Teologia Del Culto Cristiano en PDF
Teologia Del Culto Cristiano en PDF
Teologia Del Culto Cristiano en PDF
EL CULTO CRISTIANO
Su esencia y su celebración
EDICIONES SÍGUEME
Apartado 332
Salamanca
1968
CONTENIDO
INTRODUCCIÓN
I. PROBLEMAS DOCTRINALES
Conclusión
NOTA PRELIMINAR
Por este hecho, la teología litúrgica presupone la exigencia del culto cristiano, e
incluso de un culto concreto (para nosotros se trata de un culto propio de la
Iglesia reformada), por eso implica conocimientos exegéticos, históricos y
sistemáticos que le permitirán examinar críticamente el dato litúrgico de esa
Iglesia, y también el de dar directrices practicas, para que la forma de celebrar
el culto coincida precisamente con las que exige el mismo. Nuestro trabajo va a
consistir, pues, en establecer las grandes líneas en una doctrina del culto, para
ver después como aplicarla concretamente.
Aquí se plantea el problema del plan que vamos a adoptar, entre las diversas
posibilidades que se presentan. Para que se comprendan bien que el
propuesto por mi no es el único posible, cito a continuación otros, todos ellos
validos. En primer lugar, están los planes construidos sobre el hecho de que el
culto es el encuentro entre Dios y el pueblo, y que en el se trata de una acción
de Dios y de la respuesta humana… es el adoptado por K. Barth y W. Hahn,
entre otros. H. asmussen y R. Paquier le añaden una tercera parte en el que
se expone el desarrollo del culto, el ordo litúrgico. Otros siguen su plan
orientado principalmente por las diferentes disciplinas teológicas de las que
depende la teología litúrgica. Así la ordenación de L. Fendt: estudio histórico,
sistemático y practico de la liturgia; A. D. Muller sigue el mismo plan, pero
cambia las dos primeras partes. O. Haendler propone un plan que examina el
primer lugar la esencia de el culto, luego su forma, y, finalmente, sus actores.
P. Brunner, en su obra fundamental Zur Lehre von Gottesdienst der im Namen
Jesús verammenlten Gemeinde, que K. Barth saludaba viendo en ella un
“trabajo excelente por su amplitud y su profundidad”, presenta, después de una
introducción terminologiíta y metodología, su doctrina de culto en tres partes:
en la primera la situación dogmática de el culto con relación a la historia de la
salvación, al hombre que lo celebra, y al cosmos (Ángeles y cosas) que rodean
al hombre; en la segunda parte, el examen de las razones y de la forma de
culto como suceso salvìfico --- a quien encontramos, en los capítulos terceros
y cuarto, el plan adoptado por K. Barth y W. Hahn---; finalmente, en la tercera
parte, la exposición de una teología de la formulación litúrgica.
En este primer capitulo tenemos que considerar tres problemas. Hay que
comenzar con la afirmación del fundamento cristo lógico del culto de la Iglesia;
a continuación hablaremos de la presencia de Cristo en el culto y la epìclesis;
finalmente, con mas detalle, del sentido profundo de el acontecimiento litúrgico,
que es recapitular la historia de la salvación.
Una lectura superficial del nuevo testamento es suficiente para darse cuenta de
que la misma vida de Jesús de Nazaret es una vida en cierta manera “litúrgica”
o, si se prefiere, sacerdotal. Incluso se puede decir que Jesucristo realizo con
su ministerio la verdadera glorificación de dios en la tierra, el culto perfecto. Si
el titulo de rey – sacerdote según el orden de Melquisedec le conviene sobre
todo después de su ascensión 1 eso no impide que se considere toda su vida
con esta perspectiva litúrgica. Además. Es probable que el mismo Jesús
comprendiera así
1
Dijo Yave a mi Señor siéntate a mi diestra… tu eres sacerdote para
siempre a la manera de Melquisedec (Sal 110, 1.4; Heb 5, 10; 6, 20; Hech
2, 34; Heb 1, 3 y 13; Rom 8, 34,etc)
2 Según los padres, Jesús es el buen Samaritano. esto hace que nos preguntemos si
Jesús, al narrar esta parábola, no quiso afirmar que el misterio del verdadero culto era
el, y no el sacerdote ni el levita.
3 piénsese en la túnica sacerdotal, inconsútil, que llevaba (CF.JN 19.23).
4 piénsese también en las resonancias eucarísticas de los relatos de la multiplicación de
los panes.
a continuación, una segunda parte, que explica, justifica y valora la primera, el
ministerio de Jerusalén, centrada en la muerte de Cristo y en su resurrección
escatológica, hasta que Jesús deja a los suyos, bendiciéndolos y enviándolos a
ser sus testigos en el mundo (esto se llamara mas tarde la misa de los fieles).
No tenemos que entrar aquí en más detalles. Puede bastar con la afirmación
del Nuevo Testamento nos presenta el testimonio histórico de Jesús, y, por
tanto, su vida, como una liturgia; mas aun, como la liturgia que agrada a Dios
en este sentido, el culto cristiano tiene su fundamento en el culto” mesiánico”
celebrado por Jesús desde su encarnación hasta su subida a los cielos.
San Pedro dice de Cristo. “cordero sin defecto ni mancha, ya conocido antes de
la creación del mundo y manifestado al fin de los tiempos “por amor vuestro (1
Pe 1, 19 s)5. es decir, que “con el pecado original de el hombre comienza ante
Dios y en Dios el ministerio de la ofrenda sangrienta de Jesucristo” (P.
Brunner), es el culto celestial, del cordero sin defecto ni mancha, es en cierta
manera el refugio a cuyo abrigo el mundo podría vivir ya sin sufrir la amenaza
de aniquilación que Dios había pronunciado ante el pecado de Adán (Gen 2,
17), porque, por anticipación , ya era eficaz delante de Dios su manifestación
histórica “al final de los tiempos”. Este culto que culmino con el sacrificio de la
cruz y con la ascensión, Jesús lo usa en beneficio nuestro, si se atreve a
decirlo, desde que entro en la gloria: el es el (Heb 4, 14) que penetro en el
Santos de los Santos, es el (Heb 7,3), es quien comparece en nuestro lugar
ante Dios (Heb9, 24; cf. 7, 25; Rom 8, 34); es el sacrificador soberano “ para
siempre” (Heb 7,3) hasta el siglo futuro6 como gran sacerdote, Jesús ejerce un
doble ministerio: el de el acto expiatorio realizado una vez por todas, y el de la
prolongación y desarrollo de esta obra que dura hasta la eternidad.
5 ¿se puede encontrar una idea analiza en Ap 13.8? lo HMEYER. Handbucbz. N. T., cree
que <<según la posición>> (<<desde el principio del mundo>>) debe unirse a ________
(<< el cordero degollado>>). parece, mas bien, que se debe relacionar a (<< {cuyo]
nombre no esta escrito en el libro de la vida>>), como en Ap 17,8.
6 ¿es preciso traducir << hasta la irrupción definitiva del siglo futuro >> o por <<los siglos
de los siglos>>? dado que en la carta a los Hebreos se encuentran las locuciones
_________(13.21)________(13,8)_______(1,8), parece que se justifica la primera
traducción.
Se podría creer esto al leer en Heb 9, 28, la promesa de que Cristo, “que se
ofreció una vez para soportar los pecados de todos, aparecerá por segunda
vez, sin pecado, a quienes esperan para recibir la salud”. Sin embargo, hay
que, notar que en esta segunda venida, el ministerio sacerdotal de Jesús no
será expiatorio sino consagrante y santificador; no se extenderá al mundo
entero, sino a quienes han aceptado la salvación concedida por su muerte en el
Gólgota. Esta idea del ministerio sacerdotal santificador, en vez de expiatorio,
de Cristo, aparecen otras veces en la carta a los hebreos (2, 10 s.; 10, 14).
Parece relacionarse con el misterio que Jesús reconoce como suyo en la
oración sacerdotal (Jn 17). Con prudencia sea quizás posible ver ahí una
alusión al ministerio sacerdotal que el Hijo eterno de Dios habría
desempeñado si la caída no hubiera trastornado la creación de Dios: habría
venido, no para reconciliar a los hombres con el Padre, sino para permitir que
estos se encontrasen para siempre junto a el, y así pudiera contemplar su
gloria (Jn 17, 34).
Una gracia por que la presencia de Cristo es salvìfica. Se nos da el, pan de
vida que hace vivir eternamente 8Jn 6, 51,58), y nos une a el fortificado nuestra
fe. Los medios por los que atestigua su presencia, de forma excelente, son la
proclamación del evangelio y la comunión eucarística: “quien os escucha, me
escucha a mi…” (Lc10, 16); “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”. El culto es,
pues, un acontecimiento salvìfico. En el próximo apartado trataremos de esto,
reconociendo en el culto una recapitulación de la historia de la salvación.
Sin embargo, hay que precisar todavía dos cosas; si el culto es, según las
palabras de A. D. Muller,” la forma mas visible, mas densa, mas central y mas
clara de la presencia de Cristo.” Esta no es directamente aparente. Es cierto
que en el culto de la Iglesia puede. Por su forma y por su disciplina, convencer
al que no cree, de la presencia del Señor (1 Cor 14, 23 s), pero esta convicción
se basa en la fe, incluso para los creyentes. Se trata de una presencia
“sacramental”. Lo mismo que sin la fe tampoco se podía reconocer a Jesús de
Nazaret al Cristo, al Hijo de Dios vivo, así también, sin ella, no se puede
asegurar su presencia en el culto y completarlo. Se trata de un proceso
espiritual análogo al reconocimiento de la palabra de Dios en la sagrada
Escritura, o del reconocimiento del cuerpo inmolado de Cristo en las especies
eucarísticas. Es decir, vamos a volver a esto, que la iglesia no dispone de esta
presencia ni puede provocarla con un automatismo que pueda usar cuando le
las palabras de la institución no tenemos también que la tradición egipcia mas antigua
colocaba la epiclesis ante de las dichas palabras Thomas Cranmer vuelve a hacer lo
mismo en el Book of common Prayer, de 1549; igualmente, las disposiciones de Pfalz,
Neoburg en 1543.
sacerdotal, se confiera al conjunto del culto su carácter verdadero la presencia
de Cristo es real, pero no es lo que, en la peor hipótesis seria un truco. Es una
gracia.
Hemos visto que el culto de la Iglesia es posible únicamente por que Jesucristo
a realizado por medio de su ministerio terrestre el culto suficiente y perfecto.
Hemos visto también que el de la Iglesia es verdadero por que Jesucristo esta
presente con absoluta libertad, como Señor en medio de los que se reúnen en
su nombre. Ahora hay que ver lo que sucede en ese culto.
La idea, como vamos a intentar mostrar, es justa. Sin embargo, puede uno
preguntarse si el termino “recapitulación esta bien escogido. ¿No significa
necesariamente recapitular, como la de Ef 1, 10, dar o devolver una cabeza a
lo que no tenia o la tenia enferma, por tanto, en resumidas cuentas, dar así a lo
que se “recapitula” una justificación, una razón de ser, una orientación, un
cumplimiento?. En este sentido, no es el culto quien recapitula, sino Jesucristo
quien realiza, justifica las historias de la salvación y le da una razón de ser.
Ahora bien, nada seria una inversión Cristo- culto, que una “cefalización” de
Cristo por medio del culto, cuando realmente sucede lo contrario. Con todo,
recapitularle significa ordinariamente y sin mas complicaciones “resumir”,
“confirmar”, o incluso “repetir”, y en este sentido el termino le conviene
perfectamente: el culto resume y confirma, siempre el nuevo, la historia de la
salvación que encontró su punto culminante en la intervención de Jesús
encarnado, y en este resumen y confirmación repetimos, Cristo continua su
obra salvìfica por medio del Espíritu Santo. Esta recapitulación se refiera a toda
la historia de la salvación tanto con el sentido teológico como con el
cronológico.
El culto de la iglesia es… una participación en el culto, que salva al mundo sin
destruirlo, del crucificado- y glorificado ante el trono de Dios (P. Brunner).
Se plantea aun una pregunta. Hemos visto también que el culto se reactualiza
el culto perfecto y suficiente ofrecido por Cristo, una ver por todas en la cruz,
que anticipa la alegría innegable de la vida eterna y que permite a la Iglesia
participar por el culto celeste que acompaña a la historia de la salvación. Nos
podremos preguntar si la Iglesia restaurara también el culto primitivo,
paradisíaco, que Dios había querido no solo al hacer el hombre el licurgo de el
mundo encargado de guiar el mundo entero en la acción de gracias, en la
adoración y en la alabanza, sino también fijando, de una manera supralapsaria,
un día de culto, y quizás, también , si es preciso seguir aquí a Lutero un lugar
del culto(el árbol. limite de bien y de el mal) y una forma del culto (Salmo 148).
Pero, lo mismo que el culto de la Iglesia no es sino una anticipación del festín
mesiánico, de la alegría del reino, tan ambigua que solo es perceptible por la
fe, así lo es también para la anamnesia del culto antes de la caída. En el culto
de la Iglesia, el hombre vuelve a encontrar su honda orientación de licurgo
real, y también el derecho de convocar a toda la creación para ofrécela al
Señor en acción de gracias, la adoración y la alabanza (este es el problema del
arte litúrgico que trataremos mas adelante); pero este redescubrimiento se
encuentra constantemente comprometido por el pecado, de forma que solo es
posible decir esto: el culto cristiano, porque se funda en la reconciliación de
todas las cosas en Cristo, es la vanguardia extrema de esta búsqueda cósmica
de la que habla san Pablo, de esa suspiro cósmico por una restitución de lo
que Dios, en su amor, había hecho al principio (Rom 8,18s).
Entre todos los problemas sistemáticos que habría que tratar aquí, solo me fijo
en uno, de notable importancia: el de las relaciones entre el culto de la Iglesia y
la permanencia de la historia de la salvación después de alcanzar esta su
punto culminante y su cumplimiento en Cristo. No intentamos tratarlo afondo,
sino simplemente señalar en que sentido creemos que debe resolverse. Esto
es capital para lo que sigue.
Lo que dios hizo, lo realizo de una vez por todas, teniendo en cuenta las otras
veces en que su intervención se manifestara salvificamente. Nada más actual,
en el plano de la fe, que lo hecho por Dios una vez por todas. Lo que
describimos aquí es la obra del Espíritu Santo que, después de la resurrección,
no consiste en provocar un nuevo ni en repetir el antiguo, como sino fuera
suficiente; sino que consiste en aplicar con eficacia lo que Dios hizo en illic et
tunc en Jesucristo al hic et nunc de la vida de un hombre determinado, de una
13Lo que es suceso central no se dará nunca. respecto de esto seria suficiente para
una historia de este mundo que no acabase nunca ; el fin del mundo no vendrá
cuando el suceso central de la historia de la salvación se agote, como una pila
eléctrica, si no cuando Dios decida<< abreviar lo s días>> (Mc. 13,20)
comunidad concreta o de un suceso, ¡el Espíritu Santo nos da a Cristo¡, y
además, consiste también en referir con eficacia el hic et nunc de ese hombre,
vida comunitaria o suceso, al illic et tunc de lo que Dios realizo en Jesucristo en
el gólgota y en el huerto de José de Arrímate, el Espíritu Santo nos da a Cristo.
Esto quiere decir que el culto distingue la Iglesia del mundo. Por el culto, “sale
sin pretensiones, pero con firmeza, del medio profano que esta ordinariamente
sumergida” (K. Barth). Muestra que no pertenece al mundo, y que el culto no es
una forma mundana de ser. Este establece una ruptura entre la Iglesia y el
mundo, y por eso, contrariamente a la predicación misionera no es público:
quien lo celebran, han pasado por el bautismo, han renunciado al demonio y a
sus obras, al mundo y a su pompa, a la carne y a sus deseos. Israel quedo
constituido qahal Yahvé, después de haber atravesado el mar Rojo. El culto
cristiano muestra que la Iglesia no es una sociedad natural, sino el resultado de
la elección promovida por Dios y realizada con la muerte y resurrección en
Cristo de los que responde a la llamada del evangelio. Esto no los ha hecho
olvidar los siglos de cristiandad pero es urgente tenerlo bien vivo: el culto se
celebra en el perdón. En este sentido, es preciso decir también que el culto
cristiano no es una forma mas entre las obras litúrgicas naturales de los
14 Seria interesante examinar la teología del templo elaborada por Jesús y los
testimonios ofrecidos por el nuevo testamento.
hombres. Hace falta “salir del campamento” (heb 13.13) para poder presentar a
Dios el culto que es grato.
Pero esto no es suficiente. Decir que el culto hace aparecer a la iglesia como
una comunidad bautismal, no es decir solo que por su culto la Iglesia se
distingue del mundo y que ella proclama el fin de este trataremos esto con mas
detención en el capitulo próximo, es afirmar que el culto transfigura el mundo a
la vez que queda amenazado por el.
En primer lugar, el culto transfigura el mundo. Será preciso volver varias veces
sobre esta afirmación, fundamental de teología litúrgica. No trato aquí sino un
aspecto, para decir, paradójicamente, que, si el culto hace aparecer ala Iglesia
como comunidad bautismal esto significa también que la Iglesia esta presente
en el culto, pero, causa de lo que acabamos de ver, esta presente mas allá de
la muerte de si mismo. El bautismo, si hace morir, también resucita a lo que
hace morir. El bautismo no provoca una solución de identidad: el resucitado de
la mañana.
Pero este mundo que lo ha podido acarrear consigo a través del bautismo, este
mundo que ella a condenado y que se le ha rendido puede convertirse para el
culto de la Iglesia en una amenaza. Piénsese en el uso que le dio Israel a las
joyas egipcias que había sacado de Egipto (compárese Ex 11. 2, 12, 35s y 32,
1s.). Dado que el bautismo no es aun el juicio final, sino en el desierto, lugar de
la tentación, donde se puede perder la salvación (ef. 1 Cor 10, 1- 13). Es
verdad que se ha abandonado Egipto y que Moisés ha entonado su cántico:
también es verdad que Dios esta presente, igual que su ley, su representante y
su alimento milagroso. Pero todo esto vive de la esperanza del cumplimiento; y
en esta espera se puede invertir aun la metamorfosis bautismal,
conformándose con el siglo presente (Rom 12,2). Al hacer aparecer a la Iglesia
como comunidad bautismal, el culto muestra que no solo la Iglesia esta en
ruptura con el mundo, sino que también permite encontrar un mundo
exorcizado y calmado, y, finalmente, que la iglesia no esta nunca libre de
recaídas.
Pero la catolicidad de la Iglesia que el culto revela no tiene sólo dos aspectos,
el sociológico y el antropológico la iglesia atestigua su catolicidad, arreglando lo
que divide a los hombres para llamarlos a la vez a la comunión y a la plenitud
en Jesucristo. Es también arreglando lo que los divide en el espacio; une lo que
está disperso, se opone a la yuxtaposición indiferente o belicosa de las
ciudades y de las naciones. Une el mundo en la solidaridad, sin confusión.
Pero negándose a admitir el olvido o el desprecio a los demás. Piénsese, para
ver lo que significa esto, en las recomendaciones y en los ejemplos que nos
ofrece el Nuevo Testamento de las intercesiones o acciones de gracias por las
Iglesias lejanas, o en el servicio de noticias ínter- eclesiásticas que parece algo
fundamental para la vida eclesial16. Es preciso, sin duda, ir más lejos: la
catolicidad del culto que revela la Iglesia no tiene, en la línea del espacio, sólo
una dimensión horizontal. Sino que también tiene otra dimensión vertical: el
El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como
buenos administradores de la multiforme gracia de Dios (1Pe 4,10; 1 Cor 12)
Por su culto, la Iglesia confiesa lo que ella es: se presenta como comunidad
bautismal, nupcial, católica, diaconal y, finalmente, como comunidad apostólica
o misionera.
Esto nos permite abrir un breve paréntesis sobre el término misa, que, a partir
del siglo IV, ha suplantado poco a poco en occidente a todos los demás para
designar el culto y que, entre los luteranos, incluso ha resistido a la reforma. Su
origen provoca ciertas dudas. Parece cierto, a pesar de algunas hipótesis, que
viene del bajo latín, missa=missio=envió, despido; con otras palabras, el último
acto o culto, la despedida solemne para enviar de nuevo a los fieles al mundo
(Lc 24,46-53), habría dado su nombre a todo el culto, en cierta manera para
subrayar su razón de ser en un mundo que no es aún el reino.
El culto, afirma A.D. Muller, quiere ser comprendido como misa, missio, envió.
En él se enciende la luz que debe iluminar al mundo.
17 << est autem ecclesia congregatio sanctorum, in qua evangelium pure docetur et
recte administrantur sacramenta>> (Confeción de Augsburgo,c.7; cf. Die
Bekenntnisschriften der evangelicsh-lutherischen kirchen. Göttingen 1930, 59 s.; cf. Ibia.;
279)
18 <<…disciplinae severa et ex verbi divini praescripto odservation>> (cf. W. NIESEL,
3. Esta puede ser peligrosa o fácil. Si la Iglesia en y por su culto aparece como
es, en y por él ofrece la prueba de su fidelidad o infidelidad; por tanto, si es
infiel, hay que reformar el culto cuando se quiere reformar la Iglesia. Se
desconfía mucho entre nosotros de una reforma de la Iglesia que lo fuera al
mismo tiempo del culto; se desconfía mucho de los movimientos que
intentan reformar la Iglesia por medio del culto. Se teme que este cambio
solamente sea formal, sin que toque el corazón de la Iglesia, como si ésta
pudiera tener otro corazón distinto del culto. Es preciso, evidentemente,
entenderse: no es el culto el medio de la reforma de la Iglesia; no podría ser
la levadura de una reforma; piénsese en Josías, reformador al redescubrir el
libro de la palabra de Dios (2 Re 22 s). pero si esta palabra debe reformar la
Iglesia, debe tocar directamente el culto. En tiempos de Josías, el
redescubrimiento de la palabra de Dios no provocó simplemente un estupor
de arrepentimiento, sino que éste se concretó en una obra: la extirpación
radical de la idolatría para devolver al pueblo, en una pascua inusitada, la
gracia, la alegría y la belleza de su culto.
Una reforma de la Iglesia que se parase en el umbral del culto, que no llevara
consigo un cambio litúrgico y que no se concretase en él, esterilizaría la
palabra de Dios en vez de permitir que produjera su fruto. Por eso, no creo
exagerado decir que si la renovación litúrgica que conoce nuestra época
retrocede ante la inmensa empresa de una reforma litúrgica, si tiene miedo de
acometerla, ahí estará nuestra condenación. No es una mejor catequesis, ni
una reorganización de la Iglesia, ni una toma de conciencia de la llamada que
dirigen a la Iglesia los cansados y abrumados, lo que justificara a la Iglesia de
nuestra generación: es una forma litúrgica, porque ésta justificará también, de
rechazo, la catequesis, la organización eclesial y la diaconía, salvándolas del
peligro del intelectualismo biblicista, del juridicismo o del activismo social.
Este temor que me parece vano por dos razones. Primero, por una razón
psicológica: la Iglesia se moriría si no tuviese un culto que no fuera una misa,
en el sentido que hemos visto, como un ser vivo moriría si tuviera un corazón
que no pusiera en movimiento la sangre gracias a la diástole y la sístole. Con
otras palabras, la evangelización es la pareja absolutamente obligada del culto,
como éste lo es de aquélla. Pero el temor del movimiento de sístole me parece
vano sobre todo por una razón teológica: cuando la Iglesia se reúne para el
culto, cuando se convierte en una asamblea litúrgica, no se repliega en sí
misma, sino que se acerca a Dios, para consagrarle, en la acción de gracias,
en la eucaristía, lo que es y lo que tiene. Hay que dudar de la presencia de
Dios en el culto para desconfiar de la vida litúrgica, lo mismo que de la victoria
de Cristo sobre el mundo para desconfiar de la acción misionera. La Iglesia no
puede tener una u otra: debe tener ambas.
En este capítulo, pues, hablaremos del culto como amenaza y promesa para el
mundo. Pero antes de entrar en materia, es preciso, hacer dos observaciones
previas, y después de haberlas tratado, será preciso, muy brevemente, intentar
ver la relación que hay entre el culto y la evangelización.
Para que sea posible situar el culto cristiano con relación a la vida del mundo,
es preciso poder distinguir entre la Iglesia y el mundo, entre lo sagrado y lo
profano. Con frecuencia se teme esta distinción: se cree que era válida en
tiempos de la antigua alianza, y que desempeña un papel real en las religiones
paganas; pero se dice que la encarnación del Hijo de Dios en Jesús de Nazaret
y la reconciliación entre Dios y el mundo sellada por el sacrificio de la cruz han
puesto fin a esa distinción y la han hecho completamente anacrónica. Se
presenta como prueba el desgarramiento de la cortina del templo, cuando
espiraba Jesús ( Mc 15,38 y par) y la destrucción del mismo templo años
después.
Sin embargo, hay que mantener esta distinción entre lo sagrado y lo profano, y
en esto estriba la justa apreciación de la misión de la Iglesia en el mundo, como
pueblo profético, sacerdotal y regio. Evidentemente, querer mantenerla según
la manera judía es algo absurdo y anacrónico: la circuncisión ha quedado atrás,
igual que la celebración del culto del templo de Jerusalén y la observancia del
sábado. Pero la nueva alianza no ha suprimido todo esto, sino que lo ha
reemplazado. El bautismo es el medio de entrada en el pueblo de la promesa,
el cuerpo de Cristo es el sacramento de la presencia de Dios entre los
hombres, y el domingo es el día de la asamblea de los fieles. El hecho de la
existencia de un bautismo, una iglesia y un domingo prueba que continúa
siendo necesaria la distinción entre lo sagrado y lo profano; renunciar a esto es
poner en duda la necesidad del bautismo, la especificad de la Iglesia y la
legitimidad del domingo: más aún, así se sitúa uno en una teología gloriae o se
rechaza la doctrina de la encarnación.
