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La Edad de La Presbicia - Elizabet Jorge

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Colección Continentes

La edad de la presbicia
«La escritura llega como el viento, es la tinta, es lo escrito,
y pasa como nada en la vida, nada, excepto eso, la vida».
Marguerite Duras
Elizabet Jorge

La edad de la presbicia
1.a edición, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2014.
1.a edición en Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2019.

La edad de la presbicia
© Elizabet Jorge, 2014.

Diagramación y Diseño:
Armando Rodríguez

Imagen de portada
Muchacha vistiéndose (boceto, ca. 1889)
Cristóbal Rojas
Óleo sobre cartón, 21,5 x 16 cm.

© Monte Ávila Editores Latinoamericana C.A., 2019.


Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 22, urb. El Silencio,
municipio Libertador, Caracas 1010, Venezuela.
Teléfono: (58 212) 485.0444
www.monteavilaeditores.gob.ve

Hecho el Depósito de Ley


Depósito legal: DC2019001451
ISBN: 978-980-012094-1
Prólogo

Presbicia viene del griego y significa «anciano». En estos días


se le da ese nombre a un fastidio óptico que se manifiesta a
partir de los cuarenta años e impide distinguir claramente
los objetos cercanos. Elizabet Jorge eligió nominar La edad
de la presbicia a un libro propuesto mediante la forma más
antigua y a la vez más moderna que conoce la literatura: el
cuento. Mucho se dijo y mucho se dirá en torno a un género
que pudo haber comenzado cuando los seres humanos aún
ignoraban el arte de escribir, carencia que, como bien se
sabe, no les impidió relatar historias verdaderas o fantásticas
en torno a un fuego recién descubierto. En la antigua Grecia
encontraremos a los juglares que mantendrían la buena cos-
tumbre de continuar contando. Hay quienes señalan que
durante la expansión romana existieron dos importantes
escuelas de contadores de cuentos, una en Irlanda —la de
los ollams— y otra en el país de Gales: la de los bardos. En
tanto, en Medio Oriente, la princesa Sherezade contaba
cuentos con el solo propósito de salvar su vida y la de las
7
otras doncellas condenadas a caer bajo el cuchillo del ren-
coroso rey Sahriyar. En el primer milenio de nuestra era,
en la península escandinava los escaldos del norte repetían
sus historias de mares y conquistas y tres siglos más tarde
el Infante Juan Manuel daba a conocer los cuentos de El
conde Lucanor, Giovanni Boccaccio su Decamerón y Geoffrey
Chaucer Los cuentos de Canterbury. En China, durante el
paso de la dinastía Ming a la Qing se destacaría un célebre
narrador llamado Liu Jingting a quien se conocería como el
rey de los cuentistas. A pesar de tanta vehemencia, ese modo
de la ficción iba a caer en un enigmático silencio. Brander
Matthews en La filosofía del cuento lo señalará resignado:

Desde Chaucer y Boccaccio, debemos atravesar siglos hasta lle-


gar a Hawthorne y Poe, casi sin encontrar el nombre de otro
candidato igualmente digno. En esos cinco siglos no hubo pocos
grandes novelistas, pero ningún cuentista de primer orden.

Precisamente serán esos dos escritores —Hawthorne y


Poe— quienes, acaso sin proponérselo, reacomodarán el
tablero. En mayo de 1842 Edgar Allan Poe publicó en el
Graham’s Magazine un comentario crítico sobre Cuentos con-
tados otra vez, de Nathaniel Hawthorne. Aquel estudio se
llamó: «Hawthorne y la teoría del efecto en el cuento» y esta-
bleció las pautas por las que iba a regirse el cuento moderno.
Elizabet Jorge respeta esas pautas, aunque no desoye a Cor-
tázar, cuando señaló en una conferencia ofrecida en Casa de
las Américas, en La Habana:

Nadie puede pretender que los cuentos solo deban escribirse


luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a
lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que
dan una estructura a ese género tan poco encasillable (…)
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La Edad de la Presbicia reúne doce cuentos, once de ellos
propuestos desde el punto de vista femenino y solo uno
desde el masculino. Ello, claro está, no es fruto del azar sino
de un propósito claramente deliberado: a la hora de plan-
tear la narración, interesa esencialmente la mirada femenina.
Una mirada que, me apresuro a advertir, lejos está de ser
feminista. La escritura de Elizabet Jorge trasciende la vana
bipolaridad, exige y se exige un modo, el que ciertamente
conviene, para cada historia: tres cuentos están propuestos
en tercera persona, los otros nueve, en primera. En todos
priva la incomunicación y el desencanto, la soledad y la trai-
ción. Exceptuando una pieza ejemplar, «Ignaciosiempre», no
encontraremos ni héroes ni heroínas, solo criaturas al borde
de la desesperación, aunque no desesperadas. Incluso en
situaciones límites, con la muerte apareciendo bajo la forma
de una pala o en las vías del tren o desde lo alto de un hos-
pital, no pierden la calma, tampoco el control: los hechos se
narran, no importa si en primera o tercera persona, con la
misma precisión y la misma frialdad que encontraremos en
cuentos como «Palabras cruzadas», «Ajedrez» y «Fuera de
cálculo». Antes hablé de «Ignaciosiempre», esta pieza escapa
al común denominador y se proyecta como un formidable
texto político, de homenaje y denuncia, que conmueve por su
calidez y grandeza.
Por último, es preciso hablar del cuento que cierra el
libro y le da título. En este caso, Elizabet Jorge pone todas
las cartas sobre la mesa o, si se prefiere, toda la magia de su
escritura sobre el papel. El cuento es marcadamente más
extenso que los del resto del volumen y está narrado en pri-
mera persona por una escritora que dice llamarse Adriana
Agüero. En un momento del relato, Adriana Agüero habla
de un cuento que ha escrito «en menos de tres horas», ese
cuento, de pronto advertimos, lo hemos leído hace apenas
9
un rato, se llama «El ausente» y es el penúltimo del libro. A
partir de ese descubrimiento las historias comienzan a tener
otra dimensión: ¿Adriana Agüero es Elizabet Jorge? Verdad
y mentira se entrecruzan sin remedio y tornan cierta aquella
frase que Carlos Daniel Aletto hizo creer que era de Borges
y que aunque no lo sea, merece serlo: «La literatura no es
otra cosa que una mentira que dice la verdad».
La edad de la presbicia no es un libro amable, menos aún
complaciente. Las criaturas que pone en escena Elizabet
Jorge se pueden encontrar cómodamente a la vuelta de cual-
quier esquina, pueden ser nuestros vecinos, acaso nuestros
amigos; los sucesos que ellos viven son historias de por aquí
nomás, se confunden con nuestras propias historias. Dicho
así, podría suponerse que son textos regidos por el costum-
brismo. Nada más lejos de la verdad: precisamente, una de
las notables virtudes de Elizabet Jorge es poner del revés
ciertas historias sospechadas de costumbristas, dar una vuelta
de tuerca con esos textos y lograr que se inscriban en la alta
literatura. Pienso en Chejov, en la arquitectura de sus relatos:
«Cuando escribo —supo decir— confío plenamente en que
el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que
faltan al cuento».
Al comienzo señalé que mucho se dijo y mucho se dirá en
torno al cuento y sus circunstancias. Entre las infinitas defi-
niciones y opiniones me atrae esta que formulara el narrador
y crítico colombiano, Marco Tulio Aguilera Garramuño:

Un cuento, como un insecto, no es solamente la definición del


insecto, con el número de patas, la alimentación, el tamaño y las
costumbres, sino que es la síntesis de todo un universo que gira
en torno a él, que le precede en el tiempo y le sucederá sin nin-
guna duda. Así, el cuento no se define por su extensión (que
puede ser leído de una sentada, dicen), por su anécdota (que
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puede ser cualquiera, desde la caída de la hoja de un árbol hasta
una lucha a muerte), por su intención (que persiga un solo efecto,
sin irse por las ramas y sin posarse demasiado en las indispensa-
bles) sino que se define por su propia existencia. La definición
del cuento es el cuento mismo y ninguna teoría nos va a enseñar
cómo escribirlo.

Los cuentos de La edad de la presbicia responden natural-


mente a esa definición, valen por su propia existencia y por
el modo incomparable con que Elizabet Jorge los construyó,
los hizo únicos, ciertos e insoslayables.

Vicente Battista

11
A Amira, mi hija y a la memoria de mi madre, Ana.
Palabras cruzadas

Hace más de un año que no se hablan. Se comunican con


notas: hay que pagar la luz, o el perro ya comió, o te llamó
tal. Por lo general evitan permanecer en la casa al mismo
tiempo y, aunque ya no comparten la cama, ni la habitación,
jamás se atrevieron a pasar una noche afuera. Tampoco a
plantearse el divorcio.
Cortez ha sacado el escritorio para trabajar en la galería
(desde hace más de veinte años, compone crucigramas para
una revista de entretenimientos) Transpira, el calor es inso-
portable. De vez en cuando se seca la frente con un pañuelo,
pero no levanta la cabeza de entre la pila de diccionarios,
hasta que un viento de tormenta lo obliga a entrar.
La mujer de Cortez cierra las ventanas y vuelve a recos-
tarse en su sillón. Estuvo allí toda la tarde, inmóvil, como si
estuviera en trance, viendo girar el ventilador de techo. Tiene
los auriculares puestos y, de vez en cuando, se la escucha
desafinar algún blues.

15
La tormenta adelanta la noche, se lleva el calor y, a la mujer
de Cortez, al cuarto de arriba; antes de las nueve ella está
sumergida en su sueño de pastillas. En el living a oscuras, bajo
un haz de luz sobre el papel, Cortez sale de las definiciones y
de las cuadrículas y comienza a escribir en los márgenes:

Llueve parejo. Oigo el tic tac del odioso reloj de pie, también el
murmullo de los auriculares. Ella los usa toda la noche. Desde
aquí se oyen como el siseo de una víbora.
Imagino que ella duerme entre víboras. Oigo la respiración del
perro que está bajo mi silla. Respira profundo. Los perros le
temen a la tormenta, este no. Solo sacude las orejas en el lapso
que hay entre el relámpago y el trueno. Oigo sonar la campa-
nada que el odioso reloj de pie marca cada media hora. La media
de no sé qué hora. Esta noche es eterna.

Ciertamente, la noche es eterna y los márgenes de las


cuadrículas estrechos. Cortez, los agota mucho antes de que
amanezca. Se pone de pie y se despereza. El perro lo sigue
hasta la cocina. Cortez come un pedazo de pan con queso y
echa hielo en un vaso de vino blanco, le da agua al perro. En
el bloc de notas que está en la mesada, lee: «hay que sacar
la basura». Vuelve la hoja y escribe: «mañana será el último
día del reloj de pie en esta casa», la pega en la heladera, des-
pués sale a la galería y se sienta. Las luces de las casas vecinas
flotan en un halo de humedad como lunas pequeñas. Cortez
apoya el bloc de notas en una rodilla y vuelve escribir.

Ya no llueve. Oigo croar las ranas. Oigo el viento silbar entre las
hojas del olmo. En el olmo hay una pareja de lechuzas. El macho
mueve la cabeza en círculos, pero esta noche no hay insectos, ni
ratas. La hembra parece saberlo, está inmóvil. Los observo por
un rato largo. El macho despliega las alas y hace un vuelo circular.
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Después vuelve a la rama. La hembra sigue inmóvil. El macho,
al cabo de un rato, da una vuelta en torno al olmo y se va. La
hembra sigue inmóvil. Desde el living llega otra campanada de
no sé qué media hora El macho no regresa. La hembra se larga
en picada, la pierdo de vista y en un momento la veo regresar con
una pequeña culebra en el pico. La devora lentamente. El macho
regresa sin alimento. La hembra, inmóvil. Él parece enloquecido
de hambre, vuela sin fin alrededor del olmo. El viento se llevó las
nubes y hay una línea rojiza en el horizonte. La hembra se
duerme, el macho sigue dando vueltas.

Cortez rompe el bloc minuciosamente. Se levanta y tira los


papeles en el desagüe de la galería. De regreso en la cocina
despega la nota que había dejado, escribe una línea más, y la
vuelve a colocar en la puerta de la heladera. Toma el resto de
vino blanco que ha quedado en el vaso y se va a dormir.
La mujer de Cortez se despierta puntualmente a las siete
—la hora exacta en que Cortez se acuesta. Ella camina como
un zombi hasta el baño. Sus ojos enrojecidos no toleran la luz,
tampoco su imagen en el espejo. En la penumbra se enjuaga
la boca y después se sienta sobre los bordes del inodoro
helado, (tiene la tabla sin bajar a pesar del cartel que ella ha
pegado: «bajar la tabla»). Lo odio, murmura. Luego oprime
el botón, mira sin parpadear el remolino de agua, después
ajusta los auriculares en sus orejas, sale del baño y con un
portazo interrumpe, sin saberlo, el ronquido de Cortez que
se oía en el pasillo.
Antes de preparar el café, ve el mensaje que él dejó en
la puerta de la heladera: «A partir de hoy, no escribiré más
notas», lee.
Lo arranca y lo tira a la basura.
Después enciende la cafetera, y se sienta a resolver cru-
cigramas.
17
Ernestina

