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Autoreverse Mariana Font

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Autoreverse

Mariana Font
Ilustración de portada: “Urgencias”, de Mao Díaz

Ilustración nouvelle: Anna Quintana Solsona

Fotografia prólogo: “El año del virus”, Mariana Font

Corrección y ayuda formato: Sergi Ricart Ibars

Textos: Mariana Font

Textos contraportada: Juan Villoro y Jordi Carrión

Edición: Casera y ácrata, remezclada en Taüll en marzo de 2020

Distribución: Sois libres de reproducir, modificar, loar o criticar la totalidad de la

obra o cualquier fragmento en ella contenido.


“Si el arte es la punta del iceberg, yo soy la parte
hundida debajo”

Lou Reed, Small Town.


Prólogo

Van aquí unos cuentos que hace unos años escribí y


estuve por publicar, cuando hice un amago de figurar en
ciertos círculos literarios antes de que me venciera la
certeza de que la vida -la mía- estaba en otra parte.

Algunos salieron en revistas como El Malpensante,


Suelta o Catorze, un par fueron publicados en compilaciones
de las editoriales Candaya e Irrupciones, y la mayoría
estuvieron en algún momento colgados en la red. Deseo que
os hagan más llevadero el confinamiento (edito esto en
marzo de 2020, El Año del Virus). Nos vemos al sol cuando
todo esto pase y, a fuerza de hostias, seamos mejores que
ahora.

Agradezco a Sergi Ricart por la ayuda con el formato,


a Jordi Carrión y a Juan Villoro por lo elogios para la
contraportada (allá y entonces), a ustedes por leer esto
entre tanto ruido, y a Pisu por todo lo demás.

“El año del virus”, Taüll, marzo de 2020


VISITAS

a Vero Robuschi

−Me tenías abandonado.

−Mi psicólogo dice que no deberíamos hablar más.

−¿Desde cuándo vas al psicólogo?

−Da igual, olvidate del psicólogo, estoy empezando a creer


que no deberíamos hablar más.

−¡Qué idiotez! ¿Qué te pasa? ¿Otra vez con tu miedo de


haberte vuelto loca? Pensaba que ya lo habías superado.

−No, ya no tengo miedo de estar loca. Ahora empiezo… no sé,


empiezo a tener ganas de volver a ser alegre, de encarar un
poco más la vida real.

−¿Y por qué iba a ser más real lo otro que esto?

−¿Sabías que los cachalotes pueden sumergirse a más de tres


mil metros de profundidad, hacer apnea durante treinta y
cinco minutos y comer calamares gigantes?

−¿De qué me estás hablando?

−Hay un mundo ahí afuera, Aparicio.

−¿Desde cuándo te importan los cachalotes?

−Conocí a alguien.

−No es la primera vez.

−Esta vez es distinto.

−¿Por qué?

−Porque esta vez no me importa que no se parezca a vos. Es


más, me encanta que no se parezca a vos.
−Mónica, se me está borrando el brazo derecho.

−Supongo que es lo que tiene que pasar.

−Dejate de joder, Mónica. Nadie te va a entender como yo, y


vos lo sabés. No juegues con fuego, Mónica. Si me dejás, un
día me vas a llamar y no voy a venir. ¿Y qué vas a hacer
entonces? ¿Eh? ¿Qué? Sin el brazo derecho no puedo fumar,
Mónica.

−Un día, tú ya libre / de la mentira de ellos, / me


buscarás. Entonces / ¿qué ha de decir un muerto?

−¿Qué?

−Nada, un poema. En rigor, en mi recuerdo, una canción.


Pero no tiene nada que ver, habla de la historia de España.

−Cantámela, dale.

−No Aparicio, ya no te canto más. La vida sigue ¿entendés?

−¿Quién te dijo eso? ¿Eh? ¿Quién te lo dijo? No sos vos la


que está hablando por tu boca.

−Sí, soy yo. Mirame un momento, andá. ¿Ves? Yo no estoy


muerta. Tengo cuarenta años, no ochenta, no puedo tener por
único amante a un fantasma.

−¿Y por qué no? Estoy mucho más bueno que los maridos de
tus amigas. Y aparte, ¡qué rostro!, si yo mismo te vi hace
unos meses en esa misma cama con el flaco aquel. ¿Cómo se
llamaba?

−Andrés.

−Ese.

−¿Y no viste que no abrí los ojos en todo el rato?

−…
−…

−Sí, ya sé.

−Sabés ¿no?

−Sí.

−¿Y no te parece atroz?

-¿Por qué?

−Porque lo usé, carajo. Lo usé como encarnación tuya, con


premeditación y alevosía.

−Pensabas en mí.

−No te crezcas.

−Pensabas en mí, Mónica, y no tiene nada de malo. Lo que


tenemos es mágico, es maravilloso, es solo nuestro…

−Aparicio, te voy a enterrar.

−No, Ojitos Lindos, no dejes que te llenen la cabeza…

−No, Aparicio, ya está, en serio, estás muerto, fini, te


voy a enterrar.

−Mónica ¿por qué me hacés desaparecer la cabeza antes que


el cuerpo? Esto es ridículo, Mónica, recapacitá.

−No quiero mirarte a los ojos, ni a los labios. Ese que


estaba ahí no eras vos.

−Cuando me vuelvas a convocar no voy a volver. ¿Oíste? No


voy a volver. ¿Y qué vas a hacer entonces? ¿Eh? ¿Qué?

−Estoy escribiendo una historia de fantasmas.

−¿De qué estás hablando? Ya no me queda más que una pierna,


Mónica, encará por favor.
−Todavía no tengo el final.

−Mónica, que me esfumo…

−Me da un poco de lástima pero creo que el fantasma va a


dejar de vagar como alma en pena. En realidad, es ella
quien lo va a enterrar. Es que en realidad no sos vos,
Aparicio. ¿Entendés? Soy yo. ¿Aparicio? ¿Aparicio?


URGENCIAS

Los catarros se curan con mucho líquido. Nosotros no


tomamos antibióticos. Sonreímos con discreción y
condescendencia frente a las víctimas de la industria
farmacéutica, les recomendamos jarabes de hiedra y nos
sentimos secretamente orgullosos de cómo hacemos las cosas.
Los catarros se convierten en pulmonías que muerden los
costillares, y en bombas de relojería que llaman con sus
puños de flema a las puertas de la sanidad mental.

No recuerdo cuántas horas llevo aquí, ni cuantos años,


ni cuántos días. Mis ojos son dos bolas de fuego que lamió
el aire gélido de la Sagrada Familia, mientras yo
desordenaba cafés, antifaces, torres, mosaicos y dragones
en la puerta de Urgencias. El hospital de Sant Pau parece
un aeropuerto. Pulcro, amplio, de diseño. Un señor quiere
saltarse la cola para preguntar dónde está su amigo,
pasando por delante de la mujer bajita que tiene una niña
en brazos, una niña con los ojos pequeños, la piel roja y
el cuerpo inerte por la fiebre. Quizás el amigo del señor
se esté muriendo y le falten ocho minutos para expirar. Si
el señor no llega a tiempo se quedará para siempre sin
expiación, sin decirle eso que tiene que decirle, sin
recibir la extremaunción de su perdón. En la agonía del
primero son dos (al menos) los murientes.

En las afueras de Riohacha también vi llegar a una


madre con un niño en brazos. El niño se le moría. Ella se
bajó de la moto donde viajaba de acompañante y entró como
un torbellino. Era rubia y alta y enfundaba su cuerpazo en
unos vaqueros claros. Era lo que antaño se decía un minón,
un camión, un pedazo de hembra con un par de ancas acabadas
en una cadera montaraz. Desaparecieron tras la puerta. El
bebé estaba azul. Años después me pregunté si en una
situación tan extrema le habrían aplicado el protocolo de
seguridad diseñado para madres-que-llegan-con-niños-azules,
o si habrían suspendido, todos, la culpa y el reparto de
responsabilidades, para concentrarse en salvar a ese niño.
Pero nunca lo supe porque a mi Lázaro lo intubaron en otra
sala.

Siete minutos. Yo sí que tengo tiempo. Tengo todo el


tiempo del mundo. No me estoy muriendo, no más que el
ciudadano promedio que camina por la calle. Solo tengo una
pequeña otitis y un principio de pulmonía. Además, estoy
sola, así que el tiempo es mío. No tengo a mi hija de doce
años delante ni estoy teniendo un bronco espasmo ni le
estoy diciendo con voz ahogada que me muero ni con el gesto
le estoy pidiendo que haga algo.

Quisiera cerrar los ojos igual que tengo cerrados los


oídos. Estoy condenada a ver detalles que no quiero ver.
Todo es blanco como en una clínica de ciencia ficción.
Estoy en la Barcelona alta. Seis minutos. La señora en la
silla de ruedas luce impecable. La bata violeta y mullida
huele a limpio y los mocasines a caro. Ella es grácil,
tiene el pelo rubio como recién salido de la peluquería, es
pequeña pero no frágil, solo elegante, elegante sin
altanería, aún en la silla de ruedas. Destila dinero de
familia, dinero aristócrata, dinero que no hace falta
restregarle a nadie a la cara porque se nota, sin más. El
enfermero se acerca a ponerle el brazalete que indica su
ingreso al hospital.

−Vea qué pulsera más maja le traigo. ¿Le agrada? –


pregunta a los gritos como si ella fuera sorda y, además,
subnormal.
−Muy maja, sí, sí –contesta ella sin gesto alguno de
hastío ni de entusiasmo, acostumbrada a llevar con gracia
la conversación banal. Tiene un bastón recostado sobre el
muslo derecho y espera con toda tranquilidad, con toda la
compostura. El único gesto de crispación que le descubro
dura menos de un segundo y tiene lugar cuando el marido, un
hombre con olor a cuero fino, aparece atravesando la puerta
que queda a espaldas de ella y, sin mediar palabra, mueve
medio metro la silla de ruedas, como quien corrige la
inclinación de un cuadro solo para que conste quién manda
en el universo. Al moverse, el bastón hace palanca contra
el suelo y es entonces cuando la expresión de ella denota
un brevísimo instante de ofensa, que en seguida vuelve a
trocarse en pundonor, al tiempo que levanta el bastón para
no sabotear la exhibición de autoridad del marido. Cinco
minutos.

Los ojos como bolas de fuego por la fiebre, condenados


a ver y a enviar señales a un cerebro torturado y
submarino. Que alguien apriete el botón de off de las
evocaciones. Se agolpan salvajemente, superponiéndose, y ni
siquiera imaginarme las vidas de las personas que me rodean
me sirve de solaz. Antes al contrario, son estas personas y
sus desgracias las que me traen ecos. Cuatro minutos. Ecos
y más ecos. Me llegan voces como algas marinas, pasan por
este líquido cefalorraquídeo en el que estamos inmersos
ellos, los coches, los peces y mi padre.

Después de la punción lumbar me premiaban con coca-


cola y yo pensaba que estar internada no estaba tan mal,
mientras escrutaba la carátula inmensa de un libro de
cuentos en donde una niña vestida de amarillo se sentaba en
un parque. Yo ya no me acordaba de lo que era sentarse ni
de lo que era un parque, pero ya me había olvidado también
del pinchazo que mi madre consentía. Si lo consentía, y si
mi hermana no venía, debía de ser porque me estaba
muriendo.

Tres minutos. Cruzan la puerta tres mujeres llorando


abrazadas. A la del medio –por posición y por edad– le
fallan las rodillas y las otras dos la sostienen. Las tres
lloran juntas dentro de la blanca inclemencia de los
azulejos quemados por el tubo luminiscente, y su llanto es
un aullido mudo que casi me doblega. Pero estoy sola y mi
padre se murió hace seis años, yo acá no puedo llorar, así
que me desdoblo para que mi avatar sí pueda, como ellas,
pero con un aullido que sí me sea audible, llevándose ambos
puños al vientre y apretando fuerte y sollozando porque
estoy sorda, porque estoy sola, porque tengo fiebre, porque
no me morí de meningitis a los tres años agarrando la mano
de mi madre, dos minutos, porque miré el rostro seco y
violáceo de mi padre, porque no tengo adonde ir cuando me
den el alta.

No siento dolor, solo el absurdo castigo de que este


cuerpo enfermo no sepa apagar su antena. Un minuto. Se ha
colado un tiburón a nuestro mundo submarino de líquido
encefálico y me muerde con saña debajo del costillar
izquierdo. Mientras toso veo al señor que buscaba a su
amigo, lo veo salir rapidito con una sonrisa de alivio, y
por megafonía repiten que “a Margarita G. la esperan en el
box ocho, por favor”, y avanzo encorvada, sorda y
entumecida, rogando que la doctora pase de los sesenta años
y tenga las tetas gordas y arrugadas para poder hundir
entre ellas la cara y sollozar hasta que el llanto limpie
todo el musgo de mis pulmones, se lleve los ecos hinchados
–como un torrente arrastra los cuerpos de los ahogados que
nadie salvó– y me deposite en un saco amniótico hasta que
esté preparada para volver.

Abro la puerta y la doctora es mi madre, que ha


forrado la bolsa de agua caliente con mi camisón de
franela. Me meto bajo la colcha amarilla de volados
mientras ella me arropa y me acerca la mesa con la tele
blanco y negro, el termómetro de mercurio, las aspirinetas
y un vaso de coca cola con galletitas saladas. Mamá,
pregunto egoísta, ¿por qué demoraste tanto? Tuve que hacer
horas extra porque hubo que retirar un medicamento en mal
estado, me contesta, y en seguida agrega “¿te preparo una
maicena?” Sí, gracias, le contesto en voz baja, y pongo el
canal Cuatro donde me dispongo a mirar (y a escuchar) La
Dama de las Camelias.


EL EFECTO ABRASIVO

Los destellos de la ambulancia sobre la cara herida de


la ex son los mismos que cuando cogían, hace quince años,
iluminados por el fluorescente rojo de la farmacia de
enfrente. En aquel entonces hubo una noche en que ella se
le prefiguró como un cadáver, cuando la cruz de neón se
puso verde, mientras que ahora, por el contrario, la luz
roja de la ambulancia vuelve a arrebolarla como una
hoguera, creando la ilusión de una cara joven -ahora que ya
no la tiene, que no la tendrá nunca más- cuando en cambio
aquella vez él vio en el rostro de ella a la madre seca,
enjuta, el negativo de la voluptuosidad, como esos
dibujitos en que el gato mete el dedo en el enchufe y se le
ve el esqueleto por un segundo. No, el tiempo no existe,
porque ahora, arrodillado en el pavimento duro, la cara de
ella encendida por la luz de la ambulancia parece la de las
tardes remotas cuando era suya. Esas tardes en que ella
llegaba de trabajar y se saltaba el almuerzo, se iba, con
la cerveza en la mano, directo a bajarle los pantalones y a
montarlo, y se le quedaba la cara enrojecida por el roce de
la barba de tres días. ¡Cómo le gustaba a ella eso, al
principio! Se restregaba contra su cara y él le mordía los
pómulos. Ella quería que la mordiera, que la marcara, qué
poco se imaginaba que quince años después se iba a estar
poniendo maquillaje y hasta intentando averiguar en
internet cómo sacarse esas “desagradables manchas de la
cara debidas al efecto abrasivo del sol y los elementos”.

Sí, el tiempo sí existe y tiene el mal gusto de pasar


como un lugar común. Como en un mal tópico, ella había
cambiado las siestas sin almuerzo por la cara larga de
quien lleva horas esperando, y los poemas dentro de la
nevera por listas de tareas del hogar. Todavía hay que
agradecer que la felicidad duró demasiado. Con el primer
hijo todavía hubo siestas. A veces él no esperaba a que el
bebé se durmiera. Le metía la lengua y después el dedo
hasta el fondo mientras ella aún tenía al bebé en la teta.
Solo con él habría sido posible, otro no se habría
atrevido. Solo con ella habría sido posible, a otra no le
habría gustado, le habría parecido quizás obsceno. El sexo
nunca había sido un problema. El problema, justamente, fue
el deseo. El deseo de ella parecía no tener límite. Y con
el segundo hijo, y las obligaciones, ella empezó a
increparlo porque nunca estaba, y él empezó a irse para no
ser increpado. ¿Cómo fue que pasó? No habría costado nada
relajarse al final de la jornada, pero el deseo se volvió
una jaula de la que él solo supo salir huyendo.

Más tarde, él la admiró. Transcurridos los años del


llanto y el reproche de ella, él se jactaba ridículamente
de que la madre de sus hijos era la mujer más inteligente
con la que jamás se había topado. Ella, en cambio, lo dejó
de admirar casi enseguida. Superada la obsesión primera,
vibrante y enferma como un caballo desbocado, un buen día
lo vio pequeño. De repente sus comentarios le parecieron
evidentes, insípidos, y sus chistes, desesperados.

Él se volvió a casar enseguida, como suelen hacer los


mujeriegos. Se aferró a una nueva mujer a quien deslumbró y
por quien fue deslumbrado, al principio intensamente, en
cuyos brazos lloró también alguna vez, como lo había hecho
con ella, como hacía siempre que se permitía ser el niño
desamparado que era con una polla que mandaba sobre él.

Pero primero la odió, antes de la admiración. La odió


porque ella lo sabía todo, lo sabía siempre, lo leía como
un párrafo en Times New Roman 12, así de nítido, así de
claro, conocía su historia, sus miedos, las oquedades de su
cuerpo. Jugaba en la venerable y odiada liga de la familia,
de la madre a la que no se le puede ocultar nada. La odió y
luego la admiró, como se admira a una bisabuela.

Ahora está tirada en el asfalto, con la pierna doblada


contra natura y la cara de hace veinte años, y hay un
revuelo de paramédicos que se la empiezan a llevar en una
camilla mientras él grita como un energúmeno que no, que no
se la lleven, que no se la lleven como se llevaron a su
madre, tapada con una sábana, que no se la arranquen, que
no lo dejen ahí solo bajo la lluvia, un niño enfurruñado,
desamparado, un loco, un sin techo pregonando la historia
de su vida a unos oídos ajenos que no lo escuchan, a unos
ojos que no lo ven, no se la lleven, a ella no, a ella que
hace veinte años que es mi pilar, a ella no, no se la
lleven, a ella que conoció a mi madre, a ella que me
sostiene, a ella a la que no hay que explicarle nada porque
todo lo entiende, a ella no, carajo, a ella no, taxista
hijo de puta dónde está que lo mato, suéltenme carajo, a
ella no, no se la lleven [y en eso llegan sus hijas,
huérfanas de madre recién muerta, y entre las dos le
agarran las manos desolladas de aporrear primero la
ambulancia y luego el pavimento, lo levantan de la acera,
casi se diría que lo levantan en andas, y entre las dos se
lo llevan a él de la escena ya vacía].


LAS FUNCIONES DE LA BOCA

(publicado por primera vez en “Emergencias”, antología a


cargo de la editorial Candaya, y luego en “21 mujeres más”,
de la editorial Irrupciones)

Mi turgente hija menor quemó hace una semana su


aparato de los dientes. Así se llama: aparato. El aparato
estaba destinado a corregirle la oclusión y la hacía verse
como una adolescente, que no es sino lo que es. Cuando
llegué a casa, al caer la tarde, la encontré en la azotea
con Alfonso, alimentando una pequeña hoguera que a juzgar
por el tizne en la pared debía de llevar horas ardiendo.
Entre unas llamas densas y azuladas, que parecían de
plastilina, asomaban unos alambres. ¿Esto qué es? pregunté
con espanto, con terror, con el sobresalto que ahora solo
los experimentos de mi hija me provocan. Ninguna respuesta.
La cara de Alfonso era un poema, miraba al suelo con un
deseo tal de tornarse invisible que llegaba a conmoverme.
Pero mi hija no. Ella me miraba desafiante y divertida.
Mamá, proclamó, acabo de quemar el aparato de los dientes.

Un océano embravecido se me metió bajo las tetas y no


supe si quería abrazarla o llorar. Y Alfonso a su lado,
como un muñeco. Esta niña es un monstruo, esta niña es la
belleza, esta niña es una yegua desbocada. Sin embargo
también me entró la risa. Lo mejor es realizar una
extracción completa y colocar una prótesis removible de
resina, me había dicho el odontólogo hacía una semana, a
mí, a mis cincuenta y tres años, y ahí estaba mi hija con
sus exaltadas proclamas. Casi no contengo la carcajada. La
fijación no depende del aparato protésico sino del terreno
de soporte, había dicho el especialista, y yo ahora me
imaginaba que me reía de la hazaña de mi hija y me salían
volando los dientes, como en un dibujito animado.
Pero tenía que hacer algo, tenía que tomar medidas, se
esperaba de mí una reacción educativa. En lugar de
rezongarla, les dije tranquilamente a ella y a su amigo que
tenían que limpiar los restos del fuego, y que ya no le
dejaría más la llave de acceso a la azotea. Él continuó
descolocado, superado por una fuerza que no comprendía,
pero mi hija estalló: no tenés derecho, ésta también es mi
casa. Guacha de mierda, pensé tensando todos los músculos
del cuerpo y entonces me dio esa puntada en la nuca, un
impulso eléctrico me atenazó las cervicales y cuando estaba
a punto de arrearle una bofetada vi a mi madre haciendo lo
propio con toda la palma abierta −para que se te quite lo
insolente− y cerré el puño y lo estampé contra la columna
de cemento como había hecho el padre de mi hija cuando aún
era mi marido, contra la puerta del armario, en una de las
tantas discusiones violentas. Violencia es esto, violencia,
me dije rompiendo en llanto y, en voz alta, tenés razón
Valentina, tenés razón, perdóname. Y entonces me invadió el
orgullo por esa hija tan excesiva, la abracé y le empecé a
contar: ¿Sabés que cuando yo tenía tu edad unas mujeres
quemaron sus sostenes en una hoguera pública? Ella me miró
divertida y me pidió que se lo contara todo mientras el
amigo seguramente pensaba que a esa casa de locos no
volvería más. (Pero no, Alfonso no hacía más que mirarla a
ella con una fascinación con la que a mí también, alguna
vez, me habían mirado).

La palabra es prótesis. La funcionalidad de la boca es


lo básico para el bienestar del paciente, dijo el
odontólogo. Las funciones de la boca que ante todo se deben
recuperar son: primero, una masticación eficaz y segundo,
una fonética adecuada. Lo rumié todo, azorada, y al cabo me
torné yo misma y pregunté si había que sacarse la boca para
silbar. La prótesis, me corregí. Eso le pregunté al
odontólogo y él me miró como si yo fuera una retrasada
mental que milagrosamente ha llegado a los cincuenta años
sin que nadie lo haya notado, vaya, que ha sabido funcionar
con normalidad. Me contuve de preguntarle si había que
sacársela para besar, aunque ahora que lo pienso, en
realidad no me contuve, hay cosas, me dije, que una decide
por intuición, no por indicación médica.

La prótesis es una segunda dentadura, no tiene usted


que sacársela para nada, me contestó el hombre. Hombre de
poco vuelo. Ya que está, hágame el favor de fabricarme unos
colmillos largos, que yo siempre he querido poder,
literalmente, sorber la sangre de mis amantes, pensé para
mis adentros. Y ahora los usarías para extraer la sangre de
mil vírgenes, me dijo divertida una versión de mí misma a
los quince años que apareció sentada en un rincón del
consultorio y me miraba desde la silla supletoria, fumando,
con las piernas cruzadas y un libro de Poe abierto sobre
las medias negras. Sonreí a mi vez, despreocupada de la
mala impresión que sin duda debía de estar causando al
profesional de la boca que me atendía. Sos un estereotipo
con patas, le dije a la Lucía joven sin ánimo de ofender,
haceme el favor de irte por ahí a coger, vos que podés.
¿Así que además de flaca me vuelvo soez? me impugnó
poniéndose de pie y repasando al odontólogo, ¿si tanto te
interesa la gimnasia por qué no te levantás al dentista? Es
un poco soso, ¿no te parece? Contesté a mi vez, más por
pose que por afán.

El hombre no estaba mal, todo hay que decirlo. Era


mayor que yo pero estaba −expresión siniestra− muy bien
conservado. Tenía el pulso firme y los antebrazos fibrosos
y movía con pericia unos dedos decididos dentro de mi boca.
Yo lo veía en contrapicado desde mi boca abierta y quizás
por eso la escena me hizo impostar una procacidad que hacía
tiempo había perdido. Éste me da a mí que le hace ascos a
un buen polvo con prestaciones, le dije a la joven yo, que
−punzante ella sí por naturaleza y no por fingimiento− me
contestó a su vez, a ver, Lucía, vos tampoco sos la viva
imagen de la voluptuosidad, antes de desaparecer con un
plof al tiempo que el odontólogo presionaba una masa
rosácea y fría sobre mis dientes picados y me conminaba a
morder.


OPORTUNIDAD DE NEGOCIO

En la estación de autobuses se me acercó un señor de


esos a los que ya no se les calcula la edad. A bocajarro
pero con corrección, me preguntó:

−Disculpe, ¿está usted casada?

Me pilló desprevenida. Un día, no hacía muchas


semanas, me había yo congratulado de saber catalán, pues
eso me permitía mantener conversaciones, durante la larga
parada que hace el bus, con todos los abuelos que arrastran
bolsas en esa letrina del tiempo que es la estación de
Lleida. Los tiernos abuelos conversan con las dulces
viejecitas, y con gusto lo hacen también conmigo porque yo
“soy del Pont de Suert” y siempre hay alguno que tiene un
primo, ya muerto, que subió a la montaña en los años
cincuenta a trabajar en las obras hidroeléctricas.

