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Antología Poética Jorge Luis Borges

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Antología poética Jorge Luis Borges

Selección de Luna de enfrente (1925)

“Calle con almacén rosado”

Ya se le van los ojos a la noche en cada bocacalle

y es como una sequía husmeando lluvia.

Ya todos los caminos están cerca,

y hasta el camino del milagro.

El viento trae el alba entorpecida.

El alba es nuestro miedo de hacer cosas distintas y se nos viene encima.

Toda la santa noche he caminado

y su inquietud me deja

en esta calle que es cualquiera.

Aquí otra vez la seguridad de la llanura

en el horizonte

y el terreno baldío que se deshace en yuyos y alambres

y el almacén tan claro como la luna nueva de ayer tarde.

Es familiar como un recuerdo la esquina

con esos largos zócalos y la promesa de un patio.

¡Qué lindo atestiguarte, calle de siempre, ya que te miraron tan pocas cosas mis días!

Ya la luz raya el aire.

Mis años recorrieron los caminos de la tierra y del agua

y sólo a vos te siento, calle dura y rosada.


Pienso si tus paredes concibieron la aurora,

almacén que en la punta de la noche eres claro.

Pienso y se me hace voz ante las casas

la confesión de mi pobreza:

no he mirado los ríos ni la mar ni la sierra,

pero intimó conmigo la luz de Buenos Aires

y yo forjo los versos de mi vida y mi muerte con esa luz de calle.

Calle grande y sufrida,

eres la única música de que sabe mi vida.

“Casi juicio final”

Mi callejero no hacer nada vive y se suelta por la variedad de la noche.

La noche es una fiesta larga y sola.

En mi secreto corazón yo me justifico y ensalzo: He atestiguado el mundo; he


confesado la rareza del mundo.

He cantado lo eterno: clara luna volvedora y las mejillas que apetece el amor.

He conmemorado con versos las ciudad que me ciñe y los arrabales que me desgarran.

He dicho asombro donde otros dicen solamente costumbre.

A los antepasados de mi sangre y a los antepasados de mis sueños he exaltado y


cantado.

He sido y soy.

He trabado en firmes palabras mi sentimiento que pudo haberse disipado en ternura.

El recuerdo de una antigua vileza vuelve a mi corazón. Como el caballo muerto que la
marea inflige en la playa, vuelve a mi corazón.

Aún están a mi lado, sin embargo, las calles y la luna.


El agua sigue siendo dulce en mi boca y las estrofas no me niegan su gracia.

Siento el pavor de la belleza; ¿quién se atreverá a condenarme si esta gran luna de mi


soledad me perdona?

Selección de Fervor de Buenos Aires (1923)

“Las calles”

Las calles de Buenos Aires

ya son mi entraña.

No las ávidas calles,

incómodas de turba y ajetreo,

sino las calles desganadas del barrio,

casi invisibles de habituales,

enternecidas de penumbra y de ocaso

y aquellas más afuera

ajenas de árboles piadosos

donde austeras casitas apenas se aventuran,

abrumadas por inmortales distancias,

a perderse en la honda visión

de cielo y llanura.

Son para el solitario una promesa

porque millares de almas singulares las pueblan,

únicas ante Dios y en el tiempo

y sin duda preciosas.

Hacia el Oeste, el Norte y el Sur


se han desplegado –y son también la patria– las calles;

ojalá en los versos que trazo

estén esas banderas

“Calle desconocida”

Penumbra de la paloma

llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde

cuando la sombra no entorpece los pasos

y la venida de la noche se advierte

como una música esperada y antigua,

como un grato declive.

En esa hora en que la luz

tiene una finura de arena,

di con una calle ignorada,

abierta en noble anchura de terraza,

cuyas cornisas y paredes mostraban

colores tenues como el mismo cielo

que conmovía el fondo.

Todo -la medianía de las casas,

las modestas balaustradas y llamadores,

tal vez una esperanza de niña en los bacones-


entró en mi vano corazón

con limpidez de lágrima.

