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El Sincretismo Religioso en El Teatro Cubano Contemporáneo

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EL SINCRETISMO RELIGIOSO EN EL TEATRO

CUBANO CONTEMPORÁNEO

Cristóbal Macías y Magdalena Pérez

Universidad de Málaga
1. Presentación
La colonización del Nuevo Mundo planteó un grave problema de mano de obra, puesto
que la población indígena americana no se había mostrado muy apta para ser empleada en
tareas tan duras como el trabajo en las minas o en las plantaciones de caña de azúcar,
tabaco o cacao. Además, su número disminuyó rápidamente, diezmada por la feroz
explotación a que fue sometida en los primeros tiempos de la conquista y por las nuevas
enfermedades traídas por los colonizadores[1].
Esto obligó a los conquistadores europeos a importar esclavos negros africanos. Las
plantaciones, con su sistema de explotación intensiva, agotaban la vida del esclavo en
pocos años, lo que obligaba a traer nueva población de origen africano. Este también fue,
por supuesto, el caso de la isla de Cuba.
De las numerosas etnias que llegaron a Cuba, la más importante fue la de los yorubas,
provenientes de zonas de la actual Nigeria, que practicaban el culto a los orishas.
En suelo cubano los esclavos yorubas sincretizaron sus viejas creencias con el
catolicismo de sus amos españoles, dando origen al culto conocido como Santería o Regla
de Ocha, que se extendería rápidamente por toda la isla, alcanzando una gran influencia. Su
misma denominación es también fruto del sincretismo religioso y significa «culto a los
santos».
Las autoridades católicas españolas se mostraron tolerantes con las celebraciones y
cultos africanos debido a la flexible política evangelizadora de la Iglesia y al interés de los
terratenientes por preservar la idiosincrasia de las tribus, pues de este modo mantenían sus
rivalidades y evitaban que se unieran contra sus amos. Por su parte los africanos aceptaron
sin ningún problema todo lo que les venía del santoral católico.
El proceso de sincretismo se basaba únicamente en la semejanza de las figuras del culto
católico con las deidades africanas, de modo que fundieron ingenuamente, por ejemplo, a
San Lázaro con Babalú Ayé y a San Antonio con Elegguá, y así hasta alcanzar un gran
número de sincretizaciones que dieron lugar a un nuevo panteón de orishas.
A pesar de su origen, la santería no es practicada únicamente por la población de raza
negra o mulata, como pudiera parecer; ni pertenece sólo a estratos sociales marginales o
deprimidos. Su presencia en la sociedad y la cultura cubana es tal que pocos aspectos de la
misma escapan a su influencia.
Conscientes de esta profunda penetración, en este trabajo nos proponemos analizar la
presencia de los cultos afrocubanos en uno de los géneros que mejor reflejan los hábitos de
una sociedad, el teatro.
Nuestra búsqueda se ha centrado en tres obras muy representativas de otras tantas
formas de afrontar y de presentar el culto santero: Santa Camila de la Habana Vieja de José
R. Brene, Chago de Guisa de Gerardo Fulleda y Otra historia de Pedro Monge Rafuls.
Santa Camila es la historia de una mujer, Camila, cuyo mundo son los orishas y los
ritos santeros, que se siente incapaz de adaptarse a lo que la revolución castrista supuso
para la sociedad cubana: nuevas oportunidades de educación y trabajo, igualdad efectiva
entre hombres y mujeres, ruptura con los cultos tradicionales en aras de un racionalismo
vivificador, entre otras cosas.
Chago de Guisa es una obra que parte de un ritual de iniciación, el que sigue Chago, un
joven negro de 14 años, en busca de su camino en la vida, en el que los protagonistas son
los seres del universo yoruba.
Por último, Otra historia es una historia de amor en la que los planos humano y divino
se mezclan. En el plano humano, José Luis está casado con Marina, pero mantiene
relaciones con Teresa y, a la vez, con Marquito, un homosexual orgulloso de su condición.
En el plano divino, aparecen una serie de orishas que protegen, incluso sin ellos saberlo, a
sus «hijos». La confusión entre ambos planos traslada al plano divino las relaciones
homosexuales de José Luis y Marquito.
Antes de entrar de lleno en el análisis de estas tres obras creemos pertinente hacer un
recorrido, siquiera sea superficial, por los rasgos del complejo culto santero.
2. La religión popular afrocubana
Como ya se ha dicho, la Santería o Regla de Ocha es una forma de religión popular, fruto
del sincretismo entre los santos católicos y los cultos africanos de los esclavos negros
traídos a Cuba en la época del dominio español, practicada no sólo por la población negra o
mulata, sino extendida entre todos los estratos sociales dentro de la isla y fuera, entre la
población cubana exiliada.
2.1. Rasgos fundamentales del culto santero
En primer lugar, la santería afirma la existencia de otra vida después de ésta y garantiza al
iniciado la vida eterna. Asimismo, ocupa un lugar central en la misma el culto a los
antepasados:
Todas las ceremonias son iniciadas con la oración a los antepasados, a los fallecidos; piden su
ayuda, participan en los ritos y son los primeros en beneficiarse de las comidas y bebidas [2].
Posee incluso toda una cosmogonía que explica el origen del mundo y una mitología que da
cuenta de todos los asuntos divinos y profanos y que ha llegado hasta nuestros días por
transmisión oral, conformando un tipo de literatura popular constituida por los patakíes, o
leyendas de carácter profético y ligadas a los sistemas adivinatorios de la santería, entre
ellos: El coco, los caracoles o diloggún, el ekuele (especie de cadena con ocho cocos) y el
tablero de Ifá o até (una tabla redonda), siendo los babalawos los únicos que pueden
practicar estos dos últimos. Esta abundancia de ritos y sistemas adivinatorios demuestran
que la adivinación es una de las piedras angulares de esta religión:
Estos sistemas adivinatorios «contestan» mediante oddun, letras que nos remiten a los patakíes,
mitos que deben ser recordados e interpretados para obtener la respuesta y determinan el ebbó u
ofrenda que se debe a los dioses, el rito a realizar y cómo debe ser llevado a cabo, tal como lo
pide el orisha que habla por el oráculo[3].
De otro lado, toda la vida cotidiana de los creyentes está llena de actividades de tipo
religioso y ritual. Se trata de ceremonias en las que intervienen una o dos personas y en las
que se ofrece algo a los dioses para pedirles algo a cambio: «Los santos toman cartas en
todos los asuntos de sus hijos»[4].
De entre los ritos, los que tienen que ver con la iniciación en la propia santería y los
funerarios son los más importantes[5]. Todos los actos que constituyen el rito tienen un
significado mágico, y en ellos se invoca a los muertos para que otorguen su bendición y a
los vivos para que aporten su aché (fuerza, gracia). Esto sólo se logra a través de la
representación que conforma el ritual. En ellas la música, el canto, la danza, la pantomima
y la poesía desempeñan una función dramática, cuyo objetivo fundamental es la
comunicación con el mundo de los dioses.
De entre los ritos, la iniciación es el más importante. En él se simula la muerte para dar la
bienvenida a la nueva vida mediante un rito de purificación: «Esto eleva al iniciado a la
categoría de omo orisha, hijos, elegidos del santo»[6]. En cuanto al rito funerario, según la
creencia, los muertos siguen viviendo en el reino de los muertos y pueden regresar a este
mundo a visitarnos en cualquier momento. El objetivo principal del ritual es despedir al
espíritu del difunto para que se integre en el reino de los muertos y también para que los
vivos conozcan la voluntad de los dioses y del difunto en cuanto al destino de sus objetos
rituales.
En el centro de la santería se encuentra el culto a los orishas, deidades del antiguo panteón
yoruba sincretizados con ciertas figuras relevantes del santoral católico. Los dioses yorubas
que se establecieron en el Nuevo Mundo fueron aquellos que personificaban los fenómenos
naturales (ríos, bosques, montañas, el relámpago, las plantas, los animales, etc.). En
América adquirieron un carácter más general y a veces en una misma deidad se fundieron
varias de ellas de carácter parecido, que en la santería se consideran distintas formas de
aparición del dios, o «caminos» de este orisha.
Los orishas se encarnan en los materiales que pueden encontrarse fácilmente en la propia
naturaleza o fabricarse rudimentariamente: piedras, cauríes (caracolas), utensilios de
madera y de metal y en plantas[7]. Los objetos que contienen el aché (suerte) de la deidad
se guardan en recipientes de madera o metal, en tinajas de barro y, en algunos casos, en
soperas de porcelana.
En torno a cada orisha hay todo un simbolismo numérico y de los colores, algo vinculado
con su origen africano. Los orishas son dueños de un número y un día. Así, por ejemplo, a
Yemayá le corresponde el número siete y el color azul, y a Ochún, el número cinco y el
color amarillo.
Elemento básico en el ritual santero es el omiero, un líquido preparado con las hierbas
propias de los dioses: el número que le corresponde al orisha determinará de cuántas
hierbas se compondrá su omiero. Se le emplea para limpiar los objetos que tienen que ver
con el orisha. También se emplea en la iniciación de los nuevos adeptos, pues con él bañan
el cuerpo del iyawo (novicio).
Papel relevante en el culto santero tienen los collares, que representan a uno u otro orisha
en función de sus colores, el número de cuentas y su distribución; como atributo de la
deidad, contienen su aché y constituyen para el creyente una defensa contra todos los
peligros. Este poder lo tienen solamente los collares consagrados[8].
Los días de fiesta de cada dios coinciden con los del santo católico con el que se ha
sincretizado. La fuerza del orisha se renueva cada vez que sus hijos le ofrecen comida,
bebida y el sacrificio de animales. Cada dios tiene su comida y bebida preferidas, y hay que
tener en cuenta a la hora de prepararlos el color y el número del orisha.
A nivel organizativo, las comunidades santeras están integradas por los creyentes
agrupados alrededor de un santero o santera, padrino o madrina. Ellos conforman las
familias del santo. De la dirección de la comunidad religiosa se encarga el sacerdote de más
alto rango jerárquico, el babalawo. Por debajo de éste se encuentran el oriaté u oba y a
continuación el babalocha o la iyalocha (en caso de que sea mujer), conocidos vulgarmente
como padrino y madrina.
2.2. El panteón divino del culto santero: Los orishas.
Los orishas no constituyen un panteón homogéneo y jerarquizado, y las relaciones entre
ellos están determinadas por el parentesco. Es muy difícil resumir en unas pocas líneas el
complejo panteón que aún hoy rige en la santería cubana. Por ello vamos a limitarnos a dar
unas cuantas pinceladas de los dioses o deidades más representativos[9].
En el complejo divino santero ocupan un lugar preeminente los eggunes, los espíritus de los
antepasados, de los difuntos que fueron iniciados por el mismo padrino que tiene el
creyente vivo, así como de otros que pueden acompañarlo para brindarle su consejo o
auxilio. Viven en el monte, cuidando su hábitat y se ocupan de acompañar a sus seres
queridos cuando les llega la muerte, también susurran a sus seres queridos absurdos sueños
y tremendas pesadillas. Algunos eggunes de gente malvada pueden ser manipulados
mágicamente para hacer el mal. Tienen un rey llamado Oddúa. Su culto, como tal, no se ha
establecido en Cuba, aunque se les tiene muy en cuenta en cualquier rito. Al comienzo de
cualquier plegaria se les nombra. Se les ofrecen las mismas cosas que les gustaban cuando
estaban vivos. Sus ofrendas se colocan en platos rotos que se llaman «platos muertos». Se
les puede consultar a través del caracol de Elegguá, aunque sólo responden «sí» o «no» a
las preguntas que se les hacen.
En lo que respecta a los dioses propiamente dichos, aunque la religión yoruba, que
sirve de base a la santería, era animista y fetichista, llegó a crear la noción de un dios
principal, más poderoso que los demás, pero de límites indefinidos. Esta divinidad suprema
la proyectaron en tres entidades: Olofi, Olordumare y Olorun, que se ha parangonado con la
Trinidad católica, de modo que Olofi es Dios padre, Olordumare el Dios hijo y Olorun el
Espíritu Santo.
Olofi es la personificación del ser supremo, infinito, inconcebible y ajeno a cuanto
sucede en la tierra, aunque ésta sea su obra. Nació por sí mismo y no tiene tratos con nadie.
Hizo el mundo, los santos, los hombres y los animales. Dio poder a los orishas para que
crearan las cosas y después se retiró. Delegó su poder en Obatalá, su heredero.
Olordumare (Olodumare) es la manifestación material y espiritual de todo lo existente.
Es tan grande que no se asienta, no se le hacen ofrendas ni se le pide nada directamente. A
él se dirigen por medio de Olofi.
