Morales - Costumbrismo
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INTRODUCCIÓN
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Sandra Morales Muñoz
capital en cambio, este tipo de narrativa, aunque también tuvo una importante acogida,
no se siguió cultivando como género ante la irrupción del modernismo pero, ayudó a
apuntalar el pilar sobre el que se construyó un proyecto de literatura nacional, vigente
durante un largo periodo en el país.
El tono de oficialidad irónica de quienes escriben este tipo de relatos en la capital y de
crítica satírica de los antioqueños, al describir hábitos y la vida cotidiana de personajes
representativos, dará rasgos antropológico-culturales a cada zona y, por extensión, a
estereotipos de narrativas regionales. Estereotipos que terminaron relegando esos relatos
a su papel único de forjadores de tipos sociales. Sin embargo, la crítica al rescatar a
mediados del siglo XX la obra de los costumbristas abre el camino a la lectura de los
cuadros en su dimensión puramente literaria. Por esa vía vemos cómo ni los narradores
capitalinos son tan nacionalistas, como supone el género, ni los provincianos tan
marginados por encontrarse en la periferia.
Nos detenemos entonces en el costumbrismo de esas dos regiones, partiendo de los
cuadros, porque encontramos: la base sobre la que se sostuvo por mucho tiempo el
regionalismo, la herramienta con la que se fue forjando una particular institucionalidad
colombiana, en la que quedó inmersa la literaria nacional y, principalmente, porque
desde esos primeros cuadros está el sustento de la vehemencia con que los costumbristas
antioqueños van a defender lo local ante el cosmopolitismo modernista, a finales del
siglo XIX. Las repercusiones para el desarrollo de la narrativa regional antioqueña, que
nacen con los cuadros, se extienden de tal manera que ayudan a entender, además de
la polémica costumbrismo-modernismo, buena parte de la obra de algunos escritores
contemporáneos de esa región que se afirman en lo local.
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en la narrativa tenga dos orientaciones más o menos claras: de un lado están quienes
vuelven la mirada hacia la vida y costumbres de la recién desaparecida aristocracia
gobernante durante los siglos XVI al XVIII -hayan pertenecido o no a ella- y de otro,
quienes lo hacen hacia la cotidianidad del campo de esa misma época; un campo que
podríamos llamar criollo. Ninguna de esas orientaciones es exclusiva y muchas veces
se cruzan pero las separamos en aras de llegar a la fuente de la polaridad que ya existía
en la sociedad de la época y se concretiza con el costumbrismo: capitalinos versus
provincianos.
En palabras de Elisa Mújica, citada por el historiador Carlos José Reyes, “Se
trataba de la generación que siguió a la Independencia, penetrada de la necesidad de
hacer el inventario del patrimonio nacional (...)” (Reyes, 1988:185). Inventario que,
curiosamente, no parte del mundo aborigen americano como se podría suponer al
mencionar la búsqueda de lo autóctono o de tradiciones propias en ese territorio. Los
motivos de tal omisión seguramente son varios pero, tal vez, el principal es el gran peso
que tuvo sobre la población nativa la condición de sometimiento sostenida desde la
llegada de los españoles hasta mucho después de que desapareciera el poder monárquico
en América3.
Con el fin de establecer el panorama que se ajusta a la división esquemática del
costumbrismo, se puede decir que quienes se inclinaron hacia la primera de esas
corrientes en Colombia fueron básicamente los escritores capitalinos y, quienes optaron
por la segunda, los no capitalinos: nacieron fuera de Bogotá o se ocuparon de asuntos
concernientes a sus márgenes; por aquellos años, todo lo que estuviera o se produjera
fuera del centro de gobierno era calificado como provinciano. “La ciudad es la ciudad y lo
3 En el siglo XIX los aborígenes aún no son reconocidos como parte de la sociedad. Habrá
que esperar hasta bien entrado el siglo XX para que sus culturas -entidades autónomas,
independientes o híbridas con costumbres, creencias y lenguas distintas de la española- sean
visibles y aceptadas como elementos de una sociedad multicultural ya desde el siglo XVI,
cuando a la población nativa se le suman los españoles y los africanos, llevados a América como
mano de obra esclava.
