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La Importancia de Los Sofistas

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La revalorización de la tradición de los sofistas

Carlos Blank
Introducción: historia y contingencia

Los relatos históricos son siempre el reflejo de una interpretación, incluso los llamados
‘hechos históricos’ lo son a la luz de una teoría, están cargados de teoría. La historia de
la filosofía no escapa a esta realidad y tradicionalmente ha sido la mejor expresión de
ese sesgo teórico e interpretativo al que hacemos referencia. Posiblemente el esfuerzo
más importante por trastocar la visión tradicional de la filosofía occidental vino de la
fascinante pluma de Nietzsche, para quien la famosa tríada Sócrates-Platón-Aristóteles
constituye el pesado fardo de la tradición del que debemos desprendernos, junto con la
tradición de ese ‘platonismo para el pueblo’ que representa el cristianismo, con sus
valores degradantes de la condición humana. La necesidad de retomar la senda perdida
ha sido recalcada por diversos autores desde perspectivas diferentes. Así, como ya
hemos visto, Popper llama la atención sobre la importancia de la tradición presocrática
como expresión de la tradición crítica y del espíritu científico que encarnará la sabiduría
socrática y que será objeto de traición por su gran discípulo Platón. También Heidegger
propone recuperar el sentido autentico del ser devolviéndonos a la hermenéutica de los
primeros filósofos.

Más recientemente están los proyectos de relectura de la filosofía antigua llevados a


cabo por Pierre Hadot, Michel Onfray y el último Michel Foucault, entre otros, quienes
realizan una revalorización de las tradiciones filosóficas consideradas frecuentemente
menores o epigonales, como el estoicismo, el epicureísmo o el cinismo, que ahora pasan
a ser mucho más cercanas al verdadero sentido del filosofar como una forma de vida,
como una praxis concreta. Para destacar lo contingente de que una tradición filosófica
dependa, por ejemplo, de los textos que se hayan conservado, Carl Sagan nos invitaba a
pensar qué hubiese sido de la historia del pensamiento occidental si se hubiesen
conservado los textos de Demócrito en lugar de los de Platón, quien, según las “malas
lenguas”, como la de Diógenes Laercio, quería destruir los escritos de aquel. Para
Sagan, este será uno de los tantos momentos en que la tradición mística se enfrente a la
tradición racional y en la que, lamentablemente, venza la tradición mística. Obviamente
la historia de la filosofía es mucho más compleja y rica de lo que a menudo suele
aparecer en los textos “canónicos”. En ese sentido, la historia en general, y la historia de
la filosofía en particular, son el producto de una cadena de contingencias, de una
compleja red de hechos fortuitos y aleatorios.

La corriente de la que nos vamos a ocupar, la de los sofistas, ha estado dentro de esta
categoría de marginal, secundaria, menor. El término sofista originalmente significaba
sabio. El sofista era aquel que conocía mejor una determinada cultura, la idiosincrasia
de un pueblo, al tiempo que era su mejor y mayor expresión. Desde este punto de vista
el mayor sofista antiguo, el mayor educador, fue sin duda Homero, pues fue él quien
mejor supo retratar la mentalidad y las formas de vida de la antigua Grecia, al punto que
resulta difícil con frecuencia discernir el mito de la realidad, la leyenda del hecho
histórico.

No es casual que haya sido Platón el que introdujo el término sofista en el sentido
despectivo que suele utilizarse a menudo y que fuese él también quien prohibiese a los
poetas como Homero en su esquema de Constitución política. Los sofistas utilizaban
sofismas, a saber, razonamientos engañosos y falaces, aunque tuviesen la apariencia de
la verdad. Obviamente que Platón hacía referencia en particular a la erística, a aquellos
que están interesados en ganar una disputa por cualquier medio sin tener interés genuino
por la verdad y el conocimiento, guiados solamente por el dinero y la fama. Y a decir
verdad, creo que debemos decir que este tipo de sofistas no ha hecho más que
reproducirse en los tiempos actuales, pues hoy más que nunca pasa por genuina
búsqueda de la sabiduría lo que no es más que un falso remedo de dicha búsqueda y en
donde lo que predomina es un espíritu crematístico y el deseo de fama o notoriedad,
precisamente el tipo de móviles que Platón consideraba incompatibles con la verdadera
filosofía.

