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Mir, Lucio B. y Dalcero, Iris (UNLP (..) (2007) - Una Diarquia Medievalo El Combate Ideologico Entre Las Dos Espadas (500-800) PDF

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XI Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia. Departamento de Historia.

Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Tucumán, San Miguel de Tucumán,


2007.

¿Una diarquía medieval? El


combate ideológico entre las
dos espadas (500-800).

Mir, Lucio B. y Dalcero, Iris (UNLPam).

Cita:
Mir, Lucio B. y Dalcero, Iris (UNLPam). (2007). ¿Una diarquía medieval?
El combate ideológico entre las dos espadas (500-800). XI Jornadas
Interescuelas/Departamentos de Historia. Departamento de Historia.
Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Tucumán, San Miguel de
Tucumán.

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¿Una diarquía medieval? El combate ideológico entre las dos espadas (500-800)

Lucio B. Mir – Iris Dalcero (UNLPam)

La dignidad de los pontífices es superior a la de los reyes, pues


los soberanos son consagrados reyes por los pontífices, mientras
que los pontífices no pueden ser consagrados por los reyes.
Hincmaro de Reims (845).

Introducción

Desde que el hundimiento del orden romano se hizo ineluctable, la estructura

burocrática de la Iglesia devino, poco a poco, en sostén fundamental del proceso de

transformación que dio origen a la emergencia de los reinos romano-germánicos. Los

gobernantes de estos reinos no eran emperadores, y el propio emperador a menudo sólo

ejercía una autoridad débil o una jurisdicción limitada. La teoría romana del principado

se había divorciado de la concepción de un princeps reinante. En cierta medida, esta

situación obedecía a la supervivencia de la Iglesia como administradora efectiva, como

organización burocrática que apuntalaba y reproducía el funcionamiento del estado

imperial en avanzado proceso de erosión; con el crecimiento del poder y del prestigio de

la Iglesia y en virtud de sus esfuerzos para asegurarse una posición dominante dentro de

la sociedad cristiana, el sacerdocio empieza a rivalizar con el poder de la realeza. Dos

factores interactúan y contribuyen a crear contradicciones de naturaleza estructural,

pues reflejaban desajustes entre las principales jerarquías que pretendían regir el

ordenamiento de la civilización europea.

Uno era el dualismo inherente a la doctrina cristiana, la primitiva oposición entre la

Iglesia y el mundo, la lealtad dividida entre Dios y el hombre, que afectaba a la

Cristiandad en su conjunto. El otro factor incumbía propiamente a la evolución de los

procesos políticos tras la caída del sistema imperial de Occidente. Durante los siglos de

las invasiones bárbaras, en que la jurisdicción romana colapsó, el prestigio de la


monarquía pontificia se vio acrecentado. Sin embargo, con el progresivo debilitamiento

del imperio carolingio, Roma dependió, en términos de seguridad militar, de los buenos

oficios de los poderes laicos, en especial de la monarquía franca.

Una vez que el imperio romano occidental se hizo oficialmente cristiano, aquellas dos

autoridades hasta entonces opuestas, tanto en la teoría como en sus funciones

específicas, comenzaron a buscar un interés común. Lo que se denomina teoría de las

dos espadas, que define las esferas de influencia y acción efectiva para el trono y el

altar, aparece formulada en los años próximos al 500. Conocida con el nombre de teoría

gelasiana, por el papa Gelasio I, sus aspiraciones dieron sustento a un conjunto de

enunciados que constituyen la piedra angular de la ortodoxia católica en materia de

soberanía y derecho jurisdiccional. Gelasio postulaba la existencia de una comunidad o

asociación de fieles que perseguía dos fines distintos, de desigual importancia: uno de

índole espiritual, que Tomás de Aquino llamará de la salvación siglos después; y otro

mundano, temporal, que ciertos autores denominan carnal y que el mismo Santo Tomás

llamará del bienestar civil1.

