Schopenhauer - La Lucidez Del Pesimismo
Schopenhauer - La Lucidez Del Pesimismo
Schopenhauer - La Lucidez Del Pesimismo
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Roberto Rodriguez Aramayo
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Roberto Rodriguez Aramayo, 2018
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Table of Contents
Cubierta
Schopenhauer: la lucidez del pesimismo
Preámbulo: La lucidez del pesimismo
Introducción: Una metafísica cuya quintaesencia es el erotismo
Primera parte: Claves de acceso al pensamiento de Schopenhauer: sueños, enigmas,
confines, destino y muerte
1. ¿Quién sueña el sueño de la vida?
Del erótico hechizo de su prosa
A la búsqueda de un esquivo éxito editorial
Una sola obra continuamente glosada
Tebas y Edipo
Un Buda europeo
La ecuación entre metafísica y ética
Dejar de querer
Los ensueños de la voluntad
2. El jeroglífico de los enigmas del universo
Una travesía por los Alpes
De «la mejor consciencia» hacia una metafísica moral
Macrocosmos y microcosmos
Sobre la música y otros criptogramas de la voluntad
La libertad o el olvido
3. Los confines de la moral
La posteridad como alumnado
¡Eureka!
Ensueños e hipnotismo
Freud ante Schopenhauer
La disolución aporética del misterio de la libertad
Los defectos del formalismo ético kantiano
Un periplo hacia las lindes de la ética
4. En torno al destino
Las partituras éticas de su sinfonía filosófica
El carácter «póstumo» de los Parerga
Los guiños del destino
La metáfora del gran sueño de la vida
Lo casual y su árbol genealógico
Una marioneta con dinamismo propio
5. De la muerte y el despertar
Los Manuscritos berlineses
Al otro lado del velo de Maya
Morir y soñar: un aire de familia
Segunda parte: Contrastes entre Kant y Schopenhauer sobre felicidad e ilustración
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6. ¿Cómo cabe ser feliz en clave pesimista?
¿Una radicalización del formalismo ético kantiano?
¿En pos de qué felicidad?
Críticas de Schopenhauer a la moral kantiana
7. Una Ilustración alternativa
Federico el Grande y la Ilustración
Esperanza, progreso e historia
El heredero del trono kantiano
Otra lectura del sapere aude!
Tabla de siglas utilizadas en las citas
Cronología
Bibliografía
Sobre el autor
Notas
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A quienes compartieron mis alegrías y tristezas.
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Gracias quiero dar al divino
Laberinto de los efectos y de las causas
Por Schopenhauer,
Que acaso descifró el universo
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Preámbulo
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El pesimismo, entendido como lucidez, como una clarividente perspicacia que
logra iluminarnos como un faro en la noche y consigue des-ilusionarnos al
despojarnos de vanas ilusiones, es el camino que nos permite vislumbrar lo meta-
físico, lo que hay más allá del querer, del constante anhelo por satisfacer nuestros
mutables e insaciables deseos. De ahí el título del presente libro: Schopenhauer: La
lucidez del pesimismo. Schopenhauer no se regodea en su visión pesimista, que para
él es un método y no una meta. El pesimismo representa más bien un periplo, una
navegación que nos conduce a nuestro auténtico destino. En este viaje nada resulta
más misterioso que la compasión, porque compadecerse del sufrimiento ajeno
quiebra el egoísmo de nuestra individualidad, haciéndonos ver que la victima y el
verdugo son idénticos e intercambiables porque son lo mismo. Esa clarividencia nos
debe conducir al único acto que nos hace auténticamente libres: el dejar de querer,
siendo este un itinerario que ya han recorrido los místicos desde la noche de los
tiempos.
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efímero e instructivo viaje de la vida. Después de todo, el proverbial pesimismo
atribuido a Schopenhauer no dejaría de tener ciertos ribetes optimistas[5].
Aprestémonos a deambular por los laberintos del pensamiento de Schopenhauer,
accediendo a su ciudadela desde los diferentes accesos trazados en los planos de sus
obras, aunque algunos tramos resulten coincidentes y eso pueda producir en
ocasiones la sensación de un déjà vu al atravesar el tramo compartido por algunos
vericuetos del gran laberinto. Esas repeticiones enfatizan la melodía principal del
poema sinfónico trazado por sus reflexiones y sirven para remachar su aportación a la
historia de las ideas. El pensamiento de Schopenhauer —y por lo tanto esta
presentación del mismo— discurre como una elipse, puesto que a cada vuelta se
recoge algo de lo anterior y se anticipan cosas de la siguiente[6].
Con todo, estas páginas tan solo quieren invitar a una lectura directa de
Schopenhauer (buena parte de cuyos textos están accesibles en el libro de bolsillo de
Alianza Editorial, comenzando por El mundo como voluntad y representación),
porque nada puede suplir una experiencia que tanto ha calado en sus lectores.
Nietzsche, por ejemplo, confiesa que la lectura de Schopenhauer le produjo una
«primera impresión casi fisiológica, esa mágica irradiación, ese trasvase de íntima
energía desde un producto natural a otro que tiene lugar al primer y más leve roce.
Tuve la sensación —prosigue Nietzsche— de haber encontrado por fin al educador y
filósofo que andaba buscando durante tanto tiempo[7]». Se diría que las páginas de
Schopenhauer destilan una embriaguez dionisiaca que logra cautivar a sus lectores
con su lúcido pesimismo.
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Introducción
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similar al desempeñado por la Grecia clásica dentro del Renacimiento —según señala
en el primer prólogo a El mundo como voluntad y representación[2]—.
Tal como nos advierte Jorge Luis Borges en Otras inquisiciones, para
Schopenhauer la historia puede muy bien verse comparada con un caleidoscopio que
fuera mostrando una configuración diversa en cada nuevo giro pese a contemplar los
mismos pedazos de vidrio todo el tiempo[3]. Dentro de semejante cosmovisión, el
universo entero y, desde luego, la vida de cualquier individuo no serían otra cosa que
un gigantesco sueño soñado por Alguien, el infinito mega-sueño de un espíritu eterno
que al fin y a la postre no dejaríamos de ser nosotros mismos, como iremos viendo a
lo largo de las páginas que siguen. Según Schopenhauer somos al mismo tiempo ese
«sueño de una sombra» —empleando la expresión inmortalizada por Píndaro— y este
«ser originario que se objetiva en cuanto existe[4]»; pues todo lo que ha sido, es o será
no constituiría sino el eterno sueño de aquella voluntad cósmica.
Esta firme convicción del filósofo pesimista viene a vertebrar, cual si fuera una
especie de hilo conductor, los cinco capítulos que componen la primera parte del
presente libro sobre Schopenhauer y la lucidez del pesimismo. El primer capítulo
pretende aproximarse a su obra capital y única en más de un sentido, El mundo como
voluntad y representación, rastreando en la correspondencia de Schopenhauer los
diversos avatares biográficos e intelectuales que rodearon a este singular libro desde
la propia concepción del mismo hasta esa continua e ininterrumpida reelaboración
realizada por el autor durante toda su vida. Con el segundo capítulo se brinda una
presentación global del pensamiento de Schopenhauer, principalmente a través de su
tesis doctoral y aquellos escritos de juventud en donde germinan las intuiciones que
oficiarían como premisas de todo su sistema filosófico. La misión del tercer capítulo
es familiarizarnos con ese Schopenhauer que quiso dedicarse sin éxito alguno a la
docencia universitaria, prestando especial atención a esas lecciones que su autor solo
dictó una vez a unos pocos alumnos. Me refiero a su Metafísica de las costumbres,
razón por la cual obras tales como Los dos problemas fundamentales de la ética o
Sobre la voluntad en la naturaleza cobran igualmente un gran protagonismo en este
orden de cosas, donde se nos confronta por ejemplo con el espinoso problema de la
libertad. Luego se hace comparecer al Schopenhauer que sí logró alcanzar una
notable fama como escritor gracias a los ensayos reunidos bajo el rótulo de Parerga y
paralipómena, por lo que a lo largo del cuarto capítulo se examinan sus reflexiones
en torno al destino. Por último, el quinto capítulo se ocupa del Nachlass de
Schopenhauer, es decir, de sus fragmentos inéditos, y en ese capítulo se hará hincapié
sobre todo en los denominados Manuscritos berlineses, para desentrañar desde allí
sus planteamientos relativos a la muerte.
Todas estas aproximaciones a su cosmovisión filosófica, realizadas a través tanto
de su correspondencia como de sus cursos universitarios o de los fragmentos
recogidos en sus manuscritos inéditos, para cumplimentar con todo ello las
ineludibles referencias al conjunto de su obra publicada, nos permiten visitar el
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pensamiento de Schopenhauer utilizando senderos bastante menos transitados que las
rutas habituales o esas antologías que desde siempre vienen haciéndose de sus
escritos y que seguramente ignoran la imprecación lanzada por Schopenhauer contra
quienes osaran hacer lo que unos cuantos nos hemos atrevido a hacer en alguna
ocasión. En el borrador del prólogo a esa primera edición de sus obras completas que
no consiguió ver publicada durante su vida, Schopenhauer dejó escrito lo siguiente:
«¡Maldigo a quien, al preparar futuras ediciones de mis obras, cambie a sabiendas
algo en ellas, ya se trate de un período e incluso de una simple palabra, una sílaba,
una letra o un signo de puntuación!»[5]. Sin embargo, gracias a esos «malditos»
antólogos, quienes pudieran verse arredrados por la voluminosa corpulencia de su
obra principal, eludiendo así el inmenso placer que reporta la lectura de sus amenas
páginas, quedarán gratamente sorprendidos al descubrir a un Schopenhauer que
siempre cultivó el género aforístico en sus cuadernos de viaje y se convirtió en el más
asiduo comentarista de su propia doctrina para ir popularizando sin desmayo sus
aspectos aparentemente menos asequibles[6].
Quizá resulte conveniente advertir que nuestro foco de atención ha sido en todo
momento su teoría moral. Pero este detalle no tiene demasiada relevancia, si hemos
de creer al propio Schopenhauer, a quien le gustaba sobremanera describir su
filosofía como la Tebas de las cien puertas, dando a entender con ello que, al margen
del sendero que uno pueda escoger cuando se apreste a leer sus escritos, no dejará de
ir a parar finalmente al centro mismo del sistema, habida cuenta de que todo su
entramado conceptual guarda una estrecha relación entre sí, por muy laberínticas que
se nos antojen a veces tales conexiones. Los problemas con que nos enfrenta
Schopenhauer suelen ser de un enorme calado filosófico, como demuestra el que
constantemente nos invite a reflexionar sobre cuestiones tales como el destino, la
libertad o la muerte, por citar únicamente los problemas filosóficos que son
abordados aquí con un mayor detenimiento. Estos temas desfilan por las páginas del
presente libro, donde se brindan las recetas de Schopenhauer para conjurar el absurdo
temor a la muerte o su definición de la libertad como un simple olvido del
encadenamiento causal que determina inexorablemente todo suceso, si bien se
salvaguarda nuestra responsabilidad moral al acabar por identificarnos a cualquiera
de nosotros con el mismísimo destino y considerar además que somos hijos de
nuestras propias obras.
El caso es que a Schopenhauer no le asustan las paradojas y de hecho las
frecuenta casi tanto como el uso de la metáfora, siendo así que a su juicio esta supone
una útil clave de acceso hacia las verdades más ocultas y recónditas. En su búsqueda
de la verdad Schopenhauer no desdeña ningún aliado. Los dramaturgos, novelistas y
poetas están cuando menos en pie de igualdad con los más egregios filósofos. La
perspicacia de Shakespeare o el ingenio de Voltaire y la sutileza de Goethe nada
pueden envidiar a la elocuencia platónica, la precisión de un Spinoza o el rigor
conceptual del admirado Kant. Su curiosidad no conoce límites ni prejuicio alguno y
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por esa razón tampoco menosprecia cuando lo considera oportuno prestar suficiente
atención a los fenómenos paranormales, la hipnosis o el cálculo cabalístico, si
entiende que algo de todo ello puede servirle para demostrar sus tesis o avalar alguna
de sus intuiciones. Y en esa misma dirección apunta su gran empeño por incorporar el
pensamiento de las religiones orientales a nuestro alicorto acervo cultural en pos de
un enriquecimiento mutuo. De sus variopintos intereses nada queda relegado en un
principio salvo una sola cosa: lo que induzca de algún modo al aburrimiento. Porque,
si algo se propuso ante todo la pluma de Schopenhauer fue oficiar como un
infatigable alegato en contra del tedio. Uno se daría por contento si aquí llegase a
transmitir la impresión de que Schopenhauer supo cumplir cabalmente con este cada
vez más inusual propósito.
