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Aguafuertes Cariocas PDF

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ARLT, ROBERTO

AGUAFUERTES CARIOCAS
(SELECCIÓN)

Costumbres cariocas
(Jueves 3 de abril de 1930)

Definiendo para siempre Río de Janeiro yo diría: una ciudad de gente


decente. Una ciudad de gente bien nacida. Pobres y ricos.

Ejemplo

Me desperté temprano y salí a la calle. Todos los comercios estaban


cerrados. Y, de pronto, me detuve sorprendido. En casi la mayoría de las puertas
se veía una botella de leche y un envoltorio de pan. Pasaban negros descalzos
para su trabajo; pasaba gente humilde… y yo miraba perplejo: en cada puerta
una botella de leche, un envoltorio de pan…

Y nadie se alzaba con la botella de leche ni con el envoltorio de pan…

Estimado lector del subterráneo, del ómnibus, de la sobremesa, creo que


usted levanta la vista y piensa: «¿Qué novela es la que hoy nos cuenta Arlt?».

He necesitado verlo para creerlo. He necesitado ver otras cosas para


creerlas.

Otro ejemplo

En los tranvías no se despachan boletos. Cuando usted sube, el guarda o


usted mismo tira de un cordón. En una espacie de reloj automático queda
marcada la subida del pasajero mediante un número. Por ejemplo, el reloj acaba
en el número 1000. Usted tira del cordón y queda indicado en el control el número
1001.

He subido a muchos tranvías. No he tirado el cordón pensando: «El guarda


se queda con el importe del viaje». Me he equivocado groseramente. El guarda
ha tirado del cordón por mí estando el tranvía lleno de gente y con un movimiento
extraordinario.

El guarda no se acerca a cobrarle el boleto. Es usted el que lo llama. Veo


nuevamente que usted levanta la vista y piensa: «¿Qué novela es la que me
cuenta Arlt hoy?».

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Y estamos en una ciudad de América del sur, querido amigo; a mil
seiscientos kilómetros de Buenos Aires. Nada más.

Otro ejemplo

Once de la noche. Mujeres solas por la calle. Salen del cine. Muchachas
solas. Suben al tranvía.

Barrios perdidos. Mujeres solas. Vuelven de cualquier parte. Nadie les


dice nada. Caminan a medianoche en esta ciudad de ensueño con más
seguridad que en Buenos Aires bajo el sol.

Yo no salgo de mi asombro. Pienso en Buenos Aires. Pienso en toda


nuestra grosería. En nuestra enorme falta de respeto hacia la mujer y el niño.
Pienso en nuestra descortesía y no salgo de mi asombro. A mí, que me resulta
tan fácil escribir, me faltan palabras, ahora. El paisaje, mañana o pasado lo
describiré. Ha quedado relegado a último término en mi atención. Y ahora creo
que también en la atención de ustedes. Sean sinceros. ¿Se justifican esas
palabras con que definía Río de Janeiro como una ciudad de gente decente y
bien nacida?

Otro ejemplo

Entro a un cinematógrafo y tarde, cuando la función ha comenzado. Una


muchacha enlutada, jovencita, se acerca a mí y me conduce hasta la butaca.

Es una «libélula», o sea acomodadora.

Cuando salgo del cine, le pregunto a mi amigo:

—¿Y a estas muchachas no les pasa nada en la oscuridad?

—No… Las veces que ocurrió algo fue cuando algún porteño les faltó al
respeto. (Discúlpenme, ando viajando para decir verdades y no para acariciarle
el oído a mis lectores). Ya lo veo a usted largando el diario y pensando vaya a
saber qué cosas inconcretas. A mí me ha pasado lo mismo, amigo, escribiendo
esta nota. Me he detenido un momento en la máquina, diciéndome: «¿Qué
puedo decir de estas asombrosas realidades?».

¿Se dan cuenta ustedes? Esto a mil seiscientos kilómetros de Buenos


Aires. En la América del Sur.

2
Ciudad del respeto

Escribo bajo una extraña impresión: no saber si estoy bien despierto.


Circulo por las calles y no encuentro mendigos; voy por barrios aparentemente
facinerosos y donde miro sólo hallo esto: respeto por el prójimo.

