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Pequeños Platones Diógenes Web

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COLECCIÓN LOS PEQUEÑOS PLATONES

EL FILÓSOFO-PERRO
FRENTE AL
SABIO PLATÓN
Nuestra historia comienza en Grecia, hace casi 2.500 años;
en Egina, una pequeña isla situada frente a Atenas.
Onesícrito, un rico ciudadano de la isla, le dice a Andróstenes,
su hijo pequeño:

—Hijo mío, eres bello, fuerte, nadie te gana en el lanzamiento


de jabalina o en las carreras, pero aún no ha comenzado
la educación del punto más importante.
—¿Qué punto, padre? —pregunta Andróstenes,
sorprendido por tener aún cosas que aprender
después de tantos años de escuela.
—¡Tu alma! Por eso he decidido enviarte a Atenas.
Allí verás templos espléndidos, las esculturas
más bellas del mundo; pero, sobre todo, ¡escucharás
al más grande de los filósofos!
—¿A quién te refieres?
—¡A Platón, por supuesto! Irás a su escuela y saldrás de allí
lleno de sabiduría y perspicacia para triunfar en la vida.
4 5
El joven Andróstenes coge las manos de su padre y promete
trabajar duro. Pero, en el fondo, simplemente está contento
de poder visitar Atenas, la maravillosa capital de Grecia.
Dicen que es una ciudad llena de placeres.

—Pero antes de nada —dice Onesícrito— coge el compás,


la escuadra, y traza varias rectas, porque Platón se niega enseñar
a quienes son malos en geometría.

Andróstenes hace una mueca: la geometría no es su fuerte,


pero ¡tiene muchas ganas de ir a Atenas!
Por eso, corre hacia la playa, se arrodilla sobre la arena
y traza un montón de figuras: triángulos, cuadrados, círculos…
Después de algunas semanas de aprendizaje, está preparado.

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Atenas. El aire es dulce y la ciudad deslumbrante, llena de vida.
Los habitantes llevan ropas magníficas. En el mercado, los puestos
se hunden por el peso de las mercancías. Hay templos maravillosos
construidos en honor de los dioses. En cada esquina hay una
acogedora fonda en la que degustar los mejores vinos
de Grecia. Andróstenes presiente que le va a gustar la ciudad.
Pero antes ha de encontrar la escuela de Platón… Cuando está
preguntándole el camino a un ateniense, algo lo detiene:
en la plaza del mercado, un mendigo se pasea portando
un farol encendido. ¡Pero si el sol está ya en lo alto
del cielo! El pobre loco grita en medio de la multitud:

—¡Busco a un hombre! ¡Busco a un hombre! ¡Por mucho


que miro no veo a ninguno!

Andróstenes levanta las cejas y se pregunta quién será ese extraño


personaje. Los ciudadanos de Atenas bajan la cabeza
y hacen como si no lo viesen.
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La escuela de Platón se llama la Academia. El edificio —Mis queridos discípulos —comienza Platón—, hoy voy a
se levanta en medio de un inmenso jardín. Platón recibe hablaros de la ciudad ideal…
al joven y le pregunta inmediatamente:
Todo el mundo coge apuntes. Andróstenes peina el aula
—¿Eres geómetra al menos? con su mirada; ni siquiera se le ha ocurrido traer algo con lo que
escribir. No entiende nada, se da cuenta de que se va a aburrir. Y
Andróstenes repite lo que ha aprendido de memoria. Platón sigue hablando, hablando, hablando… durante horas.
Evoca los ángulos, segmentos, áreas y perímetros.
Satisfecho, el viejo filósofo le autoriza a seguir sus clases.
Los otros alumnos ya están sentados en los bancos.
Todos tienen una pinta muy seria. Luego el maestro
comienza a enseñar…

Andróstenes tiene ganas de pedir socorro. Tiene hambre,


tiene calor. Está harto de la ciudad ideal, preferiría pasear
por esta Atenas que tan bien huele a olivos y a mar.
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Ya empezaba a dar cabezadas cuando se da cuenta de que el
mendigo del farol sigue la clase por la ventana. Platón, que también
ha notado la presencia del curioso, le lanza una mirada llena de
furia. El mendigo empieza a reírse.

—¿Qué haces aquí, Diógenes? ¡Deja de reírte así! —estalla Platón.

El mendigo, sucio, hirsuto, se acoda en la ventana con aspecto


malicioso. Platón continúa de todos modos con su clase.
Comienza el enésimo capítulo de la mañana: se pone a hablar del
Hombre, preguntándose si es posible dar una definición de éste.

—El Hombre —dice Platón— no es ni una cosa ni una planta.


Así que es un animal.
—Sí, es cierto —contestan los discípulos a coro.
—Y ¿podríamos decir que ese animal camina a cuatro,
tres o dos patas?
—A dos patas —gritan los alumnos.
—Así pues, el hombre es un animal que camina sobre dos patas.
Pero ¡cuidado! También los pájaros caminan a dos patas y no son
hombres.
—¡Oh, no! —exclaman los alumnos.
—Entonces hay que decir que el hombre es un animal sin plumas
que camina a dos patas.