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El costumbrismo en la literatura colombiana y la formación de tipos regionales
CAPITALINOS
A mediados del XIX toman fuerza las tertulias literarias o sociedades de escritores
en varias zonas, destacan Bogotá y Antioquia; pero es en el ámbito de las reuniones
capitalinas donde se abre el espacio decisivo para lo que será más tarde el proyecto de
consolidación de la literatura nacional que, entre otras, dejó de lado las narrativas locales.
Este proyecto visto en perspectiva, muestra la forma como el costumbrismo en Colombia
no sólo es tema y estilo recurrente en la narrativa de mediados del siglo XIX, sino que es
éste el que abre el espacio de los periódicos a la prosa (cuadros de costumbres, cuentos
y novelas por entregas) y allana el camino a la publicación de numerosas revistas y
boletines en los que, además de creación, se publican las primeras páginas de discusión
sobre asuntos literarios. Este naciente interés por teorizar sobre corrientes, tendencias y
autores pronto se acoge y llega hasta la publicación del que será el primer libro de crítica
literaria del país, Historia de la literatura en la Nueva Granada en 1867 de José María
Vergara y Vergara, (1831-1872), cofundador de la tertulia bogotana El Mosaico.
Esta tertulia, El Mosaico ( 1858-1872 ) , es una de las grandes impulsoras del
costumbrismo y sostén de su posterior arraigo en Antioquia. El Mosaico fue fundada
por Vergara y Vergara, Eugenio Díaz (1803-1865) y Ricardo Silva, (1836-1887). De
los tres, Díaz es el único no capitalino aunque nace en las inmediaciones4. Alrededor de
este grupo coinciden los más destacados escritores e intelectuales de la época, sobresalen
los gramáticos, y también participan comerciantes, dirigentes de entidades oficiales y
4 Eugenio Díaz es intelectual de origen campesino, nacido en Soacha hoy municipio anexo a
la capital. Para detalles de su relación con los capitalinos, en particular con Vergara, ver nota 9.
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José María Vergara y Vergara, crean en Bogotá la Real Academia de la Lengua Española
(primera en América) en 18718.
En torno a El Mosaico entonces, podemos percibir el ambiente cultural de la Bogotá
de la época y la figura de Vergara y Vergara es su emblema. Vergara además de escritor,
político y promotor cultural, será uno de los fundadores de la Real Academia de la
Lengua y el gran impulsor de nombres como el del propio José Eugenio Díaz9 y de otros
narradores no capitalinos, como el de los antioqueños, Juan de Dios Restrepo (1825-
1894) y Gregorio Gutiérrez González (1826-1872), por citar dos ejemplos que se
retoman adelante.
Las convicciones monárquico-conservadoras de Vergara, a pesar de haber animado
la obra de autores tan alejados de su propio estilo y lenguaje, quedarán plasmadas en
sus escritos. Si bien su Historia inaugura un campo hasta entonces baldío en el ámbito
nacional: la crítica literaria, ninguna novedad trae su trabajo en el que exalta y hace
propia la tradición literaria española. Esta tendencia era corriente por aquellos años,
cualquier cambio social, político o incluso arquitectónico, tomaba como referencia la
filiación o el rechazo al anterior dominio español pero, hasta la aparición del libro de
Vergara, no se había plasmado, o lo que en el caso sería lo mismo: institucionalizado, en
el campo literario. La referencia a las letras españolas se hace como una afirmación pero
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sobre todo como un manifiesto rechazo a quienes adhieren a los cambios que surgen con
otras influencias, Inglaterra y Francia, en particular.
UN CUADRO CAPITALINO
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luego en 1848 a una de café y en 1866 a una taza de té. Estas tarjetas traen consigo el
recuerdo, primero nostálgico luego satírico, de cada época.
La taza de chocolate de 1813, se sirve en honor a los generales de la Independencia
que van a consolidarla al sur de país. En ese primer tramo del texto, en un tono claro de
añoranza, se describe desde la lujosa vajilla y la elaborada preparación del chocolate,
hasta los trajes, la danza y la conversación, salpicada de frases latinas, como correspondía
a la sociedad educada de la época.
Sobre las servilletas dobladas reposaban grandes platos: entre estos había platos
pequeños; y entre los pequeños había pozuelos en que hacía visos azules y dorados la
espuma de un chocolate que estaba guardado en pastillas hacía ocho años, en grandes
arcones de cedro. El cacao había venido desde Cúcuta y para molerlo se habían
observado todas las reglas del arte, tan descuidadas hoy por nuestras cocineras. (...)
