Mister Risus
Mister Risus
Mister Risus
Alexander Beliaev
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era un negocio rápido, mucho menos fácil. Otro periódico hablaba de las
ganancias fabulosas del famoso actor cómico Presto. Desgraciadamente, Spalding
no tenía ningún talento artístico.
Cansado, irritado, con su pesada mochila de aburrimientos y humillaciones
acumulados a lo largo de la jornada, Spalding había regresado tarde a casa.
Medía con sus pasos la estrecha habitación, que daba al patio, y escuchaba, al
otro lado de la pared, cómo alguien tocaba tristes melodías con un extraño
instrumento. Los sonidos recordaban unas veces la flauta, otras el violín, otras
una voz de contralto y le enervaban. No conseguía reconocer el timbre, fijar la
melodía siempre cambiante, a veces dulce y fascinante, a veces áspera y absurda.
No sabía habituarse -tampoco lo había logrado la tarde anterior- a los pasajes
repentinos con sonidos musicales parecidos a ráfagas de ametralladora que, por
otra parte, cesaron muy pronto. Además no podía imaginar quién sería el
interprete: un principiante no habría sabido tocar de una forma tan notable
piezas de una técnica tan compleja, ni un artista maduro habría podido
abandonarse a aquellas fantasías musicales, de forma y contenido tan extraños.
Desde algunos días antes aquella música intrigaba y preocupaba a Spalding.
Pensó en hablar con la patrona de la casa, que ocupaba la habitación contigua a
la suya. Aquella tarde inmediatamente después del melódico canto de un violín,
se escuchó al otro lado de la pared una infernal estridencia metálica, silbidos,
chirridos, Spalding golpeó la pared con furia. El ruido cesó.
En el segundo piso había una ancha galería de cristales, que daba sobre un
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jardincito de árboles tristes y dos senderos. Hacía las veces de club para los
pensionistas de mistress Adams. Había algunas mesitas, muebles de mimbre,
palmeras artificiales en los rincones, jarros con flores en el alféizar y una jaula
con un loro verde, adorado por la patrona de la casa. Por la noche allí se jugaba
al ajedrez o al dominó, se bailaba al son del gramófono, se leían los periódicos y a
veces se tomaba el té o se hacía algo de calcete.
Hasta entonces, Spalding nunca había frecuentado aquel club, donde sólo
habría encontrado empleadillos, artesanos, comerciantes al por menor, viajantes
ocasionales, agentes de ventas de medicamentos patentados, escritores noveles,
estudiantes; la casa era grande y los huéspedes variaban a menudo. Pero
Spalding empezó a frecuentarlo y allí conoció a miss Bulwear. Antes de acercarse
a ella, la estudió durante algunos días. Le pareció que la descripción hecha por
mistress Adams no se ajustaba a la realidad: la muchacha no parecía una
excéntrica, ni siquiera una inventora chiflada. Era sencilla, serena. Los rasgos de
su cara eran regulares y agradables.
-¿Se ha proclamado ya reina de las lágrimas? -le preguntó una noche Spalding.
La muchacha sonrió.
-Desearía serlo. Y no sólo reina de las lágrimas, sino reina de la alegría, reina
del estado de ánimo, si usted quiere.
-Inducir a la gente a llorar o a reír... ¿Es posible?
-¿Acaso no es lo que sucede normalmente? -le contestó con una pregunta a su
pregunta-. ¿Nunca ha encontrado personas sencillas y sensibles que apenas
consiguen contener una lágrima al escuchar una marcha fúnebre ejecutada por
una orquesta? ¿Y las piernas de ciertas personas acaso no se ponen
automáticamente en movimiento con el sonido de un bailable? Cuando hayamos
descubierto el secreto de la alegría y de la tristeza, haremos reír y llorar y no sólo
a las personas mas sensibles e impresionables. Obligaremos al dolor mismo a
bailar con nosotros, y a la alegría a verter ríos de lágrimas...
Spalding sonrió.
-Sí, sería un espectáculo digno de los dioses -admitió-. ¿Y cree que con eso se
podría ganar dinero?
-Mi jefe, mister Gould, cree que sí. De otro modo no subvencionaría mis
experimentos, ni siquiera en la modesta medida en que lo hace.
-¿Mister Gould? ¿En qué se ocupa?
-De la producción mecánica de tristeza y de alegría: discos fonográficos.
Lucía Bulwear había terminado el Conservatorio, especializándose en
composición. En los últimos cursos empezó a dedicarse a la teoría, y se sentía
fascinada por ella. Quería captar el misterio de la belleza de la música, descubrir
las causas de que una cierta secuencia de sonidos nos deje indiferente, otra nos
encante y otra nos irrite. Pero ni la teoría de la armonía, o del contrapunto, ni los
tratados de estética o de sicología la habían iluminado sobre este tema. Entonces
la muchacha se consagró a los estudios teóricos de acústica y de fisiología.