Los alumnos aplauden. Andróstenes está sorprendido por aprender


que él es un bípedo sin plumas.

—¡Maravilloso! —exclama Diógenes, que se marcha riéndose


sarcásticamente—. ¡Oh, divino Platón, me iluminas! ¡Ahora ya sé
quién merece ser llamado Hombre!

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Platón ya había retomado su discurso desde hacía más de media
hora cuando el mendigo vuelve con un gallo que ha desplumado
con sumo cuidado. Se acerca al filósofo y echa al animal al suelo:

—¡Toma, gran sabio! ¡Aquí tienes a tu Hombre!

Los alumnos no pueden evitar sonreír. Platón, humillado, rojo de


cólera, se pone a gritar:

—¡Me exasperas, Diógenes! ¡Déjanos en paz! ¡Y vosotros —les grita


a sus alumnos—: dejad de sonreír como bobos!

A Platón le horroriza que le lleven la contraria, sobre todo en


público.
Se pone a llamar ignorante a todo el mundo. Y después anuncia
que las clases han terminado por hoy.

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Andróstenes está encantado de abandonar el aula. ¡Incluso le daría
una moneda al mendigo para agradecerle su liberación!
Aprovecha la tarde para continuar el paseo por Atenas. Una brisa
marina hace temblar la cima de los árboles. Las mujeres y los
hombres acuden al mercado. Hay un grupo de gente reunida un
poco más allá. ¡Qué feliz coincidencia! ¡Anaxímenes está dando
un discurso! Tiene fama de ser uno de los hombres más sabios de
Grecia. Andróstenes no quiere perderse este acontecimiento. Pero
cuando se acerca al estrado, se le adelanta Diógenes.

El mendigo ha cambiado su farol por un arenque, que agita en


medio de los ciudadanos. Alarmados ante la posibilidad de que
se les manche la ropa, se dispersan rápidamente. Anaxímenes,
sorprendido por el movimiento de la multitud, se calla.
Entonces Diógenes exclama:

—¿Ves, Anaxímenes? ¡Tienes el poder de reunir al pueblo


con tus palabras! El arenque tiene el poder de dispersarlos…
¿Cuál de los dos es el más fuerte? ¿Tú o el arenque?

Anaxímenes se pone blanco de rabia. Un hombre calvo,


escandalizado por la provocación, exclama:

—Pero ¡es muy difícil lavar la ropa que huele a pescado! A ti, por
supuesto, te da igual. Tu capa está en tal estado…
—Felicito a tus cabellos por haber abandonado una cabeza tan fea
—replica Diógenes antes de ir a molestar a otro, un poco más allá.
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Andróstenes, divertido, le pregunta al hombre calvo si Diógenes
siempre es así. Un día llevó tan lejos sus provocaciones que unos hombres le
pegaron. Para vengarse escribió sus nombres en una pancarta
—¡Siempre! No nos da tregua. No se puede hacer nada sin que que se colgó al cuello. De ese modo, todos los atenienses pudieron
venga a estropearlo. ¡Y no has visto nada, hijo mío! Una vez, en burlarse de la cobardía de aquellos nobles ciudadanos que, entre
mitad de una multitud subyugada por las palabras de un orador, se varios, le habían dado una paliza a un pobre mendigo.
apartó la capa y se agachó para vaciar sus entrañas. De ese modo
demostró lo que pensaba del discurso…

Incluso en el estadio es insoportable. En lugar de quedarse sentado


En otra ocasión insultó a mi sobrino, a quien todos felicitaban tranquilamente ¡se queda de pie para abuchear a los atletas de
por su pelliza de lana, diciendo que era más bien a la oveja todas las ciudades! Un día irá demasiado lejos y será condenado
a quien habría que aplaudir. a muerte, ¡como Sócrates!
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La luz rojiza de la puesta de sol acaricia el mármol de los templos. —Este capricho me costará muy caro.
Los ciudadanos charlan al fresco. Andróstenes —¿Qué quieres decir? No te costará nada, yo te invito.
camina tranquilamente, pensando en el extraño Diógenes. —Dime: ¿cuánto sufrimiento te cuesta este capricho?
De repente ve el cartel de una fonda. ¿No había venido a Atenas —¡Ninguno!
a divertirse un poco? Entra y pide un vino de la isla de Quíos,
que tiene fama de ser el más fuerte y el más sutil. Cuando se lleva
la copa a los labios entra en el establecimiento un hombre célebre:
el gran Demóstenes. Sus discursos son maravillosos: Andróstenes
se los sabe todos de memoria. ¡Cuando les cuente
a sus compañeros de Egina que ha visto a Demóstenes,
no lo creerán!

De repente, suena en la entrada un fuerte portazo. ¡Entra


Diógenes! Demóstenes, que tiene miedo de ser visto en ese lugar,
indigno de su noble persona, intenta esconderse al fondo de la sala.
Pero Diógenes lo ve:

—¡Te escondes al fondo de la fonda!

