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Post # 2
Una parejita para el diván
por Ana Violenta Garza
31 de diciembre de 2011
Antes de que Juan Pablo llegara a mi
departamento me esmeré como nunca en peinarme
y maquillar la tristeza de mi rostro con corrector
de piel.
Al echar un último vistazo al espejo pude ver
dos halos negros rodeando mi mirada. Ya lo sabía:
esa noche iba a ser la última gran velada a su lado
porque en breve debía sacar a flote mis
descubrimientos en su Facebook.
Nos pasamos horas pegados cada quien en su
iPhone haciendo llamadas a los amigos. Muchos
minutos perdidos para no estar solos. Evasión.
Miradas inquisidoras y una serie de fotos
abrazados.
Ebrios de Chablís y olvido, esa noche no hubo
sexo. Dormimos largamente hasta que el nuevo año
llegó con sus rayos fulminantes anunciando la
hecatombe.
Mi relación por mail con Hugo continuaba.
Supongo que él era Valmont y yo la señora casada
a la que intentaba seducir. Pero no había ninguna
mente siniestra detrás. Era más bien la sed de amar
lo que transformó nuestra comunicación en un
bello pasaje de Las amistades peligrosas.
En los primeros días de enero concluí el
romance con Juan Pablo y tuve que decirle la
verdad sobre mi grave intromisión en sus
teléfonos. Como lo esperaba, tergiversó el tema de
tal manera que fui yo la gran villana. Ya no me
importaba y él tampoco hizo el esfuerzo por
retenerme.
Una vez que me sentí libre dediqué mi tiempo a
terminar algunos textos inconclusos y a leer.
Quería olvidar mi fracaso transportándome a vidas
ajenas de héroes literarios. Y parcialmente lo
logré.
Luego llegó la hora de probar suerte, de
reinventarme como mujer y me regalé el privilegio
de dejarme amar por Hugo.
No me pregunten cómo pasó todo. Sólo diré que
seguí los consejos de Choderlos de Laclos y me
precipité a sus brazos. Nos amamos intensamente
un par de meses lamiéndonos las heridas y
cerrando los ojos al mundo real. Leímos,
escribimos, bailamos mucho y lloramos. Hacíamos
el amor a todas horas. Era un gran amante…
Me dejé chiquear y él permitió que lo
desordenara. Yo era su niña malcriada y él mi
padre complaciente. Una relación plena por los
tintes incestuosos que le dimos: jugando a la
casita, al Lobo y la Caperuza en una casa de dulce
como la de Hansel y Gretel. Pero no había bruja
mala y sí muchos chocolates y flores.
Cuando lo visitaba en su casa de campo
hablábamos poco del futuro. Era llegar, cerrar la
puerta y planear el fin de semana fuera de tiempo
dejando los fantasmas en el guardapolvo de la
puerta. Vigilados por miles de libros que se
agitaban con una presencia bailarina y alegre.
Una noche Baudelaire bajó del librero y se
posó en la cama donde dormíamos. Sentí su
genuflexión sobre la esquina del colchón y
desperté asustada. Quise despertar a Hugo para
que me abrazara, pero el sueño en él es un
presente de dioses que no quise arrebatar con mis
temores. En cambio tomé aliento y al mirar la
cabecera habitada por cientos de hombres
luminosos me sentí protegida y volví a dormir.
Lástima que los sueños son sólo eso: sueños. Y
un día tuve que abrir los ojos. Hubiera querido
permanecer arrellanada sobre su pecho y verlo
dormir con un gesto sereno, pero el despertar fue
telúrico.
Mi mente explotó con tanta perfección pues
nunca me habían amado de una manera tan
transparente, y sin más, tomé mis maletas, me puse
el casco y el traje camuflado para regresar a una
guerra atroz al lado de Juan Pablo.
¿Por qué regresé al campo de batalla? Aún no
lo tengo muy claro. Las relaciones humanas (y
sobre todo las de pareja) son un tema muy
complicado. Quizás volví para sacarme la espinita
que tenía clavada, finalmente Juan Pablo había
sido el único hombre que no cayó rendido a mis
brazos y había preferido quedarse con Leticia que
luchar por mi amor (cuando lo tuvo). A una mujer
con mi carácter eso le castra. No era posible que
las cosas se quedaran tan quietas. Me indignaba
ver que el rompimiento de enero no le hubiera
afectado a tal grado de abandonar todo por mí. Al
final, cuando vio que yo estaba a punto de irme a
vivir con Hugo, el mundo tembló bajo sus pies y
decidió buscarme para que recapacitara.
Juan Pablo ya tenía bien planeado su discurso:
“Cómo es posible que te vayas a vivir con un
hombre al que apenas conoces, y que además tuvo
un desliz amoroso con otro hombre. Imagínate,
querida, si conmigo vivías neurotizada por
encontrarme mensajes con mujeres, ¿qué vas a
hacer el día que le encuentres a Hugo Villegas un
mail amoroso firmado por otro cabrón? O algo
peor: ¿qué va a decir el padre de tu hija cuando se
entere que la metiste a la casa de un gay
arrepentido?”
Lo único que denotaban este tipo de
comentarios era el ardor de Juan Pablo, ya que a
mí no me interesaba hacer juicios del pasado
sexual de Hugo. Aun así, Juan Pablo continuó
pintándome un panorama desastroso al lado de mi
nuevo amante.
Ahora que veo las cosas desde otra perspectiva,
comprendo que en parte dejé a Hugo porque su
dinámica de vida se parecía demasiado a la que
llevaba mi ex pareja (el padre de mi hija) y temí
que tanto amor y tanta complacencia terminaran
por aburrirme.
