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Tema 3 Retos Prof Siglo XX1

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MASTER FORMACIÓN PROF EDUC SECUNDARIA, FP…

Salvador Ludeña

TEMA 3: LOS RETOS DE LA PROFESIÓN DOCENTE

El profesor en el mundo actual

Si tuviéramos que caracterizar mediante algún rasgo definitorio a la sociedad


actual occidental, no cabe la menor duda que uno de los más aceptados sería el de
tratarse de una sociedad de la información. Los nuevos medios, todavía incipientes,
como las redes informáticas, amplían la difusión de las noticias y los conocimientos, y
expanden las ideas a escala planetaria. Las profesiones ya no lo son para siempre, los
capitales y las industrias desbordan las fronteras en busca de la máxima rentabilidad.
Junto al resurgir de los nacionalismos – paradójicamente - las identidades locales se
van diluyendo en la mundialización de la economía global. Un modelo económico
único expande su ideología y cultura por todos los países, mientras los avances
tecnológicos aumentan la productividad y arrinconan a un sector de la población, y de
pueblos, que no encuentran su ligar en el nuevo orden. Pero, tras el golpe del
terrorismo el 11 de septiembre de 2001 contra los Estados Unidos de Norteamérica,
ese nuevo orden aparece como el gran desorden internacional, mientras un
sentimiento de inseguridad colectiva refuerza tendencias autoritarias impensables
hasta ese momento. Algunas extrañas enfermedades que recuerdan las pandemias de
otros tiempos y los graves riesgos ecológicos por el abuso de los recursos del Planeta,
presentan un panorama inquietante que viene presidiendo la primera quincena del S.
XXI, y que marcará la evolución histórica en los años venideros.

En este mundo revuelto, más porque los acontecimientos se viven al instante


que por la proximidad cierta de los sucesos, el papel de la educación y la función de
los profesores adquiere otras dimensiones, son objeto de nuevas exigencias, a veces
fuera de su propio alcance, y sometidos a severas críticas y revisiones que alcanzan
hasta a la propia validez de los sistemas educativos en su conjunto. La educación
como instrumento de desarrollo social y progreso aparece hoy, en muchos aspectos,
como una utopía perdida. Atrás quedaron los sueños y la fe en un mundo mejor que se
conseguiría cuando tuviéramos escuelas para todos, la creencia en un progreso
continuado del hombre a través de la ciencia y la cultura y, lo que tal vez resultó más
difícil de asumir, la confianza en la educación como medio de proporcionar un futuro
estable y un trabajo bien remunerado a los hijos de la clase media. La dinámica del
cambio social ha penetrado profundamente en las instituciones escolares
convirtiéndolas en una realidad distinta. La necesidad de adaptarse a las nuevas
circunstancias bastaría para justificar los intentos realizados en varios países europeos
para introducir reformas en la enseñanza.
Una de las consecuencias de esta transformación ha sido la erosión notable de
la imagen social de los enseñantes (Esteve, 1996). El paso de un sistema de
enseñanza elitista a otro de masas, además de ser el elemento más trascendente de
este proceso, ha sumido en el desconcierto a muchos profesores que no han sabido
redefinir su papel ante esta nueva situación. Enseñar es hoy algo distinto a lo que era
hace sólo veinte o treinta años. No tiene el mismo grado de dificultad trabajar con un
grupo de alumnos homogeneizado por la selección previa, que atender a la totalidad
de los niños y jóvenes de un país con la diversidad de variables sociales y culturales
que lleva consigo. Los profesores actuales se enfrentan a unas circunstancias
complejas que les obligan a hacer su trabajo de manera insatisfactoria para ellos
mismos, y les somete a la crítica generalizada. Pueden resumirse en:

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- Nuevas exigencias y responsabilidades: además de saber su materia, hoy se le
pide al maestro que sea un pedagogo eficaz, facilitador del aprendizaje, que
cuide el equilibrio psicológico y afectivo del alumno, la integración social, la
educación para la salud, la paz, etc. Incluso que sea un experto para lograr la
integración de algún alumno de educación especial presente en su aula. Pero
la formación inicial que estos docentes reciben no se ha modificado para
adaptarla a las nuevas exigencias.
- La responsabilidad educativa de otros agentes de socialización se ha ido
abandonando. Este fenómeno se da, sobre todo en la familia, donde las
nuevas formas y circunstancias que atraviesan, han ido extendiendo la idea, o
la exigencia, de que toda labor educativa corresponde a la escuela. Ello
provoca el descuido en la formación de valores humanos que como la
honradez, el esfuerzo o la solidaridad, deberían estar presentes en el resto de
las instituciones sociales. Esta inhibición de la responsabilidad educativa del
conjunto de la sociedad alcanza su más claro exponente en la contradicción
que supone integrar en los currículos escolares temas como la paz o la
solidaridad, mientras los mismos medios de comunicación emiten mensajes
inequívocos donde prevalece la violencia y el culto a la competitividad. La
importancia de estos medios obliga a modificar el papel del profesor como
transmisor de conocimientos. Está forzado ahora a integrar en su trabajo el
potencial informativo de las nuevas tecnologías, cambiando parte de su papel
tradicional.
- Desacuerdo sobre el modelo educativo. Aunque de una forma sólo implícita la
educación pretendía hace unos años la integración de todos los alumnos en la
cultura dominante. Hoy nos encontramos con una socialización divergente
(Toffler, 1990). La escolarización obligatoria y masiva de niños y jóvenes con
procedencias culturales, étnicas o lingüísticas muy diversas y, por ello, con
necesidades y expectativas muy diferentes, plantea dificultades y desconcierto
a los docentes. Rompe un esquema uniformador e integrador hasta hace pocos
años vigente. Salvo en la leyes, no están tan claros los objetivos que deben
perseguir las instituciones escolares y sobre qué valores deben fomentar.
- El cambio en la rentabilidad social de la educación: Es absurdo mantener en
una enseñanza masificada los objetivos de un sistema diseñado para una élite.
No deben esperarse hoy los mismos resultados que antaño en las enseñanzas
secundaria y universitaria. La extensión y masificación de la escolaridad
tampoco han logrado toda la igualdad y promoción social de los sectores
desfavorecidos, tal como se había pensado. Ello ha generalizado una especie
de “juicio social al profesor” ante las insuficiencias de un sistema que defrauda
muchas expectativas.
- Un estatus social menos destacado. No hace tantos años se reconocía al
maestro, y, mucho más al profesor de secundaria, una posición social elevada,
en función de su saber, trabajo y vocación. Hoy estas ideas han perdido
atractivo siendo sustituidas por la valoración de las profesiones donde más
dinero se gana. Sin embargo, en todos los países europeos los profesores
tienen unas retribuciones inferiores a las de otros profesionales con igual tipo
de titulación académica. Ello conduce a que sea una profesión cada vez menos
atractiva y se presenten ya problemas para encontrar profesores en varios
países.
- Cambios en la relación profesor- alumno. El aumento de la conflictividad en las
aulas es propio de casi todos los países y se ha relacionado con el aumento de
los años de escolaridad obligatoria ya desde 1980 (Kallen y Colton, Informe a
la UNESCO). Este estudio defiende la idea de que tal agresividad de los
alumnos se debe a la violencia institucional que se ejerce sobre los jóvenes a
los que se obliga a permanecer en las escuelas hasta los dieciocho años,
muchas veces en contra de su voluntad. El problema alcanza niveles muy