Olorun es el sol, la fuerza vital de la existencia y la representación visible de la
divinidad. Es el dueño de la luz, de los colores, del aire, del aliento y del soplo de vida. Los
creyentes, y en particular los babalawos, lo saludan parándose frente al sol con los brazos
abiertos y las palmas de las manos hacia arriba.
El resto del panteón santero está dividido en orishas mayores y menores.
Entre los orishas mayores, Oroiña es la manifestación del fuego universal, el centro
incandescente del globo terráqueo, con cuyo poder forma las montañas y las cordilleras.
Muy importante es Elegguá (Eleguá), que se ha identificado con varias figuras del
santoral católico como el Niño de Atocha, San Antonio de Padua o San Juan Bautista,
según la comunidad religiosa. Hijo de Obatalá y Yema (o de Yemayá, según otros
informantes), desempeña un papel de intermediario entre los hombres y los orishas.
«Elegguá guarda las encrucijadas; es el portero del monte y de la sabana»[10]. Tiene las
llaves del destino, abre y cierra la puerta a la desgracia o a la felicidad. La pareja Elegguá-
Echu constituye la expresión mítica de la inevitable relación entre lo positivo y lo negativo.
Se le imagina como un viejo con cara de niño. Es el primer orisha al que se dirige la
ofrenda el día de los sacrificios. Se acepta que Elegguá tiene veintiún caminos[11].
Oggún (Oggun, Ogun) es hermano de Elegguá y Changó y personifica el guerrero por
excelencia, que participa en todas las batallas. El santero trabaja mucho con Oggún, que se
sincretiza con un buen número de figuras del santoral católico, como San Pedro, San Pablo,
San Juan Bautista o San Miguel Arcángel. Es el dios de los minerales y patrón de los
herreros y artesanos que trabajan con herramientas metálicas. Domina los misterios del
hombre como un brujo. Vive en el monte y en los raíles del tren, por lo que muchos de los
trabajos que se hacen con este orisha se deben llevar a cabo en este lugar. Es el dueño de las
llaves, las cadenas y las cárceles. Se le conocen ocho caminos[12].
Osain, que se sincretiza con San José y San Benito, es el dueño del monte y de las
hierbas. Sin padre ni madre, salió de la tierra como una planta. Por eso se le considera el
dueño de la naturaleza y de todas las plantas, a través de las cuales desarrolla sus poderes
mágicos. Tiene una sola mano, una sola pierna y un solo ojo.
Ochosi (Oshosi), hijo de Yemayá y del yerbero y médico Inle, es un viejo guerrero,
mago y adivino que vive en el monte sentado a la puerta de su ilé, o casa. Magnífico
cazador, es patrón de aquellos que tienen problemas con la justicia y evita que sus
protegidos entren en las prisiones. También protege en las operaciones quirúrgicas.
Osun (Ozun) actúa de mensajero de Ofoli y de bastón de Obatalá. Su tarea es recoger y
entregar las ofrendas que se presentan a los orishas.
Orula (Orúmbila), que se sincretiza con San Francisco de Asís, San José de la Montaña
y San Felipe, es según la mitología hijo de Obatalá, hermano de Changó y Oggún y marido
de Ochún. A su alrededor se ha formado todo un complejo religioso que lo singulariza en
relación a los demás orishas. Orula es el gran benefactor de los hombres, su principal
consejero, porque les revela el futuro y les permite influir sobre él. Personifica la sabiduría
y es considerado como gran médico y uno de los dueños de los cuatro vientos. Quien no
obedece sus consejos, sea hombre u orisha, puede ser víctima de los osogbos, la mala
suerte, la desgracia, inducida por Echu. Su poder es tan grande que cuando exige a alguien
que sea su hijo, éste tendrá que abandonar el culto a cualquier otro orisha y dedicarse en
exclusiva a Orula. Es el único orisha que posee los secretos adivinatorios de Ifá y sólo se
comunica a través de sus oráculos, el ekuele y el tablero de Ifá.
Oddúa (Oddua, Odudúa, Odduwa), que se sincretiza con Jesucristo y el Santísimo
Sacramento del Altar, representa los misterios de la muerte y todos sus secretos. Como
creador y dador de justicia, es visto como un elemento divino e impersonal. En su origen
fue un rey de Oyó, poderoso reino africano. Se le tiene también por un camino de Obatalá.
No es un orisha de santeros o sacerdotes menores sino de babalawos. Sus iniciados son de
edad avanzada, inactivos sexualmente[13].
Obatalá, que se sincretiza con la Virgen de las Mercedes, es creador de la tierra y
escultor del ser humano. Es la deidad pura por excelencia, dueña de todo lo blanco, de la
cabeza, de los pensamientos y de los sueños. Hijo de Olofí y Olordumare, fue mandado a la
tierra por Olofí para hacer el bien y para que gobernara aquí como rey. Es misericordioso y
amante de la paz y la armonía. Rige la buena conducta y es capaz de aplacar a su hijo
Changó y a Oggún Areré. Todos los orishas lo respetan. Todos lo buscan como abogado.
No admite que nadie se desnude en su presencia o se profieran frases duras o injuriosas.
Tiene veinticuatro caminos[14].
Yemayá, identificada con la Virgen de Regla, es considerada madre de todos los
orishas, por lo que recibe el nombre de «Madre de la Vida». Es la dueña de las aguas, la
fuente de la vida, y de ella brotan los mares y los ríos y todo lo que alienta y vive sobre la
tierra. Habita preferentemente en la espuma de una ola, y para reverenciarla hay que cruzar
el mar y arrojarle monedas en señal de agradecimiento. «Entre las santas, Yemaya se
distinguirá por sus aires majestuosos»[15]. Fue mujer de Babalú Ayé, de Agayú, de Orula y
de Oggún. Le gusta cazar y manejar el machete. Es indomable y astuta. Sus castigos son
duros y su cólera es terrible pero justiciera. Es amiga de la buena compañía, madre virtuosa,
aunque también es alegre y jovial[16].
Aggayú Solá (Argayu, Agayú), que se sincretiza con San Cristóbal, es el báculo de
Obatalá. Oroiña es su madre. Es el padre de Changó. Simboliza al hombre fuerte y violento.
Es el que sostiene al mundo y en muchas ocasiones se identifica con el sol.
Changó (Shangó), que se identifica con la Santa Bárbara del culto católico aunque se le
tiene por un orisha masculino, es hijo de Aggayú Solá y Obatalá y fue criado por Yemayá.
Tenía tres mujeres, Obba, Oyá y Ochún; de la unión con ésta última nacieron los Ibeyis.
Respeta muchos a los eggunes. Changó es el más popular de los orishas y habita en la
palma real. Es el rey de la fertilidad y del fuego, jefe del trueno y de la guerra, así como
también de los tambores. Es la representación de la belleza viril, patrón y abogado de los
guerreros, a los que se encomiendan las tempestades porque las guía. Amante de la fiesta,
auspicia el baile y la música. Presenta el mayor número de virtudes e imperfecciones
humanas. Es trabajador, valiente, buen amigo, adivino y curandero, pero también
mentiroso, mujeriego, pendenciero, jactancioso y jugador[17].
Ochún (Oshún) se personifica como una espléndida mulata, representación de la deidad
femenina por excelencia, y se identifica con la patrona de Cuba, la Virgen de la Caridad del
Cobre. Es la mujer de Changó y muy íntima de Elegguá, quien la protege. Mantiene
relación familiar o amorosa con casi todos los dioses del panteón: compañera de Orula,
madre de los Ibeyis, hermana de Yemayá, amante de Oggún, Ochosi, Babalú Ayé. Es la
diosa del amor y la riqueza y vive en el río. Amansa a las fieras y se dice que ni el alacrán
le pica. Es muy buena, pero con una sonrisa puede matar a cualquiera, y en realidad se ríe
cuando está enfadada. Cuenta con cinco caminos, aunque se la menciona con más
nombres[18].
Oyá (Oya Yansá, Oya), que se identifica con la Virgen de la Candelaria y Santa Teresa
de Jesús, es la diosa de los vientos y las tempestades, guardiana de la parte delantera de los
cementerios, donde vive. Es la más guerrera de las diosas. Acompañó a Changó en todas
sus batallas y peleó junto a él aniquilando a sus enemigos con sus espadas y su rayo. Fue
amante de Changó y se le considera su preferida, aunque «Oya es una mujer que no quiere
tener casa ni hijos»[19]. No se le conocen caminos.
Obba (Oba, Olba), forma con Yewá y Oyá una tríada de orishas que habitan en el
cementerio, conocidas como las «muerteras». Es dueña de los lagos y las lagunas[20]. Es el
símbolo de la fidelidad conyugal y se le representa como una mujer joven, sensual y de
carnes firmes. Es la eterna enamorada y abogada de las causas difíciles. Es la mujer
legítima de Changó, pero sus celos y los consejos de Ochún, según unos, y de Oyá, según
otros, la condenaron a vivir alejada de su marido. Se mutiló su propia oreja y la coció en el
plato de Changó para ganarse la gracia de su marido. Pero Changó desprecia a las mujeres
con defectos físicos. Rechazada, se retiró a la soledad, al cementerio. Se sincretiza en el
santoral católico con Santa Rita de Casia y Santa Catalina de Siena.
Yewá (Yeguá), que se identifica entre otras con la Virgen de los Desamparados y con
la Virgen de los Dolores, vive en el cementerio. Es la encargada de entregarle a Oyá los
cadáveres. Virgen y sumamente casta, prohíbe a sus hijos todo comercio carnal. Hoy su
culto escasea, y muchos creyentes la confunden con Oyá, la tienen por un camino de ésta.
Es hermana de Babalú Ayé.
Naná Burukú, que se ha sincretizado con Santa Ana, es considerada en el culto yoruba
como madre de Dios y abuela de todos los Obatalás. Vive en forma de serpiente en ríos,
manantiales y cañas bravas. Al igual que Obatalá es hembra y macho. Su poder es inmenso.
Aunque su culto está en decadencia.
A Babalú Ayé, que se identifica con San Lázaro, algunos lo consideran hijo de Naná
Burukú y para otros nació directamente de Obatalá. El nombre como tal significa «padre
del mundo». Tuvo una vida muy licenciosa, por lo cual enfermó y murió, pero cuenta la
historia que resucitó porque Dios así lo quiso. Sus compañeros infatigables son dos perros
recibidos de Changó para acompañar al hombre enfermo. A este santo le gusta trabajar con
los muertos. Algunos fieles creen que no tiene verdaderos caminos; otros hablan de que
tiene diecisiete o diecinueve caminos.
Olokun es dueño y señor del océano, poderoso y terrible en la tierra y en el mar. Vive
en el fondo de los océanos junto a una gran serpiente marina atada con siete cadenas. Es
andrógino, se conoce tanto en forma femenina como masculina. Algunos la consideran
madre o abuela de Yemayá, otros camino de Yemayá, y en ocasiones se le representa mitad
hombre mitad pez. No es seguro que sufra sincretización. Olokun es el orisha de los
babalawos. Nadie puede ver la cara de Olokun, por lo que siempre va enmascarada.
Oko, que se identifica con San Isidro Labrador, es una deidad de la tierra, la agricultura
y las cosechas y patrono de los labradores. Actúa también como árbitro en las disputas entre
mujeres y, sobre todo, entre los orishas. Es el responsable de la alimentación en el mundo,
el espíritu generador que anima las plantas y los animales. Devora los cadáveres que le
entrega Yewá.
Inle (Enrilé), que se sincretiza con San Rafael Arcángel y con el Ángel Custodio, es el
patrón de los médicos y se dice que es el que dirige y organiza a los ángeles custodios. Es
andrógino y muy bello. Se le considera la deidad de la pesca y es a veces también el dueño
del río.
Iroko, que se identifica con la Purísima Concepción, es la representación de la ceiba,
árbol muy venerado pues se supone que en él residen todos los orishas. Simboliza los
principios del mundo, el cielo y la tierra, y se le considera el bastón de Olofí, por tanto,
deidad del caminante.
Entre los orishas menores se cuenta Oké, dios tutelar de las montañas que se sincretiza
con Santiago Apóstol. Es hermano de Ochosi y de Inle. Actúa como vigilante y guardián de
todos los santos. La mitología lo considera la deidad más vieja; es la colina, la primera
tierra emergida del mar. Sobre su lomo convocó Olofi a los orishas para el reparto de poder
entre ellos.
De otro lado, los Ibeyis son hijos de Ochún y Changó, aunque criados por Yemayá. Se les
considera patrones de todos los niños y también de barberos y cirujanos Son alegres,
tramposos y les gusta mucho el dulce. Simbolizan la buena suerte. En el santoral católico se
sincretizan con Cosme y Damián, dos mártires cristianos.
Dadá (Obañeñe), que se identifica con Nuestra Señora del Rosario, es hermana de Changó,
a quien crió. Es el orisha de los recién nacidos, especialmente de los que nacen con el pelo
rizado.