Esta sociedad está gobernada por dos autoridades, desiguales en dignidad, pero iguales

en jurisdicción, y en realidad necesarias la una a la otra. Cada uno de tales poderes, el

sacerdotal y el temporal, recibe su autoridad directamente de Dios, a través de Cristo, en

cuyo nombre esgrime la espada de la justicia en su esfera respectiva, tanto para sí

mismo como en defensa del otro poder. Ambos invocan una autoridad supraterreste, y

desde su legitimidad sacramentada, la Iglesia promueve la salvación espiritual de los

cristianos y, a su vez, exige del otro poder la protección de sus intereses temporales.

Esta relación entre ambos poderes fue interpretada en el medioevo como una relación

de desigualdad, en el sentido de dependencia del imperio respecto del papado; de este

1
Charles Vereker, El desarrollo de la teoría política, Eudeba, Bs. As., 1961, p.100.
modo, la doctrina gelasiana generó una nueva teoría política, la teoría de la superioridad

del poder espiritual sobre el poder secular, según el análisis del erudito Francis Dvornik,

un reconocido estudioso del problema2.

El mundo, considerado a menudo en la Escritura y en el primitivo cristianismo como

“oposición” respecto de la Iglesia en su totalidad, se convierte (por una delimitación de

jurisdicciones en el seno de la propia Iglesia) en la secularidad, en el poder temporal que

permanece subordinado y sometido al poder espiritual. La imagen del sol y de la luna,

antes símbolo de las relaciones entre Cristo y la Iglesia, asume ahora un nuevo

significado, siendo utilizada para expresar los vínculos entre el papado y el imperio,

entre “sacerdotium” y “regnum”, entre clérigos y laicos.

Modelo de inspiración

Aun cuando es difícil reunir evidencia concluyente, parece que el papa Gelasio debió

de acudir a la mayor autoridad de su tiempo para fundamentar su formulación política, y

esa autoridad era el célebre Agustín de Hipona (354-430). En La Ciudad de Dios, San

Agustín plantea la trama interna de la lucha entre dos ciudades. Pero ¿qué representa

cada una de ellas? Se ha identificado a la ciudad divina con la Iglesia y a la terrena con

el Estado. Esta interpretación es objeto de controversia entre especialistas y no son

pocos los que consideran que, en rigor, la ciudad de Dios estaría integrada por todos

aquellos que quieren vivir según el espíritu, en tanto que de la ciudad terrena forman

parte los que guían su existencia por los dictados de la carne3.

La ciudad de Dios es eterna, la terrestre tendrá fin. En la ciudad divina imperan los

sentimientos de amor y de solidaridad, lo que contrasta con la ciudad terrenal, en donde

2
Francisco Bertelloni, “¿El destino del Estado, coincide o no con el de sus dioses? (Sobre el origen de las
ideas políticas medievales)”, Anales de Historia Antigua, Medieval y Moderna, vol.37-38, Facultad de
Filosofia y Letras, Bs. As., 2004-2005, p.114.
3
A. Brucculeri, El pensamiento social de San Agustín, Ediciones Paulinas, México, 1951.
rige la ley del egoísmo y el mal. Adán es el padre común de ambas ciudades, pero sus

hijos Abel y Caín siguieron sendas diferentes, orientándose el primero hacia la ciudad

divina y el segundo hacia la terrestre. En la ciudad de Dios están los hombres de fe y los

ángeles; en la terrena, los pecadores y los demonios o ángeles caídos. Ahora bien, a

pesar de las radicales diferencias que existen entre ambas ciudades, éstas aparecen, con

frecuencia, entremezcladas.

Cabe puntualizar que la ciudad de Dios también pertenece a este mundo terrenal, por

lo que, mientras sufre la esclavitud mediatizadora de la esfera de lo profano, realiza una

peregrinación hacia la tierra prometida. Cuando concluya su proceso de purificación, la

ciudad de Dios retornará a la patria celestial. Por cierto era Cristo el auténtico fundador

de la ciudad divina (la Jerusalén celestial) y su inmenso poder lo convertía en mediador

entre Dios y los hombres. Su gracia no hace sino alimentar el espiritualismo en la tierra,

imprescindible para contrarrestar la tendencia nihilista propia de la especie humana.