Todos los bebedores se echan a reír. El gran personaje, rojo de


vergüenza, se pone a balbucear:

—Tengo… ¡tengo derecho a pasármelo bien!


—Beber vino con lo peor de la ciudadanía, con esta escoria… ¿a eso
lo llamas pasárselo bien? Al menos, espero que eso te haga feliz.
—Desde luego que sí —afirma Demóstenes, retomando su
prestancia—. Este vino es excelente y soy muy feliz mientras
lo bebo. Ven, compártelo conmigo.

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—¡Ninguno! Esa uva ha crecido en un viñedo, los racimos han sido
recogidos, las uvas han sido pisadas, el licor depositado en jarras
torneadas por alfareros, jarras que han sido transportadas
en carretas, las cuales, a su vez, han sido construidas por un
artesano. ¡Ese vino ha atravesado el mar! Ha padecido tormentas
y ataques de piratas. Y todos esos hombres han sudado: artesanos,
marineros y campesinos; han expuesto su piel al sol abrasador;
se han hecho daño con sus herramientas y aperos; se han
destrozado la espalda; algunos han muerto ahogados o han sido
vendidos como esclavos… y todo eso ¿por qué? ¡Por una copa
de vino! Entonces, dime, ¿a quién le hace feliz ese vino?
—Pues, pues… a mí —farfulla Demóstenes.

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—¿A ti? ¡Piensa en cuántos días de trabajo te cuesta ese pequeño
capricho! Y ahora que te has bebido esa copa, seguro que tienes
ganas de beber un vino más caro, ¡un vino de la isla de Lesbos!
Y, una vez que hayas bebido el vino de Lesbos, ¿qué otra bebida
querrás? ¿La de los inmortales? ¿Ese famoso néctar del que dicen
que una sola gota permite vivir ebrio y joven para siempre?
¿Y cuántos días más tendrás que trabajar para pagarte ese néctar?
¿A cuántos príncipes tendrás que adular para acumular el dinero
que te servirá para pagar esa bebida? ¿A cuántos amigos tendrás
que traicionar para hacer fortuna? ¡Ves como tu paladar se ha
vuelto exigente! El más pequeño de tus placeres exige
un esfuerzo inmenso.

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—Diógenes, ¡estás perdiendo la razón! ¡Esos caprichos de los que Diógenes mira a todos los hombres presentes en la sala:
hablas no tienen importancia! Sólo estoy bebiendo una copa,
eso es todo. —Yo, cuando tengo sed, bebo agua. ¡Es mucho más placentera que
—Hace un instante me decías que ese capricho te hacía feliz, todos vuestros vinos! ¿Qué es más simple, más fácil, que mojar
y ahora me dices que ese capricho no tiene importancia. Ya no los labios en una fuente? No hace falta trabajar, ni hacer trabajar
entiendo nada. ¿Quieres decir que ser feliz no tiene importancia? a los demás, ni poseer una enorme fortuna, ni temblar al pensar
—Me cansas, Diógenes. ¡Lo que dices no tiene sentido! en perderla. No hace falta codearse con los tiranos, ni con nadie.
—Me parece que, más que nada, ese vino empieza Cuando bebo agua, sé que podré beber tanta como quiera, durante
a saberte amargo. toda mi vida. ¡Es absurdo querer un vino cuyas gotas
están mezcladas con mares de lágrimas!
Los clientes de la fonda intercambian sonrisitas. Demóstenes,
vencido y avergonzado, se marcha sin siquiera tocar su copa. La multitud se queda muda.
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—¡Pero nadie puede vivir con tan poco! —se atreve a contestarle el
joven—. Ni siquiera los dioses rechazan algún placer.
—¡Pero yo no pretendo imitar a los dioses! Yo quiero imitar a
los perros. En eso quiero convertirme: en un animal inmortal,
capaz de soportar todas las privaciones y de alegrarse por una
Diógenes se acerca a Andróstenes: pequeñez. Mi néctar es un poco de agua cuando tengo sed. Mi
ambrosía es una miga o una piel de verdura cuando tengo hambre.
—¡A ti te he visto en la escuela de Platón! Tienes que ser ¡Ése es mi placer! Y cuando veo a hombres como vosotros que
inteligente, si sigues las clases del gran maestro. Contéstame, pues, se repanchingan en una fonda para atiborrarse de vino, que no
a esto: ¿prefieres beber agua de tus manos o hacer venir el vino piensan más que en placeres ridículos, ¡me entran ganas
desde la isla de Quíos, trabajar, maquinar, comprometerte, hacer la de ladrar y morderos!
guerra con el único objetivo de depositar una gota sobre tu lengua?
—Sin duda, tienes razón —murmura Andróstenes, bajando los Los hombres no se atreven a responder.
ojos—. Lo más simple es beber agua con las manos.
—¡Y lo que podemos hacer tantas veces como queramos, es decir, —El perro —continúa Diógenes— sólo quiere lo que necesita para
sin tener que pedírselo a nadie, es mucho más agradable! ¿O acaso vivir. Agua. Aire. El calor del sol. El azúcar de una fruta. Quiere
me equivoco? Los otros sabores, mezclados con sudor, peligros y lo que es fácilmente accesible, y nunca le falta de nada. Para él, la
mentiras son venenos en realidad. tierra es una mesa abundante y el mundo entero es su casa.
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Con estas palabras, Diógenes abandona la fonda.
Los bebedores, aliviados al verlo marchar, se ponen a silbar.
A Andróstenes, fascinado por lo que acaba de oír, ya no le
quedan ganas de vino. Se queda pensando en la vida descrita por
el mendigo: simple, pura, libre de toda preocupación. Murmura
para sí mismo: «¿Y si tiene razón?». Mira su túnica. ¿De qué valen
los bordados? Mira sus manos. ¿Para qué los anillos? ¿Qué sentido
tiene llevar las mejillas bien afeitadas, los cabellos bien peinados,
beber en una copa de plata? ¿Acaso la vida es más feliz por ir bien
vestido, arreglado, perfumado? ¿Somos más felices por tener una
casa bonita, muebles y esclavos que sirvan la mesa?

