La Edad de La Presbicia - Elizabet Jorge
La Edad de La Presbicia - Elizabet Jorge
La Edad de La Presbicia - Elizabet Jorge
La edad de la presbicia
«La escritura llega como el viento, es la tinta, es lo escrito,
y pasa como nada en la vida, nada, excepto eso, la vida».
Marguerite Duras
Elizabet Jorge
La edad de la presbicia
1.a edición, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2014.
1.a edición en Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2019.
La edad de la presbicia
© Elizabet Jorge, 2014.
Diagramación y Diseño:
Armando Rodríguez
Imagen de portada
Muchacha vistiéndose (boceto, ca. 1889)
Cristóbal Rojas
Óleo sobre cartón, 21,5 x 16 cm.
Vicente Battista
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A Amira, mi hija y a la memoria de mi madre, Ana.
Palabras cruzadas
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La tormenta adelanta la noche, se lleva el calor y, a la mujer
de Cortez, al cuarto de arriba; antes de las nueve ella está
sumergida en su sueño de pastillas. En el living a oscuras, bajo
un haz de luz sobre el papel, Cortez sale de las definiciones y
de las cuadrículas y comienza a escribir en los márgenes:
Llueve parejo. Oigo el tic tac del odioso reloj de pie, también el
murmullo de los auriculares. Ella los usa toda la noche. Desde
aquí se oyen como el siseo de una víbora.
Imagino que ella duerme entre víboras. Oigo la respiración del
perro que está bajo mi silla. Respira profundo. Los perros le
temen a la tormenta, este no. Solo sacude las orejas en el lapso
que hay entre el relámpago y el trueno. Oigo sonar la campa-
nada que el odioso reloj de pie marca cada media hora. La media
de no sé qué hora. Esta noche es eterna.
Ya no llueve. Oigo croar las ranas. Oigo el viento silbar entre las
hojas del olmo. En el olmo hay una pareja de lechuzas. El macho
mueve la cabeza en círculos, pero esta noche no hay insectos, ni
ratas. La hembra parece saberlo, está inmóvil. Los observo por
un rato largo. El macho despliega las alas y hace un vuelo circular.
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Después vuelve a la rama. La hembra sigue inmóvil. El macho,
al cabo de un rato, da una vuelta en torno al olmo y se va. La
hembra sigue inmóvil. Desde el living llega otra campanada de
no sé qué media hora El macho no regresa. La hembra se larga
en picada, la pierdo de vista y en un momento la veo regresar con
una pequeña culebra en el pico. La devora lentamente. El macho
regresa sin alimento. La hembra, inmóvil. Él parece enloquecido
de hambre, vuela sin fin alrededor del olmo. El viento se llevó las
nubes y hay una línea rojiza en el horizonte. La hembra se
duerme, el macho sigue dando vueltas.
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una mirada que no le conozco, y me pregunta: ¿cuál es el
equivalente femenino del nombre de Caín?
—No tiene, le respondo.
—Se me ocurre que es tu nombre.
Pero ese nombre es imposible. Ernestina ya no me obe-
dece. Desde chicas yo era la que llevaba la voz cantante, pero
ahora se ha vuelto rebelde y está perdiéndome el respeto.
Haberla alentado a que se casara con Abel ha sido un error,
lo reconozco. Tendría que matarlo.
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Ajedrez
Apertura:
Pone en marcha el reloj y comienza a rascarse el bigote. Gesto
odioso que yo tendré que soportar, seguramente, hasta el fin
de la partida. Además, tiene cara de estúpido. Abre con peón
4 rey (P4R) y detiene el reloj. Le respondo con una jugada
en espejo (P4R) y espero. Él levanta la vista, deja por un
momento su bigote en paz y señala el reloj. Odio jugar con
reloj, no volveré a repetir esa palabra, tampoco las notaciones
algebraicas, que me resultan tan tediosas como la medición
del tiempo. Pero no puedo asegurar que no repetiré la palabra
estúpido. Carlos Arredondo, así dijo llamarse cuando se
anotó, juega con blancas por haber ganado un certamen; no
dijo cuál ni cuándo; lo que demuestra que es poco caballero.
Saca el alfil de la reina y lo planta amenazando a la mía. Este
movimiento llama la atención del público (estamos jugando
en el patio del colegio el torneo anual de profesores versus
ajedrecistas del barrio, a beneficio de la cooperadora. Otra
estupidez: hubieran recaudado más vendiendo tortas). Ahora
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al calor sofocante del patio se le suma el calor humano. Mi
malestar no se suma, es constante. Practico ajedrez para dis-
traerme y, aunque parezca una paradoja, lo practico para no
pensar. Yo juego.
Saco el caballo del rey, mi táctica es sencilla, utilizo manio-
bras simples para obtener alguna ventaja transitoria. La
estrategia es más complicada, por eso le devuelvo el tiempo
a Arredondo. Él parece ser una de esas personas que pueden
dedicar toda la vida a ensayar las posibilidades infinitas que
pueden darse entre treinta y dos piezas, y sesenta y cuatro
casillas. Tiene, lo leo en su cara, la estúpida convicción de
confundir inteligencia con pericia en el ajedrez.