Pero si la ciudad terrena se identifica con el Estado, Cristo dispuso que los poderes

temporales a él asociados estuviesen bajo la supervisión de la Iglesia, bajo la tutela del

orden espiritual. En tanto vicario de Cristo, el pontífice romano ejerce la autoridad

celestial para subordinar a los representantes del Estado, quienes, por su condición de

pecadores, deben someterse a los mandamientos del sacerdocio. En la ciudad terrena,

entonces, la Iglesia debe ser reconocida como poder preeminente, al que se someten

todos los demás. Enunciado fundacional de esta concepción que asigna al sacerdocio un

poder superior al del laicado se encuentra en la famosa carta que el papa Gelasio

escribió en 494 al emperador Anastasio, soberano bizantino:

“Pues, son dos, emperador augusto, los poderes con los que principalmente se gobierna este mundo: la

sagrada autoridad de los pontífices y el poder de los reyes. Y de estos dos poderes es tanto más

importante el de los sacerdotes cuanto que tiene que rendir cuentas también ante el divino juez de los
gobernadores de los hombres. Pues sabes, clementísimo hijo, que aunque por tu dignidad seas el primero

de todos los hombres y el emperador del mundo, sin embargo bajas piadosamente la cabeza ante los

representantes de la religión y les suplicas lo que es indispensable para tu salvación... y así en las cosas de

la religión debes someterte a su juicio y no querer que ellos se sometan al tuyo”4.

Por muy convincente que haya sido el argumento del papa Gelasio para disuadir al

emperador de Bizancio, la ordenación del mundo que emana del mensaje evangélico

respondía a un principio dualista según el cual el poder que dirige la sociedad cristiana

no pertenece exclusivamente ni al sacerdocio ni a los reyes, porque así fue establecido

por el mismo Creador. En efecto, el santo orden de Cristo no descansa sobre un solo

principio, sino sobre dos, el de los reyes y el de los sacerdotes, como simbólicamente

alude un pasaje bíblico referido a la historia de la Pasión. Y allí se indica que bastan dos

espadas. Cuando le dijeron, señor, aquí hay dos espadas, respondió: “Es bastante”5.

Tiende a admitirse como si el papa tuviese en sus manos dos espadas y, con su propia

soberanía y autoridad suprema, manejase la espada espiritual, entregando al emperador

y a los reyes la espada temporal. La Iglesia debe manejar la espada espiritual y la

corporal, y amputar con ellas todo lo dañino, todo aquello que pueda atacar el orden

sagrado establecido por la Providencia. Significa que con la espada del sacerdote debe

lucharse por conseguir la obediencia debida al rey y que con la espada del rey deben

combatirse a los enemigos de Cristo; hacia el interior de la Cristiandad hay que procurar

que la totalidad de los fieles consagre su obediencia al sacerdocio. De este modo cada

una de las espadas se blanda movida por el amor hacia la otra, sin despojar a los reyes

del honor de los sacerdotes ni a los sacerdotes del honor de los reyes.

4
Gelasio I a Anastasio. Citada por Miguel Artola, Textos fundamentales para la Historia, Alianza
Editorial, Madrid, 1985, pp.37-38.
5
San Lucas 22,38.
Por cierto, el papado seguía defendiendo la superioridad del poder pontificio, un poder

establecido sobre la base del vicariato de Cristo, la verdadera representación de origen

divino que está por encima del ordenamiento terreno. El planteo recogía y vigorizaba la

herencia de León I (440-461), defensor de la doctrina de la primacía papal dentro de la

Iglesia, quien promovió la independencia del clero respecto de los emperadores. Los

papas no dejarán de insistir en los fundamentos de su auctoritas y habrán de esforzarse

en perfilar la teoría que condujo a una delimitación de sus atribuciones. El papa Gelasio

I había enunciado algunos principios doctrinales poco antes de ser elegido pontífice,

pues ya en 488 escribía:

“El emperador es hijo de la Iglesia, pero no obispo; a él pertenece -por concesión divina- la

preeminencia y jurisdicción sobre los asuntos políticos; a él compete el gobierno de los intereses del

Estado; pero de ahí no se deduce que deba pasar más allá de este favor que el cielo le ha concedido, para

invadir los límites jurisdiccionales de la Iglesia. A los obispos, y no a la potestad del mundo, está

encomendada la dirección de la Iglesia”6.