Dicho esto, es indudable que la leyenda negra que fue sembrada por Platón ha hecho
que el movimiento de los sofistas haya sido visto de modo despectivo y que se haya
subestimado su importancia e influencia. No es de extrañar que en nuestro tiempo hayan
sido un gran helenista y filólogo, Werner Jaeger, y un filósofo, Karl Popper, quienes se
encargasen de dar una versión mucho más equilibrada del aporte de los sofistas y
arrojasen una nueva luz contra la interpretación tradicional dominante a la cual hemos
hecho referencia. A continuación destacaremos algunos de los aspectos de esta relectura
de los sofistas que nos plantean ambos autores.

El origen de los sofistas

El surgimiento de los sofistas está estrechamente vinculado a la preocupación de la


práctica y nueva pedagogía política que surge en Atenas, en especial, con el
advenimiento de la democracia. Como señala Jaeger, fue allí donde echó sus raíces, a
diferencia de la tradición jonia, la cual no tuvo arraigo en Atenas.

El creciente interés de la filosofía por los problemas del hombre, cuyo


objeto determina de un modo cada vez más preciso, es una prueba más de
la necesidad histórica del advenimiento de los sofistas. Pero la necesidad
que vienen a satisfacer no es de orden teórico o científico, sino de orden
estrictamente práctico. Esta es la razón por la que ejercieron en Atenas
una acción tan fuerte, mientras que la ciencia de los jonios no pudo echar
allí raíz alguna.1
El centro de interés de los sofistas gravita en torno a los conceptos de virtud –areté- y
la posible educación –paideia- o formación espiritual o virtuosa en los hombres. Y como
indica Jaeger, “el fin de la educación sofista, la formación del espíritu, encierra una
extraordinaria multiplicidad de procedimientos y métodos”.2 Los sofistas son la más
1
Werner, Jaeger: Paideia. Los ideales de la cultura griega, FCE, México, 1974, p. 271.
2
Ibid. p. 268.
acabada expresión de esa atmósfera de libertad e individualidad que empezaba a
respirarse en la polis ateniense. Gracias a ellos “entra en el mundo, y recibe un
fundamento racional, la  en el sentido de una idea y una teoría consciente de la
educación. Podemos considerarlos, por tanto, como una etapa de la mayor importancia
en el desarrollo del humanismo.”3 Es un aporte fundamental de ellos el entender la
educación no como una formación puramente intelectual o cognitiva, sino como una
formación integral del ser humano, como una formación humanística integral, es decir,
ética y política, a la que está supeditada la formación científica.

Si antes de los sofistas la educación estaba fuertemente vinculada a la religión, con los
sofistas la educación, la cultura, se separa de su matriz religiosa y aristocrática, por lo
que pueden ser considerados como los primeros ilustrados de la tradición del
pensamiento occidental. La forma como se opera esta separación es particularmente
instructiva e interesante.

Cambian las palabras, pero las cosas son las mismas; se ha llegado al
convencimiento de que la naturaleza (s) es el fundamento de toda
posible educación. La obra educadora se realiza mediante la enseñanza
(s), el adoctrinamiento () y el ejercicio (s), que
hace de la enseñanza una segunda naturaleza. Es un ensayo de síntesis
del punto de vista de la  aristocrática y el racionalismo, realizado
mediante el abandono de la ética aristocrática de la sangre.4
Aunque el concepto de naturaleza se origina del contexto médico, después se generaliza
y del concepto puramente físico o “como organismo corporal dotado de determinadas
cualidades, se pasa pronto al concepto más amplio de la naturaleza humana tal como la
hallamos en las teorías pedagógicas de los sofistas.” 5 Este concepto de naturaleza
humana, a diferencia de una naturaleza puramente física, es un concepto que debemos a
los sofistas. Como señala Jaeger: “La idea de la naturaleza humana, tal como es
concebida ahora por primera vez, no es algo natural y evidente por sí mismo. Es un
descubrimiento esencial del espíritu griego.”6