Pero este hombre era diferente. No estaba ahí gozando


del tiempo sino corriéndole una carrera. Y era tal el
contraste de su prisa con el tiempo de los otros que un
poco me conmovió. Entonces hice un esfuerzo consciente por
pensar en viejos de mierda. A veces tengo que hacerlo. Uno
ve ahí un abuelito desvalido y se olvida de que quizás fue
un hijo de puta que le metía mano a la sobrina cuando era
niña, que cascaba a la mujer, robaba a los amigos y
maltrataba a los animales. De repente me pareció que el
tipo era la viva imagen de Pinochet, con ese bigote cortado
prolijo, el pelo cano aún abundante y la barbilla
soberbiamente apretada hacia arriba.

−¿Y ahora? ¿Por qué me hace esta pregunta? –pregunté


en catalán. Fue la única respuesta que atiné a dar.

La cara del tipo se trasmudó. El diálogo continuó así:


−Ah, ¿habla el catalán? Disculpe, he pensado que era
usted extranjera.

−Pues sí que lo soy, soy uruguaya− continué, a


sabiendas de que lo de “uruguaiana” no le sonaría de nada.
¿Y usted se dedica a abordar extranjeras para preguntarles
si están casadas?

−Pero ¿está casada o no?

Viejo de mierda. Si le decía que sí, iba a desparecer


sin más, y a mí había algo de ese personaje que a la vez me
repelía y me llenaba de curiosidad. No quería que se fuera,
pero no me veía con ánimo de seguirle el jueguito porque,
por otra parte, no parecía muy dispuesto a invitar a un
café para flirtear, ni nada similar. El tipo iba al grano,
no tenía tiempo que perder.

−¿Y usted? Usted lo estuvo, ¿verdad? Y le gustaba


humillar a su mujer. ¿A que sí? No bebía ni fumaba más que
el cigarro de la tarde. Un tipo recto y trabajador, pero le
gustaba obligarla a hacer cosas que ella no quería y
después ni siquiera le acariciaba el pelo. Era su mujer, al
fin y al cabo, era su deber. ¿No? O tal vez no, tal vez se
mantuvo usted soltero y libre de bragas colgando en la
línea de la ropa, y no le hizo falta mujer alguna porque la
sobrinita de ocho años lo quería a usted de una manera
especial, aunque no sabe porque le rehuía hacia final y
cuando le crecieron las tetas de repente su hermana le dejó
de hablar y ya no lo recibieron más en casa.

Opción (a) el tipo se pone a llorar. Opción (b) me


manda a la mierda. Opción (c) no entiende nada y vuelve a
repetir “pero ¿está usted casada?”
¿Y yo por qué me pongo histérica? ¿Qué me molesta? ¿La
edad, la premura, o el que busque extranjeras? Bueno, al
fin y al cabo quizás tuviera algo que ofrecer. Quizás no
quería una mujer que lo masturbara en el baño de la
estación sino una persona necesitada con quien establecer
un trato beneficioso para ambos. Eso es el matrimonio, ¿no?
(Y ahora veo que soy una mojigata porque tampoco tendría
nada de malo que el pobre hombre necesitara alivio para la
carne y buscara hacerle una propuesta a una mujer soltera –
soltera, eso sí). Pero quizás buscaba esposa en la
estación y la buscaba ahí porque era un tipo emprendedor,
un tipo práctico que había decidido que era el momento de
casarse, tan práctico que era un incomprendido. Y yo me
pongo histérica y le salgo con una sarta de clichés sobre
los hombres y las mujeres. No, mejor que pase otra cosa.

Lo voy a ayudar a conseguir esposa por internet. ¿A


que por internet no ofende? El señor plantea lo que tiene
para ofrecer y a alguien le conviene y sellan el trato y el
tipo muere feliz y acompañado mientras la mujer hereda una
torre en Anglesola y se trae de su país de origen a los
hijos que ahora son adolescentes, y al cabo de un par de
años se pone a vivir con un guineano que pronto ayuda a
venir a su hermano. Aprovechan el regadío y cambian la
alfalfa por una plantación de plátano macho, ñame y mango.
Venden su producción en un par de colmados afrolatinos en
la ciudad de Lleida pero pronto el hijo mayor de la señora
se espabila y monta un sistema de venta de cesta mensual de
“productos afroleridanos.” En la fiesta de casamiento de la
más chica de ella, la rubísima novia baila el balélé y el
presidente de la Associació de Subsaharians de la Plana de
Lleida da un discurso en el que celebra la labor de
difusión de la cultura africana llevada a cabo por la
familia Nsué-Lazarescu. Dedica también unas palabras a la
rechoncha y feliz madre de la novia y ya nadie se acuerda
del antiguo propietario de la casa del Camí de la Coma que
fue solterón hasta que se casó con la rumana y murió feliz
y sin hijos, ni tampoco del padre de los hijos de la
señora, que quizás beba en un bar en Rumanía satisfecho de
haber perpetuado su sangre aunque a nadie le importe un
bledo, o quizás ruede en un camión de mercancías y un día
se encuentre a su hija en una gasolinera, sin saber que lo
es, le tire los trastos y ésta le conteste alguna
obscenidad en balengue.


VOLVER

-Estás muy linda- creo que dijo.

Jugaba Peñarol.

El bar estaba a reventar de gente y de olor a


muzzarella. En las mesas se apilaban los vasos y las
botellas de cerveza vacías. Nadie comía. Supongo que es
imposible pero juraría que todos los presentes tenían la
misma cara y el mismo atuendo desalineado –campera de jean
raída, pañuelo palestino, barba de tres días. Los había más
altos y más bajos, algunos estaban de pie y otros sentados,
algunos eran panzones y otros más flacos, pero todos tenían
exactamente la misma cara que miraba una pantalla. Las
mujeres no. Las mujeres eran distintas. Había una pelirroja
de rulos que era un camión, pero nadie se percataba.
Sentada a su lado estaba una morocha flaca que se había
maquillado lo justo para que pareciera que no. El queso de
la pizza, primero blandito y apetitoso, se estaba
endureciendo y formaba una costra en el plato blanco de
plástico. El mozo vestía su incongruente gala de mozo
montevideano –moñita negra, camisa blanca, blazer y
delantal. Con su bandeja plateada me clavó un nasal
“permiso” y yo me aparté para dejarlo pasar. Metí un poco
el ombligo y arqueé la cadera para hacer sitio, repitiendo
el gesto tantas veces practicado en algún CUTCSA a rebosar
de hombres babeantes. Fue entonces que el lado convexo de
mi cuerpo calentó el milímetro de aire que me separaba de
Héctor, a la altura exacta de la mano de él, que permaneció
anulada dentro del bolsillo de su tapado. La otra se apoyó
en la barra, o más bien debería decir que se agarró,
intentando evitar que el contacto con mi cuerpo lo atrajera
hacia mi cintura breve y la posibilidad de rodearla. Se
agarró a la barra y dejó la otra mano en el saco de la
misma manera en que había dicho “estás muy linda”: como una
constatación, como si hubiera dicho “volvió a perder el
Bolso” o “qué cagada lo de tu viejo” o “nunca fuiste mía”,
con esa voz cansada que siempre parecía pronunciar una
resignación prematura (Nacional siempre pierde, los padres
siempre se mueren, vos siempre vas a estar del otro lado).

Mi hermano y sus amigos nos esperaban en la sala del


velatorio. No pensaba probar la pizza pero me había
ofrecido a ir a buscarla como quien se aferra a su última
oportunidad de respirar. No fue premeditado. Iba a ir con
un antiguo compañero de escuela que se había ofrecido a
acompañarme porque ya había dado el pésame y no sabía bien
qué más hacer ahí. En la puerta, el comedido saludó a
alguien y mientras intercambiaban formalidades yo aspiré
una bocanada de la humedad de febrero y empecé a hurgar
desesperadamente en la cartera. Todavía no había encontrado
los cigarros cuando sentí un olor a champú recónditamente
familiar. El lapso que insumió mi mirada en apartarse de la
cartera fue de quince años. Cuando mis ojos encontraron los
de Héctor yo ya era la pendeja petulante y desvalida que lo
necesitaba y lo odiaba. No dijo nada. Se quedó parado ahí,
en medio de la devastación. Como siempre, en medio de la
devastación. Entonces yo pronuncié lo que los dos ya
sabíamos, lo que nos había sacado a ambos de nuestras
respectivas post vidas y nos había plantado ahí, en ese
lugar fuera del tiempo, en la puerta de la funeraria de un
país que ya no era el mío, a dos cuadras del apartamento
donde habíamos cogido por última vez, hacía quince años,
cuando al dolor yo lo leía en los libros.

-Se murió mi viejo.

Él arrugó apenas la comisura izquierda del labio y se


mantuvo callado. Se quedó ahí de pie sosteniéndome la frase
y nunca he conocido mayor consuelo. Él estaba ahí. El
comedido preguntó algo pero ya no se le escuchaba la voz.
No recuerdo cómo lo despaché pero juraría que apreté un
botón y se esfumó. Lo siguiente que supe fue que estaba en
un bar con Héctor esperando las pizzas y la gente era como
un televisor encendido que nadie mira.

-Estás muy linda – dijo a modo de pésame. El pésame


que prematuramente me había dado el día que lo desvirgué en
el living. La primera mujer, la venerada, condenada a ello
desde el primer día, cogiendo para el recuerdo. Antes de
dejarlo, yo ya era su Beatrice, su Dulcinea, la mujer a la
que siempre se vuelve, pero solo en sueños. “Fuiste la
única a la que quiso mi vieja” me había dicho un día,
orgulloso casi, como si fuera un piropo. Los clichés duelen
el doble porque, encima, son clichés, y ahí estábamos los
dos con la frente marchita. “Supe que la perdería antes
incluso de conocerla (…) mi Señora de la Eterna Pena”.
Hasta la otra punta del mundo me había tenido que ir, y
ahora parecía que solo me había ido para poder volver.

Estaba más rubio y más gordo que nunca. Los ojos


celestes parecían escrutarme desde la profundidad de las
cavidades que los albergaban, penetrantes como rayos X.
Surcados por una barba enruladísima, los labios carnosos
eran rosados como la rodilla pelada de una niña y al mismo
tiempo tenían algo de púbico, de sexual (¿o era solo mi
manera de hacer foco en ellos?). El pelo largo y rizado,
recogido en una coleta, completaba su estampa de vikingo.
Si me dijeran ahora que aquel día llevaba dos trenzas y un
casco metálico con cuernos, no me sorprendería. Ya sé que
es soez pero tuve ganas de chupársela ahí mismo. Me lo
imaginé sentado con las piernas levemente abiertas,
agarrándome por el pelo para hacerme subir y bajar la
cabeza mientras me miraba desde arriba. Me sonrojé y bajé
la vista un microsegundo, para volverla a alzar rabiosa y
triunfal sobre el cadáver de Jane Austen y Emily Brontë. Al
carajo la modosidad. Ahora seguía roja, pero de rabia. A
punto estuve de girarle la cara ahí mismo, de escupirle
sonoramente al lado del ojo, de romperle la nariz de una
trompada y entonces, cuando le estuviera bajando un hilito
de sangre, agarrarle la mano con la que él habría atinado a
cubrirse la nariz lastimada y empotrársela en mi
entrepierna apretándole el dedo mayor contra la nervadura
del vaquero. “Vos siempre el mismo contenido hijo de puta,
¿qué mierda hacés diciéndome que estoy linda sin mover la
mano del bolsillo?”

Pero mi padre se había muerto y todavía no estaba


enterrado. Lo estaban velando a cajón abierto en una
funeraria que apestaba a aromatizador de taxi. Y el que
estaba frente a mí era Héctor, no un desconocido con olor a
colonia que me podía coger sin peajes en el baño de un
avión. Quería pedirle que me sacara de ahí, que por favor
no volviéramos al velatorio abarrotado, ni a mi familia ni
al cadáver cianótico de mi padre. Que me llevara a un telo
y me ensartara sin contemplaciones, obligándome a las
posturas que se había imaginado mil veces cuando manchaba
los cómics. Casi le rogué que me mordiera y me prensara,
que me agarrara con sus manos grandes como a un pajarito
caído del nido y probara a ver hasta dónde podía apretar mi
calidez palpitante, que palpara mi cuerpo para comprobar la
mejoría de los años, lo vivo que estaba, lo ávido por años
de haber cogido buscando algo que no encontraba, algo que
solo me podía dar él porque solo él podía ser todos los
hombres a un tiempo, su abolición mejor dicho, nuestra
venganza de él, nuestro imposible triunfo. Ah, pero Héctor,
el sensato, siempre “sabía mejor” -como en el doble
sentido, como en inglés, como en la más cursi y cierta de
las canciones.

Entonces se fue la luz. Todo el bar quedó a oscuras y,


desde la acera de enfrente, el cartel luminoso de una
farmacia nos alumbró la cara. Todo su rostro quedó
arrebolado por el rojo del letrero, igual que nos quedaban
las caras a él y a mí después del sexo, allá entonces, mis
mejillas raspadas por su barba incipiente, su cara
rubicunda toda rosada de agitación e incredulidad. Iba a
agarrarlo por fin de la nuca y a romperle la boca de un
beso cuando el letrero fluorescente cambió de color y su
rostro, hacía un segundo encendido, se volvió verde y
ojeroso y de pronto me pareció que estaba mirando un
cadáver. El cadáver prematuro de Héctor.

Volvió el sonido. Entraron en escena las voces y los


otros. Alguien sintonizó la radio justo a tiempo para
gritar el último gol.


RATOS ROBADOS

Fragmentos de la vida de los otros, narrados quizás


por terceros, robados de una anécdota al paso o de un gesto
breve y ambiguo del rostro o de la mano. ¿Por qué le tembló
la mano a ese señor de ochenta años que se sienta en el
banco umbrío de mi pueblo cada tarde de verano, cuando vio
llegar el auto de la muchacha aquella? Después supe que era
hija de Paquita de Farré, muerta hace tres años en un
hospital de la plana y por fin regresada al pueblo, en un
cajón. ¿Qué recuerdos propios se llevan mis vecinos a la
tumba? ¿Cuáles ajenos? Una luz cayendo oblicua sobre la
piel de un vientre, en un pajar, donde una carne rosada
impone su deseo, cede a él, y ya no es luz sino tacto, un
tacto duro y a la vez carnoso que se abre paso por una
humedad madura que por fin está acatando ese mandato
renovado a cada cruce fugaz, a cada mirada furtiva, ese
mandato como un pinchazo directo al bajo vientre. Ahora que
ya conoce lo que es ser horadado mecánicamente, ese vientre
hace humo por fin del rumor de mirra y mortaja –por mi
culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa- y explota, se
abre, revienta y llora su triunfo sobre las cerraduras y
las enaguas. Son dos pero son uno y ninguno de los dos
tiene nombres para ponerle a lo que pasa, que no es la
primera vez que pasa, así que no median palabras, como no
mediarán tampoco cuando el marido se lleve ese vientre a la
llanura, lejos de prados y pajares, a criar hijas menos
rústicas que vuelvan al pueblo en coches con aire
acondicionado cuando la madre esté muerta y oculten tras el
maquillaje y la ropa de ciudad la misma mirada salvaje,
doblegada ahora por otras convenciones y que tampoco
encuentra un cuento que no se centre en el desenlace,
porque todos contamos una vida hasta el final, como si el
tramo del medio importara menos, así que ojalá el final te
pille bien parada, hija de Paquita, sin más yugo que el que
para vos no lo sea, pienso pero no tengo manera de
decírselo, tengo ganas de preguntarle a Tito quién de todos
los abuelos que se sientan en el banco se acostó con quién,
o al menos qué mujer conoció él que lo hiciera llorar, pero
no puedo porque sé que Tito no tiene palabras para eso, así
que las busco yo y las encuentro, sí, las encuentro en
películas y en novelas y en historias que desgajo e intento
escenificar –¿sería más fácil si pintara? Sería más fácil
si pudiera seguir imaginando, si no me sacara de mi
ensoñación y me pusiera a teorizar el hijoeputa reloj que
anuncia que en 10 minutos me tengo que ir a trabajar y que
al asomarse de reojo, como un olor a caño de escape mal
venido, me sacó del pajar bañado de luz barroca y de olor a
heno que ya no sé si me imaginé porque sube de mi
entrepierna un olor a sexo de la noche pasada o porque vi
aquella foto en que una luz oblicua bañaba una estancia en
la que un hombre trabajaba, o porque siempre que veo a los
abuelos de mi pueblo me empiezo a imaginar historias. Pero
me tengo que ir.


IMPUREZAS

Impurezas les llamaba un libro de los primeros noventa


que nos había regalado mi madre y era parte de una
tetralogía: Belleza, Alimentación, Sexo y… del cuarto
título no me acuerdo. De la tetralogía, yo almacené en mi
cerebro la tipificación de los cuerpos. Los redondeados
eran endomorfos; los flacos desgarbados como Clara Pinzón,
esos que parece que no tienen la capacidad de estirar del
todo el brazo, que siempre les queda el codo en ángulo,
esos eran ectomorfos. Y había un tipo de cuerpo intermedio:
mesomorfo (“como su nombre lo indica”).

Yo me lamentaba de mi suerte de haber nacido en un


cuerpo endomorfo.

Y a los granitos les llamaba impurezas, y en la tapa


salía una mujer joven, recién duchada, con una toalla
blanca puesta a modo de turbante, envuelta en otra toalla,
también blanca, y subida a una balanza. Todo era “fresco” y
“terso” y “tonificado”. (Todo eran promesas).

¿En qué se parece un grano a un arrepentimiento? El


grano en sí mismo, en nada, pero el reventarlo, ay, qué
comparación más soez y más certera. Estoy en el baño,
lavándome los dientes, cuando me entra el irrefrenable
anhelo. No es que me descubra un grano y me lo quiera sacar
porque al otro día tengo una cita importante. Simplemente,
estoy lavándome los dientes metódicamente como me enseñó
hace tan solo unos meses la dentista de mi hija, barriendo
hacia arriba los de abajo, hacia abajo los de arriba, en un
movimiento vertical, siempre vertical, no hay que cometer
el repetido error de mover el cepillo horizontalmente
porque si no, no sirve de nada. Después, el hilo. Hacía
años que no me pasaba hilo interdental pero la odontóloga
me hizo una demostración infalible: quedan partículas de
comida, generalmente perceptibles, a veces tan grandes que
ya no se puede vivir con la conciencia de tener eso entre
los dientes. Así que me paso el hilo. Enrollo los dos
extremos, uno en cada dedo índice, dejando suficiente
espacio para ejercer la presión exacta con el anular. La
presión exacta que dará como resultado la tensión exacta
para que el hilo realice su función liberadora.

En los días buenos, el hilo interdental me basta. Pero


los días buenos son los días de calma, los días grises y
sabios en los que toda la felicidad cabe en irme a contarle
un cuento a mi hija con los dientes limpios.

Los otros días, me reviento los granos. Hay días en


los que después me da vergüenza salir del baño: ¡toda la
cara marcada! Si por ventura llega justo algún amigo – a
veces nos visitan después de la hora de poner a dormir a
los niños– si llega un amigo, digo, justo uno de esos días,
yo ya no bajo después del ritual del cuento. Me excuso
diciendo que me quedé dormida. Esos días, ansío la hora del
pipi de antes de acostarse, la anhelo, la codicio, empiezo
a hacer todo rápido para llegar por fin ante el espejo del
baño a escrutarme. No, no tengo ningún grano junado de
antemano, pero estoy segura de poder encontrar
alguna impureza y solo pido que sea lo suficientemente
grande como para que su estallido me llene de gozo. He
tenido granos tan absolutamente esplendentes que después
dedico ratos a revivir en la mente el momento de su
estallido perfecto. Algunos salen más bien líquidos pero
abundantes. No son los mejores. Los mejores son los que
ocultan todo su prodigio y salen semisólidos, al principio
solo una puntita, y luego siguen y siguen, dejando en la
superficie de la uña toda aquella cosa que te pudiste sacar
de dentro. Te purificaste. Esos son los memorables y,
además, casi no dejan marca.

Los frecuentes son los otros, los que son como un amor
no correspondido. Vos sabés que no hay nada dentro, mejor
dicho, que hay algo pero es ínfimo y, además, no va a
salir. Los que si no los tocás, ni se ven. Los que sabés
que si los tocás te van a dejar toda la cara marcada en
vano y la insoportable insatisfacción de haberte quedado
con la impureza dentro. Y el arrepentimiento. Los que son
como llamarlo a él, otra vez, como mandarle un mensajito
cuando ya no toca. Como el amor de un ex al que todavía te
querés curtir pero él está con otra y ya te pidió mil veces
que no lo llames más, pero vos sabés que en el fondo está
pensando en vos, y a lo mejor sí sale, en todo su
esplendor, hasta la última gota, purificándote hasta el
último resquicio. Liberándote.

Así que le mandás el dichoso sms y el tipo no te


contesta y te vas a dormir con toda la cara marcada y
grasienta y las tetas de perra flaca y los calcetines
puestos.


NOVIEMBRE

¿Por qué aparecen todos los fantasmas en noviembre?


Noviembre, ese mes hijo de puta entre el otoño y la nieve.
Mes desagradecido que no recuerda ya los colores del otoño
y no sabe todavía del entusiasmo del invierno. Noviembre es
un mes mal parido que pone a prueba a los entusiastas y en
peligro a los suicidas. Que empuja a los fantasmas del
pasado a llamar a nuestra puerta (internet mediante). Que
convoca a los espectros más anémicos. Se disfrazan de
lozanos y aparecen, todas las dudas irrevocables, los lados
gastados de las sábanas, la suciedad que guardamos detrás
de los muebles.

No des ni un paso, no te loes ni te culpes, no hagas ni un


puto recuento. Todo es en falso en noviembre. Esta no sos
vos, esta no es tu vida, es solo el aire del puerto. Se le
nota a la legua a un canto de sirena cuando no es más que
un efecto especial grabado en estudio. Falta poco para
colear. Falta nada. Perfil bajo, sin grandes movimientos. Y
los fantasmas del pasado, que aparezcan si quieren, si no
traen mofa ni sorna ni reproche ni, sobre todo, preguntas
de lobo vestidas con piel de cordero. Si solo vienen de
visita, entonces, sí, que se queden. Pueden quedarse, sí,
un tiempo. Les acercaré una silla y conversaremos un rato y
les daré mi ternura y mi reconocimiento. Honraré su
memoria, mientras dura noviembre.

Después, sin darme cuenta, se irán alejando, y no habrá


despedidas pomposas ni puertas cerradas ni cosas claras.
Serán lo que son siempre, presencias de luces y sombras que
aparecen y desaparecen como ráfagas de viento. Y yo, en el
medio, como un árbol, como una niña acurrucada en medio de
una casa atravesada por el aire en la que se golpean todas
las puertas. Hola queridos fantasmas, tenéis suerte de
encontrarme, solo estoy aquí porque es noviembre.


ENTRE DIENTE Y DIENTE

Se le ha vuelto a meter una cosa entre diente y


diente. Un residuo, una partícula perceptible. Sube al
autobús con un discreto rictus de succión en la boca. ¿Qué
le debo? Pregunta al chófer. Dos euros y una sonrisa,
contesta él coqueteando. Ella sonríe sin enseñar los
dientes. Se dirige hacia el final, por el pasillo. El
ordenador portátil se bambolea y golpea la rodilla de una
señora opulenta. Disculpe, dice con prisa, ocupada en
llegar cuanto antes a la intimidad de su asiento. Coloca el
ordenador en el portaequipajes y la mochila en el asiento
libre de al lado. Se sienta y espera a que el coche
arranque. Segura de que nadie la ve, busca en su cabellera
el pelo más largo y grueso que encuentra y se lo arranca.
Lo enrolla entre los anulares y lo hace deslizar entre las
muelas, ejerciendo una suave presión con los índices. El
improvisado hilo interdental se rompe. Ahora, a los
residuos de comida se suma un trozo de pelo. Mierda. Se
toca la oreja derecha y comprueba que lleva puestos los
aritos negros. Se saca el derecho con una sola mano, con un
gesto del pulgar y el índice lo abre y se dispone a usarlo
de mondadientes. Se lo mete entre los dientes embozados. El
metal rasca un poquito el sarro pero la partícula palpable
se resiste. Hurga más hondo, ya casi la tiene, ya sale por
el otro lado.
Y en eso el autobús hace una parada. Con horror, ve
subir a Víctor. Lo ve saludar al chófer y comprar su boleto
para Barcelona. Tira del arito hacia afuera, pero está
atascado. Que no cunda el pánico, se dice, y vuelve a
estirar. Nada. El perno del arito está en curva y la
parábola es demasiado grande, lo que ha entrado ya no
quiere salir. Quizás si lo empuja hacia adentro podrá tocar
la punta por el otro lado de los dientes y empujarla hacia
afuera. Con el dedo lo mete hacia adentro y con la punta de
la lengua doblada empuja el extremo que asoma del otro
lado. Nada. Solo ese gesto burdo de quien intenta limpiarse
los dientes después de comer un asado, algo parecido a
hurgarse la nariz, el opuesto de la sensualidad. Piensa en
sus amigos de adolescencia, empujando por dentro la mejilla
con la lengua, creando un bulto, mientras ponían la mano
casi cerrada en un puño delante de la boca y la movían
hacia adelante y hacia atrás: el gesto soez y universal que
significa sopla pollas o chupa pijas (peninsular o
sudamericano, el gesto es el mismo). Víctor avanza hacia
ella. Ella tiene un arete entre los dientes y se lo está
empujando con la lengua. Si habla, el arete va a brillar
como el diente de oro de un macarra. Adiós imagen de mujer
sofisticada. ¿Y cómo lo explica? Quizás podría ser la
prueba definitiva, el portal a franquear. Si es capaz de
sonreírle a Víctor con un arete entre los dientes y
explicarle que se los estaba mondando, primero con un pelo
y luego con la joya, si pueden reír mientras él la ayuda a
quitarse el arete incrustado -tiene un flash de que él se
lo quita con la lengua de un morreo-, si... No. No quiere
compartir semejante intimidad a plena luz del día y sin un
romance previo. No seas soez, Valdés. Intenta por última
vez empujar el perno curvo hacia afuera con la punta de la
lengua y… lo consigue. Se saca el arete de la boca justo a
tiempo de estárselo colocando coquetamente en la oreja para
cuando Víctor llega al asiento libre que queda al otro lado
del pasillo, a la misma altura de donde está sentada ella.
Se saludan y ella tiene una sonrisa pícara y triunfal, de
alivio. Pero no sonríe de alivio sino porque sabe que eso
que se acaba de prometer en el momento álgido del pánico
cuando Víctor estaba a un metro y medio y el arete no
salía, eso que se dijo muy en serio -no me vuelvo a mondar
los dientes con el arete nunca más-, es mentira podrida.
Reincidirá. Lo sabe y por eso sonríe.


