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Teologia Del Culto Cristiano en PDF

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JEAN JACQUES VON ALLMEN

EL CULTO CRISTIANO

Su esencia y su celebración

EDICIONES SÍGUEME
Apartado 332
Salamanca
1968
CONTENIDO

INTRODUCCIÓN

I. PROBLEMAS DOCTRINALES

1. El culto, recapitulación de la historia de la salvación

2. El culto, epifanía de la Iglesia

3. El culto, fin y futuro del mundo

4. Las formas Litúrgicas

5. La necesidad del culto

II. PROBLEMAS DE CELEBRACIÓN

6. Los elementos del culto

7. los oficiantes del culto

8. El tiempo del culto

9. El lugar del culto

10. El orden del culto

Conclusión
NOTA PRELIMINAR

Jean-Jacques Von Allmen, pastor de la iglesia reformada y profesor en la


universidad Neuchatel, es una autoridad en el mundo del ecumenismo. Sus
comunicaciones a los organismos del consejo mundial de las iglesias, sus
artículos en diversas revistas (en particular en Verbun caro, dirigida por la
comunidad de Taizé) y sus libros nos muestran una línea de estudio serio y
profundo de estos problemas.
Hoy presentamos al público de habla castellana el curso de liturgia tenido en
dicha universidad suiza en el año 1960-1961. el autor ha ligerado notablemente
el aparato critico y la estructura pedagógica de su trabajo al preparar la edición
española. No debemos olvidar nunca que su primer público eran cristianos de
la confesión reformada o calvinistas, como ordinariamente se llaman entre
nosotros. Hay que considerar en este ambiente los reproches que hace a veces
a la iglesia romana, aunque nos duelan particularmente por tocar algo tan
intangible como el dogma. No debemos olvidar que se sitúa con ese mismo
espirito ante su iglesia. Si su primera intención hubiera sido dirigirse a
cristianos de todas las confesiones, todo esto hubiera sido mucho mas
doloroso; pero, precisamente, el valor del libro radica en ver como piensa un
reformado de puertas adentro. Nos llamara la atención su sincero espíritu
crítico, aunque no siempre podamos estar de acuerdo con sus conclusiones.
Quizás sea interesante hacer una breve reflexión sobre la terminología. Se ha
usado “institución” por consagración “mesa santa” por altar, “coro” por
presbiterio, etc. es decir en sitios donde nosotros, católicos hubiésemos usado
un termino ya consagrado por el uso teológico o litúrgico, encontraremos otro
menos corriente. Con esto queremos hacer notar que una gran dificultad en el
dialogo ecuménico es el problema del distinto significado de la misma palabra,
por corresponder a otra concepción teológica. Para no complicar más este
conflicto, y dar una cargazón católica a conceptos reformados, no hemos usado
el que nos parecía mas obvio, según nuestra mentalidad católica. Debemos
tener presente que para K. Barth, la mayor dificultad para admitir el catolicismo
es la “analogía del ser”. Según el Dios y el hombre o tienen nada en común, el
es todo bondad, nosotros solo maldad, en esta perspectiva, palabras como
sacramento y gracia tienen contenidos distintos en teología católica y
reformada. No hay que olvidar esto en la lectura del libro.
Como ultima observación, conviene tener presente el carácter de curso de este
libro. Su concepción es mas propia del estilo hablado que del escrito, co todas
sus ventajas e inconvenientes.
Agradecemos al P. Manuel Sotomayor, profesor de historia de la Iglesia en la
facultad teológica de Granada, sus atenciones al respondernos a las consultas
que le hemos hecho para la traducción.

Granada, 20 de mayo de 1967


ANTONIO CHAPARRO
LUÍS BETTINI
INTRODUCCIÓN

Al estudiar el culto litúrgico de la iglesia abordamos un tema que, entre


nosotros, reformados, no está en el primer plano de las preocupaciones
eclesiales. Más aun, se trata de un tema que suscita cierta desconfianza en
nuestro ambiente y que es uno de los rasgos más típicos de nuestra conciencia
confesional. Y, sin embargo, como dice Karl Barth con tanta razón, “el culto
cristiano es lo más importante, urgente y grandioso que puede darse sobre la
tierra”.
En esta introducción comenzaremos tratando algo de la terminología litúrgica,
luego examinaremos rápidamente el trabajo del estudio de la teología litúrgica,
antes de exponer su plan y sus límites. Acabaremos con algunas referencias
bibliografiítas fundamentales.

El problema de la terminología litúrgica es complicado ya que esta ha variado a


lo largo de los siglos, y principalmente porque es necesario ver si estas
variaciones terminológicas han provocado o sancionado alteraciones en la
misma doctrina del culto. Renuncio al estudio profundo del tema,
contentándome con las breves indicaciones que siguen.
Hay que notar en primer lugar que el nuevo testamento no usa una
terminología específicamente litúrgica cuando habla del culto de la iglesia, con
algunas notables excepciones y sin que

Esto implique una negligencia o profanación del culto. Emplea términos


aparentemente neutros, como “reunirse en nombre del señor” Mt 18,20) o
“reunirse para la fracción del pan” Hech 20, 7; 1 cor 11,33).

Notemos también. Cosa que no se hace con demasiada frecuencia, que el


mismo termino de Iglesia lleva consigo un coeficiente litúrgico notable, ya que
la Iglesia es, por su esencia, la asamblea, la reunión de quienes viven en la
salvación realizada por Cristo, invocan su presencia y esperan su vuelta.
Refiriéndonos al nuevo testamento, los términos mas propios para designar el
culto Cristiano serian, pues, los de asamblea, fracción de pan, o, aun mas
simplemente, iglesia. Sin embargo, ninguno de estos términos se impuso. Es
verdad que el primero designaba corrientemente, hasta el siglo, IV, el culto.
Pero a partir de la paz constantiniana, los términos litúrgicos resurgen y se
extienden, junto con un vocablo específicamente cristiano: la misa (este lo
trataremos mas adelante).

La palabra misa fue eliminada parcialmente en el luteranismo y por completo


en las iglesias reformadas y anglicana. Pero, ¿con que se podía sustituir? Se
hizo el intento de restaurar el término de asamblea (coetus), pero sin éxito
duradero. John Lasco recurrió, dato interesante, al vocablo corriente en las
iglesias de oriente, y titulo el libro de oraciones publicas de la comunidad de
refugiados de Frankfurt Liturgia saera (1554). Este se admitiría en la
terminología occidental sin lograr desplazar las locuciones mas corrientes,
como servicio divino, luego culte, entre nosotros; Gottesdienst en Suiza
alemana y Alemania, service y worship en Gran Bretaña, misa en la Iglesia
romana, e Iglesia en todas partes.

Ya que en adelante vamos a usar con mucha frecuencia el término liturgia,


seria interesante ver si vale la pena justificarlo teológicamente. Quizás sea
suficiente recordar que es neotestamentario, y que allí no designa solo, como
en los setenta, el oficio sacerdotal de la antigua alianza (traducción de abodad)
(Lev 1, 23; Heb 9, 21; 10, 11), sino también el cultote cristo (Heb 8, 6) y el de la
Iglesia (Hech 13.2). Es evidente q en el nuevo testamento este término esta
tomado de los setenta y, por eso, es innecesario justificarlo por razones de
etimología o de semántica profana. Como cosa curiosa se puede decir que. En
estos dos aspectos, el termino liturgia da dos indicaciones interesantes sobre el
culto. Etimológicamente designa una acción del pueblo y no de el clero;
reivindica, pues, una “desclerizacion” del culto. En su acepción profana antigua,
designa un acto político, civil, por el que los ricos sustituyen, por su acción o
contribuciones, a los pobres q no pueden pagar. Este término indicaría que la
Iglesia, por medio de la liturgia, sustituye al mundo que no sabe ni puede
adorar ni glorificar al Dios verdadero, y que así, por el culto, la Iglesia
reemplaza al mundo delante de Dios y lo protege. Como el vocablo “misa”, el
de “liturgia” atestiguaría también el compromiso necesario de la Iglesia en el
mundo.

Pero esto no es sino algo curioso, además de q el termino liturgia no funda el


culto cristiano. Por otro lado, querer que en el terreno litúrgico coincidan las
opciones teológicas fundamentales con la adopción o exclusión de algunos
términos de exponerse a la vanidad de las logomaquias.

Estas breves explicaciones pueden bastar respecto de la término logia litúrgica.

¿Cuál es el trabajo del estudio de la teología litúrgica, es decir de una teología


del culto cristiano? No es la de crear el culto, sino que consiste en regular,
probarlo y orientarlo para que sea lo mejor posible.

El culto cristiano no vota originariamente de una construcción teológica


realizada por peritos, sino que, por ser un encuentro del Señor con su
comunidad, en la que actúa con su palabra y su sacramento por medio de el
Espíritu Santo, es un hecho histórico eclesiástico, cuya escritura litúrgica es
producto de la fe y de la obediencia de la cristiandad…

La teología del culto proporciona un canon crítico para examinar y juzgar el


culto cristiano de su figura histórica. Ante la liturgia, tiene una función crítica, no
una misión constructiva creadora. Muestra a la litúrgica práctica, es decir a las
instrucciones para una recta organización y observancia del culto, los caminos
que la Iglesia puede seguir en el culto divino (J. Beckmann citado por W.
Hahn).

Por este hecho, la teología litúrgica presupone la existencia de el culto


cristiano, e incluso de un culto concreto (para nosotros se trata de un culto
propio de la Iglesia reformada), y por eso implica conocimientos exegéticos,
históricos y sistemáticos que le permitirían examinar críticamente el dato
litúrgico de esa Iglesia, y también de dar directrices practicas, es decir a las
instrucciones para una recta organización y observancia del culto, los caminos
que la Iglesia puede seguir en el culto divino(J. Beckmann, citado por W.
Hahn).

Por este hecho, la teología litúrgica presupone la exigencia del culto cristiano, e
incluso de un culto concreto (para nosotros se trata de un culto propio de la
Iglesia reformada), por eso implica conocimientos exegéticos, históricos y
sistemáticos que le permitirán examinar críticamente el dato litúrgico de esa
Iglesia, y también el de dar directrices practicas, para que la forma de celebrar
el culto coincida precisamente con las que exige el mismo. Nuestro trabajo va a
consistir, pues, en establecer las grandes líneas en una doctrina del culto, para
ver después como aplicarla concretamente.

Aquí se plantea el problema del plan que vamos a adoptar, entre las diversas
posibilidades que se presentan. Para que se comprendan bien que el
propuesto por mi no es el único posible, cito a continuación otros, todos ellos
validos. En primer lugar, están los planes construidos sobre el hecho de que el
culto es el encuentro entre Dios y el pueblo, y que en el se trata de una acción
de Dios y de la respuesta humana… es el adoptado por K. Barth y W. Hahn,
entre otros. H. asmussen y R. Paquier le añaden una tercera parte en el que
se expone el desarrollo del culto, el ordo litúrgico. Otros siguen su plan
orientado principalmente por las diferentes disciplinas teológicas de las que
depende la teología litúrgica. Así la ordenación de L. Fendt: estudio histórico,
sistemático y practico de la liturgia; A. D. Muller sigue el mismo plan, pero
cambia las dos primeras partes. O. Haendler propone un plan que examina el
primer lugar la esencia de el culto, luego su forma, y, finalmente, sus actores.
P. Brunner, en su obra fundamental Zur Lehre von Gottesdienst der im Namen
Jesús verammenlten Gemeinde, que K. Barth saludaba viendo en ella un
“trabajo excelente por su amplitud y su profundidad”, presenta, después de una
introducción terminologiíta y metodología, su doctrina de culto en tres partes:
en la primera la situación dogmática de el culto con relación a la historia de la
salvación, al hombre que lo celebra, y al cosmos (Ángeles y cosas) que rodean
al hombre; en la segunda parte, el examen de las razones y de la forma de
culto como suceso salvìfico --- a quien encontramos, en los capítulos terceros
y cuarto, el plan adoptado por K. Barth y W. Hahn---; finalmente, en la tercera
parte, la exposición de una teología de la formulación litúrgica.

El plan que yo propongo no tiene pretensiones teológicas y es, sobre todo,


pedagógico. En la primera parte examinaremos los problemas doctrinales, en la
segunda, los de la celebración. Cada parte tiene cinco capítulos que se
corresponde mutuamente. En la primera examinaremos el culto como
recapitulación de la historia de la salvación, como epifanía de la Iglesia, como
fin y futuro de el mundo, o, si se prefiere, los caracteres esclesiologico y
soteriológico del culto, en el capitulo cuarto estudiaremos la necesidad y
limites, para el culto., de lo que se podría llamar el advenimiento a las formas, y
en el ultimo capitulo hablaremos de la necesidad de el culto. En la segunda
parte se trataron los problemas de celebración de la manera siguiente: los
elementos del culto, sus ministros, su día, su lugar y su orden. En una breve
conclusión nos preguntaremos por las condiciones y los métodos de una
renovación litúrgica.

Este plan, creo, permitiría tratar el conjunto de la teología bíblica, pero no lo


haremos. Me he puesto unos limites: por ejemplo, renuncio a hacer, en el
capitulo, sobre la necesidad y los limites del avenimiento a las formas, una
historia de culto y una teología litúrgica comprada, o a examinar los cultos
anexos: del bautismo, de los actos eclesiásticos y del oficio divino; El capitulo
sobre los ministros del culto, renuncio a hacer una sociología del culto o una
psicología de el, es decir una psicoanálisis litúrgico, o incluso una ascética,
examinando en particular las relaciones entre el culto parroquial y la vida
espiritual de los cristianos. Nuestro tema será el culto dominical ordinario.
Comentando la confesión escocesa, K. Barth afirma que todo el culto esta
limitado por el bautizo y por la cena; el primero atestigua la voluntad de Dios
sobre la existencia de la Iglesia, y la segunda sobre su permanencia. El culto,
objeto de nuestro tratado, es el que permite a la Iglesia seguir siendo Iglesia.

El último elemento de esta introducción lo construye una bibliografía básica. La


que propongo, hay que decirlo, no pretende sino remitir a ciertas obras que me
parecen importantes y que informan, por su parte, de otras publicaciones
indispensables para quien se quiera ocupar de la teología litúrgica de una
manera mas especializada.

H. J. Graus, Gottesdienst in Israel einer Geschichet des alttestamentlichen


Gottesdiensts zweite, vollig neubearbeitete Auflage. Munchen 1962. H chirat, la
asamblea cristiana en tiempo de los apóstoles. Studium. Madrid en 1968.
* G. delling. Der Gottesdienst im Nenen Testament. Guttingen 1952.
*O. Cullman. La foi es el culte de I’Eglise primitive. Neuchatel et paris 1963.

1. EL CULTO, RECAPITULACIÓN DE LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN

En este primer capitulo tenemos que considerar tres problemas. Hay que
comenzar con la afirmación del fundamento cristo lógico del culto de la Iglesia;
a continuación hablaremos de la presencia de Cristo en el culto y la epìclesis;
finalmente, con mas detalle, del sentido profundo de el acontecimiento litúrgico,
que es recapitular la historia de la salvación.

1. El fundamento cristológico del Culto

Una lectura superficial del nuevo testamento es suficiente para darse cuenta de
que la misma vida de Jesús de Nazaret es una vida en cierta manera “litúrgica”
o, si se prefiere, sacerdotal. Incluso se puede decir que Jesucristo realizo con
su ministerio la verdadera glorificación de dios en la tierra, el culto perfecto. Si
el titulo de rey – sacerdote según el orden de Melquisedec le conviene sobre
todo después de su ascensión 1 eso no impide que se considere toda su vida
con esta perspectiva litúrgica. Además. Es probable que el mismo Jesús
comprendiera así

1
Dijo Yave a mi Señor siéntate a mi diestra… tu eres sacerdote para
siempre a la manera de Melquisedec (Sal 110, 1.4; Heb 5, 10; 6, 20; Hech
2, 34; Heb 1, 3 y 13; Rom 8, 34,etc)

Su ministerio: venido para destruir las obras del demonio (1 jn 3. 8) y para


reconciliar a los hombres con Dios por su muerte (Rom 5. 10 .etc.), su vida
entera solo tiene sentido gracias a esta liberación y reconciliación. Piénsese
por ejemplo, en su manera de referí el salmo 110 a su propia pasión (Mc 12, 35
s. y par: 14,62 y par.) en la oración sacerdotal (Jn 17. 1- 26), o en el sentido
profundo de la purificación del templo (Jn 2, 13s.) 22 piénsese, sobre todo, en la
forma en que quiso, asumió e interpreto su muerte. Cuando en la carta a los
hebreos se dice que Jesús se ofreció a si mismo (7, 27;9, 11), no se hace sino
confirmar el testimonio de todos los evangelizas, a saber, que Jesús ni huyo de
la muertes, ni fue sorprendido por ella sino que la previo y la quiso como el
punto culminante de su ministerio; y esto hasta tal punto que se ha podido
decir, con razón, que los evangelios son unas “ historias de pasión con una
introducción extensa”.

El nuevo testamento entiende con este sentido sacerdotal la muerte de Jesús,


aunque no lo presente en forma de tesis, fuera de la carta a los hebreos y
quizás a los escritos jónicos. ¿Qué significaría, si no, la mención del velo del
templo que se desgarra cuando Jesús expira ( Mc 15, 38 par)?3

Es interesante hacer dos observaciones sobre esto; primero, las alusiones a lo


largo del testimonio que dan de la vida de Jesús. O. Cullman las ha estudiado
en el cuarto evangelio. Se podría hacer lo mismo con San Lucas. Sus dos
relatos de apariciones de Cristo resucitado, por citar solo esto, parecen
describir el mismo orden del culto en la Iglesia naciente (Lc 24, 13- 35 y 36-56)
4
; por tanto; parece que remiten conscientemente el culto cristiano ala vida de
Jesús, donde encuentra su fundamento y su justificación. Segundo, es
necesario notar, sobre todo, que el mismo plan de los evangelios sinópticos
corresponden al orden litúrgico que se remonta sin duda alguna, a los tiempos
apostólicos y que se ha hecho tradicional; asegurada ya la presencia de Cristo,
una primera parte, el ministerio galileo, se centra en la predicación de Jesús
sobre la llamada dirigida a los hombres y sobre todo a la elección ante la que
estos se encuentran8esto se llamara mas tarde la misma de los catecúmenos),;

2 Según los padres, Jesús es el buen Samaritano. esto hace que nos preguntemos si

Jesús, al narrar esta parábola, no quiso afirmar que el misterio del verdadero culto era
el, y no el sacerdote ni el levita.
3 piénsese en la túnica sacerdotal, inconsútil, que llevaba (CF.JN 19.23).
4 piénsese también en las resonancias eucarísticas de los relatos de la multiplicación de

los panes.
a continuación, una segunda parte, que explica, justifica y valora la primera, el
ministerio de Jerusalén, centrada en la muerte de Cristo y en su resurrección
escatológica, hasta que Jesús deja a los suyos, bendiciéndolos y enviándolos a
ser sus testigos en el mundo (esto se llamara mas tarde la misa de los fieles).

No tenemos que entrar aquí en más detalles. Puede bastar con la afirmación
del Nuevo Testamento nos presenta el testimonio histórico de Jesús, y, por
tanto, su vida, como una liturgia; mas aun, como la liturgia que agrada a Dios
en este sentido, el culto cristiano tiene su fundamento en el culto” mesiánico”
celebrado por Jesús desde su encarnación hasta su subida a los cielos.

Este culto de Cristo, que culmina en el de la “única oblación que perfecciono


para siempre a los santificados” (Heb 10, 14), tiene, sin embargo, una
dimensión temporal mucho sino mas vasta. Si funda y justifica todo el culto
cristiano, si lo instituye, en el sentido pleno de este termino, esto no es algo
accidental para el mismo Cristo. Actualiza de la misma manera toda su obra,
preparada antes de la encarnación, aprovechada desde la ascensión, y que se
manifestara gloriosamente en la paresia.

San Pedro dice de Cristo. “cordero sin defecto ni mancha, ya conocido antes de
la creación del mundo y manifestado al fin de los tiempos “por amor vuestro (1
Pe 1, 19 s)5. es decir, que “con el pecado original de el hombre comienza ante
Dios y en Dios el ministerio de la ofrenda sangrienta de Jesucristo” (P.
Brunner), es el culto celestial, del cordero sin defecto ni mancha, es en cierta
manera el refugio a cuyo abrigo el mundo podría vivir ya sin sufrir la amenaza
de aniquilación que Dios había pronunciado ante el pecado de Adán (Gen 2,
17), porque, por anticipación , ya era eficaz delante de Dios su manifestación
histórica “al final de los tiempos”. Este culto que culmino con el sacrificio de la
cruz y con la ascensión, Jesús lo usa en beneficio nuestro, si se atreve a
decirlo, desde que entro en la gloria: el es el (Heb 4, 14) que penetro en el
Santos de los Santos, es el (Heb 7,3), es quien comparece en nuestro lugar
ante Dios (Heb9, 24; cf. 7, 25; Rom 8, 34); es el sacrificador soberano “ para
siempre” (Heb 7,3) hasta el siglo futuro6 como gran sacerdote, Jesús ejerce un
doble ministerio: el de el acto expiatorio realizado una vez por todas, y el de la
prolongación y desarrollo de esta obra que dura hasta la eternidad.

Nos podemos preguntar si la “liturgia” de Jesús de Nazaret, la obra única del


acto expiatorio, no encontrara su ultimo esplendor, su plenitud, en la parusìa;
liturgia que protegía ya al mundo antes de la encarnación y que se desarrolla
en el reino actual de Cristo, considerado también como una obra sacerdotal.

5 ¿se puede encontrar una idea analiza en Ap 13.8? lo HMEYER. Handbucbz. N. T., cree
que <<según la posición>> (<<desde el principio del mundo>>) debe unirse a ________
(<< el cordero degollado>>). parece, mas bien, que se debe relacionar a (<< {cuyo]
nombre no esta escrito en el libro de la vida>>), como en Ap 17,8.
6 ¿es preciso traducir << hasta la irrupción definitiva del siglo futuro >> o por <<los siglos

de los siglos>>? dado que en la carta a los Hebreos se encuentran las locuciones
_________(13.21)________(13,8)_______(1,8), parece que se justifica la primera
traducción.
Se podría creer esto al leer en Heb 9, 28, la promesa de que Cristo, “que se
ofreció una vez para soportar los pecados de todos, aparecerá por segunda
vez, sin pecado, a quienes esperan para recibir la salud”. Sin embargo, hay
que, notar que en esta segunda venida, el ministerio sacerdotal de Jesús no
será expiatorio sino consagrante y santificador; no se extenderá al mundo
entero, sino a quienes han aceptado la salvación concedida por su muerte en el
Gólgota. Esta idea del ministerio sacerdotal santificador, en vez de expiatorio,
de Cristo, aparecen otras veces en la carta a los hebreos (2, 10 s.; 10, 14).
Parece relacionarse con el misterio que Jesús reconoce como suyo en la
oración sacerdotal (Jn 17). Con prudencia sea quizás posible ver ahí una
alusión al ministerio sacerdotal que el Hijo eterno de Dios habría
desempeñado si la caída no hubiera trastornado la creación de Dios: habría
venido, no para reconciliar a los hombres con el Padre, sino para permitir que
estos se encontrasen para siempre junto a el, y así pudiera contemplar su
gloria (Jn 17, 34).

Hablemos del fundamento cristológico del culto de la Iglesia. Es este el


ministerio de Jesús, el culto que el ha hecho de su vida. Es el culto mesiánico,
cuyo memorial es el culto eclesial, y al cual la Iglesia proporciona un eco eficaz.
Pero no es suficiente ligar el culto de la Iglesia a la encarnación, a su institución
histórica por la palabra, la vida, la muerte, y la resurrección de Jesús de
Nazaret. Hemos visto, en particular en la carta de los hebreos y en la literatura
jónica, que este culto terrestre es Cristo tiene su repercusión y su desarrollo en
el cielo. La ascensión no es simplemente, como creemos con demasiada
facilidad, un desfile real; están bien una procesión litúrgica: subiendo al cielo,
Jesús entra en el santuario celeste. Al afirmar un fundamento cristo lógico del
culto de la Iglesia, no es preciso, bajo pena de condenar el silencio una parte
importante de la teología litúrgica neotestamentaria, unir el culto únicamente a
la orden de Jesús: “haced esto en memoria mía”, hay que ver, también, por
causa de las repercusiones celestes del sacrificio único, un eco de culto
celestial y eterno en que Cristo Jesús desempeña el papel de soberano
sacrificador.7

El culto de la Iglesia tiene un doble fundamento cristo lógico: el terrestre


celebrado por la vida, muerte, y resurrección de Cristo, y el celeste, que Jesús
celebra ya glorificado hasta el siglo futuro. O mas bien: el terrestre ofrecido por
Cristo desde su nacimiento hasta su muerte, al que los sinópticos dan una
estructura que el culto de la Iglesia tomara para si, es, en la espera de la gran
liturgia eterna de el reino, el fundamento de el doble culto: el celeste de Cristo
repercusión y valoración del ministerio jerosolimitano de Jesús, y el de la
Iglesia terrestre. Recapitulación del misterio galileo y jerosolimitano de Jesús.
Hay entre estos dos cultos recapituladotes un lazo teológico y otro cronológico,
aunque el culto celeste no conozca la intermitencia del terrestre debidas al

7 En el Apocalipsis, cristo no solo ofrece el culto celeste, si no que también, y

particularmente, lo recibe (5,2); cf. T. T. Torrance, liturgie el apocalypce: verbum caro


11(1957)28-48, espec. 36; cf. tambien R. STAELHIN, Die Gechischte des christlinchen
Gottesdisenstes von der Urkirche bis zur Gegenwart. Kassel 1954,8 s.
reino de las semanas8. Esto aparece en el Apocalipsis: incluso en el cielo hay
un templo (7, 15; 11, 19, 14, 17, 15,5,8) y un altar antes de que venga la nueva
Jerusalén en la que no habrá mas templo (21. 22)

2. La presencia de Cristo en el Culto y en la Epícletes

Jesucristo instituyo el culto de la Iglesia en la santa cena. Al partir el pan, dijo:


“Este es mi cuerpo”, y a firmo que el cáliz de la nueva alianza era su sangre.
Además, prometió estar con los suyos (Mt 28, 20) hasta el fin del mundo, y de
estar con ellos (Mt 18, 20) cuando dos o tres se reunieran en su nombre.
Vamos ahora a tratar muy rápidamente de esta presencia de cristo en el culto.

El mismo cristo, pues, había prometido esta presencia. La Iglesia no vive de


ilusiones cuando se reúne en nombre de Cristo. No conmemora un hermoso
recuerdo desilusionado, como lo hacía los discípulos el día de la pascua, antes
de la aparición del resucitado. Por el contrario, revive en el culto el milagro de
la venida de el resucitado entre los suyos: y si, como lo notábamos antes, las
narraciones lucanas de la aparición del resucitado en la tarde de la pascua son
como un espejo del culto de la Iglesia naciente, lo esencial es que no hay una
alternativa entre una parte que se habla y otra en el que se come; lo esencial
es la venida, la presencia y la acción del resucitado. Debido a esto, el culto
cristiano no es el resultado de una ilusión, ni un ejercicio de magia, sino una
gracia.

Una gracia por que la presencia de Cristo es salvìfica. Se nos da el, pan de
vida que hace vivir eternamente 8Jn 6, 51,58), y nos une a el fortificado nuestra
fe. Los medios por los que atestigua su presencia, de forma excelente, son la
proclamación del evangelio y la comunión eucarística: “quien os escucha, me
escucha a mi…” (Lc10, 16); “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”. El culto es,
pues, un acontecimiento salvìfico. En el próximo apartado trataremos de esto,
reconociendo en el culto una recapitulación de la historia de la salvación.

Sin embargo, hay que precisar todavía dos cosas; si el culto es, según las
palabras de A. D. Muller,” la forma mas visible, mas densa, mas central y mas
clara de la presencia de Cristo.” Esta no es directamente aparente. Es cierto
que en el culto de la Iglesia puede. Por su forma y por su disciplina, convencer
al que no cree, de la presencia del Señor (1 Cor 14, 23 s), pero esta convicción
se basa en la fe, incluso para los creyentes. Se trata de una presencia
“sacramental”. Lo mismo que sin la fe tampoco se podía reconocer a Jesús de
Nazaret al Cristo, al Hijo de Dios vivo, así también, sin ella, no se puede
asegurar su presencia en el culto y completarlo. Se trata de un proceso
espiritual análogo al reconocimiento de la palabra de Dios en la sagrada
Escritura, o del reconocimiento del cuerpo inmolado de Cristo en las especies
eucarísticas. Es decir, vamos a volver a esto, que la iglesia no dispone de esta
presencia ni puede provocarla con un automatismo que pueda usar cuando le

8 compárese _______ de Heb. 7,3 y _________ de 1Cor. 11,25.


parezca. La segunda cosa que se debe precisar es que esta presencia es
imperfecta y “espera alcanzar su plenitud en la parusìa”. El culto, aunque
prefigure el reino de forma eficaz, aun no lo es. Su presencia cultural, con
relación a la de Cristo en el banquete mesiánico, esta como rota. Esto se dice
también cuando se afirma que solo es perceptible por la fe.

Si la presencia de Cristo en el culto es real, y de ella el fiel puede estar seguro


como de todas las promesas del Señor, la Iglesia no puede disponer de ella.
Depende de la libertad de Cristo; esto no significa que este pudiera cansarse
de visitar su Iglesia o que podría desinteresarse de su promesa, o que su
presencia en el culto de pendiera de cierta intermitencia dialéctica que
sabotearía la fe, la esperanza y el amor de la Iglesia, amenazándola con una
inquietud, una ilusión y una soledad, ¡ cuando celebra su culto, la Iglesia no
espera a Godoy¡. “aquí no que espacio para una duda dialéctica; aquí reina
una certeza inmutable” (P. Brunner). Pero la Iglesia no dispone de esta
presencia. Ni la provoca, sino que la suplica, ¡ Maranatha¡ tocamos el corazón
de uno de los problemas que se debe precisar desde los comienzos de la
teología de la liturgia: el problema de la epìclesis.

Empecemos por considerarlo de una manera completamente general. ¿De que


trata en la epìclesis? Se trata, el sentido etimológico lo indica, de una
invocación9 dirigida a Dios como Señor libre y soberano. Con otra palabras, si
el culto es epicletico, quienes lo celebran reconocen que el Señor al que sirven
no esta disposición, sino que son sus ministros y no sus técnicos. No quiere
decir esto que deben desconfiar del Señor como si fuera a suceder que el les
fallase a las citas y olvidases sus promesas; significa simplemente que no
disponen de su presencia, y que lo reconocen como Señor. Y esto es tan
fundamental, no solo para la teología litúrgica, sino también para toda la vida
cristiana que el Nuevo Testamento llama a los cristianos “ los de la epìclesis”
(Hech 9, 14, Cf. 9, 21, 1 Cor 1, 2: etc). Por su carácter epicletico. El culto
cristiano se abre a la acción libre y soberana de su Señor, sin manejarlo; por
eso, se opone a todo magín. Por su carácter epiclectico, el culto reúne a la
Iglesia en una actitud de espera, y de esperanza, completamente contraria a la
prisa glotona y “auto justa” que san Pablo reprocha ala cena celebrada, o mas
bien, falseada, por la Iglesia de corinto ( 1, cor, 17- 34).

La epìclesis litúrgica, manifesté, quizás en primer lugar por la llamada


maranatha, tiene una larga historia en la que no insistiré. Tiene desde el siglo
segundo, y esto no modifica su sentido una dirección cada vez mas acentuada
hacia el Espíritu Santo, para que convierta el culto en un acontecimiento
santifico prometido y deseado, y para que asegure la presencia real de Cristo y
su comunión. Esta epìclesis encontró cada vez mas su lugar ordinario en un
momento particular del culto: la celebración de la cena, aunque esta
“localización sacramental” plantean problemas que no honran a la tradición
primitiva, no quiere decir que Cristo, antes de la epìclesis no estuviera
presente el culto: en los tiempos apostólicos también, en el maranatha no se
9Nótese que el sustantivo___no se usa en el nuevo testamento ni en los padres
apostólicos que solo emplean el verbo.
pronunciaba posiblemente al comienzo del culto, sino si no en el momento de
la celebración eucarística10 aunque se sabia que cristo estaba presente al
comienzo de la asamblea.

No podemos entrar en detalles que habría que discutir con minuciosidad de


una historia de la epìclesis en el culto cristiano. No tenemos simplemente que
es en la tradición litúrgica oriental, fijada en el siglo cuarto, donde se hace una
oración de epiclesis después de las palabras de la institución, mientras que en
la tradición occidental, roma o protestante nos conoce esta, oración se coloca a
veces de las palabras de la institución11. Esta diferencia puede parecer mínima,
y, a primera vista, se esta tentando de decir con R. Paquier que el problema de
la epiclesis “no tiene una importancia primordial”. Sin embargo puedes se r que
los ortodoxos tenga razón en cuanto creen en definitivas toda la diferencia que
existe en oriente y occidente sobre la doctrina del Espíritu Santo aparece en el
lugar donde se coloca la epiclesis. Si con el oriente cristiano, se la sitúa
después de las palabras de la consagración, se indica que estas palabras no
tienen en si misma y por si misma el poder de provocar la presencia real de
Cristo: esta presencia, pues, no depende de el oficiante, sino de la libre gracia
de Dios, así se consigue distanciarse del automatismo sacramental, y se
rechaza la coincidencia incondicional entre la liturgia de la Iglesia y el y el
cumplimiento de la salvación. Dios permanece libre. Si se omite esta oración,
como sucede en el occidente cristiano, o si se la sitúa antes de las palabras de
la consagración, existe la amenaza de que estas palabras, correctamente
dichas por el celebrante, vayan a provocar la presencia de Cristo. Y no se
puede negar que sea evidente el peligro de una aparición automática del
cuerpo y de la sangre de Cristo, al decir de manera correcta la forma de la
consagración, por mucho respeto que se tenga en la elección de los términos
de su justificación teológica, y en la repetición de las palabras de Cristo.

La forma ortodoxa deponer la epiclesis después de las palabras de la


consagración, incluso de ver en esa epiclesis el momento culminante de la
liturgia eucarística no deja de proveerá cierto disgusto a quien estima que la
presencia de Cristo en el culto de la Iglesia desborda su presencia real en los
elementos eucarísticos. Con todo, esta colocación de una epiclesis en el
momento en que los peligros de una desviación a la magia o hacia la idolatría
son mayores, denota una seguridad de juicio litúrgico absolutamente ejemplar:
al subrayar en ese momento de el culto que la presencia del Señor es la gracia
de una suplica atendida mas que el resultado de el ejercicio del poder
10 San Pablo, en 1Cor.16,22, no la sitúa al comienzo de una carta si no al final, sabiendo
que se leería en una asamblea cultural, si la didache(10,6) parece colocarla después
del banquete, sin embargo la hace preceder de lo que puede considerarse muy bien
a una invitación a comulgar: <<si alguien es santo, que se acerque; si no lo es, que se
arrepienta>>; esto deja entender que este texto se refiere a un banquete comunitario
antes de la comunión eucarística propiamente dicha.
11 Según el rito galicano del siglo VII, se decía una colecta post mysteria despides de

las palabras de la institución no tenemos también que la tradición egipcia mas antigua
colocaba la epiclesis ante de las dichas palabras Thomas Cranmer vuelve a hacer lo
mismo en el Book of common Prayer, de 1549; igualmente, las disposiciones de Pfalz,
Neoburg en 1543.
sacerdotal, se confiera al conjunto del culto su carácter verdadero la presencia
de Cristo es real, pero no es lo que, en la peor hipótesis seria un truco. Es una
gracia.

Evidentemente, la afirmación de la libertad del Señor, señalada por el lugar


sorprendente en que los ortodoxos colocan la epiclesis, desfigura un poco la
estructura del culto e introduce en el un elemento de contradicción se
comprende así la protesta del P. Brunner: Pero se puede preguntar si esta
situación ideológica de la Iglesia ortodoxa, que se niega a que todo marche sin
mas, introduce incoherencia – piénsese, por ejemplo, en la negativa de la
Iglesia ortodoxa a dar una estructura jurídica precisa y simple a la unidad de la
Iglesia --, no es una reacción providencial contra un sistema, una doctrina, una
estructura que corren el peligro de alterad la gracia e invertir los papeles de
Dios y sus siervos. Colocar la epiclesis en el lugar donde molesta mas, no es
simplemente, como se podría creer, recordar la obra de el Espíritu Santo,
según un esquema trinitario, después de haber presentado la del Padre en el
prefacio y la de el Hijo en las palabras de la consagración; es subrayar, que
nosotros no disponemos de el Señor. Ni siquiera de sus promesas, y que
durante el siglo el culto en la Iglesia corren peligro que se debe evitar a toda
costa. Situada la epiclesis donde las ponen los ortodoxos, se muestran que, a
pesar de toda la gloria del culto, y sobre este punto, ellos lo entienden bien,
esto no es aun el reino.

3. el culto, recapitulación de la historia de salvación

Hemos visto que el culto de la Iglesia es posible únicamente por que Jesucristo
a realizado por medio de su ministerio terrestre el culto suficiente y perfecto.
Hemos visto también que el de la Iglesia es verdadero por que Jesucristo esta
presente con absoluta libertad, como Señor en medio de los que se reúnen en
su nombre. Ahora hay que ver lo que sucede en ese culto.

Lancelot Andrews (1555- 1626), obispo de Chi chéster. El y Chi chéster,


proponían en un sermón de navidad la atrevida idea de que (porque hay una
idea de todas las cosas celestes y terrestres de Cristo, también hay en el santo
sacramento una recapitulación de todo en Cristo”.el culto seria así una
recapitulación del acontecimiento importante la historia de la salvación, y, por
tanto, implícitamente, todo ella.

La idea, como vamos a intentar mostrar, es justa. Sin embargo, puede uno
preguntarse si el termino “recapitulación esta bien escogido. ¿No significa
necesariamente recapitular, como la de Ef 1, 10, dar o devolver una cabeza a
lo que no tenia o la tenia enferma, por tanto, en resumidas cuentas, dar así a lo
que se “recapitula” una justificación, una razón de ser, una orientación, un
cumplimiento?. En este sentido, no es el culto quien recapitula, sino Jesucristo
quien realiza, justifica las historias de la salvación y le da una razón de ser.
Ahora bien, nada seria una inversión Cristo- culto, que una “cefalización” de
Cristo por medio del culto, cuando realmente sucede lo contrario. Con todo,
recapitularle significa ordinariamente y sin mas complicaciones “resumir”,
“confirmar”, o incluso “repetir”, y en este sentido el termino le conviene
perfectamente: el culto resume y confirma, siempre el nuevo, la historia de la
salvación que encontró su punto culminante en la intervención de Jesús
encarnado, y en este resumen y confirmación repetimos, Cristo continua su
obra salvìfica por medio del Espíritu Santo. Esta recapitulación se refiera a toda
la historia de la salvación tanto con el sentido teológico como con el
cronológico.

Comencemos tratando el culto como recapitulación de la historia de la


salvación en el sentido cronológico. En el primer lugar, ¿Cuál es la estructura
cronológica de esta historia?. Se sabe que esta completamente dirigida por la
obra de Jesús, por su muerte y resurrección

El centro de la economía salvìfica de Dios es la encarnación del Hijo eterno de


Dios en Jesús de Nazaret, en su cruz y en su resurrección (P. Brunner).

La justificación es la referencia obligada. Es la meta de toda la historia del


mundo. Orienta toda la vertiente del antiguo Testamento y toda la historia que
precede el nacimiento de Jesús hasta mas haya de los limites de ella, hasta el
ministerio de la creación del mundo. Pero orienta también, de forma absoluta,
la vertiente del mundo. Pero orienta también, de forma absoluta, la vertiente del
nuevo Testamento y toda la historia que continua después de la exención,
hasta mas allá de sus limites, hasta el misterio del fin del mundo: esta historia
no aporta nada nuevo sino que es el beneficio obtenido de la victoria.

De cristo, en constante batalla contra el maligno que no quiere reconocer su


derrota, hasta el día del triunfo definitivo, en la parusìa del Señor.

Decir que el culto recapitula la historia de la salvación en el sentido cronológico


es decir que la resume y la confirma en su cualidad recapituladota.

El culto es en primer lugar una anamnesia de la obra ya realizada por Cristo. Al


instituir en la eucaristía, es decir, el culto cristiano, Jesús dijo: (1 Cor 11, 24, s).
la anamnesia o memorial palabra de la familia ZKR) es algo contrario a un
ejercicio de memoria. Es una reactualizacion y un compromiso “recordar”, en el
ambiente de la cultura bíblica, “es hacer presente y actual”. Gracias a ese
“memorial”, el tiempo no se desarrolla según una línea recta, añadiendo
irrevocablemente los periodos que los componen uno tras u otro. El pasado y el
presente se confunden. Se hace posible una reactualizacion del pasado. Sobre
esta doctrina “también” se funda el rito pascual; en Ex 12, 14, se dice que esta
institución Le-Zikaron, es decir “para recuerdo” esto quiere decir que cada uno,
al acordarse de la liberación de Egipto, debe saber que es el mismo acto objeto
del acto redentor, sea cual sea la generación a la que pertenezca. Cuando se
trata de la historia de la salvación, el pasado es actual. Así, igualmente, en la
perspectiva del Nuevo Testamento, en cada celebración eucarística deben
saber los fieles que ellos mismos son los objetos de el acto redentor de la cruz.
Pero el culto, al ser una anamnesia no es solo una “reactualizacion del
pasado”, sino que es, por parte de los que celebran la memoria de la muerte de
Cristo, un compromiso es también un servicio, una confesión de fe. “al que
recordamos, lo reconocemos como aquel a quien confesamos” (P. Brunner)12.
Por tanto el, culto (y por lo excelencia la cena) es lo que el Antiguo Testamento
llamara, un signo que, por el poder de Dios, hace revivir lo que significa si es
anamnetico, o lo provoca si es prefigurativo.

Pero el culto cristiano no recapitula solamente la vida, la muerte y la


resurrección de Cristo al reactualizar. La historia de la salvación no pertenece
al pasado solamente; también pertenece al futuro. No quiere decir esto que el
futuro aporte complementos o correctivos al eje de toda la historia de la
salvación, que es la encarnación del Hijo de Dios y muy particularmente su
muerte y su resurrección. El futuro confirmara, manifestara y aprovechara la
historia de la salvación al recapitular la historia de la salvación, el culto esta
vuelto hacia el futuro. No es solo la representación de la muerte y de la victoria
de Cristo también es una anticipación de su venida y el reino que establecerá
entonces. No recuerda últimamente la cena del Señor con los suyos, prefigura
también el festín mesiánico donde Cristo beberá con sus discípulos el vino
nuevo en el reino de su Padre (Mt 26, 29). Con la celebración del culto, los
fieles están invitados a recibir el signo de su pertenencia al reino futuro. Y como
la representación del pasado no es un ejercicio de memoria, la prefiguración
del futuro no lo es de la imaginación: en el culto, mas adelante veremos que es
la obra del Espíritu Santo, el pasado y el futuro, el sucedo capital de la historia
de la salvación y su manifestación gloriosa, esta realmente presente.

El examen de esta recapitulación cronológica realiza por el Espíritu Santo en el


culto debemos tratar aun otra dimensión. No es que el pasado se haga
presente, ni tampoco futuro. Existe un presente que se afirma, y este es en la
historia de la salvación en el culto cueste que Jesucristo ofrezca al Padre en la
gloria de la ascensión. No desligamos aquí de la línea temporal para meternos
en el cuadro especial. En el culto, pasado y futuros se encuentran y se
prefiguran, e igualmente el cielo toca la tierra y esta se eleva hasta aquel.

El culto de la iglesia es… una participación en el culto, que salva al mundo sin
destruirlo, del crucificado- y glorificado ante el trono de Dios (P. Brunner).

S puede llamar al culto un fenómeno escatológico por se r recapitulados de la


historia de la salvación en el sentido de que reactualiza el pasado, anticipa el
futuro y glorifica el presente

Mesiánico por esto, a pesar de la ambigüedad de la celebración, el culto es un


fenómeno de gloria, pues Cristo, que se entrego por el mundo, no permaneció
en la muerte, sino que resucito, y esta presente entre los suyos, como en la
apariciones del día de pascua. ¿Cómo refrenar la exultación del culto (Hech 2,
46; 16, 34, 1 Pe 4, 13)?. El culto, por que recapitula la historia de la salvación,
es un acto de alegría; es un elemento absoluto fundamental de una teología

12 A. Michel, a.: TWNT 4, 686.


litúrgica cristiana. Sin duda también que proclama la muerte del Señor (1 Cor
11, 26), pero pro causa de la victoria que la ha coronado es mucho menos un
duelo que una fuente inagotable de acción de gracias. Esto deberá dar sus
frutos en la formación litúrgica general, y en este punto nuestra tradición
litúrgica protestante tiene mucho que aprender.

Se plantea aun una pregunta. Hemos visto también que el culto se reactualiza
el culto perfecto y suficiente ofrecido por Cristo, una ver por todas en la cruz,
que anticipa la alegría innegable de la vida eterna y que permite a la Iglesia
participar por el culto celeste que acompaña a la historia de la salvación. Nos
podremos preguntar si la Iglesia restaurara también el culto primitivo,
paradisíaco, que Dios había querido no solo al hacer el hombre el licurgo de el
mundo encargado de guiar el mundo entero en la acción de gracias, en la
adoración y en la alabanza, sino también fijando, de una manera supralapsaria,
un día de culto, y quizás, también , si es preciso seguir aquí a Lutero un lugar
del culto(el árbol. limite de bien y de el mal) y una forma del culto (Salmo 148).

Creo que se debe responder afirmativamente, ya que Cristo, nuevo. Anda,


restauro y realizo, con su venida, el proyecto del creador; también por que
restableció en su autenticidad antropológica a los que se encuentran en el su
razón de ser, y, por tanto, en la orientación litúrgica fundamental que Dios quiso
cuando creo al hombre a su imagen y semejanza. Al recapitular su historia de
la salvación que culmina en Cristo encarnado, el culto cristiano vuelve a
encontrar también, para devolver su sitio, el culto supralapsario donde no
existían sacrificios, lo encuentran no de una forma simplemente, sino también
prolectica. Pienso en lo que hemos dicho anteriormente sobre el culto no
expiatorio, sino consagrante y santificador, presidido por Cristo para que Dios
sea todo en todos.

Pero, lo mismo que el culto de la Iglesia no es sino una anticipación del festín
mesiánico, de la alegría del reino, tan ambigua que solo es perceptible por la
fe, así lo es también para la anamnesia del culto antes de la caída. En el culto
de la Iglesia, el hombre vuelve a encontrar su honda orientación de licurgo
real, y también el derecho de convocar a toda la creación para ofrécela al
Señor en acción de gracias, la adoración y la alabanza (este es el problema del
arte litúrgico que trataremos mas adelante); pero este redescubrimiento se
encuentra constantemente comprometido por el pecado, de forma que solo es
posible decir esto: el culto cristiano, porque se funda en la reconciliación de
todas las cosas en Cristo, es la vanguardia extrema de esta búsqueda cósmica
de la que habla san Pablo, de esa suspiro cósmico por una restitución de lo
que Dios, en su amor, había hecho al principio (Rom 8,18s).

El culto no restaura el paraisote manera evidente, tampoco impone el reino:


justifica su esperanza y da una muestra de el. Ofrece el día y el lugar donde el
pasado de antes de la caída sobre vive aun y el futuro posterior al juicio florece
ya. Por esto, no se puede decir que esta presencia sea demasiada ambigua
para que no tratemos de expresarla. Por el contrario, el negarle una posibilidad
de expresión es una muestra de que no se la quiere. Si se ama el reino de la
primitiva creación realizándolo, no se puede dejar de ofrecerle su mejor medio
de expresión, es decir el culto de la Iglesia, aunque sea ambiguo e
insatisfactorio. Este culto, volveremos a este punto con frecuencia, es la prueba
mas hermosa que se puede dar del amor al mundo. Quienes no aman el culto
no saben amar tampoco el mundo.

Hemos visto, con demasiada rapidez, que el culto es una recapitulación de la


historia de la salvación en el sentido cronológico: en el se encuentra y se
conjuga el pasado, el presente y el futuro mesiánicos. Pero el culto recapitula
también la historia de la salvación en el sentido teológico. ¿Qué significa esto?

Para responder, es necesario recordar los elementos que componen la historia


de la salvación. Adoptando el esquema tradicional, se puede dividir en tres
puntos principales: una relación de la voluntad salvìfica de Dios, una
reconciliación que se hace posible esa voluntad y una protección que defiende
la eficacia de la misma. Por tanto, la historia de la salvación tiene un aspecto
profético, otro sacerdotal, y otro real. Cuando se examina la historia de la
salvación con un sentido teológico, hay que reconoce también que el punto
capital culmina, que la justifica, explica y resumen por completo, es la obra de
Cristo. El es el profeta por excelencia, porque a la vez es el Señor y es el
siervo, el que manda revelación total de Dios. El es el sacrificador por
excelencia, por que a la vez es sumo sacerdote y cordero el que manda y
realiza lo mandado. El culto será la recapitulación de la historia de la salvación
si es profético sacerdotal y real. El culto, en el que se proclama la palabra de
Dios recapitula y resumen lo que Dios nos a querido enseñar por el mundo. El
culto, en el que se celebra la santa cena recapitula y resume todo lo que Dios
ha querido enseñar por el mundo, el culto en que el pueblo de Dios se presenta
libre y gozoso delante de su Señor recapitula y resume todo lo que Dios ha
hecho con quienes aceptan reconciliarse con el: hombres libres del temor de la
muerte, desembarazados de la esclavitud y capaces, por tanto, de alegrarse
como moisés y Maria, en la orilla del mar Rojo, por la derrota y el milagro del
Señor (Ex 15). Solo menciono aquí este problema lo volveremos haber en los
dos capítulos de la segunda parte al hablar de los elementos y de los ministros
del culto.

Entre todos los problemas sistemáticos que habría que tratar aquí, solo me fijo
en uno, de notable importancia: el de las relaciones entre el culto de la Iglesia y
la permanencia de la historia de la salvación después de alcanzar esta su
punto culminante y su cumplimiento en Cristo. No intentamos tratarlo afondo,
sino simplemente señalar en que sentido creemos que debe resolverse. Esto
es capital para lo que sigue.

La historia de la salvación se realiza plenamente en Jesucristo. Dios no tiene


nada que decir y que hacer que no lo

Haya dicho o hecho ya en su Hijo encarnado. Entonces, ¿Por qué continua la


historia de la salvación y como continua?
Esto llama siempre la historia de la salvación: esta claro que para le testimonio
del Nuevo Testamento, la muerte de Cristo ha cumplido too y su ascensión a
coronado para siempre esta realización total. Sin embargo en el momento
mismo de su subida a los cielos, los Ángeles afirman que el volverá de nuevo
(Hech 1,11). Por tanto, la historia de la salvación no se ha acabado. Va a seguir
durante siglos o milenios que no le aportara nada nuevo, puesto que todo
estará realizado. Si la historia de la salvación continua, como, prueba el hecho
de haber prometido Jesús su regreso, quiere decir que su suceso central, la
cruz y la resurrección de cristo, que había absorbido de cierta manera y
centralizado el conjunto de la historia de la salvación desde la expulsión del
paraíso desde la mañana del viernes Santo, debe llegar hasta el fin de su
eficacia13; este suceso lo interrumpirá Dios cuando decida ponerle fin al mundo.
Lo que se encontraba concentrado entonces únicamente en Jesús, en ese
“bautismo” (Lc 12, 50) por medio de el cual sustituye al mundo entero en
adelante debe extenderse y producir sus frutos.

La acción situar de toda su existencia humana en el cuerpo crucificado de


Cristo debe transformarse, actualizarse y realizarse en la asistencia histórica,
concreta, de cada individuo, en una inserción antológica real y personalmente
admitida. (P. Brunner).

En este sentido según el modo ordinario de la revelación bíblica, provoca en el


culto una forma parte de manera eminente, de esta. Por esto continua la
historia de la salvación después de haber realizado en Cristo.

Pero ¿Cómo continua? Me párese que se responde con exactitud cuando se


dice que es por medio de la anamnesia como se realiza.

Entonces es preciso dar a este término toda su resonancia. Se trata de el acto


por el que un hombre o un acontecimiento se “sitúa” en el suceso cordial del
viernes santo o de pascua, y del acto por el que este suceso cardinal de la
historia de la salvaciones “sitúa” a su vez en los siglos que le siguen, sobre tal
hombre o tal acontecimiento. Por la anamnesia se beneficia uno de lo que ella
hace, al mismo tiempo que se reactualiza eso mismo.

Lo que dios hizo, lo realizo de una vez por todas, teniendo en cuenta las otras
veces en que su intervención se manifestara salvificamente. Nada más actual,
en el plano de la fe, que lo hecho por Dios una vez por todas. Lo que
describimos aquí es la obra del Espíritu Santo que, después de la resurrección,
no consiste en provocar un nuevo ni en repetir el antiguo, como sino fuera
suficiente; sino que consiste en aplicar con eficacia lo que Dios hizo en illic et
tunc en Jesucristo al hic et nunc de la vida de un hombre determinado, de una

13Lo que es suceso central no se dará nunca. respecto de esto seria suficiente para
una historia de este mundo que no acabase nunca ; el fin del mundo no vendrá
cuando el suceso central de la historia de la salvación se agote, como una pila
eléctrica, si no cuando Dios decida<< abreviar lo s días>> (Mc. 13,20)
comunidad concreta o de un suceso, ¡el Espíritu Santo nos da a Cristo¡, y
además, consiste también en referir con eficacia el hic et nunc de ese hombre,
vida comunitaria o suceso, al illic et tunc de lo que Dios realizo en Jesucristo en
el gólgota y en el huerto de José de Arrímate, el Espíritu Santo nos da a Cristo.

No tenemos que entrar en detalles de la historia de la teología liturgica y en


particular de la eucaristía. Digamos solo que si no se vacía la anamnesia de su
vida, ni se la convierte en un solo ejercicio de memoria, no es necesario para
subrayar su carácter eficaz, su carácter de suceso escatológico, recurrir a una
doctrina que amenazaría la unicidad del y del que multiplica el sacrificio, de
Cristo cada vez que se celebrase. Pero digamos que el remedio contra toda
perdida de la virtud de la anamnesia es una doctrina respetuoso del Espíritu
santo. Cuando se le da un carácter eficaz de suceso escatológico, no se niega
la presencia del Espíritu Santo. En cambio se niega cuando se pone en duda la
uncida de la muerte y de la resurrección de Cristo. Al suponer que debe
repetirse para seguir siendo eficaz y se cree que su unicidad no es suficiente
para la salvación de todo el mundo. Quizás por el hecho que la Iglesia del
oriente tenga una doctrina del Espíritu Santo mucho mas virulenta que la de la
iglesia del occidente, ha escapado el dilema de esta ultima sobre la
interpretación de la eucaristía.

Por tanto, la historia de la salvación continúa de manera eficaz bajo la forma de


anamnesia, de su suceso central. Así se extiende por todo el mundo gracias a
su poder y a la obra del Espíritu Santo, convirtiéndose en la realidad antológica
de quienes se alegran y viven por eso mismo. Y por que el culto de la Iglesia –
su culto bautismal y su culto eucarístico, los cuales conocen también la eficacia
de la palabra predicada __ es el lugar privilegiado de esta aplicación, de esta
reactualizacion, se puede decir que el culto cristiano es uno de los agentes mas
importantes de la historia de la salvación. Pero el culto _ no solo por el, sino
también de una forma excelente__ se continua la historia de la salvación.
Estas es una de las razones que explican su necesidad; y también para referir
los hombres y sucesos de hoy, de forma salvìfica, a esta obra pasada, para
que puedan beneficiarse de ella.

3. EL CULTO EPIFANIA DE LA IGLESIA

1. La iglesia asamblea litúrgica

Hemos hablado del culto como recapitulación de la historia de la salvación y,


por tanto, del ministerio del acontecimiento litúrgico. Ahora nos hace falta
mostrar en este capitulo, sobre la base que hemos visto, un segundo aspecto
fundamental de la doctrina del culto: a saber, la Iglesia, por medio de su culto,
se hace ella misma, toma conciencia de si misma y se confiesa a si misma. El
culto permite a la Iglesia aparecer como tal. En este sentido debe
comprenderse el culto de la Iglesia en la perspectiva de qahal de Israel.
Conocemos la importancia de este termino veterotestamentario en la
eclesiología cristiana: párese probable que si el nuevo testamento llama a la
Iglesia no es por razones etimológicas sino porque los Setenta traducen
generalmente así el termino hebreo qahal. Ahora bien que, el qahal Yahvé es la
asamblea del pueblo salvado de Egipto y confirmado como pueblo santo de
Sinaì (Dt 4, 10). Hasta tal punto que este encuentro solemne entre Dios y su
pueblo se llamara de una cosa casi técnica “el día de la asamblea” (iomhaqahal
Dt 9,10, 18, 16). Esta asamblea solemne se repeina en los grandes momentos
de la historia de Israel. Después de la toma de Haai (Jos 8. 30s), en la
dedicación del templo de Salomón (1 Re 8 – 2 Cro 6-7), cuando Moab y Amón
amenazaban Terriblemente a Israel (2, Cro 20, 5s), en los grandes
acontecimientos reformadores (2, Cro 29- 30: 2 Re 23, Neh 8-9), etc., y así
cada vez, esta asamblea, en la que el pueblo de Dios se encuentra, tiene
conciencia de si misma y aparece como tal: lleva los mismos elementos de la
iniciativa y de la presencia de Dios, de proclamación de su palabra, y el sello
de este encuentro por los sacrificios.

Hay que tener esto presente cuando se encuentre en el Nuevo Testamento


cuando se encuentre el término Iglesia. Posee, un claro coeficiente litúrgico aun
cuando parezca haberlo perdido: la Iglesia es el pueblo perdido por Dios, mas
halla de la muerte (aunque todavía este amenazado), para reencontrar a su
Señor, para ser ella misma, para tomar conciencia de si misma, para
confesarse en si misma en este encuentro. La palabra Iglesia, no es ni en
primer lugar ni un termino jurídico ni sociológico, sino, de forma muy vigorosa,
litúrgico. Esto aparece en forma muy evidente y constante en los capítulos
“litúrgicos” de la primera carta a los corintios (ef. 11, 88, 22; 12. 28, 14. 4s 12,
19, 23, 28, 33 s.), y en otros sitios. La lectura del Nuevo testamento seria con
frecuencia mucho mas clara si se tuviera en cuenta que la Iglesia es
esencialmente el pueblo escatológico, reunido para encontrar al Señor y para
ser el mismo en y por este encuentro. Como lo hace notar acertadamente P.
Brunner.

Se puede decir que el culto como asamblea de la comunidad cristiana en


nombre de Jesús es el modo de apariencia mas central de la Iglesia sobre la
tierra esa asamblea es la epifanía de la Iglesia.

2. el alcance del culto como Epifanía de la Iglesia

El culto por recapitular la historia de la salvación, permite a al Iglesia ser ella


misma, tomar conciencia de si misma y confesar lo que es esencial. En otras
palabras, para poder conocer la Iglesia y para adquirir una conciencia eclesial
es indispensable dirigirse a ella y conocer su culto. El estudio de los textos
dogmáticos, de las confesiones de fe, de las disciplinas

Eclesiásticas de la historia cristiana y de la espiritualidad personal, por muy


importante que sea para conocer la Iglesia, no están sino en segundo lugar; la
Iglesia aparece como tal de forma excelente en el culto. El da una prueba de si
misma, el es su centro; se acaba en el culto cuando se la busca con sinceridad
y partir de el vuelve a encontrar el mundo para cumplir su misión.

Se comprende, pues, que el culto no sea un elemento marginal o adiaforico de


la vida de la Iglesia y que el cuidado que concede a su culto no sea algo sin
sentido. Los problemas litúrgicos son para ella, por el contrario, esénciale,
porque en y por el culto da testimonio del grado de fidelidad y de salud que
posee. Se ve esto particular en las grandes reformas de Israel, que son
litúrgicas, (cf 2 Cro 29- 30, 2 re 23); del pasado al Antiguo Testamento es
litúrgico: “sacramentos” cambian, el día del culto cambia y el lugar, porque el
culto perfecto se celebro en predicación, el sacrificio y la glorificación de
Cristo14. Por eso, la ausencia casi total de alucinaciones al culto por ejemplo en
la constitución de Iglise reforme evangelique du Canto de Neuchatel es mucho
menos un descuido excusable por razones de atavismo confesional que de
ceguera teológica: seria algo parecido a olvidar el corazón en un curso de
antropología anatómica.

Ahora bien, si el culto es el momento más importante de la epifanía de la


Iglesia, debe permitir describirla. Para esto se debe recurrir a varios esquemas
se puede decir, con K. Barht, que, por su culto y en el, la Iglesia aparéese
como una comunidad de fe, de bautismo, de eucaristía y de oración; se puede
decir, también con el canónigo A. G. Martimort, que la Iglesia aparéese como
una comunidad que expresa la elección avocación, la unidad y la salvación de
sus miembros ; se puede decir, es el esquema al que nos atendremos, que la
Iglesia, por medio de su culto, es considerada una comunidad bautismal,
nupcial, católica, diaconal y apostólica. Veamos este esquema con más
atención.

Por su culto y en el, la Iglesia aparece en primer lugar y toma conciencia de si


misma como comunidad bautismal.

Esto quiere decir que el culto distingue la Iglesia del mundo. Por el culto, “sale
sin pretensiones, pero con firmeza, del medio profano que esta ordinariamente
sumergida” (K. Barth). Muestra que no pertenece al mundo, y que el culto no es
una forma mundana de ser. Este establece una ruptura entre la Iglesia y el
mundo, y por eso, contrariamente a la predicación misionera no es público:
quien lo celebran, han pasado por el bautismo, han renunciado al demonio y a
sus obras, al mundo y a su pompa, a la carne y a sus deseos. Israel quedo
constituido qahal Yahvé, después de haber atravesado el mar Rojo. El culto
cristiano muestra que la Iglesia no es una sociedad natural, sino el resultado de
la elección promovida por Dios y realizada con la muerte y resurrección en
Cristo de los que responde a la llamada del evangelio. Esto no los ha hecho
olvidar los siglos de cristiandad pero es urgente tenerlo bien vivo: el culto se
celebra en el perdón. En este sentido, es preciso decir también que el culto
cristiano no es una forma mas entre las obras litúrgicas naturales de los
14 Seria interesante examinar la teología del templo elaborada por Jesús y los
testimonios ofrecidos por el nuevo testamento.
hombres. Hace falta “salir del campamento” (heb 13.13) para poder presentar a
Dios el culto que es grato.

Pero esto no es suficiente. Decir que el culto hace aparecer a la iglesia como
una comunidad bautismal, no es decir solo que por su culto la Iglesia se
distingue del mundo y que ella proclama el fin de este trataremos esto con mas
detención en el capitulo próximo, es afirmar que el culto transfigura el mundo a
la vez que queda amenazado por el.

En primer lugar, el culto transfigura el mundo. Será preciso volver varias veces
sobre esta afirmación, fundamental de teología litúrgica. No trato aquí sino un
aspecto, para decir, paradójicamente, que, si el culto hace aparecer ala Iglesia
como comunidad bautismal esto significa también que la Iglesia esta presente
en el culto, pero, causa de lo que acabamos de ver, esta presente mas allá de
la muerte de si mismo. El bautismo, si hace morir, también resucita a lo que
hace morir. El bautismo no provoca una solución de identidad: el resucitado de
la mañana.

“sacramento”, no se esta en la tierra prome


De pascua es el mismo que había sido sepultado la tarde del viernes Santo.
Sobre esto insiste todas las narraciones de la sepultura de Cristo: atestiguan
así la calidad de la resurrección. La comunidad de bautizados que el culto hace
parecer es una comunidad de hombres y mujeres niños que han renunciado al
mundo, que “están muertos al pecado” (Rom 6, 11). Pero esta muerte no los ha
aniquilado ni los ha falseado. Se encuentran en el culto, muertos y resucitados
con ellos su lengua, su cultura, sus pasiones, sus estilos. Por eso, el culto
cristiano es el lugar donde una nación o una época pueden, más
profundamente que en otro sitio, confesar lo que son y ser orientados hacia su
destino pascual.

Pero este mundo que lo ha podido acarrear consigo a través del bautismo, este
mundo que ella a condenado y que se le ha rendido puede convertirse para el
culto de la Iglesia en una amenaza. Piénsese en el uso que le dio Israel a las
joyas egipcias que había sacado de Egipto (compárese Ex 11. 2, 12, 35s y 32,
1s.). Dado que el bautismo no es aun el juicio final, sino en el desierto, lugar de
la tentación, donde se puede perder la salvación (ef. 1 Cor 10, 1- 13). Es
verdad que se ha abandonado Egipto y que Moisés ha entonado su cántico:
también es verdad que Dios esta presente, igual que su ley, su representante y
su alimento milagroso. Pero todo esto vive de la esperanza del cumplimiento; y
en esta espera se puede invertir aun la metamorfosis bautismal,
conformándose con el siglo presente (Rom 12,2). Al hacer aparecer a la Iglesia
como comunidad bautismal, el culto muestra que no solo la Iglesia esta en
ruptura con el mundo, sino que también permite encontrar un mundo
exorcizado y calmado, y, finalmente, que la iglesia no esta nunca libre de
recaídas.

Estas ideas nos acompañaran constantemente. Vamos a encontrar una


aplicación en seguida al decir que el culto permite a la Iglesia tomar conciencia
de si misma como comunidad eclesial; será preciso que nos detengamos en
esto con mas detalle en el próximo capitulo. Todo lo que vamos a decir ahora
no es mas que una explicación de todo lo ya dicho por que le culto hace
aparecer ala Iglesia como comunidad bautismal y, al mismo tiempo, como
comunidad nupcial, católica diaconal y apostólica. Se puede dudar sobre el
adjetivo a elegir par designar exactamente el segundo carácter de la Iglesia
que revela el culto. ¿Es preciso decir que el culto es una epifanía de la iglesia
como comunidad eucarística?. Pero la eucaristía abarca demasiado en el
conjunto de la iglesia, y por tanto, el conjunto del culto, para lo que se trata de
subrayar ahora. Yo diría que el culto revela a la Iglesia como comunidad
nupcial. ¿Qué se entiende al usar esta imagen bíblica y patriótica. Queremos
decir que la iglesia, por medio de su culto, aparece como la esposa de Cristo.

La esposa de Cristo es decir la que respondió si ala palabra del Señor, a su


llamada. Es la que se compromete, por que Cristo se había comprometido, la
que se da, por que Cristo se había dado. Al hacer que la iglesia aparezca como
una comunidad nupcial, el culto se hace aparecer como comunidad esperanza.

La esposa de Cristo, es decir la que ama a su liberador y a su esposo, la que le


consagra su belleza y toda su belleza, su alegría y toda la alegría; la que sabe
también que quien la vea debe reconocer en ella a su esposo, y que, por esto,
se dedica también a honrar en forma radiante y gloriosa lo que el ha hecho por
ella. Al hacer que la iglesia aparezca como comunidad nupcial, el culto la hace
aparecer como comunidad de amor.

La esposa de Cristo, es decir, y de forma polémica, la que no se adultera, la


que n engaña a su liberador y esposo; la que sabe hacer la elección entre la
palabra de quien la ama y de quienes la quieren seducir, y por tanto, la que se
niega a darse a otros y a creerlos. La esposa de Cristo, la que no se alegra, por
el retrasote quien espera, para justificar, por eso mismo, una complacencia en
si misma o un compromiso con otras esperanzas distintas a la única que la
justifica. La esperanza de cristo, la que se niega a vivir para si misma, hacer
hermosa y gloriosa para si misma, a separarse, por su auto justificación, de
aquel cuyo cuerpo es ella, de aquel a quien debe revelar al mundo.

Todo esto lo trataremos de nuevo en la segunda parte para ver práctica y


concretamente como puede y debe expresarse esto. El culto, el tercer lugar,
hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica. El término católico es uno
de los más hermosos y ricos de la eclesiología cristiana. No vamos a hacer
aquí su exégesis, sino que nos vamos a hacer algunas anotaciones.

Decir que el culto hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica, es


reconocer primero que se sitúa más allá de las barreras sociológicas, y que se
niega a sancionar los esquemas sociológicos de este mundo 15. Hay sitio en ella
para todos los llamados por Cristo. Como la posada en la que el buen
samaritano dejo al herido, ella es un lugar de acogida para todos (Lc 10, 34).

15 Volvemos a encontrar aquí uno de los aspectos de la iglesia, comunidad bautismal.


Las mujeres tienen un sitio, como los hombres; los niños como los adultos; los
jóvenes como los viejos; los prudentes como los tontos; los ricos como los
pobres; los poderosos como los débiles; los judíos como los gentiles; los
negros como los blancos: todos tienen acogida mas haya del orgullo, de la
codicia, de la explotación y de la envidia. Lo que le mundo separa y confunde,
ella distingue y une.

Decir que el culto hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica, es


reconocer también que permite a los bautizados ser sus miembros en toda su
plenitud antropológica. En la Iglesia pueden ser ellos mismos, restituidos a esa
humanidad gracias a la salvación y que, paradigmáticamente, se proclama por
medio de las curaciones narradas en los evangelios. No se transforman en
monstruos; no son todos oídos, o todos ojos, sino que están allí para escuchar
la palabra de Dios y para responder a ella; están allí para mirar y para moverse.
No hay que olvidar nunca que Jesús no solamente a curado a los sordos, y que
la generosidad de sus curaciones repercute en la liturgia de manera evidente.

Pero la catolicidad de la Iglesia que el culto revela no tiene sólo dos aspectos,
el sociológico y el antropológico la iglesia atestigua su catolicidad, arreglando lo
que divide a los hombres para llamarlos a la vez a la comunión y a la plenitud
en Jesucristo. Es también arreglando lo que los divide en el espacio; une lo que
está disperso, se opone a la yuxtaposición indiferente o belicosa de las
ciudades y de las naciones. Une el mundo en la solidaridad, sin confusión.
Pero negándose a admitir el olvido o el desprecio a los demás. Piénsese, para
ver lo que significa esto, en las recomendaciones y en los ejemplos que nos
ofrece el Nuevo Testamento de las intercesiones o acciones de gracias por las
Iglesias lejanas, o en el servicio de noticias ínter- eclesiásticas que parece algo
fundamental para la vida eclesial16. Es preciso, sin duda, ir más lejos: la
catolicidad del culto que revela la Iglesia no tiene, en la línea del espacio, sólo
una dimensión horizontal. Sino que también tiene otra dimensión vertical: el

16Uno de los ejemplos mas llamativos es el de la vocación de san pablo: la iglesia de


damasco había recibido ya la noticia de las intenciones policíacas el viaje de Saulo de
Tarso (Hccin. 9,13 s.).
cielo y el descanso de los difuntos piden que se los admita en el culto, cuando
veremos cuando trataremos de sus oficiantes.

El culto que hace aparecer a la Iglesia en su catolicidad, revela también una


cuarta dimensión de ésta: la catolicidad en el tiempo. Por su culto, la Iglesia
atestigua que ella reúne los siglos, que se niega a permitir que caiga en el
olvido lo que ha pasado o que se esfume en la ilusión de lo prometido. Está,
como decía san Bernardo, ante et retrooculata; ve hacia delante y hacia atrás,
y abarca el conjunto de la historia de la salvación. Es necesario tener presente
nuestro primer capítulo sobre el culto. Recapitulación de la historia de la
salvación; cuando la Iglesia aparece, por medio del culto, para ser ella, toda la
historia de la salvación está presente de forma misteriosa, desde Abel hasta la
parusía.

Me parece legítimo mostrar la última dimensión de la catolicidad de la Iglesia


que aparece en y por el culto: la Iglesia es católica un poco como lo era el arca
de Noé. Quiero decir que la Iglesia es católica en el sentido de que Dios la ha
convertido en garantía del mundo, y portadora de su futuro, porque en ella, ya
hemos aludido a ello al mencionar el aspecto bautismal de la Iglesia que
aparece en el culto, el mundo ha encontrado acogida, y porque desde ahora
percibe y capta los suspiros de la creación para restituirle, sacramentalmente,
el oficio litúrgico para el cual ha sido creada.

El culto, pues, hace aparecer a la Iglesia como comunidad católica en el


sentido de que muestra en los planos sociológico, antropológico, espacial,
temporal y cultural, que la Iglesia niega lo que divide y separa, después de
consumada la separación bautismal, y que recibe todo aquello por lo que Cristo
murió, todo lo que está destinado a la salvación. Se ve así que el adjetivo
contrario a católico no es “protestante”, sino “diabólico”. El culto epifanía de la
Iglesia católica, es para el mundo entero un exorcismo verdadero. También
volveremos a ver este punto.

En cuarto lugar, la Iglesia toma conciencia de sí misma como comunidad


diaconal. En mi opinión esto quiere decir dos cosas:

La Iglesia aprende por medio de su culto y manifiesta así que no es para sí


misma, que no tiene su justificación en si misma. Es para Dios y los hombres
como lo fue Cristo. Se encuentra, pues, doblemente orientada. Veremos esto
en los capítulos 3 y 5.

También por el culto la Iglesia toma conciencia de sí misma como comunidad


diaconal porque el culto la permite aparecer no como un bloque, sino como un
cuerpo con diversidad de miembros, distintos en sus funciones y en su
importancia. El culto invita a los miembros de la Iglesia a ayudarse mutuamente
en la obra de la salvación, a manifestar sus vocaciones particulares destinadas
a edificar el conjunto del cuerpo:

El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como
buenos administradores de la multiforme gracia de Dios (1Pe 4,10; 1 Cor 12)

También aquí sólo apunto el tema, porque lo trataremos más adelante, en el


capítulo de los oficiantes del culto, al examinar cuáles son sus funciones
esenciales y cuáles accesorias, cómo se deben ejercer en el culto para la
edificación común, y quiénes han de ser sus ministros. Naturalmente, veremos
también en qué medida depende esta diaconía de la libertad de la Iglesia.

Por su culto, la Iglesia confiesa lo que ella es: se presenta como comunidad
bautismal, nupcial, católica, diaconal y, finalmente, como comunidad apostólica
o misionera.

Es preciso preguntarnos por qué la Iglesia, por y en su culto, aparece como


comunidad apostólica. Se debe a que, usando las palabras de K. Barth, “sale
sin pretensiones pero con firmeza, del medio profano en qué está
ordinariamente sumergida”, es decir por su culto se distingue del mundo. Y esto
de dos maneras: primero, porque no reúne a todos los hombres, sino a los
bautizados: esto la orienta de forma especial respecto de los que no están
bautizados aún. Por su existencia sola es, para los que no son sus miembros,
una pregunta y una promesa. Pero la Iglesia se distingue del mundo por su
culto, y por este hecho aparece como apostólica, no sólo porque no abarca a
todos los hombres, sino además porque no está reunida de forma continua; hay
un día de la Iglesia, es decir un día de culto, el domingo. La intermitencia del
mismo enseña a la Iglesia que está aún en el mundo, que no ha llegado aún el
gran sábado. Si la imagen no fuera demasiado audaz, diría que la Iglesia
aparece, cada siete días, un poco como un cetáceo que sale a la superficie, a
intervalos regulares, para respirar. El hecho mismo de esta intermitencia, de
esta reunión no continua, sino esporádica, hace que la Iglesia aparezca en su
alteridad respecto del mundo, y le plantea la pregunta de su razón de ser en y
para él.

¿Cómo toma conciencia la Iglesia, en su culto y por el mismo, de ella como


comunidad apostólica? Sin prejuzgar lo que examinaremos en el capítulo
próximo, completamente consagrado a esta pregunta, podemos decir aquí que
lo hace precisamente al ver que solamente es primicia de las criaturas (Sant
1,18), y no su conjunto, y sólo se reúne el primer día de la semana (Hech 20,7),
y no todos los días. Con otras palabras, el culto es epifanía de la Iglesia como
comunidad misionera, en el sentido de que obliga a enviar al mundo a lo largo
de la semana a los que ha reunido el primer día de la misma.

Esto nos permite abrir un breve paréntesis sobre el término misa, que, a partir
del siglo IV, ha suplantado poco a poco en occidente a todos los demás para
designar el culto y que, entre los luteranos, incluso ha resistido a la reforma. Su
origen provoca ciertas dudas. Parece cierto, a pesar de algunas hipótesis, que
viene del bajo latín, missa=missio=envió, despido; con otras palabras, el último
acto o culto, la despedida solemne para enviar de nuevo a los fieles al mundo
(Lc 24,46-53), habría dado su nombre a todo el culto, en cierta manera para
subrayar su razón de ser en un mundo que no es aún el reino.
El culto, afirma A.D. Muller, quiere ser comprendido como misa, missio, envió.
En él se enciende la luz que debe iluminar al mundo.

El mismo A.D Muller dice que: el culto es la respuesta más concreta a la


pregunta hecha para saber dónde está la Iglesia.

No podemos desarrollar aquí todas las implicaciones de esta evidencia


teológica. En particular, para evitar el tener que introducir en este tratado de
teología litúrgica todo un tratado de eclesiología, es preciso que no
examinemos las relaciones entre la Iglesia local ( la asamblea litúrgica) y la
Iglesia universal, y el problema de la legitimación católica del ministerio
ordinario de la Iglesia local, del litúrgico ( Rom 12,8; 1 Tes 5,12). Me conformo
con hacer tres observaciones:

1. Es preciso que subrayemos la verdad de las afirmaciones de las


confesiones de fe del siglo XVI, que consideran a la Iglesia cristiana como el
lugar donde se predica la palabra de Dios con pureza y donde se administra
legítimamente los sacramentos; es decir para designar a la verdadera
Iglesia, remiten a su culto17. Si obran así es porque saben perfectamente
que la Iglesia mantiene su fidelidad en la predicación y en la vida
sacramental, pero también porque saben que se juega en ellos su fidelidad.
Y si las confesiones de fe reformadas acostumbran, con frecuencia, de
forma muy explícita, a añadir una tercera nota, a saber para hablar por
ejemplo, de la confesión escocesa de 1560 el cumplimiento severo de la
disciplina eclesiástica, tal como se deduce de los preceptos de la palabra de
Dios18, no arrancan la Iglesia de su situación litúrgica, sino que por el
contrario, indican que la Iglesia no reconoce a cualquier advenedizo como
capacitado para celebrar el culto cristiano. Hemos subrayado antes de tal
forma que la Iglesia aparece por su culto como comunidad católica, que no
hay miedo de precisar aquí que el culto “congregacionaliza” a la Iglesia. Al
hacer esto insistimos en uno de los innumerables puntos en que la reforma
se muestra fiel a la tradición patrística, conservada y estudiada también por
las Iglesias ortodoxas.

2. Si en el culto la Iglesia confiesa de forma excelente lo que es, significa esto


que no lo hace en primer lugar por su catequesis, su estructura o su
diaconía. No es que éstas sean despreciables o indiferentes; también son
terrenos donde la Iglesia se juega su fidelidad, y sería una gran

17 << est autem ecclesia congregatio sanctorum, in qua evangelium pure docetur et
recte administrantur sacramenta>> (Confeción de Augsburgo,c.7; cf. Die
Bekenntnisschriften der evangelicsh-lutherischen kirchen. Göttingen 1930, 59 s.; cf. Ibia.;
279)
18 <<…disciplinae severa et ex verbi divini praescripto odservation>> (cf. W. NIESEL,

Bekenntnisschriften und Kirshenordnungen der nach Gottes Wort Reformierten Kirche.


Manchen 1958, 103; cf. Ibid., 72. 131. 251). Además en el texto de la Confesión de
Augsburgo citado anteriormente se presupone esto, ya que se habla de una
Congregatio sanctorum.
equivocación querer deshonrarlas en beneficio del culto. Pero se
encuentran en un segundo lugar respecto del culto. Una catequesis que no
intente recordar a los hombres su orientación profundamente litúrgica; unos
misterios que se desinteresan de forma constante de las funciones del culto;
una diaconía que no tenga la intención de mostrar hasta qué punto
compromete la intercesión por los enfermos, los pobres, los afligidos y los
cautivos, están desarraigadas, en cierta manera, y amenazan con
convertirse en tendencias intelectualistas, juridicistas o socialistas.

3. Esta puede ser peligrosa o fácil. Si la Iglesia en y por su culto aparece como
es, en y por él ofrece la prueba de su fidelidad o infidelidad; por tanto, si es
infiel, hay que reformar el culto cuando se quiere reformar la Iglesia. Se
desconfía mucho entre nosotros de una reforma de la Iglesia que lo fuera al
mismo tiempo del culto; se desconfía mucho de los movimientos que
intentan reformar la Iglesia por medio del culto. Se teme que este cambio
solamente sea formal, sin que toque el corazón de la Iglesia, como si ésta
pudiera tener otro corazón distinto del culto. Es preciso, evidentemente,
entenderse: no es el culto el medio de la reforma de la Iglesia; no podría ser
la levadura de una reforma; piénsese en Josías, reformador al redescubrir el
libro de la palabra de Dios (2 Re 22 s). pero si esta palabra debe reformar la
Iglesia, debe tocar directamente el culto. En tiempos de Josías, el
redescubrimiento de la palabra de Dios no provocó simplemente un estupor
de arrepentimiento, sino que éste se concretó en una obra: la extirpación
radical de la idolatría para devolver al pueblo, en una pascua inusitada, la
gracia, la alegría y la belleza de su culto.

