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Entre Dominguín y El Capitán Scott. Las Revistas Antiflamenquistas de Eugenio Noel - David González Romero

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BARRETT

BARRETT
ANTI
FLA�
MENCO

15
ENTRE DOMINGUÍN
Y EL CAPITÁN
SCOTT. LAS REVISTAS
ANTIFLAMENQUISTAS
DE EUGENIO NOEL.

David González Romero

Boletín de loterías y toros.


2016.

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En el número dos del semanario antiflamenquista El Flamenco,
de 19 de abril de 1914, Eugenio Noel, su promotor y director,
realizaba una diatriba feroz contra los dos grandes males de la
patria, titulada «Loterías y toros».

Al mal endémico del flamenquismo, cuya raíz estaba, no


lo olvidemos, en las plazas de toros, Noel venía uniendo la
epidemia del juego, y más aún, del juego promovido desde las
instancias públicas. Y no era casual. Será constante la presencia
del juego de loterías en las dos publicaciones que presentamos
aquí: tanto en El Flamenco, semanario que constará de tres
números publicados en abril de 1914, como en la continuación
del «verdadero Flamenco», que un mes más tarde se titularía El
Chispero, y añadiría cuatro números más. Todavía en el último
número de El Chispero, de 7 de junio de 1914, que ponía punto
final a la fugaz aventura arrevistada del antiflamenquismo
noeliano, se insistía en el mal de la lotería con un amplio artículo
sobre su historia en España. Conclusión del propio Noel: «Si
en España se leyera, artículos como este verificarían cierta
transformación en la manera de pensar». Del propio director
era la «composición» gráfica central que acompañaba el primer

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artículo que hemos mencionado. Un toro astifino atravesaba
un billete de lotería de ese mismo año. No había otra. Tenía
que ser en este precioso e imprescindible Boletín de Loterías y
Toros donde se rescataran, con todas las de la ley, las revistas
antiflamenquistas y, por derivación, antitaurinas del escritor,
publicista y conferenciante Eugenio Noel (1885-1936).
En el primer número de El Flamenco, 12 de abril de 1914, Noel
saludaba al público con un editorial donde se aludía al proyecto
de esta revista como una segunda parte de su «apostolado», las
célebres campañas antiflamenquistas y antitaurinas, iniciadas
allá por 1911 y que tanta y tan agridulce fama le dieron. De
todos los avatares editoriales y financieros para poner en marcha
la revista inicial, y su continuación, da buena cuenta el propio
Noel en sus estremecedoras e informes memorias que acabaron
titulándose Diario íntimo, y que rescatamos recientemente en la
editorial Berenice. También en una graciosa «Oración fúnebre
por El Flamenco», que abre el primer número de su continuación,
El Chispero. Como era de esperar, una microhistoria más,
llena de miserias, como las que componen su propia novela
biográfica. Pero el momento de lanzar estas revistas era
complicado de gestionar. No por la inminente conflagración
mundial, de la que ni sus mismos protagonistas sospechaban
sus futuras dimensiones, y ante la que el «ambiente» en España
permanecía más bien ajeno. Eran los «lances y trapatiestas» que
habían provocado sus «propagandas», a decir de Azorín, los que
estaban teniendo un doble efecto rebote en el agitador Noel.
A la publicidad y las adhesiones, de las que las propias
revistas noelianas darán buena cuenta mediante la recopilación
de artículos y cartas de relumbrón (Unamuno, Dorado Montero,
Benavente, Azorín o Ramón Gómez de la Serna), se unía cierta