Puesto que El mundo como voluntad y representación acaba con un apéndice
donde se crítica la filosofía kantiana, la segunda parte del presente libro se propone
perfilar el retrato intelectual de Schopenhauer contrastándolo con Kant en dos
aspectos que se nos antojan relevantes, cuales son la felicidad y la Ilustración. El
primer capítulo de dicha segunda parte aborda las reflexiones de Schopenhauer sobre
cómo nos cabe ser felices a este lado del velo de Maya, mientras no surta efecto la
lucidez aportada por el pesimismo. En el segundo se presentan las coincidencias y las
disonancias de ambos autores con respecto a lo que denominamos Ilustración, cuyas
respectivas luces arrojan resultados harto diversos. En su conjunto las dos partes y
siete capítulos de Schopenhauer: La lucidez del pesimismo persiguen familiarizar a
los lectores con una peculiar metafísica que, como escribe Thomas Mann, se
caracterizaría por su radical erotismo. Esta sensualidad se deja traslucir en muchos
pasajes de Schopenhauer y no solo en su Metafísica del amor, sino también por
ejemplo en sus escritos inéditos, en donde podemos leer verbigracia que ciertos
efectos paranormales nos hacen vislumbrar la confluencia del microcosmos con el
macrocosmos, aunque se trate de una «comunicación que tiene lugar entre bastidores,
como cuando se retoza clandestinamente por debajo de la mesa».
N.B.: Las referencias a los textos de Schopenhauer citados a lo largo del presente
libro irán cifradas, utilizándose una serie de siglas cuya tabla explicativa está
localizable al final del libro. En las notas primero se consignarán las abreviaturas del
título de la obra en cuestión (a saber: RS, MVR1, MVR2, VN, E1, E2, P1, P2 o MC),
acompañándolas cuando ello sea oportuno del epígrafe o parágrafo de que se trate,
para luego indicar a continuación y tras una coma las abreviaturas de la de la edición
alemana utilizada en cada caso (a saber, SW para El mundo como voluntad y
representación, ZA para el resto de las obras, HN para los Manuscritos póstumos, GB
o FB para la Correspondencia, RT para los Diarios de viaje y PD para la Metafísica
de las costumbres); con su número de volumen en romanos y el de página en
arábigos. Al citar la correspondencia, su abreviatura (GB) se verá flanqueada por el
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número de carta, indicándose a renglón seguido el de la página. Tienen su propia
sigla las ediciones de sus escritos inéditos (HN), los diarios de viaje (RT) y el
epistolario familiar (FB). Cuando me sirvo de mis propias versiones castellanas, cito
directamente la página de tales ediciones (D1 y D2), aun cuando en los manuscritos
inéditos quedará indicado junto a su correspondiente sigla (EJ o MB) el número de
fragmento antes del de la página.
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Primera parte
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1. ¿Quién sueña el sueño de la vida?
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podido emanar de él. Le comprendí como si hubiera escrito para mí[4]».
Inevitablemente Nietzsche también le compara con Goethe por lo que atañe a su
prosa: «El estilo de Schopenhauer me recuerda aquí y allá un poco al de Goethe, pero
a ningún otro modelo alemán; porque sabe decir lo profundo con sencillez, lo
conmovedor sin retórica y lo rigurosamente científico sin pedantería[5]». Y, al igual
que Thomas Mann, cuando intenta describir la impresión que le produjo su lectura de
Schopenhauer, Nietzsche nos habla de un proceso mágico y casi fisiológico: «Esa
mágica irradiación, ese trasvase de la fuerza más interna de un producto de la
naturaleza a otro que tiene lugar ya al primero y más ligero de los contactos[6]».
Los testimonios relativos al impacto que los escritos de Schopenhauer producen
en sus lectores podrían multiplicarse fácilmente. Sin embargo, nos contentaremos con
aportar uno más. El del mismísimo Goethe, si bien dicho testimonio sea indirecto y se
halle filtrado por el cariño que le profesara su hermana. En marzo de 1819 Adele
Schopenhauer remitió a su hermano una carta donde le contaba lo siguiente: «Goethe
recibió con gran júbilo tu obra [El mundo como voluntad y representación] e
inmediatamente comenzó a leerla. Una hora más tarde me hizo llegar la nota que te
adjunto, pidiéndome que te lo agradeciera mucho y te dijera que a su juicio se trataba
de un buen libro. Pues, como siempre tiene la fortuna de localizar en los libros
aquellos pasajes que son más importantes, ya había leído con sumo agrado las
páginas enumeradas en su nota y te las indicaba para que pudieras hacerte una idea de
su parecer. En breve piensa escribirte él mismo para participarte su opinión, que hasta
entonces debía trasladarte yo. Pocos días después Ottilie [la nuera de Goethe] me dijo
que su padre [político] andaba enfrascado en el estudio de tu libro y lo leía con un
ahínco que jamás le había conocido. También le manifestó que se proponía
disfrutarlo durante todo un año, puesto que para leerlo de principio a fin creía precisar
más o menos ese tiempo. Luego tuve ocasión de hablar con Goethe y me dijo que de
tu libro le gustaba especialmente la claridad expositiva y el estilo[7]».
Jorge Luis Borges, Thomas Mann, Nietzsche y Goethe no son desde luego malos
padrinos para presentar las cualidades literarias de Schopenhauer y resaltar al mismo
tiempo el erótico hechizo que provoca su pensamiento. Con todo, si hay alguien que
no necesite de avalistas para destacar los propios méritos, ese no es otro que Arthur
Schopenhauer. Desde un principio nunca regateó elogios a su propia obra, que
considera como un punto de inflexión en la historia del pensamiento. El 23 de junio
del año 1818 Schopenhauer escribió a Goethe para comunicarle que su libro
aparecería en breve y confiarle así un secreto celosamente guardado, cual era el del
título: «Mi obra —enfatiza Schopenhauer— es en cierto modo el fruto de mi vida.
Pues no creo que nunca llegue a realizar algo mejor o de contenido más valioso; a mi
modo de ver Helvetius lleva razón al decir que hacia los treinta, o como mucho hacia
los treinta y cinco años, ya se ha suscitado en el hombre cuanto es capaz de pensar
merced a la impronta del mundo y todo lo que procure más tarde siempre será tan
solo el desarrollo de tales pensamientos. Un destino propicio me proporcionó tanto la
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ociosidad como el impulso necesarios para servir pronto y fresco lo que alguno, como
por ejemplo Kant, solo pudo poner sobre la mesa marinado con el vinagre de la vejez,
aun cuando era un fruto de la juventud. El título de la obra, que nadie salvo el editor
conoce todavía, es El mundo como voluntad y representación, cuatro libros y un
apéndice que contiene una crítica de la filosofía kantiana[8]».
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decepción debió de ser indescriptible, máxime si tenemos en cuenta los innumerables
borradores que Schopenhauer fue redactando para el prólogo a una posible segunda
edición del texto[12], que por cierto planeaba dedicar a la memoria de su padre o,
mejor dicho, a sus manes[13].
A través de los mentados borradores podemos comprobar cómo aumenta
gradualmente la desesperación que le produce verse ignorado, por mucho que intente
hacer de la necesidad virtud y regocijarse con la idea de que, cuando a uno le
desprecian sus contemporáneos, tal cosa le garantiza un mayor eco en la posteridad.
«El número de años —escribe hacia 1827— transcurridos entre la publicación de un
libro y el reconocimiento que se le otorga da la medida del tiempo en que un autor se
adelantó a su época, y que quizá sea la raíz cuadrada o cúbica de esto último, o
también de la vigencia que tiene ante sí dicha obra[14]». En algún momento incluso
celebra que parte de la primera edición haya terminado convertida en maculatura,
pues eso precipitará que aparezca una segunda edición durante su vida[15]. Hacia
1825 abrigaba la ilusión de que su anhelada segunda edición pudiese aparecer en solo
tres años más y expresa ese desiderátum en otro de los borradores del ansiado
prólogo: «La primera edición apareció en 1818. Como el público comenzó a leer el
libro unos ocho años después, se hacía necesaria una segunda edición al décimo año.
Me felicito por presenciar algo tan inesperado, toda vez que puedo enriquecerla con
todas las adiciones que he ido incorporando a mi obra en el transcurso de todos estos
años durante los cuales oficiaba como único lector suyo. Puesto que no tuve presentes
a mis contemporáneos al redactar mi obra, no me sorprende que la hayan dejado
pasar sin leerla. Como muchos otros antes que yo, he tomado el atajo para llegar de
incógnito hasta la posteridad[16]».
Puede que no le sorprendiera el desdén de sus coetáneos, pero es evidente que sí
hería profundamente su vanidad. A partir de 1833 ya tiene claro que dicho prefacio
presentaría las consideraciones complementarias o suplementos[17] del volumen
publicado en 1819, tal como revela este pasaje de la versión del prólogo fechada en
1834: «En los cuatro libros de la obra misma presento sucesivamente al lector las
cuatro fachadas capitales de mi edificio, pero en los complementos paseo con él
alrededor del edificio, contemplándolo tanto por delante como desde atrás, para
mostrar cómo se interconectan por doquier balcones y travesaños, a cuyo efecto de
vez en cuando damos algunos pasos tanto hacia adelante como hacia atrás, y tan
pronto dirigimos la mirada hacia arriba como hacia abajo[18]».
Sabedor de que la negociación con su editor no podía resultar nada sencilla, tras
el estrepitoso fracaso comercial acarreado por la obra en su primera edición,
Schopenhauer intenta presentarle de un modo atractivo los nuevos contenidos. El 7 de
mayo del año 1843 Schopenhauer escribe a Brockhaus para proponerle publicar una
segunda edición, más propiamente aumentada que corregida, de El mundo como
voluntad y representación: «Este segundo tomo —recalca Schopenhauer— presenta
significativas ventajas respecto del primero y supone para este lo que una pintura
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terminada en relación con su esbozo. Pues le aventaja en esa profundidad y riqueza,
tanto de ideas como de pensamientos, que solo pueden ser el fruto de toda una vida
consagrada al estudio y la reflexión. Es más, la transcendencia de aquel primer
volumen solo queda plenamente realzada gracias a este. De otro lado, ahora también
puedo expresarme sin ambages y mucho más libremente que hace veinticuatro años;
en parte, porque los tiempos que corren toleran mejor ese talante y, en parte, porque
tanto la edad alcanzada como mi sólida independencia, unidas a mi definitiva
emancipación de la venalidad que impera en el ámbito universitario, me procuran un
mayor aplomo[19]». Poco después aduce su recurrente argumento de que las grandes
obras, como la suya, siempre son ignoradas en un comienzo, pero que luego están
llamadas a perdurar y suscitar el mayor interés. Ahora bien, por si todo esto falla,
Schopenhauer decide no reclamar en principio ningún tipo de compensación
económica por el original y propone que sea el editor quien decida si debe o no
pagarle algo por el trabajo de toda una vida.
Brockhaus le responde que no puede aceptar ese alto riesgo, aun cuando no tenga
que pagar derechos de autor, invocando el pésimo negocio que supuso la edición de
1818, de la que después del último lote destinado a maculatura en 1830 todavía
quedan almacenados cincuenta ejemplares, número suficiente para satisfacer una
hipotética demanda que no acaba de darse. Otra cosa es que Schopenhauer esté
dispuesto a predicar con el ejemplo y arriesgue su propio dinero, sufragando los
gastos de impresión y enjugándolos después con los beneficios de las ventas. Incluso
podrían compartir dichos gastos y repartirse luego las ganancias del siguiente modo:
los beneficios de los primeros cien ejemplares irían para el editor, mientras que
Schopenhauer obtendría los correspondientes a la segunda centena, y así
sucesivamente[20].