LAS FUNCIONES DE LA BOCA (MÁS)

“After all, a woman’s charm is fifty per cent illusion”

(Tenessee Williams, Un tranvía llamado Deseo)

Hoy me van a sacar todos los dientes que me quedan.


Habría preferido un día de lluvia para una fecha como ésta;
un día frío, gris, ensimismado, no la obscena luz de enero
que achaflana los contornos y va a resplandecer con saña
cuando hoy sea mediodía. Esa luz que más que bañarlo, todo
lo quema, va brillar impúdica y cáustica sobre mi boca sin
dientes. No monta el reo el tinglado del cadalso donde
muere, voy pensando y sonrío, pues de repente se me figura
que no voy avanzando entre las baldosas rotas de la calle
Isla de Flores sino por entre la polvareda de un pueblo del
lejano oeste. Las azoteas no son azoteas sino balcones de
tosco artesonado y desde ellos me flanquea el silencio de
los testigos de una muerte anunciada, destinada a
ejecutarse bajo la bruma del mediodía. Voy a desenfundar,
ya no soy un reo, soy Clint Eastwood y esto es un duelo, y
yo marcho desbravado porque sé de antemano que dispararé el
primero y una vez más todo acabará en un segundo y una vez
más me quedaré solo con mi caballo, solo entre la necedad
de los hombres, solo ante las obtusas mujeres hediondas a
hembra que me enseñarán sus medias y sus carnes, como si
entre ellas se pudiera encontrar consuelo por haber matado
a un hombre que hace rato dejó de ser el primero.

No amanece con violencia, no hoy, al menos. Un olor


acre se impone a los perfumes de la noche, y desde el río
llega una vaharada de entusiasmo que los chillidos de las
gaviotas tornan soez. Cuatro palomas se disputan algo que
parece una bolsa con restos de carne picada, moviendo la
cabeza entrecortadamente como si entre un cuadro y otro
faltara algún fotograma. Estiran de ella con sus picos
mugrientos y yo me paso la lengua áspera por encima de cada
uno de los dientes, palpando la arenilla del sarro y
acabando en una succión. No es tan grave, me consuelo, lo
que importa es la succión; tacto y músculo, me digo, hacen
mío este cuerpo, y de repente me alegro de que me vayan a
sacar todos los dientes, y me apena no tener el valor de ir
por ahí sin ellos, chupando el mundo con deleite sensorial,
sin la prótesis de las palabras y los conceptos.

Como a quien le es dada la última voluntad, me dieron


a elegir la hora y entonces –no lo dudé un segundo– elegí
la mañana, sabiendo que elegía las calles desiertas, mías.
Elegía la ilusión de que todo fueran puertas abiertas, de
ser dueña de todas las cosas, la primera que las ha visto,
la que da la bienvenida al resto como una vieja que siempre
hubiera estado con su silla en la puerta del zaguán, viendo
nacer amar y sufrir a todas las generaciones, sin capacidad
de sorpresa, denunciando de toda exaltación, por el simple
acto de atestiguarla, su matiz de despropósito. Todavía no
hay nadie en las veredas. Cuando me encuentre a alguien
quizá le diré buenos días, y la frase no tendrá ya el
encanto que ostentaba en boca de una quinceañera que dice
buenos días con todo el tiempo del mundo a una vieja que
está sentada en el zaguán y que piensa qué amorosa, qué
muchacha encantadora, Dios la conserve, qué educadita, y
tan atenta.

Se me acerca un perro.

Me van a sacar todos los dientes que me quedan, aunque


muchos ya se me hubieran ido cayendo y yo los hubiera ido
enmendando con tratamientos cosméticos. Cedí a la
imposición de teñirme las canas y aquel día probé la
desazón del engaño inefectivo, el disimulo inútil y
pertinaz de lo que nos empeñamos en cubrir, como si en ese
fingimiento pudiéramos adueñarnos de todo aquello que se
va, inexorablemente.

Caminar es mi banda sonora y la mañana mi pequeño


engaño repetido. Una se cree que siempre va a ser libre de
vagar sin rumbo y de dar ocasión a lo espontáneo, y
entonces se enferma un padre, el novio se pone a roncar en
una cama donde ya no hay sudor, los hijos no paran de pedir
cosas normales. Todavía es lozano el cuerpo pero en la
maraña de obligaciones se encierra, y cuando se afloja un
poco el entramado que nos apresaba –se mueren los padres,
los hijos crecen– entonces es el propio cuerpo el que se
vuelve cárcel para un espíritu que se golpea contra las
paredes que lo contienen.

Cuando salga del consultorio será casi mediodía, un


mediodía de enero sin una nube que se interponga entre el
mundo y mis dientes nuevos. Y esta ya no será mi boca ni
esos ya los dientes manchados de tabaco y besos y ciertas
partes de hombre en las que aún pienso, y que de a poco fui
también perdiendo.


COMPOSTURA

(publicado por primera vez en la revista Catorze, junto a


su lectura en voz alta a cargo de Sílvia Bel)

En el colmo de la noche está el cuerpo del ausente, su


voz como un canto de sirena, el abismo, la caída libre
hacia arriba. En el colmo de la noche está el amor por todo
y todos, desbocado, un puño que aprieta una hoja seca y la
deshace, y restriega el polvo clavándose las uñas en la
palma. Abro la ventana y me aterra el aire húmedo de la
noche libre porque ahí afuera están el tacto y la
temperatura. Si me asomo demasiado yo sé que puede venir
una ráfaga, pero esa sabiduría no me salva. Cada ráfaga es
distinta ¿por qué coño iba a salvarme? Ah, es buena la
palabra, ráfaga: vendaval y metralla –es decir, tacto,
conmoción, una bacanal de pezones, lengua y aliento, mi
epidermis del revés, expuesta a los elementos, toda yo una
sábana flameando al viento a la hora en que la luz no
hiere.

Pero hay cosas compañero que ninguno las comprende,


uno a veces se defiende del dolor para vivir…

Hasta que trastabillo. No es un andar arduo ni


desesperado, es una atracción de feria de esas en las que
había que jugar a mantener el equilibrio mientras la cosa
se zarandeaba cada vez con más fuerza y una se reía cada
vez menos civilizadamente.

Han pasado las horas y vuelvo magullada y lila. Vuelvo


lacerada, dolorida, llena de moretones. Abrí la ventana.
Fue solo un momento. Abrí y me asomé pero por Dios que no
fue con el desparpajo que supe conocer y se me quitó, no sé
si a fuerza de hostias o de amor. Me asomé sin exaltación
pero igual me volé, a pesar de mí. Una vez en el torbellino
¿para qué oponer resistencia? En el ojo del huracán hay
calma pero como te agarre la centrífuga ya no hay nada que
hacer (la metáfora es manida). You won’t know what hit you
dicen los gringos (para las hostias y para el amor). Flop,
flop. Un flop y ya no sabrás qué carajos fue eso ni adonde
te lleva ni si tenés nombre, ni nada. Flos, flos, flos,
toda la noche estuve dando tumbos de un objeto a otro. Me
di contra las ramas de un árbol, reboté contra un
alambrado, fui arrastrada prado a través y después me elevé
por la cintura hacia arriba, tronco, brazos y cabeza
sacudiéndose a un lado y piernas al otro, como frenéticas
alas de un murciélago (negro, nocturno, invertido). Flop,
flop ¿qué es esta fuerza que me hace restallar entera, como
un cinturón usado para azotar? Vi la ventana abierta y fue
ver la mano del padre en la hebilla, el gesto crispado, el
punto de no retorno, el momento del pavor, un detener todos
un momento el aliento, llevarse la mano a la boca, cerrar
los ojos. El instante en que se para el mundo antes de que
se rompa para siempre. El instante del dedo en el gatillo y
la respiración cortada, suspendida, el momento en el que un
niño se baja de la vereda detrás de la pelota cuando viene
un auto, el segundo en que la madre le deja ir la mano y se
lleva la otra a la boca y detiene el aliento como si con el
aire pudiera detener el tiempo, detener el coche, detener
la rueda que gira ajena a la cámara lenta en la que ahora
transcurre todo, una vez y otra y otra, en el momento
revivido hasta el cansancio por la culpa y el dolor y la
impotencia de la madre que vio al hijo atropellado y no
hizo nada, no hizo nada, no hizo nada.

No pudo hacer nada.

No estaba en tu mano salvarlo, la consuela el marido y


ella se convierte en la cavidad donde antes estuvieron sus
globos oculares, que se evaporaron de tan secos, y no llora
sino que calla, balanceando imperceptiblemente la cabeza
hacia adelante y hacia atrás, la cabeza donde repiquetea la
imagen de una mano que se suelta.

Un murciélago negro, Medea invertida, Fedra, Aérope,


Clitemnestra.

Su amiga le pone la mano en el hombro y la mujer se la


sacude: Ana, le dice, ¿no entendés que le solté la mano?
No-fue-tu-culpa pronuncia la amiga cuyo nombre es
compasión, le agarra la cara y lo deletrea ante el sitio
donde antes hubo ojos −el dolor de Edipo, un amasijo de
tragedias griegas. Le solté la mano porque estaba pensando
en otras manos.

Cesa por fin la procesión de deudos y llega la ansiada


hora de la soledad. Con parsimonia, la mujer enciende el
fuego en la estufa de hierro colado, espera a que la llama
arda segura y acerca a ella las manos, las hunde, las
calcina, anestesiada por el dolor profundo, el dolor de
antes, el dolor del hijo ausente y de la mano que lo soltó.

El marido huele la chamusquina mucho antes de


encontrar a la esposa en el sofá, inconsciente y mutilada,
y no se explica lo sucedido, no lo entiende, es físicamente
imposible que soportara el dolor sin retirar las manos.


MOSCAS

Voy a la playa con mi hija y mi marido. La niña se


pone a jugar con otra algo más pequeña. La bruma del mar
hace que a todos nos cueste abrir los ojos. El padre de la
niña ajena quiere jugar con ella en el agua. Ella insiste
en que venga su madre. La madre solo quiere leer el
periódico y tomar el sol. No le sonríe. Mira al padre con
cara de reproche y éste se desvive por hacerle a la niña
alguna propuesta tentadora que la saque de encima de la
mujer. La mujer es rubia y espigada, aparenta unos cuarenta
años. No puedo evitar mirarle la entrepierna y descubrir un
delgado hilo de color turquesa asomando sobre la ingle
derecha y depilada. Tiene la regla, dictamino, y no le
apetece meterse al agua. Tiene la regla desde hace tres
días y se ha excusado con el marido “para no manchar las
sábanas del hotel”.

Ella jugaría con la niña si no fuera por las moscas.


La culpa la tienen las moscas de Menorca. Esta mañana había
una mosca deleitándose golosa en la pasta de dientes sin
tapar. Las moscas no tienen expresión pero ésta, la mujer
juraría, se restregaba cada tres segundos las patitas por
la cara en señal de éxtasis lúbrico. Las patitas y la
trompa, que la mujer vio de repente aumentada como en un
documental de la National Geographic. Si las moscas
tuvieran lengua, esta se habría estado relamiendo. Sumía su
trompa y sus patas en la pasta, y la mujer tuvo una arcada
y tiró el tubo entero de dentífrico en la papelera del
baño, al tiempo que intentaba sacudirse la visión de esas
mismas patas sobre unas heces blandas. Se sentó en el wáter
y evocó su pisito de soltera. Guardaba la pasta de dientes
junto a su cepillo, dentro de una taza de cerámica que le
había traído su hermana casada de un viaje a las islas
Canarias. Cuando se levantaba por la mañana, la pasta y el
cepillo siempre estaban donde ella las había dejado.

Mi marido alienta a mi hija a ofrecerle su pala y su


cubo a la otra niña, y la aliviada señora se tumba de
bruces en la toalla con una revista de nombre Glamour y
tapas satinadas. Yo me acerco a jugar con el grupo y mi
marido aprovecha el enfrascamiento de las niñas para
manifestar su antipatía hacia la mujer.

−Vaya frívola rematada.

−Es que tiene la regla y no se siente bien.

En el preciso momento en que él me mira con sorpresa,


siento las patitas de una mosca pegajosa caminando por la
línea carnosa de mi labio superior. Bufo con fuerza y le
pido a él que se encargue de las niñas un rato: necesito ir
a nadar. El agua me limpia de la bruma pegajosa, de la
mosca y de todo lo que me suscitó la visión del hilo del
tampón, de manera que al cabo de veinte minutos salgo
renovada y organizo un Cázame la Sombra que las niñas
celebran a carcajada limpia. Desenfocada al fondo veo a la
pareja en actitud de discutir. No, mejor no. Me cago en el
realismo sucio cuarentón de clase media, vamos a meterle un
toque rosa, estilo American Beauty (si no, ¿para qué me voy
a nadar?). Por el rabillo del ojo veo cómo la mujer sonríe
mientras el marido le embadurna los hombros con protector
solar. Ella se aparta el cabello hacia un lado y él le dice
algo que la hace reír enseñando unos dientes cepillados.
Entonces, se ponen de pie y se dirigen a jugar con
nosotros.


YA ESTÁ AQUÍ

"Ya está aquí ¿Quién lo vio bailar como un lazo en un


ventilador? ¿Quién iba a decir que sin carbón no hay reyes
magos?"

Vetusta Morla, Los días raros.

Te sentís omnisciente cuando sos vendedor viajante.


Compartís una cierta intimidad de la soledad con los
parroquianos de rutina y los profesores itinerantes. Ser
profesora itinerante tiene algo de los cuentos de fonda,
esos a los que llegan los que están de paso, como a El Pony
Pisador. La segunda noche la señora del hostal me preparó
una sopa, “para la maestra”. La primera noche cuando salí
del instituto no quedaba nadie por el pueblo ni por la
carretera que lo corta por el medio. Estuve tres días y
comí en tres bares diferentes. Los tres los regenteaban
mujeres, dos de ellas demasiado viejas para el flirteo y la
tercera, sin vocación para él, de nacimiento.
Tras la primera noche desayuné en un bar donde había
un hombre muy guapo, alto y de voz grave, con una coleta
larga atravesada por varias gomas en distintos puntos, como
se usaba en los primeros noventa, barba también, una voz
grave con acento local y un aire de paz. Me pregunté qué
hacía en el bar un día de semana por la mañana en actitud
de tener todo el tiempo del mundo. No me dio charla de
entrada. Eso me gustó. La noche anterior, en el instituto,
todos los profes habían desfilado para saludar a “la
sustituta” y casi diría que fueron demasiado solícitos.
Este pibe no. Tampoco fue calculadamente indiferente.
Simplemente continuó allí, sin esa curiosidad desesperada
de los otros, con la templanza de las cantinas de pueblo
acostumbradas a ver pasar forasteros sin coserlos a
preguntas. No sé cómo fue que empezamos a charlar, así,
entre todos, charla de bar. La regenta y una parroquiana
hablaron de sus perritos. La parroquiana enseñó el
chalequito que le había comprado al suyo para que no pasara
frío. El guapo tranquilo con aire de ex metalero místico no
mostró condescendencia, no buscó la complicidad de la burla
o el sarcasmo. Eso también me gustó. Parecían conocerse,
todos, de toda la vida. La hija de la parroquiana entró a
tomar un cortado con su madre antes de ir al trabajo.
Calculo que pasaría de los cuarenta o cuarenta y cinco,
aunque es difícil decirlo. Sin duda no era joven, pero
además estaba teñida y maquillada sin provocación, vestida
como de oficina, correcta y maquillada pero nada sexy,
vestida como con resignación. Ella sí se dirigió al ex
metalero con un cierto nerviosismo de tensión sensual. Él,
impávido. La cuarentona se fue con su madre, y la regenta,
el guapo, un señor que tomaba un cortado de pie y yo, nos
quedamos. El señor le preguntó al guapo algo sobre cómo
estaba su mano. Él la levantó un poco y se la palpó y por
primera vez reparé en que la tenía vendada. Como mi rodilla
hace unas semanas, pensé, recordando mis estancias en
muletas en el bar de mi pueblo mientras estuve de baja.
Entonces entendí qué hacía en el bar con todo el tiempo del
mundo. Yo pregunté si en el ayuntamiento me darían algún
mapa y así empezó la conversación entre la regenta, él y
yo. No me resultó un recurso barato, pero no pude dejar de
darme cuenta de que me estaba dedicando el comentario
cuando nombró a Andy Warhol. Lo dijo para ilustrar cómo de
pueblerina era la biblioteca que la bibliotecaria no sabía
quién era Warhol. Pero enseguida, aunque con naturalidad,
aclaró que él no es que fuera ningún cultureta, pero no
saber quién es Warhol.... Me indicaron algunos sitios
lindos para ver, pero los citaron de la manera más
prosaica, sin desgana ni entusiasmo. Cuando me fui, el
guapo dijo algo así como que adiós y que quizás nos
viéramos por allí, con la misma mansedumbre con la que
había entablado conversación. Con la misma paz. Pensé que
quizás volvería al día siguiente a desayunar. Pero ya no
volví.
En el instituto uno de los profes me estuvo contando
sobre sus viajes con su flamante esposa. Un tipo enorme y
bonachón, rayando los dos metros de altura y los cincuenta
años. Otro más joven y muy musculado quiso lucirse
descaradamente hablando de sus escaladas y hábitos
deportivos. La última noche me dio indicaciones para volver
a casa, y a la hora en que acabé el trayecto me mandó un
mensaje para preguntarme si había llegado bien. Se lo
agradecí internamente, pero ni siquiera me hizo ilusión que
se ocupara. Seres solitarios comenzando a envejecer. Sin
siquiera embrión de conexión.
Creo que la carretera fue lo mejor de todo el viaje.
No, no estoy segura, ver a la gente en la intimidad de la
noche también. Lo mejor fue la omnisciencia. Esa distancia
que solo da el llegar de lejos, de otro sitio y de otra
rutina. Llegar y ver primero las luces del pueblo, el
contorno entero del pueblo desde afuera, para luego ver los
cuadraditos de luces de las casas, y finalmente entrar en
alguno, en algún instituto, en algún bar, en alguna cama.
El camino de vuelta se me hizo corto. Fui escuchando
el Flashpoint de los Rolling Stones y luego el Death to the
Pixies. La omnisciencia que da la carretera, que da luego
entrar en tu pueblo por la noche, cuando todo el mundo está
en sus casas. Ver la luz encendida en la ventana de Biel,
la furgoneta de Claudia y de Luisa aparcadas ya para la
noche, la casa de Andrés como una tele porque es un bajo y
se ve hacia adentro. Llegando a Cardòs conduje un rato
detrás de un coche pequeñito como el mío. Me pregunté quién
iría dentro. De a ratos se iba tan hacia el centro de la
carretera que me pregunté si el conductor se estaría
quedando dormido. No, no era de dormido el zigzagueo lento.
Qué peligro, pensé. Cuando llegamos a Cardòs se me ocurrió
que podía ser el coche de la nueva amante del que hasta
hacía un par de semanas había sido mi hombre (sí, ya sé que
no es políticamente correcto eso de “mi hombre”). Pensé,
anda, si esto fuera Mullholland Drive quizás haría caer el
auto al río. Si fuera un cuento, podría matarla. Pero era
demasiado evidente como recurso literario. Y demasiado
lejos de mi afán. No, yo estaba gozando del poder de la
omnisciencia, placer mayor que cualquier otro que conozca,
voyeurismo diría que literario. Cuando aparcó y yo pasé de
largo no pude evitar mirar hacia dentro del coche. Sí, era
ella en su coche gris y con tremenda cara de cansancio. Una
expresión apagada, de empleada de tienda que vuelve a casa
tarde tras una jornada larga. Inmediatamente me vino a la
mente Eleanor Rigby. “Ah, look at all the lonely
people”. Pero no era más que el reflejo de mi alma.
Llegué al pueblo a tiempo de ir a saludar a Luisa por
su cumpleaños. Los amigos que quedaban también tenían cara
de cansados y de fumados. Me hice un canuto para relajarme
y sentir que había llegado a casa. Al irme pasé por delante
de la puerta de mi flamante ex. Hacía unas horas, antes de
acometer la carretera, le había enviado un mensaje
diciéndole que se pillara fiesta de su nueva chica para yo
colarme en su cama. Me contestó con una claridad que no le
había conocido hasta ahora. “Gracias por el ofrecimiento
nocturno pero no esta noche. No puedo y no quiero. Nos
vemos mañana”. Creo que fue generoso al ser tan claro. Me
pregunté si él ya era así o si de alguna manera era yo
quién se la había mostrado, esa generosidad. Quizás pensar
eso fue una especie de crédito consuelo, como esas ex que
patéticamente dicen “yo le enseñé todo lo que sabe”. En
todo caso, fue rasamente claro. La conexión, nuestra
conexión, la está apagando. Yo tenía ganas de contarle mis
andanzas, de fumarme un porro con él y relajarme entre sus
brazos. Y sí, también de bucear en su boca y en sus
palabras, de escucharlo y tocarlo, de sentir una vez más
cómo intentaba metérseme adentro, buscarme. Pero la
desconexión llegó. “Ya está aquí / ¿Quién lo vio bailar
como un lazo en un ventilador?
¿Quién iba a decir que sin borrón no hay trato? El futuro
se vistió con el traje nuevo del emperador. ¿Quién iba a
decir que sin carbón no hay reyes magos?”
Cuando pasé delante de su ventana, abierta y con luz,
miré para adentro, claro, aunque claro que también habría
mirado si se hubiera tratado de una ventana desconocida. El
magnetismo que siente el paseante por los cuadrados de luz
y los retazos de escenas de la vida cotidiana con los que
lo tientan las casas, desde afuera, por la noche.
Juraría que le vi un semblante adusto, de cierta
grisura, rutinario. “Ah, look at all the lonely people”.
Eleanor Rigby. Pero la melodía ¿venía de dentro de esa
ventana o de dentro de mi alma? ¿Aquello era una pantalla o
un espejo? “¿Qué vamos hacer para interpretar /el mensaje
en morse que lanzan sus casas / ¿Qué vamos a hacer para no
cargar / con las mismas cruces y no caer en sus mismas
trampas?” Me pregunté si era eso lo que estaba viendo. La
rutina, la soledad compartida, un gris remiendo de Eleanor
Rigby. Pero no estoy segura. Es lo que yo vi, primero en la
cara de su amante, al pasarla en el coche, y luego en la de
él, una cierta pesadumbre, una cierta melodía de Eleanor
Rigby. Quizás lo que vi fuera el futuro. O el pasado.
Quizás no. Además, hay dos cosas en la escena presente y
pasada que no me quedé a mirar. La parte de los abrazos, la
parte de relajarse y dormir abrazados. Me desconcertó no
ver entusiasmo. Pero no olvidemos que la conexión está
apagada, que el voyeur puede sentir el placer de la
omnisciencia hasta que se bajan las persianas y la conexión
que ocurre detrás de ellas, entre otros dos seres, le está
vedada. Suerte que escribo. Suerte que leo, suerte que
escucho música. La música y la literatura espolean mi
placer y mi percepción como antes lo hacían sus palabras y
sus brazos. Quizás aquel atisbo de grisura no fuera más que
un engaño. Tras la cortina estarían las sonrisas, la
conexión y el relajamiento que a mí me estaban vedados. “La
solitud ens dóna la mesura de les coses.” El prota del
libro que hoy terminé de leer acaba por relajarse en los
brazos de Yumikoshi tras cerrar su particular círculo de
fantasmas. Yumikoshi supe ser yo. Llegar de un día cansado
a relajarme entre sus brazos. Ahora la conexión ha sido
apagada y hay otra mujer tras las cortinas. Ya no puedo
darle mi sexo ni mis palabras a él, así que escribo. Pero
“Tot flota en desitg d’acostarse i atreure els altres.”
Vaya, hoy sí que estoy llena de canciones. Esta me vino en
seguida a la mente cuando Núria me escribió para decirme
que “el mundo no es solitario, estamos todos a nuestro
lado, los unos para los otros, ¡nos necesitamos!” Supongo
que sí, pero no siempre estamos disponibles. De ahí quizás
esta honda y tremenda necesidad de expresarnos cuando no
tenemos una persona entre miles de millones que nos espera
o llega a nosotros, por la noche, para comunicarnos.
La superstición me va a hacer lamentarme de haber
dicho esto, pero deseé con todas mis fuerzas no conseguir
un trabajo fijo, y menos cerca de mi casa. “¿qué vamos a
hacer para no cargar / con las mismas cruces y no caer en
sus mismas trampas?” Me dije que la mejor manera de
disfrutar la soledad es observando. Observar, sin obsesión,
y acabar de completar el puzle de lo que vemos con la
imaginación. La diferencia entre la observación y la
obsesión es que, en la primera, lo que no vemos no importa,
lo inventamos, mientras que en la segunda, es lo que no
vemos lo que nos ocupa la mente. La conexión se está
apagando. La obsesión está dejando paso a la observación y
el mundo se está ensanchando. Él era mi compañero y mi
espejo. Yo era Yumikoshi. Estaba al tanto. Conocía sus
aventuras y preocupaciones cotidianas. Él me buscaba en las
estelas que yo iba dejando. Ahora tengo la certeza de que
nadie mira esas estelas. Ocasionalmente, sí, algún retazo.
Todo el amor que tengo, y las palabras, no hay nadie que
las esté esperando. Pero todo flota en deseo de acercarse y
comunicarse. ¿En verdad no es posible el amor? ¿Es una
trampa? No, aunque el enamoramiento sea tan mudable,
enamorarse no es una trampa. Es maravilloso. Una conexión
que vence la fugacidad. Dura lo que dura, eso sí. La
cagamos intentando estirarla, mezclándola con lo cotidiano,
usándola de muleta cuando cojeamos en otros planos. En casa
de Luisa estaban todos cansados, y de golpe me pareció que
los chistes entre ella y Julián eran como obligatorios, sin
chispa, apagados. Pensé “triste remiendo” pero me reprendí.
No hay una fórmula para interpretar el mundo ni a los
humanos. También pensé en el sexo, en cómo el sexo renueva
la conexión cada vez, cuando estamos enamorados. Pensé, se
irán a la cama, hablarán a solas, se morderán y se follarán
y se renovará su conexión. O quizás no, o qué sé yo, no
hablo de ellos sino en abstracto. Yo ahora estoy llena de
amor y de palabras y de sexo que nadie está esperando.
¡Sht! ¡Silencio! haré callar a cualquiera que intente
buscarme un remiendo. Así estoy, plena y consciente, aquí y
ahora, sola, sin buscar atajos.