Quizá esa hora de la tarde de plata

diera su ternura a la calle,

haciéndola tan real como un verso

olvidado y recuperado.

Sólo después reflexioné

que aquella calle de la tarde era ajena,

que toda casa es un candelabro

donde las vidas de los hombres arden

como velas aisladas,

que todo inmediato paso nuestro

camina sobre Gólgotas.

“El truco”

Cuarenta naipes han desplazado a la vida.

Pintados talismanes de cartón

nos hacen olvidar nuestros destinos

y una creación risueña

va poblando el tiempo robado

con floridas travesuras

de una mitología casera.


En los lindes de la mesa

la vida de los otros se detiene.

Adentro hay un extraño país:

las aventuras del envido y quiero,

la autoridad del as de espadas,

como don Juan Manuel, omnipotente,

y el siete de oros tintineando esperanza.

Una lentitud cimarrona

va demorando las palabras

y como las alternativas del juego

se repiten y se repiten,

los jugadores de esta noche

copian antiguas bazas:

hecho que resucita un poco, muy poco,

a las generaciones de los mayores

que legaron al tiempo de Buenos Aires

los mismo versos y las mismas diabluras.


“Inscripción sepulcral”

Para mi bisabuelo, el colonel Isidoro Suárez

Dilató su valor sobre los Andes.

Contrastó montañas y ejércitos.

La audacia fue costumbre de su espada.

Impuso en la llanura de Junín

término venturoso a la batalla

y a las lanzas del Perú dio sangre española.

Escribió su censo de hazañas

en prosa rígida como clarines belísonos.

Eligió el honroso destierro.

Ahora es un poco de ceniza y de gloria.

“Arrabal”

A Guillermo de Torre

El arrabal es el reflejo de nuestro tedio.

Mis pasos claudicaron

cuando iban a pisar el horizonte

y quedé entre las casas,

cuadriculadas en manzanas

diferentes e iguales

como si fueran todas ellas

monótonos recuerdos repetidos


de una sola manzana.

El pastito precario

desesperadamente esperanzado,

salpicaba las piedras de la calle

y divisé en la hondura

los naipes de colores del poniente

y sentí Buenos Aires.

Esta ciudad que yo creí mi pasado

es mi porvenir, mi presente;

los años que he vivido en Europa son ilusorios,

yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires.

“La vuelta”

Al cabo de los años del destierro

volví a la casa de mi infancia

y todavía me es ajeno su ámbito.

mis manos han tocado los árboles

como quien acaricia a alguien que duerme

y he repetido antiguos caminos

como si recobrara un verso olvidado

y vi al desparramarse la tarde

la frágil luna nueva


que se arrimó al amparo sombrío

de la palmera de hojas altas,

como a su nido el pájaro.

¡Qué caterva de cielos

abarcará entre sus paredes el patio,

cuánto heroico poniente

militará en la hondura de la calle

y cuánta quebradiza luna nueva

infundirá al jardín su ternura,

antes que vuelva a reconocerme la casa

y de nuevo sea un hábito!

“Remordimiento por cualquier muerte”

Libre de la memoria y de la esperanza,

ilimitado, abstracto, casi futuro,

el muerto no es un muerto: es la muerte.

Como el Dios de los místicos,

de Quien deben negarse todos los predicados,

el muerto ubicuamente ajeno

no es sino la perdición y ausencia del mundo.

Todo se lo robamos,

no le dejamos ni un color ni una sílaba:

aquí está el patio que ya no comparten sus ojos,


allí la acera donde acechó sus esperanzas.

Hasta lo que pensamos podría estarlo pensando él también;

nos hemos repartido como ladrones

el caudal de las noches y de los días

“Caminata”

Olorosa como un mate curado

la noche acerca agrestes lejanías

y despeja las calles

que acompañan mi soledad,

hechas de vago miedo y de largas líneas.