Lejos de parecerle una contrapropuesta razonable o acorde con la excelencia del
producto presentado, Schopenhauer se declara indignado y replica que con la
renuncia de sus honorarios «quería ofrecer un regalo muy valioso al público, mas
nunca se le habría ocurrido tener que pagar encima por hacer ese regalo. Si no hay un
editor que pueda correr con los gastos de mi obra, donde se compendia el trabajo de
toda mi vida, esta habrá de aguardar hasta que aparezca como una publicación
póstuma, cuando arribe la generación que acogerá con fruición cada una de mis
líneas[21]». A renglón seguido, Schopenhauer propone a su editor abaratar los costes y
limitarse a publicar por ahora solo el segundo tomo, imprimiendo únicamente tantos
ejemplares como se vendieron del primero, puesto que a buen seguro será comprado
de inmediato por quienes ya poseen aquel. «Por lo demás, este volumen puede ser
leído y resulta provechoso por sí solo, ya que contiene la quintaesencia de cuantos
pensamientos he levantado acta durante los últimos veinticuatro años y se halla
dividido en cincuenta capítulos, cada uno de los cuales versa sobre un objeto
filosófico propio, tratándolo de un modo que roza lo popular y se distancia
sobremanera de cualquier jerga escolástica, por lo que resulta sumamente claro, vivaz
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y sugestivo, todo lo cual suscitará el deseo de leer el primer volumen y podría
propiciar finalmente una segunda edición. De hallarse Vd. aquí, me gustaría darle a
leer (en mi casa, desde luego, pues no me desprendo del manuscrito debido al
carácter novedoso que tiene su contenido) el capítulo sobre la Metafísica del amor
sexual, en el que por vez primera reduzco esta pasión a sus motivos últimos y
profundamente recónditos, sirviéndome con entera minuciosidad y detalle de las
expresiones más adecuadas para ello; apostaría que después no habría lugar para
cavilación alguna por su parte[22]».
Aunque no le faltaba confianza en el embrujo que podían suscitar algunos
epígrafes de su obra, como sin duda es el caso del capítulo al que alude, su profundo
temor a un posible plagio le impedía mandar una copia. De ahí que termine apelando
a los escasos comentarios laudatorios que tuvo la primera edición, entre los que
destaca por su concisión y contundencia el del célebre literato Jean Paul, quien en su
momento había reseñado lo siguiente, aun cuando no deje de mostrarse un tanto
ambiguo al final: «El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer es una
obra filosófica genial, audaz, polifacética, colmada de ingenio y perspicacia, pero su
desconsoladora e insondable profundidad le hace asemejarse a un melancólico lago
noruego sin olas ni pájaros y sobre cuyas oscuras riberas flanqueadas por escarpados
peñascos nunca brilla el sol, sino solo el estrellado cielo diurno. Afortunadamente
solo me toca encomiar este libro y no suscribirlo».
Sorprendentemente su estrategia da resultado. La contestación se hizo esperar un
poco, pero el editor se aviene a publicar una segunda edición con arreglo a la primera
propuesta de Schopenhauer, esto es, reimprimiendo la primera en un volumen aparte,
donde solo sufrirá cambios de importancia el apéndice sobre la filosofía kantiana.
Schopenhauer introducirá estas modificaciones mientras la imprenta se ocupa del
segundo tomo, porque, desde luego, hay un punto en el que vuelve a mostrarse
inflexible: ahora la edición ha de aparecer en dos volúmenes[23]. En su opinión
convendría hacer más ejemplares del segundo que del primero, pensando en los
poseedores de la primera edición, que al parecer debían ser unos doscientos
cincuenta. Por ello entiende que deberían tirarse algo así como setecientos cincuenta
ejemplares del segundo tomo y quinientos del primero. Impone asimismo que la
editorial renuncie a cualquier derecho sobre una tercera edición, tal como había hecho
anteriormente con respecto a la segunda. Para no dejar ningún cabo suelto se permite
también hacer sugerencias relativas a la tipografía y el formato, junto a la utilización
de caracteres góticos. Tampoco deja de redactar una nota para el tipógrafo,
indicándole que no se tome ninguna licencia en la transcripción del manuscrito, ya
que, aun cuando el autor guarde con su impresor una relación similar a la mantenida
por alma y cuerpo, resulta obvio que las decisiones deben ser tomadas por el alma, o
sea, por él mismo, y que la otra parte ha de limitarse a obedecer literalmente —nunca
mejor dicho— sus instrucciones[24]. Y su celo por intervenir en todos los detalles
logrará incluso rebajar el precio de cada ejemplar, de seis a cinco táleros
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imperiales[25]. Años más tarde, al negociar las condiciones de la tercera edición, todo
será muy distinto. Schopenhauer exigirá tres federicos de oro por pliego, cobrando así
por su trabajo de antaño, ya que las modificaciones introducidas no afectan sino a
unos cuantos pliegos. Además, consigue pactar una tirada de dos mil doscientos
cincuenta ejemplares. Mas no adelantemos acontecimientos y retornemos a esa
segunda edición anhelada durante veinticinco años.
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comprender la significación última de El mundo como voluntad y representación,
toda vez que lo argumentado en aquel opúsculo propedéutico constituye un
presupuesto de cuanto se dice ahí, hasta el punto de reconocer que, si no se hubiera
publicado con anterioridad, dicha disertación habría sido incluida dentro del primer
libro, titulado «El mundo como representación», donde se remite a ella muy a
menudo[28]. De otro lado, en esta primera parte de la obra también hubiera
encontrado su lugar natural el primer capítulo del tratado Sobre la visión y los colores
(1816), que no incorpora por esa misma razón, esto es, para evitar copiarse a sí
mismo. A decir verdad, Schopenhauer escribió esta teoría sobre los colores para
granjearse la simpatía de Goethe, aunque más bien consiguiera justamente lo
contrario[29].
De igual modo, en la segunda edición los complementos del segundo libro
comienzan por indicarnos que allí faltan unos epígrafes de suma importancia y
Schopenhauer nos remite a su opúsculo Sobre la voluntad en la naturaleza,
insistiendo en que solo se abstiene de reproducirlo literalmente porque ya fue
publicado unos años antes[30], mas no por ello deja de considerarlo indispensable para
redondear lo expuesto en dicho suplemento: «Quien quiera trabar conocimiento con
mi filosofía queda invitado a leer cada una de mis líneas —asegura Schopenhauer—.
Pues yo no soy un emborronador de cuartillas o un fabricante de manuales, ni escribo
por mor de los honorarios, no soy alguien que con sus escritos persiga el beneplácito
de un ministro, ni tampoco alguien cuya pluma se halle bajo la influencia de una meta
personal: yo no ambiciono nada más que la verdad y por eso escribo, tal como lo
hacían los antiguos, con el único propósito de legar mis pensamientos a quienes algún
día sepan apreciarlos y encontrar en ellos materia de meditación[31]». Esto lo dice
Schopenhauer inmediatamente después de haber observado que su texto presenta una
nueva laguna, pues el suplemento al cuarto libro no puede albergar una serie de
reflexiones capitales que ya fueron publicadas aparte, remitiéndonos así a Los dos
problemas fundamentales de la ética (1841), cuyos planteamientos no podrían
obviarse a la hora de comprender lo sostenido en esta última parte de su obra
principal.
Cuando finalmente ve la luz una tercera edición de El mundo como voluntad y
representación, en 1859, el prólogo es muy breve. Schopenhauer se contenta con
admitir que los dos tomos publicados bajo el rótulo de Parerga y paralipómena
(1851) suponen asimismo nuevos añadidos para comprender mejor la exposición
sistemática de su pensamiento y que, por descontado, hubieran encontrado cabida en
la obra prologada, si su avanzada edad no le hubiera hecho dudar de que pudiera ver
todavía esa tercera edición[32]. Con ello comprobamos que todo cuanto Schopenhauer
pensaba y escribía estaba destinado a desarrollar, ilustrar, explicitar, cumplimentar,
corroborar o precisar la cosmovisión filosófica que contenía El mundo como voluntad
y representación, un texto que no fue tan solo su obra principal, sino más bien el
único libro que a lo largo de toda su vida estuvo escribiendo sin descanso durante casi
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medio siglo, entre 1814 y 1860. Siendo exhaustivos, a este listado de las obras que
Schopenhauer publicó durante su vida cabe añadir todavía unos cuantos cientos de
páginas más, como son aquellas que contienen sus Manuscritos póstumos y los
cursos que preparó para desempeñar la docencia universitaria en Berlín. Sus
lecciones no son sino una recreación con ribetes didácticos del texto de la primera
edición de El mundo como voluntad y representación, mientras que los escritos
inéditos eran la cantera de donde sacaba las líneas maestras para redactar cuanto
publicaba, ya que Schopenhauer llevaba siempre consigo unos cuadernos en donde
anotar sus pensamientos.
Así que, recapitulando las prescripciones de su autor, para leer con entero
provecho El mundo como voluntad y representación habría que hacer todo cuanto se
indica a continuación. En primer lugar, tener muy presente que los cuatro primeros
libros, redactados entre 1814 y 1818, configuraron la primera edición compuesta en
1818 y fechada en 1819, mientras que las consideraciones complementarias o
suplementos no aparecieron sino en 1844 y fueron ligeramente aumentados en 1859.
Antes de comenzar la lectura, debería por lo que se ha dicho antes leerse con atención
su tesis doctoral, De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente (1813), al
representar esta una propedéutica del conjunto. Luego se habría de comenzar
estrictamente por el Apéndice sobre la Crítica a la filosofía kantiana, habida cuenta
de que, como todo el texto presupone hallarse familiarizado con la filosofía kantiana,
dicho apéndice puede servir de introducción a tal presupuesto[33]. Posteriormente, al
iniciar la lectura del primer libro, tendría que tenerse a mano su ensayo Sobre la
visión y los colores (1816), especialmente su primer capítulo. Después, para leer los
materiales de la segunda edición, es decir, los cuatro suplementos de cada parte o
libro de la primera edición, se deberían tener a la vista Sobre la voluntad en la
naturaleza (1836) cuando nos las veamos con el segundo suplemento y Los dos
problemas fundamentales de la ética (1841) en cuanto nos enfrentemos al cuarto. Sin
olvidarnos, por supuesto, de ir picoteando por doquier en los distintos apartados de
Parerga y paralipómena (1851), así como tampoco deberíamos dejar de consultar sus
Lecciones filosóficas o los Fragmentos póstumos.
A juicio de Schopenhauer, esta ingente tarea quedaría enormemente facilitada con
la edición de sus obras completas, en cuyo prefacio, tras repetirnos una vez más que
para comprender cabalmente su filosofía se hace necesario leer cada línea de sus
escasas obras, planeaba brindar un guión para la lectura de las mismas. El orden a
seguir comienza ciertamente por (1) la tesis doctoral y continúa con (2) su obra
principal, para pasar luego al (3) ensayo sobre la voluntad en la naturaleza, mientras
que los (4) dos opúsculos en torno a la ética ocupan el penúltimo lugar y los (5)
Parerga cierran esta enumeración[34], en la que por cierto no encuentra cabida su
ensayo sobre los colores. Lo curioso es que los coetáneos de Schopenhauer dieran en
llevarle la contraria e hicieran este recorrido prácticamente a la inversa, puesto que
solo comenzaron a interesarse por sus restantes escritos al aparecer la obra
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enumerada en último lugar, es decir, los Parerga y paralipómena, cuyo título no
quiere decir sino «Adiciones y suplementos» o «Aditamentos y cosas omitidas». Pero
tampoco ha de resultarnos tan extraño, máxime si recordamos que, después de todo,
nos hallamos ante la tercera entrega de El mundo como voluntad y representación,
cuya tercera edición se habría visto de nuevo duplicada, por cuanto habría quedado
aumentada, que nunca corregida, con estos dos volúmenes adicionales. En esta nueva
remesa de su obra principal Schopenhauer presenta sus reflexiones con un tono aún
más asequible para el gran público, abordando una variopinta gama temática. Este
amplio registro temático queda reflejado por los propios títulos de algunos opúsculos
que figuran en el índice del primer tomo, a saber: Fragmentos para una historia de la
filosofía, Sobre la filosofía universitaria, Especulación transcendente sobre los visos
de intencionalidad en el destino del individuo o Ensayo sobre la clarividencia y
cuanto se relaciona con ello. A renglón seguido se incluye también uno de los textos
que le han hecho más conocido del gran público, como son sus célebres Aforismos
sobre el arte de vivir. Junto a estos tratados de cierta entidad cuantitativa, el segundo
tomo presenta una división por capítulos que a su vez se subdividen en múltiples
parágrafos, los cuales tratan sobre todo lo divino y lo humano.