Hace poco supe que Hugo encontró a una chica
más joven que lo mima y se ha entregado a él sin
recelo.
Mientras, yo libro cada día una batalla en el
campo minado que Juan Pablo preparó en mi
ausencia. Estamos muy lejos de la paz deseada y
vivimos en medio del tiroteo que cesa solamente
durante la tregua pactada al llegar a la cama: el
único lugar seguro donde puedo olvidar que existe
Leticia, Carola, Gema, Chiara y Vianey, mientras
compungida recuerdo y leo a Hugo.
De:
beatrizmeretriz@gm
A: av24@hotmail.c
Asunto: ¡Qué lío!
Ana Violenta:
Me apena que estés volviéndote tan sicótica,
pero a la distancia, (y mientras sigas
considerándome confiable) créeme que disfruto
como una adolescente todo este enredo.
No te enojes. Supongo que no es nada sencillo
sobrellevar una situación así, pero mira: hay
mujeres condenadas a una rutina tan monótona que
ya quisieran tener por lo menos un poco de tus
achaques amorosos. Supongo que la difícil labor
de enterrarte el puñal ha de resultar muchas veces
hasta excitante.
Yo digo que vas a quedar loca y destrozada de
los nervios si insistes en continuar con el
espionaje. ¿Para qué lo haces si las dos sabemos
perfectamente que no vas a poner orden? Entonces
el consejo que te daría es dejar de hacer
entripados y utilizar toda esa basura en algo que
por lo menos te deje alguna satisfacción.
Una vez me contaste por teléfono que Juan
Pablo te salió con el pueril argumento de que
coqueteaba con esas gatas con fines “literarios”,
para hacer una novela o un estudio antropológico
sobre cómo reaccionan las mujeres cuando un
hombre como él les habla bonito. ¡Por Dios,
Violentita! Ésa es la mentira más estúpida que ha
dicho en su vida, pero tú puedes hacerla realidad.
Si dices que vas guardando todas las
conversaciones y las fotos, pues utiliza ese
material para escribir una novela.
No te digo que copies y pegues las charlas
íntegras. Matízalas o exagéralas. Y el día que te
decidas a dejarlo ponle el manuscrito en su camita
con una dedicatoria especial.
¡Ya me imagino su reacción! Bueno, es tan
cínico que es capaz de buscarte para pedir
“derechos de actor”, o peor aún, para hacerte
observaciones y exigirte que traces mejor su
irresistible personalidad. No sería mala idea, ¿o
sí? Por lo menos te vas a entretener, y sacándolo
todo podrías ver las cosas con una distancia
crítica, porque temo decirte, querida hermana, que
sólo estás mirando el árbol, no el bosque
completo.
Pasando a otro tema, platícame qué onda con
Hugo. ¿Sabe que volviste con Juan Pablo?
No pierdas esa amistad. No sabes en qué
momento va a tronar la bomba con tu amado
adúltero y si apagas la débil flama que todavía
tirita entre Hugo y tú te vas a arrepentir.
Tienes que aprender a sacar provecho de las
traiciones de Juan Pablo. Ese cabrón es bien astuto
y no quema sus naves. Sabe que por seguir siendo
un hijo de la chingada un día le vas a dar una
patada en el trasero y precisamente por eso (y no
por amor o deseo) conserva encendida la vela con
Leticia. Ella ya está blindada a prueba de
cornadas, y como está vieja y fea igual que él,
asume que debe hacer de tripas corazón. No
porque lo ame, sino porque es su último tren, ¡y es
un último tren de lujo, querida! No creas que si
ella se entera de que vive contigo lo va a soltar.
¡No es tonta! Leticia no tiene más alternativa que
callar mientras le cae ropita, dinero y caprichitos
que el otro le paga por culpa y por no desatender
esa inversión que a la postre le puede servir como
nido para no enfrentar solo su decrepitud.
Entonces, si tienes al maestro en casa,
¡apréndele! Sigue alimentando la relación con
Hugo o cultiva nuevas tierras. Él lo hace a pesar
de tener en contra dos factores… Uno: las tipas
que le dan coba lo hacen para bajarle el dinero.
Dos: tiene el tiempo encima. ¡Tú no!
Así que deja de victimizarte y toma a Juan
Pablo como el mejor ejemplo de lo que debes
hacer. ¡Ya quisiera yo tener en casa a un maestro
que me enseñara cómo engañarlo!
Ya me voy, que por estar maquinando todo esto
se me hizo tarde para las clases de yoga.
Te abrazo de lejos y piensa bien lo que te digo.
La tienes fácil y en la mano. Para de lamentarte y,
con todo lo que tienes, ¡chíngatelo!
Te quiero,
Beatriz.
Vianey
Ayer, como una bocanada de aire fresco llegó a mi
oficina una chica que trabaja como asistente de un
diputado. La mujer entró sin pedir permiso y se
puso enfrente, algo nerviosa, para pedirme que le
haga una entrevista a su jefe.
—Siéntate, le dije.
—Perdón por entrar así, pero llevo varios días
queriendo verte y nada más no podía coincidir con
tus horarios. Disculpa la interrupción.
De entrada me tuteó, señal innegable de que
pretendía entrar en confianza.
—No te preocupes, la mayor parte del tiempo
me la paso fuera y es difícil encontrarme, pero,
bueno, tu nombre es…
—Vianey.
—Qué original.
—A mí no me gusta, pero así me pusieron mis
papás.
—No, lo digo en serio. Perdón, pero tengo un
grave problema: como parte de mi trabajo es
ironizar todo el tiempo, a veces cuando quiero
hablar en serio la gente no me cree.