-¿Y qué finalidad práctica persigue? -preguntó Spalding.
-Cuando inicié las investigaciones no pensaba todavía en una finalidad
práctica. Atendía descubrir el misterio de la belleza. Estudiando ejemplos de
anotaciones musicales y acústicas, intenté obtener sus leyes. Luego me dediqué
yo misma a componer fórmulas y a traducirlas en sonidos. Figúrese, empecé a
obtener melodías muy originales y bastante inesperadas. Una vez le llevé a mister
Gould una canción compuesta por mí con este método. Por casualidad se cayeron
al suelo, junto con las partituras, algunas de las fórmulas. Mister Gould se
interesó por ellas, y me preguntó qué clase de signos cabalísticos eran. Cuando se
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lo expliqué, me dijo:
-¡Qué interesante! Tal vez le proporcione algún provecho. Ya sabe que compro a
los compositores canciones nuevas con derechos en exclusiva... Es importante
estar en buenas relaciones con los compositores. En cuanto alguno de estos
músicos consigue hacer un par de cancioncillas que tengan éxito, empieza a
presumir y pretende compensaciones absurdas. Así se arruina uno en seguida...
Si usted consiguiera inventar un aparato que fabricara mecánicamente las
melodías, al igual que se obtiene una suma en una máquina calculadora, sería
algo magnífico. Ya no necesitaría a los compositores, me liberaría de sus
caprichos y de sus exageradas pretensiones. ¡Qué maravilla! Pondría un operario
en el aparato o una mecanógrafo y a fabricar una canción tras otra. Inundaría el
mercado... ¿Podría hacerlo, señorita?
»Le contesté que no había pensado en sustituir la creación artística por una
máquina, y que no me parecía posible.
»-Ciertos cálculos matemáticos no son más simples que sus composiciones y,
sin embargo, las calculadoras mecánicas suplen estupendamente el trabajo del
cerebro -me dijo-. Inténtelo. Yo podría financiar sus experimentos. En caso de
éxito, su futuro está asegurado.
»Acepté la proposición.
-¿Y qué resultados ha obtenido? -preguntó Spalding.
-Ya he resuelto algunas fórmulas estéticas para la construcción mecánica de
las melodías. Si el trabajo prosigue tan favorablemente...
La señora Adams pasó por delante de ellos. Era tarde, en la galería no había
quedado casi nadie. La muchacha le deseó unas buenas noches y se marchó.
En cuanto Spalding hubo conocido la ocupación de la señorita Bulwear, perdió
todo interés por ella, era como por una esfinge sin secreto.
Un mes después de aquella conversación, al volver a casa en el ferrocarril
subterráneo, leyó en el periódico:
«La empresa Bekford amenazada de bancarrota». Spalding se interesaba
vivamente por todo lo que se refería a la ascensión o a la caída de los hombres
desde la suerte de Napoleón hasta la historia de los millones de Rotschild o de
Rockefeller. Así que leyó el artículo con atención. Bekford era un gagman, un
bufón profesional, algo semejante a los chansoniers franceses. Esto era ya
conocido de Spalding. Pero lo que seguía fue una novedad para él. Se enteró de
que el «mercado de la risa» estaba en América organizado en amplia escala.
Inventar agudezas era un negocio comparable a la fabricación de sombreros o a la
de gemelos de camisa. La empresa más importante en aquel campo era la del
señor Bekford, «el primer gagman de América», que inventaba y vendía chistes,
componía escenas, números humorísticos para comedias musicales, para actores
cómicos, para payasos de circo. Tras haberse forjado así un pequeño patrimonio,
empezó a comprar y a vender ocurrencias de otros, a recoger y a reordenar
sistemáticamente un corpus mundial de la comicidad: libros humorísticos,
anécdotas históricas, discos fonográficos con historias divertidas. Su catálogo
contenía más de cuarenta mil ocurrencias, bromas y chistes. El material estaba
dividido en temas, numerado y catalogado. Cualquier chiste podía ser localizado
en el plazo de veinte segundos. Cada año el catálogo se enriquecía con unos tres
mil números. Para recoger los primeros cuarenta mil, Bekford tuvo que examinar
más de tres millones de historias humorísticas.
Les empresarios exigían que durante los programas organizados por Bekford el
espectador se riese no menos de ochenta veces por hora. Bekford había superado
aquella cifra: los espectadores reían de noventa a cien veces, y en los mejores
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Spalding se rió, pero en seguida frunció las cejas y reflexionó. Había dejado el
librito de Mark Twain sobre la mesa y medía la habitación con sus pasos.
