preservado nos falta infor­
m ación tal como nos habría sido proporcionada p o r unas
reseñas detalladas de las excavaciones. Sin embargo, los
innum erables objetos llevados así al conocim iento de los
investigadores en grandes cantidades, rápidam ente aum en­
taron su saber sobre Grecia y E tru ria. Ellos m ism os es­
taban satisfechos de tan buena suerte; las entusiásticas
cartas de G erhard son prueba suficiente de ello.
Frente a estos nuevos descubrim ientos, el interés se
desplazó a m uchos terrenos, y los m ás variados m onum en­
tos emergieron de sus seculares escondites. Fue en 1834
que se halló en Toscana el herm oso sarcófago de Adonis;
t o s Etruscos

en 1835, se excavó la gran estatua de M arte en las vecin­


dades de la ciudad u m bría de Todi. E stas dos esculturas
habrían de ser las piezas principales de la Exhibición de
Arte y Civilización E tru sca que dio la vuelta a E uropa en
1955 y 1956. Luego, un descubrim iento de capital im por­
tancia probó que desde m ediados del siglo v il antes de
J. C. E tru ria pasó por un período de gran prosperidad. El
22 de abril de 1836, en Cerveteri, el arcipreste Regolini y
Lámina 70 el general Galassi abrieron una tum ba de increíble opu­
lencia, cuyas joyas de oro representaban el trabajo más
acabado de los orfebres etruscos. Todo el m aterial desen­
terrado prueba los estrechos lazos que (en el plano cultu­
ral y artístico) unían la E tru ria del siglo v u a las restantes
com arcas del M editerráneo Oriental. El prim er libro que
se ocupa del papel de los etruscos en la historia y que
usa un m étodo propiam ente científico, apareció en este
tiem po : es la obra titulada Die E trusker, de Karl O ttfried
Muller. Publicado en 1828, se reeditó revisado por otro
científico, Deecke, y en su nueva form a es todavía utiliza-
ble. Unos pocos libros científicos m arcan ya el cambio de
los tiem pos. En la prim era m itad del siglo xix fue espe­
cialm ente im portante ad q u irir un conocim iento de la co­
m arca toscana, en la cual perm anecían m ultitud de luga­
res y sitios pintorescos desconocidos e inalcanzables. Los
científicos aprendieron en las relaciones de viajes de las
rutas poco trilladas. Fue George Dennis, cónsul británico
en Italia, quien escribió el m ás valioso de estos relatos de
viajes, realizado a través de distritos casi salvajes todavía.
Su libro, The Cities and Cementeries of Etruria, apareció
en 1848 y tuvo varias ediciones. Este éxito era de sobras
m erecido, pues Dennis, un ilustrado aficionado, contribuyó
a escribir un interesante trabajo lleno de hum or y vida,
en el que une la observación más detallada y m inuciosa
a un estilo vivido y amigable. Aún hoy, no hay ninguna

38
H istoria de la Etruscología

introducción m ejo r al estudio de la antigua E tru ria, que


la lectura de esta pequeña obra m aestra; su encanto y
su valor perm anecen vigentes después de una centuria.
H asta 1880, aproxim adam ente, fecha que m arca el final
de o tra etapa en la historia de la etruscología, los libros
y los descubrim ientos se m ultiplican alternadam ente. Ve­
mos vastas colecciones que se van form ando y que agru­
pan el arte figurativo y otras obras artísticas del m ism o tipo
como vasos, espejos y urnas funerarias. Hoy, estas colec­
ciones requieren una reordenación porque, desde aquel
tiempo, el m aterial se ha enriquecido hasta un punto de
extraordinaria extensión, y los m étodos de estudio y exhi­
bición, naturalm ente, se han modificado. En el m om ento
presente, sin embargo, estas colecciones son indispensa­
bles para la investigación. Las inscripciones se agruparon
en un prim er Corpus, el Corpus Inscriptionum Italicarum ,
de Fabretti, cuyo suplem ento se publicó lo m ás tard e en
1880 y es todavía útil.
Los descubrim ientos de p rim er orden son legión. En
1857, François descubrió en Vulci la m onum ental tum ba
con frescos cubriendo las paredes, que iba a llevar su
nom bre. Casi en seguida después las pinturas se quitaron
de las paredes y fueron llevadas a Roma, al m useo de sus
poseedores, los Torlonia. François no conoció el gozo de
su descubrim iento y m érito como excavador, pues el duro
clim a de Vulci, donde la m alaria h asta hace poco h a hecho
estragos, le costó la vida. Un am ante del arte m uy rico, el
M arqués de Campana, form ó una colección de antigüeda­
des fam osa p o r su variedad e im portancia. El a rte etrusco
ocupaba un lugar considerable en ella. Fue sobre todo en
Cerveteri que sus actividades se desplegaron a rienda suel­
ta. Pronto su colección incluyó un gran núm ero de vasos
griegos y etruscos, m uchos de gran valor, y el fam oso sar­
cófago, con dos figuras yacentes en su lecho funerario, que

39
Los Etruscos

es hoy una de las glorias del Louvre. Cuando después de la


m uerte de su propietario la enorm e colección se dispersó
enriqueció buen núm ero de museos de E uropa, sobre todo
Láminas 21, 23 el Louvre y el de L’H érm itage de Leningrado. Un poco más
tarde, hacia el 1860, las inacabables riquezas de la necró­
polis de Cerveteri perm itieron a Castellani, un ciudadano
rom ano, coleccionar una magnífica serie de vasos de dife­
rentes orígenes. Después de su m uerte, algunos m archaron
al extranjero; otros se incorporaron a las colecciones de
los m useos romanos. E n tre 1855 y 1866, la fam ilia Barbe-
rini había practicado excavaciones extensivas en la región
de Preneste, una ciudad originalm ente etrusca y posterior­
m ente rom ana, situada a unas 25 millas al este de Roma.
Tum bas m aravillosas conteniendo —como en la tum ba
Regolini-Galassi— tesoros del siglo vil antes de J. C. salie-,
ron a luz. Ese m aterial se puede adm irar en Roma en las
salas del Museo de la Villa Giulia y del Museo Prehistórico
Pigorini. La historia no puede por menos que aprovecharse
grandem ente de esta serie de descubrim ientos.
Uno de los descubrim ientos que ha dado más infor­
mación se hizo m ás allá de los lím ites de E truria, en Villa-
nova, a unas 3 millas al norte de Bolonia en la región ocu­
pada por los etruscos en tre los siglos vi y iv antes de J. C.,
cuando era conocida como la E truria Circum padana. En
1853, el Conde Gozzadini sacó a luz en el sitio de Villanova,
una necrópolis donde las tum bas, bastante pobres, conte­
nían vasos cuya forma recordaba la de un doble cono tru n ­
cado. Aquí nos hallamos ante los restos de una civilización
itálica que había precedido a la etrusca y que fue llam ada
«villanovense», del lugar donde se hizo el prim er hallazgo.
Este hecho fue de prim ordial im portancia para el histo­
riador; y la cuestión del origen de los etruscos, en su tota­
lidad, h a de ser considerada en adelante a la luz de ese des­
cubrim iento.

40
H istoria de la Etruscología

Fig. 4. Fibulae en bronce en forma de sanguijuela. Decoración


grabada.; alrededor det 700 a J. C. De Capena, Museo de Villa
Giulia, Roma

El punto que señala el últim o estadio en la evolución


de la investigación etruscológica, debe colocarse hacia el
1870. Desde entonces ningún factor h a modificado m ucho
la dirección seguida por la investigación m oderna o su
firme progreso. El período se abre en 1869 con las excava­
ciones llevadas a cabo en Bolonia, ju n to a la antigua Cer­
tosa, que revelaron la existencia de una vasta necrópolis
etrusca muy distinta de las tum bas halladas poco tiem po
antes en Villanova. Las excavaciones, dirigidas p o r Zanno-
ni, fueron las prim eras en ser dirigidas estrictam ente de
acuerdo con las reglas que los arqueólogos deben respetar.
Cada tum ba fue cuidadosam ente descrita, su m aterial me­
ticulosam ente catalogado y los diferentes niveles del suelo,
lejos de ser arbitrariam ente mezclados, fueron escrupulo-'1
sám ente identificados, tal como debe hacerse si se quiere

41'
que la historia saque partido de ellos. Zannoni dio así el
p rim er ejem plo de una excavación científica m oderna en
una tu m b a etrusca.
E ste ejem plo fue p ronto seguido, porque las excavacio­
nes se m ultiplicaron en toda la Toscana. A su vez el suelo
de Tarquinia, Vulci, Chiusi, Vetulonia, Bolonia y Orvieto,
fue abierto por el pico de los excavadores. Las adm irables
tum bas arcaicas de la Caza y la Pesca, de los Leones y los
Toros, fueron desenterradas en T arquinia entre 1873 y
1892. El núm ero creciente de los descubrim ientos condujo
a u n a excelente decisión: u n boletín oficial de las excava­
ciones en Italia, el N otizie degli scavi, se fundó en 1876;
desde esta fecha ha aparecido regularm ente cada año, pro­
porcionando la inform ación indispensable. Se creó un de­
partam ento de organización y supervisión de las antigüe­
dades de la Península que hizo posible un considerable
increm ento en el núm ero de los excavadores calificados.
Se crearon los grandes m useos: el m useo de la Villa Giu­
lia, en Roma, que coleccionaría los hallazgos del S u r de
E tru ria y del Lacio; el Museo Arqueológico de Florencia,
en el que el m aterial hallado en la Toscana de hoy en día
iba a reunirse; los m useos de Bolonia, Tarquinia, Chiusi
y otros. Junto con el Museo E trusco Gregoriano en el
Vaticano, que ya se había inagurado en 1836, los museos de
Villa Giulia y el de Florencia se destinaron a preservar las
colecciones de arte etrusco. Hoy representan centros de
atracción para cualquiera interesado en la extraña y fasci­
nadora civilización del pueblo etrusco. El piso bajo del
Museo Arqueológico de Florencia está dividido en seccio­
nes que corresponden a los antiguos lugares de E truria. De
hecho es un m useo topográfico que perm ite tanto al visi­
tan te com o al investigador tom ar contacto sucesivamente
con los diversos dom inios de la confederación etrusca. Se
debe a Milani, anteriorm ente conservador del Museo, la
H istoria de ta Etruscología

g ratitu d por haber arreglado su m aterial geográficamente.


Su Museo topographico dell’E truria se inaguró en 1897 y
desde entonces se ha desarrollado constantem ente.
■ La organización racional de estos grandes m useos y el
establecim iento y desarrollo de los m useos más pequeños
fue muy beneficioso porque las exploraciones llevadas a
cabo a lo largo y ancho de toda Toscana se han increm en­
tado extraordinariam ente. No es posible nom brarlas todas
en detalle porque el asunto es dem asiado largo y complejo.
Sea suficiente recordar la sucesión de descubrim ientos de
prim er orden que, desde 1916, se han hecho alrededor de
Veii, diez m illas al norte de Roma. A través de ellos re­
descubrim os en gran núm ero las adm irables decoraciones
plásticas del gran tem plo veiano, dedicado a Apolo; allí
encontram os una serie de terracotas de tam año casi na­ Lám inas 39, 42
tural, de un a rtista exquisito. E n tre ellas un Apolo, obra
indudable del m aestro artesano Vulca, que ha adquirido
rápidam ente una bien m erecida fam a. Es éste un grupo de
gran m érito artístico.
Los em plazam ientos de ciudades comenzaron tam bién
a ser explorados si bien muy tím idam ente. Pero al menos
finalmente ya no se centraba la atención exclusivamente
en las necrópolis. Así alrededor del 1890, Brizio exploró
la interesante ciudad de M arzobotto y los restos de sus
casas. Más recientem ente, la m eseta en la cual estuvo la
ciudad sacra de Tarquinia se ha excavado con éxito por
M onsieur Romanelli, el actual conservador de las antigüe­ Lámina 59
dades del Foro y del Palatino. La American School de
Roma ha podido, en los últim os años, situar el em plaza­
m iento de la antigua Cosa en las playas del M ar Tirreno;
y la Escuela Francesa de Roma, en 1946 obtuvo perm isö
para explorar la zona donde estuvo Volsinii, la capital de Lám inas 6, 7
la confederación etrusca. Estas excavaciones de hecho han
conducido al redescubrim iento de la desaparecida ciudad

43
Los Etruscos

y han hecho posible conocer su em plazam iento y sus aire·-


dedores. Debemos esta r agradecidos a la joven República
Italiana p o r haber perm itido tan generosam ente que las
escuelas extranjeras pudieran excavar. E sta es una valiosa
prueba de com prensión internacional y nada ayudará tanto
a estrechar los lazos entre las naciones como la coopera­
ción en el terreno cultural. Así es una suerte que Francia
pueda ocupar de nuevo su lugar en el cam po de la etrusco­
logía, lugar que durante algún tiem po parecía haber per­
dido.
Los lectores hallarán al final de este libro una lista dé­
las obras fundam entales sobre los problem as básicos de la
civilización etrusca. E stas obras son, en su m ayor parte,
relativam ente recientes. Además de ellas, se han publicado
gran núm ero de m onografías referentes a las diversas
ciudades etruscas, a los diversos aspectos de su vida y arte.
Este florecimiento de publicaciones nos perm ite ahora tra­
zar un cuadro de la h istoria etrusca, basado en fundam en­
tos sólidos. Un trabajo considerable, comenzado en 1893,
pretende reunir todos los textos epigráficos conocidos. Es
el Corpus inscriptionum etruscarum en el que colaboran
varios científicos. El In stitu to de E studios Etruscos, que
tiene su sede en Florencia y que incluye investigadores de
diferentes países, sirven de comité coordinador de todo lo
que concierne a la antigua E truria. Desde 1927, aparece
bajo su patrocinio la im portante revista S tu d i etruschi que
incluye entre sus colaboradores a especialistas de los más
variados campos, no sólo arqueólogos y lingüistas sino
tam bién médicos y naturalistas, puesto que para progre­
sar la ciencia requiere la asistencia de individuos que estén
preparados en campos distintos.
A un m argen de nuestra labor se están desarrollando·
constantem ente nuevas técnicas en un tiem po cada vez
m ás breve; y, sin em bargo, es sorprendente que la arqueo-

44
H istoria de la Etruscología
*
logia —y especialm ente la arqueología etrusca— que está
a cada m om ento topando con el m undo físico en su bús- Láminas 1, 4
queda del pasado, no haya recurrido a los m étodos cientí­
ficos h asta hace poco.
Nos ocuparem os solam ente de la aplicación a la etru s­
cología de los nuevos m étodos inventados o desarrollados
p o r el experto italiano C. M. Lerici. Tuve el placer de ver
personalm ente al Signor Lerici trabajando en el área de la
tum ba de Cerveteri, en abril de 1957. Aparte de los prin­
cipios generales que aplica a toda excavación sistem ática,
uno de sus m étodos de trabajo se basa en datos eléctricos.
El principio es m uy simple. La tie rra es conductora de la
electricidad, pero su grado de conductividad varía según
la naturaleza de las rocas que com ponen la corteza terres­
tre. La presencia de terrazas, m urallas, zanjas, carreteras,
tum bas y pozos en una zona dada cam bia la conductividad
de las rocas que componen la corteza terrestre; y esto lo
revelan los potencióm etros. Las variaciones que dan las
lecturas de estos instrum entos perm iten a un técnico loca­
lizar con m ucha precisión las ruinas que busca.
Según m is inform es fue un inglés, R. J. C. Atkinson de
la Universidad de Edim burgo, quien prim ero aplicó este
m étodo a la arqueología. En Cerveteri, Lerici, usando un
modelo im provisado descubrió gran núm ero de tum bas
que han dado im portantes hallazgos greco-etruscos, en una
zona que ya se había explorado. Ha perfeccionado tam bién
un m étodo p ara decidir, antes de excavar, por dónde em­
pezar y si vale la pena. El sistem a se puede aplicar única­
m ente a las tum bas con cám ara. Un taladro eléctrico hace
u n agujero de unos diez centím etros de diám etro que se
practica en el lugar exacto de la tum ba, perforando la tie­
rra , las rocas y el m ism o techo de la cám ara. Una cám ara
fotográfica operada eléctricam ente a distancia —como las
usadas durante la guerra p o r los espías— se in serta en

45
un cilindro m etálico que está provisto de una ventana. La
longitud del cilindro es regulable y se puede u sar hasta
una profundidad de unos veinte pies. Todo el aparato se
introduce en el orificio. M ediante el control rem oto y con
un flash se pueden fotografiar todas las paredes de la tum ­
ba. Una rotación gradual del cilindro perm ite cubrir todo
el perím etro de la cám ara con doce fotografías. Y nos in­
dican exactam ente el contenido de la tum ba, si ha sido o
no violada y por dónde empezar la excavación. La foto­
grafía revela tam bién la situación exacta del corredor de
entrada. Provisto con todos los datos que necesita, el ar­
queólogo puede com enzar su trabajo en condiciones in­
m ejorables.
Con esto llegamos al final de este rápido viaje a través
del pasado de la etruscología. Queda claro que nuestros
propios esfuerzos son una m era consecuencia de los de los
innum erables investigadores que, a 'lo largo de los siglos
estuvieron obsesionados po r la idea de adentrarse en el
m isterio de una nación que preparó el terreno p ara la
gran llegada de Roma. Ahora podemos d a r una idea del
estado de nuestros conocim ientos y señalar sin vergüenza
sus fallos y sus resultados. ¿Qué es lo que conocemos dé
los orígenes y de la lengua del pueblo toscano? Estas cues­
tiones serán las prim eras a las que intentarem os responder.
S egunda P arte

LOS D O S ASPECTOS
DEL MISTERIO ETRUSCO
C apítulo II

Los orígenes del pueblo etrusco


Ante las m iradas del m undo antiguo y m oderno, los
etruscos han aparecido siem pre como un pueblo extraño,
sin dem asiado en com ún con los pueblos vecinos. Y, natu­
ralm ente, am bos han intentado descubrir cuál e ra su ver­
dadero origen. Es éste un problem a delicado, de difícil
solución, pues no se ha hallado ninguna respuesta acepta­
ble p ara todos. ¿Cómo está el asunto actualm ente? Con­
testa r a esta pregunta exige tener en cuenta los puntos de
vista de los antiguos escritores al igual que las opiniones
de los m odernos investigadores. Siguiendo este cam ino des­
cubrirem os, de entre los hechos conocidos, cuáles nos per­
m iten orientam os hacia una solución razonable.
La antigüedad m antiene, de hecho, una opinión unánim e
sobre el asunto. Se basaba en el relato que dio el gran
historiador griego, Herodoto, sobre las aventuras que con­
dujeron a los tirrenos al suelo de la Toscana. E s como
sigue:

Reinando Atis, hijo de Manes, to d a la población de Li­


dia sufrió un ham bre muy grande. D urante algún tiempo,
los lidios siguieron su sistem a de vida; luego, com o el
ham bre no se aplacara, buscaron rem edio y cada uno pen­
só en una solución. Se dice que fue entonces cuando se
inventaron los juegos de los dados, de las tablas, de la pelo­
ta y otros juegos m ás que los lidios no se atribuyen. Y así
dieron a luz estas invenciones p ara ayudarles a com batir
el ham bre. Cada dos días ocupaban uno entero en el juego
para distraerse de la preocupación de hallar alim ento. Al
día siguiente suspendían el juego y comían. Y vivieron de
este modo durante dieciocho años.

49
Los Etruscos

Pero el mal, en lugar de desaparecer, seguía llevándoles


a la violencia, y el rey dividió el pueblo en dos grupos y a
uno lo dispuso para quedarse, m ientras que el otro debe­
ría abandonar el país. Se colocó a sí m ism o a la cabeza
del grupo que se quedaba y al frente del grupo que debía
abandonar el país colocó a su hijo Tirrenos. Los lidios
que les cayó en suerte abandonar el país se fueron hacia
E sm im a, construyeron barcos, los cargaron con todos los
objetos valiosos que poseían y em barcaron a la busca de
territo rio y medios de vida; después de hab er abordado
varias costas, tocaron las playas de los um bríos. Allí fun­
daron ciudades, en las cuales viven hasta hoy en día. Pero
cam biaron el nom bre de lidios por otro, derivado del del
hijo del rey, que les había conducido. Tom ando ese nom ­
bre se llam aron a sí m ism os tirrenos.

En realidad sabem os que los griegos llam aron a los


etruscos tirrenos, y los rom anos les llam aban túseos o
etruscos (de ahí su actual nom bre). A su vez el nom bre
del M ar Tirreno se deriva de ellos porque fue en sus playas
que construyeron algunas ciudades. H erodoto nos da así
la descripción de la emigración de un pueblo oriental. Se
supone que los etruscos no son otros que los lidios, que
según la cronología de los historiadores griegos, abando­
naron su patria lo m ás tarde en el siglo x m antes de J. C.,
y se instalaron en las costas de Italia.
De esta m anera la civilización etrusca en su totalidad
procede de la meseta del Asia Menor. H erodoto lo escribió
hacia la m itad del siglo v antes de J. C. Acogiéndose a su
opinión, casi todos los escritores griegos y rom anos adop­
taron su punto de vista. Virgilio, Ovidio y Horacio con fre­
cuencia llam an a los etruscos lidios en sus poemas. Según
Tácito (Anales, IV, 55), bajo el Im perio Romano, la ciudad
lidia de Sardes se acordaba del origen de los etruscos; los

50
Los Orígenes del pueblo etrusco
/
m ism os lidios se consideraban herm anos de los etruscos.
Séneca pone la emigración de los etruscos como ejem plo
de emigración de todo un pueblo y escribe: «Tuscos Asia
sibi vindicat». Asia pretende p ara sí la paternidad de los
etruscos.
Los escritores clásicos no parece que duden de la au­
tenticidad de esa antigua tradición, de la cual p o r lo que
podemos saber, el prim er exponente fue Herodoto. Sin em­
bargo, un teorizador griego, Dionisio de Halicarnaso, que
vivió en Roma en tiem po de Augusto, creía que no se
podía adherir a esta opinión. En la prim era de sus obras
sobre la historia de Roma escribe así: «No creo que los ti-
rrenos fueran em igrantes de Lidia. En realidad no tienen
la m ism a lengua que los lidios; y no se puede decir que
hayan conservado ningún rasgo que se pueda considerar
derivado de su supuesta patria de origen. No dan culto a
los mismos dioses que los lidios ni tienen las m ism as le­
yes, y desde este punto de vista se diferencian m ás de los
lidios que de los pelasgos. A m í m e parece que los que
dicen que los etruscos no son un pueblo originario del ex­
terior, sino m ás bien una raza indígena, tienen razón; esto
me parece que se concluye del hecho de que son un pueblo
muy antiguo que no se parece a ningún otro ni en su len­
gua ni en sus costum bres.»
Desde los tiem pos antiguos, pues, se m anifiestan dos
puntos de vista opuestos acerca del origen de los etruscos.
En los tiempos m odernos la disputa se ha vuelto a encen­
der y algunos científicos siguieron a Nicolás F réret que,
hacia el final del siglo v m , fue secretario perm anente de la
Académie des inscriptions et Belles Lettres, y creyó hallar
una tercera solución. Según él los etruscos, como otros
pueblos itálicos, venían del norte; eran indoeuropeos in­
vasores y form aban parte de las oleadas sucesivas que se
abatieron sobre la península desde el 2000 antes de J. C.

51
Los Etruscos

en adelante. Actualmente esta tesis, que nunca estuvo com­


pletam ente abandonada, tiene muy pocos partidarios. Ya
no se puede sostener ante la evidencia de los hechos. Va­
mos a desarrollarla en seguida para no com plicar después
dem asiado el problem a con cuestiones innecesarias.
El p unto de partida de esta hipótesis nórdica es la apa­
rente relación que hay entre el nom bre de los Raeti, los
raetios, una tribu alpina contra la cual luchó Drusus, hijo
de Augusto, y el nom bre Rasena, con el cual los etruscos
acostum braban a llam arse a sí mismos. La coincidencia
con los raetios se dice que es una prueba histórica de que
en los tiem pos antiguos los etruscos descendieron del nor­
te y cruzaron los Alpes. E sta opinión parece que halla una
confirmación en un pasaje de Tito Livio que dice: «Las
poblaciones alpinas tienen el mismo origen que los etrus­
cos, especialm ente los raetios. Estos últim os se han vuel­
to salvajes debido a lo agreste de la naturaleza de su país,
de tal m anera que no han conservado nada de su país de
origen, excepto el acento y aun en una form a m uy corrup­
ta», (V, 33-11). Finalm ente direm os que se han encontrado
inscripciones en una lengua muy parecida a la etrusca en
la región que ocuparon los raetios.
Lo que sucedió con esto es ejem plo de hechos ciertos
con los cuales se llega a conclusiones falsas. La presencia
de los etruscos en Raetia es cierta. Pero no puede datar
de una época demasiado antigua ni p ro b ar un hipotético
paso de los Alpes por los etruscos. Fue en el siglo iv antes
de J. C. cuando los invasores celtas em pujaron a los etrus­
cos fuera de la llanura del Po, que éstos buscaron el refu­
gio que les ofrecían las estribaciones de los Alpes. El mis­
mo Livio no quiere decir más, si analizam os su texto
detenidam ente, y en cuanto a las inscripciones etruscoides
de Raetia que son todas de una época tard ía y no anterior

52
Los Orígenes del pueblo etrusco

al siglo m , se pueden explicar perfectam ente por este mo­


vimiento de refugiados etruscos hacia el norte.
La tesis de un origen oriental tiene m ayor crédito. Mu­
chos hechos lingüísticos y arqueológicos parecen confir­
m arla claram ente. E sto explica p o r qué sigue teniendo el
favor de los científicos. Muchas características de la civi­
lización etrusca recuerdan extraordinariam ente lo que sa­
bemos de las civilizaciones de la antigua Asia M enor. Si
bien algunos aspectos asiáticos de la religión o del arte
etruscos se pueden explicar por la casualidad, los partid a­
rios de la tesis consideran que las características orienta­
les de la civilización etrusca son dem asiadas y excesiva­
m ente im ponentes; la hipótesis de una m era coincidencia,
según ellos, debe excluirse.
El nom bre nacional de los etruscos, Rasena, se encuen­
tra en varias form as muy parecidas en diferentes dialec­
tos del Asia M enor. El nom bre helenístico de Tyrrhenoi, o
Tyrsenoi, parece que tiene tam bién su origen en la m eseta
de Anatolia. E ste térm ino tiene una form a adjetiva y pa­
rece derivarse de la palabra T yrrha o Tyrra. Además, co­
nocemos una localidad de Lidia que se llam a precisam ente
Tyrra. Es obvio que nos sentim os tentados a relacionar la
palabra etrusca con la lidia y a d ar alguna im portancia a
ese curioso paralelo. A juzgar po r el latín turris, torre, Ty-
rrenoi, derivado sin duda de la m ism a raíz, debe significar
literalm ente «los hom bres de la ciudadela», de lo alto de la
ciudad. La raíz tarch es de gran im portancia en el etrusco.
Recordemos solam ente Tarchon, herm ano o hijo de Ty­
rrhenos, fundador de Tarquinia y de la dodecápolis, la liga
de las doce ciudades etruscas. O tam bién el nom bre de la
ciudad sagrada de la antigua Toscana, Tarquinia. Y los
nom bres derivados de la raíz tarch son num erosos tam bién
en Asia Menor; allí se otorgan a dioses o príncipes.
En 1885, dos jóvenes investigadores de la Escuela Fran­

53
Los Etruscos

cesa de Atenas, Cousin y D urrback, hicieron un descubri­


m iento de im portancia en una isla del M ar Egeo, la isla de
Lemnos. Sacaron a luz, cerca del pueblo de Kaminia, una
estela funeraria decorada e inscrita. En ella vemos el per­
Fig. 5 fil de la cara de un soldado arm ado con una lanza, y dos
textos incisos, uno alrededor de su cabeza y el otro sobre
una de las caras laterales de la estela. Este m onumento,
producto de un arte local arcaico, debe d a ta r del siglo v u
antes de J. C., período an terio r en m ucho a la conquista de
la isla p o r los griegos en el 510. Las inscripciones están en
alfabeto griego, pero la lengua usada no es griega. Pronto
se descubrieron puntos de contacto entre esta lengua y la
etrusca. Aquí y allí las inflexiones son las m ism as; la for­
m ación de palabras parece seguir las m ism as reglas. Es
por tan to un dialecto etruscoide, hablado en la isla de
Lemnos hacia el siglo v il antes de J. C. E sa estela no es
un docum ento aislado. Si éste fuera el caso podría ser
obra de u n individuo suelto, quizás un em igrante etrusco.
Pero, poco después de la últim a guerra, la escuela italiana
halló otros fragm entos de inscripciones en la isla, escritas
en el m ism o lenguaje. É ste no es otro que el idiom a de los
habitantes de la isla, anteriores a la conquista de Temís-
tocles.
Ahora bien, si los tirrenos vinieron de Anatolia, pudie­
ron hacer escala perfectam ente en una isla del Mar Egeo,
y aun d e ja r allí un pequeño grupo. La estela de Kaminia,
que es m ás o menos contem poránea con el nacim iento de
la civilización etrusca en Toscana, se explica fácilmente
con la ayuda de la hipótesis oriental.
Se ha reourrido a la antropología intentando resolver
el problem a. El estudio sistem ático de unos cuarenta crá­
neos descubiertos en tum bas etruscas po r el antropólogo
italiano Sergi no ha dado resultados convincentes ni ha de­
m ostrado la existencia de diferencias reales entre los es-

54
Los Orígenes del pueblo etrusco
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Fig. 5. Estela
funeraria d e
Kamirùa en la
isla de Lemnos.
Museo Nacio­
nal de Atenas

pecímenes de E tru ria y los de otras regiones de Italia.


Recientemente, sir Gavin de Beer ha tenido la idea de
u sar los datos genéticos de los grupos sanguíneos. La pro­
porción en que se encuentran los cuatro grupos sanguíneos
en cada raza es m ás o menos constante. Sin em bargo, su
estudio puede d ar indicaciones del origen y grados de afi­
nidad entre pueblos que no estén demasiado separados en
el tiempo. Puesto que los toscanos m uestran una estabili­
dad relativa en el transcurso de la historia, es posible que
hayan preservado genes heredados de los etruscos. Ahora

55
Los Etruscos

bien, el m apa de la distribución de los grupos sanguíneos


en la Italia m oderna, da en el centro de la península un
área que m uestra ciertas diferencias del resto de la pobla­
ción y ciertas afinidades con los pueblos orientales. Los
resultados de esas investigaciones nos hacen d ar su verda­
dero valor a esta indicación de un posible origen oriental.
Sin em bargo se debe m o strar una gran prudencia en un
terreno ta n resbaladizo en el que factores totalm ente dis­
tintos pueden llevar al m ism o fenómeno.
Sería dem asiado largo enum erar todas las costum bres
etruscas, creencias religiosas o técnicas artísticas que fre­
cuentem ente se han relacionado, y con razón, con el Orien­
te. Déjesenos recordar solam ente los hechos m ás salientes.
Lámina 38 La posición que la m ujer ocupaba entre los etruscos era
privilegiada y no tenía nada en común con la condición
hum ilde y de subordinada de la m ujer griega. Sin embargo,
esta es u n a señal de civilización que observam os tam bién
en la estru ctu ra social de Creta y Micenas. Aquí, igual que
en E truria, la m ujer está presente en los espectáculos, re­
presentaciones y juegos y no perm anece —como en Gre­
cia— encerrada entre las paredes de las habitaciones fe­
meninas. La m ujer etrusca tom a parte en los banquetes
ju nto a su m arido, y los frescos etruscos frecuentem ente
m uestran su costum bre de reclinarse ju n to al dueño de la
Fig. 6 casa en la mesa del banquete. Esa costum bre hizo que
fuese acusada de inm oral p o r los griegos y m ás tarde por
los rom anos. Las inscripciones confirman la situación de
igualdad disfrutada p o r la m u jer etrusca; a m enudo la
persona que dedica la inscripción, m enciona ju nto con el
nom bre de su padre, y aún sin m encionarle, el de su ma­
dre. Pues bien, hay pruebas de este uso m atroním ico en
Anatolia y particularm ente en Lidia. Tal vez en él debamos
ver restos de un antigua m atriarcado.
En el terreno artístico y religioso, los puntos de con-

5fc
Los Orígenes del pueblo etrusco

tacto aum entan. Al contrario que los griegos y rom anos,


pero al igual que m uchos pueblos orientales, los etruscos
creían en una religión revelada, cuyos preceptos se guar­
daban celosamente en unos libros sacros. Sus dioses su­
prem os constituían u n a trinidad que se veneraba en tem ­
plos triples. Esas tres deidades eran Tiriia, Uni y M enrva
a las cuales Rom a dio culto a su vez bajo los nom bres de
Júpiter, Juno y Minerva. Este culto de una trinidad, ve­
nerada en santuarios con tres salas, cada una dedicada a
Uno de los tres dioses, se encuentra tam bién en la civili­
zación creto-micénica. Las tum bas etruscas frecuentem en­
te tienen encima cippi, pilares bajos, decorados o lisos,
que son una indicación de su presencia. Estos pilares son

57
Los E truscos

de piedras del lugar; a veces en nenfro, o en piedras volcá­


nicas, idiorita o basalto. Nos recuerdan los cultos betílicos
del Asia Menor, en donde frecuentem ente se representan
las divinidades en la superficie de una piedra o columna.
Los pilares en form a de huevo de E tru ria, representan
tam bién —de m anera esquem ática y sim bólica— al hom bre
m uerto como un héroe a quien debe venerarse.
El m ism o m undo antiguo se sorprendió de la inquieta
y preocupada actitud de los etruscos respecto de la divi­
nidad, y de sus constantes esfuerzos p ara conseguir des­
velar el futuro m ediante el análisis de los presagios en­
viados a los hom bres p o r los dioses. E sta inquietud re­
ligiosa, este constante interés en la adivinación, nos hace
pensar inevitablem ente en actitudes sim ilares por parte
de m uchos pueblos orientales. Posteriorm ente discutire­
mos con m ayor detenim iento las técnicas de adivinación
Lám ina 78 m ás apreciadas po r los etruscos. Los sacerdotes etruscos,
los arúspices, fueron considerados p o r los otros pueblos
como m aestros en el a rte de la adivinación. Sobresalían
en la interpretación de los presagios y prodigios, y en sa­
car de estos signos las conclusiones necesarias relativas
a la conducta de los hom bres. Su m étodo analítico des­
plegaba una casuística infinitam ente com pleja. El ruido
del trueno, tan frecuente en el cielo de la Toscana, en
donde las torm entas de relámpagos a m enudo se encien­
den con inaudita violencia, era objeto de investigaciones,
que nos asom bran p o r su carácter sistem ático y detalla­
do. Los arúspices, eran, a los ojos de los antiguos, los
m aestros incontestables del a rte de las fulguratura. Y cier­
tos pueblos orientales, como los babilonios, han intenta­
do m ucho antes in te rp re ta r el trueno a fin de deducir de
él la voluntad de los dioses. Nos han llegado textos ba­
bilónicos en los que se indica la significación del trueno
según el día del año en que ocurre. Y m uestran un pa-

58
El Enigm a de la lengua etrusca

rentesco definitivo con un texto etrusco, conservado en


la traducción griega de Juan Lydus y que es nada menos
que una especie de calendario de torm entas de truenos.
El examen del hígado y de las entrañas de las víctim as
sacrificadas a los dioses, era una de las ocupaciones favo­
rita s de los arúspices, que según parece tom aron su nom ­
bre de sem ejante acto. Los espejos y relieve etruscos nos
m uestran a los sacerdotes ocupados en esa extraña opera­
ción, que tam bién nos recuerda las prácticas antiguas asi-
rio-babilónicas. No se tra ta de negar que esta técnica adi­
vinatoria era conocida y aplicada en otras com arcas. Hay
buenos indicios de ello en Grecia, po r ejemplo. Pero en
ninguna parte alcanzó la im portancia que tuvo en ciertas
regiones del antiguo Oriente y en la Toscana. Las excava­
ciones m odernas en Asia M enor y en Babilonia, han con­
ducido al descubrim iento de gran cantidad de modelos
de hígados de terracota. Sobre ellos están grabadas las
profecías basadas en la confirmación de los órganos así
representados. Ahora bien, en el suelo etrusco se han ha­
llado objetos sim ilares. El m ás famoso es el hígado de
bronce descubierto en las vecindades de Piacenza en 1877.
E stá dividido, por su lado convexo, en cierto núm ero de
com partim entos, que llevan los nom bres de las divinida­
des etruscas. De la m ism a m anera que estas divinidades
ocupan regiones bien definidas del cielo, así rigen zonas
claram ente definidas del hígado de la víctima. El origen
divino del presagio depende del lugar del hígado en que
se halla el signo; de m anera parecida, el relám pago era
enviado por el dios que gobernaba la región celeste en la
cual ése había brillado. Hay pues, así, a los ojos de los
etruscos, y a los de los babilonios prim eram ente, un cu?
rioso paralelo entre el hígado del anim al dedicado y el
m undo como un todo; el prim ero es una especie de mi­
crocosmos, que reproduce a m enor escala la organización