Cada vez que la Iglesia se une para celebrar el culto, para “proclamar la muerte
de Cristo” (1 Cor 11, 26), anuncia al mismo tiempo el fin del mundo y su
derrota; se define contra la pretensión del mundo que quiere proporcionar a los
hombres una razón de ser válida, y renuncia a él; por estar compuesta de
bautizados, afirma que la vida adquiere su sentido sólo más allá de la muerte a
este mundo, es decir en la resurrección con Cristo. El culto es la peor negativa
que se puede dar a las pretensiones del mundo que se considera capaz de
ofrecer a los hombres una justificación eficaz y suficiente. No hay nada más
convincente contra el orgullo del mundo y contra su desesperanza que el culto
de la Iglesia.
Cuando desde tiempos muy remotos terminan los salmos con la antífona la
gloria y cuando en el momento del credo hace presente en cierta manera el
bautismo, renuncia a Satanás y a sus obras, al mundo y a sus pompas, a la
carne y a sus deseos, y consagra su vida, cueste lo que cueste, a servir al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo contra los dueños de este mundo. Decir “gloria
a Dios” es protestar contra las potencias y los poderosos que creen poder
saciar la esperanza de los hombres, es negar sus pretensiones, y recordarles,
con riesgo de represalias, que por su orgullo Jesús
En primer lugar, porque se sitúa respecto del mundo como el reino se situará
respecto de la gran asamblea que permitirá la separación escatológica. El culto
es, aquí abajo, el lugar de reunión de los que han sido “trasplantados en el
reino del Hijo” (Col 1, 13), los que han emigrado del mundo a la Iglesia. En
efecto, el culto reúne, por adelantado, a quienes han sufrido el juicio final de
forma sacramental, gracias al bautismo, que los asocia a esa anticipación
determinante del juicio final que es la muerte y la resurrección de Jesucristo. La
misma presencia de la Iglesia reunida en l alegría de su Señor es así, para el
mundo, un preludio del juicio final.
21Cf. También 1 Tim 1, 17; 6, 16; Jds 25; Ap 1, 5; 4, 8; 5, 9 – 10; 5, 12.13 b; 7, 12; 11, 15.17-
18; 12, 10-12; 15, 3 b-4; 16, 7; 19, 1-2; etc.
También los es para quienes celebran el culto, pues el bautismo solamente es
un trasplante sacramental. No quiere decir esto que carezca de eficacia y de
realidad, sino que puede quedar comprometido o incluso anulado por la pereza
de los que se benefician del bautismo (cf. 1 Cor 10, 1-13). También para los
cristianos, la autojustificación sigue siendo una amenaza real, ya que si son
santos, deben serlo de verdad, y hay que combatir continuamente para
alcanzar la victoria. El cristiano también es un hombre que ha de interrogarse
ante el culto. Conoce en sí mismo el antagonismo que existe entre la Iglesia y
el mundo, aunque sea consciente de que el porvenir pertenece al hombre
nuevo. Para quienes celebran el culto, éste preludia el juicio final de dos
maneras: por sus elementos y por su estructura.
Entre los elementos del culto, para ser breve, no citaré sino la predicación, la
santa cena y las oraciones22. La predicación, también la parroquial, es un
suceso escatológico por medio del cual interviene Dios haciendo que los
hombres renuncien a sí mismos, o confirmando la renuncia ya hecha,
confiando la vida éstos al único que puede salvar a todos de la perdición, a
Jesucristo. Es verdaderamente, como lo hace notar J. Bengel comentando 1 Pe
3, 19, un “preludio del juicio universal”.
Pero el culto no es un preludio del juicio final únicamente por elementos más
importantes. También lo es por su estructura tradicional, por comprender dos
momentos, igual que el fin del mundo: en el primero, la palabra invita a una
decisión y efectúa una separación; y después de ésta, en el segundo momento,
se participa de la alegría del banquete mesiánico; justo lo que se llamará más
tarde misa de los catecúmenos y misa de los fieles. Aunque la fórmula de
despedida al final de la primera parte se haya atenuado muchísimo a lo largo
de los siglos, yendo desde una anatema hasta una bendición, el hecho de
haber mantenido (en oriente incluso en la actualidad) una exclusión de los no
bautizados y de los excomulgados en el momento de comenzar la celebración
eucarística, es el signo de que el culto es el preludio del juicio final; también el
culto es una amenaza por su desarrollo para quienes se niegan a morir y
resucitar con Cristo y para quienes se niegan a confirmar con su vida la gracia
recibida en el bautismo. Muestra de que la salvación no es algo que marcha
por sí misma, sino que sólo se encuentra más allá de la conversión.
El culto cristiano,
Protesta contra los cultos no cristiano
Se ve, invirtiendo los conceptos, la importancia del culto como medio determinante
24
de toda la existencia humana cuando tiene uno presente las repercusiones totalitarias
de un culto pervertido; véase Rom 1, 24-32.
Dios vivo por el conjunto de la creación.
A este respecto, es muy sintomático notar que Jesús devuelve no sólo la paz a
los hombres, sino a todo el mundo; los animales salvajes se domestican (Mc 1,
13), los pájaros del cielo se integran en la providencia de Dios (Mt 10, 29), los
lirios del campo, en su doxología natural, se visten con más gloria que Salomón
(Mt 6, 28), la tempestad se calma (Mt 8, 23 s.), el pan y el vino se multiplican
(Mt 14, 13 s.; 15, 29 s.; Jn 2, 1s.) y los tesoros de las naciones afluyen a sus
pies (Mt 2, 11).
Todos estos hechos afirman que “si Jesucristo es nuestra esperanza” (1 Tim1,
1), también lo es de toda la creación.
Sólo que esta nueva orientación de los hombres y de las coas debida a
Jesucristo no es sino muy parcial, y no aparece aún de forma manifiesta, ya
que se mantiene oculta en el culto cristiano. Pero se encuentra ahí. El culto es
también el momento y el lugar donde, aquí abajo, los hombres y el mundo
encuentran su primera finalidad y descubren la última, que es celebrar la gloria
de Dios. El culto es también el momento y el lugar en que los hombres y el
mundo pueden llegar a ser lo que realmente debían. Pero hay que subrayar
que el culto no es el momento y el lugar por sí mismo, sino que lo es por el
mundo, sustituyéndolo; hace lo que toda la humanidad y toda la creación
deberían hacer y es lo que toda la humanidad y la creación deberían ser. Así
se entiende el carácter vicario del culto: sustituye al mundo porque puede
realizar en Jesucristo una obra que él no puede hacer solo. Por eso, la iglesia
debe el culto a Dios y también al mundo, para mostrarle el pasado que nunca
debería haber perdido y el futuro que le está prometido. La ausencia del culto
empobrecería de forma definitiva al mundo.
25Es extraordinario ver hasta qué punto el capítulo 6 del evangelio de San Juan da un
alcance central para el mundo entero y toda su vida al sacrificio de Cristo y a su
anamnesis eucarística; véanse a este propósito las dimensiones que Justino da a la
eucaristía en su Diálogo con Tritón, c. 41.
sí misma como en un espejo y de ahí se extienda y llene el
universo, siendo Dios todo en todos (P. Brunner).
El culto cristiano
Perdón y cumplimiento de los cultos no cristianos
Por eso el culto cristiano no es simplemente una protesta radial contra los
cultos no cristianos, es también una promesa que se les ofrece, porque no
pueden obtener si no renuncian a sí mismos, pasando por el itinerario de la
mortificación y vivificación del bautismo. Esta mata, pero también resucita y
resucita precisamente lo que ha matado. En el bautismo no hay tampoco
pérdida de la identidad entre el muerto y el resucitado, como no la hubo entre el
muerto del viernes santo y el resucitado de la mañana de pascua. Cuando una
nación recibe el evangelio y responde por medio de su conversión y
consagración (lo hace regularmente de forma minoritaria, pero al hacerlo se
convierte en un poder santificador para toda la nación), es esta nación y no otra
la que responde. Tiene, pues, el derecho, pero no sólo el derecho, también el
deber de responder al evangelio a su manera, según su propio carácter,
teniendo en cuenta su propia cultura, y adquiere así un rostro que permite
identificarla. Por causa de esta identidad, salvaguardarla a través de la muerte
y de la resurrección bautismasles, mejor: condenada por esa muerte, pero
justificada por esa resurrección, puede haber diversidad dogmática, teniendo
en la base los mismos dogmas, diversas estructuras eclesiales, teniendo en la
base los mismos medios de gracia. Aquí se origina la legítima diversidad de
los cultos cristianos, de los que hablaremos más adelante.
Para ser breves, terminaremos con las tres consideraciones siguientes:
4. Culto y evangelización
Puede uno preguntarse si lo que hemos visto hasta ahora y lo que vamos a ver
a continuación no atestigua una ignorancia profunda de la situación en la que
se encuentra hoy la iglesia y que es esencialmente misionera. ¿No exige esta
situación que la Iglesia abandone las formas litúrgicas amadas o deseadas,
para permitirle por el contrario dirigirse al mundo con más potencia y empuje?
26Téngase en cuenta que el original estaba escrito antes del concilio Vaticano II,
donde se ha insistido notablemente en la importancia de la “misa de los
catecúmenos” (cf. Const. Sacrosanctum concilium 35, 51 y 52 (N.T.).
LAS FORMAS LITÚRGICAS
27¿Se puede decir que la Iglesia forma su culto como la Virgen María a Jesús en su
seno? Intentaremos responder a esta pregunta en el capítulo sobre los elementos del
culto (c. 6), al examinar la interpretación de su estructura.
Pero la encarnación es, como el encarnado, un signo de contradicción, (Lc 2,
34). Es escándalo, porque contradice todas las imaginaciones naturales que el
hombre puede tener de Dios, materialistas y espiritualistas. Si las formas son
necesarias, es que Dios nos ha mostrado con el nacimiento de su Hijo que no
quería ésta sin el mundo, sin los hombres, sino, por el contrario, que los quería
salvar. Y para conseguir esto, se encarnó, se ocultó entre nosotros haciéndose
visible, audible y tangible en un hombre. Es preciso saber esto para
comprender que si la forma litúrgica en necesaria, si es un eco de la
encarnación siempre será escandalosa: no permitirá ver lo que expresa ante
quienes no tienen fe; y ante quienes la poseen, les obligará siempre a
permanecer en ella, a orar más que a ver, como observaremos que sucederá
en el reino.
Pero hay que añadir ahora algunas notas sobre el límite de las formas
litúrgicas. Hemos visto que son, por causa de la encarnación, no sólo legítimas,
sino necesarias.
Pero, ¿cuáles son las malas? ¿Las que carecen de gusto, de estilo, de
coherencia y transparencia? Sin duda; pues no hay nada más hermosos que la
verdad. Pero no nos sirve seguir aquí un criterio estético; es preciso recurrir a
un criterio teológico par conocer el interior de los límites de la formulación
litúrgica cristiana; esta formulación ha de ser, pues, legítima y necesaria.
Las formas litúrgicas, en segundo lugar, tienen también por límite su auto
justificación; dejan de ser válidas desde que no quieren ser un eco del
escándalo y de la llamada de la encarnación, para convertirse en una
encarnación continuada, para ser en sí mismas salvación más que un medio de
transmitir la realizada una vez por todas. Es decir, las formas del culto, por
importantes que sean, no tienen ni e valor, ni el significado, ni el alcance, mi la
importancia de la forma que Dios ha tomado, una vez por todas, al venir entre
nosotros. Las formas litúrgicas sobrepasan su límite desde el momento en que
quieran salvar por sí mismas, y se sitúen no en su plano, que es el de la
necesitas praecepti, sino en el de Cristo, el de la necessitas medii.
Así, pues, tanto para la necesidad como para los límites de las formas del culto
cristiano hay que tener en cuenta a Jesucristo.
Hay que examinar el siguiente problema: Dios, en el culto, quiere darse, y Dios,
en el culto, quiere recibirnos. ¿Cómo se celebra este encuentro?, ¿Cómo
quiere comunicarse con nosotros para darnos la salvación? Para responder a
esto, lo más fácil es recurrir a las transformaciones operadas por Cristo en los
hombres y que describen los evangelios: Jesús abre el espíritu y la inteligencia
de quienes son tardos en comprender (Lc 24, 25-27; 24, 45; cf. Jn 12, 16, etc.),
hace que los sordos oigan , los mudos hablen, los ciegos vean, los paralíticos
se muevan, y ejerce su ministerio mesiánico tocando a los hombres y
dejándose tocar por ellos29. Este recuento de los campos antropológicos que
abarca la obra salvífica de Jesús nos da también los campos de la expresión
litúrgica. No todos tienen la misma importancia: un paralítico o un ciego pueden
dar culto a Dios más perfectamente que un sordo, un mudo o un ser humano
incapaz de discernimiento intelectual. Esto no impide que, lo mismo que el
hombre quedaría amputado si la salvación no le alcanzase por completo,
también lo sea el culto sino ofrece al hombre entero la gracia de encontrar una
expresión litúrgica. Un ciego, un sordo, un mudo, un manco, pueden vivir, pero
un decapitado no. Igualmente, las narraciones de milagros en los evangelios
son l promesa que abre vastos campos en los que se expresa el culto, pues los
milagros evangélicos han demostrado que se podían santificar también. Estos
campos de expresión litúrgica, mandada o permitida, se pueden reducir, en mi
opinión y el “cinético”.
En segundo lugar, sin negar que la glosolalia pueda ser un carisma, lo que san
31 No hay que identificar sin más xenoglosia, producida por un éxtasis, como parece
haber sido la de pentecostés (Hech 2, 4.6.11) con la glosolalía, a pesar de su
semejanza. Sobre la última, cf. La interesante colaboración de BEHM: TWNT 1, 721 –
726.
32 Cf. El relato bastante incoherente de Hech 2; no se sabe si hay que elegir la glosollia
Hay un último punto que notar; la Iglesia tiene el derecho de querer conocer no
una lengua descompuesta, abstracta, no figurativa, en el mismo sentido de
pintura o escultura abstracta, sino una lengua metamorfoseada por el Espíritu,
comprensible pero a la vez arrebatadora, capaz de decir locuras. Es la lengua
de los himnos y de los cánticos, que hierve, por ejemplo, en la carta los efesios
o que permite a la Virgen María, aun antes de nacer su hijo, cantar ya,
locamente, que Dios dispersó los que se enfríen con los pensamientos de su
corazón, derribó los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes, y que
lleno a los hambrientos de bienes y a los ricos despidió vacíos (Lc 1, 51 s.).
Esta palabra – límite de los cánticos, de las doxologías, de las confesiones, es
la verdadera lengua litúrgica, la lengua nupcial d la Iglesia que canta a su
esposo y que se entrega a él; esta lengua es completamente distinta, y debe
ser así, de la lengua eclesial que se dirige´a los hombres.34
33 El plural de 1 Cor 13, 1 no quiere decir, sin duda, que los ángeles tengan diferentes
lenguas, sino que existen las lenguas de los hombres, y l de los ángeles.
34 Esto justifica también una diferencia de tono entre las oraciones y la predicación
La palabra hablada se presenta en tres planos diferentes: lectura, proclamación
y recitación: se leen las oraciones, se proclama la sagrada Escritura (por tanto,
la palabra proclamada puede ser también leída), y se recitan el credo, el
padrenuestro, los salmos, las antífonas. En cada uno de estos niveles, la
palabra hablada debe encontrar su tono y su ritmo, para que sea audible y para
que respete el carácter comunitario del culto cristiano. Es necesario, pues, no
tener miedo de usar un tono distinto cuando se predica y cuando se lee una
oración: cuando se predica, quien lo hace queda individualizado como testigo;
cuando se lee, se es portavoz “neutro” de la comunidad. Todo esto debe
prenderse, y no hay que temer aprenderlo... como si una técnica sobre esto
tacase la sinceridad de la celebración. En particular, es necesario que nosotros,
protestantes, aprendamos no predicar liturgia, sino a leerla, aunque se
conozca de memoria.
La música que acompaña al canto lleva, sin duda, la emoción expresada por
éste, pero lleva principalmente consigo las palabras del canto. Es sobre todo
vehículo de lo que se dice y lo que se proclama: la gloria de la Trinidad y la
victoria de Cristo36. Esta música tiene fundamentalmente una función diaconal;
por eso, la mejor música litúrgica es la que permite contra la liturgia, los salmos
y los cánticos bíblicos, sin que haya necesidad de modificar el texto. La mejor
música sería, pues, l más cercana al canto gregoriano37 , adaptándolo a las
características de cada lengua, ya que el canto gregoriano fue concebido para
el latín. No se lo puede utilizar para cantar un texto escrito en otra lengua sin
faltar a las leyes de la estética. Esto no condena en absoluto las otras músicas
himnológicas que han tenido su importancia en la Iglesia: el salmo hugonote, la
coral luterana, a lo que añadiría con gusto esas melodías “jordanianas” (en el
sentido teológico de Jourdain) que son los negro – sprirituals (“I`ve got home
on the other side”); pero no los cantos revivalistas anglosajones, que, en su
conjunto, son una abdicación ante las responsabilidades culturales del culto
cristiano.
Son numerosos tales gestos; unión de manos o elevación abriendo los brazos
al momento de orar; gestos eucarísticos de la fracción del pan, de la bendición
y elevación del cáliz, de la recepción humilde de las especies eucarísticas;
gestos de bendición...Hay que nombrar también, aunque no nos detengamos
en él, la señal de la cruz que ha sufrido entre nosotros una especie de
cuarentena, que ya puede bastar.
39 La postura de rodillas era corriente en las Iglesias de la Reforma (cf. R. PAQUIER, o. c.,
84-91, y W. MAXWELL. o. c., 85). Se sabe que en la Iglesia primitiva esta postura estaba
en estricta relación con el año litúrgico, pero se abandonó este simbolismo casi en
todas partes, y con razón: en principio, pues, el año eclesiástico no debe revolucionar,
sino colorear la liturgia ordinaria.
El problema que se presenta hora es saber, después de lo que hemos visto, si l
naturaleza del culto se puede proteger y expresar con numerosos formas
cultuales, o si sólo se puede expresar y proteger con una sola forma; o más
bien, si la expresión y protección del culto puede hacerse legítimamente de
diversas maneras, pero dentro de normas precisas que sería necesario
respetar. Para responder, examinaremos en primer lugar las normas de la
formulación litúrgica y lego sus condiciones, y, en segundo lugar, trazaremos
los límites de la libertad litúrgica, terminando con unas observaciones sobre l
reformabilidad del culto.
La primera característica, como hemos dicho, hace posibles las restantes. Para
que el culto sea cristiano, debe desarrollarse dentro de estos límites; todo lo
que se puede situar legítimamente dentro de ellos sin contradecirlos, puede
reivindicar el derecho de ser una forma litúrgica cristiana, ya que tienen un
poder de protección, y por tanto polémico, junto al de expresión.40
No todo queda dicho con esto. Sólo hemos puesto l base; ésta permite aplicar,
justificar y controlar tres normas derivadas de la formulación litúrgica; la primera
es el respeto a la tradición, que forma parte del carácter comunitario del culto
bíblico que hemos nombrado hace poco. Cuando se celebra el culto, se está
40El culto se sale de sus normas, se pervierte y pierde su sello cristiano cuando pide a la
Iglesia que censure la doctrina de los apóstoles, o se adhiere a doctrinas que ellos
ignoraban o contrarias a su enseñanza; o cuando falta la fracción del pan y el pueblo
no comulga; o cuando no se dirige las oraciones a Dios, que se ha revelado en
Jesucristo; o cuando la admisión l culto está sometida a otras condiciones distintas l
bautismo, como, por ejemplo, prejuicios raciales, sociales, etc...
con la Iglesia de todo lugar y tiempo, y se compromete uno con esta
comunidad. El respeto a l tradición litúrgica implica lo siguiente:
Pero dentro de las normas bíblicas del culto cristiano, no todas se refieren al
pasado de la Iglesia, a la tradición, sino también al futuro, al reino. Nunca se
insistirá demasiado en esto: la presencia del reino en el culto es una norma
indispensable de la formulación litúrgica. El culto es, por excelencia, el sitio y el
momento en que el futuro va brotar en el presente, y es preciso que pueda
manifestarse, también en su forma, de la que habla con tanta frecuencia el
Nuevo Testamento (cf. Hech 2, 46; 16, 34, etc.).
En segundo lugar, el pueblo tiene que comprender la lengua del culto; por eso
tiene éste que abandonar las normas arcaicas para emplear la lengua corriente
de los celebrantes. La Confesión helvética posterior afirma:
42 Así sucede en ciertas regiones africanas o asiáticas, en las que se debe emplear el
francés o el inglés, por ser las lenguas de comunicación supratribales. La lengua de los
debates sinodales debe poder ser también la de los cultos sinodales.
Última condición de la formulación litúrgica: la belleza. He dudado en proponer
esto, ya que pueda convertirse en una trampa (cf. Ez 16, 15; 28, 17), a la vez
que provoque la codicia y produzca una colisión peligrosa entre esteticismo y
liturgia. Sin embargo, creo que es preciso decir que la formulación litúrgica
debe buscar la belleza, ya que está encuadrada en una preparación nupcial;
también porque la Iglesia, cuya epifanía es el culto, está llamada a aparecer
ante su Señor “gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido” (Ef 5, 27). Lo
único que se exige es que esta belleza esté l servicio de l inteligibilidad del
culto, y sea expresión de la simplicidad del mismo.
Dado lo que hemos visto en este capítulo, podemos comprender que si el culto
quiere seguir siendo cristiano debe someterse a ciertas normas y condiciones.
Pues l forma del culto está unida íntimamente con el contenido que debe
expresar. Pero hay que hacer ver que esas normas y esas condiciones no son
una camisa de fuerza, ni contrarias a su libertad.
Pero ¿dentro de qué límites puede y debe aparecer esta libertad? Primero, en
la autorización de diversidad de lugar y tiempo. No sólo respecto a la lengua
litúrgica, sino también respecto a las preocupaciones que deben aparecer en la
acción de gracias y en la súplica, y respecto del gusto en la música, duración y
desarrollo del culto. Es el inmenso problema de las “ceremonias” que deben
manifestar la diversidad de colores de la única inconsútil, sin romperla, para
usar la comparación sorprendente que Gregorio de Elvira hacía entre la túnica
de José y la de Jesús. Es verdad que la Reforma h insistido en esta libertad de
las “ceremonia” a veces de manera excesiva, hasta el punto de hacer dudar de
la existencia de un lazo inextricable entre la forma y su contenido; con todo, es
preciso mantener que las preocupaciones, los gustos y la cultura de un lugar y
de una época tienen el derecho absoluto de confesarse a sí mismos en la
forma del culto. Los límites de esa libertad son los de la unidad de la Iglesia,
respetando siempre las normas y las condiciones de la formulación litúrgica
cristiana. Pero unidad no quiere decir uniformidad.
Pero ordinariamente se pedirá los liturgos que sigan lo que no es sólo tradición
de las Iglesias de tipo “católico”, sino lo que fue también una buena disciplina
de la Iglesia reformada en sus primeras generaciones: el pastor que preside el
culto se limita a l formulación de las oraciones recibidas de manera oficial por la
Iglesia, ya que los cristianos que asisten a la asamblea tienen derecho a
participar efectivamente en el culto oficial de la Iglesia; no se congregan para
unirse las fantasías del individuo que celebra.
4. La recompensa
de la formulación litúrgica
Hay una añadidura en esta búsqueda del reino que es la formulación litúrgica.
No es un fin, sino una gracia, y todo quedaría falseado si la formulación
litúrgica buscase la añadidura; pero también se falsearía todo si no la recibiera
como una recompensa gratuita, buena y hermosa como todo lo referente a la
gracia. Esta es la capacidad el culto de inspirar la cultura o de provocar una
nueva cultura. No se puede descuidar este aspecto del culto sin cometer un
pecado de ingratitud y de docetismo. Cuando se celebra como el Señor quiere,
el culto se convierte en un hogar cultural de importancia decisiva, porque posee
el poder de purificación, de expresión y de compromiso. Sólo a título de
ejemplo, y para fomentar investigaciones personales mucho más vastas que
las indicadas aquí, no quiero dejar pasar la ocasión de ofrecer tres aspectos de
este problema.
Pero si el culto forma el gusto de los fieles, forma también, el rechazo, el del
mundo en que existe la Iglesia. La prueba es que “la historia del arte es
impensable sin tener en cuenta su unión constante con la historia de la Iglesia”.
(H. Asmussen). Por ser profundamente cristocéntrico, es decir por testimoniar
el secreto de todas las cosas, su recapitulación en Cristo, el culto purifica la
cultura humana de sus distorsiones, de su autojustificación, de su caos y de su
desarmonía. Es lugar de reunión cultural, y cuando la iglesia se niega a acoger
esta recompensa de su culto o cuando el mundo no admite dejase interrogar
por el evangelio e inspirarse en él, se presenta el desorden. La palabra se
depura al convertirse en vehículo del evangelio y de la oración.
¿No es exacto decir que todas las artes llegan a una crisis, más
aun, que están condenadas a la descomposición cuando
abandonan su centro, que es fundamentalmente litúrgico? Y el
culto de la iglesia, ¿No es el lugar donde las artes encuentran su
juicio, y por consiguiente la posibilidad de reencontrar la realidad
de su ser y de su función? El puesto que el arte reivindica para sí
en el culto, ¿No es el lazo que integra, por un signo que es una
promesa, la creación no humana a la alabanza eclesial del
Señor? ¿No se ha de comprender el arte, en el culto, como el
signo de que éste recibe, escatológicamente, todas las criaturas
no humanas, y por tanto se convierte en el signo de una profunda
solidaridad entre los hijos de Dios y el resto de la creación? (P.
