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El Sacerdocio

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SACERDOCIO COMÚN Y

SACERDOCIO MINISTERIAL
EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA*
RICARDO BLÁZQUEZ

SUMARIO

I • PARTICIPACIÓN DEL PUEBLO SACERDOTAL Y DE LOS MINISTROS


SACERDOTES EN EL SACERDOCIO DE JESUCRISTO. II • LOS SACRIFI-
CIOS ESPIRITUALES. III • LA EUCARISTÍA, CELEBRACIÓN DEL SA-
CERDOTE MINISTERIAL Y DE TODA LA ASAMBLEA CRISTIANA.

Hay realidades cristianas, que en determinados momentos emergen


en la conciencia de la Iglesia y otros en que son vividas en un nivel más o
menos subconsciente. A estas realidades pertenece el sacerdocio común de
los cristianos. El Concilio Vaticano II enseñó lo que en decenios anterio-
res había sido recuperado por la Iglesia católica en el retorno a las fuentes
y en la comprensión renovada de sus fundamentos. Para esta recuperación,
que produjo la impresión de renovación con grandes potencialidades,
aportaron su contribución el estudio y la revitalización del laicado, la in-
vestigación bíblica, el movimiento litúrgico y ecuménico, la secularización
social y cultural, la sensibilidad participativa de la sociedad, etc.1

* Conferencia leída el 11.XI.2002, en la Jornada de estudio sobre «El cristiano y el rei-


nado de Cristo. En el centenario del nacimiento de San Josemaría Escrivá», organizada por
la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad de Navarra.
1. «La doctrina del sacerdocio común es el fundamento de la actual renovación pastoral,
según la cual la “ecclesia” no quiere ser una mera institución clerical, donde los laicos serí-
an receptores pasivos, sino todo el pueblo de Dios, que vive para la alabanza divina y el tes-
timonio» (Y. J.-M. CONGAR, Allgemeines Priestertum, en LTK 8, col. 756). Cfr. Lumen gen-
tium, 10-11, 31, 34 y 41; Sacrosanctum Concilium 7 y 48; Christus Dominus, 15; Presbyterorum
ordinis 2; Apostolicam actuositatem 3; Ad gentes 15. «En el catolicismo contemporáneo, el te-
ma del sacerdocio universal es todavía más reciente y nuevo que el del Cuerpo Místico» (G.
PHILIPS, El laicado en la época del Concilio. Por un cristianismo adulto, San Sebastián 1966, p.
79). E. J. DE SMEDT, El sacerdocio de los fieles, en «La Iglesia del Vaticano II», I (ed. G. Ba-
raúna), Barcelona 1966, pp. 467-478. Desde entonces las cosas han cambiado profunda-
mente. Cfr. F. OCÁRIZ, La participación del laico en la misión de la Iglesia, en «Iglesia y Laica-
do. Balance sinodal del Postconcilio», Madrid 1987, pp. 101-135. A. ÁLVAREZ-SUÁREZ, De
la discusión a la formulación: «Sacerdocio común-sacerdocio ministerial», en «Vocación y misión

IUS CANONICUM, XLII, N. 84, 2002, págs. 469-490


470 RICARDO BLÁZQUEZ

Todos los fieles de la Iglesia, tanto los que han recibido la inicia-
ción cristiana, como los que además han profesado los consejos evangéli-
cos, y los que han recibido la ordenación sacramental poseemos la misma
dignidad de cristianos; somos realmente hermanos en Cristo. Por esto, de-
bemos sentirnos todos sujetos de derechos y responsabilidades, personal y
orgánicamente miembros activos en la vida y misión de la Iglesia. Debe-
mos dar gracias a Dios por el camino recorrido en el posconcilio y conti-
nuar cubriendo las etapas pendientes. Sin duda, en este aspecto, la recep-
ción del Concilio Vaticano II ha sido muy honda en la conciencia de los
cristianos, en la acción pastoral y en las instituciones canónicas.
El prefacio compuesto hace algunos decenios para la misa crismal
expresa con claridad y belleza en el ámbito de la «lex orandi» lo que se-
gún la «lex credendi» reconocemos acerca del sacerdocio de Jesucristo,
del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial.
Nos ha parecido conveniente que este texto litúrgico presida
nuestra reflexión. Por ello lo transcribimos a continuación:
«Dios Padre santo, todopoderoso y eterno,
que constituiste a tu único Hijo
Pontífice de la Alianza nueva y eterna
por la unción del Espíritu Santo,
y determinaste, en tu designio salvífico,
perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio.
Él no sólo confiere el honor del sacerdocio real
a todo su pueblo santo,
sino también, con amor de hermano,
elige a hombres de este pueblo,
para que, por la imposición de las manos,
participen de su sagrada misión.
Ellos renuevan en nombre de Cristo
el sacrificio de la redención,
preparan a tus hijos el banquete pascual,
presiden a tu pueblo santo en el amor,
lo alimentan con tu palabra
y lo fortalecen con tus sacramentos.

del laico en la Iglesia y en el mundo», Burgos 1987, pp. 165-215. J. PEREA, El Laicado: Un
género de vida eclesial sin nombre, Bilbao 2001, pp. 153 ss.
SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO MINISTERIAL 471

Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti


y por la salvación de los hermanos,
van configurándose a Cristo,
y han de darte así testimonio constante de fidelidad y amor»2.

I. PARTICIPACIÓN DEL PUEBLO SACERDOTAL Y DE LOS MINISTROS


SACERDOTES EN EL SACERDOCIO DE JESUCRISTO

Jesús es el Ungido por excelencia y el Sacerdote de la nueva y defi-


nitiva alianza, sellada por Dios Padre con la humanidad a través de su san-
gre. Tanto la Iglesia, pueblo santo de Dios, como los ministros sacerdotes
participan del único sacerdocio de Jesucristo. Para poder relacionar ade-
cuadamente el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial se debe tener
presente su origen permanente en Cristo y su Espíritu. Las diferencias entre
ambas participaciones se sustentan en la unidad de origen; ambos están en
la misma Iglesia y sirven a su misión. Esta unidad en Cristo y la Iglesia no
permite que se contrapongan sino que en su diferencia se complementen.
Resulta significativo que el mismo crisma sea utilizado, por una
parte, en el bautismo y la confirmación y, por otra, en la ordenación de
presbíteros y de obispos. La misma oración de consagración de algunos
rituales lo recuerdan expresamente3.

2. «El prefacio canta la excelencia y las funciones del sacerdocio ministerial, la natura-
leza de su servicio, y su inserción en el contexto de la misión de Cristo y del sacerdocio de
los fieles» (A. BUGNINI, La reforma de la liturgia [1948-1975], Madrid 1999, p. 103). Por su-
gerencia de Pablo VI, que ya en Milán había acentuado el carácter sacerdotal del Jueves san-
to, se convirtió la misa crismal también en una celebración de los sacerdotes. Por esto, se in-
trodujeron en la misa revisada la renovación de las promesas sacerdotales y el prefacio
propio, que hemos transcrito. Este prefacio puede remitirse en su encuadramiento al decre-
to Presbyterorum ordinis 2.
3. Recojo la oración del rito copto: «Envía tu Espíritu sobre esta unción gloriosa y ben-
dita, para que sea unción santa y sello perfecto, aceite de gozo, de misericordia y de salva-
ción, manifestada por la Ley y otra vez de esta manera en el Nuevo Testamento, a fin de que
por él fueran ungidos los reyes, los sumos sacerdotes y los profetas, de Moisés a Juan... Por él,
en efecto, han sido ungidos los apóstoles y todos los santos hijos que nacen en nombre de
Cristo para venir a la unción de la regeneración. Por él también son ungidos los obispos y
los otros sacerdotes, hasta el día de hoy... Márcalos con tu sello... para que sean por nuestra
unción un pueblo santo para ti». (P. DABIN, Le sacerdoce royal des fidèles dans la tradition an-
cienne et moderne, París 1950, pp. 622-623). Cfr. ibid. en p. 619, la oración de la liturgia de
san Basilio. Cfr. Caeremoniale Episcoporum, n. 274. Decreto de la Sda. Congregación para el
Culto divino, Ritibus Hebdomadae Sanctae (3 de diciembre de 1970), en Enchiridion Vatica-
num 3, p. 1701.
472 RICARDO BLÁZQUEZ