Una reforma de la Iglesia que se parase en el umbral del culto, que no llevara
consigo un cambio litúrgico y que no se concretase en él, esterilizaría la
palabra de Dios en vez de permitir que produjera su fruto. Por eso, no creo
exagerado decir que si la renovación litúrgica que conoce nuestra época
retrocede ante la inmensa empresa de una reforma litúrgica, si tiene miedo de
acometerla, ahí estará nuestra condenación. No es una mejor catequesis, ni
una reorganización de la Iglesia, ni una toma de conciencia de la llamada que
dirigen a la Iglesia los cansados y abrumados, lo que justificara a la Iglesia de
nuestra generación: es una forma litúrgica, porque ésta justificará también, de
rechazo, la catequesis, la organización eclesial y la diaconía, salvándolas del
peligro del intelectualismo biblicista, del juridicismo o del activismo social.

3. El culto, corazón de la comunidad local

La lectura de los teólogos protestantes contemporáneos evidencia que el


consenso es general; sin dudarlo, creen que el culto es el centro de la vida
comunitaria cristiana, y esto es obvio. Así se significan dos cosas:

En primer lugar, el culto es en cierta forma el criterio de la vida parroquial: es


sano lo que es apto para encontrar su sitio en el culto, lo que soporta orientarse
hacia él y lo que puede dar fácilmente fruto con vistas al mismo; es malsano lo
que no soporta esta implantación u orientación. Una catequesis que no tenga la
meta de sostener a “los adoradores que el Padre busca” (Jn 4,23) estaría
vaciada. Una organización parroquial que se desinteresase del culto sería
parasitaria. Una diaconía que no quisiera aparecer como aceptadora de la
intercesión de la Iglesia estaría profanada. Cuando se ve la agitación que
sacude a tantas parroquias y que les hace confundir el insomnio con la
vigilancia, se desearía, a veces, imponerles un año sabático, en el que no
tendrían otra actividad que el culto parroquial, para que aprendan de nuevo a
ver lo que deben hacer o no, teniendo en cuenta este centro. Probablemente
podrían dejar muchas más actividades de las que creen al estar sumergidas en
esa agitación.

Pero decir que el culto es el corazón de la comunidad cristiana, no es recordar


simplemente el criterio de lo que debe ser y vivir, sino que trae a la memoria el
hecho de que si el cultos se para, la Iglesia muere. La Iglesia vive gracias a
su culto. Este está efectivamente vivo con sus movimientos de diástole y
sístole, como el corazón. Lo mismo que este órgano es una bomba aspirante e
impelente en el cuerpo animal, el culto lo es para la vida parroquial. Desde el
culto, misa, la Iglesia se extiende por el mundo para mezclarse como la
levadura con la masa, para darle gusto como su sal, para permitirle ver como
su luz, y la Iglesia viene hacia el culto, hacia la eucaristía, desde el mundo,
como un pescador que recoge sus redes o un campesino que guarda la
cosecha. Desde el culto y hacia él viven las actividades parroquiales que se
justifican verdaderamente. Con frecuencia se tiene miedo del movimiento de
sístole, como si fuera la Iglesia a replegarse sobre sí misma, a olvidar su misión
en el mundo, a enfermar.

Este temor que me parece vano por dos razones. Primero, por una razón
psicológica: la Iglesia se moriría si no tuviese un culto que no fuera una misa,
en el sentido que hemos visto, como un ser vivo moriría si tuviera un corazón
que no pusiera en movimiento la sangre gracias a la diástole y la sístole. Con
otras palabras, la evangelización es la pareja absolutamente obligada del culto,
como éste lo es de aquélla. Pero el temor del movimiento de sístole me parece
vano sobre todo por una razón teológica: cuando la Iglesia se reúne para el
culto, cuando se convierte en una asamblea litúrgica, no se repliega en sí
misma, sino que se acerca a Dios, para consagrarle, en la acción de gracias,
en la eucaristía, lo que es y lo que tiene. Hay que dudar de la presencia de
Dios en el culto para desconfiar de la vida litúrgica, lo mismo que de la victoria
de Cristo sobre el mundo para desconfiar de la acción misionera. La Iglesia no
puede tener una u otra: debe tener ambas.

3 EL CULTO, FIN Y FUTURO DEL MUNDO

Hemos visto lo que sucede en el culto: la recapitulación de la historia de la


salvación. Hemos visto la importancia del culto para la Iglesia: por el culto y en
él es ella misma, toma conciencia de sí misma, se confiesa a sí misma, es
decir, éste es, para la Iglesia, el lugar de su epifanía. Pero precisamente por
recapitular la historia de la salvación y por ser el lugar de la epifanía de la
Iglesia, no es aún la exultación del reino que no podrá tener fin: el culto se
celebra en este mundo. Hemos de ver en este capítulo si tiene alguna
importancia para el mundo el hecho de que el culto se celebre en él, y si éste
concierne de alguna forma al mundo. Hay que responder a esto con calma y
seguridad, y, a pesar de todos los desaires que pueden venir de parte del
mundo, para éste es de una importancia absolutamente decisiva la celebración
del culto cristiano, ya que éste indica al mundo su límite y le ofrece también su
verdadero futuro, si quiere entrar en esta pascua, en este paso, que es el culto.

En este capítulo, pues, hablaremos del culto como amenaza y promesa para el
mundo. Pero antes de entrar en materia, es preciso, hacer dos observaciones
previas, y después de haberlas tratado, será preciso, muy brevemente, intentar
ver la relación que hay entre el culto y la evangelización.

1. Dos observaciones previas

Para que sea posible situar el culto cristiano con relación a la vida del mundo,
es preciso poder distinguir entre la Iglesia y el mundo, entre lo sagrado y lo
profano. Con frecuencia se teme esta distinción: se cree que era válida en
tiempos de la antigua alianza, y que desempeña un papel real en las religiones
paganas; pero se dice que la encarnación del Hijo de Dios en Jesús de Nazaret
y la reconciliación entre Dios y el mundo sellada por el sacrificio de la cruz han
puesto fin a esa distinción y la han hecho completamente anacrónica. Se
presenta como prueba el desgarramiento de la cortina del templo, cuando
espiraba Jesús ( Mc 15,38 y par) y la destrucción del mismo templo años
después.

Sin embargo, hay que mantener esta distinción entre lo sagrado y lo profano, y
en esto estriba la justa apreciación de la misión de la Iglesia en el mundo, como
pueblo profético, sacerdotal y regio. Evidentemente, querer mantenerla según
la manera judía es algo absurdo y anacrónico: la circuncisión ha quedado atrás,
igual que la celebración del culto del templo de Jerusalén y la observancia del
sábado. Pero la nueva alianza no ha suprimido todo esto, sino que lo ha
reemplazado. El bautismo es el medio de entrada en el pueblo de la promesa,
el cuerpo de Cristo es el sacramento de la presencia de Dios entre los
hombres, y el domingo es el día de la asamblea de los fieles. El hecho de la
existencia de un bautismo, una iglesia y un domingo prueba que continúa
siendo necesaria la distinción entre lo sagrado y lo profano; renunciar a esto es
poner en duda la necesidad del bautismo, la especificad de la Iglesia y la
legitimidad del domingo: más aún, así se sitúa uno en una teología gloriae o se
rechaza la doctrina de la encarnación.

Situarse en una teología gloriae es colocarse más allá de la resurrección,


porque en el reino todo será sagardo o profano, las dos palabras entonces
serán intercambiables. En este sentido, la negativa a distinguir va contra el
tiempo. O se duda de la doctrina de la encarnación, y se cree que el mundo
venidero es demasiado débil, o demasiado despreciable, para suscitar aquí
algo distinto a un deseo codicioso, o para promover los signos de su presencia
real. Por tanto, o se confunde el mundo y el reino, o se niega la posibilidad de
poseer éste en el futuro. Se sucumbe así a la tercera tentación que sufrió Cristo
en el desierto (Mt 4,8 s) o se niega que esta tentación pueda tener un alcance
existencial. Con otras palabras, es no admitir el encontrarse donde Dios ha
colocado la Iglesia: antes de la parusía, pero después de Pentecostés. Se
niega la simultaneidad de los dos eones, afirmando que este siglo queda
suprimido o bien que el siglo futuro es radicalmente incomunicable con éste, y
que no se pueden situar cabezas de puente en él. Positivamente: si se hace
necesaria una distinción entre lo profano y lo sagrado es causa de lo
entrelazados que están estos dos siglos.

¿De dónde viene la desconfianza hacia esta distinción? Sin duda, de la


tendencia de este siglo por asimilar todo lo que depende del venidero, y, por
consiguiente, todo lo que lo discute. No quiere en su seno un pueblo de
profetas, de sacerdotes y de reyes; un pueblo que lo juzga, que tiene la
pretensión de sustituirlo en los asuntos esenciales, y de ser un vicario en el
reconocimiento de su verdadero destino; un pueblo que quiere permanecer
libre. El siglo presente intenta todo lo posible para disminuir y para naturalizar
la gracia. Esta desconfianza viene, pues, de una profanación de la Iglesia, y del
consentimiento de la Iglesia en ello. Esto aparece de una manera
particularmente dolorosa en la degradación del milagro del bautismo a la
categoría de una ceremonia folklórica generalizada, o en el consentimiento de
la Iglesia a las pretensiones del estado para integrarla en su estructura
ordinaria. Se desconfía muchísimo de la distinción entre lo sagrado y lo profano
cuando no se encuentra disgusto en lo multitudinario.

Esta desconfianza viene también de cierta impaciencia de la Iglesia: sabiendo


que es católica, olvida que hasta la parusía su catolicidad debe pasar por la
puerta estrecha de la santidad. Encargada de hacer conocer al mundo entero el
amor de Dios a este mundo y la salvación que posee para el mismo, olvida que
hay en él puercos y perros (Mt. 7,6), y entrega la gracia sin controlar la manera
de recibirla. La certeza de la victoria de Cristo es tan enceguecedora que olvida
el hecho de que el Señor será hasta su venida, para el mundo (Lc 2. 34): el
mundo le parece tan vencido que eres que ha perdido todas sus posibilidades
de revolución y todas sus garras (cf. Dt 21. 12), y que se ha convertido en un
aliado del que no tiene que desconfiar. En vez de contradecirlo, va a poder
santificarlo.

No es casualidad que todas las recomendaciones de los padres sobre el


bautismo de los recién nacidos sean posteriores a la conversión de
Constantino, ya que tenían la esperanza de que no habría más persecuciones.
Con otras palabras, la desconfianza hacia una distinción entre lo profano y lo
sagrado suele venir de una baja en la tensión escatológica. Digo esto para
recordar que no es sólo una falta teológica el impacientarse por esta distinción,
también es una carencia evidente en la capacidad de poder descifrar los signos
de los tiempos.
Todo, pues, lleva a creer que la historia contemporánea se va a encargar, de
un forma completamente nueva, de recordar a la Iglesia que debe tomar
coneciencia de su alteridad con relación al mundo, de su carácter sagrado. No
hay que exagerar el peligro que puede correr la Iglesia por emplear esa
distinción, encontrada de nuevo, para refugiarse en lo sagrado y complacerse
en él. Temer demasiado ese peligro significa no tener confianza en el Espíritu
que habita en la Iglesia. Si ésta no ha muerto por la identidad tan fuerte entre lo
sagrado y lo profano que ha habido durante la época de la cristiandad en que
se defendía lo sagrado por la ordenación al ministerio sagrado más que por el
bautismo, por las especies eucarísticas más que por el culto, no hay que temer
que muera al reaparecer, frente al mundo, como pueblo profético, sacerdotal y
real. El pietismo es sospechoso en la época de la cristiandad. En la situación
política precristiana o poscristiana, el “pietismo” es, para la Iglesia, algo
indispensable para su misión en el mundo; no se debe al azar el hecho de que
la Iglesia de nuestro tiempo manifieste su toma de conciencia de pueblo
minoritario por una renovación a la vez litúrgica y misionera.

La segunda observación previa se refiere al carácter público del culto. La


Confesión helvética posterior da, aquí también el tono. En el c. 22, al tratar de
“las asambleas sagradas y eclesiásticas”, dice:

Se requiere que las asambleas eclesiásticas sean públicas y muy


frecuentes, y no ocultas, ya que la persecución de los enemigos
de Jesucristo y de su Iglesia no lo impide. Pues sabemos que las
de la Iglesia primitiva se celebraban en lugares secretos, en la
época de la tiranía de los emperadores romanos. 19

Hay que precisar aquí varios puntos.

No es su publicidad, sino su celebración, lo que hace del culto el fin y el futuro


del mundo. La publicidad del culto es deseable, pero no aprueba ni desaprueba
la validez del mismo. Además, el “culto” como tal no puede ser “público”, en el
sentido pleno de esta palabra, sin falsearse. Quiero decir que la celebración del
culto es, por derecho, comunitaria, y no se admite en ella a los bautizados. En
este sentido, sólo puede ser una celebración “pública” cuando todo el “público”
de una localidad esté bautizado, sin que haya entre ellos ningún excomulgado.
Esta situación se va haciendo cada vez más excepcional, y mucho más, aún
durante bastantes años, porque las divisiones confesionales no permitirán a
todos los bautizados de un lugar celebrar todos el culto cristiano. Además, para
que fuera una celebración “pública”, y por tanto, abierta a todos, sería
necesario, en nuestras circunstancias, que no fuera una celebración
comunitaria, sino un espectáculo al que se pudiera asistir sin participar en él.

Hay que distinguir entre la proclamación del evangelio y la celebración del


culto. La predicación debe buscar la publicidad (Mt 10, 27); debe impacientarse
cuando las circunstancias políticas la obligan a la clandestinidad o a un

19 Cf. W. NIESEL, o. c., 21, 175, etc.


lenguaje en calve. A ella pertenece entrar en el mundo para buscarlo y para
ponerlo en situación de responderle. El culto se celebra entre los que han
creído en el evangelio: sólo los bautizados forman las comunidades. Según la
tradición, la parte pública del culto es al mismo tiempo homilética, destinada a
los bautizados y a los catecúmenos, más que en los creyentes y a los no
creyentes. Esto debe haber sucedido ya en los tiempos apostólicos, porque los
“no iniciados o infieles” que menciona San Pablo como huéspedes de esta
parte homilética, lo son más bien de forma hipotética (1 Cor 14, 23 s.). La
acción misional, por tanto, se realiza mucho más por la predicación pública que
por la celebración del culto.20

En resumen, el culto no tiene necesidad de ser público, abierto a todos, para


que se refiera al mundo entero. Incluso si se celebra en privado por dos o tres,
Jesucristo está presente y, por esto, el culto de la Iglesia posee una
trascendencia que alcanza a todo el mundo, siendo a la vez una amenaza y
una promesa. A continuación vamos a examinar estos aspectos.

2. El culto, amenaza para el mundo

El culto, negación de la autojustificación del mundo.

El culto cristiano es el memorial del cuerpo y de la sangre de Cristo ofrecidos


para salvar el mundo. El memorial del cumplimiento de todo lo que Dios quería,
de la consumación de la historia.

Con la muerte de Cristo en la cruz, todo está realizado. En este


cuerpo de Cristo, sangrante y desgarrado, Dios ha alcanzado su
propósito. La historia del mundo ha llegado, en principio, a su
término. Esta muerte en cruz, con su poder inusitado y explosivo,
rompe los fundamentos más profundos de la historia de nuestro
mundo y las cimas más altas de los tronos y potestades
supraterrestres. Por su virtud, toda la historia se hace porosa, de
forma que el último día l puede empapar por completo (P.
Brunner).

Cada vez que la Iglesia se une para celebrar el culto, para “proclamar la muerte
de Cristo” (1 Cor 11, 26), anuncia al mismo tiempo el fin del mundo y su
derrota; se define contra la pretensión del mundo que quiere proporcionar a los
hombres una razón de ser válida, y renuncia a él; por estar compuesta de
bautizados, afirma que la vida adquiere su sentido sólo más allá de la muerte a
este mundo, es decir en la resurrección con Cristo. El culto es la peor negativa
que se puede dar a las pretensiones del mundo que se considera capaz de
ofrecer a los hombres una justificación eficaz y suficiente. No hay nada más
convincente contra el orgullo del mundo y contra su desesperanza que el culto
de la Iglesia.

20Cuando San Ireneo insiste en el carácter público de la enseñanza tradicional de las


cátedras episcopales contra las tradiciones ocultas de los gnósticos, no quiere hablar
de una publicidad “mundana”, sino de una publicidad en el interior de la Iglesia.
A título de ejemplo, se pueden mencionar aquí las doxologías que se escuchan
en el culto. Tienen un carácter eminentemente polémico, cuando la Iglesia hace
suya la oración dominical diciendo “te sea dada toda honra y gloria por los
siglos de los siglos...”; cuando proclama que “a Dios único sabio, sea por
Jesucristo la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Rom 16, 27); cuando
afirma.

Digno eres, Señor Dios nuestro de recibir la gloria, el honor y el


poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen
y fueron creadas (p 4, 11); o, salud a nuestro Dios, al que está
sentado en el trono, y al cordero (Ap 7, 10);21

Cuando desde tiempos muy remotos terminan los salmos con la antífona la
gloria y cuando en el momento del credo hace presente en cierta manera el
bautismo, renuncia a Satanás y a sus obras, al mundo y a sus pompas, a la
carne y a sus deseos, y consagra su vida, cueste lo que cueste, a servir al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo contra los dueños de este mundo. Decir “gloria
a Dios” es protestar contra las potencias y los poderosos que creen poder
saciar la esperanza de los hombres, es negar sus pretensiones, y recordarles,
con riesgo de represalias, que por su orgullo Jesús

Ha despojado a los principiados y a las potestades, y los sacó


valientemente a la vergüenza, triunfando de ellos en la cruz (Col
2, 15).

En este sentido, el culto cristiano, por su celebración, es un acto


profundamente político: recuerda al Estado el carácter limitado y provisional de
su poder, y cuando el Estado reclama para sí una confianza y una obediencia
absoluta, el culto cristiano protesta contra esta pretensión de reivindicar un
reino, un poder o una gloria que solamente pertenece a Dios.

El culto, preludio del juicio final

De doble manera es un preludio del juicio final.

En primer lugar, porque se sitúa respecto del mundo como el reino se situará
respecto de la gran asamblea que permitirá la separación escatológica. El culto
es, aquí abajo, el lugar de reunión de los que han sido “trasplantados en el
reino del Hijo” (Col 1, 13), los que han emigrado del mundo a la Iglesia. En
efecto, el culto reúne, por adelantado, a quienes han sufrido el juicio final de
forma sacramental, gracias al bautismo, que los asocia a esa anticipación
determinante del juicio final que es la muerte y la resurrección de Jesucristo. La
misma presencia de la Iglesia reunida en l alegría de su Señor es así, para el
mundo, un preludio del juicio final.

21Cf. También 1 Tim 1, 17; 6, 16; Jds 25; Ap 1, 5; 4, 8; 5, 9 – 10; 5, 12.13 b; 7, 12; 11, 15.17-
18; 12, 10-12; 15, 3 b-4; 16, 7; 19, 1-2; etc.
También los es para quienes celebran el culto, pues el bautismo solamente es
un trasplante sacramental. No quiere decir esto que carezca de eficacia y de
realidad, sino que puede quedar comprometido o incluso anulado por la pereza
de los que se benefician del bautismo (cf. 1 Cor 10, 1-13). También para los
cristianos, la autojustificación sigue siendo una amenaza real, ya que si son
santos, deben serlo de verdad, y hay que combatir continuamente para
alcanzar la victoria. El cristiano también es un hombre que ha de interrogarse
ante el culto. Conoce en sí mismo el antagonismo que existe entre la Iglesia y
el mundo, aunque sea consciente de que el porvenir pertenece al hombre
nuevo. Para quienes celebran el culto, éste preludia el juicio final de dos
maneras: por sus elementos y por su estructura.

Entre los elementos del culto, para ser breve, no citaré sino la predicación, la
santa cena y las oraciones22. La predicación, también la parroquial, es un
suceso escatológico por medio del cual interviene Dios haciendo que los
hombres renuncien a sí mismos, o confirmando la renuncia ya hecha,
confiando la vida éstos al único que puede salvar a todos de la perdición, a
Jesucristo. Es verdaderamente, como lo hace notar J. Bengel comentando 1 Pe
3, 19, un “preludio del juicio universal”.

La comunidad reunida alrededor de la palabra apostólica del


evangelio es el lugar donde uno se orienta hacia la vida eterna o
hacia la muerte eterna (P. Brunner).

Contrariamente a lo que se cree con frecuencia, en la predicación ocurre algo


de interés para los hombres. Les sucede algo. La predicación es un
acontecimiento que se puede colocar paralelamente a un exorcismo: se
expulsa a los demonios y se devuelve a Dios lo que le pertenece; como en el
juicio final, elegirá para sí a quienes escaparon definitivamente de las
asechanzas del demonio.

También la eucaristía es un suceso escatológico, una prefiguración del futuro.


Piénsese en las parábolas del banquete o en las nupciales, que muestran que
se llega a la mesa del Señor por medio de un juicio. Además, el comulgar no es
una garantía de salvación, como lo muestran el que Judas Iscariote participase
en la institución de la cena y el invitado de la parábola que no tenía vestido
adecuado (Mt. 22, 11 s.). Por eso, inmediatamente antes del banquete, se
avisa a los comulgantes: “si alguno no ama al Señor, que se anatema” (1 Cor
16, 22; Didaché 10, 6; ef. 1 Cor 11. 28 s.) Si es indudable que el banquete
eucarístico es el de que habla Ignacio de Antioquia (A Ef 20,2), este remedio no
actúa de una forma automática y mágica; es una promesa con la que se puede
contar en la fe, pero que hace beber y comer su condenación a quien no vea
en ella una gracia; también se decide en la cena la suerte eterna de los
hombres. Hablemos, finalmente, de la oración que hace también del culto un
preludio del juicio final. La oración litúrgica es profundamente escatológica;
apela al fin del mundo y amenaza al siglo presente, no sólo a los cristianos sino
22Acabamos de hablar de la doxología y del credo. Dejo de lado el bautismo porque
no es un elemento ordinario del culto parroquial.
al mundo entero:

Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu


voluntad así en la tierra como en el cielo.

O incluso: (venga la gracia y pase este mundo).23

Orando así se demuestra, es verdad, la esperanza, pero se invoca también al


juez y se pide ser juzgado; cada vez que se recita la oración dominical se corre
el riesgo de que sea escuchada de una forma muy dolorosa para el que la
pronuncia.

Pero el culto no es un preludio del juicio final únicamente por elementos más
importantes. También lo es por su estructura tradicional, por comprender dos
momentos, igual que el fin del mundo: en el primero, la palabra invita a una
decisión y efectúa una separación; y después de ésta, en el segundo momento,
se participa de la alegría del banquete mesiánico; justo lo que se llamará más
tarde misa de los catecúmenos y misa de los fieles. Aunque la fórmula de
despedida al final de la primera parte se haya atenuado muchísimo a lo largo
de los siglos, yendo desde una anatema hasta una bendición, el hecho de
haber mantenido (en oriente incluso en la actualidad) una exclusión de los no
bautizados y de los excomulgados en el momento de comenzar la celebración
eucarística, es el signo de que el culto es el preludio del juicio final; también el
culto es una amenaza por su desarrollo para quienes se niegan a morir y
resucitar con Cristo y para quienes se niegan a confirmar con su vida la gracia
recibida en el bautismo. Muestra de que la salvación no es algo que marcha
por sí misma, sino que sólo se encuentra más allá de la conversión.

El culto cristiano,
Protesta contra los cultos no cristiano

El culto cristiano es, finalmente, una amenaza para el mundo porque


desenmascara la vanidad y la perversión de lo que busca el mundo para su
justificación más íntima; la vanidad y la perversión de los cultos imaginados por
este siglo. Veremos que el culto cristiano es el juicio y el perdón de los demás
cultos. Hay que comenzar diciendo que es su juicio. No hay entre ellos escala
ni nivel. Hay un abismo, y este precisamente exige que se mantenga la
distinción entre lo profano y lo sagrado.

No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué consorcio


hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunidad entre la luz
y las tinieblas? ¿Qué concordia entre Cristo y Belial? ¿Qué parte
del creyente en el infiel? ¿Qué concierto entre el templo de Dios y
los ídolos? Pues vosotros sois templo de Dios vivo, según Dios
dijo: “Yo habitaré y andaré en medio de ellos, y seré su Dios y
ellos serán mi pueblo”. Por lo cual, salid de en medio de ellos y
23Didaché 10, 6. Las oraciones eucarísticas de la misma (c. 9 y 10) son muy típicas de
este carácter prefigurativo del juicio que es el culto cristiano.
apartaos, dice el Señor, y no toquéis cosa inmunda, y yo os
acogeré y seré vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis
hijas, dice el Señor todo poderoso (2 Cor 6, 14-18).

Solo es posible llegar al culto cristiano por la conversión, que no es una


aceleración del proceso natural, sino una ruptura, una muerte y una renuncia.
Esto no quiere decir que el culto cristiano no tenga relaciones con los cultos
paganos, sino que su relación es la misma que existe entre la verdad y la
mentira. “Evidentemente, la mentira no lo es sino respecto de la verdad. Es la
realidad asesinada de la verdad…” (P. Brunner); por eso hay que
desenmascararla. No es una verdad previa, provisional, preparatoria, sino lo
contrario de la verdad. Por eso, el culto cristiano protesta por su celebración,
con la que hay de más profundo, de más misterioso y de más determinante en
el mundo, contra el culto pagano. 24 En el culto cristiano, celebrado en este
mundo, hay una provocación a todos los no – cristianos, y por consiguiente, se
proclama el señorío de Cristo y la derrota de Satanás. No se debe creer que
solamente la predicación misionera del evangelio haga retroceder las
pretensiones del demonio. La celebración del culto tiene el mismo efecto.
Como Ignacio de Antioquia escribía a los efesios:

… Cuando os reunís, se abaten los poderes de Satanás y se


disuelve su obra de ruina por la concordia de vuestra fe. Nada es
mejor que la paz, en la que toda la guerra de los poderes celeste
y terrestres (contra nosotros) se reduce a nada (A Ef 13, 1s.).

3. El culto, promesa para el mundo

Jesucristo no es solamente el fin de nuestro mundo; si el mundo consiste en


renunciar a sí mismo, al no querer ser su auto-justificación y su propia razón de
ser, también es su futuro; “Jesucristo es nuestra esperanza”, dice San Pablo (1
Tim 1, 1; cf. Col 1, 27). No es únicamente quien condena y hace morir, sino
también quien perdona y hace revivir. Si en el párrafo anterior era preciso
invocar el viernes santo, aquí hay que tener presente el misterio pascual. Muy
esquemática y brevemente queremos mostrar que la Iglesia hace por medio del
culto lo que el mundo no puede hacer, ya que aquél es para ésta una promesa,
y de ahí el perdón y el cumplimiento de los cultos no – cristianos.

El carácter vicario el culto

Comencemos con una afirmación profunda y verdadera de Otto Haendler:

… El culto celebrado hic et nunc de una manera específica por la


Iglesia cristiana es la expresión concreta y vicaria (o sustitutiva)
del sentido fundamental y de la actitud esencial de todo el
cosmos, es decir la expresión dela adoración ininterrumpida del

Se ve, invirtiendo los conceptos, la importancia del culto como medio determinante
24

de toda la existencia humana cuando tiene uno presente las repercusiones totalitarias
de un culto pervertido; véase Rom 1, 24-32.
Dios vivo por el conjunto de la creación.

La finalidad creadora de Dios era convocar al mundo entero para que,


conducido y ofrecido por el hombre, encontrase la plenitud y la paz celebrando
a Dios y conociendo su reposo (Gén. 1, 1-2, 4). La intención creadora de Dios
era, en definitiva, litúrgica. Pero el hombre ha desorientado el mundo por su
pecado, lo ha desviado de su verdadero origen y ha reducido a suspiros de
angustia el culto que debería ser el suyo. Este trastorno del mundo Dios lo ha
negado y por eso instituye en el tiempo la historia de la salvación; desde la
prefiguración del fin del mundo que es el diluvio o la desaparición del ejército
egipcio en el mar Rojo hasta la victoria del día de pascua y la venida del
Espíritu Santo, pasando por todas las etapas, ascendentes y descendentes, del
pueblo elegido, hasta el punto culminante de la encarnación del Hijo de Dios en
Jesús de Nazaret.

A este respecto, es muy sintomático notar que Jesús devuelve no sólo la paz a
los hombres, sino a todo el mundo; los animales salvajes se domestican (Mc 1,
13), los pájaros del cielo se integran en la providencia de Dios (Mt 10, 29), los
lirios del campo, en su doxología natural, se visten con más gloria que Salomón
(Mt 6, 28), la tempestad se calma (Mt 8, 23 s.), el pan y el vino se multiplican
(Mt 14, 13 s.; 15, 29 s.; Jn 2, 1s.) y los tesoros de las naciones afluyen a sus
pies (Mt 2, 11).

Todos estos hechos afirman que “si Jesucristo es nuestra esperanza” (1 Tim1,
1), también lo es de toda la creación.

Sólo que esta nueva orientación de los hombres y de las coas debida a
Jesucristo no es sino muy parcial, y no aparece aún de forma manifiesta, ya
que se mantiene oculta en el culto cristiano. Pero se encuentra ahí. El culto es
también el momento y el lugar donde, aquí abajo, los hombres y el mundo
encuentran su primera finalidad y descubren la última, que es celebrar la gloria
de Dios. El culto es también el momento y el lugar en que los hombres y el
mundo pueden llegar a ser lo que realmente debían. Pero hay que subrayar
que el culto no es el momento y el lugar por sí mismo, sino que lo es por el
mundo, sustituyéndolo; hace lo que toda la humanidad y toda la creación
deberían hacer y es lo que toda la humanidad y la creación deberían ser. Así
se entiende el carácter vicario del culto: sustituye al mundo porque puede
realizar en Jesucristo una obra que él no puede hacer solo. Por eso, la iglesia
debe el culto a Dios y también al mundo, para mostrarle el pasado que nunca
debería haber perdido y el futuro que le está prometido. La ausencia del culto
empobrecería de forma definitiva al mundo.

Sin entrar en destalles, quiero añadir dos notas a esta afirmación.

La primera es que estamos aquí en el mismo corazón de lo que la Escritura


entiende por, la santa acción sacerdotal del pueblo de Dios. Es lo que
ordinariamente se llama, de forma impropia, “el sacerdocio universal”. Esta
doctrina, tan profundamente unida a la de la elección que se forja en el Antiguo
Testamento (Ex. 19, 6) y que el Nuevo cita varias veces (1 Pe 2, 5 y Ap 1, 6 y
6, 10) explica de una manera sacerdotal, mediadora, la misión, el lugar y el
ministerio de la Iglesia para el mundo. Esto no tiene nada que ver con el
problema de los ministerios en la iglesia, como si “sacerdocio universal”
quisiera decir: sacerdocio de todo el mundo. Se olvida con mucha facilidad
que se trata de una doctrina de la elección elaborada en el Antiguo
Testamento. Esta acción sacrificadora real del pueblo de Dios se realiza
principalmente en el culto, y por eso éste adquiere así un carácter mediador
para el mundo y para la Iglesia que se encuentra reunida.

La segunda nota es de orden más pastoral, cuando la iglesia celebra el culto,


no se retira, mísera y temblorosa, hacia un pasado cultural ya enmohecido que
únicamente importa a algunas viejas; cuando la Iglesia celebra el culto se
vuelve hacia el futuro del mundo, se precipita hacia él, y gusta ya lo que él se
puede saborear aquí abajo. Desempeña su papel de, de primicia de las
criaturas (Sant. 1, 8). La imagen más exacta del futuro del mundo no nos la da
Hiroshima, sino el culto de la iglesia.

Visto bajo el ángulo del fin, la glorificación de Dios, que comienza


aquí en la tierra con el culto que el cristiano mismo celebra en la
asamblea litúrgica, es el acontecimiento decisivo que Dios busca
y que permanecerá, un suceso con la impronta de una validez
para siempre, por cuyo medio el reino eterno de Dios penetra en
este mundo que ha de perecer (P. Brunner).

El culto, expresión del misterio de la creación

He dudado un poco en poner este subtítulo resplandeciente, pero, teniendo en


cuenta todo, creo que esto es lo que se debe decir del culto; basándonos en la
reconciliación conseguida por la muerte de Cristo, el culto de la iglesia es el
lugar en que el misterio de la creación, hombre y cosas, encuentra su
expresión más auténtica, en este mundo pervertido y desorientado por el
pecado del hombre, como es obvio, antes de la manifestación del reino. Por
eso, el culto es el lugar en que se vuelve a ordenar el mundo entero, donde
encuentra de nuevo su sentido y llega a ser él mismo; esto se realiza en el
culto cristiano que proclama la reconciliación del mundo por la cruz de Cristo y
que la comulgar con la carne del Hijo de Dios “ofrecido por la vida del mundo”
(Jn 6, 51).25 Por eso el culto de la iglesia es el lugar donde se recogen y desde
donde irradian la vida social, el derecho, la medicina, la diaconía, y también el
descubrimiento, la explotación y la expresión del mundo, es decir, la ciencia, la
industria y el arte. Aquí.

Se hace realidad lo que es el primero, último y eterno sentido del


ser de la criatura; acoger la gloria de Dios, para que incida sobre

25Es extraordinario ver hasta qué punto el capítulo 6 del evangelio de San Juan da un
alcance central para el mundo entero y toda su vida al sacrificio de Cristo y a su
anamnesis eucarística; véanse a este propósito las dimensiones que Justino da a la
eucaristía en su Diálogo con Tritón, c. 41.
sí misma como en un espejo y de ahí se extienda y llene el
universo, siendo Dios todo en todos (P. Brunner).

El culto es también el lugar donde, sin duda, de forma esporádica y equívoca,


pero real, comienza esta metamorfosis escatológica de que habla el apóstol
cuando dice:

Todos nosotros a cara descubierta contemplamos la gloria del


Señor y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en
gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu Santo (2 Cor 3,
18).

El culto expresa el ministerio de la creación en primer lugar por medio de los


hombres. Gracias a él, los hombres vuelven a ser de nuevo ellos mismos,
porque se presentan ante Dios en la libertad que da perdón. Vuelven a
encontrarse ellos mismos, porque encuentran de nuevo su verdadera vocación,
su verdadero destino; por eso importa tanto diversificar los ministerios
litúrgicos, como veremos al hablar de los oficiantes del culto, negándose a la
monopolización de un solo pastor. Como lo hace notar K. Barth.

… en el culto, y sólo en el de forma directa, se hace


verdaderamente sería la labor de la iglesia como representante
provisional de la humanidad santificada en Jesucristo.

Provisional, porque no es la manifestación definitiva del reino. Pero sí, en


primer lugar, son los hombres quienes se redescubren en el culto, esto sucede
de forma solidaria con la creación que, también ella, encuentra en el culto de su
expresión más auténtica en este mundo. Por eso, las cosas del mismo llaman
a la puerta del culto pidiendo poder expresar en el que toda la tierra está llena
de la gloria de Dios (Is. 6, 3). Por causa del abandono culpable del hombre en
su papel de piloto y de liturgo del mundo, como se relata en la narración de la
caída, el canto del mundo sólo es perceptible como suspiro de la creación.
Pero en el culto, porque el hombre ha encontrado en Cristo, del cosmos, su
función primitiva y ha descubierto su destino final, el suspiro de la creación
puede convertirse de nuevo en su canto dejando los balbuceos, es preciso no
amar el mundo para negarse a abrirle la puerta del culto cristiano; es preciso no
tener piedad de él; es preciso despreciarlo basándose en un dualismo
marcionista; es preciso dudar el poder santificador de la palabra y de la oración
y de la posibilidad de transformar toda la creación en una acción de gracias (1
tim 4, 4 s.), para prohibir a sus formas, a sus colores, a sus acentos y a sus
ritmos el acceso al culto de la iglesia.

Hay algo fundamental en todo esto: el hombre no está invitado en el plan de


Dios a unirse al culto de la creación en un panteísmo más o menos larvado,
sino que la creación extrahumana pide poder celebrar su culto integrándose en
el de los hombres regenerados. La idea tan corriente de que la naturaleza es
el verdadero litúrgico, incluso del mismo hombre, de ahí que si éste quiere
asociarse al culto verdadero, deba ir a los bosques y a las cumbres nevadas,
es completamente falsa, el hombres es el litúrgico del mundo, y la naturaleza le
pide participar en su culto.

El culto, expresión del ministerio de la creación. Antes hemos afirmado que el


culto es para el mundo un preludio del juicio final. Ahora hay que decir que el
culto es también para el mundo un preludio de la vida eterna. No es sólo una
amenaza, sino también una promesa. No por fuerza dialéctica, sino por lo que
ha sucedido en el corazón del misterio de las cosas que es la muerta y la
resurrección de Cristo, porque Dios no quiere perder lo que condena, sino
salvar lo que ha redimido.

El culto cristiano
Perdón y cumplimiento de los cultos no cristianos

En el párrafo precedente hemos visto que el culto cristiano es una protesta


contra los no cristianos, ya que hay entre ellos la misma incompatibilidad que
entre la verdad y la mentira, es decir, hace falta renunciar a uno para poder
penetrar en el otro. No se puede olvidar aquí lo que dijimos antes, peor hay
que recordar al mismo tiempo que la protesta de la fe cristiana contra el mundo,
la condenación del mundo por la fe, es una de las forma en que se presenta la
misión; la iglesia no condena por el gusto de condenar, ni renuncia por el gusto
de renunciar, condena y renuncia para revelar y llamar. Para revelar el fin de lo
que condena, de lo que renuncia, y para manifestar que el mundo en cuanto
tal, replegado en su propia justicia, no tiene otra posibilidad en el futuro que la
predicción y también para llamar al mundo que se vuelva a encontrar en la
justicia y en la plenitud, más allá de sí mismo, en la iglesia que es la garantía
de su futuro.

Por eso el culto cristiano no es simplemente una protesta radial contra los
cultos no cristianos, es también una promesa que se les ofrece, porque no
pueden obtener si no renuncian a sí mismos, pasando por el itinerario de la
mortificación y vivificación del bautismo. Esta mata, pero también resucita y
resucita precisamente lo que ha matado. En el bautismo no hay tampoco
pérdida de la identidad entre el muerto y el resucitado, como no la hubo entre el
muerto del viernes santo y el resucitado de la mañana de pascua. Cuando una
nación recibe el evangelio y responde por medio de su conversión y
consagración (lo hace regularmente de forma minoritaria, pero al hacerlo se
convierte en un poder santificador para toda la nación), es esta nación y no otra
la que responde. Tiene, pues, el derecho, pero no sólo el derecho, también el
deber de responder al evangelio a su manera, según su propio carácter,
teniendo en cuenta su propia cultura, y adquiere así un rostro que permite
identificarla. Por causa de esta identidad, salvaguardarla a través de la muerte
y de la resurrección bautismasles, mejor: condenada por esa muerte, pero
justificada por esa resurrección, puede haber diversidad dogmática, teniendo
en la base los mismos dogmas, diversas estructuras eclesiales, teniendo en la
base los mismos medios de gracia. Aquí se origina la legítima diversidad de
los cultos cristianos, de los que hablaremos más adelante.
Para ser breves, terminaremos con las tres consideraciones siguientes:

El culto cristiano es, en primer lugar, el perdón de los cultos no cristianos. Al


perdonarlos, los excluye, pues el perdón no justifica el pecado, sino que lo
elimina. Una vez cristiano, hay que renunciar a los cultos paganos anteriores.
Si Jesucristo, después de su triunfo en la cruz, tiene atados a los demonios que
han pervertido el culto original para sacar provecho de ello, éstos no han
muerto por muy deshonrados que se encuentren. Se interviene en un juego
muy arriesgado cuando se quiere jugar con ellos, cuando se les hace pequeñas
reverencias, como en el carnaval, y cuando se les concede cierta importancia,
aunque sea banal, tomándolos como tipos mitológicos que permiten simbolizar
la vida de los hombres: no sólo por la virulencia de los demonios, sino también
por los deseos que estas manifestaciones hacen nacer por la “esclavitud
egipcia”, por el tiempo en que no se estaba con Cristo. La sagrada Escritura no
asimila por azar la recaída en estos cultos al adulterio, y es precio recordar que
es posible cometer adulterio simplemente con los ojos.

Pero el culto cristiano es también el cumplimiento de los cultos no cristianos.


Estos no tienen nada que perder renunciando a sí mismos, muriendo en Cristo.
Lo que ellos han pervertido va a nacer de nuevo, purificado, y se les va a
devolver su intención profunda, su disponibilidad al don de sí mismos.
Guardando las debidas distancias, porque el culto israelita es el único que no
se pervirtió, siendo la primera etapa hacia el verdadero culto, y que, sin
embargo, tuvo que renunciar a sí mismo, se podría decir que el culto cristiano
perfecciona los cultos paganos como lo ha hecho con el de la antigua alianza,
hay aún un límite entre quien ha admitido la elección y quien no la ha admitido
y es el bautismo y no la circuncisión, hay un banquete de la alianza, pero no es
la pascua judía, sino la eucaristía, hay en la tierra un lugar en que Dios está
presente, pero no es el templo de Jerusalén, sino el cuerpo de Cristo; hay una
garantía de la orientación del pueblo de Dios que prosigue su peregrinación a
través de la historia, pero no es la ley, sino el Espíritu Santo, etc. Una vez más,
para los cultos paganos el perfeccionamiento es mucho menos directo, es de
segundo grado, si es que lo hay, siendo el de Israel de primero; pero, ya que
Cristo es el recapitulador de todas las cosas, también los paganos perdonados
encuentran en él su paz, con todo lo que son y tienen.

Para acabar, es necesario decir que este perfeccionamiento de los cultos


paganos por y en el culto cristiano, sigue siendo una empresa llena de riesgos
mientras los demonios que suscitaban y satelizaban estos cultos sólo estén
destronados. El reino es el único sitio donde no hay ya peligro de recibir las
naciones y su gloria (Ap 21, 24). Durante este siglo la presencia, incluso
perdonada de estos cultos, puede ser una trampa y una tentación (piense en
las tentaciones que sufrió Israel por haber asumido plenamente la tierra que
Dios le había dado). Por eso la Iglesia debe tener la libertad de recordar, por
su severidad y exclusivismo, más el juicio final que el reino en los momentos de
debilidad, precisamente cuando se desearía ofrecerles más sitio por causa de
un impulso secreto o por enfriamiento en el amor a Cristo.
Pero puede haber también momentos en que, por solicitud ante los suspiros de
la creación, la Iglesia tiene el derecho y el deber de perdonar estos cultos y
permitirles que contribuyan a la plenitud de la adoración del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo, y poseer así un gusto anticipado del reino.

4. Culto y evangelización

Puede uno preguntarse si lo que hemos visto hasta ahora y lo que vamos a ver
a continuación no atestigua una ignorancia profunda de la situación en la que
se encuentra hoy la iglesia y que es esencialmente misionera. ¿No exige esta
situación que la Iglesia abandone las formas litúrgicas amadas o deseadas,
para permitirle por el contrario dirigirse al mundo con más potencia y empuje?

Hacer esta pregunta denota, en mi opinión, no simplemente la conciencia de un


malestar evidente, sino, sobre todo, un desconocimiento profundo del
destinatario del culto; pues ¿a quién se dirige el culto? ¿A Dios o al mundo?
Evidentemente, si el culto se dirigiera al mundo, sería necesario adaptarlo sin
discusión a lo que el mundo puede comprender. Pero el culto se dirige a Dios,
y es preciso reconocer que la hipocresía homilética y la atrofia sacramental del
culto tradicional de nuestra confesión nos lo han hecho olvidar. Hemos
olvidado que la Iglesia está orientada doblemente, hacia el mundo en lo que
henos llamado la diástole, y hacia Dios en la sístole, y es un error litúrgico
profundo, P. Brunner llega incluso a llamarlo herejía, en un contexto un poco
diferente, querer confundir esta dos orientaciones, como sería igualmente una
herejía quererlas separar, teniendo en cuenta solamente a Dios o solamente al
mundo. La Iglesia, cuerpo de Cristo, pueblo sacerdotal, ocupa en el mundo
una función mediadora. Por eso, no se puede confundir el culto con la
evangelización o con la diaconía, y por consiguiente, los pensamientos ocultos
de la evangelización no tienen nada que ver, directamente, con la celebración
del culto. Es indispensable que la iglesia intente buscar al hombre
contemporáneo, ir a su encuentro, y andar a su lado, y hoy, incluso por partida
doble. Pero no debe hacerlo por medio del culto. Este es algo distinto: es el
lugar donde, finalmente, la iglesia reunirá en la adoración, la alabanza y la
acción de gracias, a quienes ha alcanzado por medio de la evangelización. El
culto de la iglesia no es el culto de los hombres en general, mientras dure este
mundo es el culto de los bautizados, es decir, de los que el Evangelio han
transformado convirtiéndolos y reuniéndolos en la Iglesia, y desde allí podrán a
su vez afrontar el mundo y encontrar a Dios.

Se objetará evidentemente que el culto de la Iglesia no deja de tener una


relación profunda y viva con la evangelización, porque en el culto no sólo se
ofrece a los fieles el signo de su salvación en la eucaristía, sino que también
reciben la palabra de Dios en las lecturas y en la predicación. Aún cuando se
trate de bautizados, el culto de la Iglesia tiene un aspecto de evangelización
que no hay por qué poner en duda, es el aspecto que aparece en la primera
mitad del culto, en lo que se llamaría misa de los catecúmenos, que no es
exclusivamente de éstos, en el sentido de la Iglesia primitiva, quienes se
preparan para el bautismo, también los fieles, siempre de nuevo, tienen
necesidad de reunirse y ser conducidos hasta el culto propiamente dicho, por
causa de su presencia en el mundo como extranjeros y peregrinos.

Si la iglesia romana no exige de sus fieles que participen en la misa de los


catecúmenos26 y si, por tanto, considera que su presencia en el momento de la
elevación es suficiente para que conste su obediencia cristiana, hiere
terriblemente a la predicación litúrgica, que pierde sus exigencias por perder su
necesidad, más aún, olvida una vez más, que la Iglesia, incluso en su culto, no
es todavía el reino, y que el cristiano, hasta el más consagrado, debe luchar
constantemente contra el mundo que intenta situarlo en el estado anterior al
bautismo, entre los que tienen que aprender todo. Sin embargo, si es preciso
que el culto tenga un momento en que la evangelización sea un cuidado
consciente, como lo expondremos en detalle, más adelante, incluso entonces
no es este cuidado la capital: en el culto, lo capital es permitir que la iglesia
encuentre su orientación hacia Dios y la vida. Por eso, la iglesia debe, no en
su culto, sino al lado de éste, absolutamente, proseguir el esfuerzo de
evangelización por el que va en busca de quienes ella conduce hacia el Señor
para vivan en su gloria. Si la situación de cristiandad nos ha hecho olvidar en
gran parte la evangelización necesarias o la ha situado principalmente en el
culto, el fin de la cristiandad no nos debe obligar a cometer el error inverso, y a
olvidar que el culto es necesario, y necesario como tal.

Además, no se puede negar que el culto en sí mismo, sin ninguna


preocupación directa de evangelización, por el hecho de celebrarse y de ser un
poder irradiador de alegría, paz, libertad, orden y amor, sea un poder de
evangelización. No es cierto que la celebración del culto sea suficiente para
evangelizar al mundo, ni hay que intentar justificarlo por esto, ya que lo que
justifica el culto es Dios que lo suscita, lo hace posible y le agrada. Como bien
hace notar K. Barth:

El culto eclesial es la obra de Dios, que se hace por sí misma


¿No es salvífico y consolador para el hombre de hoy, ese pobre
hombre pragmático, saber que hay algo que ciertamente tiene su
aspecto pragmático, pero que no puede basarse en razones de
este tipo, sino que tiene su fundamento primario en el hecho de
estar ordenado? Esto es el culto eclesial.

Pero si no e puede renunciar a la evangelización porque el culto tenga también


un poder evangelizador, tampoco se puede negar que la sola celebración del
culto exige en el mundo un signo que es para éste una pregunta sobre sí
mismo y una promesa, como hemos visto en este capítulo, de esta forma, tiene
un poder de evangelización que con frecuencia ni siquiera se sospecha. Por
eso importa mucho que el culto cristiano se celebre con un máximo de
exigencias teológicas y de fervor espiritual.

26Téngase en cuenta que el original estaba escrito antes del concilio Vaticano II,
donde se ha insistido notablemente en la importancia de la “misa de los
catecúmenos” (cf. Const. Sacrosanctum concilium 35, 51 y 52 (N.T.).
LAS FORMAS LITÚRGICAS

Hemos visto que el culto cristiano es una recapitulación de la historia de la


salvación y una epifanía de la iglesia, a la vez que atestigua el fin y el futuro del
mundo. Ahora vamos a intentar responder a la pregunta de si el culto puede
hacerse “a la hora buena de Dios” o si, por el contrario, debe no sólo tomar
formar, sino una determinada forma. Trataremos esto hablando de la
necesidad y límites de las formas litúrgicas, de los diferentes estadios en que
se expresa la litúrgica, y del rigor y de la libertad en la formulación litúrgica,
finalmente, podemos hablar de las relaciones entre el culto y la cultura.

1. Necesidad y límites de las formas litúrgicas´

Si el culto es una recapitulación de la historia de la salvación, tienen que


testimoniar que Jesucristo ha entrado en el mundo y lo ha salvado, que ha
habido una navidad y una ascensión, después de la pasión y de las
resurrección. Es preciso explicar todo esto.

En primer lugar hay que hablar brevemente de la necesidad de las formas


litúrgicas. Si se dijera que el culto tiene necesidad de formas sólo porque reúne
a los hombres y no hay vida comunitaria sin que tenga cierta forma, es decir, si
se quisiera fundar la necesidad de las formas litúrgicas en el aspecto
sociológico de la Iglesia, se quedaría uno muy por debajo de lo que es preciso
decir; de una parte, porque habría que considerar las formas litúrgicas como un
mal necesario, y , por otra, porque no se tendría otro criterio para juzgar de las
formas del culto que el de la mejor aceptación a las necesidades litúrgicas; en
resumidas cuentas, las formas serían indiferentes y no serían reveladoras de la
obediencia.

Pero en teología litúrgica, el problema de las formas es un problema esencial,


ya que el culto es una recapitulación de la historia de la salvación, y ésta
culmina en la encarnación. Antes de ser un movimiento que se eleva, el
cristianismo es un movimiento que desciende, hasta tocar el mundo, para
penétralo, para tomar forma; sólo después de esto, habiendo tomado ya forma,
en y con ella, el cristianismo comienza a subir. Es el mismo movimiento de que
hemos hablado ya antes, cuando nos referíamos a la diástole y a la sístole;
este movimiento de encarnación y de ausnción d elo encarnado ejemplifica de
una manera esecnial que Dios no quiere salvar sólo a las almas, sino a los
hombres y el mundo. “Quien ha comprendido el mensaje de la encarnación del
Verbo, dice Asmussen, nunca… podrá querer encontrar lo cristiano en lo que
tienen forma”. Si es necesaria la forma litúrgica, se debe a que es un eco de la
encarnación.27

27¿Se puede decir que la Iglesia forma su culto como la Virgen María a Jesús en su
seno? Intentaremos responder a esta pregunta en el capítulo sobre los elementos del
culto (c. 6), al examinar la interpretación de su estructura.
Pero la encarnación es, como el encarnado, un signo de contradicción, (Lc 2,
34). Es escándalo, porque contradice todas las imaginaciones naturales que el
hombre puede tener de Dios, materialistas y espiritualistas. Si las formas son
necesarias, es que Dios nos ha mostrado con el nacimiento de su Hijo que no
quería ésta sin el mundo, sin los hombres, sino, por el contrario, que los quería
salvar. Y para conseguir esto, se encarnó, se ocultó entre nosotros haciéndose
visible, audible y tangible en un hombre. Es preciso saber esto para
comprender que si la forma litúrgica en necesaria, si es un eco de la
encarnación siempre será escandalosa: no permitirá ver lo que expresa ante
quienes no tienen fe; y ante quienes la poseen, les obligará siempre a
permanecer en ella, a orar más que a ver, como observaremos que sucederá
en el reino.

La encarnación, con todo, no se limita a un escándalo; es también una llamada


dirigida a todos los que la oyen, para encontrar en ella y por ella una
esperanza, un futuro. Contrariamente a lo que se dice con tanta frecuencia,
como excusándose de no ser espiritualista, Dios no se ha encarnado, al venir a
visitarnos, por ser la forma menos escandalosa, la más adatada a nosotros; el
docetismo se adaptaría mucho más a nuestros sueños y deseos que el
mensaje de navidad. Dios se encarnó para tomar junto a sí y recuperar su
creación y sus criaturas, para mostrar su solidaridad con el mundo y su amor
hacia él, y para llamarlo a que encontrase de nuevo su verdadera orientación.
Por tanto, podemos decir: si las formas son necesarias, es que Dios nos ha
mostrado en la ascensión que el mundo y los hombres, la creación y las
criaturas tendrían en adelante acceso a él sin tener que renunciar a su
carnalidad, sino a su pecado. Renunciar las formas litúrgicas o desconfiar de
ellas es, pues, discutir el mismo corazón de la fe cristiana: la presencia del
Señor en Jesús de Nazaret y la salvación del mundo por su cruz, resurrección y
ascensión.

Pero hay que añadir ahora algunas notas sobre el límite de las formas
litúrgicas. Hemos visto que son, por causa de la encarnación, no sólo legítimas,
sino necesarias.

No se realiza una elección entre la presencia o ausencia de las


formas, sino entre buenas y malas formas (W. D. Maxwerll).

Pero, ¿cuáles son las malas? ¿Las que carecen de gusto, de estilo, de
coherencia y transparencia? Sin duda; pues no hay nada más hermosos que la
verdad. Pero no nos sirve seguir aquí un criterio estético; es preciso recurrir a
un criterio teológico par conocer el interior de los límites de la formulación
litúrgica cristiana; esta formulación ha de ser, pues, legítima y necesaria.

Existen dos reglas para hacer la elección, la primera es más objetiva, la


segunda más existencial. Las formas litúrgicas tienen, en primer lugar, por
límite el segundo mandamiento:
No te fabricarás escultura ni imagen alguna de lo que existe
arriba en el cielo, o abajo en la tierra, o por bajo de la tierra en
las aguas. No te postrarás ante ellas ni las servirás (Ex. 20, 4
s.).28

Esto no significa fundamental ni esencialmente que el culto cristiano deba


separase por completo de toda celebración de los cultos paganos (esto es
obvio, o al menos así debería ser, y es lo que exige el primer mandamiento),
sino que quiere decir que la formulación debe coincidir con el límite de la
misma revelación. En efecto, lo que el segundo mandamiento prohíbe no es
hacer ídolos para representar otros dioses distintos del Dios verdadero, sino
querer imaginar al Dios verdadero en vez de aceptar la imagen que él da de sí
mismo. Es querer reemplazar la revelación por la imaginación humana. De
ninguna manera se quiere decir con esto que Dios sea “imaginables”; la
prohibición de las imágenes no quiere hacer una constatación de filosofía
religiosa, diciendo cómo es Dios, es decir que se debe representar a Dios como
trascendente y espiritual, sino que quiere decir cómo se revela Dios, y esto lo
hace de forma distinta a las imágenes que los hombres harían de él; se puede
afirmar ahora, después de la nueva alianza, que se revela en y por la imagen
que nos h dado de sí mismo en Jesucristo (2 Cor 4, 4; Col 1, 15).

Vemos también que lo limita la formulación litúrgica, también la hace necesaria:


la encarnación del Hijo eterno de Dios. Para ser auténtica y legítima, la forma
litúrgica deberá corresponder a lo Dios nos ha enseñado de sí mismo, de su
mor y de su llamada, de su Zuspruch (promesa) y de su Anspruch (exigencia),
como diría K. Barth enviando a su Hijo al mundo y colocándolo a su derecha
después del combate y de la victoria. Hay que decir que este límite no es
menos severo para la formulación dogmática, homilética y lógica que para la
visual. Dado que el segundo mandamiento no presupone que Dios sea
inimaginable, esto contradiría a toda la sagrada Escritura, no existe a priori el
riesgo de infringirlo menos por la palabra que por los gestos o símbolos.

Las formas litúrgicas, en segundo lugar, tienen también por límite su auto
justificación; dejan de ser válidas desde que no quieren ser un eco del
escándalo y de la llamada de la encarnación, para convertirse en una
encarnación continuada, para ser en sí mismas salvación más que un medio de
transmitir la realizada una vez por todas. Es decir, las formas del culto, por
importantes que sean, no tienen ni e valor, ni el significado, ni el alcance, mi la
importancia de la forma que Dios ha tomado, una vez por todas, al venir entre
nosotros. Las formas litúrgicas sobrepasan su límite desde el momento en que
quieran salvar por sí mismas, y se sitúen no en su plano, que es el de la
necesitas praecepti, sino en el de Cristo, el de la necessitas medii.

Los contornos y las formas del culto cristiano no pueden de


ninguna manera adquirir el mismo significado que el de la forma

28 Este mandamiento, una vez más, no es una negación divina de la formulación


litúrgica. Piénsese en la precisión de los detalles de litúrgica formal, cundo reglamenta
el culto del santuario (Ex, Lev, etc., o en la serpiente de bronce).
de Cristo. Todo lo que pasa en el culto cristiano se refiere otra
cosa distinta de sí mismo, se refiere a Cristo encarnado (H.
Asmussen).

Así, pues, tanto para la necesidad como para los límites de las formas del culto
cristiano hay que tener en cuenta a Jesucristo.

La forma litúrgica, limitada por el segundo mandamiento, no es necesaria sólo


por causa de la voluntad de Dios que quiere atraerse su creación. Se podría
decir que ella no es necesaria sólo por causa de la primera creación, sino que
lo es también por causa de la segunda. En efecto, el Espíritu Santo que
renueva todo y que transforma y cambia todo lo que toca (2 Cor 3, 18; Rom 12,
2), no es un provocador del caos; es Espíritu de paz (1 Cor 14, 32 s.) y de
orden (1 Cor 14, 40). Como dice admirablemente P. Brunner:

Cuando las fuerzas del siglo venidero irrumpen en éste, el punto


de impacto no se convierte en un lugar de caos, de delincuencia
o de disolución, sino que se produce un nuevo nacimiento, una
nueva creación, una nueva edificación, la nueva in-corporación
de una nueva forma... la obra por excelencia del Espíritu es la
metamorfosis escatológica, la re - creación de nuestra existencia
corporal, como le sucedió a Cristo – hombre al resucitar. El
Espíritu que obra en la Iglesia es el mismo que resucitó a
Jesucristo de entre los muertos (Rom 8, 11). Ahora bien, este
Espíritu no provoca nunca con su obra una espiritualidad informe;
por el contrario, lo que sume cuando re-crea, posee una
corporalidad pneumática.

Y ésta debe aparecer en el culto cristiano.

Vemos así, después de todo lo dicho, que el advenimiento a las formas es


indispensable para el culto cristiano, pues éste celebra la santísima Trinidad, al
Padre creador que quiere conducir las criaturas a sí, al Hijo redentor que
precisa, limita y justifica la formulación litúrgica, y al Espíritu Santo santificador
que quiere transformar lo rescatado por Cristo en su nueva creación.

Antes de hacer el inventario de los diferentes campos donde se desarrolla la


formulación de la expresión litúrgica, puede ser interesante añadir una breve
nota sobre la importancia teológica de la forma, no sólo en el campo de la
teología litúrgica, sino en el de la dogmática, en eclesiología, derecho canónico,
etc. ¿Por qué la forma? Porque expresa y protege aquello de lo que es a la vez
soporte y remate. Así, el dogma es, al mismo tiempo, expresión y protección de
la verdad; la estructura de la Iglesia, expresión y protección de la naturaleza de
la misma, y la litúrgica formulada es también expresión y protección de la
naturaleza del culto; debe expresar que éste es recapitulación de la historia de
la salvación, epifanía de la Iglesia y fin futuro del mundo; pero debe proteger
también la historia de la salvación para que pueda actuar, y a la Iglesia contra
sus desviaciones y contra las tentaciones, para que sea lo más pura posible;
debe proteger también este límite del mundo que representa el culto, para que
no pierda ni la virulencia de su juicio ni el atractivo de su promesa. Lo que aquí
notamos nos hace comprender, lo trataremos más adelante, que la formulación
litúrgica, por tener que expresar y proteger la naturaleza del culto, conoce
ciertamente una gran libertad, pero a la vez, normas precisas que no puede
transgredir sin comprometes la naturaleza del culto. Por esto se ve hasta qué
punto en falso creer que las formas del culto solo sean, como se dice con
desprecio, “cuestiones de formas”, y ni impliquen un juicio sobre la fidelidad de
la Iglesia. Pero es evidente también que en esto se pone en juego la fidelidad
de la Iglesia, mucho más frecuentemente de lo que se piensa de ordinario en
nuestra Iglesia.

2. Los campos de la expresión litúrgica

Hay que examinar el siguiente problema: Dios, en el culto, quiere darse, y Dios,
en el culto, quiere recibirnos. ¿Cómo se celebra este encuentro?, ¿Cómo
quiere comunicarse con nosotros para darnos la salvación? Para responder a
esto, lo más fácil es recurrir a las transformaciones operadas por Cristo en los
hombres y que describen los evangelios: Jesús abre el espíritu y la inteligencia
de quienes son tardos en comprender (Lc 24, 25-27; 24, 45; cf. Jn 12, 16, etc.),
hace que los sordos oigan , los mudos hablen, los ciegos vean, los paralíticos
se muevan, y ejerce su ministerio mesiánico tocando a los hombres y
dejándose tocar por ellos29. Este recuento de los campos antropológicos que
abarca la obra salvífica de Jesús nos da también los campos de la expresión
litúrgica. No todos tienen la misma importancia: un paralítico o un ciego pueden
dar culto a Dios más perfectamente que un sordo, un mudo o un ser humano
incapaz de discernimiento intelectual. Esto no impide que, lo mismo que el
hombre quedaría amputado si la salvación no le alcanzase por completo,
también lo sea el culto sino ofrece al hombre entero la gracia de encontrar una
expresión litúrgica. Un ciego, un sordo, un mudo, un manco, pueden vivir, pero
un decapitado no. Igualmente, las narraciones de milagros en los evangelios
son l promesa que abre vastos campos en los que se expresa el culto, pues los
milagros evangélicos han demostrado que se podían santificar también. Estos
campos de expresión litúrgica, mandada o permitida, se pueden reducir, en mi
opinión y el “cinético”.

El campo lógico es el de la formulación de las cosas que sean intelectualmente


comprensibles. Se trata del esfuerzo que consiste, en primer lugar, en dar a las
vocales, con la ayuda de las consonantes, una estructura y una orientación que
las transforma en gritos y palabras; luego, en precisar el sentido exacto de los
términos y su relación gramatical y sintáctica; después, en memorizar y fijar
todo lo precedente, e introducir así una formulación lógica en un tradición que
se transmite, que se enriquece, que se reduce, que se purifica, etc. Se podría
llamar esto el campo de la “logolalia”, del hablar con palabras. Esta “logolalia”
no es indispensable únicamente para la proclamación de la palabra de Dios
(Lectura, predicación, absolución, bendición, etc.), sino también para las
29Cf. Mt 9, 18; 19, 15 y par.; Lc 4, 40; Mt 8, 15; 9, 29; 20, 34; Mc 7, 33; 10, 13; Lc 7, 14; Mt 9,
20 s. y par.; 14, 36 y par.; Mc 3, 10; Lc 6, 19; 7, 39; 24, 39; Jn 20, 17; 27; 1 Jn 1, 1; etc.
oraciones, himnos, cánticos, confesiones, etc.; es indispensable también para
permitir la compresión del sentido profundo de este encuentro Dios – Iglesia
que es el culto 30. Un culto en el que la “logalalia” se transformase en gritos
podría, en una situación límite, dar ciertos indicios de lo que celebra (piénsese
en las vociferaciones tan expresivas de Charlie Chaplin en la Gran dictador, o
en ciertas melodías sud-americanas), pero carecería de un vehículo, más aún,
de un medio, en el sentido “mediador”, indispensable para mostrar que es un
encuentro entre Dios y el Hombre.

Hay que detenerse aquí un instante en el problema de la glosolalia31. Esta es


una especie de grito, de canto o de gemido, de pasmo escatológico, que se
hace oír a veces en los momentos culminantes de la vida espiritual, por
ejemplo en una conversión (cf. Hech 19, 6 s.; 10, 46), porque lo que se quiere
expresar escapa, como sucede a veces en el amor, en el terror o en el dolor, a
la capacidad de las consonantes y se convierte en un grito, alarido, canto o
balbuceo incoherente. La glosolalia no es necesariamente por sí misma un don
del Espíritu Santo, sino un fenómeno de este mundo que el Espíritu Santo
puede usar como ayuda. Se trata de un fenómeno psíquico que se puede
provocar por medios humanos sin necesidad del Espíritu Santo: las torturas, las
caricias, el terror, el odio, las técnicas para lograr el trance personal o colectivo
pueden muy bien provocar la glosolalia, ese lenguaje más allá de nosotros
mismos.

Teológicamente hay que notar tres puntos.

En primer lugar, es preciso decir que la glosollia se enfrenta con el problema de


las lenguas de este mundo, de su confusión, de su opacidad recíproca y de su
ineptitud, por causa de su número, para que los hombres se entiendan y
comprendan; se podría decir: plantea el problema del carácter “diabólico” de las
lenguas de este mundo, ya que separan en vez de unir. La glosollia en sí no se
opone, pues, la “logolalia”, sino a la helenolalia, a la romanolalia, etc. Esta es
una de las razones que no permiten elegir uh lengua de este mundo para
convertirla en la lengua litúrgica privilegiada. Sin embargo, todo esto no permite
superar milagrosamente l confusión babilónica, ya que, normalmente32 , la
glosolalia tiene necesidad de ser traducida (1 Cor 12, 10; 14, 2, 9, 11, 13, 18 s.,
etc.).

En segundo lugar, sin negar que la glosolalia pueda ser un carisma, lo que san

30Volveremos a tratar más adelante el problema de las relaciones lex orandilez


credendi, que aquí sólo se apunta.

31 No hay que identificar sin más xenoglosia, producida por un éxtasis, como parece
haber sido la de pentecostés (Hech 2, 4.6.11) con la glosolalía, a pesar de su
semejanza. Sobre la última, cf. La interesante colaboración de BEHM: TWNT 1, 721 –
726.
32 Cf. El relato bastante incoherente de Hech 2; no se sabe si hay que elegir la glosollia

(v. 12-13) o la xenoglosia (v. 4 y 11; 6 y 8).


Pablo dice en los capítulos 12 y 14 de su primera carta a los corintios nos
impide negarlo, es necesario darse cuenta de que el apóstol no cree que la
glosolalia pueda ser un elemento conveniente de la liturgia comunitaria. En el
Nuevo Testamento es válida principalmente en el plano de la piedad privada, y
es interesante notar a este respecto que si otras Iglesias distintas a la de
Corinto conocían este don, Éfeso, cesárea de Filipo y Jerusalén, sólo la de
Corinto fue la única que quiso hacer de él un elemento ordinario de culto.
Según san Pablo, se da ahí una tendencia malsana y peligrosa, porque, si la
glosolalia puede ser un signo de la bendición de Dios, también puede ser un
objeto de codicia humana. Existe una diferencia fundamental entre poder
expresarse en la lengua de los ángeles33 y querer expresarse en ella: lo
primero es una gracia que se debe personalmente gozar con humildad y
discreción (cf. 1 Cor 14, 18), lo último es una codicia que sabotea la edificación
de la Iglesia.

Hay un último punto que notar; la Iglesia tiene el derecho de querer conocer no
una lengua descompuesta, abstracta, no figurativa, en el mismo sentido de
pintura o escultura abstracta, sino una lengua metamorfoseada por el Espíritu,
comprensible pero a la vez arrebatadora, capaz de decir locuras. Es la lengua
de los himnos y de los cánticos, que hierve, por ejemplo, en la carta los efesios
o que permite a la Virgen María, aun antes de nacer su hijo, cantar ya,
locamente, que Dios dispersó los que se enfríen con los pensamientos de su
corazón, derribó los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes, y que
lleno a los hambrientos de bienes y a los ricos despidió vacíos (Lc 1, 51 s.).
Esta palabra – límite de los cánticos, de las doxologías, de las confesiones, es
la verdadera lengua litúrgica, la lengua nupcial d la Iglesia que canta a su
esposo y que se entrega a él; esta lengua es completamente distinta, y debe
ser así, de la lengua eclesial que se dirige´a los hombres.34

El campo acústico. La formulación litúrgica no se dirige ni se refiere sólo a la


capacidad de comprender; también se dirige a la voz y al oído, los ojos y los
miembros. Pero si podemos establecer reglas bastante precisas para la
expresión “lógica”, no sucede así con los campos acústico, óptico y cinético, y
que los gustos cambian con las épocas, con el nivel de cultura y con los
presupuestos raciales. Aunque sea evidente que la liturgia no es una
registradora de los gustos sino principalmente una reformadora de ellos, no es
posible canonizar la manera de formularse el culto en estos campos diferentes,
a pesar de que se pueden deducir de la fe cristiana reglas generales de
estética vocal, musical, pictórica, arquitectónica, escultórica, coreográfica, etc.

Comencemos por un examen muy breve. Lo llamamos “acústico” porque, para


la formulación litúrgica, el campo al que se refiere la voz es el mismo que el del
oído. Este campo se subdivide en tres: el de a palabra hablada, el de la palabra
cantada y el del silencio.

33 El plural de 1 Cor 13, 1 no quiere decir, sin duda, que los ángeles tengan diferentes
lenguas, sino que existen las lenguas de los hombres, y l de los ángeles.
34 Esto justifica también una diferencia de tono entre las oraciones y la predicación
La palabra hablada se presenta en tres planos diferentes: lectura, proclamación
y recitación: se leen las oraciones, se proclama la sagrada Escritura (por tanto,
la palabra proclamada puede ser también leída), y se recitan el credo, el
padrenuestro, los salmos, las antífonas. En cada uno de estos niveles, la
palabra hablada debe encontrar su tono y su ritmo, para que sea audible y para
que respete el carácter comunitario del culto cristiano. Es necesario, pues, no
tener miedo de usar un tono distinto cuando se predica y cuando se lee una
oración: cuando se predica, quien lo hace queda individualizado como testigo;
cuando se lee, se es portavoz “neutro” de la comunidad. Todo esto debe
prenderse, y no hay que temer aprenderlo... como si una técnica sobre esto
tacase la sinceridad de la celebración. En particular, es necesario que nosotros,
protestantes, aprendamos no predicar liturgia, sino a leerla, aunque se
conozca de memoria.

La palabra cantada se presenta también en tres planos diferentes: la cantada


por la asamblea, la cantada por individuos y la cantada con ayuda de
instrumentos. No trato aquí de ésta última, pues lo veremos más adelante en el
capítulo 9, en el que hablaremos en particular del órgano. El canto, dice P.
Gelineau, es la “forma normal e irremplazable de la expresión comunitaria”, y el
culto cristiano ha conocido siempre el canto comunitario, aunque haya variado
mucho su estilo a lo largo de los siglos. Pero al lado de éste se encuentra
también el del oficiante u oficiantes35. Entre todos los puntos que se podrían
tratar aquí yo noto solamente dos:

La música que acompaña al canto lleva, sin duda, la emoción expresada por
éste, pero lleva principalmente consigo las palabras del canto. Es sobre todo
vehículo de lo que se dice y lo que se proclama: la gloria de la Trinidad y la
victoria de Cristo36. Esta música tiene fundamentalmente una función diaconal;
por eso, la mejor música litúrgica es la que permite contra la liturgia, los salmos
y los cánticos bíblicos, sin que haya necesidad de modificar el texto. La mejor
música sería, pues, l más cercana al canto gregoriano37 , adaptándolo a las
características de cada lengua, ya que el canto gregoriano fue concebido para
el latín. No se lo puede utilizar para cantar un texto escrito en otra lengua sin
faltar a las leyes de la estética. Esto no condena en absoluto las otras músicas
himnológicas que han tenido su importancia en la Iglesia: el salmo hugonote, la
coral luterana, a lo que añadiría con gusto esas melodías “jordanianas” (en el
sentido teológico de Jourdain) que son los negro – sprirituals (“I`ve got home
on the other side”); pero no los cantos revivalistas anglosajones, que, en su
conjunto, son una abdicación ante las responsabilidades culturales del culto
cristiano.

35 No se trata aquí de los solistas que dan conciertos espirituales

36 “Jesucristo es cantado”, dice Ignacio de Antioquia (Ef 4, 1).

37Sobre este problema consúltese el inagotable volumen 4 de Leiturgia, consagrados


a los problemas himnológicos. Se podría incluso decir que el gregoriano es a los demás
cantos lo que el icono es a la imagen.
El segundo punto a tratar es más bien una pregunta: ¿debe cantarse o
hablarse la liturgia? Sabemos que una gran parte de la tradición litúrgica
cristiana se inclina por lo primero. Se ha dicho incluso, exagerando, que se ha
introducido la música en el culto cristiano por causa de la lectura bíblica. Se ha
aportado numerosos argumentos para justificar esto: la Iglesia ha conocido sin
duda, par sus oraciones, el tono de melopeyas tomadas del culto judío; más
teológicamente, se ha dicho que la función principal de la música en la liturgia
consiste en un poder ordenador, ya que “la palabra con un tono musical es
capaz de ejercer mayor poder ordenador que la palabra hablada” (P. Bruner);
se ha dicho, más pastoralmente, que el oficiante puede transformar menos la
liturgia a su gusto cuando se canta que cuando se lee; se ha dicho también,
quizás con razón, que los pastores protestantes se equivocan cuando creen
que es más fácil hablar que cantar en público...

Hay que ser conscientes de que nosotros, reformados, tenemos l tendencia a


considerar sólo como canto litúrgico los cantos de asamblea, los salmos
hugonotes, las corales luteranas, etc. De ahí surge una cierta confusión en el
lenguaje. También hay que tener conciencia de que poseemos una noción de
la vida litúrgica demasiado mezquina para poder apreciar una liturgia que no se
hablada: nos parece ridícula. Se conoce la anécdota, inventada quizás, que
afirma que Zwinglio, para mostrr la estupidez de los orciones cantadas, se
dirigió cantando a las autoridades políticas de Zurich para pedir que se
suprimieran la liturgia cantada en favor de la hablada. Notemos, pues, que lo
que hemos dicho antes de la palabra hablada para las oraciones se sitúa de
hecho entre l palabra hablada y la cantada; es preciso esperar también que una
liturgia renovada y vivida pida por sí misma, poco a poco, una expresión cada
vez más musical; y no hay que presionar este movimiento. Hemos adquirido la
costumbre abusiva de cantar solamente un texto en verso (esto nos viene de la
Reforma); no hay que seguir el ejemplo del siglo XVI y transformar en cántico el
credo o el padrenuestro. Hay que comenzar por recitarlos.

Queda por tratar el silencio litúrgico. Es un problema importante, no sólo por la


tradición litúrgica de los cuáqueros, sino porque el silencio es uno de los
misterios de la fe cristiana: el recogimiento en la paz de Dios, el silencio ante
Dios que viene (cf. Sal 37, 7; Esd 41, 1; Lam 3, 26; Hab 2, 20; Sof 1, 7; Mc 4,
39; Ap 8, 1). Sí, pues, no es en absoluto una deplorable actitud el invitar l
sacerdote en l celebración litúrgica romana u ortodoxa a que no use por
algunas momentos la vox sonora, que todos pueden escuchar, e incluso la vox
submissa, que sólo pueden oír quienes están en el altar, y emplee la vox
secreta con la que se dice a Dios lo que sólo él debe oír; esto obliga, por otra
parte, al fenómeno de las “ecfónesis”, en que el sacerdote sale del silencio lo
mismo que un submarino sale a la superficie para señalar al pueblo en donde
está Se trata de una actitud de receptividad, de apaciguamiento y de
culminación, que hace pensar en que, quizás, la palabra y el canto sean una
descomposición del silencio, como los colores lo son de la luz. Pero en este
terreno, lo único que puedo hacer con seguridad es enunciar el problema.

El campo óptico es el tercero de la formulación litúrgica. Sólo lo toco aquí


brevemente porque se verá con más detalle al hablar en el capítulo 9 del lugar
del culto cristiano. Con relación l campo acústico, el óptico está, sin duda
alguna, en segundo lugar, aunque sea verdad que “quien no ve mientras oye
debe renunciar a algo importante” (H. Asmussen): Además, y esto no subraya
lo suficiente entre nosotros, la encarnación de Dios en Cristo significa que él
quiere algo más que hacerse oír: para esto no tenía necesidad de encarnarse
(cf. Mt 17, 5; Lc 3, 22; Mc 9, 7; Lc 9, 35; Jn 12, 28; etc.), sino que quiere
hacerse ver (Mc 16, 14; L 2, 26; 19, 3; 23, 8; Jn 6, 40; 12-21.45; 14, 9; 20,
20.29; 1 Jn 1. 1; etc.). No olvidemos las curaciones de los ciegos. Tampoco se
puede decir, de una manera masiva, que el campo óptico esté reservado en la
formulación litúrgica esencialmente a los actos con los que la Iglesia responde
la obra de la gracia de Dios, ya que éste, para obrar, no sólo usa la palabra,
sino otros signos como los elementos sacramentales y los gestos simbólicos
que explican y precisan esos elementos; pero esto nos lleva al último campo de
la formulación litúrgica.

El campo cinético es el de las actitudes, de los gestos y de los movimientos.


También aquí tenemos que precisar algunos puntos al hablar de los problemas
de la celebración. La de debe conocer, en el culto, una apertura a los gestos.
Nuestra resistencia reformada moderna a admitir esto se debe mucho más a
una tendencia docetista que a un pudor espiritual. “L oración pública debe
hacerse con un recogimiento de corazón muy particular”, dicen las
ordenaciones eclesiásticas de Julich y Berg de 1671, precisando
inmediatamente: “arrodillándose o estando en pie, o con otros gestos exteriores
de humildad”38. Al hablar de la postura litúrgica de estar de rodillas, aunque se
puede extender a todo el campo cinético, P. Brunner nota con gusto que
entonces “el cuerpo del hombre queda asumido en la respuesta pneumática
que da al acontecimiento de la revelación”, y no se debe despreciar esto.

Es verdad que el gesto y el movimiento pueden quedar vacios de contenido,


igual que la doctrina puede estar vacía de fe; pero sin la actitud, el gesto y el
movimiento, la liturgia de la Iglesia corre el riesgo de vaciarse, bien por carecer
de recipiente, bien por desmentir éste el contenido (igual que la de se agota al
no estar limitada y contenida en una doctrina). Esta consonancia y sinfonía
entre el sentimiento litúrgico (la fe, el arrepentimiento, la acción de gracias, la
súplica y la adoración) y la expresión cinética del mismo no es, forzosamente,
una fuente de hipocresía (aunque ésta pueda apoyarse en expresiones
cinéticas), sino una necesidad litúrgica y conviene que lo volvamos a aprender.

Es curioso notar que se considera como un paso falso, en casi


todas las Iglesias evangélicas, el estar de rodillas toda la
asamblea o algunos fieles. Sin embargo, hay millares de fieles
que desean poseer este derecho. Nos hemos convertido en
prisioneros de un pudor falso, que tiene su causa en el hecho de
no atrevernos confesar abiertamente nuestra fe.

38 W. NIESEL, o. c., 319.


Hace notar H. Asmussen con razón. Sigamos avanzando: ¿cómo se subdivide
este campo cinético?

En primer lugar, las posturas litúrgicas: de pie, sentado o de rodillas. De pie


para invocar al Señor, para oír el evangelio, para confesar la fe, para saludar a
un nuevo bautizado, para honrar la institución de la sana cena, para entonar
cánticos. Sentado para las lecturas, a excepción de la del evangelio, y la
predicción. De rodillas para las oraciones y la bendición39.

Mientras no se restaure esta última postura, el juego y el ritmo de las actitudes


litúrgicas tendrán siempre algo de artificial, y ya es hora de que nuestra Iglesia,
que se dice capaz de sumisión, acepte mostrarlo por sus actitudes; no admitir
el simbolismo cinético puede ser también una hipocresía mucho más profunda
que lo contrario. Entre las posturas litúrgicas entrarían también las del oficiante
respecto del pueblo: de frente a él, para absolver, leer, predicar y presidir la
celebración eucarística; de espaldas a él, para orar en nombre del pueblo.
Volveremos sobre el tema.

En segundo lugar, los gestos litúrgicos.