Ernestina siempre me obedeció. Desde chicas, yo era la que


llevaba la voz cantante; pero ahora se ha vuelto rebelde y está
perdiéndome el respeto. Haberla alentado a que se casara con
Abel fue un error. Ernestina sostiene que Abel es tan des-
preciable, que en realidad debería haberse llamado Caín. En
esto tiene razón, aunque tal nombre no ha sido nunca posible
ni lo será, como el de Judas. Nadie se atreve a llamar así ni
siquiera a un perro. A Ernestina no le bastan las maldiciones
bíblicas para insultar a Abel. Ella necesita vengarse. Afirma
que la venganza es un placer no apto para pusilánimes, ni
para cobardes, y menos para quienes ante una ofensa solo
atinan a ofrecer la otra mejilla, o cuanto más, a huir.
Ernestina ha leído la Biblia y ha pasado la noche conside-
rando su propio desquite: ojo por ojo, diente por diente. Ella
necesita vengarse, aunque aún no sabe cómo.
Esta tarde daba vueltas por la casa, como si buscara un
objeto perdido mientras discutía conmigo, sin tregua. Por fin
entró en la cocina, que es el lugar donde encuentra algo de paz
19
cuando ha perdido la calma, lugar que yo detesto tanto como
sus arrebatos. Se hizo un té, lo bebió en absoluto silencio y
después arremetió con una sarta de elucubraciones, para con-
cluir diciendo que la mejor venganza sería ponerle los cuernos
a Abel. Ay, Ernestina, ya deberías saber que si se busca un
amante solo como arma de vindicación, la infidelidad no es
placentera y redunda en perjuicio propio. Y no te creo capaz.
No de ser infiel, sino de llevar a cabo una venganza.
Ella se ríe, eso me hace pensar que la incapaz soy yo.
El odio por Abel la fortalece. Tanto, que ahora ya no me
confía sus secretos y yo creo cada vez menos en poder con-
trolarla. Tiene razón cuando dice que Abel es un hipócrita,
militante de esa miserable costumbre de querer agradar a los
demás a cualquier precio. Y dice que a mí, que huelo la hipo-
cresía a la distancia, también Abel me ha engañado. Lo dice
mientras pica cebollas y es tan vehemente en su reproche,
que además de vengarse de Abel, creo que va apuñalarme.
Tira a la basura las cebollas picadas y apaga el fuego. Estoy
harta de tus razonamientos tibios y de tus peroratas almido-
nadas, me dice, y va al baño a encerrarse, como siempre que
da por terminada una discusión. Esta vez no tarda en abrir la
puerta. Comienza a maquillarse exageradamente. Sabe que
eso me molesta. Se pinta las cejas y dice, no sé si a mí o al
espejo: la venganza es un placer de las diosas.
De nada sirve tratar de razonar. No me escuchará, la
conozco, ahora pondrá música hasta aturdirse y no volverá a
hablarme hasta después de la cena.
No lo oímos entrar, pero Abel llegó. Ha bajado la música y
caminado hasta la cocina. Saca una cerveza y cierra con fuerza
la puerta de la heladera. Después sube al dormitorio. Ernes-
tina por ahora permanece callada, observándome. Debes
actuar como de costumbre, le digo en voz muy baja, la ven-
ganza debe ser sorpresiva y letal.
20
Abel tiene la costumbre de orinar con la puerta abierta.
¿Qué comemos hoy?, le pregunta a Ernestina. Mierda, piensa
y responde: comamos afuera, no hubo tiempo de cocinar: En
voz baja me dice que la venganza se cuece a fuego lento.
En el restorán, decido no hablar. Ernestina todavía no
sabe qué decir, y Abel, como de costumbre, solo habla de
sí. Pero lo que realmente me preocupa es que ella me obe-
dezca. Escondida detrás de la carta del menú dice en voz
muy baja, la venganza es un plato que se come frío. Pero aún
está cruda, agrego yo. Abel pregunta si ya eligió qué comer.
Ernestina le responde: sí, cerdo. Carré de cerdo, la corrijo,
y una entrada fría, o alguna ensalada. Ernestina come pan
con manteca y le pone hielo al vino. Por favor, no hagas eso.
Desde ahora, hago lo que quiero, me dice mientras se pone
de pie y, lógicamente, se va al baño. Abel mira por la ventana.
Yo me levanto y la sigo.
La sigo y me desoriento; es ella la que debiera seguirme.
Está con los ojos en el espejo y en mí, mirándome como si no
me conociera o como si me interrogara. Suele tener miradas
desconcertantes, de amor y de odio simultáneo. No sé si va a
llorar, a insultarme, o a pedirme consejo como antes hacía.
Me ignora, se pinta los labios, bien rojos. Sabe que eso me
molesta. Después se revisa los dientes, me mira y sale. Qué
alivio. Cuando logro que no hable, me siento segura, aunque
confieso que aún no sé si es un logro mío o una decisión
de ella.
Volvemos y nos sentamos a la mesa. Abel, siempre tan
original, dijo algo referido a lo que tardan las mujeres en
el baño. Ninguna de las dos le respondimos. Abel con-
tinúa monologando, sin dejar de mirar por la ventana, y yo
le digo a Ernestina que asienta con la cabeza a no sé qué
cosa de las tantas que dice Abel, y le digo que le sonría de
vez en vez.
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En el viaje de regreso pesa el silencio. Ernestina busca música
clásica en la radio. Abel le acaricia una pierna. Ella la aparta
y arquea la espalda cómo si la hubiera rozado un reptil. Abel
no responde al rechazo, ni a ningún otro tipo de sentimiento
o resentimiento humano. Pero es dogmático y respetuoso de
ciertas leyes. Por eso yo le aconsejo que para evitar el sexo
con Abel, lea la Biblia en la cama. Eso Abel lo respeta, como
a la rutina y como al ejercicio de salir con putas los viernes, e
ir a misa los domingos.
Pero el caso no es Abel. Es Ernestina. Entra a la casa y va
directo al baño, a vomitar, y también para hablar a solas con-
migo. Ha comenzado a odiarme, lo sé por su mirada en el
espejo. Me odia tanto como a Abel, que grita gol, gol, gooool
a coro con el televisor, allá en el cuarto. Hablemos mejor
mañana, cuando estemos solas, así, no podemos. Parece obede-
cerme. Baja la vista, y se cepilla los dientes sin volver a mirarse
en el espejo ni en mí. Se saca el maquillaje, se pone el camisón
rosa, sabe que lo detesto. Lentamente abre la puerta del baño
y camina descalza y en puntas de pie hasta la cama porque yo
se lo aconsejé: despacio, sin hacer ruido, Abel ya sé durmió. No
será necesario que leas la Biblia esta noche.
Ernestina odia levantarse temprano, ya no quiere madrugar
conmigo. Todas las mañanas le repito tendrías que levantarte
a hacer el desayuno, pero ella, se hace la dormida, dice hipó-
crita, hipócrita no sé si a mí, o a Abel y se queda inmóvil
hasta que Abel sale de la casa.
Sé que hoy no tendremos un desayuno en paz. No ha que-
rido abrir las ventanas y ni bien salió Abel, arremetió contra
mí diciéndome que me vaya. Imposible. Y me acusa de haber
sido yo la que metió en su cabeza la idea de la venganza, para
demorarla, porque lo que ella quiere es irse. No corras otra
vez a encerrarte en el baño, déjame pasar. En el espejo brilla

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una mirada que no le conozco, y me pregunta: ¿cuál es el
equivalente femenino del nombre de Caín?
—No tiene, le respondo.
—Se me ocurre que es tu nombre.
Pero ese nombre es imposible. Ernestina ya no me obe-
dece. Desde chicas yo era la que llevaba la voz cantante, pero
ahora se ha vuelto rebelde y está perdiéndome el respeto.
Haberla alentado a que se casara con Abel ha sido un error,
lo reconozco. Tendría que matarlo.

23
Ajedrez

Apertura:
Pone en marcha el reloj y comienza a rascarse el bigote. Gesto
odioso que yo tendré que soportar, seguramente, hasta el fin
de la partida. Además, tiene cara de estúpido. Abre con peón
4 rey (P4R) y detiene el reloj. Le respondo con una jugada
en espejo (P4R) y espero. Él levanta la vista, deja por un
momento su bigote en paz y señala el reloj. Odio jugar con
reloj, no volveré a repetir esa palabra, tampoco las notaciones
algebraicas, que me resultan tan tediosas como la medición
del tiempo. Pero no puedo asegurar que no repetiré la palabra
estúpido. Carlos Arredondo, así dijo llamarse cuando se
anotó, juega con blancas por haber ganado un certamen; no
dijo cuál ni cuándo; lo que demuestra que es poco caballero.
Saca el alfil de la reina y lo planta amenazando a la mía. Este
movimiento llama la atención del público (estamos jugando
en el patio del colegio el torneo anual de profesores versus
ajedrecistas del barrio, a beneficio de la cooperadora. Otra
estupidez: hubieran recaudado más vendiendo tortas). Ahora
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al calor sofocante del patio se le suma el calor humano. Mi
malestar no se suma, es constante. Practico ajedrez para dis-
traerme y, aunque parezca una paradoja, lo practico para no
pensar. Yo juego.
Saco el caballo del rey, mi táctica es sencilla, utilizo manio-
bras simples para obtener alguna ventaja transitoria. La
estrategia es más complicada, por eso le devuelvo el tiempo
a Arredondo. Él parece ser una de esas personas que pueden
dedicar toda la vida a ensayar las posibilidades infinitas que
pueden darse entre treinta y dos piezas, y sesenta y cuatro
casillas. Tiene, lo leo en su cara, la estúpida convicción de
confundir inteligencia con pericia en el ajedrez.

Medio juego:
El patio, el calor y los murmullos parecen suceder en otra
dimensión. El minutero corre. Arredondo está concentrado, lo
que acentúa notablemente su cara de estúpido. En la próxima
jugada sacaré el alfil para preparar un enroque. O mejor, el
caballo de la dama. El caballo, porque es la pieza más libre
de este juego. Las demás piezas se mueven en línea recta, o
en diagonal; el caballo, puede combinar ambos sentidos. Por
supuesto que la dama también puede, pero siempre dentro
de una línea. El caballo quiebra la línea: salta. Si yo fuera
ese caballo y la manzana en la que está el colegio mi base,
podría saltar a la manzana de enfrente y después a una en
diagonal, ¿a la derecha o a la izquierda? A la derecha está
la estación Belgrano R, a la izquierda mi casa y frente a mí,
Arredondo, que después de pensar seis minutos, retrocede
su alfil. Yo puedo dudar seis minutos, seis horas o seis años,
pero no puedo retroceder.
El tiempo corre. Mi rival se impacienta mientras miro
fijamente el caballo que pondré en juego para defenderme.
Debí hacerlo hace dos jugadas, tal vez ya sea tarde. Muevo
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el caballo y le devuelvo el tiempo a Arredondo, para que lo
apremie a él. El aire del patio va impregnándose de olor a
torta recién horneada y a café, lo que logra que el público se
disperse y yo pueda respirar. Arredondo resopla por la nariz,
me mira, arquea las cejas. Creo que aprovechará la distrac-
ción del público y del árbitro, que camina por entre las mesas,
para decirme algo.
Yo tendría que decirle que quiero abandonar, pero eso no
se avisa. Si abandonara tendría que ver la satisfacción en su
cara de estúpido, y eso no se soporta. El calor de este patio
tampoco. Suelto un suspiro desde lo más profundo de mi
paciencia. Arredondo llama al árbitro para solicitarle un
breve permiso —así dice— para ir al baño.
Por fin sola, pienso, un segundo antes de que mi celular
comience a sonar dentro de la cartera. Cuando intento leer el
mensaje, el árbitro me dice:
—Señora, el celular tiene que estar apagado.
—No importa, no voy a contestar.
—Igualmente es un elemento de distracción, apáguelo, por
favor.
Iba a responderle que elementos de distracción me sobran,
pero no dije nada y lo apagué. Yo sabía que la llamada era
de Pablo para preguntarme a qué hora volveré a casa. Creo
que a ninguna, creo que no volveré, quiero abandonar, y eso
no se avisa. En la estación Belgrano R habrá algún tren para
comenzar a alejarme.
Arredondo está de regreso. Se sienta, carraspea y pone
en marcha el cronómetro (algún ajedrecista me corregiría
diciendo que no es un cronómetro: es un reloj doble, cuya
finalidad es medir el tiempo individual de cada jugador,
mientras el jugador piensa). Es absurdo pensar contra reloj.
Arredondo debe tener la idea de que es una ciencia. Qué
estúpido. Moveré el caballo en la próxima jugada, aunque
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me cueste una torre. La torre es una pared circular, en el cír-
culo hay un rey y una dama. Si la dama, que ya no soporta el
encierro, se atreve a montar a caballo, podrá salir del círculo y
de sus celdas, del tablero y de este patio caluroso.

Final:
En las otras mesas los jugadores han terminando sus par-
tidas. Arredondo, seguramente, prepara otra de sus jugadas
aprendidas de la wikipedia. Yo solo pienso en abandonar. Ya
no juego, solo espero que concluya el tiempo.

28
Nunca lo dijo

Estaba por finalizar la guardia cuando sonó mi beeper, y


esa vez no fue por la llegada de una ambulancia, el acci-
dente había ocurrido dentro del hospital. Salí al pasillo. Una
mucama gritaba que primero fue un gran pedazo de vidrio, y
luego él, que por milagro, decía, no cayó sobre ella y gracias a
la virgen, lloraba, no la mató. Él había caído por una ventana,
desde el cuarto piso al patio interior del lavadero. Cuando
llegué para atenderlo, un residente ya estaba inclinado sobre
el cuerpo tomándole la mano, la izquierda. Una gruesa cica-
triz le atravesaba el dorso desde el pulgar hasta el meñique:
en ese segundo, lo reconocí.
—No lo des vuelta, no lo toques, dije y apoyé una rodilla
en el piso, dejame a mí.
Tomé la muñeca. No había pulso, la solté y por un ins-
tante deslicé la yema de mis dedos sobre la cicatriz, volví
a presionar la muñeca. Estaba muerto. Con mi otra mano
busqué el latido en la carótida. Estaba muerto. Después metí
el estetoscopio por entre su pecho y el piso. Estaba muerto.
29
Luego en la espalda. Estaba muerto. Me levanté y di unos
pasos hacia atrás, para ver el perfil de su cara contra el suelo.
Estaba muerto sobre vidrios rotos y una mancha de sangre
que crecía hasta llegar justo al borde mis pies. Me alejé un
poco más y dije: hijo de puta. El residente también dijo algo,
lo repitió y luego comenzó la rutina para examinar el cuerpo.
Esperé a que por sí mismo descartara uno a uno, todos los
signos vitales. Finalmente dijo: está muerto. Hay que trasla-
darlo urgente a la guardia, le respondí.
Llegaron los camilleros. Ordené que lo llevaran con cui-
dado como si estuviera vivo, con urgencia, a la sala de guardia.
Yo caminaba detrás, muy lentamente como único cortejo.
El residente se detuvo a esperarme en mitad del pasillo.
—¿Por qué, doctora?
—Porque si lo damos por muerto en el lugar donde cayó
tendremos que esperar a que venga un juez. Lo dije en voz
muy baja como si estuviera encubriendo un crimen.
¿Para qué un juez? Pensé. Si alguien lo hubiera arrojado
por la ventana, ese alguien estaría absuelto.
En la guardia, seguí la rutina propia del caso: hice la
denuncia del accidente y su fallecimiento en el traslado.
Fueron llegando otros médicos, también los directivos del
hospital y hasta un delegado del sindicato, todos conster-
nados ante la increíble muerte del doctor Andrés Lombardo.
Alguien me acercaba un café, a modo de pésame y lo acepté.
Me lo ofrecía Alicia Sánchez, la única persona que supo y
nunca dijo, lo de Andrés Lombardo y yo. Hijo de puta.
El residente se ofreció a terminar la tarea, le respondí que
no, que se fuera, que yo sola lo haría más rápido. Al despe-
dirse hizo un gesto indefinible y dijo algo a lo que no presté
atención.
Cerré la puerta, fui hasta la camilla y observé de pies a
cabeza el cuerpo tendido y desnudo. Lo tapé hasta los hom-
30
bros, aún necesitaba estar a solas, cara a cara y, lentamente
acerqué la mía hasta sus ojos: la misma frialdad vivos que
muertos. Tomé su mano, recorrí con el índice la cicatriz en el
dorso, desde el pulgar hasta el meñique y su nueva alianza en
el anular izquierdo. Se la quité, leí el nombre de su mujer y
una fecha grabada dentro, la envolví en una gasa y la arrojé al
container del material descartable. Me calcé los guantes para
tomar su cara, tenía una astilla de vidrio clavada en la mejilla
derecha, la presioné con mi pulgar hasta hundirla totalmente.
Hijo de puta. Giré su cabeza a un lado y al otro; a un lado
y al otro la sangre que brotó de la fractura de su nariz, se
enroscaba como una serpiente en su garganta.
En la antesala, una mujer hacía preguntas, sollozaba, un
enfermero respondió lo que pudo y después dijo: espere un
momento, ya viene la doctora. Sin abrir la puerta, lo llamé en
voz alta. El enfermero respondió, voy doctora y, cuando entró
le dije:
—Te necesitan en la enfermería, acá no hay nada que
hacer. Yo me encargo.
—Bueno, doc. Y salió.
Cerré los ojos para imaginar los de la mujer, fijos sobre la
pared: Silencio.
Sobre la puerta: Prohibido pasar.
El enfermero volvió.
—La mujer quiere verlo, pregunta si puede entrar, quiere
hablar con usted.
Respondo que no con la cabeza y reafirmo la negación
bajando los parpados.
—Andate ya —digo.
Se fue. Antes había dicho algo más y después cerró la
puerta sin hacer el menor ruido. Me acerqué a mirar la cara
de Andrés Lombardo por última vez y por última vez sus
ojos. No voy a cerrártelos, y la boca, tampoco. Ahora para
31
qué, qué podrías decirme. Imposible de cerrar, rigor mortis,
tendría que luxarte la mandíbula.
Me saqué los guantes, los tiré sobre su pecho, y sobre su
pecho sellé y firmé el certificado de defunción.