«Todo el orden del sacrificio y del sacerdocio va a Jesucristo, toma


consistencia en él y fluye de él, en participación, hacia la Iglesia»4. Esta
aserción nos parece fundamental para plantear el sacerdocio cristiano. La
carta a los Hebreos ha interpretado la persona de Jesús y su obra como
cumplimiento del sacerdocio y de los sacrificios del Antiguo Testamento.
Lo anterior es sombra de la realidad futura, es imagen proyectada al cum-
plimiento, la economía de la salvación está orientada en el designio de
Dios Padre hacia su Hijo encarnado en la plenitud de los tiempos. En Je-
sucristo han encontrado las promesas de Dios su «amén» irrevocable y su
plenitud; y de este sí de Dios vive la Iglesia. Todo es nuevo: el sacerdote,
el sacrificio, el templo y el modo de ofrecerse. De esta novedad quedarán
impregnados el sacerdocio y el sacrificio que derivan de Jesucristo.
La existencia entera de Jesús es una ofrenda filial y obediente al
Padre por la humanidad. «Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no
quieres sacrificios ni ofrendas, pero me han preparado un cuerpo; no
aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está
escrito en el libro: “Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hace tu voluntad”» (Heb
10, 5-7). La vida entregada de Jesús culmina en la cruz; la cruz es el sello
supremo del amor a Dios Padre y a los hombres. El sacrificio de Cristo no
es ritual, sino personal y existencial; se ofreció a sí mismo en la crucifi-
xión, que no era un sacrificio ritual sino una ejecución —la más cruel
que hemos inventado los hombres—, una muerte inferida como conde-
nación, pero ofrecida por el Hijo al Padre como prueba insuperable de
confianza y de obediencia, y al mismo tiempo como servicio sublime a
toda la humanidad. Jesús se ofreció a sí mismo una vez por todas; una vez
para siempre entró con su propia sangre en el «sancta sanctorum» del
cielo para abrir el camino del santuario a todos los que lo sigan. La san-
gre de Jesús es la sangre de la alianza prometida, que destruye los peca-
dos (cfr. Heb 9,15 ss.)5.
Jesús, cuando llegó la «hora» de su «pascua» (Jn 2,4; 7,30; 13,1),
cuando todos maquinaban su entrega a la muerte, en la cena de despedi-

4. Y. M.-J. CONGAR, Jalones para una teología del laicado, Barcelona 1965, 3.ª ed., p. 148.
IDEM, Sacerdoce et laïcat, París 1962. IDEM, Laïc et laïcat, en «Dictionnaire de Spiritualité»,
1975, cols. 79-108. J. L. ILLANES, Laicado y sacerdocio, Pamplona 2001.
5. A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el nuevo testamento, Salamanca
1984, pp. 181-219. Cfr. F. VARO, Santidad y sacerdocio. Del Antiguo al Nuevo Testamento, en
«Scripta Theologica», XXXIV (2002) pp. 13-43.
SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO MINISTERIAL 473

da, hizo partícipes a sus discípulos de su existencia entregada a través del


pan partido y de la copa que circuló entre los comensales. «Tomad y co-
med todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por voso-
tros». «Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre,
Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y
por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en con-
memoración mía» (Ritual de la Eucaristía). Jesús anticipa simbólica-
mente su muerte sacrificial que tendrá lugar en el Calvario; en su Cuer-
po y Sangre, en su existencia personal ofrecida sin rencor ni resistencias
sino con amor y generosidad, establece con sus compañeros y amigos la
comunión y la alianza. A sus discípulos les encarga, además, celebrar su
«pascua» como memorial. En la cena antes de ser entregado a la pasión
instituye Jesús la Eucaristía como sacrificio suyo puesto en manos de la
Iglesia; y al mismo tiempo otorga a sus apóstoles el encargo y la capaci-
dad de celebrar sacramentalmente el memorial de su paso del mundo al
Padre y la actualización de su ofrenda única, ofrecida una vez para siem-
pre6; con este mandato de memoria el sacrificio de Jesús se convierte
también en sacrificio de la Iglesia. Hasta que el Señor vuelva (cfr. 1 Cor
11,26), recuerda la Iglesia su muerte y resurrección como fuente de mi-
sericordia y de esperanza.
Jesús instituye igualmente en la última cena el sacerdocio minis-
terial, es decir, a los apóstoles y a sus sucesores les manda actualizar su en-
trega que culminó en la pasión y muerte; también en el Nuevo Testa-
mento son correlativos sacerdocio y sacrificio. Son ministros de su
sacerdocio y de su sacrificio como fuente perenne de gracia para la Igle-
sia y la humanidad. Él, que es el Mediador de la alianza definitiva, ha en-
comendado a otros ser mediadores sacramentales de su pascua, actualiza-
da en la Eucaristía. De esta manera la Cena, que simbólicamente había
anticipado la redención de la cruz, es referencia permanente de la Euca-
ristía cristiana.
Pero Jesús no sólo ha hecho partícipes de su sacerdocio a los após-
toles y sus sucesores; a todo su pueblo fiel lo ha convertido también en

6. Cfr. DENZINGER-SCHÖNMETZER, 1739-1742. «En realidad se trata de un sacrificio úni-


co que, ofrecido en la historia, vive en la presencia eterna de Dios, y es puesto en las manos
de la Iglesia en la representación sacramental del banquete memorial de la eucaristía, para
que ella lo ofrezca una y otra vez al Padre» (O. SEMMELROTH, Sacrificio de Cristo, en «Sacra-
mentum mundi» 6, col. 189).
474 RICARDO BLÁZQUEZ

sacerdocio real. «Cristo, el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres


(cfr. Heb 5,1-5), ha hecho del nuevo pueblo un reino de sacerdotes para
Dios, su Padre (Apoc 1,6; cfr. 5,9-10). Los bautizados, en efecto, por el
nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, son consagrados
como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las
obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravi-
llas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 Ped 2,4-10)»7.
El principal escrito neotestamentario, al que ha recurrido cons-
tantemente la tradición de la Iglesia para hablar del sacerdocio común,
es la carta primera de san Pedro. Los cristianos por el bautismo han en-
trado como «piedras vivas en la construcción del templo del Espíritu,
formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que
Dios acepta por Jesucristo... Sois un linaje elegido, un sacerdocio real,
una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las
hazañas del que os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz mara-
villosa. Antes erais “no pueblo”, ahora sois “pueblo de Dios”; antes erais
“no compadecidos”, ahora sois “compadecidos” (2,5. 9-10)». El nuevo
pueblo de Dios, entre otros títulos, recibe el de sacerdocio real y profeta
de las maravillas de Dios. Las expresiones de Ex 19,5-6 son transferidas
a la Iglesia: «hierateuma hagion» (v. 5), «basileion hierateuma» y «eth-
nos hagion» (v. 9). El pueblo entero —no una élite— será ámbito sagra-
do, ministro de la presencia de Dios y mensajero de la salvación.
Se habla ante todo de la condición sacerdotal que la comunidad
cristiana como tal recibe de Jesucristo; y de las personas concretas en la
medida en que forman parte de la misma. Al participar cada cristiano por
el bautismo en el sacerdocio del pueblo de Dios se afirma al mismo tiem-
po el sentido comunitario de la existencia cristiana y el sentido personal;
son excluidos tanto el individualismo como el colectivismo. La Iglesia
tiene acceso a Dios, ha alcanzado misericordia, es una comunidad santa
porque ha sido elegida por Él, entra en su presencia con sacrificios espi-
rituales y ella misma es una casa espiritual (cfr. Ef 2,20-22).
El sacerdocio del pueblo de Dios se llama «común» por un doble
motivo, a saber, porque es recibido por todos y cada uno, y porque es «de
comunión», compartido en el pueblo de Dios y en la comunidad cristia-