59
Los Etruscos

del m undo. En el cam po del arte, tam bién, el aspecto de


Láminas 65, 67, algunos objetos, la m anera de tra b a ja r el oro y la plata,
69 parecen vincularse con el Oriente. El oro y la plata se tra ­
bajan de form a muy refinada allá por el siglo vil antes
de J.C. Las joyas de la tum ba Regolini-Galassi son de una
perfección y de un acabado técnico extraordinariam ente
raro. Admirándolas, n u estra imaginación se rem onta a las
sutiles técnicas usadas p o r los orfebres de varias zonas
del cercano oriente.
Es com prensible que esta serie de coincidencias en he­
chos claram ente establecidos, haya reforzado la convic­
ción de quienes sustentan la hipótesis oriental. Y con
todo, algunos científicos de gran reputación se inclinan ha­
cia la tesis de la autonom ía, desarrollada hace unos dos
mil años, por Dioniso de Halicarnaso. No niegan de nin­
guna m anera los lazos que relacionan E tru ria y Oriente,
pero los explican diferentem ente. Antes de las invasiones
indoeuropeas, las regiones m editerráneas estaban ocupa­
das po r antiguos pueblos, relacionados p o r complejos la­
zos de parentesco. Los invasores que vinieron del norte
entre el 200 y el 100 antes de J.C., absorbieron pronto esas
tribus. Pero pueden h ab er quedado aquí y allí algunos
elem entos que sobrevivieron al cataclism o general. Los
etruscos, dicen, son precisam ente una de estas pequeñas
islas que emergieron de la oleada invasora y desarrollaron
las características m editerráneas de su civilización. La re­
lación indiscutible del idiom a etrusco, con algunos idio­
m as prehelénicos del Asia M enor y del Egeo, tal como
nos revela la estela Lemnia, se puede explicar así. É ste
es el punto de vista —y por cierto muy atractivo— expues­
to por buen núm ero de lingüistas discípulos del científico
italiano Trom betti. Dos libros recientes, de Massimo Pa­
llottino y Franz Altheim, han expuesto esta tesis de for­
m a razonada y científica. Ambos se esfuerzan en un punto

60
El Enigma de la lengua etrusca

esencial de su argum entación. Para ellos, el problem a has­


ta ahora se ha planteado mal. Nos preguntam os siem pre
de donde vinieron los etruscos como si fuera tan natural
que todo un pueblo viniera, de repente, a una región que
poco después sería su patria. Conocemos a los etruscos
solam ente en la península itálica; de hecho su h istoria en­
te ra se desarrolla allí. ¿Por qué, pues, debemos plantear­
nos la cuestión puram ente académ ica de su origen? El
historiador debe ocuparse en el problem a de la form ación
de la nación etrusca y su civilización. I^ara resolver este
problem a el cam ino requerido no es el de postular una
emigración oriental que no podem os probar y que es, en
todo caso, m uy im probable. La narración de H erodoto
debe tom arse como una de tantas historias legendarias,
tan abundantes entre los escritores de la antigüedad cuan­
do se interesan por el origen de los pueblos. Los etruscos
se derivan de u n a mezcla de elem entos étnicos de dife­
rentes orígenes, y es después de esa mezcla que emergió
u n ethnos, una nación con características y rasgos físicos
bien definidos. Así los etruscos son de nuevo lo que nun­
ca han dejado de ser, un fenóm eno exclusivamente itá­
lico. Hemos de prescindir, en tal caso, y sin quejas, de
la hipótesis de una emigración foránea, cuyo origen se
ha de observar siem pre con precaución.
É ste es el tono de la nueva doctrina que, rehusando
la tradición m itad histórica, m itad legendaria, se empa-
ren ta de form a curiosa con el p rim er criticism o que de
ella hizo Dionisos de Halicarnaso. Individuos de nom bre
famoso en la etruscología m oderna se han declarado par­
tidarios de la tesis autóctona, o al m enos de cierta autono­
m ía parcial del pueblo etrusco, duram ente opuesta a la
tesis tradicional, a pesar de que ésta sigue siendo apoya­
da por considerable núm ero de científicos.
Debemos adm itir que no es fácil decidirse a favor de

61
una u o tra de esas tesis. Los intentos de solución de Al-
theim y Pallotino, que quieren probar la italianitá del pue­
blo etrusco, contienen algunas observaciones que sin duda
son correctas y que resisten el examen, pensem os lo que
pensem os de sus tesis en conjunto. Ciertam ente que es
m ás im portante rehacer la evolución histórica estricta del
pueblo etrusco sobre el suplo toscano que gastar las ener­
gías intentando identificar sus orígenes rem otos. Que este
viejo problem a pueda, de algún modo, dar salida a la cues­
tión de la apariencia del pueblo etrusco puede justificar­
se. En todo caso la com plejidad del pueblo etrusco está
fuera de duda. Es posible que sea el resultado de la fu­
sión de elementos étnicos distintos, y podemos abando­
n ar la ingenua idea de una nación, que se levanta repen­
tinam ente sobre el suelo italiano, como por milagro. Aun
en el caso de una em igración y de una oleada de invaso­
res procedentes del Este, serían, desde luego, poco im ­
portantes num éricam ente y se m ezclarían con las tribus
italianas residentes desde m ucho antes entre el Amo y
el Tiber.
La cuestión, entonces, es com probar que debemos ad­
herim os a la idea de unos navegantes de Anatolia, que
llegan al M editerráneo y buscan en las playas de Italia un
lugar donde puedan lograr sus am biciones y satisfacer
sus deseos.
Vista desde este punto de vista, m e parece que la tra ­
dición de una m igración oriental m antiene toda su vali­
dez. Ella sola perm ite explicar el nacim iento, en un mo­
m ento preciso del tiem po, de una civilización que e ra en
gran p arte nueva y que tenía m uchas características que
la vinculaban al m undo creto-micénico y al oriente próxi­
mo. Si la teoría de la autonom ía se lleva h asta sus últim as
consecuencias lógicas será difícil com prender la repenti­
na aparición de una actividad artística e industrial, así
Los Orígenes del pueblo etrusca

como unas creencias religiosas y unos ritos de los cuales


no había precedentes en el suelo etrusco. Se ha sugerido
que quizás fue una especie de d espertar de los pueblos del
M editerráneo antiguo, un d espertar provocado po r el de­
sarrollo de las relaciones m arítim as y comerciales entre
el M editerráneo oriental y el occidental, hacia el siglo v u
antes de J.C. E ste argum ento nos es suficiente p a ra expli­
c a r cómo surge de form a casi brusca una civilización, en
Italia, en donde se estaba todavía en un estadio de reta­
guardia y en m uchos aspectos prim itivo.
Desde luego que la emigración no se puede situ ar cómo
pretende H erodoto entre el 1500 y el 1000 antes de J.C.
Italia hace su en trad a en la h istoria en una fecha poste­
rior. A lo largo de toda la península la Edad del Bronce
se m antiene h asta el 800 antes de J.C. En el siglo v m po­
demos situar dos acontecim ientos de gran im portancia
p ara la historia de la antigua Italia y consecuentem ente
p ara la totalidad del m undo occidental: la llegada de los
colonizadores griegos a las costas del su r de la península
y de Sicilia hacia el 750 antes de J.C.; y hacia el 700 antes
de J.C., en sus comienzos, según los indicios indiscutibles
de la arqueología, el prim er florecimiento de la civiliza­
ción etrusca en la Toscana.
De esta m anera, en la Italia central y m eridional, se
desarrollan casi sim ultáneam ente dos grandes centros de
civilización que contribuyen am bos a despertar a la pe­
nínsula de su largo sueño. Previam ente no ha habido nada
sobre su suelo, com parable a las brillantes civilizaciones
del oriente medio, a las de Egipto y Babilonia. El comien­
zo de la historia etrusca, ju n to con la llegada de los he­
lenos, señala ese despertar. Trazando la fortuna diversa
de la antigua Toscana, veremos cobrar vida ante nuestras
m iradas la entrada de Italia en la historia de la hum a­
nidad.

63
C apítulo III

El enigma de la lengua etrusca

La cuestión de la lengua etrusca es un problem a que


3i pesar de los repetidos esfuerzos hechos para resolver­
lo, todavía se b u rla de los científicos, lo que deja asom ­
brado al público en general. El hecho es que los num ero­
sos intentos realizados por las m ayores figuras de la lin­
güística y la filología com parada, durante varios siglos,
no han conseguido descifrar una lengua que se hablaba
en Toscana hasta los comienzos de la E ra C ristiana y que
los sacerdotes etruscos usaron tanto en Toscana como en
la misma Roma hasta la caída del Im perio Romano, es
decir hasta el final del siglo v, después de J.C. Em pero,
en otros campos, no ha habido necesidad de descubri­
m ientos que nos hayan perm itido com prender idiomas,
al parecer todavía m ás difíciles de som eter que el etru s­
co. Hace m ás de u n siglo que se descifraron los jeroglífi­
cos egipcios; el lenguaje pictográfico hitita, hace unos diez
años; y recientem ente, el idiom a hablado por los micenos
entre los años 2000 y 1000 antes de J.C., que se conoce
por el Lineal B. En todos estos casos las dificultades, aun­
que im portantes, fueron debidam ente superadas y la so­
lución de los problem as ha abierto un espléndido campo
a la investigación lingüística e histórica. El am plio inte­
rés despertado en seguida por el descifram iento del mi-
cense es sorprendente; por él sabem os que en Filos, en
Micenas y en Creta, el lenguaje hablado hacia el 1400 an­
tes de J.C., era m uy próxim o al griego homérico. Vamos a
exam inar la naturaleza exacta del problem a del etrusco,
qué progresos se han realizado en su descifram iento y
qué obstáculos quedan en el cam ino hacia su interp reta­
ción.

65
Los Etruscos

F centes

EI m aterial lingüístico etrusco que nos ha llegado no


es ni m ucho menos despreciable. El fértil suelo de la Tos-
cana nos ha proporcionado unas diez m il inscripciones,
Lámina 72 incisas o pintadas, sobre toda clase de objetos m anufac­
turados u obras de arte, espejos, cajitas, vasos, escultu­
ras, pinturas o tejas colum nas, urnas funerarias y sarcó­
fagos. Son textos epigráficos, cuyo gran núm ero no debe
engañam os; actualm ente, casi todos se lim itan a unas
pocas palabras. Novecientas inscripciones son de natura­
leza funeraria y sus breves epitafios solam ente nos dicen
el nom bre del difunto, su parentesco y la edad en que m u­
rió. Podemos leerlas fácilm ente pues el alfabeto etrusco
no presenta gran dificultad; durante siglos, aficionados y
científicos han interpretado esos oscuros textos sin in­
conveniente. Por otra parte, el problem a aum enta cuan­
do nos enfrentam os con las inscripciones m ás largas, que
desgraciadam ente son m uy escasas. De hecho solam ente
unos diez textos constan de m ás de una línea; sólo dos,
uno inciso sobre una teja descubierta en Capua, y el otro
sobre un cippus hallado cerca de Perugia, contienen cer­
ca de un centenar de palabras.
A éstos, sin embargo, se puede añadir un texto m anus­
crito de considerable extensión. Cosa curiosa, está escrito
sobre las doce bandas de lino que envolvían una momia
del período greco-romano, descubierta en Alejandría y
conservada hoy en el m useo de Zagreb. Es ni más ni me­
nos que un libro de lino que se usó p ara un fin insospe­
chado. Contiene mil quinientas palabras, pero a causa de
las repeticiones solam ente quinientas son distintas. Con
todo, es ya un núm ero considerable, y el texto de la momia
de Zagreb es una de las bases de la investigación etrusco-

66
El Enigma de la lengua etr

A A A Λ

a - - (b)
7 c
a - - (d )

3 3 e

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Λ 3
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I I I V,
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Fig. 7. Alfabe­ n M M $
tos etruscos 9 9 - s
—versión arcai­
ca y postenor q S a r
( columnas se­ * s
gunda y terce­ )t i
ra )— junto con T T T
su modelo grie­
go y transcrip­ y y V u
ción latina X X - t
Φ Φ a> <P
r Ί * X
- - 6 f

lógica. Ha sido posible establecer, de un modo m ás o me­


nos cierto, que es una especie de calendario sacro, el cual
enum era las cerem onias religiosas que deben realizarse
en honor de los dioses. El texto se ha dividido en un nú­
Los Etruscos

m ero determ inado de pasajes y el sentido general de cada


párrafo es conocido. Pero muchos puntos perm anecen
oscuros, y este texto fundam ental está lejos de haber sido
realm ente comprendido.
A estas fuentes directas sobre el lenguaje etrusco, po­
demos añadir otra inform ación, parcialm ente indirecta,
pero no menos valiosa. Son los glosarios de palabras etrus­
cas que nos proveen los autores antiguos, especialm ente
com piladores, como Hesiquio de Alejandría. Cuando Sir
Thomas Dem pster —al cual ya hemos m encionado como
uno de los adelantados de la etruscología— compuso su
gran obra sobre E tru ria en 1616-19, se preocupó de in­
cluir ese precioso m aterial, que hoy todavía es una de
las pocas zonas bien definidas de conocim iento. Así apren­
demos que, en etrusco, Aisoi significa los dioses; capys,
un halcón; jalado, el cielo; lanista (que pasó al latín, igual
que subulo, un flautista), un gladiador. Perm ítasenos aña­
d ir a esto los nom bres de los meses, hallados en un Liber
glossarum del siglo v in , después de J.C. El nom bre del
m es de junio, aclus, aparece en la form a Acale en el m a­
nuscrito de la momia de Zagreb. Todo esto es muy valioso
pero nos da solam ente el significado de unas treinta pa­
labras.
En el transcurso del últim o período de investigación,
el m aterial epigráfico conocido ha aum entado gracias a
las excavaciones llevadas a cabo en diferentes partes de
la Toscana y a hallazgos fortuitos. Es cierto, nada de todo
esto puede realm ente darnos la solución final tan ardien­
tem ente deseada; sí que aquí y allá sacam os a luz nue­
vos descubrim ientos sobre las inscripciones, información
valedera para la historia de las ciudades etruscas o sobre
puntos diversos de la lingüística etrusca. Los hallazgos más
im portantes se han realizado junto a los lím ites del te­
rritorio etrusco propiam ente dicho, en Pompeya y en el

08
El Enigma de la lengua etrusca

Lacio. Durante el invierno de 1942-43, Maiuri, el em inente


arqueólogo cuyo nom bre estará siem pre unido a las ex­
cavaciones científicas de Pompeya, H erculano y la Campa­
nia, halló en Pompeya, bajo los cim ientos del tem plo de
Apolo, un hoyo desechado que contenía varios objetos
que databan del 550-460 antes de J.C., incluyendo fragm en­
tos de cerám ica bucchero con esgrafiados etruscos. Inm e­
diatam ente los identificó como una fórm ula de dedicato­
ria arcaica con expresiones del tipo mini muluvanice «tal
y tal me dedicaron...» Sobre el 500 antes de J.C., Pompeya
contaba entre sus habitantes gente que hablaba etrusco;
este hecho parece vinculado con un período en el cual los
etruscos ejercieron un breve control político y comercial
de la ciudad, entre dos fases de suprem acía griega, que
cayó entre los siglos vx y v, antes de J.C.
En varias fuentes literarias greco-latinas se m enciona
la hegemonía etrusca sobre el Lacio y la m ism a Roma en
las últim as décadas del siglo vi. Algunos la han puesto en
duda, erróneam ente desde luego, pues la influencia cultu­
ral etrusca en el Lacio arcaico se ha confirmado con los
descubrim ientos arqueológicos y la presencia de los etrus­
cos se puede deducir fácilm ente de las inscripciones ha­
lladas en Satricum y en Roma, al pie del Capitolio.
Algunas lenguas presentan en principio problem as de
interpretación m ás difíciles que el etrusco. De hecho pre­
sentan dos incógnitas, la escritu ra por un lado, y el signi­
ficado de las palabras por otro. La Lineal B, que ha sido
descifrada recientem ente, estaba en esta situación. Es tig. 7
cierto que en realidad esta escritura ocultaba un dialecto
estrecham ente em parentado con el antiguo griego y por
ello fam iliar a quienes intentaban descifrarlo. En el caso
del etrusco existe solam ente una incógnita, que es el len­
guaje mismo. El sistem a alfabético etrusco no ofrece nin­
guna dificultad seria y su estrecho parentesco con el alfa-

69
Los E truscos

beto griego hace m ucho que está reconocido. EL últim o


símbolo etrusco que causó dificultades —el símbolo que
se había interpretado equivocadam ente como una T— fue
identificado en 1936 por Eva Fiesel como una sibilante.
Hoy es totalm ente fácil leer las inscripciones etruscas,
aun aquellas de las cuales no se com prende nada.
La escritura etrusca plantea ciertam ente un problem a,
pero se tra ta de un problem a histórico. El hecho de que
los etruscos tom aran en préstam o cierto tipo de alfabeto
de los griegos, ¿dilucidaría de alguna m anera la difícil cues­
tión de su origen? El alfabeto griego arcaico se divide en
dos am plios grupos, llam ados alfabeto occidental y alfabe­
to oriental. El prim er grupo da a la X el valor de x, y a
la ψ el valor de Ch. Es en principio el caso del etrusco,
m ientras que el más antiguo de los alfabetos que se han
encontrado en gran núm ero en el suelo etrusco —el alfa­
beto de M arsiliana d'Albegna, que data del 700 antes
de J. C., aproxim adam ente— tiene un típico carácter oc­
cidental. Sigue en pie la cuestión sobre cuándo se tomó
en préstam o este alfabeto. Quienes apoyan la teoría del
origen oriental creen que los etruscos lo tom aron m ien­
tras estaban todavía en su Anatolia nativa, y su argum en­
tación tiene considerable fuerza. El alfabeto de Marsilia­
na d ’Albegna incluye todavía tres sibilantes de origen fe­
nicio, especialm ente una llam ada «sámej», que sabemos
no la posee ningún alfabeto griego occidental. Así el prés­
tam o de la escritura etrusca nos hace retroceder a un
período anterior a la división de los alfabetos griegos en
grupo occidental y oriental, antes del comienzo de la co­
lonización helénica en Italia. De acuerdo con esta hipóte­
sis, los etruscos solam ente pudieron tom arlo antes de su
inm igración desde Oriente. Sin embargo este argum ento,
por fuerte como pueda ser, no es decisivo. Porque los al­
fabetos griegos del sur de Italia que tenem os no son tan

70
El Enigma de la lengua etrusca

antiguos como el de M arsiliana d ’Albegna. Otros m ás an­


tiguos puedén haber tenido el «sámej», que m ás tarde
caería en desuso y lo mismo sucedería en E truria. No
podemos excluir de ninguna m anera la posibilidad de que
los etruscos tom aran su alfabeto de una colonia griegai
del sur de la península itálica, particularm ente de Cumea,
cuyo alfabeto calcidio ofrece num erosas analogías con el
etrusco. No se debe despreciar ninguna de estas tesis y
iio es fácil decidirse por una u otra.

MÉTODOS DE INTERPRETACIÓN TEXTUAL

Llegamos ahora a la sorprendente cuestión, todavía irre­


soluta, del significado del etrusco, que incluso un estu­
diante lee fácilm ente después de unos pocos meses de en­
treno y práctica. Desgraciadam ente no hay textos bilin­
gües de ninguna clase, y no hay duda que, si existiera al­
guno, la investigación avanzaría enorm em ente, aun en el
caso de que no nos llevara a conclusiones definitivas. Pero
la piedra de R osetta etrusca no está todavía en nuestro
poder, y sólo podem os p resentar un panoram a equilibra­
do de los intentos que los científicos han realizado, to n
una tenacidad no siem pre favorecida por la suerte.
Desde fines del siglo pasado hem os abordado el pro­
blem a cautelosam ente, desde el punto de vista m etodoló­
gico. El significado oculto de un texto etrusco se puede
inten tar descubrir por dos cam inos: o por el llam ado mé­
todo deductivo y etimológico, en el cual el etrusco se com­
para con una lengua ya conocida con la que se le cree re­
lacionado, o p o r el m étodo inductivo y com binatorio; este
últim o m étodo no busca ninguna com paración externa y
se lim ita a estudiar el etrusco a través del etrusco; es de­
cir, com parando térm inos y fórm ulas sim ilares usados en

71
Los Etruscos

textos distintos intenta identificar el significado de las pa­


labras y frases que se estudian. Debemos adm itir que ¡el
m étodo etimológico, h asta ahora, ha fallado com pletam en­
te. Todos los intentos de hallar puntos de semejanza entre
la lengua etrusca y cualquier otro idiom a, han sido ente-:
ram ente infructuosos. Se necesitaría un largo capítulo sólo
para m encionar todas las claves que los aficionados y los
científicos han pretendido hallar para el etrusco. Claves
que, desgraciadam ente para nosotros, no han tenido el
m enor éxito en a b rir una puerta que perm anece decidida­
m ente cerrada. Parece que se ha intentado todo. Se han
hecho esfuerzos para explicar el etrusco a través del grie­
go, latín, sánscrito, hebreo, albanés, vasco, húngaro y de
las lenguas de Anatolia, para m encionar solamente las
com paraciones más frecuentes. Debemos rendim os a la
evidencia: en el estado actual de nuestros conocimientos,
el etrusco perm anece al m argen de las varias familias de
lenguas conocidas, y parece imposible hallar un pariente
lejano, y m ucho menos un gemelo. E sto no quiere decir que
el m étodo etimológico, usado cuidadosam ente y para fines
muy lim itados, no sea útil. De hecho el etrusco hablado
en el centro de la península, no está totalm ente desconec­
tado de los idiomas vecinos. Los intercam bios y los prés­
tamos, que el contacto entre varias civilizaciones hacen
no solam ente expeditos sino inevitables, aparecen entre el
etrusco, el latín y el um brío. El análisis de tales préstam os
puede llevarnos a explicar un determ inado núm ero de tér­
minos.
A juzgar por los fallos repetidos del m étodo deductivo,
parece ser que el etrusco no form a p arte de la gran fam i­
lia de lenguas indoeuropeas. La presencia de algunas pa­
labras relacionadas con el indoeuropeo, en el etrusco, como
nejts-nepos (un nieto); Sac-sacni, que recuerda el latín sanc­
tus y el um brío saahta, y tur (dar), que está em parentado

72
El Enigma de la lengua etrusca

con el griego doron, no presenta dificultad, pues, en reali­


dad, son préstam os tom ados por el etrusco de las lenguas
geográficamente vecinas. Se pueden señalar algunos ejem ­
plos m ás que únicam ente prueban la profunda penetración
de elementos del indoeuropeo en el vocabulario etrusco, en
el transcurso de los siglos. Actualmente, un resultado dis­
tinto sería m ás bien sorprendente. Pero la construcción de
las frases en etrusco no tiene nada del indoeuropeo, ni tam ­
poco el conjunto del sistem a verbal. Y no podemos distin­
guir la activa y la pasiva. Tampoco las conjugaciones se
acomodan al sistem a coherente de las conjugaciones del ΐπτ
doeuropeo.
Al m argen de las paráfrasis greco-latinas, se puede com­
prender un buen núm ero de palabras etruscas. ¿Cómo es
posible esto, al com probar que, como se ha dicho, el m éto­
do etimológico ha fallado casi por completo? Esos resulta­
dos concretos se han obtenido analizando y com parando al­
gunos textos epigráficos cortos. Al m ism o tiem po se han
realizado deducciones basándose en la naturaleza de los
objetos que ofrecen los textos. Las inscripciones funerarias,
sobre todo las provenientes de una m ism a tum ba, m ediante
el análisis com parativo, han dado el significado de los prin­
cipales vocablos que denotan relaciones fam iliares —clan
(hijo), sech (hija), nefts (nieto), ati (m adre)—; pero la pa­
labra para denom inar padre nos es todavía desconocida.
Las mismas inscripciones han revelado, sin lugar a dudas,
el significado de un térm ino que aparece constantem ente,
lupuce (él m urió). Las fórm ulas que indican la edad del
difunto nos han dado la significación de avils (años). De
esta m anera, gradualm ente, hemos establecido el significa­
do de un vocabulario, restringido pero básico, que nos per­
m ite com prender con exactitud epitafios cortos como
«Partunus Vel Velthurus Satlnal-c Ram thas clan avils lupu
XX1IX», que significa: «Vel Partunu, hijo de V elthur y de

•73-
Los Etruscos

R am tha Satlnei m urió a la edad de veintiocho años» {Cor­


pus inscriptionem etruscarum , 5425).
Las dificultades comienzan y se m ultiplican rápidam en­
te cuando las inscripciones son más largas y contienen
inform ación acerca de la vida y la carre ra del difunto o
cuando son dedicatorias de objetos o m onum entos. El sig­
nificado de la m ayoría de las palabras usadas se nos es­
capa, y el m étodo com binatorio, aplicado aun con la m ayor
sutileza y cuidado, ya no da ninguna luz acerca del verda­
dero sentido ni de los térm inos usados ni de las ideas ex­
presadas.
Pero un ingenioso descubrim iento nos ha dado acceso
a o tra técnica supletoria, conocida como el m étodo de los
textos bilingües o paralelos. Se empieza a ver, cada vez
m ás claram ente, que hubo influencias recíprocas, en dis­
tintos períodos, entre los diversos pueblos de la península
itálica : etruscos, latinos, osco-umbrios y griegos. Esto nos
lleva al concepto de una relativa unidad y com unidad cul­
tu ral en la antigua Italia. Así el oscuro ritual de fórm ulas
y plegarias que descubrim os en los textos etruscos se pue­
de com parar con los rituales latino y um brío que m uestran
analogías fundam entales y de forma. E ste m étodo se ha
intentado ya, no sin algún éxito, para la exégesis de los
am plios textos de la teja de Capua y el libro de Zagreb. La
colación de las reglas rituales descritas en este últim o tex­
to, con las plegarias rom anas que nos proporciona Cato
en su De Re Rústica, ju n to con los versículos de oraciones
en las tablas en um brío de Gubbio, nos han perm itido di­
lucidar, al menos en sus térm inos generales, ciertos pasa­
jes y ciertas fórm ulas del ritual etrusco.
N aturalm ente, la aplicación de este m étodo bilingüe,
requiere tam bién la m ayor circunspección. Porque, si en
algunos casos es posible establecer las analogías buscadas,
entre los escritos etruscos po r un lado y los latinos o üm-

74
E l Enigma de la lengua etrusca

brios por el otro, el peligro está, desde luego, en estable­


c e r relación entre fórm ulas que no son idénticas o ni si­
q u iera análogas. Aquí, igual que en todo el campo de la
lingüística etrusca, la investigación debe conducirse con
las mayores precauciones posibles y con un juicio crítico
siem pre alerta. Sin embargo, los prim eros resultados ob­
tenidos de los nuevos estudios com parativos, desde la crea­
ción de textos bilingües hasta cierto punto artificiales, es
esperanzadora. Aunque el nuevo m étodo es de aplicación
reciente, podemos esperar bastante de su uso en el fu­
turo.

LOS RESULTADOS OBTENIDOS

Los trabajos so b re la lingüística etrusca han aum enta­


do en los últim os años por lo que es difícil establecer exac­
tam ente qué resultados pueden considerarse definitivos y
cuáles deben som eterse todavía a revisión. Debemos limi­
tam o s a una visión general.
La fonética etrusca es sin duda lo que m ejor conoce­
mos. La transcripción al etrusco de nom bres bien conoci­
dos de la mitología griega, nom bres de héroes y dioses, nos
perm ite com prender del todo los fundam entos fonéticos
d e la lengua etrusca. En una época tem prana la vocaliza-
lización estaba m ás desarrollada que en las épocas más
recientes y hay frecuentes variaciones en la calidad de las
vocales. Así un m ism o nom bre fem enino aparece con las
form as Ram atha, Ram etha y Ram tha. Se aprecian casos
de arm onía vocálica, por ejemplo K lytaim estra, en griego,
corresponde a la form a C luthum ustha. Las consonantes
m udas, en general, tienden a transform arse en aspiradas,
y las aspiradas en fricativas. La c se cam bia en ch, la t en
th, la p en ph y /. En principio de palabra, las aspiradas

75
Los Etruscos

o fricativas frecuentem ente pasan a la aspirada simple h.


Es característica la carencia de las consonantes b, d, g, que
el etrusco no conocía, al menos en tiem pos históricos. La
p rim era sílaba de la palabra está fuertem ente acentuada
y con frecuencia el resultado es una síncopa de vocales en
una sílaba inacentuada. E sto ocurre especialm ente en el
últim o período y da un complejo de consonantes cerradas.
Así al griego Alexandras corresponde la form a Alechsantre
o Elchantre, hallada en espejos etruscos.
En el terreno de la m orfología nuestros conocim ientos
no son tam poco despreciables. Hoy conocemos bastantes
hechos gracias a los trabajos de Trom betti y sus discípu­
los. La estructura actual de la lengua etrusca se m uestra
como m uy distinta de la de las lenguas indoeuropeas. Los
sufijos usados en la form ación de palabras son intercam ­
biables y ciertas categorías gram aticales son vagas. Un he­
cho curioso es la superposición de distintos sufijos para
expresar una función gram atical. El nom bre propio Larth,
muy frecuente, tiene dos genitivos Larthal y Larthals, el
segundo representa la inflexión de u n a form a ya declinada.
Es difícil reconstruir actualm ente las declinaciones, pero
podem os distinguir dos grupos por la form a del genitivo,
que es en s o en 7. Identificam os pronom bres personales
(así m i y rnini son form as del de prim era persona), los
pronom bres dem ostrativos y algunas partículas. Es enojo­
so que el enigma de los seis prim eros num erales, incisos
en las caras de dos dados de marfil que hay en el Cabinet
des Médailles no haya sido aún resuelto, aunque se espe­
ra que la investigación actual lo h ará pronto. El verbo
etrusco sigue planteando graves problem as. Muchas for­
m as derivadas de raíces verbales, tienen un aspecto nom i­
nal. Las únicas form as que nos son evidentes son las
terceras personas en singular del perfecto, en -ce, p o r
ejem plo : mulvenice, significa él ha decidido, él ha dado.

76
El Enigm a de la lengua etrusca

En el plano sem ático, hemos hablado precisam ente del


descifram iento de varias palabras p o r métodos distintos.
E n total, hoy se com prende claram ente como un centenar
de palabras, las cuales nos perm iten in terpretar m ás o
m enos com pletam ente las inscripciones funerarias breves
en las que se repiten las fórm ulas. E n cuanto aparecen en
las eulogias del difunto o en inscripciones m ás largas, pa­
labras con conceptos m ás complicados —palabras a m enu­
do ausentes de los epitafios breves— la traducción literal
es imposible. A veces reconocemos el grupo sem ántico al
que esta palabra y esa palabra pertenecen, pero somos in­
capaces de dar su traducción exacta. Todavía duran las
discusiones referente a los tres térm inos que sin lugar a
dudas designaban las tres m agistraturas más im portantes
en las ciudades etru scas: zilath, o zilch, purthne y maru-
nuch\ pero a despecho de los esfuerzos de los m ejores ce­
rebros, su significado exacto aún se discute.
En el curso de esos últim os años se ha intensificado es­
pecialm ente la investigación sobre los grandes textos ri­
tuales, hallados en la teja de Santa M aria di Capua y el
libro de lino de la m om ia de Zagreb. Las conclusiones que
se pueden apoyar, son que estos textos son docum entos
que definen el m odo de realizar los sacrificios, y que los
rito s se m encionan en m andam ientos detallados. El m ate­
rial nos recuerda los rituales umbríos^ de las tabletas de
Gubbio. El texto de Zagreb especifica la sucesión necesa­
r ia de las cerem onias y aparentem ente es un calendario
religioso, que da los meses y los días en los que se cele­
b ra n las festividades. El ritual de Capua tiene un carácter
funerario y nos da una idea de la naturaleza de los famo­
sos libros de Acheron, que contenían las doctrinas etrus­
cas acerca de la m uerte y la vida de ultratum ba. H asta
hace poco, la puntuación al parecer complicada de los tex­
tos etruscos no se com prendía realm ente. Su interpreta-

77
Los Etruscos

ción definitiva se com pletó solamente hace poco tiem po y


posibilita un m ejor estudio de tales textos con el resulta­
do de que su com prensión no es tan oscura. Éste ha sido
el caso de la teja de Capua, cuyo texto, que se estropeó en
el traslado, era más o m enos indescifrable antes de que
se resolviera el problem a de la puntuación. Los puntos
siguen a las consonantes al final de sílaba, así como a las
consonantes sonadas al principio de palabra. Este extraño
sistem a no aparece en todas las inscripciones antiguas y
lo conocemos solam ente desde mediados del siglo vi. La
cuestión de su origen está, en el presente, bajo discusión
e in ten tar reproducir aquí los diferentes ensayos intere­
santes que se han propuesto para solucionarlo, sería una
digresión demasiado larga. Sin embargo, el sistem a ahora
es conocido y la herm enéutica etrusca se ha aprovechado
grandem ente de ello.

LAS PERSPECTIVAS PRESENTES

Todo cuanto llevamos dicho m uestra el punto alcanza­


do en la investigación de la lengua etrusca. Los m étodos
de trabajo, sin duda se han perfeccionado y enriquecido,
y los estudios ya no se m ueven en las tinieblas como su­
cedía hasta hace poco. Sim ultáneam ente se han hecho
progresos, lentos pero seguros, en todos los campos de
esta difícil m ateria. Ya se puede escribir una gram ática
de la lengua etrusca, y se ha escrito. Adm itiendo que to­
davía hay buen núm ero de puntos oscuros, pero tam bién
contiene una gran cantidad de reglas definitivas que ya no
adm iten discusión. Es la herm enéutica, es decir, la tra ­
ducción de los textos, lo que deja más que desear. Nuestro
vocabulario es muy corto y esto representa una seria des­
ventaja respecto a la interpretación de los textos que po­
seemos.

ia
El Enigm a de la lengua etrusca

¿Qué podemos esperar del futuro? Es difícil responder


a tal pregunta, porque la respuesta depende de un factor
im ponderable : el núm ero y la im portancia de las descrip­
ciones que la suerte o una excavación organizada saque a
luz. Si el m aterial que se encuentra a disposición de los
investigadores no se enriquece de form a definitiva, los
progresos de la herm enéutica etrusca serán probablem en­
te muy lentos y cada nueva conquista se alcanzará a través
de gran núm ero de esfuerzos, de los cuales pocos serán
afortunados. Es altam ente im probable que la com paración
con cualquier o tra lengua hasta hoy intentada, dé alguna
luz sobre la naturaleza del etrusco. Sólo los m étodos, an­
tes definidos, perm itirán un avance que las dificultades y
los obstáculos retardarán.
Sin embargo no es irrazonable esperar un cam bio en
la situación a base del descubrim iento, ya en Oriente ya
en E truria, de docum entos inesperados que puedan ilum i­
n a r todo o parte de este campo aún m isterioso. La ar­
queología tiene ahora tam bién, a su disposición, m étodos
m ás perfeccionados y dispone de una serie de técnicas
m odernas que facilitan grandem ente la investigación y los
descubrim ientos. La altiplanicie de Anatolia, todavía tan
poco conocida, puede rendir sorpresas como resultado de
nuevas inspecciones. Y el suelo etrusco, que los excava­
dores siguen exam inando con un celo fruto del creciente
núm ero de descubrim ientos, puede aún dar el docum ento
clave —sobre todo un texto bilingüe realm ente largo— en
etrusco y en alguna lengua conocida como latín o griego.
Tales documentos bilingües con toda probabilidad han de
haber existido y estarían colocados en las m urallas de las
ciudades etruscas, después de su conquista por Roma,
durante los siglos en que la población toscana y el pueblo
rom ano coexistieron y participaron de la misma vida y
las m ism as leyes. H asta hace poco, las excavaciones se

19
Los Etruscos

han centralizado en las tum bas y los cem enterios, donde


el científico está seguro, en la coyuntura de un hallazgo,
de log rar objetos adm irablem ente preservados que a me­
nudo son de gran valor artístico. En la m eseta rocosa don­
de estaban situadas las ciudades etruscas, los descubri­
m ientos son menos espectaculares y el pico hace salir a
luz únicam ente las ruinas de edificios religiosos o civiles.
Pero la historia y la lingüística esperan m ucho de tales
investigaciones. El antiguo suelo de T arquinia ha propor­
cionado, recientem ente, eulogias fascinadoras, escritas en
latín, referentes a la vida y carrera de ciudadanos etruscos
de un período muy rem oto y cuyos descendientes desearon
honrarles de m anera digna con inscripciones laudatorias.
E stos textos, aunque bastante cortos y m utilados, han arro­
jado luz sobre las instituciones públicas de las ciudades
etruscas. Podemos im aginar qué beneficio representarán
para el filólogo sem ejantes textos aunque estén escritos en
dos lenguas. Podría significar que finalmente un viejo enig­
m a se resolvería y que se haría luz com pleta sobre un pro­
blem a que todos los esfuerzos de los investigadores han
sido incapaces de desem brollar.