Los sofistas y la sociedad abierta: physis vs. nomos

A continuación quisiéramos complementar y profundizar las invalorables reflexiones de


Jaeger sobre los sofistas con las que hace Karl Popper, ubicándolos también en el
surgimiento de la democracia o, lo que él llama, la sociedad abierta. Para Popper la gran
contribución del pensamiento griego, su gran revolución intelectual y social, consistió
en sentar las bases de la sociedad abierta moderna. Y este profundo cambio se hizo
posible por esa nueva concepción de la naturaleza y, en particular, por su clara
diferenciación del concepto de ley o nomos. Posiblemente esta importante
diferenciación, de la que surgen las ciencias sociales, pueda rastrearse, según él, al
pensamiento de Protágoras.
3
Ibid. p. 273.
4
Ibid. p. 280.
5
Idem
6
Idem
La iniciación de la ciencia social se remonta, por lo menos, a la
generación de Protágoras, el primero de los grandes pensadores que se
denominaron a sí mismos ‘sofistas’. Está señalada por la comprensión de
la necesidad de distinguir dos elementos distintos en el medio ambiente
del hombre, a saber, su medio natural y su medio social. Es ésta una
distinción difícil de trazar y de aprehender, como puede deducirse del
hecho de que aun hoy no se halla claramente establecida en nuestro
pensamiento. Además, ha sido puesto en tela de juicio continuamente
desde la época de Protágoras, y la mayoría de nosotros tenemos fuerte
inclinación, al parecer, a aceptar las peculiaridades de nuestro medio
social como si fueran ‘naturales’. 7
La importancia y el alcance de esta diferenciación entre physis y nomos pueden
comprenderse en toda su dimensión a través de sus consecuencias. Si esta falta de
diferenciación es lo que caracteriza a la sociedad cerrada, su diferenciación dará origen
a la sociedad abierta.

Una de las características que definen la actitud mágica de una sociedad


‘cerrada’, primitiva o tribal, es la de que su vida transcurre dentro de un
círculo encantado de tabúes inmutables, de normas y costumbres que se
reputan tan inevitables como la salida del sol, el ciclo de las estaciones y
otras evidentes uniformidades semejantes de la naturaleza. La
comprensión teórica de la diferencia que media entre la ‘naturaleza’ y la
‘sociedad’ sólo puede desarrollarse una vez que esa ‘sociedad cerrada’
mágica ha dejado de tener vigencia.8
En otras palabras, en una sociedad cerrada el cambio era no digamos imposible sino
poco frecuente o deseable, pues no se podían modificar las leyes, tabúes naturales o
prohibiciones, al ser ellas expresiones de la voluntad de los dioses. Era imposible
contravenir la voluntad de los dioses así como era imposible modificar esas leyes dadas
por ellos. En cambio, al percatarse de que las leyes humanas y sociales tienen un estatus
diferente al de las leyes naturales, comprobamos que, a diferencia de la inviolabilidad
de las leyes naturales, las leyes sociales pueden ser violadas y, sobre todo, pueden ser
cambiadas, al tener su origen en la sociedad. Esta diferenciación es importante no sólo
porque ubica las leyes naturales más allá del capricho de los dioses, algo que ya habían
iniciado los presocráticos, sino también porque ubica las leyes dentro del ámbito de la
responsabilidad y libertad humanas, en el ámbito de la acción humana, ya sea
deliberada o no. Digamos que el horizonte de reformas constantes que supone esta
diferenciación sienta las bases del dinamismo y cambio de las sociedades democráticas
y abiertas. El paso de la sociedad cerrada a la abierta depende, pues, de esta
diferenciación.

