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Mister Risus

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MISTER RISUS

Alexander Beliaev

http://www.librodot.com
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Spalding recordaba la felicidad, así se lo pareció entonces, que experimentó al


acabar sus estudios en la politécnica, cuando guardó en un cajón el diploma de
licenciatura.
Era ingeniero mecánico, y ante él se abría el mundo entero. Para él brillaba el
sol, para él sonreían las chicas, para él las tiendas ostentaban suntuosas
vitrinas, para él sonaba una música alegre en los salones elegantes, para él
rodaban sobre el asfalto los brillantes automóviles.
Todo aquello no se hallaba aún a su alcance. Pero tal vez el día de mañana
tomaría del brazo a una muchachita de ojos cerúleos y boca de púrpura, la haría
sentar junto a él en un lujoso automóvil y la llevaría al mejor restaurante de la
ciudad. Ese mañana, por supuesto, no debía ser interpretado al pie de la letra.
Antes tenía que encontrar un empleo, trabajar como ingeniero para algún
industrial, ahorrar dinero y luego montar un negocio propio. Entonces todo iría
sobre ruedas.
Encontrar un empleo... No, no era cosa fácil. Spalding lo sabía muy bien. Pero
crisis y desempleo no eran palabras que le diesen miedo. ¿Acaso la politécnica se
había honrado con otros estudiantes de estatura alta como la de Spalding, de
musculatura comparable a la suya? ¿Acaso no era él quien vencía en cada
competición deportiva? ¡Y qué cerebro! Había terminado los estudios entre los
primeros, incluso hubiera sido el primero absoluto, de no tener tanta afición a los
deportes.
Y lo que era más importante, nadie tenía una voluntad tan férrea, una mayor
codicia y un mayor deseo de dominar, una sed tan ávida de riquezas, un más
homérico apetito de todos los placeres de la vida y una tenacidad tan fanática
para perseguir sus propios fines.
Spalding se había lanzado de cabeza a la refriega, como un joven lobo famélico,
poniendo en actividad la voluntad, la sed, los dientes y las uñas. Pero muy pronto
comprobó que todo eso no bastaba. Las uñas únicamente le sirvieron un día para
arrancar, en un acceso de ira, el aviso colgado en la puerta de una fábrica: «No se
acepta mano de obra». Con los dientes mordisqueaba, rabioso, una caña de
bambú, mientras escuchaba la enésima negativa. En la mayoría de los casos no
conseguía hacerse recibir por el secretario, aun menos por el director. Sólo le
quedaba el recurso de telefonear desde la antesala. Una vez había intentado
arrancar violentamente el cordón del teléfono, pero había sido ignominiosamente
expulsado de la oficina del secretario particular de un magnate dé la industria
mecánica.
Vivía de expedientes, con frecuencia no comía lo necesario y se irritaba cada
vez más. Pensaba con maligna alegría que no tendría piedad de los desgraciados,
cuando, a pesar de los obstáculos, hubiese alcanzado la cima del bienestar. Y se
decía a sí mismo que, dado que las vías normales eran tan difíciles, era necesario
encontrar otras nuevas, inusitadas, más rápidas.
¡Vías nuevas! Pero, ¿dónde encontrarlas? Spalding era todo oídos cuando
escuchaba la descripción de algún sistema rápido y desconocido para acumular
riquezas. Una vez, en un vagón del metro, oyó hablar del éxito de un escritor
humorístico, que había conseguido un patrimonio colosal con un solo libro;
también Spalding lo había leído y se rió con toda su alma. Pero no poseía dotes de
escritor. Algunos días más tarde, leyendo, supo de uno que había ganado
millones con una patente de crecepelo; el método secreto incrementaba realmente
-increíble pero verdad- el crecimiento del cabello. Pero un invento de esa clase no

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era un negocio rápido, mucho menos fácil. Otro periódico hablaba de las
ganancias fabulosas del famoso actor cómico Presto. Desgraciadamente, Spalding
no tenía ningún talento artístico.
Cansado, irritado, con su pesada mochila de aburrimientos y humillaciones
acumulados a lo largo de la jornada, Spalding había regresado tarde a casa.
Medía con sus pasos la estrecha habitación, que daba al patio, y escuchaba, al
otro lado de la pared, cómo alguien tocaba tristes melodías con un extraño
instrumento. Los sonidos recordaban unas veces la flauta, otras el violín, otras
una voz de contralto y le enervaban. No conseguía reconocer el timbre, fijar la
melodía siempre cambiante, a veces dulce y fascinante, a veces áspera y absurda.
No sabía habituarse -tampoco lo había logrado la tarde anterior- a los pasajes
repentinos con sonidos musicales parecidos a ráfagas de ametralladora que, por
otra parte, cesaron muy pronto. Además no podía imaginar quién sería el
interprete: un principiante no habría sabido tocar de una forma tan notable
piezas de una técnica tan compleja, ni un artista maduro habría podido
abandonarse a aquellas fantasías musicales, de forma y contenido tan extraños.
Desde algunos días antes aquella música intrigaba y preocupaba a Spalding.
Pensó en hablar con la patrona de la casa, que ocupaba la habitación contigua a
la suya. Aquella tarde inmediatamente después del melódico canto de un violín,
se escuchó al otro lado de la pared una infernal estridencia metálica, silbidos,
chirridos, Spalding golpeó la pared con furia. El ruido cesó.

Alguien llamó a la puerta.


-¡Adelante!
En el umbral de la puerta semiabierta apareció la dueña de la pensión, alta,
rubicunda, cuarentona. Sin entrar, dijo:
-Perdone, mister Spalding. ¿Le molesta su vecina con esa música horrible? Le
diré que no toque después de las ocho de la noche.
-Muchas gracias, mistress Adams -contestó él-. Esa música, en efecto, me
estorba bastante, pero no quisiera perjudicar a mi vecina en el caso de que esos
sonidos fuesen para ella una fuente de ingresos y no un pasatiempo. Puedo volver
a casa más tarde...
-¡Oh, no! Hablaré en seguida con miss Bulwear. Es imperdonablemente
joven..., quiero decir, que es una excéntrica imperdonable, pues es tan joven...
¡Una inventora! -continuó mistress Adams, no sin cierto aire de desprecio.
Spalding se sintió repentinamente interesado.
-¿Una excéntrica? ¿Una inventora? ¿Y qué inventa? Pero, entre usted, mistress
Adams...
Pero la educación de mistress Adams le prohibía entrar en la habitación de un
soltero solitario y permaneció en el umbral.
-Gracias, pero tengo prisa -contestó-. No quiero decir nada malo de miss
Bulwear, pero todos los inventores están un poco sonados... -y la Adams hizo
girar el dedo regordete y anillado, apuntándolo sobre la frente-. Dice que está
inventando una melodía que hará llorar al mundo entero: al niño de pecho, al
viejo centenario, a la esposa feliz, al joven despreocupado, y hasta a los perros y
los gatos. Dice que entonces será «la reina de las lágrimas»... son palabras suyas,
yo no añado nada...
Alguien llamó a mistress Adams. Tras excusarse y obsequiar con una sonrisa
de adiós a Spalding, se marchó.