7. Cfr. Lumen gentium, 10. Cfr. ibid., 62.


SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO MINISTERIAL 475

na. Se llama también sacerdocio universal, ya que participan de él todos


los cristianos, y bautismal porque el bautismo y la unción con el crisma
son su fundamento8.
Sería menos adecuado llamarlo «sacerdocio de los laicos», ya que
también los ministros ordenados siguen siendo miembros del pueblo sa-
cerdotal; la condición de la Iglesia como «sacerdocio real» califica a to-
dos los bautizados. Es elocuente que los números 10 y 11 de Lumen gen-
tium dedicados al sacerdocio común estén en el capítulo del «Pueblo de
Dios», que precede a los dedicados a la jerarquía, a los laicos y a los reli-
giosos9.
«Nos servi tui, sed et plebs tua sancta!», «nosotros tus siervos y to-
do tu pueblo santo» (Canon romano) expresan la relación fundamental,
insustituible estructuralmente en la Iglesia; para que la comunidad cris-
tiana mantenga su autenticidad como pueblo sacerdotal, existe un mi-
nisterio particular centrado en el servicio de la Palabra de Dios y en la
celebración de los Sacramentos. Porque este ministerio ejerce funciones
sacerdotales puede ser calificado justamente como ministerio sacerdotal.
Los dos son requeridos, aunque el ministerial está orientado al sacerdo-
cio existencial del pueblo de Dios.

8. «Es colectivamente como los bautizados poseen esta realeza y este sacerdocio, en vis-
ta de la adoración debida a Dios y de la alabanza que le es dirigida» [P. GRELOT, Le sacerdo-
ce comun des fidèles dans le Nouveau Testament, en «Esprit et Vie» 94 (1984) p. 142]. «Por
una parte, la Iglesia tiene por vocación esencial la vida en comunión con Dios, en un acce-
so inmediato por el Espíritu de Cristo. Por otra, en esta Iglesia el cristiano no puede vivir au-
ténticamente más que insertándose en la gracia y la misión del todo». (J.-M.R. TILLARD, Sa-
cerdoce, en «Dictionnaire de Spiritualité» 14, París 1988, col. 9). «La expresión “sacerdocio
común”, sería sin duda más justo substituirla por “sacerdocio de comunión”, comunión en el
sacerdocio de Cristo, comunión de todos en el único sacerdocio bautismal» (ibid. col. 21).
Sobre la terminología más adecuada cfr. G. PHILIPS, La Iglesia y su ministerio en el Concilio Va-
ticano II, t. I, Barcelona 1968, pp. 177 ss. Aunque los títulos de los números, que aparecen
ordinariamente en las ediciones de los documentos conciliares no forman parte del texto de-
finitivo, preferimos el que figuró en esquemas previos, a saber, «sacerdocio común». Cfr. B.
MONSEGÚ, El sacerdocio común de los fieles, en «Comentarios a la constitución sobre la Igle-
sia», Madrid 1966, pp. 264-316.
9. Cfr. PHILIPS, op. cit., pp. 186 s. «Es necesario subrayar... que este sacerdocio del bau-
tismo y de la confirmación no es un sacerdotium laicorum, al cual haría frente el “sacerdocio
ministerial”. Es el sacerdocio del que todos los cristianos tienen la calidad y el título y sin el
cual ningún obispo o presbítero podría ser ordenado al ministerio. Porque... el ministerio lla-
mado “sacerdotal” está en el cuerpo eclesial sacerdotal (en el sentido de 1 Ped 2,4-10) y pa-
ra él» (TILLARD, a.c., col. 17). La ordenación sacerdotal no desplaza ni elimina el sacerdo-
cio bautismal.
476 RICARDO BLÁZQUEZ

Retenido lo que terminamos de decir y conscientes de que el sa-


cerdocio ministerial supone siempre el sacerdocio común, no podemos
olvidar que el «sacerdocio común» tiende a ser el «sacerdocio de los fie-
les cristianos laicos», ya que la condición bautismal se concreta y espe-
cifica en diferentes estados de vida y en diversas condiciones de existen-
cia; los sacerdotes y religiosos viven otros estados de vida, radicados
siempre en el bautismo. Por ello Lumen gentium, después de haber trata-
do del sacerdocio común en el capítulo dedicado al Pueblo de Dios, vuel-
ve sobre la «función sacerdotal» que Cristo otorga a los laicos, con tér-
minos que recuerdan lo dicho anteriormente10.
Desde el Antiguo Testamento se ha ido configurando la trilogía de
sacerdote, rey y profeta como contenido de la esperanza mesiánica. El
Mesías, en efecto, cumplirá esa secular expectación, ya que será el Ungi-
do por excelencia. Estas tres calificaciones afectan también al pueblo de
Israel; y la carta primera de Pedro las transfiere a la comunidad cristiana,
como hemos visto. El Concilio Vaticano II ha utilizado la trilogía como
esquema articulador de su doctrina sobre la Iglesia, pueblo de Dios, sobre
el ministerio de los obispos y de los presbíteros, y sobre las funciones de
los laicos11.

10. Cfr. Lumen gentium, 34. Semejante dualidad, sacerdocio común y función sacerdotal
de los laicos, aparece igualmente en el Código de Derecho Canónico, cc. 204 ss. y 212 ss. Se
parte de la radical igualdad existente entre todos los cristianos y se pasa a los derechos y obli-
gaciones específicos de los laicos. También puede observarse el mismo deslizamiento de la
gracia común bautismal a la existencia específica laical en la Exhortación apostólica Chris-
tifideles laici 14. «Laico» puede significar etimológicamente todo miembro del pueblo (laós)
de Dios y también el cristiano, que además de estar incorporado a Cristo por el bautismo y
ser partícipe de las funciones sacerdotal, profética y real, posee como propio y específico el
carácter secular (cfr. Lumen gentium 31). De alguna manera podemos decir que el laico es el
cristiano sine addito, cfr. K. RAHNER, Sobre el apostolado seglar, en «Escritos de Teología» II,
Madrid 1961, pp. 337 ss. IDEM, Fundamentación sacramental del estado laical en la Iglesia, en
«Escritos de Teología» VII, Madrid 1967, pp. 357 ss.
11. Cfr. P. DABIN, Le sacerdoce royal de fidèles dans les livres saints, París 1941, p. 197. La
1 Ped une con «una relación de finalidad el ejercicio de este profetismo a la dignidad del sa-
cerdocio real», a saber, es un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que
los llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa (2,9). M. SCHMAUS, Ämter
Christi, en «LTK» 1, cols. 457-459. Calvino influyó decisivamente para que la doctrina de
las tres funciones de Cristo fuera introducida en la teología protestante; entró en la teología
católica en el gozne de los siglos XVIII y XIX, aunque ya el Catecismo del Concilio de Tren-
to se refiere a ellas. Cfr. J. SALAVERRI, La triple potestad de la Iglesia, en «Miscelánea Comi-
llas», 14 (1951) pp. 7-84. El Vaticano II la utiliza en los diversos lugares de modo más siste-
mático: Lumen gentium, 10-17, 12 y 13 (pueblo de Dios); Lumen gentium 25, 26 y 27 (los
obispos); Lumen gentium 28 (los presbíteros); Lumen gentium 34, 35 y 36 (los laicos). Ade-
SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO MINISTERIAL 477