32
El heredero

Llegó al pueblo a las siete de la mañana decidido a ter-


minar el trámite. Seguro de que conseguiría rápidamente el
certificado de defunción que le había pedido el escribano,
quiso primero conocer la casa: cómo era, qué muebles tenía,
o tal vez ver algún retrato, o algo más para saber sobre su
padre, del que solo conocía una firma imprecisa estampada
al pie de un giro bancario, que cobraba mensualmente en el
Banco Provincia.
Creyendo que la casa quedaría por el centro, comenzó el
recorrido por la calle principal, ancha y vacía. Pero no era por
allí, ni por las calles laterales. El heredero se demoraba pen-
sando que tenía tiempo de sobra, hasta que un rayo partió
en seco el cielo y empezó a diluviar. Tuvo que refugiarse en
la entrada de la iglesia, no había ni un bar por ahí. A poco
el chaparrón pasó y comenzó a atacarlo la impaciencia. Le
preguntó la dirección a una mujer que salía de la iglesia, pero
en vez de contestarle, la mujer se santigüó. El heredero cruzó
hasta la comisaría y allí entre risas disimuladas, le dijeron
33
que esa casa no atendía por la mañana y que quedaba por
«las afueras». Supo entonces que su propiedad no estaba des-
ocupada. Y diez cuadras más allá supo que lo que su padre
le había dejado por herencia, era un prostíbulo: un caserón
ruinoso, con un farol rojo sobre la puerta angosta que parecía
haber estado pintada de dorado en otro tiempo, paredes pin-
tadas de negro y ventanas con cortinas rojas, por entre las
cuales presintió ser espiado.
Tembló y pensando que era de frío se abrochó la campera.
El heredero caminó las diez cuadras de vuelta hasta el asfalto
con el viento en contra y un rosario de insultos en sus labios
apretados. Un nuevo chaparrón se iniciaba con grandes gotas.
Llegó al registro civil y pidió el certificado de defunción.
La empleada demoró más de una hora en no encontrarlo. Y
después tranquilamente, sin perder el ritmo con que mascaba
su chicle, le dijo que debería buscarlo en la administración
del hospital.
—¡La puta madre! ¿Cómo me hacés perder el tiempo
así, nena?
La empleada se encogió de hombros.
La administración del hospital estaría cerrada hasta las
tres. Lo supo por un cartel colgado en la puerta, miro el
reloj: la una y diez. No había nadie. Con la esperanza de que
alguien apareciera el heredero esperó hasta las tres menos
cuarto. Pueblo de mala muerte. No quiso perder el tren de
regreso a Buenos Aires. Mandaría a un comisionista a hacer
el trámite. Y después, él mismo se encargaría de vender ese
rancho, con putas adentro y todo.
No pensó que ellas fuesen a resistir.
Volvió por la calle principal, continuaba vacía. Al fondo, se
asomaba el edificio de la estación. El heredero caminó rápi-
damente esas cuadras, llegó empapado.

34
Llovía con fuerza sobre el techo de zinc de la sala de espera.
El agua desbordaba las canaletas, bajaba por las paredes y
siguiendo por un declive defectuoso inundaba el piso y se
filtraba por sus zapatos. Con los pies encharcados en barro,
el heredero sentía el frío subiéndole hasta la espalda. Se fro-
taba las piernas, pero no entraba en calor. Escupía en los
charcos y se quedaba mirando como flotaba la saliva hasta
verla escurrirse en una rejilla. Cuando se cansó del juego
respiró profundo. El olor que llegaba desde los baños, lo obligó
a salir.
Aspiró el aire helado y miró hacia el campo que se desdi-
bujaba detrás de la lluvia. Levantó el cuello de la campera y
guardó en los bolsillos las manos apretadas en puño. A pesar
del frío, esperaría afuera, bajo el alero.
Eran las tres de la tarde y el tren se demoraba.
El heredero caminó por el andén, lo recorrió de punta a
punta, durante el tiempo que dura un cigarrillo. Iba y venía
con pasos monótonos como el ritmo de la lluvia y como el
silencio que acechaba detrás.
El reloj del andén seguía marcando las tres.
Quiso corroborar la hora en el suyo, pero no lo tenía
puesto. Revisó los bolsillos de la campera y los del pantalón,
y lo buscó en el maletín, sin encontrarlo. Había mirado la
hora dos cuadras antes de llegar a la estación. Recordaba
que a las tres menos cinco lo tenía en su muñeca, mientras
cruzaba las vías para evitar subir a un puente destartalado.
Volvió a buscarlo a la sala de espera, recorrió con la vista el
piso y el banco en el que estuvo sentado, pero no lo encontró.
Al baño no se había atrevido a entrar antes, así que no lo
haría ahora. Salió de nuevo al andén y corrió hasta la puerta
de la oficina de pasajes: golpeó dos o tres veces. No hubo
respuesta y tampoco la esperaba. Corrió por el andén hasta
la ventanilla: la encontró con un cartel que decía: Cerrado. Y,
35
más abajo: Horario: de seis a quince horas. Definitivamente,
no había nadie. Forcejeó con el picaporte y sus insultos se
estrellaron en el vacío.
La lluvia era torrencial, ahora no se alcanzaba a ver la calle
por la ventana de la sala de espera, tampoco las vías o el
campo por el lado del andén. El heredero no acertaba a cal-
cular la hora; serían las tres y cuarto, o las tres y veinte.
El tren se demoraba.
Se miró la muñeca desnuda y levantó la vista: el reloj de la
estación marcaba las tres. El tiempo estaba quieto en el reloj
sin tic tac.
—¡La puta madre!
Su insulto rebotó en la soledad del andén. El frío perfo-
rándole la ropa, le hizo pensar que había pasado un siglo
esperando allí.
Por la intensidad de la lluvia, no pudo oír los pasos cuando
llegaron; pero sí las risas agudas de las dos mujeres, que se
habían sentado en un banco detrás de él y conversaban igno-
rándolo.
¿Cuándo habían llegado? La rubia, parecía una máscara.
Tenía las arrugas surcadas por el rímel y las tetas a medio
salirse por el vestido ajustado y rotoso. La otra era pelirroja
de mirada impertinente. Esa le dirigió una especie de saludo
y sonriéndole con desprecio dijo: parece que el tren viene con
retraso. Detrás de su voz, se oyó el silbato de la locomotora.
El heredero hizo el gesto de mirar la hora en su muñeca,
sacudió la cabeza, y enseguida levantó la vista hacia el reloj
del andén. Le pareció que el segundero empezaba a moverse.
Jodido reloj.
El tren se oía cercano. Avanzaba a velocidad pitando como
si no fuera a detenerse. El heredero se acercó hasta el borde
de la plataforma. Y aunque lo sentía retemblar cerca, la lluvia
espesa no lo dejaba verlo.
36
Un viento frío, como la incertidumbre, arremetió por la
punta del andén.
Sintió el empujón. Y no alcanzó a girar la cabeza, no pudo
ver que quienes lo empujaban eran las dos prostitutas. Perdió
el equilibrio cuando un taco agudísimo se le hundió justo en
el hueco detrás de su rodilla.
Cayó de panza sobre las vías.
El tren se abría paso con ferocidad sobre los rieles, el here-
dero por un instante creyó ver su reloj perdido entre los dur-
mientes y enterró la cara en el barro un segundo antes de que
la locomotora lo devorara.
En los pueblos de mala muerte, el tren no se detiene cuando
viene con retraso.

37
Muerte inminente

—Muerte inminente, dijo el tarotista. Marina dejó de sonreír


y se puso tan pálida, que pensé que iba morirse en ese mismo
momento. Entonces dije —grité— que nos fuéramos, que
el juego ya no tenía gracia, que todo era una soberana estu-
pidez. Le pagué al adivinador de feria tirándole a la mesa un
billete hecho un bollo (en realidad yo deseaba escupirlo). A
Marina, me la llevé tomada de un brazo, por el caminito de
piedra que cruza la Plaza del Pilar rumbo a La Biela.
—Muerte inminente, qué chanta el tipo, qué irresponsable.
Es capaz de volver loco a cualquier ignorante que le crea
—dije—. La verdad es que a estas cosas no me las banco.
—Sos un exagerado, un desubicado —dijo Marina cla-
vándome los ojos verdes en el centro de la frente—. El igno-
rante parecés vos. Voy al baño. ¿Me pedís un lemmon pie con
el café?
Esas fueron las últimas palabras que escuché de Marina.
Me quedé mirando su largo pelo negro, cuando se alejaba
por entre las mesas de la vereda, hasta que entró al bar.
39
Giré la cara hacia el sol, que todavía se asomaba detrás del
muro del cementerio. Pensé en la contradicción de este lugar.
Recoleta: bares y cementerio. Un lugar de sensaciones diver-
gentes, como el calor del sol en mi cara, oponiéndose al frío
intenso del viento contra mi espalda.
Sentía demasiado frío. Mientras las demás personas se
sacaban los abrigos, yo subía el cierre de mi campera y lamen-
taba no haber traído la bufanda.
Muerte inminente, dijo el tarotista. Recordé una frase de
mi abuela, que decía que cuando uno siente escalofríos es
porque la muerte pasa cerca. Y yo sentía uno, muy intenso.
Un hombre pasó corriendo perseguido por dos policías.
El primer estampido hizo volar las palomas, el segundo: se
clavó en mi espalda. No pude pararme. Quise, pero resbalé.
Sentí que caía en un pozo, mientras la gente se arremolinaba
a mí alrededor.
El pozo es color violeta, en su fondo espero que Marina
vuelva del baño y me diga que es un juego, como lo del tarot.
No quiero morirme. La muerte no tiene nada que hacer en
esta vereda. El cementerio queda enfrente, no acá.
Oigo una ambulancia.
Oigo pasos y una voz a mi lado diciendo que deliro.
—Hemorragia —dice la voz... y algo sobre la presión
arterial.
El tiempo se escapa y es un almanaque rojo. Lleno de domingos
con hojas de otoño, en la vereda, bajo mi bicicleta. Domingos
de paseo después del almuerzo. Domingos saboreando el flan
con dulce de leche de mi abuela.
—Adrenalina —grita la voz, pero mamá me dice que es
la hora del chocolate, el del domingo de mi cumpleaños. La
voz a mi lado da órdenes. Súbanlo a la camilla, dice. Una
camilla que traquetea como la cama con Marina sobre mí, y
yo resisto hasta que estallo y Marina acaba riéndose.
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El pozo violeta gira como el tambor de un lavarropas y
tiene perfume a ropa limpia, porque la voz me enfunda en
una bata suave que se desliza sobre mí. El oxígeno empieza
a entrar tibio. Entonces el pozo violeta aclara al rojo. Tengo
náuseas.
—Anestesia —dice la voz a mi lado, y después se aleja y
me quedo otra vez solo en el pozo de mármol. Una punzada
en mi espalda como cuando le choqué el auto nuevo a mi
viejo y casi me mato. Mi viejo murió muchos domingos des-
pués. Siempre lo extraño.
Ni rojo, ni negro, el pozo violeta no me deja salir. La voz se
hizo silencio y me quedo sin guía.
Si logro resistir, despertaré vampiro por la Recoleta, volando
sobre las mesas de la vereda, o me quedaré escuchando la
música de los boliches escondido detrás del muro del cemen-
terio, y volaré más arriba escapando de los sepulcros para mirar
la luna hasta que se esconda con la primera luz.
O tal vez despierte violento —como dijo Marina— furioso
por el miedo. Tengo miedo. Me vengaré de la muerte arra-
sando esta noche todos los puestos de la plaza. Vampiro vio-
leta contra el negro de la muerte, beberé más sangre, y seré
más obsceno que el Lestat de Ann Rice.
Por ahora el silencio reina y la oscuridad me cubre. La
muerte espera todavía.
Puedo pensar. Y ver desde la ventanilla de un avión las
nubes que manchan la tierra de sombras redondas, justo allá,
donde se extiende el cementerio. Un viraje suave; las tumbas
ondulan a mi costado.
La visión se extingue y me deja flotando en la una oscu-
ridad violeta. Pienso, y si pienso, vivo. La voz se acerca, mi
cuerpo vuelve a mí. La voz habla con otra: que estoy grave,
dice, que es cuestión de horas.

41
Las voces se alejan. Muerte inminente, dijo el tarotista. El
silencio retumba como un tambor en otra parte y el pozo
violeta en que floto se vuelve definitivamente negro.