Medio juego:
El patio, el calor y los murmullos parecen suceder en otra
dimensión. El minutero corre. Arredondo está concentrado, lo
que acentúa notablemente su cara de estúpido. En la próxima
jugada sacaré el alfil para preparar un enroque. O mejor, el
caballo de la dama. El caballo, porque es la pieza más libre
de este juego. Las demás piezas se mueven en línea recta, o
en diagonal; el caballo, puede combinar ambos sentidos. Por
supuesto que la dama también puede, pero siempre dentro
de una línea. El caballo quiebra la línea: salta. Si yo fuera
ese caballo y la manzana en la que está el colegio mi base,
podría saltar a la manzana de enfrente y después a una en
diagonal, ¿a la derecha o a la izquierda? A la derecha está
la estación Belgrano R, a la izquierda mi casa y frente a mí,
Arredondo, que después de pensar seis minutos, retrocede
su alfil. Yo puedo dudar seis minutos, seis horas o seis años,
pero no puedo retroceder.
El tiempo corre. Mi rival se impacienta mientras miro
fijamente el caballo que pondré en juego para defenderme.
Debí hacerlo hace dos jugadas, tal vez ya sea tarde. Muevo
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el caballo y le devuelvo el tiempo a Arredondo, para que lo
apremie a él. El aire del patio va impregnándose de olor a
torta recién horneada y a café, lo que logra que el público se
disperse y yo pueda respirar. Arredondo resopla por la nariz,
me mira, arquea las cejas. Creo que aprovechará la distrac-
ción del público y del árbitro, que camina por entre las mesas,
para decirme algo.
Yo tendría que decirle que quiero abandonar, pero eso no
se avisa. Si abandonara tendría que ver la satisfacción en su
cara de estúpido, y eso no se soporta. El calor de este patio
tampoco. Suelto un suspiro desde lo más profundo de mi
paciencia. Arredondo llama al árbitro para solicitarle un
breve permiso —así dice— para ir al baño.
Por fin sola, pienso, un segundo antes de que mi celular
comience a sonar dentro de la cartera. Cuando intento leer el
mensaje, el árbitro me dice:
—Señora, el celular tiene que estar apagado.
—No importa, no voy a contestar.
—Igualmente es un elemento de distracción, apáguelo, por
favor.
Iba a responderle que elementos de distracción me sobran,
pero no dije nada y lo apagué. Yo sabía que la llamada era
de Pablo para preguntarme a qué hora volveré a casa. Creo
que a ninguna, creo que no volveré, quiero abandonar, y eso
no se avisa. En la estación Belgrano R habrá algún tren para
comenzar a alejarme.
Arredondo está de regreso. Se sienta, carraspea y pone
en marcha el cronómetro (algún ajedrecista me corregiría
diciendo que no es un cronómetro: es un reloj doble, cuya
finalidad es medir el tiempo individual de cada jugador,
mientras el jugador piensa). Es absurdo pensar contra reloj.
Arredondo debe tener la idea de que es una ciencia. Qué
estúpido. Moveré el caballo en la próxima jugada, aunque
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me cueste una torre. La torre es una pared circular, en el cír-
culo hay un rey y una dama. Si la dama, que ya no soporta el
encierro, se atreve a montar a caballo, podrá salir del círculo y
de sus celdas, del tablero y de este patio caluroso.
Final:
En las otras mesas los jugadores han terminando sus par-
tidas. Arredondo, seguramente, prepara otra de sus jugadas
aprendidas de la wikipedia. Yo solo pienso en abandonar. Ya
no juego, solo espero que concluya el tiempo.
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Nunca lo dijo
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El heredero
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Llovía con fuerza sobre el techo de zinc de la sala de espera.
El agua desbordaba las canaletas, bajaba por las paredes y
siguiendo por un declive defectuoso inundaba el piso y se
filtraba por sus zapatos. Con los pies encharcados en barro,
el heredero sentía el frío subiéndole hasta la espalda. Se fro-
taba las piernas, pero no entraba en calor. Escupía en los
charcos y se quedaba mirando como flotaba la saliva hasta
verla escurrirse en una rejilla. Cuando se cansó del juego
respiró profundo. El olor que llegaba desde los baños, lo obligó
a salir.
Aspiró el aire helado y miró hacia el campo que se desdi-
bujaba detrás de la lluvia. Levantó el cuello de la campera y
guardó en los bolsillos las manos apretadas en puño. A pesar
del frío, esperaría afuera, bajo el alero.
Eran las tres de la tarde y el tren se demoraba.
El heredero caminó por el andén, lo recorrió de punta a
punta, durante el tiempo que dura un cigarrillo. Iba y venía
con pasos monótonos como el ritmo de la lluvia y como el
silencio que acechaba detrás.
El reloj del andén seguía marcando las tres.
Quiso corroborar la hora en el suyo, pero no lo tenía
puesto. Revisó los bolsillos de la campera y los del pantalón,
y lo buscó en el maletín, sin encontrarlo. Había mirado la
hora dos cuadras antes de llegar a la estación. Recordaba
que a las tres menos cinco lo tenía en su muñeca, mientras
cruzaba las vías para evitar subir a un puente destartalado.