Brunner).
Pero el culto no es sólo el lugar que permite al arte encontrar su función propia:
es más, es el misterio donde el arte encuentra su justificación y su libertad.
Esto no significa, en absoluto, que el arte se va a contentar, por cauda del
culto, con ser “religioso”, será posible que haya otros poemas distintos de los
himnos, otras músicas distintas de los cánticos, otros edificios distintos de los
templos, otras coreografías distintas de las procesiones, otras pinturas distintas
de los íconos, otras esculturas distintas de las de los ambones y facistoles,
como es posible y necesario que hay lunes, martes, miércoles..., después del
domingo, como hay trabajos y alegrías humanas, luchas e investigaciones, al
lado del culto dominical. Pero de la misma manera que esos trabajos y esas
alegrías se justifican y santifican gracias al culto, lo mismo que los días de la
semana gracias al domingo, y todas las expresiones artísticas gracias a que el
arte ha encontrado en el culto su tierra prometida, su origen verdadero y su
verdadero destino.
Pero, una vez más, no es la formación del gusto, ni la justificación del arte, ni la
protección del mundo lo que busca la Iglesia en su formulación litúrgica. Por
medio del culto busca celebrar por el Espíritu el amor del Padre manifestado en
el Hijo. La Iglesia aprende, sorprendida, que Dios recompensa este intento
permitiéndole se reformadora de cultura, y lugar de belleza y bondad. Sería
una ingrata si no se alegrase por esto.
5. LA NECESIDAD DEL CULTO
El culto es necesario
por estar suscitado por el Espíritu Santo
Jesucristo murió una vez por todas para salvación del mundo. En él se
encuentra suficientemente el fundamento de eta salvación. Pero por eso no
están salvos automáticamente el mundo y los hombres. Para que esto suceda
es necesaria la obra del Espíritu, que hace nacer al fe y mantiene la iglesia.
Por el culto, el campo quitado por el Espíritu Santo al dominio del maligno
queda ocupado y protegido; así sabe el mundo que si está condenado por la
existencia de la Iglesia, aún no está perdido, sino llamado a cambiar de dueño,
y a reconocer como señor a quien es su salvador. Así, pues, la Iglesia
mantiene abierta, no exclusivamente, sino también por su culto, la herida que la
resurrección de Cristo y la efusión del Espíritu Santo han producido en la auto-
justificación del mundo, y en ese sentido prosigue la historia de la salvación.
Hemos encontrado así lo que notamos más detalladamente cuando hablamos
del culto como “fin y futuro del mundo”.
El culto en cuanto tal es necesario porque aún no es culto. Eso indica que
estamos en una situación en que ya existe el reino, como la levadura en la
masa, pero sin todavía haberse establecido definitivamente. Muestra que el
domingo es algo distinto a los demás días de la semana, pero que aún no todo
es domingo. Los que niegan la necesidad del culto o dicen que éste sólo
consiste en servir y glorificar al Señor en el prójimo, cometen un importante
erro cronológico: pecan por uno de los Dos extremos, actúan como si todo
fuera reino o como si nada lo fuera aún. Desconocen la situación escatológica
de la Iglesia en el mundo. La Iglesia demuestra, por el culto, que nuestro siglo
ha sido visitado por el Señor y continúa siéndolo; que no estamos solos y
perdidos en este mundo; y que se nos ofrece un lugar donde Dios nos espera
para darse a nosotros y para permitir que nos presentamos ante él como
éramos antes de la caída y como seremos después de la parusía.
Sólo después de haber fundado la necesidad del culto podemos hablar también
de su utilidad. No es ésta la que lo hace necesario, pues entonces se pondría
en duda si es realmente necesario.
El culto también tiene una utilidad sociológica. Reúnen a los hombres y les da
la cohesión más profunda y la solidaridad más esencial que se pueda encontrar
en este mundo:
Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos
de ese único pan (1 Cor 10.17).
Finalmente, el culto tiene una utilidad psicológica: ofrece a los fieles un refugio
de paz y de alegría. Se ha querido excluir el culto como si fuera una huida ante
los compromisos del testimonio, como si fuera un ponerse al abrigo de las
tentaciones y de la responsabilidad que caracterizan necesariamente la vida
cristianan. Esta acusación puede ser justa. Con frecuencia también: puede ser
falsa, porque confunde la vigilancia de la Iglesia con las agitaciones de un
insomnio. Si se me permite una comparación biológica, diría, sin ignorar en
absoluto la ambigüedad de la misma, que el culto es tan necesario al
testimonio como el sueño a la vida. Es preciso, pues, para poderse
comprometer, poder quedar también libre de compromisos. Tampoco hay que
olvidar que se está en misión y no en una cárcel. La presencia del culto permite
a la Iglesia experimentar que permanece libre en el mundo. Es preciso ignorar
por completo el hecho de que el culto es --- para emplear de nuevo in bonam
partem lo que hemos visto anteriormente --- a la vez << misa >> y << eucaristía
>>, para acusarlo de ser no un sitio de legítimo repos, el lugar milagroso de la
presencia de la ________ escatológica, sino, me atrevo a decir, un refugio
para emboscados. Además, si la liturgia y la predicación son convenientes, esa
confusión será simplemente imposible. Es preciso no tener en cuenta la
situación escatológica de la Iglesia que, como lo hemos visto, hace necesario el
culto, para acusarle de ser la arena donde el avestruz esconde la cabeza.
Se podrían añadir a estas razones que justifican la utilidad del culto a otras
más. Pero las que he enumerado son suficientes para hacer comprender que
no hace falta despreciar la utilidad del culto. Diciéndolo positivamente, es
preciso tener mucho cuidados en mostrar que se es consciente de la utilidad
del culto para la catequesis, la vida comunitaria y la cura de almas.
Miremos los unos por los otros, para excitarnos a la caridad y a las buenas
obras; no abandonando nuestra asamblea, como es costumbre de algunos,
sino exhortándonos, y tanto más cuanto que vemos que se acerca el día.
Hemos visto que el culto es necesario por ser institución de Cristo, por ser obra
del espíritu Santo, por ser agente de la historia de la salvación, y por no vivir
aún en el tiempo del domingo eterno. Hemos visto además que el culto es útil
para la vida eclesial en el campo de la catequesis, de la vida comunitaria y de
la curva de almas. Estas razones son suficientes para justificar que la vida
litúrgica no es un capricho para los fieles, sino que se impone como una gracia
y no como una carga; por eso la vida litúrgica no está hecha de susurros, sino
de cantos.
En el pasaje muy logrado que Peter Brunner dedica al culto como obediencia
en el Espíritu, hace notar:
Lo que es preciso decir en este último punto es más delicado, porque podría
llevar a creer que no es necesario preocuparse por el progresivo abandono del
culto. Si queda claro que es preciso intentarlo todo para enseñar a los fieles a
ser obedientes en la convocación y en la participación litúrgica, no hay que
esperar que el culto reúna efectivamente a todos los bautizados en nuestra
situación actual.
Con la relación a las exigencias del bautismo y con relación a las capacidades
<<episcopales>> de nuestros pastores, bautizamos a demasiada gente. La
disminución notable que debemos constatar no tiene que atormentarnos y
llevarnos a lamentaciones estériles; debería, más bien, obligarnos a considerar
nuestra práctica bautismal, para apresurar el día en que se vuelve a encontrar
la situación normal de la Iglesia, en la cual el número de comulgantes coincida
prácticamente con el bautizado. Así, más que quejarse por la
descristianizacion, que es una vigorosa llamada a la iglesia, para que tome
conciencia de sí misma, sería mucho mejor trabajar con paz y libertad, para dar
al culto su plenitud llevando a la Iglesia a sus verdaderas dimensiones. Si la
palabra misionera que puede dirigir con derecho a toda la población, no toda
ésta, en cuanto tal, es capaz de recibir el bautismo. Es preciso dejar una
interpretación del bautismo como signo de la gracia proveniente, sin que se le
confunda con la palabra y el sacramento.
II PROBLEMAS DE LA CELEBRACIÓN
En este capítulo tenemos que examinar antes que nada dos problemas: en
primer lugar, el del inventario de los elementos del culto; en segundo lugar, el
sometimiento a un examen crítico de las diferentes maneras de articular esos
diversos elementos entre sí.
Todo el culto cristiano está en cierto modo sostenido y llevado por la palabra de
Dios: ella es la trama de la liturgia, la luz que ilumina la eucaristía y la que
asegura a los fieles que la presencia de Dios no es una ilusión, sino una
realidad. Pero en el culto, la palabra de Dios aparece de diversas
formas. Peter Brunner ha enunciado seis: la lectura de la sagrada Escritura, la
predicación, la absolución, el saludo y la bendición, la salmodia de la Iglesia y
esas formas de proclamación indirecta de la palabra que son los himnos, las
confesiones de fe, las aclamaciones doxológicas y ciertas oraciones como las
colectas.
48La carta que debe leerse para todos, de la que habla 1 Tes 5, 27, ¿es la del apóstol, acabada con esta
recomendación, o la enviada a las iglesias pagano-cristianas por el «concilio» de Jerusalén (Hech 15,
23)? Véase también 2 Tim 4, 13. ¿Se trataba de libros destinados a leerse durante el culto?
La reforma calvinista puso en duda esa tradición. No es que
renunciara a la lectura bíblica, sino a una lectura bíblica por si misma, a una
proclamación de la palabra de Dios en la forma de lectura, en favor de una que
sirviera de trampolín a la predicación. J. F. Ostervald trabó en el siglo XVIII en
un rudo Combate para reencontrar, para la Iglesia reformada, la proclamación
de la palabra de Dios por medio de la lectura; esto se extendió bastante en
las Iglesias reformadas de lengua francesa e inglesa, pero mucho menos en
las de lengua alemana. Incluso en época reciente un joven teólogo
suizo-alemán creía que sería expulsar los demonios por arte de
Belzebú si se combatiera el subjetivismo del Predigtgottesdienst (culto de
la predicación) intentando restaurar objetivamente la lectura bíblica;
recuérdese, de paso, que en el Predigtgottesdienst, la predicación es temática,
en vez de exegótica.
La palabra de Dios, presente una vez por todas en Jesucristo y atestiguada por
la sagrada Escritura, quiere presentarse hoy de nuevo. Es decir no quiere que
se la recite, ni que se la ponga en circulación como carne o fruta seca, sino que
quiere estar presente, hacerse; en otros términos, quiere que se la predique.
Esta manera de pensar me parece no sólo inadmisible porque tiene contra sí
toda la tradición cristiana primitiva (lo que no es decisivo, pero sí importante)
o porque nada deja suponer que las cartas de San Pablo se predicasen en vez
de ser leídas por sus destinatarios; me parece falsa por dos razones: primero,
porque postula que esa especie de resurrección de las palabras escritas, que
se provoca interpretándolas, sólo se puede hacer por la predicación, cosa que
quita todo el valor a la lectura; segundo, porque esa forma de pensar confisca
la Escritura en provecho de los predicadores, los únicos capaces de darle vida
y que suplantan al Espíritu Santo, y condena, consecuentemente, la posibilidad
de eficacia de toda lectura bíblica. Cuando sólo se quiere admitir la predicación
de la palabra de Dios, rechazando la lectura bíblica, se clericaliza el culto y se
hiere mortalmente a la lectura bíblica privada despojándola de toda promesa de
bendición.
Todo esto nos invita a reflexionar sobre lo que sucede cuando se proclama la
palabra de Dios por medio de su lectura. No sucede algo esencialmente distinto
a lo que pasa cuando se proclama dicha palabra por medio de su explicación y
aplicación, aunque entre estas formas de proclamar la palabra de Dios haya
diferencias que trataremos más adelante. Se podría resumir, quizá, lo que pasa
entonces diciendo que se trata de una especie de resurrección de la palabra
que se encontraba encerrada en esos lazos, en esas cadenas, en esa prisión
de las letras del alfabeto. Ha dejado de llamarnos la atención por ser tan
corriente el misterio de la escritura y de la lectura (misterio que se podría llamar
pascual: misterio de muerte y resurrección); por eso, quizás existe tanto
desprecio en la tradición reformada hacia la palabra proclamada únicamente
por la lectura. Se olvida que el evangelio está encerrado en la letra de la Biblia
y se le debe librar. Se olvida que leer la Escritura es introducirse en el mo-
vimiento pascual49: vuelve a aparecer el Señor, que es la palabra, para
Pero ¿qué lecturas hacer?, ¿cómo elegirlas?, y ¿quién las elegirá? Hoy en
nuestra Iglesia, decimos ordinariamente que es preciso elegirlas para que sean
el texto de la predicación, y, por tanto, es el predicador quien las escoge. Ahora
que la Iglesia ha reconocido el canon de las Escrituras, puede legitimarse esta
forma de obrar, si se hace esto con disciplina y según un proyecto bien
establecido, y si se tiene en cuenta, en la medida de lo posible, el año
eclesiástico, aunque haya siempre algún peligro de arbitrariedad. Nótese que
digo: ahora que la Iglesia ha reconocido el canon de las Escrituras, es decir
ahora que ya está decidido cuáles son los libros que se pueden leer en el culto;
es preciso reconocer que se debe en gran parte a la lectura litúrgica de la
palabra de Dios la formación del canon50. Este remitirse a la canonicidad de la
Escritura muestra que la Iglesia tiene perfectamente el derecho de elegir ella
misma los textos que quiere ver proclamados en la lectura litúrgica, tanto más
cuando esto le permite, por una parte, mostrar así lo que estima fundamental
para la catequesis cristiana, y, por otra, ejercer un control útil* y necesario
sobre la enseñanza de los ministros.
Aunque es verdad que la tradición conoce algunos libros que se han leído
50
Pero, ¿con qué orden hay que hacer esas lecturas? En rigor Se podría pensar
que el último texto leído es en cierta manera el coronamiento de todos y será la
base de la predicación. Pero esta forma de actuar impone una gradación
artificial. Es preciso, pues, adoptar el orden que es a la vez tradicional y lógico:
el Antiguo Testamento, epístola y evangelio, «corona de toda la Escritura»,
como decía Orígenes. Es normal subrayar también esta última lectura con
mayor solemnidad. Sin duda alguna, se puede pedir al pueblo que se ponga de
pie para escuchar la palabra de Cristo; en cambio, es difícil adoptar entre
nosotros algo que se parezca a la «pequeña entrada» procesional de la Iglesia
ortodoxa, y parece incluso imposible restaurar el beso dado por el lector al
evangelio (Zwinglio mantenía este beso y sobre él pesa una reprobación
decididamente exagerada por parte de los liturgistas).
familia oriental, como las Iglesias nestoriana, jacobita y Armenia FR. HEILER, UrRIRche,
OstKirche Manchen 1937,447,469,526).
No nos detendremos mucho en el problema de averiguar quién debe hacer la
lectura bíblica. Trataremos esto al hablar, en el capítulo siguiente, de los
oficiantes. Notemos simplemente que hay diversas tradiciones. Para algunas
Iglesias —es el caso de la Iglesia anglicana y también, ahora, el de la
romana— se mantiene la tradición judía de que todo hombre (también la mujer,
si no hay hombres, en la Iglesia romana) puede ser llamado a hacer la lectura
bíblica, con tal que sea apto para el culto, es decir que esté bautizado. Para
otras, particularmente en la Iglesia primitiva, dicha lectura quedaba reservada a
los ministros, a veces incluso sólo al obispo, o a los confesores de la fe. A mi
parecer, la mejor solución, que a la vea muestra el mayor respeto posible para
la lectura bíblica, consiste en tener regularmente tres lectores: el pastor y
dos ancianos. Aquel no se reservará la lectura del evangelio, sino la de la
perícopa sobre la que predicará, sea del Antiguo Testamento, de las cartas o
del evangelio. Es obvio que esta lectura debe hacerse de frente al pueblo, con
el tono de una proclamación pública solemne, no desde el ambón, sino desde
un facistol que se encuentre cerca del altar.
Ya que hay tres lecturas, parece inútil favorecer la costumbre de distinguir un
«lado de la epístola» (a la izquierda) de un «lado del evangelio» (a la derecha),
costumbre que se extendió en occidente en la edad media. Hay simbolismos
que se convierten en parasitarios. Mientras que los ancianos que ofician no
tendrán vestimenta litúrgica, los que leen sí, por respeto al oficio confiado.
Como lo nota prudentemente el P. Francois Louvel.
Queda por tratar un último punto: ¿es preciso «desnudar» la lectura bíblica,
ciñendose únicamente a la perícopa que se va a leer, o es necesario
«revestirla» y solemnizarla por palabras introductorias, de conclusión y de
unión? No se trata aquí de elegir según un punto de vista teológico, sino que es
preciso tener en cuenta dos factores: primero, lo que llamaremos más adelante
el nivel «social» de la liturgia (campesina, urbana o conventual); segundo, la
presencia necesaria de una comunidad viviente, capaz de responder al Antiguo
Los llevó hasta cerca de Betania, y levantando sus manos los bendijo, mientras
los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo (24, 50 s.).
54 Yo empleo este término por falta de otro mejor; pues esta proclamación se
reserva a los que han recibido del Señor la autorización, reconocida por la
iglesia, de ser ministros de la palabra, y en esto consiste su parte, xXfjpoc; (ct:.
Hech 1, 17).
deprecatoria, sólo se encuentra en Calvino, pero todas las liturgias conocen
una bendición final. Esto no significa que no haya numerosas excepciones. Sin
querer poner en duda el valor de esa tradición, creo que está permitido
examinar el problema teológicamente sin dejarse influenciar por la solución de
la tradición litúrgica corriente.
La bendición final. Todas las liturgias la conocen, aunque con formas distintas.
La de san Juan Crísóstomo dice:
En la misa:
Lutero escogió esa fórmula es porque tenía la idea de que Jesús la había
utilizado en su ascensión. Las liturgias contemporáneas conocen y proponen
numerosas variantes. En las liturgias tradicionales se usa siempre la segunda
persona del plural55. No se trata, pues, de una exoptatio, sino de una donatio. 56
Hay que dar la razón a esta demanda de Lutero cuando se trata del culto
parroquial del domingo; es La consecuencia de una reivindicación general de la
Reforma, que se ajusta a la práctica de la iglesia primitiva. Es preciso darle la
razón con el mismo título, ni más ni menos, que a la exigencia de celebrar la
eucaristía en el culto. Pero, ¿por qué esa necesidad? Brevemente, y como
tesis, diré que la predicación es necesaria al culto porque aún no se ha
manifestado el reino de Dios en todo su poder. En él no tendrá lugar la
predicación.
La santa cena
Tratamos ahora del segundo elemento ordinario del culto cristiano. Se le podría
llamar también «el sacramento de la palabra de Dios»; pero ya que hablamos
aquí del culto parroquial y no del bautismal, sólo tratamos de la santa cena.
Existe otra razón para hablar de ella, en vez de los sacramentos: este término,
que es una ambigua traducción latina de jLyTcrjptnv, no se emplea en la
sagrada Escritura para dar de forma explícita un denominador común al
bautismo, a la cena y, eventualmente, a otros actos litúrgicos de la Iglesia; es
mucho más vasto y abarca el conjunto de la revelación a partir de la teología
patrística, como lo hace notar K. Barth con acierto.
Para limitar más nuestro tema, hay que decir que no haremos un examen de
los elementos de la cena, el pan y el vino. Este problema se podrá encontrar en
el capítulo 9, cuando hablemos de la santificación del espacio: además, sólo en
el último capítulo nos detendremos en algunos problemas prácticos de la
celebración. Lo que tenemos que tratar aquí es saber en qué medida la cena
es un elemento del culto, es decir averiguar hasta qué punto la celebración de
la cena es necesaria o no para que el culto de la Iglesia sea un culto cristiano.
Para responder a esto no basta con reflexiones teológicas. Es preciso ver cómo
la Iglesia ha solucionado este problema en su vida práctica. Hay que ver la
historia eclesiástica para averiguar cómo se ha obedecido a la orden dada por
Jesús en el momento de la institución de la cena: «Haced esto en memoria
mía».
Todos estos indicios, y otros más, testimonian que la cena es parte integrante
de cada asamblea dominical. Se ha negado esta deducción exegética
invocando un texto pagano del siglo II, la carta del gobernador Plinio el Joven al
emperador Trajano, donde refiere lo que él ha aprendido del culto de la Iglesia
por medio de las diaconisas torturadas. Hace distinción entre un culto «de la
palabra» y una reunión con una comida que se hacía el mismo día 61. Con esa
predilección que tienen con frecuencia los historiadores del cristianismo
primitivo para sospechar de los textos neotestamentarios, y no de los profanos,
se ha querido deducir del texto de Plinio que la Iglesia primitiva conocía dos
clases de culto: uno «sinagoga» sin eucaristía, y otro «jerosolimitano», del
mismo tipo que el del templo, con eucaristía. Esta idea lleva consigo
inmediatamente una interpretación absolutamente sacrificial de la eucaristía,
que se ha aceptado con bastante generalidad; Oscar Cullmann, que la
combate,
61 ¿No lo comprendió mal Plinio? ¿No había ya entonces dos «medios tiempos»
Esta primera razón político-pedagógica quizás era admisible también para los
reformadores; era necesario, pues, que el culto reformado, por la proximidad
geográfica de las parroquias romanas, apareciera como muy diferente de la
misa, también en su exterior. Quizás renunciaron por causa de una segunda
razón que dependería de un malestar psicológico. Al menos en la Suiza
francesa, la Reforma llevó consigo, no en todas, sino en la mayoría de las
parroquias, un cambio de ministro. No era problema que pudieran predicar
hombres de cuya ordenación sacerdotal el pueblo de la Iglesia no tenía
información precisa.
¿Es necesaria la cena para que el culto de la Iglesia sea un culto cristiano?
Mencionemos en primer lugar dos respuestas negativas. La primera argumenta
según la idea de que la cena no aporta nada distinto de la predicación. Así,
pues, cuando se da la predicación, se da todo, porque se tiene lo esencial. Esta
es, en el plano protestante, una discusión análoga a la que se da en la Iglesia
romana sobre la necesidad de recibir las dos especies para comulgar
verdaderamente. Sin llegar a decir, con un Lutero momentáneamente
extraviado, que la predicación
sin embargo, se pretende que por no ser el effectus verbi algo distinto al
effectus rítus, baste la palabra para que el culto sea esencialmente lo que debe
ser. Así se protesta con energía contra la idea de que faltaría algo esencial al
culto cristiano, su elemento capital, si careciera de la cena. Se ve en esta
actitud una desconfianza culpable respecto de la virtud de la predicacon. No se
pregunta uno por qué se aumenta el culto ordinario con la cena, sino que se
pregunta cuándo se le dará esa excrecencia sacramental, y se propone el
jueves y viernes santos, el domingo de ayuno y el domingo de los difuntos.
62En los siglos XVI y XVII se hicieron tentativas para que los fieles no perdiesen
la costumbre de la vida eucarística; en Basilea y en Escocia se podía comulgar
cada domingo, pero cada vez en una parroquia diferente; en Estrasburgo se
podía comulgar cada domingo en la catedral y una vez al mes en las
parroquias de la ciudad y una vez cada dos meses en las rurales; las
ordenaciones de Jülich y Berg precisan que los cuatro domingos ordinarios son
el cupo mínimo; cf. W. MAXWELL, O. C, 105 y 117; W. NIESEL. O. C, 187 y 32L
63 W. A., ó, 231.
En efecto, la razón por la que un culto no puede ser un círculo cerrado en sí
mismo, es porque la comunidad reunida se siente llamada a servir en el mundo
y a servirle. De la misma manera que la comunidad debe estar abierta al
mundo, igualmente el culto. Es verdad que estas líneas se encuentran en un
contexto en que el carácter truncado del culto reformado no se refiere a la cena
de forma directa, sino indirecta, por medio de la riqueza de las ceremonias
litúrgicas. Por eso no hay que querer que diga más de lo que realmente afirma.
Pero, lo prueba a renglón seguido, también se dice respecto de la ausencia
ordinaria de la cena, y esto es grave. Se podría suponer, pues, que la
presencia de la cena cierra el culto en sí mismo, lo condena a la
autojustificación, y muestra, en resumidas cuentas, que Jesús que la ha
instituido y ordenado no comprendía muy bien las relaciones entre la Iglesia y
el mundo.
Estoy convencido de que si en nuestra iglesia existe una confusión tan grande
en la manera teológica de tratar las relaciones entre la Iglesia y el mundo, se
debe a que la vida sacramental está muy atrofiada entre nosotros. Escuchemos
a P. Brunner:
quienes no pueden franquear aún ese paso, deben poseer la conciencia de que
les falta en su culto algo decisivo. La cesura entre los dos momentos del culto
debe presentárseles como la interrupción de algo que aún no está completo.
Pero quienes lo franquean, deben saber sin más que se encuentran en un
movimiento anamnético que sólo se acaba en el momento de la cena, con la
comida y la bebida.
Así. pues, no se exagera al decir que la cena no sólo es necesaria al culto, sino
que descuidarla es «un abandono de la misma, sustancia del culto», (A.D.
Muller). Se puede seguir sin dudar a K. Barth cuando afirma que la cena es el
culmen —die Spitze— del culto, es decir que el culto queda embotado y
decapitado, cuando no se celebra la cena; o cuando afirma que un culto sin
cena es teológicamente imposible y que el derecho de hacer esta ablación,
esta amputación litúrgica, no lo hemos recibido de Dios, sino que más bien lo
hemos usurpado.