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rechifla generalizada en la prensa por la sarta de anécdotas
que Noel venía provocando debido a su carácter provocador y
desafiante frente a la «canalla flamenca». En sus mismas revistas
Noel da bombo y se defiende de ese cartel tragicómico. En 1912
tiene dos episodios mediáticos en los que se regodea desde los
primeros números: sus encuentros y desencuentros con Rafael
Ortega «el Gallo» («Lo que hizo —“el inconsciente”— fue
darme un cartel de mil demonios», asegura Noel en El Flamenco),
o su cacareado «escándalo de Sevilla» (que mereció la portada
de El Imparcial, con un perfil titulado «La cogida de Noel»). De
todo ello hay noticia detallada en la edición que hemos realizado
en Berenice de su libro Señoritos chulos, fenómenos, gitanos y
flamencos. Desde ese momento, se generaliza ese «ahí va Noel»
y las advertencias, como la sucedida en Córdoba, donde algunas
almas caritativas le advierten de que ni siquiera se baje del tren.
Pero, como bien dice el propio apóstol en su Diario íntimo:
«Toda España se llena de la cuestión Noel».
Poco después de sus inicios, mediante artículos y las
primeras giras de conferencias, llegaron a crearse sociedades
antiflamenquistas en Éibar, La Coruña, Alicante o Gijón; con
órganos de expresión como El Rayo, Humanidad… De todo
ello hay reflejo tanto en El Flamenco como en El Chispero,
con saludas, manifiestos, cartas de adhesión. La Sociedad
Antiflamenquista Cultural y protectora de animales y plantas
de Gijón llegó a celebrar un resonada «fiesta antitaurina» el
15 de agosto de 1914, ya en pleno ambiente bélico en toda
Europa, con el apoyo de los ateneos y asociaciones culturales
y obreras del entorno gijonés; y que contó con la presencia
de eméritos políticos y académicos como Gumersindo de
Azcárate o Aniceto Sela.

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Mientras era objeto de burlas y desprecios, y sus campañas
cada vez se accidentaban más, igualmente Noel recibía el apoyo
expreso, o mediante la concesión de tribunas periodísticas de
gentes de la «alta cultura» o de todo un Ortega y Gasset… Será
en el semanario España, dirigido por este último, donde Noel
dé a conocer, en el otoño de 1915, la serie de artículos que se
publicarán después en la editorial Renacimiento, dirigida por
Gregorio Martínez Sierra, bajo el título Señoritos chulos… («Los
jóvenes dicen, con toda naturalidad: “Ortega y Gasset y Noel”»,
nos anota con candor en su Diario íntimo). No es menos cierto
que muchos no comulgaban con su estilo escandaloso. Azorín
lo resumía todo muy bien en su artículo «Toritos y barbarie»,
reproducido en el número tres de El Flamenco, donde deploraba
el tono acre, los incidentes y «trapatiestas» en torno a Noel y se
negaba a creer que este no encontrara otra forma que la propia
actitud de desafío y «galleos» que le criticaba a los flamencos.
En todo caso, Eugenio Noel se sintió maltratado por cierto
tono de rechifla que ya no remitiría, y porque no conseguía
tribunas de prensa, ni siquiera para que le publicaran réplicas en
su periódico de entonces, España Nueva, que venía negándole el
pan y la sal en todo lo referente a este tema del antiflamenquismo,
más aún teniendo entre su accionariado a célebres toreros.
Entre las páginas del mencionado libro, Señoritos chulos…,
Noel ya expresa con amargura su condición de mártir y
asume «las consecuencias propias de todo apostolado», pero
sobre todo emite un canto del cisne de «la titánica empresa
del antiflamenquismo». «Se le odia más que se le lee. Muchas
veces su nombre leído es motivo de sonrisas equívocas, como
aquel que está en el secreto de alguna divertida cosa… A veces,
amargado el autor del presente libro con tanto aislamiento y

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ruindad, ha creído que no es su empresa, sino su persona, quien
suscita esas suspicacias dolorosas… Hasta el fracaso sirve de
ejemplo y de educador, robusteciéndose en él partes del alma
que no fueron sanas o preparadas a la lucha… Por esto, y por
tanto más que en no pocas obras literarias el autor expresó, más
o menos bien, siempre con serena firmeza, al enviarnos lectores,
este nuevo libro, alma de su alma, verbo de su pensamiento,
¿será tan feliz que descartéis todo prejuicio de lo que fuere, que
olvidéis hasta sus mismas andanzas? Creed que sería bien necio
achacarle exhibicionismos, él, que ha expuesto su vida no pocas
veces por documentarse en los sitios a propósito, por predicar
allí donde juzgó al mal en su caverna, a la enfermedad en su
cloaca; él, que no acostumbra a prodigarse en aquellos círculos
o conventos de donde sale el bombo y el reclamo, que no abunda
en dinero y jamás se asomó a la ventanilla por la que el Estado
ayuda a sus hombres de letras. El estudio, y nada más, le dieron
la acción apostólica». Es en este estado descendente y defensivo
de la «tendencia» del antiflamenquismo cuando Noel se lanza a
capitanear sus propias publicaciones con tan escasísima suerte y
por tan escasísimo tiempo.
Pero ¿cuál era la verdadera «cuestión Noel»? Cualquier
acercamiento a la figura de Eugenio Noel, desde los mismos
años de su febril activismo antitaurino y antiflamenquista, ha
planteado un serio interrogante a escritores y editores que se
han interesado por este singular escritor y «publicista». Cuando
se lee la numerosa y variada obra de Noel, el lector suele tener
una sensación paradójica, e incluso una desazón, la del efecto
contrario sobre aquello que precisamente se quiere condenar: la
exaltación de los toros y el flamenquismo. Y no hay aquí ningún
tipo de anacronismo pues son sus propios contemporáneos,