Volvió a buscarlo a la sala de espera, recorrió con la vista el
piso y el banco en el que estuvo sentado, pero no lo encontró.
Al baño no se había atrevido a entrar antes, así que no lo
haría ahora. Salió de nuevo al andén y corrió hasta la puerta
de la oficina de pasajes: golpeó dos o tres veces. No hubo
respuesta y tampoco la esperaba. Corrió por el andén hasta
la ventanilla: la encontró con un cartel que decía: Cerrado. Y,
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más abajo: Horario: de seis a quince horas. Definitivamente,
no había nadie. Forcejeó con el picaporte y sus insultos se
estrellaron en el vacío.
La lluvia era torrencial, ahora no se alcanzaba a ver la calle
por la ventana de la sala de espera, tampoco las vías o el
campo por el lado del andén. El heredero no acertaba a cal-
cular la hora; serían las tres y cuarto, o las tres y veinte.
El tren se demoraba.
Se miró la muñeca desnuda y levantó la vista: el reloj de la
estación marcaba las tres. El tiempo estaba quieto en el reloj
sin tic tac.
—¡La puta madre!
Su insulto rebotó en la soledad del andén. El frío perfo-
rándole la ropa, le hizo pensar que había pasado un siglo
esperando allí.
Por la intensidad de la lluvia, no pudo oír los pasos cuando
llegaron; pero sí las risas agudas de las dos mujeres, que se
habían sentado en un banco detrás de él y conversaban igno-
rándolo.
¿Cuándo habían llegado? La rubia, parecía una máscara.
Tenía las arrugas surcadas por el rímel y las tetas a medio
salirse por el vestido ajustado y rotoso. La otra era pelirroja
de mirada impertinente. Esa le dirigió una especie de saludo
y sonriéndole con desprecio dijo: parece que el tren viene con
retraso. Detrás de su voz, se oyó el silbato de la locomotora.
El heredero hizo el gesto de mirar la hora en su muñeca,
sacudió la cabeza, y enseguida levantó la vista hacia el reloj
del andén. Le pareció que el segundero empezaba a moverse.
Jodido reloj.
El tren se oía cercano. Avanzaba a velocidad pitando como
si no fuera a detenerse. El heredero se acercó hasta el borde
de la plataforma. Y aunque lo sentía retemblar cerca, la lluvia
espesa no lo dejaba verlo.
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Un viento frío, como la incertidumbre, arremetió por la
punta del andén.
Sintió el empujón. Y no alcanzó a girar la cabeza, no pudo
ver que quienes lo empujaban eran las dos prostitutas. Perdió
el equilibrio cuando un taco agudísimo se le hundió justo en
el hueco detrás de su rodilla.
Cayó de panza sobre las vías.
El tren se abría paso con ferocidad sobre los rieles, el here-
dero por un instante creyó ver su reloj perdido entre los dur-
mientes y enterró la cara en el barro un segundo antes de que
la locomotora lo devorara.
En los pueblos de mala muerte, el tren no se detiene cuando
viene con retraso.
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Muerte inminente
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Las voces se alejan. Muerte inminente, dijo el tarotista. El
silencio retumba como un tambor en otra parte y el pozo
violeta en que floto se vuelve definitivamente negro.
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Ignaciosiempre
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yo no me atreva a llamar por teléfono a algún excompañero
para ayudarme a precisar la memoria.
Desaparecido.
Ignacio Estrella nos decía, citando a Wilde, que «el lenguaje
es el padre, y no el hijo del pensamiento». Pienso y busco los
antónimos: aparecido, fantasma, según el diccionario. Pero él
no es un fantasma, él era mi profesor de Literatura.
Aquella mañana había llegado por el patio de baldosas rojas,
con sus libros bajo el brazo y una corbata azul con el nudo flojo.
Ignacio Estrella no había aparecido en el patio; había lle-
gado por el patio. Tampoco había salido o desaparecido del
aula. Lo secuestraron en el aula.
Vuelvo a buscar sinónimos: Desaparecido. Oculto. Eclip-
sado, elegí; y lo que se eclipsa es la imagen del final.
Ignacio Estrella en la clase, sentado en el escritorio bajo
la claridad que llegaba desde el patio. Ese patio de baldosas
rojas, que se extendía bajo la ventana y descansaba en silencio
hasta el próximo recreo, de pronto se estremeció bajo los bor-
ceguíes. Los percibí apenas antes de que se detuvieran en la
puerta del aula y la abrieran de una patada. Creo que eran
cinco o seis hombres.
—Qué miran, imbéciles —gritó uno—. Al piso, manos en
la nuca. ¡Carajo!
Yo no sabía qué hacer. Me puse las manos en la nuca pri-
mero y, después me tiré al piso con los codos de punta. Pero
no podía no mirar.
Mi compañero de banco que también espiaba recibió una
patada en la nuca y después dos borceguíes caminaron por su
espalda. Ya no miré, solo escuchaba.
—Vos, maestrito, parate. Te venís de paseo con nosotros.
Laputaqueteparió. Subversivodemierda. Tevoyhaceratragar-
loslibrosporelculo.