Mesías y Cristo significan ungido; y crisma, consiguientemente,


quiere decir aceite de la unción. La oración consecratoria del crisma re-
cuerda la condición de reyes, sacerdotes y profetas, que reciben con la
unción los bautizados al ser incorporados a Jesucristo y entrar en el pue-
blo de Dios. Como ejemplo de esto citamos el texto tradicional del Pon-
tifical Romano, retocado en la reforma posconciliar: «Te pedimos, Se-
ñor, que te dignes santificar con tu bendición este óleo y que, con la
cooperación de Cristo, tu Hijo, de cuyo nombre le viene a este óleo el
nombre de crisma, infundas en él la fuerza del Espíritu Santo con la que
ungiste a sacerdotes, reyes, profetas y mártires, y hagas que este crisma
sea sacramento de la plenitud de la vida cristiana para todos los que van
a ser renovados por el baño espiritual del bautismo; haz que los consa-
grados por esta unción, libres del pecado en que nacieron, y convertidos
en templo de tu divina presencia, exhalen el perfume de una vida santa;
que, fieles al sentido de la unción, vivan según su condición de reyes, sa-
cerdotes y profetas y que este óleo sea para cuantos renazcan del agua y
del Espíritu Santo, crisma de salvación, les haga partícipes de la vida
eterna y herederos de la gloria celestial»12.
Como es obvio, el misterio de la Iglesia no queda exhaustivamen-
te expresado con su condición de pueblo sacerdotal, profético y real;
tampoco sería pertinente sistematizar con precisos contornos y rigurosa-
mente delimitados las tres funciones olvidando que forman parte de la
misma gracia regeneradora en el Espíritu y que entre ellas existe una ós-

más, en los decretos correspondientes Christus Dominus 12-14, 15 y 16; Presbyterorum ordi-
nis 4, 5 y 6, etc.
12. Para la consagración del crisma propone el nuevo ritual dos textos: El tradicional y
otro de nueva redacción. «Ambos insertan la acción sagrada en el misterio de salvación a
través de las figuras bíblicas que ilustran la acción de Dios por medio del óleo» (BUGNINI,
op. cit., pp. 699 ss.). La referencia de la oración solamente retocada a «sacerdotes, reyes, pro-
fetas y mártires» procede del Pontifical Romano (cfr. P. DABIN, Le sacerdoce royal des fidèles
dans la tradition..., p. 603). Pueden verse las respectivas bendiciones del Sacramentario Ge-
lasiano y del Sacramentario Gregoriano en p. 606. La palabra «mártires» no significa un
nuevo título de los ungidos por el crisma, sino que han sido consagrados los cristianos y for-
talecidos con la unción del Espíritu Santo para ser testigos del Señor hasta la muerte, es de-
cir, para dar el supremo testimonio con la rúbrica de la sangre. La trilogía —reyes, sacerdo-
tes y profetas— es tradicional, patrístico, litúrgico y teológico, con base en la Sagrada
Escritura. La Tradición apostólica de Hipólito contiene la siguiente oración: «Si alguien
ofrece aceite, que dé gracias a Dios como para el pan y el vino, no en los mismos términos,
sino en el mismo sentido: “Al santificar este aceite, oh Dios, por el cual has ungido a los re-
yes, los sacerdotes y los profetas, otorga la santidad a quienes lo usan y reciben”» (B. BOTTE,
La Tradition apostolique, París 1946, pp. 33-34).
478 RICARDO BLÁZQUEZ

mosis vital. Una de las exposiciones más brillantes del sacerdocio común
publicada en 1926, que sin duda tuvo su influjo en Lumen gentium, la de-
bemos a K. Adam; pues bien, en el desarrollo del sacerdocio universal in-
troduce la participación de los laicos en la vitalidad y custodia de la fe,
que asignaríamos hoy a su función profética13.

II. LOS SACRIFICIOS ESPIRITUALES


¿Cuáles son los «sacrificios espirituales» que están llamados a ofre-
cer los cristianos como «piedras vivas» de una «casa espiritual»? (cfr. 1
Ped 2,5). Responder a esta pregunta ha ocupado amplio espacio al pre-
sentar el sacerdocio común14. Por su parte el Concilio Vaticano II ense-
ña lo siguiente: «Los fieles en virtud de su sacerdocio real concurren en
la oblación de la Eucaristía y lo ejercen al recibir los sacramentos, en la
oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, la ab-
negación y la caridad operante»15. A propósito de los laicos enseña: «To-
das sus obras, oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y fa-

13. Cfr. K. ADAM, Das Wesen des Katholizismus, Düsseldorf 1936, 8.ª ed., pp. 156-175. La
exposición específica forma parte de un capítulo dedicado a «la comunión de los santos»;
aunque, por lo que dijimos arriba, identificar de hecho «sacerdocio laical» y «sacerdocio uni-
versal» pueda ser matizado (cfr. p. 159), no podemos menos de percibir la hondura teológi-
ca y también el aliento espiritual y el entusiasmo de J.A. Möhler, su precedesor en Tubinga.
Después de citar el texto clásico de la carta primera de san Pedro (2,9 ss.) afirma: «De este
vínculo sacerdotal de todos con el único Sumo Sacerdote Cristo brota la comunidad solida-
ria de todos en la oración, la fe y el amor» (p. 160). Y a continuación desarrolla breve pero
vigorosamente cada uno de estas formas de solidaridad entre jerarquía y comunidad. Cfr. J.A.
MÖHLER, La unidad en la Iglesia, Pamplona 1996, pp. 402-415, en que trata de la condición
sacerdotal común a todos los cristianos, representada en el ministro como su sinécdoque (p.
415).
14. P. DABIN, Le sacerdoce royal des fidèles dans les livres saints, pp. 394-425. He aquí su
enumeración: La oblación de hostias espirituales y de la alabanza (cfr. Heb 13,15-16); co-
munión con los sufrimientos de Cristo (cfr. 1 Ped 4,13); el martirio (cfr. Act 22,20; Apoc
17,6); la persecución y los sufrimientos apostólicos (cfr. Jn 15,13; Fil 2,26-30); la «comuni-
cación litúrgica del evangelio y de la fe» (cfr. Rom 15,16; Fil 1,27; 4,3); la oblación de la vir-
ginidad y la viudedad 1 Cor 7,35 (cfr. 2 Cor 11,2-3); la ofrenda de la castidad y de la conti-
nencia conyugales (cfr. 1 Cor 7,5); el sacrificio de la limosna (cfr. 1 Cor 16,1; 2 Cor 9,12;
Fil 2,230); el sacrificio de la mortificación (cfr. Rom 12,1; 1 Cor 9,24-27; Col 1,24; Fil 3,7-
8). Es comprensible que habiendo sido publicado el libro en 1941 necesitaría una actualiza-
ción exegética, pero muestra cómo la vida entera del cristiano es culto espiritual. Otras pre-
sentaciones más actuales, cfr. P.J. LECUYER, Essai sur le sacerdoce des fidèles chez les Pères, en
«La Maison-Dieu», 27 (1951-3) pp. 7-50. Y CONGAR, Jalones..., pp. 218-269. Es muy rico en
datos, perspectivas y sugerencias, J-M.R TILLARD, Sacerdoce, a.c., cols. 22-26.
15. Lumen gentium, 10.
SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO MINISTERIAL 479

miliar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se rea-


lizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con pa-
ciencia, se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Je-
sucristo (cfr. 1 Ped 2,5), que en la celebración de la Eucaristía, junto con
la oblación del Cuerpo del Señor, se ofrecen piadosísimamente al Padre.
De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todo lugar
actúan santamente, consagran el mismo mundo a Dios»16.
En esta multitud de «sacrificios espirituales» por los que se ejerci-
ta el sacerdocio común, a saber, la vida orante, caritativa, abnegada, mi-
sericordiosa, familiar, apostólica, etc., hay una distinción que nos parece
importante: las obras de la vida cristiana y la participación en los sacra-
mentos. Los textos neotestamentarios y de los orígenes relacionan ante
todo el culto y el sacerdocio de los fieles con la vida cristiana. Poco a po-
co se contemplará el sacerdocio de los fieles también en función del cul-
to propiamente sacramental y sobre todo con la celebración de la Euca-
ristía, como autorizadamente enseña el Concilio17. Ambas dimensiones,
la fidelidad en la vida cotidiana y el culto sacramental, son inseparables
en la existencia de los cristianos.
Jesús anuncia que el culto de los tiempos mesiánicos es un culto
«en espíritu y verdad» (cfr. Jn 4,23), que no excluye el culto ritual, ex-
terno y sacramental. Dios busca en los verdaderos adoradores el corazón
auténtico y sincero que lo reconoce, ama, adora y obedece. Jesús purifi-
ca el culto puntilloso, formalista y que transcurre de espaldas a la justicia
entre los hombres, acentuando la misericordia y la transparencia del co-
razón fiel a Dios (cfr. Mt 12,1-8; Mc 12,33; Heb 13,15; Sant 1,26 s.). Co-
necta con una vigorosa línea profética de renovación del culto y de las
prácticas religiosas (cfr. Is 1,10-16; 29,13-14,58, 1 ss.; Jer 2,8; 7, 1 ss.; Os
5,1; 6,6; 8,13; Am 5,21-27; Mal 2,1-9; Eclo 35,1 ss.).
Frente a la crítica de sus adversarios porque acoge a los pecadores
y come con ellos, Jesús defiende así su Evangelio encarnado en la comu-
nión de la comensalidad: «No tienen necesidad de médico los sanos, si-
no los enfermos. Andad, aprended lo que significa «misericordia quiero

