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Acoger La Bondad de Dios

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La espiritualidad de Jesús (3), por José Antonio

Pagola
3. Acoger la bondad de Dios

Para adentrarnos más en la espiritualidad de Jesús, hemos de ahondar en su experiencia de Dios. Sólo señalaré
tres rasgos básicos. Jesús vive seducido por la bondad de Dios. Dios es bueno. Jesús capta su misterio
insondable como un misterio de bondad. No necesita apoyarse en ningún texto de las escrituras sagradas. Para
él es un dato primordial e indiscutible que se impone por sí mismo. Dios es una Presencia buena que bendice la
vida. La solicitud amorosa del Padre es casi siempre misteriosa y velada, pero está siempre presente
envolviendo la existencia de toda criatura. Jesús lo percibe alimentando los pájaros del cielo y cuidando los
lirios del campo . Esta experiencia es decisiva. Lo que define a Dios no es su poder, como entre las divinidades
paganas del imperio; tampoco su sabiduría como en algunas corrientes filosóficas de Grecia. La realidad
insondable de Dios, lo que no podemos pensar ni imaginar de su misterio, Jesús lo capta como bondad y
compasión. Dios es bueno con todos sus hijos e hijas. Lo importante para él son las personas; mucho más que
los sacrificios del templo o el cumplimiento del sábado. Dios sólo quiere su bien. Nada ha de ser utilizado contra
las personas y, menos aún, la religión.

Este Padre bueno es un Dios cercano. Su bondad lo envuelve todo, está ya irrumpiendo en la vida bajo forma de
misericordia. Jesús vive esta cercanía de Dios con asombrosa sencillez y espontaneidad. En nombre de este
Dios bendice a los niños, cura a los enfermos, acoge a los pecadores y ofrece gratis su perdón. Todo esto es
pequeño e insignificante, como un grano de trigo sembrado bajo tierra, que pasa desapercibido pero que pronto
se manifestará en espléndida cosecha. Así es la bondad de Dios: ahora está escondida bajo la realidad compleja
de la vida, pero un día acabará triunfando sobre el mal. Hoy todo está entremezclado, todo está en camino,
inacabado. La bondad de Dios sólo reina donde sus hijos e hijas la acogen y comunican, pero un día se
manifestará en toda su plenitud. Para Jesús, todo esto no es teoría. Dios es cercano y accesible a todos.
Cualquiera puede tener con él una relación directa e inmediata desde lo secreto de su corazón. Él habla a cada
uno sin pronunciar palabras humanas. Él atrae a todos hacia lo bueno. Hasta los más pequeños pueden
descubrir su misterio. No son necesarias mediaciones rituales ni liturgias complicadas como las del templo para
encontrarse con él. Dios no está atado a ningún templo ni lugar sagrado. No es propiedad de los sacerdotes de
Jerusalén ni de los maestros de la ley. Desde cualquier lugar es posible elevar los ojos al Padre del cielo. Jesús
invita a vivir confiando en el misterio de un Dios bueno y cercano: «Cuando oréis, decid: ¡Padre!» .

Este Dios cercano busca a las personas allí donde están, incluso aunque se encuentren «perdidas», lejos de la
Alianza de Dios. Nadie es insignificante para él. A nadie da por perdido. Nadie vive olvidado por este Dios . Él es
de todos, «hace salir su sol sobre buenos y malos. Manda la lluvia sobre justos e injustos». El sol y la lluvia son
de todos. Nadie puede apropiarse de ellos. No tienen dueño. Dios los ofrece a todos como un regalo, rompiendo
nuestra tendencia moralista a discriminar a quienes nos parecen malos. Dios no es propiedad de los buenos; su
amor está abierto también a los malos. Esta fe de Jesús en la bondad universal de Dios no dejaba de sorprender.
Durante siglos se había escuchado algo muy diferente en aquel pueblo. Se habla con frecuencia del amor y la
ternura de Dios, pero es un amor que hay que merecerlo. Así dice un conocido salmo: «Como un padre siente
ternura hacia sus hijos, así siente el Señor ternura», pero ¿hacia quiénes? Sólo hacia «aquellos que le temen» .
Jesús impulsa una espiritualidad que supera el espíritu de no pocos salmos, pues está alimentada por la fe en
un Dios bueno con todos.

Muchas veces habló Jesús de Dios como Padre bueno, pero nunca lo hizo con la maestría seductora con que
describe en una parábola a un padre acogiendo a su hijo perdido . Dios, el Padre bueno, no es como un patriarca
autoritario, preocupado sólo de su honor, controlador implacable de su familia. Es como un padre cercano que
no piensa en su herencia, respeta las decisiones de sus hijos y les permite seguir libremente su camino. A este
Dios siempre se puede volver sin temor alguno. Cuando el padre ve llegar a su hijo hambriento y humillado,
corre a su encuentro, lo abraza y besa efusivamente como una madre, y grita a todo el mundo su alegría.
Interrumpe la confesión del hijo para ahorrarle más humillaciones; no necesita que haga nada para acogerlo tal
como es. No le impone castigo alguno; no le plantea ninguna condición para aceptarlo de nuevo en casa; no le
exige un ritual de purificación. No parece sentir necesidad de expresarle su perdón; sencillamente, lo ama desde
siempre y sólo busca su felicidad. Le regala la dignidad de hijo: el anillo de casa y el mejor vestido. Ofrece al
pueblo fiesta, banquete, música y baile. El hijo ha de conocer junto al padre la fiesta buena de la vida, no la
diversión falsa que ha vivido entre prostitutas paganas.

Éste no es el Dios vigilante de la ley, atento a las ofensas de sus hijos, que hace pagar a cada uno su merecido y
no concede el perdón si antes no se han cumplido escrupulosamente unas condiciones. Éste es el Dios del
perdón y de la vida; no hemos de humillarnos o autodegradarnos en su presencia. Al hijo no se le exige nada.
Sólo creer en el Padre. Cuando Dios es captado como poder absoluto que gobierna y se impone por la fuerza de
su ley, emerge una espiritualidad regida por el rigor, los méritos y los castigos. Cuando Dios es experimentado
como bueno, cercano y compasivo con todos, nace una espiritualidad fundada en la confianza, el gozo y la
acción de gracias. Dios no aterra por su poder y su grandeza, seduce por su bondad y cercanía. Lo decía Jesús de
mil maneras a los enfermos, desgraciados, indeseables y pecadores: Dios es para los que tienen necesidad de
que sea bueno.

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