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De todas esas palabras no comprendí subversivo. El que
subvierte, según el diccionario. Subvertir: trastornar, revolver,
trastocar, desordenar, destruir. Eso fue lo que hicieron con la
clase de Ignacio Estrella.
Y se lo llevaron, tironeando de sus brazos, lo arrastraron
por el patio, mientras él luchaba por ponerse de pie. Ignacio
Estrella dejó un camino de sangre en el piso.
Un hombre, que custodiaba la puerta del aula la cerró y
gritó:
—Pendejos, el primero que levanta la cabeza se viene con
el maestrito de paseo. ¡Media hora en el piso boca abajo se
me quedan, mierda!
Pero no pasó media hora, solo unos minutos cuando oímos
arrancar los autos. Yo ya había corrido hasta la ventana y
pude ver que en el portón de salida, Ignacio Estrella lograba
ponerse de pie.
Vi que le ataron las manos, que le colocaron la capucha.
Después lo levantaron por las axilas y por los pies y lo metieron
en el baúl de uno de los autos.
Cerré los ojos. Los cerré un segundo y los abrí, muy grandes.
Secuestro: encierro, aprehensión, requisa.
En el patio la tarde no tenía palabras. Una brisa caliente
barría el polvo de las baldosas rojas y lo arremolinaba en
torno de un mechón de pelo de Ignacio Estrella que resistía
pegado a una huella de un borceguí.
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Amnesia del principio
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Fantasma en la niebla
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La edad de la presbicia
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Yo no puedo, ni pude antes, ni podré jamás perdonarla, lo
digo sin remordimiento: mi tía Alicia bien muerta está.
Con lo que imagino del cadáver de mi tía Alicia y con una
copia de su testamento bajo el brazo, salgo de la escribanía.
Camino por Viamonte hasta 25 de Mayo. Anochece. En los
bares del Bajo, atestados de oficinistas, Buenos Aires es dis-
tinta. ¿Dónde creerán que están estos tipos, en Nueva York?
HappyHour. Julio lluvioso, siete de la tarde, no me parece
nada happy.
Ni me parece tampoco que, por haberme decidido a escribir
en vez de a escriturar, mi tía haya decretado mi muerte civil
desde tan temprana edad. Nos hemos odiado sin pausa,
mutuamente. Dejaré testimonio escrito de esta historia, aunque
no sea escribana. Doy fe.
¿Escribir o intentar hacerlo significa la muerte civil? Me
lo pregunto ahora que, con tanto frío y siendo las siete de
la tarde, no logro encontrar algún sitio en el que me sirvan
un café con leche con medialunas. No, señora —repiten los
mozos— es la hora del happyhour. No sé cuándo, ni quién
fue capaz de decretar un horario feliz, y qué debe beberse en
ese determinado momento, ni por qué se acepta como una
norma. Lo anoto en mi libreta de apuntes, lo que me hace
caer en la cuenta de que las predicciones de mi tía Alicia son
ciertas: «pesarás cada palabra que escribas, y lo que es peor,
cada palabra que escuches. Y te morirás de hambre».
Ser escritora significa la muerte civil: una muerta civil
queda excluida de la realidad, para perderse en la ficción
que le dicta su fantasía. Y ambas terminan por desterrar a la
escritora a un territorio inexistente. Como inexistente es el
territorio en el que enterraré a mí tía Alicia. La enterraré en
el olvido. Esto último lo tacho. Guardo mi libreta y mis ante-
ojos, (estoy en la edad de la presbicia) los vuelvo a sacar para
mirar la hora; a las nueve comienza mi primera reunión de
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taller literario, llegaré puntual. Salgo por Viamonte, empieza
a llover, tomaré un taxi.
El limpiaparabrisas lleva un ritmo de latido, barre las
gotas, se detiene, vuelve a barrer; mientras el tránsito se atora
y yo me pregunto si habrá en un taller literario personas con
anteojos de lectura. ¿O es que a la edad de la presbicia los
escritores ya son escritores?
La naturaleza es sabia, ella indica que alrededor de los
cuarenta hay que alejarse de las cosas para poder verlas. Bajo
del taxi. El aire de julio se secó y está más frío. Soy la primera
en llegar (la leyenda dice que los escritores son impuntuales,
yo no lo soy).
Sebastián A. está sentado en el centro de una larga mesa
rodeado por los libros de la librería del entrepiso del bar Un
Gallo para Esculapio. No ha llegado aún a la edad de la pres-
bicia. Lee con los ojos desnudos, lee con voracidad bajo la
luz escasa y amarilla. Y cuando mira, mira pensando, como si
en vez de mirar leyera, o como si recordara. Y bien, ese es mi
«profesor», un tipo sin presbicia aún y que en vez de mirarme
me lee. No sé cómo presentarme. Pensaba hacerlo diciendo
que no traje ningún texto porque creo que en la escritura,
como en la vida, hay dos formas de actuar: por acción o por
omisión. Soy escritora por omisión.
