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Lo que Facebook se llevó

A Mario Alberto Mejía


Haré un pacto contigo […]
te he detestado ya bastante.
Vengo a ti como un niño
crecido
que ha tenido un papá
testarudo;
ya tengo edad de hacer
amigos.
Fuiste tú el que cortaste la
madera,
ya es tiempo ahora de labrar.
Tenemos la misma savia y la
misma raíz:
haya comercio, pues, entre
nosotros.
“Un pacto”, EZRA P OUND
Primera
parte
Era el mejor de los hombres, el peor de los hombres.
Yo fui su peor alumna, la mejor.
Juntos transitamos la senda equívoca que nos
condujo a un laberinto donde los verdaderos
sentimientos se marchitaron como flores de pantano.
Fueron años de carnaval… pero en el ir y venir de la
mascarada, terminamos siendo dos tristes
saltimbanquis que subastaron su alma usando la
ingratitud como moneda de cambio.
¿Beatriz? ¿Estás conectada? Tengo que
contarte algo. Pero no por acá, mejor
revisa tu correo.
De: av24@hotmail.
Para:
beatrizmeretriz@gm
Asunto: No sé qué h

Nunca pensé llegar a este punto. Sé que me


aconsejaste no indagar sobre su vida, pero como
pasa en muchos casos, la tentación me venció y
arruiné todo.
Ni te imaginas el infierno en el que he vivido
los últimos meses al enterarme de sus mentiras, y
aquí estoy, convertida en ese tipo de mujer que no
para de flagelarse. Neurótica, desconfiada. Para
ser más clara, olvidé cómo se debe vivir.
Ahora sus fantasmas me persiguen porque nunca
permití que pasaran a otro plano. Logré meterlos
en mi casa, ¡hasta en nuestra cama! Se han
apoderado de mí a tal grado que es imposible
concentrarme en otra cosa que no sea mi necia
labor de investigar con quién se ve, a quién le
habla y qué siente.
¿Recuerdas cómo me observaba tu mamá el día
de mi boda intentando leerme la mente? Pues justo
así lo miro desde que amanece hasta que regresa a
dormir (eso lo tiene harto, por supuesto).
Pocas veces le insinúo lo que sé, pues no me
alcanzaría el tiempo para armar dramas por cada
uno de sus romances cibernéticos.
Estoy cansada de tanto darle vueltas al asunto.
Ya van varias veces que, en un arranque de ira, al
abrir sus correos cojo todas mis cosas, las subo al
auto y manejo sin rumbo hasta que me doy cuenta
de que estoy sola, jodida y no tengo a dónde ir. ¿A
casa de mis padres? ¡No, gracias! Ese par de
enfermos de codependencia sólo ayudarían a
desequilibrarme por completo. Entonces no me
queda más que regresar a casa, humillada y
cabizbaja, y sigilosamente meto mi ropa al closet.
¡Listo!, nadie se entera de mis frustrados intentos
de fuga.
En otras ocasiones (cuando su cinismo me
rebasa) he brincado al sillón donde suele
escribirse con esas tipas y lo he corrido a gritos.
Ya me conoces: en esos momentos pierdo la
cordura que aún conservo y saco un nutrido
repertorio jarocho para ofenderlo y exhibirlo
como el ser más despreciable que existe.
Obviamente él se indigna y con una mueca de
tirano ensoberbecido se levanta del sillón, voltea
las cosas para hacerme sentir la gran culpable,
toma sus llaves, sus telefonitos que no suelta ni
para cagar y se sale. ¿A dónde va? No me queda
claro.
Lo más lógico sería que al dejar esta casa,
donde siempre encuentra malas caras, se fuera a
refugiar con Leticia (su ex), a la que sigue
manteniendo y tratando como reina. O quizás
pudiera tomar rumbo hacia la casa de alguna
amante virtual. O ya de plano podría elegir entre
una de las pobres señoras a las que les da atole
con el dedo; pasar por ella y llevarla a un motel de
cuarta para intentar cogérsela con la furia de hace
veinte años, “cuando eran jóvenes e incansables”.
Pero no. El muy descarado juega bien sus cartas y
cuando lo he sacado a patadas hace su vida normal
y se va a comer con algún periodista o con uno de
esos politiquillos que detesto, para después
regresar a la casa como si nada y pedirme que le
haga de cenar poniendo cara de Sharpei.
¿Y qué hago yo? ¿Perdonarlo? ¡Eso nunca!
Simplemente me doy por vencida y asumo que no
va a cambiar jamás pese a sus promesas.
No lo soporto, Betty. Y tú dirás: “Pues no
parece, porque ahí sigues”. Eso me lo han dicho
varios amigos, ¿sabes? Finalmente hay algo que
me gusta de toda esta dinámica. Es como si tuviera
una inclinación masoquista que, al hacerme sufrir,
me ata más a él. Eso dicen muchos y empiezo a
creerlo. Sé que tú también piensas lo mismo. Los
hechos lo confirman. No puedo dejar de espiarlo,
y al meterme en sus cosas siempre encuentro algo
que me parte el corazón. Pero sigo, continúo, y ese
espasmo que se genera en mi vientre cuando
descubro sus cochinadas es como el combustible
ardiente que por las noches cataliza tanto mi deseo
como mi odio, porque sabrás, y ya te iré contando
con detenimiento, que ver esas escenas, las
conversaciones y los rostros, me ha provocado una
extraña y mórbida manía que la verdad da hasta
pena confesártela.
Qué bueno que por fin abriste tu Facebook. Será
más fácil comunicarnos ya que el mail es obsoleto
y las cuentas de celular salen carísimas.
Seguro ya te aburrí con este desplegado y
prometo ser más breve la próxima vez. Lo que
pasa es que estoy en crisis pues acabo de tener un
pleitazo con ese cabrón. Iré contándote todo lo que
sucede ya que no confío en los psicoanalistas y
prefiero escribirlo que hablarlo. Aparte, no te
hagas, ¡te fascina el chisme! (aunque será muy
bochornoso cuando llegue el día que me visites
después de haber escuchado tanta estupidez). Pero
para eso falta mucho y quizás cuando eso suceda
yo ya esté muerta por las complicaciones de la
colitis nerviosa que me aquejan. O quién sabe; tal
vez haya tomado valor para dejarlo y viva soltera
y feliz.
Mientras tanto, ¡bienvenida a esta máquina de
seducción
llamada Facebook!
Besos,
Ana Violenta.
De:
beatrizmeretriz@gm
Para: av24@hotma
Asunto: Te descono

Prima: ahorita no tengo mucho tiempo para


contestar tu mail. Lo haré con calma al regresar de
mi práctica de yoga.
Lo único que puedo decir es que te desconozco.
¿Qué pasó con la Ana valiente y echada para
adelante? ¿Recuerdas cuando éramos
adolescentes? ¿Cuando eras una niña malhumorada
y caprichosa que siempre se salía con la suya?
Recuerda eso. Si es necesario, escríbelo.
Besos,
Beatriz.
El jardín de mamá

Cuando nací mis padres me bautizaron con el


nombre Ana Violeta. Ana por mi abuela paterna, y
lo de Violeta fue un simple capricho floral de mi
madre pues desde niña le encantaba cultivar esa
planta.
No hablaré de mi infancia porque en sí no
ocurrió nada especial. Fui una niña mimada, pero
respondí de buena manera a lo que la sociedad
requería. Estudié la licenciatura en historia del
arte siendo una alumna mediocre y me gradué sin
honores. Tuve un matrimonio corto. Siete años. El
periodo en el que recurrentemente nace, crece y
muere el amor. El nuestro se marchitó al igual que
el jardín de violetas de mamá.
Después de aquel fracaso me dediqué a viajar.
Conocí a gente interesante y muchos hombres
pasaron por mi cama. Algunos guapos, otros
fuertes, todos varoniles, muy pocos ricos, muchos
pobres y dos o tres extranjeros. Pero ninguno pudo
llenar el vacío que tenía en el alma.
El sexo sin amor es satisfactorio cuando al día
siguiente no necesitas cruzar palabra con la
persona que te cogiste. No cualquiera tiene el
aplomo de asomarse a mirar tus demonios.
El día menos esperado, en el lugar más absurdo
que pude imaginar, conocí a Juan Pablo.
Al principio creí haber sido afortunada. Hoy en
día estar con él es una especie de penitencia (lo
malo es que ni creyente soy).
Instantánea

Hurgando en unas cajas que dejé cerradas durante


varios años, encontré mi vieja cámara Polaroid.
Por suerte, junto a ella había unas hojas del
papel fotográfico que se le inserta para que la foto
salga revelada unos segundos después de captar la
imagen. Saqué la cámara y el papel. Estaba en la
oficina que dispuse como estudio para pintar y
hacer esculturas de barro. Todos decían que mi
pintura era una mierda: “Los manchones y el
dropping sólo valen en la obra de Pollock y Cy
Twombly”.
Había una mesa de madera oscura cubierta con
polvillo de arcilla, varios bastidores de loneta,
cajas de plástico que contenían pinturas y
solventes, y en el fondo (justo en la esquina donde
hay un tragaluz) un radio antiguo de onda corta que
conservé en buen estado. Lo prendí y sintonicé una
estación gringa que daba jazz todo el día. En ese
momento sonaba Giant Steps tocada por John
Coltrane.
Caminé hacia el jardín para probar la cámara.
Quise fotografiar algo, lo que fuera. Tal vez la
jacaranda cubierta de campanillas desmayadas.
Me puse a una distancia pertinente para que la
imagen llenara el cuadro, pero por más que me
alejé, el árbol salía incompleto. Mi perrita
paseaba entre las aves del paraíso que planté
alrededor del jardín. La tomé como objetivo.
Imposible: se movía demasiado. Si disparaba, la
fotografía saldría borrosa y no quería gastar el
papel.
Regresé al estudio. La música había cambiado y
era la orquesta de Fletcher Henderson tocando
“Daddy, I need money”. Coleman Hawkins llevaba
la melodía con su célebre saxofón.
Coloqué la cámara sobre la mesa. La
desempolvé con un trapo. Me hinqué frente al
aparato y fijé como objetivo la silla donde iba a
acomodarme. Encendí un cigarro, me preparé y
anudé mi cabello detrás del cuello. Ajusté el
automático, corrí a la silla y traté de poner una
pose amable: la cabeza viendo a un punto arriba
de la mesa, la boca entrecerrada intentando no
mostrar de más mi enorme dentadura, los brazos
paralelos junto al tronco, las piernas dobladas en
un ángulo de noventa grados y mis manos tocando
las rodillas. Se escuchó el “clash” del disparo.
Quité la pose y di una bocanada al cigarro. Esperé.
La instantánea brotó de la comisura posterior de la
cámara. Soplé el papel y vi la imagen. ¿Ésa era
yo? ¿Pero qué me pasó?
No era la misma Ana Violeta de hace cinco o
diez años. No es que en realidad haya sido una
belleza. Lo que aquí importaba era el nombre. El
peso del nombre que tus padres te dan
emocionados al nacer (sea infame o no). Juan
Pablo me rebautizó sin saberlo, y por supuesto
nunca me llamaba Ana o Violeta. Siempre me
decía “amor” (supongo que para no equivocarse y
evitar problemas).
Sin duda lucía más delgada que cuando nos
conocimos; eso en otras circunstancias se lo
hubiera agradecido. Pero no estaba enjuta por
querer ser más atractiva, sino porque cada vez que
comía terminaba haciendo entripado cuando
empezaban sus reclamos: “¿Qué no hay
servilletas?” “El agua está insípida.” “Esta
porquería no pica nada.” Total, que nunca le di
gusto y por eso me alimenté tan mal todo ese
tiempo.
Otra causa de mi aspecto enfermizo era la falta
de sueño.
Angustiada por la desconfianza, debía estar tan
al pendiente de qué nueva loba paseaba por mi
terruño que cuando llegaba a conciliar el sueño
tenía pesadillas. Todas referentes a sus posibles
infidelidades.
Mis ojos aún tenían cierto brillo, pero no un
brillo cristalino; más bien era un brillo acerado,
como de navaja de rasurar antigua.
Solté una carcajada cargada de histeria. La
radio anunció que, tras el corte, habría un especial
dedicado al Free Jazz. ¡Justo lo que necesitaba!,
sonidos estridentes para aumentar mi angustia. La
foto tenía una barra blanca debajo para que
pusieras algo escrito. Por lo general la gente
“feliz” pondría “I love you, baby” o tonterías por
el estilo. Yo no. Tampoco pude escribir “Te amo,
nena”, por una simple razón: desconocía a la
persona que salió retratada. Ella tenía un nombre
que no solía ser el mío, y lo escribí en el espacio
en blanco: Ana Violenta.
Notas publicadas en Facebook

No sé en qué momento se me ocurrió soltar todas


mis frustraciones a la red.
Cada vez que me enojaba con él, al día
siguiente escribía un post ridículo en Facebook
como divertimento que fascinaba a los morbosos.
Muchos de mis contactos hacían comentarios.
Incluso las propias mujeres que vilipendiaba (al
no saber que ellas formaban parte de la trama) me
hacían el favor de difundir la información y hasta
le ponían “me gusta”.
Lo malo es que no imaginaba el poder de
viralización que tendrían los textos. Finalmente lo
hacía como una especie de terapia: Juan Pablo me
arruinaba el día con sus jugarretas, yo me
desquitaba escribiendo notas.
Las mujeres ardidas eran las que más daban
réplica y oprimían el botón “compartir” sin saber
que era mi vida la que andaba rodando por las
bocas de los miles de “amigos” que tenía en la
socorrida red social.
Post # 1
Decálogo del hombre infiel
por Ana Violenta Garza

1.Complejo de Adonis. El hombre infiel


procura cuidar su físico (abandona los
tacos, las tortas y se mete al gimnasio).
2.Votos repentinos de castidad. El Viril
Carnero se vuelve paladín de la castidad
y del pudor con la esposa.
3.El arte de voltear la tortilla. El adúltero
contumaz se indigna de tal manera al ser
cuestionado que voltea las versiones
hasta que la pobre esposa llega a dudar
de sí misma.
4.Rosa de dos aromas. Se necesita de un
líquido para revelar una foto sobre el
papel. Un perfume ajeno en la camisa
del ser amado revela (sin imagen) los
hechos consumados.
5.El factor “Rosa Venus”. La cándida
amante deja olvidados en el auto los
clásicos jaboncitos del motel. Es para
marcar territorio.
6.Membresía vip al buzón de mensajes.
Cuando deja sonar el celular, ve el
número y se hace pendejo; es la amante
y desviará la llamada al buzón (el cual
irá a revisar al baño unos minutos más
tarde).
7.Recorte de personal. El avaro
argumentará algunos problemas
económicos para despedir a la señora de
la limpieza “temporalmente”, y entonces
evita que la mujer tenga pretextos para
caerle de sorpresa al trabajo.
8.El corazón delator. Si duda del esposo,
acérquese a su pecho. La sístole y la
diástole son el mejor indicador.
9.Lord inglés en las calles, mexicano
clásico en casa. El amante es un ser
puntual (con la suripanta). En los
pequeños eventos familiares siempre
falla.
10.El vehículo sagrado para ausentarse
aunque esté a tu lado. Escuche con
atención lo que canta su marido. La
música que oye es un buen indicador de
sus emociones.
Comentarios
Lolita Moderna. ¡Bravo! Así se habla, Ana
Violenta. Los hombres son los seres más
predecibles del planeta.
(A Ana, Luisa y Lupe les gusta esto)

Elmáscabróndetodos. Eres una ociosa. ¡Mejor


pícatela! Se ve que te hace falta.

Lolita Moderna. Tu vulgaridad es infinita,


Elmáscabróndetodos. Seguramente eres tremendo
cornudo. Mejor corre a ver qué está haciendo tu
vieja…
(A Luisa le gusta esto)

Susi Sosa. Seguro Elmáscabróndetodos es un


mandilón y habla por ardor.

Elmáscabróndetodos. ¡Chúpenmela todas!


Luisa Torres. Está buenísimo. “Factor ‘Rosa
Venus’ ”, jajaja. Así caché al mío. Aparte de güilo,
codo pa’l motel.
(Compartir)

Susi Sosa. Te faltó algo: que los patéticos ponen


una foto de hace veinte años en su perfil.
(A Luisa y Lolita Moderna les gusta esto)

Lupe. Ana Violenta Garza, bloquea a este tipo


tan procaz. Muy bien tu decálogo, pero te faltaron
muchas cosas. No terminaríamos. Saludos desde
Mérida.

Carlos Favio. Jajaja. Está muy divertido. ¿Para


cuándo “el decálogo de la mujer infiel”?
(A Lupe, Luisa Torres y Lolita Moderna les gusta esto)
Él tiene mil caras

Hace tiempo leí un libro de Bertrand Russell que


explora las causas de la infelicidad.
Para no dar muchos rodeos, el filósofo expone
tres temas fundamentales que llevan a la pérdida
del gozo: megalomanía, sentimientos de culpa y
narcisismo.
Juan Pablo no tendría suficientes motivos para
ser infeliz ya que goza de solvencia económica,
prestigio en su trabajo, una familia que lo respeta,
amigos para aventar al cielo, una salud envidiable
y muchas mujeres que lo admiran y lo soportan en
diferentes aspectos.
Pero si lo pusiéramos bajo la lupa de Bertrand
Russell, sin duda el resultado sería opuesto, pues
es megalómano y narcisista (el sentimiento de
culpa lo camufla muy bien detrás de su
donjuanismo arbitrariamente justificado).
Para conocerlo un poco más es preciso hacer un
retroceso en el tiempo…
Nació en Tehuacán, Puebla, pero su niñez la
pasó en la Ciudad de México. El padre trabajaba
en unos estudios de cine y cumplió al pie de la
letra con sus deberes de proveedor. La madre era
una mujer de gran personalidad que administraba
las entradas del marido con tal cuidado que logró
hacerse de un patrimonio. Vivían sin apuros, y en
la casa siempre se respiraba un aroma a provincia
gracias a los exquisitos guisos de la señora (cada
noviembre hacía el tradicional huaxmole de
caderas y era la envidia del vecindario). Él es el
menor de cinco hijos y (aunque hoy en día lo
aborrezco) tengo que decirlo: desde muy pequeño
ya se vislumbraba como líder. Era brillante en el
arte de memorizar y gozaba del privilegio de ser el
consentido de mamá (el doctor Freud diría que ahí
reside el problema).
Gran parte de su juventud transcurrió en la
misma ciudad, pero hubo un momento en el cual
decidió independizarse y rentó un departamento en
Coyoacán con la única finalidad de rozarse con los
intelectuales que vivían ahí en ese tiempo. Estudió
la licenciatura en letras hispánicas. Quería ser
poeta y lo consiguió; tanto así que a los diecinueve
años recibió una beca de una universidad
extranjera y a los veinte publicó sus primeros
poemas en varias antologías. Tal vez por eso mi
ilustre personaje tuvo desde entonces el ego
hiperinflado. Se sentía el Rimbaud de la colonia.
Cuando empezamos a salir me dedicó algunos
textos, pero después se olvidó olímpicamente de
rendirme pleitesía. Era de esperarse: apenas se
sintió seguro de mi amor, me utilizó para otros
fines (domésticos, sobre todo).
Tuvo muchos amoríos en la juventud. El más
importante fue Mary: una chica de su pueblo natal
por la que abandonó la Ciudad de México en el
momento más luminoso de sus inicios literarios.
Después de renunciar a la “gloria poética” en la
Ciudad de México, regresó a Tehuacán para
reencontrarse con aquel viejo amor. Por desgracia,
la fama que consiguió (en tierra de ciegos) le
subió la vanidad a la cabeza y Mary terminó por
asumir que él era un egoísta y jamás lograría
cambiarlo. Vivió varios años en aquel lugar hasta
que las costumbres provincianas lo hartaron y
decidió partir hacia la capital del estado.
A partir de ese momento (y hasta ahora) se
instaló en el privilegiado sitio que gozan las
personas inteligentes, los políticos, la gente de
prosapia y los pillos locales.
Cuando me conoció yo no tenía trabajo.
Acababa de regresar a Puebla después de pasarme
ocho meses reventándome en Tulum y me invitó a
un proyecto periodístico del que podía ser parte
pues necesitaba a alguien que hubiera estudiado
artes, y sin mayores referencias suyas, acepté.
Con el tiempo nos fuimos conociendo
íntimamente y descubrimos que había algo más que
simple empatía por los temas laborales. Nos
enamoramos profundamente. Fuimos amantes un
año, y después, por causas inconcebibles,
terminamos viviendo juntos. Error. Estar con un
hombre que tiene mil caras no es fácil. Cada rostro
necesita un amor.
Lo grave es que yo a veces me busco dentro de
su cuerpo laberíntico y no encuentro otra cosa más
que restos de piernas, brazos, bocas y vaginas que
no corresponden a mi anatomía. Estoy hecha de
todos esos pedazos de las mujeres que repudio,
¿pero qué haría si no tuviera a un personaje de
novela viviendo en casa?
Tomar la pluma siempre será más fácil que
enterrar el puñal. Se puede ser violenta sin
derramar sangre. Un trabajo limpio bajo la mesa.
Así, mientras él cree que estoy aceptando su
estupidez, yo acomodo el material sobre la paleta
de pintura. Sólo falta esbozar los rostros y darle
varias manos al lienzo para que quede lista la
exhibición.
Beatriz: ¿Estás ahí?
Ana Violenta: Sí, pero ahorita no puedo
platicar porque estoy sirviendo la cena. Te mandé
un mail, ¿lo leíste?
B: Sí, ya lo leí. No friegues, ¿qué haces dándole
de cenar a ese infeliz después de todo lo que te
hace?
AV: Ya ni me digas. Por lo menos hoy estamos
“bien”.
B: Estás jodida. ¡Si antes la cabrona eras tú!
AV: Era. Ahora soy una pusilánime sin voluntad.
B: Qué pena que te asumas como tal.
AV: Mejor luego chateamos. ¿Ya aprendiste a
usar bien el FB?
B: Claro, ya tengo cien amigos.
AV: Ok. A ver a cuántos te ligas o cuántos tratan
de encandilarte con el recurso del avatar ficticio.
B: Pues no estaría mal. Ya vimos que es bien
fácil, ¿no?
AV: Nada más cuida tu contraseña, no vaya a ser
que tu marido siga mis pasos.
B: No soy tonta. Yo sí borraré toda evidencia.
AV: Ok, ya me voy. Tú mientras rómpele la
madre a una pobre mujer, buena y decente como
yo. Chacotea con los maridos ajenos…
B: No lo dudes.
AV: Un beso.
B: Dos para ti.
El día que, sin querer, me volví
Violenta

Eran las ocho de la noche del día 23 de mayo. El


año importa poco, pero decían que el mundo se
terminaría en diciembre.
Después de discutir con Juan Pablo por enésima
vez durante el día me levanté de la cama furibunda
y bajé a la sala para ver una película.
A mi alrededor estaban todas esas cosas que
hemos comprado para nuestra comodidad; para ser
la “perfecta familia burguesa” que Juan Pablo
siempre quiso formar.
Al recostarme en el sofá que él tanto disfrutaba
vi un retrato de mí misma dentro de veinte años
proyectado en una pantalla de sesenta y dos
pulgadas. La película era de Woody Allen y se
llamaba La otra mujer. La protagonista era una
escritora menor que en su juventud rechaza a un
novelista exitoso para casarse con un viejo amante
quien, por cierto, termina engañándola con su
mejor amiga. Ella escribía en un departamento que
rentaba para poder concentrarse. Lo interesante
era que por la rendija del aire acondicionado se
colaban las voces y las historias de los pacientes
del psicólogo que vivía al lado.
Al terminar de ver el filme, lloré como loca
porque me sentí completamente identificada. Ya
ustedes verán por qué…
Antes de contar mi historia me gustaría
justificar estas líneas trayendo a la memoria una
pequeña reflexión sobre la película que vi esa
noche: “A veces lo que se escribe no es más que
una bola de frustraciones inútiles. Cursilería
barata que se compra caro”.
Muchas veces he intentado (sin éxito) cambiar
el tema de mis escritos. ¿A quién le interesa leer la
historia de una neurótica sin remedio? Bien podría
guardarlos en un buró de cedro para perfumarlos
de olvido o simplemente abandonarlos en una
libreta en la que fluyan mis estados de ánimo con
el paso del tiempo. ¿Un diario? Podría ser. Pero
soy tan inconstante en mis pensamientos que
resultaría confuso. Terminaría siendo un cuaderno
nominal o un block de remisiones por cobrar.
Tengo muchas palabras en la punta de la lengua,
pero muy poca prosa en la pluma.
Empezaré por describir el inicio de ese día. Los
hechos inocuos que me arrastraron a dejar la cama
llorando para venir a encender la máquina que
recibe mi bulimia espiritual.
A las seis y media de la mañana, como de
costumbre, Juan Pablo se levantó al baño. Yo
dormía profundamente por causa del desvelo y no
reparé en su ausencia hasta que un rayo obstinado
de sol me tocó la cara. Moví el brazo derecho
palpando el espacio vacío entre las sábanas para
darme cuenta de que estaba sola. Mi perra soñaba
arrellanada en su casita de felpa.
Me froté la cara y, restregándome los ojos para
retirar los restos de lágrimas secas, miré su lugar
vacío. “Ya no lo amo”, pensé. Llegó el día de
aceptar que todo lo que habíamos conseguido se
desmoronaba en mil pedazos. La culpa no era de
nadie o era de ambos (nunca me ha gustado cargar
de un lado la balanza cuando se trata de problemas
gestados en dos mentes tan complejas).
Respiré profundo. Levanté las cobijas y miré mi
cuerpo. Un odio sin límites lo habitaba.
Vi mis piernas adelgazándose y tirando ese
polvillo de piel putrefacta que brota cada mañana:
cuando el nuevo día llega y nos volvemos un poco
más viejos. Enterré un par de dedos en la curva de
los muslos hasta dejarlos marcados con dos gemas
opacas de sangre morada. “Estoy viva porque aún
me duele.” Luego subí la mano por el vientre que
un día fue fértil y me regaló una rosa que he
trasplantado a un jardín de hielo. Moví la carne
flácida como si se tratara de un pedazo de bistec
que se exhibe en la vitrina del carnicero. Subí al
ombligo e introduje el dedo índice hasta su
nacimiento. Ardor. La sensación era similar a un
choque eléctrico que llegó incluso hasta
cimbrarme el sexo. No sé por qué pensé en
Virginia Woolf, ¿acaso porque días antes leía
acongojada uno de sus libros? Orlando era la
novela que más me había gustado. Nunca llegaría a
escribir así. Me faltaba un siglo de sufrimientos y
todo el bagaje que sostiene su obra. Leer, leer y
volver a leer. Tampoco tenía sus traumas ni los
amigos que frecuentaba. Aunque sí una habitación
propia.
Continué escalando mi cuerpo. ¿Por qué lo
sentía inerte? A pellizcos negaba esa idea. Mi
perrita se despertó sonriendo. Sí, me sonrío
aunque no haya podido estirar la boca para
enseñarme su feliz dentadura. ¿Quién dice que los
perros no sonríen? Son más sensibles que mucha
gente que conozco (más que mi hombre, por
ejemplo).
No quiero atacarlo de ninguna manera ni pienso
manchar este ejercicio de escritura con un
manifiesto para la mujer incomprendida ni con un
reclamo al sexo opuesto. Sólo intento aclararme,
sanar. Quitar los candados que he puesto a mis
emociones, porque antes fui feliz y luminosa. Una
muchacha confiada y llena de esperanzas (quizás
demasiadas); supongo que ésa es la raíz de mi
amargura.
Del ombligo subí a los senos. Siempre me sentí
un poco acomplejada por ser llanura y no montaña
(cosa que se agravó luego de parir a mi única hija,
pues al darle de mamar quedaron más chatos que
antes). De hecho, hasta hace poco di un gran paso
al reconocer que tenían sensibilidad. Antes,
cuando mi ex marido o algunos amantes
posteriores me tocaban esa área, retiraba
violentamente sus manos porque sentía que
rompían la sensualidad. Escondía los pechos bajo
un sostén anticlimático. Hoy ya no. Ahora los dejo
libres aunque caigan hasta las rodillas.
Jugando con los senos sentí que mi vagina se
humedecía. Él estaba lavándose los dientes y me
preparé para recibirlo con una sonrisa, un tanto
forzada, pero amable. Quería sentirlo cerca.
Él odia su cuerpo tanto como yo el mío.
Siempre lo niega, pero yo que lo veo desde afuera
(y sobre todo cuando noto que prefiere no
desnudarse por completo al hacer el amor)
confirmo lo anterior: detrás de un “yo” rebosante
se esconde un hilo delgado de complejos. Lo
entiendo… me lleva veintiséis años.
Intenté olvidar que la noche anterior peleamos
por mis constantes reproches (abandono, desgano,
crueldad). Actitudes punzantes pero necesarias
para aderezar una relación apasionada. Yo al
menos necesitaba el drama para poder dedicarme
a esto, que a la fecha no me ha dado más que una
buena gastritis, dolor de espalda y un ligero
achatamiento en las nalgas.
Al fin escuché girar la perilla de la puerta. Él
salió espabilado y limpio. Segundos antes me tapé
y fingí estar despertando. Se encaminó a
hurtadillas hacia el ventanal para cerrar las
cortinas y darle un toque de intimidad a la escena.
Regresó a su lugar (no sin detenerse a saludar a
nuestra mascota). Se echó a mi lado. Me abrazó
poniéndome su mentón sobre el cuello. “Ya no
quiero pelear. Te amo y necesito que me creas.
Soy tuyo.” ¡Cómo no! ¿Por eso me ignoraba
olímpicamente?
No contesté nada. Sólo me encogí como una
oruga entre sus abdomen y lo abracé con las
piernas. Lo besé también. Él se enderezó un poco
sin quitarme la mano de los hombros. Yo me aferré
a su cintura para inmovilizarlo y pensar. Sentía su
aliento que caía apacible sobre mi frente.
“Hagamos el amor”, pensé. No lo pedí, pues
siempre esperaba que él intuyera y descifrara mis
señales. Me movía con oscilaciones lacónicas. No
cambió de posición. Yo ardía. Sufría también por
la incompatibilidad del lenguaje corporal.
Me dio miedo montarlo pues estaba muy
sensible y creí que si obtenía un rechazo mi día
entero se arruinaría.
A las mujeres nos pega mucho que nuestro
hombre pierda el deseo. Yo me sentía así. Creo
que él, nómada natural, extravía la magia en cuanto
siente suyo el terreno. Ya le había pasado muchas
veces, por eso ahora estaba conmigo cuando a su
edad debería asentarse con una cincuentona
abúlica como él.
Noté que por más que le arrimara el cuerpo no
tenía ganas de coger, o bien estaba ocupado viendo
las noticias. Así que me incorporé de golpe para
enfrentar su rostro y salí desplumada al hacer la
insinuación.
Como todas las mañanas, empezamos peleando.
Ya no quería discutir por los mismos temas y
estaba cansada de derramar lágrimas inútiles
tratando de explicar mi sentir. La pasión se había
esfumado. Hubiera querido que llegara a tomarme
por la fuerza aun cuando peleábamos, pero mi
carácter se volvió frágil y él era un conformista
conchudo. Éramos todo un matrimonio ejemplar.
Para: av24@hotma
De:
beatrizmeretriz@gm
Asunto: ¡Ni cómo a
Me dejaste muy preocupada con el mail pasado y
noto una inmensa tristeza en tus palabras. Lejos del
supuesto odio y el patético morbo que te mueve al
espiar a Juan Pablo, siento que lo que te ata a él
es, en gran parte, la dependencia económica. Tú
estás acostumbrada a llevar un ritmo de vida que
difícilmente podrías darte sola (o sí, pero
buscándote un nuevo amante). Un magnate de los
que conoces, por ejemplo. Pero en el fondo sé que
eso no te llena, pues oportunidades te han sobrado
y mírate: sigues al lado de ese hombre que ni es
rico y, peor aún, lo compartes.
No sé qué más podría decirte. Creo que estás
actuando mal. Recuerda lo que siempre nos decía
la abuela: “El hombre que nace divertido, se
muere divertido”, y tú escogiste divertirte con él
desde un principio.
Ahora, ante lo que ya sabes tienes de dos sopas:
hacerte pendeja y dejar de dramatizar, o tomar
cartas en el asunto y botarlo. Aunque sabes
perfectamente que existe otra ruta: ¡hacerle lo
mismo!
He visto en tu muro de Facebook que te siguen
muchos hombres interesantes y no paran de elogiar
cada palabra que pones. Eres inteligente, guapa y
tienes una enorme ventaja sobre el abusivo de Juan
Pablo: eres JOVEN.
Date cuenta de algo: mucho de lo que escribe
ese raboverde lo hace para reafirmar su hombría.
Para sentir que las mujeres siguen derrapando por
él, a pesar de que tú, yo (y hasta él mismo)
sabemos que la mayoría le sigue el juego por
interés, no por un gusto genuino; porque, perdona
que te lo diga, pero tu amado no es ningún Adonis.
Puede ser que por su inteligencia y su cultura
atraiga a una que otra fulana idealista y soñadora
como tú, pero son contadas con los dedos.
Somos primas y, más que eso, te considero una
hermana. Por lo mismo nuestra educación casi fue
la misma y pues… ¡no he resistido la curiosidad al
leer tu correo y entré a chismosear en el timeline
de Juan Pablo! Ya vi a los esperpentos que se liga.
Te digo una cosa: ¡no la chingues! ¿Por esas
arañas te estás atormentando? Ya sé, ya sé; dirás
que se siente peor que, teniéndote a ti como pareja,
busque a ese tipo de garrapatas para divertirse. Es
un golpe brutal a tu ego. Lo sé y entiendo que gran
parte del dolor se oxigena de esa raíz. ¿Cómo a ti,
que eres un dechado de virtudes y de belleza, te
puede hacer eso este animal? Pues querida: te lo
hace y no dudes que lo disfruta plenamente, ¿sabes
por qué?, porque él intuye que lo hackeas y te deja
todas esas conversaciones para castigarte. ¡Son
unos culeros, Ana Violenta! No te creas, mi
marido tampoco es una pera en dulce…
Lo importante aquí es que de una vez por todas
decidas: ¿piensas seguir tu rutina detectivesca? Si
decides eso, apechuga, porque vas a toparte con
aberraciones cada vez más densas. Los dos ya
entraron a una espiral de la que no van a poder
salir a menos que alguien la dinamite para cortar
la línea cáustica. Yo que tú le haría lo mismo. Sal,
conoce, coquetea con tus pretendientes. Con los
que te gusten más. ¡Tienes cada personaje como
amigo que ya quisiera cualquiera, tonta! ¡Tírate a
todos!
Estás por sacar un libro y no vas a tener tiempo
de andarle oliendo los calzones a Juan Pablo.
Mira, si con una pataleta, una cogida y un regalo te
va a convencer para que regreses, mejor ni lo
dejes. Eso no sirve. Y como veo que estás
enganchada en esta bronca, pues no seas pendeja y
métele carnita al taco.
Si me escuchara mi madre diría que son los
peores consejos que te pude haber dado, pero tú
no le vas a decir nada, ¿o sí? Es lo que yo haría en
tu lugar.
Utilízalo como él te utiliza. ¿A poco él siente
remordimientos cuando ve que te levantas a las
seis de la mañana para llevar a las niñas al
colegio? No, ¿verdad?
Aunque le demuestres que eres la Madre Teresa
no va cambiar sus mañas. Ya está viejo y
finalmente tú sabías a qué le entrabas.
Por último, platícame qué fue de Hugo. ¿Sigues
en contacto con él? ¡Ay, tonta!, él era el bueno. Ese
hombre te amaba y te iba a hacer muy feliz. Yo no
sé cómo pudiste regresar con Juan Pablo si ya
conocías su pésimo historial. Jamás me cansaré de
recordarte que fuiste muy ingenua (por no decirte
imbécil) al dejar a Hugo. Ya ves: Juan Pablo no
valoró nada. Ni siquiera que te hayas atrevido a
saltar al vacío por él. Pero lograste algo con esa
hazaña heroica: reforzaste su vanidad por haberlo
preferido a él que a un escritor reconocido que, de
paso, te adoraba. ¡Bravo!
¡Por eso está así! Por tu culpa. Imagínate lo que
sintió al verte perdida cuando te fuiste con Hugo
Villegas. ¡Casi se muere!, no tanto por devoción a
ti, sino porque sabía que a la postre sus amigos se
lo iban a acabar al enterarse de que tú, “su
invento, su protegida”, lo habías abandonado por
un cabrón mejor que él en todos los aspectos.
Uf.
Perdóname si estoy siendo muy dura, pero no
había tenido la oportunidad de exponerte lo que
pienso al respecto.
Espero poder ir a visitarte a la brevedad, pero
en el ínter mantenme informada de todo y no vayas
a hacer estupideces. En verdad te percibo mal y
estoy preocupada. Ya sabes que en la familia hay
varios casos de bipolaridad y depresión crónica.
Cuídate y sobre todo deja de torturarte. Si las
cartas están sobre la mesa, pide mano y métele un
Black Jack.
Te amo,
Betty.
Desde un principio supe que Leticia existía en la
vida de Juan Pablo y no me importó. ¿Para qué
pensar en la mujer que le servía la sopa y lavaba
mis manchas de bilé?
Supuse que ella se olía lo nuestro y que dentro
de esa relación rancia ambos se daban
“permisitos” por el estilo.
Conforme fui enamorándome de él, quise
descubrir al personaje que estaba del otro lado de
la moneda, y que por razones obvias era casi
imposible conocer en persona. Ya sabía más o
menos cómo era físicamente: una cincuentona que
pretendía a toda costa aparentar veinte años.
Morena, chaparra, ojerosa y operada del cuerpo.
Anodina y sin clase, para terminar pronto.
Una tarde en la que me enojé con Juan Pablo
entré al Facebook de Leticia y con lujo de
crueldad escribí una de esas notas despechadas
pensando que igual y por algún contacto en común
le podría llegar como puñetazo virtual.
Hoy que conozco la dinámica y los dobles
juegos de Juan Pablo, me tiemblan las piernas al
pensar que alguna otra amante pudiera escribir o
hacerme llegar una nota parecida.
Finalmente los papeles habían cambiado: ahora
yo estaba en el papel de la sirvienta que le
deslavaba el labial del cuello, mientras ella
gozaba de las canonjías del amasiato.
Juan Pablo supo envolverme de tal manera que
me convertí en una perra faldera que no buscaba
más que orinarle encima para marcar territorio.
Antes no lo conocía tan bien. Ahora que lo
padezco quisiera no haber hecho tantas tonterías
para arrancárselo a Leticia de las manos…

Post # 2
Una parejita para el diván
por Ana Violenta Garza

Desgraciadamente, para una gran cantidad de


mujeres el dinero es el mejor medio para suavizar
las penas del alma. Si el hombre azota los billetes
ellas callan, miran al cielo, apagan su dolor a
tarjetazos y están obligadas a decirle “amor” o “mi
vida” a un ser que abominan desde hace muchos
años.
Pero para llegar a esta dependencia enfermiza
primero debió suceder algo que obligara al
hombre a comprar la permanencia de la comodina
que acepta vender su dignidad a cambio de: a) una
restirada de panza, b) un auto, c) unas blusas de
marca, d) la última colección de uñas postizas de
tigrito.
Lo más probable es que la posición redentora
del sujeto sea consecuencia de una o varias
infidelidades que al ser descubiertas por la
inquilina de su casa grande (y después de un
megatango al mejor estilo Libertad Lamarque)
obligó al adúltero a pedir perdón, calculando
obtener venias futuras a sus agravios con el poder
luminoso de su abultada cartera.
Este comportamiento digno del diván se vuelve
parte de la normalidad cuando la mujer que se deja
amordazar por dinero se siente incapaz de
sobresalir sin el proveedor de esa clase de lujos
que le pueden dar comodidad pero nunca
inteligencia ni garbo.
El hombre que sostiene ese tipo de relaciones
“convenientes” no está exento de ser un espécimen
ejemplar para los diagnósticos de cualquier
loquero obsesivo, ya que es una gran contradicción
colmar de objetos valiosos a la persona que
traiciona y, por lo tanto, desprecia.
La cosa se pone aún más complicada cuando
dentro de su patología ambos creen que la parte
contraria l@ ama con locura.
Frasecillas cursis como: “Pese a todo. Pase lo
que pase, siempre te voy amar” o “Qué bueno que
has cambiado de actitud porque, aunque lo dudes,
eres lo que más amé, amo y amaré en la vida…”,
son el cenit de la hipocresía y la falta de huevos
para hablar claro y decir:
“Gracias por el tiempo dedicado, pero esto se
acabó”.
¡Tan bonito que es el español cuando se habla
claramente!
Lástima que las cosas no sean tan sencillas
como se escriben…
Comentarios
Selenita López. Me dejo helada. ¡Clara y precisa!
Me encantó y no podrías haber descrito mejor lo
que pasa en muchas “dizque” familias mexicanas.
(Me gusta) (Compartir)

Augusto Rivera. Eres una pinche amargada...


(A Ana Violenta le gusta esto)

Rubí Sintético. Por supuesto, la codependencia es


asunto y culpa de todas y cada una de las partes
(por diversos motivos), pero no podemos negarnos
ante el poder de la “comodidad” económica.
(A Selenita López y Tota Salazar les gusta esto)
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El Melapelas. Hay demasiados motivos para


seguir una relación destructiva. Ojalá el $$$
comprara todo. Las mujeres goza-sufren el
sometimiento masculino más allá del amor propio,
pero también son las encubridoras natas de esos
monstruos que terminan amando. ¿Quién le dio
crianza al “espécimen ejemplar”?
(A Rubí Sintético y Selenita López les gusta esto) (Compartir)

Chayo Fernández. Tu nota es una mierda. Andas


ardida, ¿verdad?
(A Augusto Rivera y Ana Violenta les gusta esto)
Métodos posmodernos de tortura

Hace algún tiempo visité una exposición de


instrumentos medievales de tortura y el potro fue
el que más me impresionó.
Pensar en el hecho de morir desmembrado al
ser jalado de pies y manos sobre unos tornos
giratorios me llenó de escalofríos.
Saliendo de la exposición pensé que en la
actualidad hay métodos más sutiles (pero igual de
crueles) para destruir la vida de una persona. Lo
peor es que el uso de estos procedimientos
dolorosos es completamente voluntario. No llegan
a matar, pero destrozan los nervios y la mente de
quien los utiliza. Estoy hablando, por supuesto, de
Facebook y del teléfono celular de la pareja.
Él siempre ha sido muy cuidadoso con sus
cosas. Esconde su dinero bajo llave, oculta sus
estados de cuenta y sus plumas finas detrás de los
libros, dobla las camisas que se quita de una
manera especial con tal de que no las desdoble y
las huela, trae libros a cuentagotas desde un lugar
secreto, etcétera.
Hay un dicho popular que reza: “El que nada
debe, nada teme”, pero Juan Pablo teme mucho ya
que me las debe todas.
Una tarde durante nuestra etapa de amasiato él
se retiró a tomar la siesta a mi cuarto mientras yo
recogía los trastes sucios de la mesa. En esa época
me tenía confianza ya que por lo general la amante
nunca busca problemas: está para satisfacer los
deseos perversos del marido incomprendido de
otra y es una fortaleza infranqueable de secretos.
La amante no pregunta como la esposa. La amante
se da y recibe lo mejor del esposo castrado y
fugitivo.
Nunca había hurgado en la vida de ninguna de
mis parejas por una simple razón: eran fieles y
entregados hasta decir basta. Pero yo sabía con
quién me acostaba. Al fin y al cabo nuestro
encuentro se dio por una de esas redes sociales en
las que pasaba horas viendo bikinis aun estando
frente a mí.
Antes de seguir es necesario precisar que él
ahora es un periodista reconocido en la ciudad. La
gente que lo sigue le tiene una veneración
enfermiza y sus enemigos lo odian de manera
tajante.
Las mujeres encuentran cierto encanto en su
manera de escribir pues siempre deja un toque de
erotismo y sensualidad en las páginas, así que no
le resulta difícil enredar a cualquier provinciana
con una frase bien colocada.
Entonces esa tarde cuando él dormía la mona y
yo realizaba labores propias de mi sexo, encontré
tirado su celular junto a la silla. Lo recogí y me
disponía a llevárselo. De hecho llegué a la
habitación cuando de pronto entró un mensaje de
texto que pude leer. En otras palabras, la bomba
quiso explotar en mis manos.
Volví a la sala y marqué el código de entrada al
menú. Las piernas me temblaban. Sabía que al
mirar su correo iba a encontrar cosas que
posiblemente no me gustarían, por ejemplo,
correos de Leticia.
El mensaje de texto entrante decía lo siguiente:
“Amor, me tienes muy avandonada. ¿Ya no me
kieres?” Esas palabras me sacudieron. Por eso, y
no por metiche, pulsé la tecla enter.
Tuve que tomar un vasito de tequila y
empinármelo para soportar lo que estaba viendo.
El mensaje de esa mujer era el cabo suelto (escrito
con las patas) de toda una conversación previa.
Él: Amor: te extraño tanto… Ahora sí dime
cuándo nos vemos. Prometo que no te vuelvo a
fallar. He tenido mucho trabajo, pero no sabes
cuántas ganas tengo de verte.
(Sus palabras eran una especie de yunque
cayéndome en el cráneo.)
Ella: Siempre repites lo mismo, mejor dime si t
he desepsionado. ¿No t gustó la última vez?
Contéstame para ke sepa kehonda contigo.
(Después de ese mensaje, él no le contesta.
Ella insiste).
Ella: ¡Ola guapo!
Ella: ¿Amor, estás ahí?
Ella: ¡¡¡Ey!!! ¿Ke no piensas contestarme?
Ella: No te boy ha estar rogando.
Ella: ¡Yuhu.
(Dos semanas más tarde:)
Él: Mi vida, ¿ya te fuiste?
Ella: No c ke pensar. Mejor dime ke ya te deje
en paz y punto.
Él: Para nada, mi vida. Te juro que he tenido
mucho trabajo, pero me muero por verte, por
tocarte.
Ella: ¿D verdad?
Él: Claro, amor. ¡No seas tontita! Sabes que me
encantas. Cuando no te encuentro conectada, veo
tus fotos y te robo el alma, ¿no lo has sentido?
Ella: Te extraño! Ya deja d darte tu taco y
pélame.
(Él abandona la conversación).

(Dos días después, 2 a.m.)


Ella: El otro día me dejaste hablando sola. ¿D
ke c trata? ¿Yegó alguna novia y te quitó el
teléfono?
Él: Ja ja ja. Loquita, sabes que te amo. Ese día
me quedé sin pila, ¿cenamos el jueves?
(Aquí se puede interpretar que él la deja
plantada).
Ella: Gracias. No me vuelbas a buscar, plis.
Déjame empezar a rehacer mi vida c/ alguien ke si
me valore.
Él: Mi cielo, perdón. Intenté llamarte pero me
mandabas a buzón.
Ella: Mentiroso!! Mejor di ke ya no quieres
nada. En serio, prefiero la verdad.
Él: La única verdad es que te deseo. Quiero
cogerte ahora mismo.
Ella: No t creo.
Él: A ver: si no te quisiera, ¿contestaría tus
mensajes? Te amo. Sólo entiende que ando muy
ocupado. ¡Ya, por Dios! ¿Qué no la hemos pasado
brutal juntos?
Ella: …
Él: Te prometo organizarme para irnos a
Cuernavaca en dos semanas. Solitos. ¿Quieres?
Ella: Ok, espero ke me la cumplas.
Él: Prometido.
Ella: :(
Él: Ten en cuenta siempre algo…
Ella: ¿Ke?
Él: Te amo y quiero que nos veamos pronto
para hacer el amor.