80
T ercera P arte

HISTORIA
DEL PUEBLO ETRUSCO
C a p ítu lo IV

Nacimiento y expansión

Sólo podemos com prender un pueblo y su historia cuan­


do tenemos un conocimiento de la región en la que nació Figs. 8, I I , 16
y se desarrolló, y una idea clara del estado de su cultura
en el m om ento de su expansión prim era. ¿Cuáles son, pues,
las principales características de la Toscana, y cuál fue su
pasado pre-etrusco? Solamente una respuesta detallada a
esas dos preguntas, nos perm itirá situar la aparición de
u na nueva civilización en el espacio y en el tiempo.
En el cénit de su poder los etruscos dom inaban Italia
desde la llanura del Po hasta la Campania. Pero, aun en­
tonces, la Toscana seguía siendo el centro vital y el verda­
dero corazón de su imperio. E sta herm osa región de bos­
ques, rica en colorido, se extiende de norte a su r entre
el Arno y el Tiber y está lim itada po r el este po r el curso
del Tiber m ism o y po r la cadena de los Apeninos. Se abre tig . 8
am pliam ente sobre el m ar Tirreno. Una de las circunstan­
cias geográficas características de toda la península es
la form a extraordinaria en que está dividida. La compli­
cada cadena de los Apeninos produce una división de su
territorio en regiones distintas, separando las costas del
este de las occidentales, dividiendo y aislando las fértiles
llanuras del país, la del Po, el Lacio y la Campania. Tam­
bién la Töscana tiene estas características básicas, de for­
m a exagerada. Los Apeninos introducen sus estribaciones
en ella, y la región entera es una m era sucesión de colinas,
valles y m ontañas, perm itiendo situ ar habitaciones hum a­
nas solamente en lim itadas llanuras que se extienden a
lo largo de los ríos, ju nto a los lagos o en las costas. En
cada caso, causas sim ilares producen efectos sem ejantes.
A lo largo de la larga península con sus regiones incrus-

83
Los Etruscos

tadas, las características de las diversas regiones se han se­


ñalado siem pre. En los tiem pos m odernos la unificación
del país se ha conseguido solam ente a través de grandes
dificultades y en una época tardía. De m anera parecida,
la naturaleza dividida de la Toscana explica que las dis­
tintas ciudades etruscas preservaran siem pre una auténtica
autonom ía y form aran un m ero estado confederado unido
por lazos bastante débiles.
Italia carece de grandes ríos; solam ente el Po, al norte,
es digno de tal nom bre. Sin embargo en la Toscana hay
ríos de alguna im portancia, el Amo, el Chiani, un afluente
del Arno, y sobre todo el m ism o Tiber. Pero estos ríos son
únicam ente navegables en una parte de su curso y bordean
el territo rio etrusco sin p en etrar en él dem asiado. Algunos
ríos cruzan la región diagonalm ente antes de desem bocar
en el m a r Tirreno. Pero son m eros torrentes que discu­
rren por zonas distintas sin unirlas. E l único eslabón que
unifica es la costa, que se extiende unas 200 millas, y con
sus num erosas bahías perm ite establecer puertos, de los
cuales se pueden fletar expediciones a lugares cercanos y
distantes. Los etruscos se aprovecharon de ellos para de­
sarrollar sus actividades m arítim as y ad q u irir así, a los
ojos del m undo antiguo, una bien m erecida reputación de
navegantes experim entados y tem ibles piratas.
Una región m ontañosa como ésa no es dem asiado fa­
vorable a la agricultura. P or otra parte, perm itía la gana­
dería y ram adería. Los bosques que en la antigüedad fue­
ron m ás densos de lo que son hoy en día, favorecían la
caza con abundante entretenim iento, m ientras que en el
m ar y en los lagos -—que son amplios y abundantes a lo
largo de toda la extensión Sel país— los pescadores obte­
nían éxitos constantem ente, en su ocupación. La caza y la
pesca eran los deportes favoritos de los etruscos ricos; y
confiaban en hallar en el otro m undo los placeres que les

84
Nacimiento Expansión

Fig. 8. Principales ciudades etruscas en la Toscana y el Lacio

habían dado tanto entretenim iento en la tierra. Así en sus


tum bas hallam os las aim as y los objetos que usaron en
tierra y en m ar, y algunos de los frescos recuerdan sus
hazañas cinegéticas.
Pero la auténtica riqueza de la Toscana reside en los
va si os depósitos m inerales, que en los tiem pos prehistó-

85
Los Etruscos

ricos atrajero n sin duda a lös navegantes que iban a la bús­


queda de un lugar para instalarse. Los etruscos los explo­
taron intensivam ente en el transcurso de su historia. Des­
de el norte de la región h asta las vecindades de Siena, las
colinas conocidas hoy por Colline Metallfiere (Colinas me­
talíferas), contienen hierro, cobre, zinc y estaño en gran
cantidad. La extracción y el trabajo de estos m etales era
una de las bases de la riqueza y poder de la nación etrusca.
La isla de Elba, situada m uy cerca de sus costas y durante
mucho tiem po parte integrante de su im perio, ofrecía las
m ism as posibilidades y fue escenario de actividades idén­
ticas.
¿Qué estadio de cultura y qué evolución general había
alcanzado la Toscana entre el 2000 y el 1000 antes de J. C.,
cuando aparecieron los etruscos? Hay indicios de una ci­
vilización de la Edad del Bronce, como en el resto de Ita ­
lia, pero no fue particularm ente brillante. Hacia el 1000
antes de J. C., se desplegaron nuevas oleadas de invasores
sobre la península, llevando consigo las técnicas de tra b a ­
jo del hierro y lo usaron p ara som eter a la población indi-!
gena a la esclavitud. D urante esta prim era Edad del Hie-1
rro, los centros habitados m ás im portantes estuvieron una
parte de ellos al norte de los Apeninos, en la llanura del'
Po y o tra parte en una am plia área que corresponde al
Lacio, a la Toscana actual y a la Umbria. E n todos estos
sitios se desarrolló una civilización extrem adam ente activa
que se ha convenido en llam ar «Villanovana», de Villanova,
un poblado cercano a Bologna, en donde las excavaciones
revelaron po r prim era vez su existencia.
E sta civilización villanovense se distingue claram ente
Figs. 4, 9, 10 por rasgos característicos. Jloy en día quedan pocos res­
tos de las poblaciones e instalaciones Villanovense. Por
otra p a rte la inform ación facilitada po r las tum bas es bas­
tante am plia. Generalmente, al menos hasta el 750 antes

86
Nacim iento y Expdnsióti

Fig. 9. Urna cineraria en terracota procedente de las Colinus


Albanas. Decoración geométrica grabada.

de J. C., los villanovenses incineraban sus difuntos y de­


positaban sus cenizas en osarios que norm alm énte eran
de form a bi-cónica. E sta form a aparece ya en el 1000, en
la cerám ica de la Edad del Bronce. Luego es adoptada uni­
versalm ente y se halla por doquier. El osario está hecho
de cerámica sin cocer, que los italianos llam an impasto,
una especie de arcilla mal cocida. Tienen una o dos asas,
y están recubiertas por una pequeña copa vuelta hacia
abajo. A veces esta copa se reem plaza por un yelmo con

S7
Los Etruscos

una gran cresta de bronce laminado. La significación de


Lámina 28 este ritual se com prende de inmediato. La copa o el yelmo
representan de una form a esquem ática y cruda, la cabeza
del difunto. Es el comienzo de una m odesta estatuaria
funeraria que, como verem os, florecerá m ás adelante en
los cem enterios etruscos. Sin embargo, en el Lacio, y par­
ticularm ente en la zona del Albano, las cenizas del m uerto
no se colocaban en una u rn a bi-cónica, sino en una de for­
m a sem ejante a la choza de un pastor. De aquí el nom bre
de «urna-choza». Muchos otros objetos parecidos se han
hallado en la m ism a Roma, sobre todo en el vasto cemen­
terio excavado a principios de siglo en el Foro por el a r­
queólogo italiano Boni.
Es evidente que la urna-choza se hizo sobre el modelo
Fig. 9 de una casa habitable. E n estas hum ildes m aquetas ha­
llamos la verdadera im agen de las chozas que construye­
ron los prim eros habitantes del suelo rom ano en las cum­
bres de las siete colinas; esos pastores sabinos o latinos
alrededor de los cuales la tradición ha colocado una aureo­
la legendaria. Las prim eras tradiciones sobre Rómulo y
Remo ya hacen referencia a una vida sencilla de pastores y
vaqueros prim itivos. Revelando los restos de los empla­
zam ientos villanovenses, la arqueología nos ha perm itido
form am os una clara im agen de los prim eros estadios de
la ocupación de las colinas de Roma. N ada es m ás instruc­
tivo que ilum inar la leyenda con la historia,
i Los osarios bi-cónicos o las urnas-chozas estaban en
una especie de agujero excavado en la roca o algunas vece«,
en el suelo. Dentro de estos vasos funerarios —o a veces,
ju n to a ellos— estaba colocada toda una serie de ofrendas.
Para los hom bres, eran sus arm as, lanzas de bronce o de
hierro, yelmos de bronce, dagas o espadas de hierro. Para
Fié- 4 las m ujeres eran sus fíbulas, esas agujas y cierres de bron­
ce que m antenían las ropas juntas. E stas fíbulas nos son

t.l·.
N acim iento y Expansión

extraordinariam ente valiosas porque su form a, va varian­


do según la época y, gracias a ellas, podemos d a ta r todo
el m aterial descubierto. Las tum bas de las m ujeres conte­
nían tam bién una am plia gama de objetos: placas y joyas
de ám bar y bronce, peines, agujas, husos y todo lo que la
difunta usaba en sus tareas cotidianas. Desde este período

Fig. 10. Escudo en bronce de doble cuello; posiblemente utili­


zado en las danzas. Descubierto en 1955 cerca de Bolsena.
Siglo II a 1. C. Ancho 0’30 m.

prim itivo, el culto funerario refleja una preocupación que


reaparece constantem ente en la antigua Italia; se quiere
proveer al difunto con todo lo que usaba en vida, p o r si
tiene necesidad de ello después de su m uerte. Para los hom ­
bres de la antigüedad la m uerte no era un eclipse total;
quienes habían m uerto seguían llevando en la tu m b a una
vida que tenía, desde luego, un ritm o m ás lento, pero que
m antenía todavía las características de la vida terrestre.
Por ello tenían necesidad urgente de ofrendas y sacrificios.

«9
Los Etruàcos

En la antigüedad se consideraba siem pre como un crim en


im perdonable no atender debidam ente el ritual debido a
un m uerto.
D urante mucho tiem po la decoración de los artefactos
villanovenses de cerám ica o bronce perm aneció muy sim­
ple. Su inspiración es puram ente geom étrica y consiste en
líneas rectas o quebradas, zigzags, triángulos y esvásticas.
Más adelante esos elem entos, cuando están pintados o
grabados, se hacen m ás ricos y más complicados. Hacia
m ediados del siglo v m antes de J. C., observam os una
transform ación de las costum bres y de los ritos. El difun­
to ya no se incinera siem pre, el rito de la inhum ación apa­
rece y gana terreno. Además de la tumba-pozo hallam os la
tum ba-zanja, señalada en sus cuatro esquinas po r piedras
o cascotes; los objetos de bronce aum entan de núm ero, y
los vasos de bronce lam inado, que conservan la antigua
form a bi-cónica, se vuelven notables por su elegancia y la
originalidad de sus grabados.
Los frascos achatados, de bronce, los yelmos, redondea­
dos o puntiagudos, y los escudos redondos de bronce, re­
cuerdan objetos y form as que se encuentran con frecuen­
cia en la civilización egea del M editerráneo oriental. La
Fig. 10 figura hum ana, presentada de form a m uy esquem ática, se
introduce como elem ento decorativo. En todo eso descu­
brim os influencias extranjeras. Desde el 750 antes de J. C.,
en adelante, los navegantes griegos comienzan a poblar
las costas m eridionales de Italia y las de Sicilia. Y es po­
sible que hayan tenido contacto con los habitantes de las
costas toscanas.
A finales del siglo, las modificaciones en la form a de los
objetos y en la estru ctu ra arquitectónica de las tum bas se
hacen m ás acusadas. E n el norte dé E tru ria, en Vetulonia
y én Populonia, aparecen mausoleos m onum entales, muy
distintos de las hum ildes tum bas del período precedente.

9Q
Nacim iento y Expansión

Son grandes túm ulos, hechos de tie rra y piedras, con la


tum ba en su interior. Toman la form a de una cám ara, con
una cúpula o bóveda sobrepuesta, que está form ada por
la superposición de bloques de piedra, que sé extienden a
lo ancho unos encim a de otros. E stas falsas cúpulas y bó­
vedas son m eram ente los precedentes de las form as de la
arquitectura clásica etrusca y rom ana. Los m onum entos
de este tipo se vinculan estrecham ente con edificios que
se han descubierto en Asia M enor y en la cuenca del m ar
Egeo, de los años 2000 al 1000 antes de J. C. En cierta m a­
n era recuerdan las fam osas tum bas de Micenas. La fecha
de su aparición en la Toscana, coincide con un nuevo tipo
de civilización cuyas características orientales son obvias.
Se suele denom inar «orientalizante». E ste período señala
el comienzo exacto de la historia etrusca propiam ente di­
cha. Y tanto si aceptam os como si no la idea tradicional
de una emigración de navegantes desde el M editerráneo
oriental, en todos sus aspectos, es algo esencialm ente orien­
tal lo que aparece sobre el suelo italiano.

LOS COMIENZOS DEL PODER ETRUSCO.


LOS ETRUSCOS Y EL MAR

El pueblo etrusco aparece a los ojos del m undo antiguo


com o una nación rica y poderosa, desde el comienzo de su
existencia, y tenem os la misma im presión hoy en día, cuan­
do vemos los suntuosos objetos que colocaron reverente­
m ente en las tum bas, junto al difunto en los siglos v u y vi
antes de J. C. Las fibulae, collares, brazaletes y arcaicos
anillos de oreja revelan un arte de orfebres de exquisita
belleza.
Todas esas joyas m aravillosam ente trabajadas, son res­
tos tangibles del esplendor que E tru ria conoció desde los

91
Los E truscos

comienzos de su historia. Ese período coincide con el gran


período de la colonización griega en el occidente. Las in-
Láminas 69, 70 fluencias orientales, prim ero fenicios y chipriotas, y des­
pués, desde fines del siglo v u en adelante, sobre todo grie­
gas, se m uestran en las escenas que decoran las copas y los
vasos de plata dorada. Aquí los tem as están tom ados en
préstam o del repertorio egipcio, m esopotám ico y sirio, for­
m ando una complicada mezcla. Como en todo el a rte me­
diterráneo del período, los animales fantásticos —quime­
ras, esfinges y caballos con alas— ocupan un lugar im por­
Lámina 36 tante. E sto contribuye al aura de m isterio que rodea los
productos de los artesanos etruscos. Con estas creaciones
de origen local se m ezclan num erosos objetos im portados
de fuera, de Cerdeña, Egipto o Siria.
Las abundantes riquezas de esas tum bas, que se han
llam ado acertadam ente «tum bas de oro», m uestran que
la prosperidad de los etruscos se había desarrollado con
sorprendente rapidez. Las minas de cobre y de hierro exis­
tentes alrededor de Populonia, ya debían esta r en explo­
tación. El país consiguió con ellas un gran poder m ercan­
til que le perm itía im portar en gran escala el oro, la plata
y el m arfil que necesitaban sus artesanos y artistas.
P ara proteger este comercio necesitaban un poder m a­
rítim o suficiente para aceptar cualquier desafío. Y de hecho
los etruscos disfrutaron de una suprem acía que im ponía
respeto en los m ares occidentales. Fue un período en el
Fig. 11 que los industriosos pueblos del m undo oriental, los grie­
gos y fenicios, se pusieron en m archa hacia las distantes
y todavía salvajes,regiones de Occidente, en busca de cen­
tros comerciales, m ercados y riquezas. Los depósitos mi­
nerales de España, Cerdeña e Italia fueron un rico filón.
Fue entonces cuando en las costas de Italia, Sicilia, Africa
y España, nacieron poderosos estados. Los griegos y los
fenicios establecieron bases sólidas destinadas a tener un

92
N acim iento y Expansión

Esferas d<t Influencia

Fig. 11. Italia en la cúspide del poderío etrusco

93
Los Etruscos

glorioso y venturoso futuro. En esta vasta arena comenzó


un am argo combate po r la conquista de las m aterias pri­
mas, un com bate que ya prefigura el debate de los grandes
im perios m odernos. D urante siglos los griegos y los feni­
cios se enfrentarán como rivales y este choque precede la
lucha decisiva por el poder que m antendrán Roma y Car-
tago.
Fue en ese turbulento m undo de pioneros y aventure­
ros que comenzó la gran aventura etrusca. Carecemos de
m uchos detalles que podrían a rro ja r luz sobre ese pasado
rem oto. Tanto los textos como la arqueología, no dejan
lugar a dudas de que los etruscos fueron u n gran poder
m arítim o. En frente suyo estaban los m arinos de Grecia
y de Cartago. Los textos griegos citan con frecuencia el po­
derío naval de los etruscos. Los describen, quizá con cierto
rencor contra viejos enemigos, como una fuerza pirata
dirigida p o r terribles corsarios. El him no hom érico a Dio-
nisos recuerda el audaz rapto del dios p o r los piratas ti-
rrenos, a los cuales con su poder m ágico transform ó en
delfines. Plutarco relata el rapto de la m u jer de B rauron,
en el Atica, por los etruscos, quienes intentaron, además,
llevarse la estatua de H era de Samos. Y sus razzias sobre
las costas griegas de Italia y Sicilia eran innum erables.
Pero no debemos tener demasiado en cuenta los aser­
tos de los irritados contra sus rivales, si querem os enten­
der correctam ente la política naval de la joven E truria.
Prim eram ente se lijaron en la isla de Elba, un gran centro
de producción de hierro, y sus m arinos p ronto fueron ca­
paces de ocuparla. Las islas mayores de Córcega y Cerdeña
ofrecían puertos num erosos y acogedores a los barcos
que em prendían rum bo a tierras distantes. Cerdeña fue
asiento de una antigua civilización, afam ada por sus cons­
trucciones ciclópeas, los nuraghi, y p o r sus extraños y pe­
queños bronces fusiform es que, cosa curiosa, son muy mo-

*4
N acim iento y■Expansión

Fig. 12. Pequeños bronces utilizados como remate de un can­


delabro: un guerrero y im discóbolo

dem os. Las relaciones comerciales entre los etruscos y los


sardos comenzaron muy pronto, como lo prueban los ob­
jetos de factura sarda descubiertos en la necrópolis de
Vetulonia. Ambos pueblos poseyeron diestros artesanos del
bronce y desarrollaron sus actividades m etalúrgicas en lí­
neas paralelas. En cuanto a Córcega, iba a ser la presa de
una cruel batalla entre los griegos y los etruscos.
Los m arinos y los m ercaderes etruscos com erciaron en
regiones en las que aun hoy hay trazas de su paso; las
costas de la Provenza y de España, desde M arsella hasta
Cataluña, las costas de Africa y las playas de Grecia. E sta
rápida expansión m arítim a condujo a un dom inio com-

95
Los Etruscos

pleto del Tirreno p o r p arte de los etruscos, a lo que los


griegos llam aron la talasocracia etrusca. E ste resultado
fue obra de las ciudades costeras, Caere, Tarquinia, Vulci,
y m ás al norte, Vetulonia y Populonia.
Pero la arm ada etrusca se encontró con dos poderosos
adversarios que le cerraban el paso. Un núm ero cada vez
m ayor de griegos se estaba estableciendo en las costas de
la Cam pania y de Sicilia, llevados allí p o r un vasto movi­
m iento colonizador que iba a tener gran influencia en el
fu tu ro de Occidente. Los fenicios de Cartago, po r su parte,
extendían su zona de influencia a las costas occidentales
de Sicilia, y más cerca de la Toscana, a las playas occiden­
tales y m eridionales de Cerdeña, donde hallaron ciudades
com o Cagliari, Sulci y Nora. Los tres grandes poderes ma­
rítim os del M editerráneo occidental tenían dem asiadas am­
biciones en común p a ra poder continuar su expansión sin
chocar. En el siglo vi las hostilidades y las alianzas tom a­
ron form a.
De hecho fue entonces cuando los colonizadores grie­
gos de la costa del Asia Menor, abandonando las super­
pobladas regiones de Sicilia y de Italia del sur, se dirigie­
ron hacia las costas orientales de E spaña y de la Provenza
donde fundaron Antibes, Niza y sobre todo, Marsella. Así
los etruscos se vieron copados po r los griegos tanto por
el n o rte como por el sur, y quisieron librarse de e^íe mo­
vim iento envolvente, que se haría m ás insoportable cuan­
do, a m ediados del siglo vi, los griegos, saliendo desde sus
nuevas posesiones de la costa ligura fundaron Alalia, en la
costa oriental de Córcega y quizás tam bién Olibia, al norte
de Cerdeña. Todo ello coincide con la llegada a esas regio­
nes de refugiados foceos, que huyen de la dominación per­
sa en el Asia Menor.
E tru ria decidió h acer frente a su peligroso enemigo.
Aceptó la penetración cartaginesa en Cerdeña, como un

96
N acim iento y Expansión

hecho consum ado, aunque on el fondo no le gustase en ab­


soluto, y concluyó un tratado de alianza con Cartago, que
fue renovado luego varias veces. Sus cláusulas eran de
gran im portancia; se referían al comercio, al respeto de
Jas conquistas m utuas y a una alianza m ilitar. Córcega per­
manecía dentro de la esfera de influencia etrusca; Cerde-
ña, bajo la cartaginesa. Aristóteles en su Política, m encio­
na esta form idable alianza contra el helenismo. El choque
a o tardó m ucho en llegar. Hacia el 540 antes de J. C., las
naves griegas atacaron las flotas aliadas etrusca y púnica.
Según la narración de Herodoto, los griegos em pujaron a
sus enemigos hacia la retirada. Pero, en realidad, segura­
m ente fueron derrotados, pues casi de inm ediato abando­
naron Córcega, territo rio que fue rápidam ente ocupado
por los etruscos, que fundaron una nueva ciudad que
llam aron «Victoria». De esa m anera la flota etrusca m ante­
nía su suprem acía en el Tirreno septentrional. Pero el
gran vencedor de la batalla fue Cartago, ciertam ente. Pro­
tegía efectivam ente sus líneas de comunicación, que le lle­
vaban la plata de España y el estaño de Gran Bretaña.
Tenía un firme apoyo en un punto vital, el estrecho de
G ibraltar. Y pronto llegó a considerar el m ar entre Espa­
ña, Cerdeña y Africa como de su exclusiva propiedad. Mien­
tras seguía el duro duelo entre Cartago y Grecia por la
posesión de Sicilia, E tru ria perdía la posibilidad de exten­
d er sus caminos m arítim os y, en la lim itada zona a ella
reservada, encontraba dificultades p ara preservar su situa­
ción debido a los renovados ataques de las naves griegas.
En el siglo v, la talasocracia etrusca desapareció y aun las
posesiones continentales etruscas estuvieron seriam ente
amenazadas. Los siglos v u y vi fueron el período efím ero
de la suprem acía de E truria sobre la península italiana.

97 r
C a p ítu lo V

La hegemonía continental de Etruria.


Su caída y la conquista por Roma

Contrariam ente a los griegos, que lim itaron sus posicio­


nes de Italia a las ciudades costeras y los territorios cir­
cundantes, los etruscos penetraron profundam ente en Ita­
lia. La Toscana no satisfizo com pletam ente sus ambiciones.
D urante el siglo vi antes de J. C. ocuparon considerable
parte del valle del Po en el norte, y en el s u r el Lacio y la
rica llanura de la Campania. Esos piratas de los m ares del
oeste fundaron un vasto im perio en tie rra firme y casi
alcanzaron la unificación de toda Italia. En los tiem pos ro­
m anos la gente recordaba ese período de hegemonía etru s­
ca, y Tito Livio recuerda estas páginas gloriosas de su
historia.
La penetración etrusca habría podido ir m ás al este,
r. . a través de los Abruzzos, hacia las costas del m ar Jónico.
Lamina 37
Pero al este del Tiber, una nación itálica ofrecía un obs­
táculo difícil de superar. Los um bríos estaban firmemente
aposentados en una región que luego ha tom ado nom bre
de ellos y en esta dirección del curso del Tiber, perm ane­
ció siem pre la frontera etrusca. Los vastos territorios al
norte de los Apeninos estaban, por o tra parte, ocupados
solam ente por unas pocas tribus, mal arm adas para opo­
nerse a la entrada de un ejército regular po r el valle del Po.
Los m ercaderes etruscos ya habían reconocido este fértil
valle, a través del cual podían com erciar con las pobla­
ciones transalpinas y establecer contacto con las tribus
de Germ ania y la Galia. Sus relatos condujeron a los etrus­
cos al o tro lado de la cadena de los Apeninos Tusco-Emilia-
nos allá por la segunda m itad del siglo vi antes de J. C.,

98
La hegemonía continental de E tn iriíif

y comenzaron entonces la conquista m etódica del país.


Prim eram ente ocuparon Bolonia, en etrusco Felsina, que
rápidam ente se convirtió en una gran ciudad etrusca y fue
el centro del nuevo im perio del norte. Su im portancia se
increm entó cuando los etruscos, habiendo alcanzado el
Adriático, fundaron allí factorías comerciales. Después de
la ocupación de Ravenna y Rimini, se fundó Spina en una
de las bocas del Po. La riqueza de sus necrópolis da tes­
tim onio de su opulencia durante el siglo v. Gran p a rte del
comercio con las costas del Adriático y con la m ism a
Grecia, pasaba p o r esa nueva colonia. Había aproxim ada­
m ente una docena de grandes ciudades etruscas en el valle
del Po, y seguram ente form arían u n a federación com o la
de sus ciudades fundadoras en E truria. Fue gracias a su
riqueza que las relaciones entre la Toscana y las regiones
del norte, hasta hacía poco semisalvajes, pudieron desarro­
llarse. Al norte de los Alpes, sobre todo en B urgundia y en
Suiza, se han descubierto innum erables bronces y objetos
de oro, que datan de ese período.
Los m ercaderes etruscos se convirtieron así en los in­
term ediarios entre los pueblos celtas de más allá de los
Alpes y los griegos, cuyas obras de arte adquirían de
las ciudades de Grecia y de la Magna Grecia, a cam bio sin
duda de sus buenos oficios como m ediadores en la en­
trad a del estaño. Igualm ente la penetración helénica en el
m undo celta, parece que se realizó, aparte de la ru ta di­
recta por M arsella y siguiendo el curso del Ródano, por
una ru ta indirecta a través de los Alpes utilizando a los
etruscos como interm ediarios. Quizás la ru ta del Danubio
jugó tam bién algún papel. De todas m aneras la influencia
greco-etrusca en la civilización celta a finales del período
de H allstat y comienzos del de La Téne no es desprecia­
ble. El tesoro descubierto recientem ente en la tu m b a de
una princesa en Vix, cerca de Dijon, contiene una gran
Los Etruscos

variedad de m aterial, griego, etrusco y celta. Los objetos


griegos, especialm ente la inm ensa c ratera o vaso p ara
vino, de bronce, que se m anufacturaría en una ciudad de
la Magna Grecia, llegó h asta Burgundia gracias al comer­
cio organizado por los m ercaderes etruscos.
Las am biciones territoriales etruscas no se lim itaban al
norte de la península. Un impulso sem ejante les llevó ha­
cia las llanuras del Lacio y la Campania; y así su poder

Fig. 13. Bucchero cantharos, alrededor del 600 a J. C., proce­


dente de Cerveteri. Museo de Villa Giulia, Roma

se afirmó por el sur de la Toscana desde el final del si­


glo v u y durante todo el siglo siguiente. E sto produjo un
im pacto decisivo en la historia de Roma, y el destino de
Occidente iba a quedar profundam ente afectado.
Los pueblos latinos form aron una confederación de
carácter esencialm ente religioso. Roma, que por aquel
entonces era solam ente una pequeña ciudad sin gran im­
portancia política ni m ilitar, era uno de los m iem bros de
esta liga. La poderosa E tru ria podía m antener su dominio
sobre todas las tribus del Lacio sin gran dificultad, y sus
soldados se establecieron en la misma Roma, cuya situa­
ción era de especial im portancia p ara ellos. Situada en
una altu ra discreta, aunque escalonada en colinas sobre
el Tiber, a unas diez m illas de su desem bocadura, Roma

100
La hegemonía continental de E truria

era un punto estratégico fácilm ente defendible. E ra de


im portancia prim aria para los etruscos poseer firm em ente
en su poder este lugar.
Las tradiciones han conservado recuerdos precisos fie
los etruscos en Roma; la dinastía toscana de los Tarqui­
nios se dice que reinó desde el 616 al 510 antes de J. C,
Los descubrim ientos arqueológicos confirman la correc­
ción de esa tradición. La historia tal como la n a rra n los
autores antiguos es como sigue: en el reinado de Anco
Marcio, un rey latino, un rico habitante de la ciudad etru s­
ca de Tarquinia, llam ado Lucumón, se aposentó en Roma.
La esposa de Lucum ón era una etrusca de noble cuna lla­
mada Tanaquil. La llegada de la p areja a Rom a estuvo
señalada por un presagio significativo. Un águila planeó
sobre el Janiculo y arrebató el som brero de Lucumón;
luego voló en círculo alrededor del carro de los recién
llegados y finalmente volvió a depositar el som brero sobre
la cabeza de su dueño, que lo recibió con gran contento.
Tanaquil aceptó este presagio divino con alegría. Para ella
indicaba claram ente que los dioses depositaban las más
altas esperanzas en su esposo. Lucum ón se instaló en
Roma y tomó el nom bre de Lucius T arquinius Priscus,
Tarquinio el Viejo. Gracias a su savoir faire y a su oratoria
persuasiva, tuvo éxito y se hizo elegir rey a la m uerte de
Anco Marcio.
En esta sorprendente historia hallam os ciertos rasgos
característicos de los m étodos adivinatorios etruscos. Ob­
servemos con m ayor detalle la reacción de Tanaquil, que,
según Livio, era versada en la ciencia de los oráculos divi­
nos. Según ella todos los detalles anim aban a Lucumón a
las m ás altas esperanzas : la naturaleza del ave que había
intervenido providencialm ente, la región del cielo de la
cual había descendido, la identidad del dios del que era
m ensajera —Júpiter, el rey de los dioses y el águila la rei­
na dé las aves—, finalmente, la parte del cuerpo, precisa­
m ente la cabeza, la p a rte m ás noble del hom bre. Nos da­
mos cuenta de la im portancia dada —de acuerdo con los
m étodos etruscos de interpretación de los augurios— a la
dirección de la cual vino el presagio y la relación estable­
cida en tre los factores puram ente m ateriales y el valor
moral que se les atribuye. Las llamas que, cuando era
niño, rodeaban la cabeza de Servio Tulio, predecían su as­
censión al trono después de la m uerte de Tarquinio el
Viejo, y la cabeza hum ana, com pletam ente preservada,
que se descubrió al construir los tiranos etruscos el tem ­
plo de Jú p iter Capitolino, eran prodigios de la m ism a na­
turaleza y presagiaban la grandeza del hom bre y del san­
tuario respectivam ente. Seis siglos m ás tarde, un milagro
sim ilar anunció la grandeza futura de Octavio, el que ha­
bía de ser em perador. Nos cuenta Seutonio que un águila
La hegemonía continental, de,. Etruria

descendió y tomó el pan que tenía en su mano, y luego


am ablem ente se lo restituyó.
Así, los etruscos, desde su prim era aparición en suelo
rom ano, llevaron consigo las concepciones y técnicas adi­
vinatorias tan apreciadas en la región de la que habían
venido. De hecho fue la civilización etrusca en su totali­
dad que se estableció en las siete colinas. El nom bre de
Lucumón, que Tito Livio tom a como el nom bre del rey,
no es, de hecho, el de un individuo. Para los etruscos sig­
nifica la cabeza suprem a, el señor. Cada ciudad de la
confederación etrusca tenía su lucum ón. Nos dam os cuen­
ta tam bién de la ingenuidad del relato cuando Lucumón
cam bia su nom bre p o r el de Lucius Tarquinius Priscus, es
decir, Tarquinio el Viejo. El apellido Priscus debió po­
nérsele m ás tarde, para distinguirle de su hijo y sucesor.
Se dice que Tarquinio el Viejo era hijo de un griego
de Corinto, llam ado Dem aratus. E sta tradición que no es­
tamos en situación de rechazar, recuerda, sin em bargo, la
influencia ejercida hacia el siglo vi po r Grecia sobre E tru ­
ria, y especialm ente por la ciudad de Corinto del Pelopo-
neso. La realeza etrusca está representada en la tradición
rom ana solam ente po r tres personas, Tarquinio el Viejo y
su hijo Tarquinio el Soberbio, entre los cuales estuvo
Servio Tulio, un hom bre sin antepasados. Pero este últim o
tam bién se situó como un gran m onarca etrusco. El em­
perador Claudio en el discurso que pronunció en el año 48
de la E ra Cristiana, que se conserva grabado en una ta­
blilla descubierta hace poco en Lyon, nos cuenta que en
etrusco Servio Tulio se llam aba M astarna. Ahora bien, los
frescos de la tum ba François en Vulci nos m uestran a
dos herm anos, Aulo y Celio Vibenna luchando al lado de
un jefe llam ado M astarna, contra otro guerero que la ins­
cripción llam a el rom ano Cneo Tarquinio. De esta m anera
la leyenda en su versión etrusca nos m uestra a los tres re­
yes etruscos de Roma como condottieri, cuyas guerras re­
flejan la hostilidad m utua que las ciudades etruscas m an­
tenían entre sí. Quizás el reinado de Servio Tulio es una
prueba de un triunfo tem poral de Roma sobre los jefes de
la poderosa «lucumanía» de Vulci. Un bucchero reciente­
m ente descubierto que d ata del período en cuestión, lleva
el nom bre de Aulo Vibenna y confirma la historicidad de
los protagonistas de la tradición.
Livio exagera la im portancia de las m edidas políticas y
m ilitares tom adas por los reyes toscanos, su conquista de
las ciudades del Lacio, sus vastos program as de construc­
ción de edificios para las necesidades civiles y religiosas.
Algunas de las m edidas que atribuye a este período están
datadas dem asiado pronto; pero la esencia de sus relatos
está confirm ada por los resultados de las excavaciones
practicadas en Roma. Antes de los etruscos, Roma era m ás
un conjunto de poblados que una ciudad real. Los etru s­
cos hicieron de ella una ciudad, com parable a las capitales
reales de E tru ria m eridional. E n esta época se construyó
una m uralla exterior de piedra tufa del lugar alrededor de
las siete colinas para asen tar su defensa. E sta m uralla ex­
terior, con su vasto perím etro, se reconstruyó después de
las invasiones de los galos en el 378 antes de J. C. Los
Tarquinios instalaron un sistem a de drenaje efectivo —la
Cloaca Máxima— que transform ó la llanura cenagosa del
Foro e hizo por prim era vez posible la reunión en un lugar
de la Asamblea Popular. Los im ponentes cim ientos que
aún perduran en el Capitolio, en los basam entos del Museo
dei Conservatori, son los restos tangibles del famoso tem ­
plo dedicado a la tríada Capitolina po r los Tarquinios, en
los últim os años del siglo vi antes de J. C. Según la cos­
tum bre etrusca el santuario com prendía tres cám aras sa­
gradas, tres cellae, dedicadas a Júpiter, Juno y Minerva,
que eran adorados allí bajo sus nom bres etruscos. El pía-
La hegemonía continental de Etruria

no triple del santuario fue respetado luego en las recons­


trucciones posteriores del templo en el período romano.
Cuando Roma establecía innumerables colonias en las pro­
vincias de su imperio, en el centro de esas ciudades se
construía un santuario capitalino, réplica del venerable
edificio que debían a la ciencia y el arte de los arquitectos
de los Tarquinios.
La realeza etrusca introdujo en Roma todos los signos
externos que, en las ciudades etruscas, denotaban a los
ojos del pueblo la gloria y el poder de los lucumones. Los
Tarquinios ostentaban la corona de oro, el anillo dorado
y el cetro. Su vestido ceremonial era la toga palmata, y los
lictores que abrían las procesiones llevaban sobre sus hom­
bros los impresionantes fasces como signo del poder ili­
mitado del Príncipe. Los fasces estaban hechos de varillas
para azotar y de un hacha, y eran un arma de ceremonia
y un símbolo del poder religioso y político del jefe. Este
símbolo material del poder soberano lo tomó Roma des­
pués de los Tarquinios y a comienzos del régimen republi­
cano. Entonces se atribuyó a los cónsules, que ejercían el
poder durante un año solamente, con poder supremo so­ Fig. 15. Estatui­
lla en bronce
bre las legiones, lo que hacía desaparecer el peligro de un de Minerva ar­
retom o a la monarquía. mada; comien­
zos del siglo V
De manera similar, el triunfo celebrado después de una a J. C. British
victoria sobre los enemigos de Roma, reproducía, a lo lar­ Museum, Lon­
dres
go de toda la historia de Roma, el rito religioso practica­
do por la realeza etrusca cuando sus enemigos estaban
fuera de combate. Durante esta solemne procesión que
terminaba en el Capitolio, con un sacrificio a Júpiter, el
comandante, permaneciendo en su carro de guerra y diri­
giendo su cortejo de prisioneros y soldados, se identifica
ba a sí mismo temporalmente con la deidad suprema.
La posición de los etruscos en el Lacio, les permitió
volver sus ojos codiciosos hacia las fértiles tierras de la

105
Campania. E sta com arca, fértil y hospitalaria, ofrecía
grandes posibilidades para el desarrollo de la agricultura.
Las trib u s nativas —los ausones y los opicios— que esta­
ban étnicam ente y en cuanto a las costum bres, em paren­
tados con los latinos, eran, en com paración, pocas tribus
en núm ero y no podían ofrecer una resistencia seria ante
el invasor. Los griegos, que se habían instalado firmemente
en sus costas, no habían penetrado m ucho hacia el inte­
rior. De este modo la conquista de los etruscos fue literal­
m ente una ocupación de la tierra. É sta se dividió entre
los nuevos colonos de acuerdo con los antiguos principios
de división de la tierra, en form a de porciones, form ando
cuadros claram ente señalados. Los etruscos tenían de h e­
cho unos conocimientos de medición bastante amplios y
los agrim ensores rom anos, algunos de cuyos escritos nos
han llegado, aprendieron a su vez los principios que ya­
cían tra s esa antigua técnica. La división de Italia y de las
provincias rom anas en cuadros, de 710 m etros de lado,
que en algunas zonas y sobre todo en el N orte de Africa
nos ha revelado la fotografía aérea, nos deja estupefactos
p or su extraordinaria extensión y su perfecta geometría, y
es una herencia de los etruscos. En la Cam pania los e tru s­
cos fundaron num erosas ciudades que form aron una con-
fedéración estrecham ente vinculada a la región m adre. La
principal de ellas fue Capua, que se construyó de acuerdo
con las norm as usuales, en el centro de una región divi­
dida como un tablero de ajedrez. El río V oltum o la ponía
en comunicación directa con el m ar y esto favoreció el de­
sarrollo de sus relaciones comerciales. Nola, Acerra, No-
cerra, eran otros centros prósperos e im portantes.
Una expansión de esta naturaleza en el interior de 1a
Cam pania fue ciertam ente una nueva fuente de conflictos
con los griegos. Podemos im aginar el peligro por la pre­
sencia del enemigo hereditario en su retaguardia. Para los
1

La hegemonía continental de E truria

num erosos puestos comerciales que los helénicos tenían


a lo largo de la costa, e incluso, p a ra la poderosa ciudad
de Cumas, cuya fundación se rem onta al siglo v m a. C.,
su proxim idad constituyó una am enaza constante. E ra ine­
vitable que se iniciaran las hostilidades entre los dos ri­
vales. Los etruscos pretendieron instalarse en la costa y
traficar con Cumas, su rival m ás poderoso. Pero sus es­
fuerzos, que bien pudieran haber sido decisivos, no tuvie­
ron éxito. Una gran expedición, en la cual los etruscos
unieron a sus propias fuerzas los contingentes locales que
reclutaron en la distante Apulia, fracasó delante de las
m urallas de Cumas, debido a la tenaz resistencia que opu­
sieron los griegos, a quienes m andaba un jefe enérgico:
Aristodemo. El año 524 m arcó el hundim iento de las es­
peranzas de los etruscos para la conquista com pleta de la
Campania. Los etruscos aparecieron m ás tarde en otro
punto de la costa; no obstante, a través del valle Sarno,
controlaron du ran te algún tiem po Pompeya, H erculano y
Sorrento. Ocuparon tam bién el golfo de Salerno. El río
Silaris era el lím ite extrem o de su expansión hacia el sur.
En el otro lado se extendía una región ocupada en su tota­
lidad por los colonizadores griegos. Pero el im perio for­
jado po r los etruscos a fines del siglo vi era ya m uy exten­
so, y bien pudieron pensar que les sería posible la unifica­
ción de la península en beneficio propio. No obstante, la
fo rtuna en la guerra decidió los asuntos de o tra m anera.
Desde el siglo v en adelante la e stru c tu ra que ellos cons­
truyeran con ta n ta rapidez y a una escala tan am plia, em­
pezó a experim entar un período difícil. La h istoria de
esta declinación progresiva se vio acom pañada de los
progresos de Rom a y de sus legiones. D uraría cerca de
doscientos cincuenta años, hasta la sumisión de toda la
E tru ria al águila rom ana.