No se hacían buches de chocolate como ahora, no. Cada prócer de aquellos cerraba
un poquillo los ojos, al poner la cucharita de plata llena de chocolate en la lengua:
le paladeaba, le tragaba con majestad; y don Camilo Torres dijo al gran Nariño al
acabar de vaciar su jícara; digitus Dei erat hic. –Bene dixisti, contestó el presidente de
Cundinamarca, depositando respetuosamente su pocillo sobre el plato. Es sabido que
Torres y Nariño eran hombres de muchísimo talento. Con tales jícaras de chocolate fue
que se llevó a cabo nuestra gloriosa emancipación política. (Vergara, 1866: 23.a)
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de la taza de chocolate con un balance de lo que queda de aquel 1813: “Cuatro años
después, todos los hombres de aquella tertulia, menos dos, habían sido fusilados. Morillo
hizo su cosecha de sangre. Pasó aquella tempestad y vino Bolívar”. (Vergara, 1866:23.a).
La taza de café llega con la invitación de 1848, es decir cerca de treinta años de la
ya consolidada Independencia, 1819. El café representa la nueva época, “Con Bolívar,
vinieron los ingleses de la Legión Británica, y con ellos, ¡cosa triste!, el uso del café
que vino a suplir la taza de chocolate” (23.a). El tono que anuncia los nuevos tiempos
es de pena: -“¡cosa triste!”, dice-; con esa segunda taza solo queda lugar para la ironía y
una burla soterradas por la impostura de las nuevas costumbres ajenas. “El café me era
conocido como un remedio excelente, feo como todo remedio, mas no lo conocía bajo la
faz de bebida tan deliciosa que mereciese un convite.” (23.b) La velada está desprovista
del ritual ceremonial de la anterior, no hay vajilla de plata, las paredes del lugar están
pintadas con cal y, al ambiente de “medianía”, se suma la falta de formalidad en el trato y
la poca elegancia de las mujeres:
Veinte muchachas rollizas, de caras ovaladas y llenas de hoyuelos, de mejillas pintadas
por la salud y la juventud, de ojos pícaros pero inocentes (...) de bocas frescas que se
perecían por hablar, pero que callaban modestas; de cuerpos rollizos con humildes
camisones de zaraza, y sin más adornos en las cabezas que dos trenzas de abundante
pelo; veinte doncellas listas para ser buenas esposas y buenas madres(...). (23.b)
En un ambiente tan popular, las conversaciones van a tono: son banales, todo se
mezcla, las edades, los rangos, los colores, las formas. “Había taburetes de todas formas,
platos de todos colores, gente de todas clases y niños de todas las edades, porque las
señoritas convidadas habían ido con sus padres, estos con sus hijos chiquitos, y estos
últimos con todas las criadas de la casa. Los convidados eran cuarenta y los asistentes
cuarenta mil.” Para rematar la jornada, como era imposible tragar el “impúdico brebaje”,
el narrador arma un complot contra el café al que el ofendido anfitrión responde: “Eres
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Al igual que el origen espurio del apellido de los anfitriones, el de los invitados
-franceses, ingleses y alemanes- es también oscuro por desconocido, es decir no español;
así también sus profesiones, los trajes que llevan y lo insulso de sus conversaciones.
“Estuvimos dos horas en una tertulia deliciosa; nadie hablaba (...) Cada hora decía por
turno una palabra algún convidado y todos nos reíamos de prisa para volver a quedar en
silencio. La palabra que se decía y hacía reír era ésta u otra semejante: esta noche hace
frío. Al cabo de una hora decía otro convidado: ¡no ha llegado el paquete! Y volvíamos a
reírnos (...)”.
Ha desaparecido el uso del latín y la charla, en la que, “a cada cuatro palabras en mal
español, se decían tres en mal francés” (23.c), se le suma la falta de gracia y recato,
siempre según el narrador, en el baile y los gestos. Al cierre del encuentro, sin dejar el
tono sarcástico que salpica toda la narración posterior a la taza de chocolate, llega la hora
del té, “Yo apuré mi taza, y como el agua estaba caliente y yo en ayunas, comencé a sudar
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prodigiosamente (...) Las libaciones con té me habían hecho derretir en sudor, atrapé una
pulmonía que fue considerada por los médicos como una obra maestra en su género”
(23.c).