Justo aquí entra el mensaje que abrí.


Pensaba que él era feliz a mi lado. Sexo no le
faltaba y siempre lo recibía por las mañanas con
fruta para desayunar, le hacía masajes, lo entendía
en sus momentos críticos, bebíamos, íbamos al
cine. Éramos una pareja sólida (o al menos eso
había pensado hasta ese momento). Tonta, pues un
seductor no deja de serlo por más que tenga a su
lado a la mujer más hermosa del cosmos.
La caja de Pandora estaba abierta. Sus
ronquidos plácidos se escuchaban hasta la sala.
“Hijo de tu puta madre, estoy conociéndote tal cual
eres”, musité al mismo tiempo que un nudo se me
formaba en la garganta. Las lágrimas fluían como
si fueran gotas de agua cayendo de la regadera. “Y
todavía te atreves a dormir en mi cama. Vas a
despertar y tendré que callarme porque, si no, me
delato.”
Ya estando en esas abrí cuanta aplicación de
mensajes, redes sociales y apartados de fotografía
me encontré. Supe entonces que nuestra relación
no era especial. A todas les hablaba de la mis ma
manera que a mí. Las mismas palabritas
almibaradas (o sucias). Los mismos pretextos.
Sólo encontré una diferencia: a mí siempre me
cumplía. O más bien estaba conmigo todo el
tiempo. Pero a un ego herido eso no le interesa.
Los agravios estaban proferidos y mi cabeza
obnubilada no discernía con cordura la
información. Él era un embustero vil. Igual que
todos. No, ¡peor que nadie por el hecho de
hacerme eso precisamente a mí!
Seguí inspeccionando cada uno de los mensajes
intentando memorizar todos los nombres. Anoté
los teléfonos de las mujeres por si algún día se me
ofrecía mentarles la madre o evidenciar al
donjuán. Grabé en mi memoria los rostros de cada
una. Sus poses, sus tonos favoritos al vestir
(porque no era una sola foto de cada mujer). Las
tenía por etapas: en unas salían gordas, en otras
más flacas. Luego con otro corte de pelo. Con uñas
postizas pintadas vulgarmente o portando anillos
gigantes de fantasía.
El puñal me lo clavaba cada vez más hondo
cuando vinieron las fotos sin sostén o en ropa
interior. Una retahíla de entrepiernas flácidas y
celulíticas, ¡eso le excitaba al cerdo mientras yo
me mataba bailando para tener las nalgas y las
piernas duras! Más fotos. Cientos de nombres.
Miles de mensajes. Toda una trama prosaica digna
de Sensacional de traileros.
A partir de ese penoso episodio mi héroe se
desvanecía cada vez que a escondidas robaba el
celular y continuaba envenenándome en silencio
con miedo de insinuar algo que pusiera en
evidencia mi espionaje. Con los nervios
destrozados y esa sensación de ansiedad
autodestructiva que te provocan las drogas duras.
El amor con dobleces es una de ellas. La más letal
pues al aceptar la dependencia las máscaras caen y
termina inevitablemente la fiesta de la carne.
¡No puede ser!
Carajo, tienes tantos teléfonos y eres incapaz de
contestarme. ¿Por qué me mandas al buzón? Ya me
lo imagino… No puedes contestar, ¿verdad?
¿Tienes las manitas ocupadas, “mi amor”?
Sólo dime si vienes a comer. Si la respuesta es
“no”, házmelo saber para que vaya a comprar
chatarra a la plaza de la esquina.
Diviértete.
¿Qué te pasa? No te podía contestar porque mis
teléfonos se descargaron.
No voy a comer, ¿satisfecha? Ya ponte a hacer
algo de provecho en vez de estar de ociosa en
Facebook. Te estás enfermando, amor. Créeme: no
es sano lo que estás haciendo.
Besos y nos vemos al rato.
Qué raro… en la mañana me dijiste que comerías
en casa. Qué, ¿está muy bueno lo que te vas a
“comer” en la calle?
Que te aproveche.
¡Ah! Un consejo: si no escuchas el teléfono
porque lo traes en vibrador, pues póntelo cerca de
los huevos…
Qué graciosa…
Últimamente me das hueva.
El duro oficio de tragar mierda sin
hacer gestos

Amábamos ir a restaurantes dos o tres veces por


semana. Para ambos la comida era toda una
ceremonia que empezaba con el tequilita de rigor
(uno o dos caballitos), la entrada, los platos
fuertes acompañados de vino (dos o tres botellas),
el postre, el digestivo (dos o tres copas), el café, y
para terminar (o volver a empezar) retomábamos
el vuelo con whisky o ron. Todo este festín
aderezado con charlas interminables sobre cine,
pintura y literatura (éramos una parejita
completamente esnob).
Las mañanas eran el momento más luminoso
para mí pues luego de pasar noches de espanto
imaginando con quién se mensajearía al acostarse
con su inerte compañera de alcoba; los rayos del
mediodía animaban mi esperanza de que al fin
recapacitara y valorara lo que tenía conmigo.
Si nunca hubiera abierto su Facebook él
seguiría siendo un hombre ideal: divertido,
provocador, culto, gran conversador, buen bebedor
y mejor amante. Pero por desgracia no podía
volver el tiempo atrás y un profundo rencor se
gestaba en mi cuerpo.
Muchas veces terminando esas comilonas, y ya
con el alcohol marinándome el cerebro, estuve a
punto de gritarle que lo sabía todo. Que mientras
él recibía las bondades reparadoras del sueño yo
me enteraba de todas sus tropelías.
La ebriedad me ponía violenta y al verlo ahí tan
plácido me daban ganas de castrarlo con un
cebollero sin filo.
Sin darme cuenta, meterme a revisar sus
mensajes se convirtió en un hábito. Ya no podía
sacarme de la mente las palabras y los rostros de
esas mujeres. Es más, aun sin tener en las manos su
celular entraba desde mi computadora a los muros
de la zorras que amenazaban mi dicha. Estudiaba
cada una de sus fotografías y buscaba el vínculo de
unión entre ellas y Juan Pablo. ¿Dónde se
conocieron? ¿Se habrán visto ya? ¿Qué le puede
interesar de ella si es tan anodina? ¿Se la cogió?
¿En qué motelucho se la metió? ¿Lo hicieron de “a
perrito”?
No había marcha atrás. Estaba completamente
mal de los nervios. De mi amor propio mejor ni
hablar; ese quedó sepultado en el instante que
oprimí “iniciar sesión” por primera vez.
Salut, mon amie. ¿Ça va?
Bissous…
Antecedentes culposos

No sé por qué me quejo si paradójicamente nos


conocimos bajo las mismas circunstancias.
Yo no quería. Me negaba a entrar a las redes
sociales porque había visto cómo destruían la vida
de la gente sin oficio.
Fue regresando de Tulum cuando un amigo
extranjero me sugirió abrir la dichosa cuenta de
Facebook para poder compartir fotos y seguirnos
la pista a larga distancia. Bueno, dije, finalmente
no creo que la red me succione. No tengo tantos
amigos y dudo que lo que ahí publique pueda
llegar a tener consecuencias. Es como el río en el
que avientas una basurita a la que la corriente se
lleva rápidamente hasta que desaparece, y di click
al tenebroso botón “crear cuenta”.
Una semana más tarde ya tenía doscientos
“amigos” y me emocionó mucho reencontrar a
gente que no veía desde la infancia. La red
empezaba a cumplir su siniestra función. “Amiga,
sube fotos de cuando salimos en la escolta.”
“Muñeca: mil años sin verte, sube imágenes de tu
boda, ¿con quién te casaste?” “Hola: soy amigo a
de tu amiga, ¿quieres ser mi amiga también?” Sin
darme cuenta, me dejé llevar por la corriente y mi
vida estaba expuesta ante los ojos de cualquier
pervertido.
Lo primero que hacía al amanecer era encender
la máquina y meterme a ver qué nuevas fotos
subían mis contactos. Una hora, dos horas. Llovían
solicitudes de amistad de ene cantidad de hombres
y mujeres. Yo aceptaba todas, al fin y al cabo,
¿qué podría tener de malo conocer personas y
saber sus gustos? Nada. Estaba tan sola que hasta
me sentía acompañada por esa bola de extraños.
¡Salut, toi! Ça va bien…
Acabo de recibir tu solicitud.
Háblame en español. Mi francés es deplorable.
Besos.
No te veo conectada. ¿Al fin tienes algo mejor qué
hacer o no te levantas aún?
Te espero en la noche para platicar un rato.
Un octubre cualquiera, en una hora
incorrecta, en el lugar menos indicado

Vi su fotografía de perfil y no me gustó para nada.


Llevaba lentes y traje (nada que ver con el tipo de
hombre que me atraía en ese entonces). ¿Qué más
da?, pensé. Se nota que el fulanito es conocido, su
muro es muy interesante y la gente le comenta
cuanto artículo sube al timeline. Mandé la
invitación de amistad con un mensaje privado
adjunto: “¡Hola, Juan Pablo! Mi nombre es tal y
espero que aceptes la invitación de amistad.
Llegué a tu muro por equis. A ver si un día
coincidimos…”
¡Ajá! Sin saberlo estaba haciendo las mismas
puterías que ahora le descubro con las otras
mujeres. ¿Por qué tenía que ponerle: “A ver si
coincidimos”? Ni idea. ¡Oh, la ociosidad!
La respuesta no tardó en llegar. Primero mandó
un mensaje escueto: “Hola, Ana Violeta.
Bienvenida a mi muro”.
“Mmmm, todavía se da su importancia”, pensé.
Iba a cerrar sesión, cuando entró un nuevo
mensaje: “Me encantaría conocerte. Claro que
debemos coincidir, ¿comemos el lunes?”
¡Viejo cochino! Claro, supuse que mientras leía
su mísero mensaje él entró a ver mis fotos y dijo
“de aquí soy”, al mismo tiempo que se jalaba el
pito.
Lo que hoy me sorprende es que al igual que
todas las casquivanas que lo persiguen, dije: “Me
encantaría. Tú pon fecha y lugar”. Acto seguido
recibí la respuesta: “Te veo el lunes en tal
restaurante, a tal hora. Mi teléfono es tal por si
equis cosa se te atora. Un beso, Juan Pablo
Vergara”.
El donjuanismo

Juan Pablo lleva años sin cambiar su aspecto. A


sus cincuenta y tantos luce como el perfecto
cuarentón. Es vital y jocoso, bastante alto, su piel
es blanca, aterciopelada y se sonroja cuando el sol
le toca las mejillas.
Tiene ojos rasgados, enmarcados en un par de
cejas pobladas que nacen justamente en la base de
la nariz y terminan simétricamente donde la curva
del ojo se cierra. Perfil afiladísimo con mucha
personalidad y boca delgada. Las sienes son quizá
la parte de su cara que más cuida pues es donde
descansa el índice derecho a la hora de pensar,
poner atención o planear alguna mentira. Es muy
delgado y a veces deja crecer su cabello hasta el
nacimiento del cuello.
Cuando Juan Pablo camina lo hace como si
quisiera arrastrar en cada zancada al mundo que
deja detrás. Es presto al andar, siempre lleva la
frente en alto y va subiendo las cejas. La mano
izquierda irá perpetuamente metida en el bolso del
pantalón; es una manía que adoptó desde pequeño.
Incluso me ha contado que su padre lo regañaba
cuando lo hacía pues el chamaco calenturiento,
donde estuviera, aprovechaba la posición para
restregarse el miembro. Hoy no sé si lo haga por
las mismas razones. Quizás. Pero yo creo que más
bien usa la mañita para evitar que el teléfono
delator suene cuando no debe (o sea, cuando está
conmigo).
Su hablar es fluido. La voz, grave. Tiene un aire
déspota que al principio puede ser atractivo, pero
con el paso del tiempo se vuelve insoportable. El
albur queda fuera de su lenguaje y lo suple con el
toque de ironía necesaria para: a) divertir y b)
sobajar.
Su atención y la interminable lista de lecturas le
han hecho alcanzar el ideal flaubertiano: encontrar
siempre “le mote juste”.
La carrera de donjuán la empezó precozmente,
cuando tenía diez años y jugaba al papá y a la
mamá con su prima Adela.
Luego de encontrarle gusto a los apetitos
carnales, Juan Pablo entró en una etapa de timidez.
En la adolescencia fue un mozuelo retraído. Su
vida se tornó gris cuando una mañana nublada le
brotó un enorme grano en la punta de la nariz.
“¿Por qué a mí?”, se preguntaba mientras iba de la
casa al colegio en el colectivo. Acomplejado por
su evidente cambio hormonal, Juan Pablo miraba a
los demás pasajeros con el único propósito de
encontrar más granos en otras narices.
Seguramente los hubo, pero la pena lo encegueció
y a partir de ahí la inseguridad se sitió en su
cuerpo durante un periodo; fue cuando decidió
estudiar letras.
El grano desapareció y entró a la facultad. El
mundo le volvió a sonreír.
Desde el primer día de clases se sintió como
pez en el agua. ¡Claro!, yo también me hubiera
acomodado de inmediato con la cuadrilla de
maestrazos que le tocaron: Salvador Elizondo,
Juan José Arreola, Carlos Illescas y Ernesto Mejía
Sánchez, por mencionar a algunos.
De ahí en adelante mi ilustre seductor rompió
varios corazones, encandiló a montones de
chachas y corrompió a señoras “respetables”.
Todo el tiempo teniendo bien claro que un donjuán
nunca se enamora. Toma lo que quiere por el
placer de colgarse una medalla y luego deja que la
presa sufra la inmensa pena de su extravío.
Antes del harakiri, los paraísos
artificiales

Siempre es fácil quejarse y vomitar pestes sobre el


ser amado. Los especialistas nombran a ese
proceso “catarsis”. Bien, ésta es la mía.
Las víctimas somos menos complejas y
llanamente tildamos a esa acción como
“desenmascarar al villano”, aunque por lo general
la versión de la mártir se vea ligeramente alterada
debido al estado catatónico en el que nos dejan los
tiranitos que elegimos como compañeros de vida.
Mi padre en el mejor de los casos diría que es
una patología femenina que se transmite de
generación en generación y me mandaría a clases
de tolerancia y beatitud con la tía Pavo (una santa
que cuidó vicariamente al pedote del tío Aniceto y
se hizo acreedora a un doctorado honoris causa
por su gran labor en el duro oficio de hacerse
pendeja).
Mi madre seguramente negaría lo anterior y
procedería a sacar su más convenenciera
deducción: “A una la encuentran normalita y sana.
Son ellos quienes intentan volvernos locas al
decirnos que padecemos la enfermedad del siglo
XXI (la esquizofrenia) cuando en realidad estamos
más cuerdas y somos más coherentes que un monje
tibetano. En la familia nunca ha habido locas, pero
sí un ramillete de hijos de puta”.
Así que para romper con el eterno toma y daca
de culpas, narraré cómo transité de la felicidad a
la desdicha por meterme en el Facebook de Juan
Pablo.
Por ser una hembra dominadora y voluntariosa
busqué para padre de mis hijos a un hombre
honesto y tranquilo. Dedicado y fiel. Un tipo que
me dejara salirme con la mía a perpetuidad (cuota
que pagaría el susodicho por el simple hecho de
haberse llevado consigo a la joya más valiosa de
la casa).
Aún teniéndolo todo algo me faltaba para poder
llegar a consumar mis perversos planes de
convertirme en el centro del mundo. Quizás una
buena dosis de glamur patrocinada por un hombre
con más mundo y menos escrúpulos (ése viene
siendo, por obvias razones, Juan Pablo Vergara).
Juntos construimos una relación que a todas
luces se vislumbraba como un polvorín. Los dos
éramos portadores de los egos más hinchados de
la periferia, sin dejar de mencionar que también en
el fondo tendíamos a ser nobles y compasivos.
Pero muy en el fondo…
Es necesario mencionar que en el arranque de
esta historia de amor-odio había un pequeño e
incómodo bemol: Juan Pablo tenía mujer. Otra
mujer. Una que en el escenario más optimista se
podría haber llevado el título de “oficial”, pero
con el récord de cornadas que le metió, mejor la
ubicaremos como una figura gris oculta tras el
burladero. Su nombre era Leticia y ya la había
mencionado antes.
Colocada en su debido sitio, olvidemos por un
momento esa presencia y entremos en cuestiones
importantes.
Antes de treparme al tren ligero de Juan Pablo,
el sexo para mí era una especie de trámite
engorroso. Como perdí la virginidad a los quince
años, y de una forma no muy convencional, elegir
al polvo perfecto fue una empresa claramente
complicada. No por eso padecía frigidez, sino
todo lo contrario: gozaba el privilegio de tener
furor uterino, pero mal canalizado.
Muchos hombres tenían un concepto equívoco
de mí porque pensaban que era toda una pecatriz
en la cama. Nada de eso: más bien siempre me
asumí como mala amante. Brusca, torpe.
Todos esos traumas terminaron en cuanto Juan
Pablo me llevó al motel por primera vez. Esto
sucedió una semana después del primer encuentro
donde involuntariamente nos aguantamos las ganas
de coger en el baño del restaurante en el que
comíamos.
La experiencia erótica que abrió mi perspectiva
sexual se dio en un motel ni muy jodido ni muy de
lujo. Una habitación con cama king size, un
televisor, dos burós de mampostería y una mesita
de noche para tomar algún trago antes de empezar
la acción.
En este caso el ansia de poseernos anuló la
ceremonia alcohólica y los vasos de ron quedaron
llenos sobre la mesita junto a los teléfonos, mi
bolso de mano y un par de mentas envueltas en
celofán que los moteles ponen a disposición de los
amantes para quitarse el tufo sexual que queda en
las bocas tras la batalla.
Yo estaba un poco cohibida porque Juan Pablo
pertenecía a esa clase de hombres que adoran a las
vampiresas. Su lista de amantes era tan variada
que temí no satisfacer sus estándares (no por eso
estoy diciendo que todas las mujeres con las que
presuntamente se acostaba eran de una belleza
apabullante. No). La mayoría eran viejas (o muy
jóvenes), pero sin garbo. Por lo tanto, pensaba,
aquellas muchachas forzosamente debían recurrir a
otro tipo de “encantos”: mañas putañeriles
consabidas para lograr retener al macho cabrío
que estaba a punto de montarlas.
El fuego que le imprimí a esa primera sesión
amatoria fue suficiente para que a partir de aquella
noche Juan Pablo decidiera (parcialmente)
entregarse a una relación seria.
Al regresar a casa sentí que al fin había
encontrado al hombre con quien me gustaría pasar
el resto de la vida pese a todos los riesgos que eso
implicaba. Me había enamorado y el panorama no
podía ser más prometedor: un hombre maduro con
la vida resuelta, importante, sensual y tierno a
veces.
Para él todo este asunto no era nada nuevo: una
chica desprotegida que buscaba desesperadamente
quien la amara.
No nos dimos cuenta de que detrás de esa pose
encantadora que presentamos la primera vez se
escondían dos monstruos capaces de comerse entre
sí, si algo, cualquier cosa, se llegara a salir de
control.
Debido a su experiencia no se mostró
demasiado sorprendido con mi entrega, pero tenía
que aceptar que su nueva adquisición era diferente
a todo el ramillete de mujeres simplonas con las
que se había liado en el pasado.
Después de llevarme a mi departamento, Juan
Pablo llegó a su casa y Leticia lo esperaba dentro
de su cama king size. Yo lo sabía y no le di la
menor importancia. Al fin y al cabo Leticia estaba
acostumbrada a mirar los pases y los cuernos
desde el burladero.
Como él me había puesto al tanto de la frialdad
que circundaba su relación imaginé que esa noche
llegaría (tal como lo aseguraba) a saludarla sin
pena ni gloria (si es que la encontraba despierta).
Luego se acostaría y encendería su computadora en
busca de mis fotos de Facebook. ¡Qué ingenua!
Pues, ya instalado en su cama, Juan Pablo llegó
amoroso a abrazar a Leticia, que sólo era gris y
fría en el trazo que convenencieramente le daba
para consumar sus lances externos.
Tras la conmovedora bienvenida, en efecto, ella
tomaría un Tafil para dejar de fumarse el tufo a
panocha que yo le había impregnado en el cuello a
“su amado”, mientras él prendería el monitor para
ver fotos. Pero no las mías, sino de otras amantes
o prospectos de conquista.
Además, ¿para qué detenerse a admirar la
belleza de una mujer que minutos antes había
tenido entre sus piernas? Ahora sólo era cuestión
de trabajarla y hacerle creer (como a todas) que
era la única.
Como buen encantador de ninfas no le costó
ningún esfuerzo pintarme un paisaje maravilloso
lleno de vino y rosas. Sucursales del edén.
Paraísos artificiales.
Beatriz: ¿Estás?
Ana Violenta: Sí, pero estoy trabajando, ¿qué
pasó? Quedamos que mejor en la noche, ¿no leíste
el inbox?
B: Espera, te cuento rápido: ¿a quién crees que
conecté en el Face?
AV: ¿?
B: A Sergio Riquelme, ¿lo ubicas?
AV: ¿El vecino del BMW por el que derrapabas
en la prepa?
B: Ese mismo. ¡Y está hecho un bombón! No
sabes: ahora es CEO de una compañía muy
importante.
AV: ¡Guau! ¿Quieres que le aplauda?
B: No seas aguafiestas. Nos quedamos de ver el
sábado que entra.
AV: Y por supuesto está casado, con hijos… Te
dijo que es muy infeliz en su matrimonio y que está
a punto de separarse, pero no lo hace por el
contrato matrimonial que estúpidamente firmó
cuando estaba enamorado.
B: Sí está casado. Sí tiene hijos. Lo demás no lo
dijo.
AV: Entonces es igual de infeliz, pero no te lo
dirá hasta que confirme que no estás aguada ni
arrugada.
B: ¡Sólo vamos a comer, tonta!
AV: Ahora entiendo por qué cambiaste tu avatar.
Te ves bien en esa foto, ¿de cuándo es?, ¿cuatro,
cinco años?
B: No, es del año pasado. Me la tomé cuando
fui a Las Vegas, ¿me veo bien?
AV: Como dirían: estás potable, sabrosa…
B: Eres una vulgar.
AV: Jajaja. No, sí te ves muy bien. ¿Y qué le
dirás a tu esposito?
B: Nada. Nunca pregunta a dónde salgo.
AV: Perfecto. Tú también llegarás a la cita con
las mismas intenciones: verás en qué auto llega
Sergio, observarás el bulto entre sus pantalones
Ermenegildo Zegna y luego calarás su potencial
pidiendo la comida más cara y un vino
supertoscano. Si afloja bien los billetes y pide otra
botella fingirás estar ebria (o lo estarás) y le
contarás que tu marido es un codo de mierda que te
trata como a su chacha y que estás harta de esa
situación. Acto seguido te tocará la mano y luego
se besarán. Saldrán del restaurante en su, ¿qué te
gusta?, ¿Porsche Panamera?, e irán a un hotel a
consumar lo que no se pudo en la juventud. Si la
tiene grande y aguanta más de tres caídas lo
amarás, ya no tanto por su dinero sino por su
virilidad. Si la tiene chica y termina en cinco
minutos, aun así lo amarás porque es “un gran
partido”.
B: ¡Hombre! La cuentista frustrada habló.
AV: Es que ya te vi. Como si no te conociera…
B: No creo que pase nada de eso. Mi marido no
se lo merece, ¿o sí?
AV: No.
B: Pero si está muy bueno y sigue igual de
encantador, va a estar muy difícil contenerse.
AV: ¿Y si no le gustas?
B: ¡Claro que le gusto! Siempre le he gustado.
Aparte le puso “me gusta” a varias fotos.
AV: Pobre de su mujer. Una amante como tú
puede llevar a la bancarrota a cualquier hombre.
B: Carajo, no me voy a acostar con él. Sólo
comeremos y recordaremos viejos tiempos. Y tú
qué, ¿aún no te animas a ver a Hugo?
AV: No lo voy a ver. No podría hacerle eso.
B: ¿Y si le abres las cartas y le cuentas cómo
están las cosas? Chance y acepte ser tu amante.
Como dice Pablo Milanés: “La prefiero
compartida, antes de vaciar mi vida”.
AV: No creo que su vida esté vacía. Ya tiene
novia.
B: Sí, pero recuerda: nadie se nos puede
resistir. Aparte la nueva novia ha de ser una
matadita de biblioteca.
AV: Ése es el problema. Por eso estamos tan
desubicadas. Nos han hecho creer que somos
merecedoras de todo.
B: Pues lo somos. Lo eres. ¡Ana Violenta,
regresa! La que me está dando esta cátedra
moralina no eres tú. ¡Eras putísima a los
dieciocho!
AV: ¿Putísima? ¿Ahora quién sale con golpes de
pecho? Sólo viví a gusto el momento.
B: Juan Pablo te jodió hasta el sentido del
humor. Proponle a Hugo lo que te digo.
AV: No.
B: Entonces con otro. Échate un volado en tu FB
y sal con alguien.
AV: Tampoco estoy tan urgida como para
escoger aleatoriamente a quién me cojo.
B: Bueno, sigue en tu agujero entonces. ¿Cómo
se ha portado “aquel”?
AV: Igual. Es un cretino.
B: No sé si admirarte o mandarte a patear el
culo por imbécil.
AV: Primero patéamelo y luego admírame por
aún tener culo y paciencia.
B: Ya. Se acaba de conectar Sergio. Te dejo. En
la noche chateamos. Besos.
Cada noche un arponazo

Estoy nuevamente a punto de dejar caer la jeringa


sobre mi vena. Siento su punta helada y trémula.
Veo la sustancia que bullirá en mi torrente
sanguíneo sin otorgar placer alguno. Esta basura
no va a obsequiarme un buen viaje como los que
tuve en la juventud fumando mota o metiéndome un
ácido. Esto es veneno puro. Una parte de mí
intenta rechazarla, mientras la otra pide a gritos
que ya la deje correr, que suelte el fuego aunque
me queme por dentro. Ya he perdido la cuenta. No
sé cuántas dosis llevo en este año. “¡Pínchate!,
¡métele!, ¡saca todo el jugo de ese maldito tubo!”,
me digo. “Impregna de odio esta habitación. Moja
la cama (su cama) y oculta tu cabeza bajo la
almohada después de mirar obsesivamente cada
imagen. No son flores explotando en color como
las que viste en Huautla. La inocencia quedó
abandonada en una esquina de la pantalla donde
recreas las escenas: tu hombre mirando los ojos de
una chica que baila ballet. Tu hombre babeando
concupiscentemente los senos de una gorda que
escribe con faltas de ortografía. Tu hombre
metiéndosela a la cuarentona que toma vino
caliente y tiene pies bonitos. Tu hombre galopando
en Avándaro a la sobrina de su ex mujer. Tu
hombre ilusionando a la beatita de tanga que
abandonó en su pueblo. Tu hombre haciéndole el
amor por todos los orificios a una muchacha
regiomontana que fue violada en la niñez y que era
novia de su colaborador en la radio. Tu hombre
buscando a Leticia para que lo haga sentir
importante y le enseñe sus fotos con el último
bodypaint que se hizo para llamar su atención,
mientras él le dice: “Qué sensual eres”, pensando
cómo se vería la gorda, la chavita que baila, la
beata y la borracha pintada de mamarracho para
poder tener una súbita erección. Tu hombre
viniéndose sobre tu vientre. Imaginando que esa
eyaculación caerá como collar de perlas sobre los
cuellos de todas las mujeres a las que engaña y
ama.
Éste es el hombre por el que abandoné casi
todo. El hombre que ¿amo?
Viaje ácido

Después del arponazo el suero del rencor dilatará


las pupilas y excitará cada uno de mis poros para
poder captar todos los detalles, por más nimios
que parezcan, y recorreré los mensajes de texto,
luego los DM de Twitter, para seguirme hundiendo
en el carrete de fotos nuevas y terminar con el
plato fuerte: Facebook.
Hace un año, cuando descubrí los primeros
indicios de su liviandad, me di cuenta de que soy
completamente opuesta al tipo de mujer que busca
engatusar en las redes, pues todas (sin excepción)
hacen gala de su mal gusto en las fotos que suben.
Carola
Es una muchacha gordinflona, morena, cabello
lacio, ojos rasgados que se pinta en exceso,
chaparra, boca delgada, senos enormes
suspendidos sobre un par de llantas auspiciadas
por las extenuantes jornadas en las que escribe
notas policiacas mientras traga donas.
Carola es el personaje clásico que da santo y
seña de lo que hace. Si va al baño, describe cómo
era el retrete, a qué olía y narra alguna experiencia
dentro de él; como que se encontró a la secre del
jefe y le confesó que se hizo la liposucción hace un
mes.
Para este tipo de comentarios, Carola hará una
reflexión moralina.
Por lo general Carola come sola. Lo afirmo
pues cada vez que puede hacer aspaviento de su
desventura, pone: “Pintada como para ir al baile,
pero mis únicos compañeros son una lata de Pepsi
light y unos tacos de Los Paisanos”.
Cuando vi el inicio de la conversación entre
ella y Juan Pablo, pensé, ¡oh ilusa!, que se trataba
de una admiradora del trabajo y que él le
respondería con su proverbial generosidad. Pero
no. Conforme fui bajando la barra del cursor y abrí
el zoom, encontré una recopilación de frases
puntuales para el escarceo. Lo peor de todo fue
que me di cuenta de que el cotilleo no se limitó a
ser un juego erótico en la interfaz, sino que ya se
había dado un encuentro…

Juan Pablo: Amor: estoy muerto, voy a dormir de


nuevo. Me robaste las energías, preciosa. Me
conecto más tarde.
Carola: Sí, cómo no… seguro cuando saliste de
mi casa fuiste a tu bar de confianza.
(Una semana después.)
C: Hola, hola. ¿Estás? Desapareciste. ¿Qué estuve
tan mal?
JP: ¡Cómo puedes creer eso! Me mataste. Me
encantó estar contigo. Todavía me inunda el
“efecto Carola”.
C: Lo dudo mucho. Sí así fuera no me dejarías
colgada.
JP: Me la pasé de maravilla aquella vez.
C: Yo también.
JP: No dudes de mí.
C: Es que no entiendo nada: me buscas, me
mareas y desapareces.
JP: Para nada. Te amo. Eres bellísima. Oye,
¿ahorita sigues trabajando?
C: Me la paso trabajando, no soy rica como tú.
JP: Quiero estar contigo y hacer una película
porno. Quiero filmarnos teniendo sexo salvaje,
¿cómo ves?

Una vuelta más al puñal. Segundo trago de


arsénico.
Leí la conversación mínimo veinte veces en
menos de diez minutos y no lograba comprender
qué clase de maquinación perversa intentaba
sostener el hombre que solía llegar a mi casa con
pose de beato inmaculado.
Callé como de costumbre, aunque muy en el
fondo ardía en deseos de mandarle un mensaje
privado a Carola para ponerla en su lugar y
desquitar mi frustración, pero, pensándolo dos
veces, ella era una víctima más de Juan Pablo, así
que no pude desahogarme ni esa ni otras veces
mientras seguía el rastro de aquel romance
extravagante que al parecer satisfacía los instintos
más primitivos del poeta.
Cuando miraba las fotos de Carola era
inevitable imaginar cómo la poseía…
Él la llama por teléfono desde su auto justo
cuando acaba de salir de una comida. En ese
momento Juan Pablo está perfectamente intoxicado
por el vino y se envalentona. Abre el directorio
digital de su celular y elige el nombre
aleatoriamente. ¡La gordis! “Sí, esta pobre ya se
merece ver realizados sus sueños húmedos pues
finalmente ha sido una fiel sobadora de mi ego.”
Antes de oprimir la función “llamar”, Juan Pablo
se mira al espejo para comprobar que es un galán
otoñal y le va a hacer la noche a la gorda anodina
aficionada a los reguetones. El teléfono da tono.
Al tercero, Carola contesta un poco tímida al
principio:
—Bueno.
—Hola, amor. ¿Dónde estás?, voy para tu casa.
Ella se pone nerviosa al escuchar su voz. No le
cree. Piensa que es otra de las muchas llamadas
que le ha hecho para alebrestarla pero a la mera
hora la deja como Penélope, así que para
castigarlo y demostrarle indiferencia, y olvidando
que los teléfonos actuales tienen identificador,
finge no reconocerlo:
—Perdón, ¿quién habla?
—Mi vidaaaa. ¿Ahora resulta que no me
conoces? Sé que estás enojada por los plantones,
pero ya voy en el auto. ¿A dónde paso por ti?
Vamos a un motel porque quiero morirme en tu
sexo esta noche.
—Ay, sí; ni pienses que te voy a creer. A ver,
¿por dónde vienes?
—No preguntes y sal. Estoy a dos cuadras de tu
casa. Sal para que veas.
—No te creo nada, y si llegas, bájate y toca la
puerta.
—Está bien, mi amor. Tienes derecho de estar
enojada, y para demostrarte que te amo y te deseo
como a nadie, voy a bajarme a tocar. ¿Me invitas
una copa en tu casa? ¿Tienes o paso a comprar
algo?
—Sí tengo, pero no creo que te guste tomar
Bacardí. Disculpe, “señor importante”, pero ésta
es la casa de una humilde proletaria.
—La más buena de todas. ¿Qué quieres que
lleve? ¿Tequila, vino? Ya sé, preciosa, voy a pasar
por una botella de champaña, ¿te parece?
—Como quieras. Acá te espero.
—Y no estés enojada. Ya ves que soy lento,
pero seguro. Recuerda que eres mi vida y que te
amo, ¿okey? Voy para allá. Ponte las zapatillas
rojas de la vez pasada.
Acabo de cometer una estupidez (otra más). Hace
rato, en un ataque de ansiedad (y aprovechando
que Juan Pablo estaba durmiendo), tomé su iPad y
pasé revista por todos los mensajes. Encontré lo
mismo de siempre: diálogos cachondos entre mi
maridito y sus queridas. Pero a diferencia de otras
veces ahora sí no me aguanté y decidí conversar
con una de las chavas a la que obviamente ya tenía
desde hace tiempo en mi lista de amigos.
Resulta que esta chica siempre ponía
comentarios sobre mis fotos en el muro. Hasta eso
me caía bien porque se notaba relajada e
inofensiva, pero resulta (como me lo temía) que es
otra putita de Juan Pablo. Tendrá
aproximadamente veinticinco años. Es veterinaria
y fea como pegarle a Dios, pero gracias a la magia
del Photoshop no se ve tan mal de perfil.
Se llama Gema, y por lo que vi en la
conversación la mustia se da a desear con Juan
Pablo inventando que tiene un abuelo muy estricto
con el que vive, y para acabarla de chingar, está
enfermo (no dudo que pretenda sacarle dinero a mi
adorado tormento). Conforme fui atando cabos
deduje que Gema es la misma mujer a quien le
escribe mensajes de texto en el celular, sólo que la
tiene registrada con otro nombre (pobrecito, cree
que no me sé esas tretas). En su directorio, Gema
se llama simplemente “De Rodríguez”, y me queda
claro que ya tuvieron un encuentro, si no sexual,
muy cercano, porque él le decía que le había
conmovido verla llorar de esa manera, que tenía
un gran corazón y que era tan hermosa por dentro
como por fuera… Uf.
Después de ver esto desde mi cuenta empecé a
hacerle plática a la tal Gema (que antes era amable
y cálida). Como revés a mi osadía, la bipolar me
reprochó que la buscara: pensaba que yo era
inteligente —dijo— y me tenía en un concepto más
elevado. ¿Por qué me habrá dicho eso? Lo ignoro,
si yo empecé el chateo de lo más amistoso.
Seguramente sabe o intuye que mi relación con
Juan Pablo es algo formal y por eso huyó antes de
que le aventara la piedra. Lo peor de todo es que
el hipócrita me ha de negar categóricamente. Le
dirá a Gema que soy una fan suya o una loquita de
la guerra que lo admira y lo acosa.
No sé si esta intromisión vaya a tener
consecuencias. Lo dudo, pues en ningún momento
mencioné su nombre y si el cínico se atreve a
reclamarme quedará desenmascarado (aunque
tristemente sé que le vale un pepino lo que opine
sobre él).
Cambiando de tema, tienes toda la razón con
respecto a Hugo. Él era el hombre que debí elegir
como compañero de vida. Hoy me doy cuenta de
que mi decisión fue un grave error. Con Juan Pablo
veía el futuro incierto y lleno de dramas, pero creí
amarlo tan profundamente como para ser capaz de
soportar sus defectos. Ahora veo que no es así. La
convivencia diaria es un suplicio. Siempre tiene un
comentario desagradable sobre todo lo que hago y
se excusa diciendo que al darme picones
reacciono y acciono, y de esa manera crezco más
como mujer y aspirante a escritora. Lo peor es que
no sólo en temas literarios y domésticos me jode.
Lo hace también cuando pinto, cuando bailo y
cuando respiro. Vivo en un enfado permanente. Y
sí, para qué te voy a mentir: mis chateos con Hugo
son cada vez más constantes. Tampoco como para
decir que me la vivo hablando con él, pero al
menos sabemos qué es de nuestras vidas, y no te
creas, hay ocasiones en las que la charla se tiñe de
melancolía y los dos buscamos el reencuentro.
Pero me da miedo, Betty. Ya no quiero herirlo otra
vez. A Juan Pablo sí. Ese cabroncito se merece
que lo vuelva a poner en su lugar.
Me tengo que ir porque voy a llevar a las niñas
a la papelería. Esta nueva etapa de madre me está
volviendo loca. En mis ires y venires pierdo
tiempo valioso que debería emplear en escribir o,
ya de plano, en buscar un trabajo que me deje buen
dinero para mandar al diablo a Juan Pablo, que me
trata como si fuera un estorbo para sus ligues.
¿Estorbo yo? ¡Hazme el favor! Cuando pienso
en eso, recuerdo cómo me rogó para que le diera
otra oportunidad. Tienes razón: todos son unos
culeros.
Besos,
Ana Violenta.
Ana Violenta está empecinada en ser narradora y
escribe una novela en la que aparezco como
personaje principal. Quiere darme lecciones de
moral y está utilizando su humilde prosa para
retratarme como un hijo de puta.
“No me interesa que alguien la publique”, jura.
“La estoy haciendo como catarsis y cuando me
enervas bajo al estudio a escribir, pero si le
llegara a interesar a alguien para publicarla, ¡pues
venga! Nada más recuerda lo que siempre me
aconsejaste: no te detengas ni sacrifiques una
buena historia por el temor de herir a alguien.”
Pobre muchacha, ¿qué no sabe sobre quién está
escribiendo? La ilusa piensa que me va a exhibir,
cuando llevo años vacunado contra ese tipo de
ataques. Yo (que he regresado victorioso de mi
Vietnam y de mi Holocausto) no le temo a la pluma
de una aspirante a literata que inventé. No es
presunción, pero así como la fui levantando del
fango, la puedo hundir de nuevo con una sola línea.
Desde nuestra primera cita ha tratado por todos
los medios de aprender lo que nunca le interesó
antes de conocerme, pues fue una niña mimada a la
que sus padres le dieron todo a mansalva, así que
estaba acostumbrada a salirse con la suya rapidito
y sin esfuerzos.
La critico todo el tiempo por eso, pero también
debo aceptar que me asombra la disciplina que se
ha impuesto. A decir verdad, cuando empezó esta
relación dudé mucho que diera el ancho como
periodista porque su redacción era pésima. De la
ortografía y puntuación mejor ni hablar.
Como en casi todas mis relaciones no esperaba
más que una aventura pasional con ella. El día que
me llegó su mensaje por Facebook vi toda su
historia en fotos y pensé que sería interesante estar
con una chica llena de vida, sensual,
aparentemente libre y desparpajada.
No era la primera vez que me llegaban
mensajes de ese tipo. Desde que descubrí las
redes sociales las utilizo para entablar relaciones
a larga distancia. Me he topado también con
mujeres a las que les perdí la pista hace mucho y,
he de confesarlo, me divierte como loco
cortejarlas y llenarlas de ilusión.
Casi todas mis ex parejas tienen una vida
aburrida y fracasada. Muchas se casaron con los
mismos perdedores que encontraron después de
mí, y por eso, al ver mi perfil lleno de fotos con
gente exitosa, renace en ellas la curiosidad y la
añoranza. Es fácil apantallar a personas que se
quedan en el rezago pueblerino.
Cuando fui abriendo los álbumes de Ana
Violenta no fue algo diferente. Pasé foto por foto.
Algunas las archivé en mi galería para
contemplarlas más tarde e intentar descifrar a
través de sus poses y sus cambios cierta faceta de
su personalidad. Por ejemplo, nunca había salido
con una mujer que bailara danzas africanas. Ella lo
hacía y, al parecer, muy bien, ya que en todas las
imágenes sus compañeros del grupo y uno que otro
negro la elogiaban. A partir de ese momento me
obsesioné con sus caderas. ¿Cómo cogería una
chica que vibra con el tambor?
Primero le respondí con desgano y frialdad para
generarle expectación. Por su cara supuse que era
una ególatra de primera y si hubiera hecho un
lance inmediato seguramente su interés por
conocerme habría disminuido. Así pues, esperé
algunos minutos para dar el segundo zarpazo.
La invité a comer con la firme intención de
llevármela a la cama esa misma noche. No sería
difícil ya que en su colección de fotografías se
vislumbraba cachonda y relajada. Sabría darle
gusto al cuerpo (todas las bailarinas conocen la
técnica).
Después de enviar el segundo mensaje, ella
respondió que sí, que con mucho gusto nos
veríamos el lunes siguiente en el restaurante
pactado.
El día de la cita llegué de milagro porque traía
una gripa atroz que me había tenido postrado en
cama durante una semana. Aún no comprendo
cómo tomé fuerzas para levantarme y acudir a la
comida. Leticia, mi mujer, insistía en que
cancelara la cita con el diputado Malagón, con
quien dije que saldría a comer para tratar un
asunto de importancia capital.
En un momento dado pensé cancelar, y hasta le
llamé treinta minutos antes de la hora acordada
para hacerlo, pero al escuchar su voz me arrepentí
y fingí que la llamada era para cambiar el lugar de
la reunión.
Al llegar al restaurante la vi sentada en una
mesa con sombrilla; fumaba y sostenía entre las
manos una revista o una libreta de apuntes —no
recuerdo bien— y me fui acercando lentamente
para observarla de lejos. Su piel era tersa,
aterciopelada y tenía un tono bronce intenso pues
acababa de llegar de Tulum, donde pasó una larga
temporada, según contaba ella misma en sus notas
de Facebook.
Antes de tocarle la espalda me detuve a
observar sus piernas cubiertas por un pantalón
entalladísimo que intentaba disimular la brutal
firmeza de sus muslos. Claro, pensé, tiene piernas
de bailarina. Pero no de una delicada Pavlova,
sino de una estrambótica negra que levanta el
polvo cuando suenan los cueros del tambor.
Al fin cruzamos las primeras palabras con
ciertos requerimientos protocolarios de toda
“primera vez” y le propuse que entráramos al área
de no fumar. Estaba enfermo y no soportaba la
peste del humo. Ella aceptó sin pensarlo. Yo la
dejé pasar primero para parecer cortés, pero
principalmente por verle el trasero. Era justamente
como lo imaginé y entonces decreté que en
definitiva los tequilas tendrían que surtir efecto
para cortarme la gripe y así poder penetrarla hasta
que no pudiera levantarse.
Por desgracia Ana Violenta no es de las
mujeres que con tres palabras se marean; al
contrario, al paso de las copas y la exquisita
comida catalana, transitó libre por todas las
trampas verbales que le puse sobre la mesa.
Extraño: hacía muchos años que no me sentaba con
una chica de su edad que pudiera pelotear y
soportar mi ironía más de tres sets con esa
destreza. Hablamos de música concreta: de Julio
Estrada, Conlon Nancarrow, Stockhausen y Iannis
Xenakis. Como sabía que pintaba, le conté algunas
anécdotas de la obra de Piero della Francesca y de
Velázquez. Llegamos al tema de los libros y
entonces pude realizar todo tipo de suertes con el
lenguaje. Cada frase la matizaba con un color
diferente. Usé todo mi potencial poético y la
extasié. Estábamos tan felices por el afortunado
encuentro, que la tensión sexual pasó a segundo
plano.
El lugar estaba a punto de cerrar. La gripe se me
salió del cuerpo gracias a las maravillosas
frotaciones que mustiamente, y ya entrados en
confianza, me dispensó Ana Violenta. Antes de
pagar la cuenta le tomé la mano. La besé. Un “me
encantas” activó su estado de alerta mientras
súbitamente mi otra mano se fue a posar sobre su
culo negruzco.
“A ver, maestro, qué pretendes”, dijo sin retirar
mi mano de sus nalgas. Debo confesar que me
ruboricé un poco. Silencio. “Si lo que quieres es
un acostón, ¡va! Si quieres nos vamos a algún
motel (porque supongo que tu mujer no permitiría
desfiguros en tu casa) Pero, mañana al despertar,
crudos y fuera de lugar, ¿qué prosigue? Tú te vas
con tu vieja y yo a mi primer día de trabajo en tu
periódico con el estigma de ‘la puta del mes’ que
consigue chamba por darle las nalgas al jefe…
¿Eso quieres? Okey, hagámoslo. Me gustas, te
deseo. Te gusto, me deseas, y no soy de esas
poblanitas mochas doble moral que son incapaces
de echarse al pelado que se les antoje. Si quiero
me acuesto contigo por eso: porque quiero.”
Solté una estruendosa carcajada. Ella igual. Nos
quedamos viendo con una mirada de complicidad
y nos besamos como dos adolescentes urgidos.
Luego el mesero comenzó a retirar las últimas
copas para corrernos sutilmente y salimos del
restaurante abrazados como dos compadres de
cantina.
Ése fue el preludio de esta relación. Sobra
decir que a la semana Ana Violenta se me entregó
en un motel luego de ir al cine para intentar ver
Biutiful.
Los primero meses fueron luminosos, tanto que
sentí la extraña necesidad de ser fiel por primera
vez. Lástima que no pasó de ser un deseo
irrealizable.
En las noches, cuando la iba a dejar a su casa
luego de comer y beber hasta el hartazgo, llegaba a
mi casa con Leticia y con mi perro. Los dos me
esperaban moviendo la colita, cosa que no me
causaba ningún tipo de remordimiento. Después de
muchos años de aburrimiento conyugal y
libertinaje hueco, volvía a sentirme fascinado por
una mujer. Me miraba al espejo procurando
encontrar en el fondo a aquel joven poeta que
seducía a las mujeres, no por su poder o por su
dinero, más bien por un tema de admiración
intelectual.
Estaba oficialmente enamorado de Ana Violenta
por ser una mujer fresca y sin fantasmas. Cada vez
que la veía estaba de buenas y bailando. Siempre
moviéndose y buscando la mejor manera de
agradarme. Con ella había una sorpresa diaria: si
no me cocinaba un guiso exótico de su tierra, al
llegar a su departamento me la encontraba llena de
libros que yo le comentaba en la borrachera. Tenía
una curiosidad increíble por las cosas nuevas.
Recuerdo perfectamente que una tarde llegué de…
estar con una amiga y encontré a Ana Violenta
vestida al estilo Virginia Woolf. Con el pelo
enchongado, desmaquillada y visiblemente
ojerosa. “Mira, amor: estoy leyendo Trilce. Es una
maravilla.”
La miré desde la prepotencia y en lugar de
incentivar su pasión la humillé preguntándole para
qué gastaba su dinero en comprar poesía que
jamás iba a entender, y que dudaba mucho que de
lo que “estaba leyendo” hubiera comprendido
siquiera una línea. “Vallejo es muy complejo. Son
palabras mayores y tú en temas literarios eres
bastante limitada; además, para leer poesía se
requiere tener oído, y tú lo tienes, pero de
carnicero.”
Lejos de ahuyentarla y desmotivarla, hablarle
así provocaba lo contrario. Magullarle el orgullo
surtía efecto y después de las lágrimas de
frustración llegaba el coraje y se ponía a estudiar
concienzudamente.
La he visto crecer a una velocidad
impresionante, pero siempre he dicho que adular a
alguien con talento significa subirlo a un ladrillo y
muchas veces es suficiente para echarlo a perder.
Desde que empecé a notar sus avances supe que
elogiarla demasiado sería inflarla como un pez
globo, y al no encontrar contención, podría
reventar (o lo que a la postre sucedió): podría
elevarse tanto hasta que otras manos la pincharan y
la recogieran para llenarla de oxígeno nuevo.
Debo decir que en repetidas ocasiones intenté
restarle importancia a la relación, ya que en
principio Ana Violenta nunca pretendió
persuadirme para dejar a Leticia; al contrario,
hablábamos de ella sin empacho. Ana Violenta me
preguntaba ese tipo de cosas que se cuestionan
todas las amantes: ¿por qué la engañas conmigo?,
¿desde cuándo dejaste de tocarla?, ¿en qué
momento sentiste que el amor, o más bien la
pasión, se extinguió?
Yo contestaba con datos duros como los que
estoy acostumbrado a escribir en mi columna. Ana
Violenta no tenía por qué saber que en realidad
nunca me había dejado de acostar con Leticia
(aunque es verdad que la periodicidad del sexo
era espaciada y por ende me traía problemas), o si
seguía viendo a Anastasia Olivares: una amante
(esposa de un amigo) con la cual llevo más de diez
años encontrándome en un hotel del centro.
Aunque, claro, siempre es eficaz soltar las
verdades a medias… Ana Violenta ignoraba que
esa amante existía, pero durante un viaje a
Querétaro (y luego de hacerle el amor tiernamente)
me recosté sobre su pubis y, como si fuera un niño
arrepentido, le confesé la existencia de esta mujer
y pude ver en sus ojos un guiño de agradecimiento
por serle sincero.
Recuerdo que ella tomaba un whisky y yo una
cerveza cuando le dije que Anastasia me había
estado buscando para vernos “donde siempre” y
que yo (cansado de ser un mentiroso) le había
dicho que era momento de terminar con esa
relación. “Ella se puso como loca —le dije—. Y
luego de una letanía llena de reclamos, me colgó”,
insistí. Ana Violenta tomó ese gesto como la señal
de que había logrado lo que ninguna otra mujer
pudo hacer conmigo: convertirme en un ser
monógamo y feliz. Después de esa noble acción no
le quedaron dudas sobre mis buenas intenciones y
se entregó a mí plenamente.
Al regresar de ese corto viaje Ana Violenta
vivió su etapa más creativa a mi lado. Confiaba y
se sentía segura de todas sus virtudes, tanto que si
salíamos a comer a algún restaurante ella
caminaba dando taconazos firmes. No necesitaba
hacerlo pues su presencia era tan rotunda que
aunque caminara descalza y sin una gota de
maquillaje provocaba reacciones febriles en
hombres y envidia en las mujeres.
Lástima que toda subida espontánea es la
antesala de una caída estrepitosa, ya que de esa
mujer segura y bien plantada hoy no queda más que
un despojo.
Diez minutos bajo el agua