Pero temo confundirlo y ensayo otro modo de presen-
tarme: Hola, soy Adriana Agüero, aún no he logrado escribir
nada más que notas en una libreta y unos relatos que no
exceden la página y media. Para colmo, en mi locura se me
ha ocurrido escribir una novela sobre mis dificultades en ese
aspecto. ¿A quién le puede interesar saber cómo no ha escrito
una escritora desconocida? No sé qué decirle. Finalmente,
cuando Sebastián A. me saluda, le digo:
—Hola. Me llamo Adriana Agüero vengo a corregir
mis textos.
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Y sonrío con sumisión. Él dice que no importa cuánto
hemos escrito o si hemos o no publicado. No le creo. Pero
asistiré al taller, una especie de aquelarre sadomasoquista,
todos los martes en el entrepiso de Un Gallo Para Esculapio.
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En las mesas de abajo, los clientes del bar del Gallo disfru-
taban de sus tragos, mientras los presbicios nos enredábamos
en las letras. Intentar escribir a la edad de la presbicia es puro
masoquismo. Dejar de hacerlo, también. María Marta M.
termina de leer su cuento y prende un cigarrillo a la espera
de la crítica. Sebastián A. le señala un párrafo demasiado
extenso, por el cual que discutimos casi media hora. Por eso
me olvidé de preguntarles si sabían de algún miope conocido
que se bañara con los anteojos puestos.
Lamentablemente, si mi tía Alicia (o su cadáver) tenía o no
sus anteojos puestos, no constaba en el informe del forense.
En mi memoria consta que Alicia no se los sacaba jamás.
Era muy difícil adivinar la expresión de sus ojos, parecían los
de una vaca inofensiva, detrás del desmesurado aumento. Así
lo estimé la primera vez que recuerdo haberlos visto. Yo no
tenía más de tres años, cuando mi tía Alicia tuvo que hacerse
cargo de mí, tras la muerte de mis padres en un accidente en
la Ruta 2 rumbo a Mar del Plata, un viernes lluvioso, según
me dijo. De ellos tengo solo una foto, la de su casamiento y
creo recordar la voz de mi madre y la altura descomunal de
mi padre. Mi tía Alicia no los quería ni a ellos ni a mí, y esto
no era por ninguna razón en especial, era solo porque mi tía
Alicia no quería ni quiso a nadie nunca. Y menos aún quería
encargarse de una niña rebelde y tenaz. Si no me depositó
en un orfanato fue solo por hipocresía. Pero me inscribió en
el colegio de las Hermanas del Niño Jesús que era una cosa
parecida. Parecida a un orfanato y también a la hipocresía.
Allí pretendió mi tía que yo fuera educada.
Yo me eduqué, realmente, durante las horas en las que
Alicia me dejaba sola en su departamento de Belgrano.
Leyendo y releyendo todo lo que había en su biblioteca,
revisando sus papeles y sobre todo haciendo experimentos
ópticos con los espejos del baño. Eran cuatro. Además de los tres
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espejos clásicos, mi tía había adosado uno redondo de aumento
en uno de los espejos laterales. Lo usaba para maquillarse los
ojos y para depilarse artísticamente las cejas. Eran maravi-
llosas las imágenes que obtenía superponiéndolos. Los espejos
multiplicaban mi cara mientras yo cantaba utilizando un tubo
de desodorante como micrófono. Y otras veces, parada en un
banquito, leía cuentos en voz alta, como si estuviera delante
de varios espectadores. Esto duró hasta que una vez, jugando
a ser una novia con la cortina de la bañera en la cabeza, me
caí del banquito y la cortina se descolgó y se rompió por com-
pleto. Desde esa tarde, Alicia me confinó a utilizar solo el baño
del servicio. Cada vez que se iba dejaba el «suyo» cerrado con
llave. Lo único que faltaba, me dijo, es que te hagas la artista.
Los artistas son unos irresponsables, se creen seres superiores
y no respetan las ideas de los demás. Alicia debe haber querido
decir algo sobre el arte de vanguardia, porque para esa época
fue lo del Mayo Francés y el Cordobazo, hechos que a mi tía
Alicia la escandalizaron.
Me desalojó para siempre de su baño, me quedé sin espec-
tadores, y comencé a escribir.
Dormía en las dependencias de servicio, me parecía fas-
cinante, pues tenía mi propio espacio y, sobre todo, tenía a
Alicia un poco más lejos de mí. Comprobé que su lejanía era
beneficiosa, aunque tuve que soportarla, por razones obvias,
hasta cumplir los dieciocho años.
Ahora, más de veinte años más tarde, su lejanía es tan
necesaria como la distancia para leer, cuando no encuentro
mis lentes contra la presbicia. Esos lentes necesarios que
pierden con tanta facilidad a los presbicios, pero a los miopes,
jamás. Me pregunto dónde estará ese último par que Alicia
debe haberse sacado para no haber visto el jabón, con el qué
resbaló y se partió la crisma contra la bañera, como corres-
ponde a la muerte ordinaria de cualquier vieja. ¿O tal vez los
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tenía puestos y se vio bien de cerca en su espejo de aumento
y le dio síncope?
Mi príncipe gris, vive lejos de toda fantasía (por lo tanto
lejos de mí) dice que yo nunca realizo una acción concreta, y
que nunca llego a nada:
—Dame un ejemplo —digo.
—Estás escribiendo, lo decís pero no se ve. No te interesa
la muerte de Alicia, y últimamente ese es tú único tema. Ya
no me querés pero no me dejas, etc., etc.