El texto está dedicado a Ricardo Silva -padre de José Asunción Silva el más destacado
modernista- miembro de El Mosaico y reconocido importador de artículos de lujo
de Francia e Inglaterra. Vergara le recomienda en el encabezamiento de su cuadro, a
manera de epígrafe, tomar una taza y tirar las otras dos. Es claro que la de chocolate
es la recomendada y escogida por el autor-narrador. Y es claro también por el tono, el
lenguaje y el estilo, el conocimiento de su autor de la literatura española, en particular de
la picaresca; al igual que los demás costumbristas nacionales.
Vergara forma parte de un grupo de políticos- intelectuales, de formación gramática y
alta posición social, que hacia fines del siglo XIX, rechaza toda influencia no española y
ve con nostalgia la pérdida de un momento arcádico, ya definitivamente irrecuperable:
los años en que los españoles ocupaban el territorio; y, no tanto por su forma de gobierno
pues el consenso era más bien generalizado a favor de que desapareciera el poder político
de la monarquía, como por las formas cortesanas detrás de cuales estaba, además de la
propia posición social de privilegio, el gran peso de la iglesia y la moral católica, de las
cuales no había ninguna intención de desprenderse. En palabras de Raymond Williams:
“Al ridiculizar ostensiblemente los hábitos de la clase media bogotana, e inclusive de la
alta -como en este caso- se difundían los principios de la cultura común del buen gusto,
(representada por quienes se congregaban en torno a la taza de chocolate)” (Williams,
1991:49). Consideran que con la independencia y el mestizaje, en todos los sentidos, se
perdió lo mejor de una “tradición” que de tan asimilada sentían propia.
PROVINCIANOS
Vamos con la segunda tendencia, la de quienes buscan el retorno al que aquí llamamos
campo criollo de donde surgen las características de los provincianos.
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Si bien en la capital hubo quienes dedicaron a esa cotidianidad campesina su escritura
-el mismo cofundador de El Mosaico, Eugenio Díaz con la novela Manuela serviría de
ejemplo- las condiciones de la capital implicaban que el campo referido estuviera, de
antemano, al margen de la vida de sus narradores. Recordemos que el entusiasmo inicial
de Vergara por la novela de Díaz no le alcanza como para promover su publicación
en forma de libro y solo aparecen algunas partes por entregas en El Mosaico10. En los
cuadros citadinos por encima de la idealización en la descripción de las maneras y los
hábitos campesinos, pesa en las narraciones lo ajeno de esas costumbres; la mirada del
narrador generalmente es más distante que nostálgica. Hay una remembranza pero esta
no llega a ser de añoranza. Como ejemplos de esta visión del campo por parte de los
citadinos se pueden citar: La tienda de don Antuco de José Manuel Groot (1800-1878),
Dos paseos al Salto de José Caicedo Rojas (1816-1898), La carrera de mi sobrino de
José Manuel Marroquín (1827-1908), La niña Águeda de Manuel Pombo (1827-1898),
o Un domingo en casa de Ricardo Silva (1836-1887). Todos, cuadros de costumbres que
aparecieron en El Mosaico y sus autores fueron colaboradores o miembros frecuentes de
esa tertulia. Así, para referirnos al campo criollo, hay que desplazarse hacia la periferia,
en este caso hacia la región de Antioquia; Medellín, su capital, ya desde finales del siglo
XVIII es la segunda más importante del país.
Hacia finales del XVIII, Antioquia vive una bonanza gracias a las minas de oro y plata
que sostienen la economía de la región y buena parte de la nacional con su producción;
la mina de El Zancudo puede mostrar la importancia de esta actividad. El Zancudo se
crea en 1790 al sureste antioqueño, en Titiribí, y más tarde, es tal su prosperidad que
de ahí nace la Sociedad de El Zancudo (1848-1948) cuyo objetivo era: “unir capital y
conocimientos, y de esta manera darle un nuevo empuje a la minería colombiana (...). El
Zancudo llegó a ser la empresa más grande del país, con más de trescientos empleados
y un banco propio”, (Piedrahita, 2016:78). Banco que emitía su propia moneda,
10 Ver nota 9.
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Los cuadros de costumbres: Felipe (1851), único de Gregorio Gutiérrez González, más
conocido como poeta, y Costumbres parroquiales en Antioquia. Mi compadre Facundo
(1855) de Juan de Dios Restrepo, son los relatos más tempranos que se publican de ese
género y pueden ilustrar el estilo, temáticas de los cuadros paisas, y acentúan el contraste
que se crea con los capitalinos, representados arriba con Las tres tazas de Vergara.