Oggué (Ogué), compañero de Changó, es el patrón de todos los animales con cuernos y
orisha de los rebaños. Es poderoso y se le tiene muy resguardado No tiene culto
independiente y no se le conoce identificación con ningún santo católico ni patakí.
3. Análisis literario de Santa Camila de la Habana Vieja, Chago de Guisa y Otra
historia.
En este epígrafe nos proponemos analizar en detalle las tres obras dramáticas elegidas,
haciendo especial hincapié en el papel que dioses y ritos santeros desempeñan en la acción,
aunque sin olvidar otros aspectos fundamentales de cualquier obra teatral como datos sobre
su autor, análisis de la trama y descripción de los personajes.
3.1. Santa Camila de la Habana Vieja
3.1.1 El autor: vida y obra
José R. Brene nació en Cárdenas en 1927 y murió en La Habana en 1990. Tras cursar
estudios en Cuba y Estados Unidos se vio obligado, por razones económicas, a enrolarse en
un barco mercante. Regresó a Cuba después del triunfo de la Revolución, y en 1961 ingresó
en el Seminario de Dramaturgia del Teatro Nacional. Al año siguiente estrenó su primera
obra, Santa Camila de la Habana Vieja, la que aquí comentamos, que alcanzó una enorme
popularidad después de que la pieza fuera elegida por el grupo Milanés para inaugurar su
primera temporada. En 1970 obtuvo el Premio de Teatro en el Concurso de la Unión de
Escritores y Artistas con Fray Sabino.
Los temas de los que se ocupa Brene son la Revolución, la incorporación de la mujer al
proceso social y el problema de la tierra, por citar sólo los más significativos. Su obra es
muy extensa aunque irregular, incluso dentro de la misma pieza, pero con sólo treinta y
pocos años ocupaba el primer plano de la dramaturgia cubana cuando se iniciaba la «década
del oro» del teatro cubano.
Dentro de su producción podemos distinguir dos grandes grupos de obras: las que
enfrentan el pasado y las que se ocupan del presente. En la mayor parte de los textos, la
presencia de la mujer es fundamental, ya sea como madre o como parte de la pareja
amorosa. Aquellos años se caracterizaron por la intensa búsqueda del hombre cubano en la
escena. De hecho algunos dramaturgos se remitieron al bufo y lo revitalizaron, extrayendo
de él los tipos y su poderosa comunicación con el auditorio. Otros ahondaron en la
psicología de los caracteres, en una búsqueda de los rasgos que definen la identidad
nacional. Santa Camila tomó la imagen del bufo y le añadió elementos de caracterización
psicológica.
En esta obra se debate el tema de la Revolución como elemento de transformación de la
realidad. Sin embargo el modo de vida de la protagonista, santera de profesión, es la razón
de ser de la obra que se podría clasificar en el segundo grupo[21].
Parte de su producción pertenece al teatro histórico, como El Corsario y la Abadesa,
publicada en 1982.Recrea en este caso la vida de un pirata que habitó una pequeña casa
incorporada posteriormente al convento de Santa Clara. El gran atractivo de la pieza radica
en el enfrentamiento de este hombre con el poder arbitrario de la madre superiora y en la
pasión que ella siente por él.
Otro texto popular es Fray Sabino, publicada en 1970, donde se mezclan con acierto las
mejores virtudes de la dramaturgia de Brene: «el rescate de lo popular, el uso del humor
negro, el doble sentido, la parodia en barroco juego teatral, la apropiación personalísima de
la obra», como afirma el crítico Amado del Pino[22].
3.1.2. Análisis de la obra[23]
3.1.2.1. Época
La obra se estrenó en 1962, pero está ambientada en mayo de 1959, poco después del
triunfo de la Revolución. Así podemos decir que la obra se escribe en el mismo momento
en que ocurren los hechos, sin embargo hay una mirada al pasado a través de las creencias y
vivencias de los personajes en transformación.
3.1.2.2. La trama
La obra se divide en dos actos. En el primero encontramos a Camila, una santera que vive
de su profesión y que mantiene a Ñico como chulo. El conflicto se plantea cuando Ñico
empieza a sufrir una transformación, pues empieza a preocuparse de cuestiones sociales.
También empieza a revisar su propia situación, pues todos sus ingresos proceden del
trabajo de su mujer. Por ello decide embarcarse y resarcir así económicamente a Camila.
Ella, consciente del cambio que se está operando en su marido, se obceca en proteger su
mundo y recurre a los santos para solucionar de forma mágica el problema y volver a la
situación anterior. Para ello invoca al dios Changó, del cual ella es hija, para rogarle que
evite su partida. En ese momento el capitán, jefe de los milicianos, ofrece trabajo a Ñico en
una fábrica, por lo que ya no tiene que partir. Convencida de que esto es obra del orisha
Changó, le da las gracias y le ofrece un ebbó (ofrenda).
Ñico se centra en su trabajo y comienza a interesarse por la lectura, sobre todo la de tipo
social, pero paralelamente abandona el comportamiento habitualmente zalamero que
mantenía con Camila, algo que ella atribuye a que hay otra mujer, por lo que, para
confirmarlo, le vigila día y noche.
Pero esa supuesta mujer no es otra que la Revolución, la cual, según Camila, está
rompiendo la vieja relación que mantenía la pareja. Preocupada hace venir a su madrina, la
cual le hace una ceremonia para que se le aclaren las ideas y vea la realidad con
perspectiva, y la Revolución como una oportunidad para eliminar los malos hábitos de
dependencia entre los seres.
En el acto segundo, Leonor, una compañera de trabajo de Ñico, le ayuda en su evolución.
Éste se siente atraído por ella, pues es diferente a las mujeres que él ha conocido,
inteligente e independiente.
Camila seguirá sospechando de la actitud de Ñico, totalmente reticente a seguir con los
rituales de santería, lo cual provoca una violenta discusión que hace a Ñico abandonar la
casa común. Camila, por boca de un amigo de la pareja, se entera de que hay otra mujer,
Leonor, y desesperada sale en busca de ella, pero ésta no le abre la puerta. Ñico aparece a
tiempo para prevenir del desastre a Leonor y le ofrece un collar a modo de protección. Ella
se siente defraudada por la irresponsabilidad de Ñico y sus creencias irracionales. Le
rechaza como pareja, pues comprende que él todavía ha de aprender a tomar las riendas de
su vida y a no depender siempre de una mujer. También se da cuenta de que éste sigue
amando a Camila.
Ñico, desolado por la negativa de Leonor, abandona la fábrica, se pone a beber y
aparece en casa de Camila pidiéndole perdón. Vuelve a su antigua vida pero insatisfecho.
Mientras tanto, aparece Teodoro, que propone a Ñico participar en una aventura marítima
en pro de la revolución. Ñico se apunta ilusionado y por fin abandona el regazo de Camila.
La última escena nos presenta a una Camila feliz por la llegada triunfante de Ñico y toda la
tripulación. Camila no sabe si tiene cabida en la vida de este nuevo Ñico que necesita salir
del ambiente que lo hizo un chulo y olvidar su pasado, y así se lo pide a ésta. Camila se
resiste, no quiere dejar su casa, pero la puede el amor.
3.1.2.3. Personajes
Sin lugar a dudas, la figura central de la obra es Camila, santera de profesión, mujer
atractiva, de unos treinta años. Dominada por la pasión hacia Ñico, se aferra al mundo que
la sostuvo, apela a la santería y al chantaje para retener a su hombre.
Gloria Parrado[24] establece un paralelismo entre Medea y Camila, a pesar de las
diferencias de época y género. Las dos se muestran vengativas con sus amantes y piden
ayuda a las fuerzas mágicas para evitar el inminente abandono, y también ambas engendran
un temor irrefrenable en sus respetivos hombres. Camila, a diferencia de Medea, retendrá a
su amado y lo acompañará en su nueva vida, pero sin renunciar a sus creencias religiosas.
Es una forma de integrar el pasado y el futuro.
Figura relevante, pero en un segundo plano respecto a Camila, es Ñico, personaje que sufre
una considerable evolución, pues pasa de chulo, que depende para todo de su mujer, a
persona preocupada por los problemas sociales. Como fruto de este cambio, logra asumir su
plena capacidad humana y social. Es el motor del cambio que arrastra a la propia Camila
contra su voluntad. Dos figuras influirán decisivamente en él: Leonor y Teodoro.
Leonor es secretaria del capitán de la fábrica y miliciana. Es la antítesis de Camila.
Aparentemente su rival por su condición de mujer. Representa la mujer diferente, con
intelecto desarrollado y, sobre todo, afirmada en su plena igualdad como ser humano. Ñico
aprenderá de ella cómo debe tratar a su mujer.
Teodoro, esposo de Jacinta y marino idealista, será el que dé el último empujón a Ñico en
su esfuerzo por encontrarse a sí mismo, luchando por algo, la dignidad de todos los
hombres.
Relevante es también la figura de la Madrina, la que enseñó a Camila los secretos de los
santos y la hizo santa. Es un verdadero oráculo para Camila y su consejera. La anciana,
paradójicamente, confirma que la contradicción fundamental para la amante de Ñico,
Camila, es la realidad que los circunda.
Menos entidad tienen otros personajes como Pirey, que experimenta una evolución parecida
a Ñico, pues al principio de la obra se dedicaba al contrabando de tabaco americano y a la
venta de productos robados; Bocachula, amigo de Pirey y compañero de aventuras, cuya
trayectoria vital sigue; Jacinta, mujer a la vieja usanza, no comprende a su marido,
Teodoro, y es clienta de Camila. Protesta por las idas y venidas de su marido, marinero que
siempre tira para la mar.
3.1.2.4. Papel de los dioses en la obra
En principio, hay que señalar que en la obra no interviene directamente ningún dios,
aunque eso no significa que su presencia no se note, sobre todo a través de los rituales de
santería que protagonizan Camila y la Madrina, o bien a través de la mención que de ellos
hacen en diversas circunstancias los personajes.
Está presente, de este modo indirecto, en primer lugar Changó. Camila es hija de este
dios. Cuando los ahijados de Camila vienen a pedirle ayuda, ella les indica el ebbó (u
ofrenda) que el dios está reclamando y si no se le satisface, el orisha se enfada y se olvida
de sus hijos, o les busca la desgracia. Es el caso de Pirey, a quien Changó pide que
refresque su collar, y de Bocachula, a quien Changó reclama un carnero. Camila achaca los
males de los humanos a no seguir las normas de la religión. También lo nombra Ñico, en
tono socarrón, cuando su mujer atribuye a la intervención de Changó todas las alegrías de la
vida en vez de al esfuerzo humano.
En varias ocasiones se nombra a Elegguá, pues está presente en cualquier ritual, dado
que, como ya se ha dicho, es el primer orisha a quien se saluda.
A través del oráculo de los caracoles hablan dos orishas, Olokun y Yewá, y a este
procedimiento adivinatorio recurren los personajes en varias ocasiones.
A través de la ofrenda que tiene que hacer uno de los personajes secundarios, Pirey,
según el oráculo de los cocos, se mencionan otros dos deidades, Yemayá y los Jimaguas.
Estos últimos representan a los Ibeyis, que, como se ha dicho, simbolizan en el panteón
santero la buena suerte.
3.1.2.5. Patakíes y ritos
Uno de los aspectos más interesantes de la obra es la frecuente aparición en escena de
rituales de la religión afrocubana. En estos actos rituales intervienen en primer lugar los
personajes que hacen las veces de oficiantes del culto o el ritual yoruba, la Madrina y
Camila, y luego los personajes que creen en los santos y que acuden a ellas para hacer
alguna consulta.
El primer encuentro que tienen la Madrina y Camila sigue en todo el rito santero: se chocan
los hombros tras encontrarse, luego la anciana camina hasta el pilón (el trono, propiedad de
Changó), da en él tres golpecitos y se besa los nudillos. Sólo entonces habla directamente a
Changó[25].
Uno de los ritos adivinatorios más frecuentes del culto yoruba es el de echar los
caracoles. Así, al principio de la obra, Camila echa los caracoles a Cuca, que pregunta por
la situación de su marido Pirey:
Sí, vamos a ver lo que dicen los santos. (Se llega hasta un pequeño armario que hace de
canastillero y saca de él una bolsita que contiene los caracoles y una estera. Tiende ésta en el
suelo y se sienta en un extremo de ella. Cuca en el otro. Camila como en un rezo.) Susurra
palabras en yoruba y continúa (lanza los caracoles en la estera y trazando una línea imaginaria
separa un número de caracoles que corresponderán a su mano derecha y otro a la izquierda y los
vuelve a lanzar. Mira los caracoles atentamente)[26].