—Con respecto al último punto, te aclaro que ya te maté
en mi último cuento, lo que aclara que sí escribo. Y con res-
pecto a Alicia, solo me molesta el olor a muerto de su depar-
tamento de Belgrano que se aparece de vez en cuando en mi
nariz y, detesto su voz cuando aparece anunciándome fra-
casos a cada paso y odio pensar en que tal vez se haya suici-
dado, cosa muy digna, de la que pudo haber sido ser capaz.
—Sí, muñeca, tenés razón. Vos hablando siempre tenés
razón… Pero no pensé que fueras necrófila, porque si estoy
muerto para vos, en la cama no lo parece, lo de recién estuvo
muy bueno.
—Seguís sin entender nada —digo—. Pero igual podés
quedarte a dormir.
—Sí, si sacas tu gata de la cama.
Le pregunto si no podrá por una vez, no ponerme condi-
ciones, pero ya se durmió. Y además al pasaje por el paraíso
de nuestros cuerpos con sus respectivas almas, le dice «lo de
recién». Mi príncipe gris, definitivamente, no entiende nada.
Vivirás en un mundo solitario, dijo nítidamente la voz de
Alicia en mi memoria, justo cuando decidí alejarme de mi
príncipe durmiente y me bajaba de la cama a buscar a la gata,
para llevarla a dormir conmigo a la habitación de servicio.
Dormir en la habitación de servicio es como dormir en
una habitación de hotel donde nada le pertenece a nadie. Es
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ser un viajero, es estar en tránsito. Es un poco menos frío que
la soledad, menos desapegado y triste porque se respira cierta
independencia, como la de los gatos, siempre en tránsito por
la vida de quienes aman. Cualquiera que haya dormido solo
en un cuarto de hotel puede corroborar lo que digo. Porque
uno sabe que la soledad de un cuarto de hotel, como la del
viajero, está en tránsito. Pero la soledad del cuarto propio es
helada, duerma uno con quien duerma, y sabe a definitiva.
Y eso no se comparte. Mi príncipe gris tendrá entonces que
irse, para que yo regrese al cuarto principal a escribir tran-
quila, sin resabios de niñez, sin la voz de Alicia dictándome
su pesimismo en cada párrafo.
Definitivamente no hay lugar para alguien más en esta
casa. Príncipe gris, estás desterrado.
Por la mañana —el hasta ahora llamado príncipe gris—,
Hernán, se había ido antes de que yo se lo pidiera, con su
nombre real al mundo de la no-ficción. Desde ese día habita
por allí y creo que jamás leerá una página de lo que aquí he
dicho de él.
Las noches son más largas desde entonces. Tengo más
intimidad y tiempo para escribir, estoy sola. A veces me saco
un rato los anteojos de la presbicia porque se me nubla la
vista. Son lágrimas, no las seco, solo limpio los anteojos y
espero un rato, miro el reloj de escritorio que mi príncipe
gris una vez me regaló. El reloj se ve borroso entre la pres-
bicia y las lágrimas. ¿Habrá a la edad de la presbicia tiempo
para recuperarse de la pérdida de un príncipe por más gris
que este haya sido?
A dormir, nada de cuentos, nada de príncipes, decía Alicia
y me dejaba sumida en la desmesura que tiene la oscuridad
cuando se tienen siete años. Ahora no apago las luces, hasta
el amanecer no las apago. Aunque no sepa cómo haré para
levantarme, para encarar el tedio del trabajo, mañana.
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El problema es comenzar el día, después todo se arregla.
Por la tarde voy a corregir.
Llevo mis textos al taller de Sebastián A. Se ha mudado de
Un Gallo para Esculapio a una librería en la calle Gorriti. Los
integrantes más jóvenes no acusaron el efecto del cambio de
lugar, pero los presbicios nos desorientamos un poco. Porque
a la edad de la presbicia uno es casi tan rebelde como un
adolescente y tan necio como un viejo; las adaptaciones a los
cambios forzosos provocan en nosotros cierta desazón. A tal
punto que algunos hemos pensado en irnos con la música a
otra parte, perdón, con los textos a otra parte.
Si a esta altura del camino, los textos no van a una imprenta,
a una revista o a un pretencioso libro, ¿dónde podrían ir?
Esa es la pregunta, y más que una pregunta es un problema.
Además de escribir por necesidad personal, deberíamos
suponer que uno escribe para algo o alguien. Los que escriben
por razones comerciales, sean presbicios o no, no tienen este
problema.
Pero, los textos ¿adónde podrían ir? Debe ser esta una pre-
gunta metafísica, me digo al no encontrar la respuesta. Y ni
bien lo pienso encuentro una. Es así: la persona que escribe
es un escritor, un escritor desea hacer público lo que escribe,
siempre lo desea aunque sea un diario personal o una carta
de despedida. Hacer público no significa necesariamente ser
masivo, hacer público significa dar a conocer. Un texto es len-
guaje escrito, el lenguaje sirve a la comunicación, un escritor
comunica lo que piensa, lo que imagina, lo que desea, lo que
inventa o reinventa, un escritor es un dictador de irrealidades,
y para hacerlas reales las da a conocer.