Apenas se cumplieron seis meses de nuestra


llegada a esta casa, pero siento como si llevara un
siglo viviendo con él.
Ahora que al fin terminé de quitarme la venda
de los ojos me percato de la gravedad del asunto:
Juan Pablo sigue actuando como un marido
ejemplar mientras yo no salte para increparlo
sobre sus aventuras.
A últimas fechas he intentado hacer caso omiso
de sus ironías y creo que la clave para conservar
cierto poder sobre él radica precisamente en eso,
en ignorarlo. Un hombre de sus características,
dueño de un “yo” sobrevaluado, se vuelve
vulnerable cuando lo tratas con indiferencia.
Este cambio ha sido inconsciente. Es mejor
decir que se ha venido desatando como
consecuencia de un hecho: diariamente cambia sus
contraseñas y es imposible entrar al inbox para
indagar. Pero dentro de esta situación frustrante
sucedió algo inesperado que vino a dar un vuelco
positivo a las cosas.
Por un lado, he recuperado la comunicación con
Hugo, y por el otro, de la nada, ha surgido un
nuevo personaje con el que estoy teniendo un
acercamiento virtual muy parecido a los de Juan
Pablo. La diferencia es que mi amigo sí es una
persona interesante y en dado caso podría
ayudarme a alcanzar la independencia que necesito
para dejar de una vez por todas de preocuparme
por lo que él haga o deje de hacer.
Cuando comencé a salir con Juan Pablo poco
sabía del mundillo literario mexicano. Mis
intereses estaban enfocados en la danza, así que
durante varios años (desde el momento en que
renuncié a mi matrimonio), no hubo tema que
acaparara más mi tiempo que la música y el
movimiento. Pasaba horas ensayando las
coreografías que montábamos en el ensamble de
percusión. También me acerqué a varios maestros
que llegaban desde Guinea con el propósito de
conocer un poco sobre su cultura. Uno de ellos,
Salif, me invitó a participar en un workshop que
daba cada verano en su aldea, junto al mar de
Sofa. Nunca logró concretarse el viaje por falta de
dinero y por el miedo absurdo de llegar a Conakry
y contraer malaria.
Poco a poco fui dándome cuenta de que en la
danza no había futuro; en primera, porque el
movimiento “afro” en México estaba acaparado
por cuatro o cinco bailarinas que monopolizaron
los cursos, y, en segunda, porque el tiempo es el
peor enemigo de un bailarín desordenado. Para ese
entonces ya tenía veintiocho años, nunca tuve el
valor de viajar a Guinea para entrenarme con
buenos maestros y mi cuerpo comenzaba a
cobrarme las facturas reglamentarias por haber
abusado tanto de él en las francachelas que me
corrí en mi temporada en Tulum. Ser fumadora
también fue un factor importante para que mi
rendimiento bajara considerablemente hasta que de
plano la capacidad pulmonar me impedía terminar
los cursos intensivos.
Una vez asumido el tema del fracaso dancístico
y llegado el momento de convertirme en editora de
un suplemento cultural, tuve que comenzar a
empaparme sobre los temas que estaban en boga
en el medio.
Juan Pablo fue encendiéndome las luces
necesarias para transitar por los cavernosos
caminos de la burocracia cultural. Sus métodos
eran infalibles. Nos reuníamos en nuestro nido de
amor y entre botellas de vino y platones de jabugo
pasábamos días enteros polemizando alrededor de
la vida y la obra de los escritores mexicanos. Me
descubrió a los Contemporáneos, así que mientras
él retomaba a Jorge Cuesta, yo me enganché con
Salvador Novo. “Cuidado —advertía—. Lee y
disfruta sus crónicas, pero ten en cuenta que la
escritura de Novo no ha soportado el paso del
tiempo. Novo, querida mía, ha envejecido
irremediablemente.”
Juan Pablo tiene una gran memoria y eso lo ha
convertido en un excelente narrador oral. Además
es poseedor de una cualidad que pocos escritores
tienen: redacta mentalmente, da matices y
construye imágenes limpias al mismo tiempo que
las va platicando.
Yo vivía embelesada escuchando cómo imitaba
las disertaciones entre Octavio Paz y Salvador
Elizondo. El primero era el tirano jerarca de las
letras mexicanas, mientras el segundo fue,
indudablemente, un obsesivo del leguaje.
Pasé varios meses leyendo y releyendo
Farabeuf hasta que llegó a convertirse en mi libro
de cabecera. Este suceso coincidió con la primera
vez que entré a espiar la intimidad de Juan Pablo y
comprendí que la precisión quirúrgica de la
escritura elizondiana, combinada con ese toque de
sadismo y crueldad, había llegado en el momento
justo. “En un día especial, una hora especial, en un
instante en el que esperaba ver colmado mi
deseo.” ¿De qué? de verme en los espejos infinitos
del doctor Farabeuf y ser yo la mujer que se dejó
torturar por su amado con la esperanza de que todo
aquel ritual fuera un simple divertimento para
curarse del olvido a través de una secuencia de
imágenes escogidas previa y minuciosamente por
su verdugo. Y aunque no me gustara mucho la idea,
debía comprender que yo estaba ahí
voluntariamente, expuesta en un teatro óptico
ofrendado por un maniático que juraba hacer todo
esto porque me amaba.
Ana Violenta: ¿Cómo estás? ¿Qué tal la
presentación del sábado?
Hugo Villegas: Hola, hermosa: muy bien,
gracias. La gente de Tijuana suele ser muy
participativa en estos eventos. El lugar estaba
lleno, el clima inmejorable y los organizadores me
trataron a cuerpo de rey. ¿Tú qué tal? ¿Cómo va tu
libro?
AV: ¡Qué bueno! Vi algunas fotos que subieron
tus fans. Se ve que los encantaste…
“Yo ahí la llevo. Estoy un poco retrasada en el
tiempo de entrega que me dio la editorial, pero ahí
va: caminando.”
HV: No te presiones tanto porque la literatura
requiere paciencia. Una vez que hayas terminado
el libro déjalo descansar un par de meses, luego
vuelve a revisarlo y verás que vas a encontrar
cientos de errores. Ya despejada, limpia bien el
texto. Recuerda: la economía verbal lo es todo.
Quita la paja. No te angusties por la fecha de
entrega, por lo general las editoriales te dan un
rango de tolerancia.
AV: Sí, eso es lo que voy a hacer porque cada
vez que lo releo encuentro más y más errores. Es
lo malo de escribir por encargo.
HV: Es una lata hacer el trabajo presionado,
pero no lo vayas a abandonar por eso. Termínalo.
Es tu primera publicación en forma y eso te puede
abrir muchas puertas.
AV: Lo sé… gracias por tranquilizarme. Ya
sabes que soy un poquito desesperada.
HV: No sirve de nada desesperarse. ¿Cómo
está tu hija?
AV: Muy bien, estamos adaptándonos.
HV: Está preciosa. Es igualita a ti, qué bárbara.
AV: Ni me digas. Con ella voy a pagar todas las
que he hecho.
HV: No han sido tantas. ¿Sigues atada a las
culpas? Ya suéltate.
AV: No sé si sean culpas, pero sí he cometido
muchos errores últimamente.
HV: No creo que sean errores. Más bien eres
una mujer que se deja llevar por sus pasiones. No
es tan malo. No eres “lo peor”.
AV: Mira quién me lo viene a decir: el hombre
más increíble del mundo. Al que no supe amar
como se debía.
HV: Creo que estás muy confundida. No dudo
que me hayas amado (aunque tu partida fue
desconcertante). El problema es que le temiste
demasiado a la rutina conmigo. Eres una mujer de
movimiento. Está en tu naturaleza. Basta ver cómo
bailas para darse cuenta de que eres inquieta.
AV: Pero en algún momento debo parar,
relajarme, estar serena y conforme, o mi vida va a
seguir siendo un caos absoluto. Ay, Hugo…
HV: No sé qué decirte, morena preciosa. La
única que puede resolver esos problemas eres tú.
Yo intenté ayudar, pero no lo permitiste.
AV: Qué tonta fui. La decisiones se toman. Yo
las tomé precipitadamente, y, como bien dices,
entregándome al ideal romántico.
HV: Sigues en medio del torbellino, pero es tu
esencia.
AV: Renunciaría a ella con tal de hallar paz.
Estoy desilusionada. Harta. Muy confundida. Juan
Pablo no valoró nada de lo que hice. Sólo se
coronó y a ti te fregué, querido Hugo. Perdóname,
por favor. Es más: yo no sé por qué me respondes.
Soy una mala persona.
HV: No lo eres. Estás viviendo lo que te toca
vivir. Vas a ver que el tiempo pondrá cada cosa en
su justo lugar, pero, cuidado: el ser humano tiende
a acostumbrarse a todo.
AV: Ojalá me hubiera acostumbrado a ti: a tu
paz, a tu dulzura. Soy una pendeja. Con
mayúsculas: UNA VERDADERA PENDEJA.
HV: Me tengo que ir. Espero volverte a ver un
día.
AV: Si me vieras te impresionarías. La niña que
jugaba en tu escalera móvil, la zorrita de la faldita
ya no existe. ¡Hasta las piernas me han
adelgazado!
HV: Eso no lo permitas. Estarías desmadrando
una parte del patrimonio erótico de la nación.
AV: Hugo… siempre te llevaré muy dentro. No
me preguntes dónde ni en qué proporción. Creo
que aún no ha salido a la luz la magnitud de la
tragedia.
HV: Te mando un abrazo.
AV: Yo otro. Largo y apretado.
Hugo

En medio de la neurosis que comenzaba a


experimentar al lado de Juan Pablo, una de las
mejores evasiones que tenía en mis tiempos libres
era ir ampliando mis conocimientos sobre los
diferentes autores que leía. Ya había pasado el
bimestre de los Contemporáneos y los encuentros
con mi maestro-amante se iban volviendo cada vez
más hostiles a causa de la desconfianza, así que
hubo un momento en que nuestras tertulias
culteranas se degradaron y fueron convirtiéndose
en un zipizape personal. Un trámite engorroso para
transitar del pleito al coito.
Alguna vez, en la primera etapa de nuestro
romance, Juan Pablo me “presentó”, por decirlo de
alguna manera, al narrador Hugo Villegas.
Anteriormente había escuchado que era uno de
los mejores narradores de su generación. Sabía
que era pareja de una de las mujeres más bellas de
la televisión mexicana. Sabía (por una de sus
novelas) que en su juventud tuvo una relación
homosexual. Sabía que era temido entre los
editores por ser extremadamente perfeccionista,
pero nunca había tenido un libro suyo en las
manos. Estaba tan obsesionada por llevar un
estricto orden en mis lecturas, que no quería andar
a salto de mata entre una época y otra, pero
Facebook (que todo lo acerca, lo crea y lo
destruye) fue el hilo que me condujo a él.
A todo esto, mis delirios de grandeza ya habían
brotado meses atrás y me hice “amiga” de cuanto
escritor famoso encontré en la red social. Ninguno
dio señales de interés en mí, quizás porque yo
tampoco busqué el contacto directo. Nunca le
envié un inbox ni a Alberto Ruy Sánchez ni a Juan
Villoro. Para acabar pronto, jamás los he visto
conectados en el espacio destinado para el chateo.
Y hasta ese momento, con Hugo Villegas había
corrido la misma suerte.
Él aceptó la invitación un día. Al siguiente le
agradecí en su muro y pasaron meses antes de que
sucediera la primera conversación en tiempo real.
Por otro lado, Juan Pablo siempre lució
desinteresado en visitar mi perfil. Le importaba un
comino quiénes eran mis contactos y lo único que
le interesaba de mi presencia en las redes era que
posteara los artículos de su periódico.
Para noviembre del año pasado, mientras daba
uno de esos paseos virtuales por las páginas de las
queridas de Juan Pablo, vi conectado a Hugo, y la
indecisión para mandar un mensaje directo hizo
que el tiempo apremiara cuando al fin supe qué
decirle, se había ido. Lo curioso fue encontrarme
de pronto con un comentario suyo en una de las
columnas que compartía a mis conocidos.
El mensaje fue breve, pero me llenó de emoción
pues en él me refería a autores que debía leer si en
verdad deseaba llegar a ser una buena cronista.
Con ese escueto guiño tomé al fin el valor de
comenzar un chateo aunque aparentemente él se
encontraba desconectado (aseveración que resultó
equívoca ya que en menos de cinco minutos Hugo
estaba contestando mi saludo).
Platicamos diez minutos sobre las
recomendaciones que había dejado en el
comentario del muro y de pronto, sin darnos
cuenta, ya estábamos sumergidos en una charla
personal.
Para ese entonces Hugo estaba radicando en el
extranjero, así que el tema viró inevitablemente
hacia el sentimiento de añoranza y la desazón que
le causaba mirar los noticieros internacionales
donde dibujaban al país como una zona de guerra
intransitable para cualquier habitante del mundo.
El chat se desconectó un par de veces, y él me
advirtió que si de plano dejaba de contestar no era
descortesía; más bien era un asunto técnico por su
conflicto con la modernidad. Aún así la señal se
recuperó y pudimos quedar de acuerdo para
encontrarnos en México en las fechas
decembrinas. “No sé con exactitud ni cuándo llego
ni cuándo me voy. Quién sabe: a lo mejor decido
quedarme por allá nuevamente, todo depende de
cómo vea las cosas por México, y si me conviene
volver a echar raíces, no dudes que lo haré. Pero
de todas maneras ya tengo tu teléfono y en cuanto
llegue te marco para concertar la cita”, dijo y se
desconectó.
Cerrando mi computadora empecé a imaginar
cómo sería conocer en persona a Hugo Villegas e
inmediatamente salí a comprar algunos de sus
libros.
Hasta ese momento mi interés no pasaba de ser
un tema estrictamente intelectual. Yo no tenía la
mínima intención de liarme con él; es más: dudaba
mucho que el famoso encuentro se llevara a cabo.
Seguramente pasarían los meses y no volvería a
verlo conectado porque le habría dado flojera la
conversación con una fan (que ni siquiera lo era).
Llegaría diciembre y la promesa quedaría
guardada entre su prominente fichero.
Hugo llegó en el punto más débil de mi relación
con Juan Pablo. Harta, desmotivada y
menospreciada, decidí refugiarme en el trabajo, la
ironía flagelante y el ocio cibernético. Dentro del
mundo virtual, y en medio de una tarde de
latigazos mientras escuchaba boleros de Agustín
Lara cantados por Toña la Negra, recibí la
llamada. Dejé sonar el teléfono porque no conocía
la clave lada y deduje que era una prima a la que
pocas veces le hablo. Pero el timbre era insistente
y decidí contestar.
—¿Bueno?
—Sí, ¿hablo al teléfono de Ana Violeta Garza?
—Soy yo, ¿quién habla?
—Hola, Ana Violeta, soy Hugo Villegas, ¿cómo
estás?
No lo podía creer. Al escuchar su voz caí de
sentón sobre una silla, encendí un cigarro y le bajé
a la música.
—¡Qué sorpresa, Hugo! Creí que nunca entraría
esta llamada.
—Quedé en llamarte cuando llegara a México,
y, ya ves, cumplí mi promesa.
—Ya veo. No sabes la alegría que me da.
—¿Estás ocupada?
—No, para nada. Estaba corrigiendo la
ortografía de un capítulo de mi novela.
—Ah, vaya, al fin decidiste incursionar en la
literatura. Me da gusto. ¿Y sobre qué trata la
novela?
—Pues es un relato sobre el “dark side” de una
rumbera mexicana.
—Mira qué interesante. ¿Cuál rumbera?
—Meche Barba.
—Okey. Era la única mexicana, ¿cierto? Las
demás eran cubanas.
—Así es.
—¿Y por qué la escogiste a ella y no a la Ninón
o a Rosa Carmina?
—¡Ja!, ya sé que era bastante malita bailando,
pero precisamente la escogí por eso, por ser la que
menos brilló. Aparte hay una historia que sé sobre
ella, que es bastante interesante. De hecho, si no
me equivoco, venimos siendo parientas lejanas.
—¿Ah sí? Qué curioso: al ver tus fotos no sé
por qué se me figuró que pudiste haber nacido en
esa época.
—¿Será por las caderotas y la facha de
vampiresa?
—No sé si seas una vamp profesional, pero tu
físico da esa impresión.
—Ojalá hubiera nacido en esos tiempos.
Muchos dicen que mis gustos son de viejita porque
adoro los boleros y el danzón. Siempre se me ha
antojado salir a la calle vestida a la María
Victoria.
—Pues te quedaría muy bien. Si no tienes
inconveniente me gustaría leer el avance de tu
novela.
—¿De verdad? Hombre, qué honor. Por
supuesto que sí. Yo te la envío, aunque me da un
poco de pena porque apenas estoy estructurándola.
—Ya le irás dando forma. Pásamela, la leo, y
cuando nos veamos te la comento.
—Perfecto, me encanta la idea. Y a todo esto,
¿cuándo llegaste?
—Aterricé ayer y aún estoy padeciendo el jet
lag. Ahorita estaba revisando mi agenda, vi tu
número y dije: ¿por qué no?
—Buena decisión.
—Quería proponerte que nos viéramos el lunes
próximo para comer, ¿cómo andas por ese día?
—Bien. No tengo inconveniente que me retenga
en Puebla, así que me organizo y te confirmo
mañana, ¿te parece?
—Perfecto. Espero tu llamada mañana. Éste es
el número de mi casa.
—Ya está. Te marco mañana para concretar la
cita. Oye, de verdad no sabes el gusto y la
sorpresa. No pensé que me llamaras.
—Cómo podría dejar de llamarle a una mujer
como tú. No estoy loco.
—Tal vez sí lo estés, ¡todos los escritores están
pirados!, pero me agrada la locura. Un beso y en
eso quedamos.
—Ciao.
El primer pensamiento que tuve cuando colgué
fue qué demonios le iba a decir a Juan Pablo. “Me
llamó Hugo Villegas de la nada para invitarme a
comer.” “Amor: ¿ves que soy amiga de Hugo
Villegas en el Face? Pues llegó a México y me
pidió que nos viéramos porque hace tiempo le
envié mi novela y quiere comentarla. Mi vida, una
oportunidad así no se da todos los días, ¿no te
parece?”
Sí, eso mismo le diría. Tendría que ser sensato
y no armar tangos. Finalmente, él me introdujo al
mundo de la literatura y no podía salir con
arranques provincianos. Además, ¿con qué
autoridad moral me iba a pedir que no saliera con
un amigo si él se acostaba todas las noches con
Leticia y quién sabe con cuántas más? No podía
decir ni pío. Aparte, nuestra relación iba en
declive porque ya conocía todas sus mañas y no
hacía mucho tiempo que le había pedido por
primera vez que eligiera entre Leticia y yo, y por
lo visto la elección estaba hecha: esa señora jamás
sería destronada por ninguna amante (y yo era la
del momento).
Esa noche, cuando Juan Pablo llegó a mi
departamento, no sabía cómo empezar a decirle
que me encontraría con Hugo Villegas el siguiente
lunes. De inmediato supuse que tras hacerme jetas
por la osadía iba a pretender acompañarme. Pero
se me hacía de pésimo gusto llegar con cola. ¿Y
para qué llevarlo? ¿Para que él acaparara como
siempre las conversaciones y Hugo me hiciera a un
lado cuando yo quería tocar temas literarios sin la
presión de Juan Pablo, quien era terriblemente
crítico conmigo? ¡Gracias, no!
Una vez que lo vi sentado y en paz le solté todo.
Montó en cólera, pero a esas alturas del partido ya
me valía sombrilla si se enojaba o no. Hice caso
omiso a sus cuestionamientos machistas y el lunes
siguiente me embarqué hacia el Distrito Federal.
Al llegar al lugar de la cita no lo vi sentado, así
que tuve la fortuna de poder escoger la mesa. Una
vez acomodada en la silla pedí un tequila con
sangrita y me dispuse a escribir la crónica del día
para el periódico. A los veinte minutos, cuando
estaba a punto de pedir el segundo trago, el
escritor entró.
Un abrazo cálido de mi parte rompió el hielo.
Lo estrujé como si fuera un conocido de toda la
vida. La plática fluyó alrededor de la literatura,
los boleros de Lara, las rumberas y los giros
negros de la ciudad.
Hugo hablaba muy distinto a todos los
escritores que había conocido y no trataba de
apantallarme con posturas retóricas ni ensalzaba
sus logros literarios. Era un hombre conociendo a
una mujer, eso fue todo.
Terminando la cena me dio aventón a casa de la
prima que me hospedó por esa noche. Eran las dos
de la mañana y todavía en el auto seguimos
platicando varios minutos. Nos despedimos con un
largo abrazo y acordamos seguir la comunicación
vía Facebook.
Al día siguiente llegué a Puebla y le marqué a
Juan Pablo para contarle cómo me había ido. Él
llegó con vinos y quesos finos para pasar una tarde
voluptuosa.
Empecé por narrarle los primeros momentos del
encuentro. Absorto ante mi desenfado, Juan Pablo
tomaba tequila y me miraba como queriendo leer
cada uno de mis pensamientos. Aunque lo negara
tres veces estaba aterrado al ver que un tipo como
Hugo me buscara y yo gocé infinitamente el hecho
de restregarle en la cara que un hombre de la talla
intelectual de Hugo se ofreciera a orientarme con
mi novela (cosa que él jamás propuso).
Al ver su rostro inquisidor me acerqué para
abrazarlo y algo dentro me decía que era muy
peligroso frecuentar al escritor ya que no me
desagradaba en lo absoluto. Era alguien que
gozaba de mi admiración y en consecuencia podría
llegar a enamorarme muy fácilmente, más porque
mi relación con Juan Pablo estaba pendiendo de un
hilo gracias a mi desconfianza y a su opacidad.
Por la noche cogimos como locos en todas la
posiciones y extrañamente se quedó a dormir
conmigo, y digo extraño, porque ya llevaba meses
sin hacerlo. ¡Claro, lo regañaba su mujer!
A la mañana siguiente se fue muy temprano. Yo
me quedé en la cama imaginando qué le habría
inventado a Leticia. Lo de siempre: que se fue a
visitar a su papá o que no pudo regresar del
Distrito Federal porque ya era muy noche y el
diputado Malagón le pidió que lo acompañara a
una cena.
¡Iluso!, una mujer sabe cuando le mienten y más
si tiene un récord Guiness en cornadas. Por otro
lado, la mentira se le caía pues trataba de
impregnarle mi olor en la ropa. Eso nunca falla:
las esposas, al recoger las camisas arrugadas del
hombre putañero, siempre las huelen con una
inspiración rigurosa.
Me levanté a mediodía meditando en lo mucho
que aún amaba a Juan Pablo y en el poco interés
que él tenía en arreglar nuestra situación. No valía
la pena seguir callando. Debía decirle lo de mi
espionaje antes de que algo grave sucediera, por
ejemplo, que cayera rendida en los brazos de
Hugo.
Esa tarde Juan Pablo ya no regresó a mi
departamento argumentando alguna reunión
urgente. Deprimida entré a leer mis correos y vi
que había un mensaje de Hugo.
“Voy a ir a Puebla a dar una charla, espero que
nos podamos ver.” Cerré el mail y de inmediato le
informé a Juan Pablo.
Una de mis más grandes ilusiones era juntarlos.
Intuía que escuchar hablar a los dos iba a ser una
experiencia delirante, pero cometí el error de
pedirle a Juan Pablo que no me alcanzara hasta
que hubiéramos terminado de comer porque Hugo
quería hacerme algunas observaciones sobre la
novela. No le gustó mucho la idea, pero hasta eso
era muy respetuoso de mis tiempos, un poco
porque así, a la hora de pillarlo con alguna
amiguita, yo no podría decirle nada.
Ya en Puebla, y luego de que terminara su
charla en la universidad, Hugo y yo nos fuimos a
comer a un restaurante de comida típica. Al
sentarnos, un silencio incómodo invadió el espacio
hasta que el mesero llegó a salvar el momento de
tensión. Pedimos cada quien su platillo: mole para
él, arrachera para mí. Religiosamente, Hugo
acompaña la comida con vino. Yo pedí un tequila
para soltarme y de ahí surgió el primer tema de la
tarde.
—Veo que te encanta el trago.
—Sí, un poco. ¿A ti no?
—Me fascina, pero hace mucho tiempo dejé los
excesos.
Me contó sus cuitas de joven cuando se corría
tremendas farras con sus amigos y su primera
mujer.
Hugo es dueño de los ojos más tiernos que haya
visto jamás, y durante toda la comida no paró de
lanzarme ese tipo de miradas melancólicas
capaces de meterte en un parpadeo al torbellino de
la disipación, así que para evitar ser succionada
me empiné el último trago de tequila y le propuse
dar un recorrido por el centro de la ciudad.
La idea le pareció estupenda para bajar la
comida. Pagó la cuenta y salimos del lugar.
Caminando entre la multitud de personas que
tomaban fotos a la catedral, me dediqué a
interrogarlo sobre los más jugosos chismes del
mundillo literario mexicano. Él contestaba sin
rubor y reía como un niño travieso cada vez que
soltaba alguna anécdota morbosa.
El paseo fue relativamente corto pues Hugo,
disciplinado a morir, dispuso que era tiempo de
sentarnos en una cafetería donde no hubiera mucho
ruido para concentrarnos en las correcciones.
Entramos a un pequeño establecimiento con
máximo ocho mesitas, de la cuales las ocho
estaban vacías. El mesero, un tipo desganado y
somnoliento, nos sirvió dos americanos
descafeinados a cada quien porque ambos
compartíamos un padecimiento: el insomnio.
Hugo sacó las hojas impresas de su bolso de
cuero, se acomodó los anteojos y empezó la
sesión. A mí me temblaban las piernas pues a
primera vista pude percatarme que había grandes
tachones y apuntes al costado de todas las hojas.
Con una paciencia brutal, Hugo fue
explicándome cada una de las fallas que encontró
en el texto. Un tachón por aquí, una interrogante
por allá y una sola palomita en una frase que decía
más o menos así: “Las cordobesas se caracterizan
por ser mujeres de mentes cerradas y entrepiernas
serenas”.
En plena corrección, Juan Pablo dio las
primeras señales de vida enviándome mensajes al
celular. Yo le contesté luego de dar por concluida
la crítica y le propuse encontrarnos más tarde en
mi casa. Llevaría a Hugo conmigo (le advertí).
Salimos del café buscando una librería para
comprar algunos títulos que me recomendaba como
guía de estilo para la novela.
De pena ajena: llegamos al establecimiento
donde años atrás presentó su novela Cuando llora
la sangre y no tenían uno solo de los libros que
buscábamos.
Las horas pasaron y Juan Pablo no se volvió a
comunicar. Era tarde, yo estaba cansada y no
consideré prudente llevar a Hugo a mi casa, así
que, con todo el dolor del mundo, me despedí.
Al cruzar la calle que lo conduciría a su hotel,
Hugo se me acercó y nos dimos un fuerte abrazo.
Luego quiso besarme.
—Perdóname, pero no puedo. Sabes que quiero
bien a Juan Pablo y aunque tengamos problemas no
podría jugarle chueco.
No insistió, pero tampoco se disculpó. Yo entré
al taxi y su silueta platónica se hundió entre la
gente que caminaba hacia el centro.
Llegando a casa me serví un trago e intenté
llamar a Juan Pablo. No me contestó y pensé: ¿por
qué cuido vicariamente de este sujeto que me
miente todo el tiempo?
No quise darle más vueltas al asunto y preferí
echarme en la cama para releer las correcciones
de Hugo. “¡Qué extraña letra tiene!”, pensé, y me
fui quedando dormida oliendo su perfume
impregnado en las hojas.
Los mensajes de Facebook con Hugo siguieron
fluyendo sin mayores insinuaciones. Al fin había
encontrado el libro que me recomendó y lo estaba
leyendo con denuedo.
Como mi tutor, Hugo solía tomar lección de mis
lecturas vía correo electrónico. Con la primera
tarea me introdujo en los enredos del vizconde
Valmont con la marquesa de Merteuil. Sin duda
ese libro fue un factor de peso para que más
temprano que tarde cayera redondita en sus brazos.
Llegó el fin de año. Mi relación virtual con
Hugo gozaba de cabal salud, mientras las doce
campanadas anunciaban el fin de mi amasiato con
Juan Pablo.