UNPLUG

En Lleida tuve un flash de que, de repente, todos a mi


alrdedor estaban hablando una lengua incomprensible. Lo
primero que pensaría (yo) es que estaba teniendo un brote
psicótico, o que había viajado a otra dimension, que se
había abierto la puerta a un mundo paralelo (eso es lo que
dicen los de la física cuántica, ¿no?), un mundo que existe
paralelo al mío y en el cual yo también existo. Y en esa
variante todo es exactamente igual, todo, excepto que todo
es distinto porque la lengua me resulta absolutamente
incomprensible, no se parece a nada, es un poco como esas
películas en que para demostrar que el personaje está
drogado la cámara subjetiva saca de foco a los otros
personajes, se distorsionan voces e imágenes, y clin clin
clin clin el tétrico violin del pánico anuncia lo
aterrador: estamos solos, estamos del otro lado, hemos
dejado de comprender y de ser comprendidos.

Es un divague, no es un ejercicio literario sino


psicológico, lo acabo de escupir (que no escribir, que eso
activa otros mecanismos) en un lapso de medio minuto
quizás. Pero me ha servido para una cosa (para esto lo he
hecho): para olvidar que el mundo está en Guerra, que
durante las últimas dos jornadas he visto atrocidades hasta
la saturación, y eso que lo he visto todo de refilín, sin
buscarlo. También he visto historias sencillas, mínimas,
humanas, de gente que quiero (un hijo que cumple años, una
madre homenajeada, algún post chistoso, algún otro lúcido)
pero hoy (y a mí no me pasa a menudo) todo ha sido
demasiado. Y de fondo, todo el rato, la consciencia de la
Guerra, de la que huyo y vuelve, como ahora que me puse a
escribir para ahuyentarla y la hija de puta volvió con sus
imágenes cruentas (no quiero decirlo, decir “imagen
cruenta” es un tópico pero igual me lleva a un lugar de
mierda y menos aún quisiera quedarme en ese lugar
angustioso para buscar un sintagma Nuevo y Mejor. ¡Al
contrario! No quiero que ese sintagma exista. Leí una
redacción escrita por una adolescente siria en Cataluña. La
barbarie nos acosa y mientras tanto tenemos que criar a
nuestros hijos, regar las plantas, filosofar y hacer arte
aunque nos parezca, precisamente, que todo es una
frivolidad ante la magnitud de la barbarie. Pero no, es al
revés, es casi una obligación. Nosotros que no estamos bajo
el fuego cruzado, nosotros a quienes no nos están matando a
los hijos, a los hermanos, a los padres, nosotras a quienes
no nos están violando, nuestros niños que no están a merced
de todo eso, ellos tienen que poder jugar y nosotros
también, jugar, sí, señor, y amar, y abrir las puertas de
nuestras casas a todo aquel que sufra, a todo aquel que
sufra, repito, sin temor, ojo con el temor, proteger a
nuestros hijos es hacerlos humanos, no meterlos dentro de
una cúpula de cristal vallada de espino y rodeada de
cadáveres (nuestro terrible secreto de Omelas).

Tanto ego al pedo, tanta frivolidad, pero también


tanta exhortación desesperada, una cierta comunidad
intelectual, otra afectiva (con miembros comunes a ambas y
otros que solo pertencen a una y otros que quizás crucen la
línea) y otra vez la banda sonora de mi infancia
extrapolada, taladrándome que “la ciudad se derrumba y yo
cantando”.

¿Qué puedo hacer? Hay una guerrra terrible, una madre


a punto de que le abran el pecho, una navidad con una
familia que es de mi hija pero no es mía. Hay cuarenta años
de todo, continentes, maneras tan pero tan distintas, hay
una brecha digital y un mundo incomprensible, hubo un
entusiasmo que se niega a convertirse en resiliencia, hay
un palabrerío psicoólogico y un ansia de comprender, un
hastío de egolatrías y primeras personas y una conciencia
de que no podemos ser otra cosa que yo, hay una Guerra,
insisto y bajo el tempo, desacelero, respiro, hay una
Guerra y hay una vida cotidiana, una hija que duerme, otra
que a veces percibo o temo se aleje, que crece y se me
arranca, hay una oprimente, urgente, necesidad de
desenchufar el wifi.


EL TIEMPO NO EXISTE

“Yo tenía razón: la tarea era y es imposible. Hay cosas que


no se pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un
gran fracaso.”

Mario Levrero, La novela luminosa

Prefacio

Ahora que me dispongo a prologar esto que yo llamo


poema, me remonto para mi sorpresa a un episodio que tenía
olvidado. Creo que la primera vez que tuve la clara certeza
de la simultaneidad del tiempo fue en Real de Catorce, un
pueblo de México donde comí peyote. Pero provengo de una
rígida familia protestante y, a pesar de mis escarceos con
sustancias psicoactivas, miro con desconfianza todo lo
relacionado con éstas. Con desdén, incluso. Quizás por ese
motivo, había enterrado aquella experiencia híper
perceptiva y solo ahora que la he vuelto a tener, mediante
una combinación de memoria, dolor y escritura, mi mente la
acepta como válida. Yo no quería escribir acerca de esto.
Siempre he querido, y aún hoy ese es mi mayor anhelo,
escribir una novela de ciencia ficción.

Prólogo (Diario del máster)

7 de noviembre de 2011

Siempre me ha dado pudor el género del diario.


Contagiada por ese recato, llegué a sentir vergüenza de
escribir o leer crónicas de viaje, y logré incluso que me
provocara rechazo la primera persona. El colmo del
nihilismo: pudor de existir. Como si no se pudiera impostar
la voz, además. Ahora escribo a la vez enojada y
agradecida. Le temo al ejercicio de escribir desde la
intención, desde la conciencia de un -por ahora
inexistente- producto final.

12 de noviembre

“Ah más grande no fuera / tener entre las manos la


cabeza de Dios.” Así acaba uno de los tantos poemas que me
sé de memoria: “Lo inefable”. Y en este instante caigo en
la cuenta de que Delmira Agustini también fue asesinada.

Lo inefable. Alguien dijo que creación y frustración


son sinónimos. Sí, creo que alguien lo dijo. Mi nombre es
Mariana Font y soy una frustrada. Y, además, una frustrada
reincidente.

15 de noviembre

Me sé de memoria también la teoría del iceberg.


Hemingway habla de un aborto sin nombrarlo, por ejemplo. No
me sirve. De Spanbauer aprendí una cosa: a veces, escribir
es intentar ponerle nombre a las cosas, de frente, sin
oblicuidad.

15 de noviembre, otra vez

Lo mío siempre ha sido la academia. Acá estoy,


haciendo un máster en Barcelona. Para el trabajo final,
tengo serias dudas. Podría reflotar mi nouvelle, esa que a
veces creo que está acabada y a veces no. Esa que a veces
se llama La cápsula del tiempo; Ni se te ocurra
volver; Ustedes no se mueran, por favor o Wakefield
reloaded; pero que al final siempre vuelve a llamarse La
memoria es un sitio solitario, aunque mis amigos me digan
que es el peor título del mundo y yo responda que es el más
honesto y que “es re Carson McCullers” (y pongo esto entre
comillas por aquello de que no es correcto usar un nombre
como adjetivo –por no hablar de la oralidad del re, etc,
etc).

18 de noviembre

Poblada por fragmentos sensoriales, la memoria y la


imaginación están hechas de la misma materia, pero no son
la misma cosa. Yo parto de una y acabo en la otra.

Cuando era niña pasaba las tardes de lluvia


componiendo mi obituario. “Las tardes a las tardes son
iguales”. En Montevideo, por las tardes, llueve. Las ruedas
de los autos que desplazan el agua del pavimento suenan
como una radio mal sintonizada, y una niña compone su
obituario en la soledad de una habitación vacía.
Prematuramente llena de fantasmas.

Ahora soy una mujer que escribe. Escribo en una


habitación llena de fantasmas. En el Pirineo, por la tarde,
no llueve. Los cencerros de las vacas suenan como una
silenciosa procesión.

19 de noviembre

Si algo constituye mi mito de origen es esa


dichosa nouvelle. Pero la consigna es que el trabajo no
pase de cinco páginas. Y además (sobre todo) aquello es tan
íntimo que siento que estoy vendiendo mi memoria a la
literatura.

Hace rato que le tengo vendida mi memoria a la


literatura. Relajate drama queen, que esto es un juego.
Todo es un juego. A J. se le olvidó y se pegó un tiro.
Maldito tonto romántico, quiero hablar de él y no sé cómo.

19 de noviembre, nuevamente

(Cada vez que escribo nouvelle siento vergüenza: debe


de ser el tufillo francés. Ya está: a partir de ahora la
llamaré novella, como hacen los anglosajones)

¿Qué diría Freud sobre el uso de los paréntesis?

19 de noviembre, de madrugada

Esta tarde estuve tomando mate con mi amiga A y el


resultado es que no me puedo dormir. Llevo escritas catorce
páginas que podría calificar de escritura automática. No
las voy a transcribir. Las listas son la quintaescencia del
solipsismo, y en esas páginas hay mucho de lista. Pero, ay,
qué ganas de empezar a listar, buscando la ilusión de la
complicidad con quienes hayan leído lo mismo que yo. Ya se
sabe: buscamos trascender el absurdo de ser uno a golpe de
espejismo.

[poema eliminado]

20 de noviembre
34 cadáveres en una ronda de Veracruz. Para conjurar
el horror, lo publico en el facebook (¿para compartir el
dolor?). No me basta. Empiezo a imaginarme la historia
detrás de cada “cuerpo”. Me detengo: ¿qué sé yo de ellos?
¿cómo puedo hablar yo por ellos? ¿Qué hago escribiendo este
ejercicio banal y egocéntrico? (la ciudad se derrumba y yo
cantando).

Escribo: estoy sola, igual que ustedes, fijada


obsesivamente en la decrepitud de mi propio cuerpo porque
es lo único que toco, lo único que existe más allá de este
mundo de fantasmas y noticias a un clic. ¿Y me llaman
frívola? Solo desde mi cuerpo puedo salvarme, pueden
salvarse. Desde estos pezones de cuero curtido por los
dientes del ansia, los dientes del miedo, los dientes de
hombres-cocodrilo y mujeres-pez y niños-monstruo que
succionan la vida (y la arrebatan) porque la necesitan para
hacerse, para erigirse como el hijoputa ave fénix a partir
de los colgajos de mi carne seca. Así debe ser, por los
siglos de los siglos (y el antónimo de egoísta es abnegado)
[abnegación (ab-negatio / self-denial): primera paradoja:
si uno se sacrifica a sí mismo en favor de los otros,
¿desde dónde los "favorece"? (¿desde qué cuerpo, desde qué
mente, con qué voz, con cuáles manos?)]

22 de noviembre

Se acerca la fecha de entrega y ya hice mil cosas


menos cifrar mi mito de origen en cinco páginas. Voy a
empezar a intentarlo:

Yo estaba convencida de que el señor de la foto era el


primer amor de mi madre, y de que por eso ella la tumbaba
cada vez que venía gente a casa. Mi padre hacía tiempo que
no venía pero, si sonaba el timbre, mi hermana y yo ya
sabíamos que antes de abrir la puerta había que pasar por
la sala, abrir la cristalera, tumbar la foto, y volver a
cerrar la puerta del mueble.

El tipo, además, se parecía a mi padre, y yo suponía


que todos los amantes de una mujer tenían que ser una
versión más o menos alterada del mismo hombre. Había una
diferencia: mi padre no fumaba puros ni usaba boina. Pero
los ojos grandes y oscuros, la barba, el pelo a lo Beatle y
hasta la frase habrían podido ser suyas: hay que
endurecerse sin perder la ternura jamás.

¡Y mi madre se atrevía a criticarme los poemas! Hay


que joderse. Cien veces mejor, escribía yo. Llora la lluvia
bajo las llantas/ llamea la hornalla con la llave del gas.
Ella sonreía condescendiente y me regalaba versiones
ilustradas de la poesía de Nicanor Parra y de García Lorca.
(Y entonces, yo, tenía pesadillas con un general muerto
que, aún muerto, sonreía).

Para cuando se empezaron a vender camisetas con la


cara del novio de mi madre, yo ya sabía que ese nunca había
sido el novio de mi madre. Y también, que mi padre no iba a
volver. Se fugó a Nueva York con un travesti que se hacía
llamar Mabel, y fue el primer uruguayo en posar para Andy
Warhol.

Bueno, la verdad es que se fue a Buenos Aires con una


dentista y abrió una franquicia de Ugis Pizza, pero ¿a
quién le interesa la verdad?

23 de noviembre
Todas las bolsas de nailon que el viento levanta y
bailan se van a la costanera. Yo me las quedo mirando,
horas, como los hijos bobos de La gallina degollada que
están sentados babeando en un muro.

Yo soy una bolsa de nailon que el viento levanta y


baila.

Antes era transparente y sin asas. El viento me


inflaba como un globo y yo me iba siempre a Buenos Aires.
Ahora soy blanca y arrugada e invariablemente acabo en las
aguas turbias del río, con un asa rota y el maquillaje
corrido, digo, toda embarrada.

–¿?

–Vale, algo más prosaico:

Mi amiga dice que tengo vocación de periférica. Me


dice: hablás español como uruguaya, inglés con acento
canadiense y catalán de la Alta Ribagorça. Un error de
distancia. Podría haber nacido en Buenos Aires, pero vine
al mundo en Montevideo; hay aviones que llevan a Nueva
York, pero el mío aterrizó en Vancouver; podría haber
escrito bajo la sombra del Popocatépetl, pero me fui a la
sierra zapoteca; en lugar de escapar a Londres, me fui a
Sidney; y cuando decidí ser saludable, en vez de quedarme a
hacer yoga en Barcelona, me instalé en el Pirineo.

25 de noviembre

Acabo de releer lo que llevo escrito. Creo que debería


dejarme de intentos vanos y entregar ese episodio de La
memoria… que tanto me costó escribir. Pero me da vergüenza.
A veces creo que es literatura y, otras, que es un caso de
grafomanía. (Maldito Lenguaviperina Kundera, él es mi anti-
mito de origen. Yo lo leía, fascinada, pero él se burlaba
de las amas de casa con delirios de inmortalidad. Y yo,
hoy, creo que soy eso).

–¿Y? Un ama de casa con delirios de inmortalidad suena


estupendo ¿Cuál es tu problema, Font?

–Bueno, basta, eh, no empecemos con los


desdoblamientos que eso, como el lobo, es de otro cuento.

26 de noviembre

Si mi origen como escritora es la memoria, y si ésta


está llena de palabras ajenas, y si además, mi escritura es
“terapéutica”… tengo una idea brillante: un cuento en el
que yo hable con un psiquiatra acerca de esa sensación
horrible de tener que consignar lo que está en mi memoria
en una carrera contra-reloj. En el camino, mi memoria se
mezclará con la de otros, y ya no sabré de quién eran esos
recuerdos en un principio.

26 de noviembre, de noche

Parece que mi idea genial ya la tuvo otro, como


siempre, y no pienso hacerle un homenaje. Nada de ciencia
ficción. Continúo con el cliché sudamericano:

Nosotros nos quedamos a recibir a todos los exiliados


que volvían de Suecia o de Angola. Mi mamá les organizaba
fiestas de bienvenida y allá aparecían sus antiguos
compañeros de militancia, con trajes exóticos y títulos
universitarios, y con algún hijo único más o menos de
nuestra edad que nunca había escuchado a los Parchís,
cantaba ven can segla fur uten vin y se llamaba Carlos
Federico, Ernesto, o incluso Vladimir.

Uno de esos Vladimires me tocó las tetas y me habló de


Tolkien. Como no me volvió a tocar, ni las tetas ni nada
más, yo decidí arbitrariamente que Tolkien era una mierda
hecha para fanfarrones machistas, y dejé a Agatha Christie
a un lado para leer a todas esas escritoras
latinoamericanas. Pero como esa versión no me gusta, la voy
a cambiar.

Él se llamaba Carlos Ernesto y a los quince años ya


había leído El Lobo Estepario.

No, Mariana, todo menos Hesse, a ver si vas a recaer.

La Iguana Oberlus: bien:

Yo estaba leyendo La Iguana Oberlus y buscaba cada


momento de intimidad para… Lo siento, no puedo escribir
esto, ni siquiera si cambio el libro por algo más literario
como El amante de Lady Chatterley.

(Dios mío, La Iguana Oberlus, lo había olvidado por


completo. Tanto ahondar en mi “tradición personal” va a
acabar conmigo).

28 de noviembre

Llevo cuatro páginas, aún no he escrito el prólogo, y


no me estoy acercando para nada a lo que quiero explicar.

Escribo que soy una mujer que escribe en tercera


persona. Necesito no uno sino dos niveles de
distanciamiento para hablar de mí. Hablar de sí mismo en
tercera persona es síntoma de esquizofrenia. Yo lo sé mejor
que nadie porque leí a Joyce pero, sobre todo, a Jung.
Cuenta la leyenda que el psiquiatra dijo del escritor que
padecía el mismo trastorno que su hija, pero éste sabía
mantenerse en la superficie donde la otra se ahogaba. A
veces, escribir es la única forma de salvarse.

1 de diciembre

“Todo es ficción, le digo a mi marido, pero no me


cree”. Eso lo escribió Valeria Luiselli, pero lo podría
haber escrito yo.

Yo escribo en tercera persona la historia de una mujer


que se entera, diez años después de haberse ido de Uruguay,
que el que fue su amigo se acaba de suicidar. El tiro que
se pega el amigo es un súbito y terrible final de fiesta
para muchos, pero ellos, los vivos, están juntos, en
Uruguay. Ella está del otro lado: la primera en
irse, Wakefield reloaded. Wakefield es un hombre que un
buen día se va de su casa y se pone a vivir a dos manzanas
de distancia. Él no sabe por qué se va: simplemente se va.
Él no sabe cuándo va a volver; ni si va a volver. Wakefield
soy fui soy yo.

1 de diciembre, otra vez

Voy a escribir sobre J.


No puedo escribir sobre J.

2 de diciembre

Sylvia Plath tenía dos hijos y aun así se suicidó.

El que esté libre de pecado que no hable de lo que no


sabe.

J. era joven y lo amábamos y aun así se suicidó. Ya no


le harán falta clases particulares para lidiar con el
desencanto que a algunos les traen los treinta y pico.

A mí sí.

Antes viajaba. Viajaba porque necesitaba clases


particulares, probarme nombres. Me pregunto si viajaba
porque me faltaba imaginación. Ahora escribo y sueño con
escribir una novela de ciencia ficción. Empiezo El
Holograma de Marc: escribo el argumento; lo descarto.
Empiezo El facebook de Virginia Woolf: una novela destinada
a sacudir los cimientos de la literatura. Recorto y pego y
pienso que estoy loca. Paso las tardes haciendo
experimentos y me siento culpable. La gente, a mi edad, o
trabaja o se gana una beca Guggenheim.

Yo no me gané una beca Guggenheim. Tampoco una beca


para jóvenes creadores; ni soy la hija del dueño de Zara.
Yo tengo una beca para hacer un máster y pienso que qué
despropósito, un máster en Creación Literaria que te roba
tiempo para escribir. Yo no necesito excusa para escribir,
necesito tiempo.

Mentira.

Yo necesito recordar que escribir es un juego, aunque


sea un juego en el que (se) te va la vida.
Hoy lo sé. Entonces, si me dura la certeza, enviaré
esto como trabajo para esa asignatura y seguiré jugando. Si
me dura la certeza, digo, el rato que se tarda en imprimir
y entregar. Después me voy a arrepentir y si no encuentro
distracciones a mi arrepentimiento, voy a escribirle a mi
profe diciendo que descarte este trabajo, y en su lugar voy
a hacer algo estándar, algo que funcione, tiraré por lo
seguro (una entrevista inventada, con una Mariana Font que
acaba de publicar su ópera prima, o, ya que el profesor es
Carrión, algo un tanto innovador, por ejemplo, que sea una
entrevista polifónica hecha en facebook. Y ya puestos,
buscaré algún chiste resultón como inventarme una bloggera
que se llame la buena samaritana y regentee el blog
imprimíseloatumamá.blogspot, o un homenaje a Poe en
veocuervosmuertos.com o alguna tontería similar).

8 de diciembre

Por fin he dejado de usar paréntesis.

Todavía estoy re escribiendo mi novella. Voy a


entregar esto como trabajo final. Me paso de extensión pero
consideraré que lo que sigue es un poema. Si es un poema,
mi profesor aclaró que sería más laxo con el requisito de
la extensión. Y además, es un poema.

El tiempo no existe (poema)

En la foto salgo sentada junto a dos niños, en una


locación extraña, con un fondo entre quemado y gris. Un
español cuyo nombre no recuerdo le puso a ese sitio “Cabo
de la vela”, y así lo llaman ahora, en español y en los
mapas.
[discurso anticolonial eliminado]

Yo también le pongo el nombre que se me canta al


mundo. La roca del desayuno, el collado de la rave, el
prado del polvo del mediodía. Pero al salar aquel no le
puse nombre entonces. Y ahora el salar no importa, lo que
cuenta son las fotos. (Desde el comienzo ya no importaba;
nunca importó el salar).

Yo no lo sabía pero ese viaje habría de ser mi


particular temporada en el país de las hadas. Cinco meses
entre Venezuela y Colombia, viajando con I y el fantasma de
X. M estaba viva; J también.

Todo acabó en la Plaza Cagancha: la plaza del inicio


de las pesadillas. Y en Tulum. En Tulum, seis años antes,
habíamos fumado en la pipa de la Pelada mis cinco amigas y
yo. Eso había sido en el 99, pero la risa se acabó en el
2005, en diciembre, en Montevideo, cuando mi chico me sacó
de un cíber de la Plaza Cagancha para decirme que habían
asesinado a M en una playa de Tulum.

No lo busques en internet.

Ochenta golpes de machete, violada, el novio


decapitado ante sus ojos.

Joven turista catalana asesinada junto a su novio.


Llevaban desaparecidos desde el 4 de diciembre.

Carajo, no lo busques en internet.

El padre de N desapareció hace veinte años. N todavía


sueña que el padre vuelve. Quedó el auto al lado del río;
nada más.

No los busquen en la selva ni en los matorrales.


M era un ángel. G me contó que eso pensó la primera
vez que vio a la que sería su novia, en la biblioteca del
Seminario: es un ángel.

Tocada por la belleza; tocada por la dulzura; tocada


por la suerte; demasiado hermosa para envejecer. Mentira:
la novia de G envejece, pero M no.