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La noche está iluminada por una luna serena. Andróstenes
recorre las calles de Atenas. Todo está tranquilo, hasta que
un grito le hace sobresaltarse:

—¡Hombres, a mí! ¡Hombres, a mí!

Convencido de que alguien pide ayuda, el joven acude. Y ¿qué ve?


A Diógenes solo, en mitad de una plaza.

—¡Tú otra vez! —dice el Perro alzando su bastón—. ¡He pedido


hombres, no engendros!

Andróstenes, molesto, se pone grosero; pero el Perro, partiéndose


de risa, dice:

—Tú no eres un hombre, no uno verdadero al menos.

El joven, herido en su amor propio, refunfuña, preguntando:

—Y, en tu opinión, ¿qué debo hacer para merecer que


me llamen «Hombre»?

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—Entonces… ¿no tienes nada? —pregunta Andróstenes.

Sin mediar palabra, Diógenes coge las manos del joven para —¡Sí, a mí mismo! Me tengo a mí. Y esta capa… no logro
quitarle todos sus anillos. deshacerme de ella. Me sirve en todas las estaciones. Puedo
desplegarla para arrebujarme en su interior cuando hace frío o
—Tira todo lo que es superfluo —dice—. Conserva tan sólo volver a doblarla cuando hace mucho calor. Pero me gustaría
aquello que puedes sustituir inmediatamente y sin esfuerzo. tirarla también. Y un día, lo sé, viviré desnudo y soportaré
Al comienzo de mi aprendizaje, tenía algunas piezas de una cualquier clima. Me entreno todos los días para conseguirlo.
vajilla de madera. Pero incluso así era demasiado rico: al ver a un En invierno camino descalzo por la nieve y abrazo las estatuas
niño beber agua del hueco de sus dos manos, tiré mi vaso. Al día heladas para acostumbrarme al hielo. En verano, doy vueltas
siguiente me crucé con otro niño que había puesto sus lentejas desnudo sobre la arena ardiendo, para aprender a aguantar la
sobre un pedazo de pan. ¡Y tiré mi cuenco! canícula. Eso es todo. No tengo nada más que enseñarte.
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Andróstenes mira sus anillos, esparcidos por el suelo. Se pregunta
si recuperarlos, volver a la fonda y seguir las clases
de Platón. Pero hay otra cuestión que le reconcome:

—Pero tienes casa, ¿no?


—Es verdad, tienes razón —responde Diógenes sacando pecho—,
vivo en un palacio. ¿Quieres verlo?

Andróstenes, que tiene curiosidad por ver el antro del Perro, acepta
la invitación. Los dos hombres atraviesan el Ágora dormida y se
dirigen por el oeste hasta el Metroón, un lugar en lo alto de Atenas
en el que están todos los archivos de la ciudad.

—¡Estamos! —exclama Diógenes triunfante.


—¿Cómo? —se sorprende Andróstenes—, ¿vives en el Metroón?
—¿Para qué querría yo un suelo de mármol, columnas, cojines y
mullidos bancos? No, no, mi alojamiento está ahí —dice Diógenes
señalando una gran ánfora.
—¡Vives ahí dentro! —exclama el joven.
—Ya ves lo cómodamente que vivo —responde Diógenes
metiéndose en el recipiente. Si te conviertes en un Perro, tendrás
un hogar tan bonito como el mío.
—Y ¿para qué te sirve el bastón?
—No es un bastón, es mi cetro, porque soy rey. Andróstenes, con los brazos colgando, no dice nada más. Diógenes
—¡Vamos, hombre, un rey! —exclama Andróstenes—, más bien se pone a gritar:
pareces un mendigo.
—Por supuesto. Soy un mendigo. Odio todo lo que los hombres —¡Dudas si convertirte en un Perro! Ya veo que prefieres las
consideran importante: la gloria, la riqueza, el amor. Pero nadie comodidades. Vete, vuelve a ver a Platón, ese vanidoso que
puede quitarme nada, ni darme nada, lo tengo todo. Mi único pretende enseñar la sabiduría pero que se regodea en el lujo, que
amo es la naturaleza; ella me ordena comer, beber y dormir; no conspira con los tiranos para transformarse a su vez en tirano.
obedezco a nada más, soy mi propio jefe. Los atenienses tienen Únete a él, vuélvete lo que él es, ya me contarás si eres feliz.
una palabra muy bonita para designar ese estado de suficiencia:
autarquía. ¿Y quién es más libre que un rey? El joven se da la vuelta y desaparece.