J. Dürr emplea una hermosa imagen, tomada de los signos de la escritura, para
hablar del culto reformado. Dice que no termina en un punto, sino en dos
puntos, como introducción a lo que va a seguir. Pero, después de estos dos
Las oraciones
Tampoco vamos a exponer ahora una teología de la oración, como tampoco lo
hicimos anteriormente con la palabra de Dios y la santa cena. H. Asmussen
hace notar que no se ha emprendido en la Iglesia un estudio de dicha teología:
al menos él no la conoce, según afirma. Esta observación es inexacta, ya que
toda teología auténtica es teología de la oración; no es posible ser un teólogo
sin vida de oración, pues no lo es quien no conoce la historia y la técnica de la
teología, sino quien sabe orar, según el pensamiento ortodoxo. También la
oración es, como dice el catecismo de Heidelberg (pregunta 116), «la parte
principal del reconocimiento que Dios exige de nosotros».
65 Cf. Dtdachf 8, 3.
66 Cf. Didacbé 10, 5.
oración dominical; y en ese día, con esa misma oración, pide a Dios que
manifieste con poder lo que saborea anticipadamente el domingo. La oración
no es así sólo una obediencia, sino un acto de fe y de esperanza que apresura
la venida del día del Señor (2 Pe 3, 12).
Con razón en el canon de la misa, hecho que otras liturgias también emplean,
se hace preceder la oración dominical con un: nos atrevemos a decir...
Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo, llenos están el cielo y la
tierra de tu gloria.
Repito, una vez más, que sólo por comodidad he agrupado los tipos principales
de oraciones según el esquema tradicional de la colecta, letanía y prefacio.
Esto no quiere decir que un culto que reúna las oraciones de formas diversas,
ponga en peligro su compromiso. Lo esencial es que deje lugar a esos tres
tipos de oración y que admita las oraciones, intercesiones y acciones de
gracias necesarias.
En primer lugar está la corona de todas las oraciones, «colecta» de todas las
colectas, de todas las letanías, de todas las eucaristías; es el ejemplo
inagotable de oración que Jesucristo nos enseño en la oración dominical. Pero
no es un tipo particular de oración, ya que las resume todas.
Todo cuanto pidiereis orando, creed que lo habéis recibido, y se os dará (Me
11, 24).
Muestran que, si los cristianos pueden ya orar como lo hacen, con esa
formidable seguridad escatológica que posee cualquier oración cristiana se
debe a que saben que Dios ha escuchado ya todas sus plegarias en Jesucristo.
Según Delling, esta tradición del primer milenio parece conforme al Nuevo
Testamento, aunque el padrenuestro, dicho en el culto, contenga una súplica
de perdón69. Pero los documentos litúrgicos primitivos muestran que faltaba, en
Hermanos míos, que cada uno de vosotros se presente ante la faz del Señor,
con la confesión de sus faltas y pecados, siguiendo mis palabras con su
corazón.
Entre las oraciones, en el sentido amplio de la palabra, hay que contar las
confesiones de fe, que P. Brunner llama tan justamente «el amén de toda la
asamblea a la palabra profética y apostólica»: la Iglesia devuelve a Dios con
sus palabras, en toda su plenitud, la palabra que el Señor le dirigió en el
evangelio: en su plenitud, es decir que el credo no es sólo la respuesta de la
Iglesia a la palabra proclamada parcialmente en ese culto, sino a todo el
evangelio, aunque no se haya proclamado todo en ese culto concreto (no se
puede leer la Biblia entera cada domingo): a saber,
Por causa de lo que se afirma entonces, el texto no queda (ad libitum; es, con
mayor o menor precisión, con mayor o menor amplitud, un texto de la Iglesia.
Está en juego demasiado para que se pueda improvisar. Por eso, es preciso
que digamos algunas observaciones sobre la formulación litúrgica del mismo.
¿Qué credo se utilizará? Comencemos diciendo los que no se emplearán. De
ninguna forma esos cocktails de citas bíblicas que se han introducido en
nuestras liturgias reformadas recientes con el nombre de bíblica; primero, por
una razón de principio: ordinariamente tienen la finalidad de silenciar toda una
serie de afirmaciones bíblicas sobre el nacimiento de Cristo, su vuelta y la
esperanza cristiana, o de invitar a la Iglesia a taparse los oídos cuando Dios le
dice algo que irrita al racionalismo; segundo, por razones de forma: una
confesión de fe no es un ejercicio de psitacismo irresponsable, sino una
respuesta libre de hombres libres. Pero, si hay que renunciar a esos bíblica,
hay que elegir prácticamente entre el símbolo de los apóstoles o el de Nicea 70.
Tradicionalmente éste es el usado en el culto eucarístico, al menos hasta la
Reforma; aquél comenzó entonces su carrera litúrgica ordinaria, al menos en
las Iglesias protestantes del continente, sin desplazar al de Nicea.
Encuentro buena esta tradición reformada por dos razones: el símbolo de los
apóstoles no es polémico, sino un simple resumen de la palabra que funda y
hace vivir a la Iglesia; también porque es la confesión de fe que dirige y orienta
la enseñanza de los catecúmenos, y, por tanto, la expresión de fe que han
hecho al momento de ser admitidos a la vida eucarística. Pero si considero
oportuno el uso ordinario del símbolo de los apóstoles, esto no impide que el
de Nicea se emplee ocasionalmente,
que podría encontrar un sitio adecuado en los cultos que no reúnen a todos los
fieles, sino a quienes desean, con espíritu de libertad cristiana, profundizar más
en su fe y en su vida espiritual, como, por ejemplo, en los oficios vespertinos
del domingo.
Creo que haríamos bien renunciando a eso, ya que se trata de algo no admitido
de forma verdaderamente católica por la Iglesia... y porque, quizás se ha
debido a esa palabra, en definitiva, el cisma de la cristiandad occidental en el
siglo XVI.
Es posible incluir los himnos y los cánticos dentro del término general de
oración. Pero, una vez más, es preciso reconocer el carácter necesariamente
arbitrario y artificial, y por tanto, sólo ordenador y esclarecedor, de las
definiciones que damos aquí. Pues se podrían colocar los himnos en los
testimonios litúrgicos de la vida comunitaria, ya que los fieles se edifican y
animan mutuamente gracias a ellos (cf. Col 3, 16: Ef 5, 19).
Y en verdad, conocemos por experiencia, dice Calvino, que el canto tiene una
gran fuerza y un vigor para mover e inflamar los corazones de los hombres,
para invocar alabar a Dios con un celo más vehemente y ardoroso.
Pero tratamos brevemente aquí los himnos y cánticos, ya que es difícil trazar la
frontera entre himnos o cánticos, oraciones y confesiones de fe.
72Para el Nuevo Testamento: cf. Rom 15, 9; 1 Cor 14, 15; Ef 5, 19; Col 3, 16;
Sant 5, 13; Ap 5, 9; 14, 5: 15, 1-3; cf. también Mt 26, 30 y par.; una selección
de himnos de la Iglesia primitiva se encuentra en el libro de A. HAMMAN
de Forma especial por el numero de himnos y cánticos que se citan en el
Nuevo Testamento; en éste se citan un poco como en el Antiguo Testamento,
lo que prueba que se consideraba esta forma de orar no tanto como salida del
corazón, sino como inspirada por el Espíritu. Por eso, no hay que extrañarse de
oir hablar de tnoch ~vgü|iaTíxái (Col 3, 16). La historia de la himnologia, en la
que no podemos entrar aquí, muestra que ha conocido tiempos de gloria y de
degeneraciones, de relajamiento y de reforma, pero, sobre todo, que la
producción himnológica de una Iglesia es un espejo fiel de la vida eclesial;
también, que puede ser un refugio dichoso cuando la dogmática se hunde o se
petrifica: pienso, en particular, en el luteranismo alemán del siglo XVII.
De forma general, sin excluir las excepciones, los cánticos son uno de los
elementos del culto que hacen notar de forma especial la esperanza
escatológica de la Iglesia y anticipan incluso ese «nuevo cántico» que se
escuchará eternamente en el reino (cf. Ap 5, 9; 14, 3; Sal 33, 3, etc.). Son
señales de alegría (Sant 5, 13) y proclaman las victorias de Cristo (cf. Ap 15,
3). San Agustín diría en un sermón: «Se sabe que en el cielo sólo repetiremos
sin cesar amén y aleluya, sin cansarse jamás» 73; en la tierra, por medio de los
cánticos, la Iglesia está invitada a participar en esta alegría celestial74, lo
que otorga con toda
justicia a los verdaderos cánticos cristianos una exultación que hace aumentar
el valor de la fe y de la vida concreta de la iglesia; P. Brunner, con una
expresión que lo acerca al pensamiento tan justo de la iglesia ortodoxa, cree
posible afirmar que el himno es la última forma de la teología, ya que permite
hacer teología de la misma manera que se hará en la felicidad del reino.
¿Hay que colocar, pues, los cánticos en el mismo plano de la glosolalía, que es
la posición extrema de un elemento aceptable del culto cristiano? Poseen la
exultación y anticipación escatológicas; sin embargo, no hay que confundirlos,
Oraciones de los primeros cristianos. Rialp, Madrid 1956, 36 s., 46 s., 58-63,
etc.; cf. también Office divin de chaqué jour. NeuChátel et París 1953, 254 s.;
citemos también, como ejemplo de un buen trabajo himnológico, E. KAEHLER,
Studien Zum Te Deum und zur Geschichte des 24. Psalms in der Alten Kirche.
Gottingcn 1958.
26. Sermón 362, 29: PL 39, 1632 s.
Lo que hemos visto permite tener un criterio para juzgar el valor de los cánticos
y para elegirlos: en ellos se trata de alabar al Señor y de participar en el cántico
de los ángeles. Calvino hace notar:
Hay que fijarse siempre en que el canto no sea ligero ni voluble, sino que tenga
peso y majestad... Debe haber diferencia entre la música compuesta para
alegrar a los hombres en la mesa y en su casa y los salmos que se cantan en
la iglesia ante Dios y sus ángeles.
un cántico se gasta tanto más deprisa, cuanto con más riqueza está adornado,
y resiste tanto mejor cuanta más sencillez posee los estucos barrocos se
desmoronan colores palidecen, mientras que, la piedra de las catedrales
permanece y se embellece a lo largo de los siglos 75.
12. EL CULTO
Las antífonas: el culto judío ya las conocía, y la liturgia cristiana las empleó
desde el principio, haciendo y adaptando otras más. Si las antífonas son
frecuentemente oraciones, sin embargo poseen algo especial, que es su
carácter comunitario y fraterno, ya que en ellas
77 Las Iglesias reformadas, durante mucho tiempo, han excluido esta colecta de
la acción litúrgica, arrancando la caridad fraterna de su verdadero ambiente y
amenazando con convertirla en una obligación profana; se debe esto al
aspecto claramente sacrificial que el Nuevo Testamento reconoce en tales
colectas (cf. Heb 13, 15-16; Fil 4, 18; Hcch 4, 35.37; 5, 2, donde los términos
TÍ OTJUI izapd TO'J; r.óoaz Küv '/TZoaxóXiov tienen un sentido sacrificial
innegable
la palabra de la otra, la comunidad confiesa y celebra perfectamente a Dios con
una misma boca, y no cuando toda la comunidad, junta y al mismo tiempo,
confiesa y canta la mismas palabras. En esta dualidad de la alternancia, la
unidad de la confesión y de las alabanzas encuentra una expresión
insuperable.
Quizás sea demasiado forzada esta afirmación de P. Brunner; pero, lodos los
que conocen esta realidad por haberla practicado, saben que cae en su lugar
apropiado. Las antífonas son una postura implícita contra la clericalización del
culto, mucho más, quizás, que la oración dominical, el credo y el amén. Hay
que reconocer también que donde se conservan, se ha privado menos al
pueblo de otras participaciones litúrgicas, mientras que, contrariamente al buen
ejemplo de Zwinglio, para quien las antífonas tienen un papel fundamental,
éstas no han sobrevivido a la reforma de la Iglesia.78
en ningún momento del culto aparece tanto nuestra miseria espiritual como en
la oración. Por eso, tenemos que preguntamos si el Espíritu Santo interviene en
nuestra oración para presentarla ante el Padre, o si nuestra oración no es más
que una lectura formalista sin más efecto que poner en movimiento un poco de
aire. Para aclarar esto,
mujeres en el culto.
presentar después ante Dios en la eucaristía con la alegría del perdón. El
ministro se presenta ante la asamblea confesándose como pecador culpable, y
suplica a sus hermanos que Dios le perdone. La asamblea responde
accediendo a su petición y pide lo mismo a Dios; a su vez, pide al ministro el
mismo favor, que éste se lo devuelve de la misma manera. Obtendríamos
muchas ventajas si reencontráramos esta práctica, que no sería sino ocasional,
pues es muy adecuada para limitar el orgullo clerical y proporciona un ejemplo
de auténtica y mutua ayuda espiritual: además, esto nos permite medir hasta
qué punto es prematura la acusación que hacemos con frecuencia a la iglesia
de Roma de haberse convertido en una Iglesia completamente clericalizada, y
en la que el laicado ha perdido sus deberes y sus derechos. El clericalismo ha
triunfado entre nosotros, sobre todo en el culto, y no se puede uno consolar
diciendo que el laicado ejerce todas sus funciones en la dirección y actividades
de la Iglesia; esto, en vez de probar que se respetan los derechos de los
seglares, más bien prueba que se ha arrancado la vida eclesial y su estructura
del terreno que haría de ella algo distinto a una organización, es decir un
órgano del Espíritu Santo.
Es preciso mencionar aquí una medida caída en desuso desde la edad media,
al menos en occidente, pero que se empleaba en los tiempos apostólicos 79 y
que testimoniaba, de forma notoria, la unidad y la fraternidad de quienes
celebraban el culto: me refiero al ósculo de paz, que tiene su sitio propio en la
santa cena; el lugar concreto cambia en las diversas liturgias, antes del
prefacio en oriente, después del padrenuestro en occidente, después del
ofertorio en las liturgias galicanas. En su origen
Por eso, antes de la edad media, no se transmitían los fieles el beso que el
celebrante había dado al altar, al evangeliario, al cáliz o a la hostia, sino que se
abrazaba de una forma cada vez más estilizada al vecino de la derecha y de la
izquierda, respondiendo a la invitación de uno de los oficiantes a darse la paz
de Cristo. Era posible hacer esto sin «molestar», ya que los hombres y las
mujeres estaban separados en los lugares de culto. No es posible, sin duda,
restaurar esta práctica por el momento, ni siquiera el domingo de resurrección;
tampoco se la puede transformar en un estrecharse la mano, es preferible que
se reduzca sólo a los oficiantes. Es una pena que sea así, porque esta
costumbre muestra que todas las razones que tienen los hombres para
oponerse en el plano del mundo desaparecen cuando se trata de encontrar a
Cristo; con ella el orgullo humano queda profundamente destruido.
Pero, incluso sin beso de paz, la Iglesia puede mostrar en su culto que sólo
tiene un corazón y un alma (Hech 2, 32), y puede hacerlo patente gracias a los
79 Cf. Rom 16 , 16; 1 Cor 16, 20; 2 Cor 13, 12; 1 Tes 5, 26; 1 Pe 5, 14.
cantos, los amén, la confesión de fe, la oración dominical, la colecta en favor de
los pobres y, sobre todo, la sagrada comunión (celebrada en reuniones
pequeñas).
El último elemento que testimonia la vida comunitaria son los avisos. Con
frecuencia no se sabe dónde colocarlos; también con frecuencia, debido a un
espiritualismo peligroso o a cierto temor de atentar contra la solemnidad del
culto, se los teme, como si el culto tuviera vergüenza, de improviso, de reunir a
hombres y mujeres que quieren casarse, que tienen hijos, que pierden a sus
padres o a sus amigos; como si tuviera vergüenza de reunir a hombres y
mujeres que desempeñan una misión apostólica en el mundo, y que deben
recibir orientaciones sobre su testimonio mediante avisos o sobre la manera de
prepararse, como las indicaciones sobre las actividades parroquiales. No hay
que escamotear los avisos colocándolos antes de la invocación, que sería
arrancar la vida parroquial de su centro, ni tampoco especificar demasiado: si el
coro mixto organiza una función teatral.
2. Cómo articular
Los elementos del culto entre sí
Sin embargo, hay que hacer una recomendación: el nivel «social» del culto
debe corresponder al nivel «espiritual» de la Iglesia que lo celebra; de otra
manera sería mentiroso, impediría a la Iglesia que lo celebra confesarse a sí
misma y dejaría de ser la epifanía de la misma Iglesia. Esto significa dos cosas:
si la vida espiritual es pobre, un culto suntuoso se convierte en una fuente de
ilusión llena de pretensiones o en una cárcel en la que los restos de vida
espiritual se sienten muy a disgusto, incapaces de movimiento y de expresión,
como David con la armadura de Saúl.
prepara segundo. Esta articulación, que convierte el culto en un acto con «dos»
«medios tiempos», es completamente válida; es decir, es del todo sana la
tradición que ha distinguido la «misa de los catecúmenos» de la «misa de los
fieles». Como mucho. puede molestar algo la terminología, porque ha hecho
creer en el catolicismo occidental, que cuando se es «fiel» y, por tanto, ya no
«catecúmeno», puede uno contentarse legítimamente con la segundo parte del
culto; no se tiene en cuenta así que el culto entero es el de los fieles, y a los
catecúmenos sólo se los admite en la primera parte. Esta distinción, ya lo
hemos anotado, refleja los dos momentos del ministerio de Jesús, el galileo y el
jerosolimitano, y es un anticipo de los dos momentos del fin del mundo, el juicio
final y el banquete mesiánico. Más adelante tendremos ocasión de tratar esto
de nuevo.80
Mis queridos amigos, tenemos que dedicar y consagrar ahora a nuestro Señor
Jesucristo esta nueva casa, y esto no depende únicamente de mí. Vosotros
también tenéis que coger el hisopo y el incensario para que esta casa se
dedique exclusivamente a este fin: que nuestro buen maestro nos hable aquí
con su santa palabra y que nosotros lo hagamos también por medio de la
oración y de la alabanza. 81
Se dan así los elementos con que Dios se dirige a nosotros para dársenos, y
aquellos con los que nosotros le respondemos para entregarnos a él; el culto,
el Gottesdienst, implica la manera propia de Dios de servirnos (der Dienst
Gottes an uns) y la nuestra de servir a Dios (unser Dienen im Gottesdienst).
Sobre esto existen numerosas variantes; yo sólo citaré las cinco siguientes:
Según L. Fendt, Dios nos sirve (elementos objetivos) por la irrupción de su
reino y por la actividad de ese reino en Cristo y en el Espíritu Santo; nosotros
81 W. A, 49, 588.
servimos a Dios (elementos subjetivos) por la proclamación del evangelio en
sus diferentes formas, la recepción de los sacramentos y las diversas clases de
oraciones.
Según K. Barth, Dios nos sirve por su obra que instituye y exige el culto
(fundamento), el cual lleva a la Iglesia del bautismo a la cena (contenido) y que
debe respetar los elementos elegidos por Dios: pan, agua, vino, palabra
(forma); nosotros servirnos a Dios por la obediencia a esta voluntad de Dios
(fundamento), por la audición (contenido) y por la sinceridad y la humildad
(forma).
Según O. Haenderl, que, por otra parte, apenas subraya como actua
Dios también en los elementos subjetivos. Dios nos sirve por el símbolo, el
sacramento y la palabra, y nosotros le Servimos por la meditación, los
gestos, las oraciones y los cánticos.
Según P. Brunner, Dios nos sirve con la palabra y la cena; y nosotros a Dios
con la obediencia, la oración, la confesión y la tensión hacia el reino. Se ve así
la gran diferencia que existe en la explicación legítima de los caracteres
objetivos y subjetivos del culto.
Sacramentum est ceremonia vel opus, in quo Deus no bis exhibet hoc, quod
offert annexa ceremonial promissio... Econtra sacrificium est ceremonia vel
opus. quod nos Deo reddimus, ut eum honore afficiamus. 82
Por poco que se respete con minuciosidad la explicación ulterior, según la cual
el sacrificium de que se trata aquí no es de ninguna manera un sacrificium
propitiatorium (excluido por la suficiencia y unicidad de la cruz), sino
c'jyapiaxr/.ov 83, no tengo nada que objetar a esta distinción. El Espíritu Santo
utiliza
Por eso, las diversas articulaciones descritas anteriormente, por legítimas que
sean, son poco seguras. Pues, si es un hecho que un elemento o un acto
concreto del culto dependen más o menos del sacramento o del sacrificio,
nunca la distinción hecha puede llegar a constituir una separación. Pero,
¿cómo interpretar esta dualidad constante a pesar del acento diferente,
sacramental o sacrificial? Se puede recurrir a tres explicaciones:
Otra explicación es recurrir al tema nupcial. Creo que se describe así de forma
mejor la unión inseparable de sacramento y sacrificio, a pesar del distinto
acento existente en cada elemento y acto del culto. Este es un tema
fundamental en la teología litúrgica patrística y recuerda que en cada elemento
del culto se encuentran el Señor y la Iglesia para darse y acogerse
mutuamente.
Este último punto nos lleva directamente al objeto del próximo capítulo, en el
que vamos a hablar de los oficiantes del culto
El culto cristiano llegaría a ser una farsa criminal, una mentira atroz un poder
de seducción al que habría que combatir por todos los medios. Pero la Iglesia
en la fe, y por intermitencias milagrosas en una convicción casi visual84, conoce
que su culto no es ni criminal ni embustero ni seductor, porque sabe que Dios
lo convoca al culto para entregársela y para asumirla a sí.
2. Los fieles
Los fieles, oficiantes del culto, son los bautizados. Nos convendrá tener en
cuenta también dos categorías de «oficiantes parciales», los catecúmenos y los
excomulgados.
Los bautizados
84La historia de la Iglesia nos enseña que el templo de Jerusalén (cf. Esd 6. I
s.; Hech 22, 17 s.) No es el único lugar de culto en el que se producen visiones.
85Una prueba entre cien es que toda la parénesis apostólica pide a los fieles
probar su salvación por un comportamiento bautismal.
Los textos más primitivos de la tradición posapostólica también lo atestiguan86
y es la práctica constante de toda Iglesia
1).
fiel: sólo el bautizado es apto para al culto y celebrante autorizado del mismo.
Esto no quiera decir absolutamente que el culto esté reservado a
Si los bautizados tienen el derecho de celebrar el culto, este derecho debe ser
respetado. Lo será en la medida en que se cumplan las normas siguientes:
Por esta razón, toda la Iglesia primitiva, práctica que mantienen las Iglesias
orientales, admitía a la comunión también a los niños. Esta práctica se ha
perdido en occidente, sobre todo a partir de la definición del dogma de la
transubstanciación (no era necesario arriesgar que los niños que babeaban los
elementos encáusticos, fuesen tachados de blasfemos que rechazan a Cristo),
y la Reforma; al rechazar completamente la doctrina que ha comprometido la
comunión de los párvulos, ha mantenido, sin embargo, su excomunión, lo que
es un signo evidente de malestar a propósito del bautismo generalizado de los
infantes y, también, la prueba de que se había alterado la tradición teológica
del bautismo, identificando éste con la palabra. A ésta se la entendía, sobre
todo, no tanto como demostración de la gracia recibida, sino como signo de la
gracia preveniente. No me parece en absoluto legítimo salvaguardar la práctica
generalizada del bautismo infantil impidiendo a todos los bautizados, hasta que
tengan cierta edad, el acceso a la mesa del Señor, que es su derecho más
estricto.
Todo culto es celebrado por hombres vivos. Y no pueden celebrarlo sino como
seres plenamente humanos, con todo lo que hay en ellos; y esto tanto más
cuanto que al culto encuentra una de sus características en su poder
penetrativo en el hombre entero (O. Haendler).
Sin duda se trataba más bien de una medida de orden, destinado a mantener el
decoro y a mostrar que la asamblea litúrgica no es una masa, sino una
compañía orgánica y estructurada, que de una medida directamente litúrgica.
Por esta razón, apenas se ha sacado provecho litúrgicamente de esta
separación de sexos. Según mis conocimientos, sólo Zwinglio ha intentado en
su liturgia eucarística justificar por ella esta medida de orden, al prever la
mayoría de las antífonas para die man (los hombres) y die wyber (las mujeres).
Pero si el decoro contemporáneo —sobre este punto se trata de prejuicios de
una época— autoriza una asamblea en la que los hombres y las mujeres no se
separan ya, esta indiferenciacion no autoriza una repulsa a mantener la regla
bíblica y tradicional que quiere que el culto, precisamente porque permite al ser
humano expresarse plenamente, reserve a sólo los hombres ciertas funciones
litúrgicas o, más bien, ciertos ministerios necesarios en la celebración del culto.
El día en que se redescubra que este don revelado respeta a la mujer en lugar
de desvalorizarla, se habrá dado un gran paso para sacar a la Iglesia de su
agitación feminista. Pero para llegar a este redescubrimiento, es necesario
conceder al laicado, compuesto de hombres y mujeres, todas sus funciones
litúrgicas y, además, desintoxicarse de la idea moderna, según la cual las dife-
rencias de vocación encierran juicios de valor sobre aquellos que están
diferenciados de este modo.
Este reparto de los oficios tiene un bello título en la carta de Clemente Romano
a la Iglesia de Corinto. Se habla en ella de las liturgias propias de cada
oficiante. El autor, después de haber sugerido una transposición cristiana de
las diversas funciones litúrgicas de la antigua alianza, la del soberano
sacrificador, del sacrificador, de los levitas y de los seglares (ó Xflíxoc,
ávfipuwroc), añade esto:
Que cada uno de vosotros, hermanos, permanezca en su rango (h> xü> ÍOKU
xcqyura) para presentar la eucaristía a Dios, estando de buena conciencia, con
gravedad, sin transgredir la regla establecida para su liturgia (xov
úipic(Uvov rr,- Ls'.xoupfiaq aÜTOü xavóvet) (I Cíem. 41, 1).