En el segundo piso había una ancha galería de cristales, que daba sobre un

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jardincito de árboles tristes y dos senderos. Hacía las veces de club para los
pensionistas de mistress Adams. Había algunas mesitas, muebles de mimbre,
palmeras artificiales en los rincones, jarros con flores en el alféizar y una jaula
con un loro verde, adorado por la patrona de la casa. Por la noche allí se jugaba
al ajedrez o al dominó, se bailaba al son del gramófono, se leían los periódicos y a
veces se tomaba el té o se hacía algo de calcete.
Hasta entonces, Spalding nunca había frecuentado aquel club, donde sólo
habría encontrado empleadillos, artesanos, comerciantes al por menor, viajantes
ocasionales, agentes de ventas de medicamentos patentados, escritores noveles,
estudiantes; la casa era grande y los huéspedes variaban a menudo. Pero
Spalding empezó a frecuentarlo y allí conoció a miss Bulwear. Antes de acercarse
a ella, la estudió durante algunos días. Le pareció que la descripción hecha por
mistress Adams no se ajustaba a la realidad: la muchacha no parecía una
excéntrica, ni siquiera una inventora chiflada. Era sencilla, serena. Los rasgos de
su cara eran regulares y agradables.
-¿Se ha proclamado ya reina de las lágrimas? -le preguntó una noche Spalding.
La muchacha sonrió.
-Desearía serlo. Y no sólo reina de las lágrimas, sino reina de la alegría, reina
del estado de ánimo, si usted quiere.
-Inducir a la gente a llorar o a reír... ¿Es posible?
-¿Acaso no es lo que sucede normalmente? -le contestó con una pregunta a su
pregunta-. ¿Nunca ha encontrado personas sencillas y sensibles que apenas
consiguen contener una lágrima al escuchar una marcha fúnebre ejecutada por
una orquesta? ¿Y las piernas de ciertas personas acaso no se ponen
automáticamente en movimiento con el sonido de un bailable? Cuando hayamos
descubierto el secreto de la alegría y de la tristeza, haremos reír y llorar y no sólo
a las personas mas sensibles e impresionables. Obligaremos al dolor mismo a
bailar con nosotros, y a la alegría a verter ríos de lágrimas...
Spalding sonrió.
-Sí, sería un espectáculo digno de los dioses -admitió-. ¿Y cree que con eso se
podría ganar dinero?
-Mi jefe, mister Gould, cree que sí. De otro modo no subvencionaría mis
experimentos, ni siquiera en la modesta medida en que lo hace.
-¿Mister Gould? ¿En qué se ocupa?
-De la producción mecánica de tristeza y de alegría: discos fonográficos.
Lucía Bulwear había terminado el Conservatorio, especializándose en
composición. En los últimos cursos empezó a dedicarse a la teoría, y se sentía
fascinada por ella. Quería captar el misterio de la belleza de la música, descubrir
las causas de que una cierta secuencia de sonidos nos deje indiferente, otra nos
encante y otra nos irrite. Pero ni la teoría de la armonía, o del contrapunto, ni los
tratados de estética o de sicología la habían iluminado sobre este tema. Entonces
la muchacha se consagró a los estudios teóricos de acústica y de fisiología.
-¿Y qué finalidad práctica persigue? -preguntó Spalding.
-Cuando inicié las investigaciones no pensaba todavía en una finalidad
práctica. Atendía descubrir el misterio de la belleza. Estudiando ejemplos de
anotaciones musicales y acústicas, intenté obtener sus leyes. Luego me dediqué
yo misma a componer fórmulas y a traducirlas en sonidos. Figúrese, empecé a
obtener melodías muy originales y bastante inesperadas. Una vez le llevé a mister
Gould una canción compuesta por mí con este método. Por casualidad se cayeron
al suelo, junto con las partituras, algunas de las fórmulas. Mister Gould se
interesó por ellas, y me preguntó qué clase de signos cabalísticos eran. Cuando se