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serios en barrios marginales donde apenas existen oportunidades y
expectativas socioprofesionales y donde, de hecho, se asigna una función de
custodia y vigilancia a los profesores.

La escuela pública española del S. XXI

La historia educativa de los dos últimos siglos está plagada de enfrentamientos


por el control de la educación. La escuela pública fue obra del Estado liberal nacional
surgido en el Siglo XIX, que hubo de hacer frente a la resistencia que los particulares
y, sobre todo, las instituciones no estatales- léase las iglesias- interpusieron en su
intento de impedir que la facultad de educar residiera en el Estado. No es éste el
momento de extenderse en el largo proceso de desarrollo de los sistemas educativos
nacionales, sobradamente conocido. Baste comentar que, en este largo camino, la
instauración de una escuela pública accesible realmente a todos, abierta a amplias
capas de la sociedad, es obra del Estado social, y fue implantándose por la presión de
los movimientos obreros a partir de la década de 1930 y, sobre todo, por el Estado del
bienestar construido en Europa tras la II Guerra Mundial. Será en este momento
cuando la educación adquiere una clara función pública y se convierte en una
obligación del Estado, dentro de los llamados derechos prestacionales.

Es comúnmente aceptado hoy que la escuela pública, como institución, es una


de las mayores aportaciones al progreso de la sociedad. La Historia nos muestra que,
sin embargo, sólo se ha producido una incorporación masiva y real de los
adolescentes a la enseñanza secundaria, y en bastantes zonas a la primaria, hasta
que se ha conseguido un cierto nivel de renta en las familias trabajadoras suficiente
como para librar a los hijos de una incorporación temprana al trabajo. Pero sólo el
Estado, al asumir una función redistribuidora de la riqueza, podía establecer una
política de inversiones y un modelo escolar que permitieran ese reparto social del
saber que constituye la base de la igualdad entre los ciudadanos. En España esta
ingente tarea, impulsada con la LGE de 1970, con el establecimiento de la EGB hasta
los catorce años, ha experimentado un notable crecimiento durante la etapa
democrática iniciada a partir de la Constitución de 1978.

En el momento presente, la escuela pública española vive unas circunstancias


diferentes. Gómez Llorente (2000), ya advertía que la degradación de la escuela
pública, el descenso de su nivel científico o la ausencia del rigor necesario para
mantener el nivel académico o la formación cívica de los escolares, están poniendo en
peligro el objetivo social, y – añadimos- no debería olvidarse que constitucional, de
colocar al alcance de todos una educación valiosa. Hay una seria crisis de la escuela
pública con alejamiento de las clases medias, ya que las privilegiadas siempre lo han
estado. En cierta medida, se viven tiempos de deslegitimación de la escuela pública.
En efecto, resulta obvio que hay quienes piensan que la existencia de un
sistema educativo público y obligatorio, carece de legitimación en estos tiempos, por
no mencionar a quienes siempre lo han sostenido así, y cuyas voces suelen tronar en
las calles de nuestras ciudades con periódica insistencia cuando algún que otro
privilegio temen perder. Pero como afirma Savater (1997) la democracia no es una
opción, sino una obligación pública que la autoridad debe proteger. De ahí que,
señala, el sistema democrático tiene que ocuparse de la educación obligatoria de los
neófitos para asegurarse la continuidad y viabilidad de sus libertades.

La esuela es un espacio crucial, (de cruce, encrucijada) donde tiene lugar la


articulación de lo público, entendido como criterio que legitima socialmente los saberes
en función de su universalidad, con intención de generar un proyecto común cuyo
logro exige de la equidad y de la libertad. Fuera de la institución escolar sólo está lo

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privado, es decir lo de pocos, lo no universal, lo que persigue el bien individual, pero
tal vez no el bien común, como ha escrito Cullen (1997).
La educación constituye un bien de carácter colectivo que no puede quedar a
expensas de una simple regulación por el mercado. El derecho a la educación lleva
implícita la exigencia de una regulación y control por el Estado, es decir, implica la
primacía de lo político sobre los intereses particulares. En definitiva, la enseñanza
básica es hoy un derecho que el Estado ha de regular y donde, aunque pueda optarse
por un sistema de provisión público o privado, la escuela pública constituye un
referente esencial, en todo caso. Y, como afirma Delors (1995), es necesario que así
lo siga siendo para mantener la identidad colectiva y la herencia común.

Como conclusión, cabe destacar la urgencia de que la escuela pública redefina


su espacio y, ante todo, que el Estado garantice que cumple las funciones que la
legitiman. Es aquí donde resulta de la mayor trascendencia la definición del proyecto
educativo que ha de orientar la acción educativa de la escuela pública. Con el sólo
ánimo de aproximación pensamos que las líneas básicas de ese proyecto habrán de
ser:

1. La lealtad en el ejercicio de la función pública

Desde la creación por la burguesía revolucionaria del Estado liberal en el XIX


fue asentándose la idea de la necesidad de los pueblos de dotarse de gobiernos
representativos, defensores de los derechos de todos y del bienestar general, para lo
que habrían de contar con sus propios cuerpos de funcionarios y con los suficientes
recursos económicos. Así fue desarrollándose el concepto de servicio público y el
principio de honorabilidad de quienes servían al mismo. Es lo que, en algunos países,
aún se denomina la “virtud republicana” al referirse a la virtud cívica o virtud pública.
Los servidores públicos (jueces, guardias, carteros, catedráticos o maestros) no tienen
patronos ni clientes, ni su sueldo cambia según a quienes atiendan. No compiten, ya
compitieron con otros para merecer un puesto al servicio de lo público. El servidor
público se rige por el deber, no por el interés, por la objetividad de la Ley, y es
responsable de sus actos. La honestidad del funcionario público reside en el trato igual
que otorga a todos. El maestro ha de impartir la misma clase a todos los alumnos, sin
saber de dónde proceden o de quienes son hijos. El funcionario público está al
servicio, nunca de los valores del mercado que son los del logro del máximo beneficio,
sino de los valores de la política que no son otros que la realización de la justicia.