El gesto... es la actitud conveniente, continuada e intensificada...


es un acto personal, con influencia en quien lo ejecuta; no
expresa simplemente un encuentro, sino que lo provoca.
Renunciar a los gestos es disminuir la intensidad del encuentro
litúrgico entre Dios y su pueblo (O. Haendler).

Son numerosos tales gestos; unión de manos o elevación abriendo los brazos
al momento de orar; gestos eucarísticos de la fracción del pan, de la bendición
y elevación del cáliz, de la recepción humilde de las especies eucarísticas;
gestos de bendición...Hay que nombrar también, aunque no nos detengamos
en él, la señal de la cruz que ha sufrido entre nosotros una especie de
cuarentena, que ya puede bastar.

En tercer lugar, los movimientos; procesiones de entrada y salida de los


oficiantes, movimiento para ir de la santa mesa la facistol o l ambón y regreso,
procesión para la ofrenda de la colecta (¿unida a las especies eucarísticas?),
acercamiento de los fieles para la comunión sin contar la forma de recogerse
antes y después del culto: tenemos mucho que aprender aquí. Todo esto no es
indiferente, sino que forma parte del culto y es expresión litúrgica. No quiero
decir que deba haber un canon absoluto, sino que es necesario justificar
teológicamente la forma de proceder.

3. Rigor y Libertad en la formulación litúrgica

39 La postura de rodillas era corriente en las Iglesias de la Reforma (cf. R. PAQUIER, o. c.,
84-91, y W. MAXWELL. o. c., 85). Se sabe que en la Iglesia primitiva esta postura estaba
en estricta relación con el año litúrgico, pero se abandonó este simbolismo casi en
todas partes, y con razón: en principio, pues, el año eclesiástico no debe revolucionar,
sino colorear la liturgia ordinaria.
El problema que se presenta hora es saber, después de lo que hemos visto, si l
naturaleza del culto se puede proteger y expresar con numerosos formas
cultuales, o si sólo se puede expresar y proteger con una sola forma; o más
bien, si la expresión y protección del culto puede hacerse legítimamente de
diversas maneras, pero dentro de normas precisas que sería necesario
respetar. Para responder, examinaremos en primer lugar las normas de la
formulación litúrgica y lego sus condiciones, y, en segundo lugar, trazaremos
los límites de la libertad litúrgica, terminando con unas observaciones sobre l
reformabilidad del culto.

Las normas de la formulación litúrgica.

El culto cristiano no se funda en una necesidad humana, sino en la voluntad de


Dios. Es mucho menos una llamada que una obediencia. Por eso su
formulación se somete a ciertas normas que deben respetar lo que hemos
dicho de la necesidad y de los límites de las formas litúrgicas. ¿Cuáles son
esas normas?.

La primera, la más importante, la que ordena y justifica las otras, es la fidelidad


bíblica. No quiere decir esto que el Nuevo Testamento define los contornos en
cuyo interior se puede celebrar el culto cristiano como tale, con mayor o menor
fortuna y con mayor o menor obediencia. Esos límites son: es preciso que la
asamblea se reúna en nombre de Jesucristo, para celebrar su victoria e invocar
su presencia. Hay que tener la intención de celebrar el culto cristiano. Es
necesario asimismo que este culto permita a los fieles perseverar en la
enseñanza de los apóstoles, ofreciéndoles l oportunidad de recibir el cuerpo de
Cristo; debe recoger también las oraciones de la Iglesia y ofrecerlas a Dios;
finalmente, tiene que ser un reunión de hombres y mujeres que no están
yuxtapuestos, como en una sala de cine, sino comprometidos en una vida
comunitaria.

La primera característica, como hemos dicho, hace posibles las restantes. Para
que el culto sea cristiano, debe desarrollarse dentro de estos límites; todo lo
que se puede situar legítimamente dentro de ellos sin contradecirlos, puede
reivindicar el derecho de ser una forma litúrgica cristiana, ya que tienen un
poder de protección, y por tanto polémico, junto al de expresión.40

No todo queda dicho con esto. Sólo hemos puesto l base; ésta permite aplicar,
justificar y controlar tres normas derivadas de la formulación litúrgica; la primera
es el respeto a la tradición, que forma parte del carácter comunitario del culto
bíblico que hemos nombrado hace poco. Cuando se celebra el culto, se está

40El culto se sale de sus normas, se pervierte y pierde su sello cristiano cuando pide a la
Iglesia que censure la doctrina de los apóstoles, o se adhiere a doctrinas que ellos
ignoraban o contrarias a su enseñanza; o cuando falta la fracción del pan y el pueblo
no comulga; o cuando no se dirige las oraciones a Dios, que se ha revelado en
Jesucristo; o cuando la admisión l culto está sometida a otras condiciones distintas l
bautismo, como, por ejemplo, prejuicios raciales, sociales, etc...
con la Iglesia de todo lugar y tiempo, y se compromete uno con esta
comunidad. El respeto a l tradición litúrgica implica lo siguiente:

En primer lugar, un sentimiento de gratitud por todo lo que Dios ha enseñado a


la Iglesia en el pasado y por la manera de inspirarla y conducirla. Por eso se
puede haber en el culto momentos, formas ya clásicas, que tienen, según la
expresión de Otto Haendler, tal plenitud teológica y antropológica y tal
monumentalidad litúrgica que nunca se llegarán a agotar por completo, ni a
gastarse a pesar del uso constante. Se mantienen en el culto no por piedad
filial o por falta de imaginación, sino porque su abandono sería una pérdida y
no una liberación. Para los protestantes del continente es mucho más difícil
comprender esto que para los anglicanos, los romanos y sobre todo los
ortodoxos.

En segundo lugar, respetar la tradición litúrgica quiere decir que se es libre


respecto de la misma. Si una hermosa doxología de la antigüedad cristiana es
de oro, es más una pieza que una cadena. El respeto de la tradición no impide
que se renueve la formulación litúrgica sino todo lo contrario, ya que permite
expresar de manera adecuada a nuestros tiempos lo que los padres
expresaban cuando se reunían para celebrar la salvación cristiana. No se trata
de decir o hacer algo distinto, pero no se puede ser arcaico. Aunque sea
legítimo tener en el culto formas antiguas, como un sillón antiguo en el
mobiliario, el culto no es un museo, y si permite el acceso otro siglo, no es a
uno y transcurrido, sino al siglo venidero. Vamos encontrar de nuevo estos
problemas; aquí sólo los señalo, sin negar que el culto pueda ser denominador
común de las épocas de este mundo, tan diferentes entre sí.

En tercer lugar, respetar la tradición litúrgica, someter el culto la norma de la


tradicionalidad, significa comprenderlo en la perspectiva de la unidad cristiana
y, por tanto, en la perspectiva del amor. Así, pues, el problema no es, para
nosotros, formular el culto reformado, sino formular el culto cristiano. Carecen
de esperanza las investigaciones sobre la confesionalidad del culto, que entre
nosotros se manifiestan, quizás, en la erección de lugares de culto. Sin duda
alguna, no es posible querer formular el culto sin tener en cuenta el hecho de
que el culto se ha de celebrar en la división cristiana. Pero someter el culto la
norma de la tradicionalidad es buscar, en todas las confesiones, un liberación
de las normas de la confesionalidad, para que el culto sea un intento y una
llamada a la unidad cristina. Esto no quiere decir que el culto no tenga derecho
a ser polémico, oponiéndose al de otra confesión; en este combate no hay que
dirigirse a los cristianos de los otros cultos, sino a lo que es herético o a menos
peligroso para l pureza de la fe. “Abusus non tollit usum!”. La forma romana e
celebrar la eucaristía nos debe hacer desconfiar de la misma eucaristía.

En cuarto y último lugar, donde se respeta esta norma no se evita ciertamente


la clericalización del culto; pero se la puede combatir con alguna posibilidad de
éxito, porque el ministro que preside el culto no puede formularlo como quiere,
sino que debe someterse a la manera de entenderlo de la Iglesia, pueblo
sacerdotal. La pérdida de una liturgia tradicional, es decir eclesial, lleva
consigo, casi sin ninguna duda, el subjetivismo arbitrario del oficiante principal y
una clericalización profunda del culto, como lo muestra el desarrollo litúrgico de
las Iglesias luterana y reformada a pesar de la oposición de Calvino la
multiplicidad de variantes.

Pero dentro de las normas bíblicas del culto cristiano, no todas se refieren al
pasado de la Iglesia, a la tradición, sino también al futuro, al reino. Nunca se
insistirá demasiado en esto: la presencia del reino en el culto es una norma
indispensable de la formulación litúrgica. El culto es, por excelencia, el sitio y el
momento en que el futuro va brotar en el presente, y es preciso que pueda
manifestarse, también en su forma, de la que habla con tanta frecuencia el
Nuevo Testamento (cf. Hech 2, 46; 16, 34, etc.).

Denis de Rougement exclamó en cierta ocasión: “Danzas. Advenimiento del


alma a los gestos”. Se podría decir, parafraseándole: “Culto. Advenimiento del
reino a las formas”. Esta presencia del reino, norma de la formulación litúrgica,
se manifiesta sobre todo por el carácter nupcial del culto. Esto se ve en que los
hombres tienen acceso al banquete mesiánico y se reconcilian, es decir se
encuentran unidos más allá de lo que los separa en este mundo; también, por
el papel de los símbolos litúrgicos que trataremos más adelante con detalle.
Baste aquí notar que los símbolos en el culto tienen la función de manifestar,
bien o mal, su carácter escatológico, y que un culto que desconfía de los
símbolos está, sin duda alguna, amenazado con la pérdida de su dimensión de
la esperanza, dejando de ser receptáculo del futuro. Es cierto que si el culto
apenas tiene en cuenta entre nosotros las bodas del cordero, es que no se ha
querido, por temor de la ambigüedad evidente de los signos, que se convierta
para las Iglesias, me atrevo a decirlo, en un ensayo de sus adornos de novia.
Inversamente, esto se manifiesta en el hecho de que una nueva toma de
conciencia de la dimensión escatológica de la Iglesia ha llevado consigo,
automáticamente, una apelación a los símbolos litúrgicos.

Hemos visto que, sometiéndose a la norma litúrgica neotestamentaria, la


formulación d ela liturgia ha de tener en cuenta el pasado y el futuro de la
Iglesia. También hay que decir que el presente es, de manera derivada, norma
de la misma formulación. Es decir, que la Iglesia confiesa el Hic et nunc de su
peregrinación por medio de su culto. Tiene el derecho y también el deber de
expresarse a sí misma mediante las oraciones, cánticos y símbolos que
continuamente le inspira el Espíritu de Dios. Pero una vez más, el hic et nunc
no debe ser confesional sino accidentalmente: lo que importa es que permita al
genio de una nación y de una época reencontrarse y expresarse, ya
perdonado, en el culto de la Iglesia. Por eso, a pesar de la unidad profunda que
da el culto a la Iglesia, no debe ser uniforme. Por eso también, se puede
formular legítimamente un culto malgache de distinta manera que el
escandinavo, o un culto del siglo XX de distinta manera que uno del siglo III.
Como lo hace notar muy bien Otto Haendler, es importante.

Que quien ora se sienta interpelado en su hoy y no en su ayer


traído a la superficie por obra de un hechizo solemne.
Este hic et nunc, como el pasado de la tradición y el futuro del reino, no tiene el
derecho de mandar en el culto y desviarlo. Pero las tres normas derivadas, las
tres normae normatae de la formulación litúrgica deben poderse aplicar en la
tensión y el equilibrio de sus relaciones recíprocas, al culto cristiano,
basándose en lo que les es común, la norma bíblica, la norma normans.

Condiciones de la formulación litúrgica.

La formulación litúrgica está sometida a un cierto número de normas y a un


cierto número de condiciones, que no son sine qua non, pero que tienen su
peso. Estas son la intangibilidad, la simplicidad y la belleza.

Ya que el culto es un acto comunitario, es preciso que el conjunto de la


asamblea pueda celebrarlo, y para eso hace falta que toda ella lo comprenda.
Esta inteligibilidad del culto se sitúa en tres planos:

En primer lugar, es preciso que el pueblo comprenda lo que pasa en el culto.


Vamos a tratar de nuevo este problema cuando hablemos de la simplicidad
necesaria del culto. Notemos sólo que el culto es, quizás el mejor campo para
ejercitar la catequesis. Lex orandi, lex credendi. Explicando el culto, se explica
también la historia de la salvación, la naturaleza de la Iglesia y su misión en el
mundo, por citar solamente los temas de los tres primeros capítulos. Es preciso
confesar que, nosotros, reformados, carecemos absolutamente de experiencia;
pero es preciso adquirirla.

En segundo lugar, el pueblo tiene que comprender la lengua del culto; por eso
tiene éste que abandonar las normas arcaicas para emplear la lengua corriente
de los celebrantes. La Confesión helvética posterior afirma:

Por consiguiente, no hay que usar en las asambleas sagradas


una lengua extraña, sino que se debe emplear en todo la lengua
vulgar, la comprendida por todos los que participan en dichas
asambleas.41

Se comprende, pues, que pueda existir un conflicto entre la voluntad de notar,


gracias a la lengua litúrgica, la unidad de la Iglesia en el tiempo y en el espacio,
y la voluntad de significar, por ese mismo medio, que el culto celebrado es el
de la asamblea que lo quiere vivir. Recuérdese que en Jerusalén se instituyó
un día de ayuno para pedir perdón por el escándalo de la traducción de los
Setenta; por el contrario, los judíos celebraban en Alejandría una fiesta anual
agradeciendo al señor el haber podido traducir los libros sagrados a la lengua
de todos. Pero, a pesar de todo lo que se quiera decir, ya que la Iglesia
apostólica no creyó que existía una lengua sagrada, el hebreo, sino que
manifestó que toda lengua humana podía ser santificada para ser vehículo del
evangelio, es preciso reivindicar como una condición seria de la formulación
41 Cf. W. NIESEL., o. c., 267.
litúrgica que ésta debe hacerse en la lengua corriente de quienes van a
celebrar el culto, o l menos en una lengua que todos comprendan y sean
capaces de usar42. Quien se niega a esto no quiere mantener la unidad de la
Iglesia, sino la separación existente entre clero y laicado, ya que éste no
conoce la lengua y aquél, sí; o entre los fieles cultos que conocen la lengua y
los incultos que no la conocen.

En tercer lugar, es preciso que el pueblo oiga lo que se dice en el culto. Se


sabe que, partir del siglo IX, el oficiante comenzó a decir en silencio algunas
oraciones de este tipo en el rito romano como en los ritos orientales. Es normal
que cada uno, incluso el ministro, tenga ocasión de recogerse privadamente.
Pero no lo es la exclusión del pueblo de ciertas oraciones que forman parte de
la liturgia de la Iglesia. Esta exclusión quita al pueblo su carácter bautismal y
por tanto su aptitud litúrgica: hace profano al pueblo de bautizados. Se puede
llegar a comprender que esta costumbre se extendería en una época en que l
tensión entre Iglesia y mundo sólo podía reflejarse en la tensión entre clero y
laicado. Pero ésta no es nuestra situación; es normal que se despida los no
bautizados en un momento dado del culto, pero los bautizados tienen el
derecho de poder oír y, por tanto, asociarse al conjunto del culto cristiano.

Segunda condición de la formulación litúrgica: la simplicidad. Sin duda que un


culto celebrado en la ciudad puede ser legítimamente más elaborado que un
culto celebrado en el campo, como veremos más adelante; también los fieles
que viven en comunidad pueden tener un culto más rico en elementos y
símbolos que el culto parroquial. Todo esto no impide que la simplicidad sea
una condición importante de la formulación litúrgica. No hay que confundirla
con la desnudez, con la negligencia formal ni con la impaciencia de inspiración
docetista respecto de las formas. Es, más bien, una voluntad de orientación
del culto hacia su centro.

También se podría decir la voluntad de manifestar que el culto recapitula


verdaderamente la obra de aquel en quien Dios ha recapitulado todo: por eso
existe un orden, sencillez y severidad, contra todo barroquismo. Por eso se da
también una gran vigilancia respecto de los símbolos, ya que sabe que su
poder es su alcance. La simplicidad, la litúrgica, no es principalmente lo
contrario a la complicación, sino a la dispersión litúrgica. Con otras palabras, el
segundo requisito de la formulación litúrgica consiste en respetar l jerarquía
que regula las relaciones entre los elementos del culto, en formular el culto de
manera que aparezca l búsqueda continua de su momento culminante, de su
“clave”, y también en mostrar que, alcanzado este punto culminante, queda
saciado para apaciguarse frente al testimonio del mundo. Esta clave es la santa
cena, hay que decirlo, aunque contradiga nuestras costumbres confesionales.
Así pues, el culto será más simple cuanto mejor prepare la eucaristía y la haga
alegre, más viva y más existencial.

42 Así sucede en ciertas regiones africanas o asiáticas, en las que se debe emplear el
francés o el inglés, por ser las lenguas de comunicación supratribales. La lengua de los
debates sinodales debe poder ser también la de los cultos sinodales.
Última condición de la formulación litúrgica: la belleza. He dudado en proponer
esto, ya que pueda convertirse en una trampa (cf. Ez 16, 15; 28, 17), a la vez
que provoque la codicia y produzca una colisión peligrosa entre esteticismo y
liturgia. Sin embargo, creo que es preciso decir que la formulación litúrgica
debe buscar la belleza, ya que está encuadrada en una preparación nupcial;
también porque la Iglesia, cuya epifanía es el culto, está llamada a aparecer
ante su Señor “gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido” (Ef 5, 27). Lo
único que se exige es que esta belleza esté l servicio de l inteligibilidad del
culto, y sea expresión de la simplicidad del mismo.

C. F. Ramuz condenaba ciertos aspectos de la estética romántica porque ésta


creía “que para hacer algo bello es preciso enriquecerlo”. Par hacer hermoso el
culto, no hay que enriquecerlo, sino purificarlo. La verdadera belleza es una
escuela de purificación, que combate la autojustificación; es gracia y armonía,
severa con las volutas y excrecencias de ese defecto., Por eso, no intentará
embellecer el culto, sino que mostrará que éste no puede dejar de ser bello si
es verdadero. Por tanto, es preciso ser despiadado contra las “producciones
estéticas” que quieren hermosear el culto; por ejemplo, con intermedios de
conciertos o de óperas, con una arquitectura barroca, o con un retórica que se
complace en sí misma, o con una redundancia ampulosa en las oraciones, o
con una forma, horribile dictu, fashionable de administrar el bautismo, como me
han dicho que se hace en algunas Iglesias presbiterianas de los Estados
Unidos (el pastor bautiza al niño dejando gotear sobre su cabeza una rosa que
había sumergido previamente en la fuente bautismal). Pero la belleza litúrgica
no protesta sólo contra toda autojustifiación estetizante; también contra el
descuido, la grosería y el desaliño litúrgicos.

Tutear al Señor en el culto no quiere decir darle unas palmadas en la espalda,


sino tratarlo con sumo respeto. Demás, el mismo hecho de ser el culto un
encuentro entre el Señor y la Iglesia postula un ennoblecimiento de dicho
encuentro y una glorificación del Señor que se hace presente. Quiero que se
me comprenda bien cuando digo que la belleza es un requisito de la
formulación litúrgica. Entiendo por eso que si se celebra el culto con fe,
esperanza y amor, se engendra l belleza y se hace una crítica profunda de la
vulgaridad y del esteticismo, que tiene su fin en sí mismo. El culto puede ser
pobre sin dejar de ser bello, y con mucha probabilidad, no será bello si quiere
ser rico. Pero pobre no significa mísero, triste ni barato. Pobre quiere decir
despojado no de formas, ni de símbolos, sino de pretensiones y de
autojustificación.

Los límites de la libertad en la formulación litúrgica.

La formulación litúrgica es la vez rigurosa y libre. Rigurosa, porque se trata del


culto de la Iglesia cristina; libre, porque la liturgia es un juego escatológico,
según l expresión de Romano Guardini, el más hermoso que puedan jugar los
hombres en la tierra. Pero, para que este juego no degenere en orgía o en
disputa, tienen necesidad de una libertad disciplinada; así sucedió en los
orígenes y en los primeros siglos del culto cristiano, en una medida que
asombra quienes lo consideran como un tren que si saliese de las vías
provocaría una catástrofe y a quienes lo entienden más bien como una
exploración incoherente de sabanas con un vehículo para todo terreno. Según
la expresión feliz de P. Brunner.

Se trata...de tomar en serio tanto la libertad de quienes están


ligados al evangelio como el lazo, la atadura de quienes el
evangelio ha liberado.

Dado lo que hemos visto en este capítulo, podemos comprender que si el culto
quiere seguir siendo cristiano debe someterse a ciertas normas y condiciones.
Pues l forma del culto está unida íntimamente con el contenido que debe
expresar. Pero hay que hacer ver que esas normas y esas condiciones no son
una camisa de fuerza, ni contrarias a su libertad.

Pero ¿dentro de qué límites puede y debe aparecer esta libertad? Primero, en
la autorización de diversidad de lugar y tiempo. No sólo respecto a la lengua
litúrgica, sino también respecto a las preocupaciones que deben aparecer en la
acción de gracias y en la súplica, y respecto del gusto en la música, duración y
desarrollo del culto. Es el inmenso problema de las “ceremonias” que deben
manifestar la diversidad de colores de la única inconsútil, sin romperla, para
usar la comparación sorprendente que Gregorio de Elvira hacía entre la túnica
de José y la de Jesús. Es verdad que la Reforma h insistido en esta libertad de
las “ceremonia” a veces de manera excesiva, hasta el punto de hacer dudar de
la existencia de un lazo inextricable entre la forma y su contenido; con todo, es
preciso mantener que las preocupaciones, los gustos y la cultura de un lugar y
de una época tienen el derecho absoluto de confesarse a sí mismos en la
forma del culto. Los límites de esa libertad son los de la unidad de la Iglesia,
respetando siempre las normas y las condiciones de la formulación litúrgica
cristiana. Pero unidad no quiere decir uniformidad.

Sin embargo, esta libertad en l formulación litúrgica nos interesa también,


particularmente a nosotros., reformados, en su aspecto de autorización de
diversidades personales ene l oficiante. Aunque sea exagerado decir con R.
Paquier que esta libertad sólo es lícita cuando uno se siente “real y
pneumáticamente obligado”, es preciso decir que las oraciones llamadas “de
abundancia”, tan frecuentes entre nosotros, son mucho más un testimonio de
orgullo pastoral y de pretensiones clericales que de obediencia las
inspiraciones del Espíritu Santo. Es verdad que no se deben excluir a priori;
pero es preciso que el ministro sea consciente de que está encargado de
presidir el culto de la Iglesia y, por tanto, no tiene por qué hacer una exhibición
de su propia fe; por eso, ordinariamente se limitará las oraciones prescritas por
los formularios litúrgicos, a no ser que quiera introducir en el culto algunos
momentos de oraciones libres, lo cual, sin ser recomendable por razones
evidentes de pastoral43, no es impensable: pues, si quiere decir en público sus
oraciones en vez de la Iglesia, no tienen el derecho de impedir los fieles que
43Principalmente ésta: hay muchas probabilidades de que quienes oran en público
sean los mismos que caigan, casi seguramente, en las trampas del orgullo espiritual.
digan las suyas, también públicamente.

Pero ordinariamente se pedirá los liturgos que sigan lo que no es sólo tradición
de las Iglesias de tipo “católico”, sino lo que fue también una buena disciplina
de la Iglesia reformada en sus primeras generaciones: el pastor que preside el
culto se limita a l formulación de las oraciones recibidas de manera oficial por la
Iglesia, ya que los cristianos que asisten a la asamblea tienen derecho a
participar efectivamente en el culto oficial de la Iglesia; no se congregan para
unirse las fantasías del individuo que celebra.

Quizá se responda que las oraciones recibidas oficialmente son malas, de


dudosa teología, redundantes, arcaicas, demasiado complicadas, qué sé yo;
con frecuencia esto es una realidad. Pero la Iglesia no sentirá la necesidad de
hacer una revisión mientras no pueda contar con la disciplina de los liturgos.
Además, todas esas preocupaciones sobre la disciplina litúrgica no se
tranquilizarán válidamente mientras la liturgia esté solo en manos de los
pastorees; sería necesario que los fieles pudieran participar en ella leyéndolas
en un libro de oraciones públicas que estaría unido al salterio.

La reformabilidad del culto

El culto no es reformable en su totalidad. No se puede reformar la lectura


bíblica en cuanto tal; lo que se puede cambiar es el leccionario. No se puede
renovar, por ejemplo, la liturgia bautismal decidiendo bautizar sin la invocación
de la Trinidad, o sin recurrir al agua; lo que se puede reformar es el simbolismo
bautismal. No se puede cambiar, por ejemplo, la liturgia eucarística
modificando las especies; pero sí, las oraciones que acompañan la eucaristía o
el desarrollo de la celebración. Es decir, hay en el culto elementos que son
reformables y otros que no lo son. En el culto es reformable, como veremos
detalladamente al hablar de los elementos del culto y de la manera de
estructurarlos, lo que se puede llamar su elemento sacrificial, por el que la
iglesia recibe la gracia y responde a ella. No es reformable al elemento
sacramental del culto, por el que la Iglesia se nutre con la gracia, ya que el
Señor lo instituyó como vehículo de la misma: la palabra y los sacramentos. La
reformabilidad del culto queda, pues, limitada por el acontecimiento litúrgico
que debe ser respetado. Pero esta reformabilidad existe y se la debe defender
con perseverancia. No para multiplicar los diversos intentos litúrgicos, ni para
favorecer la agitación litúrgica, sino para que el culto sea cada vez más y mejor
lo que debe ser.

También la reformabilidad del culto está sometida estrictamente al respeto de


las normas y de las condiciones de la formulación litúrgica que hemos
presentado ya: la fidelidad bíblica, el respeto a la tradición, el respeto de
carácter escatológico del culto, el respeto por el enraizamiento hic et nunc de la
Iglesia en una cultura y en un tiempo determinado y el respeto por las
condiciones de inteligibilidad, de simplicidad y de belleza. Pero esta
reformabilidad del culto no está al alcance de cada uno en particular: está
confiada a la Iglesia. También es indispensable que cada Iglesia tenga una
comisión litúrgica oficial, encargada de mantener la fidelidad del culto y de
proponer a los sínodos las medidas que, incansablemente, permitirán que el
culto sea, de la mejor forma posible, una de las dos expresiones capitales de la
vida eclesial, siendo la otra la evangelización.

4. La recompensa
de la formulación litúrgica

“Buscad el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura” (Mt


6, 35).

Hay una añadidura en esta búsqueda del reino que es la formulación litúrgica.
No es un fin, sino una gracia, y todo quedaría falseado si la formulación
litúrgica buscase la añadidura; pero también se falsearía todo si no la recibiera
como una recompensa gratuita, buena y hermosa como todo lo referente a la
gracia. Esta es la capacidad el culto de inspirar la cultura o de provocar una
nueva cultura. No se puede descuidar este aspecto del culto sin cometer un
pecado de ingratitud y de docetismo. Cuando se celebra como el Señor quiere,
el culto se convierte en un hogar cultural de importancia decisiva, porque posee
el poder de purificación, de expresión y de compromiso. Sólo a título de
ejemplo, y para fomentar investigaciones personales mucho más vastas que
las indicadas aquí, no quiero dejar pasar la ocasión de ofrecer tres aspectos de
este problema.

En primer lugar, el culto es una escuela de gusto

La liturgia, afirma Max Thurian, es el lugar privilegiado donde se


forja la expresión estética cristiana, en las dimensiones que le
propone la simplicidad evangélica. La liturgia sola, vivida
verdaderamente como una acción de gracias del pueblo cristiano,
en palabras, en gestos, en formas y en colores, abre a la vida
estética un campo de acción y le ofrece una i inspiración
enriquecida sin cesar, que no es sólo religiosa, sino universal y
cósmica; esto es tan cierto que en la liturgia, cuya trama la
forman los salmos, toda la creación, con sus luces y sombras, se
encuentra reunida en Cristo, en un sacrificio de alabanza. Por ser
la liturgia una acción de gracias permite el desarrollo de la vida
estética de la Iglesia. Pues el arte es esencialmente donde de sí
bajo la forma de la belleza.

Pero si el culto forma el gusto de los fieles, forma también, el rechazo, el del
mundo en que existe la Iglesia. La prueba es que “la historia del arte es
impensable sin tener en cuenta su unión constante con la historia de la Iglesia”.
(H. Asmussen). Por ser profundamente cristocéntrico, es decir por testimoniar
el secreto de todas las cosas, su recapitulación en Cristo, el culto purifica la
cultura humana de sus distorsiones, de su autojustificación, de su caos y de su
desarmonía. Es lugar de reunión cultural, y cuando la iglesia se niega a acoger
esta recompensa de su culto o cuando el mundo no admite dejase interrogar
por el evangelio e inspirarse en él, se presenta el desorden. La palabra se
depura al convertirse en vehículo del evangelio y de la oración.

Cuanto más serio y sagrado es el ejercicio de la oración, tanto


más queda ennoblecida la palabra, afirma H. Asmussen. La
experiencia de quienes oran de verdad es que las palabras
necesarias para orar se han de conquistar por medio de un
esfuerzo creciente. Cuando se ora seriamente y con regularidad,
la oración cada vez se dificulta más. Se habla a Dios con un
lenguaje cada vez más depurado, más cuidado, en el que cada
palabra va adquiriendo cada vez más peso. Pues se trata de
decir, siempre de nuevo y en circunstancias siempre nuevas, que
se pertenece a Dios, que se está desposeído de sí mismo, y que
se le entrega uno en sacrificio, en cuerpo y alma, para el tiempo y
para toda la eternidad.

La música se depura con los himnos, salmos, doxologías y alabanzas. Los


colores también, al convertirse en una refracción simbólica de la luz
deslumbradora del evangelio. La arquitectura se purifica al convertirse en
construcción del lugar de encuentro vivo entre Dios y su pueblo, etc.

¿De dónde viene, pues, el hecho de que el culto se convierta también en el


lugar privilegiado del peor gusto y más injurioso para la gracia y la esperanza
cristiana? La respuesta es simple. El mal gusto invade el culto en dos
situaciones: cuando la fe comunitaria de la Iglesia se empobrece para hacer
sitio a la yuxtaposición de creencias individuales, cada una con reivindicaciones
propias, nacidas de la soledad y del orgullo; o cuando la liturgia renuncia a
formar la cultura ambiental soportándola con la excusa de acoger con amor los
suspiros del mundo. En este caso, la fe no es un filtro, sino un embudo. Si el
mal gusto se instala en el culto, quiere decir que éste se encuentra viciado, ya
por haber perdido su cohesión comunitaria, ya por haber olvidado que no se
puede tener acceso a la Iglesia sin haber muerto antes a uno mismo.

En segundo lugar, el culto es el convocador del arte y su justificación. No


vamos a poner aquí las bases de una filosofía cristiana del arte; pero ¿No es
éste, en el fondo, una llamada de las cosas para poderse expresar
litúrgicamente, encontrando su razón de ser en la alabanza para la que están
hechas?

¿No es exacto decir que todas las artes llegan a una crisis, más
aun, que están condenadas a la descomposición cuando
abandonan su centro, que es fundamentalmente litúrgico? Y el
culto de la iglesia, ¿No es el lugar donde las artes encuentran su
juicio, y por consiguiente la posibilidad de reencontrar la realidad
de su ser y de su función? El puesto que el arte reivindica para sí
en el culto, ¿No es el lazo que integra, por un signo que es una
promesa, la creación no humana a la alabanza eclesial del
Señor? ¿No se ha de comprender el arte, en el culto, como el
signo de que éste recibe, escatológicamente, todas las criaturas
no humanas, y por tanto se convierte en el signo de una profunda
solidaridad entre los hijos de Dios y el resto de la creación? (P.
Brunner).

Es necesario no amar el mundo para no permitir al arte que encuentre en el


culto su verdadera vocación.

Pero el culto no es sólo el lugar que permite al arte encontrar su función propia:
es más, es el misterio donde el arte encuentra su justificación y su libertad.
Esto no significa, en absoluto, que el arte se va a contentar, por cauda del
culto, con ser “religioso”, será posible que haya otros poemas distintos de los
himnos, otras músicas distintas de los cánticos, otros edificios distintos de los
templos, otras coreografías distintas de las procesiones, otras pinturas distintas
de los íconos, otras esculturas distintas de las de los ambones y facistoles,
como es posible y necesario que hay lunes, martes, miércoles..., después del
domingo, como hay trabajos y alegrías humanas, luchas e investigaciones, al
lado del culto dominical. Pero de la misma manera que esos trabajos y esas
alegrías se justifican y santifican gracias al culto, lo mismo que los días de la
semana gracias al domingo, y todas las expresiones artísticas gracias a que el
arte ha encontrado en el culto su tierra prometida, su origen verdadero y su
verdadero destino.

Finalmente, el culto es formador de cultura porque inspira la vida política y


social, es el punto de referencia del orden y de la libertad, de la justicia y de la
paz. Lo es porque celebra la verdadera jerarquía de las cosas, porque confiesa
el señorío de Cristo y porque testimonia la gracia inusitada de que esa
jerarquía no absorbe todo sobre lo que se extiende; por el contrario, lo funda y
respeta su libertad. De ahí que sean posibles vocaciones diversas y
mutuamente ordenadas, de ahí el cuidado de los débiles, el descubrimiento de
los verdaderos derechos de los hombres, los intentos de entendimiento y
reconciliación entre los hombres. Nunca se valorarán bastante los resultados
que implica la intercesión de la Iglesia por la paz, por los necesitados y
enfermos, ni los resultados de la misma. Por eso, el culto es para el mundo un
factor de orden y de libertad, de justicia y de paz; no basta con decir que es un
facto no descuidable, es un factor determinante. Evidentemente que el mundo
ignora que uniéndose al culto de la Iglesia e junta a lo que presera y garantiza.
Pero la Iglesia tiene el derecho de saberlo, no para abusar o aprovecharse de
él, sino para dejar de alegrarse del servicio político y social que ofrece al
mundo, directa e indirectamente.

Pero, una vez más, no es la formación del gusto, ni la justificación del arte, ni la
protección del mundo lo que busca la Iglesia en su formulación litúrgica. Por
medio del culto busca celebrar por el Espíritu el amor del Padre manifestado en
el Hijo. La Iglesia aprende, sorprendida, que Dios recompensa este intento
permitiéndole se reformadora de cultura, y lugar de belleza y bondad. Sería
una ingrata si no se alegrase por esto.
5. LA NECESIDAD DEL CULTO

En esta primera parte en que examinamos algunos problemas de los principios


litúrgicos, queda todavía por abordar uno: el de la necesidad de culto.
Comenzaremos buscando argumentos que permitan justificar esa necesidad.
Después, sólo después, expondremos algunas razones sobre la utilidad del
culto. Este se justifica con frecuencia entre nosotros por su utilidad más que
por su necesidad. Pero aquella, en sí misma, no justifica el culto; a lo sumo, lo
aconseja. Para que los argumentos sobre la utilidad tengan alguna fuerza es
necesario que nazcan de una necesidad y ya demostrada. Finalmente, habrá
que tocar aquí el punto de la obediencia que piden de la Iglesia la necesidad y
utilidad del culto.

1. Justificación de la necesidad del culto

Por temor de ver que el culto pueda encontrar su justificación en sí mismo, o


por olvido de la doble orientación de la Iglesia (hacia el mundo, en la
evangelización y en la diaconía; hacia Dios, en la petición de gracias, la
adoración y la intercesión) existe una fuerte tendencia en la teología reformada,
particularmente en Alemania y Holanda, que no gusta de hablar de la
necesidad del culto. El que se admite como necesario es el culto “indirecto”, el
servicio al prójimo, y el que no se admite como tal es el “directo”, pasando éste
a ser únicamente útil. En vez de refutar los argumentos que se presentan
contra la necesidad del culto, prefiero enumerar las razones que existen en
favor de la misma. Encuentro cuatro: el culto es necesario por estar instituido
por Cristo, por ser obra del Espíritu Santo, por ser un modo de la realización de
la historia de la salvación, y por no haberse manifestado aún en todo su poder
el reino de Dios. Veamos estas razones por separado.

El culto es necesario por estar instituido por Cristo, y ordenado por él

Cuando la Iglesia celebra el culto, no inventa nada, sino que obedece. En el


culto “no se nos pide expresar nuestras necesidades y posibilidades, se nos
pide obedecer”. (K. Barth). Pero, ¿obedecer a qué orden? Esencialmente a la
que Cristo pronunció en la última cena: “Haced esto en memoria mía...” (1 Cor
11, 24-25; Lc 2, 19). Esta constatación es de importancia capital porque nos
recuerda dos cosas: primero, que el culto instituido por Cristo no es el
homilético, sino el eucarístico; segundo, que la santa cena es ordinariamente el
punto culminante del culto cristiano. La cena, es verdad, no es todo el culto;
hay otros elementos litúrgicos que la preparan, la esperan y la viven. Pero
éstos tienen en la cena su obligado punto de referencia. Con otras palabras,
no se da sino una obediencia muy fragmentaria al reunirse para el culto, si éste
no encuentra su plenitud en el momento de la comunión eucarística. No se
trata en absoluto de desaprobar la predicación; tampoco de negar que
Jesucristo instituyó también el ministerio de la palabra de una forma solemne,
igual que el ministerio de los sacramentos (cf. Mt 28, 19; Jn 20, 23; Hech 1, 8,
etc.) Pero el ministerio de la palabra no fue instituido directamente para el culto,
sino para hacerlo posible, para reunir, por la misión, al pueblo que él quiere
hacer vivir gracias a su carne y a su sangre.

Que el culto cristiano haya comprendido desde siempre la palabra leída y


predicada como uno de sus elementos fundamentales e indispensables, y hay
que entender al pie de la letra estos adjetivos, bajo pena de falsear la Iglesia,
no quiere decir que la proclamación de la palabra en el culto pueda justificar
plena y suficientemente el culto cristiano, como tendremos ocasión de
subrayar. La presencia necesaria de la palabra en el culto es un testimonio de
que la Iglesia está todavía in vía peregrinationis, y pobre de ella, si lo olvida
descuidando o despreciando la palabra. Pero, como bien lo ha comprendido la
tradición que separa la misa de los catecúmenos de la fe de los fieles, si éstos
tienen que unirse siempre a aquellos para “permanecer en la palabra” (1 Jn 2,
14), se encuentran también, fundamentalmente, por su bautismo, en el reino
del Hijo a quien se unen al recibir su cuerpo y su sangre. Su sumisión a la
palabra muestra que están aún en este mundo; su acceso al banquete sagrado
muestra que puede gustar ya el don celeste. Se desprecia e invalida su
bautismo y se desobedece al Señor si se quiere impedir que comulguen, ya
sea limitando la participación al celebrante, ya por no realizar nunca la
celebración eucarística.

Si, a causa de la situación ambigua de la Iglesia en el mundo, no es posible


separar de otra forma distinta a la litúrgica la palabra y el sacramento, la
catequesis y la comunión, ay que tener en cuenta que se falsea el culto y se
desobedece si se lo reduce a la una o a la otra. Las dos son partes integrantes
del culto; pero éste alcanza su culmen no en la palabra proclamada por la
lectura y la predicación, sino en la cena, preparada por la palabra. El culto
necesario, por estar mandado, es el eucarístico, precedido y hecho posible
gracias a la palabra. Se tiene una prueba fortuita de esto en el hecho de que
nunca el Nuevo Testamento designa el culto únicamente por la predicación.
Celebrar el culto no se dice “ir a predicar”, sino “reunirse para la fracción del
pan” (Hech 20, 7).

El culto es necesario
por estar suscitado por el Espíritu Santo

El culto nace de la efusión del paráclito. La salvación provoca la alabanza (cf.


Hech 10, 46, etc.). Negar la necesidad del culto es negar la obra del Espíritu
Santo. Se podría decir también: es negar lo propio de la obra del Espíritu, que
es dar a los hombres las prendas del mundo venidero (2 Cor 1, 22; 5, 5; cf.
Rom 8, 23), trasplantarlos al reino futuro, que será una inagotable alegría
litúrgica. El culto es también el lugar de a acción de gracias de los redimidos.
Negar la necesidad del culto es despreciar la redención, es no querer alegrarse
con la salvación; también es olvidar la finalidad profundamente litúrgica de la
primera creación, restaurarla por Cristo. Esta necesidad del culto, provocada
por el don del Espíritu, encuentra quizás su mejor ilustración en la acción de
gracias inevitable de los hombres que, según los relatos evangélicos, son
objeto de un milagro de Jesús: el paralítico curado regresa a su casa dando
gloria a Dios (Lc 5. 25); la mujer enferma que Jesús cura un sábado se
endereza y comienza a dar gloria a Dios (Lc 13, 13); el samaritano de los diez
leprosos, que comprendió todo lo que llevaba consigo su curación, regresa
“glorificando a Dios” (Lc 17, 15); el ciego de Jericó, ya curado, sigue a Cristo,
glorificando a Dios (Lc 18, 43). Esta alegría, esta acción de gracias no influye
sólo sobre los sanados, sino también sobre los que comprenden, al ver el
poder salvífico de Cristo, que todo va a comenzar de nuevo porque el perdón y
la vida se han presentado ante la soledad y la desesperanza de los hombres
para conducirlos a un futuro de esperanza (cf. Mt 15, 31; Lc 7, 16, etc.)

Se vuelve a encontrar esta misma consecuencia litúrgica en quienes reconocen


a Jesús como el mesías, y esto también es obra del Espíritu Santo, porque
nadie puede decir que “Cristo es el Señor” sin su ayuda (1 Cor 12,3); piénsese
en los pastores de la navidad (Lc 2, 20) o en el centurión que asiste a la muerte
del Hijo de Dios (Lc 23, 47). El culto es la forma necesaria de la acción de
gracias de quienes, por el Espíritu, viven de Cristo. El perdón restaura la
aptitud litúrgica perdida por el pecado. Si no provoca el culto, quiere decir que
no se le ha recibido; y quienes pretendan hacer con seriedad, incluso
religiosamente, algo más inaplazable que aceptar la invitación al banquete, no
tendrán parte en él ... Cuando se tiene conciencia del carácter escatológico de
la obra del Espíritu, no se puede negar la necesidad del culto.

El culto es necesario porque es una de las formas


de la realización de la historia de la salvación

Jesucristo murió una vez por todas para salvación del mundo. En él se
encuentra suficientemente el fundamento de eta salvación. Pero por eso no
están salvos automáticamente el mundo y los hombres. Para que esto suceda
es necesaria la obra del Espíritu, que hace nacer al fe y mantiene la iglesia.

La inserción virtual de toda la existencia humana en el cuerpo


crucificado de Cristo debe transformarse, actualizarse y realizarse
en la existencia histórica, concreta, de cada individuo, en una
inserción ontológica, real y personalmente admitida (P. Brunner).

Ahora bien, este paso de lo virtual a lo ontológicamente personal se hace no de


forma exclusiva por el culto, pero también por él. No se hace exclusivamente
por el culto, al menos por el comunitario, porque su primer modo es el
engendramiento de la vida eterna por la palabra misionera, la predicación del
culto en la asamblea no lo es sino de modo excepcional, y por el bautismo que
sella esta palabra y atestigua que se la ha recibido. Pero esta transformación
se hace también, o más bien, se actualiza y realiza por el culto. Este es, pues,
un agente de la historia de la salvación. Si no se celebrara el culto, se agotaría
la historia de la salvación. Con otras palabras, aquí se vuelve a tener en
cuenta lo que hemos subrayado tantas veces: Dios es quien obra en el culto
por medio de la palabra y del sacramento; por eso cuando se pone en duda la
necesidad del culto, también se pone en duda que éste sea una obra de Dios.

En un contexto en que se explica todo el culto a partir de los sacramentos del


bautismo y de la eucaristía, K. Barth nota lo siguiente, que no se podría aceptar
sin algunas reservas:

Por el mandato divino del bautismo y de la cena, el culto eclesial


está limitado y ordenado en su conjunto. El bautismo y la cena
forman, en cierta manera, el espacio necesario del culto, por ser
el único apropiado. Hágase lo que se haga, es necesario que
provenga del bautismo: a saber, que la Iglesia es, es decir que
Jesucristo, una vez por todas, murió y resucitó por todos
nosotros, y le pertenecemos de forma innegable, siendo nuestro
destino quedar justificados, santificados y glorificados en él.
Hágase lo que se haga en el culto, es necesario que éste
conduzca a la cena: esto lleva consigo la permanencia de la
Iglesia e implica nuestra participación en su ser humano como ser
unido a Dios, nuestro auténtico destino, objeto de su obra,
realizado cada vez de nuevo. El culto eclesial es lo que sucede
entre este punto de partida y esta meta como testimonio ofrecido
a la gracia de Dios, como alerta, purificación y crecimiento de
nuestra fe.

Brevemente, “en el bautismo se trata de que la Iglesia sea realmente la


Iglesia... en la cena, de que siga siendo ella misma”. Así, pues, si se pretende
que el culto sea facultativo, y que no exista necesidad real de él par que Dios
pueda proseguir su obra salvífica, se desprecia la fuente de la gracia y se
desprecia lo que Cristo ha dicho:

En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del hijo


del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros.
El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna y yo
le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida
y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe
mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi padre
vivo, y vivo yo por mi Padre, así también, el que me come vivirá
por mí. Este es el pan bajado del cielo, no como el pan que
comieron los padres y murieron: el que come este pan, vivirá para
siempre (Jn 6, 53-58).

Sin embargo, el culto no es necesario sólo para que no se interrumpa la historia


de la salvación, y para que los cristianos la confirmen y realicen. Es necesario
también para que siga siendo eficaz el carácter polémico de dicha historia.
Ignacio de Antioquía, en el capítulo 13 de su carta a los efesios, da esta
recomendación esencial para comprender la necesidad del culto:

Procurad reunirnos con la mayor frecuencia posible para celebrar


la eucaristía divina y la alabanza. Pues cuando os reunís
regularmente para esto44, los poderes de Satanás son
44O ¿Para el culto? San Ignacio emplea aquí de Hech 1, 15; 2, 1.44.47; 1 Cor 11, 20; 14,
23, que designa en el Nuevo Testamento la asamblea litúrgica.
derrotados, y la amenaza de perdición que pesa sobre vosotros
desaparece gracias a la concordia de vuestra fe.

Por el culto, el campo quitado por el Espíritu Santo al dominio del maligno
queda ocupado y protegido; así sabe el mundo que si está condenado por la
existencia de la Iglesia, aún no está perdido, sino llamado a cambiar de dueño,
y a reconocer como señor a quien es su salvador. Así, pues, la Iglesia
mantiene abierta, no exclusivamente, sino también por su culto, la herida que la
resurrección de Cristo y la efusión del Espíritu Santo han producido en la auto-
justificación del mundo, y en ese sentido prosigue la historia de la salvación.
Hemos encontrado así lo que notamos más detalladamente cuando hablamos
del culto como “fin y futuro del mundo”.

El culto es necesario porque el reino de Dios


no se halla establecido aún con todo su poder

El culto en cuanto tal es necesario porque aún no es culto. Eso indica que
estamos en una situación en que ya existe el reino, como la levadura en la
masa, pero sin todavía haberse establecido definitivamente. Muestra que el
domingo es algo distinto a los demás días de la semana, pero que aún no todo
es domingo. Los que niegan la necesidad del culto o dicen que éste sólo
consiste en servir y glorificar al Señor en el prójimo, cometen un importante
erro cronológico: pecan por uno de los Dos extremos, actúan como si todo
fuera reino o como si nada lo fuera aún. Desconocen la situación escatológica
de la Iglesia en el mundo. La Iglesia demuestra, por el culto, que nuestro siglo
ha sido visitado por el Señor y continúa siéndolo; que no estamos solos y
perdidos en este mundo; y que se nos ofrece un lugar donde Dios nos espera
para darse a nosotros y para permitir que nos presentamos ante él como
éramos antes de la caída y como seremos después de la parusía.

2. Utilidad del culto

Sólo después de haber fundado la necesidad del culto podemos hablar también
de su utilidad. No es ésta la que lo hace necesario, pues entonces se pondría
en duda si es realmente necesario.

En su introducción a la misa alemana de 1526, Martín Lutero, que felizmente


no ha dicho sino esto, nota lo siguientes:

Brevemente, si establecemos órdenes litúrgicas, no es de ninguna manera para


los que ya son cristianos, sino para los que no sienten esa necesidad. Esas
órdenes litúrgicas no tienen su justificación en sí mismas, sino que se justifican
por no ser nosotros aún cristianos y son ellas las que deben hacernos. Quienes
los son de verdad, celebran su culto en espíritu. Si hay necesidad de órdenes
litúrgicas, es a favor de quienes quieren ser cristianos, o deben fortalecer en la
fe; lo mismo que un cristiano no necesítale bautismo, la palabra y el
sacramento, en cuanto cristiano, ya que en cuanto tal lo tiene todo, sino en
cuanto pecador. Si son necesarias las órdenes del culto, se debe
especialmente a los simples y jóvenes, que deben ejercitarse cada día en la
Escritura y la palabra de Dios y educarse en ellas, para acostumbrarse a la
Escritura y para ser Hábiles en poder testimoniar su fe, encontrándose a gusto
en ella y poder enseñar con el tiempo a otros y ayudar al crecimiento del reino
de Cristo. Es preciso leer, cantar y predicar, escribir y hacer oraciones a favor
de ellos; para contribuir a esto yo haría tocar todas las campanas y todos los
órganos y todo lo que puede resonar si fuera necesario.

Esta afirmación imprudente de Lutero, que niega la necesidad del culto


quedándose sólo con su utilidad pedagógica. Ha encontrado un eco
considerable en el racionalidad. Esta se precipitó sobre esta idea para justificar
así las excusas que buscaba para despreciar el culto, considerando
que el culto verdadero, el interior, cosiste no en la liturgia, sino en el
comportamiento moral honesto y en las obras sociales. No hay que hacerse
ilusiones; esta idea racionalista es la que corresponde prácticamente a la
opinión media de nuestras Iglesias: ir al culto no es obedece, sino satisfacer
una necesidad. En resumidas cuentas, el culto no es para Dios, sino para
nuestro provecho. Ahora bien,

Quien no ve en el culto sino un medio para cumplir la obra misionera aún


insuficientemente realizada, desarraiga el culto en vez de implantarlo. Porque
lo que prueba el valor de una justificación de la necesidad del culto, es que
dicha justificación debe permanecer válida incluso donde se puede considerar
el problema de la evangelización (P. Brunner).

Pero es preciso reconocer que si nosotros, protestantes, hemos podido


justificar la necesidad del culto por su utilidad pedagógica (o psicológica o
sociológica), eso proviene, sin duda, de su tendencia homilética que
amenazaba con olvidar que el culto no es una lección para los hombres, sino
una alabanza dirigida a Dios, con toda la preparación homilética que implica
esta, estando ausente la iglesia como contrapeso e intención última.

Es falso, pues fundar la necesidad del culto en su utilidad. Pero también lo


sería no tener en cuenta esa misma utilidad, que es pedagógica, sociológica y
psicológica.

Comencemos por la utilidad pedagógica del culto. En efecto, el culto es la


trama de la enseñanza de la Iglesia; las Iglesias de oriente son un ejemplo vivo
de esto. En el culto se aprende a ser cristiano, a encontrar a Dios, a encontrar
el mundo, a encontrar al prójimo. Se aprende la fe, la esperanza y el amor. Es,
por excelencia, la escuela del cristianismo.

En él se aprende la fe. Lex orandi; lex credendi. Como lo nota K. Barth,

No se trata sólo de un dicho piadoso, sino de una de las frasees más


inteligentes que se han pronunciado sobre el método de la teología.45

45 K. BARTH, Das Geschenk der Freibeit. Zollikon, Zürich 1953, 22


La fe se aprende por medio de la orientación, porque ésta da acceso al que es
el objeto de la fe, y porque es mala teología la que no es capaz de traducirse
en oración.

En él aprende la esperanza. La intercesión impide que se desespere del mundo


y de los hombres, y enseña a encontrarlos en la libertad e intrepidez cristianas.
La alegría del culto impide desesperar de las cosas, de la creación, porque en
el culto florece ya para su último destino auténtico: soli Deo gloria.

En él se aprende al amor. La presencia de los hermanos, el respeto de la


función litúrgica de cada uno, la eucaristía compartida por todos, hacen vivir la
corporeidad de la Iglesia, arranca el orgullo de la soledad y enseñanza a ver
en el prójimo, misteriosamente, aun miembro de cuerpo de Cristo, un cristóforo.

El culto también tiene una utilidad sociológica. Reúnen a los hombres y les da
la cohesión más profunda y la solidaridad más esencial que se pueda encontrar
en este mundo:

Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos
de ese único pan (1 Cor 10.17).

Pero el culto no tiene sólo una utilidad sociológica a causa de su virtud


cohesiva para la Iglesia. Se encuentra también esa utilidad en el plano de la
unión personal, pues imprime a nuestra vida un estilo, una forma de ser, una
simplicidad, una ______ que nos separa de los desgarramientos y de los
contradicciones del hombre natural. Esta utilidad sociológica se sitúa aún en el
plano << cósmico >>, en el sentido de que el culto, como lo hemos indicado ya
varias veces, une el mundo de la única forma que no lo masifica, es decir que
lo hace en y por la acción de gracias, de manera que hasta se puede llegar a
afirmar que el culto estabiliza el mundo, introduciendo en él un elemento que
contradice su dispersión y combata su caos.

Finalmente, el culto tiene una utilidad psicológica: ofrece a los fieles un refugio
de paz y de alegría. Se ha querido excluir el culto como si fuera una huida ante
los compromisos del testimonio, como si fuera un ponerse al abrigo de las
tentaciones y de la responsabilidad que caracterizan necesariamente la vida
cristianan. Esta acusación puede ser justa. Con frecuencia también: puede ser
falsa, porque confunde la vigilancia de la Iglesia con las agitaciones de un
insomnio. Si se me permite una comparación biológica, diría, sin ignorar en
absoluto la ambigüedad de la misma, que el culto es tan necesario al
testimonio como el sueño a la vida. Es preciso, pues, para poderse
comprometer, poder quedar también libre de compromisos. Tampoco hay que
olvidar que se está en misión y no en una cárcel. La presencia del culto permite
a la Iglesia experimentar que permanece libre en el mundo. Es preciso ignorar
por completo el hecho de que el culto es --- para emplear de nuevo in bonam
partem lo que hemos visto anteriormente --- a la vez << misa >> y << eucaristía
>>, para acusarlo de ser no un sitio de legítimo repos, el lugar milagroso de la
presencia de la ________ escatológica, sino, me atrevo a decir, un refugio
para emboscados. Además, si la liturgia y la predicación son convenientes, esa
confusión será simplemente imposible. Es preciso no tener en cuenta la
situación escatológica de la Iglesia que, como lo hemos visto, hace necesario el
culto, para acusarle de ser la arena donde el avestruz esconde la cabeza.

Pero el culto, en el plano psicológico no es útil solamente como lugar de


reposo, como sitio donde puede alimentarse y descansar quien tiene hambre y
sed de la comunión de los santos, del perdón de los pecados, de la
resurrección de la carne y de la vida eterna. Es útil también como el momento y
el lugar donde se encuentra la ocasión de decir al Señor que se le ama, que se
quieren cumplir sus deseos, de los que hablan los salmos con tanta frecuencia,
y que se quiere consagrar uno a su servicio. Se desprecia a las personas si se
quiere separarlas del servicio del templo: se obra entonces como los discípulos,
que querían separar a los niños de Jesús, con el pretexto de que eran muy
molestos.

Nuestro cultos dejan muy poco a los privados de devoción, cuando la


comunidad está reunida, ¿No sería posible aclimatar entre nosotros, en versión
reformada, la costumbre de las Iglesias ortodoxas de hacerse a sí mismo el
facistol para la lectura del evangelio, de arrodillarse ante todo el mundo para
que el ministro coloque sobre nuestra cabeza el libro de la palabra de Dios?
¿No sería posible también entre nosotros, en versión reformada, la costumbre
de encender un cirio del que ya otro fiel tiene encendido, para testimoniar así la
voluntad de integración a una cadena de oraciones, con la conciencia de ser,
por la gracia, luz del Mundo? Pero, al menos no se debe ignorar que el culto es
un auxiliar indispensable de toda cura de almas auténtica.

Se podrían añadir a estas razones que justifican la utilidad del culto a otras
más. Pero las que he enumerado son suficientes para hacer comprender que
no hace falta despreciar la utilidad del culto. Diciéndolo positivamente, es
preciso tener mucho cuidados en mostrar que se es consciente de la utilidad
del culto para la catequesis, la vida comunitaria y la cura de almas.

Este cuidado se manifestará en la lucha contra todo lo que pueda hacer


cansado el culto, contra la desidia, la incoherencia la incoherencia y la
improvisación litúrgicas. Se manifestará también, espero que pronto, poniendo
en manos de los files el libro de las oraciones públicas, para que también
puedan ser ellos oficiantes. Quizás sería preciso manifestarlo también
suprimiendo las parroquias demasiado pequeñas, para que las asambleas
litúrgicas agrupen al menos cincuenta comulgantes, con vistas a la cura de
almas, ya que es de capital importancia que los fieles que participación en el
culto no tengan la impresión de formar parte de algo que va pareciendo46. Pero
entrar aquí en detalles nos llevaría demasiado lejos.

3. la obediencia a la convocación y a la celebración litúrgica


46 << Ex conspectu mutuo laetitia maior oriatur >>, decía san Jerónimo (Comment Gál
4, 4-10: PL 26, 404
En la carta a los hebreos (10,24 s.) se recomienda lo siguiente:

Miremos los unos por los otros, para excitarnos a la caridad y a las buenas
obras; no abandonando nuestra asamblea, como es costumbre de algunos,
sino exhortándonos, y tanto más cuanto que vemos que se acerca el día.

Este consejo se oye a lo largo de la historia de la Iglesia, desde que san


Ignacio de Antioquia escribía a los efesios (5.3):

Quien no se une para el culto (_____________________________), peca de


orgullo y se juzgados a sí mismo, porque estás escrito: Dios resiste a los
orgullosos,

Hasta hoy, pasando por lo que recomendaba la Confesión helvética posterior:

Todos los que… desprecian… las asambleas sagradas…y se separan de ellas,


desprecian la religión verdadera, y los pastores y el magistrado fiel deben
abrigarles a no separarse por rebelión y a no despreciar tales asambleas. 47

Ya que no intentamos hacer un curso de ética litúrgica, no es posible


detenernos largamente en el problema de la frecuencia del culto.
Contentémonos con las tres observaciones siguientes:

La obediencia litúrgica se impone por causa de la necesidad y la utilidad del


culto, como también por causa de la salvación que nos h concedido nuestro
Señor Jesucristo.

Hemos visto que el culto es necesario por ser institución de Cristo, por ser obra
del espíritu Santo, por ser agente de la historia de la salvación, y por no vivir
aún en el tiempo del domingo eterno. Hemos visto además que el culto es útil
para la vida eclesial en el campo de la catequesis, de la vida comunitaria y de
la curva de almas. Estas razones son suficientes para justificar que la vida
litúrgica no es un capricho para los fieles, sino que se impone como una gracia
y no como una carga; por eso la vida litúrgica no está hecha de susurros, sino
de cantos.

En el pasaje muy logrado que Peter Brunner dedica al culto como obediencia
en el Espíritu, hace notar:

Lo que es esencial y determinante para cada uno de nosotros, lo que es


esencial y determinante para el mundo entero sucede precisamente gracias al
acontecimiento salvífico de la proclamación de la palabra y de la cena. Si esto
47. Confesión helvética posterior, c. 22 (cf. W NIESEL, o. c., 287).
deja de producirse, no será posible en ningún campo de nuestra vida servir a
Dios de manera que le agrade, si este acontecimiento decisivo se extingue,
también acaba por sucederle lo mismo a todas las demás maneras de servir a
Dios en el mundo, haciéndose estériles.
Diciéndolo negativamente, descuidar el culto es sabotear la obra de la
salvación, y por eso Ignacio de Antioquia hablaba del orgullo de los que son
perezosos respecto del culto de la Iglesia; por tanto, participando del culto se
confiesa ser cristiano. De nuevo negativamente, no ir al culto es atentar a la
plenitud del cuerpo de Cristo, es dividir la Iglesia y dispersarla. Estoy pensando
aquí en un documento importante del siglo ll que se llama la didascalia de los
apóstoles; esta obra hace al obispo la siguiente recomendación:
Cuando enseñes ordena, y persuade al pueblo para que sea fiel y se reúna en
la Iglesia, es decir en la asamblea litúrgica: que no falte, si no que sea fiel a
esta reunión, para que nadie disminuya la Iglesia estando ausente, y no
disminuya así en un miembro del cuerpo de cristo. Que nadie piense
únicamente en los demás, si no también en si mismo. Cuando oye la voz de
Cristo que dice: “quien no recoge con migo, desparrama”. Ya que sois miembro
de Cristo, no os perdáis fuera de la iglesia sin formar asambleas. Pues vosotros
tenéis a cristo por jefe, como el mismo enseña y confiesa. Así, pues, no
despreciéis a vosotros mismos, y no privéis al señor de sus miembros, ni
desgarréis ni depreciéis su cuerpo.
No asistir al culto o es simplemente sustraerse de la eficacia de al historia de la
salvación, si no que es pecar contra el cuerpo de Cristo; más aun, es negarse a
ser integrado al cuerpo de quien nos ha salvado, renegando del señorío de
Cristo, es desmentir y comprometer el don de nosotros mismos que hemos
hecho a Cristo, y es sustraernos a su gracia. Es, pues, exactamente, hacer el
papel del Diablo.
La obediencia litúrgica se refiere a los dos puntos: obediencia a la convocación
litúrgica y obediencia a la invitación de participar en la celebración litúrgica.

No se trata simplemente de asistir al culto, se trata de participar en su


celebración. Cada uno tiene que ocupar su lugar propio en la asamblea litúrgica
y desempeñar su papel: escuchar la palabra en el momento de la lectura y de
la predicación, confesar la fe de la Iglesia, sumarse a los cánticos de la Iglesia,
asentir con el amén a las oraciones dichas en nombre de la asamblea y
también aceptar la invitación a la mesa del Señor.
El concilio de Antioquia (año 341) no temía ordenar la expulsión de la Iglesia, e
imponer penitencias a.
Quienes entran al a Iglesia y escuchan las sagradas escrituras, pero no se
unen en la oración del pueblo y no participan en la eucaristía Procter aliquam
insolentiam.
Si se cree que es bastante con asistir al culto, se comete una obstrucción y un
sabotaje litúrgico, lo mismo que una ingratitud con el Señor; por eso, es muy,
deplorable que en la mayoría de nuestros templos haya galerías que, en vez de
acoger a los participantes, solo parecen invitar a los asistentes, a espectadores
que no quieren comprometerse. Habría que tener el valor de prohibir el acceso
a las galerías mientras las naves de la Iglesia no estén enteramente llenas.
Finalmente, hay que tener en cuenta los tres puntos siguientes:
Primero: hay que desarraigar de la opinión corriente, muy influenciada por el
racionalismo, por medio de unas curas de almas y de una catequesis paciente,
la idea de que el culto no es verdaderamente necesario, si no que solo tiene
utilidad pedagógica o pastoral, y que por tanto, la obediencia cristiana no se
refiere a la participación en el culto. Antes de irritarnos por la indiferencia
litúrgica de tantos fieles, es necesario librarios de esa herejía que intenta que el
culto sea ad libitum, y que mientras más fuerte sea, hablando espiritualmente,
co mas facilidad se puede considerar uno dispensado del culto de la Iglesia.
Pero para triunfar en esta extirpación de la herejía racionalista, es preciso
también, por una pedagogía litúrgica, sobre la que tendremos ocasión de tratar
al final del libro, de volver al culto su plenitud sacramental, y al pueblo la parte
que le corresponde, colocando la alegría pascual en su sitio legitimo, solo lo
que en la medida que el culto sea lo que verdaderamente debe ser, se podrá
insistir pastoralmente en que los fieles deben participar en el, de forma regular.
Además, mientras mas se acerque al ideal de lo que debe ser, esta insistencia
será menos necesaria, por causa del poder de atracción que ejerce el culto
sobre los fieles. no hay que maravillarse de que no sean atrayentes unos cultos
troncados, incoherentes, confiscados a favor del credo, desconfiantes frete a
todo signo de exuberancia es católica, si no ofrecen, y todos no lo hacen la
seguridad de una predicación verdaderamente vitalizadota.

Lo que es preciso decir en este último punto es más delicado, porque podría
llevar a creer que no es necesario preocuparse por el progresivo abandono del
culto. Si queda claro que es preciso intentarlo todo para enseñar a los fieles a
ser obedientes en la convocación y en la participación litúrgica, no hay que
esperar que el culto reúna efectivamente a todos los bautizados en nuestra
situación actual.

Con la relación a las exigencias del bautismo y con relación a las capacidades
<<episcopales>> de nuestros pastores, bautizamos a demasiada gente. La
disminución notable que debemos constatar no tiene que atormentarnos y
llevarnos a lamentaciones estériles; debería, más bien, obligarnos a considerar
nuestra práctica bautismal, para apresurar el día en que se vuelve a encontrar
la situación normal de la Iglesia, en la cual el número de comulgantes coincida
prácticamente con el bautizado. Así, más que quejarse por la
descristianizacion, que es una vigorosa llamada a la iglesia, para que tome
conciencia de sí misma, sería mucho mejor trabajar con paz y libertad, para dar
al culto su plenitud llevando a la Iglesia a sus verdaderas dimensiones. Si la
palabra misionera que puede dirigir con derecho a toda la población, no toda
ésta, en cuanto tal, es capaz de recibir el bautismo. Es preciso dejar una
interpretación del bautismo como signo de la gracia proveniente, sin que se le
confunda con la palabra y el sacramento.

Hemos llegado al final de la primera parte, que trataba de los problemas


doctrinales.
En los tres primeros capítulos, hemos intentado dar una definición teológica del
culto: recapitula la historia de la salvación, permite a la Iglesia aparecer tal
corno es, y señala el fin y el futuro del mundo. Después hemos visto en el
capítulo 4 que el culto cristiano que celebra la encarnación, pasión y glorifica-
ción del Hijo eterno de Dios no puede prescindir de las formas, y que su
formulación no es una concesión aflictiva, sino una gracia y una esperanza; de
ahí que haya formas adecuadas e inadecuadas para la expresión litúrgica
cristiana. Hemos terminado protestando contra la idea racionalista de que el
culto no es esencial a la vida de la Iglesia y hemos intentado justificar
teológicamente su necesidad.

Podemos dirigirnos ahora hacia el examen teológico y práctico de los


problemas de la celebración.

II PROBLEMAS DE LA CELEBRACIÓN

En esta segunda parte vamos a encontrar de nuevo cinco capítulos que, en el


plano de la celebración, corresponden más o menos directamente a los capítu-
los que hemos visto en el plano de los principios en la primera parte.

Examinaremos así, poco a poco, lo esencial que se debe decir de los


elementos del culto: de los oficiantes, del día, del lugar y del orden. Digo lo
esencial, porque es obvio que es imposible intentar trazar aquí algo más que
un esbozo de una teología litúrgica.

Vamos a tratar de los problemas de la celebración. Tendremos que examinar


más asuntos concretos y prácticos que en la primera parte. Sin embargo, ya
que este libro no es un laboratorio litúrgico, será preciso que nos detengamos,
incluso en el examen de los problemas, en la etapa del estudio teológico.

Los capítulos se numeran a continuación de los de la primera parte.

6. LOS ELEMENTOS DEL CULTO

En este capítulo tenemos que examinar antes que nada dos problemas: en
primer lugar, el del inventario de los elementos del culto; en segundo lugar, el
sometimiento a un examen crítico de las diferentes maneras de articular esos
diversos elementos entre sí.

Evidentemente, para realizar bien este programa de trabajo, sería necesario


consagrar al estudio de la historia del culto un tiempo considerable; sólo dicho
estudio nos permitiría ver cómo, poco a poco, se han construido los grandes
monumentos litúrgicos de la Iglesia, lo que es esencial y accidental o
únicamente decorativo, y cuál es el origen de desviaciones y alteraciones.
Ahora bien, este estudio histórico no lo podemos hacer por falta de tiempo. Por
eso, de manera global, yo me remito a los trabajos de historia litúrgica de A.
Baumstark, P. E. Mercenier, G. Dix, Rietschel-Graff, J. A. Jungmann, R. Stahlin
y "W. Maxwell, mencionados en la bibliografía introductoria. Tendremos en
cuenta la historia del culto, pero tangencialmente.

1. Inventario de los elementos del culto

Se entiende por elementos del culto

las formulaciones y las funciones por las que se realizan la recepción y la


acción litúrgica y que provocan y expresan el acontecimiento cultural por su
cooperación orgánica (0. Haendler).

La tradición reformada, fiel también aquí a la auténtica tradición católica, cuenta


con cuatro grandes tipos de elementos del culto: en la explicación del cuarto
mandamiento, el catecismo de Heidelberg enseña que el cristiano debe
frecuentar asiduamente las asambleas sagradas, sobre todo los días de
descanso, para oir la palabra de Dios y para participar en los santos
sacramentos, para invocar públicamente al Señor y para contribuir
cristianamente a la asistencia de los pobres (pregunta 103: nótese el carácter
«responsorial;» de esta enumeración); y la Confesión helvética posterior, en su
c. 22, enseña:

Las asambleas sagradas y las congregaciones eclesiásticas de los fieles son


necesarias, tanto para anunciar legítimamente la palabra de Dios al pueblo y
para hacer oraciones y súplicas públicas, como para celebrar los sacramentos
como es debido (legitima): y paralelamente, para hacer la colecta de la Iglesia,
para los pobres y para los demás gastos y necesidades propias de ella.

Aunque se podría matizar esto un poco, retendremos esta cuádruple


enumeración en la subdivisión de este capítulo sobre los elementos del culto: la
palabra de Dios, los sacramentos, las oraciones, en sus diversas formas, y los
testimonios litúrgicos de la vida comunitaria.

La palabra de Dios. Todos los cristianos están de acuerdo en que ésta es un


elemento esencial e indispensable del culto cristiano. Sin ella, el culto no sería
un encuentro vivo y eficaz entre Dios y su pueblo, sino un monólogo o un
diálogo de categoría humana solamente. No sería un milagro: la acción litúrgica
eclesial no sería una respuesta, sino una búsqueda ciega, un deseo y una
desesperanza; la eucaristía no sería esa coronación del culto que es
realmente, sino, en el mejor de los casos, misterio sin descifrar, y en el peor, un
acto mágico. Si colocamos la palabra de Dios en primer lugar entre los
elementos del culto, no es para reducir el culto entero a ella, sino para subrayar
que, sin ella, el culto cristiano estaría, en cierta manera, vacío de su sustancia y
no se vería lo que lo distingue de un culto no cristiano.

Todo el culto cristiano está en cierto modo sostenido y llevado por la palabra de
Dios: ella es la trama de la liturgia, la luz que ilumina la eucaristía y la que
asegura a los fieles que la presencia de Dios no es una ilusión, sino una
realidad. Pero en el culto, la palabra de Dios aparece de diversas
formas. Peter Brunner ha enunciado seis: la lectura de la sagrada Escritura, la
predicación, la absolución, el saludo y la bendición, la salmodia de la Iglesia y
esas formas de proclamación indirecta de la palabra que son los himnos, las
confesiones de fe, las aclamaciones doxológicas y ciertas oraciones como las
colectas.

Con el fin de aclarar, más que de simplificar, nos detendremos a


continuación más particularmente en las tres formas mayores de la presencia
de la palabra de Dios en el culto: la lectura bíblica, la proclamación litúrgica» de
la palabra y la proclamación «profética» de la misma, es decir la predicación.
Ya que estamos tratando de teología litúrgica y no de teología
sistemática, se me perdonará el no detenerme en una teología de la palabra
de Dios.

La proclamación anagnóstica de la palabra de Dios. No podemos apenas


detenernos en la historia de la lectura litúrgica de la Escritura. Recordemos
solamente que se trata de una costumbre que la Iglesia tomó del judaismo (cf.
Lc 4, 16); parece que éste conoció, antes de la era cristiana y al menos para la
tora, un sistema fijo de perícopas que se habían de leer a lo largo de los
sábados del año. La lectura de la Escritura parece que formaba también parte
del culto ordinario de la Iglesia apostólica.

Si el primero en testimoniarlo sin ninguna duda es Justino en su Apología —


refiere que se leían «las memorias de los apóstoles, sin duda los evangelios, y
los escritos de los profetas tanto cuanto el tiempo lo permitía» (c. 67), sin
embargo, se encuentra ya en san Pablo la exhortación a leer sus cartas en las
asambleas litúrgicas (cf. Col 4, 16) 48 es muy probable que el consejo dado

1. a Timoteo sobre la lectura (1 Tim 4, 13) no se refiera únicamente las cartas


privadas de su compañero de trabajo, sino a la pública (Antiguo Testamento, y
¿fragmentos del evangelio?); pues al mismo tiempo le recomienda la
exhortación y la enseñanza. Permite suponer también que la lectura litúrgica
formaba parte integrante del culto cristiano desde sus orígenes, el hecho de
que no se conozcan testimonios que presenten esas lecturas como una
innovación; no parece que se pusiera nunca en duda la lectura de la Escritura
en todo el tiempo que los documentos que poseemos nos permiten investigar.
Se puede, por tanto, sin contradecir a la prudencia necesaria en toda
conclusión histórica, que la lectura de la sagrada Escritura ha formado siempre
parte del culto cristiano. Vamos a ver también que la Iglesia la organizó desde
muy pronto.

48La carta que debe leerse para todos, de la que habla 1 Tes 5, 27, ¿es la del apóstol, acabada con esta
recomendación, o la enviada a las iglesias pagano-cristianas por el «concilio» de Jerusalén (Hech 15,
23)? Véase también 2 Tim 4, 13. ¿Se trataba de libros destinados a leerse durante el culto?
La reforma calvinista puso en duda esa tradición. No es que
renunciara a la lectura bíblica, sino a una lectura bíblica por si misma, a una
proclamación de la palabra de Dios en la forma de lectura, en favor de una que
sirviera de trampolín a la predicación. J. F. Ostervald trabó en el siglo XVIII en
un rudo Combate para reencontrar, para la Iglesia reformada, la proclamación
de la palabra de Dios por medio de la lectura; esto se extendió bastante en
las Iglesias reformadas de lengua francesa e inglesa, pero mucho menos en
las de lengua alemana. Incluso en época reciente un joven teólogo
suizo-alemán creía que sería expulsar los demonios por arte de
Belzebú si se combatiera el subjetivismo del Predigtgottesdienst (culto de
la predicación) intentando restaurar objetivamente la lectura bíblica;
recuérdese, de paso, que en el Predigtgottesdienst, la predicación es temática,
en vez de exegótica.

La palabra de Dios, presente una vez por todas en Jesucristo y atestiguada por
la sagrada Escritura, quiere presentarse hoy de nuevo. Es decir no quiere que
se la recite, ni que se la ponga en circulación como carne o fruta seca, sino que
quiere estar presente, hacerse; en otros términos, quiere que se la predique.
Esta manera de pensar me parece no sólo inadmisible porque tiene contra sí
toda la tradición cristiana primitiva (lo que no es decisivo, pero sí importante)
o porque nada deja suponer que las cartas de San Pablo se predicasen en vez
de ser leídas por sus destinatarios; me parece falsa por dos razones: primero,
porque postula que esa especie de resurrección de las palabras escritas, que
se provoca interpretándolas, sólo se puede hacer por la predicación, cosa que
quita todo el valor a la lectura; segundo, porque esa forma de pensar confisca
la Escritura en provecho de los predicadores, los únicos capaces de darle vida
y que suplantan al Espíritu Santo, y condena, consecuentemente, la posibilidad
de eficacia de toda lectura bíblica. Cuando sólo se quiere admitir la predicación
de la palabra de Dios, rechazando la lectura bíblica, se clericaliza el culto y se
hiere mortalmente a la lectura bíblica privada despojándola de toda promesa de
bendición.

Todo esto nos invita a reflexionar sobre lo que sucede cuando se proclama la
palabra de Dios por medio de su lectura. No sucede algo esencialmente distinto
a lo que pasa cuando se proclama dicha palabra por medio de su explicación y
aplicación, aunque entre estas formas de proclamar la palabra de Dios haya
diferencias que trataremos más adelante. Se podría resumir, quizá, lo que pasa
entonces diciendo que se trata de una especie de resurrección de la palabra
que se encontraba encerrada en esos lazos, en esas cadenas, en esa prisión
de las letras del alfabeto. Ha dejado de llamarnos la atención por ser tan
corriente el misterio de la escritura y de la lectura (misterio que se podría llamar
pascual: misterio de muerte y resurrección); por eso, quizás existe tanto
desprecio en la tradición reformada hacia la palabra proclamada únicamente
por la lectura. Se olvida que el evangelio está encerrado en la letra de la Biblia
y se le debe librar. Se olvida que leer la Escritura es introducirse en el mo-
vimiento pascual49: vuelve a aparecer el Señor, que es la palabra, para

49 Véase como perspectiva 2 cor. 3,6


decirnos su voluntad y cómo nos ama, para enseñarnos quién es y quiénes
somos, para interpelarnos y para hacernos vivir. Pero Cristo no reaparecerá
automáticamente.

Lo que se puede arrancar a la Escritura, interpretándola, puede ser también un


cadáver, letra muerta. Por eso, tradicionalmente

la lectura bíblica litúrgica está precedida de una epíclesis, de una invocación al


Espíritu Santo, para que la palabra resucite en verdad fuera de sus letras y
pueda realizar su obra de juicio y de salvación. Si la lectura sola no fuera capaz
de ése milagro espiritual, si para hacerlo posible fuera necesaria la predicación,
los apóstoles no hubieran escrito nada, y sólo hubieran confiado en la tradición
oral. El mismo hecho de haber sepultado el testimonio que daban de Cristo por
medio de esos signos-cierres, que son las letras, es una prueba de que la in-
terpretación de esos signos, con la ayuda del Espíritu Santo, sería capaz de
resucitar su testimonio y esto les permitiría a ellos mismos seguir vivos en la
Iglesia: en la lectura de la palabra apostólica, aparece el mismo apóstol de
Jesucristo, con su testimonio fundamental para la Iglesia hic et nunc en el seno
de la comunidad, para alimentarla con esta palabra (P. Brun-ner).

Pero ¿qué lecturas hacer?, ¿cómo elegirlas?, y ¿quién las elegirá? Hoy en
nuestra Iglesia, decimos ordinariamente que es preciso elegirlas para que sean
el texto de la predicación, y, por tanto, es el predicador quien las escoge. Ahora
que la Iglesia ha reconocido el canon de las Escrituras, puede legitimarse esta
forma de obrar, si se hace esto con disciplina y según un proyecto bien
establecido, y si se tiene en cuenta, en la medida de lo posible, el año
eclesiástico, aunque haya siempre algún peligro de arbitrariedad. Nótese que
digo: ahora que la Iglesia ha reconocido el canon de las Escrituras, es decir
ahora que ya está decidido cuáles son los libros que se pueden leer en el culto;
es preciso reconocer que se debe en gran parte a la lectura litúrgica de la
palabra de Dios la formación del canon50. Este remitirse a la canonicidad de la
Escritura muestra que la Iglesia tiene perfectamente el derecho de elegir ella
misma los textos que quiere ver proclamados en la lectura litúrgica, tanto más
cuando esto le permite, por una parte, mostrar así lo que estima fundamental
para la catequesis cristiana, y, por otra, ejercer un control útil* y necesario
sobre la enseñanza de los ministros.

La Iglesia (o el ministro que lo hace conscientemente) puede proceder de dos


maneras en esta elección, ambas tradicionales y válidas, teniendo cada una
sus ventajas y desventajas: la lectio continua, que lee un libro entero o una
carta entera de forma continuada,

Aunque es verdad que la tradición conoce algunos libros que se han leído
50

públicamente sin ser considerados como canónicos (piénsese, por ejemplo, en


el tiempo de la Reforma, en el catecismo de Heidelberg, cuya disposición en
nueve lectiones préve su lectura litúrgica), conoce también otros libros
canónicos que no se utilizan para la lectura pública.
la Iglesia primitiva usaba mucho este método y la reforma calvinista lo restauró,
y la lectio selecta que escoge de la Biblia, aquí y allí, trozos que forman una
unidad, las perícopas 51. El sistema de la lectio continua es más histórico, el
otro es más sistemático. Normalmente ha prevalecido el último, y se usa en
cuatro de las cinco confesiones que se declaran fíeles a la tradición primitiva:
ortodoxos, luteranos, anglicanos y romanos. Entre nosotros, este método se
extiende cada día más, prueba de esto son las listas de perícopas unidas cada
vez más a nuestras liturgias, y hay que alegrarse por ello, con tal que no
desbanque por completo a la lectio continua, que pone más en relieve la
libertad de Dios.
La historia de las perícopas muestra que la Iglesia nunca ha tenido cierta
libertad y reformabilidad en la formación de las listas de perícopas. Hay, pues,
muchas variantes locales, pero no podemos detenernos en detalles. En oriente,
al menos hasta el siglo IV, en Roma hasta el V, y en los ritos galicanos hasta el
VIl, había cada domingo, al menos, tres lecturas: una del Antiguo Testamento,
otra de las cartas y otra del evangelio. Después, a excepción de la semana
santa y ciertas fiestas, desapareció el Antiguo Testamento, menos los salmos,
del leccionario dominical52; sería verdaderamente interesante medir las
profundas repercusiones teológicas de esta supresión de la canonicidad del
Antiguo Testamento, de esta «marcionización» de la Biblia, sobre

la vida de la Iglesia y, en particular, sobre su doctrina de la elección y su


conciencia de sentirse comprometida en la historia de la salvación.
Los leccionarios reformados modernos, como también el anglicano, prevén que
cada domingo se deben oír con justo título los tres tipos capitales del testimonio
de la Biblia, el profeta, el apóstol y el Señor; esto debería respetarse
escrupulosamente, incluso donde el pastor elija las lecturas bíblicas con vistas
a la predicación. Es preciso que los fieles sepan que oirán cada domingo
lecturas escogidas respetando las tres formas capitales del testimonio bíblico.