En Felipe, el protagonista, es un joven y elegante bogotano que a su paso por Medellín
decide visitar a su antiguo compañero de colegio, Daniel. Rumbo a la ciudad, Felipe y
Daniel se encuentran en el Alto de Santa Helena; Felipe describe su primera impresión
del paisaje: “El cielo vestido de riguroso azul, cobijaba con modesta sencillez el valle
encantador de Medellín. La llanura se extendía debajo de nosotros con su profusa
variedad de sombras y colores como la paleta de un pintor. (...) ¡Los habitantes de
Medellín deben ser muy dichosos!”, (Gutiérrez, 1851: 250). Esta descripción idílica
del espacio lleva la marca clara del Romanticismo tardío: una añoranza cargada de
sentimentalismo que encaja con el carácter, en este caso supuesto, de sus habitantes15.
Maíz en Antioquia (1866) y debemos agregar que Fernando Vallejo lo destaca como: “el más
grande poeta que tuvo Antioquia antes de que naciera Barba Jacob”, (Vallejo, 1997: 8). Epifanio
Mejía, es autor del himno de Antioquia y de otros poemas populares, y también lo menciona
Vallejo, al insistir en señalar su vida como la prueba más clara y cruel de la indiferencia del
Estado con sus intelectuales: “Con él inauguraron la “casa de locos” de Medellín. Cuarenta años
allí lo tuvieron encerrado. Cuarenta largos años de encierro, alucinantes, interminables, vacíos.
Hasta su muerte.” (Vallejo, 1997: 8).
15 En la primera parte (Morales, 2017) hemos mencionado la influencia del español Mariano
José de Larra en el costumbrismo antioqueño.
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La itálica del primer verso hace pensar al lector en cuál será el nombre de la ciudad y si
la inquietante indeterminación en “una ciudad”, puede llegar a señalar una ironía simple;
pero Daniel, el narrador en el relato, al preguntarse lo mismo, entre inocente e irónico,
remata el cuadro y apura una respuesta: “Seguramente habla de Bogotá”. El autor-
narrador pone en primer plano, a través de Felipe, una crítica a las costumbres cerradas
de la región antioqueña; y, en segundo plano, a través de Daniel, señala esas costumbres
como más propias de la capital que de Medellín. Es decir, una ironía doble que por sutil
no pierde agudeza: provincianas las costumbres de Medellín y provincianas también las
de la capital, Bogotá.
El Cuadro de Emiro Kastos, seudónimo de Juan de Dios Restrepo, Costumbres
parroquiales en Antioquia, publicado en el periódico de circulación nacional, El Tiempo
de Bogotá en 1855 es, oficialmente, el relato que marca el inicio de la literatura regional,
(Tamayo, 2005: XI). Este cuadro dialoga con el anterior y lo complementa. El adjetivo
que Emiro Kastos le atribuye a las costumbres en Antioquia es, de entrada, la primera
valoración crítica del autor. Las costumbres, calificadas como parroquiales, hacen
referencia al poder de la religión sobre la rutina diaria de sus habitantes.
En este espacio aparece el personaje central, Facundo, como el arquetipo del
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antioqueño. El arquetipo aparece con sus cualidades, y también con sus defectos. Las
cualidades son reconocidas por el lector justamente por arquetípicas y los defectos,
muchas veces encerrados en aquellas cualidades, son poco visibles; la voz narradora es
la que los remarca y pone en tela de juicio esa valoración positiva. Facundo es religioso,
austero y ahorrador, trabajador, charlatán y obstinado, enemigo de los excesos y goces
superfluos. Estos calificativos son reconocidos como propios de los habitantes de la
subregión cultural formada por los paisas pero la forma como los presenta Restrepo los
deja en cuestión como cualidades.
Facundo, a la muerte de su padre, un español, recibe como única herencia un machete,
un caballo y una educación de la que, lo único que aprende es, “temer al Rey, a Dios y
al Diablo” (Restrepo, 1855:1). A la costumbre de cambiar constantemente de trabajo de
los paisas, sólo por mejorar la condición económica y ahorrar, encontramos que Facundo
trabaja en la mina, luego se convierte en buscador de tesoros en tumbas indígenas,
después se hace agricultor y, con la ganancia en la venta de las cosechas, logra abrir un
pequeño comercio. Del dinero que acumula se hace prestamista y, la amistad del cura,
que lo apoya en la usura, le permite entrar a formar parte del triunvirato gobernante:
tinterillo, gamonal y cura.