Me siento en un café. Un desconocido se acerca, me pide una silla


desocupada y luego se descubre. Entro a otro café. Una muchacha sola bebe su
refresco de chocolate y a nadie le preocupa. Yo soy el único que la mira con
insistencia; es decir, soy el único maleducado que hay allí.

Lunes 7 de abril de 1930

Caminando

Caminando por la rua Carioca, hacia el Oeste, se llega al mar. Siguiendo


por unos callejones estrechos, calientes de sombras, por un piso de piedras
cuadradas y pulidas por el roce, de pronto la perspectiva se abrió.

Apareció un pedazo de cielo celeste y dos galpones chatos, largos,


encalados, con techo de tejas acanaladas y formando entre sí un ángulo recto.
Negros, descalzos unos, con sobretodos raídos otros, y en camiseta casi todos,
cubiertos de sombreros grasientos, rotos, miraban cómo el sol descomponía
pedazos de pescados colocados sobre esterillas sostenidas por palos en cruz.
Un hedor de pescadería, de sal y de podredumbre infectaba el rincón. Ellos
recostados al sol miraban a un muchacho motudo color carbón, con los brazos y
los pies desnudos, que sostenía una jaula con pájaros de plumaje azul, mientras
que en la encogida mano derecha soportaba un loro verde diamante. Acurrucado
junto a un cesto había un gato blanco con un ojo celeste y otro amarillo.

Me detuve junto a los negros y comencé a mirarlos. Los miraba y no.


Estaba perplejo y entusiasmado frente a la riqueza de color. Para describir a los
negros es necesario frecuentarlos, ¡tienen tantos matices! Van desde el carbón
hasta el color rojo oscuro del hierro en la fragua. Luego seguí caminando y a los
tres pasos entré en una plazoleta de agua… ¡Allí estaba!

La calle descendía en declive. En vez de detenerse junto al agua, esta


vereda de piedra entraba en ella. Y en el declive, acomodadas una junto a la
otra, lanchas estrechas y largas como piraguas (estas definiciones se las
debemos a Salgari) pintadas de color carne, de color lechuga, de azul puerro.
Pero no barcas nuevas, sino roñosas, rotas, cargadas de piolines para pescar,
llenas de escamas; algunas con las tablas hendidas, aseguradas con parches
de madera clavados; otras parecían fabricadas con restos inservibles de cajón
de querosén y en el interior, tendidos a lo largo sobre la ropa, hombres que
dormían.

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Esta plazoleta de agua estaba cerrada a los cuarenta metros por dos
brazos de piedra, que dejaban una abertura de algunos pasos. Por allí entraban
y salían las chalupas.

Y me acordé de los pescadores de perlas, de La Perla Roja. El mismo


rincón de la novela de Salgari, la misma mugre cargada de un hedor
penetrantísimo, cáscaras de bananas y tripas de pez. De pie, junto a las piraguas
—no merecen otro nombre— había ancianos barbudos, descalzos, mulatos,
roñosos, rojizos, componiendo lentamente una red, raspando con un cuchillo la
quilla de sus embarcaciones, acomodando cestos de mimbre amarillo con una
tagarnina entre los labios hinchados como leprosos.

Charlaban entre sí. Un cafre canoso con facha de pirata, barba rala, el
pecho de chocolate, le decía a un muchacho amarillo que apretaba el extremo
de la red, con los sucios pies desnudos, contra el suelo: «Toda a forza que ven
de acima, e de Deus…». (Toda fuerza que viene de arriba es de Dios).

Quietud

No sé si serán desdichados o no. Si pasarán hambre o no. Pero estaban


allí bajo el sol que hacía fermentar la suciedad de sus embarcaciones y la propia,
y los pescados destripados en las cestas, como si se encontraran con el paraíso
prometido a los hombres de buena voluntad y simple entendimiento.

Sin hacer barullo, sin molestarse ni molestar a nadie, indiferentes. El sol


era tan dulce para el que tenía sobretodo como para el que estaba desnudo
porque en verdad hacía un calor como para andar desnudo y no de sobretodo.