Esta legitimación del culto por la presencia del pastor, que ha sido subrayada,
como sabemos, con gran vigor por Ignacio de Antioquía, se encuentra también
explícita o implícitamente en los escritos simbólicos reformados que reservan al
ministro legitime vocatus la administración de los medios de la gracia: la
proclamación del evangelio y la celebración de los sacramentos, y que
recuerdan, por no citar más que un texto, que
Tampoco debe, movido por una falsa humildad, ocultarse entre los seglares. Si
él mismo es ciertamente miembro del pueblo de Dios, lo es en cuanto pastor,
representante del pastor soberano (1 Pe 5, 4). Su liturgia propia consiste
esencialmente en fijar el lugar y el momento de la celebración litúrgica, en
convocar la asamblea y saludarla en nombre del Señor, en anunciarle la
palabra de Dios, si no en su proclamación anagnóstica. Al menos, en lo que
hemos llamado su proclamación clerical y en su proclamación profética, en
instituir la santa cena y en regular la comunión 93, en consagrar lo obtenido en
la colecta y en enviar de nuevo la asamblea al mundo con la bendición del
Señor. Normalmente, él es también el portavoz de la asamblea ante Dios y, por
tanto, el que pronuncia, al menos, algunas de las oraciones.
sino más bien a un decaimiento del compromiso litúrgico del laicado. Este se
da cuenta, en efecto, de que la celebración del culto compromete totalmente y,
a menudo, este compromiso le ha hecho retroceder y dimitir. Ahora bien, esta
dimisión altera el culto: hace de él un espectáculo o una lección, cuando es una
acción, un juego en el que todos los presentes intervienen. La división normal
de la liturgia de los fieles consta de los elementos tipo siguientes, que pueden
ser más o menos ampliados: la audición respetuosa de la palabra de Dios, la
comunión eucarística, la participación en las oraciones por el amén, la
recitación de la confesión de la fe, la ofrenda de la colecta, el canto y la
participación de lo que hemos llamado los testimonios litúrgicos de la vida
comunitaria: antífonas, sursum corda, salutación, confíteor. El clero, además,
¿Hay que añadir aún a estas tres «liturgias» la del pastor, la del pueblo y la del
diácono, una «liturgia» presbiteral? Los informes de la tradición sobre este
punto son pobres en el período que precede a la episcopalización del
presbiterado, generalizada a partir del siglo IV. Desde esta época, la «liturgia
94Sería deseable que haya siempre, al menos, dos diáconos que lean dos de
los tres textos a proclamar, a saber, los que no proveen el texto de la
predicación; este último (ya sea el Antiguo Testamento, una epístola, o el
evangelio) lo leerá el pastor.
95Se podría añadir a ellos las invitaciones a la oración, las indicaciones
concernientes a las actitudes, la designación de los cantos que se van a
cantar..., si tales intervenciones diaconales ordenasen el culto, y no viceversa.
presbiteral» ha consistido cada vez más en asumir la «liturgia pastoral» en otro
tiempo reservada al obispo. En el período preniceno, como se sabe, es, sobre
todo, el colegio presbiteral, al que asiste el obispo mucho más como
administrador eclesial que como liturgo, quien rodea al obispo en el lugar del
culto. Tiene, pues, más lugar litúrgico que una función litúrgica. Y si en algunas
ocasiones interviene en la liturgia es para extender, él también, las manos
sobre las especies eucarísticas en el momento de su consagración.
Esta costumbre, que se remonta al siglo segundo, proviene sin duda de las
circunstancias en las que excepcionalmente un presbítero podía ser locum
tenens del obispo en su ausencia, gozando entonces de lo que hoy
llamaríamos una «delegación pastoral»,
Que lo permitía presidir un culto cristiano. Esto es, poco más o menos, todo lo
que se sabe de «la liturgia presbiteral», antes de Identificarse casi enteramente
con la «liturgia pastoral» o episcopal. Según nuestra estructura eclesial, cuya
fundación no examinamos aquí, el colegio de los ancianos no debería tener
otra « (liturgia» que la liturgia diaconal tradicional.
del pueblo; vicariato que no sería entonces asumido por el clero, sino por el
coro. Esta costumbre se extendió a partir del siglo quinto, tanto porque las
distribuciones de la liturgia de los fieles se complicaban, como porque los fieles
dudaban cada vez más comprometerse en la vida litúrgica. En principio, hay
que darle la razón a H. Asmussen cuando escribe: «es inadmisible un coro
como sucedáneo de la asamblea»; no sólo porque puede trastornar el
desarrollo litúrgico ni porque impide a la comunidad confesar su mediocridad
coral (que ella se atreva a confesar esta mediocridad e intente superarla, no
callándose y delegando en unos buenos cantores, sino aprendiendo a cantar
mejor), sino, sobre todo, por favorecer una dimisión litúrgica de la asamblea. Si
se quiere mantener un coro, es necesario darle una tarea precisa: no la de
reemplazar a los fieles en su liturgia propia, sino la de educarles para que
cumplan su liturgia ellos mismos. Que se convierta, entonces, en agente
principal de la vida litúrgica y de la celebración sagrada; que sirva para entrenar
la asamblea en la liturgia. Si sirve para hacer callar a la asamblea, quizá sea
muy bonito, pero es falso. Lo mismo hay que decir de los solistas que cantasen
el credo o la oración dominical en lugar de la asamblea.
Entre los bautizados, oficiantes del culto de la Iglesia, no hay que contar
únicamente a los elegidos reunidos en tal o cual lugar, sino también con ellos, a
los elegidos en todas partes y de siempre, porque el culto, siendo un
acontecimiento escatológico. Si ciertamente debe respetar las cesuras que
llevan en la vida de este mundo las distancias y los tiempos, no debe, sin
embargo, dejarse limitar por ellas. Recapitulación de la historia de la salvación,
se goza hic et nunc de la presencia de toda la historia de la salvación y se
participa de ella. Ahora bien, esta historia no está interrumpida ni por el espacio
ni por el tiempo. Está totalmente instaurada (ávaxEtpaXauíisasGai) (Ef 1, 10)
en Cristo, el señor soberano, presente en el culto de la Iglesia.
Porque Cristo está presente, también lo están, en el y con él, todos los que él
ha salvado. El culto es. Pues, por excelencia, el momento de la verdadera
comunidad: todos los que están ocultos con Cristo en Dios están en el culto,
cuando Cristo lo está, y no carece de una profunda razón teológica el que, en
las antiguas basílicas, pienso por ejemplo en la de san Apolinar el nuevo, en
Ravena. Se recubriesen los muros de la nave con frescos o mosaicos
representando a los santos. Nunca se tiene a Cristo sin sus miembros; cuando
él está allí, también están con él todos los rescatados por él. El culto cristiano
es el mentís más total a la soledad y a la derelicción humanas.
Junto a estos oficiantes del centro, los bautizados, el culto admite también
oficiantes que podrían llamarse oficiantes marginales. Realidad que hemos
olvidado notablemente en la cristiandad, porque, al estar formada toda la
población por bautizados de hecho, si no de derecho, el carácter exclusivo de
los cultos de la Iglesia se ha reemplazado por su carácter público y porque éste
ha contribuido a hacer de los cultos cristianos, hablo muy esquemáticamente,
espectáculos (tendencia católica) o lecciones (tendencia protestante), en lugar
de permitirles ser un reencuentro que compromete plenamente al Señor y a su
Iglesia, en una acción de autoconsagración recíproca. De este modo, si hay
entre nosotros oficiantes marginales, no son los mismos que en la Iglesia
primitiva: son bautizados entibiados por los cuidados y
Sobre este terreno, los oficiantes marginales son los no autorizados a participar
en la celebración total del culto; los que, en un momento determinado, son
excluidos de la celebración, lo cual implica que ésta no es enteramente pública.
14. EL CULTO
Recordemos que Jesús no quería que se diesen las cosas santas a los perros
ni las perlas a los puercos (Mt 7, ó) 101 y para quien estaba claro que si la
gracia se ofrece a todos, no se da más que a quienes piden con fe y
arrepentimiento: la salvación no es jamás incondicional.
Hemos visto que en el culto todos los oficiantes deben tener su liturgia propia.
¿Cuál es la propia de estos oficiantes marginales? Por el sitio que les está
reservado en el lugar del culto, participan en un momento de la liturgia de los
fieles: escuchan la proclamación de la palabra de Dios. K. Barth tiene razón
cuando dice:
102 Se podría decir también que su liturgia es el ser despedido antes del
«galileo» del culto que nos quedaba de ordinario; lo cual contravenía, además,
a la buena tradición que despojaba al máximo la liturgia de este momento,
puesto que él está abierto a quien no está habilitado para el culto cristiano.
Este paso no era juicioso: para reanimar la liturgia reformada, la primera
medida a tomar es la restauración de la eucaristía y de las comuniones
semanales y el resto nos será dado por añadidura. Porque esta restauración
hará de nuevo a todos los fieles -pocsspüvtsc, oficiantes en el pleno sentido de
103O más bien, como hemos indicado, los fieles podrán invitar a esta parte de
su culto a los que no están todavía bautizados o a los que han comprometido
su bautismo con una conducta antibautismal.
la palabra; porque ella provocará, de modo no artificial, la alegría de la
respuesta de la Iglesia a la gracia de Dios.
En primer lugar, hay que decir con K. Barth que los ángeles, para la fe
cristiana, son «esencialmente seres marginales»: ellos rodean, obedecen, no
tienen la iniciativa. Son secundarios, pero reales. Seres creados, espíritus
celestes de los que se puede decir, llegando al extremo límite de lo definible,
que en ellos «la libertad del yo y la necesidad de ser coinciden». En este
sentido, son criaturas perfectas que ya conocen la inalterabilidad propia de los
resucitados. Por esto, Dios puede contar con ellos. Se conoce la definición de
Andre Chamson: «llegar a ser hombre es hacer coincidir una vocación con una
voluntad». Esta coincidencia no es tampoco un programa o un problema en los
ángeles, es un hecho: ellos son, de este modo, en el cielo la imagen de lo que
el hombre está llamado a convertirse. Pero no solamente el hombre: toda
criatura. Porque, y es el segundo punto a mencionar aquí, los ángeles no sólo
comprenden una categoría que se podría llamar «antropoidea», sino
también categorías animales: serafines, querubines104. Están, por hablar con
términos del Apocalipsis, los 24 ancianos y los 4 animales (Ap 4, 6-10). Como
no vamos a hacer ahora una apología de la angeología, estas
definiciones bastan para nuestro propósito, dejando bien claro que la
Escritura unánimemente conoce y confiesa su existencia y nos llama así a
desconfiar de nuestro espíritu racionalista, ciego y sordo a la plenitud del
cosmos, poblado de tal manera corno no pueden imaginar nuestros sentidos de
percepción ni los inventarios del mundo que hacen posibles nuestros aparatos
registradores.
una esperanza.
Este vínculo es doble. De una parte significa que el culto terrestre de la Iglesia
es una participación en el culto de los ángeles en el santuario celeste; este
último es ya el culto perfecto de las criaturas. Ciertamente
Pero los ángeles son nuestros compañeros litúrgicos. No es que nuestro culto
se inserte inhábilmente en el de los ángeles. Y esta es la razón por la que ellos
participan también en el nuestro, están en él. Cuando la Iglesia se reúne para
el culto está «en la presencia de Dios y de sus ángeles», como dice Calvino.
Por esta razón, las mujeres deben asistir a él cubiertas con velos (1 Cor 11,
10). Incluso se puede preguntar si cada comunidad local no tiene, como todo
hombre (Mt 18, 10; Hech 12, 15), además un ángel particular enviado por Dios
refiera o los obispos de estas iglesias o quizá sentí lo uno y lo otro, de suerte
que, según Orígenes, habría «dos obispos por Iglesia, uno visible y otro
invisible, que participan en la misma tarca».106
Dios y los fieles son los oficiantes principales del culto de la Iglesia. Pero su
encuentro no es sin testigos, ya que los ángeles están allí; no está sin
localización, ya que tiene lugar en el tiempo y en el espacio de este mundo.
Este está, pues, también presente en el momento del culto de la Iglesia. Vamos
a consagrar a esta presencia del mundo en el culto los dos próximos capítulos,
en los que hablaremos del tiempo y del lugar del cuito. Podemos ser muy
breves ahora, pues hemos mencionado ya los problemas que surgirían aquí,
hablando del culto como expresión del misterio de la creación y notando
también que el culto convoca y justifica el arte.
Contentémonos, pues, con mencionar los dos puntos que crean problema
ahora.
él levanta la fuerza de su pueblo; para todos sus santos alabanza, para los
hijos de Israel, el pueblo a él cercano. ¡Aleluya! (Sal 148, 14).
¿Cuál es, pues, la liturgia del mundo en el culto de la Iglesia? Se podría afirmar
en una palabra, que consiste en el ofrecimiento que el mundo hace de su
tiempo y de su espacio al culto de la Iglesia. El pide a la iglesia que asuma
litúrgicamente el mundo, santificando el tiempo: el domingo y el año litúrgico, y
santificando el espacio: el agua, el pan, el vino y el aderezo de piedras, de
madera, de luz., de colores, de sonidos, de espacio y de movimientos que van
a revestir los elementos sacramentales que Jesucristo ha escogido como
signos de su acción y de su presencia. Y por este día del culto, pars pro toto,
toda la historia reencuentra su orientación, todo el tiempo vuelve a tomar su
sentido; y por los sacramentos, toda la creación se reanima y se explica.
En este capítulo hemos hablado de los oficiantes del culto: los oficiantes
esenciales, Dios y los bautizados, que se encuentran en él y los oficiantes «de
acompañamiento», los ángeles y el mundo, testigos y sirvientes del encuentro
litúrgico entre Dios y su pueblo. Hemos visto, al hablar de los bautizados, que
los presentes en forma corporal no son los únicos presentes, ya que con Cristo
vienen todos los que le pertenecen por ser imposible encontrar y tener a Cristo,
sin encontrar y sin tener con él a toda la Iglesia. También hemos visto que no
están ausentes en realidad, sino que son co-oficiantes, los miembros de tal
congregación que, a causa de una enfermedad o de un viaje, no participan en
el culto más que en espíritu. Su participación está extremadamente atenuada,
pues no pueden unirse a los dos momentos fundamentales del culto, la
audición de la palabra de Dios y la comunión sacramental.
Se plantea ahora esta pregunta: ¿se puede ser oficiante del culto sin asistir a él
directamente, pero participando en él, por ejemplo, gracias a una retransmisión
radiofónica o televisada? Respondamos muy brevemente:
La buena tradición cristiana para la que el culto era una acción, no soportaba la
presencia de no bautizados. La celebración litúrgica como espectáculo, como
ejercicio folklórico, como documento cultural o como cartel publicitario le
hubiese espantado; hubiese visto en ella un acto blasfemo y, sin duda, con
razón.
Pero entonces, ¿no se pueden utilizar estos medios modernos de difusión para
el servicio del evangelio? Seguramente se puede; pero convendría utilizarlos
de modo que no exciten la pereza o el desprecio. Por esto, me pregunto si no
habría que suprimir la retransmisión radiada o televisada de los cultos: ella
contribuye
1.
El domingo109
Convendría disponer de mucho más tiempo para hablar del domingo, porque si
se intenta descubrir el misterio, este día es como un resumen de todo lo que
significa el culto cristiano: él también recapitula la totalidad de la historia de la
salvación y
El dato bíblico
Se puede decir otro tanto del domingo, aunque no fue su alcance social el que
jugó el papel mayor ni comienzo. Pero si la loma de conciencia del alcance del
domingo para la historia de la salvación y para el cosmos ha sido bastante
lenta, si ha sido necesario esperar muchos siglos para que se elabore
verdaderamente una teología del domingo, el Nuevo Testamento, sin embargo,
contiene ya cierto número de elementos básicos de los que nos es necesario
hacer un inventario.
Para ello, es Importante comenzar por una breve observación sobre la actitud
de Jesús con respecto al sábado. Recuérdese que el sábado era un día
predilecto para su obra mesiánica: no sólo predica en sábado en las
sinagogas112, sino que parece que lo prefiere a otros días para realizar sus
milagros 113. Es el día por excelencia en el que, a imitación del Padre, él
«trabaja» (Jn 5, 17), y en el que manifiesta la irrupción del mundo venidero en
este mundo que pasa. Es el día del que él es el «dueño» (Mt 12, 1-8 y par.).
¿Por qué? De ninguna manera, como se ha pensado a menudo, porque
hubiese querido oponerse al formulismo judío y a sus leyes minuciosas, sino
porque ya para el Antiguo Testamento el sábado anunciaba el fin, el término
perfecto de la creación, el cumplimiento de la alianza entre Dios y su pueblo, y
porque en él se alcanzaba este término. La actitud de Jesús con respecto al
sábado es, pues, manifiestamente escatológica y mesiánica: él muestra que la
antigua alianza ha alcanzado su término y que una nueva economía comienza
para la historia de la salvación. Las fiestas judías, en general, y el sábado, en
111Le Décalcgue. Ncuchatcl-Paris 1959, 48. Con todo, puede haber dudas
sobre esta prioridad social.
112 Cf. Me 6, 2 par.; Mt 4, 33 par.; 9, 35; Le 4, 15; Jn 5, 59 s.; 18, 20.
Cf. Mt 12, 9-14 par.; Me 1, 21 s. y par.; Le 13, 10 s.; 14, 1 s.; Jn 5, 1 s.; cf. 7.
113
Pero si Jesús es la realidad del sábado, como es la realidad del templo y de los
sacrificios de la antigua alianza y de la circuncisión, pone fin al sábado al
realizarlo como pone fin al templo, a los sacrificios, a la circuncisión. En otros
términos, el día del culto cristiano tampoco será el sábado, sino otro día. El
sábado es realizado y rebasado. Si esto es así, mantener el sábado judío
significaría caer en la antigua alianza, como si Cristo no hubiese venido. Y, en
efecto, se ve que los cristianos se reunían desde el origen en otro día: el que
sigue inmediatamente al sábado. Comencemos por citar los indicios más
antiguos de este cambio de día de culto.
Los textos que se presentan más a menudo a este propósito son: en primer
lugar, se dice en Hech 20, 7, como una cosa natural que los fieles se reúnen
«el primer día de la semana» (¡na tcóv oappaTíov). En este día también, los
114 Este texto precede inmediatamente al de las espigas atrancadas,
fundamental para nuestro propósito.
115
Los padres emplearon mucho esta idea del reposo de las obras de los pecados
por haber venido Cristo con su perdón.
cristianos de Corinto son invitados a hacer acto de unidad cristiana y de
generosidad fraternal, cuando «cada uno ponga aparte en su casa lo que bien
le pareciere |uav sapjjáxou» (1 Cor 16, 2), Es, sin duda, el mismo
día, nombrado entonces por primera vez «día del Señor» (xupiax'Q. Y]¡c£pa),
el día en que el vidente del Apocalipsis fue arrebatado para contemplar el culto
celeste (Ap 1, 10).
celebran para su alegría el octavo día, porque en él Jesús resucitó de entre los
muertos y subió a los cielos después de una aparición (15, 9).
Aunque se tengan los testimonios explícitos más antiguos del día del culto
cristiano, es necesario, sin embargo, mencionar también algunos testimonios
implícitos probables, ante todo los dos siguientes: se da primeramente el caso
de que Jesús, según el evangelio de Juan, se apareció por segunda vez ocho
días después de pascua, o sea el primer domingo después de pascua (Jn 20,
26)117'. En segundo lugar, se da el hecho de que el
Es verdad que el libro de los Hechos de los apóstoles menciona que los fieles
se reunían cada día (Hech 2, 46) 118. Aunque se tratase quizás de una tradición
116se puede mencionar también en el status diez, el día fijado, del que habla plinio el
joven (Epist., 10,96 7), que no precisa el día de culto, solo dice que había uno.
117Puede uno preguntarse si la tercera aparición del resucitado en la orilla del
mar de Tiberíades, no debe fijarse también en domingo, ya que los discípulos
no descansan (por tanto, no era sábado) y tiene este último encuentro un
carácter notablemente dominical (comida y misión, significadas por la pesca
milagrosa).
118No es posible situar en el mismo plano Hech 5, 42, que no habla del culto
propiamente dicho (con fracción del pan), sino de la predicación
«evangelizadora», no litúrgica.
inicial abandonada más tarde, de una especie de instalación en el gran sábado
escatológico o aunque se trate tal vez también de una hipérbole, al menos,
para lo que concierne a aquellos que no eran los apóstoles, sin embargo, el
texto no es muy claro, porque la mención del «diariamente» podría referirse
sólo a la frecuentación del templo para la oración y el testimonio. Pero sea lo
que sea, muy pronto y en todos los casos, en las iglesias paulinas el primer día
de la semana es oficialmente el día del culto cristiano.
¿No se puede ir más lejos y considerar que este día no ha sido escogido por la
Iglesia misma, sino recibido? Seguramente no hay en el Nuevo Testamento
una institución del domingo paralela a la institución del sábado en la antigua
alianza. Pero, ¿no se puede suponer —según el testimonio joánico
particularmente— que el mismo Cristo, al resucitar en el primer día de la
semana y al volver a venir entre los suyos un mismo día, designó, implícita o
explícitamente, este día como el de su encuentro regular con la Iglesia hasta la
parusía?
Hemos visto que los cristianos se reúnen el primer día de la semana (Hech 20,
7), es decir el día en que Jesús resucitó (cf. Mt 28, 1; Me 16. 1-2; Le 24. 1; Jn
20, 1).
El día del culto cristiano es, pues, memorial de la resurrección de Cristo. Cada
domingo es un día de pascua. En este día la Iglesia celebra el gran comienzo,
la posibilidad de un porvenir distinto a la muerte, la victoria de Cristo sobre el
imperio de Satán. Es un día de triunfo y de libertad. En este mundo de
servidumbre y de muerte cada semana la pascua se proclama y se vive por la
Iglesia plenamente. Es la afirmación central. La historia de la Iglesia ha
conocido, por referencia a la pascua, un segundo memorial ligado al primer día
de la semana: el memorial de este primer día del mundo en que Dios separó la
luz de las tinieblas (Gen 1, 4-5) y, por tanto, el memorial de la creación del
mundo. «El santo día del domingo es la conmemoración del Salvador. Es
llamado señorial porque es señor de los días. En efecto, antes de la pasión del
Señor no se le llamaba domingo, sino primer día. El Señor ha comenzado en
este día las primicias de la creación del mundo; y el mismo día dio al mundo las
primicias de la resurrección. Debido a esto, este día es el principio de toda
beneficencia, de la creación del mundo, de la resurrección y de la semana»,
dice un autor del siglo quinto 119. La Iglesia lo recuerda en el prefacio
Hemos visto que el Nuevo Testamento llama al día del culto cristiano no sólo el
primer día de la semana, sino también el día del Señor (Ap 1, 10). ¿Se da
alguna diferencia de matiz entre estos dos términos? Sin querer urgir
demasiado, parece posible decir que si el término «primer día de la semana»
liga el domingo al pasado de la historia de la salvación, a su dato central, la
resurrección de Jesús, y, a partir de ahí, también a su dato inicial de la
separación de la luz de las tinieblas, el término «día del Señor» le liga más bien
a su futuro. En efecto, el día del Señor, el día de Yavé del Antiguo Testamento,
tiene una connotación escatológica evidente 120. El domingo es su presencia
anticipada: él no es, pues, solamente memorial de la resurrección, sino también
presencia anticipada de la parusía. Se trata de este octavo día del que habla el
Pseudo-Bernabé (15, 9), de este día posterior al fin del mundo, que ha
desempeñado un papel tan importante en la teología del domingo de los padres
y que, en la tradición occidental sobre todo, ha influenciado tanto en el
milenarismo y en la formación de una teología de la historia. Puede
preguntarse uno si es posible interpretar también en este sentido el milagro de
pentecostés, preludio, según la profecía de Joel 2, 28 s-, del «glorioso y gran
día del Señor» (Hech 2, 20). El día de pentecostés, en efecto, resalta sin duda
el misterio del octavo día, puesto que es el primer día que viene, una vez que el
séptimo ha encontrado su plenitud en su propio múltiplo. Como día del Señor,
el domingo aparece a la vez como memorial de pentecostés, día escatológico
en que el Espíritu, prenda del mundo venidero, ha sido dado a la Iglesia, y
como anticipación de la parusía.
120Cf. 1 Cor 1, 8; 5, 5; 2 Cor 1, 14; FU 1, 6.10; 2, 16; 1 Tes 5. 2.4; 2 Tim 1, 12;
etc.
explicar lo que hemos encontrado al hablar de la necesidad, de la ambigüedad
y de la historia del domingo.
G. Delling, citado hace poco, justifica la necesidad del día de culto por dos
razones. Primeramente, porque la Iglesia es un pueblo y porque éste debe
poder encontrar su epifanía al reunirse un día de culto; es pues, necesario por
razones eclesiológicas esenciales, y los que ponen en duda la necesidad de
esta reunión litúrgica están, por este hecho, tentados, si es que no han
sucumbido ya a esta tentación, de atomizar la iglesia y de individualizar la vida
cristiana. No hay Iglesia posible sin culto, porque Jesús ha prometido su
presencia donde se reúnen en su nombre (Mt IR, 20). Partiendo de esto. Cristo
envía la Iglesia al mundo, y en él Cristo recibe la Iglesia que acaba de
regocijarse ante él, porque aun los demonios se someten en su nombre (Le 10.