16. Lumen gentium, 34.


17. Cfr. Y. CONGAR, Jalones..., p. 156. Desde las pp. 218 a 236 y de 236 a 269, presenta
cada una de las dimensiones.
480 RICARDO BLÁZQUEZ

y no sacrificios»; que no he venido a llamar a los justos, sino a los peca-


dores» (Mt 9,12-13). La curación en sábado de un enfermo, aunque es-
candalizó a los fariseos, manifiesta la veta humanizadora y salvífica de la
actividad de Jesús (cfr. Lc 6,1-11). El culto grato a Dios se cumple cu-
rando a los enfermos, acercándose a los excluidos, dando de comer a los
indigentes, aligerando el peso que oprime los hombros y el corazón de las
personas. El Hijo de Dios se ha hecho hombre y es sacerdote compasivo
y misericordioso, compartiendo nuestra debilidad y sufrimientos (cfr.
Heb 2, 10-18; 4-14-16; 5,1-10).
En el corazón del culto que Dios quiere está la atención a los po-
bres, enfermos, pequeños, marginados, abandonados. Por esto, la colecta
organizada por Pablo a favor de los fieles cristianos de Jerusalén es consi-
derada como una acción sagrada (cfr. Rom 15,26-28; 1 Cor 16,1-3; 2 Cor
8-9; Gál 2,10; Act 24,17). San Juan Crisóstomo establece un vínculo tan
estrecho entre la atención al cuerpo de Jesús en los pobres y en la Euca-
ristía que llega a unir las palabras del Señor «esto es mi cuerpo» (Mt
26,26) a propósito de la Eucaristía y «cada vez que no lo habéis hecho a
uno de mis hermanos pequeños no lo habéis hecho conmigo» (Mt 25-45).
El templo del pobre es más precioso que el templo donde se reúne la co-
munidad18. El amor de Dios con todo el corazón y el amor al prójimo for-
man el anverso y el reverso de una misma moneda; su validez y autentici-
dad dependen de la unidad de la cara y la cruz cumpliendo la voluntad de
Dios en el ejercicio de la misericordia y en la participación litúrgica.
San Agustín, leyendo el capítulo 12 de la carta de san Pablo a los
Romanos, hace una interpretación admirable. El Apóstol exhorta a los
destinatarios a ofrecer sus cuerpos como sacrificio espiritual y agradable
a Dios. Ahora bien, cuerpo es cada cristiano y cuerpo es también la co-
munidad con todos sus miembros (cfr. vv. 1 y 5); por esto, cada cristiano
debe ser un sacrificio e igualmente la comunidad. Pero todos formamos
un solo cuerpo en Cristo, que como Cabeza de la Iglesia se ofreció a sí
mismo en la pasión, y en la Eucaristía renueva su sacrificio; consiguien-
temente, la Iglesia al celebrar el memorial de la donación del Señor está

18. Cfr. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 50, 3-4, en «PG» 58, cols. 507-510. El
que ha sido socorrido por la comunidad, es «considerado como altar de Dios» (Constitucio-
nes Apostólicas IV,3,2, en «Sources Chrétiennes» 329, p. 175). A.G. HAMMAN, Riches et
pauvres dans l’Église ancienne, París 1982.
SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO MINISTERIAL 481

llamada a ofrecerse siguiendo a su Cabeza. Sobre el altar está puesto el


sacramento del sacrificio de Cristo, al cual debe decir el cristiano
«amén» en la comunión, incluyendo en este sí la unión con Cristo Ca-
beza y la unión con los miembros del cuerpo. De esta manera el sacrifi-
cio de Jesús y de la Iglesia es el sacramento que va llevando a la huma-
nidad a ser una «asamblea redimida», que será consumada en el
santuario celeste. La felicidad verdadera, la meta a que aspiramos todos,
consiste en la alianza definitiva con Dios y con los demás hombres, que
se va realizando en la Eucaristía. A estas dimensiones sublimes, genial-
mente enlazadas entre sí, abre la interpretación de san Agustín del tex-
to paulino, que ha ejercido su influjo en los documentos conciliares19.
Otra interpretación genial del mismo texto paulino Rom 12,1 nos
ofrece san Pedro Crisólogo: «Escuchemos lo que nos dice el Apóstol: os
exhorto a presentar vuestros cuerpos. Al rogar así, el Apóstol eleva a to-
dos los hombres a la dignidad del sacerdocio, a presentar vuestros cuer-

19. Cfr. Presbyterorum ordinis, 2. «El verdadero sacrificio es toda obra hecha para unirnos
con Dios en santa alianza, es decir, referido a la meta de aquel bien que puede hacernos fe-
lices»... «De ahí viene que el mismo hombre, consagrado en nombre de Dios y ofrecido a
Dios, en cuanto muere para el mundo a fin de vivir para Dios, es sacrificio»... «Los verda-
deros sacrificios, pues, son las obras de misericordia, sea para con nosotros mismos, sea para
con el prójimo; obras de misericordia que no tienen otro bien que librarnos de la miseria y
así ser felices; lo que no se consigue sino con aquel bien, del cual está escrito: Para mí lo bue-
no es estar junto a Dios (Sal 72,28). De aquí ciertamente se sigue que toda la ciudad redimi-
da, o sea, la congregación y sociedad de los santos, se ofrece a Dios como un sacrificio univer-
sal por medio del gran Sacerdote, que se ofreció a sí mismo por nosotros en su pasión, para que
fuéramos miembros de tal Cabeza, según esta forma de siervo. Ya que ésta ofreció y en ésta
es ofrecido; ya que según ésta es mediador, en ésta es sacerdote, en ésta es sacrificio. Por eso
nos exhortó el Apóstol a ofrecer nuestros propios cuerpos como sacrificio vivo, consagrado,
agradable a Dios, como nuestro culto auténtico, y a no amoldarnos a este mundo, sino irnos
transformando con la nueva mentalidad; y para demostrarnos cuál es la voluntad de Dios,
qué es lo bueno, conveniente y agradable, ya que el sacrificio total somos nosotros mismos»
(Rom 12,1-2)... Y más adelante: «Nosotros, con ser muchos, unidos a Cristo formamos un
solo cuerpo, y respecto de los demás, cada uno es miembro, pero con dones diferentes, según
el regalo que Dios nos ha hecho (cfr. Rom 12,5-6). Éste es el sacrificio de los cristianos: unidos
a Cristo formamos un solo cuerpo. El cual celebra también la Iglesia en el sacramento del al-
tar, conocido por los fieles, donde se le indica que debe ofrecerse ella misma en lo que ofre-
ce» (SAN AGUSTÍN, La ciudad de Dios, X, 6, Madrid 1977, 3.ª ed., pp. 609-612). El sacrificio
más grato a Dios que podemos ofrecer los cristianos es nuestra unidad en Jesucristo; no de-
bemos acercarnos al altar con enemistades ni orar levantando las manos, los ojos y el cora-
zón sin disponibilidad al perdón y a la reconciliación (cfr. Mt 5,23-24; 6,9-15). «El sacrifi-
cio más importante a los ojos de Dios es nuestra paz y concordia fraterna y un pueblo cuya
unión sea reflejo de la unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo» (SAN
CIPRIANO, Sobre el Padrenuestro, 23-24, en «Oficio de las Horas» III, p. 314).
482 RICARDO BLÁZQUEZ