Yo empecé estas páginas dando a conocer mi realidad de
escritora que no escribió, pero que escribe ahora, para dar a
conocer las dificultades que su realidad no escrita le presenta
al escribir su ficción. La escritora delira.
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Sebastián A. dice que en vez de hacerme tanto problema
siga escribiendo. Y me sugiere que si estoy empantanada, hable
o escuche a escritores conocidos y actuales que revelan cómo
es el proceso de sus textos y lo cuentan por ahí. Yo los escucho:
todos hacen más o menos lo mismo, la diferencia es que ellos
leen lo que han escrito en público, y yo no. Eso es todo.
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Él corta la comunicación, y no volverá a llamar hasta pasados
unos quince días. Y aunque yo disfruto mucho de burlarme
de las autoridades, cambiándoles algunas letras de sus pro-
pias palabras, esta vez caigo en la cuenta de que «alguien»
de alguna manera debe cortar definitivamente la comunica-
ción con el portero y el departamento de Belgrano, y con los
efectos de Alicia en general. Ese «alguien», debo ser yo.
Pesarás cada palabra que escribas, cada palabra que leas,
cada palabra que escuches y cada palabra que calles, decía
Alicia. Lo que no dijo, es que a la edad de la presbicia pesaría
también cada palabra que recuerde. No lo dijo, porque no
lo sabía. Por miope no lo sabía. Ella se pegaba a los escritos
para poder leerlos y, no pudo saber jamás los beneficios de
tomar cierta distancia. A la edad de la presbicia, la distancia
agranda el tamaño de las letras y disminuye el peso de las
palabras; lo pienso mientras leo los carteles callejeros desde
el colectivo 39 rumbo al cementerio de la Chacarita.
El sol de agosto rebota sobre los carteles de publicidad,
haciéndome el invalorable favor de tapar los textos, y de
resaltar los colores de las paredes pálidas. A pesar de que
el aire es todavía frío abro la ventanilla para respirar el olor
de la mañana, que jamás llega a mi hermética oficina, y me
alegro de no estar hoy allí.
Viajo a bordo del colectivo 39 rumbo al cementerio de
la Chacarita, un lunes de sol de agosto en el que he faltado
otra vez a mi trabajo: detestable administración de hospital
municipal —de eso vivo— cosa que no mencioné porque, ya
dije, detesto las administraciones y la fauna que las habita,
aunque yo accidentalmente forme parte del plantel.
A esta hora el tránsito hacia la Chacarita es liviano y rápido,
como los textos de los aborrecibles carteles de propaganda:
tu pelo más suave anuncia uno, internet más rápida otro, y
otro muestra una playa caribeña en un atardecer rojo impreso
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sobre una dorada tarjeta de crédito. Números y palabras.
Palabras livianas, rápidas, pasajeras, se podría decir que hasta
inocuas, pero no, palabras inocuas no hay.
Palabras malversadas sí. Palabras escritas en los muros
de la ciudad de los vivos rumbo a la ciudad de los muertos.
Palabras que me distraen camino al cementerio, palabras
que se contradicen con las que encontraré al llegar: entrada,
cementerio, administración, siga la flecha, saque número.
Palabras que terminan por enlodarse aún más con el olor
a podrido de la Chacarita, y se trocaran en las palabras
pesadas rodeando el recuerdo de Alicia: cadáver, crematorio,
despojos, cenizas.
El olor de esas palabras me da ganas de vomitar y me bajo
del colectivo unas cuadras antes de llegar al cementerio. Me
bajo justo frente a un cartel blanco con letras rojas: Ejército
de Salvación, dice, y un número telefónico.
Salvación, leo antes de que el semáforo cambie y las nubes
empiecen a tapar el sol de agosto. Cruzo la avenida Lacroze
y subo a otro colectivo que anuncia sobre su frente en letras
negras: Chacarita-Belgrano. El colectivo está colmado de
gente. Viajo parada con una mano firme en el pasamanos y
la otra empeñada en encontrar una birome dentro de la car-
tera. Cuando logro asirla sigo revolviendo en busca de algún
papel para anotar, me pongo la birome entre los labios y
saco el paquete de cigarrillos, suelto temerariamente el pasa-
manos y logro anotar el número del Ejército de Salvación en
la marquilla antes de que se esfume de mi memoria. (Puedo
recordar miles de palabras, párrafos enteros, pero números
telefónicos jamás).
Ejército de Salvación. Eso necesito, un ejército que me
salve de volver a entrar en el departamento de Belgrano, que
se lleve por botín todos los efectos personales de Alicia. Un
ejército que derribe las puertas, arrase los recuerdos y que
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de paso también fulmine al portero. Quedará solo, polvo
y cenizas, junto a las palabras de Alicia repitiendo en mi
memoria: no te hagas la artista, querés.
No, si yo no me hago la artista, solo digo que iré con un
ejército.
Una expresión de venganza debe haberse dibujado en mi
cara, porque una pasajera del colectivo me mira con cara
espanto e interrogación. Le sonrío y ella, desliza rápidamente
su mirada a la ventanilla, mientras yo, que jamás hasta ahora
había paladeado la venganza, disfruto su sabor. Mi náusea se
disipa. Busco en la cartera un caramelo de menta, la mujer
parece haber llegado a destino y deja su asiento; yo que ya
encontré el caramelo, lo saborearé sentada.