187
Los Etruscos

L as d if ic u l t a d e s de E t r u r ia .
S U S BATALLAS CONTRA ROMA

Livio nos cuenta en el p rim er libro de sus historias, con


una narración de intenso colorido, la expulsión de los T ar­
quinos de Roma. A pesar de las conquistas en el exterior
y las grandes obras públicas realizadas du ran te el reinado
de esta dinastía, Tarquino el Soberbio, tirano déspota y
violento, fue odiado p o r el pueblo rom ano. El hijo de
éste, dom inado por una pasión insana, se atrevió a violar a
Lucrecia, m atrona honorable que, para escapar al desho­
nor, se suicidó. Este hecho originó un m ovim iento revolu­
cionario, cuyo m ando asum ió Lucio Junio B ruto. El tirano,
su esposa y sus hijos fueron exiliados.
En el año 510 a. C. nació la república rom ana, que du­
raría cinco siglos, y la Comitia Centuriata, la popular asam ­
blea del pueblo rom ano donde se elegían los cónsules. La
m archa de los Tarquinos se describe en los anales de Roma
como consecuencia de un levantam iento esencialm ente po­
lítico, final de una anarquía que se basaba en la omnipo­
tencia de un solo hom bre y en la servidum bre de los ciu­
dadanos. En lo sucesivo el poder fue ejercido po r su cus­
todio legítimo, el pueblo; ésta es la base de la libertas,
m aravilloso privilegio adquirido por la ciudad y sus habi­
tantes. T ranscurrieron quinientos años antes de que sur­
giera, sobre las ruinas de las guerras civiles, un nuevo ré­
gimen personal: prim ero el de un César; luego, el de un
Augusto.
La tradición legendaria que nace m ás tard e en beneficio
del cam bio fundam ental del régimen experim entado por
Roma om ite la mención de las causas reales de la m archa
del tirano etrusco. La causa verdadera no fue la insurrec­
ción del pueblo romano, sino muy probablem ente, alguna
La hegemonía continental de E truria

d erro ta m ilitar debida a la alianza del pueblo latino y la


ciudad de Cumas contra los etruscos que habían ocupado
el Lacio. Livio continúa su explicación sobre el asedio de
Roma por Porsena, rey de Clusium; este hecho encubre sin
duda la reconquista de la ciudad p o r los ejércitos etruscos,
que llegaron con refuerzos.
La pérdida de Rom a en los últim os años del siglo vi a.
C. fue un acontecim iento grave p a ra E truria. Significó el
final de la hegemonía toscana sobre el Lacio, y el principio
de un período difícil en las relaciones entre los etruscos
y los latinos. Al m ism o tiempo se cortaron las com unica­
ciones directas p o r tie rra con la Campania. El período de Fig. 16
grandeza del efím ero im perio etrusco estaba ya en su final.
En el siglo v se suceden los fracasos uno tras de otro, las
dificultades se m ultiplican, y se refleja el retroceso gene­
ral en la clara decadencia de las esferas industriales y ar­
tísticas. Disminuye la producción p o r todas partes, y desa­
parece la calidad. No hay nada en el campo etrusco que
com pita con la magnificencia del a rte helénico del siglo v,
aunque, como verem os, la naturaleza del ideal clásico de
ia Hélade no pudo encontrar de m odo alguno una réplica
vigorosa en los talleres toscanos.
E tru ria tuvo que librar fuertes batallas tanto en la
tie rra como en el m ar. Roma asum ió un lugar m uy im por­
tante en la confederación latina, y sus ambiciones am ena­
zaron los territo rio s de los reinos etruscos cercanos. Ve-
ves fue, naturalm ente, la prim era amenazada. No obstan­
te, su aliada Fidenae, pequeña ciudad latina en la orilla
izquierda del Tiber, resistió la p rim era em bestida. En el
m ar, la situación era m ás grave. Sin comunicaciones p o r
tierra con sus colonias en la Campania, E tru ria intentó
reconquistar Cumas, e instalarse en la costa. Pero esta
vez se vio obligada a pelear sola, puesto que Cartago aca­
baba de ser derro tad a por las fuerzas unidas de Siracusa

109
y de Agrigto Cumas, po r o tra parte, recibía refuerzos
de Siracusa, y puso en fuga a la m arina etrusca. El hele­
nism o triunfó, y la prim era oda pitica de Pindaro celebra
en estilo épico el éxito de la ofensiva griega. En Olimpia
ha sido hallado un casco de bronce dedicado al Zeus
etrusco p o r Hierón y los habitantes de Siracusa.
A finales del siglo se agravó la situación. La Campania
fue am enazada por el descenso al llano de los aguerridos
habitantes de las m ontañas, los sam nitas. Éstos ocuparon
Capua en el año 432 a. C., fecha nefasta p a ra E tru ria en­
tera. Casi al mismo tiem po, el año 425, los ejércitos rom a­
nos destruyeron Fidenae, y Veyes tuvo que hacer frente
a una am enaza m ortal. Resistió un sitio agotador que duró
diez años. En el 396, el dictador rom ano, M arco Furio Ca­
milo, cuya fam a com enta con m ucha justicia Livio, tom ó
la ciudad po r asalto. E tru ria fue testigo, con una indife­
rencia desconcertante, de los sufrim ientos y de la caída
de tan im portante ciudad. E sta ausencia de sentim iento
patriótico explica la desm em bración progresiva de su
im perio prim itivo. La desm em bración había comenzado
ya en el su r de E truria, donde Roma avanzó hasta la for­
taleza de Sutri, que fue tom ada por asalto.
En esta época surgió una amenaza desconocida que
llenó de tem or a Roma y a E truria. La Italia antigua esta­
ba sufriendo de hecho su últim a gran transform ación, de­
bida a las invasiones de los celtas sobre el valle del Po,
que, h a sta la m itad del siglo i n a. C. realizaron acometi­
das am enazadoras po r toda la península. Los autores an­
tiguos nos han dejado vividas descripciones del terro r
que se apoderó del país a la llegada de estos grandes
guerreros, cuyos hábitos eran todavía sem ibárbaros; pa­
recía que nada podía contenerlos. De acuerdo con Livio, la
invasión del valle del Po por las hordas celtas tuvo lugar
entre los años 600 y 400 a. C. Pero la arqueología no con-
La hegemonía continental de Etruria

Fig. 16. Fases de la conquista romana de Etruria: ( 1 ) Prime­


ra mitad del siglo IV a J. C. (2) Segunda mitad del siglo IV
a J. C. (3) Alrededor del 280 a J. C.

firma una fecha tan lejana. Los objetos hallados en las


tum bas celtas en el norte de la península indican que los
celtas debieron de hacer su aparición en Italia alrededor
del siglo V. Se supone que llegaron invasiones posterio­
res, aproxim adam ente entre los años 450 y 350. Además
de ello, hay el período en que las huestes célticas proce­

lli
Los Etruscos

dentes de la E uropa central se extendieron sim ultánea­


m ente po r el oeste hasta el interior de la Galia, y p o r el
este hacia el interior del valle del Danubio. El punto de
partid a de los celtas que entraron en Italia debió de ser
tam bién el valle del Danubio y Bohemia. La causa de su
m igración —igual que la de sus parientes, que partieron
casi al mism o tiem po del este hacia el oeste—, debe bus­
carse en la presión ejercida sobre ellos p o r las tribus que
llegaron del norte y del este, y a quienes agrupam os bajo
el nom bre de alemanes.
Habiendo cruzado los Alpes, se extendieron po r el in­
terio r de la península, por lo que los celtas debieron de
e n tra r inm ediatam ente en colisión con los etruscos en el
llano del Po. Para los últim os —igual que un poco m ás
tard e para los rom anos— los recién llegados eran bárba­
ros surgidos de regiones rem otas del norte. Su gran nú­
m ero y los gritos salvajes sem braron el tem or en las filas
de sus adversarios. Se dice incluso que com batían com­
pletam ente desnudos, provistos únicam ente de un enor­
me escudo, única arm a defensiva. E sta desnudez m arcial,
que aparece representada en algunos bajorrelieves, no
era señal de ferocidad, sino un antiguo rito religioso que
encontram os entre m uchos pueblos prim itivos. Las haza­
ñas individuales atraían al guerrero celta m ás que el com­
bate disciplinado y ordenado al estilo etrusco o romano.
D urante la batalla, los celtas, con frecuencia, rom pían
filas y desafiaban en com bate individual a los más valien­
tes de sus enemigos. Tam bién entonaban cantos en los
cuales exaltaban su propio coraje y m anifestaban dudas
sobre el de sus enemigos.
En este periodo, el territorio etrusco del valle del Po
corrió un grave peligro. Se cree que M elpum cayó en el
396, el m ism o año que la ciudad de Veyes. La tradición ro­
m ana, p o r su parte, conserva el recuerdo intenso de la

112
La hegemonía continental de Etruria

terrib le derrota que los celtas infligieron a los rom anos


a orillas del Alia, pequeño afluente del Tiber. Las legiones
fueron deshechas, y los celtas acam paron en el foro de
Roma; pero no consiguieron ocupar el Capitolio, que Man­
lio defendió con tanto heroísmo. Saquearon la ciudad y le
prendieron fuego. Los rom anos tuvieron que pagar un
elevado rescate p ara que los celtas abandonaran la ciu­
dad. M ientras se pesaba el rescate, u n celta lanzó con in­
solencia su espada sobre las balanzas y dijo una frase que,
tal como nos dice Livio, no había rom ano capaz de su­
frirla : Vae victis! —¡Ay de los vencidos!—. La batalla del
río Alia, que indudablem ente tuvo lugar el año 381, per­
m anece en la historia rom ana como un recuerdo triste y
hum illante. No obstante, por lo que a Roma se refiere,
este desastre no tendría consecuencias. Después de la
m archa de las hordas victoriosas, los romanos, que apren­
dieron en la cruel experiencia, se apresuraron a rodear su
ciudad con u n a m uralla nueva, y m ás fuerte. Pero las
ciudades etruscas del N orte tuvieron suerte distinta; una
tra s o tra cayeron en poder de los nuevos conquistadores.
'Felsina resistió con obstinación y siguió la lucha durante
largo tiempo. Capituló hacia el año 350 a. C. La llegada
sucesiva de los insubros, los cenomanos, los boyos, los se-
nones y los lingones, dio lugar a la ocupación total del
llano que había sido invadido, y, poco tiempo después de
la m itad del siglo iv, la Etruria Circumpadana, territorio
etrusco en el Po, se convirtió en la Galia Cisalpina. Aque­
llos etruscos que no pudieron refugiarse en la m adre
patria buscaron refugio en los valles alpinos. Pero la in­
fluencia de los etruscos fue profunda en la civilización ma­
terial de los conquistadores.
Desde esta época en adelante, el viejo im perio etrusco
se redujo a un sim ple recuerdo. Lejos de poder soñar en
conquistas como en el pasado, la nación toscana se encon­

113
Los Etruscos

tró a sí m ism a lanzada de nuevo a la región que había sido


su cuna; pero, incluso allí, no encontró ni paz ni tranqui­
lidad. Los celtas ejercieron presión sobre ella desde el
norte, y los griegos se atrevieron a a tacar las costas y
destruyeron sus puertos y ciudades. Rom a aum entaba
continuam ente su presión convulsionadora, y, bajo los
repetidos golpes de las legiones rom anas, las m onarquías,
tan orgullosas de su pasado, cayeron una a una. N atural­
m ente, los toscanos intentaron recuperarse en los perío­
dos ocasionales que les fueron favorables, y contratacaron
en un esfuerzo para am inorar la tenaza que sentían c errar­
se a su alrededor. Incluso aceptaron alianzas efím eras con
sus m ás encarnizados enem igos: los um bros, los celtas y
los griegos, en un intento de resolver de una vez los pro­
blem as que les creaba la república rom ana, y que presen­
tían se form aba para su destrucción. Todos estos esfuer­
zos resultaron vanos. La conquista rom ana avanzaba len­
tam ente, pero con seguridad, hacia su m eta.
La pérdida de la llanura del Po fue seguida po r la
pérdida de Córcega y de Elba. Los siracusanos, que jam ás
volvieron a tem er a los piratas del M ar Tirreno, llegaron
del n orte y se apoderaron de las islas que tenían gran
im portancia estratégica p ara sus ocupantes, los etruscos.
Penetraron profundam ente en el Adriático, tom aron Adria
y Spina por asalto, y se establecieron en Ancona. En las
Fig. 1/. Estatui­ costas este y oeste de la península, los griegos rom pieron
lla votiva en te­
rracota de una tam bién los eslabones comerciales de los etruscos, fuente
m u j e r ama­ de su pasada grandeza. Reducida a un E stado continen­
mantando a uti
niño tal de im portancia m oderada, E tru ria se vio forzada a una
lucha puram ente interior, para la cual estaba en inferio­
ridad de condiciones en relación con su rival latina. Sólo
la unión y la concentración de todas las fuerzas etruscas,
que eran todavía considerables, hubiera podido enfren­
tarse con éxito a Roma. Pero E tru ria sufría de una en-

114
La hegemonía continental de Etrurip

ferm edad sim ilar a la que provocó la caída de Grecia. El


patriotism o local de las distintas ciudades las llevó siem­
pre a anteponer sus propios intereses a los de la nación
como conjunto. Un egoísmo cegador les convirtió en presa
fácil para los zarpazos de las legiones romanas.
Cerveteri, situada a veinticinco m illas de Roma, fue la
prim era en som eterse. En el 351 se separó de la liga etru s­
ca, por lo que Roma le perm itió m antener cierta autonom ía.
Con este cam bio de facción se quiso evitar los horrores
del asedio y las matanzas. A finales de siglo, Rom a cen­
tró su atención en Apulia y en la Campania, donde explo­
taba su superioridad. Los etruscos trataro n de aprovechar­
se de esta situación y atacaron a su enemigo, pero Quinto
Fabio Ruliano avanzó con audacia por los espesos bos­
ques del territo rio del sur de E tru ria, muy favorables
p ara las em boscadas, y alcanzó las proxim idades de Peru­
gia, donde obtuvo una resonante victoria sobre un num e­
roso ejército. En el 308, la cam paña llegó a su térm ino, y
Tarquinia, a su vez, tuvo que ceder a Roma p arte de su
territorio.
Entonces empezó la fase final de aquella larga lucha. Ni
la aparición en el 307 de algunos buques etruscos en aguas
de Sicilia ni la ayuda prestada p o r una alianza extraña­
m ente renovada a Siracusa, que estaba entonces sitiada
p or los cartagineses, podrían engañam os. E tru ria había
perdido la iniciativa po r todas partes, y tuvo que luchar
por su propia vida. Tomó p arte en una vasta alianza de
pueblos itálicos establecidos cuando Roma, en el año 299,
estaba sum ida en su tercera guerra sam nita. Se form ó un
ejército abigarrado, que recibió en sus filas a sam nitas,
galos, um bríos y etruscos. Pero las tropas de una alianza
raram ente alcanzan la cohesión de un ejército nacional. La
disciplina de las legiones rom anas ganó la batalla a pesar ,
de la superioridad del enemigo.

115
Los Etruscos

La victoria fue alcanzada en el 295, cerca de la peque­


ña ciudad de Sentinum . La tradición cuenta que el cón­
sul, Publio Decio Mus, se ofreció a sí m ism o a los dioses
del universo y de la tierra, debido a la situación desespe­
rada en que se encontraban sus hom bres, que parecía que
iban a ser aniquilados en su totalidad. E ste ofrecim iento
constituía un rito muy antiguo, de origen supersticioso, y
al que se atribuían poderes mágicos. Al ofrendarse el
rom ano a las divinidades de la tierra, infundió a los suyos
la superioridad con respecto a sus enemigos, y la fórm ula
ritual que pronunció en el m omento de su sacrificio dio
tam bién valor ante la m uerte a los hom bres cuya derrota
tratab a de impedir. Las antiguas creencias de Roma con­
cedieron un lugar im portante a esta form a curiosa de
magia benévola.
La alianza con los galos daría a E tru ria la últim a opor­
tunidad de alarm ar a Roma. Las tribus salvajes avanza­
ron po r el su r desde el llano del Po, y los etruscos les die-,
ron la bienvenida como amigos. El cónsul Lucio Cecilio
Metelo, m iem bro de una célebre familia, dio la batalla con­
tra la coalición de los galos y etruscos bajo las m urallas
de Arezzo, y él mismo perdió la vida en la lucha. Pero los
refuerzos rom anos vengaron esta d errota en otra batalla
cerca del lago Vadimón. Las dos últim as grandes ciuda­
des que habían conseguido conservar su vitalidad y sus
recursos, Vulci y Volsini, tuvieron que firm ar un hum i­
llante tratad o de paz. Vulci perdió su independencia y
gran p arte de su territorio. El año 273 se estableció allí
una colonia romana, Cosa; la Escuela Am ericana de Roma
la ha excavado después de la guerra.
Sólo quedó allí un baluarte de resistencia, la vieja Vol­
Láminas 6, 7 sini, poderosam ente defendida por vastas m urallas, que
fueron sacadas a la luz en años recientes, y cuyas excava-

116
Lu negemonia continental de E truria

Fig. 18. Espejo en bronce de


Preneste; siglo III a J. C. Mar­
syas, un sileno, y un pequeño
Pan (Painiscos) danzan enfren­
te de un cráter. Inscripción en
latin arcaico: Vibis Pilipus cai-
lavit (Vibius Philippus caela­
vit); es decir, Vibius Philippus
grabó (este espejo). Museo de
Villa Giulia, Roma

ciones han sido realizadas por la Escuela Francesa de


Roma. Una sublevación de esclavos aterrorizó a los ricos
y a los patricios, quienes llam aron entonces a Rom a para
que les ayudase. Fue una súplica tem eraria que selló la
ruina de la ciudad. Los rom anos la tom aron por asalto,
destruyeron casas y m onum entos y llevaron a los últim os
supervivientes m ás cerca del lago de Bolsena, a las apaci­
bles laderas donde surgiría la ciudad romana. Mediado el

11/
.Λ . · *
Los Etruscos

siglo i n acabó la lucha, y E tru ria se som etió a Roma. Su


misión estaba cumplida, tanto política como m ilitarm ente,
y ni siquiera intentó sublevarse cuando, durante la segun­
da guerra púnica, las tropas cartaginesas m andadas por
Aníbal llegaron por el su r y am enazaron a Roma. E tru ria
había sido probada con dem asiada dureza, y perm aneció
fiel a su dueño romano.
Fig. 33 Pero Toscana no perdió su personalidad. Sus tradicio­
nes religiosas y sus em barcaciones típicas continuaron flo­
reciendo hasta que se inició la E ra Cristiana. D urante dos­
cientos años, sus talleres producirían todavía una canti­
dad inm ensa de objetos que, aunque de m érito desigual,
ha perm itido conservar m uchas obras m aestras. La rom a­
nización de la región se efectuó muy despacio. Las ciuda­
des de la Toscana del su r estaban dem asiado cerca de
Roma, y vieron cómo su prosperidad declinaba rápida­
mente. Pero m ás allá, al norte, ciudades como Chiusi, Pe­
rugia, Cortona, V olterra y Arezzo, gozaban todavía, bajo
el águila rom ana, de riqueza comercial e industrial y, en
sus territorios, la riqueza de las tum bas del período helé­
nico puede ser com parada a necrópolis m ás antiguas.
En el prim er siglo a. C., las luchas sangrientas entre
Mario y Sila tuvieron graves consecuencias p a ra Toscana
y sus habitantes. Diversas ciudades etruscas se habían
puesto al lado de Mario; después de su victoria', Sila se
vengó despiadadam ente. Las confiscaciones arruinaron el
campo, y fueron instaladas allí varias colonias m ilitares.
Desde aquella fecha desaparecen los últim os vestigios de
autonom ía y se debilitan los recuerdos de la <vieja civili­
zación etrusca. No obstante, durante la vida del im perio
romano, los habitantes de la región continuaron enviando
todos los años delegados a una asam blea religiosa que
tenía lugar cerca del santuario sagrado de Voltumna, el

118
La hegemonía continental de Etruria

Fanum Voltum nae, cuya situación exacta perm anece en el


m isterio. Así, hacia el final de la historia rom ana, los ha­
bitantes de E tru ria debieron de sentirse unidos po r los
oscuros vínculos de una antigua fraternidad nacional, y
por el recuerdo de la gran aventura de sus antecesores.
C a p ít u l o VI

Instituciones y costumbres etruscas

La o r g a n iz a c ió n s o c ia l y p o l I t ic a

DE LAS CIUDADES ETRUSCAS

La civilización etrusca fue una civilización eminente­


m ente urbana a diferencia de la de los pueblos itálicos cir­
cundantes entre los que predom inó la vida rural. La his­
toria etrusca, como la de Grecia, fue la historia de un
núm ero determ inado de ciudades poderosas e indepen­
dientes, unidas por sentim ientos de fraternidad, raza y re­
ligión, pero que jam ás consiguieron llevar a térm ino una
efectiva unidad política. Los nom bres de sus doce tribus
derivan de los de sus ciudades más im portantes —por
ejem plo, Ia Volsinienses de Volsini, y la Tarquinienses de
Tarquinia— y cada una de ellas ocupó un trozo de te rri­
torio que dependía estrecham ente de su capital. Roma se
benefició en gran m anera de este estado de desunión de
la nación enemiga.
No obstante, los lazos federales, que siem pre fueron
muy lasos, facilitaban los contactos y, en ocasiones, las
acciones comunes. Cada año, y en caso de peligro, las doce
tribus convocaban una asam blea general en el santuario
de Voltumna, conocida con el nom bre de concilium E tru­
riae. La lista de las doce m etrópolis o capitales de E tru ­
ria debió cam biar en el transcurso de los siglos, pero su
núm ero fue siem pre el m ism o hasta que el Im perio rom a­
no lo elevó a quince. Hacia la m itad del siglo vi, se im puso
la necesidad de form ar la Liga E trusca sobre las bases de
la Confederación Jónica del Asia M enor que tam bién agru­
paba a doce ciudades bajo la protección del santuario de
Diana de Efeso. El carácter de la Liga era esencialmente

120
Instituciones y costum bres etruscas

religioso; sus actividades políticas y m ilitares eran aspec­


tos derivados y un tan to secundarios. La asam blea política
se celebraba en ocasión de los festivales religiosos pan-
etruscos; éstos se llevaban a cabo cada año junto con una
gran feria.
Cada año, la Liga elegía un jefe que al principio re­
cibía el título de rex (rey) y que m ás tarde, durante el pe­
ríodo republicano, se cambió por el de sacerdos (sum o
sacerdote). Bajo el Im perio rom ano aparecieron unos cu­
riosos personajes que actuaban como m agistrados fede­
rales y que recibían el nom bre de praetor o aedilis de las
quince naciones que integraban E truria. Eso era sin duda
una vuelta a un pasado ya extinto. ¿Acaso las instituciones
comunes que caracterizan a la Liga E tru sca reflejan sobre
una base nacional las instituciones de las ciudades? E sta
atractiva hipótesis ha sido expuesta muy a m enudo con
gran brillantez; pero un paralelism o de esta clase se en­
frenta con serias dificultades tan pronto como intentam os
interp retar las inscripciones honoríficas de los etruscos
que dan cuenta de la vida de los m agistrados difuntos.
Los lazos federales de los etruscos, carecieron, sin duda
alguna, de la solidez que se les ha atribuido. El patriotis­
mo local sólo perm itía una unión m uy lasa que era insu­
ficiente para salvaguardar el destino de su imperio.
Estudios recientes nos perm iten com prender el régi­
m en político de las ciudades etruscas y su evolución pos­
terior. La civilización etrusca se form ó en colaboración
con las otras naciones de Ja Italia central, y la evolución
política parece haber seguido un proceso sim ilar. La Tos-
cana, la Umbría, el Lacio y Roma pasaron por crisis simi­
lares y aproxim adam ente en la m ism a época y las solu­
ciones que se elaboraron en los diferentes países arrojan
luz sobre cada una de ellas.
En sus comienzos el régimen de las ciudades etruscas

121
Los E truscos

fue una m onarquía, de la cual la casa real rom ana de los


Tarquinos es un ejem plo muy interesante. Como se ha
dicho, los historiadores de Roma han guardado para noso­
tro s un inform e exacto de sus insignias, títulos y poderes,
que eran idénticos en las urbes y en los reinos etruscos.
A fines del siglo vi, E tru ria, como los restantes pueblos
itálicos, sufrió una crisis constitucional. La m onarquía
dejó paso a la república; el rey, a unos m agistrados ele­
gidos regularm ente. Las nuevas constituciones fueron esen­
cialm ente oligárquicas, con un m andato anual para los
m agistrados y un senado estable y poderoso. Todos los
poderes, por lo tanto, pasaron a m anos de la oligarquía
com puesta por los príncipes, los ciudadanos prom inentes.
No obstante, los detalles de la organización interna se nos
Lámina 21 escapan. La ordo principum , la clase aristocrática, contro­
la los intereses de la com unidad y según parece delega
parte del poder ejecutivo en uno de sus m iem bros, el pri­
m er ciudadano. Las inscripciones etruscas contienen nu­
m erosos títulos m agistrales pero, po r desgracia, es muy
difícil, en la actualidad, definir su naturaleza y el lugar
que ocupan en la jerarquía. Existe u n a gran controversia
sobre la im portancia relativa de tales cargos como zilath,
purthne y maru. Ninguna de las soluciones, hasta el m o­
m ento presente, ha obtenido un reconocim iento unánim e
por p a rte de los entendidos.
N um erosas inscripc.'ones etruscas, de fecha relativa­
m ente tardía, nos perm iten reconocer y seguir las compli­
cadas genealogías de las grandes fam ilias. Como en Roma,
se las designa con un nom bre —el nom en gentilicium—
pero la gens Etrusca a m enudo es un grupo fam iliar muy
extenso y un cognomen caracteriza las diferentes ram as
del tronco común. Por últim o, cada individuo tiene un
p rim er nom bre que sólo le pertenece a él. El sistem a ono­
m ástico es, por lo tanto, idéntico al rom ano.

122
Instituciones y costum bres etruscas

Fig. 19. Urna funeraria con una joven reclinada sobre la mis­
ma. Según un grabado de Byres en Hypogea of Tarquinia,
parte V, p. 4

Además de la clase privilegiada había una plebe, com­


puesta de hom bres libres y esclavos, que llevaba u n a vida
m odesta y difícil. A p a rtir del siglo vil aparecieron una
serie de inm igrantes griegos —artesanos y com erciantes—
en las ciudades costeras. Caere, y m ás tarde Spina tuvie­
ron colonias helénicas. Estos inm igrantes griegos tuvieron
el mism o estatuto jurídico en la Toscana que los extranje­
ros en la Hélade. Tanto en la ciudad como en el cam po, la
nobleza etrusca poseyó un gran núm ero de esclavos, des­
cendientes de las antiguas tribus de la Um bría y de los

123
Los Etruscos

prisioneros de guerra. Cuando E tru ria empezó a tam ba­


learse bajo los repetidos asaltos de Roma, las m asas po­
pulares desafiaron a sus amos y en Volsinii se hicieron
am os de la situación. Tales revueltas de esclavos parecen
ser la explosión de viejos odios.
Fig. 28 En los frescos de T arquinia un com plejo m undo de
esclavos, cantantes, danzarines y tocadores de flauta se
mueven atareados alrededor de sus amos, que yacen des­
cuidadam ente sobre sus lechos de fiesta. Esos frescos nos
Fig. 6 hablan de una edad dorada, cuando la aristocracia toscana
podía organizar elegantes y costosos convites. Sin em bar­
go, tales obras de arte no deben hacem os p erder de vista
o tras som brías realidades: la m iseria y la opresión que
eran el pan de cada día de aquellos que no pertenecían a
la clase privilegiada o que no eran sus protegidos.

V id a e c o n ó m ic a Y COMERCIAL

Desgraciadam ente, tales textos y m onum entos que po­


drían inform am os sobre la vida económica de E truria, son
b astante escasos y adem ás sólo hasta hace poco se ha em­
pezado a investigar en este campo.
Un im portante pasaje en Livio (X X V III, 45), indica la
naturaleza de la producción etrusca hacia fines del si­
glo n i a. J. C. Según parece, las diferentes ciudades de la
Toscana proseguían p o r aquel entonces, aunque a un ritm o
m ás lento, la explotación de las riquezas ya que la había
hecho prósperas en fecha m ás tem prana. En el año 205,
Escipión el Africano estaba preparando la gran expedición
que había de perm itirle desem barcar en África y arreglar
las cuentas pendientes con Cartago de una vez para siem­
pre. El Senado le autorizó a aceptar todo lo que los aliados
de Roma pudiesen facilitarle para la puesta a punto de su

124
Instituciones y costum bres etruscas

ilota. He aquí la lista de lo que las ciudades etruscas ofre­


cieron al general rom ano: «Populonia, hierro; V olterra,
maíz y aparejos p a ra los barcos; Arezzo, tres mil escudos,
un núm ero parecido de yelmos, jabalinas y largas lanzas Figs. 20, 39
rom anas o galas, un total de cincuenta mil hachas, picas,
guadañas, carcajes y rem os como p a ra equipar cuarenta
grandes barcos, 35 hectolitros de trigo y sum inistros para
los decuriones y rem eros; Perugia, Chiusi y Rusellae entre­
garon m adera de pino para la construcción de los barcos
y grandes cantidades de trigo».
E sta detallada lista indica que determ inados distritos
—tales como Caere, Chiusi, Perugia— se dedicaban prefe­
rentem ente a la agricultura o a la explotación de los gran­
des bosques de los macizos toscanos. Populonia, p o r otra
parte, era un centro de trabajo del hierro y Arezzo una
gran ciudad industrial. En realidad, toda la p arte norte
de E tru ria era un área m inera y seguram ente jugó un
papel muy im portante en la econom ía del país desde los
tiem pos más antiguos. Las colinas m etalíferas situadas en
territorio Vetuloniano, los ricos depósitos de la isla de
Elba, de los cuales los habitantes de Populonia se habían
apoderado, fueron explotados en form a intensiva desde el
siglo v u en adelante e inm ediatam ente se convirtieron am ­
bos en fuente de envidias y de gran riqueza.
La actividad m etalúrgica de los etruscos fue la m ás ir
tensa de todo el M editerráneo central. El hierro y el cobre
de que disponían en aquel entonces les perm itió fo rjar
arm as muy sólidas y la superior calidad de su arm am ento
les facilitó sus guerras de expansión y de conquista. Con el
hierro y el cobre fabricaron asim ism o instrum entos y he­
rram ientas p ara el cultivo del cam po y todo género de
utensilios dom ésticos y de objetos para herm osear el in­
terior de sus casas. Bisenzio, ju n to al Lago de Bolsena,
era un im portante centro del tra b a jo de los m etales en los

125
Los E truscos

Fig. 20. Casco de ceremonial en bronce, con incrustaciones


en plata. En cada pieza protectora de ta mejilla aparece un
par de guerreros luchando. Procede de la necrópolis de Todi;
mitad del sigto V a J. C. Alto 0’28 m. Museo de Villa Giulia,
Roma.
Láminas 33, 34, tiem pos antiguos. Perugia poseía fam osos talleres que pro­
44 ducían trípodes y objetos de bronce y hierro forjado. Vul­
ci tenía m ucha fam a gracias a sus trípodes en bronce, sus
candelabros y sus arm as.
La extraordinaria envergadura de ese trabajo —extrac­
ción y fundición de m etales y luego, tra s las operaciones

126
Instituciones y costum bres etruscas

prelim inares, el tra b a jo en sí de los m etales —está clara­


m ente dem ostrada po r las pilas de escoria que aún pueden
verse en diferentes lugares del cam po alrededor de Popu­
lonia. Debido a que el sistem a de fundición en los tiem pos
antiguos no conseguía extraer del m ineral todo el m etal
utilizable, determ inadas compañías de hoy en día han con­
siderado que valía la pena aprovechar la escoria. Y po r
esto el viajero que pasa por la Toscana se ve sorprendido
por la presencia de excavadoras que cargan con esas
inm ensas m asas de escoria que datan de los tiem pos an­
tiguos.
La im portancia de esa industria a rro ja luz sobre mu­
chos puntos históricos. Explica en gran parte las cons­
tantes amenazas de los griegos a la costa norte de la Tos-
cana y la rapidez de la expansión etrusca en los si­
glos v u y vi. El comercio interno y externo se beneficia­
ron de lo que en aquellos tiem pos constituía un dinero
sin posible com petencia —los m etales en b ru to o forja­
dos—. Se entablaron una serie de provechosos negocios
entre los m arinos y los com erciantes etruscos p o r una
p arte y los fenicios, y m ás tarde los cartagineses, p o r
otra. A cambio de m inerales y sin duda de algunos pro­
ductos agrícolas, los fenicios y los cartagineses dieron
telas, marfiles y objetos de vidrio. Por o tra p arte las re­
laciones con la Italia m eridional, Sicilia y la m ism a Gre­
cia fueron m uy activas. Los atenienses tenían en gran
estim a los bronces etruscos, y las excavaciones que se
han llevado a cabo en la Acrópolis han sacado a la luz un
fragm ento de trípode que sin duda procede de Vulci.
E ste comercio con el exterior debió alcanzar su punto
álgido en el siglo v u y principalm ente en el vi. Fue en­
tonces cuando los etruscos ricos adquirieron la costum ­
bre de depositar ju n to a sus m uertos gran núm ero de
vasos im portados de Grecia y, en particular, de Atenas.

127
Los Etruscos

Fig. 21. (Λ la izquierda). Bucchero amphora; siglo VII a J. Ç.,


de Cerveteri; Museo de Villa Giulia, Roma
Fie. 22. (Λ la derecha). Bucchero oinochoe; alrededor del
600 a J. C., de Cerveteri. Museo de Villa Giulia, Roma
Es e v id e n te que e s ta m a g n ífic a c e rá m ic a , causa de lo s
m ay o re s e rro re s c o m e tid o s p o r lo s in v e s tig a d o r e s d e l s i­
g l o X V III, n o p u d o s e r i m p o r t a d a s i n d a r a l g o a c a m b i o y ,
quizás, p o r e n c im a d e to d o , m in e r a l e n b r u t o , q u e le e r a
in d is p e n s a b le p a r a e l f u n c io n a m ie n to d e s u s ta lle re s .

lam in as 72, 74 La cerám ica etrusca nunca llegó a la belleza y al aca­


bado de la griega y de ahí la gran afición de los aristócra­
tas etruscos por los productos de los ceram istas heléni­
cos. Sin embargo, en el período arcaico, E truria produjo
en gran escala un tipo de cerámica, fácilm ente reconoci­
ble por su decoración, en ocasiones grabada y en otras en
relieve y po r su color negro uniform e. E sta cerámica, lla­
m ada bucchero por los italianos, se la encuentra bajo di-

128
Instituciones y costum bres etruscas

ferentes form as que a m enudo son m uy elegantes; ejem ­


plos característicos de la m ism a son copas, vasos y copas
de vino. E ra muy estim ada en la Galia, E spaña y dife­ Figs. 9, 12
rentes partes de la E uropa Central. En la actualidad se
encuentra cerám ica bucchero en las excavaciones que se
llevan a cabo desde África a Inglaterra. La detallada cla­
sificación de la m ism a facilita im portante inform ación
sobre las rutas que siguieron los m ercaderes etruscos.