pos como hostia viva. ¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: El
hombre es a la vez sacerdote y víctima! El cristiano ya no tiene que bus-
car fuera de sí la ofrenda que debe inmolar; lleva consigo y en sí mismo
lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote perma-
necen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que
presenta el sacrificio no podría matar a esa víctima. Misterioso sacrificio
en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la sangre es
ofrecida sin derramamiento de sangre. Os exhorto, por la misericordia de
Dios, dice, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva. Este sacrificio,
hermanos, es como una imagen del de Cristo que, permaneciendo vivo,
inmoló su cuerpo por la vida del mundo; Él hizo efectivamente de su
cuerpo una hostia viva, porque, a pesar de haber sido inmolado, conti-
núa viviendo... Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sa-
cerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y con-
cedido. Revístete con la túnica de la santidad, que la castidad sea tu
ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu fren-
te, que en tu pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que
tu oración arda continuamente, como perfume de incienso; toma en tus
manos la espada del Espíritu; haz de tu corazón un altar, y así, afianzado
en Dios, presenta tu cuerpo al Señor como sacrificio. Dios te pide la fe,
no desea tu muerte; tiene sed de tu entrega, no de tu sangre; se aplaca no
con la muerte, sino con tu buena voluntad»20. Como vimos más arriba,
la existencia entera del cristiano, su vida diaria, debe ser sacrificio espi-
ritual. La plegaria, la abnegación, el trabajo cotidiano, la profesión de-
sempeñada con hondez y dedicación, las cruces de la vida, el seguimien-
to fiel de Jesús, etc., son sacrificios que debemos ofrecer en el altar del
corazón como víctima obediente a Dios, personal, libre y consciente (cfr.
«logikén latreian» de Rom 1,1).

20. Sermón 108: PL 499-500. Oficio de las Horas II, pp. 657-658. El templo es casa de
oración, y cada cristiano es piedra viva de esa casa espiritual; por eso, debe «dedicarse a la
oración para ofrecer a Dios día y noche las víctimas de sus súplicas» (ORÍGENES, Homilía 9,1-
2, en «Oficio de las Horas» IV, p. 1410). «El cristiano debe “ofrecer su cuerpo”, es decir, en
estilo semítico, su persona viviente entera, en tanto que es activa y se manifiesta viviente
en el mundo. Es el sacrificio espiritual del cual cada uno es el sacerdote y que es coextensi-
vo a toda la vida» (Y. CONGAR, Laïc, en «Encyclopedie de la Foi» II, p. 454). En el «altar de
la historia» debe ofrecer sacrificios cada cristiano, uniendo las dimensiones interior y exte-
rior, personal y comunitaria, existencial y cultual. Dios quiere el sacrificio del corazón con-
trito (cfr. Sal 50,18-19). «El sacrificio visible es el sacramento o signo sagrado del sacrificio
invisible» (SAN AGUSTÍN, op. cit., X,5, p. 607).
SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO MINISTERIAL 483

El apostolado, el servicio apostólico del Evangelio, es en el Nuevo


Testamento, a lo largo de la historia y hoy con la «nueva evangelización»
pendiente, preciosa ofrenda a Dios. «Me ha sido otorgada por Dios la
gracia de ser para los gentiles ministro de Cristo Jesús, ejercitando el sa-
grado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles
sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rom 15,15-16. Cfr.
Rom 1,9; Fil 2,17; 3,3; 4,18; 2 Tim 4,6; Heb 13,15). Por el servicio apos-
tólico los paganos pueden conocer a Jesucristo, invocar su nombre, reci-
bir la salvación y ser también heraldos de su gracia. Entregar la vida día
a día por el Evangelio, sufrir en propia carne el rechazo de la Palabra de
Dios, llevar por todas partes el morir de Jesús (cfr. 1 Cor 4,9-13; 2 Cor
4,7-18), etc., es parte del sacrificio de los apóstoles de todos los tiempos.
En la armonía entre Evangelio y existencia del apóstol se cumple el en-
cargo del Señor. «El apostolado es para Pablo un ministerio y una obra
sacerdotal: mediante el servicio al Evangelio se actualiza entre nosotros
el sacrificio de Cristo en la forma de la palabra»21.
El testimonio supremo, que los cristianos están llamados en oca-
siones a dar por el Evangelio, es el martirio, es decir, la entrega de la vi-
da hasta la muerte como sello de la fe. La comunión con Jesucristo, sa-
cerdote de la ofrenda de su sangre, se hace íntima de manera insuperable.
El martirio, sufrido a causa de Cristo, expresa existencialmente lo que en
el bautismo se había litúrgicamente celebrado: morir con Cristo para vi-
vir con Él. Por esto, la tradición habla muchas veces del martirio en tér-
minos litúrgicos22.
Recordamos aún otro campo de ejercicio del sacerdocio bautis-
mal: el matrimonio y la familia. «Maridos, amad a vuestras mujeres co-
mo Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santi-
ficarla, purificándola mediante el baño del agua y la palabra» (Ef
5,25-26). La unión sacramental del esposo y la esposa participa en la
alianza de Dios con la humanidad a través de la sangre de Jesús. El ma-
trimonio imita la pasión de Cristo, ya que padeció por amor para unir-

21. CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, El ministerio sacerdotal, Salamanca 1971, 3.ª ed.,
p. 44.
22. Cfr. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Romanos 2,2; 4,1-5,3; 6,3. Martirio de
san Policarpo 14,3.
484 RICARDO BLÁZQUEZ

se a la Iglesia como a su esposa23. El amor mutuo, la dependencia recí-


proca, el consentimiento permanente de los cónyuges comporta cruz y
sacrificio.
Nunca se ponderará demasiado la trascendencia de la familia tan-
to para la sociedad como para la Iglesia. La familia cristiana es célula de
la Iglesia y una iglesia en pequeño. El hogar es el ámbito en que la vida
se transmite, los hijos son esperados y no temidos, son acogidos como re-
galo de Dios que los confía al matrimonio; en la familia se fragua la per-
sona y el cristiano, ya que no basta el engendramiento sin los desvelos,
la compañía, el amor, la educación, la siembra de las virtudes y los valo-
res humanos y cristianos. Los padres de familia han recibido el encargo
precioso de ser los primeros educadores de los hijos en la fe cristiana y en
el seguimiento de Jesús; desde la familia, como «iglesia doméstica», van
entrando en la parroquia, en la diócesis y en la Iglesia grande. Los padres,
que ejercen el sacerdocio bautismal como esposos, están llamados a ejer-
cerlo también en el santuario de su familia.
Después de haber indicado algunos «sacrificios espirituales» pro-
pios del sacerdocio común, sobre todo en su dimensión existencial y de
la vida cotidiana, nos referimos ahora más expresamente a la dimensión
litúrgica. El ejercicio del sacerdocio común culmina en la celebración
eucarística24.

23. SANTO TOMÁS, Suma Teológica, Suplemento p. 42, a. 1, ad 3. El Concilio Vaticano


II, Lumen gentium 11, 34, 41. Los que han tratado el sacerdocio bautismal han recordado la
vida conyugal y familiar como altar de las ofrendas. «Ninguna otra institución social refle-
ja como la familia cristiana el misterio de la Iglesia... Es la célula original del apostolado de
los laicos, de la fe, que despierta y prende, que llamea en luces siempre nuevas y a través de
todas las generaciones da testimonio de Cristo» (K. ADAM, op. cit., p. 165). Y. CONGAR,
Jalones..., op. cit., pp. 227-232. G. PHILIPS, Misión de los seglares en la Iglesia, San Sebastián
1956, p. 114. También el matrimonio es vocación cristiana, G. PHILIPS, La Iglesia y su mis-
terio, op. cit., pp. 206-211. B. JIMÉNEZ DUQUE, Santidad y vida seglar, Salamanca 1965, pp.
261 ss.
24. «Se comprende que tanto el Oriente como el Occidente hayan visto en la Eucaristía
el momento privilegiado donde... el sacerdocio común ha encontrado como su floración, en
la comunión con el acto sacerdotal enteramente existencial de Jesucristo» (TILLARD, Sacer-
doce, a.c., col. 25). En la oración sobre las ofrendas propia de la misa en la fiesta de san Jo-
semaría Escrivá de Balaguer se unen el sacrificio de Jesús en la cruz, su renovación sacra-
mental en la Eucaristía y la santificación de las obras de los participantes, enlazando
armónicamente las dimensiones del sacrificio de Cristo, de la Iglesia y de cada uno de los fie-
les: «Recibe, Padre Santo, estos dones, que te ofrecemos en la conmemoración de San Jose-
maría; concédenos que, por esta renovación sacramental del sacrificio de la cruz, sean san-
tificadas todas nuestras obras».
SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO MINISTERIAL 485

El bautismo imprime en los regenerados en Cristo e incorporados


a la Iglesia el carácter, es decir, un sello imborrable, que los configura con
Cristo y por el que son destinados al «culto de la religión cristiana», los
capacita para recibir los sacramentos y les exige dar testimonio con obras
y palabras de Jesucristo ante los hombres25.