17).
Y, por esta razón, la Iglesia no podría aceptar que el mundo le diera otro día de
culto, aun cuando é.slc escogiese otro dia de descanso. Admitamos, por
ejemplo, que Francia decide fijar el día de descanso semanal en el que se dio
el 14 de julio de 1789; o que Rusia lo fija en el que se dio el desarticulamiento
de la revolución de octubre de 1917; o que tal república africana lo fija en el día
que vio proclamada su independencia; o que la ONU lo fija universalmente en
aquel que vio la proclamación de la carta de San Francisco en 1946, para servir
cada semana de memorial de estos acontecimientos y para que los pueblos los
gocen mediante el descanso. En estos casos, la Iglesia no tendría el derecho
de cambiar su día de culto por estos días de descanso profanos. Porque
entonces renegaría de su Señor, tanto como si hubiese mantenido el sábado
judío. En estos casos, sería necesario, pues, que ella protestase manteniendo
Esto nos lleva a hablar de la ambigüedad del domingo. Es un día como los
otros y, sin embargo, diferente de los otros. Como los otros, él tiene 24 horas
de sesenta minutos. Como los otros, se sitúa en relación a las estaciones y a la
luna, lo que muestra la forma de datar la pascua, pero es diferente de los otros,
no tanto, insisto en ello, porque es un día en el que cesa o se atenúa el trabajo,
sino porque es el día del encuentro del Señor con todo su pueblo: el día de la
comunión cristiana y de la nueva alianza. Para comprender esta ambigüedad
del domingo es necesario, quizás, recurrir a uno de los aspectos fundamentales
de la doctrina de los sacramentos. El pan y el vino eucarísticos son pan y vino
como los otros, sin embargo, son también diferentes, porque se vuelven a su
verdadero destino, porque secretamente justifican y santifican todas las
comidas de este mundo por la promesa del banquete mesiánico que hay en
ellas. Pero el que no tiene la fe no ve en ellos sino pan y vino. Asimismo el
domingo restituye eI tiempo a su verdadero destino de duración doxológica y
secretamente, volveremos sobre este punto, justifica y santifica todos los otros
días. Pero no lo hace sino para quien tiene la fe. El domingo se sitúa así en
este ambiente sacramental que ordena toda la vida eclesial, donde todo se
refiere a la victoria de pascua para quien cree en ella; él forma parte, a pesar
de la apariencia de su «materia», de estas parábolas que abandonan en su
ceguera y en su sordera a los que el misterio del reino de Dios no ha sido
revelado (Me 4, 11 s.).
La historia del domingo, uno de los tests más sintomáticos para comprender la
conciencia que la Iglesia ha tenido de sí misma a lo largo de los siglos, nos
conduciría muy lejos si quisiéramos seguirla detalladamente. Contentémonos,
pues, con destacar en grandes trazos que no se conoce tiempo en el que la
Iglesia no haya celebrado el domingo; pero sólo a partir del siglo cuarto (es
decir a partir del 7 de marzo del 321, cuando el emperador Constantino decreta
que el día del sol sería día festivo) esta historia llega a ser verdaderamente
interesante; porque, desde esta fecha, se establece una especie de
concurrencia entre el domingo, día del Señor, y el día del descanso semanal.
Para ver la lucha de los mejores teólogos de la antigüedad contra el deseo de
sabatizar el domingo, hay que reflexionar
15. Aunque Calvino, por ejemplo, intentaba distinguirlos por el hecho dedicar
en domingo sobre textos evangélicos en vez de perícopas del Antiguo mentó
o de las epístolas (a veces hacía excepciones con los salmos).
2. EL año litúrgico
¿Por qué, entonces, según los Hechos da los apóstoles, quien él, por ejemplo
apresurarse por llegar a Jerusalén, a donde ya fundamentalmente para
encontrar la Iglesia, en Pentecostés (21) 16)? Es muy difícil responder con
certeza a estas pregunta porque hay que esperar al siglo segundo para
encontrar testimonios indudables de fiestas cristianas anuales. Ordinariamente
se cree que la Iglesia naciente no conocía más que el memorial semanal y que
hizo falta que se esfumase la espera de un parusía inminente, para que se
pusiese a calcular en años. K. Hol afirma:
123 Quizás sea el ciclo de navidad una excepción; véase más adelante.
semanas, la victoria de Cristo, su exaltación y la irrupción del siglo venidero por
la efusión del Espíritu. 124
esta elección fue Influenciada por el ritmo solar, puesto que después de haber
vacilado a favor del 6 de enero, se Fijo finalmente en una fecha muy próxima al
solsticio de invierno, día en que el sol invencible recomienza su curso de luz y
de vida. ¿Dividida porque no era posible encontrar en la navidad un recurso
semanal, pues navidad no se celebraba cada semana como lo era la pascua, a
pesar del gran domingo anual de primavera? Es curioso ver cómo no se fijó la
fiesta de la natividad un domingo, por ejemplo el primero después del solsticio
de invierno, sino que se eligió una fecha fija separada del día de culto por
excelencia. ¿Dividida porque no era tradicional celebra fechas de nacimientos?
En la Iglesia primitiva las fechas de nacimiento, como se decía, no eran las del
primer nacimiento sino las del nacimiento a la glorificación, por ejemplo las
fecha; del martirio; no hay que olvidar que la sagrada Escritura no parece
apreciar mucho las fiestas de cumpleaños, ya que sól cuenta el del Faraón y el
de Herodes.
Sea lo que sea, es útil recordar que la Iglesia ha esperado: casi cuatro siglos
antes de celebrar la navidad en un día determinado; y lo es mucho más cuanto
que la celebración de navidad es actualmente entre nosotros la fiesta cristiana
por excelencia. Lo mismo que la pascua tenía de alguna maneras
complemento litúrgico en la cuaresma y en la «gran semana así también se ha
exaltado navidad con un tiempo de preparación (las cuatro semanas de
adviento) y un tiempo de exultación (Ios días que separan navidad de la
epifanía). Alrededor de estos dos grandes ciclos, el de pascua, anterior
cronológica y teológicamente, y el de navidad, se ha cristalizado poco a poco
todo año litúrgico, al capricho de una fortuna variable, algunas veces
contradictoria y sobre la que la Iglesia no ha tenido nunca un intimidad. 125
16. CULTO
Al fin del medievo, el aparato del año litúrgico había llegado a ser tan pesado y
amenazaba de tal manera distraer de la verdadera fe, que la Reforma se
dedicó a aligerarlo considerablemente. Tampoco aquí podemos entrar en
muchos detalles. Señalemos solamente que esta estilización del año litúrgico
ha sido muy diversa de una región a otra, de una Iglesia a otra: aquí más
conservadora, allí más radical. Lutero, por ejemplo, aunque hubiese deseado
ver las fiestas atraídas por el domingo más próximo, quería mantener todas las
fiestas que se pudiesen relacionar directamente a la historia de la salvación,
resumida por el símbolo de los apóstoles; por tanto, no sólo navidad, pascua, la
ascensión, pentecostés, sino también la anunciación, la candelaria, la
circuncisión de Cristo, la epifanía. Supo ser paciente también respecto a otras
fiestas: en 1523 suprimió el corpus, la fiesta de la eucaristía, instituida en
occidente a partir de 1264, mientras que el mismo año pedía tener paciencia
antes de suprimir las fiestas del nacimiento de la Virgen, el 8 de setiembre, y la
de su asunción, el 15 de agosto; sin embargo, en ciertas iglesias luteranas
estas fiestas fueron mantenidas más tarde, lo mismo que la conmemoración de
los apóstoles, de san Miguel y de ciertos santos.
126 Lutero protestaba contra una celebración de este día que no fuera la de
circuncisión del Señor.
helvética posterior, que rechaza expresamente la conmemoración de los santos
y añade:
Hay que notar, sin embargo, que en ciertos sitios se intentado suprimir
enteramente el calendario eclesiástico, como en Escocia, o suprimir la fiesta de
navidad, como en Neuchátel: pero el pueblo no aceptó tales derribos y, aun si
las razones de oposición no eran quizás de una perfecta pureza teológica, hay
que alegrarse de ello, porque el año litúrgico combate eficazmente un
docetización del evangelio.
La legitimidad de una celebración del año litúrgico está, pues, sometida a una
condición absoluta: que el ciclo de este año celebra a Cristo.
Oigamos a A. D. Müller:
El año litúrgico no puede ser sino un desarrollo de la revelación que llega a ser
acontecimiento en Cristo, es decir que el año litúrgico no puede ser más que un
año de Cristo. Pero para poder serlo, hace falta que este año litúrgico tenga en
cuenta la cristología de las cartas a los colosenses y a los efesios, según la
cual Cristo no es solamente el Jesús de la historia, sino también el Señor de la
historia y la encarnación de todos los poderes creadores del cosmos... De este
Aquí se plantea otra pregunta: esta reducción cristológica del año litúrgico
¿suprime toda conmemoración de los acontecimientos de la historia de la
Está claro que este recuerdo entre semana 131 no provocaría días festivos. Los
abusos del medievo sobre este punto están ahora suficientemente olvidados,
como para no tener que pedir con Lutero que los aniversarios de los grandes
testigos de Cristo se trasladen a los domingos.
Pascua «se pasea» de año en año entre marzo y abril, ya que, después de la
decisión del concilio de Nicea, ésta cae en el primer domingo que sigue a la
luna llena, el equinoccio de primavera. Se pregunta a menudo si no convendría
«inmovilizar» la pascua y atribuirle un domingo fijo. Y no tienen que plantearse
esta pregunta únicamente los beneficiados del turismo primaveral o las
comisiones escolares que deben fijar vacaciones de pascua. Lutero ya lo pedía
en su escrito Von Concilien uncí Kirchen de 1539, y hoy lo pide Richard
Paquier, cuando propone que la pascua sea fija siempre «el primero o segundo
domingo de abril, lo que evitaría en el calendario litúrgico inútiles
132 Este leccionario podría prever las perícopas evangélicas entre epifanía y
cuaresma, los textos de las lecturas para el tiempo de pentecostés hasta
finales de agosto, y los pasajes del Antiguo Testamento para setiembre y
adviento. Es obvio que los textos propuestos irían acompañados de otros dos:
del Antiguo Testamento y de las cartas cuando se predica sobre el evangelio, y
así correlativamente.
complicaciones» 133. Tal medida me parecería desdichada por tres razones: en
primer lugar, porque es bueno que la Iglesia no sacrifique demasiado a la
racionalización que, al simplificar la vida del mundo, contribuye a hacerla
enojosa; en segundo lugar, porque la carencia de fecha fija para la pascua
introduce en el calendario eclesiástico, con el número de domingos después de
epifanía y después de pentecostés, una cierta movilidad que le impide
establecerse en algo fijo; finalmente, y sobre todo, porque gracias también a la
movilidad de la fiesta de la pascua el cosmos puede entrar en la celebración de
la salvación del mundo, ya que la luna y el sol tienen que decir su palabra para
«indicar las estaciones, los días y los años» (Gen 1, 14), pues así ellos pueden
contribuir a la adoración del Señor. La movilidad de la fiesta de la pascua hace
vivir el año litúrgico y lo protege también contra cierto docetismo: no
conmemora una idea intemporal, sino un acontecimiento que ha tenido lugar en
los ritmos del mundo creado.
Lo que hemos dicho del domingo y del año eclesiástico nos introduce en un
campo que rebasa de lejos el cuadro de una liturgia: el de la santificación del
tiempo. Hacemos una rápida incursión en él.
Por su parte, el tiempo del culto sirve a esta santificación del tiempo, por dos
razones: primero, porque el culto, celebrándose en el tiempo, reivindica a éste
para Cristo, establece sobre él la pretensión señorial de Cristo; y, segundo,
porque el culto, celebrándose en el tiempo, lo consagra a Cristo, lo somete a la
pretensión señorial de Cristo. Por este movimiento, primero de reivindicación,
luego de consagración del tiempo, participa el culto en la santificación del
tiempo. Recapitulando la historia de la salvación, en cualquier momento que
esto sea, él relación; el momento en que es celebrado al acontecimiento único
y centra que justifica al tiempo.
133Lutero tenía motivos menos plasmáticos: creía que era judaizar el calcular la
fecha de la pascua por analogía al cómputo israelita.
Pero no sólo el momento en que se celebra es reivindicado entonces para
Cristo y consagrado a Cristo y, por tanto, justificado por su referencia al
momento central del tiempo: también es reivindicado, consagrado y justificado
aquél, cuya primicia; es este tiempo del culto, según el esquema bíblico de la
parte por el todo. Quiero decir que toda la semana se santifica por el culto
dominical, como todo el año lo es por la celebración de la pascua y como todo
el día lo es por estos momentos de oración diaria que la Didaché (8, 3)
recomienda a los cristianos y en la tradición monacal serán las «horas».
Ciertamente, existen sitios privilegiados que llegan a ser lugar de culto: lugares
de epifanía divina: Siquén, Betel, Maniré para la historia de Abrahán, etc., o
lugar de elección divina, como Jerusalén. Pero Dios no está detenido allí:
acompaña a su pueblo cuando este es nómada, verdad que constituye toda la
teología del arca de la alianza; puede abandonar el templo y hacerlo destruir
sin perder por ello su divinidad cuando su pueblo le engaña. La teología del
Antiguo Testamento ya muestra que el lugar por excelencia de la presencia de
Dios, y, por consiguiente el lugar del culto, es el pueblo que le invoca. El habita
con su pueblo, donde quiera que éste se encuentre. Y si es exacto que existen
lugares sagrados, no es para insinuar que Dios esté localizado en ellos,
exclusivamente, sino para manifestar que Dios interviene, en el mundo y
reivindica la tierra entera; es para manifestar también que Dios llama a su
pueblo para encontrarle en la tierra.
Hay que recordar, en primer lugar, que según la enseñanza unánime del Nuevo
Testamento, estas asambleas litúrgicas están siempre localizadas
primeramente en una localidad, no en un edificio: se dan los amados de Dios
que están en Roma (Rom 1, 7), se da la Iglesia de Dios tal como ella existe en
Corinto (1 Cor 1, 2), etc. De alguna manera, estas localidades, en cuanto tales,
son las que se convierten en lugar de culto, es decir lugar de la presencia de
Cristo. Esto es importante para comprender el carácter reivindicador y
consagrador del espacio que circunda, en una localidad, una asamblea litúrgica
y el edificio de reunión.
En el momento de dejar a los suyos para entrar en la gloria. Jesús les dice: «Yo
estaré con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo» (Mt 28,
20). ¿Cómo permanece él, la plena epifanía de Dios, presente entre los suyos?
A esta pregunta se dirá, midiendo las palabras, que Jesús permanece presente
entre los suyos, por el envío del Espíritu Santo que vivifica los signos instituidos
o designados por Jesucristo, para testimoniar su presencia salvífica. La Iglesia
está, pues, localmente, donde actúen los medios de la gracia que relacionan a
la historia de la salvación y aseguran su duración. Tomemos uno a uno los
diferentes términos de esta afirmación preliminar.
El pan y el vino de la cena, puesto que son el cuerpo y la sangre de Cristo (Me
14, 22, 24 y par.; 1 Cor 11, 24 s.; cf. Jn ó, 51-58).
Los ministros de Cristo, porque quien les oye, a él oye (Le 10. 16; Gal 4. 14: 1
Tes 4, 8; 2 Cor 5, 20. etc.).
Para que haya lugar de culto en el sentido propio del término es necesario, sin
embargo, que estos cuatro signos de la presencia de Cristo se encuentren
normalmente juntos. Ciertamente, cada vez que se proclama la palabra de Dios
en una casa privada, en una plaza pública, en un lugar cualquiera de reunión,
quiere provocar una epifanía del Señor y, por consiguiente, tallar un trozo de
este mundo para hacer de él un lugar reivindicado por el Señor: un lugar santo.
Del mismo modo, cada vez que se celebra la cena, por ejemplo en una
habitación privada junto a un enfermo, su celebración misma santifica el sitio en
que se realiza. De igual manera, un tribunal, por ejemplo, donde comparece un
ministro de Cristo para dar testimonio, se convierte por este mismo hecho en
lugar de epifanía y, por tanto, lugar de culto; de un modo semejante, también,
se encuentran transfigurados por esta presencia un hospital donde se cuida a
Cristo en un enfermo, un asilo nocturno donde se le recibe en un pobre. Pero si
todo esto es exacto y si nada de esto debe olvidarse, el lugar de culto, en el
sentido pleno de la palabra, es la asamblea de la Iglesia para vivir y conocer el
cuádruple signo de la presencia de Cristo.
Una vez más vemos cómo no puede haber culto cristiano sin epíclesis. Pero si
el Espíritu, vivificador de los medios de la gracia, es soberano, también es fiel.
Cuando la Iglesia es lugar de culto por su reunión en nombre de Jesús, cuando
en medio de ella se abre la Biblia, cuando se distribuye el pan y el vino, cuando
se bendice o absuelve a los fieles, cuando los pobres son socorridos y
conducidos a la presencia de Dios por la intercesión, la Iglesia no tiene que
preguntarse si se la acoge favorablemente o no. Ella puede saber que Dios
quiere acogerla, que él no es un tirano sádico y veleidoso que promete su
presencia y no viene: Dios no es Godot. Y si por desgracia el Espíritu no
responde a su llamamiento con la plenitud de su promesa o si responde con el
silencio, no es que piense en otra cosa, que permanezca retirado o que esté de
viaje o duerma fcf. 1 Re 18. 27), sino que la falta procede de la Iglesia: falta de
fe (cf. Me 6, 5), falta de obediencia (cf. 1 Cor 11, 30 s.) y falta de pureza (cf.
Heb 12, 14 s.; Jos 7, etc.) que comprometen la eficacia del culto y hastían al
Señor.
135Si tuviésemos que tratar no sólo del cuito parroquial ordinario, sino del
conjunto de la liturgia, nos haría falta hablar también de otros «deméritos»
sacramentales: el agua del bautismo y el aceite, que desempeñan en el Nuevo
Testamento un papel que el protestantismo olvida, de ordinario,
completamente.
136Es difícil precisar el problema de si Jesús utilizó o no pan ácimo. Si la cena
fue instituida en el momento de un banquete de Kiddush, Jesús debió utilizar
pan fermentado; mientras que si el banquete era pascual, el pan era sin
levadura.
137Se trata de una especie de castración: pan sin levadura para la cena, vino
sin alcohol para la cena, hombres sin mujer para el ministerio, etc.
Respecto al vino los reformadores, Lutero, Calvino y sus compañeros se
separaron de lo que era costumbre general en la
Iglesia cristiana, abandonando el uso del vino mezclado con agua para la cena.
Esta costumbre, atestiguada explícitamente por vez primera por Justino mártir y
que tal vez se remonte al mismo Jesús, ha tenido explicaciones diferentes en la
tradición. San Cipriano veía en ella un símbolo de la Iglesia que se mezclaba
con Cristo para mostrar que él la toma consigo. Ambrosio veía una alusión a la
herida del costado de Cristo, de la que emanaba sangre y aguo. Entre los
ortodoxos se piensa en las dos naturalezas de Cristo y en la presencia del
Espíritu (el agua que se mezcla con el vino es caliente). Todavía se han dado
otras explicaciones. Querer ahora incorporarse a esta tradición antigua y
general, Max Thurian se pregunta si no haríamos bien con hacerlo, no me
parece indispensable, ya que si no mezclamos agua al vino, no es por
monofisismo, como los armenios. Esto crearía, en efecto, problemas que
podrían aparecer como esenciales, cuando son muy marginales. Se tomará,
pues, vino puro; pero, ¿qué clase de vino?, ¿vino tinto o vino blanco?. ¿vino sin
alcohol o vino fermentado? El vino tinto parece preferible, sin que esto condene
al vino blanco, porque muy verosímilmente los judíos lo utilizaban para la
pascua y, sobre todo, porque añade al sacramento de la sangre de Cristo el
poder simbólico; ahora bien, como norma general, es deseable que el
simbolismo de la celebración sacramental sea lo más apto posible y lo es más,
ciertamente, si se toma vino tinto. 138
Los que por naturaleza tienen tal náusea del vino que no soportan ni el olor ni
el sabor, recibirán de manos del ministro, junto con el pan, una bebida a la que
estén acostumbrados. 139
140
¡¿Té, por ejemplo?!
Ecclesia utatur iis ceremoniis tum quas praescripsit institutio Domini sine
superstitione et quae ad aedifica-tionem ecclesiae faciunt. 141
Añado dos precisiones: esto significa, en primer lugar, que se utilizará pan y
vino, y si es posible verdadero pan y verdadero vino, y no cualquier otro
alimento y cualquier otra bebida. Evidentemente puede preguntarse si, en los
lugares donde se desconozcan el pan y el vino, no sería legítimo encontrar en
los alimentos del país los sucedáneos del pan y del vino y, por consiguiente,
utilizar para la cena un alimento
qui panis et. vini vicem sustinet et corpori roborando ac cordi exhilarando
idoneus est.142
¿Hay que privar de la cena a los que no tienen pan y vino, sino mandioca y
cerveza, pasta de fruta y leche? Creo que, en principio, hay que aclimatar el
trigo y la vid en estos países, antes de tomar otras especies eucarísticas, o
importarlos, como se importa el vino de la cena en los países escandinavos o
en Inglaterra.
Esto significa, en segundo lugar, que se permitirá a la Iglesia comulgar bajo las
dos especies. Lo cual no quiere decir que una cena tomada bajo una sola
especie no valga como cena del Señor. No se excluye que la Iglesia primitiva
haya conocido cenas que sólo comprendían la fracción del pan. Lo fundamental
es que todos los comulgantes tengan parte en toda la comunión y que no se
140 En la Iglesia primitiva, ciertas sectas, los encratitas, los ebionitas y los
acuatianos tomaban agua en lugar de vino. La Iglesia protestó contra esto,
como era debido.
141 Cf. W. NIESEL, o. c, 296.
142 Como lo propone Hermannus Witsius.
introduzca una diferencia entre el clero y el laicado, desde cualquier
punto de vista «supersticiosa», como se había dicho en el siglo XVI.
De ninguna manera quiere decir que no haya habido consagración real de las
especies, según la bella definición de Bullinger: consagrar
est Deo el sacris usibus dedicare, hoc est a communi tisú separare et iuxta
ordinationem Dei sin guian et sacro usui destinare et addicere.
Significa que, una vez terminada la celebración, el pan y el vino dejan de ser
los signos de la presencia real de Cristo... «Fuera del acto de donación del pan,
éste ya no es nada. Nada distinto de lo que era anteriormente, antes de que
Cristo lo tomase y lo ofreciera. Continúa como una posibilidad permanente de
ser aceptado por la voluntad de Cristo. El está a su disposición, pero no lo está
nunca a la del hombre como cuerpo de Cristo» 143. Pero ¿y si queda pan y vino
después de la celebración? No se puede olvidar, en efecto, que «ellos han sido
realmente portadores del cuerpo y de la sangre de Cristo» y que «tienen
derecho a ser respetados como una criatura asumida por Cristo en la unión
sacramental» (P. Brunner). Ahora bien, este respeto estaría comprometido si
se tratasen las especies con desprecio y si se las utilizase para actos mágicos.
la idolatría nos persigne demasiado cerca, para que debamos pagar con su
amenaza el beneficio tan relativo de conservar en el pan un recuerdo de la
permanencia dei ofrecimiento de Cristo. 144
143 FR. J. LEENHARDT, Ceci est mon corps. Neuchátel-Paris 1955, 59.
144 FR. J. LEENHARDT, Ibid., 60.
Se podrá, pues, consumir con los ancianos las especies consagradas. Para
esto habría que conocer antes de la comunión cuánto pan y vino hay que
preparar para que sobre lo menos
No quiero alargarme; pero creo que aquí se nos ofrece una posibilidad de
abordar la cuestión del entierro de los cristianos: su cadáver, que por el
bautismo ha sido portador de Cristo y del Espíritu, tiene derecho a una
sepultura y a una ceremonia de entierro decentes. También es éste un
buen punto de partida para examinar el problema del respeto, con que en
la Iglesia hay que rodear a la Virgen María. Ella ha sido portadora de
Cristo y, por tanto, madre de Dios. Se sabe que la Reforma ha sido en este
punto mucho más conservadora de lo que hubiese podido imaginar el
protestantismo moderno.
2. El lugar de exilio,
testigo de la presencia de Cristo
En primer lugar, está claro que la Iglesia, que por su misma naturaleza debe
reunirse, ha tenido siempre lugares de reunión. No hablo ahora de los lugares
de reuniones esencialmente misioneros, como el pórtico de Salomón (Hech 5,
12, 15; 3, 11; cf. sin duda también 2. 46; 5, 42) o las sinagogas de la diáspora
(Hech 13. 14. 44: 14, 1; 17, 1 s., 10, 17; 18, 4, 19; 19, 8, etc.), o la escuela de
Tirano donde san Pablo catequiza en Efeso (Hech 19, 9), sino de los lugares
donde la Iglesia naciente se reúne «para la fracción del pan» (Hech 20, 7). Sin
duda, se trataba de casas privadas145, como la de María, madre de Juan
Marcos, en Jerusalén (Hech 12. 12), la de Lidia en Filipos (Hecb 16, 15), etc.
contó muy pronto con cinco mil miembros (Hecb , 4; cf. 1, 15; 2, 41; 21, 20).