—Lo sé, lo sé. No te creas, la verdad me daba
pavor venir a verte precisamente por eso: todos
los conocidos que tenemos en común me habían
advertido que para hablar contigo se debe ser muy
inteligente, muy culto o muy astuto para no
volverse tu víctima.
—¡Qué exageración! ¿A poco piensan eso de
mí? No es para tanto.
—Sí, ya veo que tienes dos facetas…
—No es que tenga dos facetas, simplemente
debo representar varios personajes. Es una
cuestión de estilo, pero no soy tan inaccesible
como te contaron (y menos con una mujer tan
guapa como tú).
—¡Ja! También me llegó el rumor de que se te
da lo coqueto.
—Son mitos, mi querida Vianey. Simplemente
sé apreciar la belleza. Pero más que la belleza,
tengo un olfato especial para reconocer la
inteligencia y el talento, y al ver la seguridad con
la que irrumpiste en esta oficina me he dado una
idea clara de quién eres.
—¿Ah, sí? Y según tú, ¿quién soy?
—No quiero que te vayas de aquí con el ego tan
rebosante que no puedas subirte a la combi. Sólo
diré que independientemente de lo que yo pueda
pensar de ti, a todas luces se nota que eres una
mujer interesante.
Luego de ese primer round de elogios (en el que
por supuesto exageré), Vianey me dejó una carpeta
llena de documentos inútiles sobre la mediocre y
deficiente participación de su patrón en el
Congreso. Antes de cruzar el umbral me agradeció
casi con reverencias que le hubiese prestado diez
minutos de mi ajustadísima agenda. Yo le contesté
que iba a ser un placer entrevistar al diputado, y
justo antes de que se perdiera en el pasillo le di
alcance para tomar el ascensor juntos.
—Se me olvidaba que tenía una reunión
importantísima con el presidente de la Gran
Comisión del Congreso.
—¡Uy!, perdóname, Juan Pablo, creo que me
extendí un poco con lo de la entrevista. Ojalá
llegues a tiempo, sino me sentiría fatal.
—Ah, pues tú vas para el Congreso también,
¿no? Ahí debe estar sesionando ahorita tu jefe.
—Sí, también voy para allá. Es una lata eso de
ir y venir en combis trepada en estos tacones.
—Pero debes aceptar que los usas porque sabes
lo bien que te lucen.
—Eres tremendo, no cabe duda.
—Por hoy estás de suerte porque no vas a tener
que tomar pesera. Si vamos al mismo lugar, no
vale la pena. Te llevo y vamos conversando otro
rato, ¿te parece?
Durante el trayecto de mi oficina al Congreso,
Vianey dejó al descubierto su personalidad
frívola, pero a un hombre como yo (que en su casa
tiene a una mujer inteligente, bella, pero neurótica
y paranoica) eso no le interesa.
En cada alto volteaba a ver a Vianey fijando la
mirada en sus ojos como para darle a pensar que
en realidad me interesaban las estupideces que
decía. Poco a poco fui bajando el punto visual,
hasta recorrer todo su cuerpo. Viéndola bien, era
bastante vulgar y se notaba enferma de anorexia.
Nada que ver con Ana Violenta, pero eso es
precisamente lo que siempre busca un hombre
comprometido: algo opuesto de lo que tiene en
casa.
Sin dejar de intervenir en la fútil charla dejé
abierta la posibilidad de invitarla a comer en estos
días. Ella aceptó al instante, y como buena
vampiresa que se escuda en la falsa beatitud, me
dijo: “Es en plan de amigos, ¿verdad? Porque
sabrás que tengo una relación seria con un chavo y
es muy celoso”.
No dije más. Sólo le guiñé el ojo y la obligué a
acercarse lo suficiente para que se despidiera de
beso.
—Te marco en el transcurso de la semana para
que me digas a qué restaurante te gustaría ir.
—Conste, pues también me han dicho que
sueles dejar plantadas a tus amigas.
—¿Crees que te podría dejar plantada?
Segura de su potencial, Vianey sonrío con
malicia.
—No ha nacido el hombre que se atreva a
dejarme plantada.
—Me lo imagino, y no seré el primero. Así que
escoge el lugar y cuando te contacte me dices a
dónde paso por ti.
—¿Al que yo quiera?
—Al que quieras. Y si escoges uno fuera de la
ciudad, también.
—Me encanta la idea. Espero tu llamada
entonces y gracias por darle cita a mi diputado.
“Su diputado” es un tipo limitado y analfabeto,
pero Vianey se siente orgullosa de poder estar en
el pleno tomando notas y midiendo de cerca a los
posibles prospectos que la podrían sacar de la
miseria en la que vive. Con tantos años en este ajo
sé identificar a kilómetros qué mujer es una
arribista y quién vale la pena para llegar a algo
más serio. Vianey era buena para una aventurilla
exprés. No más.
Siempre que llevo a la tintorería las camisas de
Juan Pablo verifico si en las bolsas no ha dejado
billetes o algún papel importante. Casi nunca he
encontrado dinero. Es demasiado cuidadoso y los
billetes, esté ebrio o sobrio, los deposita en su
bolso derecho del pantalón junto con las llaves de
sus dos casas: la nuestra y la que tiene con Leticia.
También carga una estampa de la Guadalupana
para que lo proteja en todas sus fregaderas.
Siempre he dicho que esa virgencita es una
verdadera alcahueta de los machos mexicanos.
Los papelitos donde anota los teléfonos de la
gente que acaba de conocer no son un objeto
recurrente en sus escondites. Juan Pablo es un
adicto al celular y cada vez que toma algún dato lo
ingresa al directorio electrónico, pero cuando le
entregué las camisas a la empleada de la tintorería
me dijo: “Señora, acá le doy este papel que estaba
en la camisa del señor”.