31 de diciembre de 2011
Antes de que Juan Pablo llegara a mi
departamento me esmeré como nunca en peinarme
y maquillar la tristeza de mi rostro con corrector
de piel.
Al echar un último vistazo al espejo pude ver
dos halos negros rodeando mi mirada. Ya lo sabía:
esa noche iba a ser la última gran velada a su lado
porque en breve debía sacar a flote mis
descubrimientos en su Facebook.
Nos pasamos horas pegados cada quien en su
iPhone haciendo llamadas a los amigos. Muchos
minutos perdidos para no estar solos. Evasión.
Miradas inquisidoras y una serie de fotos
abrazados.
Ebrios de Chablís y olvido, esa noche no hubo
sexo. Dormimos largamente hasta que el nuevo año
llegó con sus rayos fulminantes anunciando la
hecatombe.
Mi relación por mail con Hugo continuaba.
Supongo que él era Valmont y yo la señora casada
a la que intentaba seducir. Pero no había ninguna
mente siniestra detrás. Era más bien la sed de amar
lo que transformó nuestra comunicación en un
bello pasaje de Las amistades peligrosas.
En los primeros días de enero concluí el
romance con Juan Pablo y tuve que decirle la
verdad sobre mi grave intromisión en sus
teléfonos. Como lo esperaba, tergiversó el tema de
tal manera que fui yo la gran villana. Ya no me
importaba y él tampoco hizo el esfuerzo por
retenerme.
Una vez que me sentí libre dediqué mi tiempo a
terminar algunos textos inconclusos y a leer.
Quería olvidar mi fracaso transportándome a vidas
ajenas de héroes literarios. Y parcialmente lo
logré.
Luego llegó la hora de probar suerte, de
reinventarme como mujer y me regalé el privilegio
de dejarme amar por Hugo.
No me pregunten cómo pasó todo. Sólo diré que
seguí los consejos de Choderlos de Laclos y me
precipité a sus brazos. Nos amamos intensamente
un par de meses lamiéndonos las heridas y
cerrando los ojos al mundo real. Leímos,
escribimos, bailamos mucho y lloramos. Hacíamos
el amor a todas horas. Era un gran amante…
Me dejé chiquear y él permitió que lo
desordenara. Yo era su niña malcriada y él mi
padre complaciente. Una relación plena por los
tintes incestuosos que le dimos: jugando a la
casita, al Lobo y la Caperuza en una casa de dulce
como la de Hansel y Gretel. Pero no había bruja
mala y sí muchos chocolates y flores.
Cuando lo visitaba en su casa de campo
hablábamos poco del futuro. Era llegar, cerrar la
puerta y planear el fin de semana fuera de tiempo
dejando los fantasmas en el guardapolvo de la
puerta. Vigilados por miles de libros que se
agitaban con una presencia bailarina y alegre.
Una noche Baudelaire bajó del librero y se
posó en la cama donde dormíamos. Sentí su
genuflexión sobre la esquina del colchón y
desperté asustada. Quise despertar a Hugo para
que me abrazara, pero el sueño en él es un
presente de dioses que no quise arrebatar con mis
temores. En cambio tomé aliento y al mirar la
cabecera habitada por cientos de hombres
luminosos me sentí protegida y volví a dormir.
Lástima que los sueños son sólo eso: sueños. Y
un día tuve que abrir los ojos. Hubiera querido
permanecer arrellanada sobre su pecho y verlo
dormir con un gesto sereno, pero el despertar fue
telúrico.
Mi mente explotó con tanta perfección pues
nunca me habían amado de una manera tan
transparente, y sin más, tomé mis maletas, me puse
el casco y el traje camuflado para regresar a una
guerra atroz al lado de Juan Pablo.
¿Por qué regresé al campo de batalla? Aún no
lo tengo muy claro. Las relaciones humanas (y
sobre todo las de pareja) son un tema muy
complicado. Quizás volví para sacarme la espinita
que tenía clavada, finalmente Juan Pablo había
sido el único hombre que no cayó rendido a mis
brazos y había preferido quedarse con Leticia que
luchar por mi amor (cuando lo tuvo). A una mujer
con mi carácter eso le castra. No era posible que
las cosas se quedaran tan quietas. Me indignaba
ver que el rompimiento de enero no le hubiera
afectado a tal grado de abandonar todo por mí. Al
final, cuando vio que yo estaba a punto de irme a
vivir con Hugo, el mundo tembló bajo sus pies y
decidió buscarme para que recapacitara.
Juan Pablo ya tenía bien planeado su discurso:
“Cómo es posible que te vayas a vivir con un
hombre al que apenas conoces, y que además tuvo
un desliz amoroso con otro hombre. Imagínate,
querida, si conmigo vivías neurotizada por
encontrarme mensajes con mujeres, ¿qué vas a
hacer el día que le encuentres a Hugo Villegas un
mail amoroso firmado por otro cabrón? O algo
peor: ¿qué va a decir el padre de tu hija cuando se
entere que la metiste a la casa de un gay
arrepentido?”
Lo único que denotaban este tipo de
comentarios era el ardor de Juan Pablo, ya que a
mí no me interesaba hacer juicios del pasado
sexual de Hugo. Aun así, Juan Pablo continuó
pintándome un panorama desastroso al lado de mi
nuevo amante.
Ahora que veo las cosas desde otra perspectiva,
comprendo que en parte dejé a Hugo porque su
dinámica de vida se parecía demasiado a la que
llevaba mi ex pareja (el padre de mi hija) y temí
que tanto amor y tanta complacencia terminaran
por aburrirme.
Hace poco supe que Hugo encontró a una chica
más joven que lo mima y se ha entregado a él sin
recelo.
Mientras, yo libro cada día una batalla en el
campo minado que Juan Pablo preparó en mi
ausencia. Estamos muy lejos de la paz deseada y
vivimos en medio del tiroteo que cesa solamente
durante la tregua pactada al llegar a la cama: el
único lugar seguro donde puedo olvidar que existe
Leticia, Carola, Gema, Chiara y Vianey, mientras
compungida recuerdo y leo a Hugo.
De:
beatrizmeretriz@gm
A: av24@hotmail.c
Asunto: ¡Qué lío!
Ana Violenta:
Me apena que estés volviéndote tan sicótica,
pero a la distancia, (y mientras sigas
considerándome confiable) créeme que disfruto
como una adolescente todo este enredo.
No te enojes. Supongo que no es nada sencillo
sobrellevar una situación así, pero mira: hay
mujeres condenadas a una rutina tan monótona que
ya quisieran tener por lo menos un poco de tus
achaques amorosos. Supongo que la difícil labor
de enterrarte el puñal ha de resultar muchas veces
hasta excitante.
Yo digo que vas a quedar loca y destrozada de
los nervios si insistes en continuar con el
espionaje. ¿Para qué lo haces si las dos sabemos
perfectamente que no vas a poner orden? Entonces
el consejo que te daría es dejar de hacer
entripados y utilizar toda esa basura en algo que
por lo menos te deje alguna satisfacción.
Una vez me contaste por teléfono que Juan
Pablo te salió con el pueril argumento de que
coqueteaba con esas gatas con fines “literarios”,
para hacer una novela o un estudio antropológico
sobre cómo reaccionan las mujeres cuando un
hombre como él les habla bonito. ¡Por Dios,
Violentita! Ésa es la mentira más estúpida que ha
dicho en su vida, pero tú puedes hacerla realidad.
Si dices que vas guardando todas las
conversaciones y las fotos, pues utiliza ese
material para escribir una novela.
No te digo que copies y pegues las charlas
íntegras. Matízalas o exagéralas. Y el día que te
decidas a dejarlo ponle el manuscrito en su camita
con una dedicatoria especial.
¡Ya me imagino su reacción! Bueno, es tan
cínico que es capaz de buscarte para pedir
“derechos de actor”, o peor aún, para hacerte
observaciones y exigirte que traces mejor su
irresistible personalidad. No sería mala idea, ¿o
sí? Por lo menos te vas a entretener, y sacándolo
todo podrías ver las cosas con una distancia
crítica, porque temo decirte, querida hermana, que
sólo estás mirando el árbol, no el bosque
completo.
Pasando a otro tema, platícame qué onda con
Hugo. ¿Sabe que volviste con Juan Pablo?
No pierdas esa amistad. No sabes en qué
momento va a tronar la bomba con tu amado
adúltero y si apagas la débil flama que todavía
tirita entre Hugo y tú te vas a arrepentir.
Tienes que aprender a sacar provecho de las
traiciones de Juan Pablo. Ese cabrón es bien astuto
y no quema sus naves. Sabe que por seguir siendo
un hijo de la chingada un día le vas a dar una
patada en el trasero y precisamente por eso (y no
por amor o deseo) conserva encendida la vela con
Leticia. Ella ya está blindada a prueba de
cornadas, y como está vieja y fea igual que él,
asume que debe hacer de tripas corazón. No
porque lo ame, sino porque es su último tren, ¡y es
un último tren de lujo, querida! No creas que si
ella se entera de que vive contigo lo va a soltar.
¡No es tonta! Leticia no tiene más alternativa que
callar mientras le cae ropita, dinero y caprichitos
que el otro le paga por culpa y por no desatender
esa inversión que a la postre le puede servir como
nido para no enfrentar solo su decrepitud.
Entonces, si tienes al maestro en casa,
¡apréndele! Sigue alimentando la relación con
Hugo o cultiva nuevas tierras. Él lo hace a pesar
de tener en contra dos factores… Uno: las tipas
que le dan coba lo hacen para bajarle el dinero.
Dos: tiene el tiempo encima. ¡Tú no!
Así que deja de victimizarte y toma a Juan
Pablo como el mejor ejemplo de lo que debes
hacer. ¡Ya quisiera yo tener en casa a un maestro
que me enseñara cómo engañarlo!
Ya me voy, que por estar maquinando todo esto
se me hizo tarde para las clases de yoga.
Te abrazo de lejos y piensa bien lo que te digo.
La tienes fácil y en la mano. Para de lamentarte y,
con todo lo que tienes, ¡chíngatelo!
Te quiero,
Beatriz.
Vianey
Ayer, como una bocanada de aire fresco llegó a mi
oficina una chica que trabaja como asistente de un
diputado. La mujer entró sin pedir permiso y se
puso enfrente, algo nerviosa, para pedirme que le
haga una entrevista a su jefe.
—Siéntate, le dije.
—Perdón por entrar así, pero llevo varios días
queriendo verte y nada más no podía coincidir con
tus horarios. Disculpa la interrupción.
De entrada me tuteó, señal innegable de que
pretendía entrar en confianza.
—No te preocupes, la mayor parte del tiempo
me la paso fuera y es difícil encontrarme, pero,
bueno, tu nombre es…
—Vianey.
—Qué original.
—A mí no me gusta, pero así me pusieron mis
papás.
—No, lo digo en serio. Perdón, pero tengo un
grave problema: como parte de mi trabajo es
ironizar todo el tiempo, a veces cuando quiero
hablar en serio la gente no me cree.
—Lo sé, lo sé. No te creas, la verdad me daba
pavor venir a verte precisamente por eso: todos
los conocidos que tenemos en común me habían
advertido que para hablar contigo se debe ser muy
inteligente, muy culto o muy astuto para no
volverse tu víctima.
—¡Qué exageración! ¿A poco piensan eso de
mí? No es para tanto.
—Sí, ya veo que tienes dos facetas…
—No es que tenga dos facetas, simplemente
debo representar varios personajes. Es una
cuestión de estilo, pero no soy tan inaccesible
como te contaron (y menos con una mujer tan
guapa como tú).
—¡Ja! También me llegó el rumor de que se te
da lo coqueto.
—Son mitos, mi querida Vianey. Simplemente
sé apreciar la belleza. Pero más que la belleza,
tengo un olfato especial para reconocer la
inteligencia y el talento, y al ver la seguridad con
la que irrumpiste en esta oficina me he dado una
idea clara de quién eres.
—¿Ah, sí? Y según tú, ¿quién soy?
—No quiero que te vayas de aquí con el ego tan
rebosante que no puedas subirte a la combi. Sólo
diré que independientemente de lo que yo pueda
pensar de ti, a todas luces se nota que eres una
mujer interesante.
Luego de ese primer round de elogios (en el que
por supuesto exageré), Vianey me dejó una carpeta
llena de documentos inútiles sobre la mediocre y
deficiente participación de su patrón en el
Congreso. Antes de cruzar el umbral me agradeció
casi con reverencias que le hubiese prestado diez
minutos de mi ajustadísima agenda. Yo le contesté
que iba a ser un placer entrevistar al diputado, y
justo antes de que se perdiera en el pasillo le di
alcance para tomar el ascensor juntos.
—Se me olvidaba que tenía una reunión
importantísima con el presidente de la Gran
Comisión del Congreso.
—¡Uy!, perdóname, Juan Pablo, creo que me
extendí un poco con lo de la entrevista. Ojalá
llegues a tiempo, sino me sentiría fatal.
—Ah, pues tú vas para el Congreso también,
¿no? Ahí debe estar sesionando ahorita tu jefe.
—Sí, también voy para allá. Es una lata eso de
ir y venir en combis trepada en estos tacones.
—Pero debes aceptar que los usas porque sabes
lo bien que te lucen.
—Eres tremendo, no cabe duda.
—Por hoy estás de suerte porque no vas a tener
que tomar pesera. Si vamos al mismo lugar, no
vale la pena. Te llevo y vamos conversando otro
rato, ¿te parece?
Durante el trayecto de mi oficina al Congreso,
Vianey dejó al descubierto su personalidad
frívola, pero a un hombre como yo (que en su casa
tiene a una mujer inteligente, bella, pero neurótica
y paranoica) eso no le interesa.
En cada alto volteaba a ver a Vianey fijando la
mirada en sus ojos como para darle a pensar que
en realidad me interesaban las estupideces que
decía. Poco a poco fui bajando el punto visual,
hasta recorrer todo su cuerpo. Viéndola bien, era
bastante vulgar y se notaba enferma de anorexia.
Nada que ver con Ana Violenta, pero eso es
precisamente lo que siempre busca un hombre
comprometido: algo opuesto de lo que tiene en
casa.
Sin dejar de intervenir en la fútil charla dejé
abierta la posibilidad de invitarla a comer en estos
días. Ella aceptó al instante, y como buena
vampiresa que se escuda en la falsa beatitud, me
dijo: “Es en plan de amigos, ¿verdad? Porque
sabrás que tengo una relación seria con un chavo y
es muy celoso”.
No dije más. Sólo le guiñé el ojo y la obligué a
acercarse lo suficiente para que se despidiera de
beso.
—Te marco en el transcurso de la semana para
que me digas a qué restaurante te gustaría ir.
—Conste, pues también me han dicho que
sueles dejar plantadas a tus amigas.
—¿Crees que te podría dejar plantada?
Segura de su potencial, Vianey sonrío con
malicia.
—No ha nacido el hombre que se atreva a
dejarme plantada.
—Me lo imagino, y no seré el primero. Así que
escoge el lugar y cuando te contacte me dices a
dónde paso por ti.
—¿Al que yo quiera?
—Al que quieras. Y si escoges uno fuera de la
ciudad, también.
—Me encanta la idea. Espero tu llamada
entonces y gracias por darle cita a mi diputado.
“Su diputado” es un tipo limitado y analfabeto,
pero Vianey se siente orgullosa de poder estar en
el pleno tomando notas y midiendo de cerca a los
posibles prospectos que la podrían sacar de la
miseria en la que vive. Con tantos años en este ajo
sé identificar a kilómetros qué mujer es una
arribista y quién vale la pena para llegar a algo
más serio. Vianey era buena para una aventurilla
exprés. No más.
Siempre que llevo a la tintorería las camisas de
Juan Pablo verifico si en las bolsas no ha dejado
billetes o algún papel importante. Casi nunca he
encontrado dinero. Es demasiado cuidadoso y los
billetes, esté ebrio o sobrio, los deposita en su
bolso derecho del pantalón junto con las llaves de
sus dos casas: la nuestra y la que tiene con Leticia.
También carga una estampa de la Guadalupana
para que lo proteja en todas sus fregaderas.
Siempre he dicho que esa virgencita es una
verdadera alcahueta de los machos mexicanos.
Los papelitos donde anota los teléfonos de la
gente que acaba de conocer no son un objeto
recurrente en sus escondites. Juan Pablo es un
adicto al celular y cada vez que toma algún dato lo
ingresa al directorio electrónico, pero cuando le
entregué las camisas a la empleada de la tintorería
me dijo: “Señora, acá le doy este papel que estaba
en la camisa del señor”.
Lo desdoblé y tenía escrito el nombre Vianey,
un número de celular y una boba carita feliz. La
letra no era de Juan Pablo. Supuse que Vianey
sería una chica de unos veinticinco años (conozco
el tipo de letra que usan las mujeres de su
generación).
Le agradecí a la señorita el noble gesto de
devolverme la nota y salí furiosa del lugar. Llegué
a la casa y en un rapto de coraje pensé en marcar
el número para enfrentar a la interfecta. No. Debía
ser mucho más inteligente. Si la muchacha era una
chupapitos profesional seguramente le importarían
poco mis amenazas y Juan Pablo, por su parte,
montaría en cólera por mi intromisión. Entonces
elucubré (por el día en el que le vi puesta la
camisa en cuestión) que la habría conocido tres
días atrás: tiempo suficiente para que el galán
imperfecto la agregara a Facebook.
Otra vez el mismo ritual. ¿La jeringa? ¡Presente!
¿La ampolleta de bilis intravenosa? ¡Lista!
Ingresé el nombre de la mujer en el buscador de
Facebook. Vianey. ¡Voilá! Apareció la foto de su
perfil.
Como bien lo intuí rondaba los veintiséis años.
Vianey se definía a sí misma en su biografía con
estas palabras: “Amante de las motos. Me
encantan los tatuajes y los chicos malos. Me
molesta aparentar algo que no soy. Librepensante,
izquierdosa, algo cabrona. Tomo lo que me gusta
(sobre todo cuando tomo), y para variar… soy un
bombón”.
Para rematar el mal viaje, entrando al inbox de
Juan Pablo encontré la conversación delatora. Lo
más impresionante (o ridículo) es que ya la
llamaba “mi vida” cuando tenían escasos tres días
de conocerse.
Ella le contestaba sus coqueteos con
monosílabos (dudo que tenga un gran vocabulario),
y a leguas se notaba que estaba fascinada de que
un donjuán cincuentón con cierto poder en la
ciudad la acosara con palabrillas lisonjeras y
promesas materiales.
Por lo que pude entender por esa sarta de
ridiculeces se encontrarían dos días después. Él
quedó muy formal de pasar por ella al Congreso a
las cuatro en punto de la tarde. Era mi oportunidad
dorada de pillarlo para armarle un escándalo en la
banqueta y exhibirlos a los dos enfrente de la clase
política de pacotilla que gobierna esta ciudad. El
show no pasaría de largo pues, como seguramente
los parásitos que tenemos por diputados
sesionarían hasta esa hora, una horda de reporteros
gordos estarían echando torta en los changarros de
junto. Sí. Ya era tiempo de hacerle ver a este
ingrato que de mí no se iba a seguir burlando.
Sabía el lugar y la hora, solamente faltaba el
ingrediente esencial para consumar mi plan: un par
de huevos bien puestos.
Segunda parte
(Una noche antes de ir al Congreso)
Antoine Dupré: Hola, guapa. ¿Cómo estás? ¿Te
acuerdas de mí? Nos conocimos en el autobús que
iba de Puebla a Valle. En febrero pasado, ¿me
ubicas?
Ana Violenta: ¡Qué tal! Te ubico
perfectamente. El arquitecto francés fanático de la
fotografía y del existencialismo, ¿cierto?
AD: Oui, soy yo. Y dime, ¿cómo va el libro que
estabas escribiendo cuando te conocí?
AV: ¿El de las rumberas? Mal. Muy mal. Lo
abandoné porque me encargaron otro de la
editorial. ¿Tú qué tal? ¿Estás en México?
AD: Acabo de volver hace unos días y voy a
estar por Puebla. A ver si podemos vernos.
AV: ¡No me digas!, quién fuera francés para
poder viajar tan seguido.
AD: Sí. Planeaba ir a Australia, pero quedé
enamorado de México (y de una mexicana).
AV: Ah sí… ¿Las francesas ya te hartaron?
AD: No, pero las mexicanas son especiales. ¿Y
de qué va tu libro nuevo? ¿Vives en Puebla o al fin
te fuiste a Valle?
AV: Ya no me fui. Una larga historia… Y
Puebla, pese a todo, me gusta.
AD: Es muy lindo, pero más las poblanas como
tú.
AV: Qué halagador, pero temo decirte que no
todas son tan encantadoras.
AD: Oh, qué vanidad. Ese día que te vi
subiendo al bus en verdad me impresionaste y
pensé que era una desgracia no haberte encontrado
antes.
AV: Bueno, es que México no es tan pequeño
como para toparte a la misma gente todos los días.
Va de mitos urbanos.
AD: ¿Cómo?
AV: Ah, es que estoy respondiéndote la pregunta
que hiciste antes de empezar a elogiarme. Mi libro
nuevo se trata sobre mitos urbanos.
AD: ¡Oh, sí! Qué tonto. Perdóname, por favor,
no quiero ser inoportuno. Tal vez estás ocupada y
yo quitándote el tiempo.
AV: Para nada. A esta hora debería estar
durmiendo (y tú también).
AD: Creo que aún traigo atravesado el jet lag.
AV: ¿Cuándo llegaste? ¿Cuál es tu plan?
AD: Mi plan es quedarme un par de meses para
terminar de conocer tu país. Quise buscarte ayer
mismo por el ordenador, pero supuse que estarías
con tu novio y no quise molestar. ¿Sigues con él?
Era el hombre que llegó por ti a la estación,
¿verdad?
AV: Sí.
AD: Por cierto: los amigos que fueron por mí
ese día me dijeron que es un escritor conocido.
AV: Sí, Hugo Villegas es un buen escritor.
AD: ¿Y él vive en Valle y tú en Puebla?
AV: Así es. Pero ya no ando con él.
AD: Oh, qué pena por él. Bueno para mí.
Además te llevaba muchos años, ¿no?
AV: Sí, veinticuatro.
AD: Wow, son demasiados.
AV: Son muchos, pero estoy acostumbrada a
salir con hombres más grandes. En verdad que no
he sentido la diferencia y mis relaciones con
hombres mayores han sido las más plenas.
AD: Tendrán mucho que enseñarte (y más si son
escritores).
AV: Mucho. Aunque de mí también han
aprendido dos o tres cosas.
AD: ¿Cómo qué?
AV: Han aprendido a vivir, no a sobrevivir.
AD: Uf… Suena muy pretencioso.
AV: Lo sé. Te juro que no quiero parecer
vanidosa, pero creo que los he hecho muy felices.
AD: ¿Y por qué terminaron entonces? ¿Se
puede saber?
AV: Prefiero no entrar en detalles.
AD: ¿Otro amante?
AV: Algo así.
AD: Ya. Y dejaste al escritor por regresar con
él.
AV: De alguna manera así fue.
AD: Debes estar muy feliz. No siempre se
puede estar con la persona que amas.
AV: Debería estar feliz. Creo que no lo soy.
AD: ¿?
AV: De hecho escribo sobre el asunto en estos
días.
AD: ¿Una autobiografía? ¿Un diario?
AV: Una novela.
AD: Qué interesante. Ya quiero leerla. Es más:
quiero saber todo de ti.
AV: ¿Por qué tanto interés, Antoine? Nos vimos
una sola vez. En un camión, y ni caso te hice por ir
trabajando.
AD: Cierto. Y sonará muy extraño, pero la
conversación que tuvimos me bastó para saber que
eras una mujer inteligente y sensible. Y hermosa.
Eso se nota a kilómetros.
AV: Qué lindo, Antoine.
AD: He visto tus fotos en el muro y luces
espectacular como entonces. Un poco más delgada,
eso sí.
AV: Esa tarde, en ese camión, conociste a una
mujer segura de sí misma, vital, alegre, llena de
ilusiones. Ahora luzco gris y deprimida.
AD: ¿Por qué, cielo?
AV: ¿Cielo?
AD: ¿Te molesta? Alguien deprimido necesita
que le digan palabras dulces.
AV: No, no me molesta para nada. No te quiero
aburrir contándote historias patéticas, mejor
hablemos de otras cosas. ¿Por qué nunca me
habías saludado si me veías conectada?
AD: No sabía qué decirte.
AV: ¿Y hoy?
AD: Hoy es hoy y pasó. Quería saludar a la
mujer que me dejó tan impactado y decirle que
vine por ella.
AV: Jajaja, ahora sí me hiciste reír. Qué
exageración.
AD: Piensa que es exageración, para mí mejor.
AV: ¿Por qué mejor?
AD: Porque así será más agradable la sorpresa.
AV: ¿Cuál sorpresa?
AD: Nuestro encuentro.
AV: Uy, qué rápido eres. Como todos… ¿Y
quién te asegura que quiero verte?
AD: Nadie, pero lo harás.
AV: ¿Ah sí? Qué seguro el franchute…
AD: ¿No quieres? Esas dos horas que nos
vimos fueron agradables, ¿no?
AV: Sí. Platicamos un poco de fotografía… Te
recomendé leer a Salvador Elizondo y…
AD: Lo hice. Lo leí en español. Muy fuerte, por
cierto.
AV: ¿Cuál leíste?
AD: Farabeuf y luego encontré Narda o el
verano.
AV: ¿De verdad?
AD: Claro. Si cuando volví a París pensé
mucho en nuestro encuentro. Fuiste la última cosa
bonita que vi en México.
AV: Gracias por decirme “cosa”.
AD: Tú me entiendes.
AV: Sí, hombre, entiendo perfectamente. Oye,
¿por dónde empieza tu recorrido?
AD: Oaxaca, ¿vienes conmigo? Yo invito todo.
Sería fabuloso.
AV: Me encantaría, pero no puedo. Tengo hijas
que cuidar.
AD: ¿No que sólo tenías una?
AV: Sí, pero recuerda que vivo con mi galán y
él tiene dos hijas. Soy una petit maman.
AD: Me encanta tu francés.
AV: Es pésimo.
AD: Yo te enseño, si quieres.
AV: ¿Y luego a dónde vas?
AD: A verte.
AV: ¿?
AD: ¿No te gusta la idea?
AV: No lo sé.
AD: Por Dios, en plan de amigos.
AV: Claro. No podría ser en otro plan.
AD: Sí podría ser, pero estás ocupada.
AV: Puedo ir a comer contigo. Claro. Eso sí
puedo.
AD: Genial. Y entonces si no eres muy feliz,
¿tengo chance de conquistarte?
AV: Vas muy rápido.
AD: Vine por ti.
AV: Antoine: no seas ridículo.
AD: No. Tengo cuarenta años y sigo soltero
porque no he encontrado a una mujer que me llene.
Cuando te vi supe que tú podrías ser.
AV: Me viste dos horas.
AD: Y hablamos y te vi mover la cabeza y
morder un lápiz y escribir rápido tu artículo. Vi el
brillo en tus ojos y tus hermosas piernas. ¿Por qué
no te besé?
AV: Porque iba a ver a mi novio y no estaba
buscando liarme con un extranjero desconocido
que subió al camión.
AD: Jajaja. Hubiera sido romántico. Como de
película francesa…
AV: Romántico, sí. Pero no pasó.
AD: Entonces, ¿te hubiera gustado?
AV: No sé. Iba distraída e ilusionada por
encontrarme con mi pareja.
AD: ¿Al menos te gusté un poco?
AV: Hombre, eres guapísimo. En México es
extraño ver en un camión a un tipo tan bello como
tú. ¿Tienes cuarenta años?
AD: Sí.
AV: Te ves mucho más joven.
AD: Auuu. ¡Cierto! Te gustan los viejos. Ahora
sabes que te llevo diez años, ¿cambia algo las
cosas?
AV: No. Estoy en una relación formal y no
quiero meterme en broncas por un desliz.
AD: Estoy seguro de que con tres veces más
que me veas podrías cambiar de opinión. Y sé que
si te conociera más, lo último que querría contigo
sería un desliz.
AV: Valiente. Pero tengo una hija. Tres hijas.
AD: Yo no soy pobre. Podría mantenerlas a las
tres en París.
AV: Podría abandonar a Juan Pablo (mi pareja),
porque se ha portado mal, pero no podría dejar a
sus hijas. Las amo. ¿Pero qué digo? ¿Por qué hablo
de abandonos si sólo comeremos cuando vengas a
Puebla?
AD: Habló tu subconsciente, cielo.
AV: Uf. Ya me tengo que desconectar. Es tarde.
AD: Okey, mi amor. Te busco por acá y no
vayas a huir. En verdad quiero que nos veamos.
Llegó la fecha en la que tendría que haber pasado
por Vianey al Congreso.
Esa mañana salí a correr con Ana Violenta para
demostrarle que me conmovían los esfuerzos que
hacía por mantenerse en forma. Me puse shorts y
sudadera y llegamos a la pista de tartán.
Para evitar ver cómo los demás hombres
miraban lascivamente a mi mujer (que vestía unos
minúsculos shorts y playera de tirantes), tomé el
iPhone, me acomodé los audífonos y sintonicé el
noticiero de Carmen Aristegui.
Acto seguido, y al perder de vista a Ana
Violenta que corría con zancadas de negra
jamaiquina, recibí el mensaje de Vianey: “Hola,
galán: ¿ya listo para la comida? Quiero mariscos,
pero no sé en qué lugar sirvan bien. Tú que te la
vives en restaurantes podrías escoger mejor”.
Cuando estaba a punto de contestarle, Ana
Violenta me salió por detrás y tuve que bajar la
ventana del Whatsapp.
—¿Con quién vas chateando?
—Con nadie. Voy escuchando a Carmen
Aristegui.
—Qué raro, te vi duro y dale picándole al
display.
—¿Cómo quieres que vaya chateando si voy en
pleno trote?
—Se puede hacer, amor. Yo puedo hacerlo.
—Sí, porque las mujeres pueden hacer varias
cosas a la vez.
—Yo no. Sabes que soy bastante inútil para eso.
—Pues no estaba chateando con nadie. Iba
sintonizando la frecuencia.
—Ah, yo pensé que la tenías en “favoritos”.
Siempre oyes su programa en la mañana y creo
haber visto que tienes el acceso directo a la
página.
—Bueno, ¿qué carajos quieres?, ¿pelear otra
vez?
—No, papi. Yo nada más pregunto. Sabes que
me gusta preguntar. Tú me enseñaste a siempre
preguntar, ¿no?
—¡Coño!, eres una sicótica. Me das miedo.
—¿Por qué miedo? ¿Por hacerte una pregunta
tan sosa?
—Tus preguntas siempre traen doble filo.
—Bueno, papi: el que nada debe…
—Como siempre recurriendo al lugar común.
¿Por qué no utilizas tus refranes de Chespirito
cuando hables con tus amigos los drogadictos?
—Uy, mira cómo te ofendes por una pregunta.
—¿Sabes qué?, ya me arruinaste la mañana
como todos los días. ¿Te vas?
—Claro que me voy, si venimos en mi auto.
—Estás loca. Pero la culpa es mía por tratar de
ser amable y acompañarte a que te pasees
semidesnuda frente a esta bola de pendejos.
—Es mi ropa de ejercicio. Disculpa, si no te
agrada pues patrocíname un outfit nuevo.
—¿Patrocinarte? Ni que fuera dependencia de
gobierno. Trabaja y cómprate tu ropita.
—A huevo que lo voy a hacer. ¡Carajo!, ojalá
así racionaras a la pendeja de Leticia.
—Pobrecita de ti. Como no tienes argumentos,
descalificas. Y si le compro ropa es mi problema,
¿no? Es mi dinero.
—Claro, nadie dice lo contrario. Sólo que se
me hace muy injusto de tu parte que me raciones
cuando sé perfectamente cómo te baja la lana esa
ruca adicta al Prozac.
—Mira, de Leticia ni hables. Si vas a estar en
ese plan mejor me voy en taxi. Y ya bájale a tu
brincoteo que me mareas.
—Vamos en la pista y así enfrío los músculos.
—¡Por Dios!, sólo haces esto para llamar la
atención.
—Puede ser. Igual te vale madres, ¿no? Tú ni
me pelas… ¿Cuánto tiempo ha pasado sin que me
eches una flor? ¡Meses! Creo que desde que nos
pasamos a vivir juntos.
—Qué hueva me das. Verdaderamente eres
infumable. Vámonos porque tengo una comida
temprano y aún me falta bañarme y terminar el
editorial de la revista.
—¿Con quién comerás? ¡Invítame!
—No puedo. Voy con un diputado que necesita
que le eche la mano en su campaña.
—Ah ya… ¿acaso con el célebre e inexistente
diputado Malagón? ¿El mismo que le dijiste a
Leticia que ibas a ver cuando cogíamos a sus
espaldas? Mi vida: yo, al contrario de Leticia, sí
he leído, y ese apellido “Malagón” lo sacaste de
una novela de Ibargüengoitia.
Decidí dar por concluida esa conversación
estéril y guardé silencio durante el trayecto a la
casa. Ella en cambio conectó su iPhone al estéreo
y se puso a cantar boleros. Para esto, la
imprudente de Vianey iba mandándome mensajes
de texto haciendo sonar la campanilla de mi
teléfono cada minuto, cosa que Ana Violenta
odiaba, pero si estábamos en el plan de joder mis
métodos siempre resultaban infalibles.
—¡Ya contéstale a esa perra! Dile que sí, que al
rato pasas por ella. Nada más que te libres de tu
pinche novia neurótica. ¡Ah, no! Segurito le dijiste
que eres libre y soberano. Olvidaba tus peroratas
clásicas.
Ignoré el comentario. Eso duele más que darle
réplica. Al fin y al cabo era cierto: la que llamaba
era una perra con la que iba a salir a comer y, en
efecto, jamás le diría que tengo una relación
formal.
Llegando a la casa, Ana Violenta se alistó para
ir a recoger a su hija al aeropuerto, ya que ese día
llegaba de Francia, donde había pasado una
temporada con su papá. Así, entretenida en sus
labores de madre, no iba a tener tiempo de estar
checándome por teléfono y yo podría pasármela de
lujo con la cándida Vianey. Pero como maldición,
Ana Violenta me salió con la novedad de que ella
no iría a recoger a la niña. Sería su madre quien
viajaría al Distrito Federal para traerla a la casa.
Aun así, parecía estar muy ocupada preparando la
bienvenida y pensé que al menos esos menesteres
la mantendrían quieta. Mis planes seguían en pie.
Al meterme a bañar pude contestarle a Vianey
para confirmarle nuestro encuentro. La vería
saliendo del Congreso a las cuatro en punto.
Pasaría por ella y tocaría el claxon para que
subiera al auto sin mayores contratiempos.
Betty:
Estoy a punto de salir para el Congreso donde
Juan Pablo pasará por una chava a la que está
seduciendo. Se llama Vianey y no sé bien dónde la
conoció.
El caso es que ahora sí tengo los pelos de la
burra en la mano. Pienso ir desde temprano al
Congreso, entraré al pleno para observar a la
putita en acción y cuando den las cuatro la voy a
seguir. Juan Pablo seguro llegará haciéndose
pendejo: mirando su iPhone o hablando por radio
como queriendo despistar al enemigo; entonces,
cuando la tal Vianey esté por subirse al auto, haré
acto de presencia.
Creo que no voy a armar mayor escándalo
porque me iría peor. Es un lugar demasiado
concurrido por los amigos de Juan Pablo, y para
como son, solamente haría el ridículo.
No. Mejor cuando ella esté a punto de meterse
al auto, le voy a salir de frente y muy lentamente
me acercaré a su ventana para saludarlo como si
nada. Con un “Mi amor, qué haces por acá”. Obvio
que en cuanto me vea se va a zurrar y fingirá que le
está dando aventón a la chava porque es la secre
del diputado Malagón. Yo, toda dulzura, actuaré
con serenidad y le extenderé la mano pidiéndole
que por favor se pase al asiento trasero porque
necesito que mi novio me dé aventón a casa de una
amiga.
Ni te creas. Aún no estoy segura de poder
hacerlo. Siento que mi plan prudente va a valer
madres en cuanto vea a ese hipócrita recogiendo a
la muchachita que pretende encamarse. Me da
tanto asco que no creo poder contenerme y voy a
terminar gritándole hasta de lo que se va a morir.
Ahora sí tendrás que esperar a que regrese para
saber si lo pude llevar a cabo o no.
Te quiero y sé que si lees esto antes de que me
vaya para el centro tratarás de persuadirme para
que recule, pero no. ¡Ya basta de engaños! No
creas que me duele tanto; simplemente me da
pavor que por andar de güilazo este hombre me
vaya a pegar un chancro.
Regresando te platico.
Besos,
Ana Violenta (más violenta que nunca).

P. D. Se me olvidó decirte que, tal como me lo


recomendaste, acabo de empezar a escribir esta
historia a manera de novela. No sé si vaya a
quedar bien, pero por lo menos será la evidencia
de cómo Juan Pablo me desquició y lanzó a la
basura todo lo que un día construimos. Con suerte
y al final aparece un galán que me salve de este
infiernito, pues tristemente veo que este hombre no
va a escarmentar nunca.
Pese a que era el día que llegaba mi hija de viaje,
nada me importaba más que ir a encarar a Juan
Pablo.
Pocas veces me he detenido a contemplar los
detalles arquitectónicos del Centro Histórico, y
aunque mi estado anímico no estaba para dar un
tour de placer le pedí al taxista que me dejara en
la avenida Reforma, justo enfrente de Palacio
Municipal.
Intenté distraerme caminando por el portal y
pude ver a los mismos viejos fumapuros de toda la
vida que se sientan a ver culitos frescos y a jugar
dominó en el restaurante del hotel Royalty. Más
adelante (y a causa del estrés por saberme a punto
de mandar todo al diablo) comencé a delirar…
Pasando la última mesa con sombrilla del hotel
(donde descansaban las onerosas nalgas de un
regidor) noté con incredulidad que la edificación
se manchaba por albergar un espantoso
McDonald’s estilo art nacó de donde brotaba
como hormigas una docena de niños con obesidad
mórbida. ¡Qué chula es la Puebla de Díaz Ordaz,
de Capulina y de Erick Rubín! Ellos, nuestros
héroes locales, estarían felices pavoneándose del
progreso angelopolitano. No así Pitol (que es más
jarocho, bendito el cielo) o Elenita Garro (que
prefería a los gatos y a los políticos que a las
hamburguesas), pensé, mientras una extraña fuerza
autodestructiva me arrastró hacia la ventanilla de
los McPostres, y con el rostro desencajado y la
mirada desquiciada pedí a una muchacha triste que
trabajaba llenando conos que me diera
urgentemente el Sundae más goloso del menú.
Luego me lo comí frente a Las Galerías del
Palacio por donde desfilaba una comitiva de
neojipis que, drogados y sin un quinto en la bolsa,
pretendían ir al H. Ayuntamiento a pedir una cita
con el encargado de otorgar los permisos para
vender macramé en un pasaje junto al Carolino
que, según juran los rockeros poblanos, se llama
Paseo John Lennon. Acto seguido, con el cerebro
obnubilado y a punto del colapso nervioso vomité
el Sundae sobre los “finos” zapatos de una
regidora que se dirigía a darle la cédula real de la
ciudad a su gurú, un tal Jorge Bucay.
La regidora me miró de pies a cabeza y con un
odio infinito maldijo el momento en el que salió
por esa puerta. Yo no me disculpé por el
exabrupto; al contrario, solté una risilla
provocadora y para rematar su enojo me atreví a
asegurar que sus zapatos eran imitación Prada.
“Disculpe, regidora, pero las costuras en el zapato
son la clave para reconocer un clon de un original,
¿y sabe qué?, me da mucho gusto que no gaste el
dinero del erario en zapatos de quince mil pesos.
¡Bien por usted!, le sacaré un reportaje en el
periódico donde trabajo que diga: ‘Regidora
honesta calza tepiteño’. ¿Le parece bien?”
Furiosa, la regidora comenzó a gritarle a su
secretario particular que me alejara y, como no
trago lumbre, atravesé la calle voluntariamente.
Crucé el parque y caminé por todos los pasillos
que convergen en la fuente de agua puerca que se
yergue en medio. Recordé que en un artículo de La
Jornada de Oriente un reportero aseveró que las
jardineras estaba plagadas de ratas. En efecto, al
volver la vista en dirección del ayuntamiento pude
ver pululando a una camada de roedores vestidos
de Zegna. ¿A esas ratas se refería el reportero?
Ignoro por qué el ataque delirante se prolongó
tanto tiempo. Llevaba más de media hora paseando
por el centro sin atar ni desatar y haciendo toda
clase de visiones de las que no debe permitirse
una columnista respetada.
Hubo un momento en que me senté sobre una
banca cubierta de caca de paloma y mi vista quedó
en dirección a un portal secundario donde hay un
Italian Coffee, una zapatería, la sempiterna tienda
de fotografía de mis cuates Los Cannabis, una
tienda que vende “todo para el sacerdote
sinvergüenza” y un bar.
¡Ay, el centro! ¿Cuántas veces habrá pasado por
aquí Juan Pablo? ¿Con quién se paseaba tomado
de la mano durante sus años bajos? ¿Dónde estaría
ubicado el chiquero que fungía como nido de amor
para ver a la esposa de su mejor amigo? ¿Por qué
nunca pudimos salir tomados de la mano? ¿Acaso
le parezco tan insignificante?
Esas preguntas me regresaron del trance
sicótico y dieron paso a una tremenda melancolía.
Cuando voltee a mirar la catedral, custodiada
por un ramillete angélico, no pude más que
acordarme de aquel paseo que di con Hugo cuando
vino a dar su charla.
¿Cómo sería mi vida actualmente si hubiera
tenido el valor de continuar esa relación?
Seguramente no estaría llorando ni dedicándole
tiempo valioso al escándalo que pretendía hacer
en el soporífero Congreso del estado. No, nada de
eso. Estaría sentada en aquel escritorio que con
tanto amor dispuso Hugo para que yo escribiera.
Mirando a su musa cerámica del neglillé rojo.
Escuchando el trino de las aves y el golpeteo
febril de su teclado.
Estaría vestida con una minifalda escolar a
cuadros que dejaría ver una orilla de tanga, para
que al subir a la escalera móvil de su generosa
biblioteca, Hugo se distrajera y fantaseara con la
idea de tener una Lolita en casa…
¿Pero con todo eso sería feliz? ¿Cuántas veces
he sentado a la belleza sobre mis piernas y me ha
sabido amarga? ¡Oh, Rimbaud! ¡Qué estoy
haciendo acá cuando también tuve la opción de
largarme a África como tú! Yo no hubiera ido a
vender esclavas negras. Más bien estaría danzando
un Sorsonet, un Tiriba o un Soli…
Una bola de vagos con tambores africanos
pasaron frente a mí, y como en Puebla toda la
comunidad del movimiento afro se conoce y se
reúne en el Paseo John Lennon, no faltó quien se
percatara de mi presencia.
—¿Qué ondita, Violentita? Años sin clacharte
por Aquiles.
—¿Cómo están, chicos?
—Pus ahí dos tripas, boteando un ratón a ver si
sale pal monchis.
—Okey, pues échenle ganas.
—Oye, morra: te has vuelto súper fresa desde
que te saliste del afro y entraste a escribir al
periódico.
—No es eso, lo que pasa es que ya no tengo
tiempo de ir a los cursos.
—Qué, qué, ¿no te echas un bailesuco pa’ que
entre más lana? Haz parito. Siempre se saca más
varuco cuando hay una morra bailando, y más
como tú, que eres de la mera crema.
—No, carnal. Solamente estaba tomando el
aire, pero tengo que irme ya. Se me hace tarde
para ir a resolver un asuntito pendiente.
—No, pos ya pa’l otra.
—Sale. Que les vaya bien.
Y se fueron sonando sus djembés.
Eran casi las tres; la hora perfecta para llegar al
Congreso y entrar a la sesión para ver a la tal
Vianey ofreciéndole el trasero a cuanto diputado
jarioso estuviera en su curul.
Recuperada de la melancolía, caminé de prisa
entre un contingente de personas que se estaban
manifestando. Crucé la 16 de Septiembre y
continué a paso veloz sobre la 5. Al fin estaba en
las puertas del recinto, al que entré sin pena ni
gloria mostrando mi credencial de prensa.
Miles de mosaicos al estilo morisco vestían las
paredes del patio. Algunos diputados conocidos
iban y venían con los radios en la mano mientras
sus asistentes los perseguían como patitas tras la
mamá pato. Tres pasos más y estaría
acomodándome en el área de galerías.
Mi vista se aguzó desde el primer momento
para rastrear a la zorra. Buscaba minuciosamente
en el pleno sus tacones de plataforma y algún
vestidito entallado de poliéster barato. Había
varios. La particular del ex rector estaba vestida
de esa manera al igual que la asistente del
diputado más revoltoso de la actual legislatura.
De pronto, cuando estaba parando las antenas
para ubicar a Vianey, una mano me tocó el hombro.
Era Israel Mora, un ex compañero de la escuela
que ahora se dedicaba a reportear para el canal
oficial.
—Ana Violeta Garza, ¡qué milagrazo!
—¡Mora!, ¿cómo has estado?, ¿qué haces en
este lupanar?
—Ay, Violeta, siempre con tus puntadas. Oye, tú
no cambias, estás igualita.
—No te burles, Israel, ¡ve qué patas de gallo
me están saliendo!
—No friegues, si cuando entraste voltee y dije:
“Al fin pasa algo bueno en este changarro”.
—¡Basta, adulador! Jajaja, pero cuéntame a qué
vienes al Congreso, ¿cubres la fuente?
—Sí, querida, llevo un año viniendo. De hueva.
Es la peor legislatura que ha tenido el estado. Si
no fuera por los shows que da el Naranjito, esto
parecería un funeral. ¿Y tú a qué vienes? No te
había visto por acá. Sabía que estabas escribiendo
para Juan Pablo Vergara, pero no imaginé que te
mandara a retratar diputadetes.
—No, nadie me mandó. Vine por otro asunto y
seguramente conoces a la persona que busco.
—¿A quién?
—Se llama Vianey y es la asistente de un
diputado prieto y chaparro.
—Sí, mira: ahí está parada atrás de él. Es esa
vieja flaca.
—¿Es ella?
—Ajá, ¿por? ¿Qué te hizo?
—¿Me pudo haber hecho algo? ¿La conoces?
¿Es conflictiva?
—Uyuyuy… Ya me imagino por dónde va la
cosa: te quiere dar baje.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé, sólo especulo.
—¿Por qué especulas? Qué, ¿sí es muy zorra?
—Pues no me gusta hablar mal de las mujeres,
pero bueno, es del dominio público que esta chava
es de cuidado. Nada más anda viendo a quién le
salta.
—Lo sabía. ¡Mírala! Si cubre a la perfección el
perfil de la clásica chupapollas. ¿Y con cuál de
estos ladronzuelos de cuello blanco anda?
—Eso sí no sé. Pero de que viene de cacería,
viene. ¡Pobre de Amaro!
—¿Quién es Amaro?
—Su novio. Su pareja. El papá del chamaco
que trae en la panza.
—¿Qué? ¿Está embarazada la muy puta?
—Ajá. Mírala, parece reata con nudo en medio.
—Es cierto. No jodas…
—¿Qué?
—No puedo creer que en su estado ande
ejerciendo el oficio con tal descaro. ¿Qué dice el
novio? ¿Lo conoces? Debe ser un papanatas para
soportar esta situación.
—Es buena onda el chavo. Pobre, se lo trae
frito y marcando el paso. Hasta se responsabilizó
del primer hijo de Vianey.
—Me imagino: la suerte de la puta, la decente
la desea. ¿Es el segundo hijo?
—Sí. Eres tremenda.
—No, sólo la estoy definiendo.
—¿Y qué pretendes? Te conozco y siempre
fuiste de armas tomar. No vendrás a armarle un
escándalo, ¿o sí? Estaría poca madre, la verdad.
Muchas aplaudirían y te sacarían en andas.
—No sé qué hacer. Venía con un plan, luego
cambió, pero ahora ya me confundí.
—Si quieres te la presento.
—Estaría bien, pero mejor no. Sé que si me la
pones enfrente me va a salir lo jarocho.
—¡Sí, por favor!
—No, Isra. Tengo una reputación que cuidar.
—Qué lástima, al fin iba a pasar algo bueno en
este “lupanar”, como lo llamas.
—Uf. Es que mira: mi novio (sabes quién es)
quedó de pasar por ella a las cuatro.
—¡Zas! Pues te tengo buenas nuevas: lo va a
plantar o igual y en el transcurso de la mañana ya
le llamó para cancelar.
—Ah sí, ¿por qué?
—Porque hubo cambios en el orden del día y el
Tunas (o sea su patrón) va a tener que ir a
comisiones y se la lleva. Si bien les va estarán
terminando como a las ocho de la noche.
—No me digas eso. Me he torturado toda la
mañana y una vez que tuve los suficientes para
enfrentarlos se viene abajo mi plan.
—Por algo pasan las cosas. Además, ¿para qué
te quemas? Tú estás muy por arriba de esa vieja.
Mira, si quisieras tendrías a ese quinteto de pillos
rogándote para que salgas con ellos. ¡Hubieras
visto cómo te vio el trasero el ex rector!
—Ya me imagino. Es un pinche libidinoso.
—Deja este asunto por la paz. Aparte, sé
coherente, ¿crees que Juan Pablo Vergara, para sus
pulgas, te dejaría por esa garra? ¡Claro que no!
¡No es ciego ni tonto!
—No, pero es un pinche caliente como todos.
—Uta, mano, ya vas a empezar a generalizar.
Amiga: no te ardas. Aprovecha tu juventud. Dime
una cosa: así lo conociste, ¿no?
—Si…
—Pues acéptalo. Si un hombre de veinte años
no cambia, menos un viejo lobo de mar como el
que elegiste.
—Ya lo sé, ya lo sé. Soy una imbécil que nada
más vino a hacer el ridículo.
—No, porque nadie se enteró a qué viniste.
—Sólo tú. Pero con saberlo yo, basta y sobra.
¿Recuerdas cómo era en la prepa?
—Sí. La mujer más simpática del mundo:
sencilla, inteligente, bondadosa. Eras la alegría de
los pasillos.
—Para. Ya no digas más porque me voy a poner
a llorar. Ahora sí que me he convertido en todo
aquello que odiaba a los veinte años…
Regresé a casa con el ánimo por los suelos gracias
a que Israel me recordó lo que en un tiempo fui.
¿Valía la pena seguir irritándome? Yo sabía que
no. Que nada ni nadie es tan poderoso como para
hacernos la vida miserable sin nuestro
consentimiento (y al parecer en estos dos años le
había entregado a Juan Pablo las llaves de mi
felicidad). Era momento de cambiar el juego
porque a fin de cuentas de nada habían servido mis
berrinches. Pero como toda adicta, decidí meterme
un último pase.
Esa tarde llegó mi hija de Francia y la vi
enorme después de un año de ausencia. La niña
entró a su nueva casa, maravillada porque dentro
había toda la clase de divertimentos que su papá le
restringía.
Después de la ceremonia del beso, el llanto y el
abrazo, la niña corrió a disfrutar de la enorme
pantalla 3D que Juan Pablo se había dignado traer
de casa de Leticia.
Apenas estaba recuperando las fuerzas después
de pasar por tantos sentimientos encontrados,
cuando en el garaje se escucharon las balatas del
carro de Juan Pablo.
Eran las cinco de la tarde, así que la
información que me había dado Israel resultó
cierta. No se concretaría la cita con Vianey “por
causas de fuerza mayor”.
Entró a la casa y me dio un beso rápido. Luego
saludó a la recién llegada de Francia y se puso a
platicar con ella sobre París y su viaje de regreso.
Le preguntó cómo se sentía en su nuevo hogar. Ella
contestaba emocionada que muy bien. Que estaba
contenta porque el jardín era enorme y que además
ya había visto el Wii que le habíamos comprado.
¡Oh, los niños! Tan fáciles de complacer.
Pasaron diez minutos y Juan Pablo subió a
encerrarse al baño de nuestra habitación como
acostumbraba hacer cada vez que iba a
mensajearse con Leticia u otra amante, y no sé si a
propósito o sin querer dejó su iPad en la mesa del
comedor (lo curioso era que le había quitado la
contraseña). Ya que tenía el arca abierta, pues
habría que meter bien las manos.
Tomé el aparato y me salí al jardín para
fisgonear sin que mi hija se percatara. Esta vez me
fui directo a Facebook para investigar el nuevo
plan que tendría con la secretaria del diputado.

11:00 a.m.
Vianey: ¡Hola!, una mala noticia: mi jefe se va
de comisiones y tengo que ir con él.

11:02 a.m.
Juan Pablo: No me digas eso, mi vida. Ya tenía
las reservaciones hechas en el mejor restaurante
de Puebla y luego te iba a dar una sorpresa. ¿Por
qué no dejas ese trabajo? Yo te mantengo.

11:04 a.m.
Vianey: ¡Qué intensidad, Dios mío! A una
semana de conocernos ya me dices “mi vida” y
hoy ofreces mantenerme. Qué risa me da. Eres
único.

11:05 a.m.
Juan Pablo: No te rías, corazón. Estoy
hablando en serio. Me encantaste desde la primera
vez que te vi y quiero que seas mía. Lástima que
tienes novio.

11:07 a.m.
Vianey: Ya deja de bromear y dime para
cuándo pasamos la cita.

11:08 am.
Juan Pablo: Viernes. Pero te la cambio por
cena, ¿te parece?
11:09 a.m.
Vianey: Perfectísimo. ¿Dónde te veo?

11:10 a.m.
Juan Pablo: Aguanta, mejor te marco. Quiero
escuchar tu voz, amor.

¡Maldición! Como cuando a un yonqui ansioso se


le dobla la jeringa, el chateo terminaba ahí y ya no
iba a tener oportunidad de enterarme del nuevo
plan.
Algo era claro: Juan Pablo dejó tanto el iPad
abierto, como la conversación inconclusa, porque
sabía que no repararía en espiarlo. Cruel. No sé
daba cuenta de que en su afán de castigar la
intromisión me estaba apuñalando por la espalda.
Cada palabra entraba con un filo especial a
desgarrar un órgano diferente del cuerpo. Un
cuerpo que alguna vez dijo amar y que se
abandonó sobre un altar de sacrificios para que él
y todas sus amigas lo tasajearan con saña. ¿Qué le
habría dicho en esa llamada? ¿Que prefería verla
para cenar porque la noche es mejor cómplice del
amor? ¿Terminarían en un motel o en un hotel de
lujo? ¿Ella le diría que está embarazada? ¿A él eso
le excitaría por el hecho de profanar un vientre que
lleva la semilla de un perdedor, y se correría
dentro de ella bañando de un semen letal el
apellido de ese mismo perdedor que por no ser
poeta ni empresario es inferior a él, al “gran Juan
Pablo Verga(ra)”?
Shanti, shanti.
Entré al comedor y dejé el iPad sobre la mesa.
Caminé a la cocina y miré de soslayo a mi
pequeña hija. ¡Qué ejemplo de dignidad podría
darle si continúo tolerando esto! Su madre tenía el
alma podrida y ella tan campante. La inocente
jugaba un remedo de tenis en la sala de televisión.
Estaba entrando también al submundo de la
realidad virtual. La cibernética, que ha sido el
único medio capaz de desafiar al tiempo. ¡Shanti,
shanti! Respiré ocho veces. Inhalaciones profundas
que lograron marearme como cuando vomité sobre
la regidora de los falsos tacones Prada. ¡Shanti,
shanti! Tenía meses sin practicar yoga ni mover el
cuerpo. La piel empezaba a lucir marchita de tanto
tabaco. El estómago me daba vueltas y una
espantosa gastritis amenazaba con postrarme en
cama. ¡Shanti, shanti! Debía recuperar la dignidad;
mi hija merecía tener una madre sana. Necesitaba
serenidad, pero los pasos de Juan Pablo en la
escalera auguraban la hecatombe. ¡Shanti! Y un
zapatazo más. Seguro de sí mismo, el hombre que
amé un día bajaba canturreando Suzanne de
Leonard Cohen. ¡Ommmg! Y seguía cantando con
esa voz rasposa que adoré el día que nos sentamos
en el restaurante catalán. Cuando me jactaba de ser
como esa Suzanne: la que esperaba a alguien
(quien fuera), con tés chinos de hojas de naranja.
“Y querrás viajar con ella, y la seguirías aun
estando ciego y querrás tocar su cuerpo perfecto
con la mente”, o algo así decía Cohen.
Abrí un cajón de la alacena y permanecí
mirando fijamente un cuchillo para churrascos. Si
no fuera un crimen se lo encajaría en el pecho.
¿Pero acaso él no era un asesino? ¿Y dónde queda
el castigo de un hombre que juega con el corazón
de su mujer? Ni todos los Raskolnikov del mundo
podrían purgar la pena de Juan Pablo. Pero su
crimen era “cosa menor”, ¿qué daño puede hacer
un coqueteo online, un revolcón con tu ex por
compasión, decirle palabras obscenas a una gorda
desvalida, mandar cartas de recomendación a una
amante? Ninguno. No hay jurisprudencia para esa
clase de crímenes. Pero yo sí estaba delinquiendo
al invadir su privacidad. ¡Oh, la justicia mexicana!
Juan Pablo entró a la cocina con su celular en la
mano. Yo, desquiciada, le rezaba a un dios
cualquiera que me diera fuerzas para no cometer
una tontería. Ese dolor que sentía era sin duda
porque pese a todo lo amaba. Amaba hasta su
perversidad. Lo amaba entero. Pude posarle el
culo sobre el sexo para que me penetrara
furiosamente. Sí, eso hubiera hecho con tal de que
soltara el teléfono y me diera un poco de
confianza.
Con pasitos cortos se puso atrás de mí y sus
manos suaves tocaron mi hombro descubierto y
dijo: “Violenta mía, no puedes imaginar cuán feliz
me hace tu presencia en esta casa”. ¡Omg, Omg! Y
bajé la mirada. Dejé de mirar el cuchillo y por mi
mente pasó una escena…
Habíamos ido a Tepoztlán y después de fornicar
toda la noche Juan Pablo entró al baño y un golpe
seco que se escuchó del otro lado de la puerta me
hizo correr para ver qué pasaba. Mi hombre yacía
en el piso desnudo. El iPad tirado junto al
escusado. No respiraba y sus ojos estaban blancos.
“¡Regresa, mi amor, no me puedes hacer esto! ¡No
te vayas! No sería justo que me dejaras sola otra
vez. Juan Pablo, ¡regresa, puta madre!” Y un golpe
en el pecho lo devolvió a este mundo. Él me
preguntó: “¿Qué ha pasado?” Tenía por voz un hilo
y su color se tornó verde. “No sé. Te encontré
tirado sobre la losa. Grité que no te fueras y
volviste. Fueron pocos segundos, pero parecieron
años.”
Luego lo cargué como pude, volvimos a la cama
y me dijo: “Estaba muerto. Sentí un olor a muerte
que sólo había aparecido una vez, cuando era
joven y leía a Dante atascado de Ritalín. Esa vez
una rubia voluptuosa me despertó poniéndome su
pezón derecho dentro de la boca. Y ahora tú, la
‘sin pechos’ me revive a golpes”.
Esas palabras nos volvieron a prender y
comenzamos a besarnos antes de dar paso al sexo
redentor.
Volví la mirada hacia Juan Pablo mientras
acariciaba el cuchillo. Era un maestro del engaño,
así que no dejaba de sostener la suya a la altura de
mis ojos, y aunque pudo haberse hundido dentro de
los hoyos negros de mis ojeras, no preguntó qué
me pasaba.
Lo miré un par de segundos con una sonrisa
forzada.
—¿Ya comiste, amor? Cociné pulpos a la
gallega para ti. Supuse que hoy querrías comer
mariscos, ¿acerté?
—Sí, mi vida. Me encantan, pero hoy no se me
antojan. Amanecí con ganas de carne, ¿vamos a La
Estancia Argentina? ¡Arréglate! Yo invito.
¡Débil! ¡Vendida! ¡Violenta a medias!
Cerré el cajón que contenía el cuchillo y me fui
a arreglar para irnos al restaurante donde siempre
terminábamos ebrios y haciéndonos pedazos.
Violenta:
Me acabo de meter a tu Fb y vi que Hugo puso
un comentario público. No es nada malo. Es una
invitación para una conferencia que va a dar en
Puebla. ¿Irás? ¿Vas a dejar ahí el post para que
Juan Pablo lo vea y se cague, o lo quitarás e irás a
encontrarte con él a escondidas?
Las dos opciones son buenas. La primera le
meterá un calambre al pendejo ése, pero la
segunda es más segura ya que se podría volver a
dar algo entre tú y Hugo. ¿Qué tal si ésta es la
buena? Pero no sé bien cómo está tu relación con
él. Por andar haciendo panchos en el Congreso no
me has puesto al corriente en ese tema. Cuéntame
tus planes. Creo que estás a punto de hacer una
estupidez que no te llevará a nada más que a
quedarte como el perro de las dos tortas.
Conéctate esta noche al chat y dime qué
procede…
Beatriz.
Beatriz: ¿Estás ahí?
Ana Violenta: Sí, acabo de llegar.
B: ¿A dónde fuiste? ¿Qué pasó en el Congreso,
conociste a la tipa?
AV: Sí, pero lo de Juan Pablo se canceló porque
Vianey tenía trabajo.
B: Pero la viste... ¿Cómo es?
AV: Es flaca, sin chiste. Vulgarcita como ella
sola, pero, ¿qué crees?
B: ¿Qué?
AV: Está embarazada.
B: ¡No jodas! A ver, neurasténica: no vayas a
inventar que el chamaco es de Juan Pablo.
AV: ¡Claro que no! Si se acaban de conocer.
Parece. Creo. Ya ni sé.
B: Bueno, equis, ¿pero ella te vio? ¿Supo quién
eras?
AV: No, a la mera hora me acobardé y no hice
nada más que mirarla.
B: ¿Y Juan Pablo qué habrá hecho?
AV: Nada. Actuó como siempre. Como le hacen
los hombres que llevan dos vidas: pulsó Ctrl + Alt
+ Supr y llegó a la casa muy contentito para
invitarme a comer.
B: Condenado… ¿Y fueron?
AV: Sí, fuimos a La Estancia.
B: Pero hoy llegó tu hija, ¿no?
AV: Ajá, pero mi mamá se la llevó de compras
y la invitó a dormir.
B: ¿Y qué pasó en la comida, le insinuaste algo?
AV: No. Bueno, sí. Ya sabes: cuando llevaba
tres tequilas solté varias frasecillas irónicas al
respecto, pero les daba vuelta y cambiaba el tema.
Se quiso poner muy romántico y complaciente.
B: Es que sí… Juan Pablo, cuando quiere, es
encantador, y eso te mata.
AV: Sí, claro. Aunque en determinado momento
saqué el tema de sus amantes y se indignó.
B: ¡Ya no lo peles! Cuando le reclamas lo haces
sentir más importante. Eso déjaselo a la tonta de
Leticia. Mejor búscate unos amorcitos tú también.
¿Qué pasó con Hugo? ¿Leíste lo que te puso en
Facebook?
AV: Sí. Ya sabía que iba a venir.
B: ¿Y qué decidiste?
AV: Uf…
B: ¿?
AV: La cosa está así: después de terminar
perdimos contacto por tres meses. Luego no
recuerdo bien cómo estuvo, pero nos volvimos a
escribir.
B: ¿Te pidió que volvieras?
AV: No podría decir eso, pero al paso de los
mails han ido saliendo cosas.
B: ¿Ya sabe que vives con Juan Pablo?
AV: Sí, no hace mucho se lo confesé.
B: ¿Y cómo reaccionó? Si llegas a conseguir
que se vuelva a enganchar serás mi heroína.
AV: No se trata de eso. Lo que menos quiero es
meterme en semejante lío.
B: ¡Pero Juan Pablo no cerró círculos! Faltó a
su palabra y no sólo sigue manteniendo a Leticia,
sino que se la coge y le da para sus trapos. En
pocas palabras, sigue con ella y sabes que eso
nunca va a cambiar.
AV: Lo sé, pero yo no soy tan cruel como Juan
Pablo…
B: ¿Entonces para qué chateas con Hugo? ¿Para
hablar de literatura, o para chillar y contarle lo
infeliz que eres porque QUIERES serlo?
AV: Deja que acabe de contarte…
B: Zzzzzzzzz.
AV: Todo iba muy bien. Nos habíamos vuelto a
mensajear con regularidad, sin tocar mucho el
tema de nuestra ruptura. Pero la noche que vi a
Juan Pablo chateando y diciéndole “mi amor” a
Leticia, me bajé a ver una película y le conté la
verdad a Hugo.
”Le dije que había regresado con Juan Pablo
apenas terminé con él. También que sabía de su
nueva relación y que me daba mucho gusto verlo
contento en sus fotos. Y es verdad: me da gusto
verlo feliz.
”Total que me oyó tan triste y tan decepcionada
que se volvió a enganchar. Pasaron los días y
seguía escribiéndome (todo esto sin mandar un
lance directo). Yo por mi parte sentía que me
estaba equivocando. ¿Para qué revivir aquello si
no iba a prosperar? Porque amo a Juan Pablo. ¿O
lo detesto? Dejémoslo en que soy codependiente.
”Al final, cuando vi que ya comenzaba a
hablarme muy cariñosamente de nuevo (justo
cuando supe que vendría a Puebla a dar su charla)
fui directa y le dije que no podría darle coba otra
vez y que mejor se dejara querer por su nueva
novia.”
B: ¡No me digas! O sea, ¿estaba dispuesto a
qué?
AV: En pocas palabras volvió a ofrecerme su
amor, su casa y una vida juntos. Como lo teníamos
planeado antes de irme de bruces por Juan Pablo.
B: ¿Y no le propusiste otro tipo de relación?
AV: Tal vez se interpretaron así mis
confesiones. En verdad tenía ganas de verlo, pero
creo que fue lo mejor. La verdad mi cabeza no está
para saturarla con más conflictos.
B: Pero todavía no pasa la conferencia. Yo que
tú sí iba y vería qué pasa.
AV: No lo sé. No creo que sea buena idea.
Estoy tan deprimida que se me nota a leguas, y
para como es Hugo, quizás se le haga el corazón
de pollo…
B: ¿Eso qué significaría?... ¿Que te llevaría a
cenar y después de platicarse sus penas, caerían
irremediablemente?
AV: Tal vez. Pero si lo hiciera, sería un grave
error de mi parte. Como él dice: no se puede fiar
de alguien que un día jura odiar a su pareja y al
otro día la perdona y le renace el amor.
B: Qué complicado. Tienes una segunda
oportunidad para dejar de sufrir por un hombre
que nunca te va a dar tu lugar y la desprecias por
masoquismo.
AV: ¿Será masoquismo?
B: ¡Ay, por favor! ¿después de todo lo que sabes
y has visto, ¿lo dudas?
AV: A veces sí. Cuando dejo de espiarlo las
cosas parecen ir bien.
B: Y no por eso dejan de existir Vianey, Leticia,
la gordinflona, Gema, Chiara, etcétera.
AV: Hombre, gracias por las porras.
B: Sabes que no solapo el autoengaño.
AV: Entonces las cosas están así: si llego a ir a
la conferencia, lo más correcto es que ni me vea.
Finalmente viene a trabajar y no quiero arruinarle
la fiesta con mis medias tintas.
B: Estás jodida. Entonces si decides quedarte
con Juan Pablo pues deja de quejarte y apechuga
porque vienen sus peores años: cuando la vida le
cobre las facturas de tanto exceso y no te pueda
dar ni siquiera una buena cogida.
AV: Eso me vale madres. ¡Existe el Viagra!
Además el hombre deja de ser hombre hasta que se
le caiga la lengua.
B: Soez. Sólo ten en cuenta algo: ustedes pueden
hacer de sus vidas un cacahuate, pero tienen hijas
que seguramente pagarán los platos rotos.
Beatriz tenía razón. Este juego del gato y el ratón
podría sostenerse mientras no pagaran las
consecuencias nuestras hijas. Lo peor de todo era
la poca importancia que le daba a mi integridad (y
hasta a mi salud) por estar usufructuando un
territorio público (el cuerpo de Juan Pablo).
Al desconectarme del chat di una vuelta por las
habitaciones de la casa. Él dormía a pierna suelta.
Se había ido a la cama enojado porque le arruiné
la cena con un interrogatorio. Siempre pasaba lo
mismo: al intentar poner en claro las cosas él me
tildaba de orate, y harto de mí, de mi cara, de mi
cuerpo, de mi respiración constipada, de mi amor
obsesivo y de mi voz pitosa, recogía sus teléfonos
y se subía a descansar mientras yo me quedaba con
los demonios adentro.
Tuve mucho cuidado de no hacer ruido para no
despertar a nadie. Visité los cuartos de las niñas y
miré sus rostros apacibles entregados a algún
sueño placentero.
Por su juventud deben estar llenas de dudas y de
sensaciones que no han podido expresar
simplemente porque no he estado aquí. He andado,
¿cómo decirlo?, flotando entre la insensatez y el
egoísmo. ¿Qué clase de problemas podrían tener?
Que la maestra les haya recogido el celular, que el
prefecto las haya regañado por llegar tarde…
¿En el tiempo que llevábamos viviendo juntos
me había ocupado de escucharlas ? ¿Había
verificado que la más chica comiera bien?
¿Cuántas veces me habrían contado algo
importante y fingí estar atenta mientras mi cabeza
estaba ocupada en pensar en la manera de hundir a
su papá? ¿Alguna de ellas tendría novio? ¿Cómo
las trataba el “caballerito”? ¿Habrán llorado algún
vez por desamor y yo no estuve ahí para
aconsejarlas?
¿Cómo podría educarlas? ¿Cómo una mujer que
se sabe engañada puede dar un ejemplo de
dignidad?
Todas esas preguntas revoloteaban dentro de mi
mente cuando noté que la más grande se movía, así
que preferí salir antes de que me vieran ahí parada
como un espectro de bata blanca.
Esa noche decidí dormir en el sofá. Pensaba en
la posibilidad de recobrar a Hugo e
inevitablemente se agolpaban los rostros de las
niñas durmiendo.
¿Qué les diría en caso de que decidiera irme
con el famoso escritor?
“A ver, chicas: una vez más se quedan volando
porque yo, la pobre mártir, he decidido darme la
oportunidad de sanar las heridas que me hice por
asomarme a la vida privada de un hombre público.
Me voy porque acabo de darme cuenta de que su
papá no es para mí ni para nadie. Es para sí… Y
dinamito esta casa que levantamos pensando que la
vida era un juego de ajedrez: él me puso en jaque y
yo le doy mate. Ahora vendrá Leticia o Gema o
Carola a suplirme. Espero que la traten muy bien
como a mí. Quiéranla y cuéntenle las cosas que
nunca pudieron contarme. Y si lo hicieron,
disculpen: estaba tan preocupada en mi dolor que
se me olvidó por completo que ustedes existían”.
Pero, de otra forma, si no rompía esta cadena de
incongruencias, ¿cómo podría ganarme su respeto
cuando ellas me veían todo el tiempo colgada del
candil?
En esas reflexiones estaba cuando encendí la
computadora. Quería encontrar a alguien con quién
platicar (el o la que fuera). Tal vez a esa vieja
amiga de la primaria a quien solía maltratar y
generosamente (quince años después) me había
mandado una solicitud de amistad a Facebook. ¿O
a un amigo poeta que vive en Michoacán que
jamás he conocido en persona?
Al deambular por el timeline me percaté de que
en realidad sólo estaba perdiendo el tiempo. Todo
era una pérdida de tiempo: levantarme, desayunar,
ir a correr, vestirme, ponerme guapa, sentarme a
escribir mis traumas existenciales, hacer de comer,
leer, esperar a Juan Pablo… Pero justo en el
momento en que me asaltaba la desolación volvió
a aparecer Antoine.
Antoine Dupré: Ya estamos respirando el mismo
aire
Ana Violenta: ¿Cuál aire?
AD: Que ya estoy en Puebla. ¿Comemos
mañana?
AV: ¿Dónde te estás quedando?
AD: En un hotel del centro. ¿A qué hora nos
vemos?
AV: ¡Hey!, todavía no te digo que sí.
AD: Pero lo harás, ¿no?
AV: Es que no sé… tengo que organizarme para
dejar a las niñas con alguien.
AD: No pongas pretextos. ¿A qué hora y dónde?
AV: Okey. Paso por ti a las tres en punto, ¿cuál
es el nombre el hotel?
AD: Camino Real.
AV: Paso, pero quiero que ya estés afuera
esperándome.
AD: ¿No quieres subir antes?
AV: ¡No! Recuerda que sólo vamos a comer.
AD: Está bien. Por ahora con eso me conformo.
AV: ¡Por ahora y por siempre! Te veo entonces.
Puntual, por favor, porque no tengo demasiado
tiempo.
AD: Besos. Y ya duerme porque si no, no te
verás tan guapa como el otro día.
AV: Yo siempre me veo bien.