A este retrato, irónico ya desde el título, Restrepo le va intercalando su valoración
crítica a través de la voz narradora: “El gamonal del pueblo (...) Ligado íntimamente con
el cura de la parroquia, ha formado con él esa terrible liga del poder espiritual y del poder
temporal, del Papa con el Emperador, a la cual no hay quien resista.” (Restrepo, 1855:4).
Toda aspiración de cambio tropieza con la infranqueable barrera. “Si (un periódico)
trae algún proyecto de libertad que no le gusta al cura (...) al momento grita nuestro
presbítero: “¡herejía!”. Si el cuitado periódico habla en favor de algún impuesto que
consulte la igualdad (...) entonces el gamonal vocea: ¡comunismo!” (Restrepo, 1855:4).
Así, entre cura y gamonal se mantiene el control y la organización inamovible de la
parroquia.
Facundo, ahora con un capital que le da poder de mando, decide casarse más por
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aburrimiento que por amor, como la mayor parte de los antioqueños, dice el narrador
a coro con el Felipe de Gutiérrez González. La elegida por Facundo es Fulgencia; una
mujer fea, ahorradora como él, que le da tres hijos y mantiene la austeridad del hogar:
nunca hace invitaciones, alimenta a su familia con lo necesario para sobrevivir y mantiene
la casa desprovista de cualquier lujo o comodidad. “Aquellas casas tan desmanteladas
inspiran tristeza, pero armonizan perfectamente con las costumbres puritanas, frías,
silenciosas y monótonas de la familia parroquial antioqueña” (5).
De esta forma, mientras Facundo trabaja, reza en las noches y, de vez en cuando, se
divierte en la plaza del pueblo conversando con sus amigos sobre política, conservadora
siempre, la vida de los otros miembros de la familia transcurre al mismo ritmo: las hijas
en la cocina como su madre y su hijo varón, haraganeando mientras crece. Cuando el
primogénito tiene edad, Facundo decide mandarlo a estudiar leyes a la capital, no porque
crea en las bondades de la educación sino por prevenir futuras necesidades de defensa en
sus negocios turbios. En Bogotá “se hace doctor como el té, por infusión” pues, según
su padre, se dedica a vagar por la ciudad y regresa al pueblo con las temidas ideas de
cambio: quiere que se decore la casa, que se tome café, la bebida de moda en la capital y
que sus hermanas se adornen, calcen zapatos, dejen de cocinar, se vistan y estudien como
las capitalinas.
Con el hijo de Facundo aparece la representación del tipo capitalino, visto por quienes
son calificados de provincianos: ideas liberales, educación en Europa, Francia en
particular u otra ciudad no española, elegancia en el vestir y en el decir, modales y gustos
refinados; todo un paquete de características, superficiales todas, que se atribuyen a los
entonces denominados cachacos o pepitos. Su caracterización se vuelve tema corriente
en los relatos paisas y hay un manifiesto rechazo a su figura no sólo por la impostura sino
porque reflejan los hábitos y las maneras más opuestos a los del trabajador y esforzado
pueblo antioqueño. Facundo firme en sus convicciones, concluye:
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Ese mozo se ha perdido en Santa Fe. (...) Ha venido con la cabeza llena de cucarachas
y grandezas. Dice que la casa es fea, como si yo no hubiera vivido en ella treinta años
sin darme un dolor de cabeza (...) Y esas mocozuelas de sus hermanas, a su ejemplo,
andan ya todas ideáticas pidiendo galanuras, maestros de francés, y otras cabronadas.
Ya no quieren hacer nada, sino amansar tarima y chirriar zapatos. Dale con la tuntunita
de aprender. ¡Dios me guarde de mujeres sabidas! ¿Quién las mete a saber más que
Fulgencia, que jamás aprendió sino los oficios de la casa, y a criar a sus hijos en el
santo temor de Dios? (9).