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Ya en su albergue, se da cuenta de que ha dejado sus anillos en el
polvo. «¿Soy más infeliz con las manos desnudas?», murmura.
Al día siguiente, abandona los bancos de la Academia. Tiene
muchas preguntas en la cabeza: ¿tiene que buscar la riqueza,
el honor, la gloria, como le ha dicho su padre a menudo? Es más,
su familia es rica, poderosa, pero ¿son felices? ¿Acaso ha visto a su
padre y a su madre reírse juntos? No. Sus frentes están siempre
marcadas por la preocupación. Nunca se sabe qué nube ha
oscurecido sus pensamientos. ¿Ha llegado el momento
de dar el gran salto?

Cuando se cruza con un mendigo, se quita la túnica y se la cambia


al pobre por la suya. Durante el día, regala su bolsa. Como ya
no puede pagar el albergue, se ve obligado a dormir fuera. Se
arrepiente un poco. Y luego empieza a notar el hambre.
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Fue una noche, hace mucho tiempo, estaba cenando una
miserable torta. Suspiraba viendo que en Atenas estaban
celebrando una gran fiesta. ¡Qué cara de felicidad tenían todos!
Comían, bebían, recitaban poemas, asistían al espectáculo.
Ya estaba a punto de participar en el convite cuando vio un ratón
que se le acercaba: estaba dándose un festín con una miga que
había encontrado en el suelo. Entonces se echó en cara: «¡Vamos,
Diógenes! Mira ese ratón: es feliz con una miga y tú, quejándote.
¡Si él se da por satisfecho con tan poco, tú también puedes
hacerlo!». El animal le recordó que para ser libre lo principal
Erra por las calles, se aburre, se muere de hambre; empieza a soñar es evitar convertirse en un esclavo del propio vientre. Porque
con una cómoda cama y un buen fuego. Pero, al mismo tiempo, se para celebrar fiestas y ofrecer buenas comidas hay que trabajar,
dice a sí mismo que puede hacer lo que quiera, ir adonde le dé la levantarse cuando lo decide el jefe, pasarse todo el día recibiendo
gana, sin rendir cuentas a nadie. Los atenienses miran al joven con órdenes y acostarse cuando te autoriza el jefe. ¡Incluso el jefe
cierta admiración, porque hay que tener mucho valor para vivir debe obedecer a otros jefes para hacer fortuna!
como un perro. Andróstenes, pegado a una columna, empieza
a gemir. Cree que va a desmayarse cuando llega Diógenes. De todos modos, Andróstenes le pregunta a Diógenes si un
Su rostro ya no es severo. régimen digno de un ratón no puede llegar a perjudicar la salud.

—Acabas de pasar del gineceo al mundo de los hombres —dice. —Yo creo —dijo el Perro— que el lujo, la grasa, la molicie, la
inquietud, la servidumbre… son enfermedades mucho más graves
Luego, para subirle un poco la moral, le cuenta cómo le ha que mi delgadez y mis varices. Creo que la gran enfermedad es
salvado la vida un ratón. hacer lo que haga falta para enriquecerse.
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Sin embargo, algo inquieta a Andróstenes: la soledad. Pregunta si el
Perro todavía tiene amigos.
Diógenes exclama:

—¡Pero si el Perro es amigo de todo el mundo! No tiene rey y,


por tanto, no tiene tierra. ¡Todos los pueblos le agradan! No tiene
enemigos. Le gustan tanto los persas como los lacedemonios
o los tebanos. Puede ir adonde le plazca, sin importarle las
fronteras. Tiene siempre los brazos abiertos. Su casa es tan
grande que puede acoger a todo el mundo. Los perros son así:
se consideran ciudadanos del mundo y no sólo de Atenas, de
Esparta o de cualquier otra ciudad. ¿Acaso puede haber amigos
más formidables? Yo no deseo nada, no lucho nunca por conseguir
riquezas, tierras, títulos. Vivo, me cruzo con la gente, charlo con
ellos sin preocuparme de lo que piensan los demás. Cuando me
dirijo a alguien no es para conseguir favores, dinero, para vender
algo o para quedar bien: hablo de lo que me gusta hablar, eso es
todo. Si la conversación ya no me gusta, me callo y me voy.
Y creo que a la gente le gusta mi franqueza y mi sencillez.