Pues bien, entre los factores que erosionan hoy la función pública, en la
enseñanza vivimos una inquietante desmoralización del profesorado, a cuyo refuerzo
se contribuye con decisión desde los medios de comunicación que no tienen reparos
en desacreditar con fines inconfesables, una labor que hasta hace pocos años gozaba
de prestigio y de reconocimiento social (tal vez exagerado).

Efectivamente, uno de los elementos más delicados de la escuela pública


reside en la actualidad en la voluntad de servicio, en la propia conciencia de su tarea
como servicio público esencial (y mucho más para los más débiles) que tienen los
responsables del sistema educativo público, y los propios docentes. La libertad y la
autonomía que sólo existen en la enseñanza pública (donde no hay dueños que
vigilen) exigen, a su vez, un uso exquisitamente responsable de esa libertad. Si no hay
conciencia de que la escuela pública ha de ser excelente, con un alto grado de
eficiencia, se caerá en la desigualdad que supone el refugio en la escuela privada de
quienes puedan acceder a ella; Y de ahí que se fracase en el objetivo de la igualdad,
de la distribución equitativa del saber. En suma, la escuela pública quedaría
deslegitimada.

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En ese proyecto educativo del que venimos tratando, el primer elemento a
señalar sería, pues, la exigencia de una gestión eficaz, honesta y exigente con los
bienes públicos y con los objetivos a lograr. Una escuela en orden, disciplinada para
todos (alumnos y profesores), conscientes de que unos (los alumnos) están
disfrutando de unos bienes públicos de todos que han de respetar y aprovechar al
máximo; y otros (los profesores) de que están llamados al servicio público, al privilegio
(algunos lo pueden ver trasnochado) de servir al interés general, del honor de estar al
servicio de todos y del bien supremo de la ciencia y de la cultura. De ahí que los
poderes públicos deban establecer sin dilaciones una regulación exigente de las
obligaciones de los alumnos que corten, de raíz, los actuales espectáculos de
desorden en las aulas, de abulia y dejadez en la dedicación al estudio de algunos de
ellos. También una tarea que no puede quedar sólo en las reglamentaciones y las
normas, sino en el fomento escrupuloso de esa ética de lo público que tendría que
presidir la vida diaria de los centros públicos. La escuela pública ha de adquirir
consciencia de su misión social, y sus directores y profesores la convicción profunda
de un tipo de conducta autoexigente y rigurosa. Estas obligaciones de lo que hemos
llamado virtud pública no pueden quedar a la opción de cada escuela, sino que han de
formar parte de las leyes y aplicarse universalmente a todas las escuelas públicas.
De ahí que disienta profundamente de la idea extendida de que la autonomía
escolar pueda dejar a la decisión de un colectivo concreto, la definición del proyecto
educativo. El proyecto educativo de la escuela pública ha de ser fijado por los poderes
democráticos del Estado a quienes cabe la responsabilidad de proporcionar los
recursos, de fijar los objetivos y de controlar su cumplimiento. Y ello es así, porque del
incumplimiento de tales objetivos se deriva la consecuencia del fracaso del principio de
distribución de los saberes, que es la mayor riqueza de nuestra sociedad y, cada vez
más, el elemento central de la desigualdad social. Resumiendo este primer punto, la
escuela pública precisa dotarse de:

- Objetivos claros y concretos


- Rigor, orden y disciplina
- Excelencia para todas las escuelas públicas
- Ética de lo público o virtud cívica
- Gestión eficaz
- Honestidad en el ejercicio de la función pública
- Consciencia colectiva de la misión social de la escuela pública
- Recursos adecuados y suficientes.

2. Escuela de todos y para todos

Nuestra escuela procede de una voluntad social de disminuir las desigualdades


y de lograr que el bien común, el legado histórico, de los saberes alcance a todos. Es
decir, se trata de una escuela igualitaria y no discriminatoria (por más que para
muchos este igualitarismo sea la causa alegada de todos los males de la enseñanza
actual). Este es el ideal de lo que se ha llamado escuela comprensiva o unificada y
que, ya en tiempos de la II República constituyó un ideal pedagógico
desgraciadamente frustrado. Pero la escuela unificada no es sinónimo de uniformismo
pedagógico ni de dogmatismo ideológico. Se trata de dar a todos una misma
enseñanza durante una larga fase de su educación, de evitar la función reproductora
de las clases sociales que, también, ha sido propia de los sistemas educativos, y aún
lo sigue siendo. Y esta misión igualitaria de la escuela obligatoria exige algo más que
la gratuidad de los puestos escolares. Implica cambios en el currículo, en los objetivos,
en los métodos de enseñanza, en la renuncia a ser selectiva… Y todo ello

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simultáneamente, lo cual significa una extraordinaria dificultad, sobre todo para el
profesor.
En España este concepto de escuela, sin duda cara y compleja, se intenta
implantar desde 1990 con la LOGSE, y hoy podemos afirmar que con resultados
insatisfactorios en buena parte. El desarrollo de la LOGSE, después la LOE, no ha
sido adecuado a las circunstancias y condiciones de nuestra sociedad y no ha contado
con el respaldo de los gobiernos a quienes ha correspondido su desarrollo. Hoy se
corre el riesgo de que la escuela unificada, mal llevada a cabo, se transforme en la
escuela pública de los sectores culturalmente menos capacitados, como ha advertido
Gómez Llorente (2000). Para lograr esa escuela igualitaria resulta imprescindible:

- Definir un currículo accesible en la etapa obligatoria. El currículo escolar no


puede abarcar toda demanda social, por más que se tienda a depositar toda la
responsabilidad educativa en las escuelas. Resulta ésta una cuestión a la que,
siendo absolutamente fundamental, no se ha dedicado el estudio suficiente. El
debate público cae, casi en su totalidad, en los requerimientos permanentes de
colectivos de profesores que temen perder con los cambios estatus profesional.
Pero pretender que en una enseñanza obligatoria que abarca hasta los 16 o
más años, todos los alumnos respondan a los requerimientos académicos de
numerosas disciplinas se plantea como una tarea imposible.
- Impedir cualquier diferencia en las redes sostenidas con dinero público (los
centros públicos y los concertados) en cuanto a la admisión de alumnos.
- Asumir por los gobernantes, y por la sociedad, que el hecho de que se
ofrezcan a todos los alumnos las mismas posibilidades no puede significar que
todos logren idénticos resultados. La continua puesta en escena de informes
sobre el rendimiento escolar encubre una tendencia a favorecer la privatización
de las escuelas. Las diferencias socioculturales son generadas por la propia
sociedad y la escuela no lo puede todo. La escuela pública debe intentar que
no se reproduzcan las desigualdades de origen pero su misión primera no
puede ser la revolución social, su misión es la transmisión de los conocimientos
científicos.
- Es absurdo, como se está haciendo, intentar llevar la comprensividad hasta
todas y cada una de las aulas, en la enseñanza secundaria. Cuando de lo que
se trata es de ofrecer a todos los alumnos los medios para que puedan
desarrollar sus capacidades, lo que no se puede es pretender forzar que todos
aprendan lo mismo en la misma aula, o que todos obtengan idéntica titulación.
Es imprescindible una diversidad de caminos a partir de una cierta edad.
- La escuela unificada implica rigor intelectual, los mínimos que se establezcan
para los más retrasados no pueden transformarse en la regla para todos.
- Es urgente que, desde el primer momento, se atiendan las dificultades y los
déficits culturales de aquellos alumnos que no logran alcanzar los objetivos.
- Ha de evitarse la redualización, que se estaría produciendo, de las redes
educativas sostenidas con dinero de todos.
- La evaluación de los alumnos, que tiene sobre todo una intención formativa, ha
de servir para orientar el proceso educativo de alumnos y la acción de los
profesores. No puede ser un elemento desmotivador que fomente el esfuerzo
mínimo. Las normas sobre promoción contienen errores o interpretaciones que,
además de romper la tradición escolar, han supuesto un desincentivo al
esfuerzo del alumno.
3. La escuela ha de enseñar los conocimientos científicos

La educación pública ha de huir de todo adoctrinamiento, ha de perseguir el


ideal ilustrado de lograr dotar a las gentes de la fuerza liberadora de la sabiduría. El
hombre se hace libre cuando se hace sabio. Y el espíritu de la ciencia reside en el
análisis y la crítica, los elementos que permiten configurar la libertad de pensamiento.

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De ahí que en la escuela se haya de huir de toda banalización de los conocimientos,
es decir la escuela ha de centrarse en la transmisión de lo científico, pues los demás
agentes de socialización (especialmente la televisión) se ocupan sobradamente del
saber vulgar. Cuando los colegios reproducen fiestas y actos copiados de tales
programas (no hace mucho una Sra. Ministra de Educación indicaba como ejemplo de
juventud valiosa a los triunfadores de una operación televisiva donde se otorgaba el
éxito y la fama a quien mejor cantara y diera ciertos saltos ante las cámaras, mientras
masas de enfervorecidos seguidores votaban al mejor en cada ciudad.), hacen un
flaco favor a sus propios alumnos. En pocas etapas históricas resultan más decisivos
para un país la valoración y el impulso a la investigación en ciencia y tecnología. Sólo
desde la formación seria y rigurosa en las escuelas puede lograrse este objetivo donde
se juega el futuro. Ciertos planteamientos recreativos o lúdicos, que están llegando
incluso a las universidades, debieran restringirse al ámbito de los espacios privados,
puesto que el alumnado ha de tener muy claro el objeto de la escuela que no es, como
con frecuencia se ha indicado, la diversión sino el aprendizaje responsable de la
tradición cultural de la Humanidad, y el ideal de aprender para servir a esa
Humanidad. Tal vez no sea buena idea la de abrir las escuelas más tiempo para lo
recreativo y, posiblemente sí más justo, regular los horarios laborales para que los
padres puedan también ocuparse de los hijos. De la misma forma las excursiones y los
viajes debieran tener una función formadora por más que las multinacionales de los
parques de ocio se empeñen en reclamar la atención de padres y profesores.

Respecto a los contenidos, la escuela pública ha de ser respetuosa con todas


las creencias y religiones, pero ha de ocuparse de ellas de una manera científica de
forma que ninguna pueda erigirse en dogma excluyente de las demás. El espacio de
la escuela pública, repetimos, es la ciencia, no los dogmas ni el pensamiento acrítico.

4.- La urgencia de una educación cívica

Escribía en 1996 Michael W. Apple1 que

...Se ha constituido una nueva alianza cuyo poder está aumentando en la


política educativa y social. Este bloque de poder combina los negocios con la Nueva
Derecha y con los intelectuales neoconservadores. (...) Aspira a establecer las
condiciones de educativas que cree necesarias para incrementar la competitividad
internacional, los beneficios y la disciplina, como para hacernos regresar a un pasado
utópico del hogar, la familia y la escuela” ideales.”

Estamos asistiendo en estos días, de nuevo, a un intenso debate sobre la


conveniencia, o no, de introducir una asignatura de Educación Cívica en nuestras
escuelas. La actual LOMCE ya ha optado por su supresión. En este debate subyace,
como legado hereditario, la interpretación que de la democracia tienen los partidarios
de la democracia representativa o mínima, por un lado, y la concepción de democracia
participativa que tienen otros.

Para el neoliberalismo neoconservador, verdadera raíz intelectual de los


primeros, la educación cívica se desarrolla mejor en los ámbitos privados y familiares.
No sería necesario incorporar a los currícula de las escuelas actividades destinadas a
entrenar en las habilidades necesarias para participar en la vida pública y para
fomentar el espíritu crítico. Para ellos lo conveniente es que este ciudadano sepa
reconocer las excelencias del experto al que dejar en sus manos la representación
política. El escaso compromiso ciudadano, esa tendencia al Estado mínimo implica
una extrema delgadez cívica según la tradición liberal-conservadora. La identidad
1
Apple, M.W. (1996): El conocimiento oficial. La educación democrática en una era conservadora.
Paidós. Barcelona.