Lo desdoblé y tenía escrito el nombre Vianey,
un número de celular y una boba carita feliz. La
letra no era de Juan Pablo. Supuse que Vianey
sería una chica de unos veinticinco años (conozco
el tipo de letra que usan las mujeres de su
generación).
Le agradecí a la señorita el noble gesto de
devolverme la nota y salí furiosa del lugar. Llegué
a la casa y en un rapto de coraje pensé en marcar
el número para enfrentar a la interfecta. No. Debía
ser mucho más inteligente. Si la muchacha era una
chupapitos profesional seguramente le importarían
poco mis amenazas y Juan Pablo, por su parte,
montaría en cólera por mi intromisión. Entonces
elucubré (por el día en el que le vi puesta la
camisa en cuestión) que la habría conocido tres
días atrás: tiempo suficiente para que el galán
imperfecto la agregara a Facebook.
Otra vez el mismo ritual. ¿La jeringa? ¡Presente!
¿La ampolleta de bilis intravenosa? ¡Lista!
Ingresé el nombre de la mujer en el buscador de
Facebook. Vianey. ¡Voilá! Apareció la foto de su
perfil.
Como bien lo intuí rondaba los veintiséis años.
Vianey se definía a sí misma en su biografía con
estas palabras: “Amante de las motos. Me
encantan los tatuajes y los chicos malos. Me
molesta aparentar algo que no soy. Librepensante,
izquierdosa, algo cabrona. Tomo lo que me gusta
(sobre todo cuando tomo), y para variar… soy un
bombón”.
Para rematar el mal viaje, entrando al inbox de
Juan Pablo encontré la conversación delatora. Lo
más impresionante (o ridículo) es que ya la
llamaba “mi vida” cuando tenían escasos tres días
de conocerse.
Ella le contestaba sus coqueteos con
monosílabos (dudo que tenga un gran vocabulario),
y a leguas se notaba que estaba fascinada de que
un donjuán cincuentón con cierto poder en la
ciudad la acosara con palabrillas lisonjeras y
promesas materiales.
Por lo que pude entender por esa sarta de
ridiculeces se encontrarían dos días después. Él
quedó muy formal de pasar por ella al Congreso a
las cuatro en punto de la tarde. Era mi oportunidad
dorada de pillarlo para armarle un escándalo en la
banqueta y exhibirlos a los dos enfrente de la clase
política de pacotilla que gobierna esta ciudad. El
show no pasaría de largo pues, como seguramente
los parásitos que tenemos por diputados
sesionarían hasta esa hora, una horda de reporteros
gordos estarían echando torta en los changarros de
junto. Sí. Ya era tiempo de hacerle ver a este
ingrato que de mí no se iba a seguir burlando.
Sabía el lugar y la hora, solamente faltaba el
ingrediente esencial para consumar mi plan: un par
de huevos bien puestos.
Segunda parte
(Una noche antes de ir al Congreso)
Antoine Dupré: Hola, guapa. ¿Cómo estás? ¿Te
acuerdas de mí? Nos conocimos en el autobús que
iba de Puebla a Valle. En febrero pasado, ¿me
ubicas?
Ana Violenta: ¡Qué tal! Te ubico
perfectamente. El arquitecto francés fanático de la
fotografía y del existencialismo, ¿cierto?
AD: Oui, soy yo. Y dime, ¿cómo va el libro que
estabas escribiendo cuando te conocí?
AV: ¿El de las rumberas? Mal. Muy mal. Lo
abandoné porque me encargaron otro de la
editorial. ¿Tú qué tal? ¿Estás en México?
AD: Acabo de volver hace unos días y voy a
estar por Puebla. A ver si podemos vernos.
AV: ¡No me digas!, quién fuera francés para
poder viajar tan seguido.
AD: Sí. Planeaba ir a Australia, pero quedé
enamorado de México (y de una mexicana).
AV: Ah sí… ¿Las francesas ya te hartaron?
AD: No, pero las mexicanas son especiales. ¿Y
de qué va tu libro nuevo? ¿Vives en Puebla o al fin
te fuiste a Valle?
AV: Ya no me fui. Una larga historia… Y
Puebla, pese a todo, me gusta.
AD: Es muy lindo, pero más las poblanas como
tú.
AV: Qué halagador, pero temo decirte que no
todas son tan encantadoras.
AD: Oh, qué vanidad. Ese día que te vi
subiendo al bus en verdad me impresionaste y
pensé que era una desgracia no haberte encontrado
antes.
AV: Bueno, es que México no es tan pequeño
como para toparte a la misma gente todos los días.
Va de mitos urbanos.
AD: ¿Cómo?
AV: Ah, es que estoy respondiéndote la pregunta
que hiciste antes de empezar a elogiarme. Mi libro
nuevo se trata sobre mitos urbanos.
AD: ¡Oh, sí! Qué tonto. Perdóname, por favor,
no quiero ser inoportuno. Tal vez estás ocupada y
yo quitándote el tiempo.
AV: Para nada. A esta hora debería estar
durmiendo (y tú también).
AD: Creo que aún traigo atravesado el jet lag.
AV: ¿Cuándo llegaste? ¿Cuál es tu plan?
AD: Mi plan es quedarme un par de meses para
terminar de conocer tu país. Quise buscarte ayer
mismo por el ordenador, pero supuse que estarías
con tu novio y no quise molestar. ¿Sigues con él?
Era el hombre que llegó por ti a la estación,
¿verdad?
AV: Sí.