A propósito de esto, no deja de llamar la atención en la lectura de los Hechos
de los apóstoles el cuidado que tiene san Lucas de hacer notar el nombre de
los propietarios de las casas donde residieron Pedro y Pablo. También
podemos preguntarnos si, entre estas casas privadas, donde la Iglesia se
reunía para su culto en una «habitación alta» (y-spwov: Hech 1, 13; 20, 8; cf. 9,
37, 39), no había una que sobresalía de las demás y que sería precisamente la
de María, madre de Juan Marcos, en la que Jesús habría instituido la cena, se
habría aparecido a los discípulos la tarde de pascua (Le 24, 33), y en la que
habría sucedido el acontecimiento de pentecostés.
Sólo más tarde, a partir del siglo IV, es decir a partir del momento en que el
carácter «extranjero» de la Iglesia con relación al mundo comienza a
esfumarse al darse un mundo cristiano, se empiezan a construir cada vez más
edificios eclesiásticos destinados únicamente al culto. Su estilo variará a
merced de la acentuación teológica de los diferentes elementos del culto, de
las influencias estéticas profanas, de las consolidaciones o de los
debilitamientos de la fe, entre la Iglesia de la natividad de Belén, que data de la
primera mitad del siglo IV, y la que Le Corbusier construyó en Ronchamp.
Este lugar es importante también, porque es servidor e intérprete del culto que
celebra en él la comunidad allí reunida.
151Esta forma «náutica» del lugar de culto es subrayada ya por las Constitu-
ciones apostólica (c. 2) del siglo IV.
Si la disposición en círculo o en anfiteatro me parece del favorable al culto, no
significa necesariamente que el edificio de la iglesia deba ser particularmente
estrecho y alargado. La única disposición de un pueblo «litúrgico» atestiguada
por el Nuevo Testamento, es la de los cinco mil participantes en la
multiplicación de los panes, estaba formada por hileras de cincuenta hombres
(Le 9, 14) 152 Esto significa que los oficiante podrán estar cara a cara y que los
que representan a Cristo podrá) verdaderamente encontrar el pueblo
escatológico reunido. Por esta razón, la existencia de un coro y de una nave
me parece deseable, recordando, sin embargo, que estos dos polos no son
Esta forma «náutica» del lugar de culto es subrayada ya por las Constituciones
apostólica (c. 2) del siglo IV.
152 Me 6, 40, cree que había unas hileras de cincuenta y otras de cien.
153Viendo la construcción moderna de la Iglesia romana, podemos alegrarnos
al comprobar que se comprende notablemente que la descristianización del
mundo occidental permite que el carácter sacerdotal de la Iglesia refluya del
Empecemos por la disposición del coro. Desde allí resuena la palabra de Dios;
allí se prepara la mesa del señor; se reúnen la confesión, las ofrendas y las
alabanzas del pueblo; allí, también, se sitúan los ministros encargados de
presidir el culto o de actuar en él en nombre de Cristo. Precisemos estos
diferentes aspectos.
Creo, por otra parte, que debemos recordar que el Nuevo Testamento tiene
una visión de la vida y del culto cristiano mucho más sacrificial de lo que
desearía la mentalidad reformada tradicional, malsanamente dirigida contra
todo lo sacrificial, porque sólo piensa en sacrificios propiciatorios que dañarían
la unicidad de la muerte sacrificial de Cristo o porque olfatea inmediatamente la
peor de las teologías de la misa romana.
El renunciar al uso del término altar para permanecer fieles al vocablo antiguo
de mesa del Señor no debe crear en nosotros ningún complejo de superioridad
ni de inferioridad; pero creo que no debemos tampoco pensar que en este
problema terminológico se trata de una opción teológica fundamental y
exclusiva que, a menudo, se quiere ver entre nosotros, sin que los luteranos y
los anglicanos lo hubiesen visto también. Sin embargo, si se quiere recurrir a
este término, no habría que hacerlo como contrabandistas, sino explicando y
justificando las razones, a mí parecer inútiles, pero quizás válidas, de este
cambio.
En primer lugar, es necesario que desde la nave se pueda oír y seguir con los
ojos el conjunto del culto para participar verdaderamente en él. De aquí, que se
deban evitar en lo posible los pilares que separan una nave central de las
laterales. En segundo lugar, es necesario que la nave, lo mismo que el coro,
permita que los fieles se desplacen con facilidad, de manera que se eviten los
embotellamientos, de un modo particular en el momento de la comunión
eucarística. Debe estar previsto un pasillo central bastante amplio que permita
también la entrada y la salida procesional de los ministros. En tercer lugar, hay
que adaptar la dimensión de la nave al número de los fieles. Esto significa que
por ahora no hay que construir lugares de culto demasiado grandes, sino más
bien diseminar iglesias, según el grado de evangelización y urbanización de las
ciudades; iglesias que reúnan comunidades en lugar de multitudes: es
preferible, en un noventa por ciento de casos, celebrar dos o tres cultos en
determinados días festivos que tener lugares desmesurados de culto.
Por otra parte, en los lugares de culto demasiado grandes, debería ser obvio
que se cerrasen con un cordón los últimos bancos, en tanto que todos los
primeros no estén ocupados. Por último, podemos preguntarnos si hay que
elegir bancos o sillas para los asientos de los seglares. La Reforma introdujo
por todas partes asientos inmóviles, bancos, solución que parece también
imponerse ahora en la Iglesia romana cada vez más, porque los bancos tienen
la ventaja de «ofrecer, al menos, un lugar suplementario entre cuatro» y
suprimir muchos ruidos. Si se elige esta solución, se cuidará al construirlos que
no dificulten ni la genuflexión ni la «posición de pie, actitud litúrgica por
excelencia».
Es muy probable que, entre nosotros, los gastos exorbitantes de los dispendios
parroquiales hechos con los órganos no sean nada más que una manifestación
implícita de pobreza espiritual: se utiliza el órgano como compensación,
semejante a lo que sucede en las parroquias romanas con los altares barrocos
sobrecargados de dorados. Todas estas compensaciones permiten camuflar el
vacío.
¿Hacen falta anexos al lugar del culto? En todos los casos se impone un anexo
si la iglesia no está muy próxima a la casa parroquial: una sacristía donde los
ministros se dispongan para celebrar el culto, para preparar las especies
eucarísticas, revestirse sus ornamentos y donde regresan, una vez acabada la
celebración. Es, también, el lugar adecuado para las entrevista con el párroco.
Normalmente, se colocará de manera que dé sobre la nave más que sobre el
coro; no sólo para facilitar una entrada procesional de los ministros, sino
también, para mostrar bien que los ministros no son actores que entran en
escena ni personajes sagrados a quienes habría que preservar de toda
contaminación con el laicado.
Me parece que una teología del símbolo deberá tener en cuenta los elementos
siguientes:
Una teología del símbolo deberá tener en cuenta también, y de un modo muy
particular, que el símbolo posee, a causa de su referencia cristológica, una
especie de carga del mundo venidero. Seguramente la presencia del viernes
santo conservará miles de testimonios simbólicos, mientras dure este mundo;
yo diría que la teología, en general, y la liturgia, en particular, no tienen que
tratar de expresarlos de una manera especial, ya que aparecen
automáticamente, desde que se busca expresar símbolos pascuales. Estos
son, para hablar con propiedad, el objeto de la búsqueda y de la expresión
eclesiales: si ciertamente el símbolo de los apóstoles relata, y con qué
amplitud, el camino del anonadamiento de Cristo (fué concebido..., nació...,
padeció..., murió..., fue sepultado..., descendió a los infiernos) es como parü
cargar solo a Cristo con el conjunto de la miseria del mundo y para poder
hablar luego no de pecados, sino de perdón de los mismos, no de perdición
eterna, sino de vida eterna. Es, pues, normal, con la condición de no camuflar
los símbolos del viernes Santos se imponen por sí mismos, que la Iglesia
mediante su simbolismo, y muy particularmente mediante su simbolismo
litúrgico, protestante, en cierta, contra este mundo que mata .a Cristo y
persigue a la Iglesia y expresando esta protesta por lo que podría denominarse
una «pascualización» o una «escatologización» del símbolo.
Los símbolos exigen todavía un control serio. Nos hace falta subrayar esto,
después de haber recordado el fundamento necesariamente cristológico y el
alcance necesariamente escatológico de una doctrina cristiana del símbolo. En
efecto, ellos tienen una tendencia muy poderosa a la perturbación, a la
proliferación y a la autojuslificación. Piénsese en la acumulación de símbolos
en la liturgia de las Iglesias orientales o en la de la edad media occidental, y en
la autojustificación del culto que amenaza derivarse de ellos. Pues un símbolo
que se convierte en su propia justificación deja de ser útil. Porque, ¿cuál es la
utilidad de un símbolo?: la de «traducir» el amor y la victoria de Cristo; es, para
nosotros cristianos, transparentar la realidad de la salvación de un modo
comprensible: es, se podría decir, la de dirigirse cristianamente a los ojos,
como la voz que transmite la predicación cristiana se dirige a los oídos.
Aquí también nos tenemos que acordar de que Jesús no curó solamente
sordos. No es, pues, como quizás estaríamos tentados de hacerlo en razón
de nuestros prejuicios confesionales, a causa de las relaciones entre la
gracias y naturaleza, por lo que debemos ser muy prudentes con los signos
sino que es en primer lugar, a causa de la doctrina cristiana de la justificación:
la autojustificación no tiene carta de ciudadanía en la Iglesia, donde sólo es
acogible aquello que encuentra su justicia, su razón de ser en Cristo. Pero hay
aún una segunda razón por la que es preciso ser prudente con los símbolos:
importa protegerlos contra ellos mismos al estilizarlos, al podarlos para que
sean comprensibles, si no automáticamente, al menos fácilmente. Por esto,
también, se cuidará de reducir su número.
Creo que es útil decir también una palabra sobre el alcance simbólico de las
relaciones entre el exterior y el interior de una Iglesia. Es muy notable, se ve
por ejemplo en Ravena, que en los tiempos antiguos se quería embellecer lo
que no se ve desde el exterior. Lo mismo que el adorno que las mujeres
cristianas deben buscar no es el exterior, consistente en arreglarse los
cabellos, llevar objetos de oro o vestidos suntuosos, sino el adorno interior y
oculto en el corazón, la pureza incorruptible de un espíritu dulce y apacible (1
Pe 3. 3 s.); del mismo modo es simbólicamente válido que la búsqueda de la
belleza está más subrayada en el interior que en el exterior de los lugares de
culto, porque el interior tiene verdaderamente probabilidades de ser bello. Una
búsqueda particular de belleza exterior corre el riesgo de dar al conjunto del
edificio, exterior e interior, un aire pretencioso o de descuidar el interior o de
favorecer la confusión, tan fácil y tan funesta entre lo bello y lo rico.
Si la Iglesia no ama la mentira, tampoco ama las tinieblas, puesto que sus
miembros, habiendo pasado de las tinieblas a la luz (Hceh 26, 18; Ef 5, 8; 1 Pe
2, 9, etc.), es decir habiendo sido injertados en el que es la luz del mundo (Jn 8.
15; 9, 5, etc.), han llegado a ser «hijos de la luz» (Le 16, 8; Ef 5. 8; 1 Tim 5, 5;
cf. Mt 5, 14, etc.). Esta luminosidad de la Iglesia, uno de los temas más
frecuentes en el Nuevo Testamento, se encuentra simbolizada desde los
primeros tiempos; por este hecho, el lugar de culto debe ser un lugar de luz o,
más bien, un sitio que demuestre que se lucha allí contra las tinieblas. Creo
que esto significa que, en principio, se cuidará que la luz del sol penetre
profundamente en el lugar del culto o, como en la estancia superior de Tróade
(Hech 20, 8), se asegurará, si el culto se celebra de noche, que la luz alcance
sólo lo necesario para mostrar bien que el evangelio, horadando de alguna
manera las tinieblas del mundo, crea un espacio luminoso atrayente.
Se tendrá el blanco o, tal vez, el amarillo oro, su equivalente, que resulta mejor,
para las grandes fiestas de Cristo: de navidad a epifanía y de pascua a la
víspera de pentecostés; el violeta para el tiempo que prepara a las grandes
fiestas: durante los cuatro domingos de adviento y los de cuaresma 157; el rojo
para pentecostés y el verde para el tiempo que va desde la epifanía la
cuaresma y desde trinidad a adviento. No encuentro razones para no utilizar los
ornamentos rojos en otras determinadas ocasiones, como por ejemplo los
domingos anunciados como domingo de bautismo 158, el domingo en que se
confirman los catecúmenos, el de la Reforma, el domingo en que, entre
nosotros, se sustituye la predicación del pastor por el testimonio de un seglar
Pero debemos recordar la desconfianza que es preciso tener ante toda
sobrecarga barroca del año eclesiástico. No veo tampoco razón para no elegir
el violeta para el día de ayuno federal. En un signo de la alegría legítima que
uno tiene por los colores
litúrgicos, el ver en ellos un juego en vez de una ley rígida. Uno n acordará de
que sólo los verdaderos juegos tienen reglas.
¡Y no, cuando los padres de los niños que se van a bautizar fijan la del
158
Así, por ejemplo, si uno observa que los reformados, al contrario de los
luteranos que han permanecido en este punto muy conservadores, durante
largo tiempo, suprimieron las vestiduras litúrgicas romanas, no fue para que
sus pastores vistieran de, nuevo como todo el mundo, nadie se viste como todo
el mundo, sino para que llevasen constantemente su vestidura de estado, la
toga de los intelectuales. Los reformados no han suprimido, pues, la vestidura
clerical, sino la litúrgica. Pero esto no impide que las vestiduras litúrgicas
tradicionales antes del siglo XVI, sean ex-vestiduras civiles, algunas veces un
poco modificadas y mantenidas para el culto, cuando la moda había cambiado
en la vida ordinaria. Y una vez consumado el divorcie entre la moda y las
vestiduras litúrgicas se pusieron, en la edad media, a descubrir en todos estos
vestigios de vestiduras civiles; de otro tiempo numerosos poderes simbólicos
complementarios c contradictorios. No podemos entrar aquí en detalles.
En cambio, y en espera de un estudio más profundo que queda por realizar,
podemos hacer las observaciones de principie que siguen:
Esta vestidura primitivamente civil, una vez pasada de moda fue mantenida
como vestidura litúrgica, se «sacralizó» y adquirió ciertos poderes simbólicos.
Esta regularidad hace supone que, si hoy se quieren suprimir las
vestiduras litúrgicas para oficiar «de seglar», dentro de setenta años
nuestras vestiduras de hoy se habrán convertido en vestiduras exclusivamente
litúrgica. Por esto, a nivel de este juego del que tratamos aquí, creo que sería
más juicioso aceptar el hecho de la existencia de vestiduras litúrgicas que
tienen la ventaja de hacer desaparecer la Individualidad detrás de la función y,
en ese caso, escogerlas con una intención de simbolismo sencillo y preciso, sin
dejarse enredar por las costumbres confesionales sobre el vestido. Yo
aconsejaría las siguientes vestiduras:
Para el pastor: una toga negra (todas las vestiduras bíblicas son togas, ¡uno no
se imagina a los resucitados en pantalones!), recubierta de vina especie de
casulla blanca que no la oculte enteramente; sobre ella se coloca una estola
con los colores litúrgicos. El simbolismo es claro: la toga negra representa el
hombre viejo; la casulla blanca representa el vestido de la justicia y del perdón
que le espera; pero ella no oculta enteramente la toga negra, porque el reino no
está manifestado aún. Esta doble vestidura significa así, la tensión eónica en la
que se encuentra la iglesia. La estola con los colores litúrgicos significa el yugo
de Cristo que viene, sufre y muere; de Cristo que se encarna y que resucita,
que envía el Espíritu Santo; de Cristo que reina y conduce a su Iglesia. Para
manifestar que la celebración eucarística no está más cargada de gracia que la
proclamación de la palabra de Dios, no se añadirá a la vestidura pastoral una
pieza suplementaria para la cena.
Para los ancianos o los diáconos que recogen las ofrendas, tienen ciertas
lecturas y participan en la distribución de las especies eucarísticas, hay dudas:
se les puede vestir como a los pastores (tal vez, reservando la estola para
éstos), lo que simplifica las cosas, pues entonces, la Iglesia no tiene más que
una sola vestidura litúrgica; esto combate un clericalismo orgulloso y
simbólicamente va muy bien, pues los que no son pastores tienen tanta
necesidad como ellos de la promesa de pureza que borrará la negrura de su
primer Adán. También se puede imaginar otra cosa que tendría su poder
simbólico, al menos en Suiza, donde cada municipio tiene sus escudos de
armas y blasones: sería que los ancianos o los diáconos lleven una amplia
esclavina del color favorito del escudo de armas del municipio donde se
encuentra la Iglesia parroquial, a no ser que se lleve bordado sobre el lado
izquierdo el emblema heráldico de dicho municipio. Esta sugerencia, que he
hecho ya en otra parte, en cuenta ordinariamente en el ámbito protestante, más
que en el romano, una sonrisa de conmiseración camuflada. La mantengo sin
embargo, no sólo por la belleza que podrían tener las procesiones sinodales,
sino por su poder simbólico: el pastor, por sus vestiduras, simbolizando la
esperanza de la Iglesia; los ancianos y los diáconos simbolizando que esta
Iglesia está verdadera mente localizada en este mundo.
A los seglares, les recomiendo para el culto vestidos de fiesta; hay ciertos
momentos particulares de su vida cristiana en los que tienen derecho a
vestiduras litúrgicas especiales: vestiduras blancas en el momento de su
bautismo, en el de su confirmacion159, en el de su entierro. En estos días es
simbólicamente posible recubrirlos por completo de blanco, olvidar un instante
que el siglo presente dura aún. Simbólicamente también es más útil que esta
vestidura toda blanca la vistan los seglares mejor que los clérigos. 160
Por último, no sólo los ministros y, algunas veces los seglares tienen que vestir
hábitos litúrgicos: también los tiene que vestir la mesa santa, la tribuna y el
facistol. Son posibles diferente soluciones. Para que la mesa santa
permanezca mesa lo más posible se cubrirá con un gran mantel blanco que
caiga a le lados, a lo largo del cual se podrá extender, colgando por delante y
por detrás y con un largo proporcionado a la mesa, un tejido de color amarillo,
rojo, violeta y verde, siguiendo el tiempo de
año litúrgico161. Un tejido parecido y que tendrá tal vez bordados simbólicos
puede colgar del atril del ambón o de la tribuna y del facistol. No tenemos
todavía entre nosotros talleres de ornamentación; pero la comunidad de
Grandchamp, ¿no encontraría una vocación suplementaria en este terreno?
159Las albas son preferibles a los «vestidos de comunión» y aun a los velos de
las catecúmenas, porque suprimen las diferencias sociales entre los
catecúmeno Por fortuna, gracias a ciertas parroquias de la Iglesia reformada de
Francia, parece que la costumbre de las albas va penetrando entre nosotros.
El vestido blanco de la que se va a casar, símbolo de la virginidad, no es
directamente una vestidura litúrgica.
160 A este propósito, un consejo muy firme: no hay que modificar las vestidura:
litúrgicas de los pastores antes de que los ancianos o los diáconos hayan
reencontrado su liturgia propia y una vestidura litúrgica; una modificación sobre
esto, < lugar de aparecer como un signo de libertad y de alegría, aparecerá
como un medida clerical detestable.
¿Hay que añadir una observación sobre el alcance simbólico del incienso?
En primer lugar, nos hace falta atrevernos a plantear este problema porque
nuestra posición tradicional nos ha aislado confesionalmente. Sin duda,
podemos citar sin dificultad numerosos padres iconoclastas y recordar
también que la primitiva
Creo que para abordar este último problema, el punto de impacto más
interesante sería descubrir el sentido de la profunda diferencia que existe en
este punto, al menos en la práctica, entre el oriente cristiano y la Iglesia
romana, entre los
33. Hoy, esto significa repetir con Gregorio Magno: «Picona in ecclesiir
adhiberur, ut hi qui litteras nesciunt, saltcm in parietibus vídendo legant quac
legere in codicibus non valent» {Eptst. 10}: PL 77, 1027).
Por estas tres razones, creo que haríamos bien en volver a plantear este
problema con toda la sencillez y, también, con toda la confianza que da la
libertad cristiana.
La Confesión helvética posterior, hablando de los lugares de culto, afirma lo
siguiente, en su e. 22:
Pues como (sicut autem) creamos que Dios no habita nunca en templos
hechos por mano de hombre, así sabemos que los lugares dedicados a Dios y
a su servicio (loca Deo cultuique eius dedicata) no son nunca profanos, sino
sagrados a causa de la palabra de Dios y del uso de las cosas santas en el que
ellos se emplean; y que quienes los frecuentan deben conversar allí con toda
modestia y reverencia, acordándose de que están en un lugar santo, en la
presencia de Dios, y de sus santos ángeles (utpote qui sint in loco sacro, coram
Dei conspectu et sanctorum angelorum eiusj).
en otro nivel distinto al del agua del bautismo, el pan o el vino do la cena—,
sino por una decisión de la Iglesia que los concibe, los quiere, los construye y
los santifica para el servicio divino, es decir los «dedica a Dios y a los usos
sagrados: en otras palabras, los separa del uso ordinario para destinarlos y
dedicarlos, según la voluntad de Dios, a un uso particular y sagrado», por
recoger los términos de H. Bullinger, el sucesor de Zwinglio.
Tales consagraciones son tan obvias como que nosotros estamos en este
siglo. No sólo tenemos testimonios de ello en el Antiguo Testamento,
particularmente en la consagración del templo de Jerusalén (1 Re 5 s.), sino
que tenemos también los testimonios de que la Iglesia las conocía, desde el
momento en que pudo construir libremente lugares de culto. Y el hecho de que
entonces esas consagraciones no hayan suscitado reacción muestra que sin
duda se las practicaba ya antes. Por lo demás, ¿cómo no iba a suceder así
cuando el bautismo demostraba que hay efectivamente una diferencia entre el
mundo y la Iglesia?
En esta materia hay que evitar toda superstición, como se hubiese dicho en el
siglo XVI. Ciertamente, la consagración de un lugar de culto no lo transforma
mágicamente en un espacio tabú. Una consagración no es tanto una
reivindicación eclesial, como la ofrenda del lugar al Señor de toda la tierra y el
llamamiento, la epíclesis del Espíritu, para que venga libremente a
limitar este espacio ofrecido: lo cual significa que en rigor el Espíritu Santo
puede no proceder a la limitación y no aceptar la ofrenda de este espacio. Pero
sobre estas reservas y cautelas anticipadas, hay que decir también que no se
podría tolerar que se hiciera cualquier cosa en un lugar de culto, mientras
permanece como lugar de culto, mientras no se le haya desacralizado
mediante una liturgia de consagración «a contrapelo». Por esto no carece de
peligro el sistema que aboga por que el municipio político sea el propietario de
la iglesia en vez de la parroquia. Por esto, también, debería combatirse la
costumbre de utilizar para conciertos los lugares de culto protestantes.
El lugar de culto establece, por consiguiente, en este mundo un signo que es,
para los otros edificios y para el espacio en general, una pregunta pero también
una promesa. Por esto no hay temer, allí donde sea posible, hacer parecer el
lugar de culto, subrayar su visibilidad. Ciertamente no está permitido sacrificar
a un romanticismo medieval y hablar de campañas que indican las ciudades y
que son, con respecto a las casas que las rodean, como una gallina que
protege y reúne a sus polluelos. Todo esto ha pasado por el momento. Por el
contrario es conveniente que estemos preparados a tener que camuflar de
nuevo los lugares de culto.
En esta segunda parte, donde hemos esperado los elementos del culto, situado
sus oficiantes, preciso el día y el lugar donde el ordinario se celebra, nos queda
por ver en que orden celebrarlo. En esta cuestión no es indiferente porque el
orden del culto forma también parte también de la lex orandi que manda la lex
orando o, al menos que la influye y la enriquece. Pero para llevar bien esta
tarea haría falta que pudiésemos abrir aquí un gran paréntesis sobre la historia
del culto y sobre las reglas de la liturgia comparada. No tenemos tiempo para
ello. Abordaremos, pues, directamente las enseñanzas de esta historia, para
examinar después ciertos problemas principales plateados por el orden del
culto.
1
Notemos a este propósito que si la Iglesia de Corintio hubiese celebrado
correctamente la eucaristía y que si San Pablo, por consiguiente, no hubiese
tenido que intervenir en su primera carta, los más serios cruditos afirmarían que
en tiempos de San Pablo la Iglesia pagano-cristiana, no celebraba toda la
eucaristía.
Pero lo que caracteriza todas estas liturgias es que ellas han suprimido el ritmo
de la vida litúrgica tradicional al renunciar a la eucaristía semanal.
Evidentemente habría que matizar: los luteranos, al comienzo, mantuvieron la
eucaristía semanal, hubiera o no comulgantes 2.,los anglicanos la preveían
también, pero no querían celebración sin que hubiera por lo menos cinco o
seis comulgantes, de manera que en la mayor parte de las parroquias
campesinas, hasta el siglo XIX, la vida sacramental se atrofió tanto que entre
los reformados, solo se previa servicio de cena en la grandes fiestas; lo cual, es
preciso subrayarlo, no impedía que los fieles comulgasen, en conjunto, tres o
cuatro veces más que los romanos, para quienes, desde el siglo XIII, solo es
obligatoria una comunión anual. Si intentamos resumir las enseñanzas que la
Reforma aporta a la historia del culto, podemos decir lo siguiente:
El estallido del ritmo palabra-sacramento—aunque este estallido no fuese
querido por razones teológicas (jamás los reformadores hubiesen imaginado
que se les podría acusar de haber querido suprimir los sacramentos) y solo
estuviera indicado en
A propósito de este orden del culto, importa recomendar los puntos siguientes:
Es absolutamente necesario que el culto este abierto a Dios para que Dios
intervenga en el de una manera salvífica; y también lo es que no encuentre su
justificación en sí mismo, es decir que es absolutamente necesario que sea
epiclético. Para hablar sobre el culto, hay que estar libre de codicia.