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Pero a Andróstenes le preocupa una cosa más. Siempre le han —¡Te equivocas! —exclama Diógenes—: ¡tendrás miles! El Perro da
gustado las mujeres y se pregunta qué hay que hacer para no caer la mejor educación posible a cada niño, ya sea hembra o varón, y
en los tormentos de la vida amorosa. no sólo a sus hijos. Yo creo que los antiguos lacedemonios
tenían razón: ponían a todos sus retoños juntos y nunca revelaban
—Sientes el deseo del amor: ¡eso es formidable, hijo mío! Deja a los padres quién era su hijo o hija. Así cada uno se convertía en el
sólo que te diga que la pareja es un invento complejo que siempre padre o madre de todos los niños, y los niños se convertían
hace sufrir a los amantes. ¡Cuántos esfuerzos son necesarios en los hijos e hijas de todos. ¡Imagínate una ciudad en la que todo
para seducir, para entenderse! ¡Cuántas negociaciones para el mundo fuera tu padre, tu madre o tus hijos! ¡Qué grande y
conseguir vivir en pareja! Si la naturaleza hubiese querido que nos bonita familia! El Perro no se conforma con tener uno, dos o tres
fundiésemos en una pareja, nos habría soldado por la cintura. hijos: ¡quiere miles, millones! A ti mismo, te lo digo, te quiero
Esto es, por tanto, lo que te aconsejo: haz como los peces, que como a un hijo; y cada hombre de mi edad es mi hermano; cada
se frotan contra las piedras cuando necesitan a las hembras… viejo, mi padre; y cada vieja, mi madre. Si sólo dependiese de mí,
—Pero entonces —se lamenta Andróstenes— el Perro no puede celebraría un gran matrimonio entre todos los hombres y todas las
tener hijos… mujeres, y haría que los hijos fuesen comunes.
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Convencido por todas estas recomendaciones, Andróstenes está En efecto, había cambiado sus bonitas ropas por una capa de
decidido: vivirá como un Perro. Tras haberse entrenado para mendigo. Llevaba los pies descalzos y negros de la suciedad.
soportar el frío, el calor y el hambre, se siente más libre. Cada cosa, Su cabello, en otros tiempos rizado y perfumado, se había vuelto
por pequeña que sea, empieza a procurarle un inmenso placer. una pelambrera desagradable que sólo podría gustarle a un piojo.
¿Qué puede ser mejor que una gota de agua cuando se tiene mucha La espada, fabricada por el mejor herrero de Egina, había sido
sed? ¿Qué hay tan sutil como una fruta en un estómago que, remplazada por un bastón tallado bastamente en una rama.
durante largo tiempo, se ha visto privado de alimento?
Pasan algunos meses. El joven olvida que tiene un pasado, en otro —¿Qué te ocurre? ¡Por Zeus! ¡Te has convertido en un mendigo!
lugar, en Egina. Pero un día, mientras vagabundea por la plaza —exclama Filisco.
del mercado, se encuentra cara a cara con su hermano mayor, —Te equivocas —responde Andróstenes, riéndose.
Filisco, que se echa en sus brazos: —Entonces… ¿te han vendido como esclavo?
—Muy al contrario —dice Andróstenes en un tono muy
—¡Hermano! ¡Estás vivo! Estaba loco de inquietud… ya no tranquilo—, me he convertido en el hombre más libre de Atenas.
sabemos nada de ti. ¡Te he buscado por todas partes! Pero…
¡mira qué aspecto tan terrible tienes! Filisco da un paso atrás. Cree que su hermano se ha vuelto loco.
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Andróstenes se niega a volver a Egina. Cuenta cómo se
ha convertido en un Perro. Su hermano mayor le escucha
atentamente.

—¿Quieres que te presente a quien me ha liberado? —pregunta


Andróstenes.

Filisco acepta. Se dirigen hacia una gran ánfora: Diógenes está


durmiendo dentro, acurrucado como un perro en su caseta.
Ahí está el gran filósofo: enjuto, sucio y enroscado sobre sí mismo.
Y sin embargo…

—Qué tranquilo parece —murmura Filisco—. Me gustaría


despertarlo para charlar con él.

Pero Andróstenes le previene:

—¡No lo despiertes o recibirás un golpe de bastón! Así es como


lo recibió su maestro. Yo mismo también lo he padecido cuando
le molestaba por alguna pequeñez. No va a hacer una excepción
contigo. Si quieres conservar intacto tu cráneo y ser sabio, observa
cómo vive; es como un espectáculo viviente. Imítale. Su filosofía es
de lo más simple: basta con convertirte en ti mismo. Quédate por
lo menos hasta esta noche y te lo presentaré. Y podréis charlar.

Pocos días después, el hermano mayor tira su túnica, regala su


bolsa, y se quita sus sandalias.

Él también se convierte en Perro.