Pero, ¿con qué orden hay que hacer esas lecturas? En rigor Se podría pensar
que el último texto leído es en cierta manera el coronamiento de todos y será la
base de la predicación. Pero esta forma de actuar impone una gradación
artificial. Es preciso, pues, adoptar el orden que es a la vez tradicional y lógico:
el Antiguo Testamento, epístola y evangelio, «corona de toda la Escritura»,
como decía Orígenes. Es normal subrayar también esta última lectura con
mayor solemnidad. Sin duda alguna, se puede pedir al pueblo que se ponga de
pie para escuchar la palabra de Cristo; en cambio, es difícil adoptar entre
nosotros algo que se parezca a la «pequeña entrada» procesional de la Iglesia
ortodoxa, y parece incluso imposible restaurar el beso dado por el lector al
evangelio (Zwinglio mantenía este beso y sobre él pesa una reprobación
decididamente exagerada por parte de los liturgistas).

51 Unicamente Prusia, según mis conocimientos, adopto de forma momentánea la


lectio continua en el siglo XVI, dentro de la iglesia luterana.
52 La lectura liturgica del Antiguo Testamento se ha manenido en algunas Iglesias de la

familia oriental, como las Iglesias nestoriana, jacobita y Armenia FR. HEILER, UrRIRche,
OstKirche Manchen 1937,447,469,526).
No nos detendremos mucho en el problema de averiguar quién debe hacer la
lectura bíblica. Trataremos esto al hablar, en el capítulo siguiente, de los
oficiantes. Notemos simplemente que hay diversas tradiciones. Para algunas
Iglesias —es el caso de la Iglesia anglicana y también, ahora, el de la
romana— se mantiene la tradición judía de que todo hombre (también la mujer,
si no hay hombres, en la Iglesia romana) puede ser llamado a hacer la lectura
bíblica, con tal que sea apto para el culto, es decir que esté bautizado. Para
otras, particularmente en la Iglesia primitiva, dicha lectura quedaba reservada a
los ministros, a veces incluso sólo al obispo, o a los confesores de la fe. A mi
parecer, la mejor solución, que a la vea muestra el mayor respeto posible para
la lectura bíblica, consiste en tener regularmente tres lectores: el pastor y
dos ancianos. Aquel no se reservará la lectura del evangelio, sino la de la
perícopa sobre la que predicará, sea del Antiguo Testamento, de las cartas o
del evangelio. Es obvio que esta lectura debe hacerse de frente al pueblo, con
el tono de una proclamación pública solemne, no desde el ambón, sino desde
un facistol que se encuentre cerca del altar.
Ya que hay tres lecturas, parece inútil favorecer la costumbre de distinguir un
«lado de la epístola» (a la izquierda) de un «lado del evangelio» (a la derecha),
costumbre que se extendió en occidente en la edad media. Hay simbolismos
que se convierten en parasitarios. Mientras que los ancianos que ofician no
tendrán vestimenta litúrgica, los que leen sí, por respeto al oficio confiado.
Como lo nota prudentemente el P. Francois Louvel.

es una lástima ver a veces a hombres... que leen la Biblia públicamente


llevando puesto un impermeable que ni siquiera está abrochado. 53

El problema de la lectura litúrgica plantea también el de la versión que ha de


utilizarse. Contrariamente a otras Iglesias, y a pesar del esfuerzo de Ostervald,
no poseemos una «eversión autorizada». En la espera de que algún día
encontremos esta disciplina normal de pastoral, se leerá la Biblia en la versión
que la Iglesia favorece, es decir la que entrega a los catecúmenos y a los
matrimonios, o en la versión llamada sinodal, sin impedir otras versiones para
el uso privado. Añadamos que convendría que se hallase esta versión en gran
formato, volveremos sobre esto, en cada lugar de culto, y debe encontrarse
sola: es inútil hacer del ambón un museo de Biblias antiguas, y es falso
camuflar la vaciedad de la mesa santa exponiendo en ella una Biblia del siglo
XVIII completamente inutilízame.

Queda por tratar un último punto: ¿es preciso «desnudar» la lectura bíblica,
ciñendose únicamente a la perícopa que se va a leer, o es necesario
«revestirla» y solemnizarla por palabras introductorias, de conclusión y de
unión? No se trata aquí de elegir según un punto de vista teológico, sino que es
preciso tener en cuenta dos factores: primero, lo que llamaremos más adelante
el nivel «social» de la liturgia (campesina, urbana o conventual); segundo, la
presencia necesaria de una comunidad viviente, capaz de responder al Antiguo

53 Les lecteurs: LMD 60(1959) 117


Testamento con un «demos gracias a Dios» y con la antífona del gradual; a la
epístola con «gloria a ti. Señor» y con la antífona del aleluya; al evangelio con
«te alabamos, Señor» (capaz de convertir en antífonas las bellas oraciones que
anteceden a la lectura del evangelio).

Este revestimiento de la lectura bíblica con respuestas, oraciones


preparatorias, gradual y aleluya, se sitúa en el plano de los oiáípopot, y un culto
que no los conoce no se encuentra esencialmente comprometido ni en peligro.
Puede bastar que se diga: «lectura del Antiguo Testamento. Está escrito en el
libro..., en el capítulo...»; «lectura de la carta... Está escrito en la carta..., en el
capítulo...»; «de pie para oir el evangelio. Está escrito en el evangelio según
san..., en el capítulo...». Es inútil indicar los versículos, como caer en esa
manía protestante de hacer frases antes o después de cada lectura. Si se sigue
esta regla de simplicidad, se puede terminar el conjunto de las lecturas bíblicas
con una fórmula como: «Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la
guardan», o «Señor, ¿a quién iríamos sino a ti? Tú tienes palabras de vida
eterna». Por el contrario, como lo hemos notado ya, es preciso abrir las
lecturas bíblicas con una oración de epíclesis. Esta debe revestir litúrgicamente
dichas lecturas, para situarlas en su perspectiva teológica auténtica.

La proclamación «clerical» de la palabra de Dios. Con este término un poco


ambiguo54 se entenderán esos momentos en que el ministro, en el culto, por
medio de una fórmula bíblica, anuncia y da al pueblo el saludo, la absolución y
la bendición del Señor.

Comencemos con algunas notas históricas muy breves. En esa especie de


esquema litúrgico que forma la trama de la narración de la aparición del
resucitado a los doce al final del evangelio según san Lucas, el Señor,
apareciéndose de improviso, se dirige a sus discípulos con estas palabras: «la
paz sea con vosotros» (24, 36), come con ellos y les abre el entendimiento
para la comprensión de las Escrituras, y les encarga anunciar el perdón en el
mundo entero (v. 47). Luego:

Los llevó hasta cerca de Betania, y levantando sus manos los bendijo, mientras
los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo (24, 50 s.).

Esto se reproduce en el culto, y por eso contiene el saludo y la bendición, y, en


ciertas tradiciones litúrgicas, la absolución. No podemos entrar aquí en el
examen de la historia de esos elementos litúrgicos, que es tan complicada y
multiforme como la de cualquier elemento ordinario del culto. Notemos sólo que
el saludo, en el culto dominical, no se encuentra directamente en ninguna de
las grandes formas clásicas de la liturgia; la absolución, corno proclamación

54 Yo empleo este término por falta de otro mejor; pues esta proclamación se
reserva a los que han recibido del Señor la autorización, reconocida por la
iglesia, de ser ministros de la palabra, y en esto consiste su parte, xXfjpoc; (ct:.
Hech 1, 17).
deprecatoria, sólo se encuentra en Calvino, pero todas las liturgias conocen
una bendición final. Esto no significa que no haya numerosas excepciones. Sin
querer poner en duda el valor de esa tradición, creo que está permitido
examinar el problema teológicamente sin dejarse influenciar por la solución de
la tradición litúrgica corriente.

El saludo no se encuentra apenas en la tradición litúrgica en forma de saludo


apostólico: «la gracia y la paz se os dé de parte de Dios, nuestro Padre, y de
nuestro Señor Jesucristo», o en una fórmula análoga. Por el contrario, se la
encuentra con facilidad en el umbral de la predicación. En algunos sitios, como
en la liturgia romana o en la de Zwinglio, por ejemplo, el ministro comienza con
las palabras: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», para
subrayar que todo el culto se hace en la presencia, bajo la autoridad y con la
eficacia del Dios tres veces santo. En otros sitios, en Calvino por ejemplo, se
encuentra una exhortación que es a la vez una promesa: «Nuestro auxilio es el
nombre del Padre que ha hecho el cielo y la tierra. Amén», como se realiza en
la actualidad en la Iglesia de Ginebra. Digamos también que esta invocación-
exhortación se encuentra en la liturgia de la Iglesia reformada de Francia
después del saludo, en forma de llamada a Dios para que esté en medio de los
suyos.

¿Qué pensar teológicamente del problema? Notemos que se trata de una


invocación, de una especie de maranatha, y tiene su lugar más apropiado en el
mismo dintel del culto. Esta invocación tiene, teológicamente, un alcance mayor
de lo que se podría creer, pues afirma que Dios no se encuentra presente por
necesidad, y que su presencia sólo puede ser el cumplimiento de una súplica.
El hecho de encontrarse reunidos en la casa de Dios no es la prueba
automática de que él se encuentre allí, pues no se le puede encarcelar en
casas hechas por la mano del hombre. Pero este maranatha inicial, si subraya
bien que el encuentro litúrgico que va a suceder, es una gracia y una
anticipación de la presencia divina escatológica. Tiene una desventaja
teológicamente hablando: puede hacer creer que la Iglesia precede al Señor en
la asamblea litúrgica dominical, y que, por tanto, la iniciativa del culto se
encuentra no en Dios, sino en la Iglesia. Este argumento que subraya la
fidelidad de Dios y que se contrapesa a lo largo del desarrollo litúrgico por las
oraciones de epíclesis y por el maranatha eucarístico, me parece de más peso
que el que quiere, de golpe, subrayar la libertad de Dios. Por eso, como regla
normal, el saludo que tiene su lugar en el umbral del culto me parece preferible
a la invocación: es Dios quien comienza el diálogo litúrgico. De cualquier forma,
hay que evitar la falta de lógica de la Iglesia reformada de Francia que invita a
cantar «Seigneur, sois au milieu de nous», después de haber manifestado su
presencia por el saludo.

La absolución. Como absolución declarativa, proclamada al conjunto de los


fieles, sólo se encuentra, antes del siglo XVII, en la liturgia de Calvino, con la
forma siguiente:
Cada uno de vosotros se reconoce pecador humillándose ante Dios, y cree que
el Padre celestial quiere ser propicio en Jesucristo. A todos los que se
arrepienten y buscan a Jesucristo para su salvación, les anuncio la
absolución en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

En las liturgias clásicas la absolución, si tiene lugar, se da en forma


deprecativa. No me detengo en esto sino para recordar que este momento del
culto, tradicional principalmente entre los reformados, es el resultado del
esfuerzo de Calvino para poner fin a la penitencia privada sin comprometer por
lo mismo su necesidad en la vida cristiana (la penitencia privada se convertiría
así, como en la Iglesia primitiva, en una medida no de disciplina espiritual
personal, sino de disciplina eclesiástica pública). Esta solución calvinista no
tenía su razón de ser sino en la medida de estar apoyada en una disciplina
eficaz y, en este caso, se justifica. Lo triste ha sido que esta solución se ha
hecho tradicional en la Iglesia reformada sin la base de una disciplina que la
justificara. A pesar de todo esto, y con la condición de que se intente encontrar
de nuevo y con rapidez dicha disciplina que se nos ha ido, creo que es preciso
arriesgarse a mantener en el culto comunitario esta absolución declarativa;
pero teniendo en cuenta que la debe preceder la condición de arrepentimiento
que se encuentra en la fórmula calvinista. Sin embargo, no conviene que
suplante la posibilidad alternativa del confíteor; más adelante nos detendremos
en éste.

La bendición final. Todas las liturgias la conocen, aunque con formas distintas.
La de san Juan Crísóstomo dice:

La bendición del Señor y su misericordia vengan sobre nosotros por su gracia y


su filantropía, siempre, ahora y por los siglos de los siglos.

En la misa:

La bendición de Dios todopoderoso. Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda


sobre vosotros. Amén.

El Prayerbook utiliza la que san Pablo empleaba en Fil 4, 7; Calvino, Zwinglio y


Lutero eligieron la bendición aaronita (Núm 6, 24 s.), a veces con algunas
pequeñas variantes: si

Lutero escogió esa fórmula es porque tenía la idea de que Jesús la había
utilizado en su ascensión. Las liturgias contemporáneas conocen y proponen
numerosas variantes. En las liturgias tradicionales se usa siempre la segunda
persona del plural55. No se trata, pues, de una exoptatio, sino de una donatio. 56

A excepción de Lutero, que conserva la segunda persona del singular, quizás


55

por fidelidad escriturística.


56 «Ñeque vero haec benedictio inanis tantum sonus verborum est, aut verbalis
quaedam imprecatio, qua alius alii bona dicit et comprecatur, ut cum dico: det
tibí Deus sobolem pulchram et morigeram. Haec verba sunt tantum optativa,
quibus nihil aíteri confero, sed tantum exopto, estque benedictio puré eventualis
et incerta. Haec vero benedictio patriarchae Isaac est indicativa et certa in
futurum. Non est exoptatio, sed donatio boni, qua dicit; accipe haec dona, quae
verbis promítto...» (M. LUTHER, W. A., 43, 524).

Una Iglesia que no se atreviera a pedir la bendición sino de forma deprecatoria


(es decir usando la primera persona del plural) y no tuviera el valor de bendecir
directamente, daría muestra de muy poca fe y no obedecería a la obligación, de
utilizar la autoridad, que posee (P. Brunner).

De ordinario suele acompañar un gesto a esta bendición. En muchas


confesiones se hace la señal de la cruz sobre la asamblea. Entre nosotros, y
esto es. Sin duda, mejor, se hace por medio de un gesto de imposición de las
manos, que es la forma bíblica, y la que usó Jesús cuando se separó de los
suyos (Le 24, 50 s.).

¿Qué sucede en el momento de esta proclamación «clerical» de la palabra de


Dios, en el saludo, la absolución y la bendición? Evidentemente, es un
acontecimiento lleno de gracia. La palabra de Dios más aún quizás que en su
proclamación «anagnóstica» o «profética», se presenta y obra con todo el
poder del pr(¡ux divino. Asmussen no teme hablar aquí del «acontecimiento» de
la bendición. Refiriéndose a la absolución, no al saludo ni a la bendición,
P. Brunner hace notar que esta proclamación «clerical» de la palabra es lo que
más se acerca al sacramento, y, por tanto, lo que subraya excelentemente el
carácter sacramental de la palabra: se trata de

Una concentración del evangelio en cuanto palabra que


Solo puede situarse paralelamente a la concentración del evangelio que Se
produce en la recepción del cuerpo y de la sangre de Jesucristo.

Se pronuncia entonces la palabra creadora y eficaz de Dios, y por eso los


momentos del culto en que se proclama dicha palabra son particularmente
activos en el plano espiritual. La bendición está cargada de poder: por su
medio, el mismo Dios, o un hombre representante suyo, hace venir a las
personas, seres vivientes y cosas, la salvación, la prosperidad y la gloria de
vivir, y este mismo poder se encuentra en el saludo y en la absolución 57. En
ésta, por la liberación de los lazos del pecado, en aquél, por la emisión de la
paz divina. Por eso, en la Iglesia, la paz no se da recomo la del mundo» (Jn 14,
27), es decir como un deseo, sino como una realidad. De la constatación del
carácter «radiactivo» de la proclamación «clerical» de la palabra de Dios se
concluye lo siguiente: primero, esta acción se reserva en el culto a quienes
Dios ha elegido como ministros y embajadores; segundo, queda sin valor y
falseada cuando no se hace en segunda persona del plural. Los ministros que

57 Esta absolución se da en privado o condicionalmente en comunidad.


transforman esta proclamación en una súplica en primera persona del plural no
dan una prueba de verdadera humildad, sino por el contrario, son unos
saboteadores que privan a los fieles de una parte de la gracia que Dios quiere
concederles. Y Dios no ha elegido a sus ministros para sabotear su obra, sino
para promover la historia de la salvación.

La proclamación «profética» de la palabra de Dios. Lo que vamos a decir


queda muy por debajo de lo que sería necesario para tratar bien esta tercera
forma de la proclamación de la palabra de Dios en el culto de la Iglesia: esto no
se debe a una reacción del malhumor contra la hipertrofia que ha adquirido en
el culto reformado, hipertrofia no en sí, sino respecto de otros elementos del
culto, en especial de la cena. Habría que desarrollar aquí todo un tratado de
homiletica para tratar esto como se debe. Se podría decir justamente que no es
por desprecio.

Sino por respeto si no nos detenemos aquí en esta forma de proclamación de


la palabra de Dios como se debe. El problema es tan Importante que se le
consagra, con razón, una disciplina particular de teología práctica: la
homilética.

No podemos comenzar con una historia de la predicación en eI culto. Notemos


solamente que la importancia, y no digo lugar, sino importancia, que se
concede a la predicación cultural es quizás el barómetro más seguro para
medir la voluntad de fidelidad litúrgica de una Iglesia. La atrofia o la hipertrofia
homilética, la historia de la Iglesia conoce las dos, son una señal de
enfermedad, mientras que todos los períodos de salud en la vida eclesial son
también períodos de gran seriedad homilética. Cuando la Iglesia es fiel,
veremos por qué, no separa la predicación del culto.

¿Cuál es la diferencia entre esta proclamación de la palabra y las demás? Es


doble. La predicación es, en las manos de Dios, un medio fundamental para
intervenir directa y proféticamente en la vida de los fieles y de la Iglesia,
consolando, rectificando, reformando, examinando...; esta forma muestra que
la palabra de Dios no puede convertirse en prisionera de la Iglesia, y las otras
formas no lo muestran tan bien; queda claro así que ella siempre es exterior a
la Iglesia, la alcanza desde fuera, y permanece viva. Viva vox evangelii.
P.Brunner enseña también esto cuando hace notar que la predicación tiene en
el culto «un carácter histórico-concreto, libre y pneumático». Impide la
petrificación de la palabra de Dios en el illie et tune de su cumplimiento en
Cristo, para reactualizarla en el Jüc et uunc de la situación determinada, y
demostrar así que las otras reactualizaciones, y en particular la eucaristía, no
son ilusión, sino una realidad.

La segunda diferencia es que la predicación no es sólo el signo de la libertad


de Dios, sino también el de la libertad del hombre; el culto, pues, es el
momento en que el predicador puede testimoniar la verdad y la realidad de lo
que el lector ha dicho. Introduce así en el culto un elemento de testimonio. De
esta forma se presenta uno de los misterios más profundos del amor de Dios:
sí él se entrega a nosotros, es para entrar en nuestro interior y para invitarnos a
que lo llevemos al mundo, tejido en nuestra carne. El misterio de la predicación
es un reflejo de la concepción y nacimiento de Jesús, y no hay ejemplo más
asombroso para la espiritualidad del predicador que el de la Virgen María, que
recibe, forma y da al mundo a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre,
palabra eterna de Dios.

Si la predicación es el único elemento que «desarrolla» salvíficamente la


evolución ordenada del culto cristiano, al menos donde no son ordinarias
ciertas manifestaciones carismáticas espontáneas, sin embargo no lo perturba
cuando es consciente de su finalidad eucarística.

La predicación de la palabra siempre tiene, en efecto, un fin sacramental,


busca siempre un sacramento que la confirmará y la sellará, o mejor, que le
ofrecerá la prueba de haber producido fruto58. Se busca el bautismo en la
predicación no litúrgica de la evangelización: se busca la cena en la
predicación litúrgica parroquial. Por eso, si el sacramento necesita la
proclamación de la palabra de Dios para evitar la autojustificación de cierto
carácter mágico, también la predicación necesita el sacramento para evitar la
autojustificación del intelectualismo de la charlatanería.

La predicación, pues, no es un elemento en sí y por sí del culto cristiano, sino


un constitutivo indispensable y encarnado en el culto. No es el punto
culminante del mismo, sino que lleva a la sagrada mesa. Por tanto, existe un
serio peligro en el hecho de haber separado la homilética de la teología
litúrgica, convirtiéndola en una disciplina particular: es verdad que se subraya
así justamente su importancia, pero se corre el riesgo de encerrarla en sí
misma, de absorber todo el culto o de aparecer como un elemento perturbador
que se intentará disminuir o incluso quitar.

Hemos visto que la proclamación «anagnóstica» de la palabra de Dios


resucita en cierta manera a sus testigos para

permitirles repetir, hic et nunc, su testimonio. Hemos visto que su proclamación


«clerical» hace que actúe sacramentalmente. La eficacia de la palabra de Dios
no disminuye cuando se realiza de forma «profética». No se trata de una
simple meditación sobre la palabra, a pesar del carácter de testimonio humano
que puede revestir; es una proclamación de esa palabra, es un milagro de
Dios. «La predicación es la palabra profética de la iglesia que garantiza la
presencia de Cristo» (A. D. Müller). Por eso. Lutero, y con él todos los
verdaderos predicadores, podía decir, con la hermosa libertad de su
obstinación:

58Además, se puede decir lo mismo de las otras formas de la proclamación de


la palabra.
Un predicador no tiene que decir un Pater o buscar el perdón de los pecados
cuando predica, si es verdadero predicador, sino que debe decir con Jeremías,
alegremente : «Señor, tú sabes, lo que ha pronunciado mi boca es justo, y esto
te es agradable», y con san Pablo y todos los apóstoles y profetas, sin timidez
alguna: «Haec dixit Dominus». quien ha dicho esto es el mismo Dios. E incluso:
«.Yo he sido un apóstol y profeta de Jesucristo en esta predicación. No es
necesario ni bueno pedir perdón, como si hubiera hablado injustamente, pues
se trata de la palabra de Dios y no de la mía...». Quien no se pueda gloriar de
esto cuando habla de su predicación, que renuncie a ella, pues entonces es un
mentiroso y un blasfemo. ,59

Los escritos simbólicos de los reformados entienden esto cuando colocan en la


predicación el poder de las llaves, y si se les puede reprochar algo, no es de
haber reconocido a la palabra predicada esta eficacia, sino de no haber
subrayado también explícitamente, aunque se encuentre implícito en ellos, que
este misterio conviene también a las otras dos maneras ordinarias de la
proclamación de la palabra de Dios.

¿Es necesaria la predicación al culto cristiano? Lutero tenía razón al decir:


«Donde no se predica la palabra de Dios, es preferible no cantar, ni leer, ni
reunirse» 60.

Hay que dar la razón a esta demanda de Lutero cuando se trata del culto
parroquial del domingo; es La consecuencia de una reivindicación general de la
Reforma, que se ajusta a la práctica de la iglesia primitiva. Es preciso darle la
razón con el mismo título, ni más ni menos, que a la exigencia de celebrar la
eucaristía en el culto. Pero, ¿por qué esa necesidad? Brevemente, y como
tesis, diré que la predicación es necesaria al culto porque aún no se ha
manifestado el reino de Dios en todo su poder. En él no tendrá lugar la
predicación.

Se podría decir que la liturgia, con la eucaristía, testimonia que la iglesia


participa en la historia de la salvación, mientras que la predicación
testimonia que la Iglesia se introduce en el mundo gracias a dicha historia.
O incluso, la eucaristía afirma la presencia de la alegría del cielo y alimenta la
esperanza; la predicación, por su parte, afirma la permanencia del eón
presente, es una llamada a la fe y la alimenta. Así, cuando la predicación
devora todo el culto, la Iglesia olvida que el reino se ha acercado y que puede
vivir con esa garantía; se encuentra, pues, «desescatologizada». Pero cuando
la eucaristía devora todo el culto, la Iglesia olvida que el mundo dura aún, y
queda «deshistorizada». De la misma manera que la eucaristía es un
correctivo de una vida eclesial encerrada en el mundo, la Iglesia no se
encuentra en ese estado, la predicación es el correctivo de una vida eclesial
despreocupada del mundo, la Iglesia está aún en él.
59 W. A., 51, 517.
60 Von Qrdatung Gottcs Dicnsts ynn der Gemetne, ed. Ciernen, v, 2, 424.
La doble necesidad para el culto de la predicación y de la eucaristía es la señal
más poderosa, quizás, de la situación dialéctica de la Iglesia; no es del mundo,
por eso participa en el banquete celestial, pero está todavía en él, por eso tiene
necesidad de las advertencias, enseñanzas, ánimos y consuelos de la
predicación. Estas dos formas principales de la gracia atestiguan la tensión
escatológica que vive la Iglesia en el culto. Por eso, si la predicación es un
elemento provisional del culto, no lo es respecto de una situación histórica de la
Iglesia en el mundo, sino respecto de la situación escatológica de la Iglesia en
el reino.

Cuando la Iglesia descuida la predicación en beneficio de la eucaristía tendrá


necesariamente la tendencia de confundirse con el reino ya manifestado; en el
caso contrario, al descuidar la eucaristía en provecho de la predicación, tendrá
necesariamente la tendencia a no hacer justicia al reino que se anuncia ya en
ella. J. A. Jungmann tiene toda la razón, por eso, cuando dice que para muchos
la predicación interrumpe la liturgia en vez de hacerla avanzar. Con relación al
culto del reino, es verdad que es un elemento extraño: pero esto lo ha querido
Dios y la Iglesia debe quererlo igualmente, para reservar el culto de la caída en
la autojustificación o del riesgo de convertirse en una ilusión. Si la eucaristía
une la Iglesia con el futuro, la predicación lo hace con el presente. Es, pues, el
correctivo más poderoso contra una de las tentaciones más fuertes del culto, y
por eso la predicación no es sólo necesario, sino que merece también el
respeto y los cuidados más esmerados.

La santa cena

Tratamos ahora del segundo elemento ordinario del culto cristiano. Se le podría
llamar también «el sacramento de la palabra de Dios»; pero ya que hablamos
aquí del culto parroquial y no del bautismal, sólo tratamos de la santa cena.

Existe otra razón para hablar de ella, en vez de los sacramentos: este término,
que es una ambigua traducción latina de jLyTcrjptnv, no se emplea en la
sagrada Escritura para dar de forma explícita un denominador común al
bautismo, a la cena y, eventualmente, a otros actos litúrgicos de la Iglesia; es
mucho más vasto y abarca el conjunto de la revelación a partir de la teología
patrística, como lo hace notar K. Barth con acierto.

Lo mismo que antes no hemos ofrecido una teología de la palabra de Dios,


ahora tampoco lo haremos con la eucaristía o los sacramentos. Esta obra
depende más de la teología sistemática que de la práctica.

Al hablar de la palabra de Dios, tuvimos en cuenta tres modos de proclamación


en el culto. La santa cena no tiene formas diferentes de celebrarse, a menos
de que quieran especificar en ella los momentos del memorial de la pasión de
Cristo, la irrupción deJ ioyaxov y la comunión. A pesar de esto, es posible
distinguir estos tres momentos; con todo, no se los puede separar sin atentar
contra la misma santa cena. En efecto, si se aísla el memorial, se corre el
peligro de inclinarse hacia una concepción principalmente sacrificial de la cena;
ésta puede celebrarse entonces sin que comulgue nadie más, fuera del
oficiante; también puede celebrarse con una intención particular, como forma
de convencer, me atrevo a decirlo, a Dios para que escuche una súplica
concreta. Y si se aísla el momento de la comunión, existe la amenaza de
convertir la cena en una simple comida fraterna, un ágape, en la que los
elementos sacramentales no tienen valor propio; parece que sucede esto en la
actitud de Zwinglio y así ocurre en el protestantismo liberal que nunca ha
sabido qué hacer con los sacramentos y que los convierte en motivo de
separación.

Por último, si se quiere aislar el momento de la irrupción del futuro y de su


gloria, se corre el peligro de no poder justificar la existencia de esos elementos
que son el pan y el vino, y, por tanto, se corre el riesgo de disolver la vida
sacramental en el silencio de los cuáqueros, en un éxtasis colectivo o en la
mística. Por eso se hará bien, al menos en el plano de la teología litúrgica, otra
cosa es en el plano de la sistemática, al considerar la santa cena como un todo
que debe encontrarse con plenitud en cada celebración.

Para limitar más nuestro tema, hay que decir que no haremos un examen de
los elementos de la cena, el pan y el vino. Este problema se podrá encontrar en
el capítulo 9, cuando hablemos de la santificación del espacio: además, sólo en
el último capítulo nos detendremos en algunos problemas prácticos de la
celebración. Lo que tenemos que tratar aquí es saber en qué medida la cena
es un elemento del culto, es decir averiguar hasta qué punto la celebración de
la cena es necesaria o no para que el culto de la Iglesia sea un culto cristiano.
Para responder a esto no basta con reflexiones teológicas. Es preciso ver cómo
la Iglesia ha solucionado este problema en su vida práctica. Hay que ver la
historia eclesiástica para averiguar cómo se ha obedecido a la orden dada por
Jesús en el momento de la institución de la cena: «Haced esto en memoria
mía».

Se dice de los primeros cristianos que perseveraban en la doctrina de los


apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en la oración (Hech
2, 42). Esto quiere decir que ya era entonces una costumbre. Se refiere
también, incidentalmente, que los cristianos de Tróade se habían reunido el
primer día de la semana «para romper el pan» (Hech 20, 7), y según este texto,
parece que existe un lazo automático entre día del Señor» y «fracción del pan».
En la primera carta a los corintios, nada deja suponer que las asambleas no
fueran, como norma general, eucarísticas. Por el contrario, el apóstol acusa a
los corintios, en un contexto que habla de lo que sucede (c'jváoys::0</.'.) en sus
reuniones, de haber corrompido la cena del Señor (xoo'axov osi~vov) por la
forma de celebrarla.

Todos estos indicios, y otros más, testimonian que la cena es parte integrante
de cada asamblea dominical. Se ha negado esta deducción exegética
invocando un texto pagano del siglo II, la carta del gobernador Plinio el Joven al
emperador Trajano, donde refiere lo que él ha aprendido del culto de la Iglesia
por medio de las diaconisas torturadas. Hace distinción entre un culto «de la
palabra» y una reunión con una comida que se hacía el mismo día 61. Con esa
predilección que tienen con frecuencia los historiadores del cristianismo
primitivo para sospechar de los textos neotestamentarios, y no de los profanos,
se ha querido deducir del texto de Plinio que la Iglesia primitiva conocía dos
clases de culto: uno «sinagoga» sin eucaristía, y otro «jerosolimitano», del
mismo tipo que el del templo, con eucaristía. Esta idea lleva consigo
inmediatamente una interpretación absolutamente sacrificial de la eucaristía,
que se ha aceptado con bastante generalidad; Oscar Cullmann, que la
combate,

la designa como «uno de esos dogmas pseudocientíficos, repetidos a porfía en


los manuales y que se acaban por aceptarlos sin preguntarse si resistirían al
examen de los textos». Pero creo que Cullmann ha demostrado
suficientemente la carencia de fundamento de este «dogma», al menos para
los cultos del domingo. En efecto, no se tiene ningún testimonio en toda la
Iglesia primitiva de domingos que hubiera celebrado la Iglesia sin la eucaristía.

Hasta el siglo V, era obvio que el conjunto de los bautizados no excomulgados


participasen de la eucaristía cada domingo. Pero, por diversas razones, y en
particular por causa de un desequilibrio en el interior de la doctrina de la cena,
la comunión de los fieles se hizo cada vez más rara; este desequilibrio
favorecía en occidente, sobre todo, el elemento «memorial» de la eucaristía
con perjuicio de su elemento de «comunión» y «escatológico»; en el siglo IX, la
comunión se hizo anual, y esto amenazaba en convertirse en un abandono casi
total, hasta tal punto que el concilio de Letrán exigió que los fieles comulgasen
al menos una vez al año, en tiempo de pascua. La eucaristía se celebraba en
todos los sitios cada domingo, pero el oficiante era el único que comulgaba.
Como regla general, la comunión se había separado de la eucaristía.

Esta fue la situación que encontraron los reformadores. En Europa central


existía otro rasgo característico. En efecto, a partir de finales de la edad media,
en particular en las iglesias catedrales, existía, al lado del culto eucarístico de
la misa, un culto homilética. El pronaus, cuyo ministerio estaba confiado a unos
sacerdotes que desempeñarían un papel determinante, en particular en la
reforma suizo-alemana y alsaciana. Este culto sin eucaristía se convirtió en el
sustento del culto reformado, al menos de tipo germánico.

En la Reforma, Lutero mantuvo la eucaristía dominical, como también los


anglicanos. Sólo los reformados renunciaron a ello. Es bastante delicado saber

61 ¿No lo comprendió mal Plinio? ¿No había ya entonces dos «medios tiempos»

litúrgicos, y los no bautizados y los excomulgados se separaban, en un


momento dado, de la asamblea? Me parece que no se ha considerado
suficientemente esta hipótesis hasta ahora.
por qué. Quizás no sea muy aventurado presentar tres razones hipotéticas:
renunciaron quizás porque sabían que una verdadera eucaristía implicaba la
comunión de los fieles; por causa de costumbres seculares no era posible, sin
más, pasar de una comunión anual a una cada semana. Provisionalmente se
contentaron con obligar a comulgar al menos cuatro veces al año, en las
grandes fiestas, con la esperanza de poder aumentar poco a poco el número
de comuniones. Parece que Calvino aceptó a causa de esto, en Ginebra, con
las reticencias que se conocen, el Diktat bernes, con sus cuatro comuniones a
anuales, en navidad, pascua, pentecostés y primer domingo de septiembre.

Esta primera razón político-pedagógica quizás era admisible también para los
reformadores; era necesario, pues, que el culto reformado, por la proximidad
geográfica de las parroquias romanas, apareciera como muy diferente de la
misa, también en su exterior. Quizás renunciaron por causa de una segunda
razón que dependería de un malestar psicológico. Al menos en la Suiza
francesa, la Reforma llevó consigo, no en todas, sino en la mayoría de las
parroquias, un cambio de ministro. No era problema que pudieran predicar
hombres de cuya ordenación sacerdotal el pueblo de la Iglesia no tenía
información precisa.

En toda la edad media se habían conocido predicadores itinerantes, que no


ejercían el ministerio parroquial ordinario. Pero según el pueblo, no según los
ministros, ya que éstos no habían dudado nunca de su legitimidad, ¿era obvio
verlos celebrar la cena? ¿No se corría el riesgo de pasar por usurpadores ante
una comunidad que, al menos en el comienzo, no dejaba de sentir algunas
nostalgias romanas? ¿No era necesario entonces que el peso de la fiesta
(navidad, pascua de resurrección, y pentecostés en particular) aventajase al de
la legitimación de los ministros.

Valdría la pena hacer un estudio sobre este capítulo de la historia de la


psicología religiosa. Quizás renunciaron por una razón mucho menos
confesable, pero que, respecto de la tradición ulterior, no hay que descartar sin
más: a saber, por causa de cierta indiferencia teológica o quizás filosófica
respecto del mismo sacramento y de su necesidad. Piénsese en la idea,
repetida varias veces en el pensamiento de Calvino, de que los sacramentos y
los medios de la gracia en general atestiguan cierta condescendencia divina
hacia la debilidad de nuestra fe, hacia nuestra incapacidad de ser criaturas
espirituales; por eso los sacramentos debían aparecer no como algo que nos
proyecta hacia el futuro, sino como algo que nos retiene en el pasado. Fue un
malentendido, dice K. Barth, e incluso un «automalentendido» cuando
afirma con dolor:

Cómo se ha podido desconocer de esa forma a la Iglesia reformada, cómo se


ha podido comprender tan mal a sí misma, que ha podido parecer que era una
Iglesia sin sacramentos y hostil a ellos.
A pesar de todas estas razones, esto no impide que el culto reformado, aunque
nunca han faltado vacilaciones 62, sea el único que ha excluido de su
celebración dominical la eucaristía, entre todas las grandes tradiciones
litúrgicas. Así, pues, a nosotros se nos plantea la necesidad de la cena para el
culto de forma muy particular. Este problema se nos presenta con tanto más
vigor porque afortunadamente ha dejado de ser académico para convertirse en
existencial.

¿Es necesaria la cena para que el culto de la Iglesia sea un culto cristiano?
Mencionemos en primer lugar dos respuestas negativas. La primera argumenta
según la idea de que la cena no aporta nada distinto de la predicación. Así,
pues, cuando se da la predicación, se da todo, porque se tiene lo esencial. Esta
es, en el plano protestante, una discusión análoga a la que se da en la Iglesia
romana sobre la necesidad de recibir las dos especies para comulgar
verdaderamente. Sin llegar a decir, con un Lutero momentáneamente
extraviado, que la predicación

es la única ceremonia o el único ejercicio que Cristo instituyó para permitir a


sus cristianos reunirse y ejercitarse y vivir en la unidad, 63

sin embargo, se pretende que por no ser el effectus verbi algo distinto al
effectus rítus, baste la palabra para que el culto sea esencialmente lo que debe
ser. Así se protesta con energía contra la idea de que faltaría algo esencial al
culto cristiano, su elemento capital, si careciera de la cena. Se ve en esta
actitud una desconfianza culpable respecto de la virtud de la predicacon. No se
pregunta uno por qué se aumenta el culto ordinario con la cena, sino que se
pregunta cuándo se le dará esa excrecencia sacramental, y se propone el
jueves y viernes santos, el domingo de ayuno y el domingo de los difuntos.

La segunda respuesta negativa que se puede dar a nuestra pregunta se basa


en otro argumento, y yo confieso haberlo encontrado sólo en J. Dürr. Se quiere
admitir entonces que el culto reformado, con la ausencia regular de la santa
cena, está bien truncado; pero se alegra de ello al decir que así se libra el culto
de su autojustificación e impide que la Iglesia se repliegue sobre sí misma.

En cuanto truncado, por no estar completo y carecer de equilibrio, puede


testimoniar el sentido profundo y el trabajo de un culto cristiano, mucho más
que otro litúrgicamente más completo y «redondeado».

62En los siglos XVI y XVII se hicieron tentativas para que los fieles no perdiesen
la costumbre de la vida eucarística; en Basilea y en Escocia se podía comulgar
cada domingo, pero cada vez en una parroquia diferente; en Estrasburgo se
podía comulgar cada domingo en la catedral y una vez al mes en las
parroquias de la ciudad y una vez cada dos meses en las rurales; las
ordenaciones de Jülich y Berg precisan que los cuatro domingos ordinarios son
el cupo mínimo; cf. W. MAXWELL, O. C, 105 y 117; W. NIESEL. O. C, 187 y 32L
63 W. A., ó, 231.
En efecto, la razón por la que un culto no puede ser un círculo cerrado en sí
mismo, es porque la comunidad reunida se siente llamada a servir en el mundo
y a servirle. De la misma manera que la comunidad debe estar abierta al
mundo, igualmente el culto. Es verdad que estas líneas se encuentran en un
contexto en que el carácter truncado del culto reformado no se refiere a la cena
de forma directa, sino indirecta, por medio de la riqueza de las ceremonias
litúrgicas. Por eso no hay que querer que diga más de lo que realmente afirma.
Pero, lo prueba a renglón seguido, también se dice respecto de la ausencia
ordinaria de la cena, y esto es grave. Se podría suponer, pues, que la
presencia de la cena cierra el culto en sí mismo, lo condena a la
autojustificación, y muestra, en resumidas cuentas, que Jesús que la ha
instituido y ordenado no comprendía muy bien las relaciones entre la Iglesia y
el mundo.

Además, la Iglesia sólo tiene una apertura: si está abierta al mundo en su


ministerio apostólico, también lo está al cielo en su ministerio litúrgico. Sólo así
puede salir de ella algo hacia el mundo, el evangelio, y algo hacia el cielo, la
acción de gracias y la intercesión. Sucede lo mismo que con un bote de leche
condensada, permítaseme usar la imagen: si se quiere que el contenido salga,
es preciso abrir dos agujeros. Nos cuesta mucho trabajo comprender y vivir
esta doble orientación de la Iglesia, y por eso no nos atrevemos a hacer
verdaderamente ni una obra evangelizadora ni litúrgica: el domingo por la
mañana se hace una especie de mezcla mal hecha por partida doble.

Pero hay que responder afirmativamente a nuestra pregunta: ¿por qué es


necesaria la cena para el culto? Intentaré dar tres respuestas. En primer lugar,
simplemente, porque Cristo la instituyó y dio orden de celebrarla. Por tanto, es
necesaria por simple obediencia, ya que es preciso no olvidar que el culto
instituido por Cristo no es el pronaus medieval de la Europa central, que
proporcionó la base del culto ordinario de esta Iglesia que se dice reformada
«según la palabra de Dios», sino el culto eucarístico. Su orden de llevar el
evangelio al mundo no es un mandato litúrgico, sino apostólico. Las otras dos
razones son más teológicas. Hemos dicho al exponer el fundamento
cristológico del culto que éste reflejaba las dos grandes etapas de la vida de
Cristo: la de Galilea, centrada en la palabra, y la de Jerusalén, centrada en la
cruz; citemos entonces la idea tan justa de M, Káhler, según la cual los
evangelios son unas a «historias de la pasión con una introducción extensa».
La historia de Jesús lleva a la cruz. Sin ella, su ministerio profético y doctoral
está vaciado de su verdadera sustancia. Pero este ministerio profético y
doctoral es necesario también para su ministerio sacerdotal, no sólo para
hacerlo inteligible, sino para motivarlo y hacerlo posible.

Se puede decir que la cena es necesaria a la predicación, al Wortgottesdienst,


como la cruz lo es para el ministerio de Jesús. Este quedaría embotado, sin
cabeza, y sería sectario y moralizante. Un culto sin cena es como un ministerio
de Jesús sin viernes santo. Finalmente, si la cena es necesaria al culto se debe
a que ella permite notar la diferencia entre la Iglesia y el mundo de una forma
que no es subjetiva, autojusta y moralizante, sino objetiva, al menos si no ha
perdido completamente el sentido de la disciplina eclesiástica64. Todos
escuchan la palabra de Dios, pero sólo quienes la han recibido y la guardan,
pueden comulgar.

Estoy convencido de que si en nuestra iglesia existe una confusión tan grande
en la manera teológica de tratar las relaciones entre la Iglesia y el mundo, se
debe a que la vida sacramental está muy atrofiada entre nosotros. Escuchemos
a P. Brunner:

La Iglesia acoge a los de fuera, y también, a su juventud no confirmada, en su


culto principal tan lejos y durante tanto tiempo como le es posible. Permite que
todos participen en la palabra eclesial. Edificante, de la anamnesis de Cristo.
Pero, por causa de la institución de Cristo, debe trazar una frontera que
manifiesta el carácter exclusivo de la anamnesis realizada por la celebración de
la cena.

La Iglesia también es un movimiento que va de la anamnesis de la palabra a la


eucaristía:

quienes no pueden franquear aún ese paso, deben poseer la conciencia de que
les falta en su culto algo decisivo. La cesura entre los dos momentos del culto
debe presentárseles como la interrupción de algo que aún no está completo.
Pero quienes lo franquean, deben saber sin más que se encuentran en un
movimiento anamnético que sólo se acaba en el momento de la cena, con la
comida y la bebida.

Así. pues, no se exagera al decir que la cena no sólo es necesaria al culto, sino
que descuidarla es «un abandono de la misma, sustancia del culto», (A.D.
Muller). Se puede seguir sin dudar a K. Barth cuando afirma que la cena es el
culmen —die Spitze— del culto, es decir que el culto queda embotado y
decapitado, cuando no se celebra la cena; o cuando afirma que un culto sin
cena es teológicamente imposible y que el derecho de hacer esta ablación,
esta amputación litúrgica, no lo hemos recibido de Dios, sino que más bien lo
hemos usurpado.

J. Dürr emplea una hermosa imagen, tomada de los signos de la escritura, para
hablar del culto reformado. Dice que no termina en un punto, sino en dos
puntos, como introducción a lo que va a seguir. Pero, después de estos dos

64 . No quiero decir que la cena garantice automáticamente el sostenimiento de

la disciplina en la Iglesia. En la Iglesia sueca existe la cena, pero no la disci-


plina, y, por tanto, esto desmentiría la afirmación anterior. Con todo, está claro
que la disciplina puede desempeñar un papel no respecto del Wortgottensdiest,
sino de la vida sacramental. Si la disciplina ha podido desaparecer entre
nosotros, se debe en gran parte al hecho de que la vida sacramental estaba
atrofiada; y si le cuesta tanto trabajo renacer, es porque le falta su referencia
obligada.
puntos, 48 veces de 52 se queda uno con su hambre y su sed. Esta ausencia
de la eucaristía, no hemos de temer subrayarlo demasiado, compromete
también la plenitud del otro sacramento, el del bautismo, y le quita valor,
porque trata a los fieles bautizados como si no lo fueran y estuvieran aún en
período de catecumenado; les priva de su derecho a recibir el cuerpo y la
sangre de Cristo. En todos los aspectos, la ausencia de la cena es un
desprecio de la gracia.

Pero si la cena es necesaria para que el culto de la Iglesia sea verdaderamente


cristiano, ¿da ésta más que la palabra? Responderemos lo más brevemente
posible a esta molesta pregunta. No da algo distinto de la predicación, porque
da el evangelio y con él, la vida. Pero sucede algo distinto cuando se celebra la
cena que cuando se proclama la palabra, y por eso no es posible consolarse de
la ausencia de la cena diciendo que puede faltar, ya que no da algo distinto de
la palabra. Sucede que quienes aceptan la invitación pueden mostrar que la
aceptan, y demuestran en el plano de los hechos que acogen la gracia. En este
sentido, sucede algo más que en la proclamación de la palabra: la comunión
existencial que Dios espera, puede manifestarse, y el don de los fieles puede
corresponder al don de Dios de forma visible creando un compromiso. Esto
corta de raíz todo malentendido intelectualista del culto: el fiel se compromete
con toda su persona. Es verdad que puede y debe suceder esto por la sola
audición del evangelio; pero, en la cena, se produce una invitación a darse.

En la liturgia de la Iglesia reformada de lengua francesa del cantón de


Berna se dice:

En comunión con tu Cristo, nuestro sumo sacerdote e intercesor, te


presentamos, Dios, nuestro sacrificio de alabanzas y el homenaje de nuestros
corazones, y nos consagramos juntos, nosotros y nuestros bienes, a tu
servicio, como ofrenda viva y santa.
Pero para comprender esto, es preciso admitir en la eucaristía un elemento
sacrificial. Quizás, por combatir la hipertrofia de este elemento en la doctrina
eucarística medieval, no lo hemos reducido simplemente a sus verdaderas
proporciones, sino que hemos intentado arrancarlo; por eso, nos cuesta tanto
trabajo comprender la necesidad de la cena, ya que ella no nos da algo distinto
de la palabra. La cena no es sólo una «misa»; la palabra también lo es, al ser
una carga de fuerza y de bendiciones para enviarlas al mundo en nombre del
Señor. También es una «eucaristía», donde nosotros, los fíeles, estamos
invitados a presentarnos delante de Dios para consagrarnos a él como
sacrificio vivo y santo, para alabarle y bendecirle con el don de nosotros
mismos. Por eso Dios quiere, por medio de su gracia, que el culto sea un
cambio, de pena y de alegría, de miseria y de reconocimiento, un cambio de
amor; la palabra, por tanto, no es suficiente para hacer del culto de la Iglesia un
culto cristiano, sino que es preciso también que exista la cena además de los
elementos que vamos a mencionar ahora.

Las oraciones
Tampoco vamos a exponer ahora una teología de la oración, como tampoco lo
hicimos anteriormente con la palabra de Dios y la santa cena. H. Asmussen
hace notar que no se ha emprendido en la Iglesia un estudio de dicha teología:
al menos él no la conoce, según afirma. Esta observación es inexacta, ya que
toda teología auténtica es teología de la oración; no es posible ser un teólogo
sin vida de oración, pues no lo es quien no conoce la historia y la técnica de la
teología, sino quien sabe orar, según el pensamiento ortodoxo. También la
oración es, como dice el catecismo de Heidelberg (pregunta 116), «la parte
principal del reconocimiento que Dios exige de nosotros».

Se dice que los primeros cristianos

Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión fraterna, en la


fracción del pan y en la oración (Hech 2, 42); esta oración ha regido la historia
de toda la Iglesia de una forma que no se suele subrayar debidamente. Pues la
historia de la Iglesia no es sino la del cumplimiento de sus oraciones, y en
particular, de las mil variantes de la admirable plegaria de Hech 4, 27 s.

En efecto, juntáronse en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, a quien


ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para
ejecutar cuanto tu mano y tu consejo habían decretado de antemano que
sucediese. Ahora, Señor, mira sus amenazas, y da a tus siervos hablar con
toda libertad tu palabra, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales
y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús.

La oración, como la proclamación de la palabra, como la celebración de los


sacramentos, y como la vida comunitaria de la que hablaremos más adelante,
es un elemento fundamental para hacer que progrese la historia de la
salvación.

La oración es necesaria no sólo para la vida cristiana personal, sino para el


culto. El Nuevo Testamento no cesa de exhortar a ella, y Jesús la ordenó. No
es, pues, en primer lugar la expresión de una necesidad religiosa, ni una
técnica por la que el hombre intenta mandar en Dios, sino que es principal
mente una obediencia. Jesús, interrogado por sus discípulos sobre la oración,
no les da una enseñanza sobre ella, se la da en otro sitio, cf Le 13, 1-8: les
enseña una oración, el padrenuestro, y les ordena que la hagan suya (Le 11, 1-
13; Mt ó, 7 s.), y muy pronto se introducirá en la vida de los cristianos65. Pero
también se usará desde los comienzos (cf. Gal 4, 6; Rom 8, 15) en el culto de
la Iglesia. Lo que caracteriza esta oración, como toda plegaria auténticamente
cristiana, y en particular el maranatka, es su carácter escatológico: la Iglesia
pide que le venga la gracia y que el mundo desaparezca66 , y que, en esta
espera, pueda conocer, en Cristo, la alegría del reino. Se podría decir, quizás,
que durante la semana la Iglesia ora por el domingo cuando pronuncia la

65 Cf. Dtdachf 8, 3.
66 Cf. Didacbé 10, 5.
oración dominical; y en ese día, con esa misma oración, pide a Dios que
manifieste con poder lo que saborea anticipadamente el domingo. La oración
no es así sólo una obediencia, sino un acto de fe y de esperanza que apresura
la venida del día del Señor (2 Pe 3, 12).

Esta oración es posible en Cristo. Se convierte incluso en

el privilegio supremo de los cristianos, que Dios les ha concedido al


transplantarlos... al estado de filiación. Sólo es posible en la familia de Dios...
Los hijos son herederos. Los hijos, por serlo, se encuentran comprometidos de
forma responsable con toda la economía de la familia. En la familia del Padre,
los hijos tienen derecho a tomar la palabra. Dios autoriza a sus hijos a hablarle
de sus asuntos por medio de la oración. Este permiso es la forma por la que
Dios hace participar a sus hijos, desde ahora, en el señorío de su unigénito.
Por tener el derecho a orar y por ejercerlo se manifiesta que la Iglesia es el
pueblo real de Dios (P. Brunner).

Con razón en el canon de la misa, hecho que otras liturgias también emplean,
se hace preceder la oración dominical con un: nos atrevemos a decir...

Esta oración mandada, posible en adelante, es, en el culto, la de toda la


asamblea. Por eso, pertenece a la asamblea decir el amén que la cierra, en el
caso de que la pronuncie en nombre

de todos quien está encargado de decir las oraciones públicas, o. bien en el


caso de que, excepcionalmente, uno de los fieles la haya dicho (cf. 1 Cor 4,
16). La Iglesia, compuesta de personas, ni intercambiables, ni masificadas, se
presenta en el culto ante Dios como comunidad, y sus oraciones son las de
todos, independientemente de su forma. Por eso, el culto parroquial sufre una
grave amenaza cuando se convierte en un «conjunto de oraciones» de tipo
individualista. No es que el culto no se pueda convertir en el lugar de expresión
de las oraciones personales, sino que no es una exhibición de las diferentes
clases de plegarias individuales: es una obra común. No se dice «Dios mío»,
sino «Padre nuestro».

Esta oración ha conocido en la historia y conoce en la práctica numerosas


formas. Con frecuencia se ha querido clasificar los diferentes tipos, y esto es
normal; pero ese intento por clasificar debe ser sólo una ayuda exterior de
clarificación intelectual, y ha de tener presente el carácter artificial por
necesidad de dicha clasificación. De un tipo de oración a otro las fronteras son
con frecuencia difíciles de trazar, por no decir imposibles. Si en lo que sigue
presentamos los géneros mayores de la oración, téngase en cuenta que sólo
es para proporcionar mayor claridad a la exposición, y no para imponer una de
las muchas clasificaciones posibles con detrimento de otra que lo fuera también
desde el punto de vista teológico. En lo que a nosotros respecta, consideramos
el contenido de la oración más que los móviles psicológicos: arrepentimiento,
amor del prójimo, reconocimiento, etc.

R. Raquier ofrece en su Traite de liturgie una clasificación que me parece


aceptable y que yo voy a utilizar aquí. El se basa en el hecho de que San Pablo
habla, en 1 Tim 2, 1, de oáyjaic, ÁpoosuTi, Evtsoqic, sx/aptrrtía; el primero de
esos términos es, probablemente, un nombre genérico que clasifica las
plegarias en oraciones de deseos, de súplicas e intercesión y de acción de
gracias. Pero como esta enumeración no es exhaustiva, hablaremos también
de las confesiones de fe y de los himnos, para terminar con una observación
sobre la glosolalía.

Con la rúbrica de poaEoyTj, comenzamos con las oraciones que, en la tradición


litúrgica, llevan el nombre de colectas. Se

trata de un término procedente de las tradiciones litúrgicas galicanas y de una


oración que se desarrolló más en occidente que en oriente, porque aquél tiene
una riqueza más grande para las oraciones del «propio» que el último, donde el
«ordinario» tiene toda la primacía. Oración normalmente breve, concisa y
precisa, recoge (colligere) tal o cual necesidad de la Iglesia y del mundo y la
presenta a Dios, para que la atienda gracias a su Hijo. Esta oración, en la
tradición litúrgica posterior al siglo IV, se somete a ciertas reglas «poéticas»
precisas que le confieren su simplicidad, su desconfianza contra la verborrea, y
su concisión; antes, y a veces después, el oficiante la improvisaba
frecuentemente. Estas reglas dan, tradicionalmente, este esquema: (I) Da (II)
nos, (III) te suplicamos, (IV) señor, (V) tu salvación; el cuarto elemento, es decir
la mención del destinatario, se explicitaba frecuentemente con una frase, como
en Hech 4, 24: «Tú que hiciste el cielo y la tierra, el mar y cuanto en ellos
hay...». Oraciones de ese tipo se pueden repetir varias veces en el culto, y su
«relativa predicación» las puede acercar a las confesiones de fe.

La ivTSUÜj' es decir la demanda, la solicitación, la intervención en favor de, la


intercesión, es más conocida en la tradición litúrgica bajo la forma de letanía67.
Tradicionalmente, esta letanía o intercesión, lo que los alemanes llaman das
allgemeine Kirchegebe, implica tres elementos principales con las diversas
precisiones que se imponen, a saber, la intercesión por la Iglesia, sus ministros
y miembros, por el mundo y sus autoridades, por todos los fatigados, y por
todos los que se han convertido en el objeto de la venida del salvador.
Tradicionalmente, esta oración se presenta de tres formas distintas: el oficiante
las pronuncia solo, en forma de oración, para que el pueblo se asocie en el
silencio; es la forma ordinaria en nuestra liturgia. O dos oficiantes la
pronuncian: el diácono indica por quién, o por quiénes, o por qué se intercede,

67 XtToveúto = Xfoaojiotí, suplicar, insistir.


y el oficiante principal ora según el sentido indicado68. O quien está
encargado de dirigir las

oraciones del pueblo anuncia, Su forma de exhortación, el tema de la súplica, y


el pueblo responde, después de, un instante de silencio, «Señor, ten
piedad» O Kóf/.S, áXárpov; es la forma más tradicional y la extendida en
oriente y en occidente a partir del siglo IV. Me parece que la última manera es
la preferible, porque toda la comunidad interviene en la oración.

La sóyapiatía, la acción de gracias, es la oración que se dice tradicionalmente


en el momento del prefacio eucarístico, y que, en nuestras liturgias reformadas
sin santa cena, se ha convertido en la oración llamada de adoración. Cuando
forma parte del culto cristiano integral, es la oración que, después del sursum
corda, proclama que es verdaderamente digno y justo, necesario y saludable,
alabar al Señor y darle gracias, por todo lo que Dios ha realizado por la
creación y la salvación del mundo. Por esta acción de gracias, que se precisa
según la fiesta o la época del año eclesiástico, y que adquiere entonces una
forma parecida a la confesión de fe, la Iglesia se alegra de poder participar
desde ahora en el culto celeste. Por eso, con los ángeles y todas las
potestades de los cielos, con los espíritus de los justos llegados a la perfección,
y con toda la Iglesia que combate en la tierra, en común alegría, canta a la
gloria de Dios el cántico eterno, alabando, proclamando y diciendo:

Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo, llenos están el cielo y la
tierra de tu gloria.

Repito, una vez más, que sólo por comodidad he agrupado los tipos principales
de oraciones según el esquema tradicional de la colecta, letanía y prefacio.
Esto no quiere decir que un culto que reúna las oraciones de formas diversas,
ponga en peligro su compromiso. Lo esencial es que deje lugar a esos tres
tipos de oración y que admita las oraciones, intercesiones y acciones de
gracias necesarias.

Con esta enumeración no se acaban las oraciones que forman regularmente


parte del culto cristiano. Antes de ocuparnos de las confesiones de fe y de los
himnos, hay que seguir con dicha enumeración.

En primer lugar está la corona de todas las oraciones, «colecta» de todas las
colectas, de todas las letanías, de todas las eucaristías; es el ejemplo
inagotable de oración que Jesucristo nos enseño en la oración dominical. Pero
no es un tipo particular de oración, ya que las resume todas.

En segundo lugar está la epíclesis, cercana a la colecta, la llamada al Espíritu


Santo. Ya hemos subrayado bastante su Importancia decisiva para que no sea

68 El otelen diácono-oficiante principal puede invertirse.


necesario que nos detengamos de nuevo. Notemos únicamente aquí que se
caracteriza por el hecho de que la Iglesia confiesa que nunca dispone de Dios,
y así se declara sierva del Señor; además, por el hecho de que pido a Dios que
escuche y atienda los actos del culto. Por eso, el objeto de su súplica se limita
a los momentos del culto: la proclamación de la palabra y la presencia real de
Cristo en la comunión.

En tercer lugar están las oraciones que toman la forma de aclamaciones o


doxologías, por las que la Iglesia celebra a su Señor, y responde a los salmos y
a las oraciones (pienso en la antigua doxología que acompañaba a la oración
dominical: por ellas supera su confesión de fe, si se puede decir esto, participa
ni la epifanía del señorío de Cristo y muestra, esto es esencial, que es una
Iglesia «protestante» mientras este mundo exista: una Iglesia que es testigo de
la gloria de su Maestro, y que protesta contra todos los usurpadores que
quieran sustituir o excluir a Dios. Por eso, las aclamaciones y doxologías, que
ya se encuentran sembradas en todo el Nuevo Testamento, tienen una
considerable virtud proléptica: celebran ya desde ahora como válida y
manifiesta la victoria aún oculta del Señor. Desempeñan en este sentido un
papel decisivo en la doctrina de la oración, ya que muestran que los cristianos
confían en Jesús, teniendo presente lo que decía:

Todo cuanto pidiereis orando, creed que lo habéis recibido, y se os dará (Me
11, 24).

Muestran que, si los cristianos pueden ya orar como lo hacen, con esa
formidable seguridad escatológica que posee cualquier oración cristiana se
debe a que saben que Dios ha escuchado ya todas sus plegarias en Jesucristo.

Si comparamos esta enumeración con la que sucede en los cultos ordinarios


de la Iglesia reformada, veremos que falta una pieza fundamental: la confesión
de los pecados. Se conoce el puesto eminente que ocupa nuestra tradición. No
hay que tratar aquí detalladamente la historia del problema:

Durante un milenio, la Iglesia universal no conoció la confesión de los pecados


en el culto dominical, por ser ese día alegre y glorioso por causa de la
resurrección de Cristo, y por considerarse la asamblea cristiana de los primeros
tiempos como el pueblo santo y rescatado, la comunidad de sacerdotes y reyes
que ya había conseguido la misericordia (R. Paquier).

Según Delling, esta tradición del primer milenio parece conforme al Nuevo
Testamento, aunque el padrenuestro, dicho en el culto, contenga una súplica
de perdón69. Pero los documentos litúrgicos primitivos muestran que faltaba, en

69 El texto de la Didaché (14, 1) que habla de una confesión de los pecados


antes de la fracción del pan no precisa si se hace de forma comunitaria y
litúrgica o en privado, antes de reunirse en la asamblea cristiana, teniendo en
cuenta Mt 5, 23, por causa de las palabras que siguen inmediatamente a este
texto.
efecto, una confesión comunitaria de los pecados; no quiere decir esto que los
cristianos no tuvieran que pedir perdón, sino que el culto, piénsese en la
comunión eucarística y en el beso de paz, comienza más allá del perdón; por
eso, la súplica y la obtención del mismo debía preceder al culto (cf. Mt 5. 23).
También la confesión de los pecados se había introducido en el desarrollo
mismo del culto en forma de oración preparatoria del culto propiamente dicho;
bajo la influencia de Calvino, se colocó en su umbral para sustituir la confesión
auricular y para que se sometiera a la penitencia indispensable los fieles que
no tenían necesidad de intervención especial de la disciplina eclesiástica.
Volveremos a tratar este punto, y ahora sólo notaremos lo siguiente: sin duda
alguna, para poder celebrar el culto es preciso poder presentarse ante Dios;
para que esto sea posible, hace falta que su misericordia

nos haya blanqueado. El culto no puede celebrarse sin demanda y concesion


del perdón. El perdón del bautismo no es suficiente mientras vivimos en
este mundo; debe confirmarse siempre de nuevo con una respuesta a
una penitencia siempre renovada, Notemos también que el momento de esta
penitencia y de esta absolución no es necesariamente el culto parroquial. Este
debería poder ser el momento en que los fieles, reunidos para la eucaristía,
regresando del mundo al que el Señor los había enviado, se contentan con
cantar su felicidad diciendo: «Señor. incluso los demonios se nos han sometido
en tu nombre. » (Lc 10. 17). La confesión de los pecados, individual o
comunitaria. debe tener, pues, su sitio antes del culto. Y si la piedad reformada
carece con tanta frecuencia de exultación escatológica, y si desconfía tanto
respecto de la alegría litúrgica, esto proviene, en gran parte, por comenzar el
culto por estas palabras, según la enseñanza de Calvino, sin más preámbulo
que una invocación:

Hermanos míos, que cada uno de vosotros se presente ante la faz del Señor,
con la confesión de sus faltas y pecados, siguiendo mis palabras con su
corazón.

Señor Dios, Padre eterno y todopoderoso, nosotros confesamos y


reconocemos sin fingimiento, ante tu santa majestad, que somos unos pobres
pecadores, concebidos y nacidos en la iniquidad y corrupción: inclinados a
obrar el mal, inútiles para todo bien; y que por nuestros vicios, transgredimos,
sin fin y sin cesar, tus santos mandamientos. Con lo cual nosotros merecemos,
por tu justo juicio, ruina Y perdición.

Además, si a continuación se suplica a Dios que su «gracia sustituya nuestra


calamidad», el tono en que se va a cantar el culto no es ciertamente el de la
(aX)víc/ct^ de las liturgias cristianas primitivas. Finalmente, notemos que una
invitación al arrepentimiento, una toma de conciencia de nuestra indignidad
para gozar de la presencia del Señor, un aprovechamiento litúrgico de la quinta
petición de la oración dominical, aunque también la liturgia aprovecha las otras
peticiones, no se encuentra, es verdad, fuera de sitio en el culto; sin esto se
corre el riesgo de inclinarse, sin contrapeso, hacia una exultación escatológica
que se olvidará del hecho de que la Iglesia se encuentra aún en este mundo,
sometida a los ataques del demonio. Si la Iglesia triunfante se encuentra ya
también sobre la tierra, lo está de forma dialéctica. Por el contrario, volveremos
sobre este problema, las razones por las que Calvino dio esta forma y esta
importancia a la confesión de los pecados no se encuentran juntas; ésas son la
negativa a la confesión auricular obligatoria y a la restauración de una disciplina
pública en la Iglesia.

Por eso, la confesión de los pecados puede encontrar legítimamente entre


nosotros el carácter de plegaria preparatoria y de ayuda espiritual que posee
en otras tradiciones. Esto no condena nuestra práctica corriente. Sin embargo,
permítaseme hacer esta comparación, el culto cristiano se celebra en un salón
y no en una lavandería, y hay que ponerse los vestidos de gala antes del
banquete (cf. Mt 22, 11s.).

Entre las oraciones, en el sentido amplio de la palabra, hay que contar las
confesiones de fe, que P. Brunner llama tan justamente «el amén de toda la
asamblea a la palabra profética y apostólica»: la Iglesia devuelve a Dios con
sus palabras, en toda su plenitud, la palabra que el Señor le dirigió en el
evangelio: en su plenitud, es decir que el credo no es sólo la respuesta de la
Iglesia a la palabra proclamada parcialmente en ese culto, sino a todo el
evangelio, aunque no se haya proclamado todo en ese culto concreto (no se
puede leer la Biblia entera cada domingo): a saber,

todo lo que se nos promete en el evangelio y en los artículos de la fe universal


e indudable que todos los cristianos compendian en el símbolo de los
apóstoles,

usando las palabras del catecismo de Heidelberg, pregunta 22. Examinemos


el asunto desde más cerca.

Por medio de la confesión de fe, la Iglesia se compromete con Dios en el


mundo. Por dicha confesión, la Iglesia se considera dispuesta a asumir todas
las consecuencias que se originan de la misma. Todas, incluso la última:
morir por la fe. Creo, en efecto, no quiere decir simplemente: «admito la
existencia de lo que voy a enumerar», sino «esto es mi vida y renuncio a todo
lo quo no voy a proclamar». Se podría decir que en el credo, la Iglesia se da a
la palabra que recibe, como en la comunión eucarística se da a quien se
entregó por ella.

Por causa de lo que se afirma entonces, el texto no queda (ad libitum; es, con
mayor o menor precisión, con mayor o menor amplitud, un texto de la Iglesia.
Está en juego demasiado para que se pueda improvisar. Por eso, es preciso
que digamos algunas observaciones sobre la formulación litúrgica del mismo.
¿Qué credo se utilizará? Comencemos diciendo los que no se emplearán. De
ninguna forma esos cocktails de citas bíblicas que se han introducido en
nuestras liturgias reformadas recientes con el nombre de bíblica; primero, por
una razón de principio: ordinariamente tienen la finalidad de silenciar toda una
serie de afirmaciones bíblicas sobre el nacimiento de Cristo, su vuelta y la
esperanza cristiana, o de invitar a la Iglesia a taparse los oídos cuando Dios le
dice algo que irrita al racionalismo; segundo, por razones de forma: una
confesión de fe no es un ejercicio de psitacismo irresponsable, sino una
respuesta libre de hombres libres. Pero, si hay que renunciar a esos bíblica,
hay que elegir prácticamente entre el símbolo de los apóstoles o el de Nicea 70.
Tradicionalmente éste es el usado en el culto eucarístico, al menos hasta la
Reforma; aquél comenzó entonces su carrera litúrgica ordinaria, al menos en
las Iglesias protestantes del continente, sin desplazar al de Nicea.

Encuentro buena esta tradición reformada por dos razones: el símbolo de los
apóstoles no es polémico, sino un simple resumen de la palabra que funda y
hace vivir a la Iglesia; también porque es la confesión de fe que dirige y orienta
la enseñanza de los catecúmenos, y, por tanto, la expresión de fe que han
hecho al momento de ser admitidos a la vida eucarística. Pero si considero
oportuno el uso ordinario del símbolo de los apóstoles, esto no impide que el
de Nicea se emplee ocasionalmente,

que podría encontrar un sitio adecuado en los cultos que no reúnen a todos los
fieles, sino a quienes desean, con espíritu de libertad cristiana, profundizar más
en su fe y en su vida espiritual, como, por ejemplo, en los oficios vespertinos
del domingo.

Pero, ¿se elegirá entonces el texto original de ese símbolo o el modificado


teológicamente por el occidente carolingio, es decir, se añadirá al símbolo
admitido en común en el concilio ecuménico de Constantinopla de 381 el
filioque introducido primeramente en España en el siglo VIII? Los anglicanos y
los luteranos han aceptado ese añadido, y lo mismo sucede en la tradición
litúrgica reformada, aunque nuestras confesiones de fe no hayan especificado
qué texto reconocen. 71

Creo que haríamos bien renunciando a eso, ya que se trata de algo no admitido
de forma verdaderamente católica por la Iglesia... y porque, quizás se ha
debido a esa palabra, en definitiva, el cisma de la cristiandad occidental en el
siglo XVI.

La confesión de fe no es, en el culto, un momento en que la asamblea escucha


el testimonio personal de su pastor, sino el momento cardinal en que la Iglesia,
unida en la fe, la esperanza y el amor, responde a la palabra de Dios. Por eso
70 El Athanasiamtm no ha tenido nunca un valor litúrgico muy alto.
71 Sería interesante que un historiador de nuestra Iglesia examinase si el

filioque desempeña un papel consciente y notable en nuestra tradición


teológica. Si esto fuera así, sería el único caso en que nos enfrentamos con las
Iglesias ortodoxas.
debe pronunciarse el credo en común, como el amén que cierra las oraciones.
Desde que se ha comprendido esto, no hay que temer la monotonía que asusta
a tantos liturgistas. Esta exigencia de recitación común es una causa más para
preferir el inagotable y suficiente símbolo de los apóstoles.

Sin embargo, la Iglesia no ha confesado siempre su fe por medio de un credo


litúrgico y, por eso, se puede decir lo mismo de los prefacios eucarísticos que lo
sustituyen válidamente. Pero si el credo, en cuanto tal, no ha formado siempre
parte del culto cristiano, con todo, en éste siempre han existido confesiones de
fe y los prefacios eucarísticos adoptaron la forma

Tradicional del credo de Nicea o de los apóstoles, en oriente desde el siglo IV


las liturgias mozárabes desde el VI y en la liturgia romana 1014. Es cierto que
un culto no deja de ser Cristiano por el hecho de confesar la fe de otra manera;
pero yo no encuentro ninguna razón válida para poner en duda la forma
tradicional, y esto tanto menos porque las modificaciones surgirían, a pesar de
las razones que se aducen, no por un aumento de fidelidad, sino por un querer
minimizar la fe, que lleva finalmente a la supresión del credo en la liturgia. Hay
que dar la razón a H. Asmussen cuando afirma:

Las parroquias y las Iglesias en las que no se dice el credo,se encuentran


generalmente más allá de los límites de la Iglesia cristiana. Porque la causa
que motiva dicha omisión es... generalmente, no una causa formal, sino el
hundimiento de la fe cristiana.

Es posible incluir los himnos y los cánticos dentro del término general de
oración. Pero, una vez más, es preciso reconocer el carácter necesariamente
arbitrario y artificial, y por tanto, sólo ordenador y esclarecedor, de las
definiciones que damos aquí. Pues se podrían colocar los himnos en los
testimonios litúrgicos de la vida comunitaria, ya que los fieles se edifican y
animan mutuamente gracias a ellos (cf. Col 3, 16: Ef 5, 19).

Y en verdad, conocemos por experiencia, dice Calvino, que el canto tiene una
gran fuerza y un vigor para mover e inflamar los corazones de los hombres,
para invocar alabar a Dios con un celo más vehemente y ardoroso.

Pero tratamos brevemente aquí los himnos y cánticos, ya que es difícil trazar la
frontera entre himnos o cánticos, oraciones y confesiones de fe.

La Iglesia los ha conocido siempre en su culto 72, y la importancia que pueden


y deben tener en él queda comprobada

72Para el Nuevo Testamento: cf. Rom 15, 9; 1 Cor 14, 15; Ef 5, 19; Col 3, 16;
Sant 5, 13; Ap 5, 9; 14, 5: 15, 1-3; cf. también Mt 26, 30 y par.; una selección
de himnos de la Iglesia primitiva se encuentra en el libro de A. HAMMAN
de Forma especial por el numero de himnos y cánticos que se citan en el
Nuevo Testamento; en éste se citan un poco como en el Antiguo Testamento,
lo que prueba que se consideraba esta forma de orar no tanto como salida del
corazón, sino como inspirada por el Espíritu. Por eso, no hay que extrañarse de
oir hablar de tnoch ~vgü|iaTíxái (Col 3, 16). La historia de la himnologia, en la
que no podemos entrar aquí, muestra que ha conocido tiempos de gloria y de
degeneraciones, de relajamiento y de reforma, pero, sobre todo, que la
producción himnológica de una Iglesia es un espejo fiel de la vida eclesial;
también, que puede ser un refugio dichoso cuando la dogmática se hunde o se
petrifica: pienso, en particular, en el luteranismo alemán del siglo XVII.

También existen diferentes clases de himnos: cánticos de aclamación y de


confesión. Me refiero a los amén, aleluya, kyrie, sanctus, agnus Dei, gloria, etc.:
los que Max Thurian llama cede meditación, lazo entre la lectura y la oración:
salmos, cánticos bíblicos, y los que desarrollan dentro de la Iglesia el mismo
filón de espiritualidad y que forman la mayor parte de nuestros salterios
protestantes; y los que hacen progresar la acción litúrgica: cánticos de entrada,
de ofrenda, respuestas, etc.

De forma general, sin excluir las excepciones, los cánticos son uno de los
elementos del culto que hacen notar de forma especial la esperanza
escatológica de la Iglesia y anticipan incluso ese «nuevo cántico» que se
escuchará eternamente en el reino (cf. Ap 5, 9; 14, 3; Sal 33, 3, etc.). Son
señales de alegría (Sant 5, 13) y proclaman las victorias de Cristo (cf. Ap 15,
3). San Agustín diría en un sermón: «Se sabe que en el cielo sólo repetiremos
sin cesar amén y aleluya, sin cansarse jamás» 73; en la tierra, por medio de los
cánticos, la Iglesia está invitada a participar en esta alegría celestial74, lo
que otorga con toda

justicia a los verdaderos cánticos cristianos una exultación que hace aumentar
el valor de la fe y de la vida concreta de la iglesia; P. Brunner, con una
expresión que lo acerca al pensamiento tan justo de la iglesia ortodoxa, cree
posible afirmar que el himno es la última forma de la teología, ya que permite
hacer teología de la misma manera que se hará en la felicidad del reino.
¿Hay que colocar, pues, los cánticos en el mismo plano de la glosolalía, que es
la posición extrema de un elemento aceptable del culto cristiano? Poseen la
exultación y anticipación escatológicas; sin embargo, no hay que confundirlos,

Oraciones de los primeros cristianos. Rialp, Madrid 1956, 36 s., 46 s., 58-63,
etc.; cf. también Office divin de chaqué jour. NeuChátel et París 1953, 254 s.;
citemos también, como ejemplo de un buen trabajo himnológico, E. KAEHLER,
Studien Zum Te Deum und zur Geschichte des 24. Psalms in der Alten Kirche.
Gottingcn 1958.
26. Sermón 362, 29: PL 39, 1632 s.

«Alleluia enim vox perpetua est Ecclesiae, sicut


74 perpetua est
memoria passionis et victoriae eius Christi, decía Lutero.
ya que los cánticos son una forma necesariamente comunitaria de alegría
pascual y favorecen la edificación mutua; en cambio, el poseedor de la
glosolalía se edifica sólo a sí mismo (1 Cor 14, 4), a no ser que la traduzca.
Esto no impide que los cánticos acepten algunas formas fácilmente
descifrables de la glosolalía, en todas las Iglesias se canta aleluya en hebreo,
ni que pasen cerca de ella, por causa de la alegría que desborda el corazón (cf
Mt 12, 34); pero los cánticos ordenan esta exultación y la canalizan, y, sobre
todo, hacen que todos los fieles participen en ella.

Lo que hemos visto permite tener un criterio para juzgar el valor de los cánticos
y para elegirlos: en ellos se trata de alabar al Señor y de participar en el cántico
de los ángeles. Calvino hace notar:

Hay que fijarse siempre en que el canto no sea ligero ni voluble, sino que tenga
peso y majestad... Debe haber diferencia entre la música compuesta para
alegrar a los hombres en la mesa y en su casa y los salmos que se cantan en
la iglesia ante Dios y sus ángeles.

Hemos hablado ya de la música litúrgica. No diré ahora que en el cántico


palabras y música deban coincidir en el tono, sino que en ellos la música debe
gozarse en la gracia de Dios y no en sí misma. El P. Gelineau observa que

un cántico se gasta tanto más deprisa, cuanto con más riqueza está adornado,
y resiste tanto mejor cuanta más sencillez posee los estucos barrocos se
desmoronan colores palidecen, mientras que, la piedra de las catedrales
permanece y se embellece a lo largo de los siglos 75.

Los testimonios litúrgicos de la vida comunitaria

Se dice de los primeros cristianos que


perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión fraterna
(itotvoivttt), en la fracción del pan y en las oraciones (Hcch 2, 42);

el catecismo de Heidelberg, como eco fiel, habla de una contribución cristiana a


la asistencia de los pobres, al lado de la predicación, de la cena y de las
oraciones, cuando enumera los elementos del culto (pregunta 103). Pero esta
ofrenda que, según el catecismo de Heidelberg, parece sellar las oraciones
como los sacramentos la palabra de Dios, no es el único testimonio litúrgico de
la vida comunitaria. Hay que añadir las exhortaciones y los estímulos mutuos,

75El cuidado de excluir el jarabe de la limnología pietista y anglosajona no es


propio únicamente de la Iglesia protestante..., y esto es un consuelo.
prueba de la unanimidad de los fieles, y los avisos y mandamientos, prueba de
su obediencia. También tenemos que renunciar aquí a una teología de la vida
comunitaria, como nos ha sucedido en los otros temas que hemos tratado.
Si es posible, sin duda alguna, colocar la ofrenda en la perspectiva de la
confesión de la fe, como signo sustitutivo de la autodedicación de los fieles al
servicio del Señor, de ahí que sea legítimo ponerla en la mesa santa donde se
encuentran las especies eucarísticas, también es posible ver en ella un signo
de la unidad y fraternidad cristianas; su fin es ayudar a la Iglesia a vivir en ese
clima. Piénsese en la importancia teológica que san Pablo concedía a la
colecta hecha en las Iglesias que había fundado, en favor de los hermanos de
Jerusalén; la consideraba tan importante que aceptó incluso arriesgar su vida
para llevarla él mismo hasta dicha ciudad (cf. Hech 21, 4.11-14);

12. EL CULTO

Piénsese también en la importancia teológica de la comunidad


de bienes en la Iglesia de Jerusalén, descrita en los Hechos de loa apóstoles.
El ofrecimiento de los bienes para servir a la unidad y fraternidad de los
cristianos ha formado parte del culto cristiano de forma regular desde los
orígenes76 hasta nuestros días. Su lugar no está en el comienzo del culto, sino
en su desarrollo, y nada se opone, según mi opinión, a que el momento de
realizar este acto comunitario sea cuando se llevan las especies eucarísticas a
la mesa santa 77. Hágase la colecta en los bancos y colóquenla en ella dos
ancianos o diáconos.

Las exhortaciones y los estímulos mutuos son también testimonios litúrgicos de


la vida comunitaria. Recordando, una vez más, el carácter arbitrario de la
Idealización de algunos elementos litúrgicos, quiero mencionar aquí los
siguientes:

Las antífonas: el culto judío ya las conocía, y la liturgia cristiana las empleó
desde el principio, haciendo y adaptando otras más. Si las antífonas son
frecuentemente oraciones, sin embargo poseen algo especial, que es su
carácter comunitario y fraterno, ya que en ellas

uno toma a otro, en cierta manera, la palabra de la boca. Todos se sienten


animados por un mismo Epíritu, se unen en un movimiento único de confesión
y de alabanza... Sólo cuando una parte de la asamblea toma, alternativamente,
76 Cf. 1 Cor 16, 2; o el hermoso texto de J USTINO, Apología 1, 67, 6.