Se diría por tanto que quien decida emprender la lectura de El mundo como
voluntad y representación, para saborear sus deliciosas páginas, tiene ante sí una
onerosa tarea, siempre que se proponga seguir los consejos de su autor en orden a
pautar y cumplimentar dicha lectura con el resto de sus escritos. Ahora bien, como es
natural, a nadie se le ocurrirá seguir al pie de la letra semejantes instrucciones, que
tanto atentan por otro lado contra su propio espíritu. Sin duda, Schopenhauer hubiera
sido el primero en ignorarlas y transgredirlas, toda vez que su autodidactismo se
alimentaba de lecturas hechas azarosa y rapsódicamente sin responder a ningún plan
previamente fijado de antemano.
Tebas y Edipo
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como ya se ha señalado más arriba, se terminará por recorrer todos los entresijos del
pensamiento de Schopenhauer, cuyos distintos ámbitos están estrechamente
interconectados. Por lo tanto, da igual el acceso que uno elija, ya que siempre acabará
llegando al meollo de su reflexión filosófica. «Mi filosofía —leemos en el prólogo a
Los dos problemas fundamentales de la ética— es como la Tebas de las cien puertas:
uno puede acceder a ella desde cualquiera de los lados y a través de todos ellos tomar
un camino directo para llegar al centro[35]».
Otra cosa muy distinta es que la filosofía en general se asemeje más bien a un
ovillo enredado del que cuelgan muchos hilos falsos, mientras que solo hay uno
capaz de llegar a desenredar esa madeja. Pues para Schopenhauer la filosofía puede
verse comparada con «un laberinto que presenta cien entradas por donde se accede a
un sinfín de corredores, todos los cuales, tras entrelazar interminables y múltiples
recodos, nos hacen regresar nuevamente al punto de partida, excepción hecha del
único cuyas revueltas conducen realmente a ese centro en que se halla el ídolo. Una
vez encontrado ese acceso, no se confunde uno de camino, pero a través de cualquier
otro nunca se alcanzará la meta. En mi opinión, solo hay una verdadera puerta de
acceso a ese laberinto: la voluntad que mora dentro de nosotros mismos[36]». Más
adelante tendremos ocasión de familiarizarnos con esta tesis central de su
pensamiento. Ahora mismo, para entrar en materia, interesa destacar otra faceta del
mismo. Siguiendo con sus propias metáforas resulta casi obvio que, si su filosofía es
como Tebas, él no podía dejar de compararse con quien reinó en esa ciudad, es decir,
con la figura de Edipo. Así lo hizo en una carta que remitió a Goethe y que data de
1815: «El coraje de no guardarse ninguna pregunta dentro del corazón es lo que
distingue al filósofo. Este tiene que asemejarse al Edipo de Sófocles, el cual,
intentando arrojar alguna luz sobre su propio y terrible destino, no cesa de indagar,
aun cuando vislumbre que por mor de las respuestas pueda sobrevenirle lo más
espantoso[37]».
Muy probablemente, Schopenhauer no era en absoluto consciente de lo mucho
que le cuadraba este símil. Pues, tal como Edipo tuvo que matar a su padre sin
saberlo, para cumplir así la profecía del oráculo délfico y reinar en Tebas después de
resolver el enigma planteado por la Esfinge, también hubo de morir Heinrich Floris,
el progenitor de Schopenhauer, para que este pudiera devenir el rey de la filosofía
descifrando los enigmas del universo, una vez descubierta la clave para interpretar
todos los fenómenos del mundo e introducir algún orden dentro de su laberíntico
caos, al reconocer en la voluntad aquello que Kant había denominado cosa en sí.
Desde luego, el destino de Schopenhauer hubiera sido muy otro si su padre no se
hubiera suicidado justo cuando el hijo debía cumplir la promesa que le había hecho y
que consistía en renunciar a una clara vocación por el estudio para dedicarse a seguir
sus pasos en el terreno del comercio. Aunque Schopenhauer no heredó ningún trono,
el sustancioso legado paterno le permitió consagrar todo su tiempo a leer y meditar o,
como le gustaba tanto decir, a no tener que vivir de la filosofía, como esos profesores
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universitarios a los que tanto despreciaba, sino para ella. Al igual que Edipo,
Schopenhauer alcanzó su destino gracias a que su padre lo propició al pretender
orientarlo en una dirección diametralmente opuesta. Y así lo relata el propio
Schopenhauer en un curriculum vitae remitido a la universidad berlinesa el 31 de
diciembre del año 1819.
Su padre ocupa un lugar destacado en esta biografía intelectual, redactada en
latín, para solicitar un puesto como docente universitario. Tras describirle como un
acaudalado comerciante con mucho talento para los negocios, le dedica muchos
pasajes de su currículum. «Apenas puedo expresar con palabras lo mucho que le
debo; pues, aun cuando la carrera que él había decidido trazarme —por ser la mejor
ante sus ojos— no se adecuaba bien a mi disposición de ánimo, solo a mi progenitor
he de agradecerle que desde muy temprano me iniciara en provechosos
conocimientos, así como que luego no me faltasen la libertad, el ocio y todos los
recursos de una docta formación tendente al único propósito para el que yo había
nacido, de suerte que más adelante, una vez alcanzada cierta madurez, pude
beneficiarme sin intervención alguna por mi parte de algo que muy pocos disfrutan, a
saber, del tiempo libre y de una existencia plenamente despreocupada, lo cual me
permitió dedicar una serie de años a estudios muy improductivos para ganarse la
vida, consagrándome a meditaciones e investigaciones del más diverso género que
finalmente pude poner por escrito[38]». Heinrich Floris quería que su hijo se dedicase
a los negocios y por eso le hizo viajar por Francia e Inglaterra, para que aprendiese
idiomas y se hiciera un hombre de mundo. Contrariado porque mostrase otras
inclinaciones, le tendió una ingeniosa trampa, tal como nos relata el propio
Schopenhauer: «Si bien su respeto innato hacia la libertad le impedía imponerme
coercitivamente su plan, tampoco tuvo reparos en recurrir a un astuto ardid. Él sabía
que yo estaba muy anhelante de ver mundo. Por eso me comunicó que la próxima
primavera se proponía emprender con su mujer un largo viaje por buena parte de
Europa y que yo podía tener ocasión de participar en ese soberbio periplo, si le
prometía que cuando regresáramos me consagraría por entero al oficio de
comerciante. La elección era mía[39]».
Si no aceptaba esa condición y prefería dedicarse al estudio, Schopenhauer podía
permanecer en Hamburgo estudiando latín. Pero no supo resistirse a la tentación y
experimentó en carne propia algo que andando el tiempo teorizaría como un punto
capital de su doctrina moral, a saber, que solo nuestros actos dan fe de cuanto
queremos realmente; podemos recrear nuestras motivaciones y decirnos a nosotros
mismos que nuestros deseos apuntaban en otra dirección, pero en realidad el único
notario de nuestras auténticas voliciones es aquello que hacemos. Por lo tanto, el
viaje comenzó a ser muy instructivo mucho antes de iniciarse. Naturalmente, durante
los dos años que duró ese periplo europeo, Schopenhauer no pudo afianzar su
anhelada formación académica, desplazándose continuamente de un lugar a otro al
visitar Holanda, Francia, Inglaterra, Bélgica, Suiza, Austria y la propia Alemania. Sin
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embargo, a la hora de hacer balance incluso esto le parecería una gran ventaja más
que un inconveniente: «Pues justamente durante aquellos años de pubertad, cuando el
alma humana es más receptiva y se abre a toda suerte de impresiones, porque su
intensa curiosidad exige trabar conocimiento con las cosas, contra lo que suele
ocurrir, mi espíritu no se atiborró con palabras vanas ni exposiciones de aquello sobre
lo que todavía no podía uno tener una comprensión cabal y concreta, lo cual viene a
embotar la natural agudeza del entendimiento, sino que por el contrario, nutrido y
adiestrado por la intuición directa de las cosas, aprendió a discernir el qué y el cómo
del ser de las cosas, antes de que viera injertado en él manidas opiniones al
respecto[40]».
Sin pretenderlo y en contra de sus propios designios Heinrich Floris convirtió a su
hijo en un sofisticado autodidacta que, además de poder leer en siete idiomas
diferentes, era capaz de apreciar el arte y observar a sus congéneres con una enorme
perspicacia, adquiriendo con ello un bagaje utilísimo para su reflexión filosófica. Sin
embargo, solo la extraña e inesperada muerte de su padre posibilitó que
Schopenhauer pudiera cumplir con su vocación y encontrarse con su destino
filosófico. Aunque tampoco quepa olvidar el papel jugado por su madre, Johanna.
Pues ella fue quien liberó a su hijo del compromiso adquirido con el padre, tal como
Edipo solo accedió al trono de Tebas cuando desposó a Yocasta. Pero Schopenhauer
nunca le agradeció este decisivo gesto a su madre. Las relaciones entre ambos fueron
degradándose paulatinamente hasta desembocar en una irreversible ruptura. Ella no
podía soportar el insufrible carácter de su hijo y este le reprochaba que casi hubiera
celebrado el quedarse viuda, circunstancia que le permitió dedicarse con cierto éxito a
la literatura una vez afincada en Weimar, donde su salón se preciaba de verse
frecuentado por el mismo Goethe. Podría pensarse que su comunicación en el terreno
intelectual fuese algo mejor, mas no fue así, porque la mutua incomprensión en ese
ámbito era todavía mayor. Se cuenta que al echar un vistazo a la tesis doctoral de su
hijo Johanna comentó: «Debe tratarse de un libro para boticarios», y Schopenhauer
espetó entonces: «Mi obra será leída cuando no quede ningún rastro de tus escritos»,
a lo que la madre replicó: «Para entonces la primera edición de los tuyos estará
todavía por darse a conocer[41]». Con todo, hubo algo en lo que sí coincidieron.
Ambos redactaron sendos diarios del viaje que hicieron juntos por Europa.
Un Buda europeo
En el suyo, un jovencísimo Schopenhauer, que solo cuenta con dieciséis años recién
cumplidos, constata la honda impresión que le produjeron unos presos condenados a
trabajos forzados, a quienes podían ver los visitantes del arsenal de Toulon: «Todos
los trabajos más penosos del arsenal son ejecutados por quienes están cautivos en
viejas galeras que ya no sirven para navegar. Los peores criminales están
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encadenados al banco de la galera, que no abandonan jamás. A mi juicio la suerte de
semejantes infelices es mucho más espantosa que una pena capital. La cama de
dichos presos es el banco al cual están encadenados. Su alimentación consiste tan
solo en pan y agua; no entiendo cómo pueden resistir ese duro trabajo sin otra
nutrición, mientras les devora la pena, pues mientras dura su cautiverio son tratados
como bestias de carga. Resulta espantoso reparar en que la vida llevada por estos
galeotes esclavizados carece totalmente del más mínimo gozo y de la menor
esperanza durante los veinticinco años que puede durar tamaño sufrimiento. ¿Acaso
cabe imaginar una emoción más desoladora que la padecida por estos desdichados
mientras permanecen cautivos en unas tenebrosas galeras, viéndose amarrados a un
banco del cual solo puede liberarles la muerte?»[42].
No solo nos hallamos ante los primeros pinitos literarios de Schopenhauer, sino
también ante uno de los pilares que sustentan toda su reflexión ulterior. Cualquiera de
nosotros podría verse comparado en cierto sentido con estos galeotes, al ser todos
nosotros esclavos de nuestro insaciable querer. «Todo querer —leemos en el tercer
libro de El mundo como voluntad y representación— surge de la necesidad, o sea, de
la carencia y, por lo tanto, de un sufrimiento. La satisfacción pone fin a este; pero por
cada deseo que se cumple, quedan cuando menos diez sin satisfacer; además los
apetitos duran mucho y las exigencias tienden al infinito, mientras que la satisfacción
es breve y se dosifica con escasez. Pero incluso la satisfacción perecedera es
aparente; el deseo colmado cede sin demora su puesto a uno nuevo: aquel es un
engaño conocido y este uno todavía por conocer. Ningún objeto del querer puede, una
vez conseguido, procurar una satisfacción duradera y que no se retire jamás, sino que
siempre se asemeja a la limosna echada al mendigo y que sustenta hoy su vida para
prolongar mañana el tormento. […] Así el sujeto del querer está girando
continuamente sobre la rueda de Ixión, acarrea siempre agua al cedazo de las
Danaides y se consume eternamente como Tántalo[43]».