42
Ignaciosiempre

A Luis O. Lacoste, in memoriam

Debajo del retrato que guarda su mirada azul muy nítida,


hay un epígrafe que dice: «Al Profesor Ignacio Estrella, des-
aparecido el 14 de octubre de 1977».
Recuerdo esa fecha, también sus ojos, y, desde entonces,
me pregunto si los habrá cerrado debajo de aquella capucha.
Pero de lo que estoy segura es de que él, jamás, hubiera admi-
tido esa palabra: desaparecido.
No llegaba a los treinta años y ejercía la cátedra de Lite-
ratura en el Colegio Nacional de Santa María. Las palabras
—nos decía— tienen sinónimos, antónimos, parónimos, y
siempre definen un pensamiento. La ambigüedad en ellas
tiene doble filo y la imprecisión, también.
Desaparecido.
Nos hubiera hecho buscar en el diccionario de sinónimos:
Oculto, escondido, perdido, eclipsado, traslumbrado.
Traslumbrado, como el sol cuando se pone detrás del cam-
panario de la iglesia. Y oculto, como el miedo que hace que

43
yo no me atreva a llamar por teléfono a algún excompañero
para ayudarme a precisar la memoria.
Desaparecido.
Ignacio Estrella nos decía, citando a Wilde, que «el lenguaje
es el padre, y no el hijo del pensamiento». Pienso y busco los
antónimos: aparecido, fantasma, según el diccionario. Pero él
no es un fantasma, él era mi profesor de Literatura.
Aquella mañana había llegado por el patio de baldosas rojas,
con sus libros bajo el brazo y una corbata azul con el nudo flojo.
Ignacio Estrella no había aparecido en el patio; había lle-
gado por el patio. Tampoco había salido o desaparecido del
aula. Lo secuestraron en el aula.
Vuelvo a buscar sinónimos: Desaparecido. Oculto. Eclip-
sado, elegí; y lo que se eclipsa es la imagen del final.
Ignacio Estrella en la clase, sentado en el escritorio bajo
la claridad que llegaba desde el patio. Ese patio de baldosas
rojas, que se extendía bajo la ventana y descansaba en silencio
hasta el próximo recreo, de pronto se estremeció bajo los bor-
ceguíes. Los percibí apenas antes de que se detuvieran en la
puerta del aula y la abrieran de una patada. Creo que eran
cinco o seis hombres.
—Qué miran, imbéciles —gritó uno—. Al piso, manos en
la nuca. ¡Carajo!
Yo no sabía qué hacer. Me puse las manos en la nuca pri-
mero y, después me tiré al piso con los codos de punta. Pero
no podía no mirar.
Mi compañero de banco que también espiaba recibió una
patada en la nuca y después dos borceguíes caminaron por su
espalda. Ya no miré, solo escuchaba.
—Vos, maestrito, parate. Te venís de paseo con nosotros.
Laputaqueteparió. Subversivodemierda. Tevoyhaceratragar-
loslibrosporelculo.

44
De todas esas palabras no comprendí subversivo. El que
subvierte, según el diccionario. Subvertir: trastornar, revolver,
trastocar, desordenar, destruir. Eso fue lo que hicieron con la
clase de Ignacio Estrella.
Y se lo llevaron, tironeando de sus brazos, lo arrastraron
por el patio, mientras él luchaba por ponerse de pie. Ignacio
Estrella dejó un camino de sangre en el piso.
Un hombre, que custodiaba la puerta del aula la cerró y
gritó:
—Pendejos, el primero que levanta la cabeza se viene con
el maestrito de paseo. ¡Media hora en el piso boca abajo se
me quedan, mierda!
Pero no pasó media hora, solo unos minutos cuando oímos
arrancar los autos. Yo ya había corrido hasta la ventana y
pude ver que en el portón de salida, Ignacio Estrella lograba
ponerse de pie.
Vi que le ataron las manos, que le colocaron la capucha.
Después lo levantaron por las axilas y por los pies y lo metieron
en el baúl de uno de los autos.
Cerré los ojos. Los cerré un segundo y los abrí, muy grandes.
Secuestro: encierro, aprehensión, requisa.
En el patio la tarde no tenía palabras. Una brisa caliente
barría el polvo de las baldosas rojas y lo arremolinaba en
torno de un mechón de pelo de Ignacio Estrella que resistía
pegado a una huella de un borceguí.

El final no es como lo pensaron sus asesinos: con una fosa


comunitaria y una cruz NN. Los aquí enterrados no han sido
Nunca Nadie.
Me inclino por los antónimos y digo su nombre: Ignacio
Estrella será Alguien Siempre.
Yo tengo más años de los que tendrá Ignaciosiempre y
recuerdo muy bien sus lecciones sobre la importancia que
45
tiene el final en un cuento. El cierre de un texto se marca con
un punto, nos dictaba. Lo que no nos dijo es cómo se cierra
una historia cuando no termina. Como esta, en donde el único
final posible sería que en realidad no hubiera sucedido.

46
Amnesia del principio

«No hablo de perdones ni de venganzas.


El olvido, es la única venganza y el único perdón».
J.L. Borges

Sus hijos pensaron que necesitaría una enfermera. Pero al


cabo de una semana retomó el hábito de frotarse la punta de
la nariz con el dedo índice. Paulatinamente fueron incorpo-
rándose sus gestos habituales, hasta que un lunes, se levantó
a las siete de la mañana y por puro hábito, retornó al trabajo.
Padece amnesia del inicio. Realizar un acto por primera
vez le resulta imposible. Por simple que sea no puede hacerlo:
caminar una cuadra nueva o, por ejemplo, elegir la izquierda
en vez de la derecha al salir del estudio. En su casa solo hay
ausencia y una mucama por horas, tan eficaz como una enfermera.
Él se baña y desayuna. También compra el diario en la
esquina y se toma otro café antes de entrar al estudio. Abo-
gado viejo. Resuelve sus asuntos, porque su secretaria y su
experiencia son antiguas.
La amnesia del principio lo atacó un domingo; su mujer
se había suicidado el sábado por la mañana. Regaba las
plantas del balcón, callada, lo que era muy raro en ella. Y en
un momento se tiró, simplemente dejó la regadera en el piso,
47
se sentó en la baranda y se tiró. Él estaba vistiéndose y vio la
escena desde el dormitorio. Allí parado a medio vestirse lo
encontraron una hora después. Su hijo mayor y el portero
terminaron de vestirlo y lo llevaron a la morgue para cum-
plir con los trámites.
No pudo precisar el porqué, y aunque la Justicia no lo pro-
cesó, los ojos de sus hijos y de la mayor de sus nueras, sí. Solo
sospechas, no hubo ni indicios ni pruebas.
Llorar los domingos se le hizo hábito. Tirado en la cama
mira el techo hasta que las lágrimas lo borran por completo.
Se queda así hasta el lunes a las siete de la mañana. No por
que espere el día, nunca tuvo el hábito de esperar.
No llora otro día de la semana. Y jamás se ríe. No demuestra
satisfacción o enojo. No puede elaborar un primer recuerdo
para evocar ese domingo. Ni los días que sucedieron en ade-
lante. Es imposible que pueda mantener una charla cohe-
rente, solo las frases y artificios propios de su profesión. Los
clientes del estudio y sus colegas creen que es por el duelo
que le cambió el carácter. La secretaria no hace comentarios y
tampoco los han hecho sus hijos. Sus relaciones sociales dis-
minuyeron hasta hacerse nulas y su trabajo es cada vez más
escaso. Los vecinos no lo saludan desde el día de la tragedia,
tampoco sus familiares. Sus hijos jamás volvieron a la casa, y
en el estudio lo evitan. Los amigos ya no lo frecuentan, no
soportan su mirada de hielo que se clava hasta las vísceras.
El sábado fue el aniversario de la muerte de su esposa, la
mucama recibió la orden de acompañarlo al cementerio. Él
accedió sin decir palabra. Reconoció la bóveda familiar, el
lugar de cada ataúd, los nombres de sus muertos, y el de María
Angélica Ruiz de Paiva, QEPD, que leyó en voz alta. La
recordó de novia, en el último viaje a Europa, y regando las
plantas del balcón. La recordó el resto del día.
El domingo, la olvidó.
48
Fuera de cálculo

Más de nueve millones de personas circulan por Buenos


Aires durante los días hábiles. Este número, publicado por el
Indec en su estadística del año en 2002, se reduce a menos de
un millón, si delimito un fragmento, un sector y un horario
determinados: Barrio Norte, entre las avenidas Callao, Puey-
rredón, Santa Fe y Córdoba, en las horas del mediodía.
Si una, entre ese millón de personas, hiciera un recorrido
fijo su probabilidad de encontrarse al azar con un individuo
determinado es menor al 1,1%.
He tomando otras variantes —para reducir el azar a su
mínima expresión, (cosa que al Indec no le interesa)— y
deduzco, que esta probabilidad puede no darse nunca. Más
aún, si la persona que uno trata de encontrar es el amor de
su vida (ya sea perdido o aún no encontrado) y que, por el
contrario, si se trata de un individuo al que uno no quisiera
volver a ver jamás, esta posibilidad se daría a la inversa.
Lo confirma el caso de mi amiga Silvia, un mediodía en que
caminaba tranquilamente por la avenida Santa Fe. Buscaba
49
un par de zapatos blancos y, de pronto, vio junto a su reflejo
en la vidriera, una cara odiada: la cara de Viviana. Tenía los
ojos fijos en el mismo modelo. Porque (aquí no hay cálculo
que lo explique) ellas coincidieron siempre.
Son las tres de la tarde, y Silvia no había tenido mejor idea
que acudir a mi estudio, para que yo la ayudara a descifrar
el episodio. A esta hora estoy en la cúspide de mi capacidad
intelectual y odio las interrupciones. Peor aún, si estas son de
carácter dramático, tempestuosas e imposibles de encuadrar
dentro de una conducta lógica.
Lo que no es lógico es incalculable, y por lo tanto, no me
interesa.
Soy licenciada en matemáticas.
Así y todo, cuando Silvia se echa a llorar repitiendo una
cantidad incontable de veces: por qué, por qué, por qué; dejo
de atender a mi planilla de cálculos y grito:
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué tuve que encontrarme con esa hija de puta?
—dice Silvia—, yo que la odio porque su sola existencia me
arruina la vida, que quiero que se muera, que reviente. La veo
y no sé si matarla o morirme. Yo me esfuerzo por olvidarme
de todo y ella tuvo que aparecer ahí, reflejada en la vidriera
con su cara de triunfadora, siempre mirando lo mismo que
yo, eligiendo lo mismo y por supuesto, llevándoselo.
—Convengamos —digo— que no es lo mismo un par de
zapatos que un tipo.
—Ernesto, no es un tipo —dice, y confieso que me con-
mueve, porque cuando Silvia habla de Ernesto Vidal Bremer,
la voz parece pesarle en la garganta, como si arrastrara ese
nombre desde una profundidad incalculable—, Ernesto es el
amor de mi vida y ella lo tiene; y no me digas cursi.
—Yo no te digo nada, Silvia. Pero ¿vos que querés saber?
¿Por qué te la encontraste a esa hora en ese lugar o por qué
50
comparten el deseo sobre los mismos objetos ya sean mate-
riales u hormonales o sentimentales...?
— ¡Andate al carajo! —grita y se mete en el baño.
Oigo el portazo. Me acerco para hablarle del otro lado de
la puerta.
—Silvia —digo—, tu incógnita, que imagino que con el
tiempo se hará crónica, me da un dato más para una nueva
tesis: «Cálculo de probabilidades de encuentros indeseables
entre los habitantes de ciudades populosas». Los factores
imprevistos y las variables deben ser eliminados, porque
hacen muy engorroso el despeje de las ecuaciones. Como
por ejemplo, vos y Viviana. Dos habitantes, del mismo
sexo, con diferentes horarios, que circulan en distintos sec-
tores de la ciudad, una en el centro, y la otra en el Barrio
Norte habitualmente, pero con una coincidencia insuperable:
Ernesto Vidal Bremer. Para colmo, ignorantes ambas de las
Ciencias Exactas, desconocen que se encuentran compren-
didas en un conjunto de número superior con respecto al
conjunto de los hombres. Y que, el conjunto de los hombres
se divide, a su vez, en dos subconjuntos, a saber: varones y
no tan varones. Y de estos dos subconjuntos se derivan a
su vez otros, que pueden corresponder a cualquiera de los
mencionados anteriormente: el de los casados, el de los sol-
teros y el de los divorciados. Los que a su vez entrañan otro
tipo de características particulares y así hasta el infinito. De
ahí, que no hayas calculado, que te correspondía perma-
necer impar. Pero esa probabilidad parece no entrar en los
cálculos de nadie.
Silvia, abre la puerta (se ha lavado la cara) toma su cartera
y se va sin dirigirme la palabra ni la mirada y, como era pre-
visible, dando otro terrible portazo.
Yo regreso a mis cálculos. Me lleva la tarde entera el des-
peje de las ecuaciones porque los resultados estaban viciados.
51
Viciados porque H, el factor Hombres, es vicioso, en tanto
actúa como desestabilizador de las propiedades de M, factor
Mujeres en esta ecuación.
Debo despejar mi cabeza: me es imposible anular factores
tales como por qué, en el conjunto de M, aparece con fre-
cuencia el deseo hacia el mismo objeto, y, por otro lado, apa-
rece también un odio fatal hacia la compañera en desgracia.
Tengo que replantear el problema. Volver a la unidad. La
unidad como acepción matemática, no filosófica, ya que de
eso se ocupó Aristóteles en su Metafísica.
Pero no es este el caso, para la matemática la unidad es
uno. No hay palabras, solo números. Los números son la
única forma de explicar el Universo.
Decido tomar un café bien negro, después bajaré a com-
prar algo para la cena.
El color del cielo anuncia que anochece, mi reloj me lo
confirma en números: siete de la tarde.
En el ascensor me encuentro con un binomio del conjunto
de las M que —calculo, por lo producidas que están— van
rumbo algún pub-happyhour, a confirmar sus probabilidades
de encuentro con algún factor H. Suerte, chicas pienso. Pero
sé que las probabilidades, cuando son buscadas, se tornan
improbables.
No calculé que hiciera este frío en la calle, no me puse
el tapado, y corroboro en mi memoria, que las llaves del
estudio están, justamente, en los bolsillos del tapado. Las
siete y cuarto. El portero se fue, los de la limpieza vienen a
las once. Un cerrajero a esta hora: ciento veinte pesos. Tengo
otro juego de llaves guardado en la cochera. Siempre hay que
prever imponderables para no lamentar los resultados.
Salgo de la cochera y camino ciento veinte metros. Hay un
autoservicio: compro jamón, galletitas, gaseosa dietética y un
yogur con cereales. Pago en la caja el importe exacto antes
52
de que la máquina registradora emita el ticket. Regreso al
estudio contando mis pasos, doscientos quince.
Me siento a comer en el escritorio y continúo: dado un
número X de habitantes, que circulan en un horario y una
zona determinada, las posibilidades de un encuentro, (eli-
miné si deseable o no) entre dos individuos determinados,
(eliminé la clasificación por género), en una oportunidad, en
dos o en más, en ninguna, dado un período de trescientos
sesenta cinco días, en un horario determinado: es escasa.
Cargo los datos en la planilla de cálculo y descubro un
error importante. En este caso no puede tomarse un horario,
sino un intervalo de tiempo breve, porque los individuos
circulan a cierta velocidad, y se entrecruzan con otros. Un
semáforo, un auto que pasa, o la demora en un ascensor o en
un medio de transporte, y más variables y más y más...
Abandono el escritorio, abro la ventana para ver el cielo
y descansar mis ojos mirando lejos. Veo las débiles estrellas
que ofrece el esmog de Buenos Aires y pienso que mejor
sería haberme dedicado a la astronomía que a la estadística.
Un deseo de mi niñez perdido en los cálculos. Se lo había
pedido a una estrella fugaz, una noche de verano, cuando
estudiaba el cielo en una reposera junto a mi padre.
—¿La viste, qué le pediste? —me pregunto sonriendo.
—Ser astrónoma —le contesté.
Otro deseo se me perdió hace poco, a bordo de un subte
fugaz, que me cerró las puertas en la cara, llevándose a Ernesto
Vidal Bremer, que leía el diario y no me vio. Mi probabilidad
se había perdido. Por un segundo o dos. Enorme diferencia
un segundo: uno es uno, no dos. Y la puerta se cerró.
Pero sé que las probabilidades en el subte, son diferentes
de las de la superficie. Se anulan muchas variables y el cál-
culo se simplifica. De las cinco líneas subterráneas que hay
en Buenos Aires solo debo tomar la línea «B». Delimitar un
53
horario, ubicar el vagón y la puerta. Los segundos en que las
puertas se abren y se vuelven a cerrar son tres.
Como somos tres Silvia, Viviana y yo.
Ernesto es uno. Debo despejar dos factores en esta ecua-
ción, porque la probabilidad de que un deseo se cumpla, para
mí no puede quedar fuera cálculo.