Una brisa suave movía el agua de aceite gris al acuarela. Me senté en un


pilarcito de piedra y quedéme mirando. La plazoleta de agua bien podría situarse
en el África, en Ceilán o cualquier rincón de Oriente. Y aunque negros, agua y
pescado despedían olor a salazón insoportable, sé que cualquiera de los que me
leen se hubiera apretado apresuradamente las narices al tener que estar allí;
pero yo permanecí mucho tiempo con los ojos fijos en el agua, en las piraguas
rotas, pobres, remendadas. De la plazoleta acuática emanaba una sensación de
paz tan profunda que no se puede describir… Hasta llegué a pensar que si uno
se arrojaba al agua y tocaba fondo podía encontrar la perla roja…

La ciudad de piedra
(Martes 8 de abril de 1930)

Hay momentos en que, paseando por estas calles, uno termina por
decirse:

—Los portugueses han fabricado casas para la eternidad. ¡Qué bárbaros!

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Todas, casi todas las casas de Río son de piedra. Las puertas están
engastadas en pilares de granito macizo. Casas de tres, cuatro, cinco pisos. La
piedra, en bloque pulimentado a mano, soporta, en columna sobre columna, el
peso del conjunto.

Nada de revestimiento

Las primeras veces yo creía que se trataba de pilares de mampostería


revestidos de placa de granitos, como en nuestra ciudad, es decir, abajo ladrillo,
arriba el trajecito de piedra. Estaba equivocado. He recorrido calles donde se
están demoliendo algunos edificios y he visto derribar columnas de granito que
en nuestro país valdrían un capital. Y he visto romper tabiques con martillo y
cortafierro, pues los tabiques, en vez de estar construidos de ladrillos, son
murallas de mezcla de mortero y piedra y cal hidráulica; en definitiva, lo que en
nuestra ciudad se emplea para hacer lo que se llama una armazón de cemento
armado, aquí lo han utilizado para construir la casa completa.

Y si fuera la excepción, no sería de extrañarse; pero, por el contrario, en


Río la excepción la constituye la casa de ladrillo. Se denominan construcciones
modernas, y en las proximidades de Copacabana he visto los que se llaman
barrios nuevos, construidos de ladrillo. El resto, la casa del pobre, la casa de la
mayoría, el conventillo y casa pequeña, están construidas de esa ciclópea
manera: piedra, piedra y piedra.

En bloques descomunales. En bloques que fueron trabajados en la época


del Segundo Imperio por negros y artesanos portugueses.

Veo demoliciones que asombrarían a nuestros arquitectos; demoliciones


cuyo material podría soportar el paso de un ferrocarril sin quebrantarse. Por
donde se camina —y vea que Río es grande— piedra, piedra y piedra… Ello
explicaría un fenómeno. La falta de arquitectura, es decir, de molduras.

La casa aquí…

La casa, así como en Buenos Aires —en nuestro arrabal— el tipo de


vivienda es un jardín de cuatro o cinco por cuatro, seguido de tres o cuatro piezas
con galería, la casa, aquí en Río de Janeiro, saliendo de la Avenida Río Branco
(nuestra Avenida de Mayo), es de frente liso, con balconadas separadas quince
centímetros de ese frente, es decir, casi pegadas a él. Ventanas perfectamente
cuadradas y el portal, o mejor dicho las columnas que soportan las puertas, es
de granito. Los lienzos de muralla que quedan entre dichas columnas están
pintados de verde, rojo-hígado, ocre, azul de lejía, blanco. Casi todas las puertas
tienen para defenderlas una primera puerta de mitad de altura de la principal y
de hierro, de modo que para entrar a una casa, usted tiene que abrir primero la
puertecita de hierro y después el portalón de madera, alto y pesado. Una
defiende a la otra.

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Estas puertas de hierro trabajadas a mano reproducen dibujos fantásticos,
dragones con colas de flores de azucena encrespados frente a escudos. Todo el
conjunto pintado de color plata, de modo que en la noche, sobre la miserable
tristeza de una fachada roja, se destaca el balcón o la puerta plateada, revelando
interiores domésticos de toda naturaleza.