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Nada encontré de nuevo: las mujeres como siempre encerradas en sus casas, vegetando
sin sociedad y sin placeres: los hombres reuniéndose en las mismas partes, conversando
de las mismas cosas, aburriéndose de la misma manera: los ricos despreciando a los
pobres y los pobres hablando mal de los ricos: los jóvenes buscando en los vicios las
emociones que les niega la monotonía social: y los viejos corriendo desalados tras las
pesetas y economizando como si la vida durara mil años. (Restrepo, 1855:18)
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de quienes la rodean en un pueblo, que bien podría ser el mismo que se describe en
Costumbres parroquiales y en Felipe. La pregunta del narrador de Julia por el papel de
la mujer y del hombre dentro de una de las instituciones más protegidas por la iglesia
católica: el matrimonio, no deja de sorprender por la época y más que nada por poner en
voz de una mujer la valoración de esos principios inamovibles que terminan relegando
tanto a mujeres como a hombres a un futuro sin porvenir de cambios sustanciales en lo
personal ni en lo social.
Sin embargo, a pesar de esos punzantes señalamientos que identifican y distancian
a los narradores antioqueños de los capitalinos, ni en Julia, ni en Felipe ni en Mi
compadre, sus autores logran atravesar las convicciones religiosas más profundas que
cobijan al costumbrismo en general. No alcanzan a concebir fuera del universo religioso
transformación alguna, en Julia a pesar de la solidaridad expresa del narrador, se cierra el
relato con una valoración moral, como todos los cuadros de costumbres, que no permite
dar el paso adelante en el cuestionamiento a las instancias oficiales, justamente por
tenerse que plegar a ellas, es decir no logran llevar a un cambio, por más que se ironice.
“Estoy seguro que Julia seguirá valerosa la senda del deber y se recostará joven aún, en
las losas del sepulcro, envuelta como Cristo en el sudario inmaculado de la virtud. Esas
santas mártires merecen la admiración de los hombres y las caricias de los ángeles.” (25)
A MANERA DE CONCLUSIÓN
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lingüística de los capitalinos, logran hacer de ese rechazo el motor para una reivindicación
narrativa de lo local, sin estridencias en lo nostálgico ni en lo humorístico, con grandes
habilidades narrativas y una agudeza crítica que ciertamente no era denominador común
en los costumbristas capitalinos, inclinados más bien al sarcasmo y la ironía sutil de tono
socarrón.
Se puede afirmar que el terreno abonado por el costumbrismo antioqueño en la
valoración de lo local, es proporcional al que cultiva el costumbrismo capitalino en la
formación de la oficialidad literaria nacional. Este pulso entre capitalinos y provincianos,
evidente desde los cuadros, a largo plazo marginó las narrativas locales y cerró el cerco
de las letras nacionales a una oficialidad casi que eminentemente capitalina. El adjetivo
provinciano se fue convirtiendo a través del cultivo de los cuadros de costumbres, de
manera tácita, en un argumento cargado de sugerencias para determinar los alcances,
limitados siempre, de una obra. Tal como lo ha señalado la crítica más reciente al valorar
los aportes del costumbrismo: “En contra de la idea de que el costumbrismo y, en general,
la literatura antioqueña son una exaltación de la austeridad patriarcal, conservadora y
excesivamente identificada con el trabajo, los mejores escritores de Antioquia se han
distinguido por una mirada mordaz de sus paisanos, más lúcida, satírica y oportuna que la
que se haya dado afuera”, (Tamayo, 2005: XVI).
En los cuadros de costumbres se lee la forma cómo los narradores antioqueños fueron
los primeros en combatir la impostura capitalina y, en los cuentos y novelas costumbristas
con Tomás Carrasquilla, (1858-1940), encontramos la forma cómo en la creación de
tipos regionales, se afinó el arma más contundente a esgrimir contra esa república de
gramáticos dominante en la capital: el lenguaje con los giros populares más diferenciales
y propios de la arriería paisa.
Conservadores, nostálgicos y a la vez, críticos; en estos tres adjetivos en aparente
contradicción, se sustenta la base más sólida sobre la que se sostiene la afirmación en lo
regional del pueblo paisa. La nostalgia anhela un retorno al pasado y la crítica satírica,
con su ataque a la realidad cotidiana, mediante el humor, intenta subvertir el orden.
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BIBLIOGRAFÍA
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Facundo, En: Tamayo Ortiz, Dora Helena, 2005. Inicios de una literatura regional.
La narrativa antioqueña de la segunda mitad del siglo XIX (1855-1899). Editorial
Universidad de Antioquia, Antioquia, Colombia.
Reyes, Carlos José, 1988. “El Costumbrismo en Colombia”. En: Manual de Literatura
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