El argumento de Gelasio se orientaba a reforzar la concepción según la cual el obispo

de Roma estaba calificado para juzgar a todos los prelados, incluso a los patriarcas, sin

el concurso de ningún concilio, sin tener en cuenta las decisiones conciliares y sin que

haya lugar a apelación alguna de sus sentencias. Más aún, Gelasio se valió de los

versículos de san Mateo cuando proclama el poder omnicomprensivo del pontífice para

atar y desatar, una “potestad que le fue divinamente concedida”7. Según Gelasio, el

emperador tenía la obligación de someter sus leyes a los funcionarios eclesiásticos, lo

6
Citada por José M. Lacarra y de Miguel en Historia de la Edad Media, Montaner y Simón, tomo I,
Barcelona, 1979, p.224.
7
Enrique Denzinger, El Magisterio de la Iglesia, Editorial Herder, Barcelona, 1963, p.65.
que equivalía a definir la superioritas del papa en el ordenamiento de la “sociedad de

los creyentes”8.

Pero las restricciones que afectaban el accionar del papado permanecían inalterables a

finales del siglo V. La elección de los papas, como la de los demás obispos, solía

hacerse por el clero y pueblo reunidos. Dados los grandes intereses en juego, en especial

políticos y económicos, el proceso electivo se celebraba en un marco de desórdenes y

violencias, lo que propició la injerencia de las autoridades laicas, intervención que no

siempre contribuyó a apaciguar las tensiones.

A la muerte del papa Simplicio (483), el prefecto de pretorio, Basilio, representante

del emperador Odoacro, declaró ante la asamblea electoral de senadores y miembros del

clero congregada en la basílica de San Pedro, que ninguna elección debía formalizarse

sin el consentimiento del emperador. Los factores condicionantes eran sustantivos y a

ellos se agregaba la prohibición expresa de que el papa y sus sucesores pudieran

disponer de los bienes donados a la Iglesia.

La intromisión de Teodorico I, rey de Italia (493-526), en las elecciones pontificias

fue, por el contrario, discreta. Se pronuncia por la defensa de la autoridad papal cuando

anuló el decreto de Odoacro, impugnando así el control ejercido por el laicado en los

asuntos eclesiásticos. Pero este repentino cambio en la correlación de fuerzas a favor del

pontífice no desactivó la gravitación de otras estructuras de poder que tendían a limitar

y controlar las decisiones atinentes a la elección papal. El emperador Justiniano exigió

la previa aprobación imperial del pontífice elegido y, para obtenerla, hubo de satisfacer

un tributo específico. Sólo recién en el año 680 el emperador Constantino IV decidió

suprimir el pago de dicho impuesto, aunque quedó en vigor la obligación de notificar la

elección al emperador o a su exarca de Rávena, que dependía del imperio bizantino.

8
Walter Ullmann, Historia del pensamiento político en la Edad Media, Ariel, Barcelona, 1983, pp.41-42.
La lucha por el pode r

Las tensiones surgidas para precisar las esferas de influencia de los dos poderes

permanecieron latentes, y el siglo VI presenció serios contrapuntos entre los miembros

de la nobleza y los especialistas de la oración. Ambos poderes pugnaban por el control

de los bienes terrenales y cada uno procuró monopolizar el ejercicio de las facultades

inherentes a la autoridad pública. La monarquía franca carecía de una base de

sustentación lo suficientemente sólida para hacer valer sus pretensiones de soberanía, lo

que daba lugar a la exacerbación de conflictos por el derecho a establecer los diversos

impuestos en ámbitos cuya jurisdicción era disputada hasta con el uso de las armas:

“Después de la muerte de Clotario, la población de la ciudad y el territorio de Tours prestó juramento

al rey Cariberto; de modo semejante también él por juramento prometió que no impondría a la población

nuevas leyes ni nuevas costumbres, sino que vivirían con el mismo estatuto con el que vivían bajo la

dominación paterna, y prometió que no les infligiría ninguna nueva revisión del cadastro (ordinationem)

que les sometiera a expolio. Pero después Gaiso, que era conde en esta época, habiendo tomado un

cadastro-matriz (capitulario) que funcionarios anteriores habían revisado, empezó a exigir impuestos

(tributa). Pero, habiéndoselo prohibido el obispo Eufronio, se dirigió a presencia del rey con la pequeña

cantidad recaudada y le mostró el cadastro-matriz donde habían sido registrados los tributos. Pero el rey,

lamentándose y temiendo la fuerza de san Martín, lo tiró al fuego, y remitió el oro recaudado a la basílica

de san Martín, prometiendo solemnemente que nunca ninguna persona de Tours pagaría ningún impuesto

al tesoro público”9.

La función asignada al rey era legítimamente reconocida bajo ciertas condiciones,

pues la Iglesia había esbozado una doctrina que tutelaba los derechos de la autoridad

regia cuando el ejercicio de sus potestades se plasmara con arreglo a preceptos que no

admiten ninguna desvirtuación. Así, el obispo Isidoro de Sevilla postulaba en el siglo

9
Gregorio de Tours, Historiarum libri decem, IX, 30.
VII que el concepto de rex sólo logra su perfecta realización siempre que el monarca

gobierne pía, justa y misericordiosamente10. De lo contrario no será rey sino tirano. No

sólo la conciencia individual del rey queda vinculada a las obligaciones de su función,

sino que, en última instancia, dicha función termina dependiendo del cumplimiento de

las obligaciones inherentes a su investidura.

En los aspectos relacionados con la supresión de la herejía es donde adquiere

importancia vital el papel de los príncipes seculares y donde, además, encontraba su

aplicación concreta el antiguo concepto isoderiano acerca de la función auxiliar del

príncipe. San Isidoro había sostenido que los príncipes seculares servían de auxilio a la

Iglesia con el propósito de contribuir a preservar la disciplina eclesiástica: de otro modo,

decía, tal poder sería inútil. Lo que la palabra del sacerdote no podía lograr había que

procurarlo a través del “terror disciplinae”11.

Pero la acción del príncipe secular debía desplegarse dentro de ciertos límites. Toda

actividad gubernamental se halla sometida a consideraciones de índole ética. Mediante

el recurso al concepto de tiranía (en el ejercicio arbitrario de la función se desnaturaliza

el legítimo derecho a gobernar otorgado por Dios) el rey es enérgicamente denunciado

frente a esta posible falta, sin que se advierta aún la formulación de una teoría de la

resistencia al tirano. Más bien parece haber servido aquí como fuente la distinción de

san Isidoro, según la cual Dios no otorga a los tiranos el gobierno sino que sólo se los

permite.

Estas manifestaciones de denuncia son un ingrediente importante que contribuye a

modelar el proceso de construcción de los reinos romano-germánicos, proceso en que la

Iglesia pone en juego su fuerza e influencia. Durante el transcurso de las invasiones,

obispos y monjes -san Severino, entre otros- llegaron a ser jefes de un mundo anárquico

10
Jürgen Miethke, Las ideas políticas de la Edad Media, Editorial Biblos, Bs. As., 1993, p.26.
y desquiciado: a su misión religiosa habían añadido la función política, pues tenían a su

cargo la negociación con los bárbaros. Cumplían funciones económicas distribuyendo

víveres y limosnas; sociales, protegiendo a los pobres de los abusos de los poderosos.

Incluso militares, organizando la resistencia o luchando con las armas espirituales allí

donde las materiales no existían.