Hablan los dioses Olokun y Yewá. Camila interpreta lo que dicen los dioses. Entre
enigmas avisa de un peligro con la justicia y también de lo que tiene que hacer para evitar
la desgracia:
Aquí habla de enfermedad, y esa persona, tú o algún ser querido, no pueden pasar por
encima de ningún hoyo y que, o ha estado en cuestiones de justicia o va a tenerlo que sacar de
una prisión. En sus manos está su salvación. [...] tiene que adorar mucho a Elegguá, a Yemayá y
a los Jimaguas. Ponle mucha fruta a los muchachos[27].
También Camila describe en qué debe consistir el ebbó u ofrenda:
Como ebbó, un gallo, tres palomas, una jícara, un ecó, manteca de corojo, tela blanca y punzó, ori,
babosa, algodón y cuatro pesos con veinte quilos. Más nada[28].
Entre los ritos descritos se mencionan la rogación de cabeza, que sólo se puede
practicar cuando el sol se ha ido y que es llevada a cabo por la Madrina:
(Saca dos platos de loza blanca) Akotó fun-fun... (Saca dos velas.) Ataná... (Saca dos cocos
verdes ya abiertos.) Obí... (Saca un pedazo de tela blanca.) Achó funfun...(Saca un pedazo de
algodón.) Oú Obatalá... ( Saca una barrita de manteca de cacao.) Orí...(Saca una jícara con
cascarilla) y Efún...(Saca un pescado ahumado.) Eyá (Saca un pedazo de jutía ahumada),
Ekun... (entra Camila vistiendo un amplio sayón con mangas y de un blanco inmaculado, y
descalza. Se sienta en una silla con las manos en las rodillas y las palmas hacia arriba. La
madrina enciende las velas y tomando un coco hace con él una cruz sobre la cabeza de Camila y
después deja caer el agua sobre la cabeza de Camila mientras reza lentamente. )...[29]
Todo ello, claro está, en lengua yoruba.
Y el «amarramiento», encantamiento para retener el amor de un hombre. Camila le
explica a la Madrina que ya hizo uno para retener a Ñico:
Las plantillas de sus zapatos, siete alfileres, un pedazo de su camiseta, paja de maíz,
amansaguapo, pelos de él, mi nombre y el de él en cruz, lo amarré con una madeja, lo enterré
todo y luego le pagué al santo[30].
Una variante de esta práctica es la que lleva a cabo Camila a petición de Jacinta para
evitar que su marido Teodoro se marche, embarcándose para recuperar el bacalao pescado
en el Polo Norte. Este «trabajo», para que sea efectivo, deberá ser realizado en casa de
Jacinta utilizando ropas de su marido[31].
La Madrina, sin embargo, le recomienda otro:
Hierba de la niña, uñas de pies y las manos, piedra de imán, tres manises, pelos de tres
distintos lugares del cuerpo, amorseco y amansaguapo. Lo tuestas todo y se lo das en el café.
[32]
Entre las prácticas mágicas se menciona el endiambo, o encantamiento, de que es
víctima Ñico.
3.1.2.5. Relación hombres-dioses
Santa Camila tiene una clara y evidente finalidad social: mostrar el conflicto en que se
debate una sociedad tradicional, apegada a sus viejos ritos, que simboliza Camila, donde la
mujer tiene un papel secundario, subordinada al hombre —como se observa en la relación
entre Camila y Ñico—, y una nueva sociedad emergente, la de la Revolución, que se burla
de los cultos tradicionales, aunque los tolera, que asigna un nuevo papel a la mujer, más
digno y en condiciones de igualdad con el hombre —como la relación que no fragua entre
Leonor y Ñico—, y que es capaz de recuperar para la sociedad a personajes marginados
que, de otro modo, habrían caído en la delincuencia, cuando entran a trabajar en la fábrica
Ñico, una especie de chulo que nunca ha hecho nada y que ha vivido del dinero que le
entregaba Camila, y sus amigos Pirey y Bocachula, dos pequeños contrabandistas.
En estas circunstancias, aunque los dioses no actúen directamente como personajes, sí
influyen en el desarrollo de la acción a través de figuras como Camila y Madrina, las
santeras, y Jacinta, la mujer de Teodoro, que no duda en recurrir a los orishas ante el más
mínimo contratiempo en sus vidas.
Ello provoca una relación de conflicto entre los personajes, que se dividen, respecto a la
religión, en dos grupos enfrentados: los que, como los tres mencionados, viven aún
sometidos a los ritos afrocubanos y todo lo atribuyen al influjo divino —y nada hacen por sí
mismos, esperanzados en la ayuda de sus orishas—, y los que, inspirados por la liberación
que la Revolución supone, se burlan de todo lo que tiene que ver con lo religioso y
encuentran en el trabajo y en la acción el auténtico motor del cambio. Por el final de la obra
está claro que son estos últimos los que triunfan, pues sólo cuando los hombres se deciden a
actuar acaban con las injusticias del pasado.
Como es fácil suponer, para los personajes del primer grupo, en la vida cotidiana no hay un
límite claro entre realidad y mito, quizás porque para ellos la propia vida y sus eventos son
únicamente mito —o, mejor dicho, rito—, que le ponen en contacto directo con sus dioses,
especialmente con Changó.
A él Camila, su hija, se lo pide todo, principalmente, el amor de Ñico, pues se siente
insegura[33]. Y cuando nos enteramos de que Ñico no se irá —por razones obvias, pues no
puede abandonar a su madre—, Camila, fiel creyente, da las gracias a su Babá (Changó)
por su supuesta intercesión y le promete un ebbó u ofrenda[34].
Esta familiaridad con los dioses —la propia Camila llega a decir: «Mi vida es vivir con
mis santos y querer al hombre que me gusta»[35]— sólo es explicable porque para estas
mentes sencillas los dioses no son algo lejano o abstracto, sino seres concretos, que están
cerca y a los que se les hace partícipes de sus penas y alegrías.
Esta cercanía y familiaridad es lo que explica que incluso el fiel llegue a enfadarse con
ellos cuando, en su desesperación, teme verse abandonado por ellos. Sirvan de ejemplo las
«amenazas» contenidas en las palabras de Camila hacia Changó cuando ve que Ñico se
aleja de su lado y el dios no hace nada por impedirlo:
¿Qué pasa, Babá...? ¿Qué pasa...? Babá, no me abandones, no te olvides de mí, de tu hija
Camila. (Llora) ¿Por qué tantos sufrimientos, Babá...Babá, mi vida eres tú y Ñico, ¿por qué lo
separas de mí? (Con rabia repentina.) ¡Tráemelo, tráemelo! (empieza a tirar lejos del pilón las
fuentes con comida. Mientras esto hace monologa.) ¡Te dejaré sin comida mientras no me
traigas a Ñico, y si lo pierdo, te dejaré morir de hambre... ¡Me lo tienes que traer, coño! ¡Eres
malo, malo! ¡Te dejaré morir de hambre sinvergüenza![36].
De otro lado, esta actitud, esta relación de Camila con Changó nos sirve de recordatorio
de que en la religión afrocubana, como es habitual en las religiones primitivas, los dioses
han sufrido un profundo proceso de antropomorfismo, en el sentido de que aparecen
caracterizados con los mismos vicios, defectos y debilidades humanas. Ello se percibe en
Santa Camila, por ejemplo, cuando Ñico habla del carácter mujeriego de Changó, lo cual le
lleva a dudar del poder de los dioses para influir en los asuntos de la vida diaria. Incluso se
cae en lo que para un creyente sería una pura blasfemia. Así, el mismo Ñico dice a Camila,
burlándose con su propia filiación respecto a Changó: «Si tú eres su hija, yo soy su yerno».
La relación de familiaridad llega hasta el punto de que el fiel, sin descuidar los ritos, los
interpreta y practica como quiere. Al menos es lo que parece ocurrir con Bocachula y
Changó, pues aquel trata a éste como si fuera un amigo del barrio:
(Frente al pilón.) Despierta, Babá. (Da tres golpes sobre el pilón.) Despierta que llegué yo,
el negro más sabrosón de toda la Habana Vieja. Toma pa que te refresques. (Deja caer un
chorrito de la botella sobre el pilón.)[37].
Esta relación fresca, espontánea, sin el rigor de un estricto ritualismo como sucedía en
la religión romana antigua, sería otra de las marcas distintivas de la religión popular
cubana.
Queda por recoger, por último, la actitud de ciertos personajes como Ñico que, en
apariencia, se comportan como descreídos y casi blasfemos frente a la religión tradicional,
pero que siguen temiendo en el fondo de su alma la acción de los orishas y las santeras. Así,
Ñico ofrece un collar a Leonor para que se proteja de Camila y del poder de Changó,
rogándole que se lo ponga y que «por nada del mundo te lo quites»[38].
3.2. Chago de Guisa
3.2.1. El autor: vida y obra[39]
Gerardo Fulleda León (1942) nace en Santiago de Cuba, termina la licenciatura de
Historia en la Universidad de la Habana, a la vez que participa en un Seminario de
Dramaturgia del Teatro Nacional de 1961 a 1964.
Entretanto mantiene contactos con diversos dramaturgos cubanos anteriores a su
generación: Virgilio Piñera, Carlos Felipe, Rolando Ferrer y José Triana, antes de su
partida. En 1964 pasa a ser asesor del teatro Rita Montaner y hasta hoy se encuentra unido a
esa agrupación teatral como director artístico. Su obra es muy extensa y es una de las
personalidades más importantes y activas del teatro nacional cubano.
Su teatro trata de desentrañar momentos claves de la historia cubana, y en particular su
realidad contemporánea. El autor explora su propia negritud y la religión de sus
antepasados. Fullera con estos elementos plasma otra historicidad, tan válida como la
oficial, pero más mítica y poética. Muy importante para su teatro ha sido una intrínseca
visión religiosa, y la amalgama de creencias y expresiones populares dentro del marco
histórico cubano.
Sus primeras obras cuentan con un marcado interés histórico. De ellas se destaca la
trilogía publicada en 1984 con el título de Algunos dramas de la colonia.
Azogue es el drama más antiguo, pues se sitúa en 1604, en el oriente de la isla. El
centro de la trama es la lucha de los criollos (y sus esclavos) contra los corsarios franceses
para liberar al obispo de Cuba, que ha sido secuestrado. Salvador Azogue, negro esclavo,
mata al jefe de los franceses para conseguir su libertad como se le ha prometido, pero una
vez realizado el hecho, su amo le devuelve a su condición servil, demostrando que la
igualdad era una utopía en ese mundo colonial. Finalmente se escapa al monte y se hace
cimarrón.
La segunda obra se sitúa entre 1835 y 1845 en La Habana y en Matanzas. El
protagonista, Gabriel de la Concepción Valdés, de sobrenombre Plácido, ochavón[40]
liberto, de profesión poeta y peinetero de oficio, es fusilado debido a participar en la
llamada «Conspiración de la Escalera». Su condición de mestizo le hace parecer blanco,
pero en todo momento se le recuerda su sangre revuelta:
La conciencia de raza es tan aguda que se muestra como la obsesión de todos, aunque la
más apremiante inestabilidad de las guerras de independencia, y la posición de los criollos en
ella sea lo más relevante. Es la primera vez que la guardia española trata a los criollos igual que
a los delincuentes comunes sin tener en cuenta color ni herencia. [41]
La tercera obra de la trilogía colonial es Los profanadores, situada en 1871 en la
Habana, donde afloran de nuevo los enfrentamientos entre españoles y criollos en el
contexto de las luchas por la independencia.
Paralelo a estos tres dramas escribe Ruandi, ambientado en 1841 en la provincia de
Matanzas. Ruandi es un niño esclavo, protegido por la niña blanca del amo, pero que no
suprime sus cadenas. Con esta obra se libera de los marcos históricos explotando el mundo
mágico de las leyendas africanas.
En los años 80, Fulleda experimenta con nuevas temáticas con La querida de
Enramada, que aborda un momento de crisis de la Republica a comienzos de los 50.
De esta época también es Betún, obra que se desarrolla en vísperas de la Revolución,
que se centra en las peripecias de una familia negra, de obreros y las peripecias de la gente
pobre por salir adelante.
A final de los 80, con Chago de Guisa, entra de lleno en el mundo mágico del ser
afrocubano, regido por otros parámetros de tiempo y espacio.
3.2.2. Análisis de la obra[42]
3.2.2.1. Época
El autor sitúa la acción en el territorio de Guisa, en la región oriental de Cuba, entre
1865 y 1868. Chago, un joven cubano, vive en un pequeño poblado de cimarrones durante
la lucha contra la esclavitud en pleno siglo XIX.
3.2.2.2. La trama
Chago de Guisa, obra en un solo acto, cuenta los ritos de iniciación que ha de pasar un
muchacho negro de 14 años. La acción comienza en el palenque, «lugar retirado y
defendido con palizadas donde vivían indios o negros fugitivos»[43], donde reunidos
Chago y tres de sus amigos exponen sus sueños.