AD: Por cierto: los amigos que fueron por mí
ese día me dijeron que es un escritor conocido.
AV: Sí, Hugo Villegas es un buen escritor.
AD: ¿Y él vive en Valle y tú en Puebla?
AV: Así es. Pero ya no ando con él.
AD: Oh, qué pena por él. Bueno para mí.
Además te llevaba muchos años, ¿no?
AV: Sí, veinticuatro.
AD: Wow, son demasiados.
AV: Son muchos, pero estoy acostumbrada a
salir con hombres más grandes. En verdad que no
he sentido la diferencia y mis relaciones con
hombres mayores han sido las más plenas.
AD: Tendrán mucho que enseñarte (y más si son
escritores).
AV: Mucho. Aunque de mí también han
aprendido dos o tres cosas.
AD: ¿Cómo qué?
AV: Han aprendido a vivir, no a sobrevivir.
AD: Uf… Suena muy pretencioso.
AV: Lo sé. Te juro que no quiero parecer
vanidosa, pero creo que los he hecho muy felices.
AD: ¿Y por qué terminaron entonces? ¿Se
puede saber?
AV: Prefiero no entrar en detalles.
AD: ¿Otro amante?
AV: Algo así.
AD: Ya. Y dejaste al escritor por regresar con
él.
AV: De alguna manera así fue.
AD: Debes estar muy feliz. No siempre se
puede estar con la persona que amas.
AV: Debería estar feliz. Creo que no lo soy.
AD: ¿?
AV: De hecho escribo sobre el asunto en estos
días.
AD: ¿Una autobiografía? ¿Un diario?
AV: Una novela.
AD: Qué interesante. Ya quiero leerla. Es más:
quiero saber todo de ti.
AV: ¿Por qué tanto interés, Antoine? Nos vimos
una sola vez. En un camión, y ni caso te hice por ir
trabajando.
AD: Cierto. Y sonará muy extraño, pero la
conversación que tuvimos me bastó para saber que
eras una mujer inteligente y sensible. Y hermosa.
Eso se nota a kilómetros.
AV: Qué lindo, Antoine.
AD: He visto tus fotos en el muro y luces
espectacular como entonces. Un poco más delgada,
eso sí.
AV: Esa tarde, en ese camión, conociste a una
mujer segura de sí misma, vital, alegre, llena de
ilusiones. Ahora luzco gris y deprimida.
AD: ¿Por qué, cielo?
AV: ¿Cielo?
AD: ¿Te molesta? Alguien deprimido necesita
que le digan palabras dulces.
AV: No, no me molesta para nada. No te quiero
aburrir contándote historias patéticas, mejor
hablemos de otras cosas. ¿Por qué nunca me
habías saludado si me veías conectada?
AD: No sabía qué decirte.
AV: ¿Y hoy?
AD: Hoy es hoy y pasó. Quería saludar a la
mujer que me dejó tan impactado y decirle que
vine por ella.
AV: Jajaja, ahora sí me hiciste reír. Qué
exageración.
AD: Piensa que es exageración, para mí mejor.
AV: ¿Por qué mejor?
AD: Porque así será más agradable la sorpresa.
AV: ¿Cuál sorpresa?
AD: Nuestro encuentro.
AV: Uy, qué rápido eres. Como todos… ¿Y
quién te asegura que quiero verte?
AD: Nadie, pero lo harás.
AV: ¿Ah sí? Qué seguro el franchute…
AD: ¿No quieres? Esas dos horas que nos
vimos fueron agradables, ¿no?
AV: Sí. Platicamos un poco de fotografía… Te
recomendé leer a Salvador Elizondo y…
AD: Lo hice. Lo leí en español. Muy fuerte, por
cierto.
AV: ¿Cuál leíste?
AD: Farabeuf y luego encontré Narda o el
verano.
AV: ¿De verdad?
AD: Claro. Si cuando volví a París pensé
mucho en nuestro encuentro. Fuiste la última cosa
bonita que vi en México.
AV: Gracias por decirme “cosa”.
AD: Tú me entiendes.
AV: Sí, hombre, entiendo perfectamente. Oye,
¿por dónde empieza tu recorrido?
AD: Oaxaca, ¿vienes conmigo? Yo invito todo.
Sería fabuloso.
AV: Me encantaría, pero no puedo. Tengo hijas
que cuidar.
AD: ¿No que sólo tenías una?
AV: Sí, pero recuerda que vivo con mi galán y
él tiene dos hijas. Soy una petit maman.
AD: Me encanta tu francés.
AV: Es pésimo.
AD: Yo te enseño, si quieres.
AV: ¿Y luego a dónde vas?
AD: A verte.
AV: ¿?
AD: ¿No te gusta la idea?
AV: No lo sé.
AD: Por Dios, en plan de amigos.
AV: Claro. No podría ser en otro plan.
AD: Sí podría ser, pero estás ocupada.
AV: Puedo ir a comer contigo. Claro. Eso sí
puedo.
AD: Genial. Y entonces si no eres muy feliz,
¿tengo chance de conquistarte?
AV: Vas muy rápido.
AD: Vine por ti.
AV: Antoine: no seas ridículo.
AD: No. Tengo cuarenta años y sigo soltero
porque no he encontrado a una mujer que me llene.
Cuando te vi supe que tú podrías ser.
AV: Me viste dos horas.
AD: Y hablamos y te vi mover la cabeza y
morder un lápiz y escribir rápido tu artículo. Vi el
brillo en tus ojos y tus hermosas piernas. ¿Por qué
no te besé?
AV: Porque iba a ver a mi novio y no estaba
buscando liarme con un extranjero desconocido
que subió al camión.