Así le ocurre a usted pasar por la calle y ver cosas como estas: un chico
lavándose los pies en un dormitorio. Una señora peinándose frente a un espejo.
Un negro mondando papas. Un ciego repasando un rosario en una silla de
esterilla. Un cura viejo meditando en una hamaca, al margen de su breviario. Dos
muchachas descosiendo un vestido. Un hombre ligero de ropas. Una mujer en
idénticas condiciones. Un matrimonio cenando. Dos comadres echándose las
cartas. La vida privada es casi pública. Desde un segundo piso se ven cosas
interesantísimas; sobre todo si se utiliza un largavista (no sea curioso, amigo; lo
que se ve con el catalejo no se cuenta en un diario).

Volviendo a las casas (dejémonos de digresiones), este conjunto


uniforme, pintado de lo que yo llamaría colores agrios y marítimos porque tienen
la misma brutalidad que el azul de las camisas marineras, produce en la noche
una terrible sensación de tristeza, y en el día, algo así como la presencia de una
fiesta sempiterna. Fiesta ruda, casi africana; fiesta que al rato de presenciarla le
fatiga los ojos, lo aturde, dejándolo mareado de tanto colorinche.

La ciudad, bajo el sol, merece otra nota. La ciudad nocturna es


descorazonadora. Usted camina como si se encontrara en un convento; siempre
los mismos frentes, siempre un interior anaranjado o verdoso. En alguna parte
una hornacita enclavada en un segundo piso; un fanal que contiene la dorada
imagen de la Virgen con el Niño y abajo, colgando de cadenas, una lámpara de
bronce cuya llama fluye hacia arriba moviendo sombras.

Un silencio que sólo interrumpe la vertiginosa carrera de los tranvías.


Luego nada. Puertas cerradas y más puertas. De distancia en distancia una
negra gorda sentada en el umbral de su casa; un negrito con la cabeza apoyada
en el alféizar de granito de un primer piso y luego el silencio; un silencio cálido,
tropical, por donde el viento introduce un craso perfume de plantas cuyo nombre
ignoro. Y la pesadez de la piedra, de los bloques de piedra de que están
construidas todas esas casas, termina por aplastarle el alma, y usted camina
cabeceando, en el centro de la ciudad, en una casi soledad de desierto a la diez
de la noche.

Ciudad que trabaja y que se aburre


(Martes 15 de abril de 1930)

En el concepto de todo ciudadano respetuoso de los derechos de la fiaca,


porque también la fiaca tiene sus derechos según los sociólogos, el café

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desempeña un lugar prominente en la civilización de los pueblos. Cuanto más
aficionada es a tirarse a la bartola una raza, mejores y más suntuosas cafeterías
tendrá en sus urbes. Es una ley psicológica y no hay qué hacerle: así baten los
sabios.

Aquí se labura

Nosotros, habitantes de la más hermosa ciudad de América (me refiero a


Buenos Aires), creemos que los cariocas y, en general, los brasileños, son gente
que se pasa con la panza al sol desde que «Febo asoma» hasta que se va a
roncar. Y estamos equivocados de medio a medio. Aquí la gente labura y sin
grupo. Se gana el marroco con el sudor de la frente y de las otras partes del
cuerpo, que también sudan como la frente. Yugan, yugan infatigablemente y
amarrocan lo que pueden. Sus vidas se rigen por un subterráneo principio de
actividad, como diría un señor serio haciendo notas sobre el Brasil. Yo, a mi vez,
digo que doblan la esquena todo el santo día y que de sábado inglés, ¡minga!
Aquí no hay sábado inglés. Y allí se terminaron las fiestas. Trabajan, trabajan
brutalmente, y no van al café sino breves minutos. Tan breves, que en cuanto se
queda usted un rato de más, lo echan. Lo echan, no los mozos, sino el encargado
de cobrar.

¿Y el llamado café «express»?

Ante todo no se conoce el café express, esa mezcla infame de serrín,


pozos de express y otros residuos vegetales que producen una mixtura capaz
de producirle una úlcera en el estómago en breve tiempo. Aquí, el café es
auténtico, como el tabaco y las naturales bellezas de la mujeres. Los cafés tienen
sillones en las veredas, pero en la vereda no se despacha café. Hay que tomarlo
adentro. Adentro las mesas están rodeadas de sillitas que dan ganas de tirarlas
de una patada a la calle. He visto sentarse un gordo, del cual cada pierna
necesitó de una silla. La mesita de mármol es reducida; en fin, parecen
construidas para miembros de la raza de los pigmeos o para enanos. Usted se
sienta y empieza tirar la bronca. Una orquesta de negros (en algunos bares)
arma con sus cornetas y otros instrumentos de viento un alboroto tan infernal
que usted no terminó de entrar cuando ya siente ganas de salir.