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-¡Exacto! -se maravilló Spalding-. ¡Es la misma técnica que emplean todas las
películas americanas! Tendré que comprobar su eficacia con individuos aislados.
A propósito, aquí hay una silla con una pata rota...
La señora Adams se había acercado a la puerta y observaba con curiosidad a
Spalding a través del ojo de la cerradura, mientras éste hacía horribles muecas
frente al espejo. Dejó de atender al espejo cuando oyó llamar a la puerta. ¿Quién
podría ser? Naturalmente, la señora Adams que vendría a preguntarle si
necesitaba alguna cosa. Haría un experimento con ella...
-¡Adelante!
La señora Adams abrió la puerta. Spalding dio unos pasos hacia ella, pero a
mitad de camino sus piernas se cruzaron y cayó al suelo cuán largo era. Pero la
señora Adams no se rió. Lanzando un grito histérico, se precipitó hacía el caído.
-¿Se ha hecho daño? ¿Qué tiene? ¡Dios mío, qué susto me he llevado!
-Nada, nada, una caída tonta. Siéntese en la butaca, se lo ruego. Yo también
me sentaré... La cabeza aún me da vueltas.
Spalding se sentó sobre la silla rata y, bizcando los ojos como un loco, cayó
otra vez con gran estrépito. La señora Adams, ahora muy asustada, se agitó:
-¡Está enfermo, mister Spalding! Es evidente. Hasta su cara ha cambiado, está
terriblemente descompuesto, inmóvil; ¡Sólo las personas muy enfermas tienen un
aspecto semejante!
Ay, la mueca que había creído cómica, provocaba el miedo, no las risas. Al
marcharse la dueña de la casa, Spalding se volcó sobre los libros. ¿Cuál era la
causa del fracaso? Creyó comprender la razón: para poder reír, es necesario
permanecer insensibles hacía el objeto del ridículo. Pero la señora Adams no era
insensible hacia Spalding... ¿Es posible hacer reír a una mujer enamorada de
uno? Sí, debería serlo, pero habría que encontrar el secreto...
Paso a paso, Spalding resolvía el misterio. Muy pronto se convirtió en el centro
de todas las reuniones en la galería, donde había vuelto a dejarse ver. Las
carcajadas no faltaban nunca a su alrededor.
-No sabíamos que fuese tan alegre -decían los pensionistas.
La gente alegre es apreciada, y Spalding sentía aumentar las simpatías a su
alrededor. Poco a poco se planteó problemas más difíciles: hacer reír a personas
melancólicas, enfermas, descompuestas y afligidas. Sufría algún fracaso, pero
lograba corregirse con creciente habilidad e incluso tuvo algún éxito decisivo. En
la pensión Adams había aparecido un nuevo cliente, el oficial retirado Ballantyne,
hombre de carácter muy cerrado y de vida particular desafortunada. Se decía que
aquel ultimo año había perdido la mitad de sus haberes y la pierna izquierda; la
mujer, no soportando más su sempiterno mal genio, decidió abandonarle.
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conocen? ¡Ah, ahora me puedo reír! ¡Jo, jo, jo, jo! Bueno basta ya. ¡Jo, jo, jo, jo!...
Bekford telefoneó a su secretario particular. Entró en la habitación un hombre
delgado y alto, doblado en dos como un compás medio abierto. Su risa era
semireprimida e irrefrenable, y todo su cuerpo se sacudía como si una mano
robusta lo menease como una marioneta. A mitad de camino el secretario
palideció y se sentó, deshecho, sobre la alfombra. Bekford lo miraba, cada vez
más ceñudo, hasta que de golpe se desternilló de nuevo.
El secretario se levantó. Vacilando como un borracho, se acercó a la mesita
donde había una botella de agua. Intentó servirse un vaso, pero las manos le
temblaban.
Sonó el teléfono. La primera cosa que oyó Bekford al levantar el receptor fueron
sacudidas de risas frenéticas, incontrolables, estridentes. Palideció. Por lo visto,
aquel diablo de Spalding había tenido tiempo de propagar la epidemia en la
planta baja.
La carcajada en voz de bajo fue sustituida por otra de tenor, con un sonido
como de mujer o de niño. Estaba claro que diversas personas intentaban hablar,
pero no lo conseguían. Bekford, con una vulgar blasfemia, tiró lejos el receptor.
Sólo algunas horas más tarde consiguió saber los detalles de lo sucedido,
detalles que ya había intuido. Tanto en el Banco como en el vestíbulo se había
intentado detener a Spalding, pero en vano. En el Banco se le habían acercado
tres policías, pero un instante después, como alcanzados por una bala, se
retorcían por el suelo, sujetándose la tripa por las carcajadas. Spalding había
obligado al cajero, muerto de risa, a entregarle el dinero. Siempre entre
carcajadas, se había abierto paso entre numerosos guardias del servicio interior
de seguridad hasta el vestíbulo, y había salido tranquilamente del building,
llevándose en los bolsillos del abrigo gris diez millones de dólares.