AD: Jajaja. Hubiera sido romántico. Como de
película francesa…
AV: Romántico, sí. Pero no pasó.
AD: Entonces, ¿te hubiera gustado?
AV: No sé. Iba distraída e ilusionada por
encontrarme con mi pareja.
AD: ¿Al menos te gusté un poco?
AV: Hombre, eres guapísimo. En México es
extraño ver en un camión a un tipo tan bello como
tú. ¿Tienes cuarenta años?
AD: Sí.
AV: Te ves mucho más joven.
AD: Auuu. ¡Cierto! Te gustan los viejos. Ahora
sabes que te llevo diez años, ¿cambia algo las
cosas?
AV: No. Estoy en una relación formal y no
quiero meterme en broncas por un desliz.
AD: Estoy seguro de que con tres veces más
que me veas podrías cambiar de opinión. Y sé que
si te conociera más, lo último que querría contigo
sería un desliz.
AV: Valiente. Pero tengo una hija. Tres hijas.
AD: Yo no soy pobre. Podría mantenerlas a las
tres en París.
AV: Podría abandonar a Juan Pablo (mi pareja),
porque se ha portado mal, pero no podría dejar a
sus hijas. Las amo. ¿Pero qué digo? ¿Por qué hablo
de abandonos si sólo comeremos cuando vengas a
Puebla?
AD: Habló tu subconsciente, cielo.
AV: Uf. Ya me tengo que desconectar. Es tarde.
AD: Okey, mi amor. Te busco por acá y no
vayas a huir. En verdad quiero que nos veamos.
Llegó la fecha en la que tendría que haber pasado
por Vianey al Congreso.
Esa mañana salí a correr con Ana Violenta para
demostrarle que me conmovían los esfuerzos que
hacía por mantenerse en forma. Me puse shorts y
sudadera y llegamos a la pista de tartán.
Para evitar ver cómo los demás hombres
miraban lascivamente a mi mujer (que vestía unos
minúsculos shorts y playera de tirantes), tomé el
iPhone, me acomodé los audífonos y sintonicé el
noticiero de Carmen Aristegui.
Acto seguido, y al perder de vista a Ana
Violenta que corría con zancadas de negra
jamaiquina, recibí el mensaje de Vianey: “Hola,
galán: ¿ya listo para la comida? Quiero mariscos,
pero no sé en qué lugar sirvan bien. Tú que te la
vives en restaurantes podrías escoger mejor”.
Cuando estaba a punto de contestarle, Ana
Violenta me salió por detrás y tuve que bajar la
ventana del Whatsapp.
—¿Con quién vas chateando?
—Con nadie. Voy escuchando a Carmen
Aristegui.
—Qué raro, te vi duro y dale picándole al
display.
—¿Cómo quieres que vaya chateando si voy en
pleno trote?
—Se puede hacer, amor. Yo puedo hacerlo.
—Sí, porque las mujeres pueden hacer varias
cosas a la vez.
—Yo no. Sabes que soy bastante inútil para eso.
—Pues no estaba chateando con nadie. Iba
sintonizando la frecuencia.
—Ah, yo pensé que la tenías en “favoritos”.
Siempre oyes su programa en la mañana y creo
haber visto que tienes el acceso directo a la
página.
—Bueno, ¿qué carajos quieres?, ¿pelear otra
vez?
—No, papi. Yo nada más pregunto. Sabes que
me gusta preguntar. Tú me enseñaste a siempre
preguntar, ¿no?
—¡Coño!, eres una sicótica. Me das miedo.
—¿Por qué miedo? ¿Por hacerte una pregunta
tan sosa?
—Tus preguntas siempre traen doble filo.
—Bueno, papi: el que nada debe…
—Como siempre recurriendo al lugar común.
¿Por qué no utilizas tus refranes de Chespirito
cuando hables con tus amigos los drogadictos?
—Uy, mira cómo te ofendes por una pregunta.
—¿Sabes qué?, ya me arruinaste la mañana
como todos los días. ¿Te vas?
—Claro que me voy, si venimos en mi auto.
—Estás loca. Pero la culpa es mía por tratar de
ser amable y acompañarte a que te pasees
semidesnuda frente a esta bola de pendejos.
—Es mi ropa de ejercicio. Disculpa, si no te
agrada pues patrocíname un outfit nuevo.
—¿Patrocinarte? Ni que fuera dependencia de
gobierno. Trabaja y cómprate tu ropita.
—A huevo que lo voy a hacer. ¡Carajo!, ojalá
así racionaras a la pendeja de Leticia.
—Pobrecita de ti. Como no tienes argumentos,
descalificas. Y si le compro ropa es mi problema,
¿no? Es mi dinero.
—Claro, nadie dice lo contrario. Sólo que se
me hace muy injusto de tu parte que me raciones
cuando sé perfectamente cómo te baja la lana esa
ruca adicta al Prozac.
—Mira, de Leticia ni hables. Si vas a estar en
ese plan mejor me voy en taxi. Y ya bájale a tu
brincoteo que me mareas.
—Vamos en la pista y así enfrío los músculos.
—¡Por Dios!, sólo haces esto para llamar la
atención.
—Puede ser. Igual te vale madres, ¿no? Tú ni
me pelas… ¿Cuánto tiempo ha pasado sin que me
eches una flor? ¡Meses! Creo que desde que nos
pasamos a vivir juntos.
—Qué hueva me das. Verdaderamente eres
infumable. Vámonos porque tengo una comida
temprano y aún me falta bañarme y terminar el
editorial de la revista.
—¿Con quién comerás? ¡Invítame!
—No puedo. Voy con un diputado que necesita
que le eche la mano en su campaña.