Esa mañana (como pocas) me invadió una alegría


muy sospechosa.
Hacía meses que me levantaba bostezando y
quejándome del horario infame que tienen las
niñas para entrar al colegio. Juan Pablo estaba en
medio de su sesión de lectura en el baño (que
aproximadamente duraba una hora), así que no
tuvo oportunidad de ver la sonrisa dibujada en mi
rostro.
Llevé a las chicas a la escuela y en el trayecto
de regreso pensé en la cita con Antoine. ¿A qué
restaurante debía llevarlo para no ser vista por
algún amigo de Juan Pablo? Debido al
nerviosismo no pude planear el desarrollo del
encuentro. Más bien iba imaginando qué pasaría si
Juan Pablo llegara a enterarse de que salí a comer
con el chico francés del camión (porque él conocía
la anécdota). Se la conté cuando pasamos esa bella
semana de reconciliación en mi casa tras haber
roto con Hugo y evidentemente se escandalizó.
“Cómo es posible que platiques con el primer
extraño que se te pone al lado en un camión”, dijo.
Y nunca volvimos a mencionar el asunto.
Antes de llegar a casa surgió la idea de
exhibirme con Antoine en el restaurante donde
Juan Pablo solía comer casi todos los días con esa
horda de políticos lambiscones. Finalmente sería
un revés con guante blanco: Antoine parecía
modelo más que arquitecto, y si en dado caso me
llegara a topar con Juan Pablo o con alguno de sus
amigos, el chisme se esparciría como reguero de
tinta. Incluso si tuviera la mala suerte de no
encontrarme con alguien conocido, ya que los
meseros de dicho lugar eran unos soplones
profesionales, ¿de dónde sacaba los chismecillos
de alcoba de los rufianes locales? ¡Pues de los
meseros!
Pero no. Una situación así desvelaría tanto mi
ardor que sólo quedaría en ridículo ante sus ojos.
Además, ¿qué pasaría si en verdad Antoine
resultaba ser el hombre que me pudiera hacer
olvidar a Juan Pablo? Cuidado: el egoísmo se
apoderó nuevamente de mí y estaba empujando al
acantilado la estabilidad del “hogar”.
Si llegara a suceder que Antoine me sedujera
con su belleza y su buen trato, ¿sería capaz de
abandonar el proyecto familiar? ¿Otra vez un
escándalo como cuando dejé al padre de mi hija?
El ruido del portón que se abría
automáticamente me regresó del trance. Antes de
salir del auto me percaté de que Juan Pablo seguía
dentro de la casa. Seguramente estaría tomando
café en la sala viendo algún noticiero. Debía
quitar esa estúpida sonrisa antes de entrar y
saludarlo, de otro modo le parecería extraña mi
actitud. Una mujer en mi condición promedio
siempre amanece malhumorada.
Encendí un cigarro antes de introducir la llave
en la perilla para que al oler mi peste Juan Pablo
saliera huyendo a su oficina. Odiaba que fumara en
ayunas, así que seguramente no tendría empacho en
irse antes de tiempo.
Pero cuando entré, extrañamente me tendió la
mano para jalarme al sillón donde estaba sentado.
—¿Ya regresaste, amor?
Precaución: cualquier señal de cortesía hubiera
podido levantar sospechas.
—No, como ves sigo en el auto, querido.
—Tonta. ¿Qué vas a hacer hoy?
Raro: nunca me preguntaba qué iba a hacer
durante el día. Sabía que lo único que me ocupaba
en su ausencia era parasitar enfrente de la
computadora, escribir y encontrar la mejor manera
de espiarlo.
—Lo de siempre, voy a escribir. A ver si ya por
fin puedo terminar el libro.
—¿Cómo vas? ¿Ya mero acabas? ¿Me dejarás
leerlo antes de enviarlo al editor?
—Pues ya casi termino, sólo me faltan como
diez cuartillas. Pero después debo corregir la
puntuación que es donde siempre fallo.
—¿Aún sigues poniendo comas inútiles donde
no deben de ir? Ya tendrías que dominar eso. ¿De
qué te sirven las lecturas si no te fijas cómo se
debe escribir correctamente?
Perfecto: con ese comentario cagante podría
explotar como siempre para que se fuera enojado y
no regresara hasta la noche.
—¿Ya vas a empezar con tus críticas? ¡Claro!
Si fuera tu ídola, Chiara Jefferson (que por cierto
su escritura es infumable y farragosa) no te
atreverías a hacerle una observación tan cruel.
¡Cómo!, si la tipa estudió en las mejores
universidades y está haciendo un doctorado en
Harvard. Pues tengo noticias: Harvard no es
sinónimo de TA-LEN-TO.
—¡Por dios! ¿Por qué toda la vida te comparas
con ella? ¿Quién mencionó su nombre?
—No lo mencionaste, pero lo piensas. Si ya vi
que la lagartona te mandó un libro de William
Carlos Williams con una dedicatoria cursi y súper
mal redactada. No se le ven los estudios en
Harvard por ningún lado; más bien ha de ser la
encargada de intendencia en los baños.
—¡Yo nada más dije que conforme pasa el
tiempo y como lees tanto ya no deberías tener
problemas con las comas! ¿Eso te enoja? ¿Quién
sacó a Chiara en la conversación?
—Yo. Yo la saqué porque sé que sigues
escribiéndote con ella.
—¿Y qué tiene de malo? Es mi amiga.
—Cuando te conviene. Porque cada vez que te
quieres parar el culo en una mesa con esos pinches
burócratas analfabetos, dices que tuviste una
amante “brillante”. “Es doctora por Harvard.”
¡Doctora de dónde! A ver, ¿qué ha hecho? ¿Dónde
están sus libros? No hay. Y si fuera tan “brillante”
no te estaría pidiendo favores ni cartas de
recomendación.
—Pensé que podríamos empezar bien el día,
pero soy muy ingenuo. Aunque vi que traías el
cigarrote en la mano te jalé para platicar. Te
pregunto por tu libro porque me interesa. ¿No
siempre te estás quejando porque, según tú, te
ignoro?
—Prefiero que me ignores a que te burles de
mí.
—¿Nos estamos peleando por unas pinches
comas? ¡Es ridículo, amor!
—Ya deja de decirme “amor”. Lo haces para no
confundirte. A ver, ¿cómo me llamo? Dilo en un
segundo. ¡Uno, dos! ¿Ya ves?, no puedes.
—Estás mal de la cabeza.
—Como sea. A mí no me digas así. Me irrita.
Me purga. Me vomito en esa palabrita. En ese
lugar común que usas para aparentar ser bueno y
fiel. Eres un asco, ¿te lo había dicho así de claro?
—Ya me voy. Me enfermas. Me tienes cansado.
Harto. Aburrido. ¿Y sabes lo que pasa cuando
aburres a un hombre?
—¡Mira, mira, mira: a mí no me chantajeas,
cretino! Me das pena. ¿Aburrido? Entonces has
vivido aburrido los últimos treinta años de tu vida
porque no pudiste serle fiel a nadie. ¿A eso te
refieres cuando dices: “Sabes lo que pasa cuando
un hombre se aburre”, no?
—Vete al psicólogo, por favor. Yo no sé porque
siempre todas mis parejas resultan ser unas
maniáticas. Pero me queda claro que ninguna como
tú. ¿En qué carajos estaba pensando cuando
regresé contigo?
—¿Te digo en qué? (y no huyas). Estabas
pensando en que me iba con alguien mejor que tú.
Regresaste a buscarme porque sabías que si tus
amigos se enteraban que yo me iba a vivir con
Hugo Villegas te iban a acabar públicamente. Se
hubieran burlado de ti hasta el cansancio (más el
gordo ése que te mete mierda sobre mí). Por eso
regresaste y no porque me quisieras. Y te voy a
suplicar que no me vuelvas a decir “amor”. Me
cago en tu amor, ¿entiendes?
—Yo te digo como se me hincha la gana. Hasta
nunca.
De camino a la oficina recibí un mensaje por la
aplicación de Facebook del celular. ¿Casualidad o
sincronía? Ana Violenta acababa de montarme una
escena de celos y era justamente Chiara Jefferson
quien me dejó el inbox: “Antier llegué a Puebla.
¡Háblame, ingrato!, quiero verte para platicar
largamente”.
Para ese momento la imagen de Ana Violenta
fumando en ayunas y descalificando con un
lenguaje de albañil a Chiara me arrastró hacia la
opción más desleal y vengativa: darle veracidad a
sus palabras. Vería a Chiara esa misma tarde y
pasaría con ella varias horas charlando de poesía
en un motel que solíamos frecuentar cuando ella
aún estaba casada.
Si algo me habría detenido ante mis cotidianos
arranques de calentura, ese algo iba a romperse en
mil pedazos entre las piernas de mi vieja amante.
De todas maneras Ana Violenta ya estaba
paranoica, ¿qué más daba si hacía realidad sus
sospechas? Nada. No pasaría absolutamente nada.
Además hacía tiempo que diariamente cambiaba
mis contraseñas, entonces sería imposible que se
enterara de mi aventura ya que vive enclaustrada
en la casa esperando que sus espías le lleven
chismes sobre mí. Pero su Servicio de Inteligencia
Aldeana no suele visitar ni los restaurantes donde
como ni los moteles donde fornico porque
simplemente no les alcanza el dinero para esos
lujos.
Amor: acabo de recibir tu mensaje, ¿te parece bien
que pase por ti hoy a las tres? El plan está así:
comemos en El Desafuero y luego nos perdemos
(¿recuerdas?). Te voy a llevar al Veneciano.
Quiero que bebamos vino. Quiero besar tus pies
hasta dejarlos lisos y quiero hacerte el amor como
siempre. Brincaremos en la cama y leeremos
poemas de Dylan Thomas. ¿Cómo ves? ¿Te gusta
la idea? Han sido muchos meses sin ti y ardo en
deseos de verte…
Te amo,
Juan Pablo.
¿El vestido negro pegadito o el azul de bolitas?
¡No! Ir de vestido es muy provocativo. Parecería
que voy directo a… ¿lo que voy? ¿A qué voy, por
cierto? Además, después de la primera botella de
vino los sentidos flaquean y se me aflojan las
piernas, así que ir de falda es una invitación
abierta a que meta la mano bajo el mantel.
¿A dónde lo llevaré? Supongo que él va a pagar.
¡Sería el colmo que el francesito me pidiera poner
algo para la cuenta! No. Eso no va a pasar. El tipo
se muere por mí y va a usar todos los artilugios
para conquistarme: pedirá un buen vino, un platillo
carísimo al centro… ¿Y si lo llevo a El
Desafuero? A ver, Ana Violenta, ubícate: si lo
llevas ahí es porque quieres que se entere Juan
Pablo. ¿Terminar con todo de una vez? ¿Sin
esperar siquiera a ver qué clase de fulano es
Antoine? ¿Qué hago? ¿Pantalón de mezclilla o el
azul de vestir que me para las nalgas? ¿Pelo chino
o me alacio? ¿Blusa de tirantes? Mejor pantalón
de pinzas, camisa de hombre y chaleco: muy a la
Annie Hall. Sí. Así veré su reacción. El día que
me conoció llevaba un vestidito de flores muy
corto. ¡Bueno, es que iba a Valle! Pero acá en
Puebla si sales de vestido corto de tildan de puta.
¡Ya está!, Annie Hall’s way es la opción. Cero
maquillaje. ¡Y mejor de chongo en la cabeza! Ir de
cabello suelto me obliga a estar tocándomelo y eso
a los hombres les parece sexy.
Pobre Antoine, se va a topar con la figura de
una intelectual mediocre que tiene tics de
coyoacanense. Mejor: así lo calo bien y no hay
error.
¿El Desafuero o La Estancia? ¡Tampoco lo voy
a meter en un cuchitril! Pero en La Estancia
también hay soplones y si intentara besarme le
irían con el chisme a Juan Pablo (ese maldito).
¿Qué irá a hacer hoy? Sus últimas palabras fueron
“hasta nunca”. ¡Ojalá!, pero siempre regresa con la
cola entre las patas. Igual y hasta vuelve antes que
yo. ¡Perfume! Tengo que llevar el perfume en la
bolsa para rociármelo antes de entrar a casa. Esos
franceses son unos cochinos que se bañan un día
sí, tres no, y tapan su cochambre con eau de
toilette. ¿De qué vamos a hablar? Seguramente va
a estar elogiándome desde el principio y podría
ser incómodo. ¿Y qué tal si la conversación sube
de tono? ¡Me conozco! Si me he vuelto una
verdadera imbécil con Juan Pablo, pero la
coquetería la traigo innata.
Para el mediodía ya estaba lista. Después de
disfrazarme de Annie Hall y sentirme un poco
ridícula y pasada de moda, opté por vestirme
como regularmente lo hago: unos jeans, una
playera ligera y un suetercito corto. Los tacones no
podían quedar fuera.
Faltaban tres horas para ir por Antoine a su
hotel. Intenté concentrarme y avanzar un capítulo
de mi libro, pero una mezcla de nerviosismo y
melancolía me impidió hacerlo.
Estaba pensando que después de la cita con
Antoine irremediablemente quedaría fracturada mi
(ya de por sí maltrecha) relación con Juan Pablo.
Abrí la computadora y fui recorriendo todas
esas fotos que nos habíamos tomado en instantes
placenteros y que nunca me permitió subir a
Facebook. ¿Era legítimo vengarme de él? ¿Quería
lastimarlo o era yo quien iba directamente al
despeñadero?
Iniciar un romance con Antoine me llevaría a
conflictuarme aún más; eso lo sabía de sobra.
Ya alguna vez fui infiel y las consecuencias
fueron funestas. En esa ocasión lo estrepitoso de la
caída provocó que todo mundo me diera la espalda
y me calificaron como la Ana Karenina de la
colonia. Pero yo aguanté estoicamente los golpes.
Era tal mi desfachatez que me reía del tema. No
me quedaba otra: siempre es mejor reír que llorar.
En el archivo de fotos encontré un texto que
Juan Pablo me había escrito cuando llevábamos
una semana de conocernos. Leerlo en esas
circunstancias fue demoledor.
El pie izquierdo de la Negra subió desnudo a mi
entrepierna.
Estábamos en un restaurante poblano donde la
especialidad son las tapas y el vino.
Ella llegó con un dibujante prestigiado y se sentó
a mi izquierda.
Sus ojos grandes dejaron ver un mundo convulso.
En lo que el mesero servía los primeros tragos, me
adentré en ellos, con discreción, y vi la historia de
la humanidad: guerras, hambres, pestes,
enfermedades terminales, bailarinas, moteles,
dictadores, una pareja haciendo el amor, el
asesinato de Kennedy, de Luther King, Mick Jagger
saltando en un concierto, el papa bueno
muriendo…
Volví a la realidad cuando el mesero tiró mi
cerveza en la mesa.
La plática giró entonces sobre un tema común: la
pintura.
Yo la veía a ella como se mira un monumento
extraño: de reojo, con zozobra, sitiado en mi
epidermis.
Nuestras rodillas se tocaron y empezó la danza.
La Negra, tengo que decirlo, es una bailarina
entera: todo el tiempo está bailando. Incluso
cuando camina. Sus muslos son rotundos, igual que
su cadera. Sus nalgas fueron hechas por un dios
lúbrico y sensual. Su taconeo me mata. Y es que
camina con la seguridad de una negra neoyorquina
en Wall Street.
Al sentir su rodilla acerqué aún más la mía. No
la retiró. La dejó ahí: fuerte, poderosa. Mi rodilla
tocó entonces su pierna. Ella brindó por la pintura
y por la danza.
Llegaron las tapas y las gulas. La cerveza
desapareció y le dio el paso a un tinto mexicano.
Por debajo de la mesa la Negra me embestía
furiosamente. De pronto se descalzó y subió su pie
desnudo a mi entrepierna. Debo admitirlo: me
sonrojé inmediatamente.
Nuestro amigo el pintor y dibujante siguió
brindando. Ella arremetió entonces con su otro pie.
No resistí el asedio y terminé enredando mis
piernas con las suyas. La Negra me veía de reojo y
sonreía. Yo, su víctima propicia, rogaba a Dios
que no me abandonara.
Bebimos. Comimos. Pasamos a los whiskys y a
los rones. Llegó el tequila. Anocheció. La Negra
se fumó un cigarro. Y luego otro. Y luego otro.
Nuestras piernas, enlazadas seguían una cadencia
extraña: muy del África Occidental. Los tambores
sonaban en mi oreja y la imaginaba desnuda,
plena, sensual, revolcándose en mi cama.
Regresé a la vida real cuando el mesero tiró un
pacharán en mi camisa blanca. El rojo del licor se
apoderó de la tela. Protesté, grité, amenacé. Por
abajo, la Negra me llamó a la calma y susurró al
oído: “Guarda tus fuerzas para la batalla que
viene. Las vas a necesitar”.
Ella, de pronto, dijo “voy al baño”. Y totalmente
descalza empezó a caminar. Los clientes
murmuraron, pero no dejaron de mirar sus
pantorrillas.
Antes de que volviera, me disculpé con el pintor.
“Yo también voy al baño”, dije balbuceante.
Me la encontré en un pequeño sitio ciego, entre
el baño y las mesas de los comensales.
No nos dijimos nada. Sólo nos vimos y nos
acercamos. Mi mano derecha se metió en sus
nalgas. Su mano derecha tocó mi cabello. Nos
besamos como dos adolescentes: urgidos, torpes,
encimosos.
Un mesero nos vio con cierta envidia. Otro más
se ubicó a regular distancia. Mis manos la tocaban
toda. Ella no reparó en la ceremonia. Sus besos no
eran besos: eran ventosas. Decenas de ventosas
que iban y venían.
Nos metimos al baño con urgencia. Quise
desabrochar los botones delanteros. “Aguante,
maestro. Sólo aguante”, me susurró al oído. Y me
jaló. Y me llevó como a un dócil rehén a nuestra
mesa.
Volvió a subir su pie a mi entrepierna. Me
dediqué a tocarlo. Mi corazón estaba al borde de
un infarto. Ella sonrió con la seguridad de los
verdugos y algo le dijo al pintor sobre mi estado.
Él también sonrió sin decir palabra y terminó
metido en una carcajada.
No la volví a ver.
Lo único que guardé de aquella noche fueron
unos tines azules. Única prueba —como la flor de
Coleridge— de que alguna vez gemí en el Paraíso.
Anegada en llanto maldije el día en el que empecé
a espiarlo por Facebook. Releí el texto tres veces
y comencé a arrepentirme de haber aceptado la
cita con Antoine.
“No puedo hacerle esto”, me repetía. Pero el
francés estaría esperándome impaciente en la
banqueta y hubiera sido de pésimo gusto dejarlo
plantado. “Quítate la idea de que vas a terminar
acostándote con él, Juan Pablo le escribe cosas
similares a cada una de sus amantes. No eres
especial. Sólo eres u-ti-li-ta-ria en su vida.”
Cerré la página y abrí Facebook.
Para tomar valor me di un paseo por su muro
para ver qué nueva trastada estaría maquinando.
“Si tuviera la contraseña, entraría para hundir la
daga y poder irme sin culpa a esa cita con el
destino.” Entonces recordé que por la urgencia de
salir huyendo, Juan Pablo había dejado su iPad en
el cajón donde solía esconderlo. Fui a buscarlo y
al abrir la tapa pude ver que en la pantalla
bloqueada estaba la notificación de un mensaje de
Chiara Jefferson, pero como ese tipo de avisos
aparecen incompletos por el bloqueo del display
no podía enterarme en qué había parado la
conversación. Sólo alcancé a leer: “Antier llegué a
Puebla. Háblame…”
Tenía diez oportunidades para errar en la
combinación antes de que el aparato activara el
bloqueo de seguridad antirrobo. ¿Cuál sería el
nuevo password? Todos los número obvios (su
fecha de nacimiento, natalicios de poetas o
terminaciones de número telefónicos) ya habían
sido agotados. Ahora tendría que pensar en algún
acontecimiento importante que acabara de suceder
en su vida, o quizás buscando la combinación
numérica de un nombre, ¿pero cuál de ellos?
¿Sus autores favoritos? ¿Sus conquistas?
Imposible. Era como descubrir el nombre de
Dios en la Cábala.
Dando vueltas por el tapete como si de un perro
persiguiéndose la cola se tratara, recordé que en
Youtube subían videos de cómo botar una
contraseña sin perder la información del equipo.
Encontré aproximadamente cuarenta opciones para
lograrlo y elegí la que tenía más visitas.
Un negro con acento del Bronx era el encargado
de enseñarte paso a paso cómo desactivar el
password y en menos de tres minutos abrí el arca
de los secretos.
Las manos me temblaban peor que a un enfermo
de Parkinson. Tenía muy poca batería y debía
darme prisa para leer en qué habían quedado ese
par de perversos.
Al tocar el icono de Facebook vi la funesta
banderita roja que alerta sobre los mensajes.
Oprimí el sobrecito y quedo expuesta la
conversación. Se verían (igual que yo) a las tres
de la tarde y la llevaría a comer a El Desafuero.
Pero lo más doloroso fue enterarme de lo que
seguiría después de la comilona.
Ella le había contestado con un sí rotundo a
todas sus sugerencias de pasar una tarde lúbrica.
La palomita indicaba que la respuesta de Chiara
había sido leída por Juan Pablo a las doce del día,
justo cuando acababa de leer su maldito poema y
estaba a punto de recular para no encontrarme con
Antoine.
“¡Qué tienes en el pecho, hijo de tu chingada
madre!” Y la pila del iPad se vació por completo.
Como mis ganas de ser fiel. Como mi propio
corazón.
Puñalada trapera

“Los novelistas son grandes mentirosos y se creen


sus mentiras. Adoptan los papeles de sus
personajes”, me decía.
“Los mentirosos que usan las mentiras con fines
literarios se reivindican. Tú las usas para
enmascarar tus complejos”, le decía.
“Las mías son mentiras piadosas”, me decía.
“Es lo que te ha enseñado tu religión y la
virgencita que te cuida el culo”, le decía.
“Si supieras que nunca te he engañado”, me
decía.
“No te has dado cuenta porque la mentira en ti
es una forma de ser”, le decía.
Bajé del ring mental cuando llegué a recoger a
Antoine. Me esperaba enfundado en unos
pantalones de mezclilla, camisa de lino y saco de
tweed.
Cuando se percató de mi presencia corrió hacia
el auto y se subió estampándome un beso húmedo
en la mejilla izquierda (debo confesar que me
emocioné).
Antoine iba hablando de las maravillas de mi
país. De cómo el centro de Oaxaca era el lugar
más bello que había conocido y que su sueño era
comprar una casa de paredes anchas y fachada
amarilla que había visto a la vuelta de la iglesia de
Santo Domingo.
Yo escuchaba sin prestarle mucha atención.
Alguna vez, no hace muchos años, me imaginé
viviendo en Oaxaca. Iría detrás de un viejo amor
que tuve y viviríamos cerca del Teatro Macedonio
Alcalá. Él tocaría en la sinfónica y yo bailaría por
las calles empedradas del centro recogiendo
monedas que los turistas quisieran echar en mi
boina. Pero ni me fui a Oaxaca ni continué
bailando. Es más, a estas fechas si me propusieran
irme a Oaxaca sería una oferta que rechazaría al
instante.
Di varias vueltas al zócalo sin poder definir el
lugar ideal para llevarlo a comer. Le propuse dar
un paseo por los museos cercanos. Me dijo que la
tarde anterior había conocido los que más le
interesaban. Sugerí llevarlo a Cholula para escalar
la gran pirámide y visitar el mirador que se alza en
su punta. “Eso podemos hacerlo mañana, querida.
No traigo mi cámara ni los zapatos adecuados para
subirla.”
“¿Tienes hambre?” Una pregunta obvia, pero
necesaria. “Vamos a donde tú quieras. Contigo
estoy feliz en cualquier lado”, contestó.
Giré abruptamente hacia la izquierda para tomar
el boulevard 5 de Mayo. Lo llevaría a Casa
Reyna: un bello hotel que tiene la mejor cocina
poblana.
—¿Y qué dice la vida matrimonial?
—¿Qué matrimonio es feliz en estos días? Mal.
Me va mal y estoy decepcionada.
—No entiendo bien. Dices que abandonaste al
escritor por irte a vivir con este hombre. Eso no
tiene mucho tiempo. ¿Cómo se pierde el encanto
tan pronto?
—La historia es larga y no quiero arruinar la
tarde platicándotela. Mejor hagamos de cuenta que
acabamos de bajar del autobús en el que nos
conocimos.
—Pero si regresáramos a ese momento ahora
mismo me iría encima de ti y te propondría bajar a
mi hotel.
—Primero sería conveniente comer.
Llegamos al restaurante y el muchacho que toma
los autos en el valet parking impidió que la mano
de Antoine se resbalara por mis piernas. Ya iba
acariciándome el brazo y había logrado rozarme la
rodilla que estaba junto a la palanca.
Al bajar del auto tuve algunos flashazos de las
ocasiones cuando comí en ese mismo restaurante
con Juan Pablo. Trataba de no pensar porque
seguro en ese mismo instante él se habría olvidado
por completo de mi existencia en compañía de la
ilustrada Chiara Jefferson.
Cruzando el pasillo que conduce hacia las
mesas del jardín sentí la mano de Antoine
rodeándome la cintura. Por primera vez dejé de
sentir culpa y le respondí de la misma manera. El
mesero nos asignó un sitio cercano a la fuente.
Antes de sentarme, Antoine se acercó y me tomó
de la cabeza, encajó sus dedos en mi cuello y me
besó tiernamente. Un beso largo, fresco y
prometedor. Su lengua entró hasta mi garganta con
gran destreza mientras su mano derecha se
instalaba entre el hombro y el pecho.
Dejando a un lado mi patética realidad me
dispuse a disfrutar la buena comida y la presencia
de Antoine. Él me hablaba de sus viajes y la vida
que llevaba en París: “No es la fiesta que escribió
Hemingway. La gente es fría, no te ve a los ojos y
las mujeres son muy superficiales”. Y el pie de la
negra, el mismo que subió en la entrepierna del
poeta, comenzó a juguetear con el pie del francés.
Acompañamos la comida con un vino tinto
Ribera del Duero que propuse. Luego pedimos
otra botella y otra más. A la hora del postre yo
estaba completamente ebria y mi pie se había
estacionado en la discreta comisura que separa la
entrepierna del paraíso…
El Desafuero

El Desafuero es un restaurante pequeño, pero


elegante. Sus paredes verde olivo y las lámparas
caladas que cuelgan sobre las mesas generan un
ambiente propicio para la buena plática y la
seducción. Ahí, entre tostas y jamón ibérico me he
enterado de asuntos delicadísimos que
posteriormente público.
El dueño siempre me reserva una mesa situada
en la terraza. Me gusta ese lugar porque desde ahí
se ve quién entra y sale por ambas puertas. Es el
restaurante de moda que frecuenta la clase política
y siempre que vengo termino por hacer una ronda
en casi todas la mesas. “Qué pasó mi
queridísimo”, “Tómate algo conmigo y te cuento”,
“Cenamos la próxima semana aquí mismo, tengo
información importante para ti”. Total que
siempre, pida lo que pida, algún comensal
espléndido de una mesa circunvecina termina por
enviarme una botella de vino o por pagarme la
cuenta.
Es un sitio caro al que nunca llevo a las chicas
con las que ligo en Facebook ni a las amigas que
seduzco para alimentar mi optimismo. Para esos
casos existen las coctelerías, los cafetines del
centro y, para terminar pronto, los moteles.
A ese restaurante sólo llevo a mi mujer oficial y
a una que otra amiga que tenga gustos exquisitos.
Chiara Jefferson es una de ellas, por eso decidí
arriesgarme a invitarla a comer ahí cuando me
contactó.
Los meseros son muy discretos y sé que jamás
ventilarían los detalles de mis visitas. En muchos
años que llevo comiendo en restaurantes he
conocido a casi todos, pero ninguno tan amable,
generoso y alcahuete como el buen Carlitos.
A las tres de la tarde, como habíamos pactado por
inbox, pasé a recoger a Chiara. Ella lleva varios
años viviendo en el extranjero, pero cuando viene
no pierdo oportunidad de verla para hablar de
poesía, de cine, y esos encuentros al calor del vino
y de la charla intelectual generalmente terminan en
la cama.
Al llegar a su casa le envié un mensaje de texto:
“Ya estoy aquí, amor”.
¿Amor? Amor, amor, amor… Ana Violenta tenía
razón: la palabra ya estaba demasiado desgastada.
La usaba con cada una de mis amantes, las amara o
no. Las deseara o no. Las poseyera o no. Era un
lugar común en mi boca, ¡yo que odio la pobreza
verbal!
Mientras esperaba que Chiara saliera de su casa
enfundada en algún vestido de gasas blancas y
unas zapatillas delicadas que dejaran ver sus
sensuales pies, se me ocurrió marcarle a Ana
Violenta.
Era la dinámica habitual: yo llegaba a ver a la
amiga, pero antes le llamaba a mi celadora para
dejarla tranquila por un rato y así evitar que
estuviera interrumpiendo en medio de mi cita
(aunque a pesar de tomar mis previsiones siempre
terminaba por recibir sus mensajes clásicos):
“Dónde andas”, “A qué hora vienes”, “Tráeme
algo de cenar”, “¿Y si te caigo en el restaurante?”
“¿Por qué no me invitaste?” Obviamente esos
mensajes se perdían en la interfaz, no porque no
oyera el teléfono ni porque lo tuviera descargado
como siempre le argumentaba, simplemente no
tenía por qué estar contestando necedades de una
loca enferma de celos.
Pero en esa ocasión, la pelea que tuvimos antes
de salir de la casa provocó que durante todo el día
no recibiera una sola llamada suya, y así
continuaría pues (conociendo la falsa dignidad de
Ana Violenta) seguramente estaba esperando que
yo tuviera la iniciativa de marcarle para componer
la situación.

Llamé una vez. Nada. Me mandó directo al buzón.


Volví a marcar y lo mismo: “En este momento no
puedo contestar, pero ya sabes qué hacer: cuelga e
intenta más tarde”. ¡Qué grabación más agresiva!
¿En qué momento la dulce Ana Violeta se
convirtió en ese monstruo soberbio y neurótico?
Así que mejor le mandé un mensaje de texto:
“¿Todo bien, amor?” Esperé diez segundos para
recibir su contestación. Ella siempre estaba
pegada al teléfono ansiosa de que me reportara.
Nada. Dos mensajes más: “Hey, contesta”. “Amor,
¿sigues enojada?” En cualquier momento vería
salir a Chiara y sería más complicado enviarle
mensajes. Por mucho que estuviera enojada,
mínimo me hubiera respondido un “Vete al
carajo”. ¿Estaría bien? Me aventuré a marcarle a
la casa y contestó doña Paty (la señora del aseo).
“No señor, la señora salió hace rato y dijo que no
venía a comer. ¿No iba a alcanzarlo? Se puso muy
guapa como cuando usted la lleva a sus comidas.”
Colgué. Un mensaje más ácido para que brincara:
“¿No piensas contestarme? Entonces al rato te
mando un texto para que lo edites porque no sé a
qué hora vaya a llegar (si es que llego)”. La
amenaza de faltar al lecho conyugal era infalible.
Cinco segundos, diez, veinte. Un minuto y de
pronto se escucharon los pasos de Chiara detrás
del portón. Salió, y con una enorme sonrisa me
invitó a pasar a su casa. Me negué. “Te ves
estupenda como siempre, pero mejor vámonos
porque está hecha la reservación.” Subió al auto
inundándolo de un perfume fresco y afrutado. Me
besó en la mejilla derecha. Recargó su cabeza
sobre mi hombro y al mover la palanca mi codo
rozó sus pechos turgentes. Aceleré. Comencé por
preguntarle qué había pasado con la carta de
recomendación que le envié semanas atrás. Ella se
extendió en una respuesta que no atendí por estar
esperando que vibrara el celular anunciándome la
respuesta de Ana Violenta.
Nada. ¿Estaría planeando alguna locura? ¿Iría a
espiarme como de costumbre? Peligro: Ana
Violenta sabía perfectamente que si no me
encontraba en El Desafuero, estaría en La Estancia
y su extraño mutismo me hizo pensar que iría a
hacer un escándalo, y peor, porque ahora sí me
descubriría con una mujer. La mujer que todas mis
ex parejas detestan porque yo no he escatimado
esfuerzos para ponerla en un lugar sagrado.
Junto con el postre llegaron los vermuts. Agua
mineral y las burbujas se me subieron a la cabeza.
Mi pie había dejado caer los tacones al piso y
ahora los dedos rozaban la cremallera del pantalón
de Antoine. Él tocaba mi empeine con un hielo que
sacó de su vaso provocando que se me enchinara
la piel.
A los ojos morbosos de los meseros éramos un
par de amantes que jugaban a no ser vistos.
Con la osadía que te obsequia el despecho tomé
un poco de nieve de mamey con el dedo y
lentamente lo acerqué a los labios de Antoine. Él
abrió la boca mientras lúbricamente chupó la
crema helada. “¿A qué sabe?”, balbuceaba. “A
mamey”, le contesté, guiñándole el ojo. Mi dedo
permaneció por unos segundos dentro de su boca
mientras la temperatura de mi cuerpo se disparaba.
Antoine soltó el hielo que me recorría el pie y
comenzó a subir la mano por las pantorrillas.
—Cuando te conocí traías vestido.
—Cuando me conociste era verano, iba a un
lugar húmedo y mi novio me esperaba ansioso en
su casa.
—Como estoy yo ahorita.
—Lástima que sea invierno.
—Los pantalones son anticlimáticos.
—Más si eres casada y quieres vengarte.
—No te vengues, mejor ámame.
—Estoy borracha y tú estás abusando.
—Sabías que iba a abusar.
—Quería que abusaras.
—¿Querías o quieres?
Rápidamente retiré la pierna y me reacomodé
en la silla. Antoine sonrió y volvió a preguntarme
por qué seguía con Juan Pablo si estaba tan
decepcionada.
—No voy a hablar de eso. Sólo sé que él
ahorita está feliz con una mujer que desea como a
nadie. Una señora madura que le provoca las más
primitivas sensaciones. Alguien a quien le chupa
los pies, le recita poesía y con quien brinca en la
cama como niño después de leer a T. S. Eliot o a
Rimbaud. Acto seguido, hacen el amor.
—¿Cómo sabes eso?
—Lo sé.
—Pero lo permites y siento que hasta te
complace. Cuando lo decías se desprendió de tus
ojos un brillo macabro. Casi obsceno. Como si
gozaras imaginando la escena.
—Tal vez gozo. Quizás lo que me tiene ahí es
precisamente la incertidumbre. La zozobra. Saber
que por primera vez alguien me traiciona de esa
manera porque no soy lo máximo en la vida.
Porque al final soy como casi todas y no alguien
especial.
—¿Y quieres tomar venganza conmigo?
—No. Quiero sacarlo de mi vida de una vez. Él
lo hizo hace tiempo y no le importó que yo fuera un
zombi que pulula por su casa.
—Pero cualquier hombre se sentiría extasiado
entre tu cuerpo.
—No él.
—Un donjuán siempre es apasionado. A ti te
sedujo de la misma manera, ¿ya no lo hace?
—¿Quién va a querer seducir a una histérica?
De alguna manera lo entiendo. Yo pierdo
demasiado el tiempo en reclamos absurdos, pero
sigo cediendo. Una mujer así: conformista y
celosa, es poco atractiva.
—Ambos escriben, tienen pasiones similares y
supongo que cuando se encienden los ánimos se
prende también el deseo.
—No me desea. Le paso enfrente desnuda y ni
se inmuta. Me le encimo y me da un beso de pico.
Un beso de hermanos. Y en la noche, cuando
hacemos el amor, todo es muy mecánico. Siento
que hasta le ha entrado un extraño pudor conmigo.
Antes yo era la más puta con él y le encantaba,
ahora todo es “muy correcto”.
—Yo jamás podría ser correcto contigo en la
cama.
—No le gustan mis pies. ¿Sabes qué significa
eso? A Madame Bovary todos le miraban los pies.
¡Él ahora mismo le lame los pies a Chiara
Jefferson!
—Y tú estás conmigo y me ofreces el pie.
—¿Ves? Estoy completamente jodida. Es más,
ya arruiné todo por pasarme de copas y traer a la
conversación al pendejo de Juan Pablo. Voy al
baño.