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ciudadana es así algo legal, no un sentimiento. Bajo este enfoque se fundamenta la
inconveniencia de una educación cívica en que no sería admisible por su pretensión
homogeneizadora de creencias, valores y prácticas ciudadanas. Estas posturas
emanan de una tendencia, reforzada hoy con la globalización, a una democracia
formal, representativa y elitista (véase la crisis provocada en su día por el No de
Francia al Tratado de la Unión Europea, como respuesta popular, también, al
monopolio de la política europea por grupos cada vez más ajenos a la sociedad civil.
Ahora, el empuje de los partidos euorescépticos o contrarios a la Unión). La creciente
complejidad social, la expansión de los escenarios potenciales de la expresión política
harían difícil e innecesaria la discusión política, para lo que basta con esa democracia
mínima en manos de expertos. Pero esos expertos, supuestos, son hoy
propagandistas sin escrúpulos del neoliberalismo radical. Es, así mismo, la vieja
concepción pesimista del ser humano de la que ya tratara Hobbes (homo lupus
hominis), y que conlleva la desconfianza innata en el hombre y de ahí, la tendencia al
elitismo y al fascismo de infaustos recuerdos.

Frente a tal concepción minimalista, existe, como señalaba Benjamín Barber


(1984) la urgencia de una educación política como condición que hace posible la vida
democrática, la cual se fundamenta en la práctica de una participación política capaz,
no sólo de resolver conflictos, sino también de transformar a los individuos privados en
ciudadanos libres, y a los intereses privados en intereses públicos.

Los brotes escolares, y sociales, de ausencia de civismo o de violencia, son la


manifestación colectiva de un serio problema en cuya resolución la enseñanza es un
instrumento imprescindible. Las sociedades democráticas precisan, además del poder
coercitivo de la Ley, del proceso de socialización que integra a los nuevos ciudadanos
en el conjunto de valores y normas compartidas. Esa socialización sólo puede ser fruto
del convencimiento, de la adhesión razonable a los valores del sistema democrático
que van desde los principios de libertad o igualdad, a la misma idea de la dignidad
humana con sus repercusiones en el rechazo de la violencia, hasta la permanente
búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos. La base del principio de obediencia
al derecho proviene del convencimiento razonado y libremente entendido y aceptado,
y se sustenta en la decisión colectiva de instaurar una formación, una educación
sistemática dirigida a tal fin. Función que corresponde al Estado, pues se trata de la
formación en una ética de lo público y del derecho, que habrá de tener un carácter
universal y generalizado.
Pero este objetivo sería imposible si se confunde con el adoctrinamiento o se
pretende reemplazar por una enseñanza de la religión, ya que no puede ser una
formación para unos, sino para todos. De ahí la determinación de los contenidos
esenciales de esta formación adquiera la máxima trascendencia.

En referencia a esos contenidos esenciales, para Adela Cortina (1997) existen


unos valores cívicos que ninguna escuela puede dejar de transmitir: La libertad ( como
participación activa en los asuntos públicos, como independencia – asociada a
derechos y libertades individuales- y como autonomía, esa capacidad del ser humano
de dotarse de normas morales que guíen su conducta, sin depender de las normas de
los otros); la igualdad ( ante la ley, de oportunidades y de prestaciones sociales; o sea
la igualdad en dignidad); el respeto cívico (no la indiferencia o el desinterés, sino el
apoyo a los proyectos de otros siempre que sean moralmente aceptables); la
solidaridad universal (no la de grupo) que implica que somos personas y nada de lo
personal puede resultarnos ajeno sin grave pérdida; el diálogo (la búsqueda
compartida de lo verdadero y lo justo, que se presenta como un compromiso entre
ciudadanos protagonistas de una tarea compartida, y no como una tarea de
espectadores.)

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La relación del hombre con el hombre significa también la relación del hombre
con otros pueblos, en un tiempo en que domina la uniformización frente a la diferencia.
Especial relevancia tiene ese respeto a la diferencia en una sociedad con alarmantes
rasgos de exclusión, que parece sentir nostalgia de la tribu, del nacionalismo
excluyente, donde son frecuentes las conductas racistas o xenófobas.
Habríamos de añadir también la dimensión de la relación del hombre con la
naturaleza, hoy basada en una ética del dominador que coloca al hombre y sus
necesidades consumistas por encima de cualquier otra consideración, e incluso de la
propia naturaleza, de la que es parte y sobre la que camina hacia un deterioro que hay
que revertir con absoluta urgencia.

5. Del valor instrumental de la escuela

La escuela es producto y consecuencia de cada sociedad, de las funciones que


ésta le asigna y de los medios que pone a su disposición. Hasta tiempos muy
recientes la enseñanza obligatoria tenía la única misión (lo que no es poco) de
proporcionar a niños y jóvenes unos conocimientos suficientes para desenvolverse en
la vida- que cambiaba poco o era más previsible- y para, en algunos casos, poder
acceder a estudios superiores. Esta función, con todos los defectos que se quieran
añadir, parece que se sigue cumpliendo de una forma aceptable, pues la sociedad en
su conjunto percibe que el sistema funciona y sigue presionando para mejorar los
medios de que dispone. Los años de escolaridad aumentan y la demanda de más
educación crece. Pero es, precisamente, de la masificación del sistema de donde
provienen los rasgos insatisfactorios, al destacarse la disconformidad con el grado de
conocimientos con que buena parte de los alumnos acaban cada nivel educativo. La
devaluación de las titulaciones encuentra sus causas en esta masificación y en las
deficiencias de la formación adquirida. Ahora bien, ésta responde también a las
condiciones culturales del grupo social donde se desarrolla el proceso educativo y,
ante todo, del esfuerzo o el apoyo que cada familia exige y da a sus hijos. En este
punto se viene observando una clara relajación en buena parte de las familias y un
cierto desaprovechamiento de las posibilidades de promoción social que la educación
ofrece a los sectores más humildes. Posiblemente sea éste el rasgo más preocupante
de cuantos se puedan comentar.
Los datos existentes muestran indicios de que se estaría produciendo una
paralización de la movilidad social, por lo menos de la inducida por el factor educativo,
tras décadas de avance continuo. Parece ser que pueden haber primado los objetivos
de extensión de la enseñanza media sobre los de impulso certero de la movilidad. Una
lectura más pausada lleva a pensar que ésta no era tanta sino que habría que
encuadrarla en un crecimiento general de las clases medias, consecuencia directa del
desarrollo económico que, por su propia dinámica, impulsaba a todos. En este punto
se encuentra actualmente la encrucijada social y la incertidumbre de un sector medio
al haberse instalado en la duda de si las nuevas generaciones van a poder mantener
la posición lograda por sus padres o, por el contrario, puede iniciarse el fenómeno
contrario. De hecho quienes incrementan su número en las universidades ahora son
sólo las mujeres, como una consecuencia también de su acelerada introducción en el
mercado laboral, en un proceso que pronto alcanzará su techo.
Por otra parte, la dinámica económica internacional presente invitaría a caminar
en sentido contrario. La globalización está incidiendo en el desplazamiento (se le suele
llamar deslocalización) de cualquier actividad, y no sólo ya de las de menor valor
añadido, hacia los lugares donde los costes laborales y tecnológicos son más baratos.
La adaptación a este fenómeno exige, entre otras condiciones, una permanente
mejora en la formación de las personas y una implicación familiar, y la personal de