La brisa trae corazonadas de campo,

dulzura de las quintas, memorias de los álamos,

que harán temblar bajo rigideces de asfalto

la detenida tierra viva

que oprime el peso de las casas.

En vano la furtiva noche felina

inquieta los balcones cerrados

que en la tarde mostraron

la notoria esperanza de las niñas.

También está el silencio en los zaguanes.

En la cóncava sombra

vierten un tiempo vasto y generoso

los relojes de la medianoche magnífica,


un tiempo caudaloso

donde todo soñar halla cabida,

tiempo de anchura de alma, distinto

de los avaros términos que miden

las tareas del día.

Yo soy el único espectador de esta calle;

si dejara de verla se moriría.

(Advierto un largo paredón erizado

de una agresión de aristas

y un farol amarillo que aventura

su indecisión de luz.

También advierto estrellas vacilantes).

Grandiosa y viva

como el plumaje oscuro de un Ángel

cuyas alas tapan el día,

la noche pierde las mediocres calles.


Selección de Cuaderno San Martín (1929)

“Fundación mítica de Buenos Aires”

¿Y fue por este río de sueñera y de barro

que las proas vinieron a fundarme la patria?

Irían a los tumbos los barquitos pintados

entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río

era azulejo entonces como oriundo del cielo

con su estrellita roja para marcar el sitio

en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron

por un mar que tenía cinco lunas de anchura

y aún estaba poblado de sirenas y endriagos

y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,

durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,

pero son embelecos fraguados en la Boca.

Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.


Una manzana entera pero en mitá del campo

presenciada de auroras y lluvias y sudestadas.

La manzana pareja que persiste en mi barrio:

Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe

brilló y en la trastienda conversaron un truco;

el almacén rosado floreció en un compadre,

ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

El primer organito salvaba el horizonte

con su achacoso porte, su habanera y su gringo.

El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,

algún piano mandaba tangos de Saborido.

Una cigarrería sahumó como una rosa

el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,

los hombres compartieron un pasado ilusorio.

Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:

La juzgo tan eterna como el agua y el aire.


“La noche que en el Sur lo velaron”

Por el deceso de alguien

—misterio cuyo vacante nombre poseo y cuya realidad no abarcamos—

hay hasta el alba una casa abierta en el Sur,

una ignorada casa que no estoy destinado a rever,

pero que me espera esta noche

con desvelada luz en las altas horas del sueño,

demacrada de malas noches, distinta,

minuciosa de realidad.

A su vigilia gravitada en muerte camino

por las noches elementales como recuerdos,

por el tiempo abundante de la noche,

sin más oíble vida

que los vagos hombres de barrio junto al apagado almacén

y algún silbido solo en el mundo.

Lento el andar, en la procesión de la espera,

llego a la cuadra y a la casa y a la sincera puerta que busco

y me reciben hombres obligados a la gravedad

que participaron de los años de mis mayores,

y nivelamos destinos en una pieza habilitada que mira al patio

—patio que está bajo el poder y en la integridad de la noche—

y decimos, porque la realidad es mayor, cosas indiferentes


y somos desganados y argentinos en el espejo

y el mate compartido mide horas vanas.

Me conmueven las menudas sabidurías

que en todo fallecimiento se pierden

—hábito de unos libros, de una llave, de un cuerpo entre los otros—.

Yo sé que todo privilegio, aunque oscuro, es de linaje de milagro

y mucho lo es el de participar en esta vigilia,

reunida alrededor de lo que no se sabe: del Muerto,

reunida para acompañar y guardar su primera noche en la muerte.

(El velorio gasta las caras;

los ojos se nos están muriendo en lo alto como Jesús.)

¿Y el muerto, el increíble?

Su realidad está bajo las flores diferentes de él

y su mortal hospitalidad nos dará

un recuerdo más para el tiempo

y sentenciosas calles del Sur para merecerlas despacio

y la noche que de la mayor congoja nos libra:

la prolijidad de lo real.

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