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lo expliqué, me dijo:
-¡Qué interesante! Tal vez le proporcione algún provecho. Ya sabe que compro a
los compositores canciones nuevas con derechos en exclusiva... Es importante
estar en buenas relaciones con los compositores. En cuanto alguno de estos
músicos consigue hacer un par de cancioncillas que tengan éxito, empieza a
presumir y pretende compensaciones absurdas. Así se arruina uno en seguida...
Si usted consiguiera inventar un aparato que fabricara mecánicamente las
melodías, al igual que se obtiene una suma en una máquina calculadora, sería
algo magnífico. Ya no necesitaría a los compositores, me liberaría de sus
caprichos y de sus exageradas pretensiones. ¡Qué maravilla! Pondría un operario
en el aparato o una mecanógrafo y a fabricar una canción tras otra. Inundaría el
mercado... ¿Podría hacerlo, señorita?
»Le contesté que no había pensado en sustituir la creación artística por una
máquina, y que no me parecía posible.
»-Ciertos cálculos matemáticos no son más simples que sus composiciones y,
sin embargo, las calculadoras mecánicas suplen estupendamente el trabajo del
cerebro -me dijo-. Inténtelo. Yo podría financiar sus experimentos. En caso de
éxito, su futuro está asegurado.
»Acepté la proposición.
-¿Y qué resultados ha obtenido? -preguntó Spalding.
-Ya he resuelto algunas fórmulas estéticas para la construcción mecánica de
las melodías. Si el trabajo prosigue tan favorablemente...
La señora Adams pasó por delante de ellos. Era tarde, en la galería no había
quedado casi nadie. La muchacha le deseó unas buenas noches y se marchó.
En cuanto Spalding hubo conocido la ocupación de la señorita Bulwear, perdió
todo interés por ella, era como por una esfinge sin secreto.
Un mes después de aquella conversación, al volver a casa en el ferrocarril
subterráneo, leyó en el periódico:
«La empresa Bekford amenazada de bancarrota». Spalding se interesaba
vivamente por todo lo que se refería a la ascensión o a la caída de los hombres
desde la suerte de Napoleón hasta la historia de los millones de Rotschild o de
Rockefeller. Así que leyó el artículo con atención. Bekford era un gagman, un
bufón profesional, algo semejante a los chansoniers franceses. Esto era ya
conocido de Spalding. Pero lo que seguía fue una novedad para él. Se enteró de
que el «mercado de la risa» estaba en América organizado en amplia escala.
Inventar agudezas era un negocio comparable a la fabricación de sombreros o a la
de gemelos de camisa. La empresa más importante en aquel campo era la del
señor Bekford, «el primer gagman de América», que inventaba y vendía chistes,
componía escenas, números humorísticos para comedias musicales, para actores
cómicos, para payasos de circo. Tras haberse forjado así un pequeño patrimonio,
empezó a comprar y a vender ocurrencias de otros, a recoger y a reordenar
sistemáticamente un corpus mundial de la comicidad: libros humorísticos,
anécdotas históricas, discos fonográficos con historias divertidas. Su catálogo
contenía más de cuarenta mil ocurrencias, bromas y chistes. El material estaba
dividido en temas, numerado y catalogado. Cualquier chiste podía ser localizado
en el plazo de veinte segundos. Cada año el catálogo se enriquecía con unos tres
mil números. Para recoger los primeros cuarenta mil, Bekford tuvo que examinar
más de tres millones de historias humorísticas.
Les empresarios exigían que durante los programas organizados por Bekford el
espectador se riese no menos de ochenta veces por hora. Bekford había superado
aquella cifra: los espectadores reían de noventa a cien veces, y en los mejores

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programas había alcanzado el récord de ciento veinte carcajadas cada media


hora. Según la teoría de Bekford, los espectadores no piden novedades, por otra
parte difíciles de encontrar. El cómico profesional no debía hacer más que
presentar con habilidad viejos chistes. La teoría parecía justificada por la
práctica, y efectivamente los asuntos de la empresa prosperaban. Bekford abrió
sucursales, compró cinematógrafos, music-halls y hasta un Banco. Pero de
improviso todo aquel edificio de apariencia tan sólida había empezado a mostrar
grietas, una tras otra. Por alguna razón incomprensible, los espectadores reían
cada ves menos: setenta, sesenta, cuarenta veces por hora, en lugar de las
ochenta, noventa o cien convenidas. Los ingresos disminuían.
¿Por qué? Spalding quedó sumido en sus meditaciones. Tal vez Bekford no
hubiera tenido en cuenta que cambiaban las circunstancias. La crisis. Una
inquietud general en el país y en todo el viejo mundo. Una sensación de
inseguridad, de provisionalidad. Bekford no era más que un grosero practicón, no
había intentado enfocar el problema desde el aspecto teórico, investigar, desvelar
la naturaleza de la comicidad, indagar la sicología del espectador, del oyente, del
lector moderno. El concepto de lo cómico es móvil y variado. A pesar de todo,
deben existir algunos principios generales de la risa: quizá se podrían reducir a
cinco o seis fórmulas fundamentales... Si se pudiesen encontrar y se aplicaban
hábilmente, teniendo en cuenta un determinado público y las circunstancias, la
gente empezaría a reír sin interrupción. ¿Y por qué no? La Bulwear intentaba
encontrar los principios de la belleza... ¡Si lo lograba, sería una mina de oro!
Bekford se había quedado en la simple artesanía. No había comprendido que la
risa puede representar no ya una fuente de ingresos, sino también una fuente de
poder. ¡Qué perspectiva tan alentadora la posesión del secreto de la risa, de
desternillarse a la gente aun contra su voluntad!
Spalding sintió frío en las manos. ¿Que debía hacer? Descubrir a cualquier
precio el secreto de la comicidad. Estudiar el problema en sus aspectos teórico y
práctico. Finalmente, actuar. Pero le faltaba un capital inicial. Para empezar,
ofrecería sus servicios a aquel gagman banquero, Bekford, y luego...
Spalding cerró encantado el periódico y gritó:
-¡Eureka!
Su vecina se separó de él asustada, cuando, tras haber lanzado una ojeada por
la ventanilla, lanzó otra exclamación, esta vez de rabia. Absorto en sus
reflexiones, se había pasado cinco estaciones de su parada. Acompañado por las
carcajadas de los pasajeros, se precipitó hacia la salida.
Aquel mismo día se puso a trabajar.
Spalding hizo unas anotaciones al margen de un gran cuaderno y paseó por la
habitación. Tras tomar de una estantería un tomo de Mark Twain, lo abrió por la
página indicada y leyó las líneas subrayadas con lápiz:

«-¿Tiene usted un hermano?


-Sí, se llamaba Bill. ¡Pobre Bill!
-Pero, ¿ha muerto?
-¡Quién sabe! Nunca hemos logrado saberlo con exactitud. Un espeso misterio
envuelve el asunto. Éramos gemelos, él y yo. Cuando teníamos dos semanas, nos
lavaron en la misma bañera. Uno se ahogó, pero nunca fue posible averiguar cuál
de los dos había sido. Unos creen que fue Bill, otros que el ahogado fui yo...»

Spalding se rió, pero en seguida frunció las cejas y reflexionó. Había dejado el
librito de Mark Twain sobre la mesa y medía la habitación con sus pasos.

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¿En qué consistía la comicidad en aquel caso?


Abrió el libro de Enri Bergson, Le rise.

«Resulta cómica la obtusidad de la máquina en contraste con la


movilidad, la atención, la ductilidad del hombre. El hombre que actúa
como un autómata inanimado, constituye uno de los secretos de lo
cómico. Un hombre corre por la calle, tropieza, se cae; los peatones se
ríen. Otro se ocupa de sus quehaceres cotidianos con una regularidad
mecánica, cuando, de pronto, un bromista le revuelve todos los objetos
que le rodean; el hombre moja la pluma en el tintero y no saca más que
porquería, cree que va a sentarse en una silla resistente y, sin embargo,
se cae al suelo...»