La sonrisa de M es luminosa. Les habrá devuelto a sus


asesinos una imagen insoportable, un resquebrajamiento del
mundo. La violaron y la mataron a golpe de machete. No voy
a decir más. Basta. Empiezan las pesadillas. X sueña sueños
dulces en los que aparece M. Yo solo sueño violencia, selva
y matorrales. Fijada en el instante más breve de sus
veintiocho años, el que menos merece perdurar, aunque fuera
el más definitivo.

Mentira: definitivos fueron todos.

Quiero soñar que M está gordita y tiene dos


churumbeles y habla de mocos y caca y dermatitis del pañal.

Que el 2005 no existe.

Que Tulum no existe, ni la Plaza Cagancha, ni


Montevideo.

Que Montevideo no existe, porque ahí se pegó un tiro J


en julio del 2006.

Quiero soñar que la vida empezó después, en octubre,


con las dos rayas del evatest que anunciaban un nombre
nuevo: Maia, 2007 y más allá.

Mi hermana lo googelió, incrédula, en cuanto le llegó


la noticia. El cuerpo de J todavía no estaba bajo tierra,
pero lo primero que devolvía el motor de búsqueda era la
entrada de wikipedia, con fecha final. Dos años al lado de
un nombre: 1974-2006.

No lo busques en internet.

Los años solo enuncian el tiempo en que el cuerpo está


entre nosotros.

El lugar y el momento, aleatorios.

Ahora lo único que existe son las fotos, los instantes


simultáneos, el Aleph.

Al Aleph le sobran dos instantes: uno del 2005 y otro


del 2006.

Borren todo lo demás y quédense con esto: el tiempo no


existe, no lo busquen en internet.


Autoreverse
(Esta nouvelle fue publicada por primera vez con el título “La memoria es un sitio
solitario”, en la editorial de autoedición Espai Literari y gracias a un proyecto de
micromecenazgo de Verkami)

Ilustración de Anna Quintana Solsona

A Pablo Stoll
“Cuando nos presentaron –hoy se llama
Roberto- comprendí que el pasado no tiene
tiempo y el ayer se junta allí con la fecha
de diez años atrás.”

Juan Carlos Onetti, Bienvenido, Bob.

“¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en


lugar de un artículo de una docena de
páginas! Entonces podría ilustrar cómo una
influencia que escapa a nuestro control pone
su poderosa mano en cada uno de nuestros
actos y cómo urde con sus consecuencias un
férreo tejido de necesidad.”

Nathaniel Hawthorne, Wakefield.


LOCACIÓN EQUIVOCADA
Lo que no se dice, y quiere decirse, acaba siendo dicho
de las maneras más extrañas. Estoy sentada en el alféizar
de la ventana de un bar que quizás exista solo en mi
imaginación. Espero a Diego. Con un brazo me rodeo la
rodilla y sostengo un libro en una mano y un cigarrillo en
la otra. Fumo y leo y me abrazo una rodilla en una postura
adolescente. Él me va a decir que parezco más joven ahora
que a los quince. Va a decir que estoy flaca y que por fin
uso vaqueros apretados y no polleras largas estampadas. Va
a clavar sus ojos en los míos y con su sonrisa resignada va
a decir que sigo teniendo ojos de dibujito japonés. Claro
que fumo y leo: necesito todas las muletas que pueda
conseguir. Le voy a dar mi novela a Diego y lo más probable
es que en ese instante todo se esfume con un ¡plof!: el
bar, Diego, las aceras rotas y yo. ¿Y entonces? Me
encontraré quizás en medio de una pradera gris y desolada,
como un negativo de Julie Andrews en La novicia rebelde. O
quizás aparezca el consabido túnel al final del cual se ve
una luz blanca y esperan todos nuestros fantasmas. Pero
probablemente no ocurra nada de eso y simplemente tenga que
seguir viviendo con sabiduría, como una ex yonki tras la
rehabilitación.

Ese junio iba a hacer doce años que Alejandra ya no


vivía en Uruguay. Había tenido que descender a sus
particulares infiernos para llegar a donde ahora estaba su
madre de visita: su casa del primer mundo, su casa de su
vida saludable, su casa-refugio, la casa de su post-vida.
Es verano y están a punto de ir a tomar algo. Antes de
salir, la madre consulta un momento su correo. Alejandra
está en el baño, poniéndose unos pendientes, cuando la oye
decir:

−Esto tiene que estar mal.

Un comentario sin más, de una mujer que tiene por


costumbre cuestionar lo que lee, no tendría por qué
sorprender a la hija, ni mucho menos alarmarla. Pero esta
vez hay algo sobrecogedor en su tono de voz de la madre,
algo que pareciera decir que lo que está mal es todo el
universo y, en cambio, la noticia es certera.
Tenaza inmediata en la garganta. Flashes de su amiga
Esther asesinada en una playa de Tulum.

−Acá dice que encontraron muerto a Santiago Risso.

Vertiginosa sucesión de fotogramas. Anulación de toda


experiencia posterior a los dieciocho años. La madre
empieza a conjeturar que si habría sido un ataque cardíaco,
que si un accidente de tráfico, y Alejandra la manda a
callar de la manera más brutal:

−Dejame la compu y andate, por favor.

“El uruguayo Santiago Risso fue encontrado muerto en


la madrugada del jueves en su casa de Montevideo.
Tenía 32 años. La muerte de Risso, catalogada al
cierre de esta edición como suicidio, habría tenido
lugar la noche anterior. Su cuerpo sin vida fue
encontrado por su pareja (de quien no se proporcionó
el nombre) y por su íntimo amigo y compañero de
trabajo, Diego Schultz”.
Con morbosa necesidad de detalles, Alejandra busca
toda la información que pueda conseguir, como había hecho
unos meses antes al enterarse de que habían matado a
Esther. “No lo busques en internet”, le había dicho
entonces el amigo que le dio la noticia, queriendo librar a
Alejandra de las pesadillas que la atormentarían luego –
escenas de violencia a las que su mente aprovechaba cada
momento para volver, como un niño al que le han avisado que
ahí mejor no vaya. Pero la sabiduría prestada no sirve de
nada, aunque te la ofrezcan de corazón. El consejo solo
había servido para azuzar su curiosidad, que no era morbosa
sino desesperada. Es la impotencia, no el deseo, una
pregunta cuya respuesta no existe. Obsesión por los
detalles: Alejandra empieza a preguntarse a todas horas que
qué pistola habría usado Yago, que de dónde habría sacado
las balas, que desde cuándo la tenía cargada. Durante el
brevísimo período en el que habían sido amigos directos –
amigos de amigos habían sido durante años−, Alejandra había
llegado a grabar algunas imágenes para un corto que había
escrito ella y que nunca llegó a editar. Era algo
francamente malo: close-ups de Amalia González (ojos
grandes verdes, románticos rizos dorados, vestido blanco
puntilloso) reflejada en un espejo de forja, bien barroco,
alternando las caricias de un hombre con las de una
pistola. La pistola se la había prestado Yago.

Hubo una niña en Rivera. Tenía seis hermanas y un


padre que le daba alguna paliza preventiva cuando, entre
viaje y viaje, regresaba a casa a preñar a su madre. Pobres
como ratas. Un día la encontraron colgando de un sauce. La
cuerda estaba hecha de un filamento trenzado. Eran cáscaras
de naranja secadas al sol, como las que usaban para darle
sabor al mate y para rallar en la masa de los bizcochuelos.
¿Cuántas naranjas hacen falta para conseguir una cuerda que
abarque todo el cuello? ¿Cuántas tardes para secar y luego
trenzar las cáscaras? ¿Puede esto ser verdad? Fue Alejandra
quien preguntó por la cuerda. Ella siempre se estaba
fijando en esos detalles.

−¿De dónde sacó la cuerda, abuela?

La abuela tiene la mirada perdida, los ojos anegados.


La pregunta la hace apartar la mirada de su prima que
cuelga de un sauce. Gira ciento ochenta grados y lo primero
que encuentra son unas cáscaras de naranja secándose al sol
en el patio del fondo.

−Qué sé yo, mi amor. De cualquier lado. La habrá hecho


con cáscaras de naranja, con cualquier cosa.

Y la abuela engendró la leyenda. Alejandra se tomaba


al pie de la letra las explicaciones de los adultos.
Literalmente. La abuela había descrito una verdad: tardes
de oprobio. Una niña pobre embarazada del respetable cura
del pueblo. Tardes de laberinto sin salida para una niña de
dieciséis años. No, el suicidio no es un segundo decisivo.
Hay que meter piedras en los bolsillos, conseguir una
cuerda, abrir el gas y esperar, meter las balas. Sí, el
suicido es un segundo decisivo, un único segundo que los
que quedamos vivos soñamos una y mil veces con poder
rebobinar.


Yago había sido su amigo, así, en un pasado compuesto,
lejano y acabado. En teoría, su muerte no la dejaba sola de
él, pues ya hacía tiempo que no existían el uno para el
otro. Pero ahora que Yago tiene fecha final, se ha
convertido en el conjunto de su vida. El tiempo ha dejado
de existir. Dicen que a un libro o a una película no hay
que ponerles título hasta que están acabadas. Ahora Yago
estaba muerto y de repente le llovían los obituarios, como
si por tener fecha final la vida de una persona pudiera
resumirse en cuatro adjetivos. Alejandra se rebela contra
los homenajes ajenos pero no deja de sonar en su mente una
cursi elegía. Es un cine oscuro, en la pantalla están
pasando los créditos y suena He was a friend of mine. Pero
hay algo que no cuadra: en los fotogramas que se suceden al
compás de la melosa música de fondo el que aparece no es
Yago, es Diego.

Porque el nombre que le taladra el pecho a Alejandra


es el del otro, el del vivo, el del único que ahora
importa. Un nombre del que Alejandra se siente un poco
dueña: Diego. Sacude la cabeza intentando librarse de la
visión de una piedad barroca: Diego inclinado sobre Yago en
la habitación donde éste último, una madrugada hace doce
años, mató a Charles Bukowski. La habitación donde pasaron
horas discutiendo si era posible la amistad entre un hombre
y una mujer. Aquella habitación llena de cómics y casetes,
una guitarra; el pasillo que daba a la sala donde estaba la
abuela. Esa habitación en la que Anita y Yago compartían
recuerdos que no le pertenecían a Alejandra.

¡Ring! Locación equivocada. Yago ya no tiene dieciocho


años, ya no vive en esa habitación y ya no es novio de
Anita. De repente, a Alejandra la invade la amarga certeza,
obvia y hasta ahora ignorada, de que el mundo que dejó
atrás ha seguido girando y ella ya no está en él. Se mira
al espejo y no hay reflejo alguno. Los personajes de la
historia de su vida no son personajes sino personas. Les
han ido pasando cosas. Cosas irrevocables y ajenas.
Alejandra busca su reflejo y no se ve, grita y hace señas y
sacude la puerta intentando regresar a Uruguay y nadie la
oye, nadie se percata de su existencia, nadie la ve. Es un
fantasma. Está del mismo lado que Yago.

Imágenes. Le escribo a una amiga diciendo “qué manera


de tener la cabeza en Uruguay, últimamente” y me veo a mí
misma con la cabeza en la mano y el brazo estirado por
encima de medio globo terráqueo.

Diego y Yago eran uno. Un monstruo de dos cabezas;


amigos y hermanos en lo público y en lo privado. Ahora
Diego se había quedado solo. Y Alejandra amaba a Diego. En
un instante se desvanece el tiempo. Alejandra vuelve a
estar con Diego en un parque detrás del Estadio Centenario,
ebrios ambos de un deseo que confunden con las pintas de
Guinness. Están haciendo el amor a lágrima viva,
recorriéndose mutuamente los cuerpos imperfectos con la
forma más pura de la ternura: el descubrimiento. Sin ápice
de violencia, con un sexo hecho de avidez del otro, del uno
mismo que solo es, si es el otro. Lloran por su triunfo
sobre la soledad de ser uno. Lloran como si ya entonces
supieran –aunque entonces no lo saben− que ese momento va a
quedar suspendido en algún lugar de la memoria para
siempre. Mejor dicho, en el limbo de los instantes
simultáneos que se quedan ocurriendo eternamente. Ella está
ahí, ahora, con Diego, toda su post vida –doce años, nada
menos− borrada de un plumazo. Y quién sabe dónde estará
Yago con su “pareja (de quien no se proporcionó el
nombre)”, que Alejandra recuerda haber visto por Pocitos,
con Yago, desde su invisibilidad de perdedores. Ley del
embudo: la más linda con el más boludo. Esa piba que
después había dejado de ser inaccesible y con quien Yago
había viajado a la cima del mundo como Alejandra había
hecho con Diego. Yago, que ahora sí que habitaba el limbo
de los instantes eternos de buen derecho, maldito tonto
romántico ¿por qué demonios no se había tomado mejor un
avión a Siberia o se había ahogado poco a poco en alcohol?
Hay tantas formas incompletas del suicidio, tantas. Pero
son menos estéticas, claro, y lo de Yago tenía que ser
estético. Tenía que ser perfecto; y lo fue, eso no se lo
vamos a negar: nos dejó toda la imperfección a los vivos.

Alejandra no puede enojarse con Yago. Es mi vida,


mamá. Qué manía de pensar que todo lo que hago va dirigido
a ustedes. Lo que abriga es compasión. Compasión: sentir
con el otro. Ella también ha estado en el cielo y sabe del
dolor de tener que bajar de ahí con la certeza de que ya
nunca, nada más, la llevará tan alto. Y ahora vuelve a
contestar, impertinente, que la vida es más rica que
cualquier etiqueta -la de suicida egocéntrico, la de
artista genial. No quiere reprocharle a Yago su desatino
porque comprende –siente- su dolor en carne propia. Lo
entiende, lo justifica… le tiene envidia. Dios mío, si el
suicido es contagioso ¿con quién está Diego ahora mismo?

Alejandra llama y llama pero nadie levanta el tubo.
Tiene la sensación de estar llamando al pasado, no a otro
país. ¿Cuánto hace que no habla con Diego, con Ana, con
Nico? ¿Y cuánto hace que ellos no hablan entre sí? Sí,
están todos en Montevideo, pero es el año 2006, no el 94.
No, Alejandra no tiene a quien llamar. Ella fue la primera
en irse. Ella fue antes de que Yago y Diego fueran Risso y
Schultz. Siempre le había gustado ser la primera y ahora se
le antoja la cosa más triste. Después, todos vivieron.
Canadá, Ciudad de México, la vida saludable… todo eso vino
después. Ahora no existe. Alejandra sabe que los demás
también tienen una historia que no le pertenece a ella. Una
historia intensa en la que ella no está.

¿Por dónde empieza a explicarles a sus amigos de acá?


Nadie que la haya conocido antes de los veinticinco. Por lo
que a ellos respecta, Alejandra bien podría ser uno de esos
testigos protegidos de las películas yanquis a los que la
policía inventa una identidad nueva. Se mató Yago. La frase
para ellos tiene muy poco sentido, mientras que para
Alejandra el solo nombre encierra un mundo. Un mundo de
otro tiempo en el que ahora el dolor la tiene confinada.

Escribe el siguiente mensaje:

“Un amigo de mi otra vida se ha pegado un tiro.


Ustedes no se mueran, por favor”.

Lo manda. Pero hay algo que no dice porque no lo


entenderían: Diego está infinitamente solo. Diego fue Risso
y Schultz y ahora es solo Schultz, y yo lo quise cuando era
solo Diego. Esta vez no hay abrazo que lo salve del absurdo
de ser uno. Ni a mí.

Durante meses arrastrará la única foto que tiene de


Yago. En ella aparecen los cuatro, Anita, Yago, Alejandra y
Diego, todos mirando a la madre de ésta última con cierto
aire de sarcasmo. La madre sacó la foto como se sacaban las
fotos cuando había que mandarlas a revelar: para la
posteridad. Yago todavía tiene un montón de pelo bien
peinado y una camisa a cuadros. Es la viva imagen de la
corrección, el muchacho que toda abuela estaría contenta de
tener en casa. Diego tiene el pelo largo, barba y capucha.
Alejandra parece mayor en la foto que ahora. Todos están
ladeados hacia la derecha, para caber en el cuadro. El
único que está recto es Yago, a cierta distancia, como si
se hubiera colocado al otro lado de una imaginaria línea de
puntos. Recórtese por aquí cuando sobrevenga la desgracia.
Solo la madre de Alejandra habrá pensado que algún día
enseñaría la foto a los hijos de los fotografiados.

Y yo acá mirando por la ventana en pluscuamperfecto:


ganas de haber estado (ganas en pluscuamperfecto: las
peores ganas). Llevo tres días que ya no sé hablar catalán.
Es verano y los días son largos, nuestro perro roe un hueso
al lado del huerto, el sol de tarde levanta un olor de
lavanda, los amigos nos pasan a visitar a la hora del
atardecer. Todo este bucolismo va a acabar conmigo.

“The stars are not wanted now/ put out every one/ pack
up the moon and dismantle the sun.”
Ya estoy yo otra vez con mis citas. Dice el cliché que
una mujer debería venir con manual de instrucciones: yo
debería venir con bibliografía. Así como mi padre no
entendía el inglés, nadie puede entender mis fotos. Por lo
primero, me hice traductora. Por lo segundo, me tendría que
hacer novelista. Quisiera obligarlos a todos a leer todos
los libros que yo leí, a escuchar todos los discos, a ver
todas las películas. Ni aún así entenderían. Nadie entiende
nada, solo Diego. De las tres fotos que tengo con él, dos
son en el aeropuerto y una en mi fiesta de despedida.
También tengo una que me mandó a Canadá: la sacó Yago. En
todas me estoy yendo, o directamente no estoy. La quinta es
de él cuando era niño, en la playa Pocitos. ¿Por qué tengo
una foto de él cuando era niño?
IMAGINA: SICILIA, 1922
Quiero hablar en primera persona y no puedo. Ni
recurso literario rudimentario, ni trastorno esquizoide, ni
biografía encubierta ni nada de nada. Es que estoy
escudriñando por la mirilla del tiempo y por más que porfíe
y porfíe, esa que veo no soy yo.

Alejandra empezó a descubrir el poder que era capaz de


ejercer sobre los hombres sin entenderlo muy bien. Con la
inclemencia de un niño que disecciona un insecto para
entender cómo funciona, se dedicó a ensayar su influjo a
cada oportunidad. Sus primeros atisbos del sexo en nada se
habían parecido al amor; ni siquiera al deseo. Hombres
obsequiándole obscenidades desde las esquinas, arrimándole
impúdicas erecciones en los ómnibus, persiguiéndola
amenazantes por las tempranas calles de un Montevideo casi
desierto durante los trayectos de ida al liceo. Siempre
hombres mayores, babeantes; zombis que le estiraban los
brazos buscando en las incipientes curvas de Alejandra un
remedio para sus miembros fofos, que ya solo se erguían al
estímulo de la violencia.

No es de extrañar, entonces, que sus primeros sondeos


tuvieran por objeto hombres mayores y por única finalidad
la comprobación de sus potestades. No coqueteaba por deseo.
Muchos menos por llegar a la consumación –de cuya realidad
tenía una idea vaga y no muy tentadora. Seducía –y siempre
era en términos de mando– por la maravilla de que podía,
por la azorada comprobación de su influjo, que no acababa
de entender del todo. La falta de tabúes ayudaba. Mejor
dicho, las ganas de transgredir los ajenos. Tiempo después,
quizás los haría propios, pero a los catorce años todavía
no.
De hecho, tenía menos de catorce años cuando le llevó
un libro de pintura a su profesor de historia, de quien se
proclamaba enamorada a los cuatro vientos. Lo robó sin
pudor alguno de la biblioteca de su madre. No tuvo ningún
reparo en agarrarlo así, sin más, estamparle una
trabajadísima dedicatoria y llevárselo de regalo a su
profesor. El hombre no supo qué hacer. Es probable que
todavía hoy se avergüence de no haberlo devuelto. En cambio
la madre de Alejandra sí que lo echó en falta. Vaya uno a
saber qué historia tenía ese libro para ella. Alejandra,
claro está, jamás se hizo esa pregunta.

Pero a los niños se les perdona todo, jamás se les


sospechan intenciones retorcidas; mucho menos, sexuales. Y
hay un período de transición durante el cual las mujeres se
amparan en la niñez para ensayar estrategias de adulto. Y
hay adultos que responden atrapándose los dedos. Si hasta
fueron a casa del pobre profesor de marras, Alejandra y una
amiga, y él sacó la guitarra y punteó la típica cancioncita
de Led Zeppelin. Podría inventarme ahora que ahí nomás se
cascaron un trío, pero es más verosímil decir que lo que
pasó fue que las niñas regresaron a su casa y el profesor
se quedó solo y atormentado, seguramente masturbándose con
mala conciencia, víctima de los ensayos fluctuantes de dos
mujeres en ciernes.

Lo de profesor a lo mejor da lugar a confusión. El


pibe no debía de tener más de veinticinco años. Renunció a
la clase de Alejandra, cosa que ella tomó como signo seguro
de su triunfo. Al final de ese curso, ella se cambió de
liceo y él la invitó a salir. En pocos meses el hombre por
quien Alejandra se habría enfrentado a todos los tabúes de
los demás se le antojó pequeñito y patético:
–Pa, Carlos, me caés re bien, en serio, pero estamos
en etapas muy diferentes.

Se mira al espejo; ensaya una respuesta. Una respuesta


a una pregunta que jamás fue formulada. Olvida el espejo;
se sienta sobre la colcha de volados amarillos. Se estira
boca arriba y cierra los ojos. Uno por uno, desfilan ante
el ataúd todos sus compañeros de clase, su hermana, el
primo que le habla incomprensiblemente de “echar polvos”,
los compañeros de clase de la hermana. Ella está en el
centro. I’ll smile and say you were a friend of mine.
Sonreiré y diré que fuiste mi amiga. Cuando me haya ido
recuerda que hay alguien que vive por ti. La Dama de las
Camelias, Madame Bovary. You’ll be sorry when I’m dead. Lo
lamentarás cuando me haya muerto. Tardes y tardes de lluvia
componiendo su obituario a base de películas y canciones.

Ahora se rebela. Se levanta y regresa al espejo. A


Dios pongo por testigo, jamás volveré a pasar hambre. Paese
di merda. Se mira al espejo; ensaya una respuesta. Que
nunca da. Que algún día dará (de las maneras más extrañas).
A Dios pongo por testigo. Una respuesta en cursiva.

Habría querido ser subversiva. Había conocido el miedo


de muy niña, en una ciudad llena de tanques militares donde
todo era gris y verde y marrón. Todo eran ruinas de lo que
habría podido ser. A los ocho años sus pesadillas ya no
eran con monstruos. Bueno, no con monstruos imaginarios.
Despertaba huyendo de botas negras y escondiéndose en
galerías bajo tierra, aterrada por la vaga idea de la
tortura. En una ciudad siempre desierta, siempre gris y
siempre mojada, había atestiguado la tristeza en los ojos
de sus padres, que aposta olvidaban nombres y no escribían
números de teléfono para no dejar constancia. Amigos
muertos, presos, exiliados o, como ellos, escondidos en el
lado feo de la vida cotidiana. Ellos se habían quedado,
como un niño acurrucado, viendo marchitarse la ciudad.
Alejandra había crecido aprendiendo, en voz muy baja, que
todo habría podido ser diferente. Había hecho suyas, a un
tiempo, las convicciones y la derrota.

Ella quería vivir y sentía que la vida era otra cosa.


Algo inasible como lo que solo se ve con el rabillo del
ojo. Como en el libro de Kundera, “la vida estaba en otra
parte” y ella la tenía que salir a buscar. Al principio, le
bastaban las revelaciones que salían de los libros que
devoraba, de la música que le ponía Diego, de las películas
de Cinemateca. Cualquier adolescente sabe que todas las
canciones hablan de ella, pero además, Alejandra está
creciendo en un Montevideo cinéfilo e intelectual, donde
los grafitis citan a Pavlov y los amigos hablan de
Nietzsche mientras toman grappamiel. Bueno, no todos.

Yago nunca había leído un libro propiamente dicho y a


Diego le gustaba presumir de pibe de barrio. Vaya par. No
es lo mismo hablar de tus autores favoritos que hablar como
tus autores favoritos. La primera era Alejandra, los
segundos, Diego y Yago. Cuando armaron su banda, evitaron a
conciencia cualquier toque de virtuosismo. Pero estamos con
Alejandra. Ella quería ser proletaria y latinoamericana.
Latinoamericana de panfleto. En Nicaragua se defiende
América Latina. ¡No pasarán! Decía el póster en su cuarto.
Siempre buscando desesperadamente ser quien no era, con
vergüenza de ir a un colegio privado, no tomar mate y saber
más de Europa y de Estados Unidos que de Sudamérica. Las
largas charlas telefónicas con Yago, las madrugadas con
Diego, las caminatas por un húmedo y desierto Montevideo
compartiendo el walkman, las discusiones sobre si tal o
cual película era excelente o era una mierda -había que
moverse siempre en los extremos- eso ocurría cuando todavía
ninguno de ellos tenía idea de quién era. Cuando buscaban
su nombre en todas las canciones. En todas las canciones de
los demás.

Es el año en que Nirvana saca In Utero. Alejandra


entra a su nueva academia de inglés. Un aula chiquita y
soleada, con una pizarra blanca y sillas de cármica, de
esas con un reposabrazos para escribir. En la clase hay dos
pibes de unos diecisiete años. Ella entra y lo sabe:
esplendente. Los ojos de su nuca ven la mirada cómplice
entre ellos después de mirarle el culo. Ríe un momento por
lo acertado de no haberse puesto pollera larga, como suele.
No sonríe, ríe. Todo está a punto de estallar sobre su
piel: el vaquero ceñido, la remera blanca, las tetas que
siempre la preceden, los zuecos, las caravanas largas. Que
se sale de la vaina le había advertido una amiga a su
madre. Hace solo dos años decían que qué grande que estaba.