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como veremos, los que ya detectaban este «hecho» difícil de
explicar. Un personaje de la gran novela de Max Aub, La calle
de Valverde, nos dice en tono verdaderamente anticipador: «Las
situaciones liberales no sirven, aquí, más que para asentar las
conservadoras: un cambio de postura para seguir durmiendo a
gusto. Además, no os quejéis, no os va tan mal. España es un país
simpático. Acabaremos viviendo exclusivamente del turismo,
disfrazados de españoles castizos. Nos pasa a todos como a
Eugenio Noel, que escribe contra los toros porque le gustan.
El folklore, jóvenes, el folklore. Este es el presente y futuro de
España». Pero ya en los mismos años de la febril actividad de Noel,
Azorín seguía sus pasos con artículos periodísticos, que Noel
pudo reproducir en sus revistas, y que se publicaron finalmente
en el tomo misceláneo Los valores literarios, del mismo año 14.
Después de recriminarle a Noel los ya mencionados «lances y
trapatiestas»… «Otra observación hemos de hacer; esta de más
trascendencia. Nadie duda de que Eugenio Noel es un adversario
acérrimo de los toros y el flamenquismo, mas la lectura de sus
trabajos a las veces nos produce el efecto de una exaltación de lo
que se trata de deprimir y condenar. No sabemos cómo explicar
esto; pero el hecho es exacto. Si fuéramos amadores de los toros,
acaso encontráramos, leyendo los libros de Noel, más gusto
que encontramos siendo adversarios. Noel sabe menudamente
todo lo referente a los toros… No hay nada que se le escape.
Nadie como él nos informa tan bien de las cosas y los lances
del flamenquismo. Nadie ha descrito con más entusiasmo,
con más exaltación los bailes de una popular danzarina. Sus
meditaciones ante la estatua de un torero pueden colocarse por
encima de las que dedica al Pensador de Rodin. ¿Qué sortilegio
es este? Veníamos a buscar una triada contra la ponzoña taurina

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y nos encontramos con una morosa delectación. En verdad, en
verdad que son algo peligrosos estos libros contra los toros y el
flamenquismo».
Cualquiera que quiera comprobar ese efecto «peligroso» no
tiene más que acercarse a los propios libros de Noel. Y tiene ahora
la oportunidad de hojear la hasta hace nada rareza bibliográfica de
sus dos malogrados semanarios, El Flamenco y El Chispero, para
añadirles un componente visual que, nos limitamos a añadir, pone
de manifiesto alguna de las cruciales paradojas de la cultura de la
imagen. Los textos noelianos de ambas revistas estaban publica-
dos casi íntegramente por Taurus en los años sesenta, pero con-
templar el conjunto con las colaboraciones de otros autores, sus
juegos de imágenes, y ciertos hallazgos de confección tipográfica,
digamos, tremendista, multiplica los efectos de dicha «cuestión
Noel». Entre la escasez de recursos y la componenda, los siete
números confeccionados por Noel guardan un extraño aspecto
entre el abigarramiento y el cuidado de la página. El director tiene
claro el carácter ilustrado que deben guardar sus páginas, sabe
que se dirige al público de masas. En el saludo al público nos dice:
«¿Qué medio más eficaz para la memoria que el suministrar al
entendimiento el dato inmediato de una idea en imagen?». Pero
realiza una hazaña extraña de amalgama con un ejercicio conti-
nuado de contraposición entre elementos de la cultura clásica, de
aspecto ático, de lo goyesco y de la ansiada cultura modernista
(Zuloaga, Julio Antonio o «Ramón») y elementos gráficos de la
cultura taurina, del costumbrismo castizo y del café cantante y el
vodevil, sin renunciar a la inevitable sicalipsis. El cóctel es cuando
menos indefinible, y más aún con los pies de imagen totalmente
descontextualizados. Cae en el «espíritu fetichista de estampitas»
que ya indicaba Benavente en su artículo sobre el flamenquismo:

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«…el aficionado a los toros es siempre un espíritu fetichista de
estampitas, un retrógrado siempre. Son los que no compren-
dieron ni amaron nunca una idea si no la vieron personificada
en el ídolo, en la estampita milagrera». Por ello la composición
general pierde quizás su original regusto, el carácter progra-
mático, para convertirse en una muestra más de la cultura de
masas del momento.
Quizás mostrando un lado poco visitado por la historiografía
con mayúsculas, pero no por eso menos real e imprescindible de la
cultura española de principios del siglo xx, es indudable que cier-
tos aspectos de la labor de Noel siguen ejerciendo una especial fas-
cinación por su atención a lo que en términos de historia cultural
podemos denominar «lo bajo», la «injerencia» en el magma cultu-
ral de lo verdaderamente popular moderno, que no responde tanto
al folclore o a una dimensión antropológica arcaica, como a un
lenguaje público necesariamente momentáneo, actual, rápido, sen-
sacional y visceral, supuestamente alejado de la tradicional «inten-
ción artística» y de la permanencia literaria, aunque imprescindible
por nutritivo para la que conocemos como alta cultura. Sin duda, a
favor de Noel han quedado esas habituales condescendencias con
un mundo que conocía al dedillo, con el que combatía, con el que
convivía, el de los toros y lo flamenco. Llega a mezclar el más pro-
caz ataque al último «fenómeno» taurino o al gitanismo andaluz
con la más íntima complacencia estética ante un toro o ante un «to-
caor» flamenco. Para ilustrarlo, solo este sabroso apunte del soneto
«A un toro» del propio Noel, publicado en plena faena antitaurina,
en mayo de 1915: «Cuando la arena pisas, me parece / ver en la
arena el esplendor pasado / de una Raza que todo lo ha arrostrado
/ y ante el peligro, como tú, se crece. / El único eres tú que ya
merece / por los labios españoles ser cantado…».

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Más complejo es el tema de su atención a la cultura popular
de masas. La historia cultural española ha tratado de forma
muy subalterna, nunca mejor dicho, las manifestaciones
artísticas de los ambientes no burgueses, proletarios, lumpen,
de extrarradio. Si todo un Dorado Montero, auténtica
autoridad del Derecho Penal y del positivismo jurídico,
defendía sin miramientos que el derecho penal debía ser un
instrumento de control social hegemónico, igualmente se
propagó cierta literatura, paternalista y crítica a la vez, con el
acceso de las «clases desposeídas» a una cultura propia, con
sus condicionantes económicos, pero también con sus nuevas
formas de expresión. Noel podría parecer un seguidor perfecto
de esta corriente, digamos, represora. Pero, con todas las
matizaciones que se quieran, y aunque fuera de una forma
intuitiva, bruta, contradictoria, él mismo nos ofrece uno de
los retratos menos paternalistas y más conscientes de dicha
cultura de las clases subalternas. De nuevo, mientras puede
parecer que Noel desdeña ese «pop», Noel reclama: «Antes,
mucho antes de pensar en escalamientos de congruas o puestos
altos, deberíase estudiar ese ambiente refractario y no desdeñar
por insignificante o calificar simplemente de pintorescas
manifestaciones que, entre sus valvas de apariencia tosca,
encierran el secreto de lo que nadie se explica». De alguna
manera Noel sabe ver la relación de flujo nutritivo que se
estaba dando entre la alta cultura y esa otra del «espasmo, algo
muy siglo xx», sensacional, visceral, supuestamente alejada de
la «intención artística» tradicional y en la que prima la imagen
de conjunto.