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Fantasma en la niebla

No volvió a aparecer. Lo busqué en cada noche de niebla,


durante treinta años, desde aquella última vez, en la que había
dicho vamos, y salimos del bar a jugar el juego que más nos
gustaba: ser fantasmas en la niebla y asustar a los borrachos
que cruzaban la plaza de madrugada. Se me había ocurrido a
mí, pero él lo perfeccionó. Los veía primero, y me decía shhh,
mirá, este que viene ahora es el flaco Andrés, y ese... seguro que es el
viejo Olazábal, y atrás me parece que viene el Negro Martínez.
Entonces nos escondíamos: yo entre los ligustros y él detrás
del rosal. Cuando se iban acercando, los nombraba con voz
temblorosa, los acusaba de pecadores y profería amenazas
vociferando como un dios temible, mientras yo agitaba las
ramas y les arrojaba una lluvia de piedritas.
El flaco Andrés se persignaba, abría muy grandes los ojos y
se iba sollozando un rezo. El viejo Olazábal insultaba a todos
los santos a viva voz. El Negro Martínez apuraba la marcha
sin decir palabra y era el único que a la mañana siguiente, se
atrevía contar lo sucedido, agregándole espectros al relato.
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Aquella fue la última noche que jugamos a fantasmas en la
niebla. Y el juego fue perfecto a pesar de que los dos teníamos
la cabeza llena de espuma, de cerveza rubia. (Habíamos tomado
no sé cuántas).

Mi madre me despertó a los gritos.


—¿Viste, lo que pasó? Tomaba mucho ese chico, yo sabía
que algo iba a pasar —dijo, mientras abría las persianas y yo
iba saliendo de bajo la almohada.
—¿Quién mamá? ¿Qué pasó?
—¿Viste lo que pasó? ¿No habrás estado tomando con él,
no? ¡Qué irresponsables! ¡Por Dios!
¿Por Dios, por dios? ¿Qué dios? Si él veía a través de la
niebla, veía muy bien. ¿Qué hizo dios, le tapó los ojos?
Se los tapó, porque si dios es como dicen que es, seguro
que no lo quería.
Yo sí lo quería, y mucho. No fuimos ni novios ni nada.
Teníamos dieciocho años. Después de la noche de los fan-
tasmas en la niebla yo cumplí dieciocho más. Y no sé cuantos
más cumpliré hasta ser un fantasma, como ahora es él, y pasar
a buscarlo, para salir juntos a espantar caminantes a las cinco
de la mañana.
A las cinco y media me había dejado en la puerta de casa.
Mañana vengo, me dijo, y te traigo un disco de Spinetta
loquísimo vas a ver. Se fue con los brazos cruzados contra el
pecho, para cortar el frío, yo lo miré irse hasta que se perdió
en la niebla.
Me descalcé en la puerta y fui en puntas de pie hasta mi
cuarto. Después, con la cabeza bajo la almohada, traté de domi-
nar el mareo. Oí lejana la sirena, que no olvidé jamás: el tren
de las seis menos veinte avanzaba deshaciendo la madrugada.
Él tenía la cabeza llena de espuma, de cerveza rubia. (Había
mos tomado no sé cuántas). No lo vio venir.
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El ausente

Lo enterré con mis manos y una pala, prolijamente, hasta


cubrir su cuerpo iluminado por la luna. Poco a poco lo fui
tapando con barro hasta desaparecerlo por completo. Sobre
el barro dibujé una cruz y debajo un epitafio. Nada formal:
«aquí yace el ausente». Luego le puse unas piedras encima,
grandes, irregulares y blancas. Y me dormí tendida sobre las
piedras, abrazando la tierra que se lo tragó.
Debe haber amanecido nublado, porque cuando el sol
me tocó los ojos estaba ya bastante alto (como si fueran las
diez), los pájaros no habían cantado y Aquiles no ladró. Me
levanté, fui despacio hasta la casa, desaté a Aquiles y le saqué
el bozal. El olfateó mis pantalones embarrados, después mis
manos y comenzó a ladrar.
—¡Callado, Aquiles, ¡si ladrás, te mato! —le grité y corrió
a acostarse sobre la pila de piedras.
Esas piedras grandes, irregulares y blancas, las había traído
el ausente; ya no importa que se llamara Mariano, ya no. Él
las había traído para hacer un camino que atravesara el jardín
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hasta la casa, porque odiaba ensuciarse con barro; y también
había traído los plantines de eucaliptos, (que en el futuro
serían muy altos, dijo) para sembrar el perímetro de nuestro
terreno, y trajo la pala y las bolsas de tierra negra.
Aquí escondidos te voy a hacer el amor hasta la muerte.
Muerte dijo, no supe por qué. Pero lo sé ahora. Y escondido,
eso sí. Siempre lo decía.
Más que escondido oculto, pensé, y todavía más: ausente.
Pero matarlo no, no lo había pensado.
De eso me doy cuenta ahora, viendo cómo en la bañera
se diluyen la sangre y el barro de mi ropa. Ahora que estoy
bañándome vestida y empiezo a desvestirme bajo el agua,
como en una ceremonia.
Una ceremonia igual que cuando me bañaba esperando
a Mariano: baño de espuma perfumada, baño de burbujas
haciendo el recorrido que después harían sus manos, después
secarme, elegir un corpiño de encaje —¿el rojo o el negro?
No importaba, porque en mitad de la ceremonia sonaba el
teléfono, y Mariano decía:
—No nena, hoy no puedo ir.
Mariano ausente, toda la noche, muchas noches, malas,
como la de anoche. Y como las noches que la precedieron.
Y como la noche que trajo a Aquiles cachorro, para que te
acompañe cuando no estoy, me dijo.
Las caras de Mariano ausente, se pintan en la espuma.
Cara de mentir. Cara de fugitivo como cuando veníamos al
campo, y él paraba en las estaciones de servicio, se demoraba
en las cabinas telefónicas diez, quince minutos y yo, espe-
rando en el auto. Mariano distraído tardes enteras. Mariano
llegando de viaje, escondiendo en la valija un paquete de
regalo que no era para mí.
Las burbujas se extinguen en el desagüe, las soplo, cierro
los ojos y las caras de Mariano se van. Me deslizo en la bañera
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y la vuelvo a llenar con agua limpia, para borrar este olor a
sangre que no se va de mí. Permanece. Como el perfume de
mujer (que tanto tiempo me llevaba lavar de sus camisas).
Otra vez ese perfume, ¿otra vez?: La última vez. Lo juré
ayer, cuando hicimos el amor, y yo, mintiendo unos gemidos,
le tapé la cara con mis manos, para no verlo, como no quise
ver aquellos cigarrillos de otra marca en la guantera del auto,
y ese lápiz labial ajeno que se asomaba en cada frenada por
debajo de mi asiento y Mariano ausente, con los ojos en la
ruta. Ojalá nos estrellemos —pensé— justo cuando Mariano,
solo, acabó.
Matarlo, no. Eso no lo había pensado.
Pero él estaba ahí arrodillado en la tierra, cavando con la
pala una fosa larga para la fila de eucaliptos. Y yo de pie.
—Traeme la pala grande, Andrea —dijo el ausente sus
últimas palabras—en el baúl del auto, está.
Fui hasta el auto, busqué la pala y se la llevé arrastrándola
sobre mis huellas que se marcaban en el barro, como borrán-
dolas al azar.
Mariano de espaldas, arrodillado delante de mí. Pala filosa,
pesada, con las dos manos la levanté, y la deje caer de canto
en medio de su cabeza.
—Callate Aquiles. No ladres, que te mato Aquiles. ¡Vení
para acá!
¡Perro estúpido!
Después, volví sobre Mariano y cavé. Hasta que el cielo se
puso rojo y después negro, como la sangre que se coagulaba
en la herida de su cabeza.
Después lo enterré, como lo tenía pensado.

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La edad de la presbicia

Yo solo tenía seis años cuando ella me preguntó: ¿qué vas a


ser cuando seas grande?
—Escribana —contesté.
Mi tía Alicia sonrió satisfecha.
—Pero no como vos, yo voy a ser escribana de cuentos
—agregué.
—Ah. Serás escritora, entonces. Escritora y tendrás que
pesar cada palabra que escribas y lo que es peor, cada palabra
que escuches y vivir en un mundo solitario y te morirás de
hambre —dijo.
Hace tres días que murió, pero recién ayer encontraron
el cadáver en la bañera de su departamento de Belgrano. Yo
tengo ahora unos años más de los que ella tenía aquel día
en el que me sentenció. Aún no morí de hambre (de si mi
mundo me resulta o no solitario no hablaré por ahora) y mi
tía, finalmente, no me ha incluido en el testamento según lee
ante mí el escribano actuante.

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Yo no puedo, ni pude antes, ni podré jamás perdonarla, lo
digo sin remordimiento: mi tía Alicia bien muerta está.
Con lo que imagino del cadáver de mi tía Alicia y con una
copia de su testamento bajo el brazo, salgo de la escribanía.
Camino por Viamonte hasta 25 de Mayo. Anochece. En los
bares del Bajo, atestados de oficinistas, Buenos Aires es dis-
tinta. ¿Dónde creerán que están estos tipos, en Nueva York?
HappyHour. Julio lluvioso, siete de la tarde, no me parece
nada happy.
Ni me parece tampoco que, por haberme decidido a escribir
en vez de a escriturar, mi tía haya decretado mi muerte civil
desde tan temprana edad. Nos hemos odiado sin pausa,
mutuamente. Dejaré testimonio escrito de esta historia, aunque
no sea escribana. Doy fe.
¿Escribir o intentar hacerlo significa la muerte civil? Me
lo pregunto ahora que, con tanto frío y siendo las siete de
la tarde, no logro encontrar algún sitio en el que me sirvan
un café con leche con medialunas. No, señora —repiten los
mozos— es la hora del happyhour. No sé cuándo, ni quién
fue capaz de decretar un horario feliz, y qué debe beberse en
ese determinado momento, ni por qué se acepta como una
norma. Lo anoto en mi libreta de apuntes, lo que me hace
caer en la cuenta de que las predicciones de mi tía Alicia son
ciertas: «pesarás cada palabra que escribas, y lo que es peor,
cada palabra que escuches. Y te morirás de hambre».
Ser escritora significa la muerte civil: una muerta civil
queda excluida de la realidad, para perderse en la ficción
que le dicta su fantasía. Y ambas terminan por desterrar a la
escritora a un territorio inexistente. Como inexistente es el
territorio en el que enterraré a mí tía Alicia. La enterraré en
el olvido. Esto último lo tacho. Guardo mi libreta y mis ante-
ojos, (estoy en la edad de la presbicia) los vuelvo a sacar para
mirar la hora; a las nueve comienza mi primera reunión de
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taller literario, llegaré puntual. Salgo por Viamonte, empieza
a llover, tomaré un taxi.
El limpiaparabrisas lleva un ritmo de latido, barre las
gotas, se detiene, vuelve a barrer; mientras el tránsito se atora
y yo me pregunto si habrá en un taller literario personas con
anteojos de lectura. ¿O es que a la edad de la presbicia los
escritores ya son escritores?
La naturaleza es sabia, ella indica que alrededor de los
cuarenta hay que alejarse de las cosas para poder verlas. Bajo
del taxi. El aire de julio se secó y está más frío. Soy la primera
en llegar (la leyenda dice que los escritores son impuntuales,
yo no lo soy).
Sebastián A. está sentado en el centro de una larga mesa
rodeado por los libros de la librería del entrepiso del bar Un
Gallo para Esculapio. No ha llegado aún a la edad de la pres-
bicia. Lee con los ojos desnudos, lee con voracidad bajo la
luz escasa y amarilla. Y cuando mira, mira pensando, como si
en vez de mirar leyera, o como si recordara. Y bien, ese es mi
«profesor», un tipo sin presbicia aún y que en vez de mirarme
me lee. No sé cómo presentarme. Pensaba hacerlo diciendo
que no traje ningún texto porque creo que en la escritura,
como en la vida, hay dos formas de actuar: por acción o por
omisión. Soy escritora por omisión.
Pero temo confundirlo y ensayo otro modo de presen-
tarme: Hola, soy Adriana Agüero, aún no he logrado escribir
nada más que notas en una libreta y unos relatos que no
exceden la página y media. Para colmo, en mi locura se me
ha ocurrido escribir una novela sobre mis dificultades en ese
aspecto. ¿A quién le puede interesar saber cómo no ha escrito
una escritora desconocida? No sé qué decirle. Finalmente,
cuando Sebastián A. me saluda, le digo:
—Hola. Me llamo Adriana Agüero vengo a corregir
mis textos.
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Y sonrío con sumisión. Él dice que no importa cuánto
hemos escrito o si hemos o no publicado. No le creo. Pero
asistiré al taller, una especie de aquelarre sadomasoquista,
todos los martes en el entrepiso de Un Gallo Para Esculapio.