De tal esclavitud solo podrán liberarnos dos cosas, aparte de la propia muerte,
claro está. Contamos por una parte con ese reposo momentáneo que puede
suministrarnos la contemplación estética y, por la otra, con el paradójico hecho de
que la voluntad se niegue a sí misma. Enseguida explicitaremos un poco estas dos
cuestiones cruciales del pensamiento del filósofo pesimista. Antes resulta interesante
traer a colación cierto pasaje donde Schopenhauer traza un curioso paralelismo entre
Buda y él mismo. Hacia 1832, cuando ya rondaba la cincuentena, evoca su
adolescencia escribiendo estas líneas en uno de sus cuadernos: «Cuando yo tenía
diecisiete años, antes de aplicarme al estudio, me vi conmovido por las calamidades
de la vida, igual que le ocurrió a Buda en su juventud, al descubrir la enfermedad, la
vejez, el dolor y la muerte. A partir de la existencia humana se proclama el destino
del sufrimiento. Este parece constituir el fin de la vida, como si el mundo fuera la
obra de un diablo, pero dicho fin tampoco es el último, sino más bien un medio para
conseguir por nosotros mismos el fin óptimo[44]».
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Hay quien relaciona estos asertos con el pasaje recién citado del diario de viaje y
entiende que Schopenhauer está rememorando a los galeotes de Toulon[45]. Sin
embargo, yo me inclino a pensar que su encuentro con los infortunios de la vida
apuntan hacia otro lado y que con ello está refiriéndose a otra experiencia vital
mucho más intensa todavía. Pues cuando Schopenhauer tiene diecisiete años estamos
en 1805, o sea, el año en que fallece su padre, muy probablemente a causa de un
suicidio. Y como ya sabemos esta catástrofe familiar fue lo que le permitió dedicarse
a la filosofía. En otras palabras, la muerte de su padre representó para Schopenhauer
toda una liberación del compromiso adquirido para con él. La tragedia de semejante
pérdida comportaba un drama suplementario. ¿Cuántas veces no se descubriría
experimentando sentimientos muy ambivalentes? Oprimido por la promesa que le
había hecho a su difunto progenitor, Schopenhauer escribe a su madre: «Renunciaría
con gusto a cualquier comodidad para dedicarme continuamente al estudio y
recuperar todo el tiempo perdido sin que ambos tuviéramos ninguna culpa en
ello[46]».
Estas líneas fueron redactadas el 28 de marzo del año 1807 y, aunque son el único
fragmento que se conserva de dicha carta, sirven para evidenciar que a Schopenhauer
le pesaba como una losa el compromiso adquirido con su padre, a quien considera el
único responsable de arruinar su vocación. Algo en lo que su madre viene a darle
toda la razón, al contestarle a esa carta casi desaparecida y cuyo contenido podemos
reconstruir gracias a esta que Johanna redacta el 28 de abril: «El tono tan grave como
sereno de tu carta ha calado en mi ánimo y me ha intranquilizado; ¡tu actual camino
acabaría por malograr enteramente tu destino! Por ello he de hacer todo cuanto sea
posible todavía para evitarlo; sé muy bien qué significa vivir una vida que repele a
nuestro fuero interno y me gustaría poder ahorrar esa desolación a mi querido hijo.
¡Ay, querido Arthur!, ¿por qué hubo de valer tan poco mi voz en aquel entonces,
cuando lo que tú quieres ahora era ya mi más ardiente deseo? Con cuánta tenacidad
luché por ponerlo en práctica hasta lograr imponerme, pese a todo lo que se me
oponía en contra, y cuán atrozmente fuimos engañados ambos. Pero más vale callar al
respecto, pues no sirve de nada lamentarse[47]». Después de todo, la madre de
Schopenhauer parece haber sido su cómplice con respecto a su vocación para el
estudio, acaso porque también ella misma se sintiera prisionera de la vida que llevaba
con su esposo, con quien había decidido casarse muy joven tras un prematuro fracaso
sentimental.
Semejante complicidad entre la madre y el hijo nos da una perspectiva muy
diferente de aquel maravilloso padre al que tanto protagonismo concedería luego
Schopenhauer en su propio currículum o en cualquiera de las tres dedicatorias que
proyectó mas nunca publicó para la segunda edición de El mundo como voluntad y
representación. En la de 1828 escribe: «A los manes de mi padre, el comerciante
Heinrich Floris Schopenhauer. ¡Oh, noble y eximio espíritu!, al que debo todo cuanto
soy y cuanto haga; tu sabia previsión me ha sabido amparar, no solo durante la
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infancia y la irreflexiva juventud, sino también en la madurez y hasta el día de hoy.
Por eso te consagro mi obra, la cual solo podía darse bajo la sombra de tu protección
y es también obra tuya[48]». Es cierto que al patrimonio de su progenitor le debía todo
cuanto pudo hacer, pero no lo es menos que solo fue así y no de otra manera gracias a
su fallecimiento. Una muerte que le acarrea emociones encontradas, por cuanto esa
tragedia personal no deja de representar una liberación del compromiso adquirido
mediante un astuto ardid. Todo lo cual estaría en el trasfondo del paralelismo que
traza con Buda cuando evoca su propio encuentro con los peores infortunios de la
vida. Desde luego, Schopenhauer no dejó de ser un príncipe para tornarse mendigo,
así como tampoco hubo de abandonar ningún palacio ni tuvo que despedirse de su
mujer e hijo, como según la tradición hiciera Buda, pero sí asumió de buen grado el
imponerse una misión similar, que consistía en averiguar cuál podía ser el auténtico
significado de la existencia del dolor y cómo cabía redimir del mismo a la
humanidad. «Buda —leemos en su tesis doctoral—, siendo el hijo de un rey, vivió
como un mendigo, y hasta el fin de su vida predicó su sublime doctrina para
salvación de la humanidad y salvarnos a todos de la continua reencarnación[49]».
Cuando pudo permitírselo, Schopenhauer compró una estatua de Buda muy antigua,
hecha en bronce y proveniente del Tíbet[50]. Esto casi transciende lo meramente
anecdótico, pues creía firmemente que ambos compartían tesis tan básicas como
fundamentales: «La doctrina esotérica de Buda coincide admirablemente con mi
sistema, si bien la doctrina exotérica es del todo mitológica y resulta mucho menos
interesante[51]».
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transmigración de las almas, tan admirado por Platón y Pitágoras, como un postulado
práctico al uso y manera de Kant. En definitiva, este mito nos enseñaría que somos
hijos de nuestras obras y que nuestro actual destino está sellado por la conducta
observada con anterioridad, merced a una(s) existencia(s) precedente(s). Las acciones
más meritorias, en vez de una mejora cualitativa en la excelencia del renacimiento,
alcanzarían la suprema recompensa de no tener que renacer nunca más. Todo lo cual
encontraría su mejor expresión en esa fórmula budista que dice: «Debes alcanzar el
nirvana, esto es, un estado en el que no haya estas cuatro cosas: nacimiento, vejez,
enfermedad y muerte». «Nunca un mito —apostilla Schopenhauer— se ha ceñido tan
estrechamente —ni tampoco lo hará jamás— a una verdad filosófica […] como esta
vetusta doctrina del más noble y antiguo de los pueblos[55]».
Ahora bien, esta doctrina de la metempsicosis constituye una versión exotérica y,
en cuanto tal, precisa del adorno que le proporciona su ropaje mítico para ser
comprendida por cualquiera. «El propósito de Buda —y de paso el del propio
Schopenhauer— fue despojar a la semilla de su envoltura, liberar a esta eminente
doctrina de imágenes y entes mitológicos, haciendo accesible y comprensible su
contenido en estado puro[56]». Por eso, en los libros complementarios a la segunda
edición, Schopenhauer introducirá un matiz nada desdeñable. Dentro del capítulo 41,
tras exponer ahora su propia teoría sobre la disolución del individuo en una voluntad
cósmica que vuelve a tornarse consciente una y otra vez dentro de un entendimiento
nuevo, advierte que «para designar esta doctrina resulta más idónea la palabra
“palingenesia” —nuevo nacimiento— que “metempsicosis” —transmigración de las
almas—. Estos continuos renacimientos constituyen entonces la sucesión de los
sueños vitales de una voluntad en sí indestructible hasta que, instruida y mejorada por
tantos y tan diversos conocimientos sucesivos bajo una forma continuamente
renovada, se suprima a sí misma. Con este parecer coincide también la doctrina
“esotérica” del budismo, […] en cuanto ella no enseña la metempsicosis, sino una
peculiar palingenesia fundada sobre bases morales[57]».
Lo único que hace la doctrina esotérica del budismo, con esa palingenesia que
desemboca en el nirvana, es confirmar su propia metafísica moral. El ser humano es
definido por Schopenhauer como un animal metafísico, al ser el único que se
caracteriza por tener una necesidad de índole metafísica[58], la cual se ve propiciada
sobre todo por el asombro que le produce su propia existencia y en particular el tener
consciencia de la propia muerte, pues esta es «el auténtico genio inspirador o el
musageta de la filosofía[59]». Y dicha reflexión sobre nuestra mortalidad nos hace
buscar perspectivas metafísicas que puedan consolarnos al respecto, constituyéndose
así una meta hacia la que se orientan principalmente toda religión y cualquier sistema
filosófico, ya que tanto las unas como los otros intentan suministrar un antídoto
contra esa certidumbre acerca de la muerte. Contaríamos por lo tanto con dos fuentes
distintas donde satisfacer nuestra insaciable sed metafísica: los relatos míticos de las
religiones, por una parte, y las verdades del genuino discurso filosófico, por la otra.
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«Templos e iglesias, pagodas y mezquitas, testimonian en todos los países de todos
los tiempos, con su esplendor y su grandeza, la necesidad metafísica del hombre»,
aun cuando podría decirse que tal necesidad no es muy difícil de contentar, puesto
que toscas fábulas e insulsos cuentos le bastan para explicarse su existencia y asentar
su moralidad, siempre que sean inculcados a muy temprana edad[60]. Para
Schopenhauer hay dos tipos de metafísica, cuya diferencia estriba en que una se
sustenta sobre un credo y la otra en una convicción. En otras palabras, mientras que
las religiones acertarían a calmar con sus alegorías la sed metafísica del vulgo, cierta
filosofía sabría colmar únicamente a la gente más cultivada y preparada para ello.
Mas no cualquier sistema filosófico constituye, por el simple hecho de serlo, una
buena metafísica, ni tampoco cualquier metafísico cabal podrá ignorar aspectos
relevantes de algunas religiones, como sucede con la doctrina esotérica del budismo.
«Alguien culto —dictamina Schopenhauer— siempre puede interpretar la religión
cum grano salis, e incluso el intelectual que piense con su cabeza será capaz de
trocarla sigilosamente por una filosofía; y tampoco hay una filosofía que sea
conveniente para todos, sino que cada cual atrae hacia sí, conforme a la ley de las
afinidades electivas, aquel público cuya formación y capacidad intelectual se adecua
mejor a ella. De ahí que siempre haya existido una metafísica trivial y escolástica,
para la plebe instruida, y una metafísica más elevada, para la élite[61]».
Como es lógico, la nueva metafísica que Schopenhauer quiere forjar con su
filosofía pertenece a este último grupo y se caracteriza sobre todo por ser
absolutamente inseparable de la moral. La metafísica sin ética se correspondería
metafóricamente con una simple armonía que careciera de melodía[62], en definitiva
sería como una especie de partitura en blanco. «Dentro de mi espíritu —anotaba ya
en 1813— va gestándose una filosofía en la que metafísica y ética deben constituir
una sola cosa, cuya disociación es tan errónea como la de alma y cuerpo[63]». Quince
años después certifica con vehemencia que su gestación se ha visto consumada:
«¿Qué metafísica —nos pregunta retóricamente— se muestra tan coherente con la
moral como la mía? ¡Acaso la vida de cualquier hombre noble no viene sino a
expresar con hechos mi propia metafísica! Ser virtuoso, noble o altruista no significa
sino traducir directamente, sin rodeos ni circunloquios, mi metafísica en actos.