Tiene dieciséis años y es un torbellino. Mucho


potencial dicen que tiene. Dicen, con buena fe, los
agoreros del paso del tiempo que todo lo arruinan mirando
siempre para adelante. No entremos en su juego.
Las mujeres nunca van solas al baño en los bares, pero
a la hora de aparecer, son los hombres los que siempre
vienen de a dos. Por lo menos, los hombres de la vida de
Alejandra. Es a ella a quien le toca hacer foco solo en
uno. Estamos en clase de inglés y ha visto a Diego. Nariz
de negro en cara de irlandés. Los rizos dorados, no muy
largos, la camisa a cuadros y el pantalón corto en su
cuerpo regordete le dan un aire de principito recrecido.
Es, de la dupla, el que habla menos. El de la voz cavernosa
y la mirada que perfora. Piercing eyes. Quince años más
tarde, cuando Alejandra lleve casi diez trabajando como
traductora, nunca el adjetivo se le aparecerá sin traerle a
Diego. No es tímido ni pretencioso, solo parco. Respeta las
palabras. El de la labia es el otro. Ley de probabilidad –
si te trabajás a todo bicho viviente no pueden sino
aumentar las chances de que alguna te dé bola. Es flaquito
y desenvuelto. Zalamero.

Pronto no tienen suficiente y se demoran los tres a la


salida de clase. Deambulan por las calles de Pocitos, de
tarde. Se van a casa de uno u otro, a tomar la leche. A
casa de Ale nunca van. Ale vive fuera de los confines del
mundo conocido. En el barrio de los judíos. Para su pesar
al principio y luego para su deleite y liberación. Cuando
era niña y tenía que tomar dos ómnibus para ir a la
escuela, soñaba con poder mover la nariz, como la niña de
Hechizada y cumplir su deseo más profundo: la
teletransportación. Ahora ya no. Y no tiene reparos en
quedarse hasta las tantas. En aparecer en su casa seis
horas después de haber salido de clase, día tras día, tras
día. -No news, good news, mamá. ¿Qué pasa, que trabajás en
la CIA? Claro-que-podría-haber-llamado pero no existe
necesidad. Si yo no te digo nada vos asumí que estoy bien.
¿Cómo que soy egoísta? Qué manía de pensar que mis actos
van dirigidos a ustedes y bla, bla, bla…

El otro vive en una casa en Punta Carretas. Nunca hay


nadie. Un día están los tres merendando y Alejandra va un
momento al baño. Cuando vuelve, el otro y Diego tienen una
expresión pícara. Ella los ha visto, estaban hurgando en su
cartera. Saca las pastillas y busca la del martes. Se la
toma delante de ellos sin decir una palabra. Desparpajo.

El ginecólogo prácticamente la había echado de la


consulta cuando Ale había ido a pedirle consejo para tomar
pastillas, como quien va a informarle al mundo que ha
penetrado en la vida adulta. -Vengo porque estoy teniendo
relaciones y quisiera que me recomendara anticonceptivos.
Descolocado quedó el galeno. A lo mejor tenía hijos de su
edad. -¿Catorce años? ¿Sabe que aún no tiene edad para el
consentimiento? Eso dijo, no tiene edad para el
consentimiento. -¿Usted quién es? –preguntó a la novia del
padre, que la había acompañado. Alejandra llevaba años
recibiendo mensajes sexuales, pero cuando quería hacer las
cosas bien, la reacción adulta equivalía a un callate y
andá a tu cuarto. Se fue de la consulta enfurecida. Sonia
se tragó la acusación de proxenetismo, pero no se indignó.
Descolocada. Pero si todos llevaban años exponiéndola al
sexo y a lo que llamaban verdades de adulto ¿de dónde les
venía ahora el desconcierto?

Que lo resuelvan ellos. Ale está merendando con sus


compañeros de inglés. El otro y ella son de la misma
calaña. Pizpiretas. O sea que cuando se miran, sus miradas
rebotan. Tras un breve lapso de meriendas de a tres, el
otro se consigue una novia oficial. Alejandra empieza a
pasar las tardes en la habitación de Diego.

El escenario que importa es la habitación de Diego. La


habitación de un hijo único. La habitación de un soñador.
Ella es de verdad. Ella es tan linda. Ella es de otro
planeta. Y ella está acá. El cómic de Robert Crumb le hace
una guiñada a Diego desde el estante que comparte con los
casetes y los videos. Ella está sentada en la cama. Solo
besarla ya es perfecto. La madre de Diego llama a la puerta
y abre sin esperar. Es perfecto hasta el brinco que da ella
cuando la madre abre la puerta y los encuentra en pleno
beso. La madre no sonríe. Ellos sí.

(Mucho gusto señora, acostúmbrese a mi presencia porque


seré la novia de su hijo).
-Hola mamá, ella es Alejandra, una compañera de inglés
(Hola mamá, ella es real y esto es exactamente lo que
parece).
-Me voy que estoy de guardia, hay pan de nuez que hizo la
abuela (Cuidadito, Diego, que esa pendeja no te rompa el
corazón).

El amor, mandar todo al carajo.

-Vamos al living.

Soy tuyo. En la boca del lobo y desnudo. Vulnerado. Tocado


y hundido y sin barco de reserva. Succionado. A donde vos
me lleves.

El amor, no te vayas de mí.


Tardes de sexo adolescente. Semi vestidos. En


silencio. Los pantalones siempre a punto para subirlos, el
buzo de ella a media asta y con las mangas puestas. De pie
detrás de la puerta. En la sala, los abuelos mirando la
tele a todo volumen. Excursiones a la cocina en busca de
café aguachento. La manera admitida de hablar de esto o de
aquello. Las películas de medianoche en la tele de la
habitación. La luz del televisor. Taxis en mitad de la
noche para volver a casa.

Alejandra tenía una imaginación sexual bastante


escasa. Cosa curiosa, siendo que era ella la que tomaba
pastillas mientras que Diego todavía era virgen. Él tenía
tres años más, a lo mejor eso ayudaba. Alejandra era osada,
eso sí. Mientras Diego alimentaba sus fantasías a fuerza de
pajas, ella se había apresurado a buscar remedio para su
premura en el primero que se dignó a hacerle el favor. Le
habían insistido –lo importante es estar enamorada.
Alejandra lo había entendido perfectamente: el foco estaba
en ella. Así que al primero que encontró con el coraje
suficiente para desvirgar a una piba de catorce años, se
dijo -es él, mi gran amor, estoy tan enamorada. Y es que
Ale coleccionaba experiencias. Sin tiempo para digerirlas.
Las coleccionaba. Con avidez y prisa. Algo para contarles a
tus nietos. El goce, el vértigo, no procedían de la
experiencia en sí sino del hecho de estarla viviendo. No
habitaba su vida sino la narración de su vida.


Ale nunca se atrevió a preguntarle a su abuela si se
había casado virgen. En lugar de eso, le pedía una y mil
veces que le contara cómo se habían conocido ella y su
abuelo. Era capaz de ver las miradas, las bajadas de
pestañas, las mariposas en la barriga de la escena
transcurrida en las calles de San José hacía cincuenta
años. Una escena casta, cargada de promesas, que volvía a
transcurrir una y mil veces en la memoria de la abuela, en
cuyo vientre revoloteaba ahora el recuerdo de las mariposas
y algo nuevo. La satisfacción de compartir el recuerdo con
su nieta. Liberada ya del entusiasmo de la promesa,
habitando a sus anchas un mundo sin afán, donde las
expectativas sólo podían ya ser recordadas.

El día que Yago mató a Bukowski. Fue durante las


semanas en que fue amigo de Ale. Amigos de amigos, fueron
años, pero de primera mano, sin intermediarios, un par de
semanas, tal vez cuatro.

A ella le sorprendía lo poco que Yago había leído.


Estaba muy bien que odiara a los intelectuales, pero no
podía estarse perdiendo la Gran Conmoción de la lectura.

-Pero si es como la música.

-No, no es lo mismo.

-¿Por qué no es lo mismo?

-Cualquiera que se consiga una guitarra puede hacer


música. Por lo menos la que me gusta a mí.
A Ale en algún momento le dejó de gustar Bukowski,
pero por la regla de tres de la música se le ocurrió que
podía ser un comienzo. Y además, Chinaski era un mítico.
Así que le llevó El Cartero, con pocas esperanzas de que le
diera una oportunidad. Es cierto que la casa de ella -de su
madre- estaba llena de libros, mientras que en la de Yago -
de sus padres- Ale no había visto ni uno. Pero no todo es
heredado. Y en todo caso, Ale le envidiaba a Yago la
posibilidad de leer con unos ojos tan limpios, tan propios,
tan poco afectados. Esto es estrictamente inexacto, pero
Ale no lo sabe.

Solían llamarse de madrugada pero había un límite que


no se atrevían a cruzar. Dejaban sonar una, dos, como mucho
tres veces. Si el otro estaba despierto, entendía el código
y devolvía la llamada.

El amor, disponible a cualquier hora.

Serían las cinco cuando Yago terminó de devorarse el


libro que había empezado pocas horas antes. Se prendió un
cigarro y encendió la radio, justo cuando la obscena voz de
tabaco del locutor anunciaba que esa madrugada, en una
habitación de Los Ángeles, había muerto Bukowski.

Estaba de verdad apesadumbrado cuando se vieron esa


tarde.

-Tomá, para días vuelvo a leer otro libro.

-¿Lo leíste? ¿Qué pasó, no te gustó?

-Sí, lo leí. Y no pienso volver a leer. Lo maté.

-¿?

-A Bukowski, lo maté. Murió en el momento en que yo


cerraba el libro.
Eran esas cosas, cosas así, las que veía Yago. Ale
nunca entendió si el libro le había gustado o no. Yago
escribió un cuento: Yo maté a Charles Bukowski.

Lo del libro de Carver le habría encantado, pero nunca


lo supo. Ni Yago, ni Diego. Solo Ale.

Cuando Diego cumplió dieciocho hacía pocos meses que


se había topado con Leonor. Leonor era como Ale, pero
mejor. Más grande, más independiente, con la voz más grave,
con aun más aire de experiencia. Qué voz tan bonita que
tenía. Entre la voz y los ojos, y esa calma como de mujer
vivida con que le hablaba, Ale sentía que era importante.
Diego se enamoró. No era para menos. Pero no se la guardó.
No se alejó. No buscó un rincón oscuro. Se la presentó a
Ale como diciendo -Es mi amiga ¿puedes creerlo? Ale tuvo
miedo. Y también fascinación. Pero no tuvo preguntas. Ni
tampoco (demasiadas) tentaciones de alejarse con ella. Ni
discernimiento para darse cuenta de sus tentaciones. Ni
oportunidad. Mucho menos, reproches. Nadie quiso llevarse a
nadie a ningún rincón oscuro. Todos fueron generosos.

Antes de la fiesta de cumpleaños, Leonor y Ale se


encontraron por casualidad en el centro. Cargaban sendos
paquetes, y Ale explicó:

-Es por el cumpleaños de Diego, le compré un libro.


-Yo también. La insoportable levedad del ser.
-¿Me estás jodiendo?
-¿Jodiendo como en España? Mucho me gustaría, pero no.
Risas.
- ¡Le compramos el mismo libro!-
Reír es enamorarse. Mandar todo al carajo.

Decidieron regalárselo las dos, y regalarle así


también la coincidencia. Ah, pero Ale quería ser especial,
así que decidió en secreto que ella, además, le regalaría
otro.
Ahí estaba cuando entró en la habitación de Diego, en
su bolso y encima del escritorio: De qué hablamos cuando
hablamos de amor. El del escritorio, con una dedicatoria de
Leonor. El del bolso de Ale, aun sin dedicar. Ale no dijo
nada. Se lo guardó. Fue de los pocos libros que se llevó a
Canadá. Ahí se lo regaló a un novio que tuvo que
probablemente no lo leyó.

Leonor se diluyó, como todos los fantasmas de este


libro.

No lo vio caer. Solo escuchó un ¡plof! y, al girarse,


vio un bolso abierto que escupía un cuaderno y un
almohadón. Alzó la vista automáticamente, y en ese preciso
instante apareció en el balcón Anita. Su expresión era
perfectamente normal, como si solo quisiera comprobar que
el bolso yacía en la acera. Frente al escrutinio de Ale, se
limitó a alzar los hombros y preguntar:

-¿Tenés un cigarro?
Ale le hizo que sí con la cabeza.
–Ya bajo.

Mientras la esperaba, Alejandra arrimó el bolso a la


puerta del edificio. Era un bolso Adidas con dos asas, no
muy grande ni muy lleno. Lo inspeccionó someramente
mientras le devolvía el contenido que había salido
disparado con el impacto. Un camisón, un vaquero, dos
cuadernolas…

-Mi madre y sus alternativas al ascensor- dijo Anita


recogiendo el bolso e indicando con un gesto de la cabeza –
del otro lado hay un murito para sentarse, y así no me ve
mi vieja cuando baje.
-Me llamo Ana -agregó.
–Yo, Alejandra- dijo la otra mientras hurgaba en la
cartera en busca de cigarrillos.
Ana fumaba nerviosa y no paraba de hablar y
gesticular, explicando a su nueva amiga que se iba el fin
de semana a casa de su abuela porque no tenía permitido
quedarse en casa cuando los padres no estaban.
-Se van a Minas con su grupo de ayuda matrimonial. Mi
hermana y yo no tenemos llave.
Ale la miró sorprendida:
-¿Cuántos años tienen?-
-No. Yo dieciséis y mi hermana dieciocho. Es por los
novios. En fin, gracias- dijo, levantando el cigarro. Ale
sacó dos más del paquete de Nevada y los envolvió en un
papel.
–Tomá, seguro que en casa de tu abuela te vienen bien.
Me estoy yendo para el cine, pero con ese bolso calculo que
no querrás venir…
-Al cine ¿a esta hora?
Ale sonrió –Cinemateca. Lorenzo Carnelli ¿ubicás?-
–Sí.
-Hay un ciclo de Orson Welles. Esas cosas siempre las
dan a esta hora. Tengo el semestral de mi novio, si no se
fijan en el nombre…
-Dale- convino Ana, poniéndose las asas del bolso
alrededor de los hombros, a modo de mochila.

Alejandra y Anita. Doble A, como las pilas. A partir


de ese día, culo y calzón, uña y carne, pelusa y ombligo,
la pesadilla de las respectivas madres. Anita, que empezaba
la mitad de las frases con un “mi psicóloga me dice”. Que
podía romper todo lo que tocaba, o al menos perderlo.
Atolondrada. Que siempre tenía infecciones vaginales y
hablaba como un manual de Freud. Siempre estaba
somatizando, sublimando, o transfiriendo. Tenía los ojos
amarillos, y esto no es una licencia poética. Era rubia,
delgada y caderuda, y tenía los ojos amarillos. –Ese gato
es igual a mi amiga Anita- dijo una vez Ale a su novio, ya
en España. Él pensó que Ale estaba extrañando demasiado,
pero de haberla conocido no habría podido menos que darle
la razón.

-Un poco impulsiva tu vieja.


-Esto no es nada. El mes pasado tiró la tele porque
nunca-la-escuchamos-cuando-nos-habla.

Acabo de grabar mi voz para una agencia de actores de


doblajes. – “Querida, eres tan inmadura. Crees que al decir
lo siento todo el pasado puede corregirse.” Pero eso lo
dice Clark Gable, tengo que buscar un personaje femenino.
“Esperaba un cumplido más caluroso, Stanley”.
No, ya sé: "Soy pobre, soy negra, puede que sea fea;
pero, por Dios, estoy aquí ¡Estoy aquí!"


Diego se regodeaba en el mundo cotidiano –en la abuela
que miraba el show de variedades en la tele, en el portero
que era capaz de calcar al milímetro su mismo comentario
banal, día tras día durante cinco años. No era un tipo
especialmente gracioso. Era brillante. Un genio para
saborear en privado. Atractivo. Y, otra vez, no como un
chico popular, sino sugestivo, de una sensualidad profunda,
penetrante, rayana en lo insondable. Alejandra lo miraba y
se abría la tierra que pisaba, no podía parar de mirarle
los labios, una daga le abría el pecho desde la garganta
hasta la pelvis. Adiós afán de control.

Pero no podía ser. Ella se rebelaba. Para ella todo


iba en serio. No tenía el sentido del humor -que a veces le
parecía resignado y otras, genial- con el que veía la vida
Diego. Diego, el valiente. Diego, el brillante. Diego, el
tenaz. Diego, el cobarde. Diego, el pequeño-burgués. Diego,
el nene de mamá. En términos de admiración o en términos de
desprecio. Así juzgaba Alejandra.

No estaba enojada con un mundo duro y hostil. Estaba


enojada porque no le había tocado un mundo duro y hostil
sino uno anodino y taimado. Mediocre. Apático.
Extremadamente cosmopolita, como buena montevideana de
clase media -tan cerca y tan lejos de las capitales
veneradas del mundo. Señora de las mil referencias
culturales. De la lengua viperina de tanto ensayar diálogos
en el espejo. Del velo de hiel para disimular la
desesperación de una existencia pueril. Igual que le habría
gustado ser subversiva, ahora querría ser irreverente,
genial, osada y sacrificada. Y Diego se le antojaba un
pequeño burgués caprichoso que nunca ha tenido que trabajar
–y por suerte, y ella tampoco, pero lo primero no lo sabe y
lo segundo se le olvida.

Por aquella época se hablaba mucho sobre si irse o


quedarse, y siempre era una cuestión de valentía y lealtad.
Quedarse a pelearla. Hacer el aguante. Quedarse a hacer
país. Paradójica gracia el orgullo con que Alejandra
escuchaba a los uruguayos afirmar que la patria, a ellos –a
los uruguayos-, les “chupaba un huevo”. En cuanto a lo de
emigrar, en una suerte de anti-sueño americano, se vendían
la consigna del bien común por sobre de los individuos. No
era cosa solo de comunistas, no. Era el imperante
chauvinismo provinciano según el cual descollar era
impúdico. Así que a triunfar, afuera, que acá está mal
visto, y si sos tan traidor que te fuiste, entonces, no
vuelvas.

Ahora están sentados los dos frente a la tele. Están


pasando un programa de periodismo. El reportaje se llama
Que el último apague la luz. Están entrevistando a un
montón de jóvenes con la pregunta: ¿Irse o quedarse en
Uruguay? Algunos están juntando plata para irse. Lo tienen
clarísimo – Acá no se puede hacer nada. Otros repiten
clichés –Si nos vamos todos, ¿quién la va a pelear? A Diego
el programa le parece malo, no le interesa, preferiría ver
una película. Alejandra se enoja. Quiere debatir con él. En
realidad quiere debatir con ella misma. No ha tomado
postura al respecto y eso la desconcierta. Piensa que Diego
no se quiere ir porque es un cobarde que no quiere salir de
la comodidad de la casa de su mamá. O a lo mejor se quiere
ir, porque es un egoísta que no sabe lo que es el
sacrificio y la militancia. Le pregunta, enojada:
-¿Vos te querés ir?
–Yo lo que quiero es tocar.
–Ta, entonces, te querés ir, obvio, acá nadie vive del
rock.
–Yo qué sé, Ale, por ahora mi banda está acá.

Una foto por día. Me estoy sacando una foto por día,
con la webcam. “Pues esto es la vida,/ este aullido, este
clavarse las uñas / en el pecho, este arrancarse / la
cabellera a puñados , este escupirse / a los propios ojos,
sólo por decir, / sólo por ver si se puede decir: / "¿es
que yo soy? ¿ verdad que sí ? / ¿no es verdad que yo existo
/ y no soy la pesadilla de una bestia?"

La tía de Ale leía ávidamente todas las novelas de


esas escritoras latinoamericanas que fueron tan prolíficas
en los noventa. Tenía una cita copiada a mano y pegada en
la parte de adentro de la puerta de su armario. Rezaba
algo así como que una mujer es inevitablemente la historia
de su vientre, de las semillas que en él germinaron y de
las que no lo hicieron. A Alejandra la sublevaba -¡como si
una mujer no pudiera ser mucho más que eso!- pero no se
trataba para ella de una cita sin contexto. Sonia se había
hecho dos abortos. De algún modo estaba mal que se lo
hubiera contado a Alejandra, pero Alejandra producía ese
efecto en las personas: se olvidaban de que tenía trece
años, de que era la hija, la ahijada o la sobrina, o
alguien que no estaba destinado a la escucha comprensiva
que le imponían. Se hizo buena para escuchar, pero las
desgracias vislumbradas la atrajeron como un imán.
Retorcido efecto de contagio. El dolor atrae a cualquier
romántico. El dolor, otra cara de la belleza. Ahí estaba la
coleccionista de experiencias ante una preciada pieza.
Ajena.

Era uno de esos veranos tediosos que Alejandra pasaba


con su familia en algún balneario rural -Aguas Dulces o
Punta del Diablo, o cualquier lugar así. Tediosos para
Alejandra, que se moría de ganas de que alguien la
desvirgara. Pero tendría doce o trece años y todavía nadie
se animaba a hacerle el favor. Su mente impresionable se
deslumbraba fácilmente con lo que explicaba Sonia, que
había venido de visita a la playa. Sonia, la tía joven,
linda, y osada, la que se había ido de casa a los veinte.
Así que Ale inmediatamente hizo suyo el entusiasmo con el
que su tía le contó que estaba embarazada pero que su novio
aún no lo sabía.

Por aquel entonces no había celulares ni internet, y


la distancia entre un remoto pueblo de pescadores y
Montevideo era más grande que la que ahora separa a
cualquiera de cualquier otro con quien uno se quiera
comunicar. Así que tuvo que esperar a llegar a Montevideo.
En su torpeza, Alejandra pensaba que a Sonia ya se le iba a
notar la panza cuando la fue a ver a la casa que compartía
con su novio, el primer domingo después de las vacaciones.

Como cada domingo, él miraba el fútbol italiano y


tomaba un vermut en la sala. Sonia lavaba las tazas del
desayuno en la cocina. Después de los saludos de rigor,
Alejandra fue directamente a interrogarla.

-¿Y?
Sonia no dijo nada y siguió lavando. Alejandra pensó
que no la había oído.
- ¿Cómo estás? ¿Qué te dijo? ¿Ya tenés panza?
Y entonces sí, la miró. Y le dijo algo que a Alejandra le
costó un buen rato comprender:
-Me-lo-sa-qué.

Ojo. Parece que abusar de los diálogos, o del uso del


presente, o apelar al interlocutor, es síntoma de que no se
sabe escribir bien. ¿Y? ¡Al demonio! Como dirían en un
western.

Era el día que Diego cumplía diecinueve años.


Amanecieron juntos en casa de Alejandra. No era la primera
vez que él se quedaba a dormir. La diferencia es que era un
día de semana. Tener la oportunidad de hacer el amor al
levantarse no es tan fácil antes de los veinte ¿Por qué se
lavaba Diego después de hacer el amor? Inmediatamente.
Siempre. El día que vivieron juntos Diego no se levantó a
lavarse. Ella deseó haberse olvidado alguna pastilla. Toda
la felicidad cupo en un solo día. En los gestos menos
heroicos y rimbombantes. Ella se levantó antes y le preparó
el desayuno. Se tenía que ir al liceo. Le dejó un mensaje
escrito con lápiz de labio en el espejo del baño. Le
importó un carajo que lo fuera a ver su madre. “Feliz
cumpleaños. Te amo.” La casa fue solo de ellos. Ese día
Diego y ella vivieron juntos. Comieron perdices. Fueron una
de esas parejas entrañables. Bien podrían haber comentado
la última ocurrencia del mayor, la mano en el vientre
hinchado por el que está en camino, el amor sosegado y
medio dormido sonriendo entre las lagañas.

Sin lugar para lo oscuro.

El padre de Ale tuvo la rara virtud de la eficacia al


menos en dos ocasiones. Con solo un par de frases
demoledoras, les minó la autoestima a sus dos hijas a un
tiempo. Una fue:

-Vos deberías ser abogada porque sabés manipular a la


gente (a Ale). Vos no, no servirías para abogada (a su
hermana).

La otra fue cuando Ale se ganó la beca. Su hermana se


había presentado, sin éxito, dos años antes:

-Nunca tuve duda de que la ganarías, se te da bien


deslumbrar (a Ale). Vos sos mucho más inteligente, pero no
se te nota (a la hermana).

Colegio internacional ofrece becas completas para


jóvenes que quieran formar parte activa de una experiencia
multicultural. El perfil de los postulantes es el de
jóvenes brillantes, sensibles a temas sociales y con gran
potencial.

Los test vocacionales le preguntaban qué era lo que


más le gustaba hacer y ella pensaba coger y contestaba
ayudar a la gente. Ya casi no iba al liceo. Rambler,
caminar hasta desaparecer. Se pasaba el día y la noche
caminando por la ciudad, tomando grappamiel, yendo al cine,
llenando un cuaderno de tapas azules con ideas para
guiones.

Si el amor entrara en esta habitación y les pateara el


culo no lo reconocerían. Algo así dice Bukowski (borracho)
en una entrevista.