Un oficial de la Brigada de Investigaciones de la Policía


Federal se presentó en mi puerta. Dijo llamarse Carnevale y
me entregó el informe sobre la autopsia. Lo leí sin anteojos,
parada y desde lejos. El informe, redactado en patético len-
guaje forense, no daba lugar a dudas: mi tía Alicia bien muerta
estaba. La causa: muerte súbita. Sonreí, como diciendo ya
me lo imaginaba, mientras el oficial Carnevale estrechaba mi
mano, mirándome por detrás de sus anteojos negros.
Pero no me lo imaginaba. Le sonreí para librarme de sus
ojos ocultos, y del más oculto emisario del juez «nosequién»,
que «entiende en la causa», al que recién descubro parado
detrás de la ancha espalda del oficial Carnevale (es irónico
que el oficial de justicia esté parado detrás del policía, pero lo
está) y me da otro escrito que, en lenguaje policial, se refiere
al «esclarecimiento del hecho». O sea, que en dicho lenguaje,
la muerte de Alicia resulta clara y súbita. El dialecto poli-
cial siempre me resultó absurdo, pero referido a la muerte de
Alicia es llanamente increíble. ¿Muerte súbita, no es eterna
la muerte? Y, esclarecida, dice además: y yo que creía que
la muerte era negra; negra como la visión de mi tía Alicia,
ella, carecía de lucidez como para decidir morir súbitamente,
lo cual hubiera logrado suicidándose, pero tampoco tenía la
sensibilidad suficiente como para hacerlo. No hubiera visto
la posibilidad; además, porque era miope.
Toda su vida usó anteojos con marcos ridículos de diferentes
colores, los combinaba con la ropa según la ocasión. Para la
escribanía usaba unos negros con incrustaciones de nácar en
las patillas. En la casa usaba unos con marco transparente y
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para las reuniones sociales, dorados o plateados, dependía
del atuendo. Todos eran muy gruesos. También usaba una
lupa, con la que inspeccionaba los billetes durante las opera-
ciones inmobiliarias, o cuando debía certificar firmas.
Era obsesiva y desconfiada. Jamás se casó. Durante muchos
años fue amante de un escribano que terminó, en la vejez,
cediéndole su matrícula. Alicia se las arregló para hacer valer
los papeles que la acreditaban como sucesora en el registro
y dueña absoluta de la escribanía (derechos adquiridos por
sus buenas artes en la cama del escribano Samuelsen, que
era un viejo repugnante) y, aunque la viuda e hijas del viejo
patalearan, mi tía Alicia reinó al frente de la escribanía hasta
el día de su muerte.
Es injusto que la muerte súbita haya demorado tanto en
llegar: en este oscuro mundo la Justicia es relativa. Deberían
haberla envenenado las Samuelsen.
El oficial Carnevale, que tiene cara de no practicar la
libertad de pensamiento, tal vez sospeche de los míos, porque
aún está parado frente a mí escudriñándome por detrás de
sus antojos negros. Demora demasiado en soltar mi mano, su
sonrisa parece la de un perro a punto de morder. El pequeño
oficial de Justicia continúa parado detrás de él, con la cabeza
gacha. Mi tía Alicia, que era miope, jamás se hubiera perca-
tado de su presencia.

Un Gallo Para Esculapio es una forma de denominar una


deuda, en alusión a la que Sócrates al morir temió dejar pen-
diente con su médico. Me pregunto si habrá muchas personas
que se acuerdan de sus deudas a la hora de morir. Yo espero
no dejar ninguna. A la que la vida tiene conmigo, la tengo
escrita sobre el alma junto a las predicciones de mi tía Alicia.
Por eso, vinculo el nombre del bar con mi rescate: soy como
Esculapio, soy acreedora de una muerta. Y para colmo estoy
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en la edad de la presbicia. Para conjurar el destino, los martes
llevo mis textos al taller de escritura. Allí hay escritores que
sufren presbicia y otros que aún no. Lo cual me consuela
bastante. Está Marcelo R. que no usa los anteojos, solo por
ironía. Y María Marta M. que los usa ineludiblemente. Así
como se comportan con sus anteojos, así son y así escriben.
Uno con una ironía pertinaz, y la otra con una proximidad
ineludible. Ellos conforman conmigo el grupo de los cuaren-
tones. Nos profesamos una mezcla de respeto y compasión.
No necesitamos los anteojos para vernos de cerca, hay entre
nosotros algo parecido a la complicidad escolar. Los de la
edad de la presbicia, como dije más arriba, nos alejamos de
las cosas para poder verlas, nos situamos justo en el punto
donde el pasado y el futuro tienen la misma dimensión. Un
punto desde el cual vemos el pasado con nostalgia y el futuro
es tan cercano que parece presente. Marcelo R. y María
Marta M. lo saben tanto como yo: intentar escribir a la edad
de la presbicia es desesperante.
Sebastián A., además de su destreza para la gramática y de
su voracidad por la lectura, no sé qué otra ventaja nos lleva,
o si sé: es optimista. Hubiera sido catastrófico que el taller
estuviera dirigido por algún presbicio. Si así fuera, el pesi-
mismo nos haría zozobrar.
«Escritoras, todas son trágicas, solitarias y patéticamente
feministas, sin contar la cantidad de suicidas que se encuen-
tran en la lista», con frases como esta mi tía Alicia signó
toda mi adolescencia. Entonces no me daba cuenta de que
debí haberle dado a su pregunta una respuesta diferente.
Debí haberle dicho: si tía, seré escribana y en mis ratos libres
escribiré (tal vez de esa manera hubiera conseguido «fondos»
para comprarme horas libres, me hubiera comprado tiempo
para escribir. Porque el tiempo es libre mientras escribo, y
es esclavo cuando cumplo con exigencias formales. Alicia,
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que pasó su vida redactando testimonios, trataba de incul-
carme sumisión ante el trabajo mercantil, ante el devorador de
tiempo. Ella me negó, aún no sé por qué clase de odio secreto,
mi tiempo para escribir. Te morirás de hambre, amenazaba
cada vez. Ella fue la albacea de la pequeña herencia que me
dejaron mis padres. Y murió debiéndomela. Cada martes,
al salir del bar con mi proyecto de novela bajo el brazo, me
paro frente al cartel para ver brillar sus letras blancas contra
el cielo de Palermo viejo Un Gallo Para Esculapio, mientras
Sebastián A. se despide diciendo:
—Está bueno tu texto.
Me voy con una sonrisa que se disuelve en apenas media
cuadra y sin mis lentes de leer, pues en la oscuridad de la
calle Costa Rica, lo que se lee, no está escrito. Que no iba a
ser amada no constaba en las predicciones de mi tía Alicia,
pero igual me sucede. No amo a ningún hombre, y ningún
hombre me ama a mí. Solo tengo un amante que ignora
quién soy. Cuando me miro en él, me fragmento como ante
un espejo roto. Cada parte de mí que él ama o que detesta,
en realidad no soy yo; no completa al menos.
Soy divorciada. El divorcio es la disolución del vínculo
matrimonial, según el diccionario de la Real Academia; defi-
nición a la que me ajusto como a pocas: no existe nada más
disuelto que mi matrimonio. Matrimonio es una palabra que
termina en monio, como el demonio. (Aunque la Real Aca-
demia no lo haya especificado, yo lo agregaría). Al llegar a mi
casa (que sea mía no está escrito en ninguna parte, ya que mi
tía Alicia jamás escrituró propiedad alguna a mi favor), me
descalzo en la puerta. Parada en la cocina como algún resto
frío del almuerzo, mientras chequeo los mensajes telefónicos
que rara vez existen, luego me pongo a escribir. Sentada
frente a mi vetusta PC debo dar un espectáculo deplorable:
con mis anteojos contra la presbicia, una bata vieja, envuelta
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en humo y dudas, permanezco inmóvil (excepto mis ojos y
dedos) hasta que el hilo del relato se corta. Entonces fumo
mientras doy vueltas por toda la casa solitaria, y si ninguna
frase viene a mi auxilio, me ducho y me voy a dormir.
Duermo con mi gata, ningún hombre ha tolerado jamás
mi comportamiento nocturno. Vivirás en un mundo solitario
—decía Alicia. Y lo acepto. ¿Puedo pretender compañía a la
edad de la presbicia, cuando los hombres que veo a distancia
se desdibujan en la cercanía?
Las escritoras son patéticamente feministas y son suicidas,
decía Alicia. Yo creo que suicidas hay en todos los oficios, el
mayor suicida es el que no tiene otro oficio que el de escri-
birse una vida dictada. En mi vida la que redacto soy yo, y
patéticamente feminista no soy. Soy solitaria, eso sí, pero me
tengo pensado un final feliz. Y escribo porque me es absolu-
tamente necesario.
¿Llegaré a tener lectores a quienes pedir indulgencia o
escribiré solo para no convertirme en una criminal peligrosa?
Las escritoras son trágicas, decía Alicia, y yo con esta pre-
gunta, acabo de darle la razón. Más trágico aún es que ante
mi puerta haya aparecido otra vez el oficial Carnevale, sin
el oficial de justicia detrás y con sus incalificables anteojos
negros. Sonríe como un perro mostrando los dientes frente
al visor del portero eléctrico. Simulo desconocerlo y pre-
gunto quién es. Oficial Carnevale, contesta ya sin sonrisa, y
me explica que viene a dejarme una citación, «para concurrir
a retirar las fajas de clausura del departamento de la señora
Alicia Agüero», dice (Alicia hubiera corregido: «señorita»).
Le pido que deje la citación en la portería.
—Negativo —dice el oficial. Debe bajar usted con DNI y
firmar.
Iba a contestarle quién era DNI, pero esa cara no daba
para chistes. Me allano a su lenguaje y cumplo la orden.
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Bajo, le muestro mi documento y firmo, mientras Carne-
vale pasea los ojos por mis piernas y masca su chicle. Afuera
hay dos más de su misma especie en el interior de un patru-
llero. Me pregunto si esos anteojos serán parte del uniforme.
Sí. También esa actitud arrogante y ese lenguaje uniforme,
son parte del uniforme.
Qué personaje para una novela policial Carnevale, qué
personaje policial. Detestable, Carnevale. Ojalá nunca se me
ocurra un personaje como Carnevale.
Si Sebastián A. lo hubiera visto me diría que escribiese
una policial, o un cuento, si no da para novela. Y los presbi-
cios del taller hubieran desplegado toda su imaginación pen-
sando posibilidades para el personaje de Carnevale. Pero yo
dudaba entre lograr escribir una oración coherente, o salir
a terminar los trámites del departamento de Alicia. Ganó
Alicia, abandoné lo que escribía y salí hacia lo que para ellos
sería: la escena del crimen.
Fui en subte. En el viaje desde la estación Bulnes hasta
Juramento no pude concentrarme en lo que tenía que hacer
cuando llegara. Y bueno, por qué saberlo, si el que sabía era
el oficial de justicia invisible y me estaría esperando allí.
Además, según Alicia, yo vivo en un mundo inexistente.
Y más todavía cuando viajo en subte. Ese mundo subte-
rráneo y artificial trastorna la conducta de las personas. A
mí, por ejemplo, me pasa que no puedo mirarlas a la cara,
solo les miro los pies. Trato de saber cómo son a través de
sus zapatos. Me gusta leer el diario del vecino y descubrir
la tapa de libro del pasajero de enfrente. Es terrible estar
obligado a tener a las personas tan cerca y no tener otra cosa
que mirar. A veces saco mi libreta de anotaciones y escribo
frases estilo Pizarnick y después me arrepiento. En ese caso
es mejor leer. En el subte los pasajeros son más pasajeros
que en cualquier otro momento de sus vidas. Esta frase la
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anoté y no supe qué hacer con ella. Se me ocurrió que un
cuento sobre la muerte, justo cuando el cartel de la estación
Juramento desfilaba ante mis ojos. Bajé deseando que no
estuviera Carnevale esperándome.
En la superficie había sol y frío de invierno. Hice media
cuadra por Cabildo, compré garrapiñadas de almendras
calientes, se me pegaron a lana de los guantes, camine sin
ganas, miré que mis lentes de la presbicia estuvieran en
la cartera y me puse los de sol. Allá en la puerta estaban
parados un cabo de la policía, con su campera de Taiwán, y el
que debía ser un fiscal, con un sobretodo marrón espantoso.
No estaban ni Carnevale, ni el oficial de Justicia invisible.
También había un patrullero y, por supuesto, el portero que
parecía muy entusiasmado por la situación.
—Acá llega la señora Agüero —dijo el muy obsecuente.
El cabo hizo la venia, y el del sobretodo marrón dijo:
—Buenas tardes, señora. Vamos a proceder a retirar las
fajas de clausura y a entregarle las llaves del inmueble.
Asentí con la cabeza y sin hablar los seguí hasta los ascen-
sores. Por suerte el viaje duraba solo tres pisos, no hubiera
tolerado más tiempo escuchando la clásicamente estúpida
conversación de ascensor que sostenían esos tres tipos. Pesarás
cada palabra que escuches, predijo Alicia; pero estas eran
pesadas de por sí. Lo que Alicia no pudo predecir es que yo
estuviese por entrar a su departamento de Belgrano, que un
fiscal sacaría las fajas de clausura, que un cabo o un sargento
—o no sé— me estuviera mirando fijamente por debajo
de la visera, que el portero refregara sus manos como si
estuviera por abrirse la cueva de Alí Babá y que yo, solo
deseara irme.
El cabo y el fiscal abrieron la puerta y se fueron sin entrar,
le pedí al portero que se adelantara y abriera todas las ven-
tanas; después entré. Aunque el cadáver de Alicia ya no
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estaba en la bañera, el olor persistía a través de tres meses de
encierro. Y aunque, insisto, el cadáver de Alicia ya no estaba
en la bañera, se dibujaba en mi retina con perversa preci-
sión. El baño estaba a oscuras y se oía gotear una canilla. El
portero dijo que había que cambiar el cuerito, y la imagen
de Alicia se esfumó. Levanté mis anteojos negros, no me los
había sacado, y lo miré como para matarlo.
—¿Se encuentra bien, señora, no quiere sentarse un poquito?
—No, no. Estoy bien así. Pero cierre la puerta del baño por
favor, y las de los placares, abra el balcón y todas las ventanas,
y vámonos. Quédese con las llaves. Yo me tengo que ir.
No sé si me contestó, ni siquiera lo esperé para bajar. Odio
viajar con extraños en el ascensor y más aún que me den
el pésame por lo que no me pesa. Afuera el cielo se había
nublado. Volví en taxi, con la ventanilla abierta, hasta que
se me congeló la nariz. Cuando cerré el vidrio el taxista
me miró por el retrovisor y se me ocurrió que mirar hacia
atrás mediante un espejo podría ser una buena técnica para
recordar lo que jamás se vio. A mí me serviría para ver el
cadáver de Alicia en la bañera y poderlo contar. Sebastián A.
me diría, si lo vas a escribir, mostrarlo, tenés que mostrarlo,
sería una buena escena de terror. Pero yo no volví a verla, ni
mirando para atrás, ni para adelante, tampoco al cerrar los
ojos, y menos aún frente al teclado.
Solo la huelo de vez en cuando, la huelo cuando me excedo
con el alcohol, la huelo cuando vomito.
A la edad de la presbicia uno aprende —por fin— a mirar
más allá de sus narices. Seguramente por eso los anteojos de
lectura deben montarse bien cerca de la punta, lo que hace
que uno eche la cabeza hacia atrás con un aire de suficiencia.
Algunos verán en esta actitud un gesto de decadencia, pero si
se lo piensa bien es casi una postura artística, como la de los
pintores cuando se alejan de la tela para corroborar el efecto
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de la pintura. En la punta de mi nariz suele mi amante pegar
la suya para mirarme a los ojos cuando me tiendo sobre él.
Más allá de nuestras narices nos reconocemos como los
ciegos, por el tacto, por la voz, por el olfato; como los ciegos,
o mejor como animales. Sin palabras y sin razón alguna. Por
eso las letras se niegan a darle a mi amante un nombre y en
este caso yo las dejo hacer. Mi amante dice que yo debería
seguir a fondo con el caso de Alicia, pedir una investiga-
ción más exhaustiva sobre su muerte. La explicación de la
muerte súbita, él no la cree: porque no la conocía. Y dice
que, en el caso de que las Samuelsen la hayan matado, tal
vez yo podría conseguir algún resarcimiento económico.
Dijo resarcimiento, me molestó esa palabra. Le contesté que
si a mí no me importaba el asunto menos debería impor-
tarle a él. Y que no vuelva a hablarme en idioma judicial
porque no lo tolero. Los ojos verdes de mi príncipe gris se
cerraron en un gesto de disgusto. Yo despegué mi nariz de
la suya, para verlo de lejos, como leyendo una indescifrable
letra chica.
La presbicia se instala en la vida paralelamente a la des-
confianza. La letra chica, la mayoría de las veces, es para des-
confiar o al menos un alerta para la atención. Se me ocurre
esta frase cuando camino bajo la lluvia, rumbo al taller lite-
rario por la calle Costa Rica, y me detengo a anotarla en
mi libreta, mojada, porque el árbol que elegí deja pasar los
goterones entre su follaje. Un árbol incapaz de protegerme
contra la lluvia. Un árbol como mi príncipe gris: pierde las
hojas, no abriga. No es, evidentemente, un lugar adecuado
para detenerse a tomar notas y continuo mi marcha rumbo al
taller, donde espero encontrar algo de paz, algo de calor. Lo
que encuentro acalorada es la discusión que María Marta M.
y Marcelo R., escritores presbicios, mantienen con Sebas-
tián A. Él opina que si uno quiere dar a conocer lo escrito
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debe allanarse a participar de un concurso literario. Eso, a los
viejos novatos, nos provoca desconfianza.
—¿De qué se trata lo del concurso? que es literario está
claro; pero concurso no es —digo.
Sebastián A. busca como siempre una explicación opti-
mista y pide una cerveza. Me pregunta si quiero una.
—No gracias, mejor dame el diccionario de sinónimos
para aclarar esto —respondo.
Busco en el diccionario, para avalar en cierta forma lo que
pienso y finalmente digo:
—Acá dice que: concurso es asistencia, ayuda, cooperación
y por otro lado certamen, oposición. Oposición está claro, y
también dice certamen como sinónimo de justa. Pero justa,
en este caso no es el femenino de justo. Y si no es justo, me
parece oprobioso tener que participar.
Sebastián A. hace silencio midiendo lo arduo que será
tratar de convencerme.
Tengo escritos algunos cuentos. Tengo muchos más sin
concluir y una cadena de palabras que repta a lo largo de las
hojas de varias libretas de anotaciones. Eso es todo lo que
tengo y para colmo me entero de que, entre otros requisitos,
el autor debe enviar una reseña de su actividad literaria y
además una foto. ¡Una foto! De ninguna manera. Yo podría
tal vez mandar un currículum escueto, ya que mi actividad
literaria es haber escrito y no haber sido leída. Me disculpo
entonces, por no tener antecedentes públicos. Pero una foto,
jamás: un escritor tiene la cara que sus lectores imaginen;
como imaginan su voz. Las fotos en las solapas de los libros
son siempre un desencanto.
Sospecho que los organizadores del concurso son como
un ejército de «tías Alicias», decididos a demostrarle a los
pretendidos escritores lo infructuoso de su actividad. Ellos
solo premian con dinero a quien pueda redituarles dinero,
73
o sea el ganador, y a los perdedores les pasan sus textos
por la picadora de papeles. ¿Ganador, perdedor? Para qué
pesar estas palabras. No participaré. Tiene que haber otro
camino.
Tras un breve período paralizada, sin escribir y sin encon-
trar camino alguno, decidí cambiar el rumbo y sobre todo
cambiar de actitud. En vez de dirigirme a las personas en la
forma breve y distante que me caracteriza, resolví conversar.
Conversé sobre el tiempo, sobre el precio del dólar, sobre
el aumento de tarifas y sobre el catálogo de desgracias del
argentino medio. Sonreí y fingí interés en sus apreciaciones.
Improvisé así, mediante la conversación de ascensor, de cola
bancaria o de sala espera, un sistema de investigación para
averiguar en forma práctica (casi científica), una duda que
no he podido resolver, hasta ahora, con mi método solitario
de devaneo de sesos. Una duda que no me deja sentarme a
escribir como es debido. Pero, no conversé con cualquiera,
mi pregunta central iba dirigida solo a un grupo de per-
sonas: los miopes.
—Disculpe mi curiosidad —les preguntaba, después de
haber entrado en falsa confianza— ¿usted, se baña con los
anteojos puestos?
La mayoría no me contestó. Otros de mejor humor, me
respondieron que no porque se les empañan y que, defini-
tivamente, su defecto visual les impide ver de la corta dis-
tancia hacia adelante. Para apreciar algo muy de cerca, o para
leer letra chica tienen que sacarse los lentes, pero prefieren,
muchos de ellos, entrecerrar los párpados y mirar, como atis-
bando en la lejanía, lo que se encuentra frente a su nariz.
Muy pocos lo reconocen, en verdad, no se quitan los anteojos
bajo ninguna circunstancia. Es más, un tipo de unos cua-
renta años, creyéndose muy seductor, me dijo que él no se
los sacaba ni para «hacer el amor». (Pero no iba al caso). Lo
74
que iba al caso era si mi Tía Alicia, se bañaba o no, con sus
anteojos puestos.
Yo jamás la vi sin ellos. Si la pensara sin anteojos jamás
podría imaginar su cadáver en la bañera. La imagen de un
cadáver es un buen principio para un cuento de misterio,
pero no la imagino, sin antojos no.
Sebastián A. me dijo que dejara de perder el tiempo y rela-
tase una escena terrorífica.
No lo hice así. Yo me destaco por elegir frecuentemente el
camino equivocado, y en vez de haberme sentado a escribir,
me encontraba perdiendo el tiempo de un sábado, viajando
en subte otra vez, rumbo a la imagen de Alicia hasta su
departamento de Belgrano.
Un dúo de actores ambulantes representaba una escena
en el vagón. Los viajeros miraban insistentemente el pai-
saje escatológico del túnel y no le prestaban la menor aten-
ción a la escena. Temían el posterior pasaje de la gorra, y
les espantaba el verse reflejados en la mímica. La escena
duró tres estaciones, los actores pasaron infructuosamente
la gorra y se bajaron en Olleros. Me quedé sola en el vagón
durante dos estaciones, hasta Juramento, y me dediqué a
armar palabras con las letras de los carteles. Al llegar, subí
por una escalera mecánica que desemboca en la vereda de
enfrente y me desorienté. El frío en la superficie era feroz
y en los parlantes de una galería se escuchaba, anacrónico,
Serú Girán: «Este invierno fue malo / Y creo que olvidé mi
sombra en el subterráneo, nena./ Y mis piernas cada vez más
largas / saben que no puedo volver atrás / la ciudad se nos mea
de risa, nena».
La que se debe estar meando risa es Alicia, nena, pensé
mientras apuraba el paso en dirección equivocada. Fue dema-
siado para un sábado: frío, recuerdos de adolescencia y un
rumbo equivocado. Finalmente, no llegué al departamento
75
de Belgrano, tomé un taxi y volví a casa por la superficie bajo
un cielo tormentoso, tan oscuro como el túnel del subte.
En el contestador telefónico mi príncipe gris anunciaba
que estaría de viaje por diez días. Morite, digo, y me siento
de espaldas a luz a escribir un cuento sobre como una mujer
asesina a su amante. Lo escribo completo en menos de tres
horas. Lo llevaré a corregir al taller.
Los presbicios, en esto, somos obedientes y dedicados.
Corregir lo escrito requiere objetividad y obsesión contun-
dente por lo preciso, como los crucigramas y los enigmas
matemáticos. Cualquiera sea el caso, se trata de una tarea
especial para presbicios porque es una tarea de reparación.
«Lo enterré como lo tenía pensado», dice la protagonista
de mi cuento y comienza el relato por el final para terminar
describiendo cómo mató a su amante, y —como todo ase-
sino que se precie— justificando su acción.
—¿Este cuento es para mandar al concurso? —pregunta
Marcelo R. arqueando las cejas.
—No, no es —contesto y sigo leyendo.
Marcelo R. se empeña en interrumpirme, me pregunta si
hay algo personal en mi cuento.
—Sí, claro. Es personal porque es mío.
—No, por lo del amante, digo.
—¡Cómo va a ser cierto! Y no me preguntes cosas perso-
nales, que a vos nadie te preguntó nada.
—Sigamos corrigiendo —dice Sebastián A.
Seguimos corrigiendo pero mi atención se había disper-
sado. Me preguntaba por qué entre los escritores (los cono-
cidos al menos) no se encuentran asesinos y me respondía
que debe ser porque tienen el privilegio de matar a sus per-
sonajes. No pude seguir la lectura, me saqué los anteojos y
me dispuse a escuchar lo que leía María Marta M.