III. LA EUCARISTÍA, CELEBRACIÓN DEL SACERDOTE MINISTERIAL Y DE


TODA LA ASAMBLEA CRISTIANA

La celebración de la Eucaristía, en que nos detenemos brevemen-


te, es la actualización sacramental de la Pascua de Cristo. Es insepara-
blemente sacramento del sacrificio de Jesús y de la Iglesia. Así como Je-
sús fue en la cruz sacerdote y víctima, de manera semejante la Iglesia es
comunidad sacerdotal y ofrenda a Dios. Entre Eucaristía e Iglesia hay una
misteriosa interacción: la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la
Iglesia. La Eucaristía, que es fuente y cumbre de la vida cristiana, es tam-
bién actuación concertada del sacerdocio común y del ministerio sacer-
dotal.
El Concilio Vaticano II, al relacionar ambas formas de participa-
ción en el sacerdocio de Cristo, tiene presente la historia de la Iglesia,
marcada a veces por la desavenencia y la incomprensión. Enseña autori-
zadamente el sentido y la razón de ser de cada manera de configuración
con Cristo sacerdote e invita a la unidad vital fecunda de las dos.
Lutero rechazó la doctrina y praxis tradicional de la Iglesia dando
un alcance insólito al texto de la carta primera de san Pedro, que es la
referencia bíblica fundamental sobre el sacerdocio de los bautizados: «Si
se les pudiese obligar a reconocer que todos los bautizados somos sacer-
dotes en igual grado que ellos, como en realidad lo somos, y que su mi-
nisterio les ha sido encomendado sólo por consentimiento nuestro, in-
mediatamente se darían cuenta de que no gozan de ningún dominio
jurídico sobre nosotros, a no ser el que espontáneamente les queramos
otorgar. Éste es el sentido de lo que se dice en la primera carta de Pedro

25. Cfr. SANTO TOMÁS, Suma Teológica III, q. 63, a. 2. El bautismo es la «puerta de los
sacramentos» (ibid. a. 6). Cfr. F.M. ROMERAL, La penitencia hoy. Claves para una renovación,
Madrid 2001, pp. 31 ss. Estudia, siguiendo Lumen gentium 11, el ejercicio del sacerdocio co-
mún en el sacramento de la penitencia.
486 RICARDO BLÁZQUEZ

(cap. 2): “Sois una estirpe elegida, sacerdocio real, reino sacerdotal” (1
Ped. 2,9). Por consiguiente, todos los que somos cristianos somos tam-
bién sacerdotes. Los que se llaman sacerdotes son servidores elegidos de
entre nosotros para que en todo actúen en nombre nuestro. El sacerdo-
cio, además, no es más que un ministerio»26.
A la luz de este texto se comprende por qué Lumen gentium 10 ha-
ble de «sacerdocio ministerial o jerárquico». Ciertamente los obispos y
los presbíteros son ministros de Jesucristo y de la Iglesia, ya que están al
servicio de la actualización del sacerdocio y del sacrificio únicos de Jesu-
cristo para bien de la comunidad cristiana y de la humanidad entera; «en
nombre de Cristo renuevan el sacrificio de la redención y preparan el
banquete pascual» (prefacio de la misa crismal). Pero su servicio se fun-
damenta en la potestad sagrada que han recibido en la ordenación sa-
cramental; por eso, en nombre de Cristo presiden la comunidad cristia-
na en la Palabra, en los Sacramentos y en la Caridad. La autoridad
recibida del Señor se despliega en todo el ámbito de la vida y de la mi-
sión de la Iglesia.
Me permito citar a un maestro, excelente conocedor de la histo-
ria y profundo renovador de la eclesiología católica, que influyó decisi-
vamente en el Concilio Vaticano II: «Es preciso no engañarse: la cons-
titución de la Iglesia es fundamentalmente jerárquica, no democrática.
La Iglesia es, ante todo, una institución: se forma parte de ella por el bau-
tismo y solamente así puede gozar uno de ciertos derechos. No es una
asociación que formarían los fieles agrupándose y que como tal tendría
los derechos que ella misma se daría. Por eso, a través de todas las dis-
tintas formas jurídicas por donde ha podido discurrir la vida de la Iglesia,

26. La cautividad babilónica de la Iglesia, en «Obras», ed. T. Egido, Salamanca 1997, p. 146.
Tertuliano, cuando se convirtió al montanismo, opuso la Iglesia con jerarquía a la «iglesia
espiritual», y apoyándose en el sacerdocio bautismal pretendió restituir a ésta lo que aquélla
le habría sustraído, a saber, la capacidad de ser sacerdotes ministros; pero esta postura quedó
aislada en la Iglesia de los primeros siglos. La reforma protestante la hizo resurgir, a veces con
virulencia (Cfr. TILLARD, Sacerdoce, a.c., col. 27). E. SCHILLEBEECKX, El ministerio eclesial.
Responsables en la comunidad cristiana, Madrid 1983, pp. 98-100. Cfr. R. BLÁZQUEZ, La teolo-
gía de una praxis ministerial alternativa, en «Salmanticensis» 31 (1984) pp. 113-135. Cuando
se ha reivindicado el derecho de la comunidad cristiana a la Eucaristía, no siempre se ha res-
petado la distinción entre sacerdote ministro y pueblo sacerdotal, ya que con el derecho a la
Eucaristía se ha unido en ocasiones el derecho a que alguien la presida, aunque fuera un sim-
ple delegado de la comunidad.
SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO MINISTERIAL 487

ésta ha mantenido siempre cuidadosamente el derecho fundamental del


principio jerárquico»27.
El sentido de la jerarquía, situada en la sucesión apostólica, con-
siste en representar a Cristo como Cabeza de la Iglesia en medio de la co-
munidad eclesial y para el servicio de la misma. La autoridad, con la ca-
pacidad de decisión que comporta, es compatible con la interioridad a la
misma comunidad, pues es parte de ella, y con el servicio que debe pres-
tarle. El ministerio ordenado ejerce una autoridad en nombre de Cristo
que requiere servicialidad y que esencialmente es servicio, ya que los fie-
les tienen derecho a ser bien presididos en la Palabra y los Sacramentos,
y los pastores pueden fundadamente esperar ser obedecidos. Administrar
los misterios de Dios es el servicio objetivo de los ministros de la comu-
nidad. La dualidad entre Cabeza y cuerpo de Cristo se refleja en la duali-
dad, que no dualismo, entre sacerdote ministerial y comunidad cristiana.
¿Cómo participan el sacerdote ministerial y toda la comunidad sa-
cerdotal en la celebración de la Eucaristía? La constitución Lumen gen-
tium ha recurrido a la encíclica de Pío XII Mediator Dei (20 de noviem-
bre de 1947) para precisar la modalidad específica y diversificada de la
participación.
Pero antes de hablar de las distinciones, que brotan de la diferen-
cia esencial entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio mi-
nisterial o jerárquico, es oportuno afirmar lo siguiente: el sujeto de la ce-
lebración eucarística es la Ecclesia, presente aquí y ahora. Toda la
comunidad reunida es sujeto activo de la ofrenda a Dios; los fieles, que
han acudido a la celebración, se unen al sacerdote y concurren (concu-
rrunt) con él en la oblación de la Eucaristía; por eso se puede entender
adecuadamente que todo el pueblo de Dios en cierto sentido «con-cele-
bra». Es muy importante que las necesarias distinciones no oscurezcan la
unidad fundamental de la Iglesia y de todos sus miembros; no se puede
separar en la liturgia el sacerdote presidente del resto de la comunidad,
como en la testificación de la fe deben unirse armoniosa y vitalmente el
magisterio pastoral y la comunidad cristiana, de cuya fe es órgano auto-