El análisis de esa evolución presupone, a mi juicio, la clara captación de


una importante diferencia. Nos referimos a la que media entre (a) las
leyes naturales o de la naturaleza, tales como las que rigen los
movimientos del sol, de la luna y los planetas, la sucesión de las

7
Karl R. Popper: La sociedad abierta y sus enemigos, Ediciones Orbis, Barcelona, 1984, Tomo I, p. 67
8
Ibid. p. 67.
estaciones, etc. y (b) las leyes normativas o normas que no son sino
prohibiciones y mandatos, es decir, reglas que prohíben o exigen ciertas
formas de conducta como, por ejemplo, los diez mandamientos o las
disposiciones legales que regulan el procedimiento a seguir para elegir
los miembros del parlamento o las leyes que componen la constitución
ateniense.9
Aunque en ambos casos utilizamos la palabra “ley”, es evidente que ambos conceptos
tienen muy poco en común. A lo sumo, podríamos señalar, como lo hace Popper, que
ambos conceptos implican prohibiciones. Pero hasta ahí, pues es evidente que las
prohibiciones que derivan de una ley natural, (y toda ley natural puede ser expresada
como la prohibición de determinado hecho o invento, por ejemplo, “es imposible
construir un motor de movimiento perpetuo de primer grado o de segundo grado”),
implican una imposibilidad absoluta y sin excepciones. Una excepción daría al traste
con su carácter de ley.10 En cambio, las prohibiciones sociales tiene sentido
precisamente porque es posible realizar aquello que prohíben, como por ejemplo, la
prohibición del incesto, del adulterio o del robo. Si no fuese posible contravenirlas
entonces estas leyes carecerían de poder coercitivo y su estipulación sería totalmente
superflua e innecesaria. Podría decirse que en el primer caso las leyes son descubiertas,
mientras que en el segundo caso las leyes son estipuladas o inventadas. El gran
“descubrimiento” de los sofistas fue el reconocimiento del grado de invención y de
estipulación de las leyes humanas.

Epistemológicamente, podemos denominar a esta posición que no diferencia lo natural


de lo social como un ‘monismo ingenuo’, en sus dos vertientes: el ‘naturalismo
ingenuo’, que asimila las convenciones o normas sociales a las regularidades propias de
las leyes naturales; y el ‘convencionalismo ingenuo’ que asimila las leyes naturales a las
convenciones sociales, como si fuesen decretos o expresión de decisiones divinas.
Frente a esta postura la sofística desarrollaría por primera vez un ‘dualismo crítico’ o un
‘convencionalismo crítico’, el cual puede resumirse “en la imposibilidad de reducir las
decisiones sociales o normas a hechos; por lo tanto, puede describirse como un
dualismo de hechos y decisiones.” 11

El dualismo crítico se limita a afirmar que las normas y leyes normativas


pueden ser hechas y alteradas por el hombre, o más específicamente, por
una decisión o convención de observarlas o modificarlas, y que es el
hombre, por lo tanto, el responsable moral de las mismas; no quizá de las
normas cuya vigencia en la sociedad descubre cuando comienza a
reflexionar por primera vez sobre las mismas, sino de las normas que se
siente dispuesto a tolerar después de que ha descubierto que se halla en
condiciones de hacer algo para modificarlas.12