Atcide, madre de Chago, no aprueba la decisión de éste, pues tiene miedo de la fantasía
del muchacho y de su posible frustración si vuelve con las manos vacías. Sin embargo
Ruandi, capitán de los cimarrones, defiende la importancia de crear los sueños que lleven a
cada uno a encontrar su camino individual.
Al salir del palenque, del mundo real de los seres vivos, Chago se topa en una
encrucijada con Atocha que representa a Elegguá. Este personaje le va indicando a Chago
los caminos solicitados por él. En el primer encuentro con Atocha solicita saber cuál es el
camino que le lleva a la sabiduría.
Se topa enseguida con Luleno que le regala una flauta mágica. Seguidamente se adentra
en el monte, donde se encuentra con los eggunes, espíritus de los muertos. Todos los seres
humanos y dioses son hijos del monte, de modo que éste es el lugar perfecto para adquirir
sabiduría. Allí aprende los secretos de las hierbas, de la mano de su padre, Simón, quien le
prepara para la muerte, pues ésta es la forma que tienen los eggunes para salvar su hábitat.
Chago tendrá que convertirse en uno de ellos, porque quien sabe tanto como ellos tiene que
morir. Pero cuando está rodeado de eggunes, saca la flauta y quedan estupefactos, momento
que Chago aprovecha para huir, aunque ha olvidado toda la sabiduría que adquirió.
En la huida se encuentra con José, compañero de iniciación de Chago. Ambos escuchan
los silbidos de los eggunes y salen corriendo buscando la salida del monte. José, que lleva
su jabuco lleno de mariposas, las suelta para que llenen de polvillo el ambiente creando una
cortina que hace huir despavoridos a los eggunes. Chago sigue su camino, mientras José
regresa al palenque.
Chago se encuentra otra vez en la encrucijada y pide a Atocha conocer el camino de la
riqueza, el cual lo lleva a la orilla de un río donde encuentra a Miguel Brazo Fuerte
realizando un ritual adivinatorio. Este la ayuda a pasar el río llevándolo en sus hombros,
pero le advierte que debe taparse los oídos y cerrar los ojos para no escuchar los cantos de
Sibi. Chago no hará caso, oye el canto y baja a las profundidades del río de la mano de Sibi,
hasta el reino de los guijes.
Chago se enamora perdidamente de Sibi y le promete amor eterno; pero cuando Sibi
aparece con su verdadera imagen de güije, Chago no la reconoce y la rechaza: no es la
mujer bella de la cual se enamoró. Chago huye del reino de los güijes, pero se lleva una
pepita de oro que Sibi le regaló.
En la orilla del río, Pedro, su otro compañero de iniciación, recoge a Chago en su red y le
salva de una muerte segura. Pedro regresa al palenque y Chago vuelve a la encrucijada de
los cuatro caminos con Atocha, a quien pide conocer el camino del poder. Este camino lo
lleva a la morada de los dioses. Durante un güemilere, una fiesta en honor de los santos,
aparece Orúmbila, que informa a Chago de que ha sido elegido por Olofi para que le cace
una codorniz y ganarse así un aché, un poder dado por el orisha.
Chago caza una codorniz y llega a su casa. Ataide, consciente de que su hijo persigue
su propio beneficio y no el de la comunidad, le quita la codorniz y le da la libertad. Chago
se desespera al comprobar que no está la codorniz y sale en busca de otra, la cual se la
entrega a Olofi y éste le ofrece como aché ser el rey de los cazadores.
Chago usa su poder para vengarse: exige que se arroje una flecha que se clave en el
corazón de quien le robó la primera codorniz. Esta flecha matará a su madre que será
recogida por los eggunes familiares y llevada al monte.
Vuelve a la encrucijada en busca de venganza pero Atocha le señala el camino que le
pertenece a él, el de regreso al palenque, donde puede conseguir los tres que buscaba.
3.2.2.3. Personajes
En Chago de Guisa van de la mano el mundo humano (representado por el palenque) y el
mundo divino (simbolizado por el monte), compartiendo escenario en un ambiente casi
onírico. Esta profunda interrelación es reveladora de una especial mentalidad, la de los
iniciados y seguidores de la santería, que no ven límites apreciables entre el espacio de los
dioses y el de los hombres: los dioses conviven y se interrelacionan con los hombres; y la
experiencia de Chago, que busca su «camino», es la del iyawo o novicio.
Esta estructura divide en dos el dominio de los personajes, de un lado los humanos y de
otro los divinos, que ya no son aquí, como en Camila, meras referencias o espectadores
pasivos de la acción de sus «hijos», sino que son ellos mismos los que toman la palabra y se
convierten en actantes propiamente dichos.
Entre los personajes humanos, el protagonista, que da nombre a la obra, es Chago de Guisa,
muchacho soñador, que encarna al joven de hoy el cual, a través de su mitológico
peregrinaje, busca su propia identidad.
Son varios los compañeros de iniciación de Chago, José, de 14 años, aprendiz de curandero,
y Pedro, también de 14 años de edad y aprendiz de herrero.
Junto a estos personajes masculinos protagonistas del proceso de iniciación que subyace en
toda la obra, hay varios personajes femeninos, complementarios de éstos, pero con un
importante papel dramático, entre ellos, Ibis, muchacha del palenque, amada de Chago, que
participa de los sueños de éste y le promete que le esperará, pero no lo hace, pues se casa;
Atcide, madre de Chago, que representa la cordura, la necesidad de vivir con los pies en la
tierra; y Bisi, muchacha del guemirele, que tienta lujuriosamente a Chago, pero que
terminará sufriendo, pues se enamora de Chago y éste la abandonará.
En fin, muy importante es también Ruandi, capitán del palenque de Guisa y de todos los
cimarrones, que representa el ejemplo del hombre que se hace a sí mismo, porque ha
recorrido su propio camino y ha seguido sus propios sueños. Considera que los sueños son
importantes porque nos ayudan a sentirnos vivos. La lucha por la libertad y la dignidad de
los cimarrones es su principal objetivo.
En el mundo divino, son protagonistas fundamentales los eggunes, es decir, los espíritus de
los antepasados, de los difuntos que fueron iniciados por el mismo padrino que tiene el
creyente vivo. En la obra aparecen varios eggunes de Chago, es decir, varios familiares
difuntos: Eleuterio, su hermano, José María Bonkó, su abuelo, y Simón, su padre.
Papel relevante desempeñan unos personajes menores de los que hasta ahora no habíamos
hablado, los güijes, duendes de los ríos que tienen su origen en la cultura indígena de Cuba.
Al güije se le consideraba como «un enano o pequeñísimo indio que el vulgo cubano decía
salir de las aguas, de color muy moreno y con muchos cabellos»[44].
Luego, con la llegada de los esclavos africanos se produjo un sincretismo con los duendes
africanos, los chichericús. Debido a esta influencia, el güije «se convierte en el güije negro
y enano»[45] que al perder su característica original inocente se volvió agresivo.
Son varios los güijes que aparecen en la obra con nombre propio. Entre ellos se cuentan
Onit y Onat, que acompañan a Atocha y que, como él, llevan una malla en el rostro, que
impide verlo. Son los encargados de introducir a Chago en el mundo de los güijes y
representan la intolerancia.
Atocha es el jefe de los güijes y padre de Sibi. Según el autor[46], es un hombre mayor de
gran barba, con el rostro cubierto por una especie de malla que impide ver los rasgos con
nitidez.
Por su parte, Sibi es la hija del jefe de los güijes. Éstos tienen la cualidad de
metamorfosearse. Esta figura representa la sirena como es conocida no sólo en la mitología
griega sino también en otras culturas. En Cuba existen muchos cuentos sobre la figura de la
sirena como «una linda muchacha rubia con cuerpo terminado en cola que se peinaba sus
largos cabellos»[47] y que llevaban a los hombres al fondo de los ríos, y después de un
tiempo los dejaban ir. Cuando se descubre tal y como es —«Aparece una figura un tanto
cómica con aletas de pez, un rabo como de mono; un par de tarritos pequeños se dejan ver
saliendo de un velo que le cubre la cara. Su cuerpo-traje es una especie de textura escamosa
de la que prenden largos mechones de pelo)»[48]—, Chago la rechaza pues se enamoró
sólo de su anterior belleza física.
Entre los orishas principales tenemos a Elegguá, que aparece con el nombre de Atocha.
Aunque no es nombrado claramente, se presenta a sí mismo como Elegguá mediante signos
como «dame un fuma», «¿un buchito de aguardiente?», «con cuatro pedazos de coco me
basta» o «conozco veintiún caminos»[49], se descubre como un glotón, una de sus
características más representativas.
Por otra parte, se encuentra en la encrucijada, y Elegguá es el guardián de los cuatro
caminos. Es también el orisha más juguetón y tramposo. Esto se manifiesta en su forma de
hablar enigmática. Cuando Chago no le ofrece nada le dice: «la boca que no comió acaba
por volverse mala y mentirosa»[50].
Olofi es el dios creador y aparece como tal, pero presentado como un dios cansado y
senil, distraído, jugando y centrado en sus juegos. Sin embargo sabe bien lo que hace.
La deidad denominada Aggayú Sola aparece con el nombre de Miguel Brazo Fuerte,
representado por un mulato maduro y liberto.
El dios Babalú Ayé, que personifica al «padre del mundo», aparece en la obra con el
nombre de Luleno, representado por un hombre viejo y andrajoso, encorvado, que se apoya
en un palo.
Orúmbila, más conocido como Orula, gran benefactor de la humanidad y su principal
consejero, aparece en la obra como secretario de Olofi.
Hay otros dioses que no intervienen directamente en la obra, aunque dotan de sus
características a sus hijos. Sus nombres provienen de la cultura conga, de la regla Palo
Monte: Changó, con el nombre de Siete Rayos, orisha guerrero, aparece como padre de
Lungo; Oggún, con el nombre de Salabanda, orisha herrero, es padre de Pedro; Osain, con
el nombre de Bután, orisha yerbero, es padre de José; y Ochosi, con el nombre de Mata,
orisha guerrero, es padre de Chago[51].
3.2.2.4. Patakíes y ritos
Las aventuras que se presentan en la obra están íntimamente ligadas a las leyendas de la
religión yoruba que narran las diferentes aventuras protagonizadas por los orishas.
En primer lugar, la aventura de Chago de Guisa tiene la estructura de un ritual de iniciación
y como tal comienza con el encuentro de Chago con Atocha (Elegguá). Elegguá es, como
ya sabemos, uno de los orishas más importantes pues sin «invocársele en primer lugar no
puede realizarse ningún rito»[52]. De hecho Chago empieza su iniciación saliendo del
palenque, o sea, abandonando el mundo real para someterse al mundo mítico. Chago se
encontrará forzosamente con él cada vez que necesite orientación para buscar un nuevo
camino. Cada vez que se encuentran, Atocha le da a entender que conoce el mejor camino,
pero no le facilita la búsqueda.
En un segundo momento, cuando Chago llega a orillas del río en su segunda aventura,
encuentra a Miguel —el orisha Aggayú Sola—, quien intentará ayudar a Chago cruzando el
río con éste en sus hombros. Esta situación es similar a la de un patakí en que cruzó a
cuestas a Yemayá, «quien no tenía con qué pagarle y tuvo que acostarse con él para
contentarlo»[53]. Ésta es la historia que Miguel cuenta a Chago: su incesante búsqueda de
la amada perdida, la diosa Yemayá.
Papel fundamental en la obra desempeñan los eggunes, cuya importancia es enorme en la
santería porque, según la creencia popular, «el muerto parió al santo»[54]. Ellos son
depositarios del misterio, pero también de la sabiduría, y permanecen en otra dimensión,
pero no en otro mundo. Así se explica la aventura de Chago en el monte, donde encuentra a
su abuelo, padre y hermano, muertos hace tiempo. Chago, todavía sin salir del palenque,
tenía el don de hablarles, y se establecen las paradojas entre vivos y muertos en éste, «el
inmenso y único mundo que existe», como decía Fernando Ortiz[55]. Están muy ligados a
la vida cotidiana, intervienen en ella y pueden ser llamados por los vivos.
Sin embargo la sabiduría de este estado no es posible traerla a la vida. Aquí se explica
claramente el concepto de aprendizaje. El que mucho sabe se va, se muere, porque no tiene
nada más que aprender.
Los eggunes aparecen para llevarse a los vivos en el momento de la muerte. La muerte
significa el regreso al monte, de donde nace y adonde vuelve la vida.