27. Y. CONGAR, Jalones..., p. 309. Cfr. IDEM., Ministerios y comunidad eclesial, Madrid
1973. D. BOROBIO, Ministerio sacerdotal. Ministerios laicales, Bilbao 1982. O. GONZÁLEZ DE
CARDEDAL, El obispo en la Iglesia, Madrid 2002, pp. 141 ss.
488 RICARDO BLÁZQUEZ

rizado de expresión. Tampoco se puede obnubilar la específica participa-


ción de ministros y comunidad nivelando todo y confundiendo todo en
la generalización28.
El sacerdote ministro, en nombre de Cristo (y porque Cristo es
Cabeza de la Iglesia, también en nombre de la comunidad), preside la
Eucaristía, consagra (conficit) el pan y el vino y actualiza sacramental-
mente el sacrificio de Jesús sobre el altar: «Esto es mi cuerpo que será en-
tregado por vosotros» y «Ésta es mi sangre que será derramada por voso-
tros». «En esta oblación, estrictamente dicha, participan los fieles a su
manera y bajo un doble aspecto; pues no sólo por manos del sacerdote,
sino también en cierto modo juntamente con él, ofrecen el sacrificio;
con esta participación, también la oblación del pueblo forma parte del
mismo culto litúrgico»29.
El sacerdote, en virtud de la ordenación sacramental, está confi-
gurado con Jesucristo como Pastor, Cabeza de la Iglesia y Sacerdote. Por
ello, puede representar al Señor ante la comunidad cristiana y ofrecer
por sus manos al Padre el sacrificio de Jesucristo, sacramentalmente re-
novado. La autoridad —no transferida por la comunidad (sí puede ava-
lar su elección para ser ordenado por la imposición de manos del obispo
y la plegaria) para representarla como su delegado— no es un privilegio
para su medro personal, sino un ministerio a los hermanos cristianos, con

28. «“Los ritos y oraciones del sacrificio eucarístico significan y muestran que la oblación
de la víctima es hecha por los sacerdotes juntamente con el pueblo”... “No es de admirar que
los fieles sean elevados a tal dignidad, pues por el bautismo los cristianos, a título común,
quedan hechos miembros del Cuerpo místico de Cristo sacerdote, y por el ‘carácter’ que se
imprime en sus almas, son consagrados al culto divino, participando así, según su condición,
del sacerdocio del mismo Cristo”» (DS. 3851; cita de Mediator Dei). Cfr. Y. CONGAR, Jalo-
nes..., op. cit., p. 213. B. BOTTE, L’idée du sacerdoce des fidèles dans la Tradition, I. L’antiquité
chrétienne, en «La participación active des fidèles au culte», Lovaina 1934, pp. 27-28. J.
GALOT, Sacerdote en nombre de Cristo, Bilbao 2002, pp. 155-190. Pasando a la testificación de
la fe, citamos de nuevo a K. Adam: «La comunidad de los miembros de Cristo es el lugar,
donde la fe cobra vitalidad, donde la semilla sembrada echa raíces y produce fruto. Nunca es
el espíritu de la fe un espíritu segregado o separador, sino es siempre un espíritu que impulsa
también a la comunidad, porque procede del Espíritu de Dios, Espíritu de unidad y de amor»
(K. ADAM, op. cit., p. 163). «La vida de la fe se nutre de la verdad de la fe, y la verdad de la
fe se testifica a través de la vida de la fe. Y como la portadora de la vida de fe es (toda) la co-
munidad, ministerio y comunidad no pueden separarse uno de otra. Existen en íntima reci-
procidad. No es que dentro de la comunidad únicamente ejercite el ministerio la verdad de
la fe en la vida de la fe, sino también inversamente, la vida de la comunidad creyente prote-
ge al mismo ministerio y pone su verdad siempre en nueva luz» (ibid., pp. 165-166).
29. DS 3852; cita de Mediator Dei. Cfr. Lumen gentium 10 b.
SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO MINISTERIAL 489

los que continúa unido por la fraternidad bautismal. El sacerdocio mi-


nisterial no rompe la igualdad fundamental de todos los cristianos, sino
que la ejercita dentro de la diversidad de carismas y servicios. En este
campo la diferencia no es para la contraposición, sino para la comple-
mentariedad.
Esta participación real de la comunidad cristiana en el sacrificio
de la misa tiene su expresión celebrativa y debe tener su repercusión es-
piritual.
La reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II ha
propiciado la participación consciente de los fieles, por medio de la re-
forma de los ritos y de los textos, por la elocuencia y simplificación de las
celebraciones, por la utilización de la lengua vernácula, por la formación
litúrgica auspiciada30.
Como exhortó encarecidamente la encíclica Mediator Dei, los
cristianos, ministros y comunidad entera, deben tener los sentimientos
de Jesús y reproducir en su interior las mismas actitudes que tenía cuan-
do ofrecía el sacrificio de sí mismo: disposiciones de humildad, amor,
obediencia al Padre, alabanza y acción de gracias... Sintonizar con las ac-
titudes de Jesucristo en su sacrificio implica también negarnos a nosotros
mismos cargando con su cruz (cfr. Mc 9,34); y estar como Pablo, crucifi-
cados con Él (cfr. Gál 2,19)31.
Para concluir, digamos brevemente cuál ha sido la aspiración que
alienta en las páginas anteriores. El sacerdocio común y el sacerdocio mi-
nisterial están recíprocamente referidos por diversos motivos: porque
participan del único sacerdocio de Jesucristo, porque ambas modalidades
pertenecen al mismo pueblo sacerdotal, y porque están al servicio de la
misión que la Iglesia ha recibido del Señor. No basta que la relación en-
tre los ministros y toda la comunidad sea respetuosa y hasta cordial; se
requiere, además, que la vida cristiana compartida en la diversidad de
servicios se traduzca en la obediencia al encargo del Señor cumplido con

30. «En esta reforma, los textos y los ritos se han de ordenar de manera que expresen con
mayor claridad las cosas santas que significan y, en lo posible, el pueblo cristiano pueda com-
prenderlas fácilmente y participar en ellas por medio de una celebración plena, activa y co-
munitaria» (Sacrosanctum Concilium 21; cfr. 41, 48 etc.).
31. Presbyterorum ordinis 6: La sincera, fructuosa y plena participación en la Eucaristía,
raíz y quicio de toda comunidad cristiana, conduce al amor y a la evangelización.
490 RICARDO BLÁZQUEZ

la colaboración de todos. Ni los sacerdotes ministros pueden acaparar la


misión, obstaculizando la colaboración de los laicos, ni éstos pueden de-
sentenderse o sentirse eximidos, cargando en los sacerdotes todas las ta-
reas eclesiales y apostólicas.
Cuando se percibe con claridad creciente en nuestras sociedades
la diferencia inmensa que existe entre creer en Dios y no creer, entre ser
cristiano y no ser cristiano, entre ser miembro activo de la Iglesia y sen-
tir la Iglesia como una realidad extraña, discutir sobre cuestiones de pre-
cedencia es absurdo y debilita la capacidad evangelizadora. Todos somos
hermanos y estamos urgidos por el envío del Señor a ser sus testigos y a
hacer discípulos. La convergencia insustituible para la vida de la Iglesia
de ministros ordenados sacramentalmente y de fieles cristianos, miem-
bros del cuerpo de Cristo, es también necesaria y fecunda para cumplir
la misión.
El que el Vaticano II haya renovado en todos la comprensión de
los fieles cristianos como tales, haya reconocido decididamente su digni-
dad y haya promovido su participación en la Iglesia posee insospechadas
potencialidades de cara al futuro. ¡Que el reconocimiento actualizado
del sacerdocio común resitúe al sacerdocio ministerial, reafirme su insus-
tituible servicio y promueva en la Iglesia entera una renovada estimación
de las vocaciones al sacerdocio ministerial!

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