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El antiflamenquismo, un modernismo

Se pueden hacer muchas discriminaciones en ese complejo


fenómeno que llamamos «modernismo», y que podemos definir,
de manera liviana y pasajera, como las formas problemáticas
y oscilantes de hacer la digestión frente a los desafíos que
planteó la modernidad. La razón y el progreso inmanentizan
la providencia, crean la sensación «histórica» de que ya es
el hombre el que tiene las únicas armas para intervenir en el
presente y de cara al futuro. De esta forma se crean al unísono las
ideas de perfectibilismo y decadencia en función de los efectos
beneficiosos o perversos de ese progreso plenamente humano.
Desde entonces, es característico de la imaginación modernista
el encontrarse siempre ante una especie de final de época,
llámese crisis, transición o «estado de excepción», en función
del potencial transformador de cada momento. Y es totalmente
propio de ese modernismo lo que algunos han llamado «el
misticismo del siglo», es decir, el lugar común por el que la época
que nos es propia tiene una relación privilegiada con el futuro.
Esa relación suele articularse mediante una ficción que ordena
ese sentido de un final. Solo así adquieren un protagonismo
inusual ideas que hasta entonces tenían su procedencia en el
viejo milenarismo: decadencia, degeneración o apocalipsis; y
sus contrarios, regeneración, renovación y utopismos.
Si bien esta somera descripción pudiera enriquecerse con miles
de referencias bibliográficas y reflexivas procedentes de la alta
cultura, y mantenerse en el rango de ficciones paradigmáticas, sin
embargo, no es tan habitual el estudio de la aplicación de estos
conceptos de vanguardia modernista a la cultura subalterna, a la

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cultura de masas. Pero la asimilación variada y/o adulterada de
estas ficciones paradigmáticas por parte de esa cultura de masas,
mediante «incubadoras» o «entornos de culto» de las mismas —¿qué
es si no cualquier cientificismo, el darwinismo, el wagnerismo, lo
nietzscheano, lo freudiano, el bergsonismo, la multitud de ismos
que conocemos?—, devino en muchas ocasiones en «verdades
orgánicas», lo que Hannah Arendt identificó como «ficciones
degeneradas». Con distintos niveles de concreción, que van
desde la temprana desvirtuación hasta la realización más funesta
y destructiva, la eugenesia totalitaria nazi, se produjeron multitud
de ismos sociológicos, de muy distinta suerte, asociados a la idea
de «degeneración». Estos últimos, auténticas medicinas sociales,
proceden en buena parte de la gran conmoción que produce en
la cultura de élites la observación del mundo suburbano, de las
clases «desfavorecidas», de su organización mediante las formas
hampescas y, en definitiva, de sus manifestaciones en la cultura
de masas. El naturalismo, siempre tan minusvalorado, fue uno
de estos primeros emplastos científicos de aplicación sistemática
en el mundo del arte y la literatura. Sus novelas se tildaban de
«estudios médico-sociales». No hizo otra cosa con el positivismo
experimental que lo que haría años más tarde el surrealismo con lo
freudiano. «Sabemos aliar la poesía con la ciencia. Por eso somos
verdaderamente modernos», que diría Cansinos Assens.
Pero fue la literatura sociológica en torno a la antropología
clínica y criminal la que tuvo un enorme y alargado éxito en
España. Tantas veces inadvertido, el enorme impacto de la
antropología penal italiana, verdadero centro de todas las teorías
sociológicas «degenerativas», produjo toda una literatura en
torno al «tipo sociológico» que tuvo mucha más suerte de la que
actualmente podemos percibir. Esta no hacía más que aplicar

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las mismas magnitudes de laboratorio frente a los criminales y
los enfermos mentales para detectar un supuesto tipo malsano
que corrompía la sociedad y era fuente de todos sus males. No
otra cosa hizo el escritor, publicista y conferenciante Eugenio
Noel con el «flamenquismo». Como tantos otros «modernistas»,
no fue célebre por sus «soluciones» sino por sus «diagnósticos»,
y fue el gran propagador de la tendencia que, a principios del
pasado siglo xx, centraba todos los problemas de la nación
española en su afición a los toros, y en su derivación sociológica,
el «flamenquismo».
Su antiflamenquismo en muchos aspectos se aferraba a
dicha antropología criminal tan en boga en España desde que
los Dorado Montero, Salillas, Bernaldo de Quirós, Llanas
Aguilaniedo o el mismísimo doctor Saldaña, convirtieran las
tesis del criminalismo radical italiano de Cesare Lombroso y sus
discípulos, Enrico Ferri y Raffaele Garofalo, en una sociología
reformista «del hampa», totalmente compatible con los ideales
eugenésicos del darwinismo social anglosajón. Pedro Dorado
Montero, verdadero representante de la cultura de élite, intro-
ductor del positivismo y la antropología jurídicos, será prota-
gonista de los cuatro números de El Chispero, mediante su estu-
dio por entregas titulado «De nuestro matonismo», donde da su
versión del flamenquismo como elemento central y desechable
de la psicología nacional. Y de otra forma no podría llegarnos el
pequeño estudio sobre «la jerga germanesca», en el número tres
de El Chispero, que de manos de un ex director de prisiones que,
de forma ilustrativa, comienza: «El estudio de estos dialectos
solo interesa a los amantes de la “filología”. Si bien el de que me
ocupo conviene entenderlo, y muy mucho, “en especial” a los
individuos de la Policía (Cuerpos de Vigilancia y Seguridad),