Cuando me levanté sentí una mirada que provenía


de las mesas que se alojan en el interior del
restaurante. Voltee discretamente (intentando
caminar derecha) y vi a un regidor que conocía
perfectamente bien mi relación con Juan Pablo. Lo
esquivé. Apresuré el paso y fingí no verlo. Saqué
el celular para parecer distraída. Llegué al tocador
de damas. Abrí el menú del teléfono y me encontré
con una serie de mensajes que Juan Pablo me
había enviado horas antes (no escuché los timbres
de aviso porque en cuanto recogí a Antoine apagué
el aparato). ¿Para qué mandaba esos mensajes?
¿Para distraer al enemigo? ¡Como siempre! Cree
que no conozco sus tácticas. ¿Me está amenazando
con no llegar a la casa? La sorpresa se la puede
llevar él cuando la que no llegue sea yo. ¿Seguiría
sentado en El Desafuero con Chiara Jefferson o ya
habrán hecho la siguiente parada técnica? El motel
Veneciano… ¡Ya me imagino la decoración del
lugar! Espejos hasta en el techo, cuadros con
gondoleros nostálgicos, cama king size con
cubrecolchón de plástico para evitar que los
fluidos orgásmicos manchen la superficie,
musiquita italiana de Ricardo Cocciante,
jaboncitos Rosa Venus, jacuzzi con hidromasaje
custodiado por un par de columnas, carta de vinos
con carátula del Coliseo o de la Fontana de Trevi
o de la propia Venecia, cincuenta canales porno,
pantalla de plasma, control remoto empotrado en
la pared, dos burós de formica, mesita para el
fumador poscoital, él creyéndose Marcello
Mastroianni y ella realizada en su papel de Anita
Ekberg. ¡Patéticos!
Paré frente al espejo antes de entrar al cubo del
váter y me mojé la cara para aminorar el rubor que
me sacaban los tragos. La puerta se abrió de un
golpe y entraron dos chicas. Una de ellas era la
auxiliar del regidor. Me conocía. La conocía. Bajé
la cabeza y jugué con la pantalla del teléfono.
“Ana Violeta, ¿cómo estás?”, dijo ella.
“Divinamente”, contesté. “El regidor Mendoza me
dijo que eras tú, pero como no vi al licenciado
Vergara, pensé que se había equivocado”, dijo
ella. “No vino conmigo. Él está en una comida de
negocios con el diputado Malagón”, aventuré.
“¿Diputado Malagón? No me suena. ¿Está en esta
legislatura?”, agregó. “Sí, de hecho lleva varios
periodos siendo diputado. Parece que su puesto es
vitalicio”, añadí. “Bien. ¿Y con quién vienes?”, al
fin la soltó. “Con un amigo que vino a visitarme”,
concedí. “¿Es extranjero? Está guapísimo, hasta
deberías presentármelo”, concluyó. “Pues si no te
regaña tu jefe, podrías acompañarnos a tomar una
copa. Te lo presento si quieres, pero hay dos
problemas: se va mañana y es maricón”.
Por la cara que puso supe traducir que no me
creyó el cuento. La verdad ya me importaba muy
poco que la noticia de mi encuentro con Antoine
llegara a oídos de Juan Pablo.
Las chicas salieron del baño y yo procedí a dar
una vuelta por el canal del chat de Facebook. Ahí
estaba conectada Beatriz.
Ana Violenta: Tengo noticias frescas.
Beatriz: ¿Qué pasó? ¿Ahora qué descubriste?
AV: Que tenías razón; no hay nada mejor que
aprender del maestro.
B: ¿?
AV: Estoy en un restaurante. Estoy
perfectamente intoxicada de alcohol, y algo mejor:
estoy con un francesito hermoso que me vino a
visitar.
B: ¡Bravo! ¿Y cómo fue que decidiste
revirársela?
AV: Todo surgió muy natural. Antoine (así se
llama el amigo) llegó hace unos días a México y
después de muchas vueltas decidí darme la
oportunidad.
B: ¿Y Juan Pablo?
AV: Con una amiga, en otro restaurante.
B: ¿Cómo sabes?
AV: Como he sabido todo los últimos dos años.
B: ¿Y qué haces acá chateando? ¡Ve y
aprovecha la situación! Luego me cuentas, pero
¡CÓ-GE-TE-LO!
AV: Por el estado en el que me encuentro creo
que mañana tendré las noticias que estás
esperando oír.
B: Pues no lo cacarees y aplícate.
AV: Claro que lo voy a hacer. Esta historia se
acabó. Le di demasiadas oportunidades a Juan
Pablo y ahora veremos quién aguanta más
cornadas.
B: Pues córrele. ¿Te depilaste el área de bikini?
AV: No. Pero recuerda que es francés.
B: Dame su nombre para meterme a ver sus
fotos al Face.
AV: Antoine Dupré.
B: Bien. Conéctate cuando todo haya terminado.
No te vayas a echar para atrás. Recuerda: el señor
“Verga R. A.” se lo tiene bien merecido por ojete.
Habían pasado diez minutos desde que entré al
baño. No quería salir porque sabía que al hacerlo
Antoine propondría pagar la cuenta e irnos a su
hotel. Las insinuaciones que hice llevada de la
mano de la euforia alcohólica no podrían pasarse
por alto. Retoqué el maquillaje, refresqué mis
labios con un poco de brillo y respiré
agitadamente. Volví a leer los mensajes de Juan
Pablo. Casi llego a flaquear. Me detuve un
momento en el umbral de la puerta para
contestarle. En el espacio en blanco donde se
redacta el mensaje puse: “Pues no llegues. Me
importa poco”. No. Él estaba esperando que le
respondiera de esa manera. Por eso había lanzado
la advertencia. Quería jugar con mi mente y al
replicarle estaría cayendo en la trampa. Era
preciso que le hiciera sentir mi indiferencia. Borré
el texto que estuve a punto de enviar, apagué el
teléfono y caminé rápidamente hacia mi mesa.
—Ya pagué la cuenta.
—Pero yo quería un Cinzano más.
—¿Qué tanto hacías ahí adentro?
—Me encontré con una conocida que me
empezó a interrogar.
—¿Problemas?
—Eso parece, pero qué más da.
—Entonces, ¿nos vamos?
—Pues sí. Ya es tarde y tengo que llegar a la
casa a ver a mi hija.
—Ella está bien. Recuerda: no news, good
news.
—Qué mal inglés tienes.
—Pésimo, pero entendiste. ¿Vamos a mi hotel
un rato?
—Te llevo a tu hotel.
—¿No bajarás? Tomemos el cinzano que
quieres en la habitación.
—Bien, pero sólo uno y me voy.
—Prometido.
Habitación 104. Camino Real. Centro Histórico
de la Ciudad de Puebla. 19 horas.

Room Service: En el hotel Camino Real estamos


para atenderlos siempre, ¿qué desea ordenar?
Antoine Dupré: Mándeme dos copas de
Cinzano rosso en las rocas y dos botellas de agua
mineral, por favor.
RS: ¿Cargo a la habitación?
AD: Sí, señorita, cargo a la habitación.
Todos las habitaciones de los hoteles Camino
Real son idénticas: una cama king size vestida con
edredones shedrón, alfombra heavy duty gris,
cómoda larga de cedro de tercera con minibar
repleto de botellitas, gansitos, paletas payaso,
cocas, aguas Peñafiel y Sabritones. Televisión de
plasma de 36 pulgadas, DVD, mesita de noche con
lámpara de luz blanca, cortinas transparentes y
cortinas shedrón, baño con tina percudida y tapete
antiderrapante, cuatro toallas blancas tamaño
grande, dos toallas de mano (también blancas),
toalla mediana para tirarla al piso y secarte los
pies, dos rollos de papel higiénico cuyas puntas
están perfectamente acomodadas en forma de
abanico, dos botellas de agua natural que cuestan
treinta pesos cada una, jabones mini, botecito de
crema humectante, dos vasos Crisa envueltos en
plástico, secadora de cabello, espejo con aumento,
un clóset con cinco ganchos negros, dos bolsas de
lavandería, burro de planchar, plancha de vapor y
caja fuerte.
Mientras llegaban los tragos y Antoine
terminaba de atender una llamada que recibió de
París, hice el recuento mental de todos los hoteles
Camino Real a los que había llegado. ¿Con quién
había ido en aquellas ocasiones?

Camino Real Veracruz


Fui con mis papás a pasar un puente de Día de
Muertos. Mi novio de aquel entonces se pegó a la
comitiva, pero mi padre le reservó una habitación
en un hotel subsecuente para evitar que me
escabullera en la tarde con él.

Camino Real Villahermosa


Antes de llegar a la Riviera Maya a pasar mi
luna de miel paramos en Villahermosa. Mi recién
estrenado marido y yo decidimos que sería bueno
llevar auto al viaje, así que por las condiciones en
las que me encontraba (embarazada de cinco
meses) tuvimos que hacer dos escalas: una en
Villa, la otra en Palenque. Nos quedamos una
noche, cenamos pepitos de filete, vimos Big
Brother en la tele y nos dormimos temprano para
reanudar el viaje al despuntar la mañana.

Camino Real Sumiya


Fue el primer viaje que hicimos Juan Pablo y yo
siendo amantes. Llegamos al imponente hotel lleno
de pagodas y laureles gigantes. Comimos como a
las cuatro de la tarde y desgraciadamente no
pudimos disfrutar la estancia porque horas antes
Juan Pablo acababa de pasar por aquel penoso
episodio en Tepoztlán donde se murió en mis
brazos y yo lo reviví a besos y a tequilazos.

Camino Real Aeropuerto


Mi pequeña hija viajaba de vuelta a Francia y
Juan Pablo me acompañó a dejarla al Aeropuerto
Internacional de la Ciudad de México. Como el
vuelo salía en la madrugada decidimos tomar una
habitación sencilla para esperar la hora del viaje.
Fue muy conmovedor que un novio me acompañara
a cumplir tan dura empresa.

Camino Real Expo Guadalajara


No hace mucho que pasó. Era la primera vez
que iba a la Feria Internacional del Libro de
Guadalajara. Juan Pablo reservó tres noches en
dicho hotel. Pasamos poco tiempo en la
habitación. Realmente no tienen nada de especial
los cuartos del Camino Real, pero nos quedaba
justo enfrente de la Expo. Fue un viaje bonito:
compramos quince mil pesos en libros, asistimos a
conferencias, comimos birria y cenamos en
restaurantes decorados muy al estilo narco.
En aquella ocasión Juan Pablo estuvo de lo más
amoroso y condescendiente. Me tomaba de la
mano por los pasillos de la feria y me llegó a
presentar a un par de amigos escritores que se
topó. Parecía verdaderamente enamorado.
Parecíamos lo que presuntamente somos: una
pareja. ¡Claro! Las razones por las que se atrevía a
abrazarme en el hotel y en el centro expositor eran
dos, y muy poderosas: 1) allá no era “el
prestigiado periodista” y 2) en el mismo hotel se
encontraba hospedado Hugo Villegas.
Je t’aime... moi non plus
Je t’aime, je t’aime
Oh oui je t’aime!
Moi non plus
Oh mon amour

Comme la vague irrésolue

Je vais, je vais et je viens


Entre tes reins
Je vais et je viens
Entre tes reins
Et je me retiens

SERGE GAINSBOURG

El room service llegó. El mesero entró y puso la


charola con las bebidas sobre la mesa de noche
donde minutos antes recordaba mis andanzas por
los hoteles Camino Real. Saqué de mi bolsa veinte
pesos para la propina. Se la di al muchacho y se
retiró. Cerró la puerta. Antoine colgó el teléfono y
caminó hasta situarse detrás de mí. Sus manos se
enredaron en mi cabello. Tomé una de las copas
de Cinzano y di un trago profundo. Le pasé su copa
como para distraerlo de la cachondería. La tomó
con la mano derecha mientras continuó con un
movimiento suave de la mano izquierda que bajó
hasta el cuello. Abrí la botella de agua mineral. Di
un trago que me llenó los ojos de lágrimas. Él
deslizó la mano por el cuello hasta llegar al
nacimiento del pecho. Dejó su copa sobre la mesa
y arremetió con la otra mano. Las piernas y los
brazos me temblaban (no por calentura, más bien
por miedo). Di la vuelta y mi cabeza quedó a la
altura de su pecho. Lo abracé. Me aferré fuerte a
su cintura de manera que sus manos quedaran
aprisionadas e inmóviles. Él luchaba contra mi
peso y me decía: “No tengas miedo porque no es
malo lo que estás haciendo”. No era malo, era
demasiado bueno. Tenía entre mis brazos a un
hombre casi desconocido, pero hermoso, atento y
visiblemente prendado de mí. “Mon coeur, mon
coeur: permets-toi de s’aimer.” No quería, ¿o sí?
¿Quería o no que alguien me amara? Pensé en
Hugo Villegas (era un amor verdadero el que
sentía por mí) que aún me esperaba con el corazón
henchido de nostalgia, pero no me atreví a
llamarlo, a decirle: “Quiero verte”. Me acobardé
porque lo había traicionado y no podía fastidiarlo
de nuevo. “Tranquille”, decía Antoine mientras la
voluntad me vencía y soltaba los brazos. “No te
quiero, Antoine. Me gustas y me caería bien coger
contigo porque quiero sentirme sensual y
deseada”.
“Eres lo más sensual que he visto, así,
temblando como una niña inexperta.”
Se hincó sobre la alfombra. Y me sacó las
zapatillas. Y me besó los pies…
—¿Te gustó el solomillo, amor?
—Está buenísimo, aunque la verdad hubiera
preferido pedir sólo una ensalada. El vino es
excelente. ¡Cómo han mejorado los vinos
mexicanos!
—Hubiera sido un crimen pedir sólo ensalada.
Te cuidas demasiado, ¿no sabes que así estás
perfecta?
—Ya estoy rayando los cincuenta, querido.
Estoy a punto de dar el viejazo y comer carne no
ayuda hormonalmente. ¡Pero qué vino!
—¿Pedimos otra botella?
—No, prefiero tomar un digestivo. Un pacharán.
—Me matan tus pies. ¡Sácate la zapatilla!
—Sigues obsesionado con eso. Eres un
fetichista de marca.
—¿No te gusta?
—Ha terminado por gustarme. No eres el único
hombre con el que he andado que le gusten mis
pies.
—¿Aún conservas el anillo?
—Sí, pero en el pie derecho.
—Recibí el libro de William Carlos Williams
que me mandaste en Navidad. Es una belleza.
—¿Y le entendiste o te lo tradujo tu mujer?
—¿Cuál mujer? ¿Leticia? Apenas mastica el
español, cómo quieres que hable inglés.
—Pues más que tú sí sabe. Pollito chicken,
gallina hen.
—Sí le entendí. Bueno, iba ayudándome con la
edición en español que tenía.
—¿Y cómo está Leticia? ¿Sigue alucinándome?
—Ya no estamos juntos.
—¡Cómo! Cuéntame eso. No lo puedo creer, si
era tu alcahueta número uno. ¿Para qué la dejaste
ir? Era la única que te perdonaba todo.
—Hace casi un año me salí de la casa.
—Noooo. ¡Tú no sabes vivir solo, eres un
inútil! ¿A qué pobre mujer embaucaste?
—A ninguna.
—No mientas, Vergara. No sabes mentir: se te
inflan las fosas nasales cuando mientes.
—Falso. Así las tengo. ¡Salud!
—Salud, mi amor. Pero ya dime: ¿quién te
arrancó de la concha de Leticia?
—¡Ah carajo! Que no. Vivo solo, amor. He
cambiado, es más, estoy esperando a que regreses
para llevarte a vivir conmigo.
—Are you fucking crazy? ¡Jamás viviría
contigo! Como amante eres genial, pero como
pareja formal eres un desastre.
—Es la fama que me han hecho.
—Uy, sí, mira a quién se lo dices. A mí, que he
sido uno de tus amores extraoficiales durante años.
La villana del cuento. Pero yo sí he cambiado: ¿te
dije que estoy saliendo con un catedrático de
Harvard?
—¡Ah sí!, no me habías contado. ¿Con quién?
—No es conocido, pero es brillante. Es un
tipazo. Y lo más importante: adora a mi hijo. Y sí
te había contado, lo que pasa es que nunca lees mis
correos.
—Te juro que no me llegó. Así que estás
enamorada, ¿cuánto te durará esta vez?
—Espero que mucho. Le estoy poniendo
empeño y sinceramente no me cuesta trabajo. Es un
gran hombre, me gusta…
—Lo bueno es que cruzando la frontera se te
olvida un poco ese “empeño”, ¿no?
—Es la primera vez que vengo a México desde
que salgo con él. Como quien dice, es la prueba de
fuego.
—Ya veremos. Permíteme, voy a pasar al baño.
“Cómo te va, mi querido Francisco, ¿qué tal van
las cosas por el Senado? Comemos en la semana.”
“Mira nada más… hasta que te dejas ver, mi
estimado. ¿Cómo va el amparo?”
Meses atrás, pasar saludando a cada una de las
mesas que se encontraban sitiadas por un buen
número de políticos me parecía un ejercicio
atractivo. Sacar la nota entre buenos vinos se me
había vuelto una adicción fascinante. Hoy no. Hoy
necesitaba llegar con urgencia al baño para
marcarle a Ana Violenta. ¿Qué estaría pensando?
Supuse que en cualquier momento haría una
aparición histriónica en mi mesa o, mínimo,
contestaría el último mensaje que le envié.
Me acomodé el cabello con un poco de agua.
Me miré al espejo y vi que mi cara se tornaba con
un tono rojizo atípico. Pensé en el novio de
Chiara, ¿quién sería? Volviendo a la mesa sacaría
el nombre para googlearlo más tarde, cuando
estuviera en casa esquivando las miradas
inquisidoras de mi mujer. No debía insistir
demasiado en el nombre del novio porque conozco
a las mujeres que pretenden redimirse: si se los
recuerdas, reculan en sus intenciones de
engañarlos. ¿La contraseña de mi iPhone? 1922.
¡Gran año! Fecha en la que se publicaron tres
grandes obras: Trilce de Vallejo, Tierra baldía de
Eliot y Ulises de Joyce. En la pantalla bloqueada
no aparecía ninguna notificación ni de Facebook ni
mensajes de texto. Marqué el número de Ana
Violenta. En mi directorio la tengo registrada
simplemente como AV. Ella odiaba ver eso porque
decía que la tenía oculta por si otras mujeres
tomaban mis teléfonos, y tenía razón (en parte), ya
que ninguna otra amiga tendría por qué fisgonear
en mi celular, pero Leticia sí. Aunque se callara y
pasara por alto mis cotilleos, Leticia también era
del club de las paranoicas que revisan el teléfono.
Después de esperar unos segundos para que la
línea diera tono, el teléfono de Ana Violenta me
mandó al buzón. ¿Colgaría al ver que era yo? ¿O
de verdad tenía apagado el teléfono? Quizás
habría ido al súper o a comprar algún material de
la papelería para las niñas. O tal vez estaba
llorándole a su mamá: contándole que yo era un
cabrón que siempre mentía y que la engañaba hasta
con la sirvienta. ¡Ay, las mujeres!
Mandé un mensaje: “¿No piensas contestarme?
Okey, así lo estás decidiendo, o sea que no te
quejes”. Demasiado agresivo, pero Ana Violenta
era masoquista y esas palabras le picaban el
orgullo. Seguro no tardaría en reportarse. Esperé.
La puerta se abrió y vi entrar al notario Herrera
perfectamente ebrio. “Mi queridísimo y no del
todo bien ponderado Juan Pablo Vergara: el mejor
(y el más temido) periodista de este estado y sus
alrededores”.
Después del pomposo saludo entablamos una
charla inocua que duró tres minutos (hasta que los
esfínteres del senil notario lo vencieron y tuvo que
entrar a hacer lo propio). Miré por última vez el
buzón de mensajes. Empty. Para no dejar cabos
sueltos marqué a la casa. Si Ana Violenta
estuviera ahí encerrada como de costumbre las
niñas se pondrían nerviosas al mentir tratando de
negarla.
“Hola, mi vida, ¿cómo están? ¿Ya hiciste tu
tarea? Yo estoy en una comilona, pero no tardo en
regresar. ¿Todo bien? ¿Anda por ahí Ana Violeta?
¿No? ¿No ha regresado desde entonces? ¡Qué raro!
¿Y no les ha marcado para ver cómo están? Pues
márcale, ¿no? A mí tampoco me contesta y me está
preocupando. Pregúntenle a doña Paty si le dijo a
dónde iba. Si tienes noticias mándame un
mensajito, ¿okey? Cuídense. Yo también las amo.
No, no nos peleamos. Todo está perfecto”.

Agua. Necesitaba echarme un poco de agua en la


cara y huir lo más pronto posible para evadir la
presencia encimosa del notario. Un mensaje.
¡Claro, ya brincó! No. Era Chiara: “¿Vas a salir o
me voy?” ¡Ay, las amantes!
—Perdón, es que me encontré al notario
Herrera Gascón, ¿lo ubicas? Estaba cayéndose de
borracho y me entretuvo, pero, ¿en qué nos
quedamos?
—Me ibas a decir con quién vives.
—Okey, tú ganas. Sí vivo con alguien. Una
chica de treinta años.
—Uta madre, tú vas de mal en peor. ¿Cuántos
años le llevas, perdón?
—Veintiséis.
—Bueno, las últimas que te conocí no llegaban
a los treinta. ¿Y quién es?, ¿cómo la conociste? Y
la pregunta del millón: ¿cómo te sacó de la
madriguera?
—La conocí hace casi tres años. Se llama Ana
Violenta Garza y coincidimos por Facebook.
—¡Qué tal! ¿Y crees que te va a aguantar? No la
conozco, pero para soportar tu liviandad sólo hay
de dos sopas: ser muy estúpida y conformista
como Leticia o ser más cabrona que tú y hacerte
creer que eres lo anterior.
—Es incapaz de serme infiel. Es una buena
mujer que ama a mis hijas; es muy guapa y joven.
Era muy divertida (ya no lo es), y sí, debo
confesar que es brillante.
—Ajá, ¿y qué hace?
—Escribe, baila, pinta, hace música. O mejor
dicho: eso hacía antes de volverse una hacker
profesional.
—Nooo, ¿te ha cachado en varias?
—En todas.
—¡Nooo! Entonces tengo razón: es idiota o es
tremenda.
—No sé. Nunca lo he meditado a fondo.
—Pues hazlo. Mira: dejaste tu zona de confort
por ella. Ojo: en el tiempo que llevo de conocerte,
¿cuántas no intentaron desaparecer a Leticia?
Todas. Y a ninguna le cumpliste. Me queda claro,
querido amigo, que estás enamorado.
—Ya no. Duró muy poco. Me siento acorralado.
—No es su culpa: ella está protegiéndose. Tú
eres el que debes madurar. Nunca lo conseguirás,
pero al menos siéntate a reflexionar eso. Ya no
tienes treinta años, my dear.
—Eso es una pendejada. Los cincuenta son los
nuevos cuarenta.
—Sí, pero el ritmo de vida que llevas es un
tema complicado.
—No me ayudes, mi querida Chiara.
—Te lo digo con toda la franqueza. ¿Por qué no
me habías contado de ella? ¡Quiero verla! ¿Traes
una foto?
—No.
—Bueno, busco en Facebook del teléfono. A-
na-vio-le-ta.
—No, es Ana Violenta.
—¿Así se llama? Pensé que estabas jugando.
—Así se puso ella misma cuando empezó a
enloquecer.
—A-na-vio-len-ta ¿Garza?
—Sí. (Joven: me trae un Zacapa puesto).
—She’s hot… Amigo: hasta que te conozco una
con zapatos.
—Es una narcisista. Le encanta exhibirse en
Facebook.
—Vaya que tiene seguidores y galanes que la
chulean. ¡Y bien galanes!
—Por Dios: son puros drogadictos. Analfabetos
funcionales.
—¿Y sí te quiere mucho o le ves, en el fondo,
un interés? Es guapa, eso no se niega, pero por su
edad desconfiaría. Yo a los treinta no hubiera
andado ni loca con un tipo de tu edad. Si está ahí,
cuidando a tus hijas, procurándote tu ropita y
aguantando tus golferías, deberías cuidarla.
—¡La tengo como reina!
—Wrong! Eso no basta. Eso contentaba a la
comodina de Leticia, pero a la edad de Ana
Violenta la hormona está bullendo. Da gracias que
sabes siempre dónde está y con quién.
—Oye, pero no venimos a hablar de ella. No sé
para qué te conté si justamente hoy en la mañana
todo se fue al carajo.
—Panic attack? A los treinta una todavía cree
que puede llegar a cambiar al hombre. Ya
aprenderá. ¿Por qué se enojaron?
—Por una tontería. Como siempre anda de
malas, cualquier cosa la prende. Está escribiendo
un libro y le dije que ya no debería tener ciertos
errores gramaticales. Se enfureció. Hasta tú saliste
raspada.
—¡No! Otra mujer tuya que me odia. ¿Pues qué
les dices de mí? ¡Caray, Vergara!, gracias por
plantarme en un altar, pero si la chava está así es
porque seguramente te la vives comparándola.
—Falso. Nunca hago tal cosa.
—¿Entonces por qué me embarra en sus líos?
—Por chismosa. Vio los mails que te mando.
—¡Son inofensivos!
—Eso mismo le digo, pero ya sabes: tiene un
conflicto severo porque te digo “amor” y “te amo”.
—Okey. A nadie le gusta toparse con eso y por
más que la trates de convencer temo que no lo
lograrás. Son palabras que pesan. ¿Leyó lo que
pretendías hacer hoy conmigo?
—No, cambio mi contraseña todos los días. Te
digo: ya no tengo vida privada.
—Sí la tienes (y muy activa y muy retorcida).
¿Por qué no la trajiste para presentármela?
—Porque está obsesionada. Además no quiero
que te conozca pues tú vas a ser mi amante toda la
vida.
—¿Estás muy seguro? Yo no.
—Ah, perdón, olvidaba que tienes amante
nuevo y que transitas por el camino del bien.
—¡Calla! Sí se me antoja ir al motel contigo,
¿cuándo hemos fallado?
—Nunca.
—Independientemente de eso creo que debes
pensar muy bien qué vas a hacer con ella. Si la vas
a maltratar y a convertir en un guiñapo, déjala.
Compórtate, o por lo menos sé cuidadoso.
—Lo soy, pero es una detective.
—No lo creo. Alguien que está en sus cabales
no deja evidencias cuando no quiere ser
descubierto. Si escudriña tus teléfonos, ¿por qué
no borras de inmediato las conversaciones? Eso es
crueldad, Vergara.
—¿Pedimos la cuenta?
—No, quiero otro pacharán.
—Joven: otros dos, por favor.
—¿Eres de ésos que piensan que la juventud es
eterna?
—Sería estúpido pensar eso.
—Bien, entonces no abuses de tu buena suerte y
del gran amor que te tiene tu nueva mujer. Se
puede cansar, y ella sí, luego luego, puede
encontrar a otro hombre.
—Sí, andar con drogadictos y vagos es lo
suyo… ¡Le iría muy bien a la pobre muchacha!
—¿Estás seguro de que “tu invento” no sabe
escoger bien? Aguas, Vergara: te lo digo porque te
quiero y no deseo verte solo y arrepentido en unos
años: ella sabe quién eres. Fuiste muy tonto al
exhibirte tal cual. ¿Tú sabes bien quién es ella? Y
si lo sabes, ¿crees que tus enseñanzas son en vano?
La vida no es rosa. Nunca te fíes de
una francesa pendeja que lloró tanto
tratando de comprobarlo.
El amor es lindo, pero impráctico.
Un clavo puede sacar otro clavo,
mientras el agujero sea cubierto
inmediatamente.
No hay dos sin tres, pero siempre
un cuarto es necesario.
Cuando sientas que la vida se te
escapa, regrésala a su sitio a
cachetadas.
Todos los caminos conducen a
Roma, pero no necesariamente al
amor.
Si crees que tu mundo es feo, piensa
que por lo menos es varonil.

Mientras Antoine me desgastaba los pies a


chupetones yo procuré desviar mis pensamientos
haciendo aforismos ridículos.
Era la primera vez que alguien pasaba más de
diez minutos soltando su saliva en una parte que, al
final, descubrí era insensible. Él lamía con
vehemencia, gemía y ostentaba una protuberancia
enorme entre las piernas. ¿Por qué a los hombres
les excita tanto la forma del pie? ¿Porque el
metatarso parece un pecho turgente de mujer, y el
arco la cintura, y el talón un trasero? ¿Y los
dedos? ¿Qué no son émulos de minúsculos
penecillos? ¿O les parecerán más bien cinco
clítoris bailarines? ¿Y las tetas? No quiero que me
vea los pechos. He visto las fotos de sus ex novias
en Facebook y todas son portadoras de excelentes
siliconas. “¿Te gusta?”, preguntaba. “Sí, me gusta”,
mentí.
Captó que mi respuesta fue forzada. Se levantó
y me jaló de los brazos. Luego me tumbó sobre el
colchón y me besó apasionadamente. Cerré los
ojos y me concentré en disfrutar el ataque.
¡Antoine me deseaba! Su cuerpo ardía y su mente
estaba ahí, conmigo. Decía mi nombre: “Ana”, y su
voz se quebraba. Se adelgazaba entre los filos de
mi cuello. Mi abdomen estaba contraído y de
pronto, cuando iba a quitarme la blusa, sentí un
desgarre. No un desgarre muscular; más bien como
si me jalaran las entrañas y con ellas quedara
hecho añicos el velo transparente que me dejó
ciega durante estos dos años.
Pero en lugar de estar relajada y jubilosa,
comencé a mirar.
Vi muchas cosas…
Fui al Edén y me vi tirando todas las manzanas
del árbol. Me vi paseando desnuda en la
oscuridad. Me vi mirando con malicia el sexo de
un tío viejo. Me vi deseando tocar esa sierpe
lacónica. Vi mi fiesta de seis años: mi vestido
blanco manchado de sangre cuando una botella se
rompió y un mínimo trozo de cristal se enterró en
mi corva. Me vi bailando una ronda infantil. Vi el
cielo oscurecerse en el eclipse del 91. Vi mi
primera casa en Puebla. Vi a mi padre rompiendo
una puerta. Vi llorando a mamá diciéndole: “Te
juro que no pasó nada”. Vi a un perro que se
perdió en el parque. Vi al drogadicto que se
sentaba con su chemo en la esquina de mi barrio.
Vi la gran pirámide de Cholula sangrar. Vi el
Chalingo. Vi a Cortés caminando y matando
indios. Vi a mi primer amor muerto, mutilado por
una moto. Vi el velorio, las caras largas y el llanto
de una madre que pudo ser la mía. Vi la botella de
tequila que sosegó ese dolor. Vi al rubio del
Fairmont amarillo queriendo besar mis labios. Lo
vi encima de mí en un motel de paso. Vi mi cara al
ver su glande monstruoso. Me vi correr. Vi cómo
apareció el segundo amor. Me vi parada en la
preparatoria fumando. Vi el campo de futbol donde
probé la mota. Vi a mi amigo Fernando
diciéndome: “Te voy a esperar”. Vi cómo le partí
el corazón antes de que me partieran el himen. Vi a
Germán galopando mi cadera quinceañera. Vi el
semen que corría de mi ombligo hacia el vientre
con un hilo de sangre. Me vi parir. La vi nacer. Vi
las caras de todos diciendo: “Qué bella es”. Vi mi
estómago ceder. Vi brotar las estrías en mis
pechos. La vi mamar. Me vi a punto de enterrarme
un cuchillo. Me vi correr bajo la lluvia. Vi cómo
toqué la puerta de la locura. Me vi triste sin saber
por qué. Vi a mi esposo ser feliz conmigo. Me vi
ser infeliz con él. Vi a la ingratitud con la cara
lavada. Me vi bailando de nuevo. Vi abdómenes,
tambores y cueros vibrando. Me vi excitada
rompiendo reglas. Vi a un negro hechizándome. Vi
sus ojos azules inyectados de sangre y pena. Me vi
inmune a su dolor. Vi sus caras de reprobación. Vi
el peso de la Iglesia sobre mis hombros. Vi mi
casa derrumbándose, al perro ladrar y a la luna
menguando. Vi trozos de mi cabello cayendo al
suelo. Vi los hoyos negros en mi mirada. Me vi en
el mar, en las olas y en los sexos de otros hombres
que nunca amé. Vi la magia del cine intoxicada. Vi
el desprecio de la raza humana. Vi al verdadero
lobo del hombre. Vi la tierra baldía desde un cielo
aparente. Vi a mi madre famélica desparecer. Vi a
mi padre tirado en los durmientes de un tren. Vi a
mi abuelo convertido en polvo. Vi mi venganza
consumada y hueca. Vi que en realidad nunca
había visto nada. Lo vi a él y sobrevino la luz. Vi
su color y su pelo y su sexo furioso. Nunca vi sus
dientes. Vi a poetas malditos y a papas bailando.
Vi un ojo cortado por una navaja de rasurar. Me vi
plena sobre su cuerpo. Vi lo que no tenía que
haber visto. Vi el principio de mi muerte. Vi a
Chiara y a Leticia jugando a la casita. Me vi
muchas veces en sus rostros. Vi que no era como
ellas. Vi cómo crecía la bola de nieve. Vi su ruina
tras mi partida. Me vi serena en otros brazos. Vi
cómo esos brazos me dejaron libre. Me vi
regresando sin querer. Vi morir el brillo de mis
ojos. Vi mi carne resquebrajada y mis pulmones
putrefactos. Vi el humo en sus ojos. Vi la mentira
envuelta en versos. Lo vi tal cual era. Vi el
derrumbe de mi ego henchido. Vi rosas, vinos
calientes, pies, zapatos de tacón, teléfonos
inteligentes, pinturas corporales, espirales,
liposucciones, vírgenes perversas, dioses de
papel. Vi cómo me succionaba. Lo vi llenarse de
mí. Vi que se iba para llegar “más tarde”. No me
vi volver. Entonces vi que estaba vacía.
En todo ese trance, no cerré los ojos. Las cosas
que vi ocurrían al mismo tiempo que mi mano
jugaba con el sexo de Antoine. Ya no había nada
qué hacer más que entregarme, al fin, al mismo
juego de Juan Pablo. ¡Abandonarme al placer!
Con un movimiento certero Antoine me la metió
hasta el fondo. Mis piernas rodeaban su cadera y
levanté un poco la cabeza para poder mirar la
escena reflejada en el espejo del tocador.
Perdí la noción del tiempo entre los abruptos
cambios de posición y me las arreglé para que en
cada una los ojos quedaran en un punto que
favoreciera mi visión hacia el espejo. Quería ver
cómo me transformaba. Cómo de ser el dócil rehén
pasaba a ocupar el puesto de la victimaria voraz.
Después del acostón con Antoine todo iba a ser
más fácil: engañar, buscar historias alternas,
llamar amigos, hacer sufrir a otras mujeres…
¡Chillen, perras!
Alcancé el primer orgasmo y automáticamente,
mientras gemía y quedaba desarmada, acerqué mi
boca a la oreja del francés y le ordené: “prends-
moi par le cul”.
Espejos