77 Las Iglesias reformadas, durante mucho tiempo, han excluido esta colecta de
la acción litúrgica, arrancando la caridad fraterna de su verdadero ambiente y
amenazando con convertirla en una obligación profana; se debe esto al
aspecto claramente sacrificial que el Nuevo Testamento reconoce en tales
colectas (cf. Heb 13, 15-16; Fil 4, 18; Hcch 4, 35.37; 5, 2, donde los términos
TÍ OTJUI izapd TO'J; r.óoaz Küv '/TZoaxóXiov tienen un sentido sacrificial
innegable
la palabra de la otra, la comunidad confiesa y celebra perfectamente a Dios con
una misma boca, y no cuando toda la comunidad, junta y al mismo tiempo,
confiesa y canta la mismas palabras. En esta dualidad de la alternancia, la
unidad de la confesión y de las alabanzas encuentra una expresión
insuperable.

Quizás sea demasiado forzada esta afirmación de P. Brunner; pero, lodos los
que conocen esta realidad por haberla practicado, saben que cae en su lugar
apropiado. Las antífonas son una postura implícita contra la clericalización del
culto, mucho más, quizás, que la oración dominical, el credo y el amén. Hay
que reconocer también que donde se conservan, se ha privado menos al
pueblo de otras participaciones litúrgicas, mientras que, contrariamente al buen
ejemplo de Zwinglio, para quien las antífonas tienen un papel fundamental,
éstas no han sobrevivido a la reforma de la Iglesia.78

Los estímulos de mutua ayuda espiritual que, en forma antifonal, se elevan de


hermano a hermano en el culto, son como órdenes de maniobras; por ejemplo:
«Levantemos el corazón — Lo tenemos levantado hacia Dios. Demos gracias
al Señor, nuestro Dios — Es justo y necesario», o bien, el saludo «El Señor
esté con vosotros — Y con tú espíritu», que son el preludio ordinario de las
oraciones. Debido a su forma semita (cf. Gal 6, 18; Fil 4, 23; 2 Tim 4, 22; Flm
25), «que suena un poco a extraña a nuestros oídos modernos», R. Raquier
teme que se la vuelva a introducir en nuestro culto, y prefiere conformarse con
el saludo apostólico, añadiendo la respuesta eventual de un amén. Es preciso
reconocer que nuestros oídos reformados se han desacostumbrado a este
saludo; pero hay que preguntarse también si, al perder este saludo, no hemos
perdido a la vez algo más: el ejercicio de un deber de estímulo fraternal en el
momento en que se va a afrontar el rostro temible del Señor, y, al mismo
tiempo, la prueba de un sentimiento de cohesión y de solidaridad espirituales.
Porque

en ningún momento del culto aparece tanto nuestra miseria espiritual como en
la oración. Por eso, tenemos que preguntamos si el Espíritu Santo interviene en
nuestra oración para presentarla ante el Padre, o si nuestra oración no es más
que una lectura formalista sin más efecto que poner en movimiento un poco de
aire. Para aclarar esto,

es muy conveniente, que la comunidad y su liturgo bendigan mutuamente


antes de la oración (P. Brunner).

Creo que es preciso comprender dentro de esta perspectiva la generalización


litúrgica del confíteor a partir de los siglos x y xi: no tanto como una plegaria
común de confesión de los pecados, como en la tradición reformada, sino como
una forma de servicio mutuo entre la asamblea y el liturgo, para poderse

Zwinglio justificaba por las antífonas la distinción de lugar entre hombres y


78

mujeres en el culto.
presentar después ante Dios en la eucaristía con la alegría del perdón. El
ministro se presenta ante la asamblea confesándose como pecador culpable, y
suplica a sus hermanos que Dios le perdone. La asamblea responde
accediendo a su petición y pide lo mismo a Dios; a su vez, pide al ministro el
mismo favor, que éste se lo devuelve de la misma manera. Obtendríamos
muchas ventajas si reencontráramos esta práctica, que no sería sino ocasional,
pues es muy adecuada para limitar el orgullo clerical y proporciona un ejemplo
de auténtica y mutua ayuda espiritual: además, esto nos permite medir hasta
qué punto es prematura la acusación que hacemos con frecuencia a la iglesia
de Roma de haberse convertido en una Iglesia completamente clericalizada, y
en la que el laicado ha perdido sus deberes y sus derechos. El clericalismo ha
triunfado entre nosotros, sobre todo en el culto, y no se puede uno consolar
diciendo que el laicado ejerce todas sus funciones en la dirección y actividades
de la Iglesia; esto, en vez de probar que se respetan los derechos de los
seglares, más bien prueba que se ha arrancado la vida eclesial y su estructura
del terreno que haría de ella algo distinto a una organización, es decir un
órgano del Espíritu Santo.

Es preciso mencionar aquí una medida caída en desuso desde la edad media,
al menos en occidente, pero que se empleaba en los tiempos apostólicos 79 y
que testimoniaba, de forma notoria, la unidad y la fraternidad de quienes
celebraban el culto: me refiero al ósculo de paz, que tiene su sitio propio en la
santa cena; el lugar concreto cambia en las diversas liturgias, antes del
prefacio en oriente, después del padrenuestro en occidente, después del
ofertorio en las liturgias galicanas. En su origen

Fue sin duda un signo de reconciliación mutua y de unidad de una forma de


comunicarse mutuamente la vida (cf.2 Re 4, 34).

Por eso, antes de la edad media, no se transmitían los fieles el beso que el
celebrante había dado al altar, al evangeliario, al cáliz o a la hostia, sino que se
abrazaba de una forma cada vez más estilizada al vecino de la derecha y de la
izquierda, respondiendo a la invitación de uno de los oficiantes a darse la paz
de Cristo. Era posible hacer esto sin «molestar», ya que los hombres y las
mujeres estaban separados en los lugares de culto. No es posible, sin duda,
restaurar esta práctica por el momento, ni siquiera el domingo de resurrección;
tampoco se la puede transformar en un estrecharse la mano, es preferible que
se reduzca sólo a los oficiantes. Es una pena que sea así, porque esta
costumbre muestra que todas las razones que tienen los hombres para
oponerse en el plano del mundo desaparecen cuando se trata de encontrar a
Cristo; con ella el orgullo humano queda profundamente destruido.

Pero, incluso sin beso de paz, la Iglesia puede mostrar en su culto que sólo
tiene un corazón y un alma (Hech 2, 32), y puede hacerlo patente gracias a los

79 Cf. Rom 16 , 16; 1 Cor 16, 20; 2 Cor 13, 12; 1 Tes 5, 26; 1 Pe 5, 14.
cantos, los amén, la confesión de fe, la oración dominical, la colecta en favor de
los pobres y, sobre todo, la sagrada comunión (celebrada en reuniones
pequeñas).

El último elemento que testimonia la vida comunitaria son los avisos. Con
frecuencia no se sabe dónde colocarlos; también con frecuencia, debido a un
espiritualismo peligroso o a cierto temor de atentar contra la solemnidad del
culto, se los teme, como si el culto tuviera vergüenza, de improviso, de reunir a
hombres y mujeres que quieren casarse, que tienen hijos, que pierden a sus
padres o a sus amigos; como si tuviera vergüenza de reunir a hombres y
mujeres que desempeñan una misión apostólica en el mundo, y que deben
recibir orientaciones sobre su testimonio mediante avisos o sobre la manera de
prepararse, como las indicaciones sobre las actividades parroquiales. No hay
que escamotear los avisos colocándolos antes de la invocación, que sería
arrancar la vida parroquial de su centro, ni tampoco especificar demasiado: si el
coro mixto organiza una función teatral.

Esa suficiente decir que se distribuirá el programa a la salida, y no decir el


título y autor de la obra. Es bueno dar esos avisos después de la homilía y
antes de la gran oración de intercesión; son ellos prueba de que si la Iglesia se
dispersa de domingo a domingo, no desaparece por eso, sino que continúa
orando, escuchando la palabra de Dios, siendo su testigo, y viviendo y mu-
riendo bajo la mirada del Señor.

2. Cómo articular
Los elementos del culto entre sí

A esta pregunta se puede responder de dos maneras. Históricamente,


mostrando cómo ha procedido la Iglesia, y se acaba examinando los
numerosos ordines litúrgicos tradicionales, proponiendo uno. Pero esta
pregunta la remitimos al último capítulo. También se puede responder
intentando interpretar teológicamente las articulaciones posibles, diversas y no
contradictorias de dichos elementos, para calibrar así toda la riqueza de los
mismos. Queremos ahora hacer esto. Hay tres tipos posibles de articulación,
que no se contradicen, sino que se completan mutuamente.

El primero de estos tipos facilita una interpretación formal de esta articulación.


Comencemos por el aspecto más externo, que se refiere a la riqueza o pobreza
en que se presentan los diferentes elementos del culto. Esto se podría llamar
«el nivel social» del culto. Quiero decir que sus elementos diversos: la palabra,
la cena, las oraciones o los testimonios litúrgicos de la vida comunitaria pueden
aparecer con mayor o menor fausto o simplicidad. Por eso, el culto de un
pueblo puede ser más sobrio que el de una gran parroquia o ciudad, cuyos
medios son más importantes. Esta mayor riqueza no desaprueba, de ninguna
manera, la sobriedad del culto rural, pero tampoco la favorece, ya que si éste
no conoce las mismas tentaciones que un culto fastuoso de una iglesia de
ciudad, tampoco está libre de tentaciones contra la liturgia.
Por otra parte, también el culto de un día de fiesta importante podrá tener más
solemnidad que el del domingo 12 después de pentecostés, por ejemplo, y esto
es normal. Tales diferencias «sociales» pueden distinguir legítimamente una
Iglesia local de otra sin que sean un atentado contra la unidad cristiana: si los
suizo-alemanes quieren retroceder ante la belleza del culto, que vivan en paz...,
con tal de que no sospechen sin más de quienes reivindican la libertad de
celebrar la presencia del Señor de forma distinta.

Sin embargo, hay que hacer una recomendación: el nivel «social» del culto
debe corresponder al nivel «espiritual» de la Iglesia que lo celebra; de otra
manera sería mentiroso, impediría a la Iglesia que lo celebra confesarse a sí
misma y dejaría de ser la epifanía de la misma Iglesia. Esto significa dos cosas:
si la vida espiritual es pobre, un culto suntuoso se convierte en una fuente de
ilusión llena de pretensiones o en una cárcel en la que los restos de vida
espiritual se sienten muy a disgusto, incapaces de movimiento y de expresión,
como David con la armadura de Saúl.

Esto significa también que si la vida espiritual es rica, no es lícito querer


continuar viviendo en una pobreza artificial y mentirosa, sin querer injuriar la
gracia de Dios que reanima y fortifica la Iglesia; pues entonces, en vez de
alegrarse de la gracia en la libertad cristiana, se obra como si ella fuera una
trampa. No se tiene el derecho de permanecer pobre cuando no se es. Por eso,
nuestra generación está llamada a reformar su culto y a revelar en él no su
ingratitud, sino su acción de gracias por tantos beneficios recibidos; entre éstos
se pueden contar el redescubrimiento de la palabra viva, de la fuerza del
Espíritu, del poder vivificante del cuerpo y de la sangre de Cristo, y de la
libertad de tratar como hermanos a los cristianos de las otras confesiones.

En el plano de la interpretación formal de cómo articular los diversos elementos


del culto, pero en una capa mucho más profunda, se encuentra la articulación
clásica orientada por los dos momentos principales de la proclamación de la
palabra de Dios y de la comunión eucarística, sin olvidar que el primero

prepara segundo. Esta articulación, que convierte el culto en un acto con «dos»
«medios tiempos», es completamente válida; es decir, es del todo sana la
tradición que ha distinguido la «misa de los catecúmenos» de la «misa de los
fieles». Como mucho. puede molestar algo la terminología, porque ha hecho
creer en el catolicismo occidental, que cuando se es «fiel» y, por tanto, ya no
«catecúmeno», puede uno contentarse legítimamente con la segundo parte del
culto; no se tiene en cuenta así que el culto entero es el de los fieles, y a los
catecúmenos sólo se los admite en la primera parte. Esta distinción, ya lo
hemos anotado, refleja los dos momentos del ministerio de Jesús, el galileo y el
jerosolimitano, y es un anticipo de los dos momentos del fin del mundo, el juicio
final y el banquete mesiánico. Más adelante tendremos ocasión de tratar esto
de nuevo.80

80 En el plano formal se podrían distinguir también los elementos fijos de los


libres o improvisados, con toda la gama que iría desde una liturgia en que todo
estaría fijado, excepto el texto de la predicación, hasta una liturgia en que se
improvisaría todo, excepto las especies eucarísticas.

El segundo tipo de articulación facilita una interpretación escatológica del culto.


De esta forma se examinan los elementos del culto para ver si son ya o aún no
un testimonio de la presencia del reino. Se da uno cuenta entonces de que la
distinción es mucho menos fácil, al fijarse en el complejo palabra-sacramento,
ya que todos los elementos del culto revelan parcialmente la simultaneidad de
los dos eones, pues ninguno es impermeable a la alegría del futuro y ninguno
es refractario a las limitaciones y a los equívocos del presente. Si el
Wortgottesdienst (culto de la palabra) hace que pese más en la balanza el
platillo del aún no, y el Sakramentsgottesdienst (culto del sacramento) el del ya,
sin embargo ninguno de los dos son puramente espera o alegría; en su mutuo
equilibrio y en el equilibrio interno de cada uno, muestran juntamente dónde se
sitúa la celebración litúrgica en la línea de la historia de la salvación; por eso
deben permanecer unidos. Muestran así que importa mucho a la salud de la
Iglesia que el culto lleve esos elementos.

El último tipo de articulación, el más interesante teológicamente, permite


distinguir cómo obra Dios en el culto. Se encuentran aquí varias proposiciones
que no se excluyen mutuamente.

En primer lugar, se pueden distinguir los elementos objetivos


del culto: «aquellos en que la revelación tic Dios:, se acerca al hombre», de los
subjetivos: «aquellos en que el hombre se acerca a la revelación de Dios» (O.
Haendler). Esta distinción se encuentra en muchos autores, con diversas
formas, y se acuerda uno con gusto de las palabras de Lutero con motivo de la
dedicación de la iglesia de Torgau en 1544:

Mis queridos amigos, tenemos que dedicar y consagrar ahora a nuestro Señor
Jesucristo esta nueva casa, y esto no depende únicamente de mí. Vosotros
también tenéis que coger el hisopo y el incensario para que esta casa se
dedique exclusivamente a este fin: que nuestro buen maestro nos hable aquí
con su santa palabra y que nosotros lo hagamos también por medio de la
oración y de la alabanza. 81
Se dan así los elementos con que Dios se dirige a nosotros para dársenos, y
aquellos con los que nosotros le respondemos para entregarnos a él; el culto,
el Gottesdienst, implica la manera propia de Dios de servirnos (der Dienst
Gottes an uns) y la nuestra de servir a Dios (unser Dienen im Gottesdienst).
Sobre esto existen numerosas variantes; yo sólo citaré las cinco siguientes:
Según L. Fendt, Dios nos sirve (elementos objetivos) por la irrupción de su
reino y por la actividad de ese reino en Cristo y en el Espíritu Santo; nosotros

81 W. A, 49, 588.
servimos a Dios (elementos subjetivos) por la proclamación del evangelio en
sus diferentes formas, la recepción de los sacramentos y las diversas clases de
oraciones.
Según K. Barth, Dios nos sirve por su obra que instituye y exige el culto
(fundamento), el cual lleva a la Iglesia del bautismo a la cena (contenido) y que
debe respetar los elementos elegidos por Dios: pan, agua, vino, palabra
(forma); nosotros servirnos a Dios por la obediencia a esta voluntad de Dios
(fundamento), por la audición (contenido) y por la sinceridad y la humildad
(forma).
Según O. Haenderl, que, por otra parte, apenas subraya como actua
Dios también en los elementos subjetivos. Dios nos sirve por el símbolo, el
sacramento y la palabra, y nosotros le Servimos por la meditación, los
gestos, las oraciones y los cánticos.

Según W. Hahn, Dios nos sirve dirigiéndose a nosotros y Suscitando nuestra


respuesta, estando presente entre nosotros por medio de Cristo, obrando por el
Espíritu Santo, y haciendo a la Iglesia una comunidad de servicio mutuo;
nosotros servirnos a Dios por nuestra respuesta y colaboración, por la
predicación, sacramento y la liturgia, y por la alegría de saber que el culto es el
corazón de toda la vida parroquial.

Según P. Brunner, Dios nos sirve con la palabra y la cena; y nosotros a Dios
con la obediencia, la oración, la confesión y la tensión hacia el reino. Se ve así
la gran diferencia que existe en la explicación legítima de los caracteres
objetivos y subjetivos del culto.

Si la distinción de los elementos objetivos y subjetivos no plantea ningun


problema, otra clasificación, que se refiera al mismo tema, provoca cierto
malestar; es la distinción entre los elementos sacramentales y sacrificiales.
Esta distinción proviene del capítulo 24 de la Apología de la confesión de
Augsburgo, que ofrece las siguientes definiciones:

Sacramentum est ceremonia vel opus, in quo Deus no bis exhibet hoc, quod
offert annexa ceremonial promissio... Econtra sacrificium est ceremonia vel
opus. quod nos Deo reddimus, ut eum honore afficiamus. 82

Por poco que se respete con minuciosidad la explicación ulterior, según la cual
el sacrificium de que se trata aquí no es de ninguna manera un sacrificium
propitiatorium (excluido por la suficiencia y unicidad de la cruz), sino
c'jyapiaxr/.ov 83, no tengo nada que objetar a esta distinción. El Espíritu Santo
utiliza

el Sacramento para darnos a Cristo y su salvación y el sacrificio realiza el


camino contrario, es decir por el somos entregados a Cristo y redimidos para
82 Di e Bekkenntnisscbriften der evang. - lutberischen Kirche. Gottingcn 1930,
83 lbid.
La salvación. Por el sacramento, el Espíritu Santo establece el lazo de unión
entre Cristo y nosotros; por el sacrificio, entre nosotros y Cristo.
Y en los dos casos el Espíritu Santo está en la obra. Para usar un ejemplo, se
dirá que la anunciación es el momento sacramental y el fiat el sacrificial del
misterio de la encarnación. Con esta perspectiva se puede decir que los
momentos sacramentales del culto son dos principalmente: cuando la palabra
del evangelio regenera y lleva al bautismo, y cuando la misma palabra edifica y
lleva a la comunión eucarística. Nos encontramos, pues, con tres elementos
sacramentales típicos: la palabra del evangelio con su poder de regeneración y
de edificación, el bautismo y la santa cena y, en el culto dominical ordinario, la
proclamación de la palabra de Dios y la distribución de las especies
eucarísticas. Y se puede decir que el momento sacrificial del culto se encuentra
en la expresión que éste da a la fe, la esperanza y el amor: esto sucede en la
confesión de fe, la oración, la alabanza y la colecta para los pobres.

Si es preciso distinguir los elementos del culto en objetivos y sacramentales, y


subjetivos o sacrificiales, esta distinción tiene límites precisos que no se deben
franquear. En el culto nunca sucede que un elemento sea únicamente objetivo-
sacramental o subjetivo-sacrificial:

el servicio que Dios nos ofrece en el culto y el nuestro se penetran


mutuamente, y lo que Dios hace en favor nuestro, no lo hace sino en, con y
dentro del servicio que nosotros le hacemos (W. Hahn).

Por eso, las diversas articulaciones descritas anteriormente, por legítimas que
sean, son poco seguras. Pues, si es un hecho que un elemento o un acto
concreto del culto dependen más o menos del sacramento o del sacrificio,
nunca la distinción hecha puede llegar a constituir una separación. Pero,
¿cómo interpretar esta dualidad constante a pesar del acento diferente,
sacramental o sacrificial? Se puede recurrir a tres explicaciones:

K. Barth recurre a la cristología calcedoniana y explica esta dualidad constante


en la perspectiva de las dos naturalezas: lo objetivo y subjetivo, lo sacramental
y sacrificial, se encuentran en cada elemento del culto, a pesar de su acento
diverso, «sin confusión, mutación, división y separación», y ellos mismos
recuerdan el misterio de la zarza ardiente (Ex 3): lo sacramental es el fuego; lo
sacrificial, la leña. También se podría aducir el ejemplo de la anunciación en el
que la palabra eterna de Dios se hace carne en la virgen María.
W. Hahn teme la interpretación calcedoniana porque el culto no puede repetir la
unicidad absoluta y la unión perfecta Dios-hombre en Cristo. Por eso, recurre a
la doctrina eucarística de la consubstanciación: in. cun et sub los elementos de
nuestro servicio divino, el mismo Dios está actuando. Esto rechaza a la vez la
falsificación del carácter verdaderamente humano del culto, culto
transubstanciado, y la duda respecto de la realidad de la obra divina en y por el
culto.

Otra explicación es recurrir al tema nupcial. Creo que se describe así de forma
mejor la unión inseparable de sacramento y sacrificio, a pesar del distinto
acento existente en cada elemento y acto del culto. Este es un tema
fundamental en la teología litúrgica patrística y recuerda que en cada elemento
del culto se encuentran el Señor y la Iglesia para darse y acogerse
mutuamente.

Pero si la distinción entre los elementos sacramentales y sacrificiales no debe


llevar a una separación, sin embargo es útil, porque permite reformar el culto,
hacerlo cada vez más fiel y conducirlo a la fidelidad: también porque permite
actualizarlo, es decir expresar por medio de él que la Iglesia lo celebra
verdaderamente lúe et nunc. En efecto, si la Iglesia no tiene ninguna libertad en
lo que se refiere al aspecto sacramental del culto (pues no tiene el derecho de
modificar el evangelio con añadiduras o supresiones, ni de suprimir la cena o
inventar otros sacramentos, ni tampoco de elegir otros elementos
sacramentales distintos al agua, pan y vino), con todo, es libre, libre en la
obediencia al Espíritu Santo, en lo que se refiere al aspecto sacrificial. Por eso,
el culto puede ser más o menos fiel, es decir puede recibir el sacramento con
mayor o menor obediencia. Por lo mismo, puede variar según las diferentes
culturas y épocas; así será una epifanía de la Iglesia de tal país o de tal siglo.

El examen de las articulaciones posibles del culto, en resumen, permite


encontrar indicaciones fundamentales sobre la naturaleza del culto.

Este compromete al hombre en su totalidad, en su espíritu y en su cuerpo. Esto


nos lo ha enseñado la distinción formal entre palabra y sacramento.

Es el momento del encuentro entre el mundo venidero y el presente, el


momento en que aparece con más claridad la simultaneidad de los dos eones,
entre las dos venidas de Cristo. Esto nos lo ha enseñado la distinción temporal
entre los elementos de este mundo y los del venidero.

Es el momento del encuentro y de la unidad entre el Señor y su pueblo que se


dan y reciben mutuamente en la libertad y en la alegría de la comunión. Esto
nos lo ha enseñado la distinción teológica entre los elementos sacramentales y
sacrificiales.

Este último punto nos lleva directamente al objeto del próximo capítulo, en el
que vamos a hablar de los oficiantes del culto

7. LOS OFICIANTES DEL CULTO

Hemos recordado hace poco que el culto es el lugar y el momento de


encuentro entre el Señor y su pueblo. Los oficiantes del culto son, pues, Dios y
los fieles, según sus diferentes atribuciones litúrgicas. Este encuentro implica
también otros actores: los ángeles y el mundo que suspira por ser orientado de
nuevo para glorificar al Señor. Por tanto, estos cuatro integrantes litúrgicos son
los que tenemos que describir ahora.
1. Dios

Es tan obvio, que a menudo se olvida en la nomenclatura de los oficiantes. Su


orden es lo que hace que el culto no sea un anhelo. Su presencia le hace
distinto a una ilusión. Su acción le convierte en algo no vanidoso. Su gloria le
diferencia de la ceguera espiritual. Su amor hace que el culto sea distinto al
onanismo espiritual. Su libertad le constituye como distinto al chantaje
Espiritual. Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es, pues, a la vez el sujeto
y el objeto del culto cristiano; el que en el culto sirve y es servido por él; el que
ordena y recibe; quien habla y escucha; al que se implora y el que otorga.
Todo lo visto hasta aquí presupone de tal manera esta presencia de Dios, su
acción y su acogida, que solamente hay que afirmar esto: sin la presencia de
Dios, sin su acción y sin su acogida,

El culto cristiano llegaría a ser una farsa criminal, una mentira atroz un poder
de seducción al que habría que combatir por todos los medios. Pero la Iglesia
en la fe, y por intermitencias milagrosas en una convicción casi visual84, conoce
que su culto no es ni criminal ni embustero ni seductor, porque sabe que Dios
lo convoca al culto para entregársela y para asumirla a sí.

2. Los fieles

Los fieles, oficiantes del culto, son los bautizados. Nos convendrá tener en
cuenta también dos categorías de «oficiantes parciales», los catecúmenos y los
excomulgados.

Los bautizados

La gracia de poder celebrar el culto es para ellos juntamente un derecho y un


deber. Para ellos exclusivamente, porque el culto lo es un acontecimiento
escatológico en el que únicamente participan los que han sido trasplantados
por el bautismo a una situación escatológica. Si, según la doctrina unánime del
Nuevo Testamento, el bautismo no es necesario para oir la palabra de Dios, sí
lo es en cambio, prueba de que el culto no se agota en su parte homilética,
para comulgar el cuerpo y la sangre de Cristo: el Nuevo Testamento en
ninguna parte presupone que se pueda pertenecer a la Iglesia y, por tanto,
celebrar el culto sin creer en Jesucristo y sin haber sido bautizado en su
nombre.85

84La historia de la Iglesia nos enseña que el templo de Jerusalén (cf. Esd 6. I
s.; Hech 22, 17 s.) No es el único lugar de culto en el que se producen visiones.
85Una prueba entre cien es que toda la parénesis apostólica pide a los fieles
probar su salvación por un comportamiento bautismal.
Los textos más primitivos de la tradición posapostólica también lo atestiguan86
y es la práctica constante de toda Iglesia
1).

fiel: sólo el bautizado es apto para al culto y celebrante autorizado del mismo.
Esto no quiera decir absolutamente que el culto esté reservado a

una élite elegida entre gente de cultura refinada, susceptible de gustar el


encanto de las evocaciones primitivas..,, o a una sociedad de perfectos... que
han practicado una larga ascesis y han llevado una vida contemplativa.

La asamblea litúrgica, por el contrario, piénsese en las cartas de san Pablo,


«es una mezcla de lisiados, andrajosos y mendigos recogidos al azar de las
encrucijadas y "forzados a entrar"»; pero la asamblea litúrgica precisamente
por sus exigencias y, sobre todo, por la gracia operante que hay en ella

es capaz de hacer santo a todo el que llega y da transformar en cortejo real y


sacerdotal a esta inverosímil multitud de pordioseros. 87

Si los bautizados tienen el derecho de celebrar el culto, este derecho debe ser
respetado. Lo será en la medida en que se cumplan las normas siguientes:

La primera condición es que cada domingo la Iglesia celebre un culto que


implique todos los elementos enumerados en el capítulo precedente. Es un
desprecio a la gracia de Dios y una injuria a la dignidad litúrgica de los fieles el
invitarlos a un culto mutilado. La Iglesia, en efecto, no tiene el derecho de
sabotear los dones de Dios, escamoteándolos, ni de desvalorizar el bautismo
de sus miembros arrojándoles a una situación catecumenal. Todo esto lo hace
cuando no los invita a todos a comulgar en el banquete eucarístico y lo hacen
exclusivamente los ministros, y cuando no pone de ninguna manera la mesa
para nadie, cuando escamotea la proclamación profética do la palabra de Dios.
He insistido suficientemente sobre este punto en el capítulo anterior, por lo que
no hago nada más que recordarlo.

Para respetar los derechos litúrgicos de los fieles es necesarios, en segundo


lugar, que todos los bautizados, a excepción de los excomulgados, de los que
trataremos más adelante, puedan ser los oficiantes del culto completo. Esto
significa que nuestra práctica occidental que aparta de la comunión a una parte

86 «Que nadie coma ni beba de nuestra eucaristía sino los bautizados en el


nombre del Señor. Porque a este propósito el Señor dijo: no deis las cosas
santas a los perros» (Vidachc, 9, 3). «Sólo está permitido participar en la
eucaristía a los que creen que nuestra enseñanza es verdadera y que han sido
lavados por el baño que conduce al nuevo nacimiento por el perdón de los
pecados y que, así, viven según la tradición de Cristo» (JUSTINO, Apología 66,
87 G. A. MARTIMORT: LMD 20 (1950) 157.
de los bautizados, no porque sean pecadores, sino porque son niños, es una
práctica equivocada. No tenemos en la Escritura el menor indicio que permita
asemejar un niño a un pecador; por el contrario, sí tenemos un testimonio
explícito de que el pan de vida es también para los niños, ya que en la primera
multiplicación de los panes había «aproximadamente cinco mil hombres, sin
contar las mujeres y los niños» (Mt 14, 21).

Por esta razón, toda la Iglesia primitiva, práctica que mantienen las Iglesias
orientales, admitía a la comunión también a los niños. Esta práctica se ha
perdido en occidente, sobre todo a partir de la definición del dogma de la
transubstanciación (no era necesario arriesgar que los niños que babeaban los
elementos encáusticos, fuesen tachados de blasfemos que rechazan a Cristo),
y la Reforma; al rechazar completamente la doctrina que ha comprometido la
comunión de los párvulos, ha mantenido, sin embargo, su excomunión, lo que
es un signo evidente de malestar a propósito del bautismo generalizado de los
infantes y, también, la prueba de que se había alterado la tradición teológica
del bautismo, identificando éste con la palabra. A ésta se la entendía, sobre
todo, no tanto como demostración de la gracia recibida, sino como signo de la
gracia preveniente. No me parece en absoluto legítimo salvaguardar la práctica
generalizada del bautismo infantil impidiendo a todos los bautizados, hasta que
tengan cierta edad, el acceso a la mesa del Señor, que es su derecho más
estricto.

Y si se corre el riesgo de autorizar el bautismo de los hijos de los cristianos,


cosa que me parece totalmente legítima, es necesario correrlo también,
permitiéndoles vivir del alimento de los bautizados; de otra manera, su
bautismo está falsificado. Es inútil, pues, recurrir aquí a la práctica de ciertas
iglesias de América, que acogen a los niños sólo para una parte del culto
público, para después celebrar con ellos un culto que les está destinado en
especial. Es también teológicamente falso hacer depender la admisión a la
cena de una confirmación de bautismo, que se encuentra entonces devaluado.
Es necesario dar la cena a los niños y es necesario exigirlo tanto más cuanto
que ellos no tienen la posibilidad de reivindicar por sí mismos este derecho tan
suyo. Desechar a los niños por ser niños es hacer de la asamblea litúrgica un
club de burguesía decente, un cuerpo de guardia o una escuela para
intelectuales. Es, por otra parte, introducir en la comunidad cristiana una
distinción de clases.

Ahora bien, si la subdivisión categorial de la comunidad eclesial se rige por el


catecismo o la cura de almas, ella falsea la Iglesia cuando se la aplica a la
liturgia, que debe reunir a todos los bautizados. El dar acceso a la eucaristía
también a los niños, haría superfluos los cultos de la infancia y de la juventud; y
antes que éstos continúen abasteciendo la noción racionalista de culto (es un
medio pedagógico para hacer adulto al hombre; él concierne, pues, a los niños
y a los adultos infantilizados) reuniendo principalmente niños cuyos padres no
responden a la convocación litúrgica, no se tendría en el culto más que niños
acompañados de sus padres. Si se quiere mantener la exclusión de los niños
de la vida eucarística, es necesario también excluirlos del bautismo.
Para respetar los derechos litúrgicos de los bautizados, hay que permitirles
también celebrar el culto en su plenitud antropológica.

Todo culto es celebrado por hombres vivos. Y no pueden celebrarlo sino como
seres plenamente humanos, con todo lo que hay en ellos; y esto tanto más
cuanto que al culto encuentra una de sus características en su poder
penetrativo en el hombre entero (O. Haendler).

Jesucristo no ha curado solamente sordos, sino también mudos, ciegos y


lisiados. Por tanto, es necesario que los bautizados puedan participar en el
culto con sus oídos, voz, miradas, gestos, ya que por el bautismo es como
llegan a ser verdadera y plenamente humanos. Esto no significa sólo que la
lengua del culto sea la entendida por los oficiantes, sino también que sus
miradas y sus actitudes 88 sean atraídas por el culto y encuentren en él su
expresión.

Según toda la antropología bíblica, la polarización sexual de los seres humanos


forma también parte, y de un modo esencial, de su plenitud antropológica: son,
pues, hombres y mujeres quienes celebran el culto, no seres asexuados89. No
voy a afirmar que el respeto de esta diferenciación sexual en y por el culto
sobreentiende que los elegidos resucitarán en cuanto hombres y mujeres: en el
reino, al haber alcanzado cada uno su término, no podrán lograrle mediante
decisiones tales como las del matrimonio (cf Mt 22, 30 y par.); pero el bautismo,
esta resurrección sacramental, tampoco es una castración, puesto que el
cuerpo de los fieles con su sexo es el templo del Espíritu (1 Cor 6, 12-20). Por
lo demás, el resucitado, esposo de la Iglesia, gobierna su pueblo en cuanto
hombre varón (dvV]p) (2 Cor 11, 2) 90. No podemos aquí entrar en detalles;
contentémonos con algunas breves observaciones generales.

Esta diferenciación sexual aparece en el plano litúrgico, sobre todo, en el hecho


de que ciertas funciones litúrgicas le son tributarias, ya que algunas del culto
público están reservadas a los hombres. Jamás se encuentra en el Nuevo
Testamento a una mujer proclamando la palabra de Dios con la solemnidad
que da una misión del Señor; jamás se les ve bautizar; jamás, tampoco, se
supone que ellas presidiesen un banquete eucarístico. Los ministerios litúrgicos

88¿Hay que añadir su olfato? Es el olfato de Dios, me atrevo a decirlo, el que


este dilectamente interesado en el culto (cf. Fil 4, 18; Ap 8, 3-5; Le 7, 37; Jn 12,
3); el de los fieles lo cstd indirectamente.
89Me contento con algunas observaciones muy breves sobre este punto, dán-
dome perfecta cuenta de que para justificarlas, haría falta una investigación
exegetica e histórica, para lo que no tenemos tiempo ahora.
90 La única «consolación» que se puede sacar del tan enojoso dogma de la
asunción de la virgen María es su afirmación implícita de que María fue llevada
ti cielo en cuanto mujer.
de administración de los medios de la gracia no les están destinados y, de
ninguna manera, por razón de un prejuicio relacionado con aquel tiempo, sino a
causa de la doctrina de la creación que san Pablo recuerda a los corintios:

la cabeza de todo varón es Cristo; y la cabeza de la mujer, el varón; y la


cabeza de Cristo, Dios (1 Cor 11, 3). Se da un orden querido por Dios, según el
cual, el hombre es el lazo de unión entre el Señor y la mujer. Por tanto, los
hombres son los que deben ser consagrados y ordenados en este ministerio.
No es su virilidad lo que les habilita para el ejercicio de estas funciones, sino su
consagración. Pero su virilidad es condición para ser consagrados.

El pensamiento bíblico es profundamente refractario a la idea pagana y


romántica que se encuentra también en el sentimentalismo que preside en el
detestable «domingo de las madres», según el cual la mujer es la mediadora
de la gracia. Lo dicho no significa absolutamente una inhabilitación litúrgica de
la mujer, sino que su feminidad le impide representar en el culto al Señor y
obrar públicamente y con autoridad en su nombre.

El culto, en efecto, no transtorna ni hace desaparecer el orden de la creación,


sino que lo confirma y lo restaura: convendría, con Marción, oponer el salvador
al creador para negarlo, y no es una casualidad que en la secta marcionita es
donde las mujeres han recibido por primera vez la autorización de administrar
los medios de la gracia. Esta diferenciación sexual que habilita a los hombres
en algunos puntos para funciones litúrgicas que le son específicas, se ha
manifestado muy pronto y aun quizás desde el origen, por el hecho de estar
separados los sexos en la asamblea litúrgica: los hombres se ponían en un
lado, las mujeres en otro: como, por lo demás, existía el lugar de los ministros,
el de los catecúmenos, el de los penitentes, etc.

Sin duda se trataba más bien de una medida de orden, destinado a mantener el
decoro y a mostrar que la asamblea litúrgica no es una masa, sino una
compañía orgánica y estructurada, que de una medida directamente litúrgica.
Por esta razón, apenas se ha sacado provecho litúrgicamente de esta
separación de sexos. Según mis conocimientos, sólo Zwinglio ha intentado en
su liturgia eucarística justificar por ella esta medida de orden, al prever la
mayoría de las antífonas para die man (los hombres) y die wyber (las mujeres).
Pero si el decoro contemporáneo —sobre este punto se trata de prejuicios de
una época— autoriza una asamblea en la que los hombres y las mujeres no se
separan ya, esta indiferenciacion no autoriza una repulsa a mantener la regla
bíblica y tradicional que quiere que el culto, precisamente porque permite al ser
humano expresarse plenamente, reserve a sólo los hombres ciertas funciones
litúrgicas o, más bien, ciertos ministerios necesarios en la celebración del culto.

El día en que se redescubra que este don revelado respeta a la mujer en lugar
de desvalorizarla, se habrá dado un gran paso para sacar a la Iglesia de su
agitación feminista. Pero para llegar a este redescubrimiento, es necesario
conceder al laicado, compuesto de hombres y mujeres, todas sus funciones
litúrgicas y, además, desintoxicarse de la idea moderna, según la cual las dife-
rencias de vocación encierran juicios de valor sobre aquellos que están
diferenciados de este modo.

Respetar el derecho de los bautizados a participar efectivamente en la


celebración litúrgica, es también reconocer que existen diferentes ministerios
litúrgicos que deben poder expresarse sin que nazca el desorden y sin que
unos absorban a los otros.

La comunidad reunida en asamblea es un todo ordenado, en y por la variedad


de dones y de servicios que en ella intervienen. Esta diversidad y esta
ordenación deben aparecer en el culto: todos no deben hacer todo y uno solo
tampoco debe hacer todo (P. Brunner).

Además, la comunidad será tanto más viva litúrgicamente, cuanto esta


diversificación, esta repartición de oficios litúrgicos, sean respetadas.

A propósito de esto advirtamos, sin detenernos en ello, que el caso de la Iglesia


de Corinto, con su ebullición carismática que amenazaba destruir totalmente el
orden litúrgico, no es un caso ejemplar y, sobre todo, no es normativo de la
situación litúrgica ordinaria de la Iglesia apostólica. Es un caso limite que
provocaba en san Pablo las inquietudes que ya conocemos. No es, de ninguna
manera, un caso óptimo que una comunidad cristiana local debiese buscar
como la expresión más válida de su celebración litúrgica. Y, por esto, con todos
los respetos que sea necesario tener con la licitud marginal de tal exuberancia
litúrgica, me parece que en los tratados de liturgia neotestamentaria se da a
esta situación un alcance mucho más normativo. Haciendo esto, se favorecen
en las comunidades que no tienen esta efervescencia, complejos de
culpabilidad y una conciencia inquieta, cuando por el contrario, deberían
gozarse de ello. No para contentarse con un culto en el que el oficiante
monopoliza toda la acción, sino acordándose, según la bella expresión de "W.
Hahn, que «en los carismas, lo esencial no es su carácter entusiasta, sino su
carácter escatológico». Luego este carácter escatológico no está devaluado si
está ordenado y apaciguado.

Este reparto de los oficios tiene un bello título en la carta de Clemente Romano
a la Iglesia de Corinto. Se habla en ella de las liturgias propias de cada
oficiante. El autor, después de haber sugerido una transposición cristiana de
las diversas funciones litúrgicas de la antigua alianza, la del soberano
sacrificador, del sacrificador, de los levitas y de los seglares (ó Xflíxoc,
ávfipuwroc), añade esto:

Que cada uno de vosotros, hermanos, permanezca en su rango (h> xü> ÍOKU
xcqyura) para presentar la eucaristía a Dios, estando de buena conciencia, con
gravedad, sin transgredir la regla establecida para su liturgia (xov
úipic(Uvov rr,- Ls'.xoupfiaq aÜTOü xavóvet) (I Cíem. 41, 1).

Aunque este término parece haber desaparecido más tarde, la cosa ha


persistido y se tiene un testimonio curioso de ella en el hecho de que en todo
occidente, al menos, ha sido necesario esperar al siglo x para que se reúnan
en un solo volumen los diferentes «libretos litúrgicos»: el epistolario, el
evangeliario, el capitulario que indicaba el orden de las lecturas que debían
tenerse, el cantoral, el antifonario y el ordo en el que se encontraban las
rúbricas.

Estas diversas liturgias que en conjunto forman la liturgia, pueden distribuirse.


En la historia se han conocido distribuciones muy diversas. No podemos entrar
en estos detalles históricos. En el conjunto, sin embargo, se advierten tres
«liturgias» principales:

La del jefe de la comunidad, la del pueblo reunido y, entre ambas, de algún


modo como su unión, la del diácono. Examinemos lo dicho un poco más de
cerca.

En primer lugar, la liturgia del jefe de la comunidad. ¿Cómo designarla?


¿7:poíaTá|i.£voc;, «el que está de pie delante» (Rom 12, 8; 1 Tes 5, 12) 91, o
s~íax.o~oc;, es decir aquel en quien el Señor visita su pueblo?92. El término
pastor, que es, además, un término mucho más episcopal que presbiteral,
quizás sea el que mejor le convenga. Su función litúrgica, su «liturgia», me
parece que es triple: primeramente, él es el representante delegado del Señor
y, por esto, el sucesor de los apóstoles. Lo que hace, lo realiza en nombre de
su maestro y con la autoridad de él. Su presencia en la celebración es uno de
los signos de la presencia real de Cristo entre los suyos. Debido a esto,
segundo aspecto de su «liturgia», legitima el carácter cristiano del culto que se
celebra. No ciertamente de un modo absoluto, porque el Señor es libre, pero,
no obstante, con una relatividad bastante convincente para permitir a los fieles
tener confianza y saber que su asamblea no está sin eficacia.

Esta legitimación del culto por la presencia del pastor, que ha sido subrayada,
como sabemos, con gran vigor por Ignacio de Antioquía, se encuentra también
explícita o implícitamente en los escritos simbólicos reformados que reservan al
ministro legitime vocatus la administración de los medios de la gracia: la
proclamación del evangelio y la celebración de los sacramentos, y que
recuerdan, por no citar más que un texto, que

cuando hoy la palabra de Dios es anunciada en la Iglesia por predicadores


legítimamente nombrados, creemos que es la verdadera palabra de Dios la que
ellos anuncian y la que los fieles reciben.

Un elemento esencial de la liturgia del pastor es. Pues, de orden jurídico:


porque él está allí, como representante del Señor

91 El Nuevo Testamento desconoce el presidente, el que está sentado delante.


92 Creo, en efecto, que el término t~iGxo::oe, deriva menos del verbo
=«:3zoJr=ív vigilar, que de l.~:oxoTzr¡, la «visitación» (del Señor).
Y sucesor de los apóstoles, la convocación del pueblo es regulada y éste
puede tener confianza de ser el verdadero pueblo de Dios viviente, de la
verdadera gracia de Dios. Debido a esto, como no cesan de recordarlo las
confesiones de fe de la Reforma y en plena conformidad con toda la tradición
cristiana y con la Escritura, el ministerio es esencial a la Iglesia para que ella
sea la Iglesia. Finalmente, el tercer aspecto de la liturgia del pastor consiste en
su deber de dirigir la celebración del culto: no ciertamente para que él haga
todo, sino para asegurar que todo se realiza como es debido y con orden y
fruto.

Tampoco debe, movido por una falsa humildad, ocultarse entre los seglares. Si
él mismo es ciertamente miembro del pueblo de Dios, lo es en cuanto pastor,
representante del pastor soberano (1 Pe 5, 4). Su liturgia propia consiste
esencialmente en fijar el lugar y el momento de la celebración litúrgica, en
convocar la asamblea y saludarla en nombre del Señor, en anunciarle la
palabra de Dios, si no en su proclamación anagnóstica. Al menos, en lo que
hemos llamado su proclamación clerical y en su proclamación profética, en
instituir la santa cena y en regular la comunión 93, en consagrar lo obtenido en
la colecta y en enviar de nuevo la asamblea al mundo con la bendición del
Señor. Normalmente, él es también el portavoz de la asamblea ante Dios y, por
tanto, el que pronuncia, al menos, algunas de las oraciones.

En segundo lugar está la liturgia del pueblo, el cual no debe renunciar a la


reivindicación de su liturgia por pereza, por falsa humildad o por rehuir el
compromiso. Esta reivindicación es indispensable al culto y no podría,
volveremos sobre el tema, ser confiada a liturgos vicarios, por ejemplo al
pastor, a un coro. La tradición litúrgica, que respeta como es debido la liturgia
del pastor, ha respetado mucho menos la del pueblo; de aquí la detestable
clericalización del culto. Es necesario, por tanto, caer en la cuenta de que esta
clericalización no es debida, sobre todo, y quizás ni primeramente, a una
voracidad litúrgica de los pastores

sino más bien a un decaimiento del compromiso litúrgico del laicado. Este se
da cuenta, en efecto, de que la celebración del culto compromete totalmente y,
a menudo, este compromiso le ha hecho retroceder y dimitir. Ahora bien, esta
dimisión altera el culto: hace de él un espectáculo o una lección, cuando es una
acción, un juego en el que todos los presentes intervienen. La división normal
de la liturgia de los fieles consta de los elementos tipo siguientes, que pueden
ser más o menos ampliados: la audición respetuosa de la palabra de Dios, la
comunión eucarística, la participación en las oraciones por el amén, la
recitación de la confesión de la fe, la ofrenda de la colecta, el canto y la
participación de lo que hemos llamado los testimonios litúrgicos de la vida
comunitaria: antífonas, sursum corda, salutación, confíteor. El clero, además,

93Es el responsable de la «dignidad de los comulgantes» y, por tanto, de la


disciplina eclesiástica.
también participa en esta «liturgia» en la que lodo el pueblo de Dios aparece
como pueblo sacerdotal.

En tercer lugar, la liturgia de los diáconos o de las diaconisas. Si la liturgia del


pastor o la de los seglares son indispensables al culto, la liturgia diaconal no es
sino muy deseable. La gran variedad histórica de la misa prueba, por otra
parte, que ella está menos precisada que las otras dos. En resumen, se puede
afirmar que la liturgia del diácono abarca los dos campos siguientes: el cuidado
del orden, la «policía del templo» v la asistencia al pastor-liturgo. Si se insiste
más en el primer campo, la liturgia del diácono le pondrá más bien del lado del
pueblo, que es la tendencia oriental y galicana; si se insiste más en el segundo,
su liturgia le pondrá más bien del lado del pastor, que es la tendencia romana.

Según la primera tendencia, el diácono es responsable de la acogida hecha a


los fieles que se congregan y de su colocación en el lugar del culto. Es también
él quien interviene en caso de desorden, quien asegura que los comulgantes
tienen el derecho de comulgar, el que indica a la asamblea lo que debe hacer,
arrodillarse, rezar, levantarse, cantar, etc. Es también él. finalmente, quien
debe aconsejar a los fieles los temas de intercesión. Origen de la oración
litánica, para su oración personal. Según la segunda tendencia, repitamos una
vez más que en la tradición la una no es exclusiva de la otra, el diácono
participa en la proclamación de la palabra de Dios, en particular con ciertas
lecturas bíblicas (sobre este punto, la tradición litúrgica conoce autorizaciones,
retiradas de autorizaciones y restauraciones de las mismas) y por la
distribución de las especies eucarísticas consagradas por el pastor. Son ellos
mismos, además, los que han podido recoger los dones, en metálico o en
especie, de los fieles. Esta liturgia puede confiarse también a las mujeres.

Si se busca aplicar esta liturgia diaconal a la situación litúrgica de nuestra


Iglesia, se advertirá que corresponde bastante a la que entre nosotros está
ligada al ministerio de los ancianos. Deberá comprender los siguientes
elementos: acogida y colocación de los fieles, participación en la lectura
bíblica94 colecta de la ofrenda, distribución de las especies eucarísticas. 95

¿Hay que añadir aún a estas tres «liturgias» la del pastor, la del pueblo y la del
diácono, una «liturgia» presbiteral? Los informes de la tradición sobre este
punto son pobres en el período que precede a la episcopalización del
presbiterado, generalizada a partir del siglo IV. Desde esta época, la «liturgia
94Sería deseable que haya siempre, al menos, dos diáconos que lean dos de
los tres textos a proclamar, a saber, los que no proveen el texto de la
predicación; este último (ya sea el Antiguo Testamento, una epístola, o el
evangelio) lo leerá el pastor.
95Se podría añadir a ellos las invitaciones a la oración, las indicaciones
concernientes a las actitudes, la designación de los cantos que se van a
cantar..., si tales intervenciones diaconales ordenasen el culto, y no viceversa.
presbiteral» ha consistido cada vez más en asumir la «liturgia pastoral» en otro
tiempo reservada al obispo. En el período preniceno, como se sabe, es, sobre
todo, el colegio presbiteral, al que asiste el obispo mucho más como
administrador eclesial que como liturgo, quien rodea al obispo en el lugar del
culto. Tiene, pues, más lugar litúrgico que una función litúrgica. Y si en algunas
ocasiones interviene en la liturgia es para extender, él también, las manos
sobre las especies eucarísticas en el momento de su consagración.

Esta costumbre, que se remonta al siglo segundo, proviene sin duda de las
circunstancias en las que excepcionalmente un presbítero podía ser locum
tenens del obispo en su ausencia, gozando entonces de lo que hoy
llamaríamos una «delegación pastoral»,

Que lo permitía presidir un culto cristiano. Esto es, poco más o menos, todo lo
que se sabe de «la liturgia presbiteral», antes de Identificarse casi enteramente
con la «liturgia pastoral» o episcopal. Según nuestra estructura eclesial, cuya
fundación no examinamos aquí, el colegio de los ancianos no debería tener
otra « (liturgia» que la liturgia diaconal tradicional.

El respeto de las diferentes «liturgias», respeto exigido por los derechos


litúrgicos de los bautizados, tendrá, pues, por consecuencia desclericalizar el
culto; y esto es de tal importancia, que es necesario hacer de ello una
reivindicación esencial para mía renovación litúrgica, puesto que ella permitiría
en gran parle salir de los falsos problemas levantados por la existencia de un
clero al lado de un laicado. En efecto, ella permitiría, por una parte, no
plantearse el carácter específico del clero (que el de institución divina: el Señor
ha querido en su Iglesia una 5wtxoví«t distribuida en diferentes partes, xXijoot,
Hech 1, 17) y, por otra parte, no desvalorizar el laicado en favor del clero 96" y
mostrar que seglar no equivale a profano. Y si el desarrollo de la historia ha
podido provocar una especie de concentración sacerdotal únicamente en el
clero, ésta es paralela a la cristianización de occidente y ha favorecido la idea
que las relaciones seglares-clérigos coinciden con las relaciones mundo-
Iglesia. 97

Pero ahora nos encontramos en una situación en la que el carácter sacerdotal


del pueblo de Dios puede refluir del clero sobre el conjunto de la Iglesia y, por
tanto, sobre el laicado, puesto que es posible una diferencia entre Iglesia y
mundo. Por esto, es el gran momento de dar su liturgia a los pastores, a los
96 En tiempos de la Reforma, se tiene una prueba flagrante de esta
desvalorización del laicado en la liturgia de Estrasburgo, por ejemplo, donde se
rechaza sistemáticamente la respuesta del pueblo a la salutación litúrgica o al
sursum corda.
97De donde, una separación cada vez más grande entre coro y nave (cuando
no debe haber sino una distinción) y, también, las oraciones secretas del clero
o, en oriente, la imposibilidad para el pueblo de ver cómo se preparan las
especies eucarísticas.
fieles y a los diáconos: el clero no tiene necesidad sino de conservar y
preservar a todas, y no de monopolizarlas.

Es la razón por la que conviene mostrarse desconfiados respecto a lo que


podía denominarse los «vicarios» de la liturgia

del pueblo; vicariato que no sería entonces asumido por el clero, sino por el
coro. Esta costumbre se extendió a partir del siglo quinto, tanto porque las
distribuciones de la liturgia de los fieles se complicaban, como porque los fieles
dudaban cada vez más comprometerse en la vida litúrgica. En principio, hay
que darle la razón a H. Asmussen cuando escribe: «es inadmisible un coro
como sucedáneo de la asamblea»; no sólo porque puede trastornar el
desarrollo litúrgico ni porque impide a la comunidad confesar su mediocridad
coral (que ella se atreva a confesar esta mediocridad e intente superarla, no
callándose y delegando en unos buenos cantores, sino aprendiendo a cantar
mejor), sino, sobre todo, por favorecer una dimisión litúrgica de la asamblea. Si
se quiere mantener un coro, es necesario darle una tarea precisa: no la de
reemplazar a los fieles en su liturgia propia, sino la de educarles para que
cumplan su liturgia ellos mismos. Que se convierta, entonces, en agente
principal de la vida litúrgica y de la celebración sagrada; que sirva para entrenar
la asamblea en la liturgia. Si sirve para hacer callar a la asamblea, quizá sea
muy bonito, pero es falso. Lo mismo hay que decir de los solistas que cantasen
el credo o la oración dominical en lugar de la asamblea.

Para que sean respetados, en el orden enumerado, los derechos de los


bautizados a la celebración litúrgica, hay que tener presente su educación
litúrgica. Llegaremos a ello, con proposiciones precisas, al final de este libro.
Ahora, basta subrayar esta necesidad: formación litúrgica por la información de
la doctrina y la historia del culto, por directivas de pastoral litúrgica, por
sesiones de trabajo litúrgico destinadas a los pastores, a los «diáconos», a los
coros, y por «laboratorios litúrgicos» capaces de realizar experiencias sin
comprometer de golpe toda una vida parroquial; en definitiva y, sobre todo, por
ejercicios parroquiales. Ha llegado el momento de no relegar para después una
renovación litúrgica que, ciertamente, no provocará por sí sola la renovación de
la Iglesia; pero que acoge y formula esta renovación y la inscribe así en la
historia de la Iglesia y no solamente en la de la teología.

Hemos hablado del derecho de todos los bautizados a celebrar el culto


cristiano y según su orden. Pero no es sólo su derecho, es también su deber; y
si se desea que este derecho sea respetado, es necesario que también lo sea
el deber. De este problema hemos hablado ya en el capítulo 5, al tratar de la
obediencia a la convocación y a la celebración litúrgica. Por eso. solo es
posible hacer ahora una alusión y contentarse con subrayar que este deber
será tanto mejor comprendido cuanto el derecho a la celebración, y a una
celebración plena, sea mejor respetado. No se podría exigir demasiado a un
pueblo cristiano que descuida sus deberes religiosos, si los responsables de la
iglesia no comienzan por dar pruebas de que no mutilan el culto ni sustituyen al
pueblo fiel en sus derechos: derecho a la palabra, a la comunión eucarística y
al compromiso comunitario en una celebración exultante de alegría pascual.

Entre los bautizados, oficiantes del culto de la Iglesia, no hay que contar
únicamente a los elegidos reunidos en tal o cual lugar, sino también con ellos, a
los elegidos en todas partes y de siempre, porque el culto, siendo un
acontecimiento escatológico. Si ciertamente debe respetar las cesuras que
llevan en la vida de este mundo las distancias y los tiempos, no debe, sin
embargo, dejarse limitar por ellas. Recapitulación de la historia de la salvación,
se goza hic et nunc de la presencia de toda la historia de la salvación y se
participa de ella. Ahora bien, esta historia no está interrumpida ni por el espacio
ni por el tiempo. Está totalmente instaurada (ávaxEtpaXauíisasGai) (Ef 1, 10)
en Cristo, el señor soberano, presente en el culto de la Iglesia.

Porque Cristo está presente, también lo están, en el y con él, todos los que él
ha salvado. El culto es. Pues, por excelencia, el momento de la verdadera
comunidad: todos los que están ocultos con Cristo en Dios están en el culto,
cuando Cristo lo está, y no carece de una profunda razón teológica el que, en
las antiguas basílicas, pienso por ejemplo en la de san Apolinar el nuevo, en
Ravena. Se recubriesen los muros de la nave con frescos o mosaicos
representando a los santos. Nunca se tiene a Cristo sin sus miembros; cuando
él está allí, también están con él todos los rescatados por él. El culto cristiano
es el mentís más total a la soledad y a la derelicción humanas.

Los elegidos de todas partes, en primer lugar: los de la familia parroquial


retenidos por una enfermedad o un viaje y, también, los que en ese mismo día
dominical están congregados en otros lugares para celebrar el mismo culto,
ausentes de cuerpo, pero presentes en el espíritu. Nosotros y su espíritu
estamos reunidos juntamente en virtud del poder que posee Jesús nuestro
Señor (1 Cor 5, 3). Las liturgias no cesan de repetirlo en todas las confesiones
y si aquí sólo cito algunas oraciones que figuran en las liturgias reformadas, es
por indicar bien que el problema planteado de distancia y de separaciones
espaciales por el culto no es propio de las confesiones de tipo católico: «Te
alabamos particularmente con lodos los cristianos que se han reunido hoy»,
dice la liturgia de Ostervald de 1713; «Bendice, Señor, el culto que venimos a
rendirte con toda tu Iglesia reunida en este santo día», dice la liturgia de
Neuchátel de 1904; y. Según la liturgia jurasiana de 1955, se entona el sanctus
«con los ángeles y todas las potestades de los cielos, con los espíritus de los
justos que han llegado a la perfección y con toda la Iglesia que combate en la
tierra...».

Pero también, los elegidos de siempre: al celebrar el culto tal comunidad


localizada en el tiempo y en el espacio aborda con todas las otras asambleas
litúrgicas terrestres

el monte Sión y la ciudad del Dios viviente, la Jerusalén celeste, a miríadas de


ángeles, a la festiva asamblea y a la Iglesia de los primogénitos inscritos en el
censo de los cielos, y al Juez, Dios de todos, y a los espíritus de los justos
llegados a la consumación, y al mediador de la nueva alianza, Jesús (Heb 12,
22 s.).

La Iglesia participa ya en el culto que congregará eternamente a todo el pueblo


de Dios, desde el justo Abel hasta el último bautizado. La Iglesia lo sabe y lo
confiesa con razón en el momento que introduce la liturgia eucarística y en el
que se acuerda delante de Dios «de aquellos de nosotros que duermen en su
paz y en la fe en sus promesas de resurrección para la vida eterna», como
también «de sus testigos de todos los tiempos, que le han glorificado en la
tierra por su fe y por sus obras.

Patriarcas, profetas, apóstoles y mártires»98 . La Iglesia se goza de ello también


en el momento del prefacio eucarístico que convoca a los fieles para participar
en el trishagion que entonan en el cielo los ángeles, las potestades celestes y
los espíritus de los justos llegados a la perfección.

como Iglesia, necesariamente localizada y datada en el espacio y el tiempo, es


epifanía de la santa Iglesia católica y apostólica; asi su culto, también
localizado y datado, es ya participación en el culto del reino que reunirá a los
elegidos de todas partes y de siempre para vivir perpetuamente de la gracia de
Dios, Padre. Hijo y Espíritu Santo, y para glorificarle. Si el culto verdadero es
santo, porque reúne a los bautizados en la presencia del Salvador es, también,
católico porque reúne delante del Señor el número completo de los elegidos.
No se trata de esta oración por los muertos, que la Reforma ha rechazado a
causa de la mercantilización detestable de la soteriología, favorecida por la
edad inedia occidental: se trata de la oración con los vivos de todas partes y de
siempre. El culto, por existir otros elegidos, oficiantes de él. Además de los que
están reunidos hic et nunc, impide la ruptura de la unidad cristiana: mantiene la
asamblea y la continuidad del pueblo de los rescatados.

Junto a estos oficiantes del centro, los bautizados, el culto admite también
oficiantes que podrían llamarse oficiantes marginales. Realidad que hemos
olvidado notablemente en la cristiandad, porque, al estar formada toda la
población por bautizados de hecho, si no de derecho, el carácter exclusivo de
los cultos de la Iglesia se ha reemplazado por su carácter público y porque éste
ha contribuido a hacer de los cultos cristianos, hablo muy esquemáticamente,
espectáculos (tendencia católica) o lecciones (tendencia protestante), en lugar
de permitirles ser un reencuentro que compromete plenamente al Señor y a su
Iglesia, en una acción de autoconsagración recíproca. De este modo, si hay
entre nosotros oficiantes marginales, no son los mismos que en la Iglesia
primitiva: son bautizados entibiados por los cuidados y

98Liturgie de l'Église reformee de langue francaise du Cantón de Berne, 116


(en segunda persona del singular).
las codicias de este mundo. Ellos no nos interesan directamente ahora, porque
esto pertenece a la pedagogía y a la cura de almas litúrgicas, antes que al
derecho litúrgico.

Sobre este terreno, los oficiantes marginales son los no autorizados a participar
en la celebración total del culto; los que, en un momento determinado, son
excluidos de la celebración, lo cual implica que ésta no es enteramente pública.

La predicación del evangelio es en su intención misma un acto público, ya que


el secreto mesiánico duró hasta pascua y, desde este momento, lo que Jesús
ha enseñado al oído debe ser proclamado sobre los tejados (Mt 10, 27; cf. 28,
19, etc.). Si el carácter público de la predicación del evangelio puede ser
puesto en duda, no lo será sino por el mundo que desea hacer callar la
predicación (cf. Hech 4, 17 s.; 5, 17-32, etc.), pero no por la Iglesia. Debido a
esto, el culto de la Iglesia ha comprendido en todo tiempo una parte pública, la
que se emparentaba con las proclamaciones de evangelización no-cultural y
que se ha denominado más tarde la misa de los catecúmenos.

Pero el culto no se agota en esta parte kerygmatica lo mismo que el ministerio


de Jesús no se agota en su ministerio galileo. A partir de un determinado
momento, el culto está reservado sólo a los bautizados: es su momento
jerosolimitano. Entonces se realiza estando cerradas todas las puertas99 y se
somete a la disciplina del arcano. Podemos preguntarnos si ésta no ha sido
decidida por el mismo Jesús, ya que no tenía la rigidez que se encuentra en los
cultos mistéricos. J. Jeremías ha mostrado que se remonta sin duda a la época
apostólica 100 y conduce a la enseñanza escatológica, al misterio cristológico,
razón del fin abrupto del evangelio de Marcos 16, 8, y a la eucaristía, razón de
la ausencia de la narración de la institución en el cuarto evangelio, elección del
término secreto de «fracción del pan» por el libro de los Hechos.

14. EL CULTO

Recordemos que Jesús no quería que se diesen las cosas santas a los perros
ni las perlas a los puercos (Mt 7, ó) 101 y para quien estaba claro que si la
gracia se ofrece a todos, no se da más que a quienes piden con fe y
arrepentimiento: la salvación no es jamás incondicional.

99Pertenecía a los diáconos, en la Iglesia primitiva, el asegurar la exclusión de


los no-bautizados y el cerrar las puertas. Estas puertas cerradas se las
encuentra ya en el Nuevo Testamento, si no en Jn 20, 19, al menos, en Hech
12, 12 s.
100 Die Abendmahlsworle Jesu. Gottingen , 31960,118 – 131.
101 Aplicación de este dicho a la disciplina eucarística en la Didaché, 9, 5.
Luego los oficiantes marginales son los que participan sólo en el «momento
galileo» del culto. No forman todavía parte o no forman tampoco parte de lo
que se denomina los «oferentes» rmO'jéoovxE;. Estos oficiantes son de tres
tipos.

Están primeramente los catecúmenos, los candidatos al bautismo. No se sabe


exactamente a qué fecha se remonta un catecumenado organizado, pero
desde su organización los catecúmenos son (sin duda es necesario decir:
permanecen) excluidos de la celebración eucarística y participan por obligación
sólo en la primera parte del culto, la homilética. Si más tarde se les admitía al
preludio de las oraciones o, al menos, no se les excluía sin orar por ellos, al
comienzo eran excluidos aun para las oraciones, porque no es un acto privado
de los ministros, sino un acto comunitario de los que, habiendo muerto y
resucitado con Cristo, tienen en él acceso a Dios. Pues los catecúmenos no
tienen todavía derecho a este acceso públicamente.

Esta exclusión no es en la intención de la iglesia un signo de orgullo o de


autojustificación. Más que irritarse por ello, se estaría más cerca de la realidad
afirmando que lo sorprendente no es que se despida a los catecúmenos en un
momento dado, sino más bien, que se les admita a este momento del culto
cristiano, en el que éste, a causa de la permanencia del inundo presente,
prosigue y profundiza la catequesis de sus miembros y los mantiene de alguna
manera en situación de catecumenado o de penitencia. Antes que una
segregación orgullosa se trata, pues, de una medida motivada por el amor: la
Iglesia acoge en su culto a los no bautizados cuanto tiempo le es posible, para
mostrarles cuál debe ser la verdadera orientación de su vida. Pero los que no
han consentido todavía públicamente en esta orientación por el bautismo,
a aquellos cuyo consentimiento

esta todavía sometido a prueba, la iglesia no puede hacerles partícipes de


este encuentro de autoconsagración mutua entra el Señor y la Iglesia, que
es la eucaristía y la liturgia que la conduce y la expresa, porque el culto
cristiano no es un espectáculo. En la edad media, el culto llegó a ser cada vez
más público porque dejó de ser entendido como una acción comunitaria.

Están, en segundo lugar, los penitentes. Sometidos a disciplina y, por tanto,


excomulgados, son relegados por la Iglesia al mismo nivel que los
catecúmenos: están obligados a asistir al momento «galilco» del culto, pero son
excluidos de su momento «jerosolimitano». Se les retiran los derechos
litúrgicos que les confiere el bautismo. Pero su envío al nivel catecumenal es
muy importante para comprender el sentido de la excomunión. Esta tiene por
finalidad, no el señalar a los penitentes que han perdido la salvación, sino
invitarles a un nuevo compromiso parecido al que los catecúmenos aguardan,
porque su primer compromiso ha sido puesto en duda por su fe o por su vida.
Excluidos totalmente del culto serán expulsados de la vida; degradados al nivel
catecumenal, son llamados todavía; y lo que el bautismo será para los
catecúmenos, será la reconciliación solemne con la Iglesia para los penitentes.
De aquí, que no carezca de una razón profunda el haber fijado la Iglesia
primitiva esta reconciliación en la época bautismal por excelencia, la época
pascual. Añadamos que la Iglesia primitiva puso en el mismo plano que los
penitentes y los catecúmenos a los energúmenos, es decir los posesos, en
particular los epilépticos: su posesión les hacía ineptos para el culto de
aquellos en los que inhabita el Espíritu Santo. Ignoro si en la época pascual se
les sometía a un exorcismo o si debían contentarse para siempre con permane-
cer en el dintel de la Iglesia terrestre, con la esperanza de ser contados entre
los justos en la resurrección.

Oficiantes marginales, pero en un grado mucho menor que los catecúmenos,


los penitentes y los energúmenos, son los que san Pablo llama idiotas (1 Cor
14, 24), es decir los no creyentes venidos a la Iglesia por curiosidad o por
interés, pero que no saben todavía si llegarán a ser candidatos al bautismo o
no. Para ellos, la primera parte del culto corresponde menos a una catequesis
catecumenal que a la evangelización extralitúrgica. Son, por tanto, admitidos,
recuérdese a san Agustín yendo a Milán para oír la predicación de san
Ambrosio, prueba todavía del esfuerzo de congregación humana, de acogida y
de esperanza que significa el culto. Ellos, también, sólo son admitidos para el
momento «galileo» del culto.

Hemos visto que en el culto todos los oficiantes deben tener su liturgia propia.
¿Cuál es la propia de estos oficiantes marginales? Por el sitio que les está
reservado en el lugar del culto, participan en un momento de la liturgia de los
fieles: escuchan la proclamación de la palabra de Dios. K. Barth tiene razón
cuando dice:

No hay en el mundo entero acción más intensa, apremiante y movedora que la


de escuchar la palabra de Dios: escucharla, como conviene, siempre de nuevo,
siempre mejor, siempre más fielmente, siempre más fuertemente.

Esta es, tradicionalmente, su liturgia102 . Para rezar, sobre todo la oración


dominical, para confesar la fe, para recibir el cuerpo y la sangre de Cristo
comulgando con un mismo pan y una misma copa, tienen que pasar el dintel o,
más bien, el entierro bautismal, porque solamente en Cristo estos elementos
mencionados de la vida litúrgica se apartan de la vanidad para convertirse en
auténticos. Para comprender esto nos convendrá volver a aprender el sentido
del misterio bautismal.

Nos es necesario todavía añadir dos observaciones:

La primera se refiere a la necesidad del momento «galileo» en la plenitud del


culto. Tratando de los elementos del culto hemos notado el lugar esencial de la

102 Se podría decir también que su liturgia es el ser despedido antes del

momento «jerosolimitano» del culto y, por consiguiente, ser la prueba viviente


de la diferencia entre el pecado y la salvación, el mundo y la Iglesia.
proclamación de la palabra de Dios. Ahora bien, esta proclamación se sitúa, a
la largo de toda la tradición litúrgica conocida, en el momento «galileo» del
culto. Esto no significa que los bautizados no necesiten de

ella; que su asistencia a la liturgia eucarística o aun a una parte solamente de


la misma, en la cual, además, no comulgan, baste para cumplir con los deberes
litúrgicos elementales del bautizado. Así lo ha creído la edad media occidental
y contra esto se dirigen hoy, prudentemente, los mejores teólogos romanos. Si
la tradición litúrgica sitúa la proclamación de la palabra de Dios en el momento
«galileo» del culto sin, por lo demás, dispensar a los fieles de escucharla, al
menos, donde esta tradición litúrgica es fiel a los orígenes, es porque éstos
siguen siendo catecúmenos y penitentes, tanto como dure este mundo, todavía
y también.

Negar la necesidad de remitirse siempre de nuevo a la escuela de la sagrada


Escritura, es negar la permanencia del siglo presente, es instalarse por orgullo
o por impaciencia en el siglo venidero. Tampoco ha carecido de grave peligro
llamar la primera parte del culto la misa de los catecúmenos y la segunda la
misa de los fieles: esta denominación podía hacer creer que la misa de los
catecúmenos era facultativa para los fieles. No estamos todavía en el reino:
hasta llegar a él, los fieles tendrán que alinearse por su culto con los
catecúmenos y con los penitentes. 103

Y, sin embargo, ya «gustamos las maravillas del poder propias de la edad


venidera» (Heb 6, 15). Por esto, no está permitido reducir el culto de los fieles a
aquel en el que se acoge también a los catecúmenos y los penitentes: no está
permitido frustrar a los bautizados, negándoles la celebración y la vida
eucarísticas. La Reforma calvinista ha condenado a los fieles a ser, 48 veces
de 52, sólo catecúmenos o penitentes. Lo cual, de una parte, ha contribuido al
desvanecimiento generalizado de una auténtica conciencia bautismal entre los
reformados y, de otra parte, ha propinado un golpe terrible a la misma vida
litúrgica. Se ha buscado en seguida reparar este golpe —pienso en J. F.
Ostervald en el siglo XVIII, en E. Bersier en el siglo XIX. y en algunos otros
esfuerzos litúrgicos contemporáneos— «liturgizando», más que lo que había
hecho el siglo XVI, este solo momento

«galileo» del culto que nos quedaba de ordinario; lo cual contravenía, además,
a la buena tradición que despojaba al máximo la liturgia de este momento,
puesto que él está abierto a quien no está habilitado para el culto cristiano.
Este paso no era juicioso: para reanimar la liturgia reformada, la primera
medida a tomar es la restauración de la eucaristía y de las comuniones
semanales y el resto nos será dado por añadidura. Porque esta restauración
hará de nuevo a todos los fieles -pocsspüvtsc, oficiantes en el pleno sentido de

103O más bien, como hemos indicado, los fieles podrán invitar a esta parte de
su culto a los que no están todavía bautizados o a los que han comprometido
su bautismo con una conducta antibautismal.
la palabra; porque ella provocará, de modo no artificial, la alegría de la
respuesta de la Iglesia a la gracia de Dios.

3. Los angelas, compañeros litúrgicos

En el prefacio eucarístico, la asamblea litúrgica, después de haber enumerado


lo que Dios ha hecho por el mundo y su salvación, entona el sanctus «con los
ángeles y todas las potestades del cielo». Al hacer esto, confiesa que participa
en la doxología de los seres celestes descritos por el Apocalipsis (cf. en
particular 4, 8); ella alcanza la Jerusalén celeste «donde se encuentran
miríadas de ángeles» (Heb 12, 22).

Pero, ¿quiénes son los ángeles? No podemos indicar aquí detalladamente el


contenido y los límites de la angelología cristiana. Contentémonos, antes de
hablar sobre su ministerio al final de este apartado, con anotar los dos puntos
siguientes:

En primer lugar, hay que decir con K. Barth que los ángeles, para la fe
cristiana, son «esencialmente seres marginales»: ellos rodean, obedecen, no
tienen la iniciativa. Son secundarios, pero reales. Seres creados, espíritus
celestes de los que se puede decir, llegando al extremo límite de lo definible,
que en ellos «la libertad del yo y la necesidad de ser coinciden». En este
sentido, son criaturas perfectas que ya conocen la inalterabilidad propia de los
resucitados. Por esto, Dios puede contar con ellos. Se conoce la definición de
Andre Chamson: «llegar a ser hombre es hacer coincidir una vocación con una
voluntad». Esta coincidencia no es tampoco un programa o un problema en los
ángeles, es un hecho: ellos son, de este modo, en el cielo la imagen de lo que
el hombre está llamado a convertirse. Pero no solamente el hombre: toda
criatura. Porque, y es el segundo punto a mencionar aquí, los ángeles no sólo
comprenden una categoría que se podría llamar «antropoidea», sino
también categorías animales: serafines, querubines104. Están, por hablar con
términos del Apocalipsis, los 24 ancianos y los 4 animales (Ap 4, 6-10). Como
no vamos a hacer ahora una apología de la angeología, estas
definiciones bastan para nuestro propósito, dejando bien claro que la
Escritura unánimemente conoce y confiesa su existencia y nos llama así a
desconfiar de nuestro espíritu racionalista, ciego y sordo a la plenitud del
cosmos, poblado de tal manera corno no pueden imaginar nuestros sentidos de
percepción ni los inventarios del mundo que hacen posibles nuestros aparatos
registradores.

El Apocalipsis de san Juan muy particularmente, pero no exclusivamente, nos


muestra que hay un vínculo entre los ángeles y el culto de la Iglesia.

Lo que abre, paralelamente, a los animales un porvenir escatológico,


104

una esperanza.
Este vínculo es doble. De una parte significa que el culto terrestre de la Iglesia
es una participación en el culto de los ángeles en el santuario celeste; este
último es ya el culto perfecto de las criaturas. Ciertamente

el culto de la Iglesia terrestre, no es, en cuanto a su intensidad, a su pureza, a


su plenitud, más que un reflejo sin brillo y roto de lo que tiene lugar en el cielo.
El culto de los ángeles precede en todo punto al de la Iglesia terrestre. Pero
este culto y el de la Iglesia no están separados por una cortina de hierro, ya
que ellos tienen el mismo centro, el cordero inmolado; están en comunicación
real. Es decir que la Iglesia terrestre está ya invitada a entrar en la alabanza
angélica y a suplicar a Dios le permita unirse al sanctus de los ángeles en el
cielo (P. Brunner).

Esta participación del culto de la Iglesia en el culto celeste de los ángeles es


importante no sólo por la alegría y la exultación que da, sino también porque
permite comprender que el culto de la Iglesia terrestre no está cerrado en sí
mismo, no tiene su razón de ser en él mismo. El culto de los ángeles, pues, no
prefigura todo el culto de la Iglesia como el del mundo, celebrado ahora de
modo vicario por el culto de la Iglesia.

Vi y oí la voz de muchos ángeles en rededor del trono, y de los vivientes, y de


los ancianos: y era su número de miríadas de miríadas, y de millares de
millares, que decían a grandes voces: Digno es el cordero, que ha sido
degollado, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la
gloria y la bendición. Y todas las criaturas que existen en el cielo, y sobre la
tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y todo cuanto hay en ellos, oí que
decían: Al que está sentado en el trono y al cordero, la bendición, el honor la
gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Y los cuatro vivientes
respondieron: Amén. Y los ancianos cayeron de hinojos y adoraron (Ap 5, 11-
14). 105

Pero los ángeles son nuestros compañeros litúrgicos. No es que nuestro culto
se inserte inhábilmente en el de los ángeles. Y esta es la razón por la que ellos
participan también en el nuestro, están en él. Cuando la Iglesia se reúne para
el culto está «en la presencia de Dios y de sus ángeles», como dice Calvino.
Por esta razón, las mujeres deben asistir a él cubiertas con velos (1 Cor 11,
10). Incluso se puede preguntar si cada comunidad local no tiene, como todo
hombre (Mt 18, 10; Hech 12, 15), además un ángel particular enviado por Dios

105¿Habría que hablar de nuevo aquí de la glosolalía, tentativa humana de


hablar «la lengua de los ángeles» (1 Cor 13, 1)? Lo que san Pablo dice, para
poner en guardia contra la presencia de esta tentativa en el culto de la Iglesia,
muestra en todos los casos, que nuestra participación en el culto de los
ángeles debe permanecer como este «reflejo sin brillo y roto», del que habla P.
Brunner.
para guardarla y dirigirla: pienso en los ángeles de las siete iglesias de las que
hablan los primeros capítulos del Apocalipsis, que quizás sean estos ángeles
guardianes; aunque quizá también se

refiera o los obispos de estas iglesias o quizá sentí lo uno y lo otro, de suerte
que, según Orígenes, habría «dos obispos por Iglesia, uno visible y otro
invisible, que participan en la misma tarca».106

¿Puede precisarse cuál es la liturgia particular de estos oficiantes del culto


terrestre, como son también los ángeles? Los padres no han dejado de
hacerlo, pero la prudencia nos impide seguirles sin la mayor precaución. A
veces se aventuran a contemplar revelaciones en las que, tal vez, incluso los
ángeles desean sumergir su mirada (cf. 1 Pe 1, 12). No tenemos en suma más
que un testimonio explícito: los ángeles tienen un ministerio particular
en el momento de las preces, puesto que ellos las reciben para
presentarlas a Dios (Ap 5, 8; 8, 3). Sin embargo, no está prohibido, creo yo, el
pensar no sólo en la presencia de los ángeles, que es constante, sino en su
intervención particular en los momentos en que su culto y el nuestro se
aproximan más, por ejemplo en la confesión de la fe o en las aclamaciones
doxológicas.

Sin embargo, se trata aquí más de una participación de nuestro culto en el de


los ángeles, que a la inversa. Pero me pregunto si un momento de culto,
privilegiado por la asistencia de ángeles, no es el de la predicación, ya que la
predicación es una función esencial del ministerio de los ángeles: están allí
cada vez que hay que proclamar las grandes obras de Dios. Anuncian la
navidad, anuncian la pascua 107; comentan la ascensión, anunciarán la parusía
(Mt 13, 41; 24, 31, etc.). Y esperar, en el momento de la predicación, la ayuda
de ángeles no es la menor de las consolaciones del ministerio pastoral. Sea
lo que sea, la predicación de los ángeles, por ejemplo el gloria in excelsis de la
noche de navidad «engloba todo lo que cristianamente puede y debe
proclamarse» (H. Asmussen).

Añadamos todavía una breve anotación sobre el ministerio de los ángeles. La


carta a los hebreos les llama XetTOUp-fizá "veón.ata sic, o'.oxovtav
a~oo~zk\ó\i.&vv. 3id toúq \i.éWo'j\ac •/Xr\novo\¡.eh a<nxY]ptav

Y el apocalipsis, los súvoouXoi de los fieles encargados de dar


testimonio de Jesús (19. 10). Es, pues, falso, y K. Barth tiene razón al
subrayarlo, atribuirles ante todo una función litúrgica. Si ellos tienen una
función litúrgica evidente es porque están muy particularmente al servicio
106 Homilía sobre Le l}.
107Ellos no tienen un ministerio kerigmático en la pasión, sino el de ser con-
soladores de Jesús (cf. Le 22, 43).
de la historia de la salvación y porque el culto de la Iglesia recapitula esta
historia y la promueve. Son esencialmente, como su nombre lo indica,
enviados. Poro, como Cristo, como los apóstoles, como toda la Iglesia, son
enviados para regresar: para proclamar la obra de Dios, para
cumplirla y para recoger el resultado de la misma y presentarlo a Dios en la
acción de gracias. Como la Iglesia, ellos pasan, permítaseme decirlo, de la
«misa» a la «eucaristía». Son, por este hecho, tipo de la doble orientación
de la Iglesia: volcados sobre el mundo, enviados al mundo, para
realizar en él la obra de Dios: y volcados sobre Dios, presentes ante Dios,
para ofrecerle, en la acción de gracias, el fruto de la obra para la que
han sido enviados. Como la Iglesia, su primer oficio no es más que para un
tiempo, el que precede la parusía, y su segundo oficio es eterno. Pero como
sucede en la Iglesia, el futuro es ya presente, su segundo oficio es ya actual.
El culto responde a la misión, pero a causa de la simultaneidad de los dos
eones el culto es ya posible en este tiempo de misión.