V id a p r iv a d a COSTUMBRES

La sicología y el espíritu de un pueblo en ninguna


p arte se expresan de form a m ás directa y libre que en
las costum bres de la vida cotidiana. Por eso al in ten tar
com prender la m entalidad de pueblos exóticos o ya extin­
tos sentimos un gran interés en conocer sus vidas pri­
vadas.
En este punto la pérdida de la literatu ra etrusca resul­
ta de nuevo irreparable. Porque ¿podemos encontrar un
retrato más auténtico y detallado de los hom bres y de
las sociedades que el que nos ofrecen las comedias, las
sátiras y las obras m orales, cuya intención prim ordial es
describirlos y m o strar todos sus errores y locuras? Si los
griegos y los rom anos nos parecen a m enudo tan próxim os
a nosotros se debe a que su literatura, por m utilada que
esté, les hace revivir ante nuestros ojos con todas sus
cualidades y defectos, con sus tem ores y esperanzas.
Pero, afortunadam ente para E truria, hay algo que pa­
lia en lo posible la terrible pérdida de sus escritos. Los
objetos que se encuentran en sus necrópolis y en sus Figs. 31, 37
tum bas nos dan un retrato fiel y exacto de la personali­
dad de la vida etrusca y de sus raíces m ás profundas. La
gran im portancia que atribuyeron al destino del hom bre
Los Etruscos

m ás allá de la tum ba y su creencia en u n a oscura vida de


u ltratu m b a sem ejante a la terrena, hizo que los etruscos
construyeran viviendas subterráneas donde en terrar a sus
m u erto s: viviendas que eran copias fidedignas de aquellas
en las que habían pasado sus vidas. La única diferencia
estriba en la solidez y perm anencia de esos sombríos edi­
ficios. Los etruscos, si bien construyeron sus casas ccn m a­
teriales poco sólidos que no han podido resistir los em­
bates del tiempo o la incuria de los hom bres, en cambio
Láminas 15, 19 excavaron sus hipogeos en la roca o los edificaron con
bloques de piedra que han soportado todos los asaltos.
Por eso han perdurado fácilm ente a través de los siglos
y guardando en su im penetrable in terio r los vasos, arm as,
joyas y objetos de todas clases depositados junto al m uer­
to p ara que le acom pañasen en la o tra vida. Todo este m a­
terial fue descubierto en un extraordinario estado de con­
servación, ya que u n a vez la tum ba había sido cerrada,
ni el aire ni la hum edad podían p en etrar en ella. Gracias
a ello hoy en día podem os observar los objetos de ca­
rácter doméstico utilizados en una casa etrusca. Sólo
han desaparecido los m ateriales poco sólidos como la tela,
la piel y la m ayor p a rte de la m adera; para preservar­
los hubiese sido preciso un clima tan caliente y seco como
el de Egipto.
H asta aquí sólo hem os hablado de los objetos inani­
m ados, que utilizaron los etruscos. Pero algunos de sus
m onum entos funerarios —en p articular los frescos m u­
rales y los bajorrelieves— consiguen introducir un hálito
de vida en nuestro m aterial. Porque los etruscos no con­
tentos con proveer a sus m uertos con todo aquello que
pudiesen necesitar en la otra vida, les rodearon de pin­
Láminas 24, 26, turas de banquetes, de danzas y juegos, en los cuales ha­
27
bían tom ado parte en el curso de su existencia y que a to­
das luces esperaban encontrar en el reino de Hades. La

130
Instituciones y costum bres etruscas

finalidades de esas asom brosas pinturas no era puram ente


la de evocar el pasado. Sin duda p ara la m entalidad etrus­
ca, una vez se había cerrado la tum ba, las escenas, obe­
deciendo un proceso mágico, se hacían vida y form aban
el medio am biente de la nueva existencia que esperaba
al difunto. Por eso, las pinturas funerarias y las escultu­
ras nos introducen en el corazón de la vida diaria de un
pueblo que se m uestra en ellas como era en realidad en
todas sus ocupaciones diarias. No se puede poner en duda
la fidelidad de los artistas que reprodujeron en estuco o
en piedra las escenas que tenían ante sus ojos. En sus
creaciones abundan un gran núm ero de detalles concre­
tos; todos ellos vibran con el profundo sentido de la vida
auténtica.
El visitante que penetra en las cám aras subterráneas
de Tarquinia se ve agradablem ente sorprendido p o r el
sentido de libertad y alegría que em ana de esas antiguas
pinturas. Los hom bres y las m ujeres yacen reclinados
unos al lado de los otros sobre sus lechos de banquete,
divirtiéndose alegrem ente, rodeados de esclavos atarea­
dos y de danzarines, varones y hem bras, que parecen es­
ta r poseídos de un ritm o demoniaco. Los diferentes epi- Lámina 20
sodios de una existencia feliz y sin trabas de ninguna cla­
se se suceden unos a otros sobre las húm edas paredes de
esos som bríos sepulcros; para el tu rista m oderno no cons­
tituye eso el único motivo de asom bro. Pero la vida de
los aristócratas etruscos debió d iscu rrir po r el cam ino de
los lujos y de los placeres tal como aparece en las pintu­
ras. Quizá los antiguos escritores tenían razón al afirm ar
que la causa de la rápida decadencia del im perio etrusco
se debió a la fácil y regalada existencia que llevaban los
aristócratas. «Dos veces al día —escribe Diodoro Sicu­
los (V, 40)—, se ponen suntuosas m esas y todo lo que co­
locan sobre ella es de un lujo exagerado, flores, m anteles
Los Etruscos

Fig. ¿i. (A la izquierda). Pilar de la tumba de los bajorrelie­


ves, Cerveteri; siglo III a J. C. En los relieves de estuco están
representados animales domésticos y objetos de uso cotidiano
Fig. 24. (A la derecha). Otro pilar procedente de la misma
tumba.

132
Instituciones y costum bres etruscas

y num erosos vasos de plata de variadas formas; el núme­


ro de esclavos que cuida del servicio es bastante crecido.
E ntre ellos los hay que destacan p o r su belleza y otros por
el lujo de sus vestidos.»
La esposa tom a parte en las fiestas y en los banquetes
en un plan de com pleta igualdad con su m arido; ya he­
mos hablado de la privilegiada posición que ocupaba la
m ujer en la sociedad etrusca, y de qué form a contrasta
con el estado de inferioridad e incluso de reclusión de la
m ujer griega, que duró hasta los tiem pos helenísticos. Los
griegos, y tam bién los rom anos, consideraron tal actitud
como un escándalo y no dejaron de criticar la supuesta
inm oralidad de los etruscos. Pero en este tem a es difícil
saber dónde empieza la verdad y dónde da principio la
incom prensión de una civilización extranjera y a m enudo
hostil. Dos historiadores griegos, ambos del siglo iv an­
tes de J. C., repiten esas observaciones burlonas u hosti­
les. Según Timaeo, entre los etruscos había la costum bre
de que les sirviesen a la m esa criados desnudos. Según
Theopompo, sus m ujeres se entregaban indiferentem en­
te al prim er recién llegado y nunca estaban m uy seguras
de quién era el padre de sus hijos. Plauto, a su vez, afir­
m a en la Cistellaria que las jóvenes etruscas se hacían una
dote entregándose abiertam ente a la prostitución. Ésa es
una costum bre que H erodoto atribuye a las jóvenes de
Lidia (I. 93). El paralelo es sorprendente. Se ha sugerido
que el origen etrusco de los lidios, generalm ente aceptado
en la antigüedad, pudo inducir al escritor latino a vili­
pendiar a los nuevos enemigos de Roma con esta costum ­
bre. Sin embargo, esta ingeniosa hipótesis no ha podido
ser probada.
En los frescos y en los bajorrelieves los hom bres, en
el período arcaico, aparecen con m ucha frecuencia medio
desnudos. Llevan sólo una especie de falda bordada. Hay
Los Etruscos

pruebas de una semi-desnudez entre los varones, durante


este período, en muchos países m editerráneos. Sin em bar­
go, los etruscos adoptaron, siguiendo la m oda griega, una
especie de túnica corta llam ada chiton, de colores muy
vivos. Para protegerse del frío utilizaban el tebennos, una
capa; en ocasiones esa capa estaba bordada o pintada y
es el antecedente inm ediato de la toga rom ana. Las m u­
jeres se vestían con una túnica fabricada con un m ate­
rial ligero y lleno de pliegues que les llegaba h asta los pies.
Por encim a de la túnica llevaban una capa de tejido es­
peso dé variados colores. Según parece, les gustaban m u­
cho los bordados.
Láminas 45, 46 Tanto a los hom bres como a las m ujeres les encanta­
ban los zapatos lujosos. Los zapatos etruscos fueron muy
famosos en la antigua Italia. Estaban hechos de piel o ma­
terial bordado. Eran de form a alargada, m uy altos por la
parte trasera y curvados por delante. Se les llamaba cal­
cei repandi y eran de origen oriental. Las excavaciones
han sacado a la luz tam bién las sandalias m ás comunes.
Las estatuillas arcaicas m uestran un peinado en form a
cónica —una especie de cofia de m aterial bordado que lo
llevaban tanto los hom bres como las m ujeres. E ra cono­
cido con el nom bre de tutulus y la m oda procedía tam ­
bién de oriente. Los habitantes de las regiones frías de la
llanura del Po se tocaban con un som brero de ancha
ala que, según parece, en la Toscana sólo lo llevaban los
criados y los esclavos.
La m oda en el peinado, como es natural, varió mucho en
el transcurso de los siglos. En los tiem pos m ás antiguos
los hom bres llevaban b arb a y el cabello m uy largo, en
ocasiones hasta los hom bros. Alrededor del siglo v los jó­
venes llevan cabello corto, a imitación de los efebos grie­
gos, y siem pre van afeitados. En los sarcófragos arcaicos
las m ujeres lucen cabello largo, recogido o rizado sobre

134
Instituciones y costum bres etruscas

el cuello y los hom bros. Un poco m ás tarde el cabello cae


librem ente en form a de rizos, sobre ambos lados de la
cara. En el siglo v, el cabello va peinado en trenzas; en
el siglo XV, de nuevo los rizos enm arcan la cara. En los
últim os tiem pos la m oda griega del moño fue adoptada
en E truria. D urante todos estos cambios de moda, el pei­
nado de los etruscos siem pre da pruebas de un gran re­
finam iento y elegancia. Los frescos parecen indicar que
durante el siglo v a las m ujeres les gustaba teñirse el ca­
bello de rubio.
Las joyas siem pre jugaron un papel muy im portante
en el atavío etrusco. En el período arcaico, el virtuosis- Láminas 64, 71
m o técnico de orfebres y plateros les capacitó p ara crear
joyas de una gran suntuosidad. Algunas de sus obras, de
factura un tanto tosca, eran p ara uso funerario. P or otra

135
Los Etruscos

parte, la m ayoría de sus trabajos sirvieron para herm o­


sear la existencia antes de ser depositados ju nto al m uer­
to como presentes p ara la vida de ultratum ba. La origi­
nalidad de las joyas etruscas estriba, por encima de todo,
en la extraordinaria realización técnica, sobre la cual he­
mos de volver dentro de poco. Las grandes señoras, como
es natural, gustaban de lucir los m ás refinados productos
de este arte tan delicado, tales como im perdibles, diade­
m as, brazaletes, pendientes y anillos. En determ inados
períodos, que corresponden a épocas m uy antiguas o muy
tardías, este despliegue de lujo fue excesivo y un tanto
bárbaro. D urante esos períodos, las señoras no vacilaban
en acum ular los más ricos productos de una refinada ar­
tesanía. Pero en el siglo vi, la edad de oro de E truria, el
buen gusto corre parejas con la belleza del arte.
En las tum bas toscanas se han encontrado num erosas
cajas de cosméticos y espátulas para aplicarlos. Esos ob­
jetos estaban colocados en deliciosos cofres de bronce
que constituían los joyeros de la aristocracia. Los etru s­
cos tenían fama de haber hecho considerables progresos
en el a rte de los filtros y medicinas. Seguram ente tam bién
se ocuparon activam ente en la preparación de cosméticos
y tintes para el cabello, que las m ujeres valoraban tanto
y que utilizaban para conservar su belleza.
A p esar de la pobreza de datos que tenem os a nuestra
disposición, podemos suponer que el a rte de la farm aco­
pea y de la medicina estaba muy extendido en la Toscana.
Fig. 26. Estatui­ Los hijos de la maga Circe, tan experta en el terrible arte
lla votiva en te­
rracota de un de p rep arar filtros, llegaron a ser príncipes etruscos —al
recién nacido. m enos, esto es lo que Hesiodo dice en el verso 1014 de su
Período hele­
nístico. Museo Teogonia—. Otros autores griegos ponen énfasis en la re­
de Villa Giulia, putación de que gozaba la Toscana en el a rte de preparar
Roma
m edicam entos. Tal alabanza en boca de los griegos, que
habían hecho grandes avances en m edicina, es altam ente

136
Instituciones y costum bres etruscas

significativa. La afición del etrusco a una vida física muy


libre y muy activa estuvo complementada por una hábil
investigación en el campo de los medicamentos a fin de
curar el dolor y la enfermedad. En una época en la cual
el arte de la medicina era esencialmente pragmático de­
bieron sentirse muy satisfechos de utilizar las curas que
ofrecía la misma naturaleza en forma de fuentes termales.
Estas fuentes aún son los principales centros de salud
de la Toscana. Muchos autores romanos hacen mención
de las aguas medicinales — las fontes Clusini que deben
identificarse sin ningún género de dudas con las aún fa
mosas aguas de Chianciano; las Aquae Populoniae que
quizás sean los baños de Caldana, cerca de Campiglia Ma-
rittima, y muchas otras estaciones termales tan aprecia
das por los romanos. Los etruscos se anticiparon a los ro
manos en el uso medicinal de las aguas termales de su
país. Sin duda debido a esto ganaron fama de hábiles mé
dicos.
No sabemos nada de la cirugía etrusca. Por otra parte,
las excavaciones nos han suministrado pruebas de su ha­
bilidad en el cuidado y protección de los dientes. Los
esqueletos hallados en las tumbas de Tarquinia, en Capo-
dimonte, junto al Lago de Bolsena, y en Civita Castellana,
muestran dientes con coronas y puentes; ambos aparatos
son de oro y muy finos, prueba irrefutable de la gran Fig. 27.Estatui­
lla votiva en te­
habilidad de los orfebres toscanos. Esta costumbre debió rracota de un
pasar a Roma bajo el reinado de los Tarquinos. Las le­ niño
yes de las Doce Tablas, que datan de la mitad del siglo v
y sólo son posteriores en cincuenta años a la expulsión
de los Tarquinos, prohíben de form a específica que se de­
posite oro en las tumbas — a excepción del utilizado en
la colocación de un puente en los dientes del muerto. Esto
es una clara indicación del grado de refinamiento alcan­
zado por la civilización ctrusca.

137
Los Etruscos

Fig. 28. Urna funeraria en piedra. Aparecen en ella tres figu>-


ras bailando una danza ritual; fines del siglo VI a J. C.
De Chiusi. Museo Cívico de Chiusi

Fig. 18 La m úsica, la canción y los juegos constituían los pa­


satiem pos preferidos de los nobles y de sus esposas. Mu­
chas indicaciones confirm an el entusiasm o de los etrus­
cos po r la música. Predom inaba un instrum ento, la flau­
ta doble, cuya aguda voz era el acom pañam iento indis­
pensable en las cerem onias religiosas y en las diferentes
actividades de la vida privada. Según los escritores griegos
la fabricación del pan, los com bates de lucha e incluso el
castigo p o r azotes eran realizados bajo el agudo sonido
de la flauta. Esto está confirmado por ciertos frescos, como
los existentes en la tum ba de los Vellii, descubierta cerca
de Orvieto. Allí aparece un flautista tocando su instrum en­
to m ientras un panadero mezcla la pasta.

138
Instituciones y costum bres etruscas

Según una curiosa historia que n a rra Aelien, un retó­ Lámina 60


rico griego, que vivió en el siglo m antes de J.C., los ca­
zadores etruscos utilizaban el mágico poder de la m úsica
en los animales. He aquí un curioso pasaje de su H isto­
ria de tos Animales (X II, 46):
«Según tenem os entendido los etruscos cazan al ve­
rraco y al ciervo m ediante redes y perros, lo acostum bra­
ndo, y además con la ayuda de la música, lo cual ya cae
fuera de lo corriente. Así es como lo hacen. Por todos
lados plantan redes y otros instrum entos de caza para
colocar tram pas p a ra los animales. Un hábil flautista tom a
posición y empieza a tocar la m ás pura y m elodiosa de
las arm onías. In te rp re ta los aires m ás dulces que la flau­
ta es capaz de producir. En m edio del silencio y de la
calm a el sonido llega fácilm ente a los picos de las coli­
nas, a los valles y a los bosques, y se abre paso h asta las
m adrigueras de los animales. Cuando la m úsica llega a
sus oídos, al principio se extrañan y sienten miedo, pero
luego se sienten subyugados po r el irresistible placer de
la m úsica y, fuera de sí, olvidan sus crías y sus m adri­
gueras. A pesar de que a los anim ales no les gusta ale­
jarse de sus viviendas se ven forzados, como si algún
encanto les aproxim ase y el poder de la melodía les hace
caer en las redes, víctim as de la música.»
El flautista —o p ara llam arle p o r su nom bre latino,
que deriva del etrusco, el subulo— parece, en consecuen­
cia, haber ejercido un extraño poder no sólo sobre el
hom bre sino tam bién sobre el reino animal. Su fam a
traspasó las fronteras. Grecia y Rom a jam ás ocultaron
la adm iración que sentían p o r él. E sta afición por la do­
ble flauta quizás sea de origen oriental. En Lidia y Frigia,
la flauta era tam bién el instrum ento musical preferido y
acom pañaba las escenas de carácter orgiástico y reli-
: gioso.

139
Los Etruscos

La trom peta, asim ism o, parece haber gozado de gran


predicam ento entre los etruscos. E ra de form a curva y
tenía una nota muy penetrante. Los instrum entos de cuer­
da, tales como la lira, que tam bién aparece representada
en los frescos de Tarquinia, debieron suavizar la estri­
dente voz de las flautas y las fanfarras de las trom petas
con sus tonos m ás dulces y nobles.
Al sonido de la m úsica, los cantantes y los bailarines
ÍLámina 77 anim aban las fiestas y asim ism o jugaban un papel im por­
tante en las cerem onias religiosas y en los juegos funera­
Fig. 28 rios en honor del m uerto. En E tru ria los juegos y los b a i­
les, a semejanza de la m ayoría de las otras civilizaciones,
eran rituales tanto p o r su origen como por su carácter.
La m ism a Roma invitaba a los danzarines y a los bufo
nes etruscos a que apaciguasen, m ediante el ritm o de sus
m ovim ientos, a los dioses encolerizados que les habían en­
viado un terrible castigo: la plaga. Según Livio, así su­
cedió en el año 364 antes de J.C. «Según se dice, entre
otros m étodos para apaciguar la ira divina se inventaron
nuevos espectáculos que constituían una novedad para
una nación guerrera que hasta aquella fecha sólo había
conocido juegos de circo. Saltim banquis procedentes de
E truria, bailando al son de la flauta, ejecutaron, según el
gusto toscano, ciertos movimientos que no carecían de
gracia; pero ellos no les acom pañaron ni con canciones
ni con gestos.» (VII, 2.) Esos eran, po r lo tanto, danzari­
nes y bufones, a los cuales los rom anos les llam aron his­
triones, una palabra que pasó de la lengua etrusca a la
latina.
Los guerreros de E tru ria, desde tiem pos muy antiguos,
practicaban una danza guerrera que tenía un valor religio­
so y mágico a la vez, y que no era un entreno para el
com bate. Su objetivo estribaba en a tra e r la atención y la
buena voluntad de los dioses de la guerra. En los frescos,.

¿40
Instituciones y costum bres etruscos

en los bajorrelieves esculpidos, vemos una serie de hom ­


b res arm ados y con casco ejecutando los pasos de una
danza rítm ica y golpeando sus lanzas sobre los escudos.
Esa danza pírrica recuerda los bailes que, a lo largo de
la historia de Roma, los Salii, sacerdotes guerreros, lle­
vaban a cabo en honor de Marte. No se puede excluir la
posibilidad de que esos sacerdotes fueran de origen etrus-
co, de Veii, una ciudad cercana a Roma; eso, al m enos,
e s lo que Servio afirm a en su com entario sobre la Eneida.
Los griegos otorgaron a la gim nasia y al atletism o un
papel de prim era im portancia en la educación. Vieron en
am bos la m ejor garantía de que el cuerpo hum ano conse­
g u iría una arm oniosa perfección, y estaban firm em ente
convencidos de que la belleza física y la distinción del
cerebro y del espíritu estaban estrecham ente relaciona­
das. En E truria, según parece, los juegos carecieron de
este elevado carácter m oral. Los espejos y las pinturas
nos ofrecen el espectáculo de deportes de com petición
y de juegos ecuestres. La cría de caballos era muy apre­
ciada entre los etruscos que por lo general podían vana­
gloriarse de ser jinetes hábiles y experim entados. Pero
ciertos espectáculos son de naturaleza más sangrienta y
cruel. En los frescos de la tum ba de los augures, en Tar­
quinia, aparece, junto con un par de luchadores, una figu­
ra enm ascarada llam ada Phersu quien azuza a un enorm e
sabueso Molossan contra un hom bre cuya cabeza está cu­
b ierta por un saco. El desgraciado individuo se esfuerza
en m antener alejada a la bestia con la ayuda de un palo.
Ese extraño duelo debía term inar inevitablem ente con
la m uerte de uno de los dos contendientes. O bien el hom ­
b re del saco term inaba destrozado po r el anim al o bien,
si conseguía m atarlo con el palo, entonces era Phersu el
que corría un grave peligro. En o tra parte de esta ex­

141
trao rd in aria pintura vemos a Phersu tom ando parte en una
carrera.
Al observar escenas de esta clase, intuim os que Roma
im portó las crueles peleas de gladiadores de la Toscana,,
o bien de form a directa —como afirm a Nicolás de Da­
masco, un historiador de la época de Augusto— o bien a
través de la Campania. Para Roma, esos juegos en el
anfiteatro, que bajo la República y el Im perio habían de
crear en las m asas una pasión enferm iza y nunca satis­
fecha, fueron en verdad una terrible herencia. En últim o
análisis esos espectáculos derivan de los juegos funerales
de E tru ria, en el curso de los cuales se llevaban a cabo
com bates a m uerte entre adversarios en honor del difun­
to. La sangre del vencido, derram ada sobre el suelo, ha­
bía de confortar y revivir al m uerto que dada su debili­
dad —según el punto de vista de los antiguos— necesita­
ba sacrificios y ofrendas para restau rar p arte de su prísti­
no vigor. Los munera gladiatoria —los juegos de gladia­
dores— fueron introducidos en Roma por prim era vez en
el año 264 antes de J.C. po r el cónsul Decimos Junio B ru­
to en ocasión de los funerales de su padre. Pero en Roma
el carácter funerario de estos com bates inhum anos de­
sapareció más tarde y la popularidad de los juegos, cele­
brados delante de una m ultitud (cuya eterna venganza
será haber disfrutado ante la vista de la sangre hum ana),
no conoció límites.
C uarta P arte

ASPECTOS
DE LA CIVILIZACIÓN ETRUSCA
C a p ít u l o 'VII

Literatura y Religión
No es cosa fácil dar una opinión sobre la literatu ra de
los etruscos. Como ya hemos visto, los textos literarios se
han perdido y los docum entos epigráficos, encontrados
aquí y allá, son en su m ayor p arte ininteligibles. Nos ve­
mos obligados, po r lo tanto, si deseam os em itir un juicio
sobre la actividad literaria de los etruscos, a recoger y
exam inar con sum o cuidado las opiniones de griegos y
romanos.
Según parece, el etrusco no fue un pueblo m uy do­
tado para la literatura. No obstante ser inferiores a grie­
gos y rom anos en este campo, tuvieron cierto prestigio li­
terario. Estaban fam iliarizados con varias obras cuyo re­
cuerdo nos ha sido conservado po r los escritores antiguos.
Livio cuenta que, según cierta inform ación que había llega­
do a sus oídos (IX, 36) a fines del siglo xv antes de J.C.,
los niños rom anos aprendían los caracteres etruscos como
a principios del Im perio lo hicieron con las letras griegas.
Tam bién es verdad que Livio expresa su asom bro p o r esta
inform ación y que declara no creer en ella. Pero el dato
es significativo y prueba la im portancia del elem ento etrus­
co en los principios de la actividad literaria rom ana.
En el cam po de las letras, como en el de las artes, los
etruscos sufrieron la fertilizante influencia de la Hélade.
Gran núm ero de docum entos labrados, tales como sarcó­
fagos, urnas funerarias, frescos, espejos, cofres e incluso
obras de talla, de diferente fecha y origen, ilustran varios
episodios de la mitología helénica. La selección de los
tem as es, de hecho, rica en escenas de carácter heroico y
divino que no encontram os en ninguna o tra p arte en el
a rte antiguo. A m enudo quedam os sorprendidos p o r los

145
Los. Etruscos

conocim ientos que de la mitología griega tiene el arte


etrusco. La simple im itación de las obras griegas no con­
sigue explicar de form a satisfactoria algunas de las es­
cenas representadas. Los artistas y los artesanos etrus­
cos conocían al dedillo el universo religioso de Grecia.
Sin duda tuvieron a su disposición traducciones o versio­
nes abreviadas de las obras m ás conocidas de los mitó-
grafos griegos.
En su libro sobre la lengua latina (V, 9, 55), Varron
cita el nom bre de un a u to r de tragedias etruscas, un tal
Volnious, que debió vivir en el siglo I I antes de J.C., poco
antes del mism o V arron. Tales tragedias, escritas duran­
te el período helenístico, se inspiraban sin duda en las
obras griegas. No sabem os hasta qué punto el espíritu
creador tose ano estaba presente en ellas.
Varios pasajes en Horacio y Livio m encionan las can­
ciones Fescennine —improvisaciones satíricas muy apre­
ciados por el pueblo de la Toscana— el gusto por las cua­
les pasó a Roma en época muy tem prana. Su nom bre pro­
cede sin ningún género de dudas de Fescennium , una ciu­
dad faliscana cercana a Falerii, cuya exacta ubicación des­
conocemos. En estos térm inos describe Horacio en una
de sus epístolas (II, 1, 139), una form a popular e incluso
rústica de poesía, cuyo carácter no experim entó ningún
cam bio al pasar de la Toscana a Rom a:

«En los días de íiesta (después de la recogida del


maíz) los granjeros, hom bres buenos y fáciles de con­
tentar, descansaban tanto física como espiritualm en­
te... Luego, acom pañados de sus hijos y de sus fieles
esposas, com pañeras en sus labores, ofrecían el sacri­
ficio de un cerdo a la Tierra, leche a Silvanus y flores
y vino al Genio que conoce la brevedad de la vida.
Term inado el sacrificio principiaba la licencia Fes-
L ite r a tu r a R e lig ió n

cennine, la cual en versos alternos daba rienda suelta


al hum orism o rústico. El agradable deporte de la bu r­
la que esperaba la vuelta de cada año para poder m a­
nifestarse, era bien recibido h asta el día en que la bro­
ma, habiéndose vuelto cruel, se transform ó en rabia
y con absoluta im punidad am enazó a honorables casas.
Los poetas, entonces, cam biaron su estilo p o r tem or
al palo y viéronse forzados a divertir sin calum niar.»

En Roma, en la segunda m itad del siglo xi después " " · ιόι; ι.ν ι.'ΐ
de J.C. —al m enos esto es lo que dice Aulo Gellio en sus
N octes Atticae— un tal Annianus recogió y tra d u jo un
buen núm ero de estas canciones, prueba palpable de que
el gusto por tales composiciones no había m uerto.
Según el testim onio un tanto tardío de Censorio, V arro
citó en sus obras una Tuscae Historiae, que sin duda no
son anteriores al siglo iv antes de J.C. Se tra ta b a de cró­
nicas y anales que hacían referencia a determ inadas ciu­
dades toscanas. El recuerdo de los hechos salientes en
la vida de esas ciudades debía ir mezclado con las tradi­
ciones de las antiguas fam ilias aristocráticas. Los datos
facilitados p o r el investigador rom ano se han visto con­
firmados en la actualidad p o r el descubrim iento en Tar­
quinia, la ciudad sagrada de E tru ria, de unas incripciones
latinas que datan del siglo x, pero que exaltan la fam a de
los ciudadanos etruscos en los tiem pos pasados. Consti­
tuyen el últim o reflejo de la antigua tradición fam iliar,
basado en el recuerdo de acontecim ientos auténticos y
en las inevitables exageraciones de una serie de fam ilias
orgullosas de su estirpe. Cuando Verrio Flaco escribió
sus Res tuscae y el em perador Claudio redactó, en su celo
por la erudición y la etruscología, los veinte libros de
su obra desaparecida Tyrrhenica, seguram ente sacaron su

1-4,7
Los Etruscos

inform ación de esas fuentes, que adem ás de ser antiguas


tienen un valor inmenso.
La m ayor parte de la literatura etrusca, y aquella so­
bre la que tenemos inform ación m ás precisa, era de ca­
rác ter religioso. Esos libros sagrados nos introducen en el
fascinante y complejo dom inio de la religión etrusca. Ha­
cia él debemos ahora volver nuestra atención.

R e l ig ió n etrusca

En occidente, en la antigüedad, no hubo pueblo m ás


dado a los ritos de todas clases que los etruscos. E sta
constante actitud de ansiedad vis à vis de los poderes
divinos que regulan la vida del hom bre constituye sin
duda alguna uno de los rasgos característicos de esta ex­
trao rd in aria nación. Los antiguos escritores tam bién se
dieron cuenta. Los etruscos son gente m uy devota a los
ritos religiosos porque sobresalen en el a rte de realizar­
los, escribió Livio. Mucho m ás tarde, Arnobio aún re­
cordaba a una E tru ria m adre y creadora de supersticiones.
En realidad toda la vida etrusca estaba regulada p o r un
complicado sistem a de tabus y reglas de conducta. Según
parece, en E truria no se operó, a diferencia de Grecia y
de Roma, una gradual separación entre la vida religiosa y
la seglar.
E ste hecho separa a los etruscos del paganism o griego
y rom ano, y en su peculiar posición se m anifiesta claram en­
te en la actitud que adoptaron frente al curso de los
acontecim ientos. Para la m entalidad de griegos y rom a­
nos, el m undo había llegado a ser, en el curso de los si­
glos, un lugar normal. M ientras que el hom bre prim itivo
cree en una constante interrelación de lo profano y de lo
sagrado, el avance de los conocim ientos induce a los hom-

148
Literatura y Religión

bres, paulatinam ente, a reconocer la necesaria conexión


entre gran núm ero de fenómenos y a com prender que su
acaecim iento no requiere la intervención de un poder so­
brenatural. Éste, cosa curiosa, no parece haber sido el
caso de los etruscos para quienes, hasta el fin de su his­
toria, todos los actos del hom bre estaban rodeados de
un aura de santidad. Los fenóm enos m ás comunes y de
m ás fácil explicación en una naturaleza anim ada o hum a­
n a perm anecían estrecham ente vinculados a la presencia
y constante acción de las m isteriosas fuerzas del Cielo y
del Infierno.
La religión etrusca era una religión revelada. La re­
velación inicial se debió a un ser m ilagroso que salió de
las entrañas de la tierra. He aquí lo que la leyenda dice
a este respecto: Un día un granjero de Tarquinia, ha­
biendo cavado un surco m ás profundo que de costum bre,
vio salir del m ism o a un pequeño espíritu con cara de
niño pero con el cabello gris y la sabiduría de un viejo.
Al oír los gritos que daba a causa de su asom bro, todos
los habitantes de E tru ria corriendo llegaron al lugar, y lue­
go el Genio, que se llam aba Tages y que era nieto de Jú­
piter, empezó a dictar a los reyes de las doce ciudades
unas reglas p a ra la interpretación de los augurios que
se enseñaron a las generaciones posteriores. Habiendo
cumplido su m isión, Tages desapareció o, según algunas
fuentes, m urió. E sta m aravillosa leyenda se encuentra en
el tratado sobre adivinación de Cicerón (II, 23).
Según otros autores, p arte de la revelación etrusca
es obra de una ninfa, Vegoia o Begoe. Afirma que la ninfa
dio cierto núm ero de leyes rituales así como los principios
de la m edición y el m étodo para fijar los lím ites de los
campos. Se creía que sus revelaciones fueron depositadas,
ju n to con los libros Sibilinos —el m isterioso código atri­
buido a la sibila eum ana— en el tem plo de Jú p ite r Cn

m
Lös,\È t ruscos '

pitolino y que luego, éti el reinado de Augusto, fueron


trasladadas al Templo de Apolo en el m onte Palatino.
En la época etrusca, el cuerpo de la revelación fue
transm itido en unos libros sagrados que debieron escri­
birse parcialm ente en fecha tardía. Esas antologías profé-
ticas caen en tres ap artad o s: los libri harauspicini que
regulaban el arte de exam inar las entrañas de las vícti­
m as y la obtención de valiosas previsiones p ara el futu­
ro; los libri fulgurales, que tratab an del rayo, de su ori­
gen, significado y consecuencias; finalm ente estaban los
libros rituales los más extensos, dado que contenían todo
el cuerpo de leyes referente a la vida de los hom bres en
las ciudades; un cuerpo total de doctrina concerniente a
la m uerte y al destino del hom bre después del óbito; y,
por últim o, un complicado sistem a que explicaba los
prodigios que revelan los deseos de los dioses.
E sta división fundam ental de lo que los escritores ro­
m anos llam aron disciplina etrusca pone de reliéve un
punto esencial —el de la im portancia del a rte de la adi­
vinación en la vida religiosa etrusca—. La teoría de las tro ­
nadas, el examen de las entrañas de las víctim as y el aná­
lisis de los prodigios no tienen m ás significado e inten­
ción que el de perm itirles averiguar, prim ero los deseos
de los dioses, segundo las cerem onias que habían de llevar
a cabo a fin de aplacarle, y tercero la inm inencia o la no
inm inencia de fenóm enos dotados de significación sa­
grada.
En este punto com prendem os m ejor el papel que ju­
gaba en la vida etrusca el M antike o adivinación, ese arte
extrem adam ente extraño y complicado que parece haber
sido siem pre el centro neurálgico de las preocupaciones
de un pueblo muy interesado en el futuro y en el destino.
Los sacerdotes etruscos, los haruspices, eran hábiles téc­
nicos que debían dom inar todas las reglas de una compli­

*30
Literatura y .Religión

cada teología. Originariam ente se lim itaban a tom ar cui­


dadosa nota de los signos divinos que aparecían en la tie­
rra y sacar de los mismos las conclusiones prácticas que
pudiesen afectar a la conducta de los hom bres. La etimolo­
gía de su nom bre es incierta y fue objeto de debate por
parte de los escritores antiguos. A pesar de que la segun­
da parte de la palabra deriva de la raíz indoeuropea que
expresa la idea de examen u observación, siem pre se ha
opinado que el prim er elem ento e ra extraño al latín. Se
ha sugerido que quizás derive de la raíz asiría har que
significa hígado. Pero esta hipótesis es aún incierta.
Sea lo que fuere, a lo largo de la historia de la antigua
Italia, los haruspices fueron considerados, no sólo en
E tru ria sino tam bién en la m ism a Roma, unos m aestros
inigualables del a rte adivinatorio. Ya hemos señalado las
curiosas afinidades orientales que aparecen en su técnica.
E sto se debe básicam ente a la constante inclinación de
los etruscos a leer en el libro del m undo no sólo revela­
ciones del pasado sino tam bién los pronósticos sobre el
futuro. En u n orden natural, en el cual lo sagrado estaba
profundam ente implicado, todo constituía un augurio, y
el m ism o prodigio era sólo un augurio de una determ inada
im portancia.
A pesar de que la m entalidad griega estaba m uy lejos
de esa constante preocupación p o r el futuro y los dioses,
la adivinación tam bién jugaba un im portante papel en la
Hélade. Pero este interés no debe decepcionam os. Con
todo y que la adivinación era m uy popular en Grecia,
como lo prueba el núm ero y la popularidad de sus orácu­
los, los griegos adoptaron una actitud de extrem a reserva
en relación con los fenómenos desacostum brados y caren­
tes de explicación racional. Sin duda los Inm ortales del
Olimpo podían in terru m p ir la m archa norm al de los acon­
tecimientos m ediante prodigios, pero generalm ente la res-

151
Lös ÊtrUsCOü

petaban, y daban a conocer sus deseos m ediante signos


discretos —augurios insignificantes que no infringían las
leyes naturales— a través de la inspirada voz de sus adi­
vinos y sacerdotisas.
Sus intervenciones directas en la tie rra eran muy ra­
ras —intervenciones tales como el terrem oto, el trueno
y el relám pago que provocó Apolo p a ra salvar su santua­
rio de Delfos de los im píos asaltos de los invasores cél­
ticos. N orm alm ente, al griego le repugnaba imaginarse
a los seres divinos rom piendo la secuencia regular de los
acontecim ientos. Este tipo de m entalidad dista mucho de
la etrusca, siem pre dispuesta a descubrir en cada fenó­
m eno un signo, pacífico o violento, de la intervención di­
vina. La filosofía griega, desde época m uy tem prana, adop­
tó una posición contraria a la creencia en sucesos anti­
naturales. Heráclito y Anaxágoras negaron la existencia
de m ilagros. Posteriorm ente Epicuro haría lo mismo, así
como sus discípulos entre los cuales destacó Lucrecio. Sin
em bargo determ inadas escuelas, tales como la estoica,
adm itieron la realidad y la efectividad de la adivinación.
Las clases bajas griegas se sentían inclinadas a aceptar
las variadas form as de lo sobrenatural. Pero la ausencia
total, en Grecia, de un ritual escrito que estableciera re­
glas específicas en el a rte de la adivinación o en su apli­
cación, ju n to con la inexistencia de un colegio especial de
sacerdotes encargados de su observancia, indica de form a
rotunda el abismo que separaba a los griegos de los etrus­
cos.
E tru ria no com partió esos sentim ientos de duda y re­
serva; estaba muy interesada en las m anifestaciones tan-
, gibles de lo sagrado y se sentía muy orgullosa de su co­
legio de sacerdotes especializados —los haruspices— los
únicos que podían dom inar y poner en práctica las com­
plejas instrucciones contenidas en los libros de ritual.