Seguramente nosotros tenemos todo el derecho a pedir prestados elementos
litúrgicos a otra tradición y luego integrar estos elementos en nuestra tradición
propia. Pero que tales prestamos se hagan para acrecentar nuestro fervor, más
que por miedo a singularizarse o por codicia. No porque una práctica litúrgica
sea ortodoxa o romana o anglicana o reformada es válida. Y si se quieren
tomar elementos de otra confesión, que sea con la libertad que da la
fraternidad, que sea porque se retiene lo que es bueno (1 Tim 5, 25) y no
porque uno se deja satelizar por tal o cual tradición prestigiosa. Hay un punto
en nuestro culto del que nosotros, reformados, debemos avergonzarnos: es el
que Karl Barth llama <<la dislocación insensata de la predicación y del
sacramento>>, que hace de este último no un elemento regular del culto, sino
<<una excepción solemne>>. Pero no debemos avergonzarnos de tener a
menudo un orden del culto que no es verdaderamente muy particular.
Como este libro no va a ser preludio directo al trabajo de una comisión litúrgica
encargada de establecer un orden del culto, no es problema establecer en lo
que se sigue un orden de culto optimum y de justificarlo, hay que recordar una
vez más que la diversidad valida de los órdenes del culto es una enseñanza de
la historia del culto que es preciso respetar. Una vez más hay que recordar que
si debemos situar nuestro culto es un ambiente tradicional y ecuménico, y que
si sobre ciertos puntos tenemos mil razones para tomar elemento a otras
tradiciones culturales, nuestra tradición litúrgica, al menos tal como se está
revigorizando después de una o dos generaciones, es un punto de partida
valido para establecer un orden del culto. Por otra parte, aun ese dato
confesional está todavía muy diversificado como lo prueba por ejemplo el lugar
de la oración dominical en algunas liturgias oficiales reformadas
contemporáneas de lengua francesa: la liturgia ginebra (1945) la coloca al final
de la misa de los catecúmenos, lo mismo que la liturgia de la Iglesia reformada
de Francia (1955); mientras que la liturgia del Jura bernés (1955) la coloca en
la misa de los fieles.
Para lo que sigue, partimos, pues, del dato corriente para examinar algunos
problemas mayores a propósito de cada uno de los medios tiempos de culto.
En segundo lugar, hay que observar que de todos los elementos propiamente
reformados del culto, este es el que soporta menos la repetición en el q está
más amenazado por un cierto automatismo (se reprocha con razón la manera
como muchos cristianos romanos practican el sacramento de la penitencia):
cada domingo, uno confiesa de nuevo sus pecados y, sobre todo, se recibe la
absolución, sin que cree el menor problema. Y esta enfermedad
verdaderamente no se cura variando los textos de la ley, sobre cuya base uno
se arrepiente, variando las oraciones o utilizando unas veces formulas
absolución deprecativas en primera persona del plural, y otras, formulas de
absolución declarativas en segunda persona del plural, por ejemplo en el día
de navidad y en el día de pascua, para renunciar entonces a un momento
particular de humillación hasta pentecostés 3. Para, por último, volver a utilizar
el confiteor lo otros
3.
si no se puede admitir la idea de esta supresión momentánea y pascual del
momento de la humillación, al menos, hay que renunciar a ello en el día de
pascua. Se podría también en ese día hacer proceder el culto por un momento
de humillación, que liberaría para el júbilo pascual
Observemos que, quizás, nada anula la tradición reformada, según la cual, esta
confesión de los pecados se hace con relación a un llamamiento de la ley, y me
parece lógicamente preferible seguir aquí lo que ha llegado hacer el orden
tradicional y que se encuentra también en el Prayerbook anglicano, a saber,
hacer este llamamiento de la ley antes del momento de la humillación, la ley
revelándome mi pecado, antes que seguir la formula puramente calvinista de
la ley cantada por el pueblo después de la absolución, la ley enseñándome
como marchar en la salvación.
Segunda razón, es deseable hacerlo para que la primera parte del culto sea lo
más acogedora posible a los de fuera, sea lo más <<galilea>>., lo mas
misionera posible; que no obligue directamente, por una partición litúrgica
comprometedora, a los que no están comprometidos, sin lo cual, los elementos
litúrgicos a que nos referimos no serán ya actos litúrgicas que requieren un
pleno don de si, sino solo formulas que se recitan sin poner en ellas el corazón,
sin jugarse en ellas la vida. Por esto, no hay que <<litúrgica>> el medio tiempo
<<galileo>> del culto.
Entre los numerosos problemas que se podrían todavía señalar aquí, toco un
tercero, menor: ¿los ruegos, las comunicaciones, los anuncios, tienen su lugar
en la primera o en la segunda parte del culto? En la situación
eclesiológicamente ambigua en que nos encontramos, son más razones de
eficacia que razones teológicas las que cuentan aquí. Teológicamente, sería
recomendable situar estos anuncios lo más cerca posible de la intercesión y de
dirigirlos a los que verdaderamente están comprometidos en la vida eclesial y,
por tanto, reservarlos para la segunda parte del culto. Prácticamente, es
importante que estos anuncios alcancen la mayor gente posible y, por esto, es
lícito situarlos en la primera.
Pero, ¿en qué momento? En cualquier caso, hay una solución que me parece
absolutamente falsa, aunque se hace frecuentemente: es el situarlos en el
umbral de la liturgia, antes de la invocación. Es falso, primeramente, porque da
la impresión de que estos anuncios, que reflejan las alegrías, las penas, los
proyectos, los deberes de la parroquia, son indignos del culto. Habría,
entonces, que excluir también las intercesiones. Es falso, también, por razones
de simple conveniencia: en el momento en que la Iglesia está reunida para
celebrar su culto, se comienza por dar anuncios, y la torpeza llega de ordinario
hasta colocar al comienzo de los anuncios lo que indica el destino de la
ofrenda.
Recordemos también, como acabamos de ver, que tal vez sea este el
momento de la confesión de fe litúrgica de la Iglesia, de su intercesión y de
su «audacia» para decir «Padre nuestro...». Y todo esto, porque la
Iglesia entera está de ese modo como recogida en el culto de tal
congregación, justifica también el que el momento eucarístico sea de cualquier
manera el lugar riel censo de la Iglesia; el momento y el lugar en que ella toma
conciencia de que la congregación celebrante no es más que la aparición, la
epifanía en un lugar y en un tiempo dados de una cosa infinitamente más
vasta: la santa Iglesia católica. Por esto, se justifica aquí el memento de los
vivos y de los difuntos y la proclamación de la solidaridad con los ángeles y
las potestades y con su culto celeste, del que hemos baldado al
examinar el problema de los oficiantes del culto.
Nos detendremos ahora a analizar dos problemas, quizá más técnicos que
teológicos baldando con propiedad: el de la ofrenda y el de la manera de
comulgar.
«Ninguno comparecerá ante mí con las manos vacías», dice el Señor en las
prescripciones pascuales de la antigua alianza (Ex 23, 15), y a pesar del
romanticismo con que se ha podido rodear el carácter de mendicidad del
que se presenta delante de Dios, esta recomendación del libro del
Éxodo sigue siendo válida, cuando uno se presenta delante de Dios no por
primera vez, ni para volver de nuevo a él en el arrepentimiento, como el lujo
pródigo, sino cuando uno se presenta a él por el culto. Quizás no
sea muy «protestante» el decirlo así; pero si no se acepta esto, se debería
entonces suprimir la ofrenda en el culto, lo que no se piensa hacer. Hagámoslo,
pues, con una buena conciencia y sabiendo lo que hacemos. Esto es lo que
hicieron los magos (Mt 2, 11) o los dos primeros poseedores de talentos (Mt 25,
14 s.) o la mujer que ungió a Jesús (Mt 20, 6 s. y par.; Jn 12, 1 s.) o José de
Arimatea que ofreció su tumba (Mt 27, 57 s, y par.) o los reyes que llevan su
gloria a la nueva Jerusalén (Ap 21, 24): una acción de gracias (lo que el tercer
poseedor de talentos o los malos viñadores no han querido realizar), una
especie de «devolución» material para responder a lo3 dones espirituales (cf. 1
Cor 9, 11).
A propósito de tales ofrendas (¿dominicales? Cf. 1 Cor 16, 2) le agrada
especialmente al apóstol usar la terminología sacrificial (cf. 2 Cor 8-9; Fil 4, 18,
etc.), y no deja de tener su importancia. Esta ofrenda forma parte, de una
manera o de otra, del culto ordinario de la Iglesia cristiana. Primitivamente
consistía esencialmente en done3 naturales: sobre todo pan y vino, que se
utilizarían parcialmente para la comunión, pero a partir del siglo XI la ofrenda se
convierte en especies. De un modo general, así sucede todavía hoy.
Prácticamente, creo que lo más digno y lo más simple es que los ancianos o
los diáconos hagan pasar bolsitas por los diferentes «sectores» de la Iglesia,
para después llevarlas conjuntamente al pastor que las recibe y las consagra
con una oración a su nuevo fin, devolviendo todo a uno de los ancianos que lo
deposita donde no estorbe el desenvolvimiento de la eucaristía. Colocarlo
sobre la mesa santa no me parece indispensable. La colecta puede
perfectamente hacerse durante el canto de algún himno.
Alguien dirá que de esta manera, a los que no participan más que en la parte
«galilea» del culto, se les privará del acto litúrgico de la ofrenda. Pero, ¿por qué
no? Este acto, en este punto también la tradición litúrgica primitiva es
plenamente válida, concierne en primer lugar a los que tienen el derecho a
celebrar el culto entero y, por tanto, a comulgar. En todos los casos, cuando se
reintroduzca entre nosotros la eucaristía semanal, habrá que situar la colecta
en la parte eucarística del culto, aunque se abandone la funesta costumbre de
la «colecta a la salida en favor de una colecta integrada en el culto antes de
reencontrar la eucaristía semanal. En cuanto a los que asistan sólo a la primera
parte del culto, podrán, si lo desean, depositar sus dones en un cepillo
colocado a la salida de la Iglesia.
¿Se sirven las especies o se las recibe? Hemos visto que no es necesario
querer arcaizar para la celebración eucarística. Creo, por tanto, que aquí es
legítimo buscar con una cierta intransigencia una expresión simbólica propia
para mostrar que no se toma la comunión, sino que se nos da (éSoiXEV, Me
14, 22 y 23 y par.). Se recibirán, pues, las especies con la reverencia requerida.
La manera cómo se hará, podrá variar: lo más simple y que corresponde
también a la tradición, es que el comulgante ponga sus manos en cruz, por
ejemplo, la izquierda encima, en ella recibe el pan y lo lleva a la boca con su
mano derecha. A partir del siglo vut en occidente, se deposita el pan o la hostia
directamente en la boca del comulgante. Para la copa, el comulgante la cogerá
con las dos manos (el diácono o el anciano también la lleva con las dos manos)
para beber y la devuelve después. Aquí también, se evitará lo que podría hacer
creer que el estado clerical autoriza una manipulación eucarística prohibida al
estado del laicado: es la institución, no la distribución de la cena, lo que está
reservado al ministerio pastoral. Por esto, el comulgante tiene el derecho de
servirse con sus manos lo mismo para el pan como para la copa con la
condición de que lo haga con respeto.
Pero nada impide que se diga a cada comulgante una palabra de distribución.
La tradición litúrgica ecuménica es en esto muy rica: algunas de estas palabras
son confesiones de fe más que palabras de catequesis, como por ejemplo,
aüi\ia ypicrcoü.
Tomad, comed el cuerpo de Jesús que lia sido liberado de la muerte por
vosotros; éste es el cáliz del Nuevo Testamento de la sangre de Jesús, que ha
sido derramada por vosotros.
Otros palabras son oraciones o ruegos, como por ejemplo la fórmula actual
de distribución de la misa romana: «Corpus Domini Nostri Jesu
Christi cuslodiat auimam tuam in vitam aetornam» 6. Algunos. Asmusscn
por ejemplo, piensan que «nunca, tal vez., se pueda hablar tan abiertamente a
alguno como en este momento» y proponen, por tanto, que esta palabra
intente ser una palabra de cura de almas. Es una de las razones por
las que se extendió entre nosotros la costumbre de decir un
«versículo» al mismo tiempo que se daba el pan. Otras dos razones probables
de esta costumbre hay que buscarlas en lo que contribuye a
debilitar el protestantismo moderno: una especie de magia de la palabra,
gracias a la cual se cree escapar de otras magias más peligrosas, lo que
desvirtúa la palabra y el sacramento, y un terror delante de lo que,
siendo respetado, podría llegar a ser maquinal y dejar de ser sincero, a pesar
de lo que decía el buen protestante Alexandre Vinet:
Hay más inconveniente en decir a cada persona un pasaje distinto que repetir
el mismo. La repetición de una ¡rase sacramental es grave, imponente y no lo
gasta.
Hay que desaconsejar vivamente esta última manera de actuar, no sólo porque
muy a menudo se «cae» mal con el versículo que se dice, sino también y, tal
vez sobre todo, porque se desvía la atención del comulgante de la carne y de la
sangre que se le dan para que resucite en el último día (Jn 6, 54). Si se
me
6. Hay que recordar que el autor afirma esto antes del concilio ecuménico
Vaticano II, Actualmente se dice: «El cuerpo de Cristo». Tampoco
conviene olvidar esto en otras afirmaciones concretas sobre !a liturgia
de la Iglesia católica romana
Permitiese ter impertinente, yo diría que esta «intinción» del pan en la palabra
es tan nociva al pan como a la «intinción» de azúcar en licor de guindas: no es
el azúcar el que produce el gusto, sino el licor. Igual en este momento: no es la
palabra la que debe contar, sino el pan.
Uno se atendrá, pues, si quiere decir entonces una palabra, a una palabra de
confesión de fe eucarístico o a una palabra deprecativa, sin temor de decir
siempre la misma o de alternar regularmente con tres fórmulas como mucho.
Así, encontrando palabras de esta clase, se podrá enseñar a los comulgantes a
responder amén, en vez de «gracias» cuando reciben el pan y se les tiende la
copa.7
¿Hace falta una cesura entre los dos momentos del culto? Esta cesura, al
menos según el testimonio sinóptico, existe con toda evidencia en el ministerio
de Jesús: el mismo ministerio se prosigue, pero en otro clima. Esta cesura,
después del testimonio unánime neotestamentario, se la volverá a encontrar en
la parusía: se hará el juicio donde serán anatematizados los que no aman al
Señor (cf. 1 Cor 16, 22) y tendrá lugar, una vez «la puerta cerrada» (cf. Mt 25,
10), el festín de las bodas del cordero. Igualmente, toda la tradición antigua
conoce una cesura entre la misa de los catecúmenos y la misa de los fieles,
entre el momento del culto ordenado hacia la proclamación del evangelio y su
catequesis, y el momento del culto ordenado hacia la fruición de los bienes
evangélicos: todo el tiempo necesario el culto de la Iglesia ha sido
profundamente acogedor, pero a partir de cierto momento, la Iglesia
Tal vez, se podría decir que de uno al otro de los momentos del culto, la
«densidad escatológica» cambia: en la primera parte del culto, el mundo
venidero penetra en el mundo presente, intenta convencerlo, llamarlo,
reconquistarlo; en la segunda parle, no hay más que la acción de la gracia para
la llegada de este mundo, para la salvación realizada por la pasión y la
resurrección de Cristo y por el Espíritu Santo, una especie de empapamiento
del máximo de plenitud escatológica que puede contener el esquema pasajero
del mundo presente (cf. 1 Cor 7, 31). La Escritura y la tradición antigua
justifican, pues, plenamente una cesura entre el momento «galileo» y el
momento «jerosolimitano», entre el momento «judicial» y el momento «nupcial»
del culto.
Pero, ¿qué solución encontrar que no sea demasiado falsa? Creo que es
necesario renunciar a la práctica ortodoxa que ha mantenido una despedida de
los catecúmenos, energúmenos, etc., con la bendición correspondiente, y a la
práctica romana que ha abandonado la despedida y, por tanto, la cesura, pero
al precio de una falsificación casi regular de la eucaristía, porque no lleva
consigo ya necesariamente la comunión del pueblo y porque basta asistir al
momento de la transubstanciación para haber celebrado válidamente el culto.
Pero, ¿con qué forma? No, por cierto, con la forma general, solemnemente
rechazada hace poco. Encuentro dos formas aceptables. Se puede, por
ejemplo, después de haber advertido a la asamblea que el acceso a la mesa
santa es libre, decir simplemente, y sin extender las manos con el gesto
ordinario de bendición, una fórmula como ésta: «Que Dios todopoderoso
Padre, Hijo y Espíritu Santo esté con los que salen y con los que permanecen».
Pero, ¿no se podría también, siguiendo viejas tradiciones disciplinarias de la
Iglesia, dar la bendición sólo a los que salen? Se les pediría en ese caso y
únicamente a ellos, levantarse y se podría recurrir al gesto tradicional de las
manos extendidas para bendecir primeramente a los catecúmenos,
encomendándoles al Espíritu Santo que ilumina, y para bendecir después a los
que no pueden o no quieren comulgar, encomendando su fe y su vida al
Espíritu Santo que fortifica y purifica.9
El ordinario y el propio
Ciertamente este no es el momento oportuno para hacer una historia del juego
entre ordinario y propio. Recordemos solamente, a muy grandes trazos, que en
la tradición antigua las Iglesias de oriente, por lo demás, hasta hoy, han sido
mucho más reservadas respecto a los propria que las de occidente, en
particular que las Iglesias galicanas y mozárabes; la Iglesia de Roma, y su
tradición victoriosa, adoptan a este propósito una tensión o un juego muy
equilibrados. En la Reforma, los luteranos y los anglicanos han permanecido,
grosso modo, en la línea romana, mientras que los reformados —sea prueba
de ello por ejemplo su retorno a la Lectio continua o su desconfianza hacia dar
gran importancia al año litúrgico — han reducido al máximo el propio en favor
de un ordinario rígido. Es probablemente una de las razones por las que, con el
triunfo del individualismo a finales del siglo XVIII, la tradición litúrgica reformada
fue mucho menos capaz que la de los luteranos o los anglicanos de mantener
un verdadero ordinario, consecuencias que nosotros sufrimos todavía hoy en la
acumulación no de propria auténticos, sino de variantes —ni de tempore ni ríe
sanáis, sino de psychologia, de theologia— para el ordinarium.
Lo que sabemos de ver muestra, de una parte, que no existe una regla
absoluta para delimitar lo que forma parte del ordinario y del propio. Y, de otra,
que es prudente que la tensión entre la eucaristía y la predicación se
acompañe y se precise por una tensión entre un ordinarium y un proprium
litúrgicos: no se excluye efectivamente que, si las Iglesias de oriente parecen
replegadas en su liturgia sin apertura al mundo y la Iglesia reformada parece
enteramente absorbida por su orientación sobre el mundo, ambas de hecho y
no de derecho, esto provenga, al menos parcialmente, del hecho de que las
primeras descuidan el proprium en favor del ordinarium, mientras que la
segunda, después de haber comenzado de la misma manera, ha terminado por
cansarse de tal manera del ordinario, que lo ha hecho estallar en mil variantes
que, en principio, no tienen gran cosa que ver con un proprium de tempore. De
un lado una Iglesia que parece un bloque, del otro, una Iglesia desparramada,
desmenuzada, porque tal vez no han conocido o querido conocer esta especie
de respiración que proporciona el respeto de un ordinarium aireado por el
proprium. Como lo nota con razón K. F. Müller:
Lo mismo que lo que está fijo en el culto asegura y protege lo que es variable
contra la arbitrariedad y las excrecencias, así también lo que es variable
preserva contra la parálisis lo que está fijo.
Pero el proprium no debe estar para evitar lo que nuestros reformados quieren
impedir ante todo en el culto: la monotonía. En efecto, este temor enfermizo es
la prueba de que conocemos bastante mal lo que es el culto y de que lo
reducimos a lo que en él escuchamos y entendemos. Ciertamente, no por no
fatigar a Dios que escucha, sino por no fatigar a los fieles que escuchan en
lugar de rezar, nuestras liturgias reformadas son casi siempre no liturgias en el
sentido normal (es decir, libros de oraciones públicas que los seglares también
pueden utilizar y conocer), sino más bien florilegios de textos litúrgicos variado:
para el uso de los pastores... Esto no contribuye particularmente a confirmar
nuestra pretensión de ser, contra la Iglesia de Roma que es clerical, pero
donde Cada fiel tiene su misal, ¡la Iglesia del sacerdocio universal! Una cierta
monotonía o más bien, una cierta repetición litúrgica no es del todo nociva al
culto. Por el contrario,
Es, pues, normal que haya una diferencia y una tensión entre el ordinario y el
propio. Pero en ese caso es preciso dar al propio otro sentido que el de
combatir el templo de una asamblea que parece no asistir al culto más que
para escuchar. Se le dará este sentido durante los períodos «culmen» del año
litúrgico (adviento, desde navidad hasta epifanía, la cuaresma, la pasión, la
semana de las semanas entre pascua y pentecostés) por medio de un proprium
de tempore; y durante los períodos de color verde, por un proprium de tempore,
si se sigue el año litúrgico con una rigidez, en mi opinión peligrosa, o por un
proprium de praedicatione, pero reservado entonces a la primera parte del culto
y afectando al salmo de entrada, las lecturas bíblicas, la oración de colecta y
los cantos; la segunda parte del culto continúa invariable en principio.
Este juego entre el ordinario y el propio no debe impedir que haya también
oraciones libres y espontáneas en el culto. Las primeras tradiciones litúrgicas
cristianas las conocían evidentemente, aunque es cierto que nunca existió en la
época apostólica y sub-apostólica la constante improvisación litúrgica que el
romanticismo protestante desearía probar. No hay que ser fetichistas con estas
oraciones libres: no valen más que las otras. Tampoco hay que tenerles fobia:
pueden valer tanto como las otras. Lo mejor, tal vez, es prever para ellas un
Jugar «en blanco» en la letanía para interceder libremente en el prefacio de la
oración eucarística, para dar gracias libremente. Y si estos momentos «en
blanco» destinados a las oraciones libres del oficiante o de los fieles 10 no se
han utilizado, que n se tenga la impresión culpable de no haber celebrado un
culto en espíritu y en verdad.
10. Aquí también es preciso respetar los derechos del laicado. No existe
razón por la que sólo el pastor que preside el culto tenga el derecho de
hacer públicamente la demostración de sus estados de alma, de sus
efusiones espirituales o de sus preocupaciones personales en oraciones
improvisadas. Si el pastor tiene este derecho, los fieles lo tienen
también, porque elios son también «kuJlíihig» («capaces de culto»).
Quizás la mejor manera de poner freno a las oraciones libres o
arbitrarias de los pastores, consistiría en invitar al lateado a usar el
mismo derecho: en ese caso se habría conseguido el asegurarse que
normalmente vale más el atenerse juiciosamente al ordinario y al propio.
No se puede hacer todo a la vez; por tanto, es importante saber por dónde
comenzar.
1. Por ejemplo: cuatro años para que todas las parroquia; tengan, al
menos, una cena mensual, además de las cenas en días de fiesta: cuatro años
para habituarse espiritualmente y catequéticamente a esta primera etapa;
cuatro años para permitir a las parroquias-piloto, de la ciudad y del campo,
acumular experiencias sobre el retorno a la vida eucarística ordinaria, es decir
semanal; y cuatro años para beneficiar a todas las parroquias con las
experiencias de las parroquias-piloto.
Por allí hay que comenzar. Pero conviene saber que al hacerlo, la
desclericalización y la pascualización seguirán y, sin duda, mucho más rápido
de lo que pudiera imaginarse. En efecto, si la Iglesia ha podido dirigirse contra
los ensayos de desclericalización y de pascualización que se han realizado por
los diversos movimientos litúrgicos, es que éstos no habían comenzado
resueltamente por la sacramentalización, al menos, entre nosotros. Si se
comienza por lo que no podrá aparecer como una reivindicación laical o como
una voluntad clerical de comprometer los seglares en una acción que éstos
eran muy felices al verla asumida sólo por los clérigos «que son pagados para
eso», o por lo que no podrá aparecer como una búsqueda estótico-catoiizante,
sino que aparecerá como una simple obediencia a Jesucristo, todo el resto se
seguirá. Pero al seguir este «resto» (la desclericaiización y la pascualización),
lo mismo que el principal (la sacramentalización) darán a nuestra Iglesia otro
semblante: ella volverá a ser no por cierto romana, sino católica. Esto hay que
saberlo; y está bien, tal vez, porque uno lo sabe o. al menos, lo presiente y
porque se contenta con oír a todos nuestros grandes doctores, desde Juan
Calvino a Karl Barth, reclamar la cena semanal sin dar curso a su reclamación.
Creo que sí, para no volver a ser católicos en el sentido pleno de este término,
no queremos obedecer a Jesucristo y encontrar de nuevo la cena semanal con
sus inevitables consecuencias litúrgicas, eclesiásticas, misiológicas, muy
pronto llegará el día en que se nos quitará aun lo que tenemos (cf. Me 4, 25 y
par.).
Conclusiones
Quizás importe, sobre todo, ver ahora lo que se debe hacer para que todo lo
que hemos aprendido a presentir, a esperar, no haga de nosotros unos
soñadores incapaces y codiciosos o unos derrotistas ingratos y ásperos. En
efecto, hay que hacer algo. El culto que hemos aprendido a descifrar se
encuentra mal. Se expresa mal en lo que celebramos. Se expresa mal, sobre
todo, por dos razones: en primer lugar, porque esta, de ordinario.