-¡Exacto! -se maravilló Spalding-. ¡Es la misma técnica que emplean todas las
películas americanas! Tendré que comprobar su eficacia con individuos aislados.
A propósito, aquí hay una silla con una pata rota...
La señora Adams se había acercado a la puerta y observaba con curiosidad a
Spalding a través del ojo de la cerradura, mientras éste hacía horribles muecas
frente al espejo. Dejó de atender al espejo cuando oyó llamar a la puerta. ¿Quién
podría ser? Naturalmente, la señora Adams que vendría a preguntarle si
necesitaba alguna cosa. Haría un experimento con ella...
-¡Adelante!
La señora Adams abrió la puerta. Spalding dio unos pasos hacia ella, pero a
mitad de camino sus piernas se cruzaron y cayó al suelo cuán largo era. Pero la
señora Adams no se rió. Lanzando un grito histérico, se precipitó hacía el caído.
-¿Se ha hecho daño? ¿Qué tiene? ¡Dios mío, qué susto me he llevado!
-Nada, nada, una caída tonta. Siéntese en la butaca, se lo ruego. Yo también
me sentaré... La cabeza aún me da vueltas.
Spalding se sentó sobre la silla rata y, bizcando los ojos como un loco, cayó
otra vez con gran estrépito. La señora Adams, ahora muy asustada, se agitó:
-¡Está enfermo, mister Spalding! Es evidente. Hasta su cara ha cambiado, está
terriblemente descompuesto, inmóvil; ¡Sólo las personas muy enfermas tienen un
aspecto semejante!
Ay, la mueca que había creído cómica, provocaba el miedo, no las risas. Al
marcharse la dueña de la casa, Spalding se volcó sobre los libros. ¿Cuál era la
causa del fracaso? Creyó comprender la razón: para poder reír, es necesario
permanecer insensibles hacía el objeto del ridículo. Pero la señora Adams no era
insensible hacia Spalding... ¿Es posible hacer reír a una mujer enamorada de
uno? Sí, debería serlo, pero habría que encontrar el secreto...
Paso a paso, Spalding resolvía el misterio. Muy pronto se convirtió en el centro
de todas las reuniones en la galería, donde había vuelto a dejarse ver. Las
carcajadas no faltaban nunca a su alrededor.
-No sabíamos que fuese tan alegre -decían los pensionistas.
La gente alegre es apreciada, y Spalding sentía aumentar las simpatías a su
alrededor. Poco a poco se planteó problemas más difíciles: hacer reír a personas
melancólicas, enfermas, descompuestas y afligidas. Sufría algún fracaso, pero
lograba corregirse con creciente habilidad e incluso tuvo algún éxito decisivo. En
la pensión Adams había aparecido un nuevo cliente, el oficial retirado Ballantyne,
hombre de carácter muy cerrado y de vida particular desafortunada. Se decía que
aquel ultimo año había perdido la mitad de sus haberes y la pierna izquierda; la
mujer, no soportando más su sempiterno mal genio, decidió abandonarle.

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Además sufría del hígado y se caracterizaba por una irritabilidad fuera de lo


común. Nadie le había visto sonreír jamás. Spalding se impuso la obligación de
reír a aquel hombre. Todos estaban al corriente de su propósito, excepto el propio
Ballantyne. Se apostaban incluso fuertes sumas. Ahora, Spalding estaba a punto
ya de darse a conocer como bufón profesional.
Fingiendo que no advertía la presencia del viejo gruñón, empezó a exhibir su
mejor repertorio. Ballantyne se sentaba en un sofá, teniendo abrazada la rodilla
de su única pierna, y miraba a Spalding con sus ojos negros y furibundos. A su
alrededor todos se desternillaban, pero ni siquiera un músculo se movía en el
rostro del militar. Los que habían apostado por Spalding empezaban a murmurar
entre sí; tal vez Ballantyne fuera sordo, como el tío que no se reía nunca en el
cuento de Mark Twain...
Pero, de improviso, Ballantyne estalló. La explosión de su carcajada fue como
la salva de un cañón; a causa del retroceso experimentado por todo su cuerpo,
fue a dar con la nuca contra la pared con tanta violencia que perdió el
conocimiento durante algunos instantes. Le aplicaron trocitos de hielo y le dieron
a oler sales.
El triunfo de Spalding era completo.
La galería de la pensión Adams se había quedado ahora demasiado pequeña
para sus experimentos. Decidió exhibirse como gagman en un music-hall. Tenía
ya una sólida preparación teórica, como pocos artistas podían presumir,
habiendo recogido una abundante documentación de chistes y de anécdotas de
todos los tiempos y de todos los países. No es de extrañar que obtuviera de
inmediato un éxito fulminante, ni que al éxito siguieran los beneficios. Spalding
pudo saldar generosamente su cuenta con la señora Adams y, con gran pesar por
parte de ella, se trasladó a un nuevo apartamento en el centro de la ciudad.
Seguro en sus nociones teóricas y prácticas, decidió ofrecerse a Bekford.
Gozaba de una cierta notoriedad y le fue fácil hacerse recibir, hablar con él y ser
contratado en calidad de «asesor científico».
Se puso a trabajar intensamente. Tomó contacto con el catálogo de los chistes
del mundo, de los discos, de la cinemateca. La empresa de Bekford presuponía
una venta en masa, por lo que Spalding empezó a estudiar al americano medio,
sus gustos, su idiosincrasia. Había que averiguar por qué los programas de
Bekford, que antes batían todos los récords, no provocaban ya las mismas
carcajadas, así como la manera de mejorarlos. Del estudio de la masa de los
«americanos medios», Spalding pasó al de los individuos aislados, de los
representantes típicos de las distintas clases, de los varios grupos de la
población. Hacer reír al parado, al operario, al funcionario, sobre el que pesaba el
terror hacia el desempleo, al propietario de viviendas huérfanas de inquilinos, al
tendero sin clientes, al empresario de un teatro vacío... Hacer reír al lisiado
hambriento, al recluso, al hipocondríaco... Hacer reír al hombre oprimido por las
preocupaciones, presa de la inquietud y de la angustia. Hacerles alegres
significaba hacer reír al americano medio, sano por naturaleza, propenso al
optimismo y al humour.
Con un obstinado trabajo, Spalding logró resolver el problema.
Era el momento de ampliar el campo del negocio. También en esta faceta
Spalding demostró una rara habilidad. Aumentó el número de los clientes, renovó
el surtido de la mercancía, inventó estilos nuevos y nuevas líneas de producción.
Folletos de propaganda con «muestras» incluidas se distribuyeron entre actores
cinematográficos y teatrales, dramaturgos, escritores, periodistas, abogados,
conferenciantes, payasos de circos ecuestres, médicos, alguaciles, pedagogos,

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profesores, peluqueros, incluso párrocos de iglesias de distintas confesiones.