152
Literatura y Religión

¡Cuán extraordinario fue el destino de esos sacerdotes,


que aparecieron p o r vez prim era en Italia en el siglo vil
antes de J.C., a comienzos de la civilización etrusca, y a
los cuales aún encontram os a fines del paganismo rom a­
no, ocupando un lugar de honor en el séquito del em pe­
rad o r Juliano! Ellos dom inaron la religión etrusca y en
consecuencia intervinieron en m últiples ocasiones en la
vida del pueblo toscano. Debemos p o r consiguiente estu­
d iar su doctrina y ritos.
Séneca y Plinio el Viejo describen los principios esen­
ciales de la interpretación etrusca del rayo. Los toscanos,
escribe Plinio (H istoria Natural, II, 137-48) dividen el fir­
m am ento en dieciséis secciones. El observador m ira ha­
cia el sur. Las secciones situadas a la izquierda, al este,
son favorables; las del oeste, desfavorables. El cielo está
dividido, por tanto, de acuerdo con los puntos cardinales
y sus varias regiones poseen diferentes atributos. Nueve
dioses tienen derecho a lanzar rayos, pero Jú p iter puede
hacer caer de tre s clases. En consecuencia hay once cla­
ses diferentes de rayos. Lo m ás im portante es observar el
punto de partid a del rayo y el de llegada. La observación
cuidadosa de este fenóm eno hace posible una in terp reta­
ción exacta. Finalm ente, tienen que hacerse sacrificios y
o ra r a los dioses a fin de obtener el cum plim iento de las
prom esas o la suspensión de las amenazas.
La doctrina de la orientación, sobre la que descansa la Lámina 78
interpretación etrusca del trueno y del rayo, es fundam en­
tal en el arte del haruspex. Para los toscanos, el objeto
que se consagra en una imagen del Universo. En el ani­
mal ofrecido a los dioses, el hígado, asiento de la vida,
refleja el estado de] m undo en el m om ento del sacrificio.
Sobre su superficie, el sacerdote distingue el asiento de
los dioses y, según la configuración de las partes conecta­
das con cada dios, puede predecir el futuro. El hígado de

<:53
Los Etruscos

bronce de Piacenza, dividido en com partim ientos divi­


nos, es un microcosmo. Y la aplicación del principio de
la orientación crea una correspondencia entre el estudio
del cielo, el del trueno, el del rayo y el del hígado de la
víctima.
E sta doctrina fundam ental de la orientación perm ite
a su vez la transfarencia a la tierra, donde habitan los
hom bres, de la imagen del firmam ento, residencia de los
dioses. La palabra tem plum es en su origen un térm ino
del vocabulario de la adivinación etrusca para una deter­
m inada úrea del firm am ento definida p o r el sacerdote y
en la cual recoge e in terp reta los augurios. D urante esta
operación el sacerdote siem pre m ira hacia el sur. Por ex­
tensión el tem plo designa el lugar de la f ie r r a dedicado
a los dioses, el santuario que, en E tru ria, generalm ente
m ira hacia el su r y que representa la proyección en la
T ierra de una zona sagrada del cielo. Desde las profun­
didades de sus cám aras sagradas, así como desde los cie­
los, Tinia, Uni y Minerva, los hom ónim os de Júpiter, Juno
y Minerva, lanzan sus m iradas protectoras o amenazantes
hacia la parte m eridional del mundo.
En consecuencia, el pensam iento etrusco otorga un
im portante lugar a los conceptos sim bólicos y cósmicos.
Llegados a este punto es interesante recordar que la pa­
labra latina m undus (m undo), es quizá de origen etrus­
co. Los espejos etruscos m uestran una diosa del tocado
fem enino. Ahora bien, en latín el significado original de
m undus equivale a joyas fem eninas y, posteriorm ente, se
aplicó a las estrellas, las joyas de los cielos. Su deriva­
ción etrusca parece m uy probable.
E tru ria y Roma, estaban fam iliarizadas con el m undus
subterráneo, una zanja coronada por u n a bóveda, que
ponía en contacto el m undo de los vivos con el de los
m uertos. En los días que los rom anos calificaron de re-

154
Literatura y Religión

ligiosi, el m undus, en Roma, estaba abierto y los espíritus


infernales ascendían a la tie rra a través de esa terrible
abertura.
Sólo se conservan unos cuantos fragm entos, en traduc­
ciones latinas, de las reglas sagradas que establecían la
aplicación de un sistem a ritual extrem adam ente compli­
cado. Por eso el discurso que hizo Cicerón en el año 56 an­
tes de J.C., conocido como el De H aruspicum responso,
Sobre la respuesta de los Harúspices, es de gran valor.
Nos ofrece las conclusiones a que llegaron los harúspices,
al ser consultados p o r el estado rom ano sobre un sospe­
choso estruendo que se produjo en el Lacio. En realidad
durante todo el período de la República rom ana, el Sena­
do llamó a los sacerdotes toscanos cada vez que cundía la
excitación en Rom a a causa de graves prodigios cuya
interpretación escapaba a los pontífices, los suprem os guar­
dianes de la tradición religiosa rom ana.
La respuesta que dieron los expertos en adivinación
toscana cuando fueron consultados en el año 56 antes
de J.C., constaba, según Cicerón, de tres apartados. En
el prim ero decían cuáles eran los dioses que habían m a­
nifestado su ira m ediante el estruendo; a saber, Júpiter,
Saturno, Neptuno, la Tierra y los Dit caelestes, los dioses
del cielo. En el segundo daban las razones de su ira : ne­
gligencia por p a rte del hom bre de varios ritos religiosos,
asesinato sacrilego de oradores y m enosprecio po r los ju ­
ram entos. En el tercero citaban los peligros y que el pro­
digio dem ostraba ser inm inente y m uy am enazador. Roma
debe tener discordias entre los nobles y la ciudad —dis­
cordias que am enazan con poner en peligro de m uerte a
la flor y nata de sus ciudadanos. Debe estar alerta de una
serie de com plots contra el estado y a favor del derroca­
m iento del régimen.
El texto ciceroniano om ite el que acostum braba a ser

1.^5
Los Etruscos

el cuarto punto en las respuestas de los augures —esto


es, una declaración sobre las cerem onias expiatorias ten­
dentes a calm ar a los dioses y a detener los peligros in­
m inentes. La elevada posición que ocuparon los harúspi-
ces en Roma, a lo largo de su historia, se debió a que el
pueblo tuvo fe ciega en la eficacia de sus remedios.
E sta complicada exégesis de un fenóm eno natural que
el H om bre no podía com prender recuerda, como ya he­
mos dicho, el alm anaque etrusco que conocemos gracias
a la traducción griega de Juan Lydo. E n ese alm anaque el
significado del estruendo de un trueno tam bién se indica
cuidadosam ente y el augurio varía según el día o el mes.
Al leerlo nos sentim os inclinados a p ensar en los rituales
babilónicos que tam bién establecen la interpretación del
estruendo del trueno según los días del año.
Aún no podemos explicar —como en el caso de la he-
patoescopia— la laguna tem poral existente entre una téc­
nica de adivinación que data del año 2000 antes de J.C. y
una disciplina que sólo se m anifiesta en Italia a comien­
zos del siglo vil antes de J.C. El progreso de los estudios
orientales parece indicar que hubo un gran núm ero de
etapas interm edias. Pero aún debemos esperar conclusio­
nes definitivas en este aspecto.
Sea lo que fuere, encontram os en los harúspices una
m arcada tendencia a in te rp re ta r los augurios y los pro­
digios en un sentido político. E sta actitud no sufre nin­
guna alteración a lo largo de la historia etrusca y m ás tar­
de, de la romana. Esos sacerdotes, reclutados entre los
m iem bros de la clase aristocrática, se complacían en ad­
vertir a quienquiera que les consultase que tuviese mu­
cho cuidado con las divisiones internas de la ciudad, que
recelase de los desórdenes que am enazaban el estado y
los cuerpos constitucionales que garantizaban su equili­
brio. D urante toda su existencia, el colegio de harúspices:

156
Literatura y Religión

m antuvo una asom brosa consistencia en su orientación


política, que era fiel a la vez a sus tradiciones aristocrá­
ticas y a las reglas rituales cuidadosam ente transm itidas
de generación en generación. Los haríispices, guardianes
de las sagradas reglas de la conducta, siem pre desearon
ju g ar el papel de protectores del orden establecido.
Los fragm entos de los ostentaría etruscos —es decir los
libros que tra ta n del significado de los prodigios y que nos
han sido conservados po r Macrobio, Servio y Amieno Mar-
cellino— nos sorprenden por la naturaleza extraña y en
ocasiones infantil de las interpretaciones que dan. Una
oveja o un m orueco en cuya lana aparece una m ancha de
oro o p ú rpura significa fam a y poder para el gobernante
de la ciudad y sus descendientes. Árboles y anim ales es­
tán divididos en categorías opuestas. Por una p arte hay
los que poseen un augurio favorable, y por otra los que
su augurio trae m ala suerte. La disciplina etrusca pone
m ucho énfasis en la distinción entre árboles y anim ales
de buen o m al augurio. E ra tan fundam ental como la
existencia entre los augurios que se obtenían del estudio,
del hígado de la víctim a, que eran buenos o malos según
la parte del hígado som etida a examen, o como los que
se obtenían del trueno que eran favorables o desfavora­
bles según la dirección por la que hubiesen venido.
La división de árboles y anim ales en categorías opues­
tas parece ser un intento de ofrecer a la sociedad hum a­
na una imagen de su misma condición. Algo desacostum ­
brado en los arbores infelices puede ser el presagio de
una desgracia hum ana; los arbores felices, por el contra­
rio, regulan m ediante el ritm o de su crecim iento el com­
pleto desarrollo de los seres hum anos. Los diferentes rei­
nos de la naturaleza parecen e sta r interconectados po r
lazos profundos y m isteriosos. Pero tendríam os que hacer
un análisis m ás detallado si deseam os form arnos una idea

157
Los Etruscos

de la increíble com plejidad de una doctrina, que, a pesar


de su fundam ental inconsistencia, gustaba de disfrazarse
con ropajes científicos.
En la Roma de los Tarquinios, los harúspices gozaron
del pleno derecho de la ciudadanía y practicaron su a rte
de igual m anera que en las ciudades de Toscana. Después
de la expulsión de los tiranos etruscos, la situación ex­
perim entó un cambio radical. Roma se convirtió una vez
más en una ciudad latina y las ideas religiosas tam bién
cam biaron. Los rom anos continuaron prestando gran in­
terés a los augurios y a los prodigios pero ya no buscaron
en ellos inform ación precisa sobre el futuro. El arte de la
adivinación era extraño a su m entalidad realista y ju rí­
dica. A su m anera de ver los prodigios sólo indicaban la
ira de los dioses, y ellos ya procuraban to m ar todas las
m edidas oportunas p a ra aplicar esa ira. Pero los augu­
rios no facilitaban inform ación sobre el futuro. M edianté
el examen de los signos celestes, de los pájaros y de las
gallinas sagradas, el augur sólo pretendía, saber si los dio­
ses daban su aprobación a determ inada em presa que pen­
saba realizar el estado romano. Si la respuesta de los
dioses era negativa, la em presa debía ser abandonada bajo
pena de correr un grave peligro.
Si los rom anos llam aban a los harúspices etruscos
cuando aparecían aterradores prodigios, era sim plem ente
para preguntarles cómo podían expiar esos prodigios de
form a m ás efectiva; pero lo que los rom anos más apre­
ciaban en ellos era su gran habilidad p ara purificar un lu­
gar im puro. Pero la situación en Roma cam bió durante las
guerras púnicas. El pánico que produjo las victorias de
Aníbal les inclinó de nuevo hacia la adivinación. Como
acostum bra a suceder en casos de crisis violentas, los
ciudadanos de Roma sintieron gran necesidad por conocer
el futuro. La carencia de augures propiam ente latinos .hizo

15*
Literatura y-Religión

que solicitasen la ayuda de los harúspices cuya im portan­


cia aum entó de nuevo en la ciudad. Ahora podían poner
en práctica todas las sutilezas de su a rte y proclam ar el
destino que aguardaba a Roma. Desde aquel m om ento en
adelante, el gusto p o r la adivinación fue aum entando pau­
latinam ente en el período republicano y durante el Im pe­
rio. La creciente incredulidad de las clases cultas no im­
pidió que las m asas populares se sintiesen atraídas m ás y
m ás por los profetas y los augures. Pero Roma siem pre
careció de especialistas en el arte de los oráculos que si­
guiesen los gustos de la época. Debido a esto buscó cons­
tantem ente individuos de todas clases que hubiese here­
dado las antiguas tradiciones de la adivinación —orácu­
los griegos, magi del Irán, astrólogos caldeos, sacerdotes
egipcios y, hasta el fin de la era pagana, harúspices— a
fin de encontrar respuestas a las preguntas que ocupaban
las m entes de los individuos pero que ellos eran incapa­
ces de resolver po r sí mismos.

Los DIOSES Y LA VIDA DE ULTRATUMBA

No es nada fácil hacerse una idea precisa de los dio­


ses que integraban el Panteón etrusco. Generalm ente les
conocemos bajo capa de divinidades griegas a las cuales
estaban parcialm ente asim iladas. Pero debieron tener unas
características propias que no son m uy fáciles de discer­
n ir bajo su apariencia griega.
Un texto tardío —data del siglo v después de J.C. y es
obra de M arciano Capella— recoge la traducción de los
escritos rituales etruscos que fue llevada a cabo en la
época de Cicerón po r un estudioso llamado Negidio Fi­
gulo. Según M arciano, los dioses etruscos ocupaban el si­
guiente orden. Alrededor de Jú p iter había los dioses su-
Los E truscos

periores, los senatores deorum. Luego venían doce dioses


que regían los signos del Zodíaco y siete dioses que co­
rrespondían a los planetas. Finalm ente estaban los dioses
de las dieciséis regiones del cielo. Séneca nos cuenta que
cuando Júpiter lanza su rayo puedo hacerlo sin consultar
con nadie o bien después de haberse asesorado con sus
com pañeros. E sta cosmogonía m uestra signos claros de
parentesco.
La inform ación que facilita M arciano Capella y las
inscripciones del hígado de Piacenza, que es una fiel pro ­
yección de la bóveda celeste, nos perm iten sacar m apas
del cielo tal como los etruscos lo concebían. Los diferen­
tes dioses tienen estaciones bien definidas en el cielo y
presentan a la hum anidad un aspecto favorable o terrible
según la posición de sus zonas de poder. El principal
dios de los etruscos era Tinia, señor del rayo, el equiva­
lente del Zeus griego y del Jú p iter rom ano. Su nom bre
aparece en cuatro ocasiones en el hígado de Piacenza jun-
con el de otros dioses que aún son un m isterio. Su
esposa es Uni, asim ilada a Hera y a Juno. Algunos espe-
Fig. 15 jos etruscos nos la m uestran dando de m am ar a H ércu­
les, que según ciertas inscripciones era su hijo. Minerva,
la M inerva etrusca, form aba con Tinia y Uni una trinidad
favorable que fue introducida en Rom a po r los Tarquinos
bajo los nom bres de Júpiter, Juno y Minerva. Este culto
de las tríadas, adoradas en tem plos triples, es muy típi­
co en la vieja Toscana. Según parece las civilizaciones pre­
helénicas y de Anatolia están en la base de esos conceptos
religiosos.
Dado que los etruscos eran un pueblo de m arinos, re­
sulta lógico que sintieran una especial devoción por Net-
huns, Neptuno, Señor de los m ares, que va arm ado con
un tridente y recuerda al Poseidón griego. Se le conside­
ra b a el antecesor de la casa real de Veii y era el gran

160
Literatura y Religión

dios de Vetulonia. Mars, dios de la Guerra, era adorado


bajo el nom bre de Maris; a sem ejanza del Ares griego
se convirtió en el am ante de la diosa del Amor, Turan,
que poseía el encanto de la A frodita griega y el de la Ve­
nus rom ana. El nom bre de Turan procede de una raíz
pre-helénica de la cual deriva la palabra griega turannos.
Turan significa p o r lo tanto literalm ente la princesa, la

Fig. 29. Espejo en bronce. Ve­


nus y Proserpina discuten, bajo
la mirada atenta de Júpiter,
por la posesión de Adonis niño
encerrado en una caja. Los
nombres de los dioses están en
latín arcaico y en casos dife­
rentes: Venos, Diovem, Prosep-
nai (Venus recurre a Júpiter
contra Proserpina). Espejo de
Preneste, hallado en Ortebello;
siglo IJI a J. C. Louvre, París

am ante. Aparece en gran núm ero de cofres de bronce y es­


pejos rodeada de su comitiva de m ujeres genii y ocupa el Fig. 30
lugar que le corresponde en los adorables objetos feme­
ninos que servían p ara el adorno de la m ujer. Apolo y
Artemisa, cuyos nom bres faltan del hígado de Piacenza,
fueron, no bostante, venerados en E tru ria desde época
m uy tem prana. El grupo de estatuas en terraco ta produ­
cido a fines del siglo vi po r el taller del escultor Vulca,
que adornó el techo del gran tem plo de Veii, ilu stra la
leyenda délfica de la lucha entre Apolo y Heracles po r la
posesión de una gama herida en el curso de una cacería.

161
Como se ve un m ito puram ente helénico facilita el tem a
de la obra m aestra del a rte arcaico etrusco.
Fufluns, que corresponde al Dionisio griego, era el gran
dios de la ciudad de Populonia, cuyo nom bre deriva de
su divinidad. Lleva en la m ano el tirso y está asociado
con Semele y Ariadna. Dios de la uva y de la yedra, Fu­
fluns es, como en Grecia, la personificación de la alegría
y de la vitalidad desbordante; pronto se le identificó con
el Baco de la Magna Grecia que había llegado a la Tosca-
ña con sus m isterios y su interm inable cortejo de bacan­
tes. Los danzarines, hom bres y m ujeres, que dan vueltas
en los frescos de Tarquinia al sonido de la flauta en ja r­
dines repletos de yedra, quizá pertenezcan a las herm an­
dades de bacantes y de devotos de un dios que era muy
dado a las m etam orfosis. E sta cuestión, no obstante, aún
no ha sido resuelta satisfactoriam ente.
Turm s, el Hermes etrusco, es —especialm ente en la
Toscana— un dios relacionado con los ritos funerarios.
Él guía a las almas de los m uertos al Hades. Arezzo le ve­
neraba de form a especial. En los espejos etruscos del úl­
tim o período, asume el nom bre del M ercurio romano.
Sethlans, el dios del Fuego era adorado en Perugia. E tru ­
ria siem pre estuvo dividida y muchos dioses aparecen es­
trecham ente relacionados con una determ inada ciudad o
con un santuario. N unca existió un Panteón unificado,
com ún p a ra toda la provincia, como en el caso de la Italia
rom ana. Velchans era otro dios del Fuego que tam bién
lanzaba rayos. Posee todas las características del Hephais­
tos griego y del Vulcano romano. Populonia, una ciudad
industrial cuya fam a y riqueza se debían a la fundición y
al trab ajo de los m etales, acuñó m oneda con la efigie de
Velchans, patrón de los herreros. Hercle, el Heracles grie­
go, llegó a ser uno de los dioses m ás venerados de E tru ­
ria. Simbolizaba la fuerza y el valor m arcial, y al mismo
Literatura y Religión

Fig. 30. Espejo en bronce. Hpolo y Artemisa sentados uno


junto al otro; siglo III a /. C. Louvre, París.

tiem po era un poderoso dios del Agua, de las Corrientes


y del Mar. Su valor inigualable le perm itió triu n fa r de los
poderes del m undo subterráneo. Los aventureros etrus­
cos invocaban su protección y lo elegían como guía en sus
innum erables expediciones guerreras.
Determ inados seres m isteriosos simbolizaban el inevi­
table avance del destino. En Volsinii, cada año hincaban
un clavo en la pared de un tem plo dedicado a la diosa de
la Fortuna, N ortia, como símbolo del p a so , del tiempo.
Tanto las naciones como los individuos tenían un tiem po

163
Los Etruscos

de vida fijado po r el destino. La nación etrusca sólo iba


a existir durante diez siglos; Roma, su m ás directa rival,
iba a d u ra r doce siglos, como se deducia del hecho de
que Rómulo, cuando se fundó la ciudad, vio volar a doce
buitres p o r encim a de la misma. El final de cada siglo,
que constituye la línea divisoria entre dos generaciones,
estaba m arcado po r prodigios celestiales.
Como es natural, nos sentim os atraídos p o r una deidad
puram ente etrusca, Voltumna, en cuyo santuario, situa­
do en el territorio de Volsinii, se celebraban los únicos
festivales y reuniones pan-etruscas. Según parece Voltum­
na pasó a Roma bajo el aspecto de un dios juvenil de las
plantas, Vertum nus. La estatua de V ertum nus se hallaba
en el barrio etrusco de Roma, en el vicus tuscus y Proper-
cio oyó decir al dios a través de los labios de la estatua:
«Soy un toscano auténtico, pero no lam ento haber aban­
donado en medio de las guerras m i casa de Volsinii».
Rom a siem pre acogió m uy bien a los dioses de aquellas
naciones que deseaba elim inar. Para asegurar la derrota
de sus enemigos, el Senado rom ano invitaba con m ucho
tacto a los dioses que les protegían a trasladarse a la
Urbs. Los guerreros enemigos, abandonados por sus dio­
ses, dejaban de ser un peligro y los legionarios rom anos,
que se habían convertido a su vez en adoradores de los
dioses extranjeros eran capaces de vencer a todos sus
enemigos.
Los etruscos siem pre se sintieron inquietos por el des­
tino de los m uertos y po r el otro m undo. E sta constan­
te preocupación sitúa a los etruscos en un plano especial
con respecto a los pueblos del occidente antiguo y los re­
laciona con oriente, del cual, según la tradición proce­
dían. Si en Grecia y en Roma el culto funerario tuvo siem­
pre m ucha im portancia, en E truria parece haber consti­
tuido una obsesión p ara los vivos. La tum ba etrusca está

164
Literatura y Religión

Fig. 31. Pequeña urna funeraria en terracota en la que apare­


ce el difunto reclinado sobre su lecho mortuorio; fines del
siglo VI a J. C. Louvre, París

construida siguiendo las líneas de la casa etrusca, pero


con la diferencia de que es m ucho m ás sólida y lujosa.
Después del entierro, se la protegía m ediante un círculo
de piedras o con una inm ensa losa que cerraba la entrada
p ara evitar la codicia de los hom bres y la amenaza de los
malos espíritus. Allí quedaba el hom bre con sus. arm as,
y la m ujer con sus joyas. De esa form a al m uerto le gus­
taría su últim a m orada y no volvería a la tierra p a ra cas­
tigar a los vivos. Los antiguos pueblos siem pre sintieron
tem or ante la idea de que los m uertos que no hubiesen
sido bien tratados decidiesen tom ar venganza.

165
Los aristócratas toscanos construyeron tum bas capa­
ces de acoger a los m iem bros de la m ism a familia. Los
grandes tum uli de Cerveteri son sepulcros en los cuales
descansaban las fam ilias nobles de la ciudad. Las necró­
polis etruscas, cuyo trazado podemos descubrir en la ac­
tualidad gracias a las fotografías aéreas, no recibieron in­
distintam ente a los descendientes de los m arinos conquis­
tadores y a los descendientes de las tribus vencidas y
esclavizadas. Esas som brías ciudades de los m uertos re­
flejan el punto de vista aristocrático de un pueblo orgu­
lloso de su linaje.
Las ideas sobre la últim a m orada de los m uertos siem ­
pre han sido complejas. ¿Vivían en las espaciosas cám a­
ras de los hypegeia o m oraban en el m undo subterráneo,
pálido reflejo del m undo superior? Según parece los etrus­
cos no sintieron jam ás la necesidad de reconciliar de for­
m a racional estos dos puntos de vista diferentes. El vino
de las libaciones y la sangre de los sacrificios alegraba
a los m uertos en sus tum bas pero estas substancias vivi­
ficantes tam bién les llegarían cuando descendiesen a una
vasta caverna situada en el centro del globo, que for­
m aba el Hades colectivo, a fin de encontrarse con las
otras som bras.
En todos los períodos el tránsito al otro m undo ha sido
concebido y representado en térm inos de un viaje. Las
innum erables escenas de m archa que aparecen en las u r­
nas funerarias o en los sarcófagos —m archa a pie, a ca­
ballo, en vehículos o en barcas— sim bolizan el viaje del
m uerto hacia las regiones infernales. Las representacio­
nes del m undo subterráneo dependen del período en que
fuesen realizadas. En el período m ás antiguo, las ocupa­
ciones de los m uertos en el otro mundo, tal como nos las
m uestran los frescos de Tarquinia, son características de
una vida de placer y alegría. Se celebran gran núm ero de
Instituciones y costum bres etruscos

banquetes en una atm ósfera elíseaca y al sonido de la flau­


ta; alrededor de los invitados se m ueven hom bres y m uje­
res poseídos del mágico ritm o de la danza. Los espíritus
que guían al difunto al m undo del que jam ás volverá no
tienen aspecto terrible y todo resp ira un aire de paz y
tranquilidad.
Pero durante el siglo iv esas asom brosas pin tu ras van
cam biando gradualm ente. Los dioses que reinan en el
m undo subterráneo aparecen ahora sentados en el cen­
tro de sus som bríos dominios; conocemos sus nom bres:
Aita o Eita, corrupción del Hades griego, y Phersipnai,
una form a etruscanizada de Persepone. Aita lleva la ca­
beza cubierta con u n a piel de lobo, ya que para los etrus­
cos el lobo, p o r su naturaleza, era un anim al relacionada
con el otro m undo. En su m ano derecha sostiene un ce­
tro alrededor del cual se enrosca una serpiente. Persepone
sostiene asim ism o un cetro real y una diadem a de oro
sujeta su cabello moreno.
Láminas 54, 55,
E n las escenas de esta época aún aparece el banquete 75
como tem a. Pero la atm ósfera va haciéndose cada vez
m ás sombría. Los genios y los demonios, los instrum entos
del dios del infierno, ya no tienen un aspecto tranquilo y
arm onioso. Sus caras están ilum inadas por una m irada
tem ible y horrorosa. Un demonio (tom a su nom bre de Ca-
ren, el barquero griego) ocupa un lugar im portante en el
a rte funerario de los últim os tiem pos. Su aspecto es muy
diferente al del pacífico barquero griego que incansable­
m ente tran sp o rta las som bras a través de la laguna Es-
tigia. El Caren etrusco tiene unos rasgos torvos, una
nariz ganchuda y una carne azulada; es la viva representa­
ción de la descom posición del cuerpo. Va arm ado con un
bastón con el cual da, con una especie de placer maligno,
el golpe m ortal. Aparecen asim ism o otras figuras demo­
niacas cuyo aspecto no es m enos repelente. Tuchulcha

167
tiene orejas de caballo y pico de cuervo; en sus manos
lleva serpientes dispuestas a m order. En los frescos m ura­
les de la tum ba de Tifón —que no puede ser anterior al si­
glo I I antes de J.C. y que algunos investigadores sitúan
en una fecha cercana a nuestra era— aparece una m ul­
titu d de jóvenes. Esa m iserable y aterrorizada m ultitud
es dirigida por un genio con serpientes en el cabello y
una antorcha en su m ano. D etrás de ellos asom a la terri­
ble figura de Caren.
De las descripciones que anteceden podem os deducir
que en los últim os tiem pos de E tru ria se sentía un tem or
e incluso una angustia frente a las m iserias y las to rtu ras
del otro m undo. A causa de la derrota y de la ruina, los
etruscos habían perdido sus felices visiones de un más
allá tranquilo y radiante. El terro r a los torm entos in­
fernales los abrum a y la influencia griega casi desapare­
ce. Y de esta form a una som bría visión de la m uerte flan­
quea las puertas de Rom a hasta el comienzo de la e ra
cristiana. Quizás eso explique en parte el grito de triunfo
de un poeta rom ano como Lucrecio que se alegra de la
desaparición de un tem or ridículo a un m undo irreal e
imaginario.
C a pítu l o V III

El mundo del arte etrusco


La gran exposición etrusca que en 1955 excitó el interés
y la curiosidad de gran parte del público de París, Roma,
Milán, La Haya y Zurich, atrajo la atención de los no
profesionales, así como la de críticos e historiadores del
arte, sobre el problem a del valor del arte etrusco y del
lugar que ocupa en el panoram a artístico del M editerráneo
antiguo. Según parece, lo que m ás sorprendió al público
fue la inigualable suntuosidad de los tesoros que en aque­
lla ocasión se exhibían por vez prim era. Algunas de las
joyas, en efecto, sobrepasan, por la delicadeza de su m anu­
factura, por la riqueza de su decoración y por el refina­
m iento de su composición, las m ás exquisitas obras m aes­
tras de la técnica m oderna.
Pero la exhibición como un todo ofreció, asim ism o, el
panoram a de un a rte extraordinariam ente variado, inigua­
lable en calidad y complejo en su naturaleza. Dado que
la producción de obras artísticas se llevó a cabo en el
transcurso de m uchos siglos, resulta lógico que las piezas
m uestren una profunda evolución en el estilo y en la téc­
nica. Pero, así como en el arte griego y rom ano existe una
cierta continuidad de inspiración y form a, en el a rte etru s­
co, en cambio, no sólo nos damos cuenta de una serie de
num erosos y profundos cambios, sino tam bién de una
desigualdad que a prim era vista resu lta sorprendente. Fig.32. Thymia-
terion, pebete­
Esto ha dado pie a gran núm ero de opiniones diam e­ ro en bronce.
tralm ente opuestas. En 1889 el investigador francés Mar­ vaso El soporte del
descansa
tha escribió en un m anual de arte etrusco que aún es útil sobre la esta­
a pesar de su antigüedad: «El arte etrusco tuvo la gran ven; tuilla de un jo­
siglo V an­
desgracia de no haber tenido tiem po para form arse a sí tes J. C. Museo
mismo». Algunos críticos m odernos, que reconocen vali­ de Roma
Villa Gitdia,

169
Los E truscos

dez a esta drástica afirmación, afirm an que el arte etrus-


co careció po r com pleto de originalidad; es, dicen, pura­
m ente provinciano y u n simple reflejo del a rte griego, su
modelo. Una opinión opuesta, no menos absoluta, encuen­
tra asim ism o apoyo entre gran núm ero de investigadores
que sustentan la teoría de que el a rte etrusco tiene carac­
terísticas únicas y que es autóctono. El punto de vista de
cada uno de los dos bandos es extremo y, po r tanto, par­
cialm ente falso. La verdad, como suele suceder, radica en
una visión m ás sutil del problem a. Sin duda el arte etrus­
co recibió de form a fructífera y constante la influencia de
Lámina 61 los artista s de la Hélade y de la Magna Grecia, y su histo­
ria sólo puede com prenderse si se tom an en cuenta la
existencia y la profunda influencia de los modelos heléni­
cos. Pero, a su vez, no es una servil im itación carente de
personalidad. El arte etrusco m uestra u n a serie de tenden­
cias, de dones y un espíritu que testim onia el éxito del
prim er pueblo en desarrollar una civilización digna de
este nom bre en la Toscana.
Por consiguiente, podem os hablar en justicia de un arte
etrusco, siem pre y cuando no lo considerem os como una
entidad, fuera del tiem po y del espacio. Debemos criticar
los intentos que tienden a construir una indebida estética
abstracta. La inspiración de los talleres etruscos varió
enorm em ente de período a período y de lugar a lugar.
i Los a rtistas reaccionaron de form a diferente a las influen­
cias externas del Cercano Oriente y de Grecia según el
siglo en que vivieron y la ciudad en que habitaron.
El particularism o de las ciudades etruscas no se m ani­
festó sólo en la esfera política, sino tam bién en el campo
artístico. En determ inado lugar los a rtistas se especializa­
ron en estatuaria; en otro, prefirieron la técnica del b ajo ­
rrelieve y del fresco. Y lo que es aun m ás im portante, la
evolución de las técnicas y estilos no siguió una línea rec-

Í70
El m undo del arte etrusco

ta en E tru ria como un todo. Hubo diferentes m ovimien­


tos, hubo innovaciones asom brosas, seguidas de prolonga­
dos períodos de estancam iento y de retroceso de las téc­
nicas que variaban de reino a reino. La Toscana m eridio­
nal siem pre fue m ás perm eable a la influencia de los
modelos griegos que la septentrional y el interior del país.
De esto se infiere que existieron grandes diferencias entre
las varias zonas artísticas; debe tom arse en cuenta este
hecho cuando se intente fechar una obra de arte etrusco.
Un punto de vista histórico de esta naturaleza, condi­
ción sine qua non p a ra em itir un juicio equilibrado, debe,
antes que nada, estudiar los auténticos orígenes del arte
etrusco; es decir, las curiosas producciones de la prim era
E dad del H ierro a las que generalm ente se designan con
el nom bre Villanovan. Los talleres etruscos, que empeza­
ron a m ostrarse activos a p a rtir del siglo vil, no carecieron
de precedentes artísticos. Cualquiera que haya tom ado par­
te en unas excavaciones en la Toscana habrá observado
sin duda que no existe un auténtico bache entre la pro­
ducción de los siglos v m y vil. El a rte Villanovan es geo­
m étrico en cuanto a la inspiración. Vasos de bronce o de
arcilla, arm as y fibulas están todos ellos decorados con
m otivos simples y m onótonos: cuadrados, triángulos, es­
vásticas, círculos y líneas cruzadas. Las figuras hum anas
y de anim ales aparecen sólo en un período tardío y en una
form a prim itiva y esquem ática. Las esculturas en piedra
son raras, pero m uestran com plejas influencias del m undo
egeo.
Desde el siglo vil en adelante, la auténtica producción
artística etrusca brilla en todo su esplendor. Las grandes
tum bas del siglo v u , especialm ente la Regolini-Galassi en
Cerveteri, así como las suntuosas tum bas de Preneste, con­
tienen m uchas obras de orfebrería y marfiles labrados. La
grandeza de los prim eros piratas del m ar Tirreno puede

171
Los E truscos

deducirse de la increíble profusion de joyas deliciosamen­


te trabajadas que ofrecieron como regalo a sus m uertos.
El período precedente aún está presente en la decoración
y en la ornam entación, en la tendencia al esquem atism o
y en el característico dibujo geométrico, pero ya aparece
el prim er intento de un naturalism o popular mezclado con
un virtuosism o que es puram ente oriental en la form a. In­
num erables logros en las Artes Menores situaron a los ar­
tistas etruscos en lugar preponderante entre los talleres
del M editerráneo occidental. El arte etrusco jam ás brilló
a tan gran altura como en el período arcaico que finalizó
con la expulsión de los tiranos etruscos de Roma.