¿Vos me amás? Pregunta Diego en un ascensor. Mi señora


de la Eterna Pena. ¿Me amás? ¿Me amás? ¿Me amás? El amor,
mandar todo al carajo. El amor, un incendio. El amor, tocar
el vacío.

El amor, tenerte para mí todas las horas de todos los


días de todos los tiempos.

No, Diego, creo que no. Que no. Que-no-te-a-mo.

La beca fue su salvación, o su perdición. Como todos


los puntos de inflexión en la vida, que pasan insospechados
y desapercibidos hasta que los examina la memoria. Como en
aquella película en que una mujer desesperada necesita que
la lleven. –Por favor- dice –es cuestión de vida o muerte-
y el cochero le responde -¿acaso hay algo que no lo sea?

Cuando supo que estaba embarazada no se lo dijo a


Anita. Tampoco a su madre. Mucho menos a Diego. Se lo dijo
a Sonia. Sonia se lo dijo a su padre. Su padre la fue a
ver.

-Todavía no decidí lo que voy a hacer.

El puño del padre choca contra el volante. El estruendo


hace saltar a Alejandra en el asiento. Se agacha un poco,
por acto reflejo.

-Las mujeres de mi familia son todas unas imbéciles. Mi


madre, mis hermanas, y ahora vos.

Alejandra solo llora. Cuarenta y cinco minutos. Llora


y mira avanzar el tiempo en el reloj del tablero. El padre
camina en rabiosos círculos, un poco más adelante de donde
están estacionados. Ella termina de llorar antes de que él
termine de caminar. Sale del coche.
-¿Me llevás a casa?
-Te llevo a la clínica ya y te dejás de pavadas.
-No.
-Entonces te vas sola.

Alejandra sueña que mata a Diego. Cada noche lo mata


de un modo diferente. A veces lo ahoga en la playa de La
Paloma. A veces, con la almohada. A veces lo ahorca con las
manos. Siempre le impide respirar. Nunca hay sangre.

El mundo solo alaba la tenacidad y la constancia pero


todo es soledad cuando tenés que tomar una decisión.
Alejandra deja a Diego. Por teléfono. Le niega el
último abrazo –sería peor, no te hagas esto (no puedo
verte, no podés tocarme, este cuerpo no soy yo). Diego
llora del otro lado del tubo. Quiere una explicación.
Quiere entender. ¿Entender? Su voz le suena a Alejandra más
irreal que cualquier diálogo de cine. No llama ningún taxi.
Lo deja solo frente a la madrugada. Él la sobrevive
caminando como un loco por la ciudad desierta. Ella se
tumba boca arriba con los ojos abiertos. Gélida. Antes de
que salga el sol se incorpora, se sienta frente a su
escritorio y escribe una carta de despedida.

¿Qué está haciendo en ese recinto hediondo a


desinfectante? ¿Quién es ese hombre pequeño y viejo que la
mira con desprecio? ¿Que con prisa de que se vaya la
despierta a palmaditas en las mejillas? El reloj. Ese reloj
de cocina, redondo, de esos en los que se ven rebotar los
segundos como pesados golpes de plástico. Ese reloj, digo,
la trae de golpe a una vigilia de desolación en la que todo
es peor que antes de haberse ido a dormir.

-¿Está bien? Despiértese, no se duerma. ¿Cómo se


llama? ¿Cuántos años tiene? Muy bien, está consciente.
Tiene que irse, su amiga la está esperando afuera. No se
asuste si le salen coágulos, no los guarde, no me los
traiga. No vuelva.

Aturdida. ¡Qué dolor al levantarse de esa silla como


de parto a la antigua, mejor dicho, como de sala de
experimentos nazi, donde ahora recuerda que la hizo sentar
ese hombre gárgola, en camisón y sin bragas, todo tan
rápido que no atinó a reaccionar, mientras Sonia la
esperaba fuera, y le colocó las piernas en unos soportes
metálicos como tenazas, y mientras ella se arrepentía le
clavó una aguja y le dijo que contara hasta diez en voz
alta. Y ella empezó a contar sin entender para qué mientras
su retina se iba llenando de la lúgubre escenografía de un
sótano gris equipado como un quirófano de la segunda guerra
mundial, y en el preciso instante en que la invadían
cruentas escenas de películas sórdidas comprendió que iba
por el doce y que pronto se quedaría dormida y lo último
que vio fue ese reloj que se fundía a negro en las nueve y
media y la cara nerviosa del ogro que parecía delatar que
algo estaba saliendo mal. Y en ese instante tuvo la certeza
de que la violaría a sus anchas, ahí nomás, sin
resistencia, y fue entonces que abandonó la escena porque
ya su voluntad no podía nada contra la anestesia, y todo se
volvió negro y se apagó.

Y ahora está en un baño apenas cerrado con una cortina


de tela, poniéndose unas bragas y un apósito gigante y
apenas pudiéndose sostener de pie, y mientras se sube las
bragas intenta deshacer la bola amarga que se le atraviesa
en la garganta y la deja muda y ahora intenta ser razonable
y mira el reloj y solo han pasado quince minutos y sabe que
no la ha violado pero lo odia porque la vejó con sus pinzas
metálicas y le raspó el vientre y le arrancó la vida que
tenía ahí prendida. La rascó con saña. Y ahora la desprecia
y la echa y le pide que olvide como si pudiera, y no lo
hace por ella sino por miedo a que se descubra el crimen
que lo enriquece, y en todo esto no hay más que sordidez,
expiación y plata, y nadie que la mire con un gesto de
ternura. ¿Y de dónde la saco ahora si ella misma se
desprecia? Porque al fin y al cabo fue ella y no ese hombre
quien se cauterizó el vientre.

En el auto, Sonia calla. La mira con preocupación, con


sentido del deber, con cierta impotencia de no poder
compartir su dolor, y calla. Mejor.

De a poco va volviendo a la lucidez. La angustia


desesperada va dejando lugar a una honda y apacible
tristeza de plomo. A los diecinueve años todavía no nos
hacemos viejos lenta e inexorablemente. Nos hacemos viejos
de golpe, abortando, mintiendo, viendo llover mierda sobre
nuestras esperanzas, viendo a nuestros maestros pecar
contra todo lo que predicaron.

Llama a su madre para decirle que está bien. Le pide


que le avise al padre. Él no la llama. Tampoco la llamará
al día siguiente, ni el domingo, ni el lunes. No le hablará
hasta que alguien organice un almuerzo y hablen de política
nacional como si aquí no hubiera pasado nada.

Dedicó el mes que le quedaba antes de irse a hacer


tomas con la handycam de su padre. Como una loca. Vivió en
horarios extraños, supeditados a estar cámara en mano a la
hora que le interesaba: al amanecer y al atardecer. Horas y
horas de cintas de video grabadas en la rambla portuaria y
cerca del tanque de OSE. Había unos bloques de edificios
grises. Viviendas les llamaban, como si las otras no lo
fueran. Como tratando de que esas sí lo fueran. Al
atardecer siempre se juntaban niños a jugar al fútbol en el
descampado que había entre las viviendas y la costanera.
Había también un edificio con una torre y un gran reloj
redondo. Estaba sobre la Rambla, pasado el tanque de marras
en dirección a la Ciudad Vieja. Al lado había una canchita
de fútbol. Alejandra recuerda un partido de fútbol que
grabó ahí al atardecer, y ese es el Montevideo que añora.
Ese, o un largo travelling por el puerto con sus
contenedores de colores y sus grúas. También una yerra que
grabó en el campo de su padre. Ella iba de reportera
intrépida. Los hombres, de guapos exaltados por el vino.
Primero, los animales pasaban en fila por el tubo, y ahí
los iban desmochando, marcando y capando. Cuando ya estaban
todos entonados, el padre de Ale y los tres peones se
retaron a capar a pelo, fuera del tubo: sentados a
horcajadas encima de las reses. Alejandra vio una vez una
foto con esa misma escena en uno de esos libros para
turistas. Tres hombres de campo trabando y capando a un
toro. Se compró el libro. Y es que, de sus desaforadas
caminatas urbanas y de aquella yerra, de las cintas y
cintas que grabó, no quedó nada. No se perdieron con el
tiempo, no. Las rompió en pedacitos, igual que rompió su
cuaderno azul. Las aplastó con el pie, una por una. No le
bastó con tomarse un avión. Rompió todas las fotos que
había sacado, todas las cosas que había escrito. Solo se
salvó lo que le habían escrito a ella. Lo que había
suscitado. Alguna foto con Diego, algún casete. Lo guardó
todo en una caja, en un armario, en casa de su madre. Y se
fue.
NI SE TE OCURRA VOLVER
Cinco veces repartidas en doce años. Son las veces en
que Alejandra se mordió la lengua. Todo, antes de cruzar la
línea del ridículo.

La primera fue tres semanas después de haber roto con


Diego. Él estaba en la playa y ella lo fue a buscar. Fue a
dedo y le llevó tres días y aventuras. Cuando llegó hasta
la puerta, por primera vez se le ocurrió que a lo mejor
Diego no estaba solo, que a lo mejor estaba con alguien,
que a lo mejor no quería verla. Fue la primera vez que se
le ocurrió. Se dio media vuelta y se fue.

La segunda fue un año después. Alejandra siempre se


miraba al espejo antes de llamarlo por teléfono, como si él
la pudiera ver. Esa noche hacía más de un año que no
hablaban y Alejandra estaba borracha. No se miró. Tal vez
si lo hubiera hecho no lo habría llamado.

-Hola Loquito.
-¿Alejandra?
-¡Síííí!
Momento de silencio.
-Son las tres de la mañana.
-¿Te desperté?
-Ya no importa.
-Ay, mierda ¿estabas con alguien? Perdón.
-Ya no importa.
-Perdón, en serio, no se me ocurrió… es que me moría por
hablar con vos.
-Te escucho.
-No, contame vos. Contame algo.

C-o-n-t-a-m-e-a-l-g-o
-Ale, ¿no se te ocurrió que yo puedo tener una vida? Me
llamás a las tres de la mañana y no es para decirme nada (y
no es para decirme que lo mandás todo al carajo, no es para
pedirme que te espere).
-Perdón (Perdón, perdón, perdón).
-“Las ex novias solo te llaman cuando están deprimidas”.
-¿Qué?
-Nada. Te escucho.
Ale se enoja.
–No estoy deprimida, estoy genial. Vos y tus cancioncitas.
Solo un poco borracha.
-Ale, tengo que cortar.
-¡Nooo!
-Ale, estoy con alguien. Si no tenés nada que decirme voy a
cortar.

El amor, disponible a cualquier hora.

Cuando Yago y Diego sacaron el primer disco, Ale


estaba en Guatemala, ayudando a un beatnik venido a menos a
preparar un portafolios con cocaína para llevar a Viena.
Era un hombre mayor, con sobrepeso y diabético. Tenía una
pensión de por vida del ejército norteamericano por haber
sido herido en la guerra de Corea. Se había patinado la
herencia de sus suegros fumando opio en Tailandia, con su
ex mujer. De eso hacía años, pero llevaba consigo una foto
de los dos, paseando en un palio sobre un elefante. Al
divorciarse se había ido a vivir a México, donde la magra
pensión rendía más. Vivía tranquilamente, emborrachándose
siempre en el mismo bar y, ocasionalmente, fumando el opio
que el novio de Alejandra le bajaba de la sierra. Hasta que
un día recibió una carta de su ex esposa. Tenía cáncer y
necesitaba operarse, pero no tenía seguro médico.
Necesitaba dinero. Tanto dinero como era imposible
conseguir trabajando. Quería publicar los escritos del ex
marido, con la esperanza de conseguir regalías. Él se
descolgó con un gesto pragmático que no lo caracterizaba:
-Con las posibles regalías de las memorias de un borracho
no te pagás ni la peluquería.

Así que lo preparó todo. Tenía gente en Viena, la


distribución no era problema. Pasar la droga tampoco era
complicado. Con su cara de dulce viejecito, bien podía
colar un portafolios lleno de sus acuarelas del Lago
Atitlán, convenientemente embadurnadas de cocaína, con
cuatro paquetes de aromático café guatemalteco en los
bolsillos exteriores. Para lo que necesitaba ayuda era para
conseguir, en origen, la cantidad necesaria a buen precio.
Pero para eso estaba el novio de Ale, experto en
transacciones en origen.

Todo salió perfectamente. Excepto que, ya pasada la


aduana, unos skinheads le dieron una paliza al viejo y le
tiraron las acuarelas al río. A Alejandra le dio tanta pena
que se ofreció a llevar unas bolas de opio en la vagina.
Ella siempre dispuesta a abrirse de piernas con tal de
ayudar. No sacaría mucho dinero. Solo lo justo para los
gastos de hospitalización del viejo, que había tenido que
estar dos días internado en observación. Claro, Alejandra
no iba a ir a Viena. No, para tanto no le daba.
Aprovecharía el viaje a Uruguay. De vender el opio allá se
encargaría el novio.
Al aeropuerto, como siempre, la fueron a buscar la
madre y la hermana. En casa la esperaba también la tía.
Alejandra no sabía dónde meter las bolas de opio, pero ya
se las quería sacar. Cinco bolas del tamaño de un ferrero
rocher. Se dijo que ya no había riesgo, se las metería en
los bolsillos. Pero el baño estaba ocupado, y ya estaban
los tallarines.

Con la vagina llena de opio, almorzaron.

Ale fue al baño antes del helado. Cuando estaba


dentro, la madre:

–¿Puedo pasar?

Siempre hacía eso, entraba al baño aunque estuviera la


hija.

-No mamá, esperá.


-¿No estarás vomitando?
-Ya estamos con la cantinela. No mamá. Ahora salgo.

Con los bolsillos llenos de opio, se comió el helado.

-¿Supiste que Diego Schultz sacó un disco?- dijo la tía,


que siempre estaba al tanto de la actualidad cultural.
-¿Diego?
(el amor, decir tu nombre)
-Sí. ¿Me pasás el dulce de leche? Junto con Santiago Risso.
Llevan récord de ventas.
¡Ah! ¿Y te dije que te llamó Anita? Dice que hoy, al final,
no puede, que las mellizas están enfermas.

Diego no pensó en Alejandra cuando se murió su abuela.


Ella fue teniendo noticias de su ex a través de la prensa,
ahora que era un personaje público. Él fue recibiendo los
correos multitudinarios de Ale, que avisaban:

–Estaré en Uruguay del 5 al 15 de febrero, me encantaría


verlos.

El padre está en el hospital. Alejandra lo va a ver y


le lleva una foto que salió en un diario local de Galicia.
-Mirá papá. Salimos en el diario.
El padre ríe:
-¿No será en los Policiales?
Ríe porque sabe que no es verdad. Hace un par de años a lo
mejor no habría reído.
Alejandra también ríe.
-No sabés lo que fue. Había playas donde había tanto
chapapote que lo sacábamos en baldes.
De repente el padre la mira serio:
-Ni se te ocurra volver.
Alejandra no entiende:
-No, no puedo, me gasté las vacaciones en venirte a ver.
Aparte ya hay pila de gente.
-No, a Galicia, no. Acá. Ni se te ocurra volver. No vayas a
volver de España.

Por fin, la aprobación paterna. Estudia, trabaja,


tiene un novio sano, no anda en nada raro. Pero la frase
cobra vida propia y, ya libre de contexto, se instala como
un mandato en el cerebelo de Alejandra.

Ni se te ocurra volver.

Nadie fue al velorio del padre. Ni Yago, ni Anita, ni


Diego. Será lo que tiene morirse en carnaval. El socio miró
a las hijas con odio. Las del primer matrimonio. Las de la
pensión alimenticia. La que vive en Europa. Las
intelectuales. Se reían. Sí, señor, reían en la antesala
del velatorio. Adentro, el cuerpo presente. Ni siquiera el
detalle de vestirse de negro. Huérfanas a los veintipico.
Ya hay que saber comportarse a los veintipico. Hasta los
duelos tienen sus normas. Ellas reían y comían pizza, con
los amigos vivos. De vez en cuando se desarmaban. Cuando
llegaba un amigo y traía en su solo rostro una gran cápsula
del tiempo donde ahora estaba encerrado el padre. El padre
de verdad. No el cuerpo presente. Alejandra cometió el
error de mirarlo un segundo y el vaticinio de su imagen
roída y putrefacta contaminó durante meses sus noches.

En casa no se hablaba de mi abuelo paterno. Creo que


una vez vi una foto suya, pero no puedo recordar dónde ni
cuándo. Las fotos que recuerdo son las de mi abuela. En
muchas faltaba un trozo. Ni siquiera estaban cortadas,
estaban rasgadas. Mi abuela con mi padre de bebé, mi abuela
con sus dos hijas, los tres hijos de mi abuela juntos,
sentaditos ordenadamente en una manta. De mi abuelo no
dejaron ni el rastro de un dedo o un codo.

Justo cuando empezaba a hacer preguntas me topé con un


objeto inesperado. No se trata de un objeto íntimo, ni de
un hallazgo en un baúl, no. Encontré un libro en la feria
del libro de Montevideo. No era un libro muy famoso, aunque
estaba prologado por Benedetti. Pero no estaba expuesto en
la sección destacada ni mucho menos. Sucede que por ese
entonces, influida por el gusto literario de mi padre, yo
leía vorazmente novela negra y policial. Y esta era una
novela policial uruguaya. Aparentemente era una “historia
real” y el protagonista se llamaba como mi padre, un nombre
nada frecuente: Tomás Bismark Font.
Cuando mi padre lo vio se limitó a preguntar:
-¿De dónde sacaste eso?
-De la feria del libro.
Mi padre le dio la vuelta, miró la contratapa, pero ni
siquiera la leyó.
-Y se lo prologa Benedetti. Hay que joderse.
-¿Lo leíste?
-No.
-¿No?
-Lo empecé. No vale la pena.
-Pero habla de tu padre.
-No. Lo escribió un pituco sin imaginación que se cree
que a los lumpen se les puede robar hasta el nombre.

Nadie puede hablar más que de sí mismo. ¿Cómo no te


vas a inventar nombres si te estás inventando una historia,
unos personajes que, por fuerza, no son personas de verdad?
Ah, por cierto, el padre de mi padre se suicidó
tirándose debajo de un tren cuando mi padre tenía once
años. Y eso sí es verdad.
LA CÁPSULA DEL TIEMPO
Ahora ya no es una coleccionista ni ansía ser la
primera. Tiene un hijo. Las madres de la puerta del cole
siempre se están quejando de sus amigas que no saben la
maravilla que es ser madre. Siempre andan haciendo
proselitismo de la maternidad. Que hay que tenerlos joven y
que es lo mejor que hay en la vida. Alejandra sabe lo que
es el amor absoluto desde que es madre, pero en la campaña
por la procreación de esas señoras no ve amor sino otra
cosa: melancolía. No ser madre es un estado transitorio,
mudable. La maternidad, en cambio, es permanente. Días
vividos. El exterminio de la otra. Otra identidad ahora ya
imposible.

Una vez me invitaron a fabricar una cápsula del


tiempo. La propuesta era sencilla. Se trataba de escoger
unos cuantos objetos, alguna foto si se deseaba, y
enterrarlos junto con una carta para uno mismo. La cita
para desenterrarlos era diez años después. Ya han pasado
quince, pero cuando se cumplieron diez ni me acordé. La
verdad es que no recuerdo dónde enterré la cápsula. Ahora
que lo pienso, no estoy segura de haber llegado a
prepararla.

Pero en la casa de mi madre me esperaba la particular


cápsula del tiempo que está engendrando esto.

La voluntad de perdurar no asegura un sitio en la


cápsula del tiempo. No señor. No hay central de reservas
para el hotel de la memoria. Solo cuando me muera se
volverán impermeables los recuerdos. Invulnerables. Pero
entonces ya no serán míos. Habitaré los ajenos, permeables
a su vez a los nuevos significados que otros hechos –aún no
acontecidos- les otorguen.

Uno siente intensamente y piensa: “momento para la


posteridad”. Uno cree “algún día le contaré esto a mis
nietos”. Uno dice “nunca te olvidaré”. Después, cuando
evoca, piensa “sí señor, yo sabía que no lo iba a olvidar”.
Pero también dice “quién se habría imaginado” o “mirá vos”
o “quién hubiera dicho”. Y claro, los amores olvidados que
prometimos jamás olvidar están tan enterrados que ya no
pueden ni aflorar para derrumbar el convencimiento de que
uno sabe de antemano qué es lo que va a atesorar –¡Ey, un
momento, a mí también me prometiste un lugar en tu memoria
y yo aquí no estoy!- ¡Qué va! No tenemos ni idea. Ahora
mismo, esa frase que le soltás tan pancho a tu compañera de
trabajo podría ser usada en tu contra cuando mañana te den
la noticia de que ha muerto. Igual pasa con lo que no
decimos.

La cápsula del tiempo es capaz de desplegar un


repertorio sorprendente. Portentoso. De una catalogación
meticulosa. Pobladas por fragmentos sensoriales, la memoria
y la imaginación son de la misma sustancia. Inasibles. Se
me ocurre ahora que soy incapaz de matizar la diferencia.
Alejandra no soy yo. Yo no viví muchas de las situaciones
que le invento, y viví otras que no sabría explicar.
Empezás partiendo de algo que creías real y acabás
demoliendo convicciones que vivieron en vos durante años.
Mi madre me dijo una vez, en tono científico “dormí
tranquila, las arañas no se mueven por la noche”. Y yo no
solo me lo creí sino que lo repetí hasta el cansancio.
“Todo el mundo sabe que las arañas no se mueven por la
noche”. Hasta que entendí lo que había hecho mi madre por
mí ese día. Ahora que paso tantas horas en la sección
“Montevideo, años noventa” de mi cápsula del tiempo, desde
mi punto de vista de ahora, entiendo las cosas de
determinada manera. No necesariamente de la misma que
entonces, no necesariamente de la misma que mañana.
Permeabilidad.

Esta es mi manera de escribir esto. Mi razón para


escribir esto. Habitar la memoria. Entender. Mejor dicho,
ya no necesitar entender. Esta es mi razón para publicar
esto: la memoria es un sitio solitario.

Está de visita en Uruguay. Doce años después, es la


primera vez que vuelve de verdad –sin tener que ir al
hospital, porque le apetece. Se queda en casa de su madre.
En esa casa donde el tiempo se detuvo. Donde siempre está
viendo, con el rabillo del ojo, escenas de otro tiempo.

La madre le dice:

-Tenés una caja con un montón de libros. Revisalos a ver si


te querés llevar alguno.

Su particular cápsula del tiempo. Lo único que


sobrevivió. Libros subrayados, cartas, casetes, la caja con
los recuerdos de Diego. En la tapa de un casete, con letra
de Anita, una cita: “La memoria guardará lo que valga la
pena. La memoria sabe de mí más que yo y ella no pierde lo
que merece ser salvado”.

¿Reconocés la cita? Pregunta Anita desde la grabación.


Doce años después, Alejandra sabe perfectamente que empezó
su carta de despedida con esa cita. El resto de la carta
seguramente se perdió. Solo para Alejandra es Montevideo
una cápsula del tiempo, los demás viven allí día tras día.
La voz y las palabras. Las palabras de los otros. Un
doblador, un traductor, un cantante de covers. Hace tiempo
que se ha dicho todo. Y de maneras estéticas. Pero nada
como un amigo diciéndote algo de manera imperfecta, dando
rodeos, aproximándose a través del ensayo y error a lo que
quiere decir, diciéndolo de refilón, con un como que, un
¿sacás?, un viste cómo es. Ah, pero nada como las canciones
de los demás.

Las palabras rara vez son inocuas. Suelen lastimar,


perpetuamente. Las palabras del pasado me chamuscan la
médula.

Las palabras del presente se confunden con la voz. Las


voces de los que amo son un perro que lame mis heridas.

También me acarician las palabras de algunos muertos.


Me gustaría escuchar la voz de Carson McCullers.

Cada vez que lo viene a cuidar, la suegra levanta la


estampita de la virgen, abatida sobre la mesa de luz, y le
dedica una fugaz mirada de odio a Alejandra. Cada vez que
se va, es el padre y no la hija quien la tumba, como
haciéndole un submarino encima de la mesa de luz. La hija
le ofrece llevársela, o al menos guardarla en el cajón.
Sacarla de la superficie donde descansan el frasco de
alcohol en gel, la mascarilla y el vaso de agua.

–No, con tumbarla es suficiente.

Cuando a su padre ya no le queden fuerzas, entonces sí


será Alejandra quien la derribe, ya sin ánimo, como una
autómata, a sabiendas de que el gesto ha dejado de ser
compartido, de que el ritual es ya casi un homenaje
póstumo.

Está en un portarretratos mínimo, de esos hechos para


fotos carnet. De esos hechos para fotos de hijos que
murieron jóvenes y que engrosan el batallón de
portarretratos que las abuelas tienen encima de la cómoda.
Las de tamaño carnet invariablemente son de personas
muertas. Generalmente del hijo, tan parecido a Cortázar con
sus grandes ojos, su pelo a lo Beatle y su corbata. O de la
hermana, esa que no tuvo hijos, que murió joven y solo la
abuela sabe cómo, de la que nadie habla. No hay
portarretratos en tamaño carnet para ninguna foto hecha
después del ochenta.