«La risa, como método de curación», y se aducían ejemplos y autorizadas
opiniones de especialistas. «El peluquero alegre atrae la clientela», y se contaba la
historia del señor Hopkins, barbero enriquecido por haber utilizado los servicios
de la empresa Bekford. «Un cliente del señor Bekford, el señor G., fascina con sus
bromas alegres a la señorita H., rica y espléndida muchacha, y se casa con ella.»
«El teatro donde resuenan incesantes las carcajadas, nunca tiene butacas vacías.
Ejemplos persuasivos.»
La propaganda era eficaz, la demanda aumentaba. Ante la sorpresa del propio
Spalding, reclutó como clientes a predicadores religiosos, que conseguían -quién
sabe cómo- combinar la pecaminosa risa terrenal con la prosopopeya celestial.
Se vendieron nuevos discos de la sociedad Bekford donde se registraban las
irresistibles exhibiciones de Spalding, discoscartas con anécdotas y canciones
cómicas, cajas, cigarros, cigarrillos, caramelos, gafas estereoscópicas, juguetes,
espejos con sorpresas, enanos y animales que realizaban inesperados y bufos
gestos o emitían sonidos ridículos. En las hábiles manos de Spalding, la
comicidad, como el mítico Proteo, asumía variados aspectos: de palabra, de color,
de forma, de todo ello a la vez. Tuvo un éxito inesperado -y por lo tanto, grandes
beneficios-. La última invención de Spalding, «quioscos de la carcajada» en las
calles, donde los peatones, con una modesta suma, podían reír hasta hartarse
durante cinco minutos. Salían de ellos con los ojos llenos de lágrimas y con
exclamaciones alegres. Era la propaganda más eficaz y la gente se apretaba
siempre en torno a aquellas instalaciones.
La situación de la firma mejoró y sus beneficios aumentaron vertiginosamente.
Bekford estaba contentísimo con Spalding, pero éste no se sentía satisfecho de su
superior. En su tiempo habían firmado el siguiente acuerdo: Bekford debería
entregar a Spalding una cantidad mensual fija; en cuanto los beneficios de
Bekford hubiesen empezado a aumentar, Spalding percibiría además el dos por
ciento -¡sólo el dos por ciento!- de las nuevas rentas suplementarias. Pero cuanto
más aumentaban éstas, menos dispuesto se mostraba Bekford a respetar aquel
convenio. Se negaba a pagar el dos por ciento.
Entre ambos habían surgido las primeras disputas. Es más, había sido el
propio Bekford quien las había provocado, con el objeto de liberarse de Spalding,
que, en su opinión, ahora no le era ya necesario.
-¡No me eche la culpa a mí, señor Bekford! -exclamó una vez Spalding, durante
la enésima discusión-. Le he salvado de la ruina. Ha acumulado usted un capital
con mis carcajadas y ahora, a pesar de sus promesas, se niega a darme la parte
que me corresponde. Muy bien, sepa que conseguiré, siempre a base de
carcajadas, obligarle a que me entregue mi dinero...
-Me parece la broma menos lograda de todo mi catálogo... -contestó Bekford,
con una sonrisa despreciativa.
-¡Ya veremos si es o no lograda! -replicó Spalding, amenazador.
Spalding se retiró durante una temporada, muy ocupado en nuevos
experimentos...

El cuerpo obeso de Bekford, sacudido por el hipo, estaba recostado sobre el


brazo de la butaca. El rostro aparecía contraído por una hilaridad histérica. El
cuello estaba empapado de gruesas gotas de sudor. La gruesa mano, con una
maciza joya en el anular, pendía abandonada y rozaba la alfombra persa. Bekford
intentaba enderezarse, pero los accesos de risa tormentosa le hacían caer otra vez
a un lado.

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Con un esfuerzo supremo de voluntad, mister Bekford consiguió por fin


apoyarse en el respaldo. Las explosiones de risa se iban atenuando, como un
temporal que se aleja. Empezaba a reponerse, pero aún no conseguía comprender
claramente lo sucedido.
¡Parecía una alucinación!
Bekford echó una ojeada instintiva al escritorio cubierto por un grueso cristal.
Sobre él había un grueso talonario de cheques. Bekford escribió diez millones de
dólares sobre un talón, lo firmó, arrancó la hojita de la matriz y se la tendió a
Spalding. Su cara, de una palidez azulada, se puso lívida, mientras las mejillas
adquirían un tono violáceo. Un nuevo estallido de ladridos se transformó en el
rebuzno de un asno encolerizado. De la habitación vecina, como un eco, se oyó
sollozar, gemir, bufar, toser, chillar, gritar y desvariar a varias voces, pero nadie
venía en ayuda del director; tal vez los demás precisaban también de socorro...
Este fue el pensamiento que hizo volver en sí a Bekford. Después de todo, era el
poderoso jefe de una empresa, el propietario de un rascacielos, el señor absoluto
de toda aquella gente subordinada y desheredada.
Bekford intentó reconstruir mentalmente todo cuanto había sucedido aquella
mañana. No era fácil hacerlo cuando un tifón de locura tenía el centésimo primer
piso de su building.
Era la bien conocida «hora muerta» -de ocho a nueve de la mañana- en que
Bekford, en completa soledad, solía preparar el plan de la cotidiana campaña: a
quién echar a pique, con quién concluir una alianza temporal, a quién asestar el
golpe decisivo. Aunque se hundieran a la vez las Bolsas de Nueva York, de París y
de Londres, junto con todos los Bancos del Estado, aunque la Luna se hubiese
caído por el suelo, nadie en absoluto podía, ni osaba, irrumpir en su despacho ni
turbar la hora sacrosanta.
Sin embargo, hoy..., Bekford estaba orientándose sobre la dislocación de las
fuerzas financieras internacionales, y había empezado a esbozar concisas y claras
órdenes a sus directores consejeros, agentes de bolsa, a varios empleados
subordinados del Ministerio de Finanzas, a redactores de periódicos, cuando de
pronto..., ¡no podía creer a sus propios oídos!... desde el despacho del secretario
particular llegó un ruido indecente, que hubiese podido turbar el curso
armonioso de las reflexiones del magnate y, por lo mismo, causarle pérdidas
ingentes. Al rumor siguió un carcajeo, esta vez francamente obsceno. Equivalía a
un motín, una rebelión abierta.
El hombre de empresa tendía la mano hacia el timbre de alarma, cuando se
abrió la puerta de golpe y oleadas de frenética hilaridad invadieron el inmenso
despacho. En la puerta estaba aquel sin vergüenza de Spalding, con un traje gris
claro y un sombrero de paja sobre la cabeza. Bekford levantó su redonda cabeza y
miró al intruso con aquella mirada gélida y penetrante que dejaba atónitos y
balbuceantes a los mas experimentados diplomáticos.
Pero Spalding sostuvo aquella mirada. De improviso, hizo una ligera mueca
increíblemente bufa, un gesto apenas insinuado que comunicó una irresistible
comicidad a toda su cara, y pronunció una sola frase. Bekford no conseguía
ahora ni recordarla, era algo completamente inesperado, absolutamente
incongruente con el lugar y el momento, pero, quizá precisamente por ello,
divertida hasta tal punto que Bekford había estallado en una carcajada franca y
contagiosa, como no había hecho desde su lejana juventud. Spalding, sin quitarse
el sombrero, atravesó rápidamente la parte de alfombra que separaba la puerta
del escritorio, apoyó la mano sobre la superficie del cristal y, aprovechando una
pausa en la hilaridad de Bekford, preguntó:

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-¿Qué le parece, jefe, si saldásemos cuentas? Tenga la bondad de firmar un


cheque de diez mil dólares y entréguemelo.
Bekford cesó de reír por un instante y miró a Spalding con miedo. ¿Se habría
vuelto loco? Intentar hacer reír al «primer gagman de América» era tan insensato
como ofrecer un caramelo a un fabricante de golosinas. Spalding sonrió:
-Espero que será lo bastante razonable para hacerlo, ¿no?
Siguió con un nuevo juego mímico y una nueva frase, que obligaron a Bekford
a desternillarse otra vez.
-El cheque al portador -indicó.
Bekford se reía, debatiéndose en convulsiones, como un pájaro preso en una
red. Extendió la mano hacia el timbre, pero un acceso de risa espasmódica
paralizaba cada movimiento suyo. Todos sus músculos estaban relajados, el
cuerpo entero parecía aplastado. Echó una ojeada angustiosa en dirección de la
puerta, pero era inútil esperar socorro por aquel lado: mecanógrafas y secretarios
se retorcían en paroxismos de hilaridad, semejantes a los espasmos preagónicos
de alguna terrible enfermedad epidémica... Mientras Spalding, aquel maldito
genio de la carcajada, seguía torturando el cuerpo y los nervios de su víctima, que
siendo de índole asmática, había empezado a sofocarse y suspiraba:
-¡Un millón!
-¡Diez y uno! -contestó Spaldíng.
-¡Dos!
-¡Diez y dos! -insistió el otro.
Bekford se estaba transformando en un trozo de gelatina. Se descomponía
tanto que mostraba los ojos revueltos, los labios azulados, sentía calambres en
las costillas y se le cortaba la respiración.
La obstinación podía costarle la vida. Entonces pidió gracia. Estaba dispuesto a
firmar un talón de diez millones, pero no podía, sus manos temblaban. Cuando
Spalding dejó de hacerle reír, recobró la respiración y firmó el cheque. A fin de
cuentas, pensó, no era tan terrible: tendría tiempo de avisar al Banco de que no
pagasen aquel talón. Spalding, con gesto despreocupado, se lo metió en el bolsillo
y saludó con el sombrero. A modo de adiós, lanzó una ocurrencia que puso a
Bekford fuera de combate durante todo el tiempo que necesitaba Spalding para
irse tranquilamente.

...Con un suspiro profundo, como quien se despierta tras un sueño lleno de


pesadillas, Bekford miró las agujas del gran reloj que había en un ángulo de la
habitación. Vio con asombro que la visita de Spalding había durado exactamente
ocho minutos, y que éste había salido apenas un minuto antes. Por lo tanto,
debería encontrarse aun en el ascensor. Bekford aferró el receptor telefónico y
llamó al Banco, situado a una veintena de pisos mas abajo, ordenando que se
arrestase inmediatamente al portador del talón de diez millones de dólares.
-¡No entreguen el dinero! ¡El talón es falso! ¡Ja, ja, já! Caramba, no haga caso si
me río. Son los nervios... ¡Ja, ja!
Luego, ante la eventualidad de que Spalding no acudiera personalmente a
retirar el dinero, Besford telefoneó al jefe del servicio de seguridad en la planta
baja.
-¡Disponga una guardia armada en todas las salidas! ¡Ja, ja! ¡Ja, ja! -estalló en
risas de nuevo, al pensar otra vez en Spalding-. ¡Ja, ja, ja!... ¡Mil diablos! Así
tendrá tiempo de escapar!
Por fin consiguió dar una nueva orden:
-¡Arresten al joven vestido de gris con un sombrero de paja! ¡Spalding! ¿Le

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conocen? ¡Ah, ahora me puedo reír! ¡Jo, jo, jo, jo! Bueno basta ya. ¡Jo, jo, jo, jo!...
Bekford telefoneó a su secretario particular. Entró en la habitación un hombre
delgado y alto, doblado en dos como un compás medio abierto. Su risa era
semireprimida e irrefrenable, y todo su cuerpo se sacudía como si una mano
robusta lo menease como una marioneta. A mitad de camino el secretario
palideció y se sentó, deshecho, sobre la alfombra. Bekford lo miraba, cada vez
más ceñudo, hasta que de golpe se desternilló de nuevo.
El secretario se levantó. Vacilando como un borracho, se acercó a la mesita
donde había una botella de agua. Intentó servirse un vaso, pero las manos le
temblaban.
Sonó el teléfono. La primera cosa que oyó Bekford al levantar el receptor fueron
sacudidas de risas frenéticas, incontrolables, estridentes. Palideció. Por lo visto,
aquel diablo de Spalding había tenido tiempo de propagar la epidemia en la
planta baja.
La carcajada en voz de bajo fue sustituida por otra de tenor, con un sonido
como de mujer o de niño. Estaba claro que diversas personas intentaban hablar,
pero no lo conseguían. Bekford, con una vulgar blasfemia, tiró lejos el receptor.
Sólo algunas horas más tarde consiguió saber los detalles de lo sucedido,
detalles que ya había intuido. Tanto en el Banco como en el vestíbulo se había
intentado detener a Spalding, pero en vano. En el Banco se le habían acercado
tres policías, pero un instante después, como alcanzados por una bala, se
retorcían por el suelo, sujetándose la tripa por las carcajadas. Spalding había
obligado al cajero, muerto de risa, a entregarle el dinero. Siempre entre
carcajadas, se había abierto paso entre numerosos guardias del servicio interior
de seguridad hasta el vestíbulo, y había salido tranquilamente del building,
llevándose en los bolsillos del abrigo gris diez millones de dólares.
-No, no es un hombre, ¡es Satanás! -gemía Bekford. El titular de la sociedad
estaba afligido por la pérdida de aquella fuerte suma de dinero, humillado por el
papel ridículo que se vio obligado a representar. Sin embargo, no dejaba de sentir
una especie de respeto hacia Spalding, por el simple hecho de que hubiese pedido
no mil dólares, no un millón, sino diez, lo elevaba por encima de la masa de los
vulgares embaucadores.
Pero no podía dejar que las cosas quedaran así. Regalar diez millones de esa
manera; no, mister Bekford no era un hombre de ese género.
Empezó por llamar a la policía, a su abogado, a sus agentes.