9
Idem
10
En esta idea es que se basa precisamente su propuesta del falsacionismo, falibilismo o criticismo. Por
otro lado, no niega la posibilidad de encontrar leyes naturales o invariantes en el campo social,
particularmente, en el campo económico.
11
Ibid. p. 72.
12
Ibid. p. 70.
Y si, como ya habíamos señalado, podemos considerar a Protágoras como el primer
defensor de ese dualismo crítico, todavía encontramos en él un trasfondo religioso, al
considerar que si bien las leyes son producto del hombre, necesitamos del recurso de lo
sobrenatural para su creación, lo cual es para Popper una prueba de que ese dualismo
crítico no encierra necesariamente una posición en contra de la religión y menos si ella
respeta la conciencia individual. Por eso dice que “la forma en que la primera
declaración definida del dualismo crítico deja lugar a una interpretación religiosa de
nuestro sentido de responsabilidad, demuestra hasta qué punto no se opone el dualismo
crítico a la actitud religiosa.” 13 Quizás lo más importante consista en destacar que la
naturaleza no nos suministra ningún patrón moral, que somos nosotros, y sólo nosotros,
los que introducimos un patrón moral dentro de la naturaleza.

La naturaleza no nos suministra ningún modelo, sino que se compone de


una suma de hechos y uniformidades carentes de cualidades morales o
inmorales. Somos nosotros quienes imponemos nuestros patrones a la
naturaleza y quienes introducimos, de este modo, la moral en el mundo
natural, no obstante el hecho de que formamos parte del mundo. Si bien
somos producto de la naturaleza, junto con la vida la naturaleza nos ha
dado la facultad de alterar el mundo, de prever y planear el futuro y de
tomar decisiones de largo alcance, de las cuales somos moralmente
responsables. Sin embargo, la responsabilidad, las decisiones, son cosas
que entran en el mundo de la naturaleza sólo con el advenimiento del
hombre. 14
A continuación, Popper analiza una serie de posiciones intermedias entre el monismo
ingenuo y el dualismo crítico y considera que “la mayoría de esas posiciones
intermedias proceden de la falsa idea de que si una norma es convencional o artificial,
deberá ser totalmente arbitraria.”15 (p. 77) Básicamente distingue tres: el naturalismo
biológico, el positivismo ético y el naturalismo psicológico o espiritual. Y, como
veremos, en cada una de ellas podemos encontrar tendencias contrapuestas.

El naturalismo biológico, o la forma biológica del naturalismo ético, es definido como


“la teoría de que, pese al hecho de que las leyes morales y las leyes estatales son
arbitrarias, existen algunas leyes eternas e inmutables de la naturaleza, de las cuales
pueden derivar dichas normas.” 16 Esta posición ha servido para defender el más craso
antiigualitarismo, como el que defiende el poeta Píndaro, quien sostiene la posición de
que el poder es la fuerza, o que la fuerza es el derecho, y que, por tanto, son los más

13
Ibid. p. 75. Aunque Popper no es ni mucho menos un pensador de orientación religiosa y defienda una
posición agnóstica, no se opone al verdadero espíritu de algunas religiones, como la del cristianismo.
Contra lo que sí se opone es contra toda forma de ideología que tras un aparente manto de humanismo
lo que esconde es un profundo desprecio por el hombre y pretende imponer un control totalitario y
férreo en nombre de ese pseudohumanismo o espíritu pseudorreligioso. No es de extrañar que muchos
regímenes totalitarios se han mantenido mediante la explotación de un fervor y un culto religioso hacia
figuras de poder o autoridad determinada. Así, muchas ideologías de corte totalitario suelen tener un
trasfondo religioso o pretenden ser un sucedáneo de la religión.
14
Ibid. p. 71.
15
Ibid. p. 77.
16
Idem.
fuertes los que tienen el derecho para gobernar. Esta posición es defendida por
Trasímaco en el diálogo de La República de Platón, posición que para algunos autores,
como Leo Strauss, expresa le verdadera posición de Platón, aunque él se hubiese visto
obligado a utilizar un lenguaje oblicuo o el uso de un subtexto, para evitar ser
perseguido por sus ideas. Para Popper, quien también propone una relectura alejada de
la idealización romántica dominante, esta también sería su posición, justificando
cualquier recurso para hacerse o mantenerse en el poder, incluso el uso sistemático del
engaño y el asesinato.