A r q u it e c t u r a

Los etruscos tuvieron fam a en la antigüedad de exce­


lentes arquitectos e ingenieros. Roma les atribuyó la in­
vención del atrium, de los desagües y de la planificación de
una ciudad. Los arquitectos rom anos debieron mucho a la
inform ación que obtuvieron de los m odelos de sus prede­
cesores toscanos. En la actualidad quedan m uy pocos res­
tos de su intensa actividad constructora. De las antiguas
ciudades sólo quedan los vestigios de las poderosas m ura­
llas exteriores que m antenían alejado al enemigo, los fun­
dam entos de los santuarios y las escasas ruinas de las vi­
viendas. Pero la arquitectura funeraria facilita una varia­
da inform ación sobre la form a de las casas que han desa­
parecido.
Las ciudades etruscas jam ás fueron construidas en los
valles o en la llanura. Se levantaban sobre escarpadas me­
setas o sobre colinas de fácil defensa; las ciudades m oder­
nas que las han sucedido aún tienen el aspecto de un nido
de águila suspendido en la parte alta de la m ontaña y do-

172
El m undo del arte etrusco

ΓΠ,
m inando la cercana campiña. A fin de estar más protegi­
dos los etruscos construyeron poderosas m urallas cuyo Láminas 6, 1
trazado seguía m uy de cerca los contornos de la ciudad.
Tienen una considerable longitud y a m enudo alcanzan
nueve kilóm etros y medio. Esto da una idea de la exten­
sión del área habitada. Las m urallas ofrecen un aspecto
masivo, que nos recuerda el poderío de la civilización de­
saparecida. En su construcción no intervino el cemento;
grandes bloques de piedra del país, generalm ente tufa vol­
cánica, se presentan colocados uno encim a de otro siguien­
do un plano regular. Sus m edidas y la form a de sus
superficies, poligonal o rectangular, están condicionadas
p o r la clase del m aterial y su resistencia. Las m urallas
etruscas de Perugia, restauradas en ciertos lugares y tcr-

173
Los Etruscos

m inadas en tiempos m odernos, nos asom bran por su as­


pecto m onum ental.
Una serie de puertas cuidadosam ente distribuidas da­
ban acceso al interior de la ciudad. Las p u ertas eran ar­
Láminas 8, 9 cos enorm es, decorados con esculturas en relieve. Hoy en
día han desaparecido casi todas; sin embargo, la P orta
dell’ Arco de Volterra y las puertas de M artia y Augusto
en Perugia form an parte de los restos arquitectónicos m ás
herm osos en territorio italiano. El arco y la bóveda fueron
constantem ente utilizados en la Toscana; esto hizo que
los arquitectos locales realizaran construcciones de una
m agnitud tal que la construcción lineal de los griegos
jam ás hubiese perm itido. En fecha m uy antigua, Roma
heredó los principios esenciales de la técnica etrusca; y
ahí radica el origen y explicación del carácter m onum ental
de la arquitectura rom ana.
Cada ciudad tenía varios santuarios en los cuales se
adoraba a los dioses. El tem plo descansaba sobre una baSe
eleveda, o podium , y tenía sólo una en trad a por uno de
los extrem os. Consistía en tres cám aras paralelas y conti­
guas que protegían las estatuas de las divinidades; en la
p arte delantera había un pórtico que se sustentaba en dos
filas de columnas. Su aspecto era masivo y achaparrado,
ya que la anchura igualaba a la longitud.
Debido a la frágil naturaleza de los m ateriales utiliza­
dos, quedan muy pocos restos de los antiguos tem plos
etrusCós. A pesar de que el podium y los fundam entos eran
de piedra, toda la superestructura estaba hecha de m adera
o de ladrillos y por esta razón han desaparecido. Todo
lo que queda, unos cuantos ejemplos afortunados, son las
hiladas inferiores de las paredes que trazan el contorno
Lámina 10 del santuario. Las excavaciones han sacado a la luz un
gran núm ero de elem entos decorativos en terracota que
cubrían y decoraban las partes de m adera del entablamen-

174
El mitiulo del arte etrusco

to y de la fachada. Una serie de antefijas ocultaban los ex­


trem os de las vigas; la parte alta del edificio estaba deco­ Láminas 42, 47
rada con frisos. E n ocasiones, como en el caso del gran
tem plo de Veii, estatuas del tam año natural adornaban el
techo y sus form as se recortaban en el cielo. En los tem ­
plos de la época helenística, los frontispicios estaban em­
bellecidos con grupos de estatuas en relieve que represen­
taban escenas sacadas de la m itología griega.
Todos esos adornos de terraco ta form aban una deco­ Lámina 48
ración plástica que daba al tem plo etrusco un aspecto muy
anim ado y vivo. Las antefijas, frisos y estatuas aparecían
pintados con colores alegres y la brillante luz del cielo
etrusco hacía resaltar, sin duda alguna, la rica gam a de
su colorido.
Sabíamos m uy poco sobre la arquitectura dom éstica Lámina 11
etrusca si no fuera po r las urnas funerarias y los exvoto
en form a de casas, o po r las tum bas que reproducen fiel­
m ente el aspecto de las viviendas. Las investigaciones rea­
lizadas en este campo, han descubierto unos pocos res­
tos de las casas privadas de los aristócratas etruscos. Sin
embargo, las ruinas encontradas en M arzabotto, u n a pe­
queña ciudad etrusca que sólo dista veinticuatro kilóme­
tros de Bolonia, han dejado visible el plano de los bosques
de casas y el de las calles. El trazado de estas últim as es
m uy regular y parece un tablero de ajedrez. Las viviendas
son m odestas. No se han encontrado restos que confirmen
la existencia del atrium , la habitación central en la casa
etrusca que los rom anos copiaron de ellos.
E n este punto el arte funerario viene en ayuda de los Láminas 15, 17
investigadores. En E tru ria las tum bas reproducen la es­
tru c tu ra de las casas que ya hace tiem po se derrum baron.
La docum entación sobre este particu lar es muy abundan­
te. Siglos se excavaciones, llevadas a cabo por afán de lucro
o por am or al saber, no han conseguido agotar la riqueza
del subsuelo toscano. Debemos recordar que alrededor de
las grandes ciudades se levantaba la necrópolis que fue
creciendo en el transcurso de cientos de años. El tabú que
regía p a ra los lugares de entierro prohibía de form a ter­
m inante la destrucción de cualquier parte de las construc­
ciones funerarias del pasado. Ésa es la razón de que las
necrópolis m ás grandes descubiertas h asta la fecha sean
sólo u n a pequeña p a rte de lo que yace enterrado.
Para la m entalidad etrusca, la tum ba era, en un sentido
concreto, la m orada en la cual el difunto llevaba una exis­
tencia oscura y eterna. Desde el siglo v il antes de J. C. en
adelante, adoptó la form a de una habitación. Alrededor de
la m ism a hay una serie de lechos en los cuales se deposi­
taba al m uerto. Posteriorm ente la tum ba se hace mayor,
aum enta el núm ero de habitaciones h asta el punto de que
nos encontram os con casas enteras excavadas en la tufa
de las colinas volcánicas. H asta el año 400 la tum ba guar­
da unas dimensiones razonables, ya que sólo tiene qué
albergar a la familia, en el sentido estricto de la palabra,
esto es, el cabeza de fam ilia y sus parientes inm ediatos,
la esposa y la hija. Desde el siglo iv en adelante, la concep­
ción se modifica y la tum ba posee capacidad para veinte o
tre in ta personas, o sea toda la gens. Un poco m ás tarde
los sepulcros se hacen gigantescos; los corredores que con­
ducen al interior de determ inadas tum bas, como el de la
tum ba François en Vulci, tienen una longitud de veintisie­
te m etros y parece como si penetrasen en las entrañas de la
tierra.
En todos los períodos, se tiene m ucho cuidado en hacer
el trazado de las tum bas según el de las casas de los vivos
y se p resta tam bién m ucha atención a la elegancia arqui­
tectónica. El techo aparece fielmente reproducido y pode­
m os im aginarnos el complicado sistem a de vigas. Los m ar­
cos de las puertas que comunican las habitaciones están
El m undo del arte etrusco

m uy bien trabajados. En todas partes adm iram os la ele­


gancia de la línea arquitectónica y en este aspecto las tum ­
bas hacen gala de una gran belleza geométrica que está
de acuerdo con el gusto m oderno por un arte sobrio, sin
decoración recargada.

P in t u r a y escu ltu ra etrusca : Su a r c a ís m o

En el arte plástico etrusco nos sorprende la escasez de


obras y la m ediocre calidad de la escultura de los bajo rre­
lieves en piedra; en Grecia, po r el contrario, en este as­
pecto llegaron a una gran perfección. A los artistas etru s­
cos les gustaba tra b a ja r la arcilla y el bronce; sobresalie­
ro n en esos m ateriales con los cuales produjeron obras
excelentes. La escasez de m árm ol en E tru ria no es razón
suficiente para explicar esta extraña deficiencia. Las cau­
sas sin duda son m ás profundas. La estatuaria no jugó el
m ism o papel entre los etruscos que entre los griegos y, a
pesar de los contactos existentes, el tem peram ento artís­
tico de los dos pueblos era muy diferente.
El espíritu de la antigua Grecia encuentra su m ejor
definición en u n sentido de hum anidad y de m oderación.
La poesía hom érica hizo del hom bre el centro de todo pen­
sam iento dado que él era la m edida de todas las cosas.
Los dioses griegos estaban hechos a imagen y sem ejanza
del hom bre. Como suele suceder en el nacim iento de toda
civilización, la estatuaria, en su intento de glorificar a los
dioses, tomó como modelo básico el cuerpo hum ano. Im ­
pulsado hacia la belleza por un sentim iento profundo e
innato, el escultor griego utilizó todos sus poderes para
reproducir, m ediante el trabajo en m árm ol, el cuerpo hu­
m ano en su form a m ás armoniosa.
Los etruscos, como ya hemos señalado, tenían preocu-

177
Los Etruscos

paciones muy diferentes. Sus dioses estaban dotados de


un carácter m isterioso y secreto: el H om bre teme cons­
tantem ente su ira y siente un gran te rro r ante la m uerte.
El a rtista etrusco tuvo que seguir el cam ino que le dicta­
ban sus necesidades. Su deber prim ordial consistía en con­
servar una imagen fidedigna del m uerto que perpetuaría
sus rasgos y que, en cierta m anera, los protegería cuando
se hallase en los dom inios de la noche. É ste es el origen
del retrato etrusco. Sus comienzos fueron m ás bien mo­
Lamina 28 destos. En el caso de la u rn a canópica en arcilla de Chiusi,
el p rim er paso consistió sim plem ente en añadir una m ás­
cara de bronce. Más tarde, la tapa de la u rn a es reem pla­
zada por una cabeza esculpida de form a ruda, m ientras
que en el vaso se indican los senos y el asa, debido a una
curiosa m etam órfosis, representa los brazos. De esta co­
lección híbrida, que nos recuerda el arte prim itivo o nati­
vo, pasam os finalmente a la estatua en sí.
Laminas 29, 31 La profunda influencia de los modelos helénicos se hizo
sentir muy pronto en el arte plástico que en sus comienzos
fue esencialm ente funerario. A causa de su estilización, el
arte griego arcaico se adaptaba al tem peram ento etrusco
ya que, cuando reproducían la realidad, los etruscos siem­
pre preferían una visión personal y desgarrada antes que
la fidelidad y la arm onía. Por eso, E tru ria aceptó las in­
fluencias de la Hélade y de las colonias griegas de oriente.
Las condiciones generales favorecieron este impulso artís­
tico. En el siglo vi la prosperidad y el poder llegaron en
E tru ria a su punto álgido. Ese siglo vio tam bién el apogeo
de su arte.
El adm irable grupo de estatuas en terracota, descubier­
to en Veii en 1916 y que decoraba el techo del gran tem plo
Fig. 34 de Apolo, ha atraído, como es natural, la atención de todos
los investigadores. Es el único grupo plástico cuyo contex­
to com prendem os claram ente. No hay duda de que esta
El m undo del arte etrusco

Fig. 34. Plinto en terracota hallado cerca del templo de Veii.


Descansaba en el caballete del tejado del templo y sustentaba
una de las estatuas del grupo Apolo

obra excepcional procede del taller del m aestro Vulva,


quien —como Plinio nos cuenta— tra b a jó en la decoración
del tem plo Capitolino poco antes del año 500 a. J. C. Cuan­ Láminas 39, 41
do analizamos el a rte etrusco evitamos hablar de escue­
las; no obstante éste es el térm ino adecuado en el caso que
nos ocupa. A fines del siglo vi, Veii poseyó una excelente
escuela de escultores que, al m ism o tiem po que aceptaban
las tradiciones del a rte griego arcaico, producían obras

179
Lós Etruscos

auténticam ente originales. El Apolo y la Diosa am am an­


tando al hijo están m uy cerca de la estatuaria ática y jó ­
nica contem poránea. No obstante, el abism o que las sepa­
ra del grupo de las Kores de la Acrópolis es evidente.
É stas poseen una arm onía divina, m ientras que aquéllas
expresan una gran tensión interna; el a rtista se ha e s tO x -
zado, adem ás, en reproducir de m anera sorprendente el
ritm o de sus movim ientos y pasos. Las form as y los plie­
gues de los ropajes están deliberadam ente estilizados y la
intención que dom ina la obra es poner énfasis en la acción,
en el dinam ism o de las deidades.
Ese gusto por la estirilización y por la simplificación
de las form as conduce, en general, a p referir los bajorre­
lieves en detrim ento de las figuras de cuerpo entero. A fi­
nes del siglo vi y en el prim er tercio del v, Chiusi asistió
a la creación de unas adm irables series de bajorrelieves,
cortados en la piedra del país, aptos p a ra la decoración de
Lámina 52 urnas o cippi funerarios. Los tem as em pleados m uestran
las cerem onias y los juegos que acostum braban a acompa­
ñar el acto del sepelio; al m ism o tiem po constituyen el
anuncio de las alegrías elisíacas que aguardan al m uerto
en la o tra vida. El relieve es extrem adam ente liso y el ar­
tista, que no se preocupó en producir un efecto de volu­
m en o de plasticidad, concentró todos sus esfuerzos en la
anim ación de las figuras individuales y de los grupos. Los
m ovim ientos de cada figura se equilibran m utuam ente en
hábil sim etría y nada estorba el ritm o de la danza. En
ciertos casos, los cuerpos aparecen deform ados conscien­
tem ente —las manos y los pies, por ejem plo, son demasia­
do largos— porque el escultor in terp reta la realidad de
acuerdo con su visión personal y las exigencias del efecto
deseado. El excepcional valor artístico de los bajorrelie­
ves de Chiusi exigen un estudio más profundo de los mis-

180
El m undo del arte etrusco

mos. Sus flexibles y sinuosas líneas tienen una calidad muy


atrayente que en ocasiones resulta actual.
Desde fecha m uy tem prana los etruscos se sintieron
atraídos por las representaciones de animales, reales o ima­
ginarios. Este gusto se inspiraba en los innum erables mo­
delos de arte oriental y parece h ab er tenido m ucha acep­
tación. Las diferentes clases de anim ales representadas en Láminas 32, 34,
36
esas obras adquieren un significado preciso en los ritos
funerarios. Los leones, tigres y los m onstruos híbridos
como las esfinges, quim eras y grifos, protegían al m uerto
m ontando guardia delante de las puertas de su tum ba. El
león rugiente recuerda un tipo muy popular en Asia Menor
y M esopotamia; en este aspecto parece existir una curiosa
afinidad entre el a rte etrusco y el hitita.
Los grandes bronces son la m ejor expresión del arte
anim al de los etruscos. Uno de ellos tiene una historia muy
fam osa. La célebre loba, que en la actualidad se encuen­
tra en el Museo Capitolio de Roma, data —igual que el
grupo de estatuas de Veii— de fines del siglo vi a. J. C.
Fue llevada de E tru ria a Roma en donde se la consideró
el símbolo de la Ciudad Eterna. Después de un período de
eclipse, que aún constituye un m isterio, reaparece en el
siglo X d. J. C. y se convierte en el orgullo del Palacio la-
teranense. Los dos gemelos que m am an en las ubres de la
bestia son obra de un artista del Renacimiento. La loba
está en tensión y tiene un aspecto salvaje; recuerda el es­
tilo de los talleres de Veii. Quizá los talleres vecinos pro­
dujeron el Apolo, este bronce inm ortal.
A causa de u n a destrucción casi total de las pinturas
antiguas, los frescos de Tarquinia, Chiusi y Orvieto cons­ Láminas 20, 27
tituyen una colección de excepcional interés y valor. Se
conservan m uy pocas pinturas de caballete; la m adera y
la lona que servían de soportes a las pinturas han sido des­
truidas por la hum edad de los climas griego e italiano.

181
Los Etruscos

Únicam ente el seco y caliente clima de Egipto ha preserva­


do de la destrucción unos cuantos retrato s del período
rom ano. Conocemos el a rte pictórico de la antigüedad gra­
cias a los frescos que adornan las tum bas etruscas y las
casas de Pompeya y Herculano. Algunos fragm entos de
pinturas griegas dem uestran que en este campo el arte
griego tam poco tenía rival. Las pinturas de la Campania
rom ana son una pobre im itación del mismo. El arte etrus­
co, con todos sus arcaísm os y sus influencias griegas, es­
tam pó la huella de sus genios en una serie de obras que
incluso hoy en día ejercen un efecto fascinante en el espec­
tador.
He aquí la que escribió D. H. Lawrence en su libro
E truscan Places, después de visitar la necrópolis de Tar­
quinia :
Hay una cualidad común a todas las representá-
ciones etruscas. Esos leopardos con las lenguas col­
gando; esos hipocam pos meciéndose; esos ciervos
m oteados, heridos en el cuello y en los flancos: en­
tra n en la imaginación para no salir jam ás. Y vemos
el ondulado m ar, con los delfines saltando, el buzo
sumergiéndose y el hom brecito subiendo la roca.
Luego están los hom bres con barbas, reclinados so­
b re lujosos lechos : ¡ de qué form a sostienen el m is­
terioso huevo! Y las m ujeres tocadas con som breros
de form a cónica ¡ de qué form a m ás extraña se incli­
nan hacia delante, dando caricias que nosotros igno­
ramos! Los desnudos esclavos se inclinan gozosamen­
te hacia las jarras de vino. Su desnudez es su propio
vestido, más cómodo que los ropajes. Las curvas de
sus m iem bros m uestran el placer de la vida, un pla­
cer que es aún m ás profundo en los m iem bros dç
los danzarines, en las grandes y largas manos que se
m ueven para bailar una danza que b ro ta del interior

182
El m undo del arte 'etrusco

como una corriente m arina. Parece como si la co­


rriente de una vida muy diferente de la nuestra, tan
rutinaria, pasase a través de ellos; como si sacasen
su vitalidad de diferentes profundidades que nos
han sido negadas.

El que haya descendido al in terio r de las tum bas pin­


tadas de Tarquinia com prenderá fácilm ente la excitación
y el entusiasm o de Lawrence. E n ninguna o tra parte el
genio etrusco se expresó de form a m ás libre y potente que
en el atrevido lirism o de esas escenas. El paulatino dete­
rioro de estos docum entos artísticos constituye una autén­
tica desgracia, pero es inevitable. M ientras las tum bas per­
m anecieron cerradas, los colores, aislados del aire, no se
alteraron y la ra ra frescura de sus m atices sorprendieron
a los prim eros seres hum anos que entraron en los sepul­
cros. Pero una vez las tum bas fueron abiertas, la nociva
acción de la hum edad y del aire em pezaron a deteriorar
las pinturas.
El núm ero de tum bas pintadas que se han descubierto
hasta el m om ento presente es relativam ente alto; m ás de
sesenta en Tarquinia, unas veinte en Chiusi e igual cifra
en Caere, Veii, Orvieto y Vulci. Y ésas son sólo las tum ­
bas registradas oficialmente. Por desgracia, los vestigios
de pinturas en todas ellas son m uy poco num erosos. En
Tarquinia sólo hay veinte tum bas con frescos aún visibles.
E n Chiusi, las pinturas han desaparecido casi p o r com­
pleto. Sin embargo, las técnicas científicas han venido en
ayuda de la arqueología en su intento po r salvar lo que se
pueda. El In stitu to para la restauración de Roma, dotado
con un equipo m uy m oderno y con obreros especializados
en estos m enesteres, ha conseguido en varios casos des­
pegar los frescos m ás dañados de las paredes de las tum ­
bas. Acto seguido, son fijados a una lona y cuidadosamen-

183
Los Etruscos

te restaurados. Por últim o, se les deposita en los museos


donde ya no existe el peligro de que se estropeen. Un ejem ­
plo excelente de lo que venimos diciendo lo constituye el
fresco de la tum ba de Triclinio, salvado po r la ciencia de
una destrucción inminente.
La transferencia a los museos de un determ inado nú­
m ero de pinturas funerarias perm ite estudiar la técnica
de los pintores etruscos con m ás tranquilidad. Los etrus­
cos pintaban sobre un enduit fresco, que previam ente ha­
bían aplicado sobre las paredes rocosas de las cám aras
subterráneas. Por lo general, los contornos y las figuras
habían sido esbozados m ediante un dibujo preparatorio.
Los colores utilizados son simples y —al m enos en los
comienzos— pocos en núm ero, pero sus tonos son brillan­
tes y agradables. Grandes superficies aparecen pintadas
suavem ente, y su yuxtaposición produce encantadores efec­
tos de contraste.
La cualidad esencial de este arte radica en el estudio de
la línea y en la calidad del dibujo. De nuevo volvemos a
encontrar el gusto etrusco po r lo esquem ático y lo estili­
zado, p o r el movimiento y la vida. Sin duda, las pinturas
griegas facilitaron gran núm ero de modelos y, en determ i­
nados casos la inspiración griega es tan evidente que po­
demos afirm ar la presencia y colaboración de inm igrantes
griegos. Pero, a su vez, el tem peram ento etrusco da prue­
bas de su presencia en la indiferencia que siente el a rtista
por la anatom ía exacta y en su placer p o r reproducir los
detalles concretos de la vida.
En el siglo vi, la p intura de Tarquinia tiene la simpli­
cidad y la ingenuidad del arte arcaico. Los colores utiliza­
dos son relativam ente pobres : se lim itan a los esenciales.
La elección de tem as es am plia y variada, y las escenas de
vida cotidiana se mezclan con episodios religioso y m ito­
lógicos. En el siglo v, los colores se hacen m ás ricos y la

J«4
El m undo del arte etrusco

influencia de los vasos rojos del Ática aporta más sutileza


y habilidad a la técnica. Los tem as, por o tra parte, son
m ás uniform es; predom ina el del banquete que se acos­
tum bra a p in ta r en la pared posterior de la tum ba y que
va enm arcado po r dos escenas de m úsica y danza en las
paredes laterales.

D esde e l s ig l o V h a s t a p in b s

OEL PBRÍODO HELÉN ICO

El siglo V y los comienzos del vi son, como ya hemos


indicado, un período de relativo aislam iento para E tru ria.
La m archa de los etruscos de Rom a y, más tarde, la pérdi­
da de la Cam pania junto con las amenazas sim ultáneas
por parte de los celtas, griegos y rom anos explican el que
E tru ria perdiese em puje y cayese en una decadencia eco­
nóm ica y cultural. Las relaciones con Grecia y la Magna
Grecia se debilitaron un tanto, lo cual tuvo graves conse­
cuencias en le plano artístico. Con todo, no se cortaron
com pletam ente. La presencia en las tum bas etruscas de
vasos rojos griegos, que datan del siglo v, es una prueba
m ás que suficiente de la continuidad del contacto. A pesar
de que el arte clásico griego no era adm irado ni im itado
en los talleres etruscos, no debe por eso suponerse que los
etruscos lo desconocieran. Pero, los artistas de E tru ria, a
causa de su falta de interés por los estudios anatóm icos
y la arm onía de las form as, eran incapaces de apreciar el
divino equilibrio de las esculturas griegas de Fidias. Pre­
ferían modelos m ás antiguos, que satisfacían su gusto por
los efectos sorprendentes y po r la estilización. E sto expli­
ca la sobrevivencia del arcaísm o en E truria.
Las técnicas y la inspiración continuaron variando de
región a región y de ciudad a ciudad. Si querem os com­
prender esas obras que difieren tan to en el gusto como en

185
Los Etruscos

el estilo, debemos situarlas en su ubicación geográfica y


analizar las complejas influencias que confluyen en ellas.
El tra b a jo en bronce continuó produciendo obras m aes­
tras. La Quimera de Arezzo, descubierta en el siglo xvi y
una de las glorias del Museo arqueológico de Florencia,
es un anim al fantástico: un león con una cabeza de cabra
sobre la espalda y una serpiente po r cola. É ste es uno de
los ejem plos m ás ilustrativos del gusto etrusco por el arte
anim al y po r las representaciones de m onstruos híbridos.
Constituye una de las obras m aestras del antiguo arte del
bronce. La perfección de la técnica ha inducido a pensar
a ciertas personas que era obra de un a rtista griego. Pero
la pieza es muy etrusca po r la extrem a com plejidad de
sus líneas curvas, sinuosas. En este período, las obras en
bronce de elevada calidad traspasaron, según parece, las
Lámina 53 fronteras de la m ism a E tru ria. Sin duda, el M arte de Todi
procede de un taller de la Umbria; es ésta una obra que
da form a provincial a las influencias griegas de fines del
siglo v. Hoy en día constituye una de las piezas más im­
portantes del Museo Vaticano.
El trab ajo en arcilla siguió llevándose a cabo en varios
centros. La producción de imágenes de terracota no se
interrum pió, aunque el ritm o fue m ucho m ás lento; no obs­
tante, en este período se crearon varias obras m aestras,
como la adm irable cabeza m asculina procedente de Veii
y que los italianos, a causa de su hosca expresión, llaman
Láminas 49, 50 «Malvoeta». Las excavaciones que se llevaron a cabo en
T arquinia antes de la guerra sacaron a la luz un herm oso
grupo que decoraba la p arte frontal de un templo; se tra ta
de dos caballos alados unidos al eje de un carro que se ha
perdido. El grupo sorprende por la sensación de movi­
m iento que irradia del mism o y m uestra, asimismo, un
toque plástico muy seguro. La pieza data del siglo n i
a. J. C. y es obra de un a rtista de innegable poder expre-

186
El m undo del a r te 'etrusco

sivo. En el entretanto, en el norte de los Apeninos, los ta­


lleres de Bolonia producían steles con elegantes relieves.
Fueron esculpidas en piedra suave y las escenas que apa­
recen en ellas m uestran un gran despliegue de símbolos
funerarios.
A fines del siglo iv, dio comienzo el período helenístico
y, con él, la producción aum entó y se hizo muy desigual
en calidad. Los talleres etruscos siguieron especializán­
dose tanto regional como localm ente. E sta dispersión per­
sistió después de la conquista rom ana y no desapareció
hasta fines del siglo i a. J. C. Bajo la dominación rom ana,

187
Los E truscos

Fig. 36. Espejo en bronce de


Tarquinia, en la actualidad en
los Estados Unidos, en el Ober-
lin College; siglo III a J.C . La
escena gravada representa el
juicio de París, al que se llama ■
Alexandros. Delante suyo, las
tres diosas Turan (Venus), Uni
(Juno) y Menerva (Minerva)

E tru ria dejó de jugar un p^pel independiente o de tener


una personalidad a u tó n o m í.
Sin duda la ejecución y t i acabado de las obras de este
Figs. 17, 26, 27, últim o período dejan a m enudo m ucho que desear. Las
38 obras etruscas se distinguen de sus m odelos griegos por
su inferioridad técnica. No obstante encontram os aquí y
allá piezas de un innegable poder creador. Las profundas
características del arte helenístico —su gusto por lo con­
creto, lo pintoresco y lo dram ático, ju n to con su sensua­
lidad— encontraron una cálida acogida po r parte del tem ­
peram ento etrusco. Los modelos helenísticos, en ocasiones,
estim ularon obras muy osadas y de auténtica belleza. El
torso del joven dios que adornaba la fachada del tem plo
Lámina 61 de Falerii, expresa en cierta form a la gracia lánguida tan
estim ada por la escultura griega de este período. Obser-

188
E l m undo det arte etrusco

Fig. 37. Cabeza de mujer joven, llamada Velia, que toma par­
te en una fiesta junto a su marido A m th Velcha. Fresco de la
tumba de Orcus en Tarquinia; fines del siglo IV a J. C.

189
Los E truscos

vamos en la noble cara, con su expresión ligeram ente m e­


lancólica, la calidad sensual de los retrato s helenísticos.
La urna de arcilla de la Toscana, data del siglo i a. X. C. y
representa al Adonis m oribundo; nos sorprende por la in­
tensidad de su expresión y —¿por qué no decirlo?— p o r
su sensación de m odernidad. Con medios m uy simples, el
a rtista se esforzó en d o tar a la expresión de una emoción
extrem a, y en hacernos sentir la respiración agónica del
joven cazador. Admiramos la arm onía de la figura conse­
guida m ediante la repetición de las líneas sinuosas del
cuerpo del efebo en las de los perros que reposan al pie
del. lecho m ortuorio.
Como es lógico, la p in tu ra etrusca m uestra las m ism as
Fig. 37 tendencias que la escultura. El trato que se da a las esce­
nas es m ás dram ático; la composición es m ás cerebral y,
en ocasiones, teatral. Los artistas etruscos aprendieron de
los griegos los efectos del claroscuro, que les perm itía
obscurecer los colores y dar m ás relieve a los temas. Pero
lo que estaba cambiando, po r encima de todo, era el es­
p íritu de su arte; la pesadum bre por la m uerte, tan tem ida
por ellos, reem plaza el anim ado y alegre ritm o de sus an­
tiguos frescos. Algunas pinturas son muy difíciles de fechar
porque sabemos muy poco sobre la cronología del a rte
griego decadente. Hace poco comenzó una controversia
sobre esos grandes docum entos de la p in tu ra etrusca, los
frescos de la tum ba François en Vulci y los de la tum ba
del Tifón en Tarquinia. El problem a que se debate es si el
prim ero data del siglo m a. J. C. o de fines del siglo n
a. J. C., y si el segundo es del siglo n a. J. C. o de fines de
la República romana. Dado que ignoram os qué objetos se
encontraban en las tum bas cuando fueron abiertas, nues­
tro veredicto sólo puede basarse en un análisis estilístico
que, en la m ayoría de las ocasiones, es subjetivo y total­
m ente inadecuado.

190
El m undo del arie etrusca

No debemos, em pero, negar la existencia de una autén­


tica escuela de pintores y escultores en los últim os tiem ­
pos de E truria. Las series de retrato s etruscos en m adera,
arcilla y bronce, o sobre vasos pintados, es prueba más
que suficiente de que hubo una continuidad real de inspi­
ración y de tradiciones. Cinco siglos después de la crea­
ción de las extraordinarias urnas canópicas de Chiusi, en-

Fig. 38. Cabeza votiva en


terracota, de Tarquinia;
siglo II antes J. C.

contram os en esas últim as obras la expresión viviente de


la originalidad itálica. La existencia de un impulso inicial,
que, a fines del siglo iv a. J. C., deriva del arte griego del
retrato, no dism inuye en absoluto el vigor natural y la
personalidad. El don etrusco por lo concreto y lo indivi­
dual puede finalm ente expresarse sin trabas de ninguna
clase. El a rtista consigue efectos extraordinariam ente vi­
vos m ediante la indicación de los rasgos básicos, el uso
de planos contrastantes y la adición de color. Un ejem plo
excelente es el delicado retrato en bronce de un joven que
data del siglo i n a. J. C. y que en la actualidad se halla en

191
Los E truscos

Láminas 56, 57 Florencia. Ocupa un lugar destacado entre un conjunto de


obras notables y no desm erece en absoluto de los bronces
florentinos del Renacimiento.
El retrato etrusco no es por consiguiente, una simple
copia periférica y provincial del retrato griego, como en
ocasiones se ha afirmado, sino una creación original. Mos­
tró el cam ino a seguir al retrato romano. Es un arte que
dem uestra la profunda inclinación del etrusco po r el rea­
lism o fuerte y vital; una inclinación que se ve obscurecida
en ocasiones por la influencia helénica, pero que en deter­
m inados períodos se expresa con la violencia de una pasión
largam ente reprim ida.
El problem a de la influencia que ejerció el arte etrusco
es m uy apasionante pero aún no ha sido completam en­
te dilucidado. El motivo de la figura reclinada que aparece
en los sarcófagos etruscos fue adoptada por los rom anos
y posteriorm ente por el rom ánico y el arte m oderno. Sería
m uy interesante determ inar con más exactitud la posible
influencia de ciertas obras etruscas en el a rte italiano del
Renacim iento.
Iüm inas 49, 50 Algunos parecidos son asombrosos; por ejem plo el del
San Jorge de Donatello con la cabeza «Malavolta» de Veii.
El m árm ol florentino y la terracota etrusca tienen cierta
sem ejanza. El problem a estriba en saber si tales parecidos
son fortuitos. Pero esto es difícil de creer. Quizá se deban
—a pesar de los dos m il años que les separan— a una se­
m ejanza de tem peram entos de los artistas. También es
posible que los artistas del Renacimiento se inspiraran en
o b ras etruscas que el azar les dio a conocer. Ya sabemos
con qué pasión estudiaron los grandes artistas del Renaci­
m iento los m onum entos de la antigüedad. Un dibujo de
Miguel Ángel, en la actualidad en Florencia, fue realizado
sin duda alguna en u n a tum ba etrusca pintada, ya que
representa la cabeza de Aita, el dios del Averno, con su

192
El m undo del arte etrusco

piel de lobo, tal como aparece en los frescos de la tum ba


de Orcus en Tarquinia. E sta inspiración directa de la mis­
m a fuente es sin duda el origen de las afinidades en de­
talles y estilo que podemos observar en obras de a rte tan
distantes en el tiempo.

193
J3 A
Los Etruscos

L as A r t e s M enores

Figs. 12, 32, 40, Ju n to a las grandes creaciones en las artes plásticas
41 hay un infinita variedad de objetos cotidianos, cuyo obje­
Lámina 76 tivo, al m argen del puram ente pragm ático, era hacer más
agradable la existencia. Esos objetos nos introducen en
un cam po en el cual el genio etrusco se expresó con espon­
taneidad y gracia. Los talleres, utilizando hábiles técnicas
cuyos detalles hoy en día aún se nos escapan, produjeron
con exquisito gusto y cuidado pequeños bronces, espejos
y cofres labrados, marfiles, tallas de m adera y joyas. Des­
de el siglo v u hasta fines de la República rom ana, esos
pequeños objetos fueron depositados en gran núm ero en
las tum bas. Para hacerse una idea exacta de su variedad
y riqueza basta visitar los grandes m useos etruscos don­
de ocupan un lugar de honor.
A sem ejanza de m uchos pueblos orientales, los etrus­
cos sentían predilección por los trabajos en marfil y oro:
m ateriales preciosos con los cuales pueden obtenerse los
efectos m ás exquisitos. El marfil y el oro se im portaban de
Africa y Asia para satisfacer las dem andas de una cliente­
la refinada. Los ricos tesoros de las grandes tum bas del
siglo v u y vi dan una idea del lujo que reinaba en la socie­
dad aristócrata etrusca en el período álgido de su poder.
Desde el principio, los orfebres y los plateros etruscos
poseyeron una técnica m uy elaborada que sin duda pro­
Fig. 40. Estatui­ cede del Cáucaso y de los países del Egeo. Dos form as de
lla en bronce decoración —la filigrana y el granulado— les capacitó
de un guerrero
en el combate. p ara crear joyas con u n a habilidad y un a rte jam ás igua­
Siglo V a J.C.
De Cagli. Mu­ lado. El artesano realizaba la filigrana m ediante el lami­
seo d e Villa nado de oro, muy maleable, con lo cual obtenía unos hilos
Giulia, Roma
muy delgados. Con estos hilos trazaba elegantes arabescos
sobre la joya, tanto si se tratab a de una aguja, como de

194
El m undo del arte etrusco

Fig. 41. Cofre en bronce. Descansa sobre tres garras de león,


cada una de ellas coronada por una esfinge. Procede de Pre­
ñaste; segunda mitad del siglo IV a J. C. Museo de Villa Giulia,
Roma

unos pendientes o de un brazalete. El granulado, po r otra


parte, consistía en reducir el oro a bolas muy pequeñas, el
diám etro de las cuales en ocasiones no supera la doscien-
tasava parte de u n m ilím etro. Som etidas al análisis mi­
croscópico esas bolas infinitesimales revelan una extrem a
finura y regularidad. La parte m ás difícil de la operación
radicaba en la soldadura de la filigrana o del granulado
a la base de la joya. Este proceso, que no alteraba la for­
ma de las bolas o del hilo, era una operación extrem ada­
m ente difícil y los orfebres actuales no saben cómo se las

195
ingeniaron los etruscos p ara llevarla a cabo. Por parte de
los expertos en la m ateria se han om itido varias hopóte-
sis y, según parece ya nos estam os acercando a la solución
del m isterio.
Sea lo que fuere, los orfebres etruscos del período ar­
caico produjeron objetos de un raro virtuosism o que in­
cluso las joyas griegas no llegaron a igualar. Collares, ani­
llos, brazaletes, broches y pendientes, creaciones de la
edad de oro de la civilización etrusca, form an la colección
m ás extraordinaria de objetos jam ás realizados y que a
pesar del interés que despiertan aún no pueden ser imi­
tados.
Asimismo, los etruscos sobresalieron en el grabado del
m etal con buril y los m iles de espejos y cofres que han
llegado hasta nosotros dem uestran el sutil arte con que
practicaban este m étodo de decorar el bronce. El espejo,
antiguo adopta la form a de un disco de m etal; una de sus
superficies, cuidadosam ente pulim entada, refleja el objeto.
La o tra cara está decorada en relieve p o r incisión; no obs­
tante el espejo grabado es muy común en E truria. Los es­
pejos y otros objetos de uso personal o de adorno se
guardaban en elegantes cofres de bronce, generalm ente
cilindricos, aunque en ocasiones tienen form a cuadrada
u oval. Delicadas piezas de escultura eran utilizadas como
asas de la tapa, o como soportes del m ism o. El cofre es­
taba decorado con una serie de escenas grabadas que adop­
taban la form a de un friso.
Los objetos de uso diario, muy apreciados por las m u­
jeres, son en su m ayor parte creaciones de los últim os
tiempos. Sólo se conservan unos cuantos espejos arcaicos.
Su núm ero aum entó durante el siglo iv y el período helé­
nico. Entonces es cuando la ciudad etrusco-latina de Pre-
neste se convierte en el principal centro de producción.
Casi todos los cofres proceden de Preneste. Gradualm énte
El m undo del arte etrusco

los tem as nacionales o mitológicos ceden el paso a otros Lámina 79


m ás apropiados: jóvenes hablando o m ujeres corriendo
hacia la fuente; Turan-Venus rodeada de jóvenes desnu­
das, sus protegidas y damas de compañía; Paris dudando Figs. 29, 30, 36,.
39
entre Juno, M inerva y Venus. La elegancia y la gracia de
la decoración evidencian las influencias helénicas, ya que
este fam iliar m undo de los objetos de uso diario asimiló,
quizás aún m ás si cabe que las artes plásticas, la arm onía
de la composición tan estim ada del artista griego. Los
artistas contem poráneos buscan sus modelos en las obras
m aestras del grabado etrusco griego. Y de esta form a, los
m aestros del m om ento actual vuelven a d ar vida a este
m undo encantado que se hizo realidad por prim era vez
ante los ojos de las damas de la antigua E truria.