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a los de la Guardia Civil, a los empleados de Prisiones, y, “en
general”, a todas aquellas personas que por sus cargos hayan
de tratar a gitanos, rufianes, delincuentes, gentes de mal vivir,
familia de la “hampa” o individuos que pertenecen a las más
bajas capas sociales». En su lucha por la legitimación científica,
Noel ofrecerá en sus revistas avezados estudios antropológicos
e históricos sobre el juego, la política fiscal de los espectáculos,
el duelo, el caballo o la guitarra.
Este positivismo criminológico y eugenésico aplicado a las
artes y las letras culminó su éxito con ciertas obras, de gran predi-
camento en España, del escritor Max Nordau, auténtico publicista
de la idea de «degeneración». Pero no era nuevo en el ambiente.
La recepción positivista había inoculado un discurso eugenésico
contra la «evidente degeneración» basado en consideraciones más
racistas que sociológicas, pero que realmente respondía a los de-
safíos de las clases subalternas y de su poco domeñable nueva
cultura. Un buen foco de propagación inicial de este racismo
nos viene del incipiente catalanismo de fin de siglo, en el que la
«raza arabizada» estaba todo el día en boca de un Joan Maragall,
o de elementos más radicales, como Gabriel Alomar o Pompeyo
Gener, que hablaban directamente de una «superioridad aria»
de la raza catalana al «no haber estado más que pocos años en
contacto con los musulmanes» —Gener decía esto en un artículo
titulado «De cómo surgió el catalanismo», publicado en 1903 y
que tiene una lectura pasmosa hoy en día—. Maragall culminaba
entonces sus reflexiones con una «guerra a muerte» contra el gé-
nero chico, el chulismo y el flamenquismo. Hay reflejos muy tem-
pranos en España más allá de la literatura puramente «científica»
de cambio de siglo. Incluso de aquella que abordaba los gustos
culturales de masas. Luis París, amigo de toda una generación de

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literatos a los que llamó «Gente Nueva» —donde incluía al influ-
yente Gener—, introductor del wagnerismo en España después
de muchos años como director y empresario del Teatro Real de
Madrid, ya decía en 1888: «En España hay predilección manifies-
ta por todo lo que es fútil y vistoso, por lo ligero y lo festivo,
la flamenquería y el chiste… Andalucismo arriba y abajo, con
todos los caracteres berberiscos que distinguen y diferencian a
esa degeneración de razas…».
Si a ello se le une, en su lucha evolucionada contra la «políti-
ca flamenca», un progresismo de corte republicano y quirúrgico,
que recogía la estela del regeneracionismo de Joaquín Costa, todo
bien agitado daba un ideario capaz de la mejor de las solidari-
dades con las clases desfavorecidas mezclado con paternalismos
autoritarios y atisbos de racismo y protofascismo, muy comunes
en cualquier clase de palingenesia modernista. De hecho, pasada
la fiebre de las campañas, la temática antiflamenca noeliana más
bien se diluirá ya en un tono general de regeneración política na-
cional en torno al concepto de «raza», aunque seguirá ofreciendo
todavía páginas memorables de la «tendencia», por ejemplo, en
Raza y Alma (1926) o Aguafuertes ibéricos (1927).
Eugenio Noel venía a detectar los males de la patria espa-
ñola en una amalgama antropológica que resume «lo peor» de
la cultura popular y considerada subalterna a principios del
siglo xx: el tipo flamenco. Entre sus rasgos principales: chu-
lería, «prestancia personal sobre toda otra moral», garbo, afi-
ción a los toros y a la «guitarra canalla y los cantes andaluces»,
«matonismo» que «prefiere la navaja al revólver», «llama a la
dignidad “vergüenza torera” y al corazón “riñones”». «El fla-
menquismo se da cita en las plazas de toros, engorda y se desa-
rrolla allí». Amor por la riña, el galleo, por la juerga, «la trata

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de blancas», la pornografía y el género chico… Unamuno
lo define en la revista como «una plaga de mentalidad».
Benavente alude con gran intuición a su «espíritu fetichista»,
antes mencionado.