Sin embargo, este naturalismo ético pude ser utilizado también para defender una
posición igualitarista como la que sostenían Antifonte, Hipias, Alcidamas, Licofrrón,
los dos últimos discípulos de Gorgias, posiblemente el más erudito de todos los sofistas,
quienes eran claros adversarios de la esclavitud y defensores de le “igualdad natural” de
todos los hombres. Como decía Antifonte: “Todos inspiramos el aire en la misma
forma: por la nariz y la boca.”

El primero que expuso una versión humanitaria o igualitaria del


naturalismo biológico fue el sofista Antifonte. A él se debe, también, la
identificación de la naturaleza con la verdad y de la convención con la
opinión (u “opinión engañosa”). Antifonte es un naturalista radical y cree
que la mayoría de las normas, no sólo son arbitrarias, sino que son
directamente contrarias a la naturaleza.17
La segunda posición, el positivismo ético, es muy similar al naturalismo ético, también
defiende el derecho del más fuerte y la reducción de las normas a los hechos, lo que
varía en este caso es la naturaleza de los hechos, que son en última instancia históricos y
sociales, y están más allá de todo juicio moral o ético. Desde este punto de vista, “el
positivismo ético (o moral o jurídico) ha sido casi siempre conservador e incluso
autoritarista, invocando frecuentemente la autoridad de Dios.” 18 La idea de que la
historia será nuestro único juez suele expresar claramente esta posición. Es evidente que
esta posición nos enfrenta a un claro dilema.

Y si se arguye que hay que aceptar las normas en razón de su autoridad,


puesto que somos incapaces de juzgarlas, entonces tampoco podremos
juzgar si sus pretensiones de autoridad son o no justificadas o si no
estaremos siguiendo a un falso profeta. Y si se sostiene que no existen los
falsos profetas –dado que las leyes son, de todos modos, arbitrarias, de
manera que lo único que importa es poseer algunas leyes- cabría
preguntarse por qué es de tanta importancia, en definitiva, tener esas
leyes; en efecto, si no existe patrón alguno de referencia, ¿por qué no
habremos de elegir la prescindencia de toda ley? 19
Finalmente está el naturalismo psicológico, el cual puede ser considerado como una
reelaboración más sutil de las anteriores y, sin duda, con una mayor capacidad para
atraer adeptos o seguidores de uno u otro bando.
17
Ibid. p. 78.
18
Ibid. p. 80.
19
Idem
El naturalismo psicológico o espiritual es, en cierto modo, una
combinación de las dos posiciones anteriores y la mejor forma de
explicarlo consiste en recurrir a un argumento contra la unilateralidad de
dichos puntos de vista. El positivista ético tiene razón –se arguye- si
insiste en que todas las normas son convencionales, es decir, un producto
del hombre y de la sociedad humana; pero pasa por alto el hecho de que
constituyen, por consiguiente, una expresión de la naturaleza psicológica
o espiritual del hombre y de la naturaleza de la sociedad humana. El
naturalista biológico tiene razón cuando supone que existen ciertos
objetivos o finalidades naturales, a partir de los cuales podemos deducir
las normas naturales; pero pasa por alto el hecho de que nuestros
objetivos naturales no son necesariamente objetivos tales como la salud,
el placer, la alimentación, el abrigo o la procreación. La naturaleza
humana es tal, que el hombre, o por lo menos algunos hombres, no se
conforman con tener únicamente pan para vivir, sino que se mueven en
busca de objetivos superiores, de metas espirituales. Así, podemos
deducir los verdaderos objetivos naturales del hombre a partir de su
propia y auténtica naturaleza, que es espiritual y social. Y podemos,
además, deducir las normas de vida naturales, de sus finalidades
naturales.20
Como lo demuestran las ambiguas interpretaciones de Platón, posiblemente el más
conocido defensor de esta posición, este naturalismo espiritualista da, mucho más que
las posiciones anteriores, para defender cualquier cosa: para defender una posición
igualitaria e incluyente de la sociedad, así como una visión elitista y excluyente de la
sociedad. Y la raíz de ello está en que cualquier naturalismo, de la clase que sea,
biológico, ético, psicológico o espiritualista, da para todo, permite explicar cualquier
cosa, lo que pone en evidencia la vaguedad de conceptos como el de “naturaleza
humana”.