Mientras que ser cruel o egoísta equivale a negarla mediante los hechos[64]». A ese
gran observador de la naturaleza humana que fue Schopenhauer hay un dato que le
resulta del todo inescrutable desde una perspectiva estrictamente psicológica y para el
que se hace necesario invocar una explicación de índole metafísica. Se trata de la
compasión, «ese asombroso proceso que configura el gran misterio de la ética y
constituye su fenómeno primordial, el hito más allá del cual tan solo puede
aventurarse a transitar la especulación metafísica[65]».
Con todo, la compasión es un proceso tan misterioso como cotidiano, ya que
incluso el más egoísta se ha identificado alguna vez con el sufrimiento ajeno[66], y
supone por lo tanto un hecho innegable de la conciencia humana[67]. Schopenhauer
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parte de las acciones desinteresadas y sigue su rastro hasta llegar al manantial del que
brotan todas ellas, el cual no resulta ser otro que la compasión[68], en cuanto único
móvil no egoísta y auténticamente moral[69]. Pero ese manantial surge a su vez de
otra fuente y «tiene su origen en la conciencia de aquella unidad metafísica
configurada por esa voluntad que se manifiesta en los otros tal como lo hace dentro
de uno mismo[70]». Este fundamento de su ética o metafísica moral se ve refrendado
por la fórmula sánscrita tat-twam-asi, «eso eres tú», la cual pretende hacernos caer en
la cuenta de que todo cuanto nos rodea es idéntico a nosotros[71]. «Entre los hindúes y
los budistas —nos recuerda Schopenhauer— prevalece lo que denominan “la gran
palabra”, tat-twam-asi, que se pronuncia siempre ante cualquier ser vivo para tener
presente, como pauta del obrar, aquella identidad que muestra su esencia íntima con
la nuestra[72]». Esta sentencia revela un conocimiento distinto al de la representación
propia del entendimiento, el cual está regido por el principio de individuación y se
halla inmerso en las coordenadas espacio-temporales, habida cuenta de que tras ese
mundo fenoménico cabe llegar a descubrir nuestra verdadera esencia íntima, que se
ve compartida por todo cuanto existe, y dicho conocimiento es el que da lugar a la
compasión, al franquear las barreras fenoménicas interpuestas entre los individuos;
«pues, tal como en el sueño nos hallamos metidos nosotros mismos en todas las
personas que se aparecen, otro tanto sucede cuando estamos despiertos, aunque no
sea tan fácil percibirlo[73]».
Solo así puede comprender Schopenhauer el gran misterio encerrado en un acto
totalmente desinteresado y auspiciado por la compasión. «Cualquier acto compasivo,
cuya intención pura quede probada, revela que quien la ejecuta está en franca
contradicción con el mundo de los fenómenos, en el que cada individuo está
escindido por completo del otro, al reconocer como idéntico consigo mismo a un
individuo extraño[74]». El comportamiento ético requiere de una cosmovisión
metafísica para verse cabalmente dilucidado. De ahí la estrecha simbiosis que
guardan para Schopenhauer la ética y la metafísica. «Un sistema que coloca la
realidad de todo existir en la voluntad, acreditando en ella el corazón del mundo y la
raíz de la naturaleza en su conjunto, accede por un camino tan recto como sencillo a
la ética y tiene muy a mano aquello que otros intentan alcanzar mirando hacia lo lejos
mientras dan escabrosos rodeos, cuando el único modo de alcanzarlo es reconocer
que la fuerza motriz, que opera en la naturaleza y presenta ese mundo intuitivo a
nuestro entendimiento, es idéntica con la voluntad que mora dentro de nosotros. Tan
solo esta metafísica que ya es ética de suyo, al estar construida con ese material
primordialmente ético que supone la voluntad, constituye real e inmediatamente un
sostén para la ética; en vista de lo cual bien podría haber puesto a mi metafísica el
nombre de “Ética[75]”».
Dejar de querer
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Conviene recordar ahora una vez más que Schopenhauer comparaba la filosofía con
un laberinto al cual se puede acceder por cien entradas cuando menos, aunque solo
hay una que nos permite llegar al epicentro de dicho laberinto, mientras que las
demás no conducen a ninguna parte y solo nos hacen dar vueltas en vano. Este punto
de partida, como ya quedó anunciado en su momento, no es otro que la voluntad, o
sea, el querer. Según Schopenhauer, nuestra capacidad volitiva es aquello con lo que
nos hallamos más familiarizados y sobre lo que disponemos de un conocimiento más
directo. «Cuando echamos un vistazo a nuestro interior, siempre nos encontramos
queriendo[76]», leemos en su tesis doctoral. Nuestro querer constituiría el primer dato
de nuestra conciencia y el que se nos presenta con una mayor claridad, hasta el punto
de servir como referente para dilucidar cualesquiera otros. «Como el sujeto del querer
se da inmediatamente a la conciencia de uno mismo, no cabe definir o describir
mediante otras cosas lo que sea la volición; antes bien, es el más inmediato de todos
nuestros conocimientos e incluso el que, por su inmediatez, ha de arrojar alguna luz
sobre todos los demás, que son muy mediatos[77]». Por eso decide no buscar en otro
lugar aquella esencia íntima que se manifestaría en todos y cada uno de los
fenómenos del mundo.
Así pues, aquella incógnita que Kant denominó cosa-en-sí se ve despejada por
Schopenhauer, quien en principio homologa esta con la voluntad humana, si bien
advierta que con ello solo está utilizando la mejor de las denominaciones posibles,
habida cuenta de que nuestro querer no cubre ni mucho menos el amplio espectro que
abarca la voluntad en sentido lato, la cual comprendería junto a las voliciones
humanas los apetitos animales y todas las fuerzas o energías inconscientes que
animan al conjunto de la naturaleza. «Pero la palabra voluntad, que como una palabra
mágica debe desvelarnos la esencia íntima de aquella cosa en la naturaleza, no es en
modo alguno una dimensión desconocida, algo alcanzado mediante silogismos, sino
algo conocido inmediatamente y que nos es muy familiar […]. Hasta el momento se
subsumía el concepto de voluntad bajo el concepto de fuerza; en cambio yo hago
justo al revés y quiero conocer cada fuerza implícita en la naturaleza pensada como
voluntad[78]». Ese sustrato común a todos los fenómenos es una suerte de pulsión
volitiva e inconsciente que Schopenhauer suele describir en varias ocasiones como un
«ciego afán, un sordo y oscuro impulso inconsciente e irresistible[79]», el cual solo
guardaría con la voluntad humana un lejano parentesco.
Sin embargo, Schopenhauer prefiere denominarlo «voluntad», antes que «alma
del mundo[80]», precisamente para emparentarlo con aquello que conocemos mejor y
poder acceder así a esa voluntad cósmica gracias al establecimiento de tal analogía.
La esencia íntima de las cosas es comparada por Schopenhauer con una fortaleza que,
al mostrarse inexpugnable ante los asedios externos, nos hace utilizar un secreto
pasadizo subterráneo para penetrar en su interior; y este pasadizo nos es descubierto
gracias al privilegiado e inmediato conocimiento que cualquiera de nosotros tiene con
respecto a sus propias voliciones. «En realidad —añade— nuestro querer es la única
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oportunidad que tenemos para comprender al mismo tiempo desde su interior un
proceso que se presenta externamente, o sea, es lo único que nos es inmediatamente
conocido y no, como todo lo demás, meramente dado en la representación. […] En
consecuencia tenemos que aprender a comprender la naturaleza a partir de nosotros
mismos y no, a la inversa, pretender conocernos a nosotros mismos desde la
naturaleza. Lo que nos es conocido inmediatamente ha de dar la exégesis de lo
conocido solo mediatamente; no al revés. ¿Acaso comprende uno el rodar de una bola
al recibir un choque mejor que su propio movimiento por un motivo percibido?»[81].
Uno de sus fragmentos inéditos recurre al griego para subrayar las diferencias
entre nuestra voluntad y la originaria: «Lo único primario y originario —escribe allí
Schopenhauer— es la voluntad, la Thelema [la volición pulsional ciega e
inconsciente propia del deseo], no la Boulesis [el proceso deliberativo que tiene
conciencia de intentar cumplir con un designio]; la confusión de ambas, para las que
solo hay una palabra en alemán, induce a tergiversar mi doctrina. Thelema es la
voluntad intrínseca o por antonomasia, la voluntad en general, tal como es percibida
en el hombre y en el animal; pero Boulesis es la voluntad reflexiva, el consilium [la
deliberación], la voluntad conforme a una determinada elección[82]». Según
Schopenhauer, esta voluntad cósmica cuyo alias es Thelema suele abandonar durante
un instante la eterna noche del inconsciente y despertar a la vida como una Boulesis
individual, para retornar luego a su inconsciencia originaria tras ese penoso y efímero
sueño; mientras dura este trance sus deseos no tienen fin y sus anhelos resultan
inagotables, ya que cada demanda satisfecha engendra una nueva[83]. El tema
principal de los múltiples actos de la voluntad no consiste sino en satisfacer las
necesidades anejas a la existencia, que se reducen básicamente a la conservación del
individuo y el mantenimiento de la especie[84]. De ahí que, situados en este contexto,
la expresión «voluntad de vivir» suponga un mero pleonasmo, porque lo que quiere
siempre la voluntad es vivir, al no ser la vida sino una representación de dicho querer.
La voluntad es la cosa en sí, el contenido interior o la esencia del mundo; la vida es el
mundo visible, la manifestación o el espejo de la voluntad, y acompaña de un modo
tan inseparable a la voluntad como al cuerpo lo sigue su sombra[85].
Mas, al igual que toda diástole tiene su sístole, también la voluntad pueda trocar
su incuestionable querencia por vivir en todo lo contrario y querer justamente no
seguir queriendo[86], por muy paradójica que pueda parecer tal cosa. Lo que se deja
de querer es la vida misma. Y a este viraje hacia la dirección opuesta lo llama
Schopenhauer el giro de la voluntad. Tras ese cambio radical uno «ya no quiere lo
que ha querido durante toda su existencia y deja realmente de querer la vida, aunque
originariamente no sea otra cosa que una manifestación de la voluntad de vivir. Para
que se produzca este giro de la voluntad es necesario tener una visión panorámica
sobre la vida[87]» y percatarse de «la global aflicción en que consiste la vida,
penetrando así en el último misterio de la vida y el mundo, a saber, que sufrimiento y
odio (vale decir el mal físico padecido y el mal moral perpetrado) son en cuanto cosa
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en sí uno e idénticos, aun cuando en el plano del fenómeno ambos aparezcan como
sumamente heterogéneos e incluso antitéticos; la diferencia entre un torturador y el
atormentado es meramente fenoménica, ya que ambos constituyen una unidad en
sí[88]». Todas esas diferencias que hay entre la víctima y su verdugo solo imperan
bajo el principio de individuación y dentro del tiempo. Sin embargo, al descorrer lo
que la sabiduría hindú apoda el velo de Maya, el espejismo de tales apariencias acaba
esfumándose y se reconoce que todos los fenómenos del mundo no son sino una
manifestación de una esencia común en donde todos ellos resultan idénticos[89]. Ahí
es donde nos conduce aquel sufrimiento que Schopenhauer consideró desde siempre
como un medio instrumental para conducirnos a nuestro auténtico destino. «Aquello
que quiebra la voluntad —escribía en 1816— es el sufrimiento. Sin embargo, el que
dicho sufrimiento sea sentido o simplemente percibido marcará la diferencia entre
que nuestra voluntad se quiebre o quede vuelta del revés. El espectáculo del
sufrimiento, acompañado de una mirada que atraviesa el principio de individuación o
la Maya, determina que la voluntad intente al mismo tiempo paliar ese sufrimiento y
rehuir todo goce, haciendo que se aleje de sí misma. Pero aquel a quien tal
espectáculo no le redima tendrá que aguardar a experimentar su propio
sufrimiento[90]».