Otro de los patakíes que aparece se relaciona con Olofi, que tiene una actitud resignada e
indiferente, como corresponde a su propio carácter y viene determinado por su leyenda. Los
dioses, y en especial él mismo, están para «alentar, pero que cada uno haga lo que le
corresponde y llegue donde sea capaz por su propio esfuerzo»[56]. Estamos ante la idea de
un Dios que lo creó todo, pero que no interviene en los avatares de los hombres. La piedad
no es propia de Dios, pues cuando muestra piedad está desvelando su impotencia de creer
en su creación, admite que se equivocó creando al hombre. Dice a Orúmbila:
¡Craso error, Orúmbila, craso error! Te he dicho mil veces que la piedad no es un sentimiento
sino un gesto de impotencia cuando viene de nosotros. Con ella no vamos a arreglar el mundo.
[57]
El autor también utiliza el patakí de Ochosi en el que el orisha mata a su madre como
castigo del dios supremo por su soberbia:
[…] en una ocasión cazó dos pájaros para venderlos a Orula y los dejó guardados en un rincón.
Su madre, sin que Ochosi lo supiese, le ocultó uno. Al descubrir el hurto, enfurecido dijo: To
aclacán, que mi flecha mate a la persona que se robó mi pájaro. Y lanzó al aire una flecha que
voló por los aires, dio vueltas por toda la plaza y se clavó en el corazón de su madre[58].
También hay ecos de la cultura griega: Homero y su Ulises, en el episodio de las
sirenas (Odisea, Canto XII), cuando Chago escucha el canto de Sibi y no puede resistirse,
se perderá en el fondo del río tras el amor; Edipo y la Esfinge, en el episodio de los
acertijos que logra vencer.
También Ibis, en un principio, tiene una similitud con Penélope, pues le esperará a que
vuelva de su aventura y Chago le pregunta por su tejido.
3.2.2.5. Relación hombre-dioses
En esta pieza de ambiente irreal y alegórico, la relación hombres-dioses se representa
sobre todo a través de un adolescente, Chago, que busca su camino y tiene a los orishas
como modelos y guías en su peregrinaje. Es un proceso de superación de obstáculos y de
autoconocimiento ante situaciones infrecuentes o límites.
Contrariamente a los santos del catolicismo, los orishas son tanto benéficos como
también peligrosos y maléficos, pues su comportamiento es similar al humano. En
ocasiones serán ayudantes u oponentes, pero nunca decidirán por sí mismos el
comportamiento de Chago. Chago es dueño de su destino, al menos mientras vive.
No obstante, los dioses establecen también relaciones con otros personajes, por ejemplo
Luleno, que es el orisha Agayú Solá, y los rancheadores.
El nombre de Chago recuerda al orisha Changó: los dos son jóvenes en busca de su camino;
los dos son osados y arrogantes, enamoradizos, independientes, y aventureros.
De otro lado, Elegguá, con el nombre de Atocha, le señala a Chago los caminos que tiene
que recorrer, el de la sabiduría, la riqueza y el poder, para al final señalarle el camino que le
pertenece a él, el del pasado propio, el de la herencia. Cada vez que se encuentran, Atocha
le da a entender que conoce el camino verdadero y advierte a Chago mediante acertijos, por
ejemplo: «en el camino que se pierde se gana. En el que te encuentras te pierdes»[59].
Atocha no le facilita la búsqueda, sino que le deja tomar sus propias decisiones y vivir
sus propias experiencias:
Nada. Andando se hace camino y las piedras con las que chocamos nos dicen cómo este es.
[60]
Actúa también como referente moral de Chago y es conocedor de la esencia de la vida:
Te he mostrado el camino que me has pedido a cada paso, el de la sabiduría, el de la
riqueza y el del poder. Pero no el tuyo.[61]
Los eggunes, familiares difuntos de Chago, rompen la frontera entre el mundo de los vivos
y los muertos. Chago reconoce en ellos a sus fieles difuntos y, como son los dueños del
monte, espera saberlo todo con su ayuda. Su padre promete ayudarle, pero le oculta la
verdad de la sabiduría del monte. Tendrá que convertirse en uno de ellos, o sea, tendrá que
morir. Simón le presenta una visión del acto de morirse:
(mientras se pone su ropaje de Eggún) Disponte, hijo. Creerás que enloqueces, que pierdes la
vista y el tiempo, un silencio...! y estarás entre nosotros para siempre!... [62].
Los eggunes también tienen una relación importante con Atcide, pues cuando va a
morir acuden su marido, su padre y su hijo para invitarla a una fiesta en su honor.
La muerte no tiene un aspecto horrible como en el cristianismo, con la incertidumbre
de llegar al cielo o al infierno, sino que vienen los seres difuntos a festejar el reencuentro en
el monte:
(Atcide y la comitiva avanzan hacia el fondo. Eleuterio va limpiando el camino de gajos y
yerbas. Antes de salir Atcide se vuelve y le sonríe a Chago con esa peculiar forma, mezcla de
alegría y de pena por quien no puede acompañarlos a una fiesta...)[63].
Aunque tienen nombre, los familiares de Chago ejercen la misma función colectiva,
salvar el monte. Simón explica a Chago sus razones:
[…] tratarían de atesorar cada uno para sí la mayor cantidad de conocimientos. Y para ello lucharían.
Cercarían y talarían los montes. Nos aniquilarían a nosotros[64].
Ejercen también la crítica a los vivos por su comportamiento con los muertos. José
Maria Bonkó habla con el desenfado de un vivo:
[...] Pero no, viene el llantén y empiezan a inventarnos dones que no tuvimos, unas ganas
de hacerme visible y decirles en sus propias narices. ¿A ver de quién están hablando ahora,
porque yo no lo conozco y me llamo igual [...][65].
Olofi, dios supremo, tiene una actitud resignada e indiferente, no se mete en los asuntos de
los humanos porque sabe muy bien que de todas formas los humanos se quejan:
¡Y cuál no protesta! ¡Míralos, allá abajo, como hormigas locas! Se me confunden. Si yo no hiciera la
vista gorda ya estaría enajenado. Se quejan, reclaman y gimotean como unos benditos. ¡No me dejan dormir
una siesta en paz! ¡ahora les ha dado por hacer la revolución![66].
Por tanto, deja a Chago hacer su voluntad, aunque sabe que ésta será su desgracia. La
donación de un aché es un punto que caracteriza a Olofi. En esta ocasión, a cambio de una
codorniz, Olofi dona a Chago el poder, y éste hará mal uso de este aché, pues está guiado
por la venganza. Olofi no hará nada por impedirlo:
¡Calla, Orúmbila! No enseñes a caminar a quien aún ni gatea. La capacidad de razonar y
enmendarse diferencia a los hombres de los animales; la de sentir y padecer sus errores en carne
propia a los hombres de los dioses. Aún es un hombre. (A Chago) Tu soberbia te pierde.
¿Siempre serás un muchacho? Pero...[67]
Esta actitud de Olofi sostiene la idea de que el hombre tiene que encontrar en sí mismo
la fuerza para guiar su destino:
Para ayudarlos a desvelar eso: la fuerza que no saben anida en ellos.[68]
Olofi, como en la leyenda, está representado por su visión desengañada del mundo que
él mismo hizo y del que se sintió tan descontento, desentendiéndose de sus hijos.
Babalú Ayé, representado por Luleno, tiene un carácter benévolo incluso para sus
enemigos. Este carácter benévolo es, según un patakí, el resultado de la resurrección de este
dios, motivo por el cual regresó caritativo y misericordioso.
Babalú pone a Chago un nuevo nombre y le entrega una flauta como regalo de bautizo,
como es preceptivo en todo ritual de iniciación, por tanto actúa como padrino:
Chago, Chago de Guisa. Así serás conocido a partir de ahora, mi hijo. ¿No te dará mucho
peso llevar esto contigo? (le extiende una especie de flauta rudimentaria.)[69].
Como ya sabemos, esta flauta le ayudará en cualquier situación difícil en el monte.
También transmite el valor universal de la bondad a Chago. Luleno pide al joven que lo
desate, pero Chago tiene miedo de la enfermedad de Luleno: «Entiéndame es que...! sus
males contagian a cualquiera!» (pág. 48); pero éste le convence arguyendo: «La bondad es
un riesgo que a veces hay que correr» (pág. 49); Chago le desatará y compartirá con él su
comida. Precisamente lo que ofrece Chago, pan y granos, es una de las ofrendas
características de este orisha.
Luleno le muestra la tolerancia, predicando con el ejemplo, pues defiende a sus propios
maltratadores, los rancheadores, intentando separar al ser humano de sus circunstancias.
Dice: «No creas, es su oficio el malo, no su condición.» (pág. 48).
Aggayú Sola, Miguel Brazo Fuerte, ayudará a cruzar a Chago en sus hombros y le
avisará de los peligros del río, pero Chago no atiende a los consejos de Brazo Fuerte, abrirá
los ojos y se quitará los tapones de los oídos, encantado por la visión de Sibi y el canto de
los güijes, se precipitará al agua donde la sirena lo hunde a las profundidades. Ejerce de
ayudante de Chago.
Orúmbila, con la apariencia de un respetable anciano, ejerce de intermediario entre
Chago y Olofi, dios supremo, al que es difícil acceder. Tiene una actitud muy cercana a los
hombres, incluso se comporta como tal, intenta seducir a Bisi, liviana muchacha de la
fiesta, y un poco resentido por la negativa insultante y poco respetuosa de ésta, le avisa de
que pronto sufrirá.
Tiene también una actitud paternalista para con los hombres. Piensa que está para ayudar en
los conflictos de estos: «Pero es que nosotros estamos para resolverlos...» (pág. 128);
«Pero, mi padre, el sentimiento de piedad que nos mueve a...» (pág. 129).
Sibi enamora a Chago y éste le declara su amor eterno, pero cuando ésta aparece en su
verdadera figura de güije la despreciará, por los mismos motivos que los guardias güijes
despreciaban a los danzantes, son diferentes: «¡No! ¡Sí! amo a aquella Sibi que
conocí»(pág. 96); «No es tu fealdad sino tu naturaleza lo que no apruebo» (pág 97).
Atocha pone a prueba a Chago tres veces para conseguir la mano de su hija, Sibi. La
prueba consiste en resolver tres enigmas. Chago sale triunfador, pero Atocha sabe que no
podrá superar la última prueba: «Mañana serás derrotado por ti mismo. ¡Llévenselo!» (pág.
88); «Veremos si aún mañana quieres que toda esta riqueza pase a tu poder.» (pág. 89).
Después de ver a la verdadera Sibi, Chago interpela a Atocha: «Sí. Pero... ¿Qué prueba
es ésta, Atocha?». A lo que Atocha replica:
La definitiva. Encarar la realidad. Este es el reinado de los Güijes, habitantes de los ríos de
esta isla. Dueños de la magia y la metamorfosis[70].
Chago se muestra intolerante. No acepta lo diferente. Todavía tiene que crecer:
Basta. Ni una humillación más. (A Chago) Tienes la corta visión de los de tu especie, Chago de Guisa.
Adoran lo que suelen llamar ¡Belleza! ¡Mancos ciegos! Qué lejos están de la verdad. No aprenden ese otro
lenguaje. No, no el de las palabras, quizás tampoco el de los gestos, pero sí... ¡todo ello! [71]
Y lo juzga: «Ibas por buen camino, pero eres muy lento, racional y cobarde...» (pág.
99).
Los güijes Onit y Onat representan la soberbia de algunos seres que, creyendo que son los
amos del mundo, los otros deben someterse a sus normas. Son, a su vez, el espejo donde se
ve reflejado Chago y su corta visión de la belleza[72].
3.2.2.6. Estructura ritual de la pieza
Los avatares de los orishas, las historias a veces contradictorias que se refieren a ellos,
se llaman caminos, y Chago sigue cuatro. Cuatro, múltiplo de dos, es un número sagrado en
el oráculo de Ifa, y cuatro son los elementos naturales: tierra, aire, fuego, agua. De manera
que las escenas que se suceden, en total veinticuatro, bien pudieran ser caminos, divididos
en cuatro aventuras principales.
Con la presencia de Atocha se introduce el elemento de la adivinación, ya que las
cuatro veces que lo encuentra, lo consulta como un adivino, y éste le propone los caminos,
no sin cierta ambigüedad, de la misma manera que los babalawos aconsejan a los creyentes
sin darles órdenes, sino ofreciéndoles un estímulo capaz de movilizarles y hacerles
reflexionar sobre su propia situación.
El elemento ritual en estos encuentros está en las pequeñas ofrendas propiciatorias que
le ofrece Chago a Atocha en cada ocasión para que éste le sirva, como son tabaco,
aguardiente y carne ahumada que son las ofrendas propias de este orisha.
Este es un ejemplo de adivinación y ritualidad que toma de manera creadora el oráculo
de Ifá, no respeta las formas originales, sino que coge su espíritu. De los rituales el autor
extrae aquello que le interesa, selecciona, corta, adorna, estiliza en definitiva, pues el
escribir es un hecho creativo, no una copia de los rituales.