Se sienta y le traen el feca. Sin agua. ¿Se da cuenta? En un país donde


hace tanta calor, le sirven el café sin agua.

Usted ahoga una mala palabra y bramando dice:

—¿Y el agua? ¿Se vende el agua aquí?

—O senhor quere acua yelada… Un vaso de acua yelada. Y le traen el


«acua yelada» con un pedacito de hielo.

El vaso es como para licores, no para agua.

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No termina de tomar el café, cuando un turro vestido de negro, que se
pasa el día haciendo juegos malabares con monedas, se le acerca a la mesa y
le golpea con el canto de una chirola de mil reis el mármol. Mil reis son treinta
guitas. Usted que ignora las costumbres lo mira mal turro y este lo mira a usted.
Entonces usted dice:

—¿Por qué no se golpea la jeta en vez de golpear el mármol?

Hay que palmar e irse. Pagar los seis guitas que cuesta el café y piantar.
Si usted quiere hacer sebo, tiene los sillones de la vereda. Allí se despachan
bebestibles que cuestan un mínimo de 600 reis (18 centavos argentinos).

Pas de propina

El mozo no recibe propina. Mejor dicho, nadie la da con el café. El hombre


que hace juegos malabares con los cobres es el encargado de cobrar y de
consiguiente el único que afana… si es que roba, porque este es un país de
gente honrada. De modo que el espectáculo que el ojo del extranjero puede
gozar en nuestra ciudad, y es el de robustos vagos tomando la sombra dos horas
en un café bebiendo un «negro», es desconocido aquí. La gente concurre a la
hora de moda a los sillones de las veredas. El resto de la multitud entra al café
para ingerir una tacita de feca y raja. Aquí se labura, se trabaja y se ha tomado
la vida en serio.

¿Cómo hacen? No sé. Hombres y mujeres, chicos y grandes, negros y


blancos, trabajan todos. Las calles hierven como hormigueros a la hora
del bullión.

Conclusiones

Si no fuera un poco atrevida la metáfora, diría que los cafés son aquí como
ciertos lugares incómodos, donde se entra apurado y se sale más rápidamente
aún.

Ciudad honrada y casta. No se encuentran «malas mujeres» por las calles;


no se encuentra ni un sólo café abierto toda la noche; no se escolaza, no hay
levantadores de quinielas. Aquí la gente vive honradísimamente. A las seis y
media todo el mundo está cenando; a las ocho de la noche los restaurantes están
ya cerrando las puertas… Es como dije antes: una ciudad de gente que labura,
que labura infatigablemente, y que a la hora del raje, llega a su casa extenuada,
con más ganas de dormir que de pasear. Esta es la absoluta verdad sobre Río
de Janeiro.

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Cosas del tráfico
(Lunes 28 de abril de 1930)

En Río de Janeiro el tráfico es bastante distinto al de Buenos Aires. Ante


todo, no se encuentran carros en la ciudad. El transporte se hace casi totalmente
en camiones.

Sincronización

El trafico está sincronizado, es decir que no hay «varitas». En cada


bocacalle una columna con luces rojas y verdes indica cuándo los coches se
deben detener y cuándo hay vía libre. Dicha señal reza también para el público,
y yo no sé cómo no he muerto aplastado, porque los primeros días no me daba
cuenta del fenómeno y cruzaba de todas formas. Además otro detalle: en la
Avenida de Mayo los coches que circulan por la izquierda van hacia el Este y los
que van por la derecha hacia el Oeste. Aquí es al revés. De modo que durante
muchos días usted observa de contramano y, claro está, no ve coches, que son
los que vienen a sus espaldas.

Los tranvías, en conjunto, van a parar a dos estaciones. Una techada,


llamada Galeria del Cruzeiro, donde hay muchas tabaquerías, y otra, la Plaza
Tiradentes. En las calles que rodean esta plaza abundan los sacamuelas. Me
imagino que de dicha vecindad deriva el nombre de la plaza. (Disculpen el
chiste).