Claro está que el naturalismo espiritual puede ser utilizado para defender
cualquier norma ‘positiva’, esto es, existente. En efecto, siempre podrá
argüirse que estas normas carecerían de fuerza si no expresasen algunos
rasgos de la naturaleza humana. De esa manera, el naturalismo espiritual
puede confundirse, en el terreno práctico, con el positivismo, pese a su
oposición tradicional. En realidad, esa forma de naturalismo es tan
amplia y tan vaga que puede ser empleada para defender cualquier cosa.
No hay nada que alguna vez le haya ocurrido al hombre que no pueda ser
considerado ‘natural’, porque, de no estar en su naturaleza, ¿cómo podría
haberle ocurrido? 21
Independientemente de las dificultades a las que nos enfrentan conceptos como el de
“naturaleza humana”, este concepto constituye un aporte fundamental de los sofistas,
como lo destacan Jaeger y Popper. Así mismo la diferenciación entre nomos y physis
constituye uno de los mayores aportes de la sofística al pensamiento occidental; sin ella
las luchas por una sociedad más libre e igualitaria serían simplemente impensables.
Como ha ocurrido con otras corrientes del pensamiento occidental, muchos
20
Ibid. p. 81.
21
Idem
movimientos que son considerados de segunda categoría, de menor importancia, como
meros precursores o como meros epígonos de otros pensadores de primera categoría,
adquieren mucha mayor relevancia de la que se les otorga apenas despejamos los
prejuicios y falsas concepciones que arrastra la tradición dominante. Esta es la labor
necesaria, o mejor imprescindible, que han llevado a cabo Jaeger y Popper, entre tantos
otros. Finalmente, todo lo dicho hasta aquí ha sido magistralmente resumido por Popper
en el siguiente párrafo:

Creo que no sería injusto denominar a esa generación que señala un


punto culminante en la humanidad, la Gran Generación: es la generación
que brilló en Atenas un poco antes y durante la guerra del Peloponeso.
Entre ellos, hubo grandes conservadores como Sófocles o Tucídides. Los
hubo también de ideología intermedia, representativa del período de
transición: unos vacilantes, como Eurípides, otros escépticos, como
Aristófanes. Pero también vio esa generación al gran rector de la
democracia, a Pericles, que formuló los principios de la igualdad ante la
ley y del individualismo político, y a Heródoto, bienvenido y saludado
por la ciudad de Pericles, como autor de una obra que glorificaba esos
principios. A Protágoras, natural de Abdera, que adquirió notable
influencia en Atenas, y su compatriota, Demócrito. Estos sostuvieron la
teoría de que las instituciones humanas del lenguaje, la costumbre y el
derecho no son tabúes sino productos del hombre, no naturales sino
convencionales, insistiendo, al mismo tiempo, en que somos responsables
de las mismas. Vio, así mismo, la escuela de Gorgias –Alcidamas,
Licofrón y Antístenes- que desarrolló los conceptos fundamentales contra
la esclavitud, a favor del proteccionismo racional y contra el
nacionalismo, por ejemplo, el credo del imperio universal de los
hombres. Y vio, por fin, al mayor de todos, a Sócrates, que enseñó a tener
fe en la razón pero, al mismo tiempo, a prevenirse del dogmatismo: a
mantenernos apartados de la misología, la desconfianza en la teoría y en
la razón, y de la actitud mágica de aquellos que hacen un ídolo de la
sabiduría; y que enseñó, en suma, que el espíritu de la ciencia es la
crítica.22

22
Ibid. p. 181.

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