Aún más interés tiene Noel por denunciar el «compuesto»


sociológico y la impostura desclasada por la que «el flamenco
vive en todas las clases sociales; le veis en la taberna, en el club,
en la política y en el periodismo», «con gorrilla o chistera»,
«conservador o republicano», y hace acopio de retales de las
jergas y ademanes regionales y raciales dando un mestizo
degenerado, bastardo, y lleno de falsificaciones, principalmente,
de los estereotipos del andaluz aflamencado, del gitano, del chulo
madrileño, aunque se le puedan añadir otros tipos definitorios,
pero con menos «intrusiones», como el «euscarico», el «carretero
aragonés» o el asturiano. Desde el punto de vista político, no
alberga conciencia alguna, está adscrito al «apachismo político», a
«todos los aspectos del caciquismo y el compadrazgo», a las peores
prácticas del clientelismo y la componenda, a la política que se
hace «en los colmaos o en los tendidos de los cosos taurinos».
Desde su tribuna mediática Noel se nos presenta como
un apóstol. Nadie más que él era capaz de hacer un estudio
estadístico del espacio que la prensa le dedica a los toros frente a
otras materias, una investigación a fondo sobre las irregularidades
fiscales del mundo de los toros, o confrontar la lista de inventos
y progresos de la Humanidad con la retahíla de hazañas de
nuestros «fenómenos» taurinos —véase en el número uno de El
Flamenco—. En su «arte de dar una conferencia antiflamenquista»
hacía un llamamiento a los intelectuales «apoltronados» hacia su
apostolado. Uno de los libros señeros de la veta antiflamenquista,

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Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, comienza con una
pieza titulada «Predicadores laicos», y en ella Noel alude a sus
deseos de formar una «Orden de Predicadores Laicos» que de
alguna manera sepa sacar partido a las «virtudes» del fanatismo
religioso para desarrollar su particular «fanatismo laico»: «Si
nosotros no vencemos con tanta y tanta predicación y escritura;
si con la cultura moderna tan vasta no logramos convencer a las
gentes ni arrojarlas a la acción, es evidente que debemos cambiar
de procedimientos». El «exceso de cultura» estaba matando las
posibilidades de movilización antiflamenca, pero Noel creía saber
muy bien cómo mover los hilos de esa misma cultura de masas. En
su paradigmática e imprescindible comparación entre las muertes
del torero Dominguín y del capitán Scott, y de nuevo con tono
lastimero, finaliza: «Yo no entiendo que una cornada de toro
idealice a un hombre. Yo ruego humildemente a esos escritores
que tiene mi patria que, sin burlar la conspiración del silencio
con que me honran, y de la que no salen sino para insultarme,
sin nombrarme siquiera, expliquen a un joven español en qué se
parecen esos dos hombres jóvenes: Dominguín y Scott».
Noel ya ponía en liza los mismos argumentos de la actual crítica
a la cultura de masas. Trasladen lo dicho al chulesco político
corrupto cuya peineta, en el fondo, nos fascina; al culto de la
rivalidad futbolística, a la sección de Deportes de los telediarios,
a ciertas impudicias de las redes sociales. ¿Noeles habrá hoy
capaces de sacarle oro sociológico a la galería freak de algunos
showrooms televisivos?