La Iglesia persigue su propio interés, sin que generen miramiento las necesidades

políticas de los estados bárbaros. Mediante donaciones arrancadas a los reyes, a los

magnates e incluso a los humildes, acumula tierras, rentas, exenciones y, en un mundo

en que el afán de atesorar riquezas esteriliza la vida económica, la producción se

resiente hasta derivar en prolongado estancamiento. Los obispos, casi todos grandes

propietarios, gozan de un poder ilimitado en sus ciudades, en sus circunscripciones

episcopales, y procuran extenderlo a todo el reino. San Avito, obispo de Vienne, que

ejerce a principios del siglo VI una ostensible primacía en el estado burgundio, favorece

los proyectos expansionistas del rey franco Clodoveo (convertido al catolicismo) para

desestabilizar el fundamento arriano de la realeza burgundia12.

Los obispos, con Gregorio de Tours a la cabeza, predican la resistencia contra el pago

de los impuestos, pues tales contribuciones menoscaban los ingresos de las iglesias. Así,

privan a la realeza de los recursos para gobernar, aunque, a su vez, procuran que la

debilidad del rey no conspire contra los objetivos eclesiásticos de utilizar a sus vasallos

guerreros en interés de la religión y de la Iglesia. Los altos dignatarios del clero, sobre

todo en el reino franco, reclamaron el apoyo de la realeza cuando se trataba de defender

los derechos territoriales del papado; justifican sus pretensiones al afirmar que la

principal función del poder secular consistía en ampliar el distrito jurisdiccional

11
Walter Ullmann, Principios de gobierno y política en la Edad Media, Alianza Universidad, Madrid,
1985, p.78.
12
Jacques Le Goff, La civilización del Occidente medieval, Editorial Juventud, Barcelona, 1969, p.67.
controlado por Roma. De este modo, en el año 756 el papa Esteban II obtuvo del rey

Pipino el exarcado de Rávena13.

No todo era cooperación entre los representantes del trono y el altar. Declinando

servirse mutuamente, reyes y obispos se neutralizan y pugnan por prevalecer; la Iglesia

procura gobernar el Estado y los reyes tratan de dirigir a la Iglesia. En cierto sentido, el

proceso político precarolingio evidencia cierta paridad de fuerzas que instaura una

suerte de diarquía, pues la cristiandad occidental aparece regida por dos entidades

soberanas, dos autoridades que invocan un origen divino y que, en relación

contradictoria, coexisten y comparten el poder de gobernar. Los obispos se erigen en

consejeros y censores de los monarcas en los dominios de la realeza, y se esfuerzan por

transformar en leyes civiles los cánones de los concilios; por su parte, los reyes, incluso

después de abrazar la ortodoxia católica, designan obispos y presiden sínodos.

Hacia finales del siglo VII, las asambleas conciliares se convierten en España en

verdaderos parlamentos del reino visigodo, imponen una legislación antisemita14 que

potencia las dificultades económicas y el descontento de la población: ésta acogerá a los

invasores musulmanes, si no con simpatía, por lo menos sin hostilidad.

En la Galia, la coexistencia de las dos espadas tiende a favorecer, a inicios del siglo

VIII, un proceso de interpenetración que limita y desnaturaliza las funciones de la

realeza, la que no tardará en reaccionar: el mayordomo de palacio Carlos Martel

confiscó gran parte de los inmensos dominios eclesiásticos, abriendo el camino para la

instauración de un desequilibrio entre el trono y el altar que cristalizó con la

preeminencia del poder secular a través del Estado carolingio15. El peso de las

estructuras imperiales crea las condiciones para profundizar la subordinación del papado

13
Jan Dhondt, La Alta Edad Media, Historia Universal Siglo XXI, vol.10, Madrid, 1983, p.75.
14
Roger Collins, España en la Alta Edad Media, Editorial Crítica, Barcelona, 1986, pp.164-183.
15
François L. Ganshof, El feudalismo, Editorial Ariel, Barcelona, 1985, p.42.
a los intereses y objetivos de la monarquía franca, lo que desvanece la noción de

diarquía que había caracterizado en buena medida la experiencia altomedieval.

El triunfo carolingio

Dada la concentración de poder en la figura del emperador y las necesidades de

protección que un papado débil ponía de manifiesto, el carácter unilateral en el ejercicio

de la potestad de la realeza aparece como una consecuencia previsible del proceso que

conduce, cuyo núcleo expansivo se localizaba en Aquisgrán y no ya en el Mediterráneo.