197
Conclusión
Hemos visto que el m undo del arte etrusco es muy
amplio y que aún falta mucho por descubrir. En el entre­
tanto, es difícil em itir una opinión sobre determ inadas
teorías estéticas form alistas que intentan definir este arte
m ediante fórm ulas excesivamente rígidas. Algunos niegan
que poseyera una conciencia estética propia o incluso una
tradición de estilo. Pero esto no es cierto para todos los
períodos del a rte etrusco ni para todas las form as de sus
creaciones artísticas. En mi opinión es un erro r conside­
ra r el arte etrusco como una entidad y buscar en él, como
algunos afirman, una estructura fundam ental. Según pare­
ce, la gente no se da cuenta de que es difícil, sino im posi­
ble, definir en unas cuantas fórm ulas un arte que se ex­
tiende a lo largo de siete siglos. ¿No encontraríam os difi­
cultades, si intentásem os definir en pocas palabras el arte
de uno de los países de la actual E uropa entre, digamos,
el 1200 y el 1900?
Nuestros juicios deben, por tanto, ser m ás sagaces y
sutiles, a sem ejanza del arte que analizamos. El a rte etrus­
co, que no fue independiente por entero, pero que tam poco
dependió servilm ente de Grecia, pasó po r m uchos perío­
dos que varían en calidad y en inspiración creadora. Una
visión muy personal del m undo y de las cosas, una cons­
tante tendencia hacia la estilización de la línea y de la
form a, un gusto pronunciado por el color, el movim iento
y la vida com unican a todas sus creaciones una aparien­
cia original y en ocasiones m oderna.
Debería tenerse el mismo cuidado al juzgar al pueblo
etrusco y a su asom broso destino. A pesar del m isterio que
rodea sus orígenes y su lengua, la historia de los etruscos,
en la actualidad, se nos aparece como una historia rica en

199
L o s Etruscos

cam bios de fortuna y en influencias positivas y negativas.


El pueblo etrusco fue un activo agente civilizador ubicado
en el corazón de Italia, y sus ímpetus, ju n to con los de los
colonizadores griegos, consiguieron exim ir a la península
de la oscuridad de un tem prano barbarism o. Su civiliza­
ción fue extrem adam ente compleja, oriental en sus oríge­
nes y fuertem ente helenizada desde el período arcaico en
adelante. Con ellos trajero n los m étodos de pensar orien­
tales al suelo italiano, y al mismo tiem po transm itieron el
a rte y la religión de la Hélade.
Una vez arraigados en el suelo de Italia, los etruscos
carecieron de una historia independiente o aislada, pero
participaron en la evolución de los pueblos circundantes.
Los auténticos comienzos de Roma deben buscarse en su
presencia en las siete colinas. Roma consiguió deshacerse,
en fecha tem prana, de los tiranos etruscos, pero conservó
gran p arte de su herencia. Y el odio que Roma sintió du­
rante siglos por E tru ria no debe hacem os subestim ar la
im portancia de la deuda que Roma contrajo con E truria.
La influencia etrusca se dejó sentir en la constitución ro­
mana, en las mores, en sus ideas religiosas y en las artes;
y m ás tarde pasó a form ar parte de la herencia cultural
que Roma, a su vez, legó a Occidente.

200
V*
20
27
48
59
ν '*
71
Notas sobre las láminas
1 Fotografía aérea de la zona central de la necrópolis de
Cerveteri. En el centro, el área ya excavada. Entre las
líneas negras, unos pequeños círculos blancos señalan la
presencia de nuevos tumuli. Estos círculos son debidos
a la hierba de la parte superior de la tumba que se seca
en verano. Ver J. S. P. Bradford, Ancient Landscapes, Stu
dies in Field Archaeology, Londres, 1957, Cp. 3, pág. 112 y
siguientes.
2 Fotografía aérea de la zona central de la necrópolis de
Tarquinia. Numerosas tumbas aparecen indicadas por los
círculos blancos, que en este caso son señales del terreno
debidas a la mezcla de la tierra con material antiguo de
los tumuli que han sido destruidos.
3 Vista de la necrópolis de Tarquinia. Las marcas del terre­
no a que se ha hecho referencia pueden verse claramente..
4 Vista de los restos de un tumulus destruido en la necró­
polis etrusca de Colle Pantano. Obsérvese el color blan­
cuzco del terreno. Hay un excelente comentario sobre las
láminas 1-4 en el libro del profesor Bradford que se men­
ciona más arriba.
5 Muralla de la ciudad de Volterra, en opus poligonal. La
parte inferior es un refuerzo medieval. Sobre la técnica
de su construcción consultar G. Lugli, La Technica edilizia
romana, Roma, 1957.
6 Muralla de Volsinii. Trozo de la misma descubierta du­
rante las excavaciones de la Ecole Française en 1947. La
muralla, a ambos lados de un ángulo fortificado, está for­
mada por una doble cortina. Siglo iv a J. C. Ver R. Bloch,
«Volsinies etrusque et romaine», Melanges d’archeologie et
d'historie, 1950.
7 Muralla de la ciudad de Volsinii ; excavaciones de 1957.
(Fotografía reproducida por primera vez.) Muchos blo­
ques presentan señales grabadas que a menudo son obra
del arquitecto para indicar la posición que debía ocupar
el bloque en la muralla. La muralla en su totalidad es en

13 B
Los Etruscos

opera quadrata. (Ver también la lámina 6.) Consultar


G. Lugli, obra citada.

8 Muralla de Perugia con puerta etrusca. El nombre de la


misma es Porta Augusta. Alteraciones modernas en la par­
te superior de la muralla. Siglo n antes de J.C.

9 Puerta conocida «Porta dell’Arco» en la muralla de Vol­


ler ra.

10 Reproducción en terracota del frontón de un templo etrus-


co. Es un ex-voto y debe datar del año 300 antes de J.C.
Procede de Nemi.

11 Urna en forma de casa sobre un podium elevado. De


Chiusi. Altura 0'82 m. Museo de Berlín.
I

12 Capitel con figuras encontrado en la tumba Campanari,


necrópolis de Vulci. Siglo n antes de J.C. Cabezas de hom­
bres y mujeres jóvenes tocados con el gorro frigio se al­
ternan entre los ángulos en forma de voluta. Altura 0’44
metros. Museo Arqueológico de Florencia.

13 Camino funerario en la necrópolis de Cerveteri.

14 Pequeños tumuli en la necrópolis de Cerveteri.

15 Necrópolis de Cerveteri. Interior de la tumba delta Cam-


panna. El techo reproduce la forma de un tejado.

16 Necrópolis de Cerveteri. Tumba delta Cornice. Las pare­


des y ventanas que pueden aquí verse facilitaban la co­
municación entre las dos cámaras de la tumba.

17 Necrópolis de Cerveteri. Tumba della Casetta. Las cáma­


ras dan unas a otras.

18 Necrópolis de Cerveteri. Tumba de los bajorrelieves. So­


bre las paredes y los pilares de la tumba están esculpidos
en estuco, bajorrelieves de animales domésticos, objetos
de uso diario y, en ocasiones, demonios de la mitología
griego-etrusca.

250
Notas sobre las láminas

19 Interior de la tumba del Tifón. Un pilar central susten­


ta el techo de esta amplia cámara. Tarquinia. Siglo x an­
tes de J.C.
20 Placa pintada conocida como la placa Boccanera. De Cer-
veteri. Alrededor del 500 antes de J.C. En la actualidad
en el British Museum, Londres.

21 Placa pintada conocida como la placa Campana. De Cer-


veteri. Dos hombres con barba están sentados uno en­
frente del otro sobre taburetes plegables. Uno de ellos
sostiene un cetro. Arriba, a la derecha, una diminuta figu­
ra alada vuela hacia él. Ültimo tercio del siglo vi antes
de J.C. Louvre, París.

22 Otra placa; el mismo origen y época. Un hombre con


barba, luciendo una túnica corta y armado con arco y
flecha, precede a una figura alada vestida de la misma
forma, que lleva a una joven en sus brazos. Parece más
bien una escena mitológica que una pieza de simbolis­
mo funerario.

23 Otra placa; el mismo origen y época. Tres figuréis se di­


rigen hacia la derecha. Una mujer, situada entre dos gue­
rreros, sostiene una rama.

24 Fresco de la tumba del Lecho Funerario, Tarquinia. Alre­


dedor del 460 antes de J.C. Efebo domando un caballo.

25 Fresco de la cámara recién descubierta en la tumba de Or­


cus, Tarquinia. Siglo ii antes de J.C. Cabeza del Señor del
Mundo Subterráneo, Hades, vistiendo una piel de lobo.
Para información más detallada sobre todos estos fres­
cos, ver M. Pallottino, Etruscan Painting, ed. Skira, Gi­
nebra, 1952.

26 Pintura de la tumba de los Augures, Tarquinia. Alrededor


del 530 antes de J.C. Un árbitro corre hacia el campo de
juego y mira hacia atrás para ordenar a un joven cria­
do que se apresure. Un pequeño esclavo aparece sentado
en el suelo.

27 Fresco de la tumba de los Leopardos, Tarquinia. Primer


tercio del siglo v antes de J.C.

251
HOS: Etruscos

viaje de una difunta en un vehículo tirado por un caba­


llo. Abajo, la difunta es recibida por un demonio alado.
De Bolonia. Primera mitad del siglo iv. Altura 1’40 m.
Museo de Bolonia.
44 Placa en bronce, decorada con relieves en repujado. For­
maba parte de la cubierta exterior de una carroza. La
Gorgona, sentada y con las piernas entreabiertas, coge a
dos leones por el cuello con las manos. A la derecha, un
caballo marino y una garza. Estilo similar al-del «trípode
Loeb», pero más animado. Procede del Castel San Maria­
no, cerca de Perugia. Alrededor del 540-530 antes de J.C.
Altura 0’42 m. Anchura 0’59 m. Antikensammlungen, Mu­
nich.

45, 46 Pequeños bronces de mujeres jóvenes o diosas, vis­


tiendo el tutulus, un sombrero de forma puntiaguda. Co­
mienzos del siglo V antes de J.C. Altura 019 m. Louvre,
París.

47 Antefija que adopta la forma de máscara de Sileno. En


terracota. La cara del demonio sorprende por su rara
expresividad. Seguramente de Veii. Alrededor del 500 an­
tes de J.C. Altura 0'29 m.
48 Cabeza en terracota de un hombre barbudo y calvo. Ex­
presión muy naturalista. Procede del templo del Belvede­
re en Orvieto. Primera mitad del siglo iv antes de J.C.
Altura 0Ί5 m.

49 Delicada cabeza en terracota, llamada la cabeza «Malvo!-


ta», encontrada en Veii. Segunda mitad del siglo v antes
de J.C. Altura 0Ί7 m. Museo de la Villa Giulia, Roma.
50 Cabeza del San Jorge de Donatello, que presenta un cu­
rioso parecido con la cabeza «Malvolta». Problema de la
posible influencia del arte etrusco sobre el Renacentista.
51 La Quimera de Arezzo, uno de los bronces etruscos más
famosos, descubierta a mitad del siglo xvi. Siglo v antes
de J.C. Altura 0’79 m. Museo Arqueológico de Florencia.
52 Cippus funerario decorado con relieves de una carrera de
carros. Cada vehículo va tirado por tres caballos. Proba­
blemente hace referencia a los juegos funerales que se

254
N otas sobre las .láminas,

celebraban en honor del difunto. Hermosa escultura pro­


cedente de Chiusi y del último período arcaico. Alrededor
del 470 antes de J.C. Altura 0’31 m. Longitud 079 m. Mu­
seo de Palermo.

53 Estatua en bmoce de un guerrero, el llamado Marte de


Todi. Uno de los pocos bronces itálicos de gran tamaño
que ha llegado hasta nosotros. Influencia de la escultura
griega de comienzos del siglo iv; sin embargo es una
obra local. Inscripción dedicatoria en la coraza, en um­
brío. Procede de Todi. Siglo iv antes de J.C. Altura 1’42
metros. Museo Vaticano.

54 Máscaras de demonios en terracota. Siglo iv antes de J.C.


Orvieto. Museo Faina.

55 Sarcóófago con frescos, de Terre San Severo. A ambos la­


dos de este gran sarcófago —altura 0’79 m., longitud
2 m.—, hay una serie de bajorrelieves, aun conservem su
colorido, de escenas mitológicas referentes al otro mundo.
La fotografía muestra a Ulises amenazando a Circe con
la espada; a ambos lados sus compañeros casi transfor­
mados en bestias. En el frontón, la cabeza de Aqueleo en­
marcada por dos demonios reclinados. Alrededor del
300 antes de J.C. Orvieo. Museo dell’Opera del Duomo.
56, 57 Retrato en bronce de un joven, que prueba de forma
rotunda que el arte etrusco del retrato fue capaz de rayar
a gran altura. La expresión denota gran dulzura. Siglo
tercero antes de J.C. Altura 0’28 m. Museo Arqueológico
de Florencia.

58 Estatuilla en bronce de un niño sosteniendo un pájaro en


la mano derecha. Encontrada cerca del Lago Trasimeno.
Siglo I I antes de J.C. Museo Vaticano.

59 Dos caballos alados; fragmento de un grupo en terracota


que decoró el frontón de un templo en Tarquinia. Los dos
ansiosos animales estaban enganchados a la carroza de
un dios. Alrededor del 300 antes de J.C. Altura Γ14 m„
Longitud 1’24 m. Museo de Tarquinia.
60 Placa de hueso, decorada con relieves representando a un
joven con un morueco en los brazos. Escultura que de­
cora el interior de una vivienda. Influencia jónica. Procede

255
Los Etruscos

del Castel San Marion, cerca de Perugia. Alrededor del


540 antes de J.C. Altura 0’8 m. Museo de Perugia.

61 Parte de una estatua en terracota pintada de un joven


dios. Decoraba el frontón del templo dello Scasato en Fale­
ri (Civita castellana). Del siglo m o π antes de J.C. Al­
tura 0’64 m. Museo de la Villa Giulia, Roma.

62 Parte de un sarcófago en terracota. Un delfín aparece en


relieve. De Tuscania. Siglo xi antes de J.C. Altura 0’40 m.
Longitud 0’83 m. Museo Arqueológico de Florencia.

63 Urna de Arnth Velimnes Aules, yaciendo en su lecho. Dos


demonios funerarios o tases montan guardia en la parte
inferior del monumento como si protegiesen las puertas
del otro mundo. Tumba de Volumni cerca de Perugia. Si­
glo il antes de J.C.

64 Medallón en oro. En forma de máscara de Aquiles. El ca­


bello y la barba según el procedimiento del granulado;
cara en trabajo repujado. Alrededor del 500 antes de J.C.
Altura 0’4 m.

65 Aguja en oro ricamente decorada según el procedimiento


del granulado. En el cierre aparece una inscripción etrus-
ca. Procede de Chiusi. Siglo vil antes de J.C. Longitud
0’41 m. Louvre, París.

66 Anillo plano en oro, rodeando el asa de una botella.

67 Ampliación de un detalle del precedente (Ambas foto­


grafías proceden del laboratorio fotográfico del Louvre.)
El anillo está rodeado por dos frisos de quimeras y ca­
ballos alados, que se destacan sobre un fondo granula­
do. Alrededor del 500 antes de J.C. Diámetro 0Ί4 m. Lou­
vre, París.

68 Candelabro en bronce. Uno de los trabajos más hermo­


sos del relieve etrusco. Tiene dieciséis asas. En el cen­
tro aparece la cabeza de una Gorgona. Las asas están ador­
nadas con figuras alternantes de Sileno y sirenas. Procede
de Cortona. Segunda mitad del siglo v antes de J.C. Diá­
metro 0’58 m. Museo dell’Accademia Etrusca, Cortona.

256
Notas sobre las láminas

69 Detalle de un cierre rectangular en oro. Montado sobre


dos varillas transversales, y una varilla central vertical;
esta extraordinaria joya presenta una superficie comple­
tamente cubierta con leones y criaturas mitológicas (es­
finges, arpias, quimeras). Las figuritas están trabajadas
en repujado y decoradas según el procedimiento del gra­
nulado. Procede de la tumba Bemardini en Palestrina.
Fines del siglo vu a J.C. Lingitud 0Ί7 m. Anchura 0’6 m.
Museo Pigorini, Roma.

70 Brazalete en oro (o un pendiente muy grande según la re­


ciente interpretación que da en Acme, V, 1932, C. Albizza·
ti y A. Stenico, pág. 594 y sig.). Un espécimen parecido se
encontró en la misma tumba. Sobre la banda de oro lami­
nado, aparece una sucesión de pequeños recuadros rec­
tangulares en los que están representadas tres deidades
de aspecto algo oriental. En los bordes, hay una serie de
dibujos geométricos. Toda la decoración sigue la técnica
del granulado. A ambos extremos, sobre fajas plegables,
está representada una diosa rodeada de leones. Procede de
la tumba Regolini Galassi, en Cerveteri. Alrededor del
650 antes de J.C. Longitud curva 0’26 m. Anchura 0'6 m.
Museo Vaticano.

71 Pendiente en forma de pequeño tonel. Decorado en fili­


grana y granulado. Fines del siglo vi antes de J.C. Louvre,
París.

72 Ánfora bucchero, con un alfabeto grabado y una inscrip­


ción etrusca. De Formello, cerca de Veii. Alrededor del
600 antes de J.C. Museo de la Villa Giulia, Roma.
73 Vasija bucchero en forma de pájaro con cabeza humana.
Aparecen incisiones en la barba y en las alas. El cabello
peinado en líneas muestra una influencia griega. De Vul-
ci. Primera mitad del siglo vi antes de J.C. Altura 0’24 m.
Diámetro 0’21 m. Celle.
74 Jarrón bucchero. En la base aparece un alfabeto grabado.
En el cuerpo hay un silabario. De Cerveteri. Altura 0Ί7 m.
Museo Vaticano.
75 Jarra de vino en forma de cáliz, pintado con figuras ro­
jas. Aquiles, que es llamado aquí, por equivocación, Ayax,
corta el cuello de un prisionero troyano en presencia de

14
Los t i ruscos

Caronte. De Vulci. Siglo xv antes de J.C. Cabinet des


Médailles, Bibliothèque Nationale, París.
76 Vaso en oro. Este skyphos, de línea pura y sobria, tiene
como único adornos dos esfinges en cada asa. De la tumba
Bemardini en Palestrina. Segunda mitad del siglo vil an­
tes de J.C. Museo Pigorini, Roma.
77 Diminuto receptáculo empastado, con figuritas de baila­
rinas en el borde, que representan a dos jóvenes, con una
rodilla en el suelo, mirando a lados opuestos; con las
manos se tocan las cabezas. Arte jónico-etrusco. De la
Etruria meridional (Colección Castellani). Fines del si­
glo vi antes de J.C. Altura de la jofaina 0’7 m. Altura de
las figuritas 0Ί5 m.
78 Espejo en bronce de Vulci. Chalcas examinando el hígado
de una víctima. Alrededor del 400 antes de J.C. Museo Va­
ticano.

79 Cofre de Preneste. En bronce, con grabados. Las dos esta­


tuillas de efebos en la tapa servían de asas. Arte helenís­
tico. Louvre, París.

258
Bibliografía crítica

I. O br a s g e n er a les

Algunas obras están anticuadas, pero nos permiten seguir


el curso de la historia de la Etruscología. Uno de los prime­
ros libros es el de Thomas Dempster, De Etruria Regali libri
septem; fue escrito en Florencia entre 1723 y 1724. Los cono­
cimientos del siglo XVIII sobre Etruscología están resumidos
en el Saggio di lingua etrusca e di altre antiche d’Italia del
Abbé L. Lanzi (1789). Algunos libros que datan de cien años
atrás aún pueden ser utilizados con provecho, como el de
G. Dennis, The Cities and Cementeries of Etruria, 2 vols.,
3.a edi., Londres, 1883, y el de Κ. Ο. Muller y W. Deeke, Die
Etrusker, 2 vols., Stugart, 1877. ·
Los siguientes estudios modernos son indispensables :
P. Ducati, Le problème étrusque, Paris, 1937 ; M. Pallottino,
Etruscología, 3.a edic., Milán, 1955; R. Bloch, L'art et la civilisa­
tion étrusques-, Colección Civilisations d’hier et d’aujourd’hui,
Pion, 1955. En enero de 1957, la revista Historia, Zeitschrift
für alte Geschichte, publicó un número dedicado por entero
a los etruscos, y escrito por una serie de expertos.

II. LOS GRANDES PROBLEMAS

El problema de los orígenes de los etruscos fue discutido


en el XLIV Congreso del Archaeological Institute of America
celebrado en Nueva York el 30 de diciembre de 1942 —ver
American Journal of Archaeology, XLVII, 1943, pág. 91 y sig.
Entre los que tomaron parte en la discusión había: D. Randall-
Maclver (¿Quiénes fueron los etruscos?), E. H. Dohan (Anti­
guos grupos de tumbas etruscas), G. M. A. Haufmann (La
evidencia de la arquitectura y de la escultura), H. M. Koenigs-
wald (El lenguaje etrusco). La mayoría de estos investigadores
eran partidarios de la tesis Oriental.
El problema de los orígenes etruscos está científicamente
planteado en la obra de M. Pallottino, L’Origine degli Etruschi,
Roma, 1947. En último análisis, Pallottino sostiene la tesis de
la autoctonía, igualmente que Fr. Altheim, en Der Ursprung
der Etrusker, Baden-Baden, 1950. La tesis de un origen septen­
trional, defendida por Pareti en Le origint etrusche, Floren-

;259
Los Etruscos

cia, 1926, es una obra anticuada. La tesis oriental es la que


sostiene P. Ducati en el libro que se menciona más arriba.
También sigue esta tesis el artículo de A. Paganiol, Les etrus-
ques, peuple d’Orient, en los Cahiers d’Histoire Mondiale,
vols. I, II, octubre de 1953, pág. 328 y sig.
Para conocer el punto de vista antropológico, consultar
G. Sergi, Die Etrusker und die alten Schädel des Etruskischen
Gebietes en Archiv für Anthropologie, XLI, 1915, y Sir Gavin
de Beer, Sur l’origine des Etrusques, en Revue des Arts, 1955,
págs. 139-48.
Los mejores estudios sobre la lengua etrusca se encuen­
tran en dos revistas, Studi Etruschi y Glotta. Un resumen de
los conocimientos que se tenían sobre este campo hace algu­
nos años fue publicado veinte años ha por M. Pallottino en
Elementi di lengua etrusca, Florencia, 1936. El excelente ma­
nual de epigrafía etrusca de G. Buonamici, Epigraphia etrusca,
Florencia, 1932, es indispensable. Cabe esperar que se publique
la continuación del Corpus Inscriptum etruscorum, empezado
en 1893, y que pone a disposición de los investigadores el con­
junto de todas las incripciones etruscas, siguiendo un orden
geográfico. The Testimonia linguae etruscae de M. Pallottino,
Florencia, 1954, es una colección de los textos más importantes
y de glosas antiguas.

III. La h i s t o r ia del pu e b lo etr u sc o

El conjunto de textos literariso griegos o latinos referentes


a los etruscos ha sido recogido y traducido al italiano por
G. Buonamici en Fonti di storia etrusca, Florencia-Roma, 1939.
Se ha escrito gran número de estudios sobre los comienzos
de la civilización etrusca en Italia. J. Whatmough da un buen
resumen en The Foundations of Roma, Italy, 1937; G. Devoto
trata de la civilización de los pueblos italianos no romanos en
Gli antichi Italici, 2.a edi., Florencia, 1951. D. Randall-Maclver
traza un cuadro de la Italia central en la Primera Edad del
Hierro en Villanovans and early Etruscans, Oxford, 1924, y
estudia la Edad del Hierro en el resto de la península en The
Iron Age in Italy. A study of those aspects of the early civilisa»·
tions which are neither Villanovan nor Etruscan, Oxford, 1927.
Sobre el problema en su totalidad, consultar Italy before the
Romans, Oxford, 1928, del mismo autor. La complejidad de
las corrientes culturales en la primitiva Etruria está muy bien
explicada en el artículo de Pallottino, Sulle facies culturali

260
archaiche deU’Etriiria en St udi Etruschi, XIII, 1939, pág. 85
y siguientes.
Un estudio completo de la historia de Etruria lo constituye
el libro de D. Randall-Maclver, The Etruscans, Oxford, 1927,
y el de M. Pallottino, Gli Etruschi, 2.° ed., Roma, 1940. La
obra de A. Solari, Topografía storica dell'Etruria, Pisa, 1915-20,
puede ser consultada para conocer la distribución geográfica
de los territorios y de las ciudades. Las instituciones y las
mores son el tema de un estudio del mismo autor en La Vita
pubblica e privata degli Etruschi, Florencia, 1928.
Se han hecho una serie de intentos para redescubrir las
características esenciales de la constitución de las ciudades
etruscas a base de recurrir a la inscripciones, y en ciertos
casos a las artes figurativas. En este aspecto deben mencionar­
se las obras de A. Rosenberg, Der Staat der alten Antiker, 1913 ;
de F. Leifer, Studien zum antiken Aemeter-Wesen, en Klio
(Apéndice), Suplemento 23, 1931 ; y de S. Mazzarino, Dalla
Monarchia alio stato repubblicano, Catania, 1945.

IV. La r e l ig ió n y la s a rtes

Las características fundamentales de la doctrina religiosa


etrusca se hallan bien explicadas en los tres ensayos de
C. O. Thulin, Die etruskische Disziplin, Göteborg, 1905-9. A. Gre­
nier da una completa bibliografía (hasta 1948) y traza un buen
cuadro de la religión en Les religions étrusque et romaine,
Colección Mana, París, 1948. Pueden encontrarse muchos ar­
tículos sobre los dioses y los héroes en el Lexikon der grie­
chischen und der römischen Mythotogie, de W. H. Roscher.
Hay dos manuales útiles de arte etrusco, el de P. Duca-
ti, Storia dell’Arte etrusca, 2 vols., Florencia, 1927, y el de
G. Q. Giglioli, L’arte etrusca, Milán, 1935. El interesante y
lúcido libro de J. Martha, L’art étrusque, Paris, 1889, está un
poco anticuado. The Art of the Etruscans, Londres, 1955, de
M. Pallottino, es el manual más moderno que hay sobre este
tema.
Hay dos libros fundamentales sobre las necrópolis : el de
Fr. Von Duhn, Italische Gräberkunde, I, 1924, II, 1939, y el
de Alce Akerstrom, Studien über die etruskischen Gräber, pu­
blicados por el Instituto Sueco de Roma en 1934. M. Pallottino
ha escrito una monografía modélica sobre una ciudad etrusca
en Tarquinia, vol. XXXVI de los Monumenti antichi dell'Ac-
cademia dei Lincei, 1937.
to i 'BWhs'cös
La sistemática utilización de la fotografía aérea ha hecho
aumentar de forma asombrosa nuestros conocimientos sobre
las necrópolis y las ciudades etruscas, ver J. S. P. Bradford,
Etruria from the Air, en Antiquity, vol. XXI, junio de 1947,
páginas 74-83.
No existe una obra general sobre la totalidad de la escul­
tura etrusca. El período arcaico ha sido estudiado por G. Hauf-
man en Altetruskische Plastik, Berlín, 1936; los períoídos
arcaico y clásico son analizados en la obra de P. J. Riis,
Tyrrhenika, and archaeological study of the Etruscan sculpture
in the archaic and classic periods. Copenhague, 1953.
A. Andren tiene un interesante estudio sobre la decora­
ción de los templos etruscos; Architectural terracottas from
etrusco-italic temples, publicado por el Instituto Sueco de
Roma, 1940. El catálogo de las urnas etruscas de E. Brunn y
G. Körte, I rilievi delle urne etrusche, 3 vols., Roma, 1870-1916,
necesita una revisión. M. Pallottino escribe sobre el taller de
Vulca en La scuola de Vulca, Roma, 1945.
Un cierto número de tumbas pintadas se hallan publicadas
en las admirables series Monumenti della pintura antica sco-
perti in Halia. El reciente libro de M. Pallottino, La peinture
étrusque, Ginebra, 1952, destaca por la belleza de las reproduc­
ciones en color. Sobre la pintura antigua debería consultarse
el manual de A. Rumpf, Materei und Zeichnung, Munich, 1953.
Existe una gran variedad de artículos especializados, pero
muy pocos libros sobre el'tem a de las artes menores. No obs­
tante, hay, sobre los espejos, el Corpus de E. Gerhard y el
Etruskische Spiegel, 4 vols., Berlín, 1839-69, vol. V de Klug­
mann y Körte, 1897 ; sobre las piedras preciosas, A. Furtwän­
gler, Die Antiken Gemmen, 3 vols., Berlín, 1900; sobre los
vasos, J. D. Bcazley, Etruscan Vase-Painting, Oxford, 1947 ;
sobre las joyas, E. Coche de la Ferté, Les bijoux antiques,
Colección, «L’oeil du connaisseur», Paris, 1956. Las obras de
A. Furtwängler y de E. Coche de la Ferté no tratan sólo de
Etruria, sino también de la Antigüedad clásica en general.
Una guía indispensable para trabajar en el campo del arte
es el catálogo de la exhibición etrusca de Milán, titulada
Mostra dell’Arte e della civiltá etrusca, Milán, 2.a ed., 1955.
En el mismo, M. Pallottino y su equipo resumen nuestros co­
nocimientos sobre arte etrusco.
Acerca de los principios de la investigación arqueológica,
ver O. G. S. Crawford, Archaeology in the Field, 3.a edi., Lon­
dres, 1954. Sobre las recientes técnicas de excavación en Etru­
ria, ver C. M. Lerici, Prospezione archeologiche en la Rivista
di Geofísica applicata, I, 1955.

262
Fuentes de las ilustraciones
La mayoría de los dibujos fueron realizados por Signor
Norberto Antonioni de Roma, que durante diez años ha tra­
bajado en estrecha colaboración conmigo en las excavaciones
de Bolsena. Las fotografías para las láminas 6 y 7 son obra
mía personal. Los otros dibujos y fotografías enumeradas más
abajo me fueron facilitadas gracias a la cortesía de las per­
sonas e instituciones que menciono, y a las cuales estoy muy
agradecido.

DIBUJOS: Señorita Brenda Bettinson (una de mis ex dis­


cípulos, que también pintó la aguada reproducida en la lámi­
na 19): Figuras 1, 20, 34, 35, 37; señor Claude Hertenberger,
Gran Premio de Roma de Grabado: 3, 6, 12, 13, 19, 31-33.

FOTOGRAFIAS: Profesor J. S. P. Bradford: Láminas 14;


editor Alinari: 5, 22, 23, 36, 51, 54-58, 63, 68, 72, 78; editor Alte-
rroca (Temi) 13-18, 24-27; Bulloz (Francia): 29, 38, 43; A. Egger
(Colonia): 34, 35, 48, 61, 62; Franceschi (París): 12, 31, 32, 37,
42, 49, 52, 64; editor Leda Capelli: 9; editor Bromostampa
(Turin): 8; editor Ugo Pugnaini (Florencia): 50; editor Angeli
(Terni): 59; editor Brogi: 27; Conservador de las Antigüeda­
des de Etruria meridional y del Lacio: 10, 3941, 72; Conser­
vador de las Antigüedades etruscas (Florencia): 28; laborato­
rio del Louvre: 66, 67, 71 ; Archivos Fotográficos de los Museos
Vaticanos: 74; Departamento Fotográfico del Louvre: 46;
Sección Fotográfica del Gabinet des Médailles (Bibliothèque
Nationale, París): 75; Archivos Fotográficos de París: 65, 79;
Walter Dräyer, Zurich: 30, 31, 33, 44, 47, 60, 69, 70, 73, 76, 77;
Martin Hürlimann, Zurich : 53.

El extracto del libro de D. H. Lawrence, Etruscan Places


(Martin Seeker, 1932) que se encuentra en las páginas 182-183
ha sido reproducido gracias a la amable autorización de los
albaceas testamentarios, Pearn, Pollinger and Higham Ltd., y
de los editores, William Heinemann, Ltd.

«
263
Indice onomástico

Acheron, 77. Demaratos, 103.


Aelien, 139. Dempster, S ir Thomas, 16, 26, 68.
Aita, 16, 49, 122. Dennis, George, 38.
Altheim, Franz, 60. Diodomo, Siculos, 131.
Amieno, M arcelino, 157. Dionisio de Halicarnaso, 51, 60, 61.
Amycos, 20. Durrback, 54.
Aníbal, 117.
Anaxagoras, 152.
Arnobio, 148. Escipión el Africano, 124.
Aristodemo, 107. Fabrelli, 39.
Aristóteles, 97. Felsina, 99.
Atkinsons (R. J. C.), 45. Fescennine, 146.
Aulo Gellio, 147. Ficoroni, Francesco, 19, 20.
Fidias, 185.
Focillon, 30.
Baldelli, Onofrio, 23. Forlivesi, Gian Nicola, 20, 22.
Baron, 36. Fréret, Nicolás, 51.
Batista Passeri, 29, 30.
Begoe, 149.
Bebryces, 20.
Beer, Sir Gavin de, 55. Galassi, 38.
Bigae, 36. Garampi, 16.
Brizio. 43. Gerhard, 36, 37.
Bruto, Lucio, 108. Gori, A. F., 21, 33.
Buonarotti, 17. Goethe, 34.
Byres, James, 22. Gozzadini, Conde, 40.
Gubblio, 77.
Guamacci, Mario, 17, 29.
Camilo, Marco, 111.
Capellá, M ariano, 159, 160.
Caylus, Conde, 24, 33. Harúspices, 9, 150, 152, 156, 158, 159.
Cicerón, 149, 155. Heráclito, 152.
Claudio, 15, 103, 147. Herodoto, 49, 50, 97, 133.
Cousin, 54. Hesiodo de Alejandría, 68, 136.
Curaont, Franz, 18. Horacio, 50, 146.

265
Los Etruscos

Juliano, 153. Ruliano, Quinto, 115.

Lanzi, Abé Luigi, 25, 33, 34. San Jorge de Donatello, 192. *
Lawrence, D. H., 182, 183. Segre, Umberto, 25.
Lerici, C. M., 45. Servio, 157.
Livio, 7, 52, 98, 101, 103, 104, 108, 109, Séneca, 15, 153.
111, 113, 140, 145, 146, 148. Seutonio, 102.
Lucumón, 101, 103. Signorelli, Lucas, 23.
Lucrecia, 108. Sila, 117.
Luynes, Duc, 36.
Ly dus, Juan, 59, 156.
Tácito, 50.
Tanaquil, 101.
Macrobio, 157. Tarquinia, 16.
M aiuri, 69. Tarquinio Prisco, 15, 101.
Marcio, Anco, 101.
Tarquinio el Viejo, 101, 102, 103.
M arqués de Campana, 39.
Tarquinio el Soberbio, 103, 108.
Mario, 117. Tarquinio, Cneo, 103.
M ariette, 30, 31. Tartaglia, 16.
M artha. 169. Teopompo, 133.
M arsiliana d ’Albergna, 70. Timaeo, 133.
M asterna, 103. Tifon, 190.
Merimée, 35. Triclinio, 184.
Metelo, Lucio, 116. Trom betti, 60.
Miguel Angel, 16, 192. Tulio, Servio, 102, 103, 104.
Mus, Publio, 116.

Octavio, 102. Urganilla, 15.


Orcus, 193.
Ovidio, 50. Varron, 146.
V errio Tlaco, 147.
Pallottino, Massimo, 60. Vibenna, Aulo, 103.
Persepone, 167. Vibenna, Celio, 103.
Pindaro, 110. Virgilio, 7, 50.
Piranesi, 22, 24, 31. Volnius, 146.
Plauto, 133. Vulci, François, 190.
Plinio, 15, 153.
Porsena, 109.
Polux, 16. W inckelmann, 24, 33

Regolini, 38, 40, 60, 171. Zannoni, 41.

266
Indice general

PREFACIO 5

INTRODUCCIÓN 7

PRIMERA PARTE : LOS MODERNOS Y ETRURIA 13

I. LA HISTORIA DE LA ETRUSCO-
LOGÍA 15

SEGUNDA PARTE : LOS DOS ASPECTOS DEL MISTE­


RIO ETRUSCO 47

II. EL ORIGEN DEL PUEBLO


ETRUSCO 49

III. EL ENIGMA DE LA LENGUA


ETRUSCA 65

TERCERA PARTE : LA HISTORIA DEL PUEBLO


ETRUSCO 81

IV. NACIMIENTO Y EXPANSIÓN 83

V. LA HEGEMONIA CONTINENTAL
DE ETRURIA. SU CAÍDA Y LA
CONQUISTA ROMANA 98

VI. INSTITUCIONES Y COSTUM­


BRES ETRUSCAS 120
CUARTA PARTE: ASPECTOS DE LA CIVILIZACIÓN
ETRUSCA 143

VIL LITERATURA Y RELIGIÓN 155

VIII. EL MUNDO DEL ARTE ETRUSCO 169

CONCLUSIÓN 199

LAMINAS 201

NOTAS SOBRE LAS LÁMINAS 249

BIBLIOGRAFÍA CRÍTICA 259

FUENTES DE LAS ILUSTRA­


CIONES 263

ÍNDICE ONOMÁSTICO 265

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