Al cabo de pocas horas, Spalding -mister Risus, como desde entonces le


llamaban los periodistas- se había convertido en una celebridad mundial. Mejor
dicho, el extraordinario acontecimiento en el rascacielos de Bekford había tenido
una resonancia mundial. Pero muy poco se sabía del propio mister Risus, de su
pasado, de su vida particular. Los corresponsales recordaban que con aquel
nombre se había exhibido en los escenarios de los music-hall más en boga cierto
cómico que había hecho una rapidísima carrera. Al aparecer él, toda la platea
estallaba en una carcajada estruendosa, y a mister Risas se le conocía ya cómo el
rey de la risa. Pero pasó como un deslumbrante meteoro y desapareció de los
escenarios con la misma rapidez con que había aparecido. Fue olvidado y ya
nadie se interesaba por su suerte.
Sobre las huellas de Spalding fue lanzado un ejército de ágiles periodistas y de
esbirros. Ante el asombro de los propios seguidores, fue facilísimo encontrarlo: se
supo que había tomado en alquiler un bellísimo palacete en pleno centro de la
ciudad. La casa estaba en un jardín delimitado por una magnífica verja de hierro.

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Al otro lado se podían admirar la casa y los senderos de un jardín a la inglesa.


Hacia allí corrieron las cuadrillas de periodistas, de fotógrafos y de operadores
cinematográficos.
Pero encontraron la cancela de hierro y la puertecita lateral cerradas con llave.
Nadie contestó a los campanillazos.
Aún no habían pasado cinco minutos cuando hombres decididos a todo, ágiles
como monos, habían saltado la verja y corrían hacia la casa. Pero entonces
sucedió algo extraordinario. Las paredes del edificio se transformaron en pleno
día en una vasta pantalla cinematográfica, y en ella apareció el rey de la risa. Al
mismo tiempo se oyeron los altavoces. Los «asaltantes», dejando caer plumas,
cuadernos y aparatos fotográficos, se revolcaron por el suelo, presos de risas
convulsas. Algunos, tapándose los oídos y los ojos, consiguieron llegar basta las
puertas de la casa, pero las encontraron atrancadas. Por otra parte, era imposible
entrevistar a nadie con los ojos y los oídos cerrados...
El ataque había sido rechazado. El ejército de los periodistas se retiró con
deshonor.
De forma igualmente lamentable fracasó el asalto de la policía. Todos los
agentes se caían por el suelo, sacudidos de convulsiones de alegría. Un viejo
miembro de la policía que capitaneaba una sección enarboló un pañuelo a guisa
de bandera blanca. Con gran sorpresa por su parte, vio apagarse la pantalla
mientras los altavoces callaban de improviso. Se anunciaba una especie de tregua
de armas. El jefe de la sección se dirigió hacia la casa y las puertas se abrieron
ante él.
Salió de allí, unos diez minutos después, desconcertado, meditabundo, con
una sonrisa enigmática en los labios. El bolsillo de la guerrera de su uniforme
aparecía muy lleno. Dio al ejército derrotado la orden de retirada. Aquel mismo
día hizo un informe a sus superiores, indicando a los periodistas que mister
Risus era invencible. El único instrumento bélico eficaz habría sido la aviación,
pero realmente no era posible dejar caer bombas de cien kilos en plena ciudad.
Toda la población estaba sobresaltada. Sin embargo, el culpable, impertérrito,
seguía sentado en una butaca de cuero comodísima, fumándose un puro,
mientras recordaba el camino recorrido y establecía el balance.
Por fin era rico. ¿Qué le faltaba? Tenía una casa estupenda, una villa en la
montaña, un balandro, un avión, varios automóviles... ¿Qué le faltaba? ¡Una
mujer! Necesitaba una esposa brillante. ¡Si pudiera conseguir a mistress Fight!
Una belleza de veinticuatro años, viuda, propietaria de fábricas, de
establecimientos, de millones de dólares. El mejor partido del mundo. Por lo
menos, eso decían los periódicos. ¿Por qué no conquistar, con su risa, su corazón
y su capital? Por supuesto, se podía considerar como un abuso, incluso una
violencia, un rapto, un chantaje... Pero, ¿qué importaba?
Spalding empezó a elaborar un nuevo plan. Había sido muy fácil vencer a
Bekford, al que conocía perfectamente. Sin embargo, lo poco que sabía de
mistress Fight lo sacaba de los periódicos. Era necesario acumular datos
suplementarios a través de investigadores privados. Mistress Fight era una
apuesta importante, era necesario hacerlo todo para no perderla.
Algunos días después, todo estaba preparado. Spalding había conseguido
introducirse en el ambiente de la joven señora, desarmar y vencer a su cuerpo de
guardia, a camareros y camareras. Entre un millar de habitaciones, había
conseguido averiguar dónde se hallaba mistress Fight. Al entrar el joven, ella
estaba fumando un cigarrillo egipcio en una boquilla de oro adornada con un
zafiro. Llevaba un vestido de tul de cristal y unas zapatillas de piel de mono con