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cada alumno, para adquirir esos mayores conocimientos. Una economía y una
sociedad que quieran ser competitivas han de introducirse de lleno en la innovación
tecnológica donde la buena formación de las personas es un elemento básico. La
impresión es, en general, que esta disposición parece estar faltando.
La cuestión afecta de lleno a las políticas educativas actuales. La
disconformidad con los resultados de la enseñanza obligatoria ha justificado la
adopción de algunos cambios que se quieren ir introduciendo, con un fondo de
retorno a los mecanismos selectivos y homogeneizadores de los niveles educativos
que pueden aportar mejoras en el grado de los conocimientos alcanzados y mayor
exigencia para la obtención de los títulos correspondientes. Pero supondrán también
una disminución del número de quienes van a llegar a los niveles medios y altos. Y lo
que debiera interesar es, también, mejorar la formación de todos o, incluso, que sean
más los que lleguen. Este sería uno de los retos básicos del sistema educativo
español.

La escuela tiene hoy asignadas otras funciones, se le exige que dé respuestas


a multitud de preocupaciones culturales o sociales, y a que cumpla la función de
guarda y custodia de los alumnos. La pregunta es si está preparada para ello. Hemos
analizado que esta sociedad tiene planteados importantes desafíos internos y
externos. Tal vez el primer obstáculo que deba afrontar la escuela sea el haber
quedado como principal agente comprometido en la formación de ciudadanos
socialmente responsables y libres. Sin duda ésta ha de ser su principal función pero el
ambiente cultural general colabora poco, cuando no actúa en sentido opuesto. La
influencia de los medios de comunicación limita considerablemente las posibilidades
de los mensajes escolares, con contradicciones frecuentes que impiden el
afianzamiento de las conductas o los principios éticos. No es difícil imaginarse la
perplejidad de un adolescente a quien se le puede estar insistiendo toda una mañana
sobre cuestiones como la solidaridad, la cooperación o la paz en las aulas de su
colegio, cuando conecta el televisor al llegar a su casa. Por otra parte el modelo
educativo (los objetivos que deben perseguir las instituciones escolares o los valores
que deben transmitir) se ha roto, al desaparecer el esquema uniformador e integrador
vigente hasta hace pocos años. La sobrecarga de competencias asignadas a la
profesión docente impide, a su vez, que los profesores dominen las diferentes
funciones que se les exigen, o que estén preparados para todas ellas.
Por último, las circunstancias de la vida familiar explican el aumento de otras
exigencias que se hacen al sistema educativo, algunas de las cuales no han sido
todavía cubiertas. El trabajo femenino y los nuevos modelos de familia precisan un
concepto de escuela también asistencial que no ha logrado desarrollarse por
completo. El ímpetu que va adquiriendo la adopción de la jornada escolar continua
responde a su mejor adaptación a los horarios laborales de los padres al resolver una
parte del mismo. Pero la solución completa obligaría a adaptar las escuelas y los
tiempos escolares (posiblemente también a europeizar los horarios laborales de los
padres), a establecer más comedores, salas para el descanso de los más pequeños, a
desarrollar actividades extracurriculares de calidad al alcance de todos, a impartir
clases de refuerzo en la enseñanza primaria, etc. Estas son las demandas que
parecen plantear las familias y que marcarán la evolución futura.
Ahora bien, el conocimiento y la razón son bienes en sí mismos a cuya
dedicación obedece la categoría de ser humano. Toda la acción educativa ha de estar
presidida por este principio que no puede quedar condicionado nunca a simples
consideraciones utilitaristas de la escuela.

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Algunos requerimientos actuales de la profesión docente

La conclusión del análisis es que hay que volver a la utopía. Se puede hacer
más y se debe confiar más en el valor de la educación para cambiar el mundo. Y la
sociedad tiene que alentar en este empeño. La sensación de ausencia de
reconocimiento social a los profesores es compartida por una mayoría de los docentes
que se sienten solos en una tarea ardua plagada de dificultades. Los frecuentes casos
de indisciplina y de trato irrespetuoso en las aulas están afectando psicológicamente a
un colectivo que pide soluciones, pero también encuentran una excesiva difusión que
desdibuja un panorama mucho menos negativo de lo que puede parecer,
especialmente en la enseñanza pública. En cierto modo los profesores han caído en la
trampa de resaltar más estos factores que los innegables logros de un sistema cuya
expansión ha sido uno de los fenómenos más trascendentales del pasado siglo.
La LOGSE, la concepción de escuela integrada, no ha llegado a “calar”, como
cultura profesional, en buena parte de los docentes, a lo que han contribuido de
manera decisiva tanto los errores iniciales como los habidos en su desarrollo posterior.
Y la confusión es hoy mayor que nunca al plantearse nuevos cambios. Las escuelas
exigen objetivos claros y un marco institucional estable. Las resistencias al cambio no
pueden interpretarse siempre como negativas, también permiten poner freno a las
iniciativas inadecuadas o insuficientemente meditadas. En este momento los
profesores piden algo tan simple como que su grupo de alumnos esté preparado para
seguir las enseñanzas que corresponden a su nivel, que les traten con respeto y que
pongan un mínimo de interés en lo que se les intenta enseñar. Ésta es la cultura
profesional de la que hay que partir. La escuela integrada no puede limitarse a forzar
que todos los alumnos deban seguir, teóricamente, el mismo paso, sino al contrario,
que todos los alumnos encuentren las mismas posibilidades independientemente de
su posición social, y junto a los demás. Pero no que evolucionen al mismo ritmo ni que
puedan lograr idénticos objetivos en igual tiempo. En la enseñanza secundaria los
alumnos no comparten las mismas expectativas, inquietudes o intereses. La escuela
integrada implica aquí la optatividad. En la educación básica supone que el sistema
destine recursos y ponga empeño en apoyar a los alumnos que no progresan, dejando
abiertas vías permanentes de reincorporación a cualquier opción.