76
En las mesas de abajo, los clientes del bar del Gallo disfru-
taban de sus tragos, mientras los presbicios nos enredábamos
en las letras. Intentar escribir a la edad de la presbicia es puro
masoquismo. Dejar de hacerlo, también. María Marta M.
termina de leer su cuento y prende un cigarrillo a la espera
de la crítica. Sebastián A. le señala un párrafo demasiado
extenso, por el cual que discutimos casi media hora. Por eso
me olvidé de preguntarles si sabían de algún miope conocido
que se bañara con los anteojos puestos.
Lamentablemente, si mi tía Alicia (o su cadáver) tenía o no
sus anteojos puestos, no constaba en el informe del forense.
En mi memoria consta que Alicia no se los sacaba jamás.
Era muy difícil adivinar la expresión de sus ojos, parecían los
de una vaca inofensiva, detrás del desmesurado aumento. Así
lo estimé la primera vez que recuerdo haberlos visto. Yo no
tenía más de tres años, cuando mi tía Alicia tuvo que hacerse
cargo de mí, tras la muerte de mis padres en un accidente en
la Ruta 2 rumbo a Mar del Plata, un viernes lluvioso, según
me dijo. De ellos tengo solo una foto, la de su casamiento y
creo recordar la voz de mi madre y la altura descomunal de
mi padre. Mi tía Alicia no los quería ni a ellos ni a mí, y esto
no era por ninguna razón en especial, era solo porque mi tía
Alicia no quería ni quiso a nadie nunca. Y menos aún quería
encargarse de una niña rebelde y tenaz. Si no me depositó
en un orfanato fue solo por hipocresía. Pero me inscribió en
el colegio de las Hermanas del Niño Jesús que era una cosa
parecida. Parecida a un orfanato y también a la hipocresía.
Allí pretendió mi tía que yo fuera educada.
Yo me eduqué, realmente, durante las horas en las que
Alicia me dejaba sola en su departamento de Belgrano.
Leyendo y releyendo todo lo que había en su biblioteca,
revisando sus papeles y sobre todo haciendo experimentos
ópticos con los espejos del baño. Eran cuatro. Además de los tres
77
espejos clásicos, mi tía había adosado uno redondo de aumento
en uno de los espejos laterales. Lo usaba para maquillarse los
ojos y para depilarse artísticamente las cejas. Eran maravi-
llosas las imágenes que obtenía superponiéndolos. Los espejos
multiplicaban mi cara mientras yo cantaba utilizando un tubo
de desodorante como micrófono. Y otras veces, parada en un
banquito, leía cuentos en voz alta, como si estuviera delante
de varios espectadores. Esto duró hasta que una vez, jugando
a ser una novia con la cortina de la bañera en la cabeza, me
caí del banquito y la cortina se descolgó y se rompió por com-
pleto. Desde esa tarde, Alicia me confinó a utilizar solo el baño
del servicio. Cada vez que se iba dejaba el «suyo» cerrado con
llave. Lo único que faltaba, me dijo, es que te hagas la artista.
Los artistas son unos irresponsables, se creen seres superiores
y no respetan las ideas de los demás. Alicia debe haber querido
decir algo sobre el arte de vanguardia, porque para esa época
fue lo del Mayo Francés y el Cordobazo, hechos que a mi tía
Alicia la escandalizaron.
Me desalojó para siempre de su baño, me quedé sin espec-
tadores, y comencé a escribir.
Dormía en las dependencias de servicio, me parecía fas-
cinante, pues tenía mi propio espacio y, sobre todo, tenía a
Alicia un poco más lejos de mí. Comprobé que su lejanía era
beneficiosa, aunque tuve que soportarla, por razones obvias,
hasta cumplir los dieciocho años.
Ahora, más de veinte años más tarde, su lejanía es tan
necesaria como la distancia para leer, cuando no encuentro
mis lentes contra la presbicia. Esos lentes necesarios que
pierden con tanta facilidad a los presbicios, pero a los miopes,
jamás. Me pregunto dónde estará ese último par que Alicia
debe haberse sacado para no haber visto el jabón, con el qué
resbaló y se partió la crisma contra la bañera, como corres-
ponde a la muerte ordinaria de cualquier vieja. ¿O tal vez los
78
tenía puestos y se vio bien de cerca en su espejo de aumento
y le dio síncope?
Mi príncipe gris, vive lejos de toda fantasía (por lo tanto
lejos de mí) dice que yo nunca realizo una acción concreta, y
que nunca llego a nada:
—Dame un ejemplo —digo.
—Estás escribiendo, lo decís pero no se ve. No te interesa
la muerte de Alicia, y últimamente ese es tú único tema. Ya
no me querés pero no me dejas, etc., etc.
—Con respecto al último punto, te aclaro que ya te maté
en mi último cuento, lo que aclara que sí escribo. Y con res-
pecto a Alicia, solo me molesta el olor a muerto de su depar-
tamento de Belgrano que se aparece de vez en cuando en mi
nariz y, detesto su voz cuando aparece anunciándome fra-
casos a cada paso y odio pensar en que tal vez se haya suici-
dado, cosa muy digna, de la que pudo haber sido ser capaz.
—Sí, muñeca, tenés razón. Vos hablando siempre tenés
razón… Pero no pensé que fueras necrófila, porque si estoy
muerto para vos, en la cama no lo parece, lo de recién estuvo
muy bueno.
—Seguís sin entender nada —digo—. Pero igual podés
quedarte a dormir.
—Sí, si sacas tu gata de la cama.
Le pregunto si no podrá por una vez, no ponerme condi-
ciones, pero ya se durmió. Y además al pasaje por el paraíso
de nuestros cuerpos con sus respectivas almas, le dice «lo de
recién». Mi príncipe gris, definitivamente, no entiende nada.
Vivirás en un mundo solitario, dijo nítidamente la voz de
Alicia en mi memoria, justo cuando decidí alejarme de mi
príncipe durmiente y me bajaba de la cama a buscar a la gata,
para llevarla a dormir conmigo a la habitación de servicio.
Dormir en la habitación de servicio es como dormir en
una habitación de hotel donde nada le pertenece a nadie. Es
79
ser un viajero, es estar en tránsito. Es un poco menos frío que
la soledad, menos desapegado y triste porque se respira cierta
independencia, como la de los gatos, siempre en tránsito por
la vida de quienes aman. Cualquiera que haya dormido solo
en un cuarto de hotel puede corroborar lo que digo. Porque
uno sabe que la soledad de un cuarto de hotel, como la del
viajero, está en tránsito. Pero la soledad del cuarto propio es
helada, duerma uno con quien duerma, y sabe a definitiva.
Y eso no se comparte. Mi príncipe gris tendrá entonces que
irse, para que yo regrese al cuarto principal a escribir tran-
quila, sin resabios de niñez, sin la voz de Alicia dictándome
su pesimismo en cada párrafo.
Definitivamente no hay lugar para alguien más en esta
casa. Príncipe gris, estás desterrado.
Por la mañana —el hasta ahora llamado príncipe gris—,
Hernán, se había ido antes de que yo se lo pidiera, con su
nombre real al mundo de la no-ficción. Desde ese día habita
por allí y creo que jamás leerá una página de lo que aquí he
dicho de él.
Las noches son más largas desde entonces. Tengo más
intimidad y tiempo para escribir, estoy sola. A veces me saco
un rato los anteojos de la presbicia porque se me nubla la
vista. Son lágrimas, no las seco, solo limpio los anteojos y
espero un rato, miro el reloj de escritorio que mi príncipe
gris una vez me regaló. El reloj se ve borroso entre la pres-
bicia y las lágrimas. ¿Habrá a la edad de la presbicia tiempo
para recuperarse de la pérdida de un príncipe por más gris
que este haya sido?
A dormir, nada de cuentos, nada de príncipes, decía Alicia
y me dejaba sumida en la desmesura que tiene la oscuridad
cuando se tienen siete años. Ahora no apago las luces, hasta
el amanecer no las apago. Aunque no sepa cómo haré para
levantarme, para encarar el tedio del trabajo, mañana.
80
El problema es comenzar el día, después todo se arregla.
Por la tarde voy a corregir.
Llevo mis textos al taller de Sebastián A. Se ha mudado de
Un Gallo para Esculapio a una librería en la calle Gorriti. Los
integrantes más jóvenes no acusaron el efecto del cambio de
lugar, pero los presbicios nos desorientamos un poco. Porque
a la edad de la presbicia uno es casi tan rebelde como un
adolescente y tan necio como un viejo; las adaptaciones a los
cambios forzosos provocan en nosotros cierta desazón. A tal
punto que algunos hemos pensado en irnos con la música a
otra parte, perdón, con los textos a otra parte.
Si a esta altura del camino, los textos no van a una imprenta,
a una revista o a un pretencioso libro, ¿dónde podrían ir?
Esa es la pregunta, y más que una pregunta es un problema.
Además de escribir por necesidad personal, deberíamos
suponer que uno escribe para algo o alguien. Los que escriben
por razones comerciales, sean presbicios o no, no tienen este
problema.
Pero, los textos ¿adónde podrían ir? Debe ser esta una pre-
gunta metafísica, me digo al no encontrar la respuesta. Y ni
bien lo pienso encuentro una. Es así: la persona que escribe
es un escritor, un escritor desea hacer público lo que escribe,
siempre lo desea aunque sea un diario personal o una carta
de despedida. Hacer público no significa necesariamente ser
masivo, hacer público significa dar a conocer. Un texto es len-
guaje escrito, el lenguaje sirve a la comunicación, un escritor
comunica lo que piensa, lo que imagina, lo que desea, lo que
inventa o reinventa, un escritor es un dictador de irrealidades,
y para hacerlas reales las da a conocer.
Yo empecé estas páginas dando a conocer mi realidad de
escritora que no escribió, pero que escribe ahora, para dar a
conocer las dificultades que su realidad no escrita le presenta
al escribir su ficción. La escritora delira.
81
Sebastián A. dice que en vez de hacerme tanto problema
siga escribiendo. Y me sugiere que si estoy empantanada, hable
o escuche a escritores conocidos y actuales que revelan cómo
es el proceso de sus textos y lo cuentan por ahí. Yo los escucho:
todos hacen más o menos lo mismo, la diferencia es que ellos
leen lo que han escrito en público, y yo no. Eso es todo.