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—¡Por Zeus! ¿Un perro se ha convertido en tu maestro? —se
sorprende el padre.
—No cualquier perro. Ése del que te hablo tiene cuerpo de
hombre.
Platón ha muerto. Por la noche se da una gran fiesta en honor del —¡Cuerpo de hombre! Pero ¿qué mujer ha podido engendrar un
difunto. Diógenes, que disfrutaba mucho peleándose con él, está monstruo así?
un poco triste. Se mantiene apartado. Sin embargo, Andróstenes y —Esa mujer se llama Filosofía. En cuanto al monstruo, se llama
Filisco aprovechan la ocasión para reprochar a los atenienses Diógenes.
que se entreguen al exceso. De repente, escuchan: —¡Diógenes! —exclama el padre—. Todo el mundo me habla de él
desde que llegué. ¡Todos dicen que está loco!
—¡Por Zeus: mis hijos, mis hijos! ¡Por fin os encuentro!
Los dos jóvenes Perros se miran y empiezan a reír: ¡les encanta
Los dos hermanos reconocen a su padre. Onesícrito de Egina está escandalizar a su padre!
allí. El viejo está a punto de estallar de alegría; a pesar de su edad,
brinca como un cervatillo. —Ahora vais a volver a Egina conmigo: ¡se acabaron las tonterías!
Me he arruinado para que vosotros tuvieseis la mejor educación y
—Pero ¿qué os ha pasado? —dice mirando la terrible ropa mirad el resultado: ¡mendigos! ¡En eso os habéis convertido!
de sus dos hijos.
El viejo coge a sus hijos por las muñecas, como si fuesen niños
—He escuchado tus consejos —responde Andróstenes—. He pequeños a los que se arrastra de vuelta a casa. Andróstenes
buscado la sabiduría. Fui a la Academia de Platón para escuchar le atiza un bastonazo.
sus clases. He visto incluso a Demóstenes. Pero he decidido seguir
las enseñanzas de un Perro. —¡Asesinato! —grita Onesícrito—. ¡Mis hijos me matan!
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Diógenes, que ha observado la disputa de lejos, se acerca.

—¡Vamos, vamos, escuchad a vuestro viejo padre! Siempre me ha


apetecido ir a Egina. ¡Hay mucha gente a la que morder allí!
—¿Cómo? ¿De verdad crees que te llevaría? —pregunta el viejo.
—Si viene Diógenes aceptamos ir contigo —dicen los hijos.

Onesícrito se pone rojo de rabia, pero ¿acaso puede negarse? La


negociación se ha acabado. Los Perros embarcan. La embarcación
navega rumbo a la pequeña isla, pero nada más salir de Atenas la
atacan los piratas. Onesícrito llora, suplica y pide la gracia.
Le quitan sus anillos y collares y le rasgan la ropa; grita como
si le estuviesen arrancando los miembros.

—Y vosotros tres —pregunta el jefe de los piratas señalando a los


Perros—, ¿qué tenéis que dar?
—Todo lo que te hace falta para convertirte en un hombre, ¡en uno
de verdad! —responde Diógenes.
—¡Bromearás menos cuando te hayamos vendido como esclavo!
—replica el jefe, sorprendido por tanta osadía.
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En dirección a Creta, donde está el mayor mercado de esclavos, Por lo demás, los piratas están desbordados. En cuanto aparece
Onesícrito está destrozado. ¡Adiós a las riquezas, la comida, el vino uno de ellos, los Perros no pueden evitar burlarse de él. Y si se
y las alfombras mullidas! Mientras él se lamenta, los Perros charlan les amenaza, responden que les da igual morir. Entonces, para
tranquilamente, como si nada. castigarles, los piratas deciden disminuir su ración, pero soportan
todas las privaciones con una sonrisa. Incluso comparten su
—¿Pero no tenéis miedo? —lloriquea el viejo. comida con otros prisioneros. La tripulación no comprende cómo
—¿Miedo de qué? —pregunta Diógenes. consiguen sobrevivir con tan poco. Cuando la nave desembarca en
—Pero, hombre, está claro: ¡de que nos vendan como esclavos! Creta, los Perros se desquitan con creces: en cuanto ponen el pie
—¡Ah, de eso! —ríe sarcásticamente Diógenes—, no me preocupo en el muelle, empiezan a burlarse de todos los clientes. Diógenes
por ello, no soy el sirviente de nadie, ni siquiera de los dioses. exclama a voz en grito: «¿Quién quiere comprar un Perro?».
Y, sobre todo, compadezco a quien se pagase un Perro Andróstenes le dice a un hombre muy coqueto: «¡Eh! Si quieres
de nuestro temple. un hombre en casa, ¡aquí estoy!». Filisco llama la atención de un
viandante: «Por el precio de un esclavo, ¡cómprate un amo!».

Onesícrito no puede evitar admirar la libertad de sus hijos.


Tiene que admitir que ninguna escuela habría podido darles
tanto aplomo.

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Los piratas venden a todos sus esclavos, salvo a los tres Perros y Pasan diez años. Onesícrito camina pobre, pero libre, en compañía
a Onesícrito, que es demasiado viejo. Ya no saben qué hacer con de sus hijos. Pero ya no dice: «Mis hijos». Y los hijos ya no dicen:
ellos, cuando Diógenes interpela a un rico ciudadano de Corinto: «Mi padre».