-No, no es un hombre, ¡es Satanás! -gemía Bekford. El titular de la sociedad
estaba afligido por la pérdida de aquella fuerte suma de dinero, humillado por el
papel ridículo que se vio obligado a representar. Sin embargo, no dejaba de sentir
una especie de respeto hacia Spalding, por el simple hecho de que hubiese pedido
no mil dólares, no un millón, sino diez, lo elevaba por encima de la masa de los
vulgares embaucadores.
Pero no podía dejar que las cosas quedaran así. Regalar diez millones de esa
manera; no, mister Bekford no era un hombre de ese género.
Empezó por llamar a la policía, a su abogado, a sus agentes.
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tiras de brillantes.
-¿Quiere casarse conmigo, mistress Fight? -preguntó Spalding a quemarropa,
acompañando esta proposición con un golpe de ingenio. La joven señora rió,
satisfecha, y se rehizo en seguida.
-¡Deje ya de hacerme reír, Spalding! ¿Quiere que nos casemos? ¿Y por qué no?
¿Qué mujer renunciaría a convertirse en la esposa del rey de la risa? Acepto. Y no
acostumbro a volverme atrás en mis decisiones.
Spalding se quedó tan asombrado ante aquella imprevista, inmediata
aceptación, que olvidó continuar su ataque. Se quedó inmóvil, con la boca
abierta. Tal vez era la primera vez que parecía cómico sin quererlo.
La enérgica mujer, sin pérdida de tiempo, asumió la iniciativa. Hizo una
llamada. Entró una viejecita de cabellos grises con una compostura de dama de
corte. Mistress Fight le dijo en francés:
-Le ruego que llame inmediatamente al pastor Hobbs, madame Angela. Dé las
órdenes para que se prepare un automóvil. Telefonee a Jones. Dentro de una
hora volamos a San Francisco. Tres pasajeros. El peso..., ¿su peso?
-Ochenta y cinco -contestó Spalding, como un autómata.
-Yo, setenta; el pastor, cien. Total, doscientos cuarenta y cinco. Haga llegar
esta cifra a Jones. Dígale que el aceite y la gasolina deben bastar para todo el
trayecto, sin escalas.
Después de haber despedido a madame Angela, y volviéndose hacia Spalding,
mistress Fight añadió:
-El pastor Hobbs nos casará en vuelo. Será muy original, ¿no es verdad? Toda
América hablará de ello. En San Francisco nos trasladaremos a nuestro yate y...
Apretó otro timbre. Entró una camarera.
-Madeleine, rápido, un sombrero y un abrigo. Para el coche.
Cuando Spalding se recuperó un poco de su asombro, su mente trabajó
febrilmente. ¿Por qué la mujer había aceptado con tanta facilidad? ¿Sería un
ardid? Pero, después de todo, ¿por qué no podía ser sincera?... ¿Acaso no era el
héroe del día? Como bien sabía Spalding, ella era vanidosísima, su alegría más
grande consistía en verse en los periódicos. América entera tenía que saber como
le sentaba su nuevo vestido, qué le habían servido para comer, qué perfume
había pedido a París y qué encajes a Bruselas, cuánto le había costado el baño de
mármol rosa. La proposición de Spalding podía muy bien encajar en sus planes
ambiciosos. Después de haberla aceptado, le podría abandonar y contárselo todo
luego a los periodistas. ¡Toda América se reiría de él, el rey de la risa! ¡Con cuánta
habilidad le había engañado mistress Fight! También podía haber urdido otra
cosa: casarse con él y luego proclamarse víctima de un chantaje. ¡Otra noticia
sensacional! Y también en este caso Spalding se hallaría en una situación
ridícula... Mistress Fight deseaba casarse con el rey de la risa en el cielo. Durante
una semana, durante un mes, los periódicos devorarían esta noticia. Luego, ella
le abandonaría para solicitar el divorcio, con el pretexto, por ejemplo, de que no
quería vivir en un eterno peligro de morirse de risa...
Los pensamientos de Spalding se confundieron. Estaba preparado para una
lucha feroz, había acumulado toda su capacidad para hacer reír, tenía a punto
todas las fibras de su ser. Se hallaba en pleno estado de guerra. Y de pronto, de
improviso, se encontró como desarbolado. Aquella capitulación tan repentina del
enemigo transformaba la victoria en derrota. ¡Qué afrenta! ¿Qué hacer, qué
hacer? No, al diablo, no quería saber nada más de todo aquello. ¡Tenía que huir!
Intentó dar un paso hacia la puerta, pero mistress Fight le estaba observando.
-¿A dónde va?
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