Es casi mediodía. Me pregunto si en Ejército de Salvación
cumplirá con el horario del almuerzo, espero que no.
Ahora, el tránsito se ha detenido sobre la avenida a la
espera del paso del tren. Por delante, los techos de los autos
brillan bajo el sol; cuando se levante la barrera avanzarán
lentamente como un ejército en formación.
El colectivo me dejó en la esquina del departamento de
Belgrano. Caminé unos metros buscando el infaltable locu-
torio de la cuadra, había dos. Entré en el que estaba vacío,
solicité una cabina y marqué el número del Ejército de Salva-
ción. Tono de ocupado, una vez. Tono de ocupado dos veces.
Y a la tercera: Ejército de Salvación, buenas tardes, contesta
una voz de secretaria que me sonó a vieja.
Le explico el caso: que mi tía ha fallecido y que decido
donar todos los bienes del departamento al Ejército de Sal-
vación, para que disponga de ellos. La mujer me explica que
no hay problema, que ellos se hacen cargo de recoger todas
las cosas, que desde ya me lo agradece, pero que debemos
cumplir con una formalidad.
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Me lo imaginaba, otro trámite. La mujer ha mutado su voz
de voluntaria de ejército a simple empleada administrativa y
me dice que debo certificar que los objetos que dono son de
mi propiedad.
—¿Y cómo se hace eso, señora? —pregunto un tanto des-
ahuciada.
—Muy simple señorita, un certificado, por escribano,
corroborando que usted es la heredera.
—No. Yo la heredera del departamento no soy. Soy solo de
los efectos personales y de las cenizas, claro.
—¿Por qué cenizas? ¿Hubo un siniestro en el lugar? —aquí
su voz se tornó policial.
—Lo siniestro es el lugar en sí —respondo—, siniestro
pero sin cenizas, las cenizas están en el cementerio.
—Disculpe, pero usted me confunde. Si tiene a bien aclarar
la situación, la atenderemos con mucho gusto.
Mi pedido de rescate se había frustrado momentánea-
mente. Me despedí en el tono más amable que pude, y
prometí volver a llamar. Me llevó más de diez días, pero lo
logré, hice todos los trámites y finalmente llegué al departa-
mento de Belgrano acompañada de una cuadrilla del Ejér-
cito de Salvación, les abrí la puerta y, sin entrar, les dije que
dispusieran de absolutamente todo lo que había en el lugar,
muebles, ropa, vajilla, libros: todos los efectos, personales o
impersonales. Todo, menos los lentes.
Esperé a que se consumara el desalojo sentada en un bar
del otro lado de la avenida Cabildo. Desde allí vi como car-
gaban en un camión muebles, bolsas con ropa, supongo, y
cajas llenas de libros. Confieso que lo de los libros me dio
pena. El camión partió y luego una camioneta se llevó hasta
las macetas con sus plantas muertas.
La mudanza tardó más de dos horas durante las cuales
pretendí leer primero el diario, después hacer los cruci-
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gramas, pero la visión de los bártulos de Alicia en medio de
la calle me dejaba con la boca abierta. Cuando la camioneta
partió, el portero, que había estado controlando la operación,
cruzó hacia el bar con una caja de madera en los brazos. Le
hice señas para que pasara y se sentara. Él entró muy cere-
monioso dejó la caja de madera delante de mí y se fue sin
decir palabra. Espero no volver a verte, pensé y abrí la caja.
Todos los pares de anteojos que Alicia usó en su vida estaban
allí, con sus marcos ridículos y enfundados en sus respectivos
estuches. Todos menos unos que estaban sueltos y con un
lente partido. Eran los de marco transparente, los que ella
usaba de entrecasa. Los volví a guardar y cerré la caja.
Con la caja de los anteojos en los brazos, como trans-
portando una urna de cenizas, salí del bar y caminé hasta la
galería. Entré al local de compra y venta de objetos usados.
El localcito de las porquerías, como lo llamaba Alicia y vendí
la caja y su contenido por unos irrisorios veinte pesos. Des-
pués crucé a la librería y los invertí en una resma de papel
para escribir.
Y escribí lo que antecede y pensé en el tiempo; en el pasado
y en el presente, porque a la edad de la presbicia el futuro es
siempre imperfecto. Resolví que las cenizas de Alicia que-
daran para siempre en la Chacarita. Dejé de pensar en los
tiempos verbales y también acerca de si el tiempo corre, pasa
o se pierde.
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Índice
Prólogo 7
Palabras cruzadas 15
Ernestina 19
Ajedrez 25
Nunca lo dijo 29
El heredero 33
Muerte inminente 39
Ignaciosiempre 43
Fuera de cálculo 49
Fantasma en la niebla 55
El ausente 57
La edad de la presbicia 61
La edad de la presbicia
se imprimió en octubre de 2019 en los talleres de la
Fundación Imprenta de la Cultura
Miranda, Venezuela.
Son 5000 ejemplares.