—Ah ya… ¿acaso con el célebre e inexistente
diputado Malagón? ¿El mismo que le dijiste a
Leticia que ibas a ver cuando cogíamos a sus
espaldas? Mi vida: yo, al contrario de Leticia, sí
he leído, y ese apellido “Malagón” lo sacaste de
una novela de Ibargüengoitia.
Decidí dar por concluida esa conversación
estéril y guardé silencio durante el trayecto a la
casa. Ella en cambio conectó su iPhone al estéreo
y se puso a cantar boleros. Para esto, la
imprudente de Vianey iba mandándome mensajes
de texto haciendo sonar la campanilla de mi
teléfono cada minuto, cosa que Ana Violenta
odiaba, pero si estábamos en el plan de joder mis
métodos siempre resultaban infalibles.
—¡Ya contéstale a esa perra! Dile que sí, que al
rato pasas por ella. Nada más que te libres de tu
pinche novia neurótica. ¡Ah, no! Segurito le dijiste
que eres libre y soberano. Olvidaba tus peroratas
clásicas.
Ignoré el comentario. Eso duele más que darle
réplica. Al fin y al cabo era cierto: la que llamaba
era una perra con la que iba a salir a comer y, en
efecto, jamás le diría que tengo una relación
formal.
Llegando a la casa, Ana Violenta se alistó para
ir a recoger a su hija al aeropuerto, ya que ese día
llegaba de Francia, donde había pasado una
temporada con su papá. Así, entretenida en sus
labores de madre, no iba a tener tiempo de estar
checándome por teléfono y yo podría pasármela de
lujo con la cándida Vianey. Pero como maldición,
Ana Violenta me salió con la novedad de que ella
no iría a recoger a la niña. Sería su madre quien
viajaría al Distrito Federal para traerla a la casa.
Aun así, parecía estar muy ocupada preparando la
bienvenida y pensé que al menos esos menesteres
la mantendrían quieta. Mis planes seguían en pie.
Al meterme a bañar pude contestarle a Vianey
para confirmarle nuestro encuentro. La vería
saliendo del Congreso a las cuatro en punto.
Pasaría por ella y tocaría el claxon para que
subiera al auto sin mayores contratiempos.
Betty:
Estoy a punto de salir para el Congreso donde
Juan Pablo pasará por una chava a la que está
seduciendo. Se llama Vianey y no sé bien dónde la
conoció.
El caso es que ahora sí tengo los pelos de la
burra en la mano. Pienso ir desde temprano al
Congreso, entraré al pleno para observar a la
putita en acción y cuando den las cuatro la voy a
seguir. Juan Pablo seguro llegará haciéndose
pendejo: mirando su iPhone o hablando por radio
como queriendo despistar al enemigo; entonces,
cuando la tal Vianey esté por subirse al auto, haré
acto de presencia.
Creo que no voy a armar mayor escándalo
porque me iría peor. Es un lugar demasiado
concurrido por los amigos de Juan Pablo, y para
como son, solamente haría el ridículo.
No. Mejor cuando ella esté a punto de meterse
al auto, le voy a salir de frente y muy lentamente
me acercaré a su ventana para saludarlo como si
nada. Con un “Mi amor, qué haces por acá”. Obvio
que en cuanto me vea se va a zurrar y fingirá que le
está dando aventón a la chava porque es la secre
del diputado Malagón. Yo, toda dulzura, actuaré
con serenidad y le extenderé la mano pidiéndole
que por favor se pase al asiento trasero porque
necesito que mi novio me dé aventón a casa de una
amiga.
Ni te creas. Aún no estoy segura de poder
hacerlo. Siento que mi plan prudente va a valer
madres en cuanto vea a ese hipócrita recogiendo a
la muchachita que pretende encamarse. Me da
tanto asco que no creo poder contenerme y voy a
terminar gritándole hasta de lo que se va a morir.
Ahora sí tendrás que esperar a que regrese para
saber si lo pude llevar a cabo o no.
Te quiero y sé que si lees esto antes de que me
vaya para el centro tratarás de persuadirme para
que recule, pero no. ¡Ya basta de engaños! No
creas que me duele tanto; simplemente me da
pavor que por andar de güilazo este hombre me
vaya a pegar un chancro.
Regresando te platico.
Besos,
Ana Violenta (más violenta que nunca).
11:00 a.m.
Vianey: ¡Hola!, una mala noticia: mi jefe se va
de comisiones y tengo que ir con él.
11:02 a.m.
Juan Pablo: No me digas eso, mi vida. Ya tenía
las reservaciones hechas en el mejor restaurante
de Puebla y luego te iba a dar una sorpresa. ¿Por
qué no dejas ese trabajo? Yo te mantengo.
11:04 a.m.
Vianey: ¡Qué intensidad, Dios mío! A una
semana de conocernos ya me dices “mi vida” y
hoy ofreces mantenerme. Qué risa me da. Eres
único.
11:05 a.m.
Juan Pablo: No te rías, corazón. Estoy
hablando en serio. Me encantaste desde la primera
vez que te vi y quiero que seas mía. Lástima que
tienes novio.
11:07 a.m.
Vianey: Ya deja de bromear y dime para
cuándo pasamos la cita.
11:08 am.
Juan Pablo: Viernes. Pero te la cambio por
cena, ¿te parece?
11:09 a.m.
Vianey: Perfectísimo. ¿Dónde te veo?
11:10 a.m.
Juan Pablo: Aguanta, mejor te marco. Quiero
escuchar tu voz, amor.
SERGE GAINSBOURG
De: hv12@hotmail.
Para: av24@hotma
Asunto: ¿Qué hacem
SR: Jajaja.