4. El mundo y sus suspiros

Dios y los fieles son los oficiantes principales del culto de la Iglesia. Pero su
encuentro no es sin testigos, ya que los ángeles están allí; no está sin
localización, ya que tiene lugar en el tiempo y en el espacio de este mundo.
Este está, pues, también presente en el momento del culto de la Iglesia. Vamos
a consagrar a esta presencia del mundo en el culto los dos próximos capítulos,
en los que hablaremos del tiempo y del lugar del cuito. Podemos ser muy
breves ahora, pues hemos mencionado ya los problemas que surgirían aquí,
hablando del culto como expresión del misterio de la creación y notando
también que el culto convoca y justifica el arte.

Contentémonos, pues, con mencionar los dos puntos que crean problema
ahora.

Se trata, en primer lugar, de recordar bien que no es la Iglesia quien participa


en el canto, en la doxología del mundo, sino el mundo el que participa en el
canto, en la doxología de la Iglesia. Ciertamente en el reino no se podrá hacer
esta distinción, ya que el cosmos entero estará ocupado en la doxología del
Señor. Entonces no será tampoco peligroso decir que la Iglesia entona el canto
del mundo, cuando alaba a Dios. Pero mientras dura el siglo presente, en el
que se puede decir que el hombre ha dividido el culto del mundo, se ha hecho
sordo y ciego para la gloria de Dios que llena el universo (Esd 6, 3), en el que
ha renunciado a ser el liturgo de la creación y, por tanto, a cumplir su vocación
de criatura magistral (cf. Gen 1, 1-2; 4); no es la Iglesia la que está invitada a
entrar en el culto del mundo, es éste el que está invitado a entrar en el culto de
aquélla: el mundo se ha trastornado demasiado para conseguir alcanzar a
Dios. Porque sólo los bautizados son capaces, al haber sido ellos mismos
reorientados, de reorientar a su alrededor el mundo entero: ellos son los
liturgos del mundo. Así es como el salmo 148, que ha convocado a la alabanza
a los cielos y sus ejércitos, a los astros, abismos, meteorología, superficie de la
tierra, las plantas, los animales, los pueblos y sus reyes, los hombres y los
niños, así es como reúne de alguna manera todas estas alabanzas en la de
Israel:

él levanta la fuerza de su pueblo; para todos sus santos alabanza, para los
hijos de Israel, el pueblo a él cercano. ¡Aleluya! (Sal 148, 14).

El culto de la Iglesia es así la esclusa a través de la cual pasa el culto del


mundo entero, su llamada a la ayuda y su acción de gracias, y, por esto, el
culto no puede arrancar a la Iglesia del mundo, sino, al contrario, la vuelve
solidaria del mundo. De aquí, también, la acogida que la Iglesia reserva al
mundo, el amor que lleva al mundo. Es en su culto y por su culto como ella los
manifiesta no solamente, sino primariamente.

¿Cuál es, pues, la liturgia del mundo en el culto de la Iglesia? Se podría afirmar
en una palabra, que consiste en el ofrecimiento que el mundo hace de su
tiempo y de su espacio al culto de la Iglesia. El pide a la iglesia que asuma
litúrgicamente el mundo, santificando el tiempo: el domingo y el año litúrgico, y
santificando el espacio: el agua, el pan, el vino y el aderezo de piedras, de
madera, de luz., de colores, de sonidos, de espacio y de movimientos que van
a revestir los elementos sacramentales que Jesucristo ha escogido como
signos de su acción y de su presencia. Y por este día del culto, pars pro toto,
toda la historia reencuentra su orientación, todo el tiempo vuelve a tomar su
sentido; y por los sacramentos, toda la creación se reanima y se explica.

En los dos capítulos siguientes vamos a detenernos más detalladamente en


esto.

En este capítulo hemos hablado de los oficiantes del culto: los oficiantes
esenciales, Dios y los bautizados, que se encuentran en él y los oficiantes «de
acompañamiento», los ángeles y el mundo, testigos y sirvientes del encuentro
litúrgico entre Dios y su pueblo. Hemos visto, al hablar de los bautizados, que
los presentes en forma corporal no son los únicos presentes, ya que con Cristo
vienen todos los que le pertenecen por ser imposible encontrar y tener a Cristo,
sin encontrar y sin tener con él a toda la Iglesia. También hemos visto que no
están ausentes en realidad, sino que son co-oficiantes, los miembros de tal
congregación que, a causa de una enfermedad o de un viaje, no participan en
el culto más que en espíritu. Su participación está extremadamente atenuada,
pues no pueden unirse a los dos momentos fundamentales del culto, la
audición de la palabra de Dios y la comunión sacramental.

Se plantea ahora esta pregunta: ¿se puede ser oficiante del culto sin asistir a él
directamente, pero participando en él, por ejemplo, gracias a una retransmisión
radiofónica o televisada? Respondamos muy brevemente:

Para cristianos impedidos legítimamente de darse al culto por la enfermedad, la


edad o la distancia, no por la pereza, por las ocupaciones de este mundo o por
el temor de comprometerse, es parcialmente posible por este medio una
participación litúrgica auténtica. Parcialmente, porque faltará entonces, de una
parte, la comunión fraterna; de la otra, y sobre todo, la posibilidad de comulgar
el cuerpo y la sangre de Cristo.

Las retransmisiones difundidas por radio o por televisión no podrían usarse


como sucedáneos de la antigua costumbre, según la cual, terminado el culto,
los diáconos iban a llevar a los enfermos las especies eucarísticas que
quedaban, para así asociarlos efectivamente al culto de la Iglesia.

Tales retransmisiones litúrgicas son equívocas: por una parte, sirven a la


edificación de la Iglesia por la consolación que ellas creen aportar a los fieles
que no pueden participar en el culto. Por otra, sirven a la evangelización del
mundo haciéndole conocer el mensaje y la liturgia de la Iglesia. Pero uno se
puede preguntar si esta manera última de cumplir estas dos tareas es legítima.
En el primer caso, ¿no se rebaja el culto a una lección o a un espectáculo? 108;
en el segundo, ¿no se arrojan las perlas a los puercos?

La buena tradición cristiana para la que el culto era una acción, no soportaba la
presencia de no bautizados. La celebración litúrgica como espectáculo, como
ejercicio folklórico, como documento cultural o como cartel publicitario le
hubiese espantado; hubiese visto en ella un acto blasfemo y, sin duda, con
razón.

Pero entonces, ¿no se pueden utilizar estos medios modernos de difusión para
el servicio del evangelio? Seguramente se puede; pero convendría utilizarlos
de modo que no exciten la pereza o el desprecio. Por esto, me pregunto si no
habría que suprimir la retransmisión radiada o televisada de los cultos: ella
contribuye

esencialmente a que permanezca el equívoco de la cristiandad occidental,


aunque tal vez el vacío «religioso» de los programas del domingo por la
mañana trajese rnás mundo al culto que las retransmisiones actuales. En
segundo lugar, me pregunto si no tendría que haber en otros momentos
emisiones cristianas, tanto de cura de almas como de evangelización y de
catequesis. Pero para llegar a esta solución, será necesario que todas las
confesiones la adopten de modo solidario; y de una parte y de otra se estima
todavía demasiado este nuevo juguete, para renunciar a las distracciones que
permite y que promete.

8) EL TIEMPO DEL CULTO

108Como, según la disciplina romana, la asistencia obligatoria a misa no implica


la comunión, la repulsa de considerar como suficiente la participación en la
misa delante de un aparato de radio o de televisión queda motivada
débilmente: la obligación de comulgar es la que motivaría de una maneta sólida
esta repulsa.
EL vidente del Apocalipsis, describiendo la Jerusalén futura, menciona en dos
ocasiones que «allí no habrá noche» (21, 25; 22, 4): un día eterno amanecerá
iluminado para siempre por Dios y su gloria. Pero el tiempo de la liturgia de la
felicidad eterna no es todavía el nuestro. No tenemos de él más que un signo
proléptico en el culto de la Iglesia. Hay, así, un tiempo del culto.

En el capítulo dedicado a este problema, tenemos tres campos para explorar


rápidamente. En primer lugar, será necesario hablar del domingo. Nos
volveremos después hacia el problema del año litúrgico, para terminar con
algunas anotaciones sobre la capacidad del culto de santificar el tiempo, es
decir de reivindicarlo para Cristo y de consagrarlo a Cristo.

1.
El domingo109

Convendría disponer de mucho más tiempo para hablar del domingo, porque si
se intenta descubrir el misterio, este día es como un resumen de todo lo que
significa el culto cristiano: él también recapitula la totalidad de la historia de la
salvación y

1. Mano se exagera, cuando se afirma con un teólogo anglicano con-


temporáneo: «la observancia del día del Señor está ligada a las
verdades principales de la fe cristiana». 110

El dato bíblico

J.J Stamm nota que

La historia del sábado en Israel es... la historia de una. toma de conciencia


siempre más profundizada: se reconoce primeramente el alcance social del

109Antes de comenzar a tratar este tema, con la brevedad obligada, me gustaría


indicar expresamente algunas obras importantes para facilitar la comprensión
del domingo: J. DANIÉLOU, Sacramentos y culto según los santos padres.
Guadarrama, madrid 21964; Le jour du Seigneur. Robert Laffon, Paris 1948
(colaboraciones de Féret, D.miclou, Congar y Romano Guardini, entre otros);
H. P. PORTER, The day of light, ¡be biblical and litúrgica mcaning of Sunday.
London 1960; W. RORDORF, Der Sonntag. Abhandliint.cn Thcologie des Alten
und Neaen Tatament. Zürtch 1962.
110 H. P. PORTER, o. c, 49.
sábado y, más tarde, su alcance para la historia de la salvación y para el
cosmos entero. 111

Se puede decir otro tanto del domingo, aunque no fue su alcance social el que
jugó el papel mayor ni comienzo. Pero si la loma de conciencia del alcance del
domingo para la historia de la salvación y para el cosmos ha sido bastante
lenta, si ha sido necesario esperar muchos siglos para que se elabore
verdaderamente una teología del domingo, el Nuevo Testamento, sin embargo,
contiene ya cierto número de elementos básicos de los que nos es necesario
hacer un inventario.

Estos trabajos remiten a la literatura patrística y a otros estudios técnicos. Hay


que reconocer que sobre este problema, a ejemplo de los reformadores, los
teólogos protestantes del continente no son ni elocuentes ni muy profundos.
Parece que se interesan por el problema del domingo más por razones sociales
que litúrgicas (tendencia más sabática que dominical); ast, por ejemplo, la obra
colectiva de J. BECKMANN, C. WESTERMANN, E. LOHSE, Verlorcner Sonntag?
Sruttgart, s. a.
((Me atrevería a decir que lo que K. Bartli dice del «Feiertag» en Dic Kirchliche
Dogmatik. 3, 4, 51-79, me ha parecido claramente por debajo del interés de su
enseñanza ordinaria? Me pregunto si no se deberá esto a no haber atendido
suficientemente a lo que dicen los padres de la Iglesia, en esta parte de su
obra.

Para ello, es Importante comenzar por una breve observación sobre la actitud
de Jesús con respecto al sábado. Recuérdese que el sábado era un día
predilecto para su obra mesiánica: no sólo predica en sábado en las
sinagogas112, sino que parece que lo prefiere a otros días para realizar sus
milagros 113. Es el día por excelencia en el que, a imitación del Padre, él
«trabaja» (Jn 5, 17), y en el que manifiesta la irrupción del mundo venidero en
este mundo que pasa. Es el día del que él es el «dueño» (Mt 12, 1-8 y par.).
¿Por qué? De ninguna manera, como se ha pensado a menudo, porque
hubiese querido oponerse al formulismo judío y a sus leyes minuciosas, sino
porque ya para el Antiguo Testamento el sábado anunciaba el fin, el término
perfecto de la creación, el cumplimiento de la alianza entre Dios y su pueblo, y
porque en él se alcanzaba este término. La actitud de Jesús con respecto al
sábado es, pues, manifiestamente escatológica y mesiánica: él muestra que la
antigua alianza ha alcanzado su término y que una nueva economía comienza
para la historia de la salvación. Las fiestas judías, en general, y el sábado, en

111Le Décalcgue. Ncuchatcl-Paris 1959, 48. Con todo, puede haber dudas
sobre esta prioridad social.
112 Cf. Me 6, 2 par.; Mt 4, 33 par.; 9, 35; Le 4, 15; Jn 5, 59 s.; 18, 20.

Cf. Mt 12, 9-14 par.; Me 1, 21 s. y par.; Le 13, 10 s.; 14, 1 s.; Jn 5, 1 s.; cf. 7.
113

23; 9, 14, etc.


particular, no eran «más que sombra de lo futuro, cuya realidad es Cristo» (Col
2, 16).

Hay, pues, en la actitud de Jesús en lo tocante al sábado un hecho totalmente


paralelo a su actitud con respecto al templo: pienso en la expulsión de los
mercaderes o en las palabras sobre su cuerpo que se ha convertido en el
nuevo templo (Jn 2. 21); él lo ha cumplido en su persona, lo asume y, dándole
su plenitud, lo hace caduco: con Jesús comienza el séptimo día y la dváíraucic;
escatológica.

Por esto, me admiro de que en los debates exegéticos sobre la conciencia


mesiánica de Jesús, su actitud con respecto al sábado no juegue un papel más
importante, porque ella proporcionaría un argumento sólido a los que afirman,
con toda razón, que Jesús se creía el Mesías.

Que el séptimo día, el verdadero sabado, comienza con él, se atestigua de


un modo curioso en su genealogía, narrada por Mateo. El evangelista hace
nacer a Jesús, como para inaugurar una séptima era, después de seis veces
siete generaciones. Y se tienen numerosos indicios de que el mismo Jesús es
el descanso escatológico: pienso en las palabras con que Jesús promete el
descanso al que venga a él (Mt 11, 28 s.) 114, o en el hecho de que el tiempo de
su presencia es el de la presencia del esposo, donde el ayuno no tiene lugar
(cf. Mt 9, 14 s. y par.; 11, 17) o, también, muy particularmente, en el hecho de
que el tiempo de su presencia es el del perdón de los pecadores, aquél, por
consiguiente, en el que los hombres, obedeciendo al impulso del verdadero
descanso requerido por Esd 1, 13 s., pueden cesar de sus mismas obras para
dejar obrar al Señor115. La realidad del sábado es Cristo.

Pero si Jesús es la realidad del sábado, como es la realidad del templo y de los
sacrificios de la antigua alianza y de la circuncisión, pone fin al sábado al
realizarlo como pone fin al templo, a los sacrificios, a la circuncisión. En otros
términos, el día del culto cristiano tampoco será el sábado, sino otro día. El
sábado es realizado y rebasado. Si esto es así, mantener el sábado judío
significaría caer en la antigua alianza, como si Cristo no hubiese venido. Y, en
efecto, se ve que los cristianos se reunían desde el origen en otro día: el que
sigue inmediatamente al sábado. Comencemos por citar los indicios más
antiguos de este cambio de día de culto.

Los textos que se presentan más a menudo a este propósito son: en primer
lugar, se dice en Hech 20, 7, como una cosa natural que los fieles se reúnen
«el primer día de la semana» (¡na tcóv oappaTíov). En este día también, los
114 Este texto precede inmediatamente al de las espigas atrancadas,
fundamental para nuestro propósito.

115

Los padres emplearon mucho esta idea del reposo de las obras de los pecados
por haber venido Cristo con su perdón.
cristianos de Corinto son invitados a hacer acto de unidad cristiana y de
generosidad fraternal, cuando «cada uno ponga aparte en su casa lo que bien
le pareciere |uav sapjjáxou» (1 Cor 16, 2), Es, sin duda, el mismo
día, nombrado entonces por primera vez «día del Señor» (xupiax'Q. Y]¡c£pa),
el día en que el vidente del Apocalipsis fue arrebatado para contemplar el culto
celeste (Ap 1, 10).

Encontramos, pues, en el Nuevo Testamento dos designaciones: el primer día


de la semana y el día del Señor. Día del Señor o, por contracción, simplemente
el «señorial» (o «dominical») (xuraicr/.Yj), se encuentra ya en dos textos
primitivos: en la Didaché (14, 1) sin explicación teológica precisa, sino con
mención expresa de que es el día del perdón y de su libertad, y en Ignacio de
Antioquía (Magn 9, 1), el cual precisa que en este día «nuestra vida se levanta
por Cristo y por su muerte», y pone este día de culto en relación expresa con la
resurrección de Cristo y su carácter vivificante para los que creen en él. El
pseudo-Bernabé relaciona este día con el octavo día, el del gran descanso,
origen del mundo venidero, y afirma que los cristianos

celebran para su alegría el octavo día, porque en él Jesús resucitó de entre los
muertos y subió a los cielos después de una aparición (15, 9).

En cuanto a Justino Mártir, le llama «el nombrado según el sol», el Sonntag


(Apol 67, 1). 116

Aunque se tengan los testimonios explícitos más antiguos del día del culto
cristiano, es necesario, sin embargo, mencionar también algunos testimonios
implícitos probables, ante todo los dos siguientes: se da primeramente el caso
de que Jesús, según el evangelio de Juan, se apareció por segunda vez ocho
días después de pascua, o sea el primer domingo después de pascua (Jn 20,
26)117'. En segundo lugar, se da el hecho de que el

quincuagésimo día después de pascua, que parece caer en domingo, los


discípulos están reunidos y reciben el Espíritu Santo (Hedí 2,1).

Es verdad que el libro de los Hechos de los apóstoles menciona que los fieles
se reunían cada día (Hech 2, 46) 118. Aunque se tratase quizás de una tradición

116se puede mencionar también en el status diez, el día fijado, del que habla plinio el
joven (Epist., 10,96 7), que no precisa el día de culto, solo dice que había uno.
117Puede uno preguntarse si la tercera aparición del resucitado en la orilla del
mar de Tiberíades, no debe fijarse también en domingo, ya que los discípulos
no descansan (por tanto, no era sábado) y tiene este último encuentro un
carácter notablemente dominical (comida y misión, significadas por la pesca
milagrosa).
118No es posible situar en el mismo plano Hech 5, 42, que no habla del culto
propiamente dicho (con fracción del pan), sino de la predicación
«evangelizadora», no litúrgica.
inicial abandonada más tarde, de una especie de instalación en el gran sábado
escatológico o aunque se trate tal vez también de una hipérbole, al menos,
para lo que concierne a aquellos que no eran los apóstoles, sin embargo, el
texto no es muy claro, porque la mención del «diariamente» podría referirse
sólo a la frecuentación del templo para la oración y el testimonio. Pero sea lo
que sea, muy pronto y en todos los casos, en las iglesias paulinas el primer día
de la semana es oficialmente el día del culto cristiano.

¿Por qué este día? Existen diversas hipótesis. H. Riesenfeld se pregunta si


este día no fue escogido primeramente en relación al sábado, para mostrar que
éste no bastaba ya, porque Cristo lo había cumplido. Los cristianos acudían al
culto judío primeramente para oir la lectura del Antiguo Testamento o para
participar en los sacrificios y en las oraciones del templo. Luego se reunían en
sus casas y se regocijaban de que Cristo les había dado lo que el sábado
prometía; por esta causa, en sus casas, perseveraban en la doctrina de los
apóstoles, la comunión fraterna, la fracción del pan y la oración cristiana. Hay,
es claro, una relación entre la asistencia al culto judío y las reuniones cristianas
propiamente dichas. No se abandonó desde el comienzo el templo y su culto
para sustituirles un culto cristiano más o menos evolucionado, sino que se
continuaba frecuentando el culto judío con la convicción de que era, por así
decirlo, consumado en el seno mismo del nuevo pueblo de Dios, que se
constituía alrededor de los dones nuevos: la recitación de las palabras de
Jesús, la fracción del pan en su memoria, las oraciones dirigidas a Cristo
resucitado y la enseñanza de los apóstoles.

Esta hipótesis de H. Riesenfeld, si subraya con razón la especie de tránsito del


judaísmo al cristianismo que representa la comunidad jerosolimitana, con todo
no me parece convincente, porque ella no parece insistir suficientemente en el
carácter innovador de la nueva alianza. Por esto, hay que darle la razón más
bien a G. Delling que cree que los cristianos han escogido este día por dos
razones internas: de una parte, uno de los elementos constituyentes del
cristianismo es que reúne una comunidad: por esto las asambleas son
necesarias. De otra parte, el cristianismo es en su esencia historia de la
salvación, y el culto inserta en ella a quienes la celebran; también los puntos
decisivos de esta historia se convierten en datos del culto cristiano. En otras
palabras, la naturaleza misma de la salud venida con Cristo exigía cultos y días
destinados a éste, primeramente porque la Iglesia postula su reunión, luego
para hacer memoria de los datos capitales de la historia de la salvación. Esta
hipótesis supone que la Iglesia ha escogido y fijado el día de su culto por
necesidad interna.

¿No se puede ir más lejos y considerar que este día no ha sido escogido por la
Iglesia misma, sino recibido? Seguramente no hay en el Nuevo Testamento
una institución del domingo paralela a la institución del sábado en la antigua
alianza. Pero, ¿no se puede suponer —según el testimonio joánico
particularmente— que el mismo Cristo, al resucitar en el primer día de la
semana y al volver a venir entre los suyos un mismo día, designó, implícita o
explícitamente, este día como el de su encuentro regular con la Iglesia hasta la
parusía?

Añadamos una última observación. Hemos visto que Jesús es el verdadero


sábado, porque él lo realiza. Esta realización ha provocado en la Iglesia dos
consecuencias; la segunda de ellas solamente tiene una incidencia directa en
el día del culto. De una parte, con Jesús ha venido el verdadero descanso o
una anticipación del mismo: es lo que subraya tan fuertemente el capítulo 4 de
la carta a los hebreos. El descanso consiste para toda la Iglesia primitiva, no en
consagrar un día a Dios, sino todos los días; y no en abstenerse del trabajo
corporal, sino del pecado; consiste, por hablar como Pedro Viret, en descansar
de nuestras obras para dejar que Dios se afane en nosotros. Desunes de la
venida de Cristo estamos constantemente en el sábado. De otra parte, y es en
donde vamos a detenernos, esta realización del sábado por Cristo ha
provocado un cambio del día del culto: en adelante, el pueblo de Dios se reúne
para rememorar la salvación no en el séptimo día, sino en un nuevo día
llamado tanto primer día de la semana como día del Señor.

El primer día de la .semana

Hemos visto que los cristianos se reúnen el primer día de la semana (Hech 20,
7), es decir el día en que Jesús resucitó (cf. Mt 28, 1; Me 16. 1-2; Le 24. 1; Jn
20, 1).

El día del culto cristiano es, pues, memorial de la resurrección de Cristo. Cada
domingo es un día de pascua. En este día la Iglesia celebra el gran comienzo,
la posibilidad de un porvenir distinto a la muerte, la victoria de Cristo sobre el
imperio de Satán. Es un día de triunfo y de libertad. En este mundo de
servidumbre y de muerte cada semana la pascua se proclama y se vive por la
Iglesia plenamente. Es la afirmación central. La historia de la Iglesia ha
conocido, por referencia a la pascua, un segundo memorial ligado al primer día
de la semana: el memorial de este primer día del mundo en que Dios separó la
luz de las tinieblas (Gen 1, 4-5) y, por tanto, el memorial de la creación del
mundo. «El santo día del domingo es la conmemoración del Salvador. Es
llamado señorial porque es señor de los días. En efecto, antes de la pasión del
Señor no se le llamaba domingo, sino primer día. El Señor ha comenzado en
este día las primicias de la creación del mundo; y el mismo día dio al mundo las
primicias de la resurrección. Debido a esto, este día es el principio de toda
beneficencia, de la creación del mundo, de la resurrección y de la semana»,
dice un autor del siglo quinto 119. La Iglesia lo recuerda en el prefacio

119 EUSEBIO DE ALEJANDRÍA: PG S6, 416.


eucarístico tradicional, al afirmar que el domingo no es el memorial solamente
de la nueva creación, sino también de la primera.

El día del Señor

Hemos visto que el Nuevo Testamento llama al día del culto cristiano no sólo el
primer día de la semana, sino también el día del Señor (Ap 1, 10). ¿Se da
alguna diferencia de matiz entre estos dos términos? Sin querer urgir
demasiado, parece posible decir que si el término «primer día de la semana»
liga el domingo al pasado de la historia de la salvación, a su dato central, la
resurrección de Jesús, y, a partir de ahí, también a su dato inicial de la
separación de la luz de las tinieblas, el término «día del Señor» le liga más bien
a su futuro. En efecto, el día del Señor, el día de Yavé del Antiguo Testamento,
tiene una connotación escatológica evidente 120. El domingo es su presencia
anticipada: él no es, pues, solamente memorial de la resurrección, sino también
presencia anticipada de la parusía. Se trata de este octavo día del que habla el
Pseudo-Bernabé (15, 9), de este día posterior al fin del mundo, que ha
desempeñado un papel tan importante en la teología del domingo de los padres
y que, en la tradición occidental sobre todo, ha influenciado tanto en el
milenarismo y en la formación de una teología de la historia. Puede
preguntarse uno si es posible interpretar también en este sentido el milagro de
pentecostés, preludio, según la profecía de Joel 2, 28 s-, del «glorioso y gran
día del Señor» (Hech 2, 20). El día de pentecostés, en efecto, resalta sin duda
el misterio del octavo día, puesto que es el primer día que viene, una vez que el
séptimo ha encontrado su plenitud en su propio múltiplo. Como día del Señor,
el domingo aparece a la vez como memorial de pentecostés, día escatológico
en que el Espíritu, prenda del mundo venidero, ha sido dado a la Iglesia, y
como anticipación de la parusía.

La importancia del domingo

El domingo, después de lo que acabamos de ver, tiene una significación


cuádruple: es memorial de pascua y de pentecostés

Y, hacia atrás y hacia adelante, memorial de la creación primera y anticipación


de la nueva, la pascua y pentecostés siendo en el tiempo, por lo demás,
restitución de la creación primera en la alegria de su bondad y arras de la
nueva creación en la ambigüedad, pero, sin embargo, en la realidad de su
presencia ya testimoniada. Hemos notado, al comienzo de este libro, que el
culto es recapitulación de la historia de la salvación. Vemos ahora cómo el día
del culto cristiano es apto para permitir esta recapitulación y para significarla; y
encontramos verificada la afirmación de H. B. Porter, mencionada al comienzo
de este capítulo: «la observancia del día del Señor está ligada a la observancia
de las verdades principales de la fe cristiana». Pero nos conviene, ahora,

120Cf. 1 Cor 1, 8; 5, 5; 2 Cor 1, 14; FU 1, 6.10; 2, 16; 1 Tes 5. 2.4; 2 Tim 1, 12;
etc.
explicar lo que hemos encontrado al hablar de la necesidad, de la ambigüedad
y de la historia del domingo.

G. Delling, citado hace poco, justifica la necesidad del día de culto por dos
razones. Primeramente, porque la Iglesia es un pueblo y porque éste debe
poder encontrar su epifanía al reunirse un día de culto; es pues, necesario por
razones eclesiológicas esenciales, y los que ponen en duda la necesidad de
esta reunión litúrgica están, por este hecho, tentados, si es que no han
sucumbido ya a esta tentación, de atomizar la iglesia y de individualizar la vida
cristiana. No hay Iglesia posible sin culto, porque Jesús ha prometido su
presencia donde se reúnen en su nombre (Mt IR, 20). Partiendo de esto. Cristo
envía la Iglesia al mundo, y en él Cristo recibe la Iglesia que acaba de
regocijarse ante él, porque aun los demonios se someten en su nombre (Le 10.
17).

Pero si es necesario para la Iglesia tener días de culto, porque ella es un


pueblo, estos días no son ad libitum; no se trata sólo de un día de culto, se
trata de tal día de culto, el domingo. Este día es necesario a la Iglesia porque le
recuerda la victoria de Cristo sobre la muerte y la efusión del Espíritu Santo,
porque le permite hacer cada semana el memorial de lo que le ha originado su
existencia; y uno sabe que, según la mentalidad bíblica, la celebración de un
memorial no es un ejercicio de memorización intelectual únicamente, sino
una auténtica participación en lo que es el objeto del memorial. En el
domingo se participa en la pascua y en pentecostés.121

Y, por esta razón, la Iglesia no podría aceptar que el mundo le diera otro día de
culto, aun cuando é.slc escogiese otro dia de descanso. Admitamos, por
ejemplo, que Francia decide fijar el día de descanso semanal en el que se dio
el 14 de julio de 1789; o que Rusia lo fija en el que se dio el desarticulamiento
de la revolución de octubre de 1917; o que tal república africana lo fija en el día
que vio proclamada su independencia; o que la ONU lo fija universalmente en
aquel que vio la proclamación de la carta de San Francisco en 1946, para servir
cada semana de memorial de estos acontecimientos y para que los pueblos los
gocen mediante el descanso. En estos casos, la Iglesia no tendría el derecho
de cambiar su día de culto por estos días de descanso profanos. Porque
entonces renegaría de su Señor, tanto como si hubiese mantenido el sábado
judío. En estos casos, sería necesario, pues, que ella protestase manteniendo

121 Se participa también en la primera separación de la luz y las tinieblas, y se

gusta ya el mundo venidero. Este último elemento desempeña, sin duda, un


papel más inmediato en la teología neotestamentaria que el primero; sin
embargo, no está unido al domingo como el memorial de la pascua y de
Pentecostés, pues Jesús no prometió que vendría en domingo. Este elemento
fundamental del culto cristiano podría manifestarse otro día de la semana; si ha
contribuido a la teología del culto, no lo ha hecho directamente a la del
domingo, si no es para darle, quizás, su nombre de «día del Señor».
su día de culto el domingo, aun cuando, como sucedió en los tres primeros
siglos, éste no fuese ya día festivo.

Aquí se tiene la prueba de que en el domingo el anuncio de la pascua supera


absolutamente al día de descanso y que querer justificar el domingo
«socialmente» por el descanso, antes que «litúrgicamente» por el culto, sería
falso e inadmisible. Si fuese de otra manera, si el descanso superase el
memorial de la victoria de Dios, la Iglesia naciente no hubiese adoptado otro
día de culto distinto al sábado. Este cambio de día de culto en la Iglesia
apostólica es la prueba más fuerte de que no se comprende verdaderamente el
domingo, cuando el cuidado social del descanso semanal supera al cuidado
pascual de la alegría semanal.

Pero 'i domingo no es necesario sólo porque la iglesia es un pueblo encargado


de reunirse para rememorar lo que la justifica. También lo es, por que el eón
presente dura todavía y, por tanto, porque no ha amanecido aún el dia, en el
que sin ningún género de duda el nombre del Padre sea santificado, venga su
reino y su voluntad. El domingo es, pues, necesario a causa de la situación de
la Iglesia en el mundo: por él, ella atestigua la presencia ya real del mundo
venidero. No es sólo el carácter comunitario de la Iglesia, ni tampoco el
memorial de la pascua y de pentecostés, los que exigen el domingo; es que
todo día de la semana no es todavía domingo, es que el «octavo día» no ha
amanecido aún con resplandor y triunfo. De este modo, negar la necesidad del
domingo, día de culto, y por consiguiente, negar la necesidad del culto, es
falsear la situación de la Iglesia, bien descuidando la presencia ya actual del
reino venidero, lo que vacía a la pascua y a pentecostés de su realidad, bien
descuidando la presencia todavía actual del pasado de la creación caída; es,
pues, o no solidarizarse con el reino de Dios negando su presencia real, o no
solidarizarse con el mundo que pasa negando su permanencia real. La Iglesia
está ya segura de la actualidad del porvenir; pero no tiene todavía el descanso
de modo diferente al descanso de su pecado, es decir no lo tiene en otra forma
que la del perdón.

Esto nos lleva a hablar de la ambigüedad del domingo. Es un día como los
otros y, sin embargo, diferente de los otros. Como los otros, él tiene 24 horas
de sesenta minutos. Como los otros, se sitúa en relación a las estaciones y a la
luna, lo que muestra la forma de datar la pascua, pero es diferente de los otros,
no tanto, insisto en ello, porque es un día en el que cesa o se atenúa el trabajo,
sino porque es el día del encuentro del Señor con todo su pueblo: el día de la
comunión cristiana y de la nueva alianza. Para comprender esta ambigüedad
del domingo es necesario, quizás, recurrir a uno de los aspectos fundamentales
de la doctrina de los sacramentos. El pan y el vino eucarísticos son pan y vino
como los otros, sin embargo, son también diferentes, porque se vuelven a su
verdadero destino, porque secretamente justifican y santifican todas las
comidas de este mundo por la promesa del banquete mesiánico que hay en
ellas. Pero el que no tiene la fe no ve en ellos sino pan y vino. Asimismo el
domingo restituye eI tiempo a su verdadero destino de duración doxológica y
secretamente, volveremos sobre este punto, justifica y santifica todos los otros
días. Pero no lo hace sino para quien tiene la fe. El domingo se sitúa así en
este ambiente sacramental que ordena toda la vida eclesial, donde todo se
refiere a la victoria de pascua para quien cree en ella; él forma parte, a pesar
de la apariencia de su «materia», de estas parábolas que abandonan en su
ceguera y en su sordera a los que el misterio del reino de Dios no ha sido
revelado (Me 4, 11 s.).

El es para los de este mundo tan inverosímil como el título de la cruz. Y lo


seguirá siendo tanto cuanto dure él mismo, es decir tanto cuanto el mundo
venidero esté oculto entre nosotros. Por esto, no hay que extrañarse de que los
no cristianos no sepan qué hacer de su domingo y que este día les
desconcierte. Por esto, también, se puede preguntar legítimamente si en
nuestras circunstancias actuales no es una falta de amor para con el mundo
continuar imponiendo el domingo a aquéllos, para quienes él no puede ser sino
un día vacío, de fuga, de soledad y, a menudo, de suicidio. Es totalmente falso
sospechar que el culto de la Iglesia es una huida para ella. La Iglesia no huye
del domingo, sino el mundo. La Iglesia se recoge para dar gracias y para volver
a encontrar la alegría, la paz y la fuerza, en vistas de su misión en el mundo.

La historia del domingo, uno de los tests más sintomáticos para comprender la
conciencia que la Iglesia ha tenido de sí misma a lo largo de los siglos, nos
conduciría muy lejos si quisiéramos seguirla detalladamente. Contentémonos,
pues, con destacar en grandes trazos que no se conoce tiempo en el que la
Iglesia no haya celebrado el domingo; pero sólo a partir del siglo cuarto (es
decir a partir del 7 de marzo del 321, cuando el emperador Constantino decreta
que el día del sol sería día festivo) esta historia llega a ser verdaderamente
interesante; porque, desde esta fecha, se establece una especie de
concurrencia entre el domingo, día del Señor, y el día del descanso semanal.
Para ver la lucha de los mejores teólogos de la antigüedad contra el deseo de
sabatizar el domingo, hay que reflexionar

Sobre la afirmación de Jean Daniélou que considera como un «drama» el


hecho de que, antes del siglo cuarto, los cristianos han debido distinguir el día
del culto y el día del descanso. No era un drama del todo. Este mas bien
sobrevino después: en el momento en que se hizo la unión de del culto-dia del
descanso, el domingo (día de alegría pascual) 122 fue atraído cada vez mas del
lado de un «sábado» cristiano, dia de descanso social, a pesar de la protesta
de cierto padres.

122TERTULIANO, De corona, 3, pide que los fieles no se arrodillen el domingo;


igualmente el concilio de Nicea (can. 20). Téngase también presente que el
domingo no es un día de ayuno, ni siquiera en cuaresma y adviento.
Esta tensión entre el día de culto y el dia de descanso ha conocido diversas
suertes y en el protestantismo, muy particularmente muy particularmente en el
anglo-sajón y holandés de los siglos XVII y XVIII, el domingo se ha inclinado
más hacia un legalismo sabático muy profundamente contrario a la teología
dominical de la Iglesia naciente y de la Iglesia primitiva. De esta época,
también, datan lodos los falsos problemas que embrollan aún hoy nuestra
práctica: el de una santificación del domingo por el paro forzoso, antes que por
la celebración del culto, y el de una «socialización » del domingo.

Nosotros vamos a concluir diciendo que no se han cumplido dos condiciones.


La primera es que uno aprende que no es el mundo el que puede santificar el
domingo por sus leyes protectoras: más bien, es el domingo el que santifica el
mundo y los días del mundo por su culto. La segunda condición es que uno se
da cuenta de que el paro forzoso no santifica el domingo, sino el culto y éste en
su plenitud. Los lamentos protestantes a propósito de la profanación del
domingo por el mundo no tienen ningún interés. Mucho más importante es la
profanación del domingo por arrancarle su corazón: la celebración eucarística.
A este respecto, sería interesante examinar históricamente si la legislación, el
carácter sabático dado por el protestantismo al domingo, no se debe
mayormente a la privación eucarística del domingo casi constantemente. Se
celebraban cultos hasta mediados del siglo XVIII no solamente el domingo, sino
también los días de semana, al menos en las poblaciones.

Estos cultos entre semana, que comprendan de ordinario predicación, no se


distinguían mucho de los cultos dominicales y esto contra el parecer Calvino
que se sublevó hasta muerte contra el abandono de la eucaristía semanal. ¿No
habrá que distinguir entonces de otro modo que por la celebrar
eucarística el culto dominical de los cultos entre semana? Y es esta la razón
profunda por la que esta distinción se ha he poco a poco en otro plano distinto
al litúrgico: en el plano sor en tanto que la Reforma no ha querido jamás poner
fin al mingo? Esto permitiría creer que la mejor manera de exorci el carácter
sabático dado por el protestantismo al domingo sistiría en dar al culto del
domingo su verdadera dimensión la celebración de la eucaristía. El
domingo, en este caso, sería tampoco necesariamente el día del
descanso (éste no depende de decisiones eclesiales, sino de decisiones
«mundana.» sería el día de la comunión.

Es verdad que entonces haría falta combatir la especie devaluación «católica»


del domingo, interpuesta con la ayuda de la influencia monacal que también ha
establecido un dia entre día del Señor y día de comunión, no porque quite la
del domingo, sino por implantarla en otros o aun en todos días de la semana;
esto falsifica también el domingo. La ficación «protestante» del domingo sitúa a
éste en el mi nivel que los días de este mundo y compromete la tensión e
teológica en la que vive la Iglesia en favor del eón prese; mientras que la
falsificación «católica» del domingo pone ei mismo nivel los días que no son
aún los del Señor, me at a decirlo, sino los de la luna, Marte, Mercurio, Júpiter,
Ve y compromete la tensión escatológica en la que vive la iglesia en favor del
eón futuro.
Luego importa, como lo comprendía la Iglesia primitiva: que la tensión
escatológica sea respetada por una neta distinción entre el día eucarístico y
los días sin eucaristía. Esto no quiere decir que en el mundo actual está
ausente el domingo

15. Aunque Calvino, por ejemplo, intentaba distinguirlos por el hecho dedicar
en domingo sobre textos evangélicos en vez de perícopas del Antiguo mentó
o de las epístolas (a veces hacía excepciones con los salmos).

predicaciones recuerda su presencia; tampoco significa que el mundo


Venidero lo está durante la semana, pues se da la devoción privada y los
oficios. Pero lo que convierte el domingo en tal dia lo que le da su color, no es
el paro forzoso ni tampoco, de suyo, la reunión del pueblo de Dios, sino la
reunión de éste para la eucaristía. Ella convierte el domingo en domingo y
cuando se olvida esto, el domingo está comprometido. Tal es la lección que se
puede sacar, en principio, de la historia del domingo.

2. EL año litúrgico

Si el domingo es el día de culto por excelencia, la Iglesia desde la más alta


antigüedad, ha dado a muchos domingos, como a las semanas que ellos
abrían, un color particular, una intención memorial específica. Es lo que se
llama el año litúrgico o eclesiástico que, sin estar enteramente exento de
relaciones con las estaciones del año solar, no deja de mostrar que la Iglesia
es algo distinto a una especie de aduladora de los ritmos de este inundo; por el
contrario, pone en duda este mundo y sus ritmos.

Comencemos por algunas observaciones muy breves sobre la historia de este


año litúrgico. Desde luego se plantean dos preguntas: ¿cuándo se ha
comenzado a celebrar no sólo el domingo en general, sino tal domingo o tal
fiesta particular? Y la segunda: ¿cuál ha sido el domingo o la fiesta punto de
partida del año eclesiástico?

Es extremadamente difícil responder a la primera, y los eruditos están lejos de


ponerse de acuerdo a este respecto. San Juan, cuando recuerda que «la
pascua de los judíos estaba próxima» (2, 13; 11, 55), ¿presupone
implícitamente que en el momento en que escribe hay una pascua de los
cristianos que cae en otro día? Se duda en admitirlo, aunque los cristianos de
Asia Menor, que entran en el siglo segundo en conflicto con la Iglesia de Roma
a propósito de la fecha de la pascua, se refieren expresamente a la enseñanza
de san Juan. San Pablo, cuando anuncia a los corintios que quiere permanecer
en Efeso hasta pentecostés (1 Cor 16. 0), ¿presupone en ellos el conocimiento
del calendario judío o alude a una celebración del pentecostés cristiano? Se
está de acuerdo en general al pensar que solo puede tratarse de la fiesta judía.

¿Por qué, entonces, según los Hechos da los apóstoles, quien él, por ejemplo
apresurarse por llegar a Jerusalén, a donde ya fundamentalmente para
encontrar la Iglesia, en Pentecostés (21) 16)? Es muy difícil responder con
certeza a estas pregunta porque hay que esperar al siglo segundo para
encontrar testimonios indudables de fiestas cristianas anuales. Ordinariamente
se cree que la Iglesia naciente no conocía más que el memorial semanal y que
hizo falta que se esfumase la espera de un parusía inminente, para que se
pusiese a calcular en años. K. Hol afirma:

El consentimiento es general: las fiestas mayores d los cristianos no eran


fiestas anuales, sino fiestas semanale: La pequeña multitud que esperaba
impacientemente la purusia del Señor no calculaba en años.

Confieso ingenuamente que no he encontrado todavía un argumento que me


persuada de verdad, histórica y psicológicamente, de que la Iglesia apostólica
vivía en una espera inmediatamente de la parusía: la manera con que se
organiza, la paciencia sorpréndente con que san Pablo prosigue su tarea
misionera (c: Gal 1, 17 s.; 2. 1; Hech 27, 9 s., etc.) o asegura su sucesión (cf.
Fil 2, 21 s.; cartas pastorales), la catequesis que la Iglesia organiza y tantas
otras cosas, me hacen pensar que los apóstol no enseñaban de seguro una
parusía inminente: y los testimonie de una cierta instalación de la Iglesia en el
tiempo, lo que juzga prudente relacionarlo siempre con un enfriamiento de la
esperanza cristiana, pueden jalonar bastante bien los pasos progresivos de una
fidelidad en el orden de la subsistencia. Por esto, estaría tentado de creer que
ni la Iglesia de Jerusalén las otras Iglesias apostólicas han podido dejar pasar
la pascua Pentecostés de los judíos sin celebrar en ellas, de una manera
particular, su pascua y su pentecostés. Por tanto, se debe admití que es
preciso aguardar a los debates, no tanto sobre la fechas de pascua como
sobre la tradición de la fecha de pascua, hacia la mitad del siglo segundo, para
tener testimonios ciertos de una celebración del año litúrgico.

Pero si es difícil responder a nuestra primera pregunta y saber con precisión


cuándo comienzan la celebración de fiestas cristianas no semanales, sino
anuales, es fácil, en cambio, responder a nuestra segunda, pregunta: la fiesta
de la pascua ha sido ni punto de partida del año litúrgico. De cualquier modo,
por esta fiesta el año ha recibido su domingo. Habría que disponer de tiempo
para entrar en los detalles de la historia del año litúrgico que contrariamente a
lo que se podría pensar, no ha atenuado la teología del domingo, sino, al
contrario, ha contribuido a permitir que la Iglesia tomase siempre más
profundamente conciencia de su misterio 123. Muy pronto, la celebración
pascual anual se ha visto encuadrada por seis semanas de preparación (la
cuaresma, que ha tomado toda su amplitud con la reglamentación del
catecumenado prebautismal) y por siete semanas de exultación, que concluían
en pentecostés, comienzo de una octava semana. Se ha empleado mucho
tiempo en especificar, en esta «gran semana», el día de la ascensión y el de
pentecostés. Al comienzo, la Iglesia celebraba, durante una semana de

123 Quizás sea el ciclo de navidad una excepción; véase más adelante.
semanas, la victoria de Cristo, su exaltación y la irrupción del siglo venidero por
la efusión del Espíritu. 124

Creo que es muy importante, para comprender la teología pascual de la Iglesia


primitiva, subrayar cuánto ha influido el ritmo semanal en la tradición litúrgica:
la fiesta de pascua aparece flanqueada con una semana de semanas (sin
domingo) de ayuno y de preparación y con una semana de semanas (con
domingo) de alegría y gozo. Mucho más tarde, empezó la Iglesia a celebrar el
nacimiento de Cristo. Antes de la segunda mitad del siglo cuarto no se
celebraba la navidad, y se tiene la impresión de que la Iglesia empezó a
hacerlo con una conciencia un poco dividida. ¿Dividida porque fue necesario
elegir una fecha completamente inventada?

esta elección fue Influenciada por el ritmo solar, puesto que después de haber
vacilado a favor del 6 de enero, se Fijo finalmente en una fecha muy próxima al
solsticio de invierno, día en que el sol invencible recomienza su curso de luz y
de vida. ¿Dividida porque no era posible encontrar en la navidad un recurso
semanal, pues navidad no se celebraba cada semana como lo era la pascua, a
pesar del gran domingo anual de primavera? Es curioso ver cómo no se fijó la
fiesta de la natividad un domingo, por ejemplo el primero después del solsticio
de invierno, sino que se eligió una fecha fija separada del día de culto por
excelencia. ¿Dividida porque no era tradicional celebra fechas de nacimientos?
En la Iglesia primitiva las fechas de nacimiento, como se decía, no eran las del
primer nacimiento sino las del nacimiento a la glorificación, por ejemplo las
fecha; del martirio; no hay que olvidar que la sagrada Escritura no parece
apreciar mucho las fiestas de cumpleaños, ya que sól cuenta el del Faraón y el
de Herodes.

Sea lo que sea, es útil recordar que la Iglesia ha esperado: casi cuatro siglos
antes de celebrar la navidad en un día determinado; y lo es mucho más cuanto
que la celebración de navidad es actualmente entre nosotros la fiesta cristiana
por excelencia. Lo mismo que la pascua tenía de alguna maneras
complemento litúrgico en la cuaresma y en la «gran semana así también se ha
exaltado navidad con un tiempo de preparación (las cuatro semanas de
adviento) y un tiempo de exultación (Ios días que separan navidad de la
epifanía). Alrededor de estos dos grandes ciclos, el de pascua, anterior
cronológica y teológicamente, y el de navidad, se ha cristalizado poco a poco
todo año litúrgico, al capricho de una fortuna variable, algunas veces
contradictoria y sobre la que la Iglesia no ha tenido nunca un intimidad. 125

124Recordemos que e! concilio de Nicea, en 325, fijó la manera de calcular la


pascua en el cristianismo. Es el primer domingo después del plenilunio que
sigue al equinocio de primavera.
125Por eiemplo, la fiesta de la Trinidad se celebra, en occidente el primer
domingo después de pentecostés; en oriente, este domingo es la festividad de
todo los santos.
Hay que añadir que, desde el siglo segundo al menos, aquel también es difícil
fijar el terminus a quo, la Iglesia no celebra sino el domingo, pero indicaba
además, por la práctica de ayuda

16. CULTO

el miércoles, día de la traición de Jesús, y el viernes, día de su muerte,


conmemorando así el conjunto del misterio de la salvación cada semana. Hacia
el final del mismo siglo, por paralelismo a la fiesta anual de pascua, da una
correspondencia anual a estos miércoles y viernes de ayuno, no celebrando el
viernes santo, que no se hará hasta mucho más tarde, sino conmemorando
ciertos mártires en los que Cristo continuaba sufriendo, siendo traicionado y
condenado a muerte.

Al fin del medievo, el aparato del año litúrgico había llegado a ser tan pesado y
amenazaba de tal manera distraer de la verdadera fe, que la Reforma se
dedicó a aligerarlo considerablemente. Tampoco aquí podemos entrar en
muchos detalles. Señalemos solamente que esta estilización del año litúrgico
ha sido muy diversa de una región a otra, de una Iglesia a otra: aquí más
conservadora, allí más radical. Lutero, por ejemplo, aunque hubiese deseado
ver las fiestas atraídas por el domingo más próximo, quería mantener todas las
fiestas que se pudiesen relacionar directamente a la historia de la salvación,
resumida por el símbolo de los apóstoles; por tanto, no sólo navidad, pascua, la
ascensión, pentecostés, sino también la anunciación, la candelaria, la
circuncisión de Cristo, la epifanía. Supo ser paciente también respecto a otras
fiestas: en 1523 suprimió el corpus, la fiesta de la eucaristía, instituida en
occidente a partir de 1264, mientras que el mismo año pedía tener paciencia
antes de suprimir las fiestas del nacimiento de la Virgen, el 8 de setiembre, y la
de su asunción, el 15 de agosto; sin embargo, en ciertas iglesias luteranas
estas fiestas fueron mantenidas más tarde, lo mismo que la conmemoración de
los apóstoles, de san Miguel y de ciertos santos.

En cuanto al Prayer book, el propio prevé la celebración del ciclo de navidad y


el de pascua ya tradicionales, la conmemoración de los apóstoles, incluida la
conversión de san Pablo, de los evangelistas, de san Juan bautista, de san
Miguel y de todos los ángeles y de todos los santos.

En la Iglesia reformada se procede, en esto también, de la manera rnás


violenta. Las ordenaciones del Palatinado sólo conservan la conmemoración
del día de navidad, del día de año nuevo126, de pascua, de la ascensión y de
pentecostés. Y las de Jülich y Berg en 1671, enumeran navidad, la circuncisión,
antes que el día de año nuevo, viernes santo (es nuevo), pascua, la ascensión
y pentecostés. Esta última lista corresponde a la que establece la Confesión

126 Lutero protestaba contra una celebración de este día que no fuera la de
circuncisión del Señor.
helvética posterior, que rechaza expresamente la conmemoración de los santos
y añade:

Confesamos que no es infructuoso que en un tiempo y lugar conveniente la


memoria de los santos se recomienda al pueblo en los sermones públicos y
que el ejemplo de los santos se proponga para ser imitado. 127

Hay que notar, sin embargo, que en ciertos sitios se intentado suprimir
enteramente el calendario eclesiástico, como en Escocia, o suprimir la fiesta de
navidad, como en Neuchátel: pero el pueblo no aceptó tales derribos y, aun si
las razones de oposición no eran quizás de una perfecta pureza teológica, hay
que alegrarse de ello, porque el año litúrgico combate eficazmente un
docetización del evangelio.

Tenemos, en efecto, que preguntarnos sobre la legitimidad y una celebración


del año litúrgico.

A primera vista, parece que el Nuevo Testamento niega es legitimidad: san


Juan hace subir a Jesús regularmente a Jerusalén salen los días de fiesta, para
significar que él es su cumplimiento y, por consiguiente, su fin. San Pablo, al
ver que los gálatas observan los días, los meses, las estaciones, los años,
teme haber trabajado en vano entre ellos (Gal 4, 10), porque las fiestas, lo
novilunios, los sábados, son sombra de lo futuro, cuya realidad es Cristo(Col 2,
16). A menudo se ha deducido de aquí un devaluación general del año litúrgico
cristiano; pero, ciertamente, sin razón. Lo que el apóstol combate es una
manera inactínica, es decir judía, de observar el año litúrgico; es no comprende
que dicha celebración compromete la fe cristiana, y yo diré

con gusto que el resultado de esta polémica explícitamente paulina e


implícitamente joánica contra la observancia del año litúrgico judío y que la
manera de celebrarlo es un test de la fe que uno confiesa y que tiene, por
consiguiente, que manifestar lo que se cree.

La legitimidad de una celebración del año litúrgico está, pues, sometida a una
condición absoluta: que el ciclo de este año celebra a Cristo.

Oigamos a A. D. Müller:

El año litúrgico no puede ser sino un desarrollo de la revelación que llega a ser
acontecimiento en Cristo, es decir que el año litúrgico no puede ser más que un
año de Cristo. Pero para poder serlo, hace falta que este año litúrgico tenga en
cuenta la cristología de las cartas a los colosenses y a los efesios, según la
cual Cristo no es solamente el Jesús de la historia, sino también el Señor de la
historia y la encarnación de todos los poderes creadores del cosmos... De este

127 W. NIESEL., o. c., 205.


modo, el año litúrgico sirve para desarrollar y realizar sobre la superficie tan
vasta de la vida histórica y natural el conjunto de lo contenido en la revelación
cristiana...

En otras palabras, el año litúrgico no comprendería solamente las fiestas


cristianas, sino que abarcaría igualmente la juventud, la maternidad, la
enfermedad, la patria, las cosechas, el trabajo, el año nuevo y qué sé yo
cuántas cosas más. Esto me parece totalmente falso y está precisamente en la
línea de los «novilunios», que san Pablo no admite (Col 2, 16). Es falso, no
porque Cristo no haya llegado a ser el Señor del cosmos, ni porque éste no
tenga el derecho de pedir acceso al culto de la Iglesia para encontrar su
verdadera orientación, sino por estas dos razones: en primer lugar, porque el
culto cristiano celebra la historia de la salvación del mundo y, por tanto, el
Jesús histórico, el único que nos permite comprender el Cristo cósmico; en
segundo lugar, porque el cosmos no necesita ser celebrado, ya que está
llamado, por el contrario, a entrar en la celebración que alaba y confiesa a
Jesús de Nazaret como Cristo de Dios. Y este acceso del cosmos a la liturgia
de Ia Iglesia es suficiente por el hecho de que el culto para ser él mismo tiene
lugar en el tiempo, necesita pan, vino, sonido y luz. Además, el cosmos y sus
fuerzas están también en el evangelio de la ascensión.

El criterio, según el cual el año litúrgico no es legítimo sino en la medida en que


ayude a celebrar la historia de la salvación realizada en Jesús de Nazaret,
permite elegir y clasificar las fiestas cristianas. Entonces es legítimo celebrar el
nacimiento de Jesús, su pasión, su resurrección, su ascensión y el envío del
Espíritu Santo, con todo lo que gravita inmediatamente alrededor de estas
fiestas: la anunciación, la circuncisión, la epifanía, el domingo de ramos. Es
legítimo también que la Iglesia se prepare a estas fiestas y que se goce en
ellas, es decir que los dos puntos culminantes del año litúrgico, pascua y
navidad, estén precedidos y seguidos de semanas que permitan vivirlos bien.
Pero el criterio que hemos seguido permite excluir, en consecuencia, ciertas
fiestas introducidas abusivamente en el año litúrgico, creadas por nuestro
orgullo y nuestro aburrimiento.

No tiene que plantearse la pregunta mundana y descristianizada: «¿qué


haremos el domingo?», como si la celebración de una pascua semanal se
hiciese fatigosa y hubiera que imaginar, entonces, un domingo de las madres,
un domingo de los enfermos 128, un domingo de las cosechas, un domingo de
la patria y qué sé yo. En verdad, habría que tener valor para poner fin a este
abuso, a este chantaje y a esta amenaza. ¡Si el mundo se aburre el domingo, la
Iglesia no tiene que santificar este aburrimiento, prostituyendo este día!

Aquí se plantea otra pregunta: esta reducción cristológica del año litúrgico
¿suprime toda conmemoración de los acontecimientos de la historia de la

128¡Los enfermos están presentes en todos los evangelios que relatan


curaciones!
salvación acaecidos después de pentecostés, se trate de la conversión de
Pablo, del martirio de Esteban, de la muerte en la fe de todos los santos o de la
fijación de las 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittemberg (porque el
domingo de la Reforma sería en extremo peligroso si se lo

alinea con pentecostés, más bien que con la conmemoración de un santo)?


Para responder a esta pregunta es preciso recordar que nunca se puede tener
a Jesús sin tener con él a su Iglesia, pero que jamás esta le reemplaza. Por
esto, me parece en principio que no en el domingo, sino entre semana, debería
hacerse memoria nominalmente, en la devoción privada o en los oficios
cotidianos, de los apóstoles, de los santos, de los mártires, de los profetas 129,
de los reformadores, de los arcángeles y de los ángeles (San Miguel) y que en
domingo debería bastar su mención en el memento y en el prefacio
eucarísticos: efectivamente ellos están ahí en su verdadero lugar,
exceptuándose el recuerdo, hecho a lo largo de la predicación, del ejemplo de
aquel cuyo recuerdo se conmemorará en la semana que se abre, puesto que:

no es infructuoso que en un tiempo y lugar conveniente la memoria de los


santos se recomiende al pueblo..., y que al ejemplo de los santos se proponga
para ser imitado. 130

Está claro que este recuerdo entre semana 131 no provocaría días festivos. Los
abusos del medievo sobre este punto están ahora suficientemente olvidados,
como para no tener que pedir con Lutero que los aniversarios de los grandes
testigos de Cristo se trasladen a los domingos.

Nos es necesario ver si es útil la legitimidad establecida del año litúrgico. En la


medida en que comprendemos que se trata de una conveniencia de disciplina
eclesiástica y no de una obligación de la que depende la salvación eterna, el
año litúrgico es de una utilidad evidente, porque proporciona año tras año una
repetición (repetitorium) de la historia de la salvación: da a las autoridades de la
Iglesia la seguridad de que en todas las parroquias se proclama el fundamento
de la salvación y de lo que justifica la existencia de la Iglesia; obliga a los
pastores

a procurar constantemente alimento en el evangelio para la fe y la vida de sus


rebaños; ofrece a los fieles la oportunidad de gustar la plenitud del misterio de

129La festividad de san Juan bautista no basta para mantener viva, en !a


conciencia de la Iglesia, que la historia de Israel forma parte de la historia de la
salvación.
130 Confesión helvética posterior; cf. W. NIESFX, O. C, 269.

Este recuerdo se encuentra reducido a la lista prescrita por el Prayer Book,


131

por ejemplo; pero, ¿por qué no añadir el 31 de octubre, conmemoración de la


Reforma?
la salvación y al mundo la ocasión de reflexionar ante los grandes llamamientos
del amor de Dios.

Si se prueba la utilidad de respetar el año litúrgico por lo que se acaba de


enumerar, sin embargo, no se sigue que éste deba cristalizarse en las 52
semanas del año, para que cada domingo tome su aspecto y su contenido
propio. Por esta causa, hay que afirmar que la Iglesia reformada ha prestado
un gran servicio a la Iglesia, por muy viva que haya sido su reacción contra el
año litúrgico, al negarse a seguirla en lo que no eran las fiestas y, por
consecuencia, al negarse a alinearse con la reforma luterana y anglicana.
Ciertamente, no es que la protesta reformada no haya provocado en este punto
estragos tan graves como los que quería curar, pues de ella ha venido la
incoherencia y la improvisación en la elección de los textos de la predicación
reformada; pero ha mostrado que el quinto domingo después de epifanía o el
decimoséptimo después de la trinidad no tenía derecho a un respeto,
correspondiente al respeto que se debe al domingo de pascua o al de
pentecostés.

Es necesario que el año litúrgico no comprometa la posibilidad de la lectio


continua, conocida en la Iglesia primitiva y restaurada por la Iglesia reformada.
Y, por esto, me parecía acertado que la observación del año litúrgico se
redujera a la del ciclo de pascua (de septuagésima o solamente del miércoles
de ceniza a pentecostés) y a la del ciclo de navidad (del primer domingo de
adviento a la epifanía) para permitir el abandono de la lectio selecta en favor de
la lectio continua, entre temporadas y por decisiones eclesiales renovadas de
año en año. 132

Una última observación: el domingo del año es la pascua. Es ésta el origen, el


corazón, la justificación del año litúrgico. La

Pascua «se pasea» de año en año entre marzo y abril, ya que, después de la
decisión del concilio de Nicea, ésta cae en el primer domingo que sigue a la
luna llena, el equinoccio de primavera. Se pregunta a menudo si no convendría
«inmovilizar» la pascua y atribuirle un domingo fijo. Y no tienen que plantearse
esta pregunta únicamente los beneficiados del turismo primaveral o las
comisiones escolares que deben fijar vacaciones de pascua. Lutero ya lo pedía
en su escrito Von Concilien uncí Kirchen de 1539, y hoy lo pide Richard
Paquier, cuando propone que la pascua sea fija siempre «el primero o segundo
domingo de abril, lo que evitaría en el calendario litúrgico inútiles

132 Este leccionario podría prever las perícopas evangélicas entre epifanía y
cuaresma, los textos de las lecturas para el tiempo de pentecostés hasta
finales de agosto, y los pasajes del Antiguo Testamento para setiembre y
adviento. Es obvio que los textos propuestos irían acompañados de otros dos:
del Antiguo Testamento y de las cartas cuando se predica sobre el evangelio, y
así correlativamente.
complicaciones» 133. Tal medida me parecería desdichada por tres razones: en
primer lugar, porque es bueno que la Iglesia no sacrifique demasiado a la
racionalización que, al simplificar la vida del mundo, contribuye a hacerla
enojosa; en segundo lugar, porque la carencia de fecha fija para la pascua
introduce en el calendario eclesiástico, con el número de domingos después de
epifanía y después de pentecostés, una cierta movilidad que le impide
establecerse en algo fijo; finalmente, y sobre todo, porque gracias también a la
movilidad de la fiesta de la pascua el cosmos puede entrar en la celebración de
la salvación del mundo, ya que la luna y el sol tienen que decir su palabra para
«indicar las estaciones, los días y los años» (Gen 1, 14), pues así ellos pueden
contribuir a la adoración del Señor. La movilidad de la fiesta de la pascua hace
vivir el año litúrgico y lo protege también contra cierto docetismo: no
conmemora una idea intemporal, sino un acontecimiento que ha tenido lugar en
los ritmos del mundo creado.

3. La santificación del tiempo

Lo que hemos dicho del domingo y del año eclesiástico nos introduce en un
campo que rebasa de lejos el cuadro de una liturgia: el de la santificación del
tiempo. Hacemos una rápida incursión en él.

¿Cómo definir la santificación del tiempo? Santificar el tiempo es reconocer que


su punto de orientación, lo mismo que su punto culminante, es el misterio de la
muerte y de la resurrección de Cristo. Es referirlo a este momento central y
determinante, aunque esté cronológicamente próximo o lejano del mismo. Las
treinta horas que separan el mediodía del viernes santo de la mañana de
pascua son el polo misterioso, oculto y real de todo el tiempo, de toda la
historia; no solamente de la historia santa, que va desde la elección de
Abrahán al surgimiento de la Iglesia, sino también de la historia profana e
incluso de la historia que rebasa la historia y que no se puede más que
adivinar: la de la creación y la del fin del mundo. De suerte que toda la historia,
la historia de Israel y la historia de la Iglesia, la historia de las naciones, la
prehistoria y la escatología, para que nos abran su secreto debe ser
interpretada cristológica-mente.

Por su parte, el tiempo del culto sirve a esta santificación del tiempo, por dos
razones: primero, porque el culto, celebrándose en el tiempo, reivindica a éste
para Cristo, establece sobre él la pretensión señorial de Cristo; y, segundo,
porque el culto, celebrándose en el tiempo, lo consagra a Cristo, lo somete a la
pretensión señorial de Cristo. Por este movimiento, primero de reivindicación,
luego de consagración del tiempo, participa el culto en la santificación del
tiempo. Recapitulando la historia de la salvación, en cualquier momento que
esto sea, él relación; el momento en que es celebrado al acontecimiento único
y centra que justifica al tiempo.

133Lutero tenía motivos menos plasmáticos: creía que era judaizar el calcular la
fecha de la pascua por analogía al cómputo israelita.
Pero no sólo el momento en que se celebra es reivindicado entonces para
Cristo y consagrado a Cristo y, por tanto, justificado por su referencia al
momento central del tiempo: también es reivindicado, consagrado y justificado
aquél, cuya primicia; es este tiempo del culto, según el esquema bíblico de la
parte por el todo. Quiero decir que toda la semana se santifica por el culto
dominical, como todo el año lo es por la celebración de la pascua y como todo
el día lo es por estos momentos de oración diaria que la Didaché (8, 3)
recomienda a los cristianos y en la tradición monacal serán las «horas».

Este principio de la santificación riel todo por la reivindicación y la


consagración, por la santificación de la parte, principio que está en la base
misma de la doctrina bíblica de la elección y que da ésta un alcance misionero,
nos interesa ahora directamente por dos motivos.

Este principio muestra, en efecto, que basta un domingo a la semana y que si


el domingo se celebra verdaderamente como tal, el lunes, el martes, el
miércoles, etc., pueden no querer imitar el domingo, porque éste los ha
santificado y les permite ser lo que son: distintos del domingo. Pues lo que
hace del domingo un domingo es, en primer lugar, que en él se celebra la
eucaristía. Si se la celebra el domingo no es necesario hacerlo también el
miércoles o el viernes. La eucaristía dominical basta para toda la semana. Está
bien que ella repercuta y se explicite en los oficios cotidianos privados o
familiares o comunitarios. Pero no tiene necesidad de repetirse. Se duda del
poder santificador del domingo cuando se da carácter dominical a otros días de
la semana por la celebración de la eucaristía. No estamos todavía en el reino y
hay que dejar que la semana sea algo distinto del domingo. Así, pues, si la
cena constituye parte esencial del domingo para que éste no se falsifique, la
cena dominical es suficiente para la vida de la Iglesia, y el celebrar la cena
entre semana es contribuir a una falsificación del domingo.

Pero no sólo la celebración de la cena, ya que ésta se sobreentiende siempre


como el punto culminante del culto completo, que abarca todos los elementos
enumerados en el capítulo 6. Lo que hace del domingo un domingo es que la
cena se celebra en medio del pueblo de Dios, congregado para encontrar al
Señor, recibirle y entregarse a él. Y esto nos lleva a pedir una santificación del
tiempo no solamente por la comunión dominical, sino por la unicidad de la
misma.

La doctrina de la Iglesia ha sido atacada y alterada, cuando por razones de


cura de almas, sin duda es decir por amor, ha comenzado a multiplicar los
servicios eucarísticos del domingo o a defender, no antes de 1517, que es
posible cumplir los deberes dominicales en otro sitio distinto a su parroquia. Si
hay que reservar al domingo la celebración eucarística, ésta. Como
quería la Iglesia primitiva, debería ser única en cada parroquia, y debería reunir
el cuerpo eclesial que es una parroquia. Multiplicar los servicios de cena o no
considerar como excepcional que se comulgue en otro sitio distinto a la
parroquia, es hace pedazos el carácter esencialmente comunitario de la Iglesia,
es hacer pensar que la salvación individualiza, siendo así que personaliza a los
fieles.

La costumbre reformada de tener sólo un culto parroquia cada domingo, con


excepciones de oficios eventuales, aunque estos deberían tener lugar más bien
entre semana, es, pues, un; buena costumbre cristiana y hay que reforzarla,
más que atenuar la, para salir al frente de la pereza o de la indiferencia de los
feligreses. Por otra parte, la mejor manera de reforzarla consistir, en volver a
encontrar para este culto parroquial la celebración re guiar de la santa
comunión.

9 EL LUGAR DEL CULTO

ABORDAMOS ahora un capítulo apasionante y complicado, ya que no basta


dar algunas directrices prácticas para la instalación de los lugares del culto: se
trata de examinar la legitimidad teológica de los lugares del culto. Me parece
posible agrupar lo esencial de lo que hay que decir en tres apartados:
comenzaremos hablando de la presencia de Cristo y de los signos de esta
presencia; veremos después que el papel de los lugares del culto es recibir y
exhibir armoniosamente estos signos de la presencia de Cristo; para terminar
con una breve observación sobre el lugar del culto como principio de la
santificación del espacio.

1. Los signos de la presencia de Cristo

En la nueva alianza el Señor no escogió un lugar para manifestar su presencia


como designó, explícitamente o no, un día para que se conmemorase la
salvación. Por otra parte, aun en la antigua alianza la cosa no está tan clara
como podría creerse, cuando uno se contenta con pensar en el templo de
Jerusalén y en todo lo que significaba. En efecto, el pueblo de Israel no estaba
sin Dios cuando, antes de Salomón o durante el exilio, se hallaba sin templo. Y
en la gran oración dirigida al Señor por Salomón en el momento de la
dedicación del templo de Jerusalén está bien claro que el Señor reside en el
cielo, que no puede convertirte en el prisionero del lugar donde se invoque
su nombre ( 1 Re 8,27, 30, 31, 34, 36, 39, 43, 45. 49).

Ciertamente, existen sitios privilegiados que llegan a ser lugar de culto: lugares
de epifanía divina: Siquén, Betel, Maniré para la historia de Abrahán, etc., o
lugar de elección divina, como Jerusalén. Pero Dios no está detenido allí:
acompaña a su pueblo cuando este es nómada, verdad que constituye toda la
teología del arca de la alianza; puede abandonar el templo y hacerlo destruir
sin perder por ello su divinidad cuando su pueblo le engaña. La teología del
Antiguo Testamento ya muestra que el lugar por excelencia de la presencia de
Dios, y, por consiguiente el lugar del culto, es el pueblo que le invoca. El habita
con su pueblo, donde quiera que éste se encuentre. Y si es exacto que existen
lugares sagrados, no es para insinuar que Dios esté localizado en ellos,
exclusivamente, sino para manifestar que Dios interviene, en el mundo y
reivindica la tierra entera; es para manifestar también que Dios llama a su
pueblo para encontrarle en la tierra.

La nueva alianza comienza por una concentración, por una reducción


cristológica de la presencia de Dios. En Jesús de Nazaret «habita la plenitud de
la divinidad» (Col 2, 9), en él la palabra eterna de Dios «puso su tienda entre
nosotros» (éaxTjvoicsv ev T|¡iív. Jn 1. 14): él es plenamente, totalmente el
lugar de la presencia de Dios, el templo de Dios (cf. Jn 2, 19 s.). Para estar
cerca de Dios hay que estar en Cristo, hay que entrar en su cuerpo por el
bautismo, de suerte que el cuerpo de Cristo, nueva denominación del pueblo
de Dios, de suerte que la Iglesia llegue a ser, después de pentecostés, el
templo (cf. 1 Cor 3, 16 s.; Ef 2, 20-22; 1 Pe 2, 4-10, etc.), y no sólo la Iglesia en
su carácter comunitario, sino cada miembro de la Iglesia por sí mismo: siendo
cristóforo y pneumntóforo es un templo, un «lugar de culto», consagrado a
hacer conocer, a reflejar y a alabar a su Señor (cf. 1 Cor 6, 19 s.).

El verdadero templo de Dios es, pues, el cuerpo de Cristo, el cuerpo físico de


Jesús, su cuerpo carnal, el que los apóstoles vieron y tocaron con sus
manos. Sobre esta
Verdad fundamental reposa, como sobre la piedra angular, todo lo que Pablo y
Pedro han podido decir sobre la iglesia que es cuerpo de Cristo y templo de
Dios.

El lugar de culto, de este modo, es esencialmente el lugar donde se encuentra


Cristo. Y Cristo se encuentra donde dos o tres están reunidos en su nombre
(Mt 18. 20).

También se podría decir: el lugar de culto cristiano es la Iglesia congregada. No


es primeramente un edificio, sino una asamblea; y si edificios construidos por
mano de hombre (cf. Me 14, 58; Hech 7, 48; 17, 24; Hcb 9, 11, 24) podrán
convertirse en lugares de culto, es simplemente porque ellos están destinados
a congregar al pueblo litúrgico. Pero el pueblo es el templo.

Antes de proseguir puede valer la pena hacer dos observaciones marginales:

Hay que recordar, en primer lugar, que según la enseñanza unánime del Nuevo
Testamento, estas asambleas litúrgicas están siempre localizadas
primeramente en una localidad, no en un edificio: se dan los amados de Dios
que están en Roma (Rom 1, 7), se da la Iglesia de Dios tal como ella existe en
Corinto (1 Cor 1, 2), etc. De alguna manera, estas localidades, en cuanto tales,
son las que se convierten en lugar de culto, es decir lugar de la presencia de
Cristo. Esto es importante para comprender el carácter reivindicador y
consagrador del espacio que circunda, en una localidad, una asamblea litúrgica
y el edificio de reunión.

Es necesario saber que para el Nuevo Testamento la legitimidad de estas


asambleas litúrgicas no está ligada a su dependencia de otra asamblea
litúrgica. No son lugares de culto por referirse a otro lugar de culto particular.
No son por referenciar a la asamblea litúrgica de un lugar, como eran la
sinagoga judía respecto del templo de Jerusalén. No son sinagogas, sino
iglesias: y lo que hace de ellas lugares de culto no es la organización y la
estructura de unidad que puedan darse, sino la presencia de Cristo en
medio de ellas134.

El lugar de culto cristiano es la asamblea en la que está presente Jesucristo,


verdadero templo de Dios, por el poder del Espíritu. Después de estas
observaciones demasiado esquemáticas de principio que acabamos de hacer,
vamos a detenernos un poco más extensamente en los signos de la presencia
de Cristo que convierten la asamblea litúrgica en un lugar de culto.

En el momento de dejar a los suyos para entrar en la gloria. Jesús les dice: «Yo
estaré con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo» (Mt 28,
20). ¿Cómo permanece él, la plena epifanía de Dios, presente entre los suyos?
A esta pregunta se dirá, midiendo las palabras, que Jesús permanece presente
entre los suyos, por el envío del Espíritu Santo que vivifica los signos instituidos
o designados por Jesucristo, para testimoniar su presencia salvífica. La Iglesia
está, pues, localmente, donde actúen los medios de la gracia que relacionan a
la historia de la salvación y aseguran su duración. Tomemos uno a uno los
diferentes términos de esta afirmación preliminar.

Hemos de comenzar con la enumeración de los medios ordinarios de la gracia


designados o instituidos por Jesucristo. Encuentro, sobre todo, cuatro: la
palabra, el pan y el vino, los ministros, el prójimo.

La palabra, ya que quien permanece en ella, permanece en Cristo y Cristo en


el (Jn 5, 30; 8, 31; 15, 7; 1 Jn 2, 14; 2 Jn 2, etc.).

El pan y el vino de la cena, puesto que son el cuerpo y la sangre de Cristo (Me
14, 22, 24 y par.; 1 Cor 11, 24 s.; cf. Jn ó, 51-58).

Los ministros de Cristo, porque quien les oye, a él oye (Le 10. 16; Gal 4. 14: 1
Tes 4, 8; 2 Cor 5, 20. etc.).

El prójimo, porque quien hace el bien u uno de estos pequeñuelos, lo hace al


mismo Cristo (Mt 10, 42; 25, 35-40, 42-45, etc.).

Se da, pues, lugar de culto donde la palabra de Cristo es proclamada,


celebrada la cena, reconocido el ministerio, socorrido el prójimo; o, más bien,
para saber dónde se encuentra el lugar del culto cristiano, hay que saber dónde

En un contexto no litúrgico, sino eclcsiológico, habría que examinar aquí el


134

papel desempeñado por la asamblea litúrgica Je Jerusalén en la Iglesia


naciente y la [elación y la diferencia teológicas que hay entre una iglesia y una
parroquia.
se permanece en Cristo, es decir dónde se permanece en su palabra, dónde se
le come, dónde se encuentran sus embajadores y dónde se da una
preocupación por sus miembros.

Para que haya lugar de culto en el sentido propio del término es necesario, sin
embargo, que estos cuatro signos de la presencia de Cristo se encuentren
normalmente juntos. Ciertamente, cada vez que se proclama la palabra de Dios
en una casa privada, en una plaza pública, en un lugar cualquiera de reunión,
quiere provocar una epifanía del Señor y, por consiguiente, tallar un trozo de
este mundo para hacer de él un lugar reivindicado por el Señor: un lugar santo.
Del mismo modo, cada vez que se celebra la cena, por ejemplo en una
habitación privada junto a un enfermo, su celebración misma santifica el sitio en
que se realiza. De igual manera, un tribunal, por ejemplo, donde comparece un
ministro de Cristo para dar testimonio, se convierte por este mismo hecho en
lugar de epifanía y, por tanto, lugar de culto; de un modo semejante, también,
se encuentran transfigurados por esta presencia un hospital donde se cuida a
Cristo en un enfermo, un asilo nocturno donde se le recibe en un pobre. Pero si
todo esto es exacto y si nada de esto debe olvidarse, el lugar de culto, en el
sentido pleno de la palabra, es la asamblea de la Iglesia para vivir y conocer el
cuádruple signo de la presencia de Cristo.

Pero la eficacia de los medios instituidos o designados por Jesucristo para


testimoniar su presencia no está a la disposición de la Iglesia. No se da
automatismo entre presencia o medio de la gracia y presencia real del Señor,
porque Jesucristo no ha instituido o designado simplemente estos medios para
asegurar su presencia: además de esto, él ha prometido, sobre todo, el envío
del Espíritu Santo. Estos medios son eficaces por la virtud y operación del
Espíritu. Son los lugares ordinarios de Impacto de la obra del Espíritu, pero no
son trampas que se cerraran en torno al Espíritu. Porque el Espíritu es Dios y
Dios es soberano. El no está a la disposición de la Iglesia. Esta no puede sino
orar para que el Señor venga en medio de ella: ¡es el marañalftal; sólo puede
suplicar al Espíritu Santo que venga ;i vivificar la Biblia, el pan y el vino, los
hombres, para que renazcan a su verdadero ministerio, como nació de nuevo
bajo la fuerza del Espíritu el gran ejército de la visión de Ezequiel (37, 1 s.).

Una vez más vemos cómo no puede haber culto cristiano sin epíclesis. Pero si
el Espíritu, vivificador de los medios de la gracia, es soberano, también es fiel.
Cuando la Iglesia es lugar de culto por su reunión en nombre de Jesús, cuando
en medio de ella se abre la Biblia, cuando se distribuye el pan y el vino, cuando
se bendice o absuelve a los fieles, cuando los pobres son socorridos y
conducidos a la presencia de Dios por la intercesión, la Iglesia no tiene que
preguntarse si se la acoge favorablemente o no. Ella puede saber que Dios
quiere acogerla, que él no es un tirano sádico y veleidoso que promete su
presencia y no viene: Dios no es Godot. Y si por desgracia el Espíritu no
responde a su llamamiento con la plenitud de su promesa o si responde con el
silencio, no es que piense en otra cosa, que permanezca retirado o que esté de
viaje o duerma fcf. 1 Re 18. 27), sino que la falta procede de la Iglesia: falta de
fe (cf. Me 6, 5), falta de obediencia (cf. 1 Cor 11, 30 s.) y falta de pureza (cf.
Heb 12, 14 s.; Jos 7, etc.) que comprometen la eficacia del culto y hastían al
Señor.

Antes de proseguir, es importante añadir dos observaciones.


La primera concierne al pan y al vino de la cena. 135

Respecto al pan, nos encontramos en presencia de dos tradiciones: la


occidental romana, a la que han permanecido fieles

la Iglesia anglicana y numerosas Iglesias luteranos, que utiliza pan no


fermentado bajo la forma de hostias o de oblea; y la oriental, que se atiene
firmemente al empleo del pan fermentado, por tanto, del pan ordinario. En el
siglo XVI, la Iglesia reformada dudó: por una parte, se observa la preferencia
del panis cibarius, el pan que se come ordinariamente; y, por otra, se ve por
ejemplo a la Iglesia de Berna que impone las hostias en la Suiza francesa en
1538, medida aplicada a las Iglesias de su obediencia en 1605-1606
solamente, pero mantenida hasta hoy en ciertas Iglesias de la Suiza alemana.

Generalmente, las Iglesias reformadas se han incorporado a la tradición


oriental y utilizan pan ordinario. No tienen ninguna razón para cambiar sobre
este punto. 136 Ciertamente, el empleo del pan ácimo no quita la validez a la
eucaristía. Las razones, sin embargo, que se podrían dar para justificar el pan
ácimo en lugar del fermentado no son convincentes. Es cierto que permiten
más fácilmente la reserva del pan consagrado y que evitan también más
fácilmente un desmenuzamiento del pan y, por consiguiente, que sus partículas
no se pierdan; pero estas preocupaciones son menores, comparadas con la
utilidad de mostrar que la cena es un banquete, donde el pan se rompe y
reparte entre los comulgantes; y comparadas, también, con el alcance
simbólico de la acción: tomar una oblea o una tableta de ácimo, es decir algo
distinto de lo que comúnmente se entiende por pan, cuando se dice que el
Señor cogió «pan» dificulta la comprensión y, es el argumento más importante,
puede hacer creer peligrosamente que la salvación falsifica, altera,
«transubstancia» lo que toma a su servicio, cuando, en realidad, escoge y
transfigura precisamente el don de este mundo 137. Por esto, se utilizará pan
fermentado ateniéndose a la tradición reformada y oriental.