Nada puede conseguir que la voluntad cese de querer nueva e incesantemente,
pues ninguna satisfacción logra colmar completa y definitivamente aquella vasija rota
de las Danaides a que se asemeja su inextinguible afán volitivo. Por eso no cabe fijar
para ella ningún bien absoluto que no sea interino y el único bien supremo se cifra en
esa plena negación de la voluntad que decide auto-suprimirse[91]. Algo que ya nos
anuncia la experiencia estética, cuando ella nos hace «ingresar en un estado de
contemplación pura, donde por un instante quedamos exonerados de todo deseo y
toda preocupación, como si nos deshiciéramos de nosotros mismos y dejáramos de
ser ese individuo consciente en todo momento de su volición, ese correlato de las
cosas concretas para el que cualquier objeto puede constituir un motivo, pasando a ser
el correlato de la pura idea, como si mediante la liberación del apremio volitivo
procurado por la intuición estética emergiéramos fugazmente de la gravidez terrestre.
Así son los instantes dichosos que conocemos y a partir de los cuales podemos
colegir cuán venturosa tiene que ser la vida de un hombre cuya voluntad quede
apaciguada, no un solo instante, como en el caso del gozo estético, sino de una vez
para siempre[92]».
Aplicando a su propio sistema la disquisición kantiana entre fenómeno y
noúmeno, Schopenhauer asegura que «se puede considerar a todo ser humano desde
dos puntos de vista contrapuestos; por un lado, es ese individuo, plagado de dolores y
defectos, cuyo fugaz tránsito a través de su inicio y término dentro del tiempo es tan
efímero como el sueño de una sombra; por otro, es también aquel ser originario e
indestructible que se objetiva en todo cuanto existe y al que, en cuanto tal, le cabe
decir, como a la imagen de Isis en Sais: “Yo soy todo lo que ha sido, es y será[93]”».
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En la peculiar adaptación que Schopenhauer hace del planteamiento kantiano, mi
voluntad individual no puede ser libre, al hallarse inmersa en la inexorable
concatenación causal propia del tiempo. Sin embargo, esa voluntad cósmica, que
también soy, disfruta incluso de aseidad[94], pues únicamente a ella misma le debe
tanto su existencia como su esencia. Solo habría una manifestación inmediata de la
libertad dentro del mundo fenoménico, y es que la voluntad se niegue a sí misma
dejando de querer. «La libertad de la voluntad —anota en algún momento entre 1811
y 1818— podría ser denominada “del no querer”, pues dicha libertad no consiste sino
en su capacidad para negar por entero la voluntad propia y su ley suprema es la de “tú
no debes querer nada”; entonces ya no actúo como quiero, sino como debo, y esto
anula el querer. Así, mi propio yo individual deja de actuar y se trueca en el
instrumento de una eterna e inefable ley[95]».
Unas tres décadas más tarde, a finales de septiembre del año 1844, Schopenhauer
sigue pensando exactamente lo mismo y responde a las dudas formuladas por Johan
August Becker diciéndole que, a su juicio, esa libertad de la voluntad que le
corresponde como cosa en sí solo tiene una epifanía fáctica en que dicha voluntad
cese de querer la vida en bloque. «Bajo este misterio de la libertad filosófica se halla
el desenlace de la trama del mundo. Aquí está el camino y la pasarela, las puertas que
conducen fuera del mundo; pero yo solo las puedo mostrar, no abrírselas a Vd., así
como tampoco puedo decirle lo que hay tras ellas o sucede allí, ni cómo está
constituido en sí y extra-temporalmente aquello que se presenta como una
trasmutación dentro del tiempo[96]».
Quizá Schopenhauer mienta un poco a su corresponsal con este último aserto, toda
vez que, aun cuando no pueda decir ni precisar lo que hay al otro lado de la pasarela,
tampoco deja de intentar vislumbrarlo y describirlo mediante distintas metáforas
entre las que resulta particularmente sugestiva la del sueño, como luego tendremos
ocasión de comprobar. Cada vez que dormimos nuestra voluntad individual se
difumina y queda transitoriamente disuelta en la voluntad cósmica, pues «en medio
del sueño se ve suprimido el conocimiento, mas no así la voluntad, quien viene a
expandirse durante la vigilia —diástole— y se contrae de nuevo mientras uno duerme
—sístole—, tal como vimos antes que sucedía también con la vida y la muerte.
Durante nuestro sueño la voluntad actúa conforme a su naturaleza esencial y
originaria[97]».
A juicio de Schopenhauer, nuestra vida es como un breve sueño en medio de la
extensa noche del tiempo infinito[98]. «¿Acaso no es toda la vida un sueño?»[99], se
pregunta Schopenhauer; claro que sí, responde. «La vida real y los sueños son sendas
páginas de un único libro. La presunta diferencia entre ambos estriba en que, cuando
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consultamos y leemos aquellas hojas ordenadamente según su paginación, entonces
lo llamamos vida real. Sin embargo, si entreabrimos ese libro al azar, una vez que han
transcurrido las horas habituales de lectura (el día) y ha comenzado el tiempo de
reposo, ojeando sin orden ni concierto algunas de sus páginas, entonces se trata de
sueños. En ellos tan pronto nos encontramos con una hoja que ya habíamos leído en
aquella lectura sistemática y correlativa como de repente topamos con alguna que
todavía no conocíamos; pero siempre se trata del mismo libro. Por eso escribió
Calderón que “la vida es un sueño[100]”».
Son muchas las ocasiones en que como ya sabemos e iremos viendo
Schopenhauer compara la vida con un sueño. Ahora bien, la cuestión es entonces:
¿quién es el que la sueña? Su respuesta es clara: la voluntad cósmica, por supuesto.
«Se trata de un gran sueño, que sueña ese Único Ser, pero lo hace de tal modo que
todos y cada uno de sus personajes sueñan con él[101]». El sujeto del gran sueño de la
vida no es otro que aquella voluntad originaria cuya manifestación somos todos[102].
«Cada individuo, cada rostro humano, cuyo transcurso vital no es más que un breve
sueño del espíritu infinito de la naturaleza, de la perseverante voluntad de vivir, no
constituye sino un efímero pentimento que dicha voluntad traza lúdicamente sobre su
lienzo infinito del espacio y el tiempo, para no conservarlo sino un breve instante
antes de borrarlo y dejar su hueco a otro[103]».
Con respecto a esa voluntad primigenia nos ocurriría lo mismo que con las
estrellas. El firmamento está plagado de constelaciones que solo se hacen visibles
cuando se oculta el sol, es decir, la estrella que tenemos más cerca. De igual modo, la
existencia individual, merced al resplandor de la conciencia, nos impide ver esa
voluntad cósmica en donde reside nuestra verdadera esencia[104]. De ahí que nuestra
muerte suponga un despertar del sueño de la vida[105]. Y en este sentido temer que
todo desaparezca con la muerte sería tanto como si alguien, en medio de un sueño,
pensara que pudiera haber un sueño sin soñarlo nadie[106]. Tal como el sol sigue
brillando después del ocaso, la esencia íntima, el en sí del mundo fenoménico, sigue
imperturbable tras la muerte de sus manifestaciones individuales[107] y la voluntad
cósmica continúa soñando aquel eterno sueño del que formamos parte. Por eso a
Schopenhauer le gustaban tanto estos versos de Shakespeare que cita muy al
comienzo de El mundo como voluntad y representación, pero que anotó en uno de sus
cuadernos cuando solo tenía veinticinco años[108]: «Somos del mismo material con
que se tejen los sueños y nuestra corta vida se ve rematada por el dormir[109]».
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2. El jeroglífico de los enigmas del universo
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más bien un lago de Suiza, que por su sosiego tiene en la mayor profundidad gran
claridad, siendo la claridad precisamente lo que hace visible la profundidad. Al
contrario, el filósofo inauténtico no tratará ciertamente de ocultar sus pensamientos
bajo las palabras, sino más bien de ocultar su falta de pensamiento, atribuyendo a
culpa del lector la incomprensibilidad de sus filosofemas, nacida de su propia
obscuridad mental[2]». Tal como las claras y limpias aguas de un lago suizo dejan
vislumbrar cuanto se halla profundamente oculto en su interior, el filósofo no podrá
escudriñar los misterios del universo sino dotando a sus escritos de una precisión y
claridad meridianas.
Según sabemos por su diario de viaje[3], los paisajes de Suiza y sus entornos
alpinos habían impresionado enormemente al adolescente que recorrió Europa con
sus padres. En una carta fechada en 1811[4], Schopenhauer transcribe para su madre
una reflexión anotada en uno de sus cuadernos por esa misma época, donde compara
la filosofía con un elevado desfiladero alpino al que solo se puede acceder a través de
algún sendero tan escarpado como pedregoso. Cuanto más ascendemos por esa senda
hacia la cumbre tanto más intransitado se vuelve dicho camino, y quien lo transita
debe dejarlo todo tras de sí para pisar con firmeza en esa fría nieve que le conduce
hasta la cumbre. A menudo, al bordear el abismo, nuestro escalador lanza una mirada
hacia el verde valle y se ve asaltado por una poderosa sensación de vértigo que debe
ahuyentar adhiriéndose a las rocas aunque sea con su propia sangre. Gracias a ello
pronto tendrá bajo sus pies un mundo que se le revela en toda su redondez y cuyas
estridencias no llegan tan alto. Allí arriba, en medio del aire puro de la montaña, ya se
puede ver el sol, aun cuando todavía reine la noche mucho más abajo[5].
Este símil, donde la filosofía es comparada con una penosa travesía de alta
montaña, supone un buen ejemplo del magnífico uso que Schopenhauer sabe hacer de
las metáforas. Acudir a ellas no entraña una simple obligación retórica, pues a sus
ojos representan mucho más que un mero recurso estilístico: son la única vía de
acceso hacia las verdades más profundas y recónditas[6]. Cualquier tipo de analogía,
una parábola, las alegorías y los mitos, toda clase de fábulas, el símil y la metáfora
constituyen, por lo tanto, las mejores herramientas del filósofo. Algunas de sus
alegorías han devenido enormemente célebres. Tal es el caso de su parábola sobre la
sociedad y los puercoespines. En lo más crudo del invierno, los puercoespines
deciden arrejuntarse para proporcionarse mutuamente algo de calor. Sin embargo,
enseguida se apartarán al sentir en sus carnes las púas de los otros, aun cuando el frío
les haga intentar amontonarse de nuevo una y otra vez. Ese mismo mecanismo
regularía nuestras relaciones con los demás. La soledad nos hace buscar una
compañía que no tarda mucho en saturarnos, pero de la que tampoco sabemos
prescindir del todo[7]. Para Schopenhauer, «la sociedad puede ser comparada con un
fuego frente al que siendo prudente sabrá uno calentarse guardando cierta distancia,
pero sin acercarse tanto como aquel necio que tras haberse quemado se refugia en los
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gélidos fríos de la soledad, lamentándose al mismo tiempo de que —como es natural
— el fuego queme[8]».
Su profusa y brillante utilización de las metáforas es lo que le convierte, sin lugar
a dudas, en un gran prosista cuyo estilo se nos antoja tan ameno como sugestivo.
Sería interesante presentar la filosofía de Schopenhauer clasificando temáticamente
sus metáforas. De hecho, el estudio de las metáforas resulta siempre provechoso e
interesante para comprender mejor a cualquier autor. Incluso un pensador tan sobrio
como Kant, obligado a disculparse por haber eliminado los ejemplos e ilustraciones
que salpicaban la primera versión de su Crítica de la razón pura, no supo prescindir
por completo del uso de la metáfora, permitiendo con ello que Antonio Machado
pudiera glosar sus tesis metafísicas a propósito de una paloma[9], al igual que cierto
pasaje de Los sueños de un visionario, en donde se nos habla de una balanza escorada
por las expectativas depositadas en el porvenir, inspirase andando el tiempo tanto a
Bloch como al autor de La razón sin esperanza[10]. El tratamiento metafórico al que
Maquiavelo somete a la fortuna es otro buen exponente de lo aquí apuntado, ya que
muy posiblemente cabría reconstruir todo el pensamiento maquiaveliano ciñéndose a
ciertos pasajes diseminados en sus escritos donde Maquiavelo brinda distintas
metáforas acerca de la fortuna[11]. En el caso de Schopenhauer luego veremos cómo
intenta perfilar su peculiar noción sobre lo que viene a ser en última instancia el
destino, así como las distintas metáforas con que intenta dilucidar este complejo
concepto, entre las que destaca su metáfora del gran sueño de la vida. Otro apartado
quedará consagrado a la muerte, que Schopenhauer no cesa de asimilar asimismo con
la vivencia onírica en un ímprobo esfuerzo por llegar a comprender su inescrutable
sentido.