JPV: ¿Esa risa es de aceptación?
SR: Gracias, don Juan Pablo, pero prefiero no
meterme en problemas.
JPV: Será un sencillo café. Una sencilla copa.
SR: Prefiero no. Prefiero leerlo.
Querida Ana:
Para variar estoy atravesando una crisis
neurótica del carajo, por culpa del insomnio, o
viceversa: ya no sé si fue primero el huevo o la
gallina. Trabajé como negro durante un mes y ya
tengo lista la escaleta de mi próxima novela. Creo
que logré pergeñar un Fab Limón bastante digno,
pero en la última semana casi no he dormido y
estoy hundido en el desasosiego. Dudo entre
volver al yoga y ser un abstemio el resto de mi
vida o rodar cuesta abajo con alcohol, mariguana y
tranquilizantes hasta que me muera. Por desgracia,
el término medio ya no me funciona. Tal vez las
indecisiones amorosas que he tenido en los
últimos meses sean una consecuencia de mi
neurastenia. Te confieso algo importante: estoy en
un estado emocional muy endeble y vi la
reconciliación con Susana como una tabla de
salvación. Supongo que tuve miedo de que no me
quisieras, como el día que huiste de mi casa por ir
a “cerrar el círculo” (que terminó convertido en
espiral) al lado de Juan Pablo. Sentirme querido
me importa más que coger y le tengo terror al
vacío afectivo. Por supuesto, no te estoy
reprochando nada, comprendo que tu prioridad era
despedir bien a tu hija, pero yo sentí que estaba
haciendo una apuesta equivocada. En las próximas
semanas voy a estar muy ocupado y sinceramente
no creo que valga la pena ir a Puebla. No puedo
verte sin querer abalanzarme sobre tu cuerpo y
esto me traería más desajustes emocionales de los
que ya tengo. Espero que comprendas mi posición
y no pienses que soy yo el que ahora juega contigo.
Creo que ninguno de los dos se merece pasar la
vida esperando un milagro. Lo nuestro ya no se
pudo y, como dice José Alfredo, “te adoré, te
perdí, ya ni modo”.
Lo que sí te pido es que me escribas tu
dirección para que envíe el borrador de tu novela
con los apuntes que le hice al calce. Creo que no
necesito estar ahí para que entiendas por dónde
van los errores que encontré. Eres inteligente y
muy capaz de sacar avante este proyecto.
Mucha suerte a la hora de ofrecerla en alguna
editorial. Si necesitaras un espaldarazo, no dudes
en escribir para que te presente a un editor
confiable que valore tu trabajo sin tanto trámite.
Besos,
Hugo.
El estudio estaba completamente en silencio. No
había pelotas rebotando ni gritos infantiles en el
patio. Las paredes se me venían encima mientras
la pantalla de la computadora pasaba del índigo al
negro. Salí de la habitación para tomar una
cerveza del refrigerador. La casa que había
rentado hecha una ruina, volvía a su estado
habitual.
Los muros tienen historia. Se revela al raspar un
poco las capas de pintura que el tiempo y otras
manos han colocado para borrar el pasado. No
tenía ganas de cubrir sus llorosos cantos con un
nuevo color. Bebí con fe. Media botella de mezcal
bastó para que empezara a hablar sola. El
soliloquio comenzó, para variar, con un cliché:
“Ahora sí, te quedaste como el perro de las dos
tortas”. No recuerdo qué más dije. Palabras al
aire. Maldiciones. Juramentos. En la borrachera
pensé en escribirle a Hugo para persuadirlo.
Siempre funcionaba el chantaje sentimental, pero
era demasiado pronto para contraatacar. Ya
llegaría el momento de moverle el piso de nuevo y
atraerlo hacia mis brazos con una promesa que
jamás podría cumplir, porque lo que ahora
deseaba, quizás con más fuerza que antes, era
desquiciar a Juan Pablo Vergara.
Entonces tomé el teléfono y le envié un mensaje
diferente a todos los mensajes indignos que le
enviaba en mi etapa de mujer sumisa y
atormentada.
No. El nuevo tono debía ser imperativo, seguro,
calculador. No iba a pedirle aparecer. Quería
verlo en ese momento y así sucedería. “Ven a mi
casa. Quiero hablar contigo. Sabes la dirección
(tus hijas la tienen en caso de que la memoria te
falle)”. La respuesta llegó instantáneamente.
“¿Estás bien? Voy para allá. Te marco para que
me expliques cómo llegar porque las niñas ya
están dormidas”.
Transcurrió un año desde que esa noche Juan
Pablo llegó a mi casa desarmado y dócil. Tocó la
puerta y no pidió tregua para llevarme a la cama.
Me lo cogí sintiéndome Silvana Robles porque
ella “estaba enamorada de un Juan Pablo
equívoco”. No hablamos del pasado ni del
presente, pero él seguía convencido de que podría
haber un futuro. A la mañana siguiente me pidió
que volviéramos a vivir juntos.
—¿Cómo que juntos? ¿No regresaste a tu
antigua casa, con tu antigua mujer?
—No es mi mujer. Es una compañera y, si me
das otra oportunidad, hablaré con ella para que se
vaya. Cerraré esa puerta que nos llevó al
despeñadero.
—A estas alturas del partido no creo en tus
promesas. Tú sabrás lo que haces. A mí ya no me
importa ser la “señora de”, pero si Leticia se va
podré ir a visitarte de vez en cuando. Yo por mi
parte no dejaré esta casa, la conservaré porque es
lo más prudente conociendo nuestro historial.
ISBN 978-607-312-979-4
/megustaleermexico
@megustaleermex