135Si tuviésemos que tratar no sólo del cuito parroquial ordinario, sino del
conjunto de la liturgia, nos haría falta hablar también de otros «deméritos»
sacramentales: el agua del bautismo y el aceite, que desempeñan en el Nuevo
Testamento un papel que el protestantismo olvida, de ordinario,
completamente.
136Es difícil precisar el problema de si Jesús utilizó o no pan ácimo. Si la cena
fue instituida en el momento de un banquete de Kiddush, Jesús debió utilizar
pan fermentado; mientras que si el banquete era pascual, el pan era sin
levadura.
137Se trata de una especie de castración: pan sin levadura para la cena, vino
sin alcohol para la cena, hombres sin mujer para el ministerio, etc.
Respecto al vino los reformadores, Lutero, Calvino y sus compañeros se
separaron de lo que era costumbre general en la

Iglesia cristiana, abandonando el uso del vino mezclado con agua para la cena.
Esta costumbre, atestiguada explícitamente por vez primera por Justino mártir y
que tal vez se remonte al mismo Jesús, ha tenido explicaciones diferentes en la
tradición. San Cipriano veía en ella un símbolo de la Iglesia que se mezclaba
con Cristo para mostrar que él la toma consigo. Ambrosio veía una alusión a la
herida del costado de Cristo, de la que emanaba sangre y aguo. Entre los
ortodoxos se piensa en las dos naturalezas de Cristo y en la presencia del
Espíritu (el agua que se mezcla con el vino es caliente). Todavía se han dado
otras explicaciones. Querer ahora incorporarse a esta tradición antigua y
general, Max Thurian se pregunta si no haríamos bien con hacerlo, no me
parece indispensable, ya que si no mezclamos agua al vino, no es por
monofisismo, como los armenios. Esto crearía, en efecto, problemas que
podrían aparecer como esenciales, cuando son muy marginales. Se tomará,
pues, vino puro; pero, ¿qué clase de vino?, ¿vino tinto o vino blanco?. ¿vino sin
alcohol o vino fermentado? El vino tinto parece preferible, sin que esto condene
al vino blanco, porque muy verosímilmente los judíos lo utilizaban para la
pascua y, sobre todo, porque añade al sacramento de la sangre de Cristo el
poder simbólico; ahora bien, como norma general, es deseable que el
simbolismo de la celebración sacramental sea lo más apto posible y lo es más,
ciertamente, si se toma vino tinto. 138

El vino fermentado, en cambio, me parece casi de rigor. En primer lugar,


porque es obvio que Jesús empleó vino verdadero y la Iglesia apostólica
también, ya que en Corinto se bebía hasta el punto de embriagarse (1Cor 11,
21); en segundo lugar, porque tanto en este caso como en el pan importa que
las especies sacramentales se elijan entre las cosas de este mundo; que no dé
la impresión que la gracia sólo puede llegar a cosas castradas, disminuidas,
falsificadas. Ciertamente, el uso del vino sin alcohol no es sin duda más nocivo
que el del pan sin levadura. Creo que se perjudica a Dios al poner a su
disposición cosas que no agradan y que no permiten gustar lo bueno que es
el

Señor (Sal 34, 9 1Pe 2, 3). Y si verdaderamente el argumento para no utilizar


vino fermentado es evitar que la cena sea ocasión de caída para los
ex-alcoholizados, debería considerarse una necedad teológica casi blasfema y
una filantropía fuera de lugar, que se «rebaje» el vino con agua para
incorporarse así a la tradición general, ¡que tolerará bien una interpretación
más!

138Se sabe que en la Iglesia romana se utiliza, de ordinario, vino


blanco; mientras que en la Iglesia ortodoxa se prefiere el tinto.
En todo caso, habrá que guardarse de seguir la ordenación verdaderamente
curiosa de Jülich y Berg de 1671:

Los que por naturaleza tienen tal náusea del vino que no soportan ni el olor ni
el sabor, recibirán de manos del ministro, junto con el pan, una bebida a la que
estén acostumbrados. 139
140
¡¿Té, por ejemplo?!

Así, se utiliza para los elementos sacramentales y su distribución lo que


corresponde mejor a la institución de la cena, siguiendo el buen precepto del
sínodo reformado de Herborn (1586):

Ecclesia utatur iis ceremoniis tum quas praescripsit institutio Domini sine
superstitione et quae ad aedifica-tionem ecclesiae faciunt. 141

Añado dos precisiones: esto significa, en primer lugar, que se utilizará pan y
vino, y si es posible verdadero pan y verdadero vino, y no cualquier otro
alimento y cualquier otra bebida. Evidentemente puede preguntarse si, en los
lugares donde se desconozcan el pan y el vino, no sería legítimo encontrar en
los alimentos del país los sucedáneos del pan y del vino y, por consiguiente,
utilizar para la cena un alimento

qui panis et. vini vicem sustinet et corpori roborando ac cordi exhilarando
idoneus est.142

¿Hay que privar de la cena a los que no tienen pan y vino, sino mandioca y
cerveza, pasta de fruta y leche? Creo que, en principio, hay que aclimatar el
trigo y la vid en estos países, antes de tomar otras especies eucarísticas, o
importarlos, como se importa el vino de la cena en los países escandinavos o
en Inglaterra.

Esto significa, en segundo lugar, que se permitirá a la Iglesia comulgar bajo las
dos especies. Lo cual no quiere decir que una cena tomada bajo una sola
especie no valga como cena del Señor. No se excluye que la Iglesia primitiva
haya conocido cenas que sólo comprendían la fracción del pan. Lo fundamental
es que todos los comulgantes tengan parte en toda la comunión y que no se

139 Cf. W. NIESEL, o. c, 322.

140 En la Iglesia primitiva, ciertas sectas, los encratitas, los ebionitas y los
acuatianos tomaban agua en lugar de vino. La Iglesia protestó contra esto,
como era debido.
141 Cf. W. NIESEL, o. c, 296.
142 Como lo propone Hermannus Witsius.
introduzca una diferencia entre el clero y el laicado, desde cualquier
punto de vista «supersticiosa», como se había dicho en el siglo XVI.

La conformidad de la celebración con la institución de la cena presupone, pues,


que se sirva pan y vino y que todos los comulgantes tengan parte en ellos.

La segunda observación que es necesario hacer, después de lo dicho sobre los


signos de la presencia de Cristo y sobre la necesaria epíclesis, se refiere al
respeto que la Iglesia debe a lo elegido por Cristo para testimoniar su
presencia. Se trata de un campo tan amplio como delicado y que tiene
inmensas ramificaciones. Tocamos el problema en su punto más delicado:
¿qué hacer con las especies eucarísticas una vez terminada la comunión?

La práctica de la Iglesia primitiva, conservada en la Iglesia ortodoxa y


reanimada por la Reforma, estima, expresado con la extrema brutalidad de la
fuerza de este argumento, que extra usum a Christo institutum nihil habet
rationem sacramenti.

De ninguna manera quiere decir que no haya habido consagración real de las
especies, según la bella definición de Bullinger: consagrar

est Deo el sacris usibus dedicare, hoc est a communi tisú separare et iuxta
ordinationem Dei sin guian et sacro usui destinare et addicere.

Significa que, una vez terminada la celebración, el pan y el vino dejan de ser
los signos de la presencia real de Cristo... «Fuera del acto de donación del pan,
éste ya no es nada. Nada distinto de lo que era anteriormente, antes de que
Cristo lo tomase y lo ofreciera. Continúa como una posibilidad permanente de
ser aceptado por la voluntad de Cristo. El está a su disposición, pero no lo está
nunca a la del hombre como cuerpo de Cristo» 143. Pero ¿y si queda pan y vino
después de la celebración? No se puede olvidar, en efecto, que «ellos han sido
realmente portadores del cuerpo y de la sangre de Cristo» y que «tienen
derecho a ser respetados como una criatura asumida por Cristo en la unión
sacramental» (P. Brunner). Ahora bien, este respeto estaría comprometido si
se tratasen las especies con desprecio y si se las utilizase para actos mágicos.

Se evitará, pues, tanto la profanación que cometió un pastor de Neuchatel que


«reservó» las especies eucarísticas sobrantes como si fuera a hacer con ellos
una sopa, como la costumbre romana de la reserva, porque

la idolatría nos persigne demasiado cerca, para que debamos pagar con su
amenaza el beneficio tan relativo de conservar en el pan un recuerdo de la
permanencia dei ofrecimiento de Cristo. 144
143 FR. J. LEENHARDT, Ceci est mon corps. Neuchátel-Paris 1955, 59.
144 FR. J. LEENHARDT, Ibid., 60.
Se podrá, pues, consumir con los ancianos las especies consagradas. Para
esto habría que conocer antes de la comunión cuánto pan y vino hay que
preparar para que sobre lo menos

posible, lo cual no es siempre fácil; o, también, corno se hacía en la Iglesia


primitiva, llevar lo sobrante a los enfermos para permitirles participar también
de la comunión parroquial.

R. Paquier se pregunta si no habría que quemar lo sobrante, como había que


quemar las sobras del banquete pascual (Ex 12, 10). Permítaseme una
confidencia: yo acostumbraba a verter en el suelo, cerca de la iglesia, el vino
que quedaba en la copa; y eI pan, después de haber dado un trozo a cada uno
de mis hijos, lo desmenuzaba y uno de los niños iba a distribuirlo a los pájaros
del cielo, haciendo una oración por ellos.

No quiero alargarme; pero creo que aquí se nos ofrece una posibilidad de
abordar la cuestión del entierro de los cristianos: su cadáver, que por el
bautismo ha sido portador de Cristo y del Espíritu, tiene derecho a una
sepultura y a una ceremonia de entierro decentes. También es éste un
buen punto de partida para examinar el problema del respeto, con que en
la Iglesia hay que rodear a la Virgen María. Ella ha sido portadora de
Cristo y, por tanto, madre de Dios. Se sabe que la Reforma ha sido en este
punto mucho más conservadora de lo que hubiese podido imaginar el
protestantismo moderno.

La Confesión helvética posterior, ¿no habla de María semper virgo? U.


Zwinglio, ¿no publicó Eine Preáig vori der civig reinen ftfagt María, der Muter
Jesu Christi, unseres Erlósers, en el que se halla verdaderamente muy
próximo a la mariología de la Iglesia indivisa del primer milenio? No estoy
seguro, por mi parte, de que la semper virgo no comprometa la realidad del
nacimiento de Cristo y, por consiguiente, su humanidad; pero oreo, con los
reformadores, que María no ha tenido nunca otros lujos, a excepción de
Jesús; que su maternidad divina la ha marcado para siempre, la ha
consagrado para siempre, me atrevo a decirlo, a no ser la madre más que de
Jesús. Es dichosa por ludas las generaciones (Le 1, 40) porque ha dado al Hijo
de Dios su carne y su sangre. En este clima de «beatitud» hay que ocuparse,
creo yo, de los elementos sobrantes después de la comunión.

Hemos observado que el lugar por excelencia de la presencia de Dios, y, por


tanto, el lugar de culto por excelencia, es Jesús de Nazaret. Hemos notado
también que desde la ascensión él Instituyó y designó un cierto número de
signos de su presencia, que el Espíritu Santo vivifica, y una vez vivificados,
constituyen, para hablar con propiedad, la Iglesia, el cuerpo de Cristo.

Antes de precisar cómo los lugares de culto cristiano sólo se justifican en la


medida en que son un lugar de acogida y de exhibición de los signos de
la presencia de Jesucristo, hemos de recordar muy brevemente que el
cuerpo de Cristo, la Iglesia, asamblea litúrgica, no es el único lugar de culto,
porque también está el lugar del culto celeste, el «templo que está en el cielo»
(Ap 14, 17). Este durará lo que dure este siglo, antes de dar paso,
después de la parusía, a la nueva Jerusalén, donde no habrá ya templo,
pues «el Señor Dios omnipotente es su templo, como también el cordero» (Ap
21, 22). Este templo celeste, sean cuales fueren los orígenes de este término,
recuerda a la Iglesia que ella no es aquí abajo la trampa, la prisión de Dios,
sino lo que podríamos denominar «el sacramento del templo celeste». Por esto,
en la oración dominical no se dice: «Padre nuestro que estás aquí», sino
«que estás en los ciclos»; y en el credo se confiesa que el Señor
omnipotente «está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso»,
puesto que «subió al cielo»; y, por esto también, desde la más remota
antigüedad se clama antes de la eucaristía: «sursum cordal», «¡levantemos
los corazones!». A lo que responde la asamblea: «los tenemos levantados
hacia el Señor» (cf. Col 3, 1-4).

Esto no desmiente de ninguna manera la realidad de la presencia de Cristo


entre los suyos, y, por tanto, la realidad de un lugar de culto terrestre, ni
favorece un dualismo cualquiera, sino que muestra que todo lo que podemos
decir del lugar de culto terrestre de la Iglesia se sitúa en un ambiente
sacramental y no tiende trampas a Dios. Un lugar de culto cristiano no será,
pues, como un lugar de culto pagano «construido por manos de hombres»
(Hech 17, 24; cf. 7, 48; Heb 9, 11, 24), un lugar teológicamente pretencioso,
una celda de Dios o un sarcófago de Dios. Sólo podrá ser, en la humildad y en
la acción de gracias, una especie de estuche que permita a la asamblea
cristiana reunirse para invocar a su Señor y para gozarse de los signos de su
presencia real.

2. El lugar de exilio,
testigo de la presencia de Cristo

Llegaríamos muy lejos si quisiéramos entrar en la exposición, aun


esquemática, ríe una historia de los lugares de culto cristiano. Debemos
contentarnos con unas observaciones muy breves.

En primer lugar, está claro que la Iglesia, que por su misma naturaleza debe
reunirse, ha tenido siempre lugares de reunión. No hablo ahora de los lugares
de reuniones esencialmente misioneros, como el pórtico de Salomón (Hech 5,
12, 15; 3, 11; cf. sin duda también 2. 46; 5, 42) o las sinagogas de la diáspora
(Hech 13. 14. 44: 14, 1; 17, 1 s., 10, 17; 18, 4, 19; 19, 8, etc.), o la escuela de
Tirano donde san Pablo catequiza en Efeso (Hech 19, 9), sino de los lugares
donde la Iglesia naciente se reúne «para la fracción del pan» (Hech 20, 7). Sin
duda, se trataba de casas privadas145, como la de María, madre de Juan
Marcos, en Jerusalén (Hech 12. 12), la de Lidia en Filipos (Hecb 16, 15), etc.

En Jerusalén debían ser bastante numerosas, ya que la comunidad cristiana


145

contó muy pronto con cinco mil miembros (Hecb , 4; cf. 1, 15; 2, 41; 21, 20).
A propósito de esto, no deja de llamar la atención en la lectura de los Hechos
de los apóstoles el cuidado que tiene san Lucas de hacer notar el nombre de
los propietarios de las casas donde residieron Pedro y Pablo. También
podemos preguntarnos si, entre estas casas privadas, donde la Iglesia se
reunía para su culto en una «habitación alta» (y-spwov: Hech 1, 13; 20, 8; cf. 9,
37, 39), no había una que sobresalía de las demás y que sería precisamente la
de María, madre de Juan Marcos, en la que Jesús habría instituido la cena, se
habría aparecido a los discípulos la tarde de pascua (Le 24, 33), y en la que
habría sucedido el acontecimiento de pentecostés.

Podemos preguntarnos, finalmente, si la recomendación de hospitalidad hecha


a los obispos (1 Tim 3, 2; Tit 1, 8) no deja entender que el domicilio de éstos
debía servir de lugar de culto. Esta costumbre de reunirse principalmente
en casas privadas,

que eran a veces muy espaciosas, permaneció, de un modo bastante general,


durante mucho tiempo, aunque en el año 138 el emperador Adriano permitiera
a los cristianos la construcción de edificios de culto. Pero, aunque se conozcan
o se adivinen entonces numerosas construcciones eclesiásticas (estos
inmuebles fueron confiscados y devueltos a los obispos dos veces a Jo largo
del siglo tercero) no se trata todavía de edificios destinados únicamente al
culto, sino de «casas de iglesias», teniendo a menudo diversos pisos, que
debían cubrir todas las necesidades de la comunidad: catequesis, caridad,
vivienda del clero, etc., y no sólo para la reunión cultual, eucarística. Hoy se las
llamaría «casas parroquiales» o «grupos parroquiales».

Sólo más tarde, a partir del siglo IV, es decir a partir del momento en que el
carácter «extranjero» de la Iglesia con relación al mundo comienza a
esfumarse al darse un mundo cristiano, se empiezan a construir cada vez más
edificios eclesiásticos destinados únicamente al culto. Su estilo variará a
merced de la acentuación teológica de los diferentes elementos del culto, de
las influencias estéticas profanas, de las consolidaciones o de los
debilitamientos de la fe, entre la Iglesia de la natividad de Belén, que data de la
primera mitad del siglo IV, y la que Le Corbusier construyó en Ronchamp.

Antes de seguir adelante, quizá merezca la pena decir rápidamente una


palabra acerca de la denominación de estos lugares de culto. ¿Se trata de
iglesias o de templos? Estas cuestiones terminológicas no son absolutamente
determinantes. Observemos solamente que habría que llegar a excluir muy
pronto el término templo para que prevaleciera el de iglesia, por estas
razones:

Primero, porque la antigüedad cristiana repudió el término templo. Sólo los


judíos o los paganos tienen un templo, mientras que los cristianos no tienen
templo, al menos, construido por manos de hombres. Un «templo»
ensombrecería a Jesucristo, el único catholicum Dei templum, como dice
Tertuliano. Un «templo», además, comprometería también el carácter
sacramental de la asamblea litúrgica: en lo sucesivo no habrá ya en la tierra
ningún templo, sino en el cielo, donde Cristo está presente delante de Dios
para interceder en favor nuestro (cf. Rom 8, 34 Ap passim). Querer un templo
en la tierra «es hacer bajar a Cristo» (Rom 10, 6), es falsificar la situación
escatológica de la Iglesia y, por consiguiente, intentar meter al Señor en
prisión. Por Último, también hay que repudiar el término templo por tazones a la
vez confesionales y lingüísticas. Según toda verosimilitud, sólo en francés se
llama con agrado «templo» al lugar de culto reformado, mientras el del culto
romano es «la iglesia»; la razón de esta diferencia es que en el siglo XVIl y
XVIII se quiso injuriar a los reformados asemejándolos a los paganos, que
tienen templos. Por todas estas razones se hará muy bien llamando al lugar de
culto cristiano la iglesia. Por otra parte podemos afirmar que, por una especie
de «comunicación de idiomas», los mismos términos que convienen a la Iglesia
espiritual, convienen también a la Iglesia física, al monumento. Por lo demás, el
vocablo iglesia recuerda que lo importante es la reunión del pueblo de Dios
para el culto, no el lugar donde se tiene la reunión.

Este lugar es importante también, porque es servidor e intérprete del culto que
celebra en él la comunidad allí reunida.

Ahora vamos a enumerar los elementos de este lugar de culto, ver su


disposición funcional, su sentido simbólico, etc.

En su capítulo sobre «las asambleas sagradas y eclesiásticas». La Confesión


helvética posterior habla de lugares de culto en estos términos felices:

Que se elijan amplias y espaciosas casas, o templos, y que se expurguen de


todas las cosas indecentes a la Iglesia: que se provean y se arreglen con todo
lo requerido por la dignidad (decoro), necesidad y honestidad santas; que no
falte nada de lo requerido para los servicios y usos de la Iglesia (ad ritus et
usus ecclesiae necessarios). 146
Para no perdernos en detalles, recordemos de una vez que la tradición litúrgica
ha conocido, de manera justificada, muy numerosos arreglos de los lugares de
culto; recordemos que aquí no hay canon imperativo distinto del principio citado
hace poco

con los términos de la Confesión helvética posterior; recordemos, finalmente,


que el dominio del lugar de culto es tal que en él debe poder manifestarse
también la libertad cristiana y ese estado «sociológico» de la comunidad, del
que hemos tratado en el capítulo 6.

Para hacer el inventario de lo requerido para el servicio de la Iglesia, basta


recordar cuáles son los elementos y los oficiantes del culto: hace falta que en
un lugar de culto se pueda leer y predicar la palabra de Dios, que se puedan

146 W. NIESEL, o. c, 267.


celebrar los sacramentos; que los fieles, siguiendo sus funciones, puedan libre
mente realizar sus «liturgias» propias. Hace falta, pues, cierto número de
cosas, un cierto número de lugares donde disponerlas un cierto ambiente que
permita a estas cosas y a su disposición convertirse en símbolos.

«Lo requerido por la dignidad, necesidad y honestidad santa es, reducido al


mínimo, un facistol para la lectura de la palabra una mesa para la celebración
de la cena 147, fuentes bautismales y sedes o, al menos, emplazamientos para
los diferentes oficiantes, entre ellos, una tribuna o ambón 148 para el predicador.
En la tradición occidental, con una interrupción en Zürich durante la Reforma,
se añade, de ordinario, un órgano si es posible, para dirigir el canto de los
liturgos y de la comunidad.

¿Cómo disponer estos elementos requeridos? ¿Qué principio se adoptarán?


Porque no es posible renunciar aquí a un orden consciente, a una voluntad que
tiene necesariamente cierto valor simbólico.

A menudo, se requiere que el principio más importante d la disposición sea un


principio de tipo confesional, como construí una iglesia protestante o católico-
romana, etc. Es inevitable ciertamente que el lugar de culto deje adivinar la
confesión cristiana que se reúne allí: ya hemos visto que en el terreno litúrgico

la uniformidad ni es tradicional ni deseable. Sin embargo, creo que es


absolutamente falso construir una iglesia con el deseo de legitimar la división
de la Iglesia: sería pecar tanto contra en verdad, corno contra la esperanza. El
principio que guiará la disposición del lugar de culto no es, pues, la confesión
que allí se retine, sino la doctrina del culto cristiano, a saber, que el culto es el
lugar y el momento en que se recapitula la historia do la salvación, en que se
desarrolla la epifanía de la Iglesia, en que el mundo encuentra su fin y su
futuro. La recapitulación de la historia de la salvación exigirá emplazamientos
precisos para hacer el memorial kerigmático y sacramental de esta historia. La
epifanía de la Iglesia exigirá una traducción arquitectónica de la estructura de la
Iglesia. El carácter escatológico del culto exigirá la presencia de símbolos.

Comencemos por la traducción arquitectónica de la estructura de la Iglesia.


Hemos visto en el c. 7 que hay diferentes oficiantes en el culto y que cada uno
tiene su liturgia propia en él: la liturgia del pastor, la del diácono, la del laico y,
más al margen, la de los ancianos y, eventualmente, la de los cantores o la del
organista.

Es a la vez legítima y deseable la elección del lugar del culto parroquial


147

como lugar de bautismo, aunque no sea primitivamente cristiano.


148Habría que decir más bien una tribuna, porque la «chaire», catedral
(«chaire» es la palabra usada en el original), ha desaparecido como «mobiliario
de predicación», desde que el predicador no se sienta ya para predicar la
palabra de Dio
Esta distribución de los papeles litúrgicos provocará en traducción
arquitectónica, lo que se llamará el coro 149 (lugar donde se realizará la liturgia
del pastor, de los diáconos y de los ancianos), la nave (lugar donde se realizará
la liturgia del laicado) y. eventualmente, la galería (donde se realizará la de los
cantores y la del organista). La Iglesia se asemeja, entonces, a una especie de
barco150. No quiero entrar en detalladas explicaciones para justificar esta
disposición, que es la más tradicional. Me contento con estas breves
observaciones:

Con frecuencia se ha querido, entre los reformados en particular, que el lugar


de culto simbolice el hecho de que, donde dos o tres están reunidos en nombre
de Cristo, él está en medio de ellos. En ese caso, ¿alrededor de qué se
agrupan los fieles? ¿de la mesa santa?, ¿cómo scouts alrededor de un fuego
de campamento?, ¿en el anfiteatro, como espectadores alrededor de una
escena?, ¿como estudiantes de medicina alrededor de un quirófano? Creo que
a la larga esto es difícilmente soportable por estas razones: en primer lugar,
porque la dualidad de los medio de la gracia, de los signos principales de la
presencia de Cristo, la palabra y la cena, corren el riesgo de desequilibrarse:
par; este género de disposición, sólo tendría que estar la mesa santa en
segundo lugar, porque esta disposición atenúa la tensión escatológica
haciendo creer que se ha llegado ya o, al contrario mundaniza la congregación
que se encuentra en ese momento frente a sí misma 151: la eclesiología de
Schclciermacher se inclina por esta disposición y uno se admira de que
encuentre tanto defensores... entre los barthianos; por último, porque esta
disposición atenúa el carácter de encuentro cara a cara entre el Señor,
presente en la palabra y la cena, y su pueblo: Jesús corre el riesgo de dejar de
ser el Señor, para convertirse en un buen compañero al que se rodea, como se
hace con un campeón ciclista: después de su victoria.

149Recordamos que no se debe confundir este vocablo, «coro» (choeur), con la


significación normal que tiene entre nosotros: el conjunto de personas que
cantan en la ceremonia litúrgica o el lugar en que se colocan o el sitio donde
los canónigos cantan el oficio divino en las catedrales.
Es una costumbre propia de España la colocación de dicho coro en el centro de
la catedral. En muchas regiones europeas y en algunas iglesias españolas el
«coro» se encuentra en lo que normalmente llamamos presbiterio. Por eso, la
palabra «coro» del texto encontraría su equivalente en nuestro vocablo:
«presbiterio» (N. T.).
150Esta forma «náutica» del lugar de culto es subrayada ya por las Constitu-
ciones apostólica (c. 2) del siglo IV.

151Esta forma «náutica» del lugar de culto es subrayada ya por las Constitu-
ciones apostólica (c. 2) del siglo IV.
Si la disposición en círculo o en anfiteatro me parece del favorable al culto, no
significa necesariamente que el edificio de la iglesia deba ser particularmente
estrecho y alargado. La única disposición de un pueblo «litúrgico» atestiguada
por el Nuevo Testamento, es la de los cinco mil participantes en la
multiplicación de los panes, estaba formada por hileras de cincuenta hombres
(Le 9, 14) 152 Esto significa que los oficiante podrán estar cara a cara y que los
que representan a Cristo podrá) verdaderamente encontrar el pueblo
escatológico reunido. Por esta razón, la existencia de un coro y de una nave
me parece deseable, recordando, sin embargo, que estos dos polos no son

Esta forma «náutica» del lugar de culto es subrayada ya por las Constituciones
apostólica (c. 2) del siglo IV.

primariamente cosas..., sino personas o grupos de personas que significan el


cuerpo de Cristo y manifiestan el rostro de la Iglesia». Por otra parte, de este
modo se incorpora también la manera más antigua de construir los lugares de
culto cristianos, donde el cara a cara ministros-pueblo jugaba un papel más
determinante, según parece, que el emplazamiento de la mesa santa.

Cuando se dice coro y nave, no se dice «santuario» y nave. A pesar de la


tradición litúrgica que se ha adaptado, en el curso de los siglos, de la
desafortunada reducción del sacerdocio cristiano a sólo los ministros y, por
consiguiente, a pesar de la desafortunada mundanización del pueblo de los
bautizados, hay que rechazar la idea de que en la Iglesia todos los bautizados
no tienen acceso a la mesa del Señor, sino únicamente los ministros. No ignoro
todas las seductoras interpretaciones simbólicas que se pueden dar sobre este
punto, se pueden encontrar bellos símbolos para los peores abusos, lo que no
obsta a que la ordenación en el ministerio no concede un privilegio con
respecto a la salvación y la proximidad del Señor. El ministerio concede
ciertamente el derecho de actuar en la Iglesia en nombre de Dios, derecho que
debe y puede también respetarse, por ejemplo haciendo sentar los miembros
del ministerio en el coro; pero no concede el derecho de aparecer ante Dios de
una manera privilegiada. La ordenación, indispensable para tener el derecho de
ejercer el ministerio, es una legitimación divina respecto del pueblo, no es una
promoción a un estado litúrgico de mayor capacidad que el bautismo para
aproximarse a Dios. Con relación al laicado, el ministerio no tiene ninguna
prerrogativa, ningún privilegio, su lo concerniente a la salvación. No hay, pues,
en la iglesia unos lugares más sagrados que otros, de los que puedan ser
excluidos hombres y mujeres pertenecientes al cuerpo de Cristo por el
bautismo; pero, hay una disposición exigida por el orden y el desenvolvimiento
litúrgico. El lugar de culto en su totalidad es el santuario, sin que se degrade al
laicado de su nobleza bautismal, y en él hay un coro y una nave. 153

152 Me 6, 40, cree que había unas hileras de cincuenta y otras de cien.
153Viendo la construcción moderna de la Iglesia romana, podemos alegrarnos
al comprobar que se comprende notablemente que la descristianización del
mundo occidental permite que el carácter sacerdotal de la Iglesia refluya del
Empecemos por la disposición del coro. Desde allí resuena la palabra de Dios;
allí se prepara la mesa del señor; se reúnen la confesión, las ofrendas y las
alabanzas del pueblo; allí, también, se sitúan los ministros encargados de
presidir el culto o de actuar en él en nombre de Cristo. Precisemos estos
diferentes aspectos.

El coro, fundamentalmente, es el lugar de donde viene la palabra leída y


predicada. Para su lectura se utilizará un facistol: para su predicación, un
ambón, un pequeño estrado o tribuna, a la que erróneamente se llama cátedra
(chaire), pues este término significa sede, cátedra. Desde el siglo XI,
aproximadamente, la tradición propone que se proclame el evangelio desde la
derecha de la cátedra episcopal, situada al fondo del coro, en su eje, o sea a la
izquierda del pueblo congregado en la nave. Y nada se opone a que se ponga
la tribuna a la derecha de la mesa santa, junto al borde del coro. Entonces, se
pondrá el facistol para las lecturas bíblicas a la izquierda de la mesa santa,
paralelamente a la tribuna, o sea del lado llamado desde la edad media de la
epístola. Me parece completamente superfluo, para hacer perdurar o para
encontrar un simbolismo muy artificial, no leer el evangelio en el mismo lado
que se leen la epístola y el Antiguo Testamento: para «engrandecer» la lectura
del evangelio es preferible hacer levantar a la asamblea, más que desplazar al
lector. Se pondrá, pues, normalmente, la tribuna en el extremo derecho del
coro, visto desde la mesa santa, y el facistol para la proclamación anagnóstica
de la palabra de Dios a la izquierda. Si, como es deseable, por razones de
visibilidad y de acústica 154 se eleva el coro algunos escalones, se cuidará
también de no levantar demasiado la tribuna. 155

Pero el coro no es solamente el lugar de donde procede la palabra. Es también


el lugar donde Cristo invita a su mesa para darse a los suyos y donde los suyos
se le ofrecen en sacrificio viviente y santo. Es, pues, el sitio donde se
encontrará la mesa santa; y como la comunión es «el culmen» del culto, como
se expresa K. Barth, la mesa se encontrará en el centro del coro, en el sitio
hacia el que se dirigen naturalmente todas las miradas. El número de
problemas que se plantean aquí es muy grande. Detengámonos en lo esencial.

ministerio, en el que se había refugiado casi enteramente, sobre el pueblo


cristiano, desde este momento diferenciado de nuevo del mundo. En las
Iglesias ortodoxas, no parece que esta misma comprensión haya liberado ya al
iconostasio de la función de «escondrijo» sagrado que empezó a desempeñar
desde et siglo VI o VII.
154 Se debe desconfiar de las razones simbólicas demasiado fáciles.
155Se podría justificar también una tribuna muy elevada por fáciles razones
simbólicas: es necesario que la palabra descienda del cielo..., pero es
preferible que el predicador no se confunda con el que ascendió a los cielos.
Primeramente hay que pedir que la mesa santa tenga espacio alrededor de sí:
esta era la tradición general, antes de que en el siglo XI, en occidente, se
desplazase el altar al fondo del coro, donde se hallaba antiguamente la cátedra
del obispo; es la tradición reencontrada por la Reforma y que los romanos, hoy,
intentan recuperar y generalizar igualmente. Hace falta, en efecto, que el
presidente del culto pueda colocarse cara al pueblo para instituir la cena y
presidirla. Pero la mesa santa no es únicamente el lugar donde Cristo se da a
los suyos en el pan y el vino; es también, el lugar donde el pueblo cristiano se
da a su Señor en respuesta a la autoconsagración de Cristo: el lugar, por
consiguiente, donde se depositan las ofrendas recogidas entre los fieles y
donde los ministros dirigen la oración del pueblo: para hacer esto, realmente
nada impide que ellos se pongan a la cabeza del pueblo, como los oficiales
marchan a la cabeza de su tropa, es decir que ellos miren en la misma
dirección que el pueblo, volviéndole la espalda.

Aquí se puede preguntar si es legítimo denominar a la mesa santa, altar. Sobre


esto las tradiciones varían: los romanos dicen, de ordinario, altar, lo mismo que
los luteranos y, a menudo, los anglicanos. Los ortodoxos no se oponen a este
término, pero hablan más bien de «santa mesa». Los reformados rechazan
violentamente, de ordinario, el término altar, aunque es utilizado sin titubeos
por algunos de ellos, y prefieren los de mesa del Señor, que es término bíblico
(1 Cor 10, 21), mesa santa o mesa de comunión. Creo que no hay razones
decisivas para introducir entre nosotros el término altar sustituyendo al de mesa
santa. El hacerlo no sería una hazaña o una victoria ecuménicas.

Creo, por otra parte, que debemos recordar que el Nuevo Testamento tiene
una visión de la vida y del culto cristiano mucho más sacrificial de lo que
desearía la mentalidad reformada tradicional, malsanamente dirigida contra
todo lo sacrificial, porque sólo piensa en sacrificios propiciatorios que dañarían
la unicidad de la muerte sacrificial de Cristo o porque olfatea inmediatamente la
peor de las teologías de la misa romana.

El renunciar al uso del término altar para permanecer fieles al vocablo antiguo
de mesa del Señor no debe crear en nosotros ningún complejo de superioridad
ni de inferioridad; pero creo que no debemos tampoco pensar que en este
problema terminológico se trata de una opción teológica fundamental y
exclusiva que, a menudo, se quiere ver entre nosotros, sin que los luteranos y
los anglicanos lo hubiesen visto también. Sin embargo, si se quiere recurrir a
este término, no habría que hacerlo como contrabandistas, sino explicando y
justificando las razones, a mí parecer inútiles, pero quizás válidas, de este
cambio.

Después de haber tratado del emplazamiento de la mesa santa y de su


nombre, vale la pena tal vez decir una palabra sobre su materia. Durante muy
largo tiempo la mesa santa era de madera y ha podido seguir siendo así hasta
hoy en ciertas Iglesias ortodoxas. La Iglesia reformada del siglo XVI volvió
normalmente a esta práctica, pero después en muchas iglesias reformadas la
mesa de comunión se construyó de piedra sin que hayamos tenido conciencia
de cometer un crimen al hacer este cambio. También aquí, lo mismo que para
el término altar, debería reinar la libertad, quizás con preferencia por la mesa
de madera; este es, al menos, mi deseo personal. Sobre la mesa santa no se
depositará nada que no tenga su lugar legítimo y natural: las fuentes y las
copas para la cena, los manteles, los adornos y, eventualmente, los candeleros
apropiados, los libros de oraciones. Dos cosas particularmente no tienen nada
que hacer allí: los ramos de flores, que transforman la mesa santa en velador
de salón, y una gran biblia abierta, triplemente desplazada: en primer lugar, al
ser inutilizable por razón de su versión anticuada; en segundo lugar, por
parecer ser una torpe imitación del tabernáculo romano, adoptada con la
ayuda de una Interpretación de la inspiración muy emparentada con la
interpretación de la transubstanciación romana: tercero, por estar allí para
camuflar la ausencia de una vida eucarística regularmente dominical en la
Iglesia reformada. Mientras no se haya vuelto a la cena semanal, ha de seguir
siéndonos molesto el vacío de la mesa santa.

El coro es el lugar donde, desde la más remota antigüedad, se sientan los


ministros de la Iglesia: el pastor que preside el culto, el colegio presbiteral que
le rodea. Los diáconos que co-ofician. Primitivamente la cátedra del obispo era
verdaderamente el centro de la asamblea durante toda la celebración litúrgica,
y parecía incluso superar a la mesa santa, según una línea de pensamiento
bastante ignaciana, hasta el punto que el roo?3Tc*¡i6vot; parecía ser lo que
podría llamarse la primera garantía de la presencia de Cristo y de la
autenticidad eclesial de la asamblea litúrgica. Creo que hoy la sensibilidad
cristiana no soportaría ya fácilmente este predominio clerical. Y si es exacto
que el arquitecto que diseña un santuario debe tener en cuenta al celebrante
en su sede de presidente y prepararle un puesto no accesorio y facultativo, sino
orgánico y permanente, este elemento no deberá estar, en mi opinión, al fondo,
en el centro del coro, donde suele colocarse una cruz, sino en los laterales del
coro y será preciso que éste sea bastante espacioso para que todos los
ministros de la parroquia, pastor, vicarios, ancianos, diáconos, puedan
encontrar allí no sólo un lugar, sino su lugar.

Finalmente, podríamos preguntarnos si el coro no debe ser también el lugar de


la celebración del bautismo. Si la disciplina de la Iglesia prevé, como lo prevé la
tradición reformada auténtica, que los bautismos deben celebrarse en el
momento en que la asamblea está congregada para el culto —y no en el
momento de cultos particulares de bautismos que en ese caso podrían
celebrarse también en otro lugar con agua corriente o en un baptisterio próximo
a la Iglesia—, está bien que los bautismos se celebren en el coro y que se
tengan, a este efecto, fuentes bautismales que podrían estar colocadas en la
extremidad sur del coro, enfrente de la tribuna. De todas maneras, se evitará la
«salsera», como Montaigne designa los jarros de bautismo que
Utilizamos los reformados, en su Journal de voyage, 135, todavía muy
corriente, y también se evitará hacer de la mesa de comunión el lugar del
bautismo. No entro aquí en los detalles, por ocuparnos esencialmente del culto
parroquial dominical que es eucarístico y no bautismal, y porque el problema
del bautismo es tan difícil de resolver que no es posible todavía fijar su
emplazamiento ordinario.

Hasta ahora hemos tratado del coro. Pasamos a la nave. No es el lugar


desorganizado del «público», sino un lugar estructurado. Cuanto más haya
comprendido la renovación litúrgica su liturgia propia la asamblea de los fieles,
tanto más aparecerá esta estructura. Quizá entonces se vuelva a descubrir la
vieja tradición, según la cual los hombres y las mujeres están separados:
mujeres a la derecha de la entrada, los hombres a la izquierda, o los hombres
delante y las mujeres detrás, según la colocación tradicional; no sólo por
decoro, sino para que puedan cantar las antífonas alternativamente, como
quería Zwinglio; o quizás, también se vuelva a descubrir por razones no
solamente disciplínales, sino también litúrgicas: el emplazamiento de los
catecúmenos, de los excomulgados y de los no-bautizados (?). Es preciso
hacer todavía algunas consideraciones a propósito de la nave.

En primer lugar, es necesario que desde la nave se pueda oír y seguir con los
ojos el conjunto del culto para participar verdaderamente en él. De aquí, que se
deban evitar en lo posible los pilares que separan una nave central de las
laterales. En segundo lugar, es necesario que la nave, lo mismo que el coro,
permita que los fieles se desplacen con facilidad, de manera que se eviten los
embotellamientos, de un modo particular en el momento de la comunión
eucarística. Debe estar previsto un pasillo central bastante amplio que permita
también la entrada y la salida procesional de los ministros. En tercer lugar, hay
que adaptar la dimensión de la nave al número de los fieles. Esto significa que
por ahora no hay que construir lugares de culto demasiado grandes, sino más
bien diseminar iglesias, según el grado de evangelización y urbanización de las
ciudades; iglesias que reúnan comunidades en lugar de multitudes: es
preferible, en un noventa por ciento de casos, celebrar dos o tres cultos en
determinados días festivos que tener lugares desmesurados de culto.

Por otra parte, en los lugares de culto demasiado grandes, debería ser obvio
que se cerrasen con un cordón los últimos bancos, en tanto que todos los
primeros no estén ocupados. Por último, podemos preguntarnos si hay que
elegir bancos o sillas para los asientos de los seglares. La Reforma introdujo
por todas partes asientos inmóviles, bancos, solución que parece también
imponerse ahora en la Iglesia romana cada vez más, porque los bancos tienen
la ventaja de «ofrecer, al menos, un lugar suplementario entre cuatro» y
suprimir muchos ruidos. Si se elige esta solución, se cuidará al construirlos que
no dificulten ni la genuflexión ni la «posición de pie, actitud litúrgica por
excelencia».

En el lugar de culto, de ordinario, se busca también colocar un órgano y un


emplazamiento para los cantores. Muchos problemas se han debatido a este
propósito: algunos opinan que el órgano debe estar lo más cerca posible de la
mesa santa, pero nuestra tradición prevé más bien para los órganos una
galería situada frente al coro; donde se puede, se las arreglan colocando
también los cantores en esta galería, lo que me parece la solución óptima. Hay
que afirmar, por tanto, que esta cuestión del órgano y del emplazamiento para
los cantores son un lujo y no una necesidad para un lugar de culto. Decir con E.
Langmaack: «entre los elementos principales de un lugar de culto... se
encuentra indudablemente el órgano» es mucho decir. Un lugar de culto no
necesita un órgano para ser un lugar de culto cristiano.

Toda la antigüedad ha desconocido un instrumento para acompañar y dirigir los


himnos y las oraciones; y la Iglesia de oriente ha permanecido fiel a esta
tradición. La antigüedad conocía el ógano para el uso profano y mundano. De
Bizancio vinieron a occidente: el emperador de oriente Constantino V
Coprónimo donó un órgano a Pipino el Breve en el año 757, y uno de sus
sucesores donó otro en 812 a Carlomagno, que lo colocó en la catedral de
Aquisgrán; hasta el siglo XV, prácticamente todas las catedrales, colegiatas y
grandes iglesias de las ciudades de occidente hicieron construirlos. En
tiempos de la Reforma, la Iglesia de Zürich, bajo la influencia de Zwingho
«excomulgó» los órganos en 1527, para volverlos a construir en Grossmünster
en 1598; todas las otras Iglesias los habían mantenido. No hay razones, creo,
para ser tan radical como Zwinglio; tampoco las hay para oponerse en principio
a una galería, con la condición de que no sirva, como casi siempre, para
«desintegrar la comunidad cultual» (R. Paquier), es decir con la condición de
que sea el emplazamiento de los cantores y no una especie de refugio
para los «fieles» que no quieren participar, sino únicamente asistir al culto
como espectadores y aficionados. Ciertamente no hay razones, pero tenemos
que ser en este punto muy reservados y un poco obstaculizadores; a
propósito de la galería para los cantores, porque hay que evitar al máximo las
«liturgias vicarias»; a propósito de los órganos porque, a causa de las
exigencias orgullosas de los organistas o de las estúpidas pretensiones
parroquiales, se engullen en ello sumas de dinero absolutamente
desproporcionadas en relación al servicio que los órganos prestan. En todos
los casos, la belleza o aun solamente la decencia del lugar de culto, el
mobiliario litúrgico, los adornos, deben estar por encima de las reivindicaciones
y las pretensiones de todos los organistas que se creen un Juan Sebastián
Bach.

Es muy probable que, entre nosotros, los gastos exorbitantes de los dispendios
parroquiales hechos con los órganos no sean nada más que una manifestación
implícita de pobreza espiritual: se utiliza el órgano como compensación,
semejante a lo que sucede en las parroquias romanas con los altares barrocos
sobrecargados de dorados. Todas estas compensaciones permiten camuflar el
vacío.

¿Hacen falta anexos al lugar del culto? En todos los casos se impone un anexo
si la iglesia no está muy próxima a la casa parroquial: una sacristía donde los
ministros se dispongan para celebrar el culto, para preparar las especies
eucarísticas, revestirse sus ornamentos y donde regresan, una vez acabada la
celebración. Es, también, el lugar adecuado para las entrevista con el párroco.
Normalmente, se colocará de manera que dé sobre la nave más que sobre el
coro; no sólo para facilitar una entrada procesional de los ministros, sino
también, para mostrar bien que los ministros no son actores que entran en
escena ni personajes sagrados a quienes habría que preservar de toda
contaminación con el laicado.

Es importante también en la medida de lo posible, que se facilite la acogida de


los fieles por la disposición del lugar del culto: un hall de entrada o porche y un
cierto espacio delante de la iglesia, que permita, al mismo tiempo, aislarla de
los ruidos y hacerla bien visible al mundo, lo que justifica la construcción de una
torre o de un campanario, etc.

A propósito de los anexos se plantea una cuestión de principio: ¿es legítimo


que haya en una iglesia capillas-anexas para cultos particulares? La Iglesia
primitiva no conocía nada de esto. En occidente, a partir del siglo sexto se
comienza a hablar de altares laterales menores, introducidos para permitir la
celebración de misas privadas y justificados más tarde con la ayuda de la
disciplina romana que invitaba a cada sacerdote a celebrar cada día «su» misa.
Hay que combatir esta desviación de «la ley antigua de la unicidad de altar»,
para hablar con palabras de P. Roguet, a pesar de las ventajas indiscutibles
que puede aportar en los grandes lugares de culto. O. al menos, si se acepta el
principio de capillas anexas para los oficios y celebración de actos eclesiásticos
que reunirán poca gente, bastará con poner allí un facistol o un ambón, sedes y
eventualmente un gran candelabro. No se pondrá mesa santa y no se celebrará
allí la eucaristía, pues ya hemos visto que en principio, y es preciso defenderlo
sin desmayar, hay que atenerse a una eucaristía parroquial cada domingo.

Al abordar ahora el problema del alcance simbólico de los lugares de culto,


tocamos un problema extremadamente delicado tanto desde el punto de vista
de la teología sistemática, como de la práctica. No nos detendremos en el
aspecto sistemático del problema, es decir, en definitiva, en el problema que
concierne al lugar y al papel de la criatura en la revelación cristiana, sino para
hacer unas breves afirmaciones preliminares con cuya ayuda proseguiremos
nuestra investigación.

Me parece que una teología del símbolo deberá tener en cuenta los elementos
siguientes:

Aunque una interpretación puramente etimológica no basta ciertamente, es


necesario, acordarse, sin embargo, que el ati|j.pVí.ov es lo contrario de
máfioXoc,: no es aquél el que separa, divide y arranca, sino el que hace
juntarse, el que une y reconcilia. Esto significa que para el cristiano, en todos
los casos, todo símbolo será profundamente alusivo a la reconciliación operada
por Jesucristo: necesariamente debe hacer, por tanto, directa o indirectamente,
referencia a Cristo. Como observa con razón Fr. Buchholz:

un símbolo sólo es posible para nosotros, porque Cristo ha vencido al diablo,


porque el symbolos ha deshecho el diabolos.
Esto no quiere decir que no haya podido haber símbolos antes de la
encarnación, sino que ya entonces sólo eran válidos por referencia a
Jesucristo, como ahora también pueden convertirse en simbólicos para un
cristiano los acontecimientos o las cosas que la fe, y no la vista, refieren a
Jesucristo.

Una teología del símbolo deberá tener en cuenta también, y de un modo muy
particular, que el símbolo posee, a causa de su referencia cristológica, una
especie de carga del mundo venidero. Seguramente la presencia del viernes
santo conservará miles de testimonios simbólicos, mientras dure este mundo;
yo diría que la teología, en general, y la liturgia, en particular, no tienen que
tratar de expresarlos de una manera especial, ya que aparecen
automáticamente, desde que se busca expresar símbolos pascuales. Estos
son, para hablar con propiedad, el objeto de la búsqueda y de la expresión
eclesiales: si ciertamente el símbolo de los apóstoles relata, y con qué
amplitud, el camino del anonadamiento de Cristo (fué concebido..., nació...,
padeció..., murió..., fue sepultado..., descendió a los infiernos) es como parü
cargar solo a Cristo con el conjunto de la miseria del mundo y para poder
hablar luego no de pecados, sino de perdón de los mismos, no de perdición
eterna, sino de vida eterna. Es, pues, normal, con la condición de no camuflar
los símbolos del viernes Santos se imponen por sí mismos, que la Iglesia
mediante su simbolismo, y muy particularmente mediante su simbolismo
litúrgico, protestante, en cierta, contra este mundo que mata .a Cristo y
persigue a la Iglesia y expresando esta protesta por lo que podría denominarse
una «pascualización» o una «escatologización» del símbolo.

Aquí también quisiera citar a Fr. Buchholz, que dice:

el símbolo es una función que no puede comprenderse verdaderamente, sino a


partir de la escatología, es decir como un anticipo de la forma definitiva del
mundo que hace aparecer la vida de los hombres como un peregrinar que va
desde la creación y la caída hasta la redención.

Y si la Iglesia reformada se presenta en su culto tradicional como la menos


pascual de las confesiones cristianas, es ciertamente porque su protesta contra
el simbolismo litúrgico en el siglo XVI rebasó los límites y alcanza el carácter
pascual del pueblo de Dios.

Los símbolos exigen todavía un control serio. Nos hace falta subrayar esto,
después de haber recordado el fundamento necesariamente cristológico y el
alcance necesariamente escatológico de una doctrina cristiana del símbolo. En
efecto, ellos tienen una tendencia muy poderosa a la perturbación, a la
proliferación y a la autojuslificación. Piénsese en la acumulación de símbolos
en la liturgia de las Iglesias orientales o en la de la edad media occidental, y en
la autojustificación del culto que amenaza derivarse de ellos. Pues un símbolo
que se convierte en su propia justificación deja de ser útil. Porque, ¿cuál es la
utilidad de un símbolo?: la de «traducir» el amor y la victoria de Cristo; es, para
nosotros cristianos, transparentar la realidad de la salvación de un modo
comprensible: es, se podría decir, la de dirigirse cristianamente a los ojos,
como la voz que transmite la predicación cristiana se dirige a los oídos.

Aquí también nos tenemos que acordar de que Jesús no curó solamente
sordos. No es, pues, como quizás estaríamos tentados de hacerlo en razón
de nuestros prejuicios confesionales, a causa de las relaciones entre la
gracias y naturaleza, por lo que debemos ser muy prudentes con los signos
sino que es en primer lugar, a causa de la doctrina cristiana de la justificación:
la autojustificación no tiene carta de ciudadanía en la Iglesia, donde sólo es
acogible aquello que encuentra su justicia, su razón de ser en Cristo. Pero hay
aún una segunda razón por la que es preciso ser prudente con los símbolos:
importa protegerlos contra ellos mismos al estilizarlos, al podarlos para que
sean comprensibles, si no automáticamente, al menos fácilmente. Por esto,
también, se cuidará de reducir su número.

Referencia cristológica obligada, transparencia del mundo venidero, sólido


control por parte de una Iglesia que debe impedir su autojustificación, su
proliferación y su complicación, he aquí todo lo que, en principio, hay que decir
con los símbolos. Y ahora podemos examinar lo que ofrece lo dicho referente al
lugar de culto y a lo que ocurre en él.

Comienzo por el alcance simbólico del lugar de culto en sí mismo. Ya hemos


hablado de ello al admitir que el santuario cristiano debe recordar, por el juego
entre el coro y la nave, la estructura de la Iglesia en ministerio y laicado. Pero,
al menos, hay que decir todavía dos cosas a propósito del alcance simbólico
del lugar de culto en cuanto tal.

Es preciso hablar en primer lugar de su orientación. Muchos indicios dejan


suponer que desde los tiempos apostólicos los cristianos se volvían para su
oración hacia el este, hacia el levante, no hacia Jerusalén como los judíos. Por
textos como Mt 24, 27; Le 1, 78 s.; 2 Pe 1, 19; Rom 13, 12; 1 Jn 2, 8; Ap 1. 16,
etc. G. Delling cree que esta orientación es una especie de transcripción, en
forma de gesto, del significado del nombre de Jesús, que se remonta a los
tiempos apostólicos y que simboliza no solamente que toda oración cristiana se
hace en nombre de este «sol levante que nos ha visitado desde lo alto» (Le 1,
78); más aún, que toda oración cristiana es verdaderamente escatológica,
espera y esperanza del momento en que, como el sol, amanezca el día en que
Cristo vuelva. Y si la tradición ha conocido iglesias, y aun iglesias famosas,
cuyo coro está vuelto hacia el oeste, éstas no son sino excepciones que
confirman la regla.

Creo que es útil decir también una palabra sobre el alcance simbólico de las
relaciones entre el exterior y el interior de una Iglesia. Es muy notable, se ve
por ejemplo en Ravena, que en los tiempos antiguos se quería embellecer lo
que no se ve desde el exterior. Lo mismo que el adorno que las mujeres
cristianas deben buscar no es el exterior, consistente en arreglarse los
cabellos, llevar objetos de oro o vestidos suntuosos, sino el adorno interior y
oculto en el corazón, la pureza incorruptible de un espíritu dulce y apacible (1
Pe 3. 3 s.); del mismo modo es simbólicamente válido que la búsqueda de la
belleza está más subrayada en el interior que en el exterior de los lugares de
culto, porque el interior tiene verdaderamente probabilidades de ser bello. Una
búsqueda particular de belleza exterior corre el riesgo de dar al conjunto del
edificio, exterior e interior, un aire pretencioso o de descuidar el interior o de
favorecer la confusión, tan fácil y tan funesta entre lo bello y lo rico.

Un elemento, en el que quizás no se insiste bastante, es el alcance simbólico


de la autenticidad del material que se utiliza. El artificial, el relumbrón, tiene
también un alcance «simbólico», pero simboliza exactamente lo que la Iglesia
no tiene derecho a ser, de lo que está liberada y perdonada: la mentira. Hay
que escoger, pues, material no adulterado: piedras naturales en vez de
artificiales, madera en vez de productos de resina sintética, verdadera piel para
recubrir los libros litúrgicos, lana, seda, lino para las vestiduras y los manteles,
cera para las velas en vez de bombillas eléctricas simulando cirios, órganos de
tubo antes que órganos electrónicos; lo mismo que se toma para la comunión
pan verdadero y vino verdadero.

La autenticidad del material no puede absolutamente respetarse siempre; sin


embargo, hay que insistir para que lo sea al máximo, precisamente por razones
de símbolos; puesto que la Iglesia detesta la mentira, debe combatirla bajo
todas sus formas. Además, hay que mostrar, quizás de un modo muy particular
hoy, que la salvación no falsifica ni adultera lo que ella alcanza, sino que, por el
contrario, lo realiza y lo justifica. La generosidad, la simplicidad, la solidez de
una encuadernación totalmente de piel inspira más confianza en el contenido
de la sagrada Escritura que una encuadernación que imita la piel. Al evangelio
no le gusta la mentira. Lo mismo habría que decir para todo lo que tiene
relación con el lugar de culto.

Si la Iglesia no ama la mentira, tampoco ama las tinieblas, puesto que sus
miembros, habiendo pasado de las tinieblas a la luz (Hceh 26, 18; Ef 5, 8; 1 Pe
2, 9, etc.), es decir habiendo sido injertados en el que es la luz del mundo (Jn 8.
15; 9, 5, etc.), han llegado a ser «hijos de la luz» (Le 16, 8; Ef 5. 8; 1 Tim 5, 5;
cf. Mt 5, 14, etc.). Esta luminosidad de la Iglesia, uno de los temas más
frecuentes en el Nuevo Testamento, se encuentra simbolizada desde los
primeros tiempos; por este hecho, el lugar de culto debe ser un lugar de luz o,
más bien, un sitio que demuestre que se lucha allí contra las tinieblas. Creo
que esto significa que, en principio, se cuidará que la luz del sol penetre
profundamente en el lugar del culto o, como en la estancia superior de Tróade
(Hech 20, 8), se asegurará, si el culto se celebra de noche, que la luz alcance
sólo lo necesario para mostrar bien que el evangelio, horadando de alguna
manera las tinieblas del mundo, crea un espacio luminoso atrayente.

Sin embargo, el simbolismo de la luz no se agota con esta reivindicación de los


lugares de culto iluminados e iluminantes. Sabemos, en efecto, por el
Apocalipsis, que sin duda transpone en el culto celeste elementos del culto
terrestre, que cada Iglesia debía tener un candelero o, más bien, un
candelabro156 que simbolizaba su vida, su existencia, delante del Señor, pues
en eliminación de éste hubiese significado la extinción y, por tanto, la muerte de
una Iglesia (2, 5; cf. 1, 12-13, 20, etc.). Por otra parte, la tradición ulterior
conoce un uso de los cirios en la historia, en la que no tenemos que entrar
ahora. Observemos solamente que san Jerónimo, en un escrito de 378, pide
que se enciendan cirios en el momento de la lectura del evangelio, en señal de
alegría; esto no significa todavía la procesión hecha antes de la lectura del
evangelio con cirios que preceden el evangeliario, sino que los fieles mismos
alumbran y llevan cirios:

Observemos también quo miles del siglo XI o XII no se hubiese concebido la


idea de depositar los candeleras o candelabros sobre la mesa santa: se los
colocaba alrededor a más arriba, mientras que ahora es una costumbre casi
universal.

Personalmente creo que no tenemos que enorgullecemos de no tener


candeleros sobre la mesa santa, no porque así somos fieles a la práctica de la
Iglesia primitiva, sino porque la supresión de los mismos en el siglo XVI ha
suprimido entre nosotros todo el simbolismo de las luces que conocía la Iglesia
naciente. Por esto, creo que sería extremadamente deseable encontrar de
nuevo este simbolismo. Podría hacerse de la manera siguiente: colocar una
gran candelera detrás de la mesa santa y encenderlo durante todos los cultos.
Simbolizaría a la vez la luz del mundo, la llama de pentecostés, la vida de la
Iglesia congregada (ella tampoco tiene derecho a consumirse más que
iluminando: in solviendo consumor) y la espera del día eterno. Y si la
adquisición de tal candelero fuese muy costosa, no veo una razón urgente que
prohiba poner uno más pequeño sobre la mesa santa. Puede ser que,
entonces, se necesiten dos, por simetría: pero, en este caso, el simbolismo
peligra con «mundanizarse» para significar, ante todo, la alegría festiva de
«una cena de gala». Pero, ¿por qué no se intenta también regocijarse
sencillamente en la santa cena, como los cristianos palestinenses del siglo
cuarto: ad signum laetitiae demonstrandum?

Cercano al simbolismo de las luces está el de los colores, ya que el blanco es


el color litúrgico de fondo obligado. La historia de los colores litúrgicos está
llena de sorpresas y de contradicciones: oriente, cuyo año litúrgico no ha sido
nunca tan rígido como en occidente, no ha fijado jamás un orden preciso para
el numero y el tiempo de los colores, y en occidente se ha tenido que esperar
hasta el siglo XII para que el empleo de los colores se precise e incluso se
prescriba. Ha habido siempre ciertas excepciones a la regla: Milán ha guardado
hasta hoy mismo un orden propio y en el que el rojo juega un papel mucho más
importante que en otros lugares. Por otra parte, el orden corriente es sólo una
convención. Recientemente aún, el ordo romano ha cambiado el color del día
de ramos para atribuirle el rojo.es, pues extraño que la hagan proposiciones

156¿Auyv.'ct tenía siete lámparas como el del Ex 25, 31-39 y ei de Zacarías


4, I s.?
divergentes respecto a los colores litúrgicos, y esto muy especialmente en las
Iglesias que, como la nuestra buscan volverse a introducir.

El simbolismo de los colores, que es evidente, pero a menudo contradictorio,


no me parece que debe estar retenido por los colores litúrgicos, o al menos, la
búsqueda de este simbolismo no debe llevar a la elección de los colores. Estos
han entrado en el culto, sobre todo, por razones de belleza y de alegría que
simbolizan primeramente. Pero para evitar un desbordamiento y. también, el
mal gusto que amenaza a los cristianos, sobre todo cuando llegan a ser
afortunados, me parece del todo prudente la decisión tomada por Inocencio III
en el siglo XII: reducir los colores litúrgicos a cuatro y repartirlos a lo largo del
año eclesiástico, para que simbolicen en lo sucesivo las estaciones litúrgica; y
pongan ante los ojos el tiempo del año eclesiástico en que se encuentran. No
veo, pues, ninguna razón para cambiar los colores tradicionales en occidente ni
su distribución al por mayor.

Se tendrá el blanco o, tal vez, el amarillo oro, su equivalente, que resulta mejor,
para las grandes fiestas de Cristo: de navidad a epifanía y de pascua a la
víspera de pentecostés; el violeta para el tiempo que prepara a las grandes
fiestas: durante los cuatro domingos de adviento y los de cuaresma 157; el rojo
para pentecostés y el verde para el tiempo que va desde la epifanía la
cuaresma y desde trinidad a adviento. No encuentro razones para no utilizar los
ornamentos rojos en otras determinadas ocasiones, como por ejemplo los
domingos anunciados como domingo de bautismo 158, el domingo en que se
confirman los catecúmenos, el de la Reforma, el domingo en que, entre
nosotros, se sustituye la predicación del pastor por el testimonio de un seglar
Pero debemos recordar la desconfianza que es preciso tener ante toda
sobrecarga barroca del año eclesiástico. No veo tampoco razón para no elegir
el violeta para el día de ayuno federal. En un signo de la alegría legítima que
uno tiene por los colores

litúrgicos, el ver en ellos un juego en vez de una ley rígida. Uno n acordará de
que sólo los verdaderos juegos tienen reglas.

Al pasar ahora al simbolismo de las vestiduras, permanecemos en el campo del


juego permitido, de lo que se da además cuando uno sabe regocijarse en el
mundo de la resurrección. No hay que ser como Judas Iscariote que pensaba
que era una pérdida de su tiempo y de su dinero consagrar a Jesús una cosa
tan inútil, tan gratuita y tan fútil como es el perfume (cf Jn 12, 5). Es preciso
saber que este juego, corno el de los colores, sólo llega a ser legítimo cuando
la Iglesia es fiel en lo esencial de su culto, cuando respeta todos los elementos
de su culto: este juego se haría no sólo ridículo, sino falso y desplazado si
debiese servir para camuflar una pobreza litúrgica, si no fuese simplemente

157 Mejor que desde septuagésima.

¡Y no, cuando los padres de los niños que se van a bautizar fijan la del
158

bautismo, según nuestro sistema!


una manera de exultación en la luz de la pascua. Pero está permitido ocuparse
también de las vestiduras litúrgicas como expresión de la jfotXXiaou; litúrgica.

Es difícil establecer la historia de las vestiduras litúrgicas cristianas. Primero,


porque el Nuevo Testamento no es muy expresivo a este propósito: si conoce
ciertamente un simbolismo de la vestidura, en particular, de las llevadas por
Cristo (cf. Jn 19, 33: Ap 1, 13), si anuncia que los rescatados en el reino serán
revestidos de blanco (cf. Ap 3, 4 s.; 4, 4; 6, 11; 7, 9, 13, 14; cf. 3, 18, etc.), si
precisa que las mujeres deben llevar un velo en el culto (1 Cor 11, 6 s.), sin
embargo, no deja sospechar que los ministros de la Iglesia primitiva hayan
llevado un vestido litúrgico particular para celebrar el culto. Segundo, porque si
en la Iglesia prenicena los ministros llevaban sus vestiduras civiles para
celebrar el culto, esto era por ser las más bellas, y está claro que la antigüedad
tenía una doctrina de la vestidura totalmente diferente a la nuestra.

No se afirma, pues, lo mismo, cuando se dice que las vestiduras litúrgicas de la


Iglesia primitiva eran vestiduras civiles, con aparato, que si se dice que las
vestiduras litúrgicas de hoy deben ser las civiles ordinarias. Porque, según el
sentimiento primitivo, que dura hasta el siglo XVIII, la vestidura no sumerge a
uno en el anonimato, sino que permite, por el contrario, revelarlo, según el
dicho de Georges Louis de Leclerc, conde de Buffon: «Un hombre
sensato debe mirar sus vestiduras como formando parte de él, pues la forman
efectivamente a los ojos de los otros, y penetran por cualquier causa en la idea
total que uno se forma del que las lleva».

Así, por ejemplo, si uno observa que los reformados, al contrario de los
luteranos que han permanecido en este punto muy conservadores, durante
largo tiempo, suprimieron las vestiduras litúrgicas romanas, no fue para que
sus pastores vistieran de, nuevo como todo el mundo, nadie se viste como todo
el mundo, sino para que llevasen constantemente su vestidura de estado, la
toga de los intelectuales. Los reformados no han suprimido, pues, la vestidura
clerical, sino la litúrgica. Pero esto no impide que las vestiduras litúrgicas
tradicionales antes del siglo XVI, sean ex-vestiduras civiles, algunas veces un
poco modificadas y mantenidas para el culto, cuando la moda había cambiado
en la vida ordinaria. Y una vez consumado el divorcie entre la moda y las
vestiduras litúrgicas se pusieron, en la edad media, a descubrir en todos estos
vestigios de vestiduras civiles; de otro tiempo numerosos poderes simbólicos
complementarios c contradictorios. No podemos entrar aquí en detalles.
En cambio, y en espera de un estudio más profundo que queda por realizar,
podemos hacer las observaciones de principie que siguen:

Primeramente hay que admitir que en la Iglesia Cristian: en tres ocasiones se


ha recomenzado una celebración del cuite con vestiduras civiles tan nobles
como era posible, y dos veces al menos —aunque pueden ser las tres veces—,
para distinguirá de las vestiduras litúrgicas: en tiempos de los apóstoles, comí
protesta contra las vestiduras sacerdotales judías y paganas, en el siglo XVI
reformado, como protesta contra las vestiduras litúrgicas del clero occidental, y
en el siglo XIX, protesta pietista revivalista contra la toga de los pastores
reformados.

Esta vestidura primitivamente civil, una vez pasada de moda fue mantenida
como vestidura litúrgica, se «sacralizó» y adquirió ciertos poderes simbólicos.
Esta regularidad hace supone que, si hoy se quieren suprimir las
vestiduras litúrgicas para oficiar «de seglar», dentro de setenta años
nuestras vestiduras de hoy se habrán convertido en vestiduras exclusivamente
litúrgica. Por esto, a nivel de este juego del que tratamos aquí, creo que sería
más juicioso aceptar el hecho de la existencia de vestiduras litúrgicas que
tienen la ventaja de hacer desaparecer la Individualidad detrás de la función y,
en ese caso, escogerlas con una intención de simbolismo sencillo y preciso, sin
dejarse enredar por las costumbres confesionales sobre el vestido. Yo
aconsejaría las siguientes vestiduras:

Para el pastor: una toga negra (todas las vestiduras bíblicas son togas, ¡uno no
se imagina a los resucitados en pantalones!), recubierta de vina especie de
casulla blanca que no la oculte enteramente; sobre ella se coloca una estola
con los colores litúrgicos. El simbolismo es claro: la toga negra representa el
hombre viejo; la casulla blanca representa el vestido de la justicia y del perdón
que le espera; pero ella no oculta enteramente la toga negra, porque el reino no
está manifestado aún. Esta doble vestidura significa así, la tensión eónica en la
que se encuentra la iglesia. La estola con los colores litúrgicos significa el yugo
de Cristo que viene, sufre y muere; de Cristo que se encarna y que resucita,
que envía el Espíritu Santo; de Cristo que reina y conduce a su Iglesia. Para
manifestar que la celebración eucarística no está más cargada de gracia que la
proclamación de la palabra de Dios, no se añadirá a la vestidura pastoral una
pieza suplementaria para la cena.

Para los ancianos o los diáconos que recogen las ofrendas, tienen ciertas
lecturas y participan en la distribución de las especies eucarísticas, hay dudas:
se les puede vestir como a los pastores (tal vez, reservando la estola para
éstos), lo que simplifica las cosas, pues entonces, la Iglesia no tiene más que
una sola vestidura litúrgica; esto combate un clericalismo orgulloso y
simbólicamente va muy bien, pues los que no son pastores tienen tanta
necesidad como ellos de la promesa de pureza que borrará la negrura de su
primer Adán. También se puede imaginar otra cosa que tendría su poder
simbólico, al menos en Suiza, donde cada municipio tiene sus escudos de
armas y blasones: sería que los ancianos o los diáconos lleven una amplia
esclavina del color favorito del escudo de armas del municipio donde se
encuentra la Iglesia parroquial, a no ser que se lleve bordado sobre el lado
izquierdo el emblema heráldico de dicho municipio. Esta sugerencia, que he
hecho ya en otra parte, en cuenta ordinariamente en el ámbito protestante, más
que en el romano, una sonrisa de conmiseración camuflada. La mantengo sin
embargo, no sólo por la belleza que podrían tener las procesiones sinodales,
sino por su poder simbólico: el pastor, por sus vestiduras, simbolizando la
esperanza de la Iglesia; los ancianos y los diáconos simbolizando que esta
Iglesia está verdadera mente localizada en este mundo.
A los seglares, les recomiendo para el culto vestidos de fiesta; hay ciertos
momentos particulares de su vida cristiana en los que tienen derecho a
vestiduras litúrgicas especiales: vestiduras blancas en el momento de su
bautismo, en el de su confirmacion159, en el de su entierro. En estos días es
simbólicamente posible recubrirlos por completo de blanco, olvidar un instante
que el siglo presente dura aún. Simbólicamente también es más útil que esta
vestidura toda blanca la vistan los seglares mejor que los clérigos. 160

Por último, no sólo los ministros y, algunas veces los seglares tienen que vestir
hábitos litúrgicos: también los tiene que vestir la mesa santa, la tribuna y el
facistol. Son posibles diferente soluciones. Para que la mesa santa
permanezca mesa lo más posible se cubrirá con un gran mantel blanco que
caiga a le lados, a lo largo del cual se podrá extender, colgando por delante y
por detrás y con un largo proporcionado a la mesa, un tejido de color amarillo,
rojo, violeta y verde, siguiendo el tiempo de

año litúrgico161. Un tejido parecido y que tendrá tal vez bordados simbólicos
puede colgar del atril del ambón o de la tribuna y del facistol. No tenemos
todavía entre nosotros talleres de ornamentación; pero la comunidad de
Grandchamp, ¿no encontraría una vocación suplementaria en este terreno?

Además del simbolismo de la orientación, del material, de la luz de los colores y


de las vestiduras, está también el de las actitudes, del que hay que decir una
palabra. Hemos hablado ya de las actitudes litúrgicas al enumerar los campos

159Las albas son preferibles a los «vestidos de comunión» y aun a los velos de
las catecúmenas, porque suprimen las diferencias sociales entre los
catecúmeno Por fortuna, gracias a ciertas parroquias de la Iglesia reformada de
Francia, parece que la costumbre de las albas va penetrando entre nosotros.
El vestido blanco de la que se va a casar, símbolo de la virginidad, no es
directamente una vestidura litúrgica.
160 A este propósito, un consejo muy firme: no hay que modificar las vestidura:
litúrgicas de los pastores antes de que los ancianos o los diáconos hayan
reencontrado su liturgia propia y una vestidura litúrgica; una modificación sobre
esto, < lugar de aparecer como un signo de libertad y de alegría, aparecerá
como un medida clerical detestable.

161 También se pueden suprimir los colores litúrgicos en la mesa,


sustituyéndolos con una colgadura de color litúrgico en el muro del fondo del
coro. Es preferible, en mi opinión, no tener frontales que ocultan la parte
delantera de la mesa de arriba abajo y que reducen el mantel a una tela con las
dimensiones exactas de la tabla de la mesa santa o, al menos, con la anchura
de la mesa. Sobre este aspecto también es necesario ser bastante libre para
no dejar que la ornamentación romana, luterana o anglicana imponga sus
soluciones.
de la expresión litúrgica. Si volvemos a ello es por estas tres observaciones:
primero, es un buen simbolismo el levantarse para la lectura del evangelio.
Cuando el Señor habla, no se permanece sentado. En segundo lugar, es
igualmente un buen simbolismo el seguir la antigua tradición, según la cual no
hay que arrodillarse desde pascua hasta pentecostés: es muy deseable
particularizar también de esta manera la gran semana pascual. Por último, creo
que sería excelente, desde un punto de vista simbólico, dar al liturgo cierta
movilidad: que mire a la asamblea cuando se dirige a ella en nombre del Señor:
absolución, predicación, invitación a la comunión, bendición, o como pastor del
rebaño: admoniciones, preceptos, indicaciones litúrgicas, etc., y que mire en la
misma dirección que la asamblea, hacia el este, cuando recibe o pronuncia las
oraciones del pueblo. La anomalía teológica que consistente en rezar en
nombre de la asamblea vuelto hacia el pueblo reunido, es bastante patente
para que parezca posible explicar en estos tiempos en que a pesar de todo los
reflejos confesionales se atenúan, que sería preferible obrar de otra manera...,
sin dar pie para que las gentes continúen diciendo que el pastor les ha hecho
una bonita oración.

¿Hay que añadir una observación sobre el alcance simbólico del incienso?

Leyendo el Nuevo Testamento, que ve en él con (oda evidencia Un Símbolo de


oración en la línea de Sal 141, 2 162, se podría hacerlo y, quizás, la Iglesia del
siglo primero, sobre todo entre los judeocristianos que conocían bien su uso, no
haya ignorado un cierto empleo litúrgico del incienso. Este desapareció
completamente en los siglos segundo y tercero: los «incensadores», los
lurificati, eran los apóstatas que quemaban incienso delante del César y sus
emblemas; pero se le vuelve a encontrar a finales del siglo cuarto más, sin
duda, por desodorizar o «contra-odo-rizar» los lugares de culto que con una
intención litúrgica. Vuelve a aparecer también en las procesiones, por analogía
a los desfiles mundanos, donde se llevaba incensarios delante del personaje
principal del desfile. A partir del siglo X ó XI, en occidente, oriente lo hizo más
tarde, se generalizó el uso del incienso durante la celebración eucarística. Si la
Reforma reformada lo ha rechazado completamente, no ha sido así ni entre los
luteranos ni entre los anglicanos. De manera general, el simbolismo del
incienso ha desempeñado en la tradición litúrgica un papel mucho menos
importante que el de la luz y no hay que lamentarse por ello: el olfato es el
menor de los sentidos. Si verdaderamente, para llevar hasta las últimas
consecuencias la invitaciones neotestamentarias a vivir los símbolos litúrgicos,
se quisiese volver a introducir el incienso, creo que entonces habría que
utilizarlo exclusivamente según las alusiones apocalípticas, es decir en cuanto
símbolo de las oraciones, y renunciar a la re incensación» de los personajes y
de las cosas para exaltarlos según el ceremonial profano antiguo.

162Cf. en particular Ap 5, 8; 8, 3, 4; Le t, 10; con un cierto


coeficiente sacerdotal en Fil 4, 18 y, sobre todo, Mt 2, 11. Cf. También Mal 1,
11.
En este párrafo queda un último punto por mencionar. Digo mencionar, porque
tratarlo nos entretendría por mucho tiempo. Se trata de la legitimidad o de la
ilegitimidad de las imágenes en el lugar del culto.

Primeramente, es necesario reconocer que, a pesar de los reformadores


reformados —los otros reformadores, aquí también han sido mucho menos
radicales—, nosotros tenemos imágenes

Cada vez en un mayor número de iglesias: vidrieras casi siempre, linces


también, a menudo frescos 163. Es un hecho casi generalmente admitido ahora,
pero admitido sin que hayamos elaborado una doctrina a este respecto o sin
que hayamos modificado en este punto la enseñanza decididamente
iconoclasta de nuestros padres. Hay, por este hecho, una especie de divorcio
entre lo que pretendemos teológicamente y lo que soportamos o aun
favorecemos prácticamente. Este divorcio es peligroso. Lo que yo quisiera decir
aquí acerca de las imágenes es, sobre todo, lanzar un llamamiento para que
tengamos el valor de enfrentarnos con el problema, después de la terapia que
nuestra Iglesia ha debido soportar por purgación violenta y por ayuno. Calvino
decía: «la existencia de imágenes en una iglesia es un incentivo para la
idolatría» 164. Si él no se equivoca, hay que volver a empezar la lucha
iconoclasta en nuestros lugares de culto; pero si se equivoca o. al menos, si
generaliza indebidamente, hay que decir por qué. Hay, en efecto, poca
honradez espiritual al dejar penetrar las imágenes en nuestros lugares de culto,
cuando nuestra doctrina las excluye. Las razones por las que el problema de
las imágenes debe ser planteado con serenidad entre nosotros, me parece que
son las siguientes:

En primer lugar, nos hace falta atrevernos a plantear este problema porque
nuestra posición tradicional nos ha aislado confesionalmente. Sin duda,
podemos citar sin dificultad numerosos padres iconoclastas y recordar
también que la primitiva

163Si Cristo se representa crucificado desde el siglo V (aunque hasta el siglo XI


con la libertad victoriosa que tienen aún hoy los crucifijos ortodoxos), sin
embargo, sólo a partir de finales del siglo XI se coloca un crucifijo en la mesa
santa, en occidente. Esta costumbre ha sido mantenida por los luteranos. En
las iglesias reformadas se extiende cada vez más la cruz desnuda y
monumental, Lutero defendía la legitimidad del crucifijo: «Si no es pecado, sino
bueno, tener la imagen de Cristo en el corazón, ¿por qué va a ser pecado
tenerla ante los ojos?» (M. LUTHER. W. A., 18, 83). Pero en el caso de que sea
e! Cristo que anuncia ya la resurrección (cf. Me 8, 31; 9, 31; 10, 34 y par.,
donde cada anuncio de la pasión es al mismo tiempo un anuncio de la
resurrección), como los crucifijos del primer milenio o los crucifijos ortodoxos,
antes que la sensualidad mórbida de los crucifijos occidentales generalizados
desde el siglo XIII y de la que es un ejemplo muy extremado el retablo de
ísenhcim de Grünewald. Personalmente prefiero las grandes cruces desmidas,
164 Instiltition 1, U, 13.
Iglesia no tenía imágenes: la Reforma reformada no ha sido la única
manifestación iconoclasta de la historia de la Iglesia. En principio, por tanto,
nuestra posición puedo sor perfectamente buena. Pero puede ser también una
posición judaizante y arcaizante. Nuestra actitud exige un examen nuevo, en
razón misma del aislamiento en que nos ha colocado. Cuando uno se
encuentra solo en la comunión de la Iglesia esto no es con seguridad un signo
de obediencia, ni de desobediencia, sino que es seguramente una invitación a
examinar desde muy cerca esta soledad, a escuchar con cuidado los
problemas o los ataques de aquellas cosas de las cuales uno se encuentra
aislado. Por esta razón, por ejemplo no podemos contentarnos, sin obstinación
orgullosa, con el acceso de mal humor de Calvino el condenar el VII concilio
ecuménico, el II de Nicea (787), que justificó el empleo de las imágenes165. Nos
es necesario, pues, volver a la historia de la iconoclastia en la Iglesia del primer
milenio e igualmente examinar, a nivel del siglo XVI, las razones profundas de
las divergencias sobre este punto entre los reformadores; finalmente, hay que
situar este problema en los debates teológicos contemporáneos.

La segunda razón por la que es preciso atreverse a replantear en público, es


decir, en vista de las decisiones dogmáticas y canónicas, el problema de las
imágenes es precisamente porque en este problema no va implicado sólo la
necesidad que siempre tiene el hombre de expresar por el arte su
interpretación del mundo y de lo que acaece en él; ni tampoco va implicada la
ayuda que puede significar el arte religioso para los iletrados, puesto que en
nuestras comarcas, al menos, no existen ya 33; sino que está en juego un
problema dogmático y muy particularmente implicaciones de la doctrina de la
encarnación y de la escatología.

Creo que para abordar este último problema, el punto de impacto más
interesante sería descubrir el sentido de la profunda diferencia que existe en
este punto, al menos en la práctica, entre el oriente cristiano y la Iglesia
romana, entre los

33. Hoy, esto significa repetir con Gregorio Magno: «Picona in ecclesiir
adhiberur, ut hi qui litteras nesciunt, saltcm in parietibus vídendo legant quac
legere in codicibus non valent» {Eptst. 10}: PL 77, 1027).

iconos y las estatuas. Uno no puedo deshacerse de la impresión de que


occidente, ¿con un fin pedagógico?, ha «desescatologizado» el icono y, como
consecuencia, ha sensualizado casi toda su imaginería; mientras que el icono
no se inscribe sólo en la línea de la encarnación, sino también,
neumáticamente, en la linea de la esperanza cristiana 34, ya que él es la
tentativa inverosímil de hacer transparente ya lo que el Espíritu quiere
transfigurar.35

165 Cf. Institution 1, 11, 14-16.


Por fortuna, comenzamos a tener en occidente una literatura que permite
abordar directamente el problema del icono y creo que haríamos bien con
prestarle la mayor atención... No sería esto sólo por el hecho de que los
iconógrafos están perfectamente de acuerdo con Calvino contra la imaginería
occidental ante la imposibilidad de representar a Dios Padre. Sobre la base de
tales búsquedas, sería posible tal vez decir si nuestro iconoclasmo teológico no
nos orienta en definitiva hacia un cierto docetismo o si no es testigo involuntario
de un cierto docetismo, del que nos cuesta mucho deshacernos, y que conduce
no sólo sobre las repercusiones de la encarnación para la naturaleza, sino
también y consecuentemente, sobre la esperanza de resurrección que peligra
desgarrarse en una espera un poco dualista de la inmortalidad del alma
solamente.