Pero el punto fundamental reside en el profesorado. No cabe duda que el


modelo de profesor que cada sociedad persigue está en relación directa con el modelo
social, y de ser humano, que se pretenda desarrollar.

El perfil profesional del docente deberá, según el enfoque señalado, estar


orientado hacia una escuela abierta al mundo, con espíritu de indagación y ajena al
dogmatismo, amante del riesgo intelectual y rehacia a las verdades absolutas. Una
escuela que persiga la autonomía personal y la implicación con el bien público,
contraria pues al individualismo presente pero también a las tentaciones de
supremacía de cualquier ideología comunitarista. Tal modelo de profesor exige una
sólida formación que, por encima de la necesaria especialización, debe contar también
con una solvente cultura histórica, económica y sociológica, independientemente de lo
que vaya a enseñar en clase.

El asunto más trascendente en este sentido es cómo formar a este profesor


que exige nuestra época, cómo reclutarlo y con qué programas. También aquí es
urgente una tarea crítica que despeje el camino. Y, posiblemente en ello reside el
debate más necesario por sus repercusiones posteriores. No pueden entenderse, a
pesar de que se insista tanto en la desprotección de la figura del profesor o en su

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desvaloración social, la crisis de la escuela actual sin profundizar en la renovación de
la formación del profesorado.

La formación y el perfeccionamiento del profesorado

La selección y la preparación de las personas que han de formar a las nuevas


generaciones constituyen el capítulo esencial del sistema educativo, por encima de
cualquier otro recurso. Son numerosos los intentos de reformas que han fracasado o
se han desvirtuado por haber carecido del esfuerzo necesario en este capítulo. La
LOGSE contenía una serie de propuestas en relación a la formación inicial de los
profesores de secundaria que ni siquiera llegaron a ponerse en práctica tras doce años
de vigencia. La LOCE presentaba unas iniciativas que sólo se pueden calificar por su
vaguedad y carencia de ambición. Casi nada se ha avanzado en varias décadas. Pero
enseñar química es una tarea bastante distinta al trabajo que se realiza en un
laboratorio farmacéutico, por ejemplo. En una enseñanza secundaria obligatoria y
generalizada los métodos y los objetivos han de ser muy diferentes a los aplicados
cuando esta etapa estaba reservada a los futuros universitarios. En otras palabras, la
complejidad del trabajo docente exige que las universidades hayan de formar
específicamente a los licenciados para ser profesores de su materia, lo que conduce a
una especialización para quienes vayan a dedicarse a esta profesión. Esta formación
debería orientare hacia unos contenidos eminentemente prácticos y centrados en las
tareas que desarrollan los docentes con sus alumnos, en las técnicas de comunicación
y el uso de la palabra para interesar y mantener la atención, en las didácticas de
validez contrastada o en la experiencia de los mejores profesores. Enseñar es hoy una
labor mucho más compleja de lo que era hace varias décadas. A un profesor no le
basta con dominar su materia, tiene que saber transmitir entusiasmo por lo que
enseña, esto va con el sueldo. No sirven las personas desapasionadas ni tampoco
aquellos que creen acabada su labor cuando suena el timbre del cambio de clase.
Uno de los problemas básicos que tiene la formación de los profesores, de
manera más acusada en los de secundaria, es que parte de unos saberes que se
enseñan a los futuros profesores, no de unos saberes que tendrán éstos que enseñar.
Así la mayoría de los conocimientos de una disciplina (historia, lengua, matemáticas...)
se adquieren al margen de la formación como docentes, no tienen referencia a su
didáctica, a cómo se habrán de transmitir a los alumnos en las escuelas. El proceso
que se sigue hoy para formar profesores tiene dos fases, y las perspectivas actuales
es que así se va a mantener en el futuro:

• Los profesores universitarios dan una formación teórica en sus clases.


• Cuando los futuros docentes realizan las prácticas en las escuelas, los
profesionales que los acogen y los forman en el “terreno” se encargan de
iniciarlos en el oficio transmitiéndoles, en lo que pueden, la cultura de esas
escuelas, los “gajes” del oficio.

Los licenciados que pretendan dedicarse a la docencia están obligados, tras los
estudios de su licenciatura o grado, a seguir un curso de especialización didáctica de
unas 600 horas, de las que unas 100 son prácticas en los institutos. Se trata, por tanto,
de un curso organizado al margen de sus estudios habituales, en lugar de estar
integrado como una de las especialidades posibles de tales estudios. Ello implica que
la dedicación a la enseñanza no es para estos universitarios una decisión inicial, sino

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una salida profesional más a la que recurren cuando suelen fallar otras opciones más
apetecibles, en principio. De ahí que las innovaciones necesarias en las prácticas
educativas, la sabia nueva, que podrían aportar los profesores jóvenes que se
incorporan al sistema se reduzcan a la pura anécdota, y las universidades pierdan la
oportunidad de influir verdaderamente en la mejora de la pedagogía escolar.