Por otra parte, los obstáculos aparecen unidos a lo mitológico, impiden el aprendizaje,
el crecimiento del personaje y plantean siempre un conflicto que él debe resolver, en la
mayor parte de los casos, a través de la magia. Un ejemplo es la flauta que le entrega
Luleno a cambio de los alimentos que Chago le ofreció. Este objeto mágico le servirá
después en una situación extrema. Siempre se debe ofrecer algo a cambio de los favores
solicitados, es un rito propiciatorio para lograr cualquier cosa.
3.3. Otra historia
3.3.1. El autor: vida y obra
Pedro Monge Rafuls es uno de los principales dramaturgos cubanos del exilio, donde
ha pasado una parte importante de su vida, en concreto en Nueva York. En palabras del
propio autor:
[…] él mismo forma parte de uno de los exilios más triste que se ha vivido, no sólo en Cuba,
sino en todas las Américas, un exilio incomprendido, vituperioso[73].
La actitud egoísta e irracional del hombre están presentes, de una forma u otra, en lo
que Monge Rafuls escribe y en las actividades que organiza como promotor de las artes
latinas en Nueva York.
Entre sus obras destacan Nadie se va del todo, Se ruega puntualidad (ambas de 1995),
Recordando a mamá (1990), Trash (1989) y seis obras breves bajo el título de Momentos.
El mundo de la opresión puede verse indirectamente en La oreja militar (1993). La
comedia de humor negro La muerte y otras cositas (1988) tuvo una lectura dramatizada en
el teatro Dúo, el 28 de junio de 1989, dirigida por la chilena Gabriela Roepke, y la comedia
Noche de ronda (1990), cuyo tema es el SIDA, fue estrenada el 16 de Febrero de 1991, bajo
la dirección del argentino Delfor Peralta.
La obra que aquí comentaremos, Otra historia, escrita entre 1993 y 1996, presenta
elementos novedosos como es la presencia física y la intervención de los orishas en la vida
cotidiana de los protagonistas, los amores vistos en escena entre Changó y Ochún y el tema
de la homosexualidad, aceptado en un momento de la obra, en una religión donde los dioses
son generalmente homofóbicos. La presencia de los orishas permea toda la obra y se
establece desde un principio la relación entre estas divinidades, los protagonistas y el
espectador[74].
Según confiesa el propio autor, su experiencia con el teatro cubano no fue una
experiencia positiva[75]:
Mi escritura está determinada por mi idiosincrasia cubana en la misma proporción que está
influenciada por mi condición de exiliado en Nueva York, en la segunda mitad de siglo. Lo
cubano que está dentro de mí se mezcla con el arte angloamericano y con el arte de los
inmigrantes latinoamericanos que me ha tocado palpar de cerca y de ahí nace mi obra, sin lugar
a dudas —repito— cubana. Por otro lado, la cultura negra-cubana se me hace tan fuerte como la
española-cubana y surge espontáneamente, sin fingimientos, en algunas de mis obras. ¡lo negro
me fascina, sin paternalismo!.
3.3.2. Análisis de la obra[76]
3.3.2.1. Época
La acción transcurre en la actualidad y se desarrolla en el plazo de seis meses. La época
en la que el autor la escribe y la ambienta es la misma.
3.3.2.2 La trama
Gira en torno a los triángulos amorosos constituidos por José Luis, Marina y Teresa y
José Luis, Marina y Marquito. La intriga amorosa se centra en las acciones de las mujeres a
lo largo de la obra y el explícito empleo de la magia en la resolución de conflictos.
Así, en el acto primero, la acción comienza cuando el padrino tira los caracoles a José
Luis y éstos revelan que Elegguá le está cerrando los caminos y que Changó está enfadado
con él a causa de su promiscuidad, pues, Marina, su mujer, es hija de Elegguá y protegida
por él.
Marina reprocha a José Luis que la tenga abandonada, y sospecha su aventura con otra
mujer; en efecto, esta otra relación existe, es su íntima amiga Teresa, pero el verdadero
peligro es su amigo Marquito, con quien mantiene una relación amorosa.
El padrino intenta averiguar el por qué del extraño comportamiento de José Luis
echando los caracoles, y éstos le dicen que José Luis debe purificarse con un chivo, pero
éste es el animal de Ochún. Piensa que todo esto es ambiguo y debe consultar con los cocos
que es un sistema adivinatorio sin tapujos.
El padrino, frente al altar de Elegguá, realiza la ceremonia de consulta mediante el
oráculo de los cocos y descubre horrorizado la presencia de la muerte.
José Luis, aunque se encuentra feliz con Marquito, no acepta su condición de
homosexual, mientras que Marquito, seguro de su condición, necesita que José Luis afronte
su propia realidad y amenaza con dejar la relación si éste no aclara su situación.
Marina pide a Elegguá que le retenga a José Luis, mientras Teresa utiliza todos sus
trucos de seducción inútilmente para quedarse con José Luis.
El padrino explica a éste que Changó desea que se haga una limpieza en el monte, pues
Elegguá está muy disgustado porque está manchando a su hija Marina.
Marina no se siente querida y José Luis se siente presionado e incómodo y busca a
Marquito, a quien confiesa que se siente sexualmente atraído por él y agobiado por todos.
Seguidamente hay una atrevida escena de amor entre los orishas Changó y Ochún que sirve
de contrapunto a los amores de Marquito y José Luis.
En el segundo acto, Marina, sola y frente al altar de Elegguá, le coloca una ofrenda y le
consulta mediante el oráculo de los cocos. La revelación resulta increíble: Teresa es su peor
enemiga y José Luis y Marquito se aman. Marina duda de la veracidad de la respuesta y
enfadada destruye el altar. El orisha, en forma de personaje, se retira enojado por la falta de
respeto, aunque Marina no lo ve.
José Luis busca a su padrino para que le tire los caracoles, pero el padrino regaña a José
Luis y le recuerda que los dioses a través de los cocos aconsejan que se vaya al monte a
purificarse, a despojarse, a cambiar de vida y para ello debe convertirse en chivo. José Luis
debe aprovechar la situación porque Elegguá también está enojado con su ahijada Marina
por haberle destruido el altar. Cuando sale de la casa del padrino, Ochún le coloca una
cabeza enorme de chivo. José Luis grita, berrea y corre medio loco; seguidamente todos los
orishas entran en escena.
José Luis no quiere hacer caso al padrino, pero tiene horribles pesadillas, en las que
Marina se venga matando a Marquito, a Teresa y por último a él mismo. Marquito busca al
padrino, quien le desvela que él mismo es hijo de Ochún y que le está protegiendo. El
padrino saca un collar consagrado de Ochún y se lo coloca al cuello.
Siguiendo el consejo del padrino santero, José Luis y Marquito acuden al monte
sagrado a cumplir lo que les han ordenado los dioses y pedirles que les permitan vivir
juntos en paz. Los orishas, convertidos en árboles, se acercan a José Luis y lo envuelven y
se lo llevan, dejando a Marquito solo, pero Ochún se separa de ellos y acude a protegerlo.
Lo viste de chivo y se lo lleva monte adentro también.
En este deslumbrante final dramático oímos los berridos de los chivos y vemos a través
del elemento onírico, es decir, mediante el sueño de José Luis, la aparición de Teresa y
Marina. La mujer de José Luis ha venido, puñal en mano, a vengar su engaño.
El empleo de la magia destaca el final ambiguo de esta obra y hace que nos
preguntemos:
¿Se cumple el ciclo destinado a esta pareja con su muerte por parte de una mujer burlada?
¿Aprueban los orishas sus amores al convertirlos en chivo y en carnero? ¿Se convierte la pareja
en los chivos sacrificados?[77].
3.3.2.3. Personajes
También en este caso, aunque en menor grado que en Chago de Guisa, asistimos a una
compleja interrelación entre el mundo humano y el divino, aunque el protagonismo
principal corresponde a los personajes humanos.
Como ya se ha dicho, la acción descansa en dos triángulos amorosos, formados por José
Luis, Marina y Teresa y José Luis, Marina y Marquito.
José Luis, el personaje que articula ambos triángulos, es un joven varonil y musculoso,
que mantiene una lucha interna entre sus deseos más íntimos, su amor por Marquito, y su
condición de varón, socialmente válido. Vive agobiado por la presión que sobre él ejerce su
mujer, pero tampoco es feliz con su relación homosexual, pues no acepta plenamente y sin
tapujos su opción sexual. Desde un punto de vista religioso, es hijo de Changó.
Marina es la voluntariosa y celosa mujer de José Luis. Grandilocuente y teatral,
absorbente y obsesiva, su único mundo es el de José Luis. Religiosamente es hija del dios
Elegguá.
Marquito, rival de Marina en uno de los triángulos, es el amante de José Luis. A pesar
de todo, es un personaje digno, con las ideas muy claras con respecto a su condición de
homosexual y no creyente. Se enfrenta al padrino por sus prejuicios morales con respecto a
su comportamiento sexual. No acepta la culpabilización que el padrino intenta achacarle. Al
final creerá en la magia, pues él mismo es hijo de una diosa, Ochún.
Teresa, la rival de Marina en el otro triángulo, es una mujer dominicana, astuta y
zalamera, no obstante amiga y confidente de Marina. Juega con ella y con José Luis. Utiliza
información que tiene en su beneficio y mete cizaña aprovechando la crisis de la pareja.
Muy segura de su aspecto físico, usa todos sus encantos sin ningún pudor.
En fin, el Padrino se mantiene siempre en escena tirando los caracoles, atento a lo que
sucede como si viera a través del espacio y del tiempo, pero no es así. Ejerce de mediador
entre los dioses y los hombres, y es el referente de ayuda de todos los personajes, excepto
de Teresa.
En cuanto a los orishas, éstos tienen como función primera en la obra la de llenar de
magia el ambiente, pues no sólo se mueven en el ámbito del escenario, sino que su acción
se traslada al patio de butacas. También se convierten en árboles en la última escena. A
veces ejercen de camareros, pero sin dejar de ser orishas.
Entre los dioses con mayor protagonismo destacan Elegguá, que es el santo de cabecera
de Marina, a quien protege; Changó, que es el santo de cabecera de José Luis; Yemayá, que
no es santo de cabecera de ningún personaje; Ochún es el santo de cabecera de Marquito,
aunque éste no lo sabe. En fin, todos estos orishas tienen en común el aparecer como reales
para el público, aunque invisibles para los demás personajes.
3.3.2.4. Patakíes y ritos
La obra es una compleja sucesión de actos rituales mediante los cuales se trata de
desentrañar los complejos mecanismos que rigen la vida de los personajes, en particular de
José Luis.
Todo se inicia con un ritual adivinatorio, echar los caracoles. El padrino interpreta la
tirada de caracoles:
7.7 Ordimeye... Elegguá te está cerrando los caminos[78].
Sigue indagando con el mismo método:
Ogunda Dí...tú eres una cajita de sorpresas... Aquí haciendo sombra hay un hombre[79].
Empieza a dar datos de forma ambigua. Tira de nuevo: «Ordimeye, otra vez...Vuelve a
aparecer este hombre a tu lado» y avisa que esta letra trae «la morbosidad y el desprestigio,
sangre con cuchillo (pág. 54).
Es decir, nada más empezar la obra el ritual adivinatorio da datos sobre el hecho que se
desarrollará a lo largo de la pieza, prefigura la homosexualidad del protagonista.
Seguidamente, el padrino, cuando José Luis sale blasfemando de su casa, hace una
ofrenda a Changó —echa miel sobre el altar— para apaciguarle.
También hay un hecho ritual que tiene que ver más con la magia cotidiana que con un
ritual propiamente dicho. Marina regala a José Luis una medallita de Santa Bárbara, la
sincretización de Changó, su santo de cabecera, para que lo proteja.
El padrino intenta averiguar la verdad con respecto a José Luis a través de los
caracoles. Los interpreta. Sale 6,4 Abarakozo, Changó no habla claro. Para obtener
respuestas más claras, se decide por usar el sistema adivinatorio más fiable, los cocos.
De nuevo el padrino hace una ofrenda a los dioses, mientras pide a Changó, que
interceda por José Luis ante el propio Elegguá, pues éste le está cerrando los caminos.
Marina se encuentra ante Elegguá, su santo de cabecera, pero no es una ceremonia,
parece un desahogo de la emocionalidad de Marina, su amor obsesivo por José Luis:
no tiene que hacer nada para que yo me vuelva loca... Él es el hombre que siempre
soñé[80].
Hay una ceremonia de trance inesperada. El padrino dice a José Luis que debe hacerse
una limpieza en el monte, pero seguidamente Changó se posesiona del padrino, cambiando
la voz y haciendo gestos de virilidad, presionándole y explicándole el ritual que tiene que
hacer en el monte:
Tu salvación está en entrar al monte y hacerte una limpieza con coco y un animal de cuatro
patas... y en dormir tres noches en el monte[81].