Así, la subordinación del papa al emperador no hizo sino reflejar el desequilibrio que

impuso el traslado del centro de gravedad político a los bosques germánicos, tan pronto

la formación del imperio carolingio restablecía una precaria unidad en cuya

construcción el papel de Roma había sido secundario.

Carlomagno se empeña en recordar al papa León III (795-816) que la función

reservada al obispo de Roma traduce el cambio político operado frente a la realidad del

nuevo Imperio, y en el que el soberano guerrero y conquistador exalta su misión como

defensor de la fe en tanto garante de un orden fundado en la Iglesia de Cristo:

“A mi pertenece, con la ayuda divina, defender con las armas la Santa Iglesia de Cristo en todas

partes: en el exterior contra las incursiones de los paganos y las devastaciones de los infieles; en el

interior, protegiéndola con la difusión de la fe católica. A vos corresponde, elevando las manos a Dios

como Moisés, ayudar con tus oraciones al éxito de nuestras armas...”16.

Las funciones estaban claramente delimitadas y el poder supremo correspondía al

emperador. Pero la presencia de un poder centralizado no impidió el surgimiento de

rivalidades entre los magnates, quienes se enfrentaban por causas diversas, aun cuando
es preciso puntualizar que la principal obedecía a la distribución del poder por lo que

concierne al control de los bienes eclesiásticos. Los abusos de los clérigos merecieron

severas advertencias del poder público, pues la acumulación de riquezas en desmedro de

los menos favorecidos desvirtuaba la misión de la Iglesia, aun cuando la propia Iglesia

asistía a los indigentes mediante la caridad:

“Que hay que pensar de aquellos que, bajo pretexto de celo por Dios y los santos, para los confesores

y los mártires, transportan las osamentas y las reliquias de un lado para otro, construyen nuevas basílicas

y comprometen insistentemente a todos aquellos que pueden seducir a que den sus bienes... No tienen en

vista más que la idea de apoderarse de los bienes ajenos”17.

Muchos templos eran construidos y dotados en los dominios de los grandes

propietarios, quienes ejercían el derecho de presentación del clérigo designado para su

resguardo. El emplazamiento de nuevas iglesias se inscribía, por cierto, en la lógica

económica que presidía las relaciones entre los poderosos, proclives a conciliarse pero

también decididos a enfrentarse. La insuficiente institucionalización de la Iglesia, la

inestabilidad y laxitud del poblamiento y las fuerzas de agresión de numerosos linajes

nobiliarios, que aprovechaban parte del patrimonio eclesiástico para sus propios fines,

contribuyeron a la proliferación de iglesias en manos laicas.

Entre los siglos V y IX, algunas de las iglesias controladas por la nobleza y por ello

mismo sustraídas a la jurisdicción del obispo y enajenables a voluntad de su propietario,

constituyeron un correlato (en el ámbito eclesiástico) de los procesos de encomendación

privada y de debilidad del poder público, fenómenos característicos de la época que nos

ocupa. En este contexto, los conflictos tendían a acentuarse y los teóricos del alto clero

16
Carta de Carlomagno a León III (796). Citada por Adriana Beatriz Martino en Mentalidades e Historia.
La Francia Medieval en los siglos IX a XI, Editorial Docencia, Bs. As., 1992, p.52.
procuraron elaborar los principios que permitieran redefinir las esferas de influencia de

ambos poderes, de suerte de funcionalizar una convivencia pacífica.

Consciente de las dificultades que estos dos poderes enfrentaban para coexistir en un

ambiente de relativa armonía, el abad Wala (828-829) planteó la necesidad de ubicar

institucionalmente a cada uno de ellos en la función que por mandato divino le ha sido

asignada. Así, procuraba atribuir a los obispos (además de la oración, la prédica y la

administración de los sacramentos) la tarea de asumir la gestión del patrimonio de la

Iglesia. Definió a la Iglesia como una respublica espiritual, entendida como ámbito de

gobierno que se encuentra -bajo el liderazgo del mismo Cristo- “frente” a la respublica

terrena gobernada por el rey. De este modo, las exigencias de mutua cooperación y de

delimitación de esferas hicieron necesaria la aparición de una explícita reflexión sobre

el problema.