El modelo de profesor del Siglo XXI

Definir hoy lo que un profesor del Siglo XXI haya de ser conduce inexorablemente
por los caminos de las ideologías. Las finalidades que se asignan a las escuelas
dependen de la concepción de la enseñanza que se persiga, la cual está en íntima
relación con el modelo social y del ser humano que se defienda. Lo que implica, a su
vez, un papel diferente de los profesores. Un experto en energía atómica será
igualmente experto si dedica sus estudios a la generación de una energía segura o a
la producción de bombas, pero su ideología y su compromiso personal con el mundo
pueden variar notablemente. No hay neutralidad ideológica en la educación. Por tanto
las competencias requeridas a los profesores varían en función de los objetivos del
sistema educativo. Su perfil profesional será diferente según se opte por una escuela
abierta al mundo o nacionalista, dogmática o con espíritu de indagación, que
desarrolla la autonomía personal o el conformismo, amante del riesgo intelectual o
buscadora de fijar certezas absolutas... Pero estos principios no pueden quedar en
utópicas declaraciones de intenciones, que también, de los programas universitarios.
Habrán de traducirse en acciones y contenidos concretos y en talantes en la ejecución
de esos programas y en los formadores. Los docentes capaces de transmitir estos
valores habrán de tenerlos asumidos como primera premisa, a veces excesivamente
dada por supuesta y, sin embargo, demasiado ausente en la realidad de los cursos
universitarios de formación del profesorado. Encontramos aquí la primera delimitación
conceptual sobre el modelo de profesor a formar. La Constitución establece un ideal
de sociedad, una opción ideológica inicial que determina las finalidades del sistema
educativo y que hemos tratado en un apartado anterior. Según éstas surgen algunas
de las competencias que se requieren de los docentes. En un segundo estadio en este
camino hacia la concreción de tales competencias, habría que considerar los retos que
esta sociedad tiene planteados en el mundo contemporáneo y que, de forma muy
esquemática, se pueden resumir en:

• La contraposición entre una ciudadanía planetaria y las identidades locales.


• La permanente tensión entre las tendencias totalitarias y la democracia real.
• Los retos de la globalización económica y las migraciones.
• La lucha, absolutamente prioritaria hoy, contra el fanatismo al que se ha de
contraponer la racionalidad.
• La cultura de masas frente al individualismo.
• El regreso de la Política ante el pensamiento único restrictivo.
• La tecnología al servicio del Humanismo.
• Las libertades
• La integración frente a la desigualdad.

Con estos requerimientos el perfil del profesor de nuestro tiempo vendría definido
por el ideal de un docente con conocimientos muy sólidos de su asignatura, reflexivo y

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crítico, profesional, intelectual y artesano en su trabajo, humanista y comprometido con
el progreso y la justicia social.
De acuerdo a esta primera e indispensable concepción del modelo de docente que
exige nuestra sociedad y por consiguiente del modelo de formación, surge la cuestión
del cómo ha de producirse esa formación, los contenidos y los métodos a seguir en los
estudios profesionales de los futuros docentes, que constituye el punto esencial para
el cambio en la educación. Uno de los interrogantes inmediatos que nos podemos
plantear es por la ausencia en estos programas de los problemas y las quejas que
suelen señalar reiteradamente en estos tiempos los profesores: La resistencia activa o
pasiva de muchos alumnos a la cultura escolar, los alumnos llamados “objetores
escolares”, la violencia en las aulas, el desinterés y la apatía, la heterogeneidad del
alumnado y sus intereses, los inmigrantes y las dificultades culturales, la influencia de
los medios de comunicación, el pasotismo...
Pero estos problemas no suelen estar presentes en la formación inicial de los
profesores. Se observa una separación entre la realidad de la práctica cotidiana del
oficio y lo que se enseña al aspirante a docente, al que no se le dan herramientas
útiles con que afrontar estos problemas. Tendríamos que pensar, por ejemplo, que si
los docentes han de trabajar en unas aulas agitadas, una de sus competencias tendría
que ser imponer la calma. Pero no se les forma para esto cuando la base de cualquier
estrategia de innovación se encuentra en la descripción de las dificultades y las
condiciones del trabajo real de los docentes. Como advierte Perrenoud 2 “la formación
de docentes es una de las menos provistas de observaciones empíricas metódicas
sobre el trabajo real de los profesores.”

Bajo este planteamiento, los criterios con los que organizar una formación
profesional para los profesores serían:

• Una trasposición didáctica fundada en el análisis de las prácticas escolares.


• Una definición de competencias que identifique los saberes y capacidades
requeridos.
• Un plan de formación organizado en torno a esas competencias.
• Un aprendizaje planteado, en parte, a través de problemas, es decir un
procedimiento clínico en la metodología de los cursos.
• Una verdadera articulación entre teoría y práctica.
• Una selección de los saberes favorable a su aplicación en el trabajo en el aula.
• Una práctica reflexiva que pasa, necesariamente, por conocimientos extensos.
• Una implicación crítica en el sistema que exige una cultura histórica,
económica, sociológica, que va más allá de lo que hay que manejar en clase.
• El dominio de conocimientos teóricos y metodológicos amplios para poder
construir una identidad profesional y disciplinar.

Especial importancia merece el procedimiento clínico como método de abordar las


cuestiones escolares, una práctica se ha ido implantando en las facultades de
Medicina y que tiene la virtud de centrar el análisis y las soluciones sobre casos
concretos que se van a encontrar los profesores en sus aulas, además de favorecer un
aprendizaje práctico y estimulante.

2
Revista de Tecnología Educativa. 2001, XIV, nº 3

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La reforma de las carreras universitarias sería una buena oportunidad para
introducir estos planteamientos que venimos comentando. Como estaría fuera de toda
lógica implicar a todos los universitarios en esta formación específica de docentes,
cabría contemplar los estudios de formación pedagógica como una especialización
profesional propia dirigida exclusivamente a los aspirantes a profesores.

Otra de las cuestiones centrales es la formación permanente de los profesores.


Los innumerables cursos que se realizan a través de los Centros de Profesores
habrían de orientarse hacia la resolución de los problemas que existen, y muy
especialmente a la didáctica concreta de sus asignaturas. También en este caso sería
acertado el uso del método clínico en buena parte de los cursos. Las posibilidades de
grabación de clases para su análisis posterior en seminarios es una técnica poco
aplicada que, si se utiliza bien, aportaría grandes ventajas. La formación permanente,
en todo caso, tendría que centrarse más en los intentos de resolución de los
problemas que se viven, en la actualidad, en los centros. Los actuales Centros de
Profesores, que constituyen una red amplia (siete en la Región), podrían adoptar un
sistema más autónomo e independiente de la Administración para que sean los
propios profesores, si se quiere que sean lugares de innovación y difusión de
experiencias, los que gestionen su funcionamiento.

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