Changó toma posesión del padrino, que se transforma completamente. Su voz cambia y
comienza a hacer gestos que sugieren que tiene mucho empeño en dejar clara su virilidad.
A partir de ahora habla Changó:
Te quitas la ropa antes de entrar... al cuarto día, después de la tercera noche, desnudo, te
limpias con la sangre de chivo...te revuelcas con el chivo muerto como si estuvieras haciendo el
sexo con una mujer... para limpiarte de lo que andas haciendo y que no me gusta...el carnero me
calma...Cada orisha tiene su animal...¡A veces quisiera que mis hijos fueran carneros! Te vas a
limpiar con un chivo, el animal de Oshún[82].
Termina la ceremonia de trance cuando Changó abandona al padrino, entonces éste cae
al suelo agotado.
Marina recuerda una ceremonia en la que el padrino le tiró los caracoles y estos
avisaron que no le convenía José Luis: «Los caracoles dijeron que por tu culpa iba a haber
sangre» (pág. 68).
El padrino realiza la ceremonia del oráculo de los cocos: «(Coge cuatro pedazos de
coco. Hace tres libaciones de agua a Elegguá.)»; «(Cierra los dedos de la mano izquierda y
con la derecha toca tres veces el suelo)»; «(toma los cuatro pedazos de coco)»; «(Derrama
aguas en el suelo)»; «(toca el suelo con la punta de los dedos y después se los besa)»;
«(Tira los cocos. Se queda espantado)»; «(corre y busca una vela. La enciende. Vuelve a
tirar los cocos.) Ellife (como manda la letra que ha salido, oprime los pedazos de coco
contra el corazón)»; «¡líbrelo de la muerte!»[83].
También hay acciones sacadas del ritual, que funcionan como fetiche, para pedir
protección: «¡Elegguá! (Toca el piso con la punta de los dedos y los besa!». Esta frase es de
Marina ante el peligro instintivo de un hombre en la vida emocional de José Luis.
Al final del primer acto hay referencias explícitas al patakí de Ochún. Hay dos acciones
paralelas de unión sexual: José Luis-Marquito y Ochún-Changó. En la leyenda, Ochún se
vale de su sexualidad para conseguir lo que desea:
Buscó a Changó; lo volvió a seducir porque ella siempre lo ha conquistado. ¡Babami es
muy enamorado!...y siempre cae con Ochún que le pone muchas trampas. A esos dos santos les
gusta mucho el sexo...[84].
Al principio del segundo acto hay un saludo ritual entre Marina y el padrino:
(Marina se tira en el piso, boca abajo, con los brazos a lo largo del cuerpo, frente al
padrino. El le toca en los hombros con la punta de los dedos); (Marina se para y cruza los brazos
sobre el pecho, el padrino también cruza los brazos sobre el pecho y se pegan, primero un
hombro y después el otro...)[85].
También hay un saludo a Changó por parte de Marina:
Marina vuelve a tirarse boca abajo, con los brazos a lo largo. Extiende un brazo y coge una
maraca. La toca. Mientras toca la maraca el padrino se inclina y toca el piso con los dedos...)
[86].
Hay un ritual trasladado al teatro con licencia poética, cuando Marina se dirige hacia la
casa de Marquito con Teresa:
(Aparece Elegguá sin que las dos mujeres noten su presencia. Elegguá rodea a Marina, la
limpia espiritualmente. La abraza, se separa de ella. La lleva hasta la casa de Marquito. Teresa
los sigue. Marina y Teresa frente a la casa de Marquito. Elegguá se retira.)[87].
Pero vuelve:
(Elegguá vuelve a unirse a las mujeres que se separan. Teresa sale. Marina va hacia su
apartamento. Elegguá va con ella)[88].
José Luis desesperado pide al padrino que le tire los caracoles, pues Changó le pide que
se convierta en chivo: «Padrino vengo a que me tire los caracoles» (pág. 81); «¡yo no
quiero ser un chivo!» (pág. 82). El padrino le explica que le echó los cocos y ha descubierto
algo de lo que no quiere seguir hablando: «Tú sabes que tienes que ir al monte, cambiar de
vida» (pág. 83). Cuando se queda solo José Luis, Ochún le coloca la cabeza de chivo:
(Sale. Al salir, Ochún corre hacia él y le pone una cabeza de chivo. José Luis grita y berrea
y corre como medio loco; Ochún detrás de él. José Luis sale con su cabeza de chivo y los
orishas y el tambor entran en escena. Gritan, brincan y se revuelcan por el piso del escenario)
[89].
Al final de la conversación con Marquito, el padrino le hace una limpieza con calabaza,
a pesar de la resistencia de éste que no es creyente:
Comienza a despojar a Marquito con una calabaza que después pone en el altar, a los pies
de Ochún. Marquito sale...[90].
El último ritual se realiza en el monte (mundo de los orishas), entran José Luis y
Marquito para realizar la ceremonia que les librará de la muerte y que han dispuesto los
dioses. José Luis habla pidiendo permiso al monte con todo respeto para buscar lo que
necesita: «(Echa los centavos y riega aguardiente por la tierra) (ambos encienden un
tabaco)» (pág. 88) —es la ofrenda a Elegguá—. José Luis se desnuda creyente y piadoso tal
como se le había dicho. Pide a los eggunes y a todos los orishas que le ayuden a ser feliz.
La respuesta de los orishas, convertidos en árboles, es envolverlo y llevárselo.
Ochún recoge a Marquito que se ha quedado solo, lo desnuda y lo viste de chivo, que
es el animal preferido de Ochún. José Luis duerme desnudo al lado de Marquito, el chivo.
Pero aparece el padrino con un chivo y José Luis se restriega sobre él como se le había
dicho. El padrino con el chivo limpia a José Luis y Marquito coloca el collar de protección
de Ochún que el padrino le dio a José Luis. Aparece Teresa con la cabeza de chivo, y se la
coloca José Luis. Ahora el ritual se desdibuja, tiene un componente teatral. ¿Son hombres o
chivos? Marina tiene un cuchillo, el sueño de José Luis puede cumplirse o no.
El final de la obra está abierto:
Hay una ceremonia teatral altamente simbólica donde por medio del elemento mágico se
manifiestan los orishas y convoca al público a participar en el final abierto de la obra. Las
palabras no son tan determinantes como los movimientos coreográficos de esta escena que se
nos presenta como un baile moderno[91].
3.3.2.5. Relación hombres-dioses
Los dioses en esta obra conviven con los hombres, y tratan de ayudarles, aunque a
veces sus mecanismos no son muy eficaces, pues obedecen a caracteres concretos y son
permeables a las acciones de los humanos y de otros dioses. Son muy cercanos y
cotidianos.
Así, Marina siempre está protegida por Elegguá, incluso físicamente. Este personaje,
que ella no puede ver, la acompaña en momentos importantes, concretamente cuando junto
con Teresa decide conocer a Marquito. Marina habla habitualmente con su dios de cabecera
para que le ayude, ante problemas importantes: «ábrame los caminos, padre...o llévenos a
los dos porque yo no puedo vivir sin él» (pág. 71), y también ante cualquier contratiempo lo
nombra como un fetiche: «(¡Elegguá! (Toca el piso con la punta de los dedos y los besa)»
(pág. 73). También, cuando de felicidad no se cree lo que ocurre, se acuerda de él: «!Dios
mío!...!Elegguá! ¡Pellízquenme!» (pág. 63).
Hay un momento en que nombra a su santo para pedirle ayuda, pero esta vez con su
equivalente católico al lado: «Ay, Elegguá... Santo Niño de Atocha» (pág. 74).
Aunque también la castiga cuando le rompe el altar. El padrino dice a José Luis:
Por suerte para ti Elegguá se quiere vengar de Marina por lo que le hizo en el altar y la está
confundiendo más y más[92].
El caso de José Luis es especial, pues es el humano más castigado por los dioses. Changó,
presionado por Elegguá, le insta a cambiar su comportamiento para adecuarse a la sociedad,
y Elegguá le cierra los caminos. José Luis se queja:
Nada me sale bien. Ni con Marina, ni con nada. Las cosas en el negocio van más y más para
atrás[93].
Marquito es protegido por Ochún, pero éste no cree en la magia, aun así no tendrá más
remedio que dejarse llevar por ella, pues el autor no tiene ninguna duda sobre la
importancia de la magia y es real dentro de su concepción de la obra. El padrino le dice:
Ochún, te está protegiendo, ella cuida de sus hijos y sabe cómo envolver a Papá y a Elegguá...
[94]
Los celos de Marina van a encontrar la forma de castigar la traición y de esa forma Elegguá la
va a castigar por su soberbia. Tú y José Luis tienen que cuidarse de que la sangre no sea la de
ustedes. Ochún está cuidándolos, pero no sabemos lo que debe darse a cambio de sus vidas...
[95]
A pesar de su cercanía, la relación con los hombres está mediatizada por el santero, el
padrino y sus rituales. La actuación divina mediatiza grandemente la vida de los humanos.
Los dioses arreglan entre ellos sus diferencias y esto afectará al mundo de los hombres.
Pero también el comportamiento de los hombres determina la actitud de los dioses para con
ellos.
La presencia constante de los orishas se manifiesta sobre todo en que, a modo de
coreografía, caminan alrededor de los personajes en la escena donde se encuentran por
primera vez los cuatro protagonistas, Marquito, Marina, Teresa y José Luis.
Sus acciones también son cotidianas. A veces ejercen de camareros, sirviendo a
Marquito o a Teresa.
4. Conclusiones
Aunque es evidente que los dramaturgos no hacen en sus obras estudios científicos de
antropología, sino que, tomando elementos de la realidad social, los reinterpretan para
construir libremente mundos nuevos, es evidente que la lectura de las tres obras propuestas
nos permiten comprender mejor el para nosotros extraño y complejo mundo de los cultos
santeros.
De las tres obras, Santa Camila es la que mejor retrata desde una perspectiva social la
realidad de los cultos afrocubanos, además en un momento crucial como fueron los años
inmediatamente siguientes al triunfo de la Revolución.
En esta pieza el dios no tiene una presencia física en el escenario, aunque sí son
completamente reales para sus fieles: Camila, la Madrina y Jacinta, la mujer de Teodoro.
La dependencia respecto al dios es tal que el fiel no es capaz de hacer nada sin antes
consultar, mediante la santera, a sus dioses. La relación que establece con ellos es de
completa familiaridad, normal en una religión sin grandes dogmas, sin una jerarquía rígida
como la de la Iglesia católica y en la que los dioses son meros trasuntos divinos de los seres
humanos, con sus mismos defectos y vicios. Y el medio para conseguir sus favores es el
ebbó, u ofrenda al dios en su correspondiente altar.
Chago de Guisa, por su parte, es la escenificación de un rito de iniciación, donde los
caminos que seguirá el personaje corresponden con los diversos patakíes o mitos
protagonizados por los dioses yorubas. Por eso cada nuevo camino que inicia el
protagonista coincide con el encuentro con Atocha, un avatar de Elegguá, el dios al que hay
que invocar en primer lugar antes de iniciar cualquier rito.
De otro lado, en esta obra comprendemos en qué consiste la esencia del culto yoruba: la
relación con los muertos, los eggunes, cuyo ámbito es el monte. No se dibuja la muerte con
el aspecto siniestro que le atribuimos los cristianos. El otro mundo no es más que una parte
de éste.
El último elemento mítico introducido en la obra son los güijes, esa especie de duendes del
folklore popular cubano, uno de cuyos elementos, Sibi, actúa como trasunto de las sirenas
del mito clásico y del de otras tantas culturas.
Otra historia pone de relieve el hecho de que en el universo de la religión afrocubana la
relación entre dioses y hombres, en general cercana y familiar, está mediatizada por el rito,
en concreto, en esta obra, por los ritos adivinatorios, el procedimiento de los caracoles y el
más eficaz de los cocos.
Que lo ritual es lo más importante en la pieza de Monge Rafuls se confirma en el extraño
final que el autor da a su obra: la escena en la que José Luis y Marquito acuden al monte
para realizar el rito prescrito para ser felices y ser liberados de la muerte, en el que los
orishas se transforman en árboles.
Lo más curioso quizás es que la relación hombre-dios, según la obra, no sólo se
establece cuando el hombre actúa como creyente (caso de José Luis y Marina), sino incluso
cuando el hombre es escéptico respecto a la magia (Marquito, sin saberlo, es hijo de
Ochún).
Paralelamente, la actuación de los personajes humanos, en particular, la relación
homosexual entre José Luis y Marquito, tiene su traducción inmediata en el mundo divino
en la relación entre Changó y Ochún.

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