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tiras de brillantes.
-¿Quiere casarse conmigo, mistress Fight? -preguntó Spalding a quemarropa,
acompañando esta proposición con un golpe de ingenio. La joven señora rió,
satisfecha, y se rehizo en seguida.
-¡Deje ya de hacerme reír, Spalding! ¿Quiere que nos casemos? ¿Y por qué no?
¿Qué mujer renunciaría a convertirse en la esposa del rey de la risa? Acepto. Y no
acostumbro a volverme atrás en mis decisiones.
Spalding se quedó tan asombrado ante aquella imprevista, inmediata
aceptación, que olvidó continuar su ataque. Se quedó inmóvil, con la boca
abierta. Tal vez era la primera vez que parecía cómico sin quererlo.
La enérgica mujer, sin pérdida de tiempo, asumió la iniciativa. Hizo una
llamada. Entró una viejecita de cabellos grises con una compostura de dama de
corte. Mistress Fight le dijo en francés:
-Le ruego que llame inmediatamente al pastor Hobbs, madame Angela. Dé las
órdenes para que se prepare un automóvil. Telefonee a Jones. Dentro de una
hora volamos a San Francisco. Tres pasajeros. El peso..., ¿su peso?
-Ochenta y cinco -contestó Spalding, como un autómata.
-Yo, setenta; el pastor, cien. Total, doscientos cuarenta y cinco. Haga llegar
esta cifra a Jones. Dígale que el aceite y la gasolina deben bastar para todo el
trayecto, sin escalas.
Después de haber despedido a madame Angela, y volviéndose hacia Spalding,
mistress Fight añadió:
-El pastor Hobbs nos casará en vuelo. Será muy original, ¿no es verdad? Toda
América hablará de ello. En San Francisco nos trasladaremos a nuestro yate y...
Apretó otro timbre. Entró una camarera.
-Madeleine, rápido, un sombrero y un abrigo. Para el coche.
Cuando Spalding se recuperó un poco de su asombro, su mente trabajó
febrilmente. ¿Por qué la mujer había aceptado con tanta facilidad? ¿Sería un
ardid? Pero, después de todo, ¿por qué no podía ser sincera?... ¿Acaso no era el
héroe del día? Como bien sabía Spalding, ella era vanidosísima, su alegría más
grande consistía en verse en los periódicos. América entera tenía que saber como
le sentaba su nuevo vestido, qué le habían servido para comer, qué perfume
había pedido a París y qué encajes a Bruselas, cuánto le había costado el baño de
mármol rosa. La proposición de Spalding podía muy bien encajar en sus planes
ambiciosos. Después de haberla aceptado, le podría abandonar y contárselo todo
luego a los periodistas. ¡Toda América se reiría de él, el rey de la risa! ¡Con cuánta
habilidad le había engañado mistress Fight! También podía haber urdido otra
cosa: casarse con él y luego proclamarse víctima de un chantaje. ¡Otra noticia
sensacional! Y también en este caso Spalding se hallaría en una situación
ridícula... Mistress Fight deseaba casarse con el rey de la risa en el cielo. Durante
una semana, durante un mes, los periódicos devorarían esta noticia. Luego, ella
le abandonaría para solicitar el divorcio, con el pretexto, por ejemplo, de que no
quería vivir en un eterno peligro de morirse de risa...
Los pensamientos de Spalding se confundieron. Estaba preparado para una
lucha feroz, había acumulado toda su capacidad para hacer reír, tenía a punto
todas las fibras de su ser. Se hallaba en pleno estado de guerra. Y de pronto, de
improviso, se encontró como desarbolado. Aquella capitulación tan repentina del
enemigo transformaba la victoria en derrota. ¡Qué afrenta! ¿Qué hacer, qué
hacer? No, al diablo, no quería saber nada más de todo aquello. ¡Tenía que huir!
Intentó dar un paso hacia la puerta, pero mistress Fight le estaba observando.
-¿A dónde va?

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Le sujetó ágilmente por la manga y le atrajo a su lado sobre la butaca. Spalding


quedó sin protestar en aquella humillante posición. Decididamente, algo extraño
le sucedía. En todo aquello había algo... cómico, si, terriblemente cómico...
-Ja, ja, ja, ja, ja! -estalló, de golpe, en una estruendosa carcajada como
raramente habían lanzado sus victimas.
-¿Qué le sucede? -preguntó, perpleja, la mujer.
-¿Cómo dice? -exclamó Spalding, interrumpiéndose constantemente por la risa-
. ¿Cómo decía el viejo Bergson? El chiste consiste en desarrollar el pensamiento
del interlocutor hasta que se convierte en el contrarío, y el interlocutor cae, por
así decirlo, en la trampa que se le ha tendido con sus propias palabras. Con
nosotros ha pasado esto, ¿verdad?
-No entiendo absolutamente nada -confesó mistress Fight.
Spalding soltó una carcajada aún más sonora que la anterior. Luego dejó de
reír repentinamente, como si algo se hubiese roto en su interior. Calló y se quedó
serio, casi tétrico.
-Ay de mí, he comprendido demasiadas cosas de una sola vez, y he caído en la
trampa que yo mismo había tendido. He descubierto completamente el secreto de
la comicidad y ésta ha dejado de existir para mí. Para mí ya no existen los
retruécanos, ni las bromas, ni los chistes; sólo hay categorías, grupos, fórmulas
de lo cómico. He analizado, mecanizado la risa viva, y entonces la he matado.
Porque ahora río, pero he conseguido analizar esa risa, disecarla, anularla. Yo,
que fabricaba carcajadas, ya no podré reír nunca más lo que me queda de vida.
¿Y qué es una vida sin bromas, sin risas? Sin ellas, ¿de qué me sirven las
riquezas, el poder, una familia? Me he robado a mi mismo...
-¿Qué anda diciendo, Spalding? ¡Basta, vuelva en sí! ¿Acaso está borracho? -
exclamó, irritada, mistress Fight.
Pero Spalding seguía inmóvil, con la cabeza gacha, como una estatua en
profunda meditación. Ya no contestó a las preguntas, no percibió a las personas
que se acumulaban a su alrededor.
Fue llevado a una clínica. Los médicos certificaron un desequilibrio mental
debido a un extremo agotamiento del sistema nervioso.
-Los mas grandes cómicos frecuentemente terminan por caer presa de la
hipocondría mas aguda -resumía el informe médico.
Pero un joven doctor, un tipo original que amaba las paradojas, sostenía que
Spalding fue asesinado por la manía americana de la mecanización.

FIN

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