Pero nuestro aislamiento en este asunto y las implicaciones cristológicas y


escatológicas que lleva consigo no son las únicas razones por las que no
hemos de temer el replanteamiento del problema. Se impone también por
razones de cura de almas.

El hombre moderno occidental está absolutamente intoxicado de imágenes que


le vienen, en particular, de la publicidad. Está también atormentado por la
abstracción y la descomposición. Tiene necesidad de purificación, de
descanso, de encontrar lo que recapitula, justifica, perdona las cosas.

34. A este respecto, no carece de interés el constatar que la imagen entró en


la vida litúrgica cristiana, para protestar contra la muerte a partir de la fe: se
decoraban los baptisterios y los cementerios antes que las iglesias. Tampoco
está carente de interés el notar que las imágenes se sensualizan o se
convierten en estatuas, a partir del segundo milenio, o sen a partir del
descenso sensible de la tensión escatológica en occidente.
35. ¿No es un poco el icono una imposibilidad vencida, como —según la doc-
trina barthiana— la predicación del evangelio?

Este es el problema que nosotros, reformados, debemos plantearnos: las


imágenes litúrgicas: ¿no podrían ayudar a esta catarsis?, ¿no podrían
llamarnos Cuera de la erotización y de lá sensualización del mundo
contemporáneo?, ¿no podrían ellas recogernos en lo que justifica y recapitula
todas las cosas (Ef 1, 10) y así concretizarnos, recomponernos? También aquí
está claro que indiscutiblemente el icono ortodoxo, antes que la imaginería
pedagógico-desescatologizada romana, podría ayudar a hacer nuestra cura de
almas, porque da testimonio de algo diferente que es mucho menos el producto
de nuestra codicia, que la ilustración de una promesa.

Por estas tres razones, creo que haríamos bien en volver a plantear este
problema con toda la sencillez y, también, con toda la confianza que da la
libertad cristiana.
La Confesión helvética posterior, hablando de los lugares de culto, afirma lo
siguiente, en su e. 22:

Pues como (sicut autem) creamos que Dios no habita nunca en templos
hechos por mano de hombre, así sabemos que los lugares dedicados a Dios y
a su servicio (loca Deo cultuique eius dedicata) no son nunca profanos, sino
sagrados a causa de la palabra de Dios y del uso de las cosas santas en el que
ellos se emplean; y que quienes los frecuentan deben conversar allí con toda
modestia y reverencia, acordándose de que están en un lugar santo, en la
presencia de Dios, y de sus santos ángeles (utpote qui sint in loco sacro, coram
Dei conspectu et sanctorum angelorum eiusj).

En este párrafo sobre los lugares de culto, la cuestión de consagración y de


santidad debe retenernos todavía un instante. Los lugares de culto son sitios
santos, puestos aparte para un oficio específico: ser el teatro de la presencia
de Dios, el lugar del encuentro entre el Señor y su pueblo. Normalmente, su
emplazamiento no está designado por Dios mismo 36 —están, pues.

36. No hay que confundir un lugar de culto, edificado por U UesU « un


emplazamiento elegido por ella, y los sitios que Dios parece «unificar
con su libertad soberana: no pienso sólo en los lugares de epifanía de los que
habla el Antiguo Testamento o en la totalidad de la «tierra santa», sino en los
sitios de particular radiación teológica como Ginebra en el siglo XVI, o de
particular radiación «escatológica» como Bad Boíl en la segunda mitad del siglo
XIX.

en otro nivel distinto al del agua del bautismo, el pan o el vino do la cena—,
sino por una decisión de la Iglesia que los concibe, los quiere, los construye y
los santifica para el servicio divino, es decir los «dedica a Dios y a los usos
sagrados: en otras palabras, los separa del uso ordinario para destinarlos y
dedicarlos, según la voluntad de Dios, a un uso particular y sagrado», por
recoger los términos de H. Bullinger, el sucesor de Zwinglio.

Tales consagraciones son tan obvias como que nosotros estamos en este
siglo. No sólo tenemos testimonios de ello en el Antiguo Testamento,
particularmente en la consagración del templo de Jerusalén (1 Re 5 s.), sino
que tenemos también los testimonios de que la Iglesia las conocía, desde el
momento en que pudo construir libremente lugares de culto. Y el hecho de que
entonces esas consagraciones no hayan suscitado reacción muestra que sin
duda se las practicaba ya antes. Por lo demás, ¿cómo no iba a suceder así
cuando el bautismo demostraba que hay efectivamente una diferencia entre el
mundo y la Iglesia?

La liturgia bautismal postulaba la consagración de las iglesias, en un nivel


inferior ciertamente y con consecuencias diversas también. No hay, pues, que
extrañarse si más tarde estas liturgias de consagración han alcanzado una
amplitud y encontrado una profusión de significaciones simbólicas que parecen
tal vez vacías o arcaicas hoy. Pero un examen profundo de ellas permitiría
desempeñar una teología del lugar de culto seguramente válida.

En esta materia hay que evitar toda superstición, como se hubiese dicho en el
siglo XVI. Ciertamente, la consagración de un lugar de culto no lo transforma
mágicamente en un espacio tabú. Una consagración no es tanto una
reivindicación eclesial, como la ofrenda del lugar al Señor de toda la tierra y el
llamamiento, la epíclesis del Espíritu, para que venga libremente a
limitar este espacio ofrecido: lo cual significa que en rigor el Espíritu Santo
puede no proceder a la limitación y no aceptar la ofrenda de este espacio. Pero
sobre estas reservas y cautelas anticipadas, hay que decir también que no se
podría tolerar que se hiciera cualquier cosa en un lugar de culto, mientras
permanece como lugar de culto, mientras no se le haya desacralizado
mediante una liturgia de consagración «a contrapelo». Por esto no carece de
peligro el sistema que aboga por que el municipio político sea el propietario de
la iglesia en vez de la parroquia. Por esto, también, debería combatirse la
costumbre de utilizar para conciertos los lugares de culto protestantes.

En algunas ocasiones, hay en el protestantismo una especie de rabia


antisagrada que raya en la blasfemia: para mostrar que Dios es libre, se
«profana» o envilece lo que él se ha dignado escoger para atestiguar su
presencia. En este movimiento, se dan algunas veces como una especie de
provocación: si hay un Dios, ¡que él nos impida provocarlo y profanarlo! Pero,
como es natural, Dios no actúa como después del retorno del arca a BetSemes
(1 Sam 6, 19 s.). Obra igual que cuando se le escupía y se le golpeaba con
varas, o cuando se le decía que bajase de la cruz. Se contenta con sufrir, ¡tan
tardo es a la cólera! Por esto, es mejor no hacernos los libertinos y los
«fuertes» (cf. Rom 14) en los lugares de culto. La recomendación de la
Confesión helvética posterior sigue siendo válida, muy particularmente para los
reformados como nosotros: «quienes los frecuentan deben conversar allí con
toda modestia y reverencia, acordándose que están en un lugar santo, en la
presencia de Dios y de sus santos ángeles».

3. La santificación del espacio

Hemos visto que el domingo y el año litúrgico santifican el tiempo, es decir lo


reivindican para Cristo y lo consagran a él, siempre según este movimiento
«misa-eucaristía» que hemos encontrado tantas veces. Del mismo modo, un
lugar de culto cristiano santifica el espacio: reivindica para Cristo el territorio a
partir del cual se le ve (de aquí las torres) y a partir del cual Se le oye (por eso
las campanas) y lo consagra y atrae el Cristo.

El lugar de culto establece, por consiguiente, en este mundo un signo que es,
para los otros edificios y para el espacio en general, una pregunta pero también
una promesa. Por esto no hay temer, allí donde sea posible, hacer parecer el
lugar de culto, subrayar su visibilidad. Ciertamente no está permitido sacrificar
a un romanticismo medieval y hablar de campañas que indican las ciudades y
que son, con respecto a las casas que las rodean, como una gallina que
protege y reúne a sus polluelos. Todo esto ha pasado por el momento. Por el
contrario es conveniente que estemos preparados a tener que camuflar de
nuevo los lugares de culto.

Esto no cambia nada de lo que decimos aquí, porque si el lugar de culto no


podrá ya provisionalmente dar su estilo a la semana, no dejara de ser, sin
embargo, el sitio en que los cristianos aprenderán a conquistar y ocupar el
espacio, aunque esto no sea si no el de su habitación. Por esto, a causa de
este alcance al mismo tiempo misionero y sacerdotal de los lugares de culto a
causa de su importancia para el mundo, es legitimo dedicarles el cuidado
teológico y afectivo al que tienen derecho, como hemos intentado hacerlo en
este capítulo: lo mismo que un cristiano es para todo hombre un llamamiento y
una posibilidad (hay incluso que decir: una promesa) de resurrección, y lo
mismo y lo mismo que un domingo es para toda una semana una promesa de
eternidad, también un lugar de culto es para este mundo una promesa de los
nuevos cielos y de la nueva tierra. Por usar la bella expresión de F. Louvel, es
una <<realidad de espera>>. Por eso, también es bueno orientarlos hacia el
levante.

10. EL ORDEN DE CULTO

En esta segunda parte, donde hemos esperado los elementos del culto, situado
sus oficiantes, preciso el día y el lugar donde el ordinario se celebra, nos queda
por ver en que orden celebrarlo. En esta cuestión no es indiferente porque el
orden del culto forma también parte también de la lex orandi que manda la lex
orando o, al menos que la influye y la enriquece. Pero para llevar bien esta
tarea haría falta que pudiésemos abrir aquí un gran paréntesis sobre la historia
del culto y sobre las reglas de la liturgia comparada. No tenemos tiempo para
ello. Abordaremos, pues, directamente las enseñanzas de esta historia, para
examinar después ciertos problemas principales plateados por el orden del
culto.

1. Las enseñanzas de la historia de culto

Si comenzamos por intentar hacer un inventario-resumen de las enseñanzas


generales de esta historia, creo que podamos constatar lo siguiente:
No hay iglesia sin culto. El culto es uno de los elementos esenciales de la vida
de la Iglesia (el otro es le evangelización del mundo). Por tanto, lo mismo que
es posible decir: la Iglesia es misión, también lo es decir: la Iglesia es culto.
Porque la iglesia necesariamente posee una doble orientación: hacia Dios en el
culto y hacia el culto en el apostolado. Al apoyarse en La historia del culto, es la
historia de la Iglesia la que se nos revela; al menos, la mitad de la historia de la
iglesia. Antes de ser un objetivo de interés para los historiadores de la liturgia o
para los maestros de ceremonias y los jefes de protocolo religioso, el culto es,
pues, una expresión de la vida misma de la Iglesia.

Las referencias que poseemos sobre el culto en la Iglesia naciente son


bastante raras, ciertamente no porque el culto no hubiese desempeñado un
papel importante, si no porque <<la reunión cultual es el centro obvio, la
condición natural en cuya atmosfera se vive toda la vida cristiana, y lo es
porque no tiene necesidad de ser predicado y descrito>> 1. Pero a pesar de su
rareza, a pesar también de su impresión, estas referencias muestran que la
vida de la Iglesia por el culto y en el culto esta ordenada por un rito en dos
tiempos: testimonio apostólico y comunión de cuerpo y de la sangre de Cristo.
La historia del culto muestra que este ritmo se ha mantenido generalmente en
la Iglesia durante quince siglos. Es cierto que han sufrido golpes, fraudes que
han sido extremadamente graves. Pero, a pesar de estos muchos golpes, a
pesar de ciertas atrofias y ciertas hipertrofias, el ritmo de esta vida litúrgica,
palabra-eucarística, hasta permanecido hasta la reforma.

El culto es una vida y esta vida es un ritmo. La tercera enseñanza de la historia


del culto es que la forma que toma para vivir esta vida, para marchar este ritmo,
puede variar. Variar en el tiempo: el culto del siglo III se distingue en bastantes
puntos del siglo VII; variar también en el espacio: el culto de las Iglesias de
Egipto diferente en ciertos puntos del culto de las Iglesias de la Galia, etc.
Estas variaciones no comprometen necesariamente la unidad profunda del
culto y, por tanto, a la Iglesia, aunque frecuentemente lo que les distingue es
mucho más que un matiz. Pero estas variaciones permiten a una época, a

1
Notemos a este propósito que si la Iglesia de Corintio hubiese celebrado
correctamente la eucaristía y que si San Pablo, por consiguiente, no hubiese
tenido que intervenir en su primera carta, los más serios cruditos afirmarían que
en tiempos de San Pablo la Iglesia pagano-cristiana, no celebraba toda la
eucaristía.

una comarca hacer la confesión de si misma por el culto; y esta confesión es


no solo legítima, sino necesaria, puesto que el culto no es únicamente la
epifanía de la Iglesia en sí, sino también la epifanía de tal Iglesia situada en el
tiempo y en el espacio. Ciertamente, dos grandes familias litúrgicas se
destacan muy pronto para venir a parar, hacia el fin del primer milenio., a la
encabezada en el oriente por la liturgia de san Juan Crisóstomo, que ha
absorbido bastante regularmente las otras tradiciones litúrgicas orientales; y a
la encabeza en occidente por la misa romana, nacida más bien de la fusión de
algunas tradiciones litúrgicas occidentales. Esta dualidad que ponía
prácticamente fin de la diversidad procedente, ha sido el mantenimiento de
tradiciones litúrgicas propias de Egipto (liturgia de san Marcos), en Siria ( la de
Santiago), en Galia (misa galicana), en España (misa mozárabe), junto a la
misa santa liturgia de oriente y la misa romana.

Aunque, tal vez, la permanencia practica de esas diversas tradiciones


litúrgicas, en el plano teológico le diversidad litúrgica era de ordinario admitida,
hubiese impedido o al menos atenuado los fraudes y las alteraciones que se
han introducido en la celebración litúrgica de oriente y, sobre todo, de
occidente. En efecto, si la historia de culto prueba la legitimidad de las diversas
litúrgicas, capaces de atestiguar la autenticidad de las diferentes respuestas
<<sacrificarles>> dadas al evangelio en el espacio y el tiempo, ella enseña
también que el culto no está al abrigo de torceduras, de parásitos, de neurosis,
de hipertrofias. Su historia no es la historia rectilínea de una obediencia que va
profundizándose. Tiene necesidad de una norma para no caer en los extravíos
del auto justificación. El culto, en su aspecto <<sacrificial>>, debe ser la
reformable, ya que está sujeto a los embates de maligno.

Con la condición, sin embargo, de que esta reforma se haga, en principio,


según las normas y las condiciones de la formulación litúrgica que hemos
señalado. No podemos entrar aquí en detalles sobre la historia del culto fuera
de la Reforma: sabemos que Lutero se mostro en conjunto muy conservador,
pero que mas una comarca hacer la confesión de sí misma por el culto; y esta
confesión es no solo legitima, sino necesaria, puesto que el culto no es
únicamente la epifanía de la Iglesia en sí, sino también la epifanía de tal Iglesia
situada en el tiempo y en el espacio. Ciertamente, dos grandes familias
litúrgicas se destacan muy pronto para venir a parar, hacia el fin del primer
milenio., a la encabezada en el oriente por la liturgia de san Juan Crisóstomo,
que ha absorbido bastante regularmente las otras tradiciones litúrgicas
orientales; y a la encabeza en occidente por la misa romana, nacida mas bien
de la fusión de algunas tradiciones litúrgicas occidentales. Esta dualidad que
ponía prácticamente fin de la diversidad procedente, ha sido el mantenimiento
de tradiciones litúrgicas propias de Egipto (liturgia de san Marcos), en Siria ( la
de Santiago), en Galia (misa galicana), en España (misa mozárabe), junto a la
misa santa liturgia de oriente y la misa romana.

Aunque, tal vez, la permanencia practica de esas diversas tradiciones


litúrgicas, en el plano teológico le diversidad litúrgica era de ordinario admitida,
hubiese impedido o al menos atenuado los fraudes y las alteraciones que se
han introducido en la celebración litúrgica de oriente y, sobre todo, de
occidente. En efecto, si la historia de culto prueba la legitimidad de las diversas
litúrgicas, capaces de atestiguar la autenticidad de las diferentes respuestas
<<sacrificarles>> dadas al evangelio en el espacio y el tiempo, ella enseña
también que el culto no está al abrigo de torceduras, de parásitos, de neurosis,
de hipertrofias. Su historia no es la historia rectilínea de una obediencia que va
profundizándose. Tiene necesidad de una norma para no caer en los extravíos
del auto justificación. El culto, en su aspecto <<sacrificial>>, debe ser la
reformable, ya que está sujeto a los embates de maligno.

Con la condición, sin embargo, de que esta reforma se haga, en principio,


según las normas y las condiciones de la formulación litúrgica que hemos
señalado. No podemos entrar aquí en detalles sobre la historia del culto fuera
de la Reforma: sabemos que Lutero se mostro en conjunto muy conservador,
pero que mas Tarde el culto luterano, en Alemania al menos, se ha
descompuesto considerablemente ante la revolución litúrgica moderna;
sabemos que el culto reformado de expresión germánica tiene su origen formal
no en la liturgia tradicional de la misa occidental sino mas bien en la plática,
esta especie de reunión homilética dominical que se extendió, a partir de
finales de la edad media, en las comarcas del sur de Alemania; mientras que el
culto reformado de expresión francesa toma su forma mucho más en el
esquema tradicional de la misa, aunque normalmente no se celebra la cena. Es
como si Calvino hubiese encontrado allí una manera suplementaria de
protestar contra el destete eucarístico impuesto por la Iglesia por las
autoridades civiles, dejando << en blanco>> en el desarrollo litúrgico el lugar de
la cena y de las acciones que les concernían directamente.

Pero lo que caracteriza todas estas liturgias es que ellas han suprimido el ritmo
de la vida litúrgica tradicional al renunciar a la eucaristía semanal.
Evidentemente habría que matizar: los luteranos, al comienzo, mantuvieron la
eucaristía semanal, hubiera o no comulgantes 2.,los anglicanos la preveían
también, pero no querían celebración sin que hubiera por lo menos cinco o
seis comulgantes, de manera que en la mayor parte de las parroquias
campesinas, hasta el siglo XIX, la vida sacramental se atrofió tanto que entre
los reformados, solo se previa servicio de cena en la grandes fiestas; lo cual, es
preciso subrayarlo, no impedía que los fieles comulgasen, en conjunto, tres o
cuatro veces más que los romanos, para quienes, desde el siglo XIII, solo es
obligatoria una comunión anual. Si intentamos resumir las enseñanzas que la
Reforma aporta a la historia del culto, podemos decir lo siguiente:
El estallido del ritmo palabra-sacramento—aunque este estallido no fuese
querido por razones teológicas (jamás los reformadores hubiesen imaginado
que se les podría acusar de haber querido suprimir los sacramentos) y solo
estuviera indicado en

2. según mis conocimientos, solo la Iglesia danesa ha mantenido esta


práctica hasta how. También solo en ella, los niños pueden comulgar si
les acompañan adultos.

La vida de la Iglesia—provocó un nuevo tipo de Iglesia, la Iglesia


<<protestante, tipo totalmente ignorado por toda la tradición procedente.
Se puede, sin embargo, salir de este tipo << protestante>> sin renegar del
proyecto fundamentalmente de los reformadores, puesto que ellos querían solo
reformar la única Iglesia cristiana. Una prueba de ello es la renovación litúrgica
de esos últimos decenios en el luteranismo, en el anglicanismo y en las
Iglesias reformadas. Pero hay que saber que esta nueva tentativa de continuar
el proyecto litúrgico de la Reforma implica una pregunta tan seria sobre la
tradición litúrgica <<protestante>> como no lo había sido en el siglo XVI la
pregunta sobre la misa romana.

Una cuestión fundamental se plantea entonces al orden litúrgico, sobre la base


de las enseñanzas de la historia de culto ¿este orden del culto
será<<protestante>> o será tradicional? En otros términos: ¿este orden del
culto respetara o no el ritmo palabra-sacramento, propio del Nuevo Testamento
y de los quince primeros siglos? Todo lo que hemos visto hasta aquí permite
dar una respuesta clara: hay que renunciar al orden del culto <<protestante>>
para reencontrar el orden del culto tradicional. No tenemos derecho si es que
queremos ser una Iglesia reformada según la palabra de Dios, a confirmar
nuestro particularismo litúrgico confesional en lo que tiene de más notorio, o
sea en la ruptura de ha sufrido el ritmo ordinario del culto cristiano; no tenemos
derecho a permanecer en un culto en el que el pueblo de los bautizados no se
reúne ya para obedecer a la orden << haced esto en memoria mía>>; no
tenemos derecho a continuar celebrando nuestro culto sin reintegrar en él la
santa cena o sin reintegrarlo a la santa cena.

Tenemos miles de derechos litúrgicos, pues la diversidad litúrgica es


plenamente legitima: tenemos derecho a reemplazar el confiteor por un sistema
de penitencia y de absolución comunitarias; a renunciar a los graduales; a
establecer una lista propia de perícopas o a no establecerla de ninguna
manera; a suprimir el canto, aunque tal vez la himnología sea nuestra
aportación más valida a la historia del culto cristiano; a colocar la oración
dominical en un lugar diferente al que tiene en otras
Tradiciones; a preferir el símbolo de los apostolados al de Nicea, por ser aquel
el credo catequético; a renunciar a toda oración formulada de antemano, para
solo proponer a los oficiantes unos esquemas de oraciones o incluso para
renunciar del todo a fijar el momento y el contenido de las oraciones en el
culto; tenemos derecho a revestir los oficiantes a nuestro antojo o renunciar a
toda vestidura litúrgica; tenemos derecho a hacer arrodillar a los fieles entre
pascua y pentecostés o a no hacerlo en ninguna ocasión; a renunciar al año
eclesiástico para intentar dar a cada culto el aspecto de una recapitulación
pleromática de la historia de la salvación.

Seriamos, sin duda, estúpidos si quisiéramos ejercer la mayor parte de estos


derechos, pero los tenemos y el ejercerlos en la libertad antes que en una
obstinación orgullosa no comprometería en nada nuestra eclesialidad. Pero no
tenemos derecho, sin acarrear un golpe a la eclesialidad de nuestra confesión,
a considerar la eucaristía como un elemento no constitutivo sino facultativo de
culto.

Estas observaciones preliminares imponen absolutamente lo que tenemos que


decir del orden del culto. En otros términos, nos entretendríamos en hacer
estética arqueológica que sería tanto más necia cuanto se creería más astuta,
si intentásemos ordenar ahora un culto que careciese de su base, de la
eucaristía. En nuestra Iglesia hay que procurar ante todo la curación de nuestra
vida litúrgica por la restauración de su ritmo primitivo y normal, palabra y
sacramento, y todo lo demás se nos dará por añadidura. No que sea preciso
despreciar los principios o las sutilezas del orden del culto, sino que este orden
forma parte de la diversidad permitida. La fidelidad a la Iglesia no influye, pues,
sobre él. En cambio, esta fidelidad está en juego en lo que pertenece al ritmo
fundamental del culto.

3. El orden del culto


Comencemos recordando algunos principios. Toda la historia del culto
cristiano, ya se trate del culto tradicionalmente católico o del más revivalista,
muestra que no se puede prescindir de un orden del culto. Dicho de otra
manera, no se acabaría en la libertad, sino en el desorden. Pero si está claro
que hace falta un orden –por respeto a Dios a quien se sirve (cf.1 Cor14, 40)--,
la historia muestra que existe un buen numero de ellos. Algunos están sin duda
más adaptados que otros al acontecimiento litúrgico; algunos son más
inteligentes que otros; algunos son más fervientes que otros. Pero los unos y
los otros son legítimos en la medida en que se respeten los elementos y los
oficiantes ordinarios del culto.

A propósito de este orden del culto, importa recomendar los puntos siguientes:
Es absolutamente necesario que el culto este abierto a Dios para que Dios
intervenga en el de una manera salvífica; y también lo es que no encuentre su
justificación en sí mismo, es decir que es absolutamente necesario que sea
epiclético. Para hablar sobre el culto, hay que estar libre de codicia.
Seguramente nosotros tenemos todo el derecho a pedir prestados elementos
litúrgicos a otra tradición y luego integrar estos elementos en nuestra tradición
propia. Pero que tales prestamos se hagan para acrecentar nuestro fervor, más
que por miedo a singularizarse o por codicia. No porque una práctica litúrgica
sea ortodoxa o romana o anglicana o reformada es válida. Y si se quieren
tomar elementos de otra confesión, que sea con la libertad que da la
fraternidad, que sea porque se retiene lo que es bueno (1 Tim 5, 25) y no
porque uno se deja satelizar por tal o cual tradición prestigiosa. Hay un punto
en nuestro culto del que nosotros, reformados, debemos avergonzarnos: es el
que Karl Barth llama <<la dislocación insensata de la predicación y del
sacramento>>, que hace de este último no un elemento regular del culto, sino
<<una excepción solemne>>. Pero no debemos avergonzarnos de tener a
menudo un orden del culto que no es verdaderamente muy particular.

Cada vez que el culto cristiano se celebra, se hace una proclamación de la


muerte del Señor, en la espera de su retorno (1 Cor 11, 26). Esto repercute de
varias maneras sobre el orden del culto:

En primer lugar, el pasado del que el culto es memorial, no es el de la


arqueología cristiana, sino el de la muerte de Cristo. No hay que menospreciar
la tradición litúrgica—lo que hemos dicho hasta aquí muestra que no las
menospreciamos--, pero a la hora de calificar la validez de un culto no se ha de
acudir principalmente a la Tradición apostólica de Hipólito o a los Eucologios
de Serapión de Thmuis.

En segundo lugar, el futuro que el culto esperaba y prefigura no es la


consolidación institucional de la ideología reinante – la Aujklärung, el
socialismo, el maximismo, el existencialismo, etc. —sino el retorno de Cristo.
No hay que menospreciar la inserción del culto en un tiempo dado y en un
lugar dado, pero no hay que calificar la validez de un culto por el baremo de su
<<modernismo>>. Por lo demás, lo mismo que le ocurre a la predicación,
cuando quiere ser moderna, tiene todas las probabilidades de dejar de ser
actual.

Por último que esta proclamación sea comprensible, estilizada, evidente,


desembarazada de volutas, de sobrecargas de excrecencias barrocas. Es
quizá una exigencia de la inserción necesaria del culto en el mundo actual. Hay
que desconfiar de lo que <<complica>> el orden del culto. Y a este propósito
me permito una breve observación concerniente a los cantos llamados
<<espontáneos>>, es decir a los responsorios cantados. No hay que
lamentarse de su presencia, pero no hay que creer que sea la única manera de
ofrecer al laicado una liturgia propia. En nuestra Iglesia se tiene a veces esta
impresión y si se quiere acrecentar la participación litúrgica de los fieles, se
piensa que es preciso ofrecerles o imponerles <<cantos espontáneos>>
suplementarios, cuando sería más justo ofrecerle la recitación de la oración
dominical, del credo y el amen, que les permite asumir las oraciones hechas en
su nombre.

Como este libro no va a ser preludio directo al trabajo de una comisión litúrgica
encargada de establecer un orden del culto, no es problema establecer en lo
que se sigue un orden de culto optimum y de justificarlo, hay que recordar una
vez más que la diversidad valida de los órdenes del culto es una enseñanza de
la historia del culto que es preciso respetar. Una vez más hay que recordar que
si debemos situar nuestro culto es un ambiente tradicional y ecuménico, y que
si sobre ciertos puntos tenemos mil razones para tomar elemento a otras
tradiciones culturales, nuestra tradición litúrgica, al menos tal como se está
revigorizando después de una o dos generaciones, es un punto de partida
valido para establecer un orden del culto. Por otra parte, aun ese dato
confesional está todavía muy diversificado como lo prueba por ejemplo el lugar
de la oración dominical en algunas liturgias oficiales reformadas
contemporáneas de lengua francesa: la liturgia ginebra (1945) la coloca al final
de la misa de los catecúmenos, lo mismo que la liturgia de la Iglesia reformada
de Francia (1955); mientras que la liturgia del Jura bernés (1955) la coloca en
la misa de los fieles.

Para lo que sigue, partimos, pues, del dato corriente para examinar algunos
problemas mayores a propósito de cada uno de los medios tiempos de culto.

Algunos problemas planteados


Por el medio tiempo <<galileo>> del culto

Recordemos que el nudo o el corazón de esta primera parte del culto es el


acontecimiento salvífico de la proclamación, anagnóstica y profética sobre todo,
de la palabra de Dios. En esta parte se sitúa la lectura de la escritura y la
predicación. Yo quisiera abordar aquí brevemente tres problemas entre todos
los que se presentan.
El primero concierne a la necesidad o no necesidad de un momento de
humillación. Es inútil entrar en detalles: observemos solamente que durante el
primer milenio la confesión de todos los pecados no tenia su puesto regular en
el culto mismo, sino antes de él. Se venía al culto limpio por el perdón, lo que
daba este un estilo verdaderamente <<eucarístico>>, un poco en el ambiente,
tan ejemplar para el culto cristiano, del retorno junto a Jesús de los setenta
enviados por el al mundo (ef. Lc 10, 17s.) Se sabe también que en la liturgia
occidental, a partir de comienzos del siglo XI entra, con la forma del confiteor,
una confesión de los pecados o, más bien, una intersección mutua par: que el
perdón de Dios cubra el pecado reconocido y confesada con contrición. Se
sabe, finalmente, que Calvino y la tradición litúrgica que el inspiro reemplazaron
el confiteor por el misterio mismo de la pertenencia con absolución declarativa
dada a toda la comunidad.

Por mi parte, creo que en principio esta presencia de la humillación en el culto


es perfectamente válida. Si no se la tenía, como en la tradición antigua u
ortodoxa, habría que ponerla antes del culto. Sin embargo, hare las
anotaciones siguientes:

En primer lugar, para manifestarse el carácter jubiloso de la semanas que va


desde pascuas hasta pentecostés y para manifestar que decididamente seria
tomar nuestro pecado demasiado a lo trágico, el insistir en el este tiempo en
que se celebra de un modo muy especial la victoria sobre el maligno, creo que
sería legitimo renunciar durante este periodo a este momento de humillación.

En segundo lugar, hay que observar que de todos los elementos propiamente
reformados del culto, este es el que soporta menos la repetición en el q está
más amenazado por un cierto automatismo (se reprocha con razón la manera
como muchos cristianos romanos practican el sacramento de la penitencia):
cada domingo, uno confiesa de nuevo sus pecados y, sobre todo, se recibe la
absolución, sin que cree el menor problema. Y esta enfermedad
verdaderamente no se cura variando los textos de la ley, sobre cuya base uno
se arrepiente, variando las oraciones o utilizando unas veces formulas
absolución deprecativas en primera persona del plural, y otras, formulas de
absolución declarativas en segunda persona del plural, por ejemplo en el día
de navidad y en el día de pascua, para renunciar entonces a un momento
particular de humillación hasta pentecostés 3. Para, por último, volver a utilizar
el confiteor lo otros
3.
si no se puede admitir la idea de esta supresión momentánea y pascual del
momento de la humillación, al menos, hay que renunciar a ello en el día de
pascua. Se podría también en ese día hacer proceder el culto por un momento
de humillación, que liberaría para el júbilo pascual

Domingos. El confiteor, en efecto, me parece notable el punto de vista


eclesiológico, en general, y desde el punto de vista litúrgico, en particular.

Desde el punto de vista eclesiológico, porque es un arma muy fuerte contra el


clericalismo, ya que el jefe de la congregación confiesa delante de ella que es
un pecador, que se arrepiente de su pecado, que tiene necesidad del perdón
de Dios y de la intercesión de sus hermanos: es decir que el jefe de la
congregación comienza a situarse exactamente en el mismo plano que los
seglares, que quieren seguir su ejemplo. Esto exige, está claro, el confiteor
dialogo, según la fórmula tradicional y, también, a mi parecer, que el ministro se
ponga, para este momento del culto, de rodillas volviéndose hacia la asamblea
de sus hermanos.

Desde el punto de vista litúrgico, el confiteor me parece notable no solo porque


muestra el carácter de ayuda mutua espiritual que reviste el culto cristiano, sino
también porque atestigua que para celebrar el culto hay que estar perdonado:
esto, por otra parte, está también demostrado por la práctica tradicional
reformada de la confesión de los pecados.

Observemos que, quizás, nada anula la tradición reformada, según la cual, esta
confesión de los pecados se hace con relación a un llamamiento de la ley, y me
parece lógicamente preferible seguir aquí lo que ha llegado hacer el orden
tradicional y que se encuentra también en el Prayerbook anglicano, a saber,
hacer este llamamiento de la ley antes del momento de la humillación, la ley
revelándome mi pecado, antes que seguir la formula puramente calvinista de
la ley cantada por el pueblo después de la absolución, la ley enseñándome
como marchar en la salvación.

Las liturgias reformadas actuales, al menos las de lengua francesa,


acostumbradas a colocar en la parte <<galilea>> del culto, el credo, la
intercesión, y en algunas veces, la oración dominical. Esto proviene sin lugar a
dudas de esta astucia calvinismo, revelada por W. Maxwell, que protesta a su
modo contra la prohibición política de una celebración eucarística regular
tomando elementos de la misa de los fieles para colocar en la misa de Los
catecúmenos. Hay que preguntarse si un retorno regular a los dos momentos
del culto no debería liberar el momento <<galileo>> de estos elementos
tradicionales <<jerosolimitanos>>. Pienso que hay que responder
resueltamente que si, por estas tres razones:

La primera, y me parece muy importante, porque no es solo la comunión del


pan y del vino lo que está reservado exclusivamente a los bautizados, es decir
a los que verdaderamente se comprometan en la vida de la fe, es toda es toda
la celebración eucarística lo que está reservado. Para poder confesar la fe,
para poder pronunciar la oración dominical, para poder interceder en el
nombre de Cristo, hay que estar en Cristo, lo mismo que para poder
aproximarse a la mesa santa. Es la razón principal por la que es preciso volver
a situar estos elementos en el momento <<jerosolimitano>> del culto.

Segunda razón, es deseable hacerlo para que la primera parte del culto sea lo
más acogedora posible a los de fuera, sea lo más <<galilea>>., lo mas
misionera posible; que no obligue directamente, por una partición litúrgica
comprometedora, a los que no están comprometidos, sin lo cual, los elementos
litúrgicos a que nos referimos no serán ya actos litúrgicas que requieren un
pleno don de si, sino solo formulas que se recitan sin poner en ellas el corazón,
sin jugarse en ellas la vida. Por esto, no hay que <<litúrgica>> el medio tiempo
<<galileo>> del culto.

Tercera y última razón. Es deseable devolver al medio tiempo


<<jerosolimitano>> estos elementos, para no descarnarlo o para no amputarlo.
Ellos se integran mas armoniosamente en el acontecimiento eucarístico; allí
pueden adquirir todo su sentido y su plenitud. La oración dominical es mucho
más ella misma cuando la eucaristía va a ser las primicias de acogida
favorable; el credo es mucho mas el mismo, cuando no es más una recitación
doctrinal, sino que se inserta en la ofrenda comunitaria y fraternal que la
Iglesia hace de sí misma en el momento de la comunión; la intercesión esta
mejor en su lugar, cuando, antes de la comunión, la asamblea reunida tal
domingo en tal sitio reúne de alguna manera la iglesia entera y el mundo entero
para ofrecerlos, exponerlos, presentarlos al perdón y a la gracia de Dios. Por lo
demás, si se priva al medio tiempo <<jerosolimitano>> de estos elementos, que
le convienen mucho mejor que al medio-tiempo galileo», te estará tentado a
llenar los vacíos" dejados por enseñanzas, informaciones y exhortaciones que
amenazan racionalizar y moralizar la celebración y eucarística y, por
consiguiente, entorpecerla y arrebatarle su estilo y su aire.

Entre los numerosos problemas que se podrían todavía señalar aquí, toco un
tercero, menor: ¿los ruegos, las comunicaciones, los anuncios, tienen su lugar
en la primera o en la segunda parte del culto? En la situación
eclesiológicamente ambigua en que nos encontramos, son más razones de
eficacia que razones teológicas las que cuentan aquí. Teológicamente, sería
recomendable situar estos anuncios lo más cerca posible de la intercesión y de
dirigirlos a los que verdaderamente están comprometidos en la vida eclesial y,
por tanto, reservarlos para la segunda parte del culto. Prácticamente, es
importante que estos anuncios alcancen la mayor gente posible y, por esto, es
lícito situarlos en la primera.

Pero, ¿en qué momento? En cualquier caso, hay una solución que me parece
absolutamente falsa, aunque se hace frecuentemente: es el situarlos en el
umbral de la liturgia, antes de la invocación. Es falso, primeramente, porque da
la impresión de que estos anuncios, que reflejan las alegrías, las penas, los
proyectos, los deberes de la parroquia, son indignos del culto. Habría,
entonces, que excluir también las intercesiones. Es falso, también, por razones
de simple conveniencia: en el momento en que la Iglesia está reunida para
celebrar su culto, se comienza por dar anuncios, y la torpeza llega de ordinario
hasta colocar al comienzo de los anuncios lo que indica el destino de la
ofrenda.

El lugar que me parece más a propósito es después de la predicación, en el


momento en que se invita también a la celebración eucarística. Por otra parte,
poner estos anuncios no en el margen del culto, sino en el culto, tendrá sin
duda por consecuencia que ellos estarán tamizados... y que se podrá anotar el
precio de entrada para el guateque del coro mixto, en un cartelito colocado en
el porche de entrada, sin tener necesidad de repetirlo en el anuncio.

Algunos problemas planteados


por el medio-tiempo «jerosolimitano del culto

Recordemos que el núcleo de este segundo momento del culto es la


celebración eucarística con su carácter de memorial del sacrificio único de
Jesucristo, con su carácter nupcial de comunión, de mutua autoconsagración
del Señor a la Iglesia (Ef 5. 25) y de la Iglesia al Señor (Rom 12, 1; 1 Cor 6, 13,
etc.), con su carácter de exuberancia escatológica que le da la presencia real
del resucitado.

Recordemos también, como acabamos de ver, que tal vez sea este el
momento de la confesión de fe litúrgica de la Iglesia, de su intercesión y de
su «audacia» para decir «Padre nuestro...». Y todo esto, porque la
Iglesia entera está de ese modo como recogida en el culto de tal
congregación, justifica también el que el momento eucarístico sea de cualquier
manera el lugar riel censo de la Iglesia; el momento y el lugar en que ella toma
conciencia de que la congregación celebrante no es más que la aparición, la
epifanía en un lugar y en un tiempo dados de una cosa infinitamente más
vasta: la santa Iglesia católica. Por esto, se justifica aquí el memento de los
vivos y de los difuntos y la proclamación de la solidaridad con los ángeles y
las potestades y con su culto celeste, del que hemos baldado al
examinar el problema de los oficiantes del culto.

Nos detendremos ahora a analizar dos problemas, quizá más técnicos que
teológicos baldando con propiedad: el de la ofrenda y el de la manera de
comulgar.

«Ninguno comparecerá ante mí con las manos vacías», dice el Señor en las
prescripciones pascuales de la antigua alianza (Ex 23, 15), y a pesar del
romanticismo con que se ha podido rodear el carácter de mendicidad del
que se presenta delante de Dios, esta recomendación del libro del
Éxodo sigue siendo válida, cuando uno se presenta delante de Dios no por
primera vez, ni para volver de nuevo a él en el arrepentimiento, como el lujo
pródigo, sino cuando uno se presenta a él por el culto. Quizás no
sea muy «protestante» el decirlo así; pero si no se acepta esto, se debería
entonces suprimir la ofrenda en el culto, lo que no se piensa hacer. Hagámoslo,
pues, con una buena conciencia y sabiendo lo que hacemos. Esto es lo que
hicieron los magos (Mt 2, 11) o los dos primeros poseedores de talentos (Mt 25,
14 s.) o la mujer que ungió a Jesús (Mt 20, 6 s. y par.; Jn 12, 1 s.) o José de
Arimatea que ofreció su tumba (Mt 27, 57 s, y par.) o los reyes que llevan su
gloria a la nueva Jerusalén (Ap 21, 24): una acción de gracias (lo que el tercer
poseedor de talentos o los malos viñadores no han querido realizar), una
especie de «devolución» material para responder a lo3 dones espirituales (cf. 1
Cor 9, 11).
A propósito de tales ofrendas (¿dominicales? Cf. 1 Cor 16, 2) le agrada
especialmente al apóstol usar la terminología sacrificial (cf. 2 Cor 8-9; Fil 4, 18,
etc.), y no deja de tener su importancia. Esta ofrenda forma parte, de una
manera o de otra, del culto ordinario de la Iglesia cristiana. Primitivamente
consistía esencialmente en done3 naturales: sobre todo pan y vino, que se
utilizarían parcialmente para la comunión, pero a partir del siglo XI la ofrenda se
convierte en especies. De un modo general, así sucede todavía hoy.

No podemos entrar en los detalles de una teología de la ofrenda ni de un


examen de los recursos de la Iglesia y de la manera óptima de reunirlos.
Contentémonos con las observaciones siguientes:

Aunque sea sin duda técnicamente imposible, lo prueba toda la historia de la


Iglesia, que la generosidad eucarística de los fieles baste para dar a la Iglesia
los recursos financieros que ella necesita para el mantenimiento legítimo de los
ministros, para sus obras de evangelización y de diaconía y para sus cargas
inmobiliarias, es, sin embargo, la eucaristía la que debería regular la política de
ingresos y gastos de la Iglesia. Y por esta razón, es importante dar a este
momento un alcance ejemplar para el conjunto del problema de las finanzas de
la Iglesia.

Prácticamente, creo que lo más digno y lo más simple es que los ancianos o
los diáconos hagan pasar bolsitas por los diferentes «sectores» de la Iglesia,
para después llevarlas conjuntamente al pastor que las recibe y las consagra
con una oración a su nuevo fin, devolviendo todo a uno de los ancianos que lo
deposita donde no estorbe el desenvolvimiento de la eucaristía. Colocarlo
sobre la mesa santa no me parece indispensable. La colecta puede
perfectamente hacerse durante el canto de algún himno.

Alguien dirá que de esta manera, a los que no participan más que en la parte
«galilea» del culto, se les privará del acto litúrgico de la ofrenda. Pero, ¿por qué
no? Este acto, en este punto también la tradición litúrgica primitiva es
plenamente válida, concierne en primer lugar a los que tienen el derecho a
celebrar el culto entero y, por tanto, a comulgar. En todos los casos, cuando se
reintroduzca entre nosotros la eucaristía semanal, habrá que situar la colecta
en la parte eucarística del culto, aunque se abandone la funesta costumbre de
la «colecta a la salida en favor de una colecta integrada en el culto antes de
reencontrar la eucaristía semanal. En cuanto a los que asistan sólo a la primera
parte del culto, podrán, si lo desean, depositar sus dones en un cepillo
colocado a la salida de la Iglesia.

Es necesario partir de un determinado número de presupuestos: en


adelante se presupone, primeramente, que la eucaristía no se celebra sin que
haya invitación a la comunión y a la comunión efectiva. Toda la Iglesia
primitiva conoció así la eucaristía, y la Reforma calvinista y anglicana
ha tenido perfectamente razón al renunciar a servicios eucarísticos
que no fuesen al mismo tiempo servicios de comunión; se presupone
también que, normalmente y en principio, se quedan a la parle eucarística del
culto los que tienen intención de comulgar, preferentemente a los que tienen
derecho a ello sin tener intención. Esto para evitar, a pesar del afecto que los
reformadores tenían por la noción agustiniana del «Verbum visible», que se
vuelva a reanudar la orientación que ha hecho admitir la posibilidad de una
participación de la eucaristía puramente espiritual; esto ha hipertrofiado el
carácter sacrificial o lo ha rebajado al rango de espectáculo; se presupone que
prácticamente comulgan todos los oficiantes-participantes e igualmente se
presupone que se comulga bajo las dos especies de pan y de vino y en este
orden, tomados separadamente el uno del otro mejor que por la in, tinción del
pan en el vino, costumbre que se extendió en oriente para la comunión de los
seglares a partir del siglo cuarto y como es costumbre también de los luteranos
de los países bálticos 4; por último, se presupone que la liturgia comprenderá
las palabras de la institución, la fracción del pan, la acción de gracias sobre la
copa y que no buscará su fidelidad a la institución de Cristo en una
reproducción servil y arcaizante de la última cena, donde los convidados
estaban recostados a la manera oriental, porque «nosotros no estamos en
condiciones de convertir la cena en una copia conforme a la narración bíblica»
(H. Asmusscn).

Presuponiéndose todo esto, abordamos algunos problemas prácticos de la


celebración.

En primer lugar, ¿con qué orden se comulgará? Normalmente, quien comulga


el primero es el que preside el servicio. Vienen después los que van a ayudarle
a distribuir las especies, lo mismo que los otros miembros del clero. Después
viene el pueblo. Aquí, igualmente, puede darse un orden: en las constituciones
apostólicas, en el capítulo 8, después de haber hablado de la comunión del
obispo, de los presbíteros, de los diáconos, de los subdiáconos, se enumera la
de los lectores, cantores, ascetas, diaconisas, vírgenes, viudas, niños; después
el resto del pueblo. Esta regla es corriente también en las Iglesias de la
Reforma: el primero en comulgar es el ministro que preside, vienen después
sus ayudantes y los otros ministros y sólo después el pueblo, comulgando los
hombres, de ordinario, antes que las mujeres. En la época de la Reforma se
conoce también, durante un período que parece haber sido breve, el sistema
según el cual el ministro presidente comulgaba o podía comulgar el último, sin
duda para que él consumiese si no todas las hostias o todo el pan, al menos,
todo el vino que habían sido consagrados. Creo que no hay nada que objetar a
la tradición ordinaria en este punto y que pertenece efectivamente al pastor del
rebaño ser el primero en comulgar.

4. Con rigor, se puede comulgar por intención en tiempos de epidemia,


para no sucumbir a la tentación de renunciar a la copa común en favor
de copas individuales

La humildad, aquí, no podría ser sino falsa: el pastor no es el criado de su


congregación, sino el ministro de Cristo; no es haciéndole cortesías como la
servirá mejor, sino conduciéndola.
En segundo lugar, ¿quién distribuirá las especies? En la Iglesia primitiva, de
ordinario, junto al ministro-presidente, es decir el obispo o presbítero que le
representaba, había diáconos (¿y diaconisas?) que participaban en la
distribución de las especies a los comulgantes, y si esta costumbre ha caído
generalmente en desuso, en oriente porque se ha cesado de distribuir las
especies eucarísticas separadamente y en occidente porque se ha privado al
pueblo de la comunión de la sangre de Cristo. Ha sido restituida en la Reforma,
donde se ve ordinariamente a un diácono distribuir la copa, mientras el pastor
distribuye el pan.

En todas las partes donde el presidente del culto participa en la distribución,


parece haber allí cierta superioridad para el pan: no distribuye la copa, sino el
pan. Esto no significa que los diáconos o los ancianos sólo tuviesen el derecho
de distribuir la copa (la presidencia y la consagración cuentan más que la
distribución); pero la tradición presupone que la distribución del pan forma parte
de la «liturgia» del pastor, y no hay motivos para oponerse a ello. Así,
normalmente, el pastor no sólo presidirá el servicio eucarístico, sino que
distribuirá también el pan, mientras que un anciano o un diácono distribuyese la
copa.

Pero puesto que la comunión no se toma sino se recibe, el ministro que


preside, una vez instituida la cena ¿debe comulgar él por sí mismo o debe
pedir a un diácono le dé el pan y la copa? Normalmente, el ministro comulgaba
por sí mismo; existe, sin embargo, en las más antiguas costumbre romanas
una tradición, según la cual, el obispo de Roma coge él mismo el pan, pero
recibe la copa de las manos del diácono principal. Esta tradición me parece
digna de imitación, y ¿por qué no también para el pan? Por esto, sería quizás
deseable, una vez instituida la cena, que un diácono comenzase por dar el pan
y el vino al pastor, antes que éste distribuyese las especies a los diáconos o a
los ancianos.

¿Cómo se efectuará la distribución de las especies a los seglares? Una primera


pregunta se formula aquí: los seglares ¿van a la comunión, es decir se
desplazan ellos para comulgar, o la comunión viene a ellos, que permanecen
sentados en sus bancos o en sus sillas? Según toda verosimilitud, es más
conforme a la tradición litúrgica que los fieles no se desplacen, sino aguarden
en sus sitios a que vengan los diáconos a traerles las especies. Esta
costumbre, para la que fácilmente puede encontrarse una explicación
simbólica, abandonada en diversos lugares ya en el siglo cuarto, ha sido
restaurada en particular por Zwinglio y recogida también por ciertas Iglesias
anglo-sajonas no-conformistas. Pero nada impide que uno prefiera a esta
manera de distribuir las especies la que se ha extendido prácticamente por
todas partes y según la cual los fieles se desplazan para ir a comulgar y
avanzan, ¡por el pasillo central!, hacia la mesa donde les invita y les espera su
Señor. Pero, cerca de la mesa ¿qué harán?, ¿circularán, desfilarán, yendo del
ministro que tiende el pan al que tiende la copa?, ¿se pondrán a la mesa en los
bancos que la rodean, como ocurre en la mayor parte de las Iglesias
reformadas del otro lado del Rin?, ¿formarán, alrededor de la mesa, un
semicírculo o delante de la mesa una fila, siendo cada participante servido
alternativamente por el ministro que distribuye el pan y el que distribuye la
copa? Esta última manera, llamada tablee, propuesta o recomendada entre
otras por la liturgia de la Iglesia Reformada de Francia (1955) o la del Jura
bernés (1955), me parece la mejor por estas razones: contrariamente a la
primera, no obliga, por la prisa o la presión de los que siguen, a una comida
ambulante de las especies eucarísticas y mantiene, por consiguiente, el
recogimiento; contrariamente también a la primera, no aísla al comulgante, sino
le recuerda, lo que puede ser pastoralmente de importancia muy grande, que si
él comulga con su Señor, es en cuanto miembro de un pueblo, es decir, que él
comulga también con sus hermanos. Contrariamente a la segunda, no
hipertrofia el carácter de cena de la eucaristía y evita también el embarazo a la
vez litúrgico y teológico en que se encuentra el ministro presidente: ¿debe o no
debe instituir la cena de nuevo para cada grupo de comulgantes y, por tanto,
volver a consagrar las especies que ya lo habían sido para el grupo
precedente?; contrariamente a la segunda, por último, no engaña (si me atrevo
a hacer intervenir un argumento tan poco litúrgico), porque uno no se espera
una comida como ocurre cuando se pone a la mesa: uno se contenta allí, pues,
de muy buen gusto con un bocado de pan y un trago de vino solamente.

¿En qué actitud se comulgará, al descartarse la comunión estando sentados?


En algunas Iglesias se comulga de rodillas. Esta costumbre la conocían
también los primeros reformados, aunque no se imponía n los comulgantes,
que podían también comulgar de pie. Y se extendió en la Iglesia occidental, en
oriente se comulga de ordinario de pie, a partir del siglo XI; ella está, pues,
ligada con toda evidencia a la doctrina de la transubstanciación. La tradición
reformada-primitiva, anglicana y luterana muestra que este origen teológico no
es una razón decisiva para no admitir la postura de rodillas, la mejor actitud de
recogimiento. Pero puede ser que también aquí el origen de esta actitud deba
hacernos precavidos: se comulgará, pues, con preferencia de pie, en la actitud
pascual; tal vez se puede recomendar la comunión de rodillas durante el
adviento y la cuaresma.

¿Se sirven las especies o se las recibe? Hemos visto que no es necesario
querer arcaizar para la celebración eucarística. Creo, por tanto, que aquí es
legítimo buscar con una cierta intransigencia una expresión simbólica propia
para mostrar que no se toma la comunión, sino que se nos da (éSoiXEV, Me
14, 22 y 23 y par.). Se recibirán, pues, las especies con la reverencia requerida.
La manera cómo se hará, podrá variar: lo más simple y que corresponde
también a la tradición, es que el comulgante ponga sus manos en cruz, por
ejemplo, la izquierda encima, en ella recibe el pan y lo lleva a la boca con su
mano derecha. A partir del siglo vut en occidente, se deposita el pan o la hostia
directamente en la boca del comulgante. Para la copa, el comulgante la cogerá
con las dos manos (el diácono o el anciano también la lleva con las dos manos)
para beber y la devuelve después. Aquí también, se evitará lo que podría hacer
creer que el estado clerical autoriza una manipulación eucarística prohibida al
estado del laicado: es la institución, no la distribución de la cena, lo que está
reservado al ministerio pastoral. Por esto, el comulgante tiene el derecho de
servirse con sus manos lo mismo para el pan como para la copa con la
condición de que lo haga con respeto.

¿Hay que recordar que a la unicidad del pan debería corresponder la de la


copa (cf. 1 Cor 10, 6 s.) y, por tanto, que la adquisición o la utilización de copas
individuales es desaconsejable como particularmente funesta al carácter
comunitario de la comunión? 5. Por fortuna, esto es ya casi innecesario, al
darse la clara toma de conciencia del carácter comunitario de la vida
eucarística.

¿Hay que acompañar la distribución de las especies eucarísticas con una


palabra? Según lo que se ha dicho en el momento de la institución de la cena,
esto podría parecer superfino y, en efecto, ciertos órdenes de cultos
protestantes o renuncian a una palabra que acompañaría la distribución o la
desaconsejan o, en ese caso, aconsejan decir una sola palabra para toda la
tablee, lo que me parece una solución muy aceptable. Se puede entonces
hacer cantar a la asamblea un cierto número de cánticos, ¡de pascua
preferentemente a cantos de viernes santo!, o leer ciertos textos bíblicos, como
por ejemplo Jn 6, Is 55. O, para continuar una tradición muy extendida en la
iglesia primitiva, el salmo 34. Por el versículo 9.

Pero nada impide que se diga a cada comulgante una palabra de distribución.
La tradición litúrgica ecuménica es en esto muy rica: algunas de estas palabras
son confesiones de fe más que palabras de catequesis, como por ejemplo,
aüi\ia ypicrcoü.

5. Como, por lo demás, también es funesto a su carácter sagrado: las


copas individuales recuerdan demasiado a la de los aperitivos y su
empleo llega a ser particularmente detestable, cuando todos ¡os
comulgantes esperan a tener su copa llena, antes de que la beban
simultáneamente, una vez dada ¡a orden {skal). La tradición medieval
conoció pipetas eucarísticas, llamadas pugillaris o calamuc o ¡istula que
no debían favorecer más la paz, la alegría y el recogimiento de la
comunión que las copas individuales. ¿Se introdujeron en la celebración
por las mismas razones deplorables que las copas individuales: el temor
de los microbios, es decir, la confusión entre la higiene y la soteriología
y, tal vez, sobre todo, ei temor de tener que llevar a sus labios ¡a copa
en la que habla bebido tal persona de una clase social inferior? O ¿se
adoptaron para tener todas las garantías de que ninguna gota de vino
eucarístico se perdería?

v ";|i'/yptcrtoü OTTipiOvjfjs en las Constituciones apostólicas, c 8 o la bella


formula de la liturgia de Calvino:

Tomad, comed el cuerpo de Jesús que lia sido liberado de la muerte por
vosotros; éste es el cáliz del Nuevo Testamento de la sangre de Jesús, que ha
sido derramada por vosotros.
Otros palabras son oraciones o ruegos, como por ejemplo la fórmula actual
de distribución de la misa romana: «Corpus Domini Nostri Jesu
Christi cuslodiat auimam tuam in vitam aetornam» 6. Algunos. Asmusscn
por ejemplo, piensan que «nunca, tal vez., se pueda hablar tan abiertamente a
alguno como en este momento» y proponen, por tanto, que esta palabra
intente ser una palabra de cura de almas. Es una de las razones por
las que se extendió entre nosotros la costumbre de decir un
«versículo» al mismo tiempo que se daba el pan. Otras dos razones probables
de esta costumbre hay que buscarlas en lo que contribuye a
debilitar el protestantismo moderno: una especie de magia de la palabra,
gracias a la cual se cree escapar de otras magias más peligrosas, lo que
desvirtúa la palabra y el sacramento, y un terror delante de lo que,
siendo respetado, podría llegar a ser maquinal y dejar de ser sincero, a pesar
de lo que decía el buen protestante Alexandre Vinet:

Hay más inconveniente en decir a cada persona un pasaje distinto que repetir
el mismo. La repetición de una ¡rase sacramental es grave, imponente y no lo
gasta.

Hay que desaconsejar vivamente esta última manera de actuar, no sólo porque
muy a menudo se «cae» mal con el versículo que se dice, sino también y, tal
vez sobre todo, porque se desvía la atención del comulgante de la carne y de la
sangre que se le dan para que resucite en el último día (Jn 6, 54). Si se
me

6. Hay que recordar que el autor afirma esto antes del concilio ecuménico
Vaticano II, Actualmente se dice: «El cuerpo de Cristo». Tampoco
conviene olvidar esto en otras afirmaciones concretas sobre !a liturgia
de la Iglesia católica romana

Permitiese ter impertinente, yo diría que esta «intinción» del pan en la palabra
es tan nociva al pan como a la «intinción» de azúcar en licor de guindas: no es
el azúcar el que produce el gusto, sino el licor. Igual en este momento: no es la
palabra la que debe contar, sino el pan.

Uno se atendrá, pues, si quiere decir entonces una palabra, a una palabra de
confesión de fe eucarístico o a una palabra deprecativa, sin temor de decir
siempre la misma o de alternar regularmente con tres fórmulas como mucho.
Así, encontrando palabras de esta clase, se podrá enseñar a los comulgantes a
responder amén, en vez de «gracias» cuando reciben el pan y se les tiende la
copa.7

Una palabra todavía sobre el momento siguiente n la comunión. Los


comulgantes han vuelto a sus sitios. De ordinario, se recogen entonces en una
oración personal y silenciosa. Por distintos lugares, se ha mantenido la
costumbre de hacer esta oración de rodillas. Es el vínico momento, donde la
presencia de la piedad en los gestos no ha sido enteramente corroída por el
racionalismo y las diferentes formas del protestantismo liberal. El fastidio es
que los bancos de nuestras iglesias no prevén esta postura, de manera que
para esta oración es preciso ponerse en cuclillas, volviendo la espalda a la
mesa santa, donde se sigue dando la comunión. Simbólicamente es penoso, ¡y
también estéticamente! No creo, pues, que haga falta dejar esta postura de
rodillas para reencontrar una práctica más corriente. Su típica utilidad es la de
mostrar que todavía uno puede arrodillarse; pero no muestra cómo hay que
hacerlo. No es, pues, a partir de aquí como se intentará recuperar la postura de
estar de rodillas.

7. No hay ninguna razón para justificar nuestra costumbre de acompañar


distribución del pan con una palabra, pero sí la hay para decirla, cuando
se la copa.

El transito del momento «galileo»


Al momento «jerosolimitano»

¿Hace falta una cesura entre los dos momentos del culto? Esta cesura, al
menos según el testimonio sinóptico, existe con toda evidencia en el ministerio
de Jesús: el mismo ministerio se prosigue, pero en otro clima. Esta cesura,
después del testimonio unánime neotestamentario, se la volverá a encontrar en
la parusía: se hará el juicio donde serán anatematizados los que no aman al
Señor (cf. 1 Cor 16, 22) y tendrá lugar, una vez «la puerta cerrada» (cf. Mt 25,
10), el festín de las bodas del cordero. Igualmente, toda la tradición antigua
conoce una cesura entre la misa de los catecúmenos y la misa de los fieles,
entre el momento del culto ordenado hacia la proclamación del evangelio y su
catequesis, y el momento del culto ordenado hacia la fruición de los bienes
evangélicos: todo el tiempo necesario el culto de la Iglesia ha sido
profundamente acogedor, pero a partir de cierto momento, la Iglesia

a causa de la institución de Cristo, debe trazar un límite, que hace, visible el


carácter exclusivo de la anamnesis cumplida por la santa cena (P. Brunncr).

Tal vez, se podría decir que de uno al otro de los momentos del culto, la
«densidad escatológica» cambia: en la primera parte del culto, el mundo
venidero penetra en el mundo presente, intenta convencerlo, llamarlo,
reconquistarlo; en la segunda parle, no hay más que la acción de la gracia para
la llegada de este mundo, para la salvación realizada por la pasión y la
resurrección de Cristo y por el Espíritu Santo, una especie de empapamiento
del máximo de plenitud escatológica que puede contener el esquema pasajero
del mundo presente (cf. 1 Cor 7, 31). La Escritura y la tradición antigua
justifican, pues, plenamente una cesura entre el momento «galileo» y el
momento «jerosolimitano», entre el momento «judicial» y el momento «nupcial»
del culto.

Esto no crearía sin duda ninguna dificultad, si la práctica bautismal


correspondiese a la de la Iglesia apostólica y a la de la Iglesia primitiva; es
decir, si no se hubiese caído en el error funesto, explícito o no, de confundir el
bautismo con la palabra misionera y, por tanto, de ver en el bautismo no el sello
de la gracia recibida por la fe, sino el símbolo de la gracia preveniente. Por esto
no estamos ya en la situación do la Iglesia primitiva, es decir que los que
renuncian a comulgar podrían prácticamente también recibir la comunión: no
son catecúmenos (son bautizados), no son penitentes (no hay ninguna
disciplina verdadera), no son energúmenos (el racionalismo actúa como si él
nos hubiese desembarazado de ellos), y no son idiotas (prácticamente no
quedan, cf. 1 Cor 14, 23). Los fieles mismos querrían desertar de la misa de los
fieles.

Se comprende, pues, la impaciencia de los pastores que muestran disgusto


contra una cesura entre los dos momentos del culto o que piden, a quienes
quieren marcharse de él, lo hagan de la manera más sobria y discreta posible y
que no se les dé la bendición. Teológicamente, esta solución es exacta: quiere
respetar de un modo absoluto los derechos de los bautizados y enseñarles al
mismo tiempo a gozar de ellos y a cumplir sus deberes. Y tal vez la
impaciencia, teológicamente justificada, de tantos pastores contra esta cesura
sea una estupenda lección para que la Iglesia vuelva a examinar su práctica
del bautismo. Pero si teológicamente esta solución es correcta, no sería
defendible en el caso de que volviésemos a encontrar la eucaristía en cada
parroquia, es decir la comunión semanal.

Pero, ¿qué solución encontrar que no sea demasiado falsa? Creo que es
necesario renunciar a la práctica ortodoxa que ha mantenido una despedida de
los catecúmenos, energúmenos, etc., con la bendición correspondiente, y a la
práctica romana que ha abandonado la despedida y, por tanto, la cesura, pero
al precio de una falsificación casi regular de la eucaristía, porque no lleva
consigo ya necesariamente la comunión del pueblo y porque basta asistir al
momento de la transubstanciación para haber celebrado válidamente el culto.

Para evitar que no se socaven en la cena los elementos de comunión y de


alegría escatológica en favor del único elemento sacrificial, es necesario
salvaguardar el principio, indiscutido en la Iglesia primitiva, de que los
asistentes a la eucaristía son también los que participan en ella en cuanto
comulgantes; o, al menos, hay que estar muy vigilantes a esto propósito. Por
esta razón, una despedida de los fieles antes de la cena me parece, en suma,
menos grave que una eucaristía celebrada como un espectáculo delante de los
fieles que en su mayoría no desean comulgar.

En la medida en que no se resuelva de una manera teológicamente válida la


práctica del bautismo 8, en esa misma medida no habremos reencontrado una
disciplina eclesiástica efectiva; creo que el problema que nos preocupa aquí no
podrá encontrar una solución verdaderamente satisfactoria en el plano
teológico y en el pastoral. La cesura es necesaria; pero hasta que se resuelvan,
al menos en principio, los dos problemas mencionados, no será el acto de
disciplina eclesiástico que debería ser; no será sino una invitación,
teológicamente detestable, a una «autodisciplina» que permitirá a cada
bautizado decidir si quiere comulgar o excomulgarse él mismo.

Pero, ¿cómo regular esta cesura necesaria en estas circunstancias


deplorables? Se dan aquí diversas soluciones que parecen posibles a limine.

Se halla, en primer lugar, la solución que ha gozado del favor del


protestantismo del siglo pasado y que en muchas parroquias cuesta trabajo
que muera: se termina, en suma, el culto antes de la eucaristía; se mantiene,
pues, el orden del culto ordinario, sin cena, desde la invocación a la bendición,
para añadir en ese momento un apéndice eucarístico —en favor de algunas
personas que viven aun en las épocas de la magia y de la superstición y en
favor de algunos puros que harán al Señor la gracia de su presencia en su
reino, según el punto de vista en que uno se coloque— que comienza de nuevo
por una invocación, la humillación, etc. Esta solución, que hace de la eucaristía
«una excepción solemne» (K. Bartb), está por fortuna

8. Lo falso no es tolerar el bautismo infantil, sino aceptar la permanencia de


su generalización en el mundo actual que, normalmente, ha quitarlo a la
Iglesia todo derecho efectivo sobre el conjunto de las poblaciones que
ella sigue recibiendo sin poder ser ya responsable de él.

condenada y desaparece onda ves mil rápidamente, La solución,


en que la cesura se indica por una «gran» bendición, se mejora
un poco cuando el servicio eucarístico se concibe como último toque de la
primera parte del culto más que como un apéndice.

Otra solución consiste en invitar a los no-comulgantes a desaparecer


discretamente, sin bendición, durante el canto de un himno o inmediatamente
después. Esta solución, que desde el punto de vista teológico es justa en
nuestras comarcas, donde uno está cierto, poco más o menos, de que todos
los asistentes al culto son bautizados y, por tanto, podrían comulgar, me parece
inaceptable pastoralmente. Primero, porque juzga intrusos a todos los que
salen, cuando ciertamente no lo son, al menos, para la primera parte del culto;
segundo, porque hay tantas secuelas de una catequesis desviada e incluso
falsa en el pueblo de la Iglesia, que no está permitido castigar las víctimas de
ellas, cuando no se puede ya o no se quiere averiguar los culpables. Hay,
pues, que marcar la cesura entre las dos partes del culto por una bendición.

Pero, ¿con qué forma? No, por cierto, con la forma general, solemnemente
rechazada hace poco. Encuentro dos formas aceptables. Se puede, por
ejemplo, después de haber advertido a la asamblea que el acceso a la mesa
santa es libre, decir simplemente, y sin extender las manos con el gesto
ordinario de bendición, una fórmula como ésta: «Que Dios todopoderoso
Padre, Hijo y Espíritu Santo esté con los que salen y con los que permanecen».
Pero, ¿no se podría también, siguiendo viejas tradiciones disciplinarias de la
Iglesia, dar la bendición sólo a los que salen? Se les pediría en ese caso y
únicamente a ellos, levantarse y se podría recurrir al gesto tradicional de las
manos extendidas para bendecir primeramente a los catecúmenos,
encomendándoles al Espíritu Santo que ilumina, y para bendecir después a los
que no pueden o no quieren comulgar, encomendando su fe y su vida al
Espíritu Santo que fortifica y purifica.9

9. Aunque, desde luego, la prudencia pastoral podrá recurrir a una


severidad mayor, si la mayor parte de la asamblea coge la costumbre de
huir de la eucaristía y, por tanto, de la gracia de Dios: ¿cómo bendecir,
en efecto, a los que abiertamente menosprecian la gracia?

El ordinario y el propio

Los términos de ordinarium missae y de proprium de tempore o de sanctis han


llegado a ser usuales en la historia del culto de la edad media en occidente.
Pero lo que ellos ocultan: que el culto comprende normalmente elementos fijos
y elementos variables, se remonta al origen mismo de la Iglesia, a la unidad y a
la diferencia entre palabra y cena. Así, la predicación y la cena están en el
origen mismo del hecho de que tengamos en el culto cristiano unos elementos
que permanecen invariables y otros que cambian siempre. A este respecto, el
sacramento era el principio de lo que permanece en el seno de todo cambio;
mientras que la palabra era, en el culto, el principio de lo que cambia en el seno
de todo lo que permanece. Esta distinción entre el ordinario y el propio se
encuentra confirmada y justificada por la adopción del año litúrgico (proprium
de tempore) y la memoria de los grandes testigos del evangelio (proprium de
sanctis).

Ciertamente este no es el momento oportuno para hacer una historia del juego
entre ordinario y propio. Recordemos solamente, a muy grandes trazos, que en
la tradición antigua las Iglesias de oriente, por lo demás, hasta hoy, han sido
mucho más reservadas respecto a los propria que las de occidente, en
particular que las Iglesias galicanas y mozárabes; la Iglesia de Roma, y su
tradición victoriosa, adoptan a este propósito una tensión o un juego muy
equilibrados. En la Reforma, los luteranos y los anglicanos han permanecido,
grosso modo, en la línea romana, mientras que los reformados —sea prueba
de ello por ejemplo su retorno a la Lectio continua o su desconfianza hacia dar
gran importancia al año litúrgico — han reducido al máximo el propio en favor
de un ordinario rígido. Es probablemente una de las razones por las que, con el
triunfo del individualismo a finales del siglo XVIII, la tradición litúrgica reformada
fue mucho menos capaz que la de los luteranos o los anglicanos de mantener
un verdadero ordinario, consecuencias que nosotros sufrimos todavía hoy en la
acumulación no de propria auténticos, sino de variantes —ni de tempore ni ríe
sanáis, sino de psychologia, de theologia— para el ordinarium.

Lo que sabemos de ver muestra, de una parte, que no existe una regla
absoluta para delimitar lo que forma parte del ordinario y del propio. Y, de otra,
que es prudente que la tensión entre la eucaristía y la predicación se
acompañe y se precise por una tensión entre un ordinarium y un proprium
litúrgicos: no se excluye efectivamente que, si las Iglesias de oriente parecen
replegadas en su liturgia sin apertura al mundo y la Iglesia reformada parece
enteramente absorbida por su orientación sobre el mundo, ambas de hecho y
no de derecho, esto provenga, al menos parcialmente, del hecho de que las
primeras descuidan el proprium en favor del ordinarium, mientras que la
segunda, después de haber comenzado de la misma manera, ha terminado por
cansarse de tal manera del ordinario, que lo ha hecho estallar en mil variantes
que, en principio, no tienen gran cosa que ver con un proprium de tempore. De
un lado una Iglesia que parece un bloque, del otro, una Iglesia desparramada,
desmenuzada, porque tal vez no han conocido o querido conocer esta especie
de respiración que proporciona el respeto de un ordinarium aireado por el
proprium. Como lo nota con razón K. F. Müller:

Lo mismo que lo que está fijo en el culto asegura y protege lo que es variable
contra la arbitrariedad y las excrecencias, así también lo que es variable
preserva contra la parálisis lo que está fijo.

Pero el proprium no debe estar para evitar lo que nuestros reformados quieren
impedir ante todo en el culto: la monotonía. En efecto, este temor enfermizo es
la prueba de que conocemos bastante mal lo que es el culto y de que lo
reducimos a lo que en él escuchamos y entendemos. Ciertamente, no por no
fatigar a Dios que escucha, sino por no fatigar a los fieles que escuchan en
lugar de rezar, nuestras liturgias reformadas son casi siempre no liturgias en el
sentido normal (es decir, libros de oraciones públicas que los seglares también
pueden utilizar y conocer), sino más bien florilegios de textos litúrgicos variado:
para el uso de los pastores... Esto no contribuye particularmente a confirmar
nuestra pretensión de ser, contra la Iglesia de Roma que es clerical, pero
donde Cada fiel tiene su misal, ¡la Iglesia del sacerdocio universal! Una cierta
monotonía o más bien, una cierta repetición litúrgica no es del todo nociva al
culto. Por el contrario,

la oración dominical es la prueba más concluyente, tanto en su origen corno en


su empleo por la cristiandad, de que la repetición de una misma fórmula de
oración no contradice de ninguna manera la vitalidad, espiritual de la misma.
Más bien, se podría incluso decir lo contrario (P. Brunncr).

Es, pues, normal que haya una diferencia y una tensión entre el ordinario y el
propio. Pero en ese caso es preciso dar al propio otro sentido que el de
combatir el templo de una asamblea que parece no asistir al culto más que
para escuchar. Se le dará este sentido durante los períodos «culmen» del año
litúrgico (adviento, desde navidad hasta epifanía, la cuaresma, la pasión, la
semana de las semanas entre pascua y pentecostés) por medio de un proprium
de tempore; y durante los períodos de color verde, por un proprium de tempore,
si se sigue el año litúrgico con una rigidez, en mi opinión peligrosa, o por un
proprium de praedicatione, pero reservado entonces a la primera parte del culto
y afectando al salmo de entrada, las lecturas bíblicas, la oración de colecta y
los cantos; la segunda parte del culto continúa invariable en principio.
Este juego entre el ordinario y el propio no debe impedir que haya también
oraciones libres y espontáneas en el culto. Las primeras tradiciones litúrgicas
cristianas las conocían evidentemente, aunque es cierto que nunca existió en la
época apostólica y sub-apostólica la constante improvisación litúrgica que el
romanticismo protestante desearía probar. No hay que ser fetichistas con estas
oraciones libres: no valen más que las otras. Tampoco hay que tenerles fobia:
pueden valer tanto como las otras. Lo mejor, tal vez, es prever para ellas un
Jugar «en blanco» en la letanía para interceder libremente en el prefacio de la
oración eucarística, para dar gracias libremente. Y si estos momentos «en
blanco» destinados a las oraciones libres del oficiante o de los fieles 10 no se
han utilizado, que n se tenga la impresión culpable de no haber celebrado un
culto en espíritu y en verdad.

La apertura y el cierre del culto

¿En qué momento comienza el culto?, ¿en el momento en que la asamblea


reunida invoca la presencia del Señor, como si no estuviese todavía allí, o en el
momento en que el ministro, en el nombre del Señor, saluda a la asamblea que
él estaba esperando? ¿En qué momento termina el culto?, ¿en el de la
bendición final? Las tradiciones litúrgicas varían sobre estos puntos y esta
variedad muestra que no es posible fijar con precisión el momento en que el
culto comienza y finaliza. Pero es posible dar algunos consejos para que el
comienzo y el fin del mismo tengan dignidad.

Recójase uno en cuanto llegue a la Iglesia, si es posible de rodillas. Y hágase


otro tanto antes de abandonar la Iglesia. No me parece que se deba imponer el
deseo de ayudar este recogimiento por una «entrada» y una «salida» de
órgano.

Sería deseable que la primera y última acción comunitaria fuesen cantos de


alabanza: el primero, cantado de pie por la asamblea en el momento de la
entrada de los oficiantes, que también cantarán, antes de la invocación o la
salutación y un último canto, igualmente de pie, después de la bendición en el
momento de la salida de los oficiantes, que también cantarían.

Esto contribuiría ciertamente a facilitar una mejor comprensión y a hacer amar


esta alegría del cielo en la tierra que es el culto de los bautizados, congregados
en el nombre y para la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

10. Aquí también es preciso respetar los derechos del laicado. No existe
razón por la que sólo el pastor que preside el culto tenga el derecho de
hacer públicamente la demostración de sus estados de alma, de sus
efusiones espirituales o de sus preocupaciones personales en oraciones
improvisadas. Si el pastor tiene este derecho, los fieles lo tienen
también, porque elios son también «kuJlíihig» («capaces de culto»).
Quizás la mejor manera de poner freno a las oraciones libres o
arbitrarias de los pastores, consistiría en invitar al lateado a usar el
mismo derecho: en ese caso se habría conseguido el asegurarse que
normalmente vale más el atenerse juiciosamente al ordinario y al propio.

debilitado en su culmen, porque no acaba en la eucaristía; en segundo lugar,


porque no permite a los diferentes oficiantes y muy particularmente al laicado.
Celebrar su liturgia propia; por último, porque desconfía de la libertad, de la
exuberancia y de la belleza del mundo que viene. Es necesario, pues,
sacramentalizar, deselericalizar y pascualizar nuestro culto.

No se puede hacer todo a la vez; por tanto, es importante saber por dónde
comenzar.

La respuesta es clara: es necesario comenzar por lo que marcha peor y al


mismo tiempo tenga las repercusiones más graves. Hay que comenzar por
sacramentalizar el culto. Hace ya 400 años que los mejores de entre nosotros
reclaman la eucaristía semanal y protestan contra la amputación de nuestro
culto. Uno se da cuenta de una manera cada vez más evidente, hasta qué
punto esta privación de la vida sacramental decapita nuestro culto y falsifica
nuestra Iglesia. Hay que comenzar por ahí: dar a nuestro culto lo que le
justificaría plenamente, la santa cena.

Es importante que quienes no desean la muerte de la Iglesia reformada según


la palabra de Dios, sino su renacer con las otras confesiones en la unidad
cristiana, reclamen encarnizadamente, como hambrientos que piden socorro,
que se les dé la comida del Señor y que se dirijan a las autoridades de las
Iglesias para pedirles (ésta es, tal vez, la última probabilidad de salvación de la
Iglesia reformada) que introduzcan de nuevo la cena semanal, por una acción
concertada y voluntaria, cuyas etapas podrían recorrerse en seis años como
máximo 1. Haciendo esto, no harían sino recordar a estas autoridades la
obligación de obedecer a Jesucristo. Evidentemente esto no será fácil, porque
esta obediencia hará brillar en el gran día lo dividida o desorientada que está
nuestra obediencia y, por tanto, porque provocará una muy

1. Por ejemplo: cuatro años para que todas las parroquia; tengan, al
menos, una cena mensual, además de las cenas en días de fiesta: cuatro años
para habituarse espiritualmente y catequéticamente a esta primera etapa;
cuatro años para permitir a las parroquias-piloto, de la ciudad y del campo,
acumular experiencias sobre el retorno a la vida eucarística ordinaria, es decir
semanal; y cuatro años para beneficiar a todas las parroquias con las
experiencias de las parroquias-piloto.

fuerte oposición en el pueblo de le Iglesia. Esto no es una razón para


desanimarse... Un buen educador no acepta fácilmente como infranqueables
las barreras que descubre entre sus educandos.

Por allí hay que comenzar. Pero conviene saber que al hacerlo, la
desclericalización y la pascualización seguirán y, sin duda, mucho más rápido
de lo que pudiera imaginarse. En efecto, si la Iglesia ha podido dirigirse contra
los ensayos de desclericalización y de pascualización que se han realizado por
los diversos movimientos litúrgicos, es que éstos no habían comenzado
resueltamente por la sacramentalización, al menos, entre nosotros. Si se
comienza por lo que no podrá aparecer como una reivindicación laical o como
una voluntad clerical de comprometer los seglares en una acción que éstos
eran muy felices al verla asumida sólo por los clérigos «que son pagados para
eso», o por lo que no podrá aparecer como una búsqueda estótico-catoiizante,
sino que aparecerá como una simple obediencia a Jesucristo, todo el resto se
seguirá. Pero al seguir este «resto» (la desclericaiización y la pascualización),
lo mismo que el principal (la sacramentalización) darán a nuestra Iglesia otro
semblante: ella volverá a ser no por cierto romana, sino católica. Esto hay que
saberlo; y está bien, tal vez, porque uno lo sabe o. al menos, lo presiente y
porque se contenta con oír a todos nuestros grandes doctores, desde Juan
Calvino a Karl Barth, reclamar la cena semanal sin dar curso a su reclamación.

Creo que sí, para no volver a ser católicos en el sentido pleno de este término,
no queremos obedecer a Jesucristo y encontrar de nuevo la cena semanal con
sus inevitables consecuencias litúrgicas, eclesiásticas, misiológicas, muy
pronto llegará el día en que se nos quitará aun lo que tenemos (cf. Me 4, 25 y
par.).

Conclusiones

Hemos hablado de la naturaleza del culto (recapitulación de la historia de la


salvación, epifanía de la Iglesia, fin y futuro del mundo), del deber ineluctable
de su formulación v de su necesidad. Después hemos tratado estos hechos en
la perspectiva de la celebración litúrgica para examinar alternativamente los
elementos, los oficiantes, el día, el lugar y el orden del culto. ¿Cómo concluir,
cuando queda todavía tanto por decir, cuando uno se da cuenta de que lo
hecho hasta aquí es sólo el esbozo de una reflexión y de una búsqueda
litúrgicas que deberían ahora afinarse, precisarse, matizarse también y, sobre
todo, extenderse?

¿Sería necesario mostrar las repercusiones de la vida litúrgica dominical en la


misión de la Iglesia en el mundo o en la necesidad cristiana o en la
espiritualidad cotidiana, comunitaria y personal?

¿Habría que subrayar la necesidad de una educación para la liturgia, a fin de


que nuestra Iglesia vuelva a encontrar pronto las riquezas inesperadas,
inagotables de una educación por la liturgia?

Quizás importe, sobre todo, ver ahora lo que se debe hacer para que todo lo
que hemos aprendido a presentir, a esperar, no haga de nosotros unos
soñadores incapaces y codiciosos o unos derrotistas ingratos y ásperos. En
efecto, hay que hacer algo. El culto que hemos aprendido a descifrar se
encuentra mal. Se expresa mal en lo que celebramos. Se expresa mal, sobre
todo, por dos razones: en primer lugar, porque esta, de ordinario.

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