Con todas mis parejas había tenido el mismo


problema: querían probar cosas nuevas en la
cama. Hurgar espacios inexplorados, dejar huella,
saciar apetitos. Yo, como buena poblana, me
negaba.
Sólo dos veces experimenté el sexo anal: la
primera, terriblemente desafortunada. Tenía
diecisiete años y Germán, mi novio en turno, me
llevó a un motel cuando su fiesta de cumpleaños
número veinticinco se llenó de borrachos y
cocainómanos.
Con él habría vivido mi primera vez a los
quince años. Todo se dio a partir de una apuesta
entre amigos: “A ver quién se tira primero a la
chavita del vocho”. Y el ganador fue Germán. El
precio por mi himen: quinientos pesos o, en su
defecto, dos botellas de Magno.
Lo de la apuesta lo supe meses más tarde,
cuando ya estaba imposibilitada de abandonar a mi
chico por haber caído en los brazos de la lujuria.
Me rompió el culo en ese motel de paso. Estaba
completamente ebrio.
Luego de hacerme el amor y eyacular
precozmente se metió al baño y aspiró una línea de
coca. Al salir, en un rapto de furia, me volteó boca
abajo y sin pedir permiso me penetró hasta
dejarme sangrando. Esa noche también busqué
mirarme en los espejos. El cuarto estaba lleno de
ellos, así que sólo bastó con abrir los ojos tras la
embestida brutal y ver cómo el tipo babeaba sobre
mi espalda. El dolor traspasó la piel. Las
rasgaduras no ardían tanto como el ácido que
recorría mis venas. Y me preguntaba: “¿Me está
violando, o imagino cosas?”
A partir de ese día le prohibí determinantemente
volver a intentarlo. Jamás se atrevió si quiera
tocar el tema.
Enterré el asunto hasta que Juan Pablo me invitó
a probar. Acepté sin dudarlo: quería hacer todo
con él para acaparar su atención. Ser la más puta,
la más perversa. Me satisfacía cómo disfrutaba
mirarme empinada a la orilla de la cama mientras,
con suma destreza, levantaba el pie izquierdo para
rozar con la punta de mi zapatilla lo largo de sus
piernas. Me hice adicta a todas las formas del
sexo. Después, a la hora de vivir juntos, Juan
Pablo abandonó la práctica y dejó de pedir que le
cumpliera ciertas fantasías. Una falsa beatitud
inhibió su hedonismo. Yo ya era la esposa. La que
tenía que comportarse y no gritar porque había
niños en casa.
Antoine cayó tendido sobre el colchón tras dar un
gemido desgarrador. Me quedé boca abajo, hundí
la cabeza en la almohada y retuve la respiración.
Sentí sus dedos enredándose en mi melena
empapada. Encendió un cigarro. Silencio. Pensé en
la mejor manera de evitarlo. No tenía ganas de
hablar pese a la gran plenitud física que me dejara
el encuentro.
Una vez que los hechos tomaron ese extraño
camino me levanté de la cama y fui al baño a
acomodarme la ropa. Retoqué el maquillaje que
estaba completamente deslavado y rocié mi cuello
con el perfume que llevaba en el bolso. Al
contrario de lo que pensaba, el francés resultó ser
pulcro y cuidadoso. Encendí el teléfono y vi las
llamadas perdidas que me habían hecho desde la
casa. ¿Cómo estarán las chicas? ¿Habrán hecho la
tarea? ¿Ya cenarían? ¿Estarán durmiendo
tranquilas? ¿Juan Pablo les llamaría en algún
momento de la tarde mientras se paraba al baño
después de revolcarse con Chiara Jefferson?
También noté que mandó un último mensaje. Debe
estar descontrolado ya que nunca había hecho caso
omiso a sus llamadas.
Antoine apareció en el cuarto de baño y se
colocó justo atrás de mí. Su torso desnudo y
marcadísimo por el ejercicio parecía un parque
temático en el que me podía perder explorando
cada cuadro. Me abrazó por la cintura y puso su
mentón sobre mi hombro. “¿Estás bien?”, preguntó.
“Mejor que nunca”, respondí. “Quiero que pienses
bien lo que hablamos hace un momento. Soy un
hombre solitario, pero bastó conocerte un poco
más para confirmar que me encantaría viajar
contigo.” No dije nada. Continué pintándome las
pestañas y di un sorbo al vaso que Antoine había
dejado sobre el tocador. “Ya lo puse en tu bolsa.
Sólo piénsalo. Si no te decides, no pasa nada, pero
si te arriesgas avísame un lunes después del
mediodía.”
Rubor, delineador, brillo labial, refrescante
bucal y estaba lista. Caminé hacia la mesa de
noche donde dejé mis aretes. Me los puse. “¿Cómo
me veo?” “Perfecta. Aquí no pasó nada.” Y ambos
soltamos una carcajada irónica.
Quería acompañarme al estacionamiento. Me
negué. “Ya quédate aquí. Hace frío y tú estás muy
caliente.” “¿Me llamarás mañana?” “Te llamaré.”
Intentó besarme, pero rehuí el beso y me prendí a
su cuello. “No me gusta La vie en rose”, le susurré
al oído. “¿Cómo?” “Olvídalo, estoy pensando en
voz alta.” Y me perdí en el pasillo que llevaba
hacia el elevador.
—Don Juan Pablo, tiene una llamada. Puede
contestar en el teléfono del bar.
—¿Me llaman a mí? ¿Quién es?
—No sé, es una muchacha.
Los rones y la postura nefasta de Chiara
surtieron efecto con una rapidez inusitada. Estaba
mareado y melancólico. También harto y nervioso
por el silencio de Ana Violenta.
Ambos celulares estaban descargados, así que
no supe si al fin habría contestado o no.
Me levanté con sorna de la silla y dejé
hablando sola a Chiara. La desconocía: jamás
había escuchado que se pusiera del lado de otra
fémina. Era una mujer con talante masculino. La
vida la tomaba como venía y era incapaz de sentir
culpas o remordimientos por sus acciones. Eso era
precisamente lo que había amado de ella durante
tantos años: su desparpajo. La soltura con la que
se desenvolvía en todos los ambientes. Era mi
amante ideal: madura, bella, interesante y fuerte.
Nunca se detenía ante los sentimentalismos baratos
que estropean a las mujeres, pero al parecer llegar
a los cincuenta le estaba afectando demasiado. ¿O
en verdad era tiempo de que sentara cabeza? ¿Y yo
llegaría a hacerlo? ¿Quería hacerlo? Uno envejece
cuando se vuelve responsable. Yo hasta ese día me
jactaba de haber sido un irresponsable que llegó
muy lejos.
Alcancé la bocina con la esperanza de que fuera
Ana Violenta. Me equivoqué. Era la niña mayor.
—Papá, no te podía localizar en tus teléfonos y
encontré el número del restaurante en internet. ¿Ya
supiste algo de Ana Violeta? Estamos
preocupadas. Nunca se va sin reportarse cada hora
para ver cómo estamos.
—Sí, ya hablé con ella. Está bien y no ha de
tardar. Fue a una comida con sus amigas —mentí.
—¡Ah, qué bueno! ¿Traen llaves? Porque
mañana hay exámenes y necesitamos levantarnos
temprano.
—Sí, mi vida. Acuéstense y no nos esperen. Las
amamos.
—Nosotras más.
Inmediatamente después de colgar volví a
marcarle a Ana Violenta. Tal vez contestaría al no
reconocer el número. Instantáneamente entró el
buzón sin dar tono.
El coraje por el pleito matutino había pasado y
ahora me invadía la preocupación. ¿Cometería
alguna locura? ¿Habría chocado? ¿Estaría
secuestrada?
No pude detenerme mucho elucubrando. Eran
casi las nueve de la noche y el restaurante se
volvía a llenar (ahora de gente que había
reservado un lugar para la cena). Chiara se
empinaba el último trago de pacharán y había
llamado al mesero para pedir “las de la casa”.
Caminé en dirección a nuestra mesa, cuando me
abordó un personaje que estimaba mucho.
—¡Qué pasó, maestrazo!
—¡Diputado Malagón, tanto tiempo sin verlo!
—¿Sí, verdad? Casi nunca nos topamos por acá.
—O más bien en su oficina.
—¡Coño! Ya descubrieron que acá es mi
sucursal y mi casa chica.
—Lo mismo digo, diputado.
—Hombre, eres el único que todavía me dice
diputado.
—Un diputado nunca deja de serlo (aunque sea
ex diputado).
—Vente a tomar una copita a la mesa, mi
estimado Juan Pablo.
—¿Sabe qué, diputado?, hoy sí le quedo mal.
Vengo acompañado y estoy por retirarme.
—Bueno, pues será para la otra. Total nos
vemos un día sí y al otro también.
—¡Qué gusto, diputado! Salúdeme a su esposa.
—De tu parte, Juan Pablo.
Cuando llegué a la mesa Chiara estaba
metidísima recorriendo el muro de Facebook de
Ana Violenta. Yo intenté llevar la conversación
hacia asuntos más interesantes, pero ella insistía
en darme una cátedra feminista.
—¡Qué personaje es tu mujer! Está loquísima.
La desquiciaste por completo.
—¡Deja eso ya! Nos tomamos las de la casa y
vamos a seguir la ruta original, ¿no?
—Sí, tranquilo. La noche es joven y aparte
recuerda que ya te mandaron al diablo, así que
puedes llegar a la hora que se te hinche la gana,
¿no?
—Corrección: yo la mandé al diablo y nunca he
tenido horarios de llegada.
—Está bien, Vergara. Pero, en serio, estoy muy
divertida leyendo las notas que sube Ana Violenta
a su Facebook. No escribe tan mal, pero necesita
pulir su estilo. Se avienta muy duro, cae en
demasiados lugares comunes, y en ocasiones roza
en la vulgaridad.
—Se lo he dicho mil veces, pero se ofende.
—Ya me imagino cómo se lo dices. Eres un
patancito cuando te ensoberbeces.
No le veía muchas ganas de ir al motel. ¿Acaso
ya no le atraía como antes? ¿Pensaría que por
andar con una mujer de treinta ya no me sobraban
energías? ¿Estaba perdiendo el poder sobre el
sexo opuesto? ¿Por qué se había puesto de nuevo
las zapatillas?
Terminé por arrebatarle el celular. Ella se enojó
un poco, pero entendió que era ridículo estar
hablando de mi mujer y sus complejos de
inferioridad.
—Ya deja esa copa y vámonos.
Pagué la cuenta y nos levantamos. Caminé
delante de ella para no llamar la atención
(finalmente alguien podría estar alertando a Ana
Violenta).
Para llegar a la puerta tuve que detenerme en
tres mesas. Saludé al secretario de Turismo, me
despedí del notario Herrera y concerté una cita
con Francisco (el senador) para la próxima
semana.
El valet parking nos entregó el auto y llegando a
la esquina doblé a la izquierda para tomar el
boulevard que nos llevaría al Veneciano.
Hasta ese momento Chiara no daba muestras de
querer pasar la noche como le había propuesto en
el inbox; entonces le puse la mano en la
entrepierna. No se resistió al asedio y ella también
acercó su mano a mi verga. Nos pasamos un alto
(cosa que siempre evito), luego di una vuelta
equívoca y tomé una calle que terminó
desembocando en otro motel: Atenas.
—¿Cómo ves, me meto a éste?
—Me da lo mismo el Atenas o el Veneciano.
Los dos han de ser la misma cosa; sólo que en uno
los muros evocan al Coliseo y en el otro al
Partenón. En uno dan películas con italian
pornstars y en el otro con greek pornstars.
—Buenas noches, una habitación por favor.
—¿Sencilla o con jacuzzi?
—Sencilla.
—¡Con jacuzzi! No seas aburrido —terció
Chiara.
—Con jacuzzi, señorita.
—¿Desea la promoción de noche completa por
seiscientos pesos?
—No, gracias.
—¿La promoción de botellas de vino de la casa
al dos por uno?
—Mejor asígnenos la habitación y luego
pedimos al room service.
—Pásele, por favor. Mi compañero de naranja
le indicará el número de cuarto.
Resulta que ahora hasta en los moteles hay un
trato burocrático…
No íbamos a pedir nada al room service pues
había metido a la cajuela un par de botellas de mi
cava. Una de Beaujolais y otra de Protos Reserva.
—¿Trajiste copas?
—¡Uf!, sabía que algo se me olvidaba. Pidamos
al servicio a cuartos.
—Ajá, pero te van a vender su vinito de mesa.
—Pues lo pago, tiramos esa mierda y lavamos
las copas.
—Okey, voy a pedirlas.
—Amor, ¿de casualidad traes un cargador de
iPhone?
—Tómalo de mi bolsa. ¿Esperas una llamada o
te vas a poner a tuitear mientras coges?
—No, tontita, necesito dejarlo cargado porque
mis hijas están solas en la casa.
—¿Y tu fiera? ¿Salió de cacería? No nos vaya a
estar siguiendo y se arme un desmadre.
—No sé. No está en la casa. Seguramente se fue
a llorar sobre las faldas de su mamá.
—No creo que sea de ese tipo. Nunca vivirías
con una niña tonta con mamitis. Igual y anda
haciendo lo mismo que tú.
—¡Estás mal! Es bastante débil y su conciencia
no la dejaría en paz. Aparte, ¿con quién?
—Con uno de sus pretendientes de Facebook o
con algún ex amante. Tú lo haces, ¿por qué ella
no?
—Es muy pueblerina.
—Su forma de escribir no es de pueblerina. Es
más cosmopolita, diría yo.
—Ahí está el tipo con las copas. Voy a
lavarlas. ¿Por qué sigues tan vestida?
Lavé las copas en el lavamanos, saqué el
sacacorchos de mi saco y abrí el vino. Primero
tomaríamos el de la Ribera del Duero y luego el
Beaujolais.
La vibración del teléfono indicó que estaba
empezando a cargarse y que ya podía ingresar al
menú. Antes de aterrizar sobre el cuerpo desnudo
de Chiara, eché un vistazo en la bandeja de
entrada. No había mensajes. Abrí la aplicación de
Facebook para ver si Ana Violenta había subido
algún comentario, pero no encontré más que la
columna que posteó por la mañana. Debía estar
furiosa ya que siempre, a toda hora, el puntito
verde de su chat estaba encendido.
Puse la copa de Chiara sobre el buró izquierdo
y le di a beber de la mía. Ella sorbió mustiamente
y dejó caer unas gotas de tinto sobre sus pechos.
Esa imagen me provocó una erección inmediata,
pero en lugar de penetrarla comencé a tocar su
rostro. Quería desdibujarla. Era preciso que esos
ojos no me miraran de frente. Le pedí que se
tocara. Se tocó. En su boca se pintó una mueca
indescifrable. ¿Estaba disfrutando al masturbarse o
pensaba en el catedrático? Sentí un frío pasmoso.
Nunca en la vida me habría frenado en pleno
preludio del acto amoroso para cuestionarme qué
pensaba la mujer a la que iba a penetrar.
¿Imaginará que estaba con otro? ¿Será que después
de tantos años el sexo conmigo se volvió
monótono y aburrido?
Comencé a tocarme también y acompañé el
vicio de Onán con oscilaciones rítmicas. Me
acerqué más a ella y la voltee para que sus nalgas
me rodearan el sexo. En eso apareció la imagen de
Ana Violenta en mi mente. Tenía el rímel corrido y
se mordía los labios para no dejar caer una sola
lágrima. “¿Sabes lo que tengo que hacer cada
noche para sentirme deseada? Tengo que
travestirme. Me pongo la cara de Gema, el cuerpo
de Leticia y los pies de Chiara, ¿para qué? Para
convencerme que lo estoy haciendo bien. Para
pensar que tú estás disfrutando con cada una de
ellas. Porque este cuerpo tosco, estas piernas
torpes y estas tetas flácidas no te llenan. Nunca fui
la amante perfecta; por eso sigues buscando en sus
cuerpos lo que no encuentras aquí. Pues bien, hoy
que quiero ser yo, estás cansado. Mañana sacaré
un nuevo disfraz”…
Dejé caer la cabeza sobre la espalda húmeda de
Chiara.
—¿Qué pasó? ¿Estás bien?
—Estoy lleno. Comimos demasiado. Tenías
razón, amor: a los cincuenta hay que evitar el
solomillo.
Betty:
Contéstame. Estoy dando vueltas en el auto y te
escribo desde el teléfono; si no me ves conectada
es porque algún policía viene detrás y debo evitar
que me multen por conducir con el teléfono en la
mano y traer aliento alcohólico.
Discúlpame, amor. Me siento fatal por haberte
fallado hace un rato. Creo que algo me cayó mal en
la comida, ¿te marco mañana?
¿Ya llegaste a tu casa? Avísame, estoy
preocupado.
No olvides que el boleto va en tu bolsa. Sácalo,
no te lo vayan a descubrir.
Besos,
Antoine.
Gracias por recordármelo. Aún no llego a la casa.
Estoy estacionada frente a un parque cercano.
Estoy bien (cómo no estarlo después de lo que
hiciste), pero necesito meditar varias cosas.
Más besos,
AV.
¡Ni lo digas! A todos nos pasa alguna vez. Sólo
que a mí no me engañas: estabas pensando en Ana
Violenta. ¡Felicidades! Podría ser el primer
síntoma de que ya quieres sentar cabeza. Después
de tantos desmanes, creo que es lo que nos hace
falta. No sólo a ti; a mí también.
Te amo siempre,
Chiara.
Ya estoy aquí. ¡Cuéntamelo todo! Y no vayas a
salir con que mañana me dices porque te pateo. Yo
también tengo noticias: me voy de fin de semana
con Sergio Riquelme. No me regañes, es que no
puedo resistirme a tal oferta…
Seguía estacionada frente al parque. Los árboles
de jacaranda apenas dejaban asomar el brillo
mustio de sus campanillas nuevas. Los laureles,
gigantes y sexuales, parecían presidir un concilio
macabro. Sólo la sombra de sus ramas nacaradas
se podía vislumbrar en aquel paisaje oscuro.
Me di cuenta de que llegó la notificación del
inbox de Beatriz. Pensé en encender un cigarro y
ponerme a platicar con ella. Reculé. Encendí el
cigarro y conecté el iPhone al estéreo. Puse
música y canté aquella canción que alguna vez
bailé con Juan Pablo en mi departamento: “Ten-go-
mie-do-de-que-un-dí-a/ ya-no-quie-ras-bai-lar
con-mi-go/ nun-ca-más”.
“¡Basta de sentimentalismos estúpidos! Él no
tuvo compasión al dejarme morder sus anzuelos.
Se siente seguro de mí y por eso me he ganado su
indiferencia.”
Habían pasado tres horas, era medianoche y me
estaba congelando porque no llevé abrigo.
Tenía que volver a la casa para, al fin, meterle
la estocada de su vida a Juan Pablo.
Encendí el auto, volví a retocarme el labial y
metí el acelerador a fondo. Llegué a la calle que
lleva a mi casa. Vi todos los árboles y las casas de
los vecinos. Los vi bien. Recordé la disposición
de cada cedro, de cada jacaranda. Quería que mi
mente tomara una instantánea del paisaje pues
sabía que después de esa noche todo sería distinto.
Tendría que dejar el hogar que un día creímos
poder construir. Y mis muebles, y mis libros y mi
perro, y mi bicicleta y mi estudio y mi jardín. Mi
cocina… ¡Qué pocas veces la utilicé! ¿Por qué no
me contenté con ser una ama de casa? ¿Por qué no
mamé las costumbres sumisas de mi abuela? ¿Por
qué no me di oportunidad de ser feliz sin que mi
felicidad dependiera de él? Ahora todo estaba
deshecho. La noche se sentía pesada y brumosa.
Abrí el portón. Vi su auto estacionado en el garaje.
Metí mi carro, subí las ventanas, recogí el teléfono
del tablero, saqué las llaves (y vi el regalo de
Antoine). Respiré profundamente y entré.
La luz de la sala estaba encendida. Por el
silencio supuse que las niñas dormían y sólo mi
perrita salió a recibirme. Colgué mi bolsa en el
perchero y caminé hacia la cocina. Encendí la luz,
abrí el refrigerador, tomé una cerveza y me
encaminé hacia el estudio.
Juan Pablo estaba sentado frente a su
computadora. No volteó al percatarse de mi
presencia. Me senté en el sofá. Di un repaso
mental de todos los libros que faltaban en el
librero: ¿dónde quedó Pasado en claro? ¿Por qué
nunca trajo de casa de Leticia ni los Cantares de
Ezra Pound, ni Los miserables, ni En busca del
tiempo perdido, ni Guerra y paz, ni Ana Karenina,
ni la bella edición de Madame Bovary que tanto
prometió regalarme?
—¿Se puede saber dónde estabas?
El sonido de su voz me regresó de la
abstracción. ¡Cínico! Ahora resulta que yo era
quien debía dar explicaciones. Hubiera jurado que
hasta en verdad le preocupaba saber mi itinerario
del día. Yo sí sabía dónde y con quién había
estado. ¿Olería aún al perfume dulzón de Chiara?
¿Si saliera a inspeccionar las puertas de su auto
me encontraría alguna evidencia de que estuvieron
en el Veneciano? ¿Iba a arrastrarse como de
costumbre para pedirme perdón por su rudeza?
¿Sentiría algún tipo de culpa? ¿Quedaría de verse
al día siguiente con Chiara? Y yo, ¿aceptaría las
proposiciones de Antoine después de dinamitar
todo?
—Fui a comer, ¿y tú?
—Fui a comer.
—¿Y luego?
—Me vine para acá. Fue una comida larga.
—Déjame adivinar: ¡con el diputado Malagón!
—No, pero sí me lo topé en el restaurante.
—¿A cuál fuiste?
—Al de siempre, ¿y tú?
—Al de siempre.
—No sabía que cerraran tan tarde los tacos del
sinaloense.
—No fui a los tacos del sinaloense.
—¿Entonces? Siempre vas ahí a comer sola.
—Sí, pero hoy no estaba sola.
—¡Ah, qué padre! ¿Fuiste a quejarte con tu
amiguita Marcela? ¿Qué te dice? ¿Dónde y con
quién me ha visto últimamente?
—No dice nada porque no fui con ella.
—¿Ya le contaste a tu mamá que me mandaste al
diablo? ¿Y qué te dijo? “Qué bueno, hijita, ese
pendejo no te merece.”
—No sé con quién estés acostumbrado a vivir.
Yo no soy de las que corren a las faldas de mamá.
—Está bien. ¿Puedes editar un texto que te voy
a enviar? Urge para mañana.
—No, no puedo.
—Es tu trabajo.
—Sí, pero ya no son horas.
—Pero sí son horas de llegar a tu casa cuando
sabes que mañana las niñas tienen clases.
—Ellas están bien. Las estuve monitoreando.
—Falso. Te largaste a quién sabe dónde y
dejaste que hicieran todo solas.
—No me necesitan.
—¿Vas a editar eso sí o no? Yo ya me voy a
acostar porque mañana tengo un día pesadísimo y
estoy muerto.
—Claro, te dejó muerto, ¿no?
—¿De qué hablas?
—Tú sabes de qué hablo.
—No sé y no quiero empezar a pelear.
—También vengo muerta. Igual que tú. Hicimos
el mismo esfuerzo.
—¿Ah, sí? ¿Cuántos miles de pesos ganaste
hoy? ¿Los traes? Porque mantener esta casa sale
muy caro.
—¿Te pagaron? ¿En verdad te pagan por hacer
eso?
—¿Por hacer qué?
—Eso. Lo que fuiste a hacer.
—¿Ahora dónde me vio tu amiguita?
—Nadie te vio. Tú me acabas de decir que
fuiste a El Desafuero, ¿no?
—Ajá. Pero ve al grano, no seas cobarde. ¿Con
quién me vieron tus amigas? ¿Cuál es tu fuente?
—No. Ya no voy a contestarte nada. Me da
pereza engancharme en esos temas.
—Como quieras. Ya te envié el texto.
—Ya te dije que no lo voy a editar.
—¿Sigues enojada por la pelea de la mañana?
¡Por Dios, ya supéralo! Aprende a mí: ya se me
olvidó. Por cierto, te estuve marcando, ¿por qué no
contestaste?
—Porque no quise. Y sí: claro que aprendo de
ti. Hoy comprobé que fui la mejor alumna que
hayas podido tener.
—¿Al fin terminaste tu libro?
—No, algo mejor: hice lo mismo que tú hiciste
hoy.
—¿Comer con gente importante?
—Sí… es importante.
—¿Quiénes? ¿Tus amigos mariguanos o los
poetitas de quinta con los que te juntas?
—Estuve con un amigo.
—Ajá.
—Con el francés, ¿recuerdas?
—¿Cuál? ¿El greñudo con el que te acostaste en
Tulum?
—No. Con el que conocí en el autobús cuando
fui a ver a Hugo.
—Ya me imagino… ¿No que vivía en París?
—Vino de París y me buscó.
—¿Te marcó?
—Me envió un inbox.
—Y te quejas de que yo ande de picaflor en
Facebook. ¡Mírate! Yo nunca he visto a las tipas
con las que chateo. Sólo juego y las dejo
plantadas.
—¿A Chiara Jefferson también?
—No, a ella sí la veo porque es mi amiga desde
hace muchos años.
“Mi amiga.” Esas dos palabras terminaron por
encender la mecha. Di un paso atrás y busqué el
libro de William Carlos Williams que Chiara le
había enviado la Navidad pasada. Lo tomé y me
acerqué a Juan Pablo. Él se echó para atrás
(siempre ha temido que en un rapto de furia me
ponga violenta y acabe por golpearlo).
—Para mi gran amigo, Juan Pablo Vergara.
Firma: Chiara Jefferson. ¿Ves esto?
—Quítate de enfrente. No me vayas a tocar, Ana
Violenta.
—¿Lo ves?
—No dice nada malo, por eso lo tengo aquí.
—Okey.
Me alejé un poco y abrí el cajón de un secreter.
Saqué un fólder lleno de hojas, fotos,
conversaciones y correos que me había dado a la
tarea de imprimir para utilizarlos de material para
mi novela. Estaban acomodados en orden
cronológico y separados con pestañas de plástico
donde escribí varios nombres.
—Ya me voy a dormir. No edites nada, gracias.
—No, no. Tú te quedas sentado ahí y no te vas
hasta que me escuches.
Cerré la puerta del estudio y guardé la llave en
mi bolsillo del pantalón.
—Te estás equivocando. Déjame salir.
—Siéntate, por favor. Y no te muevas. Mírame
bien. Sí, Juan Pablo, estoy loca, pero no ha sido
gratuito.
—A ver, ¿qué tienes ahí?
—Primera caída: ¡Leticia! Escucha: “Necesito
que me pases dinero para el chofer”. “Ayer hablé
con tu papá y quedamos de comer la próxima
semana.” “¿Me invitarías unas vacaciones a
Italia?” “¿Cuándo regresas?” “Junior y yo te
extrañamos.”
—¿Y? ¿Qué tiene eso de malo? A ver, ¿de
dónde sacaste eso? ¡Hasta lo imprimiste! No,
amor: verdaderamente sí estás para el manicomio.
—¿Y qué le contestas tú? Esto…
Fui pasándole cada hoja en la que estaba escrita
la trama completa de su doble vida. Mensajes que,
si no eran del todo ofensivos, fueron
envenenándome poco a poco.
—Qué risa. Me sorprende que siendo tan lista
te escandalicen estas cosas. Son juegos. Te los
ponía a propósito para que dejaras de
investigarme. Yo no tengo nada que ver con
Leticia desde hace años, desde que se operó la
panza y la piel le quedó como lija. ¡Pobres
mujeres!, ¿qué no se dan cuenta de que cuando uno
las deja de querer no es por la cantidad de tejido
adiposo que se les junta en la barriga?
—¿Y luego? Las que siguen: Carola, Gema,
Angélica, “las hermanitas Sotomayor” (que una se
parece a Lyn May y la otra a La Tigresa), María,
Nancy, Mónica, Ivonne, Juana y la más piruja de
todas: ¡Anastasia Olivares!, ésa sí que es baja:
mira que andarse revolcando con los amigos de su
pobre marido… ¡Pero esto no se queda así!, ¡el
ruco lo va a saber todo, ¿me oyes?!
Y mientras decía sus nombres le aventaba cada
hoja en la cara hasta que el piso se llenó de
papeles con el historial de los inbox de Facebook.
Juan Pablo tomaba arbitrariamente una hoja, la
leía en voz alta y se carcajeaba. “A esta nunca la
vi.” “¿Cómo puedes pensar que me acostaría con
esta vaca?” “Ella es una novia que tuve a los
veinte años y por caridad le endulzaba el oído,
¿crees que alguien se tiraría a este cadáver?” “Uy,
cuando escribí esto todavía ni te conocía.” “Ésta
podría ser mi abuela.” “Ésta tiene cáncer y sólo le
puse que cualquier hombre se podría enamorar de
ella: es una buena acción. ¡Noble acción!” “Éste
es un avatar que yo inventé para joderte. No
existe.” “Ella no sabe ni qué es una coma.” “Ella
es una checoslovaca. Habla checo y vive en la
República Checa.” “Ella es la esposa de un amigo
de mi pueblo.” “Ella es mi prima hermana y es
cieguita.”
—Si tuviste tantas oportunidades de tirarte a
todas y no lo hiciste eres un idiota. ¿O qué? ¿No
será que fue al revés? ¿No será que fueron ellas
quienes te dejaron plantado a ti? ¿Por qué te pones
en el plan de perdonavidas? Mírate, Juan Pablo:
estás envejeciendo.
—No tardas en alcanzarme si continúas
envenenándote de esa manera.
—El punto aquí es el siguiente: se necesitan
huevos para decir la verdad. Para reconocer que te
equivocaste o para reconocer, también, que te
encanta esta vida. Yo no te acepto, no porque me
dé golpes de pecho sino porque nunca enseñaste
las cartas.
—Porque juego en solitario.
—Yo he jugado también a lo mismo. Lo hice un
tiempo: enamoré a un par de mataditos y a tres
gorditos que me invitaban al casino o a comer. Y
también he sido infiel y sé que el punto número
uno del decálogo es “negarlo todo”. ¿Para qué?
Para no herir, o, en su defecto, para no salir
perdiendo.
—Pero cuando fuiste infiel no tuviste ética
alguna: te metiste con el amigo de tu marido.
—Mira, mejor no hablemos de ética. Estás a
años luz de conocer el significado de esa palabra.
¿O fue muy ético de tu parte meter a la sobrina de
Leticia en su propia cama? Para concluir: yo soy
una transgresora de todas esas reglas. Cuando he
querido aniquilar lo hago de frente con un golpe
certero e instantáneo y no dejo agonizar a la
víctima.
—Te ahogaste en tu propio vómito como Lupe
Vélez. Te creíste tu propia ficción. Todo esto te
sirvió de algo: vas a terminar tu primer libro.
¡Agradécemelo!
—No desvíes el tema. ¡Eres un pésimo actor!
Quien quiere matar corta la cabeza de tajo. Juan
Pablo: hoy que te fuiste a revolcar con la decrépita
de Chiara Jefferson yo me tiré a Antoine, ¡y no
sabes qué placer! No te puedes imaginar cómo me
tocaba, cómo me cubrió de besos por todo el
cuerpo. Qué palabras manaban de su boca. ¡Pude
ser yo! No tuve que travestirme como contigo. A él
no le dolía el estómago por haber cenado de más.
No dudó en desnudarme con la mirada desde el
primer momento. No le dio pena ni miedo que
alguien lo descubriera tomándome de la mano. Y
me vieron: me vio el regidor que siempre te invita
a comer, y me vio su secretaria. ¡Estaba feliz, Juan
Pablo! (Igual que tú, supongo.) Cogí con alguien
que no me fastidia. Tú también, ¿no? ¿Y sabes
qué? Le fascinó lamerme los pies… como te
embebiste en los de Chiara hoy, ¿cierto?
Dos ensayos de muerte
para Juan Pablo Vergara

Muerte por arsénico


En el punto más alto de la desesperación, Emma
Bovary se somete a una muerte lenta y dolorosa:
envenenamiento por arsénico. Poéticamente, a la
acción de ingerir voluntaria o involuntariamente
este químico se le conoce como “el noble arte de
envenenar”.
¿Qué hubiera pasado si en lugar de usar la
verdad como método infalible de envenenamiento
optase por aniquilar a Juan Pablo con arsénico?
Después de administrarle el letal químico
hubiera presentado desórdenes gastrointestinales
(vómitos, diarrea y cólicos) seguidos de terribles
síntomas neurológicos (convulsiones y calambres)
para luego llegar al colapso circulatorio
acompañado de hipotensión arterial, arritmias y
miocardiopatías. En pocas palabras, Juan Pablo se
hubiera quemado por dentro (como yo lo hice al
administrarme dosis letales de Facebook).
Una mañana, tras haberse tomado un cafecito
con la cantidad correcta de arsénico, me hubiera
dicho: “Amor, me siento pésimo. Creo que el
lechón que cené me cayó como bomba”. Y yo le
hubiera contestado: “Ay, mi vida, eso te pasa por
no invitarme a tus cenas. Si fuera contigo
impediría que ordenaras cochinillo de cenar, o
mínimo te conminaría a compartir el plato.
Recuerda, cielo: a tu edad debes empezar a
cuidarte esos triglicéridos”.
Cuando se diera cuenta de que el dolor no
cedía, sino todo lo contrario, ya no hubiera podido
levantarse a trabajar. Se hubiera echado a la cama
pidiéndome que lo dopara. Que lo llenara de
analgésicos y antibióticos. Yo, compasiva y fiel,
hubiera cumplido al pie de la letra sus peticiones
al mismo tiempo que, junto con el suero y los
tecitos, lo volvería a retacar de arsénico. Y así
hasta que una mañana cruel de abril el señor
Bovary expirara. No sin antes confesar todos sus
pecados, porque, eso sí, los guadalupanos suelen
ser muy devotos cuando ven que están a punto de
salir con los pies por delante.
Ya en su lecho mortuorio (entre coronas,
paleros, cirios y plañideras) hubiese podido medir
su popularidad donjuanesca según el número de
viudas que aparecieran a echar lágrimas, pedir
herencia y sopear conchitas con café.

Muerte por agua


Si lo hubiera matado con agua (y si uno pudiera
ver desde el inframundo el desarrollo de su propia
muerte), él pensaría inmediatamente en T. S. Eliot.
¡Oh, poeta!, tu muerte por agua no hubiera sido
como la que vaticinó madame Sosostris: como la
del marinero fenicio ahogado.
La muerte por agua que le hubiera proferido a
Juan Pablo es ridícula, vulgar. Yo no soy poeta,
por lo tanto no hubiese tenido el tacto, ni el arte ni
la visión estética de la muerte por agua que leímos
en Tierra baldía…
Después de una francachela de dos días, Juan
Pablo (llevado por el folclor y los mitos geniales)
pidió agua en cantidades generosas. “Estoy
deshidratado, amor”, y llegó a ingerir cuatro litros
de agua. Tras beber, los riñones debieron filtrar y
enviar a la vejiga todo ese líquido, donde llegaría
después de una o dos horas. Pero los riñones,
confundidos, empezaron a filtrar la nada y las
células del cerebro, aprisionadas dentro de un
cráneo que no pudo dilatarse, y se hincharon
provocándole un trastorno nervioso. Finalmente
sobrevino el edema cerebral por intoxicación de
agua. Éste lo llevó al estado de coma y horas más
tarde le causó la muerte.

(El velorio, los perdones y el danzar de la


viudas se hubieran presentado en el mismo
orden que en la muerte por arsénico.)

Vi caer el vaso lleno sobre el vestido de mamá.


Me vi cayendo lentamente desde la punta de la
vigilia hasta el pozo sin fondo de una pesadilla.
Cayeron templos, pirámides, murallas y ejércitos.
Vi caer la bolsa en Wall Street. Vi y leí, leí y vi
caer la Casa de Usher. Vi caer a capos, políticos y
empresarios. Vi caer al jinete del caballo, al
valiente del toro y al mono del árbol. Vi caer el
muro de Berlín. Vi caer un meteorito que se
deshizo antes de deshacernos. Vi caer mi cabello
débil sobre mis hombros fuertes. Cayeron Grecia,
Esparta, Roma y Mesopotamia. Vi caer las hojas
tristes del jacinto cada otoño. Vi caer saliva de sus
labios blandos y lágrimas de sus negros ojos. Vi
caer bailarines sobre las tablas, atletas sobre la
pista y clavadistas fuera del agua. Vi caer monedas
que giran solas sobre un gran libro que nos
mutaba. Vi su primera caída y la levanté. Me vi
viéndome al espejo solo y de tanto verme ya no la
vi.
Y hoy que la veo bien, sin espejos rotos, la miro
desaparecer.

Ana Violenta se me desmoronaba como si fuese un


montón de piedras. Pensé en Pedro Páramo. No
logré articular palabra. No pregunté cómo ni por
qué. La vi tan fría que el duro metal de sus ojos me
cortó el aliento. Recordé las palabras que horas
antes Chiara Jefferson me dijo: “¿Estás seguro de
que ‘tu invento’ no sabe escoger bien? Aguas,
Vergara: te lo digo porque te quiero y no deseo
verte solo y arrepentido en unos años: ella sabe
quién eres. Fuiste muy tonto al exhibirte tal cual.
¿Tú sabes bien quién es ella? Y si lo sabes, ¿crees
que tus enseñanzas son en vano?”
¿De qué manera podría enfrentarla y humillarla
sin enfrentarme y humillarme a mí mismo?
Ella respiraba con sus técnicas yoguis que
sonaban como un corno francés en medio de ese
silencio abrumador. Yo miraba la pantalla de mi
computadora, jugaba con el mouse y apretaba los
dedos dentro del zapato. ¿Pedirle que se largara en
ese mismo instante? ¿Demostrar mi poca apertura
sexual gritándole que era una puta? Curiosamente,
días antes había retomado por cuarta vez la lectura
de Madame Bovary y polemizamos dos horas. Yo
defendía a Emma. “Emma era superior que Charles
Bovary.” “Emma estaba ahogándose en la vida
campirana y quería foguearse con gente de
ciudad.” “Emma no era una casquivana de corsé y
sombrilla, era una mujer que, aburrida de su
marido, buscó saciar su voluptuosidad con León.”
Ana Violenta coincidía en aquellas reflexiones,
pero yo con el paso del tiempo hice que le tomara
animadversión al personaje ya que a dos de mis
amantes siempre les decía: “Señora Bovary”. A
ella misma, cuando comenzamos a tener sexo y
supe que dejó al marido por aburrimiento, le
llegué a decir Madame Bovary.
El gran personaje de Flaubert también se había
convertido en una muletilla.
Tomé el libro y comencé a jugar con sus hojas.
Ana Violenta, sentada en una esquina, en lugar de
llorar seguía respirando. Ya no era un sonido de
corno, sino el soplido de uno de esos bambús
australianos.
“Hablaré con las chicas. Mañana nos vamos mi
hija y yo”, dijo.
La oí y no supe responder. Mi ego herido me
dictaba un discurso que la hubiera lapidado. ¿Pero
no estaba ya lapidada desde hace mucho tiempo?
¿Acaso Ana Violenta no era un fantasma que creía
ser Ana Violeta Garza?
“Es lo mejor que puedes hacer”, dije después
de veinte minutos de escuchar el silencio y el
flemático sonido de su respiración.
Pensé que me iba a despedazar con el filo de sus
palabras, pero no fue así. Ya ni siquiera tuve el
valor de cuestionarlo sobre lo que pasó el día
anterior con Chiara.
En la mañana desperté y vi que su lado de la
cama estaba vacío. La noche duró un suspiro. Creí
que no iba a poder conciliar el sueño, pero al
llegar a la habitación me dejé caer sobre la cama y
dormí profundamente. Me dolían las nalgas por el
esfuerzo de coger empinada por más de quince
minutos.
Bajé al estudio para ver si Juan Pablo estaba
dormido en el sofá. No. Se había ido y supuse que
lo habría hecho inmediatamente después de que me
subí a la recámara.
Eran las diez de la mañana y las niñas no
tardarían en volver del colegio, pues como estaban
en exámenes los maestros les permitían salir
temprano.
Hice mis maletas y metí en unas cajas algunos
libros que deseaba conservar. Preparé también el
equipaje de mi hija. Ella no tenía la culpa de que
su madre hubiera enfermado de aprehensión y le
arrebatara nuevamente la familia que tanto le hacía
falta.
Bajé al estudio y encendí la computadora para
traspasar mis archivos a un disco. Abrí Facebook.
Vi cómo mis dos mil amigos se mofaban del
último error del presidente. Todos parecían felices
profiriendo maldiciones al hombre caído. Yo lo
hice cientos de veces. Pegaba fotos, compartía
quejas, viralizaba textos. Hoy nada de eso me
atraía; al contrario, me causaba repulsión. La red
social entera parecía una verdadera arma de
destrucción masiva. Un artefacto ideado para el
suicido.
La barra del chat indicaba que Juan Pablo
estaba en línea. Me contuve para no escribirle.
¿Qué le pondría? Algo. Algo de algo. Cualquier
cosa: una carita triste, una carita llorando, una
carita burlona.
Levanté la vista y noté que tenía varias
notificaciones: un inbox de Beatriz mentándome la
madre por no contarle mi aventura. Una solicitud
de amistad de un tal Guillermo Malagón y un inbox
de Antoine preguntándome si estaba bien.
Lógicamente no quería contestarle a Beatriz y
mucho menos a Antoine. Transitaba entre el dolor
y la incertidumbre.
A punto de cerrar la sesión, saltó un recuadro
de conversación.
Antoine Dupré: Hey, no sé nada de ti. ¿Estás
bien?
Ana Violenta: Perfectamente.
AD: Mientes. Dime la verdad, ¿pasó algo?
AV: Pasó lo que tenía que haber pasado desde
hace un año.
AD: Cuéntame, por favor, recuerda que estoy
metido en este enredo.
AV: Resumiendo, llegué y Juan Pablo ya estaba
en casa. Le tiré indirectas sobre su encuentro con
Chiara y me evadió olímpicamente. En un ataque
de furia y estupidez le dije que me acosté contigo.
AD: ¿Por qué hiciste eso?
AV: Porque quería llevármelo a la chingada
conmigo.
AD: ¿Y qué te contestó? ¿Te maltrató? ¿Te
golpeó?
AV: No dijo nada.
AD: ¿Nada?
AV: Se quedó mudo. No volví a escuchar su
voz; sólo dijo que irme era la mejor decisión.
AD: ¿Y ya?
AV: Sí.
AD: ¿Y qué piensas hacer? No creí que saltaras
al vacío tan pronto.
AV: ¿Tan pronto? Pasaron dos años para poder
bailar sobre las llamas del paraíso que
incendiamos juntos.
AD: ¿Tú y yo?
AV: No, él y yo.
AD: Pues el boleto que puse en tu bolso es para
viajar hasta dentro de un mes.
AV: Antoine, por Dios: no me voy a ir contigo.
AD: Eso supuse. ¿Pero qué harás entonces?
¿Tienes algún lugar a dónde ir?
AV: No, pero pronto lo hallaré. Por ahora
tendré que pedir asilo a mis padres.
AD: ¡Qué duro! Yo no podría...
AV: Lo hago sólo por el bienestar de mi hija; si
no, me largaría sola a reinventarme de nuevo. Pero
no te preocupes, voy a estar bien.
AD: Lo que platicamos ayer me movió muchas
cosas. Te veía tan dispuesta a vengarte de tu
esposo, que nunca pensé que terminaras por
contarme tu historia. Te admiro mucho y, perdón si
soy imprudente, esa admiración me hace desearte
aún más.
AV: Bueno, por lo menos tengo a alguien que no
me va a juzgar.
AD: Nadie te puede juzgar por algo que ese
tipo tenía bien merecido.
AV: Le dolió muchísimo. La verdad es que no
tenía ningún derecho de lastimarlo de esta manera.
AD: ¿Y tu dolor le ha importado?
AV: No lo sé. No es una mala persona;
simplemente es.
AD: No te veo convencida de lo que hiciste.
Sientes culpa. Olvida eso; si no, va a terminar
contigo.
AV: No es culpa; más bien siento vértigo.
¿Ahora qué sigue?
AD: La libertad.
AV: No sabes, le grité cosas terribles. Ha de
estar furioso…
AD: ¿Cómo va a terminar todo?, no lo sé. Pero
si te llega a salir algo mal, tienes el vuelo a París.
AV: Merci, mon ami.
AD: Y así puedes aprender a hablar mejor el
francés.
Pasó medio año desde aquella noche. Al fin había
podido abandonar la casa de mis padres y vivía
con mi hija en una vieja casona que renté y que iba
remodelando poco a poco. El tiempo parecía ir
lento al principio, pero conforme fui ocupándome
en escribir para dos revistas nuevas noté una
mejoría considerable en mi estado de ánimo.
Lejos de lo que pensaba, Juan Pablo le permitió
a sus hijas seguir en contacto conmigo. Las veía
dos veces por semana y por ellas me enteré de que
su papá volvió con Leticia y saturaba su agenda
con desayunos, comidas y cenas para ausentarse y
no tener tiempo de pensar en lo que pudo haber
sido si yo no lo hubiera traicionado.
En el trabajo las cosas marchaban bien y
frecuentaba los restaurantes a los que iba con Juan
Pablo. Tres veces lo vi. Me saludaba de lejos con
la mano y nunca tuvo la mala suerte de sentarse al
lado mío porque yo era una fumadora segregada y
él sí podía comer en los lugares que ocupa la gente
decente. Dos de esas tres veces llegó solo y salió
con dos mujeres diferentes (que conocía ya
entrado en tragos). La tercera vez también
apareció solo, pero Leticia lo alcanzó veinte
minutos más tarde. Ella sabía perfectamente quién
era yo, pero fingía demencia. Eso sí: Juan Pablo
continuaba con la vieja costumbre de no besar, no
tomar de la mano y no abrazar a la mujer con la
que come, camina y duerme.
No hace mucho tiempo me lo encontré en
Facebook. Después de lo que pasó decidí
ausentarme un poco de las redes para superar más
rápido la depresión. Era tarde, como las tres de la
madrugada…
Juan Pablo Vergara: Sólo una cosa: no me acosté
con Chiara Jefferson esa noche.
Ana Violenta: ¿Cómo estás?
JPV: ¿Sabes leer?
AV: Sí, tú me enseñaste, ¿no?
JPV: Eres una tonta. Echaste todo a perder.
AV: Me queda claro que así fue.
JPV: ¿Cómo te va con tu amante francés? ¿Al
menos se baña?
AV: Sí se baña, está en París y no es mi amante.
JPV: ¿Cuándo comemos?
AV: Espera, creo que te equivocaste de chat.
Soy Ana Violenta, no la gorda que traga donas
mientras redacta nota roja.
JPV: No me equivoqué, ¿cuándo comemos? Yo
invito.
AV: No, Juan Pablo. Me estoy curando de ti.
JPV: No me acosté con Chiara Jefferson,
carajo.
AV: Okey, te creo. ¿Y por qué no, si tanto la
amabas?
JPV: ¿Te digo la verdad?
AV: Tú no sabes qué es la verdad.
JPV: Fue por la culpa de un solomillo a la foie.
AV: Jajaja. Eso es algo que he llegado a
extrañar de ti.
JPV: ¿Qué, el solomillo?
AV: No, tu imaginación.
JPV: Es cierto. Te estoy diciendo la verdad.
Me cené un solomillo completo y no se me paró,
¿contenta?
AV: Moraleja: no cenes solomillo cuando la
siguiente parada es un motel.
JPV: Era todo lo que quería decir.
AV: Perfecto. Cuídate y medita si no te
convendría volverte vegano.
JPV: Lo voy a pensar.
AV: Besos, Juan Pablo.
¡Un solomillo a la foie!

Cuando cerré el chat me di cuenta de que lo


extrañaba profundamente. No se puede olvidar a
un personaje de esa envergadura. Un pícaro. Un
tartufo que, pese al sufrimiento que me causó,
seguía siendo mi personaje favorito. De él escribía
cuentos y narraciones jocosas. Nunca pude hacerle
un poema; el poeta era él.
Pasaron varios minutos antes de que pudiera
dejar de releer la conversación. Luego, para evitar
tentaciones, di de baja mi cuenta de Facebook.
En el momento en el que decides desactivar tu
perfil, la maquiavélica programación del software
te deja caer en cascada una serie de fotos de tus
contactos, y debajo de una lista de razones que te
piden tachar salen los rostros de los amigos que
más visitaban tu muro. Curiosamente, y para mi
sorpresa, el primer avatar que brincó fue el de
Juan Pablo.
Toqué la pantalla como para acariciar su cara
desde la frialdad del cristal líquido y leí la
leyenda que seleccionan los programadores de la
red social con la finalidad de conmoverte: “Juan
Pablo Vergara te va a extrañar, ¿quieres enviarle
un mensaje?”
Aceptar Declinar
DECLINAR
Después de tres meses sin Facebook logré
terminar la novela. Cuando llegué al capítulo final,
la dejé descansar unas semanas y decidí
mandársela a Hugo Villegas para que me diera su
opinión despiadada.
Al principio dudé en hacerlo pues si su novia
descubría que seguíamos en contacto, iba a
ponerse furiosa y le ocasionaría una serie de
conflictos. Durante ese periodo de espera recibí
una llamada del padre de mi hija.
—¿Qué pasó con la familia que le habías dado
a la niña? ¿Volviste a meter la pata?
—No, y no quiero hablar contigo de ese tema.
—Mira, Ana: yo creo que lo más sano es que la
niña vuelva a Lyon conmigo. Tú no estás bien. Ella
no es tonta y me ha contado cosas: dice que pasas
horas escribiendo y que le prestas poca atención.
—Falso. Le pongo la atención debida, pero
comprende que debo trabajar para pagar su
escuela. Ahora estamos las dos solas. Antes Juan
Pablo pagaba todo, ahora yo soy la que me fleto
para que ambas estemos bien.
—¿Ya le preguntaste qué es lo que ella quiere?
—Sí. Quiere irse contigo porque allá tiene
primos de su edad. Quiere irse de México porque
acá no tiene las libertades de allá. Acá todo es
“no”. Pero tiene diez años y los niños no deciden a
esa edad.
—Es cierto, pero no seas egoísta. Tú no estás
en condiciones de educar a una niña. Mira el
desmadre de vida que tienes de nuevo. Ella se fue
ilusionada por lo que iba a encontrar allá. Pero no
por tener hermanas postizas; ella quería estar con
su madre, con una madre sana, no con una mujer
rota.
—Eres cruel. Yo no propicié este desastre.
—No quiero herirte. Sé por lo que estás
pasando, ¿recuerdas? Yo quedé devastado tras
nuestra ruptura. Sólo te pido que medites algo: no
te lleves a la niña entre las patas. Recupérate,
ofrécele un lugar digno, pero mientras eso pasa
mándala para acá. Que no la toque tu insensatez.
—¿Y cuándo va a volver?
—Cuando puedas ser un buen ejemplo. El
tiempo lo marcas tú.
—Tengo que pensarlo.
—Hazlo. Sabes que acá ella está bien. Está
protegida.
—Uf, ahora resulta que la tengo que proteger de
mí misma.
—Te has empeñado en meterte en líos
innecesarios.
—Lo voy a pensar. Hablaré con ella. Veré qué
quiere hacer.
—Por favor.
—Me vuelves a poner en una encrucijada
tremenda.
—Tuviste la oportunidad dorada de recuperar tu
relación con ella y la desperdiciaste por estar de
paranoica.
—Sabes demasiado, por lo que veo.
—No soy idiota. Te leo a diario. Sé lo que traes
en la cabeza. Has usado Facebook como
consultorio sentimental.
—Ya lo cerré.
—Te tardaste. No sabes aprovechar la
tecnología. Te dejaste llevar por la mierda que
flota en el timeline.
—Voy a hablar con la niña. Te prometo ser
sensata.
—A mí no me prometas nada, sólo piensa en
ella.
—Sale, nos estamos hablando.
—Cuídate.

Algunos de los amigos que tenían mi correo


electrónico me mandaron mensajes para saber qué
pasó con mi Facebook. Es como si fuera un
sacrilegio. Si no estás dentro de una red social, no
existes.
Dos semanas después de la llamada del padre
de mi hija, me encontré con un correo muy
esperado en la bandeja del Hotmail.

De: hv12@hotmail.
Para: av24@hotma
Asunto: ¿Qué hacem

Mi princesa atribulada: he intentado buscarte por


Facebook, pero temo que me has bloqueado (¿o
cerraste tu cuenta?).
Acabo de terminar de leer tu novela y me
encontré con la sorpresa de que aparezco como
personaje. Por cierto, gracias por los elogios. De
alguna manera me consuela que no hayas tenido
tiempo de conocerme más a fondo y descubrir al
ogro que vive en mí, aunque te confieso que me
hubiera gustado poder inspirarte como lo hizo Juan
Pablo (a pesar de que es un antihéroe y no un
héroe romántico).
Puedo decirte que en general me gustó el texto,
sin dejar de lado que encontré varios errores y
palabras que pudiste haber sustituido por un
sinónimo y así evitar la repetición (que un lector
común no nota mucho, pero para la crítica mordaz
de los árbitros de la estética se traduce en pobreza
de lenguaje y falta de lecturas). En fin, no intento
menospreciarte (es lo último que haría). Te hago
estas observaciones porque veo (y siempre lo
supe) que tienes futuro como escritora.
Recuerda: lee más prosistas en tu idioma y lee
poesía; eso te afinará el oído de una manera
sorprendente.
Pero basta de consejos. Dime por favor cuándo
podemos vernos para que te muestre sobre el
papel las observaciones que hice en tu texto.
No sé si continúes viviendo con Juan Pablo,
pero creo que no tendrás problema para darte una
escapada y ver a tu antiguo amante, ¿o sí?
Por cierto, hace unas semanas terminé mi
relación con Susana por una bronca similar a la
tuya: la descubrí hackeando mis cuentas y se armó
la de Troya cuando supo que aún te seguía
escribiendo.
El tema del escarceo en las redes sociales ha
resultado ser el acabose para muchos donjuanes
porfiados, pero si tenemos un poco de suerte (y tu
bovarismo crónico no te traiciona de nuevo)
podríamos recuperar lo que Facebook se llevó.
Un beso,
Hugo Villegas.
“La copa inocente”
(yo es otra)

“La primera vez se sufre, pero a partir de la


segunda se disfruta. ¡Salud!”, dijo Beatriz durante
la cena de ex alumnas del colegio franciscano
donde estudiamos la preparatoria.
La mayoría de las compañeras tenía marido e
hijos. Algunas, las desmadrosas de siempre,
estábamos divorciadas y con la vida hecha un
nudo.
Luego de un año de chateos, Betty vino de visita
a Puebla sólo para criticar a las ex amigas en la
reunión y de paso a comprobar que yo había
dejado a Juan Pablo y a cumplir su promesa de
patearme el trasero por no haberme fugado con
Antoine.
El objetivo primordial de esa clase de
encuentros siempre ha sido el viboreo. Tirar
ponzoña tras el besito de saludo. Odiaba ese
ritual. Más en aquel momento pues sabía que las
críticas y la falsa comprensión irían a dar
directamente a mi silla.
Una botella de mezcal, pláticas huecas y cientos
de consejos terminaron por embriagarme a tal
grado que opté por el cinismo como método eficaz
contra las mordeduras de aquellos ofidios
emperifollados. Las preguntas oscilaban de lo
políticamente correcto a la agresión envuelta en
frases piadosas.
Beatriz me hizo segunda y nos dedicamos a
convertir la cena en una bacanal, sacando las más
arraigadas perversiones de las “niñas bien” de
nuestra generación. La cena se extendió hasta las
primeras horas del día siguiente. Unas terminaron
besándose entre sí, otras simplemente se
arreglaron el peinado y salieron disparadas a
seguir viviendo una vida aburrida y estéril. Beatriz
y yo fuimos las últimas en abandonar el lugar.
Paramos en un Oxxo por una botella de tequila y
nos dirigimos a mi casa.
—¿Por qué no te fuiste a París con Antoine?
—Era una locura. Tú tampoco te hubieras
atrevido.
—¿Extrañas al imbécil de Juan Pablo?
—Al principio (y mucho). Ahora que lo veo
desde lejos, y por lo que sé de él, siento un gran
placer al comprobar que está metido en el mismo
agujero del que no consiguió salir.
—Y la vieja ésa, Leticia, ¿nunca te llamó?
—Nunca. ¿Para qué iba a hacerlo?
—No sé, para restregarte en la cara que el
gavilán volvió al nidito.
—No. Y fue mejor que no lo hiciera. Juan Pablo
sigue jugando, ¿y sabes una cosa?: ahora, ya fuera
del aro, he llegado a comprender el discreto
encanto de vivir sobre el filo de la seducción.
—Eso no es nuevo para ti. Antes de Juan Pablo
era tu modus operandi, zorrilla.
—Sí, pero después del descalabro se acentúan
esas filias.
—¿No te ha buscado?
—Sí, sólo una vez. Lo hizo por chat y fue para
jurarme que no se cogió a la tal Chiara.
—¡Qué patético! Después de que le confesaste
lo del francés se tragó su orgullo… Me queda
clarísimo que eso es lo que debiste hacer desde un
principio. Te lo dije: el día que le hagas lo mismo
lo vas a tener de tapete. Pero te dio miedo…
—¿Te digo algo?: estoy haciendo de las mías.
—Ajá, ¿cómo? ¿Ya andas con alguien? ¿Con
varios? ¿Con mujeres?
—Estoy jugando con la mente de Juan Pablo.
—¿No que ya no lo ves?
—Yo lo veo; él a mí, no.
—Explícate.
—Abrí una cuenta de Facebook falsa. Con otro
nombre. Con la foto de una mujer que saqué de
internet. Una colombiana nalgona y gatona, como
le gustan.
—¡Estás loca! ¿Y cómo se llama tu personaje?
—Silvana.
—¿Y qué haces? Se va a dar cuenta de que eres
tú. Es periodista, pendeja, sabe seguir las pistas.
Va a notar que tienen los mismos amigos. Eres tan
descuidada que seguramente te tienes a ti misma
como amiga.
—No, ¿qué no ves que di de baja mi cuenta?
—Ajá, y ¿cuánto tiempo después lo agregó la
tal Silvana?
—Antes. Esa cuenta la inventé el año pasado y
lo hice con sumo cuidado. Pensando en todo. En
eso que dices: sabiendo que Juan Pablo escarba,
reportea y sigue las pistas. Fui paulatinamente
agregando a gente extraña y subía cosas del interés
de Juan Pablo. Pasaron meses antes de enviarle
una invitación a él. Para ese momento Silvana ya
tenía cien amigos. Un cuerpo. Le inventé la
identidad, una personalidad propia. Silvana
estudió ciencias de la comunicación y es muy
decente. Se queja todo el tiempo en Facebook de
no haber estudiado letras. Es amiga de los amigos
de Juan Pablo. Ellos, a veces, le comentan fotos y
publicaciones.
”Lo más absurdo del cuento es que, como
empecé este juego desde que vivíamos juntos,
alguna vez le dije a Juan Pablo que un amigo que
tengo en común con la tal Silvana me había hecho
llegar una conversación entre ellos dos. ¡No sabes!
Juan Pablo no sabía cómo zafarse de la bronca.
Mentía en todo… Después se puso en contacto con
‘ella’ para reclamarle. ‘Ella’ le explicó qué había
pasado. Él acabó por tirarle aún más indirectas.
Yo (la verdadera Silvana) le armé un tango. Al fin
tenía las pruebas de sus coqueteos… Y era él
quien empezaba. Se indignó. Me dijo que esa
mujer estaba loca. Luego los confronté.
Terminaron haciendo planes. ‘Ella’ se echaba la
culpa y le dijo: ‘Si quieres hablo con Ana
Violenta’. Él contestó…”
—Para, para. ¡No mames!, ¿llegaste a creerte el
personaje y acabaste odiándolo? ¿Te das cuenta de
que sigues arriba del ring? Ahora de una manera
bizarra, pero, a mi parecer, más enfermiza. Ya lo
mandaste al demonio, ya terminaste la novela y
estás a punto de reencontrarte con Hugo. ¡Déjalo
en paz! A ver, ¿qué cosas nuevas le sabes? Nada.
Lo mismo. Obviamente te lo estás ligando, ¿no? Y
juegas a seducirlo. Hasta te ha de calentar lo que
te dice. Finalmente continúas travistiéndote. Ahora
eres Silvana. ¿Piensas citarlo? ¿Para qué? ¿Para
llegar tú, la loquita de Ana Violenta, a la cita y
decirle: “Mucho gusto, hijo de puta, acá tienes a tu
Silvana?” ¡Se va a reír! Te va a voltear la tortilla
y dirá que sabía que tú eras Silvana. Recuerda: él
nunca pierde. Hiciste muy bien el cogerte al
franchute, sí. En decírselo también (si
verdaderamente querías terminar con todo). Ya
está hecho. Lo madreaste, que era lo que deseabas.
Estás libre y él sigue soñando que es el rey,
cuando no lo es porque tuvo que regresar con la
foca feliz que le aplaude hasta sus infidelidades
con la sobrina.
—Bah, eso lo sé de sobra, pero estoy muy
divertida. Lo quise hacer para descubrir el
método. ¿Cómo empieza el escarceo? A fin de
cuentas, siempre que lo cachaba la relación virtual
ya estaba fraguada. Nunca supe a ciencia cierta
cómo daba el primer zarpazo. No pienso citarlo y
hacer el ridículo para darle el gusto de verme
preocupada por él. Es, cómo decirlo, un cursito
exprés con el master del engaño. Simultáneamente,
y desde esa misma cuenta, he llevado a la práctica
lo aprendido.
—Mmm, okey. Andas calentando a fulanitos en
Facebook. ¿Y hay alguno con el que quieras
encontrarte?
—Hay varios a los que les eché el ojo y los
tengo bien medidos. Ahora sólo debo reactivar mi
cuenta y presentarme. Será fácil subyugarlos
porque ya le han contado demasiado a Silvana. ¡Ya
le hallé el sabor al caldo!
—Bueno, si no te afecta ver cómo Juan Pablo
chacotea con otras (que absurdamente ahora tú
eres esa otra) pues sácale provecho. Sólo que si
reactivas tu cuenta ya no lo aceptes como amigo.
—Claro, ¿ya para qué?
—¿Sigues trabajando en su periódico?
—Sí, pero no tengo obligación de hablar nada
con él. Sólo envío la colaboración y punto.
—Ya… A ver, pues, enséñame lo que Silvana le
ha escrito. Quiero verificar que no estás pasando
por alto que la tipa no eres tú y que, por lo tanto,
no escribe como Ana Violenta Garza. Igual y Juan
Pablo ya lo sabe, y la única engañada sigue
siendo… ¿Adivina quién?
11 de junio 12:00 a.m.
Silvana Robles: Buenas noches, don Juan
Pablo, ahora que lo veo conectado déjeme
felicitarlo por su excelente trabajo. Soy fan.