Estuvimos corrigiendo deseos y los textos quedaron sin


leer sobre la mesa, como muertos en un velorio. Están ahí
expuestos y los impresionables no los queremos mirar. Si los
miramos nos dan el reflejo de nuestra propia muerte. Sin ser
leídos, meterlos en las carpetas es como llevarlos al entierro
que se consuma en el nicho del cajón de debajo de la biblio-
teca. Si alguien necesita mi cadáver, está ahí, en el cajón de
debajo de la biblioteca, todo lo demás es solo ceniza.
Las cenizas de Alicia, en cambio, se quedaron esperando
en el crematorio del cementerio de la Chacarita. De vez en
cuando, la administración del cementerio envía una factura a
pagar por su tenencia, y me reclama que las retire (según me
informa el portero del departamento de Belgrano, dejando así
en evidencia que lee la correspondencia ajena). Yo le contesto
invariablemente que no lo haré jamás y que él, por su parte,
podría también hacer cenizas todas las demás cuentas que
en Belgrano se acumulan, pues no pienso pagarlas. Me tiene
sin cuidado si entre todos los acreedores rematan ese apes-
toso departamento. Detesto las cenizas de Alicia y detesto
las administraciones, sean estas de cementerio o de consorcio,
que para el caso es lo mismo; ambas administran nichos.
El portero, que ejerce un autoritarismo rudimentario, me
recrimina que, «alguien», de alguna manera debe retirar los
«efectos personales».
—¿Defectos personales, de quién? —pregunto.

82
Él corta la comunicación, y no volverá a llamar hasta pasados
unos quince días. Y aunque yo disfruto mucho de burlarme
de las autoridades, cambiándoles algunas letras de sus pro-
pias palabras, esta vez caigo en la cuenta de que «alguien»
de alguna manera debe cortar definitivamente la comunica-
ción con el portero y el departamento de Belgrano, y con los
efectos de Alicia en general. Ese «alguien», debo ser yo.
Pesarás cada palabra que escribas, cada palabra que leas,
cada palabra que escuches y cada palabra que calles, decía
Alicia. Lo que no dijo, es que a la edad de la presbicia pesaría
también cada palabra que recuerde. No lo dijo, porque no
lo sabía. Por miope no lo sabía. Ella se pegaba a los escritos
para poder leerlos y, no pudo saber jamás los beneficios de
tomar cierta distancia. A la edad de la presbicia, la distancia
agranda el tamaño de las letras y disminuye el peso de las
palabras; lo pienso mientras leo los carteles callejeros desde
el colectivo 39 rumbo al cementerio de la Chacarita.
El sol de agosto rebota sobre los carteles de publicidad,
haciéndome el invalorable favor de tapar los textos, y de
resaltar los colores de las paredes pálidas. A pesar de que
el aire es todavía frío abro la ventanilla para respirar el olor
de la mañana, que jamás llega a mi hermética oficina, y me
alegro de no estar hoy allí.
Viajo a bordo del colectivo 39 rumbo al cementerio de
la Chacarita, un lunes de sol de agosto en el que he faltado
otra vez a mi trabajo: detestable administración de hospital
municipal —de eso vivo— cosa que no mencioné porque, ya
dije, detesto las administraciones y la fauna que las habita,
aunque yo accidentalmente forme parte del plantel.
A esta hora el tránsito hacia la Chacarita es liviano y rápido,
como los textos de los aborrecibles carteles de propaganda:
tu pelo más suave anuncia uno, internet más rápida otro, y
otro muestra una playa caribeña en un atardecer rojo impreso
83
sobre una dorada tarjeta de crédito. Números y palabras.
Palabras livianas, rápidas, pasajeras, se podría decir que hasta
inocuas, pero no, palabras inocuas no hay.
Palabras malversadas sí. Palabras escritas en los muros
de la ciudad de los vivos rumbo a la ciudad de los muertos.
Palabras que me distraen camino al cementerio, palabras
que se contradicen con las que encontraré al llegar: entrada,
cementerio, administración, siga la flecha, saque número.
Palabras que terminan por enlodarse aún más con el olor
a podrido de la Chacarita, y se trocaran en las palabras
pesadas rodeando el recuerdo de Alicia: cadáver, crematorio,
despojos, cenizas.
El olor de esas palabras me da ganas de vomitar y me bajo
del colectivo unas cuadras antes de llegar al cementerio. Me
bajo justo frente a un cartel blanco con letras rojas: Ejército
de Salvación, dice, y un número telefónico.
Salvación, leo antes de que el semáforo cambie y las nubes
empiecen a tapar el sol de agosto. Cruzo la avenida Lacroze
y subo a otro colectivo que anuncia sobre su frente en letras
negras: Chacarita-Belgrano. El colectivo está colmado de
gente. Viajo parada con una mano firme en el pasamanos y
la otra empeñada en encontrar una birome dentro de la car-
tera. Cuando logro asirla sigo revolviendo en busca de algún
papel para anotar, me pongo la birome entre los labios y
saco el paquete de cigarrillos, suelto temerariamente el pasa-
manos y logro anotar el número del Ejército de Salvación en
la marquilla antes de que se esfume de mi memoria. (Puedo
recordar miles de palabras, párrafos enteros, pero números
telefónicos jamás).
Ejército de Salvación. Eso necesito, un ejército que me
salve de volver a entrar en el departamento de Belgrano, que
se lleve por botín todos los efectos personales de Alicia. Un
ejército que derribe las puertas, arrase los recuerdos y que
84
de paso también fulmine al portero. Quedará solo, polvo
y cenizas, junto a las palabras de Alicia repitiendo en mi
memoria: no te hagas la artista, querés.
No, si yo no me hago la artista, solo digo que iré con un
ejército.
Una expresión de venganza debe haberse dibujado en mi
cara, porque una pasajera del colectivo me mira con cara
espanto e interrogación. Le sonrío y ella, desliza rápidamente
su mirada a la ventanilla, mientras yo, que jamás hasta ahora
había paladeado la venganza, disfruto su sabor. Mi náusea se
disipa. Busco en la cartera un caramelo de menta, la mujer
parece haber llegado a destino y deja su asiento; yo que ya
encontré el caramelo, lo saborearé sentada.
Es casi mediodía. Me pregunto si en Ejército de Salvación
cumplirá con el horario del almuerzo, espero que no.
Ahora, el tránsito se ha detenido sobre la avenida a la
espera del paso del tren. Por delante, los techos de los autos
brillan bajo el sol; cuando se levante la barrera avanzarán
lentamente como un ejército en formación.
El colectivo me dejó en la esquina del departamento de
Belgrano. Caminé unos metros buscando el infaltable locu-
torio de la cuadra, había dos. Entré en el que estaba vacío,
solicité una cabina y marqué el número del Ejército de Salva-
ción. Tono de ocupado, una vez. Tono de ocupado dos veces.
Y a la tercera: Ejército de Salvación, buenas tardes, contesta
una voz de secretaria que me sonó a vieja.
Le explico el caso: que mi tía ha fallecido y que decido
donar todos los bienes del departamento al Ejército de Sal-
vación, para que disponga de ellos. La mujer me explica que
no hay problema, que ellos se hacen cargo de recoger todas
las cosas, que desde ya me lo agradece, pero que debemos
cumplir con una formalidad.

85
Me lo imaginaba, otro trámite. La mujer ha mutado su voz
de voluntaria de ejército a simple empleada administrativa y
me dice que debo certificar que los objetos que dono son de
mi propiedad.
—¿Y cómo se hace eso, señora? —pregunto un tanto des-
ahuciada.
—Muy simple señorita, un certificado, por escribano,
corroborando que usted es la heredera.
—No. Yo la heredera del departamento no soy. Soy solo de
los efectos personales y de las cenizas, claro.
—¿Por qué cenizas? ¿Hubo un siniestro en el lugar? —aquí
su voz se tornó policial.
—Lo siniestro es el lugar en sí —respondo—, siniestro
pero sin cenizas, las cenizas están en el cementerio.
—Disculpe, pero usted me confunde. Si tiene a bien aclarar
la situación, la atenderemos con mucho gusto.
Mi pedido de rescate se había frustrado momentánea-
mente. Me despedí en el tono más amable que pude, y
prometí volver a llamar. Me llevó más de diez días, pero lo
logré, hice todos los trámites y finalmente llegué al departa-
mento de Belgrano acompañada de una cuadrilla del Ejér-
cito de Salvación, les abrí la puerta y, sin entrar, les dije que
dispusieran de absolutamente todo lo que había en el lugar,
muebles, ropa, vajilla, libros: todos los efectos, personales o
impersonales. Todo, menos los lentes.
Esperé a que se consumara el desalojo sentada en un bar
del otro lado de la avenida Cabildo. Desde allí vi como car-
gaban en un camión muebles, bolsas con ropa, supongo, y
cajas llenas de libros. Confieso que lo de los libros me dio
pena. El camión partió y luego una camioneta se llevó hasta
las macetas con sus plantas muertas.
La mudanza tardó más de dos horas durante las cuales
pretendí leer primero el diario, después hacer los cruci-
86
gramas, pero la visión de los bártulos de Alicia en medio de
la calle me dejaba con la boca abierta. Cuando la camioneta
partió, el portero, que había estado controlando la operación,
cruzó hacia el bar con una caja de madera en los brazos. Le
hice señas para que pasara y se sentara. Él entró muy cere-
monioso dejó la caja de madera delante de mí y se fue sin
decir palabra. Espero no volver a verte, pensé y abrí la caja.
Todos los pares de anteojos que Alicia usó en su vida estaban
allí, con sus marcos ridículos y enfundados en sus respectivos
estuches. Todos menos unos que estaban sueltos y con un
lente partido. Eran los de marco transparente, los que ella
usaba de entrecasa. Los volví a guardar y cerré la caja.
Con la caja de los anteojos en los brazos, como trans-
portando una urna de cenizas, salí del bar y caminé hasta la
galería. Entré al local de compra y venta de objetos usados.
El localcito de las porquerías, como lo llamaba Alicia y vendí
la caja y su contenido por unos irrisorios veinte pesos. Des-
pués crucé a la librería y los invertí en una resma de papel
para escribir.
Y escribí lo que antecede y pensé en el tiempo; en el pasado
y en el presente, porque a la edad de la presbicia el futuro es
siempre imperfecto. Resolví que las cenizas de Alicia que-
daran para siempre en la Chacarita. Dejé de pensar en los
tiempos verbales y también acerca de si el tiempo corre, pasa
o se pierde.

Usar anteojos en la punta de la nariz, es el punto medio


entre el pasado y el futuro. A la edad de la presbicia lo que
sucede, lo que sucedió, y lo que sucederá se escribe en tiempo
simultáneo. La Real Academia tendría que revisar el para-
digma verbal.

87
Índice

Prólogo 7

Palabras cruzadas 15

Ernestina 19

Ajedrez 25

Nunca lo dijo 29

El heredero 33

Muerte inminente 39

Ignaciosiempre 43

Amnesia del principio 47

Fuera de cálculo 49

Fantasma en la niebla 55

El ausente 57

La edad de la presbicia 61
La edad de la presbicia
se imprimió en octubre de 2019 en los talleres de la
Fundación Imprenta de la Cultura
Miranda, Venezuela.
Son 5000 ejemplares.

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