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44
Nota biográfica de eugenio muñoz díaz «Eugenio Noel»

Escritor, periodista, conferenciante y propagandista, Eugenio


Noel tomó el apellido artístico de una de sus compañeras sen-
timentales, María Noel, alias Mimí, a la que conoció en su bo-
hemia juventud, ya decidido a vivir de la pluma. De orígenes
humildísimos, gozó de la protección de la duquesa de Sevillano,
para la que trabajaba su madre, y que vio en el muchacho a un
cura en potencia. Noel abandonó el seminario, donde descubrió
su vocación de escritor, tras una larga formación entre Tardajos
(Burgos), Madrid y Malinas (Bélgica). Su estancia por capitales
europeas le abrió sin duda perspectivas artísticas. A su vuelta se
dio a una vida bohemia en la que flirteó con estudios de Derecho
y algunos trabajos, e incluso fantaseó con la posibilidad de ser
torero. (Sin duda aquí comienzan las paradojas del gran anti-
taurino, aunque es posible que hubiera una anterior, pues en su
infancia fue aprendiz de barbero, posiblemente uno de los tra-
bajos ocasionales de su padre, y profesión totalmente asociada
a lo flamenco.) Con muy poco que hacer en Madrid, se alistó
voluntario para África e inició su carrera literaria, como tantos
otros, de corresponsal de España Nueva en Melilla en 1909, y
especialmente, tras el éxito de su libro Notas de un voluntario.
Su reportaje inicial denunciando la fantástica vida bélica de un
duque y un marqués le valen su primera estancia en la cárcel
Modelo por delito de opinión.
Aunque pisará la cárcel alguna que otra vez, cosa de la que se
jactaban los escritores en aquel tiempo por herencia decimonóni-
ca, su fama comienza a ser considerable a partir de ese episodio y
la novela de la vida del escritor empieza a ganar en importancia
frente a la propia obra literaria. Noel, siempre consciente de esto

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último, acumula esa «inconcebible energía», que le venía de casta
materna, y se atreve a lanzar una campaña regeneradora del país,
de marcado acento republicano y socialista, que encontró en el
flamenquismo y en los toros su gran excusa crítica. Empieza a
acumular escritos que darán en imprenta en 1912 como República
y flamenquismo, un libro que logró granjearle enorme populari-
dad. Pero al mismo tiempo empezaban los reveses. Avalado por
el éxito, intenta convencer a España Nueva para lanzar su campa-
ña antiflamenca en sus páginas. En Diario íntimo cuenta cómo se
le niega esa posibilidad. Para el diario era mucho más rentable
la polémica entre Bombita y Machaquito que su esfuerzo rege-
nerador. Aun así, no le faltarán editores y mecenas a Noel para
seguir publicando libros. Hasta 1915, encadena una serie de ellos
y algunos éxitos importantes —Pan y toros, Escenas y andanzas
de la campaña antiflamenca, Las capeas, Señoritos, chulos, gitanos,
fenómenos y flamencos—; se hace asiduo de las colecciones de no-
vela corta —El rey se divierte, Un rasgo de humorismo de Matías
Words, Vida de un fenómeno, El as de oros—; y pone en marcha sus
fugaces semanarios, El Flamenco y El Chispero, en 1914.
Aunque Noel no dejará sus campañas, por otra parte con-
vertidas en un precario medio de vida y ya expandidas a
América, donde realizará hasta cuatro giras; con la Primera
Guerra Mundial se le acentúa su crisis regeneradora y vira
hacia un auténtico noventayochismo, categoría literaria qui-
zás más perfectamente acabada en muchos de sus epígonos.
Desde entonces publica sus libros Nervios de la Raza, Piel
de España, España, nervio a nervio, Semana Santa de Sevilla,
Aguafuertes ibéricas, hasta bien entrados los años veinte. Ya
en esos años está enfrascado en su proyecto de «novela de la
vida de un hombre» —origen de este monumental diario—,

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también totalmente desesperado por su maltrecha economía y
abrumado por una sensación de fracaso que no se puede quitar
de encima, con dificultades para continuar sus campañas, pe-
riplos americanos bastante penosos —aunque las estupendas
fotos del diario nos digan lo contrario—, y unas posibilidades
y condiciones para publicar bastante menguadas —aunque
todavía en 1927 llega la que la historia literaria considera su
mejor novela, Las siete cucas—.
Eugenio Noel moriría en un hospital de beneficencia de
Barcelona en 1936, cuando vuelve por última vez de América,
totalmente enfermo y, literalmente, sin un lugar donde caerse
muerto. Además, en un colmo de la desgracia, muy significativo
del tenor de su vida, su cuerpo sufrirá un extravío en el viaje a
Madrid y quedará varado a mitad de camino hacia la recepción
que se le había preparado. Finalmente el cuerpo llegó a la capital,
ya no le esperaba ese sonado homenaje, y fue sepultado, como
no podía ser de otra manera, en la triste tradición de nuestros
cementerios civiles.

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