12 de Junio 8:50 a.m.


Juan Pablo Vergara: Muchas gracias, Silvana.
¿Eres poblana? Veo que estudias en la BUAP.
SR: Buen día. Estudié en la BUAP, pero ya salí
hace varios años. Casi no me meto a estas cosas,
pero lo leo a diario en su columna.
JPV: Pues es un honor, Silvana. Mil gracias.
SR: No, gracias a usted por contestar. “La
autopsia dirá si vive” es la única columna que vale
la pena en Puebla. Por eso lo felicito: porque es
diferente y dan ganas de leerlo.
JPV: ¿Lo dices en serio?
SR: Sí, claro. Y supongo que lo sabe porque
tiene muchísimos lectores. Yo una más, solamente.
JPV: Pues me da gusto tener lectores con tan
buena redacción como la tuya. Eso es simplemente
un doble honor.

—Espera: te lo dije, Violenta-Lenta. Primer error:


Silvana escribe igual que tú. La misma puntuación.
El mismo estilo socarrón.
—Aguanta, deja que corra el chat. Verás que no
se las huele…

9 de julio 1:11 a.m.


SR: Muy acertado su pronóstico de las
elecciones locales. ¡Felicidades!
JPV: Gracias, Silvana. Siempre generosa.
SR: Generosa no, realista. Buenas noches, don
Juan Pablo.
JPV: Un gustazo, Silvana. A ver cuándo nos
tomamos un café. Sería un honor.
SR: ¡Uy, no! Sé que su mujer es muy celosa.
JPV: Jajaja. ¿En serio? ¿Quién le dijo eso?
SR: La conozco.
JPV: No me diga, ¿es su amiga?
SR: Por lo menos de oídas.
JPV: Ah… pero me encantaría compartir un
café o una copa con usted. “Ella” no estará
invitada.

—¡Perro del mal! ¿Y dices que cuando pasó esto


aún vivían juntos?
—Claro. Yo estaba abajo, en el estudio, y él
echado en la cama jalándosela… El muy
pendejo…
—A ver, a ver, bájale. Quiero leer todo.
—Te digo que lo más terrible es que me puse
celosa de mí misma. Me cagaba la tal Silvana.
—Cállate, eso no importa. Bájale a la
conversación. ¡Mira qué decentito el cabroncete!,
le habla de usted a la mozuela. ¡No mames, está
buenísimo! Préndete un tabaco.

SR: Jajaja.
JPV: ¿Esa risa es de aceptación?
SR: Gracias, don Juan Pablo, pero prefiero no
meterme en problemas.
JPV: Será un sencillo café. Una sencilla copa.
SR: Prefiero no. Prefiero leerlo.

9 de julio 13:38 p.m.


SR: Espero no haberle parecido grosera
anoche, don Juan Pablo. Sólo quería felicitarlo por
su trabajo. Lo leo desde hace varios años y este
medio fue el único que hallé para hacerle llegar mi
reconocimiento. Disculpe si el mensaje se prestó a
malas interpretaciones.
—Pinche Ana, tu personaje es una ñoña. Muy
santita, ¿no? Muy poblana.
—Por supuesto. Mi idea era averiguar cómo les
contestaba a mujeres que de entrada no tenían otra
intención que reconocer su trabajo. Hubiera sido
muy fácil predecir su reacción ante el ataque
frontal de una zorra ruin.
—Ya capto. Y hablarle de usted… ¿Qué
sentías?
—Lo odiaba. Me sudaban las manos. Incluso a
veces dejaba el chat abierto y subía a hurtadillas a
la recámara para preguntarle qué estaba haciendo.
En ese momento bajaba la tapa del iPad y me
abrazaba. Me pedía algo de cenar para
mantenerme ocupada y seguir platicando con
Silvana. Me daban ganas de agarrarlo por los
tompiates y escupirle en la cara.
—Sigue, sigue. Se pone bueno. Otro tequilita,
¿no?

JPV: Para nada, Silvana. Me llamó la atención lo


que me dijo de mi “mujer”.
SR: Ana Violeta y yo tenemos un amigo en
común que me ha dicho que ella es muy celosa.
JPV: Sería una copa inocente.
SR: De verdad, gracias. Pero no se me hace
prudente. De todas formas lo sigo leyendo con
mucho gusto. ¡Y a ella también! Don Juan Pablo:
tiene usted una mujer bella e inteligente. ¡Cuídela!

—¡Ay, ya! No podías dejar de mamarte a ti misma.


“Bella e inteligente.” Te falto orate…
—Cállate y sigue leyendo. No estás aquí para
juzgarme.
JPV: No pretendía nada malo con una copa
ingenua. Se lo juro. Simplemente es grato conocer
a gente inteligente como usted.

—¡No chingues! Juan Pablo es de lo más


predecible. Pero raya en lo silvestre al decirle a
alguien que desconoce que es “inteligente”. Me
lleva…
—Betty, Juan Pablo es predecible, sí, pero las
viejas caen. Le creen todo. Querida, si quieres
cogerte a alguien lo óptimo es hacerles ver que
tienen todas las virtudes, entre ellas el buen gusto
de elogiar a quien se las quiere encamar.

SR: Lo sé. No crea que me asusto, pero entiendo a


las mujeres. Llévela con nosotros a tomar “la copa
inocente” y con todo gusto voy. Oiga, debo
desconectarme ahora. Páselo bien y espero leerlo
en su columna esta noche. ¡Buena tarde!
JPV: Le agradezco mucho, Silvana. Un gusto
conversar con usted.

—¿Y luego? Se dejan de escribir un buen rato…


—No recuerdo qué pasó. Supongo que en ese
lapso nos fuimos a algún viaje y me calmé un
poco. Pensé dejar el juego. Me estaba haciendo el
peor daño de todos, pero hubo algo, no recuerdo
bien, que me hizo dar el golpe. Ahorita vas a ver
la conversación posterior al drama que le hice
cuando “según” ese amigo en común que tenía con
Silvana me habría enviado la foto de la
conversación donde él dice: “Tomemos una copa,
‘ella’ no estará invitada”. Quería ver su reacción
frente al atropello y escuchar qué excusa pendeja
inventaba. Ponerlo en jaque desde ambos flancos.
Una fabulación siniestra.

15 de julio 16:53 p.m.


JPV: Hola, Silvana. ¿Está ocupada? Le robo un
minuto.
”Ana Violeta me acaba de decir que ya sabe
que le invité una copa inocente. No pensé que algo
menor trascendiera tan rápidamente. Lo peor es
que me dijo que un amigo común de ustedes dos le
prometió mandarle la conversación completa. Por
lo que entiendo usted ya lo enteró y le dio dicha
conversación.
”Me da mucha pena tratar este tema con usted.
”En serio que no pensé que trascendiera a este
grado.
”Nunca fue mi intención hostigarla.
”En fin.
”Es una pena.
”Le informo que a raíz de esa discusión ya
terminamos.
”Fue muy desagradable el final.
”Por supuesto ella me dijo su nombre —Silvana
Robles— y quedó de mandarme la conversación
que el amigo de ambas se comprometió a enviarle.
”Espero que esto no llegue a grados todavía
más lamentables y que usted le reclame a su amigo
porque Ana de inmediato será enterada. Cualquier
cosa que usted diga será usada en mi contra. Y
todo por invitarle una ‘copa inocente’.
”Uf.
”Qué decepción.”

—Jajajaja, se le cayeron los calzones al puto.


Jajajaja.
—Así me reí yo cuando abrí el mensaje. ¿No
que muy machito? Claro, ahora la gran culpable de
sus golferías resultaba ser la pobre e inexistente
Silvana Robles. Pero ella, que es una buena mujer,
no iba a permitir que una relación seria terminara.
No, no. Ella debía reivindicarse con su admirado
Juan Pablo quien, a la postre, quería tomar ventaja
victimizándose. Checa esto…

SR: No puedo creer lo que me dice, pero ya sé de


quién me habla... Es verdad que vi a este amigo en
una fiesta el fin de semana y cometí (ahora veo) la
estupidez de mostrarle la conversación que para
mí no resulta ofensiva. Él es mi amigo de muchos
años y por lo que sé, lo es también de ella, creo
que iban al mismo colegio. Lo que me alarma de
todo esto es que él se haya reenviado la
conversación y se la mande a su mujer. Don Juan
Pablo, no sabe lo apenada que estoy, de verdad.
Lo que me pide es muy difícil, pues me dan ganas
de reclamarle en este momento e impedir que se
haga más grande el lío. Lo que me asombra es que
Carlos (que fue quien me dijo que Ana era su
amiga y que era bastante celosa) le comentara en
mal plan lo que vio. Tiene toda la razón de estar
decepcionado y molesto conmigo. No haré más
grande el problema porque me lo pide usted, pero
nunca creí que sucediera esto.
JPV: No se preocupe, Silvana. Entiendo su
impotencia. Y gracias por entender mi reacción.
”Créame que fue muy desagradable. No sé si él
se haya reenviado la conversación.
”Lo que sí sé es que él le prometió
conseguírsela.”
SR: Que haya terminado su relación por un
chisme está muy mal, pero yo tuve la culpa por
enseñar cosas privadas.
JPV: Lo peor fue cuando ella mencionó su
nombre. Ella estaba fuera de sí. Como la conozco,
no me extrañaría que buscara comunicarse con
usted por esta vía.

—¡A fuerza! El muy listo quería curarse en salud


al decirle eso. La prevenía. Uy, uy, uy…
—Espera, viene lo mejor.

SR: Ya no me diga, por favor. Si quiere hablo con


ella, me siento terrible.
JPV: Lo mejor sería esperar su reacción y
actuar en consecuencia. Estoy asombrado porque
creo que no la hostigué ni mucho menos, pero a
Ana Violeta le vendieron todo lo contrario.
SR: No lo quiero meter en broncas; si trata de
contactarme, y si usted prefiere que no le diga
nada, así lo haré.
JPV: Quizás sería lo mejor. No sé qué piense
usted. Créame que me da pena meterla en este
predicamento.
SR: Hay que esperar a ver qué pasa. Y usted no
me hostigó, pero por lo de la invitación a “la
copa”, seguro Carlos, que es un maldito chismoso,
se lo ha de haber recalcado.
JPV: Exacto. Le subrayó mucho lo de la “copa
inocente”.
SR: ¿Pero usted le dijo algo a Ana Violeta?
Quizá si le digo que yo fui quien lo buscó para
felicitarlo por sus columnas se pueda calmar. Pero
usted dígame…
JPV: No me dio tiempo de decir nada. Habló
sin parar como siempre.

—¿Ya ves, neuras? Te tenía bien tomada la


medida. De cacatúa no te bajaba… y suscribo.
—Qué graciosa. Dame las tres…

SR: ¡Qué pena, qué peeena!


JPV: Por eso creo que lo mejor sería que usted
se hiciera la sorprendida.
SR: Entiendo que si se lo dijeron como chisme
usted se haya puesto a la defensiva. Créame,
cuando algún insidioso te llega con un comentario
así, es natural la reacción. Pero le juro que me
muero de coraje por que este tonto haya copiado la
conversación.
JPV: Espero que no. No la tenía. Aunque él se
la prometió. Quizás se comunique con usted para
pedírsela.
SR: A ver, ya me entró la duda porque cuando
le mostré la conversación, Carlos se quedó un rato
jugando con mi celular. Ay, no...
JPV: Uy, uy.
SR: Voy a ver en este momento si se registró en
los mensajes enviados; pero si es así, don Juan
Pablo, no me puedo quedar callada. Esto es un
abuso total de confianza. Voy a checar.
JPV: Okey. Gracias, Silvana.
SR: No aparece correo enviado, pero lo que sí
aparece es una foto en mi galería de un cachito de
la conversación. Tengo que resolver esto... No
puedo creer que se haya metido así. ¿Qué hago,
don Juan Pablo? Dígame, por favor.
JPV: ¿Es la parte de la “copa inocente”?
SR: No, es la parte donde dice: “Me encantaría
compartir un café o una copa con usted”, y donde
dice: ‘Ella no estará invitada’, luego mis ‘Jajaja’
”.
JPV: Si la reenvió, tiene que haber quedado una
huella en su correo o en los mensajes de texto.
SR: En “enviados” no está. Voy a ver en
“eliminados”.
JPV: Okey.
SR: ¡Es un estúpido!, borró el mensaje de
“enviados”, y lo que eliminó se fue a papelera. Sí,
se la envió él mismo a su correo ese día. Qué poca
madre.
JPV: Qué mal.
SR: Don Juan Pablo, tengo que hablar con él. Si
le digo, se va a acobardar y no creo que se la
reenvíe a su mujer.
JPV: Okey. Dígale que descubrió ese
movimiento y que tiene la duda.
SR: Por favor, ¡tengo que hacer algo! Es usted
muy amable en no decirme lo que merezco, pero
tengo que tratar de enmendar todo este desmadre.
Una cosa: ¿cuándo le reclamó Ana Violeta?
JPV: Hoy.
SR: Igual y habló con Carlos después del
reclamo.
JPV: A eso de las cinco. Posiblemente. Aunque
conociéndola ya me habría enviado la copia de la
conversación.
SR: Me tengo que salir del Face. Ahorita no
puedo marcarle a este “amigo”, pero al rato me va
a oír. Le informo lo que pase. Y mil disculpas.
JPV: No se apure, Silvana.
”Muchas gracias. ¿Me cuenta lo que pase? Ana
Violenta me acaba de enviar un mensaje y no me
dijo nada.”

—¿Cómo estuvo eso?


—Pues en ese momento, como tenía el chat
entre Silvana y Juan Pablo abierto, quise ponerlo
más nervioso mandándole un mensaje. Algo con
respecto al trabajo, y no le comenté nada sobre el
tema. Fue un mensaje escueto, así que creyó que el
tal Carlos (otro fantasma) no me había enviado las
fotos de la conversación. Juan Pablo quería
tantear, ¿no?, pues la mano la llevaba yo…
SR: No me contesta. Carlos no me contesta. ¡Qué
horror! Después de tanto estrés me cae que sí le
acepto la copa inocente.
JPV: Jajajaja. Claro. Hagamos algo, Silvana.
No nos preocupemos. Lo que va a pasar, va a
pasar. No quiero que se estrese.
”Relajémonos.
”No es el fin del mundo.”

—Este güey no tiene abuela. O sea, ya le estaba


mandando un mensaje cifrado: “Mejor que pase y
así nos conocemos”. Es un cabrón. La verdad, mis
respetos.
—Uta, yo estaba enchilada porque obviamente
después de enfrentarlo me salí a un café para no
hacer feo y seguir con la trama. Claro, al ver a la
damisela preocupada, él lanza una piedra directa:
“Relajémonos”. Es como hacer una invitación
abierta: “Cojamos en paz, la misa ha terminado”.
¡Idiota!
—Todavía te duele, Violenta…
—Ni madres. No me duele. Me emputa, pero
me da valor. Recuerda que todo esto se ha vuelto
mi manual de usuario. ¡Salud! Y pásame un limón.

SR: Finalmente, ni la conozco, y si me manda un


mensaje no contesto y punto.
JPV: Después de que hablé con usted me
tranquilicé. Insisto en que tomemos la copa.
SR: Me angustia usted, su relación, ella
misma… Jajaja, ya lo estoy pensando (lo del
traguito).
JPV: Esas escenas de celos ocurren cada cinco
minutos. Aquí lo que me sorprendió fue que la
hayan involucrado a usted. Relajémonos y veamos
qué pasa… (y póngale fecha y lugar, lo
merecemos).
SR: Fue mi culpa por andar enseñando chats.
JPV: ¿Le parece? Nos puede pasar a
cualquiera.
SR: … Bueno, gracias don Juan Pablo. Si sé
algo le aviso.
JPV: Yo pensé, y eso me preocupó, que la
hubiera hostigado. Y que usted estuviera irritada.
SR: No, don Juan Pablo, irritada no, pero sé
cómo es la movida en Facebook. Por eso no me
gusta estar metida acá.
JPV: Tiene toda la razón. Es un terreno
fangoso. Relajémonos y nos comunicamos cuando
tengamos noticias. Ni me diga. Gracias por
compartir esta historia de terror (y sigue sin
ponerle lugar a la cita).

—Ya no pude más y volví a la casa a enfrentarlo.


Llegué con las fotos de la conversación, se las
enseñé. Él se defendió saliéndose por la tangente.
Surcando el hecho de que era mucho más grave la
intromisión y la insidia del tal Carlos por habernos
envenenado a todos. Nunca ofreció una disculpa
por negar que conversaba con ella. Lo de la copa
inocente lo siguió sosteniendo. “No hubiera
pasado nada si ella aceptaba. Es una lectora
agradecida.” Ajá, como el perro con pulgas al que
le compran su puto shampoo… (empínate ésa,
¿estás fichando, Beatriz?).
”Total que me volví a salir, ya más calmada,
para conectarme de inmediato y ver qué le decía a
Silvana Robles. Con qué nueva jugada salía para
sonsacarla a salir con él, ahora, quizás, por
culpa.”
JPV: Silvana. ¿Puede hablar? En efecto: su amigo
le mandó a Ana Violeta dos fotos de la
conversación. Ya me las enseñó. Yo por mi parte
le mostré la conversación completa. Ella se quedó
con la mejor imagen de usted.

—¿Y sí te la enseñó íntegra?


—Mentira, ya la había editado.

JPV: Pero el enojo continuó gracias a las palabras


que Carlos Romero —¿así se llama?— le dijo
sobre mí: “Sé que Silvana me va a dejar de hablar
por un tiempo, pero ya se le pasará y seguiremos
siendo amigos. Pero no es justo que ese tipo por el
que tanto sufres te vea la cara como lo hace. Mira
cómo perrea a Silvana. No es justo”.
”Aunque Ana Violeta leyó la conversación
completa y aceptó que no había nada malo en ella,
sus prejuicios —alimentados por Carlos—
pudieron más.
”Carlos también le dijo a Ana que por lo visto
usted ya sabía algo de su repugnante acción porque
le había enviado varias llamadas o mensajes. Pese
a eso no tuvo empacho en mandarle las fotos de la
conversación.
”Dice Ana que este amigo suyo se llama Carlos
Romero, pero no veo en su lista de amigos a nadie
que se llame así. Creo que el único Carlos que
comparten como amigos se apellida Flores.”
SR: Uy... se puso fea la cosa. Me lo temía.
Carlos no me ha contestado.
JPV: Por curiosidad, ¿cómo se apellida?
SR: No, no. En efecto Carlos es Carlos
Romero, pero le digo: yo lo conozco hace más de
diez años.
JPV: Ajá. Pues sí le mandó dos imágenes de la
conversación.
En fin. Las cosas pasan por algo.

—Traducción: liberémonos de todo esto y


conozcámonos en forma… y en la desgracia.
—¡Perro!
—Sí, qué pendejo.
—Y le valió que lo cachara, ¿viste? Paso
número uno del manual: que la culpa no te frene.
Lo importante es coger. Siempre coger. Coger bien
sin mirar a quién.
—¿Por qué borraste el final de los chats?
—No, acá hay un poco más. Ya se empezaba a
repetir demasiado. Conoces a Juan Pablo: es el
mismo discurso en distintas mesas. Los mismos
elogios frente a distintas nalgas… Hueva.

SR: Lo siento mucho, don Juan Pablo. Yo voy a


seguir insistiendo para hablar con él.
JPV: Yo creo que en varios días no le
responderá.
SR: Que pase una buena noche. Estamos en
contacto.

16 de julio, 13:58 p.m.


SR: Rápidamente: espero que todo se haya
resuelto. Carlos no me toma la llamada. Saludos.
JPV: Ni te la tomará, Silvana. Así son esa clase
de personas. Pero no te preocupes. Él es ahora el
estresado. Eso es peor. Sin darme cuenta, ya te
estoy hablando de tú…

—¡Uff! Supongo que desde aquí ya empezó el


perreo en forma. Bella instantánea. ¿Y qué pasó
más adelante? ¿Le dijo que lo habías perdonado?
—No. A partir de eso usó todas sus artimañas
para envolverla. Le dijo que me fui de la casa y
que se había quedado solo como perro. Que la
relación de por sí ya estaba pendiendo de un hilo.
Me sacó de la jugada como era costumbre.
Entonces Silvana, ya liberada de culpas, comenzó
a ablandarse. La mojigatería se disipó y empezó a
mandarle mensajes eróticos. Poco tiempo después
ella lo desconcertó, porque él la cita en algún
restaurante y ella acepta pero un día antes le
cancela.
Juan Pablo también está dentro de la fantasía
que él mismo ha ideado: ya hasta hablan de
personas en común. Se ponen de acuerdo para
pasar el fin de semana y platican de política. Ella
le pasa información que él mismo me daba a mí en
la cama. Él se sorprende porque cree que sus
fuentes son únicas. Cree que es una mujer
maravillosa. Quiere enseñarle todo lo que sabe. La
quiere “formar” en las letras. Siempre le repite
que no debió estudiar comunicación, sino derecho.
“Alguien que quiere aprender a escribir no debe
estudiar ni periodismo ni comunicación. Eso se
aprende en quince minutos.” Ella le da el avión. Le
dice que quiere ser su alumna. Que le quiere
aprender todo en todas las modalidades.
Juan Pablo aún no saca su verdadera cara con
ella. ¡Salud! Todavía no la humilla si se equivoca
en la puntuación. Aún no le dice que es una
muchacha ladina, y que sin él no es nada. Claro:
nunca se han visto. No la ha llevado a comer. No
ha podido desplegar su potencial retórico en una
mesa. No le ha mostrado su influencia en bares y
restaurantes. No se ha mofado de ella por pedir
jamón serrano en lugar de jabugo. Ella está
enamorándose del Juan Pablo equívoco. Del que
no es. Mientras él se quiebra la cabeza pensando
que Silvana es la siguiente. ¡NEEEXT! Que
Silvana es otra mujer: sana, jubilosa, encantadora.
Él está erizo todo el tiempo. Se la quiere coger a
como dé lugar. Ja. ¡A mí, que soy la otra!
—Detente y sírveme la última. Acabas de decir
algo aterrador: “Ella está enamorándose del Juan
Pablo equívoco”. ¿Te estás escuchando, pendeja?
Sé que estás ebria y que al ir narrando actúas, pero
creo que hay algo más. Te estás sintiendo atraída
por él, aun sabiendo que ni tú eres Silvana, ni él es
el dulce hombre que cumplirá sus promesas. ¡Vete
a una terapia mañana mismo! Esto te está
sobrepasando. Vives una realidad paralela muy
extraña que no quieres detener. Está bien que
aprendiste todas sus mañas: ése era el fin del
juego. Ya tienes las armas que necesitabas. Ya lo
utilizaste y te estás burlando de él. Es tiempo de
matar a Silvana y sacar a Ana Violenta. Pero ojo:
nunca más para Juan Pablo, ve por los que
siguen…
—Estoy agotada y ya me está entrando la cruda.
Voy a dormir. En unas horas te iré a dejar al
aeropuerto y tendré tiempo para pensar en lo que
viene.
—Y… contéstale a Hugo. Eso es lo más
importante y no lo has hecho. Te voy a estar
fregando hasta que lo hagas. Me das un poco de
miedo, así que mejor duermo en el sofá-cama del
estudio. No vaya a ser…
—Tarada…
—Loca.
Era mediodía y sólo pude dormir un par de horas.
En el trayecto hacia el aeropuerto Beatriz me dijo
algo que me desconcertó viniendo de ella: “Si
piensas seguir jodiendo a Juan Pablo, hazlo de
cerca. Hazlo en su casa. Hazlo en su cama, pero
consciente de una cosa: quieres chingártelo, no
padecerlo”.
¿Regresar con él? No había pensado en esa
posibilidad en todo el tiempo que transcurrió
desde que quitamos la casa. La duda se había
apoderado de mi mente. No le contesté nada a
Beatriz. Sólo sonreí y continué manejando.
De:
av24@hotmail.com
Para:
hv12@hotmail.com
Asunto: Veámonos

Disculpa la tardanza de mi respuesta. Han pasado


varias cosas que me tienen preocupada. La más
importante es que mi hija se regresa con su padre a
Francia. Estoy muy triste por eso, pero creo que
por ahora es la mejor decisión. Ella está de
acuerdo y muy entusiasmada con ver a su familia y
volver a ese maravilloso país.
Es duro, aunque creo que esta vez la separación
es menos dolorosa. Mi hija me ama pese a los
errores que he cometido, y un día, lo sé, estaremos
juntas y en paz.
Cambiando de tema: no te voy a decir que
siento pena porque te hayas separado de Susana,
pero ojalá sigas firme en esa decisión porque el
perfil de la mujer que se entromete en la vida
privada del hombre es directamente proporcional
al grado de esquizofrenia que se puede
desencadenar si no se le pone un alto a tiempo.
¡Ja!, creo que lo digo por experiencia y debes
concederme el punto de que lo reconozca.
Quiero verte, sí. No sólo para que me des tu
sesuda opinión sobre la novela; también me
gustaría emborracharme y perderme contigo una
noche para platicar como tanto nos gustaba
hacerlo.
Respondo a tu pregunta: ya no vivo con Juan
Pablo, así que estoy en la libertad de dormir y
despertar donde mejor me venga en gana. Ahora
sólo hace falta ponerle fecha al encuentro. Tú
dices. Tú, que eres el ocupado.
Te quiero,
Ana Violenta.
Me pareció muy extraño no recibir respuesta del
correo al día siguiente. Hugo religiosamente
entraba a internet como a las cinco de la tarde y se
daba a la tarea de contestar los mensajes (sobre
todo si se trataba de mí).
Decidí estar tranquila y concentrarme en los
preparativos del viaje de mi hija. Durante dos
semanas nos disfrutamos la una a la otra: salimos
al cine, patinamos, la lleve a la playa, dejé que se
desvelara haciendo pijamadas con sus amigas…
El tiempo corría. Cada noche entraba al Hotmail
buscando la respuesta de Hugo. Nada. “Ha de
estar haciendo pataletas porque no le contesté de
inmediato.” Ya me la había aplicado un par de
veces.
Ahora lo importante era despedir a la niña y
volver a acostumbrarme a la soledad. ¿Podría
hacerlo? No. Sabía perfectamente que no iba a
soportar estar sola.
Tal como me lo recomendó Beatriz, en esos días
de claridad dejé de entrar a la cuenta ficticia de
Silvana. La última sesión fue regresando del
aeropuerto luego de llevarla y escuchar sus
tentadores planes. Vi un mensaje de Juan Pablo en
el que le proponía por enésima vez comer en El
Desafuero. Silvana aceptó y ya no supe qué pasó
después, cuando Juan Pablo se vio plantado en el
legendario restaurante.
El avión que se llevó a mi hija despegó un lunes a
las once de la noche. Minutos antes la vi alejarse
de la mano de una azafata. Ella me dijo:
—Mami, cuando regrese no quiero volver a
verte llorar por nadie. Mi papá nunca te hizo
llorar. Yo tampoco. Entonces, ¿por qué estuviste
tanto tiempo con Juan Pablo si él te ponía triste?
—No sé, nenita. Pero te prometo que nunca más
me verás así.
La niña sonrió. Me dio un abrazo pantagruélico
y se fue brincoteando hacia la sala de espera,
donde su madre no podría verla asustada al
sentirse sola antes de un viaje que cruzaría el
océano.
Yo me fui con el corazón oprimido al cuarto de
hotel donde me hospedé esa noche.
Dejé de pensar y caí dormida. Tenía la certeza
de que la niña estaría a salvo con su padre. Yo no
estaba capacitada para educar ni cuidar a nadie.
Eso lo sabía, porque finalmente había sido incapaz
de educarme y defenderme a mí misma.
Los sueños de la razón engendran
monstruos
Solidaria
hasta la
ignominia, me
puse varias
borracheras
contigo en las
que te di la
razón en todo.
Incluso lloré
cuando te
derrumbabas
delante de mí,
pero en el
fondo estaba
contenta.
La incondicional, ENRIQUE SERNA
De: hv12@hotmail.
Para: av24@hotma
Asunto: Re: Veámo

Querida Ana:
Para variar estoy atravesando una crisis
neurótica del carajo, por culpa del insomnio, o
viceversa: ya no sé si fue primero el huevo o la
gallina. Trabajé como negro durante un mes y ya
tengo lista la escaleta de mi próxima novela. Creo
que logré pergeñar un Fab Limón bastante digno,
pero en la última semana casi no he dormido y
estoy hundido en el desasosiego. Dudo entre
volver al yoga y ser un abstemio el resto de mi
vida o rodar cuesta abajo con alcohol, mariguana y
tranquilizantes hasta que me muera. Por desgracia,
el término medio ya no me funciona. Tal vez las
indecisiones amorosas que he tenido en los
últimos meses sean una consecuencia de mi
neurastenia. Te confieso algo importante: estoy en
un estado emocional muy endeble y vi la
reconciliación con Susana como una tabla de
salvación. Supongo que tuve miedo de que no me
quisieras, como el día que huiste de mi casa por ir
a “cerrar el círculo” (que terminó convertido en
espiral) al lado de Juan Pablo. Sentirme querido
me importa más que coger y le tengo terror al
vacío afectivo. Por supuesto, no te estoy
reprochando nada, comprendo que tu prioridad era
despedir bien a tu hija, pero yo sentí que estaba
haciendo una apuesta equivocada. En las próximas
semanas voy a estar muy ocupado y sinceramente
no creo que valga la pena ir a Puebla. No puedo
verte sin querer abalanzarme sobre tu cuerpo y
esto me traería más desajustes emocionales de los
que ya tengo. Espero que comprendas mi posición
y no pienses que soy yo el que ahora juega contigo.
Creo que ninguno de los dos se merece pasar la
vida esperando un milagro. Lo nuestro ya no se
pudo y, como dice José Alfredo, “te adoré, te
perdí, ya ni modo”.
Lo que sí te pido es que me escribas tu
dirección para que envíe el borrador de tu novela
con los apuntes que le hice al calce. Creo que no
necesito estar ahí para que entiendas por dónde
van los errores que encontré. Eres inteligente y
muy capaz de sacar avante este proyecto.
Mucha suerte a la hora de ofrecerla en alguna
editorial. Si necesitaras un espaldarazo, no dudes
en escribir para que te presente a un editor
confiable que valore tu trabajo sin tanto trámite.
Besos,
Hugo.
El estudio estaba completamente en silencio. No
había pelotas rebotando ni gritos infantiles en el
patio. Las paredes se me venían encima mientras
la pantalla de la computadora pasaba del índigo al
negro. Salí de la habitación para tomar una
cerveza del refrigerador. La casa que había
rentado hecha una ruina, volvía a su estado
habitual.
Los muros tienen historia. Se revela al raspar un
poco las capas de pintura que el tiempo y otras
manos han colocado para borrar el pasado. No
tenía ganas de cubrir sus llorosos cantos con un
nuevo color. Bebí con fe. Media botella de mezcal
bastó para que empezara a hablar sola. El
soliloquio comenzó, para variar, con un cliché:
“Ahora sí, te quedaste como el perro de las dos
tortas”. No recuerdo qué más dije. Palabras al
aire. Maldiciones. Juramentos. En la borrachera
pensé en escribirle a Hugo para persuadirlo.
Siempre funcionaba el chantaje sentimental, pero
era demasiado pronto para contraatacar. Ya
llegaría el momento de moverle el piso de nuevo y
atraerlo hacia mis brazos con una promesa que
jamás podría cumplir, porque lo que ahora
deseaba, quizás con más fuerza que antes, era
desquiciar a Juan Pablo Vergara.
Entonces tomé el teléfono y le envié un mensaje
diferente a todos los mensajes indignos que le
enviaba en mi etapa de mujer sumisa y
atormentada.
No. El nuevo tono debía ser imperativo, seguro,
calculador. No iba a pedirle aparecer. Quería
verlo en ese momento y así sucedería. “Ven a mi
casa. Quiero hablar contigo. Sabes la dirección
(tus hijas la tienen en caso de que la memoria te
falle)”. La respuesta llegó instantáneamente.
“¿Estás bien? Voy para allá. Te marco para que
me expliques cómo llegar porque las niñas ya
están dormidas”.
Transcurrió un año desde que esa noche Juan
Pablo llegó a mi casa desarmado y dócil. Tocó la
puerta y no pidió tregua para llevarme a la cama.
Me lo cogí sintiéndome Silvana Robles porque
ella “estaba enamorada de un Juan Pablo
equívoco”. No hablamos del pasado ni del
presente, pero él seguía convencido de que podría
haber un futuro. A la mañana siguiente me pidió
que volviéramos a vivir juntos.
—¿Cómo que juntos? ¿No regresaste a tu
antigua casa, con tu antigua mujer?
—No es mi mujer. Es una compañera y, si me
das otra oportunidad, hablaré con ella para que se
vaya. Cerraré esa puerta que nos llevó al
despeñadero.
—A estas alturas del partido no creo en tus
promesas. Tú sabrás lo que haces. A mí ya no me
importa ser la “señora de”, pero si Leticia se va
podré ir a visitarte de vez en cuando. Yo por mi
parte no dejaré esta casa, la conservaré porque es
lo más prudente conociendo nuestro historial.

No sé qué explicación laberíntica le haya dado a


Leticia para que dejara su propia casa, pero
quince días después estaba fuera. Bastaron unas
cuantas horas para que Juan Pablo Vergara llamara
por teléfono y me dijera: “Ven a tomar posesión de
mi casa y de mi vida” (mientras chateaba con
Silvana, a quien había revivido la mañana
posterior al reencuentro).
¡Qué cursilería!
Esa tarde llegué al fraccionamiento por donde
tantas veces había pasado con la intención de
bajarme y tocar la puerta de Leticia para tirarle el
teatrito a Juan Pablo. Pero el tiempo es sabio…
Entré a la casa, miré los muebles, saqué un vaso
y me serví un trago. Si fuera perro, hubiera meado
en todas las esquinas. Me quedé a dormir esa
noche regocijándome de mi triunfo (que en
realidad era una derrota) sobre la enorme cama
king size que tenía dibujada como un fósil la huella
del cuerpo sintético de Leticia.
Pasaron los días y las noches. Hice míos los
libros, las plumas fuente. Tiré fotos, descolgué
cuadros, quemé prendas olvidadas. Me apoderé
del estudio: el único lugar donde nunca puso un
pie Leticia. Hoy, el techo ya presenta las primeras
manchas del humo que sueltan mis cigarros. Acá,
en la casa donde no se fumaba ni por error.
Tal como lo planee, conservo la otra casa. No
porque me guste tirar el dinero a la basura, sino
más bien por la promesa que le hice a mi hija antes
de subirla al avión: “Ya no me verás triste”. Y en
casa de Juan Pablo Vergara lo soy, aunque haya
encontrado el secreto de la felicidad 2.0 de la
mano de Silvana Robles: ese engendro que tiene
loco al periodista que se venga de sus desdenes
conmigo. Amándome. Haciéndome el amor cada
noche, sin saber que la que se entrega es esa otra
mujer: la que no ha lastimado porque no conoce.
Ana Violenta Garza: Salut, mon petit amour.
Antoine Dupré: Ha pasado un año… ¿Y qué
crees? ¡Voy para México a un proyecto de
fotografía!
AV: Búscame. Hay que repetir. Las segundas
veces ya no duelen.
AD: ¿Cuándo reactivaste tu cuenta? Te busqué
comme un sage, y no te encontré. Nunca me diste
un mail.
AV: Me desconecté un rato, pero no resistí la
tentación de volver. ¿Cuándo llegas?
AD: En un mes, aproximadamente. Iré primero
a Guanajuato, ¿me alcanzas?
AV: Te alcanzo, sí. Avísame una semana antes
para que prepare el viaje.
AD: Será bueno verte otra vez.
AV: Será mejor sentirte. Verse es demasiado
circunstancial…
Oye, necesito que me marques mañana al número
22 22 47 61 93 y me invites a una boda en
Guanajuato argumentando que eres madrina y que
tu marido no te puede acompañar. ¿La fecha? A
finales de este mes. Yo le voy a adelantar el tema
a Juan Pablo, pero de todas maneras marca a las
diez para que lo saludes y le preguntes si quiere ir
él también. Te va a decir que no porque tiene una
cita muy importante (con Silvana Robles). Así que
finge tristeza y decepción por su ausencia. Él sabrá
recompensar su falta. Luego te cuento el plan
verdadero.
Lucio Colmenares: Leí un artículo en la revista
Sonora e inevitablemente sentí la necesidad de
buscar a la autora. ¡Qué sorpresa!, aparte de
dominar el tema del rock progresivo, eres muy
guapa.
Ana Violenta: Gracias, qué amable. Por lo que
veo vives en la Ciudad de México. Yo voy muy
seguido…
LC: Vaya, pues ojalá que un día podamos
conocernos. Yo doy algunas clases de bajo en la
Superior.
AV: Me encantará conocerte, Lucio. Siempre es
un gusto conversar con personas inteligentes.
LC: Pues ya quedamos. Cuando vengas, déjame
un inbox y nos encontramos en algún café.
AV: ¿Café? Mmm, como que suena a entierro.
Podríamos tomar mejor una copa sencilla.
LC: ¡Mejor! Esperaba que lo propusieras.
Siempre hay que dar la mejor impresión y no
quería desvelar tan pronto mi faceta alcohólica.
AV: No te preocupes, amigo. Sólo es una copa.
Para conversar de rock, queda mejor. ¿A quién le
hace daño una copa inocente?
LC: Sin duda. A nadie le hace daño, sino todo
lo contrario.
AV: Claro, a veces tomar la copa con un
desconocido obra milagros. Hace que uno se
reconcilie con la vida, ¿no te parece?
LC: Totalmente. Espero tu mensaje con
impaciencia.
AV: En eso quedamos. Un beso.
Ana Violenta Garza: ¡¡¡Hey, hey, hey!!! Años sin
verte, condenado. ¿Tan mal te traté como para que
no me volvieras a buscar?
Elías Coletti: ¿Cómo estás, preciosa? Para
nada, te recuerdo con gran cariño. Lo que pasa es
que sé que estás casada y…
AV: ¿Yo? ¿Casada? ¿Pues en qué te quedaste?
Hace más de cuatro años que me divorcié, y desde
ahí, toco madera. ¿A poco me has visto en las fotos
con novio?
EC: No, en verdad que no, pero supe que
andabas con un periodista o algo así.
AV: Son chismes. Ya sabes cómo es la gente.
Más las mujeres: siempre tratando de
desprestigiarte si haces bien tu trabajo. No salgo
con nadie. Me encantaría verte.
EC: Pues va. Tú pon fecha y comemos.
AV: Perfecto. ¿Te parece bien el jueves? No
sabes… he pensado mucho en ti últimamente. No
me preguntes por qué… quizás porque quedó algo
inconcluso.
EC: Jajaja, pues habrá que terminarlo, ¿no?
AV: Eso mismo pensé, y ya que tú no te
dignabas en saludarme, pues tuve que dar el paso.
EC: Hiciste bien.
AV: Bueno, corazón, te busco por acá el
miércoles para confirmar hora y lugar.
EC: Uf… voy a estar encantado de verte.
AV: Yo más (créelo).
—Amor, ¿ya vienes a la cama?
—Ya voy, Juan Pablo. Estoy terminando un
artículo.
—¿Sobre?
—Codependencia neurótica.
—Acabas mañana, ya te extraño.
—Anda, adelántate al cuarto. Déjame guardar el
archivo y te alcanzo.
Juan Pablo: no tengo cara para hablar contigo por
tantas ocasiones en las que te he plantado.
Supongo que ya no me crees nada y con justa
razón. Sólo quiero pedirte una última oportunidad
para compensar mis fallas.
Yo también me muero de ganas de tenerte en la
cama, de que me beses, de que me arranques la
ropa y me muerdas el cuello. Creo que llegó el
momento de vernos y comernos. Estoy tan
caliente… Siempre lo he estado. Desde la primera
vez que te envié el mensaje que provocó que la
estúpida de Ana Violeta te abandonara.
Quiero ser suya, maestro.
Quiero que me tome y no me suelte.
… Hablarte de usted me excita, ¿sabes?
Así lo haré la primera vez que nos veamos de
frente y no puedas aguantarte más para llevarme al
motel. Te propongo que lo hagamos exactamente a
final de mes. Hoy es día primero. Tienes treinta
días para planear lo que quieras hacerme.
Besos,
Silvana.
No sabes lo feliz que me haces, amor. Prepararé
todo para que esa tarde sea la más sensual que
hayas pasado. Si todas estas prórrogas han sido
una trampa para que arda en deseo por ti, lo has
conseguido. No sólo eso: te juro, y no es broma,
que desde hace tiempo siento que te amo. Eso es
aún mejor, porque no me lo vas a creer, pero nunca
he estado con una mujer a la que ame y desee
tanto. Siempre ha sido o una cosa u otra. Creo que
contigo me sentiré pleno.
Espero el fin de mes, pero no desaparezcas en
el ínter.
Besos.
—¡Listo! Estoy molida. Pasé toda la tarde sentada
escribiendo.
—Apaga la luz, amor. Ven. Tócate. Tócame.
—¿Estás muy caliente?
—Más que nunca. Desde que volviste (y dejaste
atrás los fantasmas) te deseo y te amo como a
nadie. Porque ya sé que no me crees, pero antes,
en mis relaciones pasadas era una cosa u otra.
—¿Te sientes pleno, ah?
—Completamente, ¿y tú?
—Yo… estoy mejor. ¿No lo sientes? Entendí
que confrontándote no llegaba a ningún lado.
—Bueno, olvidemos el pasado. Ven acá.
Móntame.
—Amor, mmm. ¿Y si mejor lo dejamos para
mañana? La luz de la pantalla provocó que me
doliera terriblemente la cabeza. Anda, ¿sí? Un
mañanero rico.
—Pero tú odias hacerlo en la mañana…

Cierto: odio coger con la salida del sol. En esta


casa me he acostumbrado a despertar a las seis de
la mañana. Las cortinas de la habitación son tan
gruesas que sólo por una esquina (que he desatado
arbitrariamente) pasa un ligero rayo de luz.
Despierto hoy como tantos días y lo primero
que veo es el tapiz que viste los muros. Hay un
pecho de paloma blanco bordeando la pared y dos
arañas de latón (que nunca se encienden) cuelgan
del techo.
Son las siete. Amanece. El rayo de sol único
entra desde el jardín. Afuera los pájaros trinan.
Juan Pablo está a mi lado, me da la espalda. Su pie
derecho hace tierra tocando mi pantorrilla helada.
En su buró, el teléfono celular desprende luz
blanca que anuncia la entrada de un mensaje. No
suena, sólo brilla y la luz se refleja en la pared.
¿Quién lo busca a estas horas? Ya no importa.
En la mesa de noche que está al lado de la cama
mi teléfono vibra sin iluminarse. Lo tomo y entro
al menú. Tengo tres mensajes de tres hombres
distintos. Los leo y una sonrisa perversa se dibuja
en mi cara. Les contesto lo mismo a los tres.
Después, dejo el aparato sobre la mesa. Juan
Pablo se mueve y suspira hondo. Hoy tendrá un día
agitado, lleno de citas: dinero, glamur, esgrimas
brutales con gente poderosa. Le acaricio el cabello
y musita mi nombre. No lo digas. No me nombres.
¡No sabes con quién despiertas, pendejo!
Lo incito a dormir un poco más, y el rayo… el
rayo camina lento sobre la pared. Una, diez, cien
flores de loto se revelan ante mi mirada apacible.
Es el tapiz y sus guirnaldas. Pienso en una
película. En una obra de Tennessee Williams: Un
tranvía llamado deseo. El rostro pálido y
desquiciado de Vivien Liegh. ¡Flores! “Flores
para los muertos.” Y Blanche Du Bois abre la
puerta desconcertada. La vendedora habla en
español (surrealismo). Blanche niega con la
cabeza y azota la puerta. La florista se va. Su voz
de plañidera no se pierde entre la muchedumbre.
“Flores, flores para los muertos.”
La pared, el tapiz, el rayo amplifica las texturas.
Vamos por la ruta del vicio hacia una vejez
huérfana.
La habitación es lo más parecido a una cripta
barroca.
¡Alguien nos trajo flores!
Las ha regado a propósito por todo el cuarto
para recordarnos que la pasión nos ha convertido
en un par de zombis. Que los fantasmas caminan,
bailan, se ríen de nosotros, y vivirán lo que tarde
en desparecer Facebook. Pixeles que forman
rostros. Más flores. Un panteón online con muertos
que sí hacen ruido y van pregonando “ojo por ojo,
cuerno por cuerno”.
Juan Pablo jura que he cambiado “para bien”.
Piensa que las mentiras, una vez más, lo salvaron y
salió ileso.
“Creo en mi mujer: es honesta, no tiene
dobleces, se ha curado de la aprehensión”,
presume.
Anoche releí el último correo de Hugo y no
sentí un ápice de compasión por él. Está neurótico
y confundido porque no se atreve a vivir de otra
manera y busca culpables. Susana, su tabla de
salvación, sigue mis pasos detectivescos y no está
lejos de convertirse en otra cabrona más que lo
deje hecho añicos. Somos una casta vanidosa y
perdedora.
El objetivo es secarnos el alma mientras cada
cual busca un cuerpo incorrupto que nos llore en
esta muerte que se vive.
No creo en las venganzas.
Son demasiado vulgares.
—Hey, pst, pst... Mi amor, despierta.
—Mmm. Ahh. Ven, ven, súbete.
—Yo me subo, claro. Tengo ganas, sí. Pero
durante la noche me bajó la regla. A mí nunca me
ha importado, pero tú odias que se manchen tus
sábanas de quinientos hilos.
—Okey, amor. Que te pase y nos ponemos a
mano. ¿Qué hora es?
—Las siete.
—¿Y con quién chateas a la siete de la
mañana?, ¿se puede saber?
—Con Beatriz. Nos invita a una boda en
Guanajuato a fin de mes.
—No sé. Déjame checar mi agenda al rato.
Supongo que sería en fin de semana…
—Ajá. Por lo general la gente se echa la soga al
cuello en el día que Dios descansa.
—Está complicado. En esas fechas es el cambio
de presidente municipal y voy a estar como loco,
pero ve tú sola, te hace falta desestresarte.
—Oh, qué triste… Bueno, prometo traerte unos
dulces de cajeta.
—Qué mezquina eres: trae una caja o dos.
Finalmente yo voy a pagar el viaje, el alcohol y
los dulces que te comas por allá.
—¡Ah, mi vida! Eres tan generoso. Duerme.
Recupera energías, maestro.
Las vas a necesitar…
Sobre el autor

Alejandra Gómez Macchia nació en Tehuacán,


Puebla, en 1982. Estudió música y danzas
africanas. Coordinó el suplemento literario «La
loca de la familia» en el periódico poblano El
Columnista. Escribe la columna diaria «Caza de
Citas» en el portal Sexenio. Eventualmente
colabora en la Revista de la Universidad de
México, el diario Milenio y en la revista
Variopinto. Ésta es su primera novela.
Lo que Facebook se llevó

Primera edición digital: abril, 2015

D. R. © 2015, Alejandra Gómez


Macchia

D. R. © 2015, derechos de edición


mundiales en lengua castellana:
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Editorial, S.A. de C.V. Blvd.
Miguel de Cervantes Saavedra
núm. 301, 1er piso, colonia
Granada, delegación Miguel
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D.F.
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