—¡Eh! ¡El aristócrata! ¡Cómprame: yo dirigiré tu casa! En cuanto a Diógenes, se hace amigo y consejero de Xeniades. El
rico hogar se transforma en un lugar sencillo. Ya no hay mullidas
Seducido por su insolencia, Xeniades —pues así se llama el alfombras, ni vestidos generosamente bordados. Los niños
hombre— decide comprar a la pandilla. Los piratas le hacen aprenden a beber agua en lugar de vino, a comer lechuga
un buen precio porque tienen ganas de desembarazarse en lugar de buey, a reír en lugar de a conspirar y traicionar.
de esa jauría de perros rabiosos.
La historia de la casa de Xeniades recorre Grecia. Llega incluso
Onesícrito, conquistado por la libertad que ofrece la vida del Perro, a oídos de un tal Alejandro, entonces rey de Macedonia
hace mil preguntas a sus hijos y a Diógenes. Durante todo el viaje y de toda Grecia.
que les lleva hasta Corinto, reflexiona sobre su vida, piensa en los
años que ha perdido, en su amor al poder y al dinero. Se encuentra
ridículo. Una vez llegado a buen puerto, tira sus sandalias al mar.
Sus hijos le cogen por el cuello para abrazarle.

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—Entonces eres un buen rey. Y ¿un buen rey es un bien?
—Por supuesto.
—¿Y por qué iba a tener miedo de un «bien»?

Alejandro está desconcertado, pero aprecia el aplomo del Perro.


Le promete hacerle llegar una escudilla llena de huesos para
recompensarle.

—Es un regalo digno de ti… —suspira Diógenes.

El rey mira a su alrededor. Los corintios no pueden evitar reírse


para sus adentros. El joven Alejandro reconoce que le han vencido;
deja de sacar pecho y se inclina:

—He matado a hombres por menos que eso; pero, ¡por Atenas,
tienes ingenio, amigo mío! Si no fuese Alejandro, me gustaría ser
como tú.

Diógenes, tumbado en el suelo, toma el sol cuando una voz


le interpela:

—Soy Alejandro. Pregunta qué puede hacer un rey por ti, mendigo.
—¡Me estás dando sombra! —replica el Perro, barriendo el aire con
la mano como si persiguiese una mosca.

Y Alejandro da un paso atrás. Quienes asisten a la escena no se lo


pueden creer. Diógenes ha conseguido con una sola frase lo que
ningún pueblo griego había conseguido con sus ejércitos: hacer
retroceder a Alejandro. El rey, de naturaleza colérica, replica:

—¿Cómo te atreves? ¿No tienes miedo de mí?


—¿Eres un mal rey? —pregunta Diógenes.
—¡Por supuesto que no! —dice Alejandro, indignado.
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Mientras que Alejandro parte para conquistar Asia en busca de Los compañeros de Diógenes se preguntan qué hacer con su
gloria y riquezas, Diógenes se queda a vivir en Corinto en casa cuerpo. En opinión de Andróstenes, habría que dejarlo en la calle
de su amigo Xeniades. Pero lejos de vivir una jubilación tranquila, para que los perros se dieran un festín. Según Filisco, habría que
lleva su entrenamiento hasta el límite: decide no utilizar ni siquiera cocinarlo y compartirlo entre amigos; en efecto, Diógenes decía
el fuego para convertirse en un auténtico perro, capaz de devorar que la carne humana es tan buena como cualquier otra… Sería una
los alimentos crudos. Al principio, le basta con comerse las lástima desaprovecharla. Pero es Xeniades quien tiene la última
verduras a mordiscos, luego con masticar cereales; pero, queriendo palabra. Antes de morir, el Perro ha suspirado su última voluntad.
endurecerse más aún, empieza a comer carne cruda y anima a los Ha pedido ser enterrado… cabeza abajo.
otros Perros a imitarle. Todos enferman. Diógenes se empeña: una
mañana, cuando observa lo que los pescadores han traído del mar, —¡Vaya idea! —exclama Onesícrito— ¿Y por qué cabeza abajo?
ve un pulpo retorciéndose en el fondo de una cesta. Lo coge y le da —Porque, según él, todo lo que está abajo estará algún día arriba.
un mordisco…

Diógenes tiene unos cólicos terribles y muere. Así es como un


pulpo mata a este hombre, fuerte como Heracles, Perro entre los
perros, a los ochenta y seis años.

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Nadie sabe si Xeniades se atrevió a poner la nariz de Diógenes
contra el fondo de la fosa, pero, en honor de ese hombre
convertido en animal, en honor de ese animal convertido
en dios, en honor de ese hombre convertido en hombre, los
ciudadanos construyeron una inmensa tumba cuya cima preside
magníficamente… un perro de mármol.

Al acecho. Por supuesto.

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El filósofo-perro frente al sabio Platón se
terminó de imprimir en los talleres
de Kadmos en marzo de 2012.

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