De ese año, calcula Ale, debe de ser la foto miniatura


primigenia, la que originó la particular liturgia que más
tarde se completaría con el gesto de su padre. Una foto
donde el padre, joven, en traje de baño, besa a la madre,
esta última infinitamente joven. La besa en la frente y
ella tiene los ojos cerrados. Alejandra odia esa foto. La
hermana insiste en atesorarla. Eso sería problema de ella.
Pero es que insiste en exhibirla, en una estantería de su
habitación. Alejandra la tumba cada vez que le pasa por al
lado. Por suerte, entra muy poco en el cuarto de su
hermana.

Cuando la hermana está viviendo ya en su propia casa,


con su marido y sus hijas, Alejandra la visita en uno de
sus viajes a Uruguay. Ahí está otra vez el infame
portarretratos dorado con la pareja muerta. Lo que fueron
juntos, su padre y su madre, Alejandra duda de si no
estaría ya muerto cuando la tomaron. Por eso la detesta con
ese odio sempiterno. Para su hermana es la prueba de que
sus padres, una vez, se amaron. ¿Cómo puede contemplarla
sin padecer la cruel ironía que le otorgan el tiempo y los
hechos posteriores? Para Alejandra, es la foto del desamor,
del divorcio. No puede separar la foto de la inmediata
sentencia: “Y caminaron hacia la amargura”.

El tiempo existe pero se puede habitar la memoria. Ahí


está la madre leyendo, sola. Es domingo por la mañana. Si
fuera lunes, habría más ruido afuera. Ella lee. Siempre le
gustó viajar desde su asiento. Ella sueña. Últimamente,
ella recuerda. Cada vez más, ella recibe visitas. Dice que
cada día comprende menos. Se acerca la muerte desde que
nacemos pero un buen día, te acordás de una fecha, ves la
foto de alguien que ha muerto, te descubrís recontando
cicatrices de la temporalidad.

Eso piensa Ale, que mira su jardín por la venta de su


estudio y se imagina a la madre en el patio con claraboya.
Pero se equivoca. La madre no recuenta cicatrices.
Directamente está en otro tiempo. Visitas no, visitaciones.
Diálogos recordados, no imaginarios.

Puede parecer apacible, pero la madre tiene una fuente


de angustia: la memoria que habita, la habita sola.

La memoria es un sitio solitario.

A medida que se van muriendo los amigos y los amores,


se le va desvaneciendo la vida también a ella. Es por eso
que un buen día, la madre abre su cápsula del tiempo y
empieza a enviar indicios. Primero, le manda a Alejandra
una caja de madera. La caja siempre le había gustado a Ale.
La madre se la manda con una nota

–Esta caja me la regaló tu padre.


Meses después, una carta. Una carta breve, firmada en
el 70, donde todo son promesas:

“Quería regalarte una rosa. Después pensé que no


correspondería. Pero tenía ganas de hacerlo. Entonces me
dije que sí, correspondía.”

Indicios. Aferrarse a los objetos. Los objetos como


prueba. El amor existió. El tiempo no existe. El amor
existe.

La puerta del ropero tiene un agujero. Es la marca que


dejó el puño del padre, iracundo, durante una discusión
hace más de veinte años. Ahora el celular de la hermana
golpea con fuerza en el mismo punto.

La hermana de Alejandra está devastada. Acaba de


lanzar su celular contra la puerta del ropero. Ahora hunde
la cabeza entre los codos y se aprieta las orejas con las
manos. Tiembla. No es una convulsión. Alejandra calla, a
cierta distancia. No la toca. No la mira. Solo espera.

Le han borrado el mensaje del padre. El último


mensaje. Un mensaje cotidiano, un mensaje que decía que le
habían dado el alta y que lo fuera a buscar. Era de la vez
anterior, claro. La hermana lo escuchaba cada noche. La voz
del padre. Vivo. La voz del padre negando la realidad. La
voz del padre pronunciando la buena nueva, validando el
sueño.

-Me dieron el alta, venime a buscar.


No lo entendió. El casete. No lo entendió. ¿Cómo puede
uno no entender un casete que dice “si te querés arrepentir
y querés saber cuándo, ahora es el momento, dame la mano,
tomá partido y mandá todo al carajo”. Pero no lo decía
Diego, lo decía Nick Cave. Y Ale sabía que el arte no era
la realidad. Es ahora que no lo sabe.

También decía creo en mí, creo en la música y creo en


vos también. Eso sí lo decía Diego.

A las cartas y a las fotos se les doblan las puntas,


se arrugan y se despegan, en seguida se les nota si son
viejas -esos peinados, esas medias, esa caligrafía
infantil. Pero prueben a escuchar una voz bien grabada
dirigida a ustedes. Tenaza inmediata en la garganta.
Vertiginosa sucesión de fotogramas. Anulación de toda
experiencia posterior a los dieciocho años.

Ahora Diego le está hablando desde un casete y


Alejandra vuelve a estar en un parque detrás del Estadio
Centenario, vuelve a una mañana de cama compartida, vuelve
a La Paloma, vuelve a decir -no, no te amo- en un ascensor.

Imagínense un pibe de dieciocho años preguntando si lo


aman. ¡Ring! Pregunta equivocada. Alejandra quiere volver a
ese ascensor y contestar que sí, que claro, que vámonos a
construir una de esas parejas eternas. Mírenla ahí,
olvidando que la voz que le pregunta si ella nunca se
arrepiente de su vida sale de un casete grabado hace quince
años, repentinamente convertida en la chica de ojos
marrones de Van Morrison.

Y ahora que la han visto, ténganle piedad. Aquellos


que desestiman el dolor adolescente repitiéndose que todo
el mundo es romántico a los dieciocho años están muy
equivocados. Si así fuera, la esperanza de vida no pasaría
de ahí. Así que hay que recalcar el matiz. Todos tenemos
algo de romántico a los dieciocho años. Y hay quienes lo
arrastran pesadamente en su paso a la adultez. Impulso de
tirarlo toda por la borda, necesidad de huir de lo bello,
de destruir lo que uno construye con tenacidad. Tenacidad:
cerrarle el paso a ciertas preguntas. Alejandra ahora no
quiere oír hablar de tenacidad. Deseo e impotencia: una
pregunta cuya respuesta no existe y que no hace más que
repetirse una y otra vez. Obsesión por los detalles.
Alejandra se niega a aceptar que las puertas del tiempo son
infranqueables. Quiere habitar una casa diáfana donde el
tiempo pueda atravesarse como el viento atraviesa las
estancias.

Y ahora ténganle piedad porque está a punto de


equivocarse.

Alejandra tiene un hijo. Vive en Europa. Sus días más


felices no fueron con Diego. Pero Alejandra cree estarse
enamorando de Diego. Es evidente. Ella dice que lo ama con
un amor pesado e impuesto, como de familia, pero es
mentira. Eso le pasa por dejar el diálogo suspendido,
atrapado en las paredes de la casa de su madre.

Quiere verlo, pero no para hablar con él. Quiere verlo


para medir sus palabras cuando lo vea. Seducción: habitar
los huecos entre las palabras. Quiere callarse porque solo
el silencio puede estar tan preñado de posibilidades. Sabe,
pero se le olvida, que su objeto de deseo no solo no es el
Diego de ahora sino que no es ni siquiera el Diego de hace
diez años. Alejandra se está enamorando del amor que fue
capaz de suscitar. Alejandra se está enamorando de la vida
que no vivió. Romántica, escapista, ridícula. Es fácil
mirarla desde fuera y aplicarle etiquetas y diagnósticos.
Lo difícil es capear el temporal desde dentro, aterrados
todos por lo que el vendaval pueda destruir
irrevocablemente.

Diego, el único amor saludable hasta el otro. Hay


oportunidades para la sabiduría que llegan demasiado pronto
como para poder aprovecharlas. Ella necesitó toda clase de
vilipendios antes de empezar siquiera a desear un amor como
el que se le había ofrecido a los dieciséis años por un
precio demasiado módico. Cuando toda la belleza posible se
te brinda a los dieciséis años, acabás por salir a buscar
lo oscuro, aunque solo sea por el contraste necesario para
definirlo todo. Tratándose de una coleccionista, era
imperativo.

Y ahora vuelve a huir de la belleza y con manotazos de


ahogado la busca otra vez en otra parte. Huye de la vida,
del paso del tiempo. Quiere hacer el amor con Diego como
quien hace el amor con su juventud y en eso sigue teniendo
el mismo egocentrismo de un suicida porque se olvida de que
Diego es Diego, no una proyección suya, y ella lo único que
quiere es dejarlo todo. Otra vez.

Un día el otro se va a cansar de mi locura. En este


miedo hay amor, sí: un amor desesperado. Un amor
adolescente como el de Diego, como el tuyo, como el de Nick
Cave. “Supe que la perdería antes incluso de conocerla… mi
Señora de la Eterna Pena… coseché mil triunfos a su lado y,
sin embargo, me sentía tan obsoleto y pequeño, encontré a
Dios y a todos Sus Demonios dentro de ella… ¿Me amás? ¿Me
amás? ¿Me amás?”.

Dolor, doce años después. ¿Hasta dónde rebobinaría


para que su padre no se enfermara de cáncer? ¿Cuántas
decisiones tendría que deshacer? Y aún así, ¿lo
conseguiría? Pero Yago apretó el gatillo. No hay entramado
aleatorio de resoluciones en el cual diluir la carga del
por qué, por qué, por qué que la taladra y la perfora. Hay
un momento único que lo cambiaría todo. Y una voluntad que
decidió. Hasta lo de Esther fue fruto de estar en el lugar
equivocado en el momento equivocado.

Pero Yago apretó el gatillo.

Otra vez paralizada entre la vida y el relato de la


vida. -Vivir es mejor que soñar- canta Elis Regina y yo
digo que sin duda pero agrego que quien que padece cíclicos
brotes de romanticismo necesita del relato para poder
seguir viviendo las otras vidas a las que habría querido no
cerrar la puerta. Recuerdo una escena de una película. Dos
hombres de la misma edad están hablando. Uno se ve
saludable, el otro está en una silla de ruedas y cargado de
odio. A medida que hablan, el de buen aspecto se va dando
cuenta de que su interlocutor es él mismo. El que habría
sido si en lugar de escaparse a Canadá se hubiera dejado
reclutar para la guerra de Vietnam. El veterano lo increpa
con odio, con envidia, con rabia de ser el producto de la
decisión equivocada. En mi caso la confrontación es más
sutil. Mejor dicho, no la hay. La vida que he ido
construyendo es tan hermosa como la otra. En rigor, más. La
única diferencia es que la he vivido.
No, yo no sueño desde el arrepentimiento sino desde la
melancolía. Melancolía: habitar el limbo de los momentos
eternos. Negarse a cerrar la puerta.

¿Cuántos libros, acaso, no son fruto de esto, de la


melancolía? Hasta los mejores, los más divertidos, los más
fantasiosos, escudriñan de vez en cuando, con mayor o menos
pena, con más o menos humor, a través de la mirilla del
tiempo (y la imaginación).

Se me está mezclando totalmente la tercera persona con


la primera. Es una mujer que escupe sus propias palabras.
Es una mujer herida por las palabras ajenas. Todas las
palabras que repican en cursiva. Escribe.

Palabras ajenas. Palabras pesadas. Corpóreas y


rotundas palabras que el viento jamás se llevó. Acá, el
viento, no tiene nada que ver.

D de deletreámelo
F de fantasma
S de suicidio
M de marioneta
Ye de ya no estoy allí.

En La invención de la soledad, Paul Auster dice


“Encuentra otra hoja de papel. La coloca ante sí sobre la
mesa y escribe estas palabras con su pluma: Fue. Nunca
volverá a ser. Recuérdalo.”
En El tiempo está después, Fernando Cabrera canta: “Un
día nos encontraremos/ en otro carnaval/ tendremos suerte
si aprendemos/ que no hay ningún rincón/ que no hay ningún
atracadero/ que pueda disolver en su escondite/ lo que
fuimos/ el tiempo está después.”

Alejandra tenía un cuaderno de tapas azules con


decenas de guiones. Ahora usa una cámara automática para
sacar fotos de su hijo y colgarlas en el facebook. -Al
facebook lo carga el diablo -le dice su amiga cuando la
encuentra husmeando en la vida de algún ex. No le escribas,
le advierte. Se equivoca. Es el silencio lo que más
confunde a Ale.

Lo que no se dice y quiere decirse acaba siendo dicho


de las maneras más extrañas.

No sé si es triste o sabio estar escribiendo, pero no


puedo parar. Sigo y sigo, para mi sorpresa. Ayer imprimí el
texto y se lo enseñé al otro, con la esperanza de que me
dijera que apesta y que lo deje de una vez. Claro que
fantaseaba con que me llamara urgentemente para decirme -
esto es genial, eres una joya oculta que hay que desvelarle
al mundo-, pero francamente había una parte de mí que
deseaba la liberación a través del fracaso. El vértigo no
es el miedo a caer sino las ganas de tirarse. Ir
conduciendo y tener el impulso de pisar el acelerador hasta
estamparte en el infinito. Esperar la roja para cruzar la
calle. Saltar a la vía cuando está viniendo el tren.

Llegué a casa y ahí estaba el impreso, al lado de un


cenicero con varias colillas, un estudio aún caliente y
ningún indicio. Basta de silencio, lo importante no puede
esperar.

-Hola, ¿venías a retirar los discos para el programa


de radio?- Alejandra y Diego sonríen. La chica, jovencísima
y eficiente, se ruboriza como si le hubiera pedido su
identificación al presidente. A Alejandra le parece que las
miradas de todos se posan en ella. Las caravanas le
revolotean ligeras sobre los hombros. Es verano y lleva una
musculosa que le deja sentir la brisa en la clavícula.
Esplendente. Se ha quitado el collar que traía consigo de
España, y la desnudez del largo cuello le ha agudizado el
tacto del aire. Con las manos en los bolsillos de la escasa
pollera, levanta los hombros y las cejas en un gesto de
ingenuidad, como a punto de decir –No sé. Sí. Lo que a
ustedes les parezca.

-No, Alejandra, no. Viene de…– Diego sonríe y sacude


la cabeza –En fin, no importa.

Ella pasea la mirada por los afiches y el


merchandising. Muchos nombres le resultan vagamente
familiares. Los nombres de otros músicos que nunca ha
escuchado le traen ecos. Sabía lo de los Grammys y todo
eso, pero no se había parado a valorar el alcance de su
éxito hasta ahora que ve la sala llena de afiches y
premios.
–Ella es Silvina, nuestra ingeniera de sonido. Lucía,
está haciendo una pasantía. Y él es Nico, también trabaja
con nosotros- Alejandra sonríe a todos con coqueta timidez.
Está a punto de presentarse cuando Diego le indica el
camino a su estudio con un gesto del brazo. Mejor, tenía la
sensación de que si abría la boca le iba a salir acento
español. Desde la inmensidad del espacio, llega para los
niños… Ultratón piensa Alejandra de sí misma. Sonríe. Ya
están caminando hacia el cuarto del fondo, donde Diego
tiene su estudio. Él la interpela con el gesto –Nada, me
estaba acordando de Ultratón.

Diego camina de esa manera tan peculiar, trazando un


amplio círculo con el hombro derecho. No se le ha
acentuado, siempre fue algo notorio. Ya no carraspea a cada
rato luchando con la inminente sinusitis. Sigue teniendo
nariz de negro en cara de irlandés y unos ojos azules que
todo lo perforan. Los labios, gruesos y hundidos al mismo
tiempo, están cercados por una barba rubia y enrulada. El
pelo lo lleva largo y atado en la nuca. Alejandra ya lo
había visto antes con el pelo largo, pero nunca deja de
hacérsele raro. He venido a visitarte como quien visita a
un pariente se repite Alejandra.

-¿Querés agua?

-Sí, gracias.

-Estás muy linda- suelta Diego con la inocencia de una


constatación. Pero la uruguaya palabra en esa voz suya que
parece venir de lo profundo de la caja torácica golpea a
Alejandra en el vientre y la garganta. He venido aquí a
mentir se dice te juro que no lo sabía, pero ahora lo sé.
No hables como si me vieras porque voy a flaquear si sé que
me estás mirando. Alejandra no puede más. Se planta delante
de él. Ojos de avidez. De abismo. Él le pasa la mano por la
cara, dibujando un círculo. Ella le besa los ojos. Después
siguen los labios, la lengua, la nuca. Se aprietan el uno
contra el otro. Con afán y sin apremio. Ella se saca la
parte de arriba. Él no. Hacen el amor de pie y sin
florituras, ella apoyada sobre la mesa, la pollera puesta,
los ojos cerrados, la nariz hundida en los rizos de él. Él
busca su cara. Nariz contra nariz, abren los ojos. Lloran.

Pero no es verdad.

Mejor. Si no, habría que mencionar la sorpresa de


Diego por la decrepitud de los pechos, la insatisfacción de
ella por no llegar al orgasmo, los ojos que se posan sobre
la cicatriz de la cesárea, el terrible tufo a juventud
perdida.

-¿Querés agua?

-Sí, gracias.

Diego se levanta a buscar agua y Alejandra se queda


mirando las mesas de mezcla y un montón de aparatos que no
sabe qué son. Él vuelve con agua y un paquete de tabaco. Se
sientan uno frente al otro, como en una entrevista de
trabajo. De pronto están conversando sin afectación ni
sarcasmo. Con toda normalidad. Diego se ríe sin malicia de
esta nueva Alejandra que fuma el cigarrillo que él le ha
armado como si fuera la primera vez que fuma. La mención de
la madre, de la casa del Barrio Reus adonde tantas veces la
había ido a visitar Diego, los sume en una relajada
complicidad. De repente se están riendo con las anécdotas
de uno y otro con una comodidad recién estrenada. Diego le
pregunta si quiere escuchar la maqueta del disco que está
por sacar. Ambos saben que la mayoría de las canciones
fueron escritas junto con Yago.
Puntada en el vientre. La primera canción es un cover
de The weeping song, de Nick Cave. “Esta es la canción que
llora, una canción en la que llorar”. Después viene la voz
de Diego. Alejandra siempre tiene la sensación de que todas
sus canciones hablan de ella. No, no como cuando tenían
dieciocho años y eran novios, no. Como cuando ves una
película y pensás que el director filmó lo mismo que a vos
te gustaría filmar, que se fijó en los mismos detalles en
que te fijás vos, que creó el clima exacto. Diego está
tranquilo. No sabe bien qué reacción esperar, pero no le
teme. De esta Alejandra, no. Hace tiempo que ella dejó su
lenguaje de crítica de arte.

Pero entonces pasa otra cosa, y ésta sí es verdad.


Diego se pone a llorar y Alejandra lo abraza y lloran
durante horas meciéndose como niños en una cuna. Durante
horas. Cuando abren los ojos y se secan las lágrimas, Diego
le pide –Me gustaría conocer a tu hijo.

---
EPÍLOGO: YAGO
Todos nos aferramos a nuestros recuerdos chiquitos, a
nuestros espacios íntimos, a la memoria que habitamos solo
con vos. Leo el comentario de una piba que dice que le
regalaste un libro de Carver. Otro, que recuerda cómo
juntos en Buenos Aires se cagaron en una novelita de
Fuguet. Sonrío. A mí también me pareció deleznable. Yo
también te lo parecería pero me importa una mierda porque
nada me gustaría más que oírtelo decir. Primero, el pop de
la pitada al cigarro y luego –Marianafont, esto es
horrible. Y al explayarte, el pie sacudiéndose nervioso, la
mano dibujando dos rápidos círculos en el aire, pasando un
momento por la nuca, volviéndose a mover.

Ahí están los que una vez se cruzaron con vos, como yo
me crucé con Esther antes de que la mataran en Tulum. Todos
aferrándose a sus pequeñas anécdotas, a sus ínfimos
momentos de conexión. Esos instantes que habitaban el limbo
de los momentos eternos sin mayor simbología y que ahora
adquieren a la vez relevancia y opacidad. Porque ahora
están fuera de foco, borrosos. Inasibles. Los que quedamos
vivos, gritando –No estoy loco, es cierto, yo estuve ahí,
si no me creen pregúntenle a….

Yo no puedo hablar de vos. No hay nada más enmudecedor


que el dolor. Es la imposibilidad absoluta de la lengua.
Cuando se murió mi viejo escribí un poemario que es una
colección de frases entrecortadas. “Tu voz/ya nunca/oír”.
Yo no voy a hablar de vos porque no puedo, pero esta
materia enferma que avanza por mi sangre, petrificándola,
me la tengo que sacudir hablando. Hablando de mí.
Mencionarte es inevitable. Que me perdonen tus amigos.
Escuchen amigos de Yago: yo necesito reivindicar la
imperfección de mi vida, loarla. Cruzar la línea del
ridículo para confesar mis fantasías y así integrarlas
dentro de la única vida vivida. Esto es un acto de amor a
mí misma y a los que quedamos vivos y hasta a la parte de
Yago con la que yo dialogo. Solo una parte, chiquita,
accidental, lejos de su esencia. Con esa parte dialogo yo.
Y tengo que asegurarme de que quede claro. Si menciono a
Yago es oblicuamente, en realidad, siempre, estoy hablando
de mí. No entiendo esta mezcla de exhibicionismo y pudor,
pero viene de un lugar imperativo.

Es una historia chiquita. Una mujer en una habitación.


La memoria. El dolor. La bronca de saber que el tiempo
existe. La alegría de saber que el tiempo existe. La
venganza de mis vidas posibles. O la reivindicación de la
palabra. Es decir, decir sin pomposidad –estoy viva, estoy
que reviento de amor, me habría gustado subirme a todos los
trenes que dejé pasar. Y en sueños me subo. Y ahora no me
basta y tengo que decirlo. Salvación por la palabra.
Desatar la lengua. Confesión de sanación. Sí, eso hago. Me
dedico a revivir adrede momentos de hace quince años. O
ensayo diálogos imposibles frente al espejo, como cuando
era adolescente y practicaba respuestas a preguntas que
nadie llegó a formularme más que en la soledad de mi
habitación. Me agarro a una caminata por Montevideo con
aquel pibe que era pintor y de ahí sale toda una trama.
Salimos del cine y me pinta, me retrata como Modigliani
pintó a su amor. Me quedo en Montevideo y junto a Laura y
Lucía nos ponemos a rodar todos esos guiones empezados que
se perdieron con mi cuaderno de tapas azules. Me enredo con
aquel posible amor que se quedó en un bar, el único capaz
de citar a Wittgenstein con candor. Me quedo. Me caso, me
consigo un trabajo de ocho horas, tengo hijos, estoy cuando
se muere mi abuela, estoy cuando se enferma mi padre, estoy
cuando nacen las hijas de Anita, estoy cuando Diego y Yago
sacan sus discos. Estoy.

Onetti tiene un cuento que se llama “El posible


Baldi”. Baldi es un abogado próspero que se dirige a cenar
con su novia. En eso se le cruza una mujer que lo mira como
si él pudiera ser cualquier hombre y no el que es. Abre la
puerta. Destapa la olla. Ahí está ahora Baldi hablándole de
sus hazañas en Sudáfrica, de su época de contrabandista,
inventándose mil historias que hacen que la vida del
verdadero Baldi adquiera un tinte amargo. En mi caso es al
revés, querido Baldi. Yo no he parado de probarme nombres,
países, oficios, y mi sueño recurrente es no haberme ido.

Melancolía. Me han gastado la palabra. Ese debería ser


el verdadero título de esto que es, al revés de lo que
envidio, un ejercicio solitario donde en lugar de contar
mil historias, pienso y escribo. Dicen que uno no debería
escribir como piensa. Pero si uno escribe por necesidad,
hace lo que puede. Digamos que estoy contando la historia
más chiquita de todas. La de una mujer que escribe en una
habitación.
ÍNDICE

Prólogo

Visitas

Urgencias

Oportunidad de negocio

El efecto abrasivo

Las funciones de la boca

Volver

Ratos robados

Impurezas

Noviembre

Entre diente y diente

Las funciones de la boca (más)

Compostura

Moscas

Ya está aquí

Unplug

El tiempo no existe

Autoreverse (nouvelle)

Gracias
“Lo que no se dice, y quiere decirse, acaba siendo dicho de
las maneras más extrañas”, escribe Mariana Font en
Autoreverse, el excepcional espacio donde la urgencia de
narrar encuentra insólito acomodo. Con una prosa a un
tiempo diáfana e inquietante, aborda situaciones cotidianas
en las que de golpe se insinúa lo Otro y un insólito doblez
altera el destino. Estos cuentos tratan de lo que sucede
mientras suceden otras cosas, “entre la vida y el relato de
la vida”.
Reflexión sobre la fragilidad física y emocional, las
manías, las frustraciones y el inagotable enigma de tener
seres queridos, Autoreverse es un viaje sutil y apasionado
al país de la memoria, donde los hechos dependen menos de
sí mismos que de la forma en que son recordados.

Juan Villoro, junio de 2017

Mariana Font tiene una voz que vibra. Grave, aguda,


trémula, seductora, estremecedora, a menudo sísmica: abre
grietas en los amores de adolescencia y en las muertes
cotidianas, en las niñas que sufren en hospitales y en los
amantes a la luz de las ambulancias, en sus historias
uruguayas y catalanas -que migran continuamente de un lado
al otro del océano Atlántico. Sus personajes agrietados son
tan memorables como las estructuras narrativas que idea
para darles vida. Es nieta de Mario Levrero, habitante de
los Pirineos, lectora compulsiva de todo cuanto cae en sus
manos, en fin: esencialmente escritora.

Jorge Carrión, junio de 2017

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