Si la discusión acerca de los diferentes objetivos que incumbía a cada parte distaba de

saldarse mediante compromisos estables, Wala cree llegado el momento de pensar en la

competencia jurídica. Propone nuevas fórmulas que expresen la jurisdicción precisa de

ambos poderes. En principio, al rey se le reconoce el derecho de designar rectores en la

Iglesia, quienes deben dirigir al pueblo de Dios piadosa y desinteresadamente. Pero el

rey no debe inmiscuirse en lo que compete al patrimonio eclesiástico. Su misión era

administrar la justicia y conducir a los súbditos por el recto sendero, haciendo uso de la

facultad correctiva (correctio) inherente al gobernante secular. Para esta tarea tendrá

que acudir a la colaboración del episcopado, sostén indispensable de la estructura social.

Excepcionalmente, el monarca puede también utilizar el patrimonio eclesiástico en caso

de que necesite defender la militia real.

17
“Capitularia de causis cum episcopis et abbatibus tractandis” (811). Citada por Renée Mussot-Goulard,
Carlomagno, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, p.133.
Bajo ninguna circunstancia es dable aceptar en el emperador funciones que le son

expresamente vedadas, y ello vuelve comprensible el interrogante en tono de inquietud

que moviliza a la jerarquía eclesiástica: ¿Dónde se ha visto que los emperadores ocupen

el lugar de Cristo? El título de vicarius Christi se convertiría en monopolio del romano

pontífice18.

Si en el plano doctrinal los esfuerzos del alto clero se orientaban a establecer cierto

equilibrio entre ambos poderes, a propiciar una armonía y colaboración que el mandato

de Cristo había formulado explícitamente, la realidad del poder emergente en tiempos

de Carlomagno impuso relaciones cuyo carácter asimétrico sellaba el compromiso de

coexistencia, pero mostraba los límites estrictos en los que la autoridad pontificia debió

desenvolverse. Iglesia y Estado forman un todo en el que Carlomagno, aunque laico,

ocupa un papel preponderante a la hora de promover una suerte de civitas Dei peregrina

en la tierra19.

Si el emperador de Aquisgrán intervino en los asuntos de la Iglesia, subordinó al papa

en función de los intereses del Estado carolingio e instaura su propia concepción en

cuestiones dogmáticas, fue porque la correlación de fuerzas se había inclinado a favor

del lugarteniente laico del Altísimo.

Carlomagno asumió una concepción plenamente teocrática de su jerarquía imperial,

denominándose a sí mismo jefe de la cristiandad y vicario de Dios y de Cristo. Si bien

reconoce el primado de Roma, no vio en el papa más que “al primero de entre todos los

obispos, al Moisés orante, por quien Dios conduce al éxito la mano ordenadora y

combatiente del Señor del Imperio”20.

18
Ernst H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Alianza
Universidad, Madrid, 1985, p.96.
19
Emilio Mitre Fernández, “Emperadores, papas, patriarcas y misioneros hasta finales del siglo IX”, en E.
Mitre Fernández (Coord.), Historia del cristianismo II. El mundo medieval, Editorial Trotta-Universidad
de Granada, Madrid, 2004, p.64.
20
Mysterium Salutis, La Iglesia, Ediciones Cristiandad, Madrid, tomo I, 1973, p.248.
Por mucho que los grandes dignatarios eclesiásticos proclamaran su superioridad

terrena, que las Sagradas Escrituras parecen contrariar cuando prescriben el carácter

dual del poder instituido por Cristo, la dirección de la cristiandad latina dependía del

brazo secular de la Iglesia, y no del sacerdocio propiamente dicho. Y aunque la posición

del emperador era dominante, clerecía y realeza debían cooperar para el establecimiento

de un orden de convivencia que abriera las vías de salvación a la sociedad de los fieles,

el designio divino llamado a respetar por ambos poderes.

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