En otra nota dije que los tranvías eran lo más barato que había. Hay
recorridos de tres centavos, de seis, de nueve, de doce y de quince. Un consejo:
cuando tome un bondi de cuatrocientos reis, lleve comida o vianda. Viaja todo el
día a una velocidad fantástica. Kilómetro tras kilómetro y no acaba de llegar al
punto terminal de la línea.

Los ómnibus son caros. La tarifa elevada es superior en tres o cuatro


veces a la del tranvía. En los ómnibus no hay boleteros. Usted sube y se sienta,
mira en redor y entonces observa que junto al chauffeur hay un aparatito que es
una columna cuadrada de hierro, con la parte superior de cristal. Esta parte
superior deja ver una dentadura metálica. Por una ranura se echa el importe del
viaje. La dentadura metálica impide que con pinzas u otro instrumento
el chauffeur pueda afanarse las monedas. De trozo en trozo del trayecto suben
al coche unos forajidos que gritan:

—¡Trucco!

Usted se siente tentado de gritar: «¡Quiero! ¡Retruco!». Haga la prueba de


decirlo y verá, inmediatamente, que el hombre saca un montón de monedas y le
ofrece cambio. Se llaman «trocadores» y su misión consiste en impedir que los
pasajeros, alegando que no tienen cambio, rajen sin pagar.

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Los inspectores de los tranvías llevan un nombre más altisonante. Se
llaman «fiscales». Usted les sobra la pinta y dan ganas de reírse. Estos fiscales
van peor maltrechos que nuestros guardas de ómnibus suburbanos.

Automóviles no se pueden tomar. Resulta más barato hacerse un traje en


mensualidades. Los chauffeurs se pasan el día a las espaldas del Teatro Fénix,
jugando a la rayuela o a las carreras… pero a pie.

Lo que está a precios brutalmente baratos es la navegación. Un viaje de


veinte minutos en barca cuesta doce centavos. Un pasaje de una hora y veinte
minutos a la Isla de Paquetá, diez y siete centavos, ida, y otro tanto de vuelta.
Se aburre uno de navegar por tan poca plata.

Son los vehículos acuáticos barcazas de dos puentes, con bancos


laterales. Andan accionados por tremendas ruedas. Cuando hace mucha calor,
la gente se quita los botines y el saco, y ahí sufren las personas de olfato delicado
o no habituadas a esa familiaridad, sobre todo en el primer puente, donde,
mezclados con las personas, van cargas de muebles, sacos de arroz, de porotos
(aquí el plato nacional es porotos mezclados con arroz), fábricas ambulantes de
sorbetes y algún zebú.

Yo no sé si ustedes sabrán lo que es un zebú. Acaso lo conozcan de


nombre, si bien en el Zoológico de Buenos Aires hay algunos ejemplares. Se
trata de un buey africano. Tiene joroba en el lomo y cornamenta como algunos
cristianos. En las novelas de Rider Haggard abundan los zebúes. Yo me acuerdo
de que Allan Cuatermain, el cazador de las Minas del Rey Salomón, compró una
docena de zebúes para ir hacia el desierto, que miraba al «pecho del Sebha». Y
como este es un animal empleado en el tráfico (en el tráfico lerdo), diré que en
la noche, cuando usted anda descaminado en alguna calle de esas que están a
una legua de su casa, de pronto, en el silencio y la soledad, en alguna bocacalle,
aparece al frente de un carretón monstruoso este buey jorobado, que camina
con lento paso. A su lado, junto a las astas, marcha descalzo el carretero, o el
cebulero, con una pequeña lanza en la mano.

Después está el funicular. Ese lo he descripto en una nota anterior. ¡Ah!


En el puerto hay amarrado un submarino brasileño. Voy a ver si consigo permiso
para visitarlo y les describiré lo que es este aparatito tan chico, menudo, largo,
con una torrecita arriba, rectangular y que los deja pálidos a los comandantes de
los super dreadnaughths. Hoy me he escrito dos notas, he hecho una hora de
gimnasia, veinte minutos de polea, diez de pelota, treinta de gimnasia sueca y
tengo la esquena que me arde de fatiga. Así que basta…

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