Quizá sea este gusto por las metáforas el responsable de que Schopenhauer haya
reclutado a sus mejores comentaristas entre insignes escritores como Borges o Pío
Baroja. Ciertos pasajes de Otras Inquisiciones o El árbol de la ciencia nos ayudan a
entender el pensamiento de Schopenhauer mucho más que una documentada
monografía de corte académico. Por fortuna, las lecturas del propio Schopenhauer no
se limitaban a los ensayos filosóficos y sus fuentes de inspiración eran de toda clase.
Todo cuanto cautivaba su atención era por eso mismo digno de verse recogido en sus
reflexiones. Le daba igual que se tratara de grandes filósofos, dramaturgos, poetas o
novelistas. Era tan devoto de Platón como de Shakespeare, Lord Byron o Walter
Scott. Por otra parte su cabeza nunca estaba inactiva. Ni siquiera durante sus viajes.
Además del distinto carácter de las gentes con que traba conocimiento, cierto cuadro
del palacio napolitano de Capodimonte o una inscripción conservada por azar en el
burdel de Pompeya le prestarán idéntico servicio que algunas citas de Goethe o
Voltaire. Y qué decir de la música, esa musa que acaso inspiró sus más brillantes
páginas. La trama de una ópera mozartiana como La flauta mágica también se
mostraba útil para hacerle pensar. Hasta la crónica de sucesos del Times londinense
suponía una buena cantera para sus obras. Tras aprender castellano para leer en
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directo a Cervantes y Calderón, traduce al alemán el Oráculo manual o Arte de la
prudencia de Baltasar Gracián. En este orden de cosas, cabe imaginar cuánto debió
de lamentar no conocer el sánscrito para desentrañar aquella sabiduría de Oriente que
veía necesario importar a Europa. Con todo, su competencia lingüística era bastante
holgada y sus escritos están plagados de citas en inglés, francés, español, italiano,
latín y griego. De hecho acarició la idea de traducir a Hume al alemán y a Goethe al
francés, así como también le hubiera encantado ser el traductor de Kant al inglés. Su
radical ateísmo no le impidió fascinarse con el estudio comparado de las religiones,
las cuales despertaban su curiosidad a la par que la mitología grecorromana. Los
avances científicos le atraían tanto como la cábala y toda clase de fenómenos
paranormales. Nada era desdeñable, salvo lo que provocase aburrimiento. El tedio era
lo único que le horrorizaba y constituyó el único criterio que discriminaba sus
variopintas lecturas. Pues todo es válido en el camino hacia la verdad, siempre y
cuando no resulte aburrido.
Pero volvamos por un momento a esa cumbre alpina, donde habíamos dejado a ese
intrépido escalador con el que Schopenhauer da en asociar al filósofo genuino. En esa
límpida y refrescante atmósfera, tan alejada de cualquier contaminación, el filósofo
schopenhaueriano logra conquistar la cima de su consciencia, aquello que bautiza en
sus primeros manuscritos con el nombre de mejor consciencia. Dicha consciencia,
que habría logrado situarse más allá del tiempo y del espacio, nos conduciría hasta un
lugar en donde no hay personalidad ni causalidad algunas. Para ella no cabe la
distinción entre sujeto y objeto. Por no haber, ni siquiera hay sitio para ninguna
divinidad. Es más —añade—, «Dios» constituiría tan solo un término que podemos
utilizar para referirnos de modo simbólico a esa «consciencia mejor[12]». Esta
consciencia eterna es lo que nos quedaría tras habernos librado de la consciencia
temporal[13]. Por supuesto, pretender dimensionar su carácter eterno en base al
tiempo sería tanto como aspirar a la cuadratura del círculo[14]. Pese a todo, la tarea
del filósofo es liberar a esta «mejor consciencia» de todo aquello con lo que pueda
estar vinculada para delimitarla en toda su pureza[15].
Schopenhauer también hace una observación digna del primer Wittgenstein y
advierte que solo podemos referirnos a ella de modo negativo, dado que sobrepasa los
límites de nuestro lenguaje[16]. Semejante consciencia se caracterizaría en definitiva
por no pensar ni conocer nada y, a su vez, tampoco resultaría en modo alguno
cognoscible por parte de la consciencia empírica[17]. Entre ambos tipos de
consciencia ha sido trazada una linde sin extensión, una suerte de línea matemática
que las divide sin remedio; no hay nada que pueda vincularlas entre sí[18]. Querer
traspasar esa frontera es tan inviable como «querer pasar una hora del estío al
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invierno, conservar un copo de nieve dentro del hogar o poder transferir el fragmento
de un hermoso sueño a la realidad. Su mutua impronta es tan escasa como el eco de
una melodía musical que ya no escuchamos[19]».
La consciencia empírica y la «mejor consciencia» se anulan recíprocamente.
Cuando esta entra en escena, el mundo de la consciencia empírica —la cual está
imbricada con la sensibilidad, el entendimiento y la razón— se desvanece como un
sueño matinal o una mera ilusión óptica[20]. Por ello, el tránsito hacia la mejor
consciencia se revela como lo único capaz de cortar los nudos gordianos del
mundo[21]. Las artes plásticas, la música y en cierta medida también la poesía
favorecen esa transición, al abandonar el ámbito de los conceptos y provenir
directamente de la fantasía, esto es, por ser el fruto de una sensibilidad y un
entendimiento sometidos a la voluntad[22]. El principal cometido del filósofo cabal
será presentar a esa mejor consciencia, teoréticamente pura, separada por completo de
la empírica, una misión que sería ejecutada por el santo dentro del terreno de la
praxis[23]. Para Schopenhauer genialidad y santidad suponen sendas expresiones de la
mejor consciencia.
Mas ¿cómo se alcanza esa mejor consciencia? La respuesta es que nuestro
entendimiento no puede ver sino su fachada, por decirlo así, ya que solo se le muestra
merced a sus efectos, como cuando alguien actúa virtuosamente[24]. Un
comportamiento noble y virtuoso es el mejor signo de la mejor consciencia, la cual
será definida en un momento dado como «el manantial de todas las virtudes[25]». Para
llegar hasta esa mejor consciencia y, por ende, a la virtud, esto es, al «eterno acorde
armónico del universo», solo habría dos caminos: o bien elevarse desde adentro y por
uno mismo hacia la mejor voluntad, liberándonos voluntariamente de toda volición
vital y alejándonos decididamente del mundo para destruir su engañosa ilusión, o
bien dejarse llevar por el enconado apremio de la volición vital, hundiéndonos cada
vez más en el vicio y lo pecaminoso, así como en las tinieblas de la muerte y la
inanidad, hasta que poco a poco el enconado afán de la vida se vuelva contra sí
mismo y nuestro conocimiento mejore merced al crisol del dolor[26].
Estas tempranas reflexiones acerca de lo que denomina mejor consciencia trazan
las premisas del sistema filosófico de Schopenhauer. La experiencia estética que nos
produce una melodía musical o la contemplación de un cuadro nos transportan por un
momento hacia otro ámbito, situado más allá de las constricciones espacio-
temporales, gracias a que nuestra fantasía depende directamente de la voluntad. El
principio de causalidad no tendría validez alguna en ese ámbito, donde también
quedaría derogada la personalidad, esto es, el principio de individuación, e incluso la
distinción entre sujeto y objeto terminaría por perder todo su sentido. Sin embargo,
dicha experiencia estética, esa senda que nos hace transitar la genialidad conferida
por el compositor a su melodía musical o por el pintor a su obra de arte, cuenta con
un atajo alternativo, cuál es el de la santidad o la experiencia mística. Lo malo es que
semejante atajo no está ni mucho menos al alcance de todo el mundo. De ahí que sea
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necesaria una tercera vía donde confluyan ambas experiencias. Esta vía habrá de ser
abierta por la filosofía de Schopenhauer que, tras asomarse al mirador de la
experiencia estética, se las ingeniará para tomar el sendero a través del cual solo
habían sabido desfilar los místicos[27]. Pero este tipo de filósofo habrá de tomar esa
senda con los ojos bien abiertos y, lejos de renunciar al mundo como desde siempre
ha hecho la mística, tendrá que zambullirse dentro de él para examinarlo
cuidadosamente. Así se irá encontrando en el camino con cosas tales como la
crueldad, el dolor y la muerte, mas también con un fenómeno que le deja sumido en
la perplejidad. A lo largo del ascenso hasta la cumbre, y casi al final de su travesía,
nuestro escalador se topa con algo que se le antoja inexplicable: aquel peculiar
sentimiento moral que a veces experimentamos dentro de nuestro fuero interno, al
sentirnos intensamente motivados para realizar un acto de abnegación que atente
contra nuestro propio provecho[28].
Poner entre paréntesis nuestro acendrado egoísmo le parece a Schopenhauer el
mayor de los misterios. A su modo de ver, compadecerse del sufrimiento ajeno
constituye «la única fuente de las acciones abnegadas y, por ello mismo, la verdadera
base de la moralidad[29]», al constituir «el único motivo no egoísta y, por lo tanto, el
único auténticamente moral, aun cuando de suyo represente la más extraña e
inconcebible de las paradojas[30]». Como ya hemos visto, el fenómeno de la
compasión se le antoja «el gran misterio de la ética, su fenómeno primordial y el
mojón más allá del cual solo puede aventurarse a transitar la especulación
metafísica[31]». Decidido a dilucidar tan paradójico enigma, Schopenhauer se
propondrá erigir una metafísica inmanente que no necesite recurrir a ningún tipo de
transcendencia y cuya clave de bóveda sea la ética: «Entre mis manos, o por mejor
decir dentro de mi espíritu, va creciendo una obra, una filosofía, en donde metafísica
y ética serán una sola cosa, toda vez que hasta el momento solía separárselas tan
falsamente como se divide al ser humano en alma y cuerpo[32]».
Como se ha señalado con anterioridad, ya en 1813 Schopenhauer tiene muy claro
su programa filosófico: fusionar la ética con la metafísica. Quince años más tarde se
preguntará: «¿Qué metafísica se muestra tan coherente con la moral como la mía?
¿Acaso la vida de cualquier hombre noble se diferencia en algo de lo que mi
metafísica expresa con hechos? Ser virtuoso, noble o altruista —se responde— no es
otra cosa que traducir, no mediante rodeos y circunloquios, sino directamente, mi
metafísica en acciones. Ser vicioso, despiadado y egoísta no se logra sino renegando
de tal metafísica mediante los hechos[33]». En el santo esta consciencia predomina de
un modo tan ininterrumpido que a sus ojos el mundo sensorial se le aparece al mismo
tiempo con colores muy débiles, lo que le permite actuar conforme a esa mejor
consciencia. Por contra, en el genio esa consciencia se ve acompañada por una viva y
perspicaz consciencia del mundo sensible.
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Macrocosmos y microcosmos
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la idoneidad de todo aserto con esa clave. Sin embargo, la voluntad y su capacidad
hermenéutica se invocan muy raramente para descifrar el enigma del mundo[37]».
Cuando acabó de redactar El mundo como voluntad y representación,
Schopenhauer acarició la idea de grabar en su sello una esfinge precipitándose al
abismo, persuadido como estaba de que había logrado solventar los grandes enigmas
del mundo. Y tal como Edipo hubo de matar a su padre para enfrentarse luego con la
esfinge y llegar a ser el rey de Tebas, también Schopenhauer hizo lo propio, al modo
en que ciertos discípulos desplazan a sus maestros para ceñirse su corona.
Schopenhauer se autoproclama el único heredero legítimo de Kant e intenta ocupar su
pedestal en la historia del pensamiento. ¿Cómo conseguir semejante objetivo? Muy
sencillo, despejando la gran incógnita del criticismo, poniendo nombre a esa X con
que la cosa en sí quedaba designada dentro de la filosofía transcendental. «Si se
consideran —escribe Schopenhauer— las contadas ocasiones en que, a lo largo de la
Crítica de la razón pura y los Prolegómenos, Kant entresaca tan solo un poco a la
cosa en sí de las tinieblas en donde se halla sumida, para presentarla como la
responsabilidad moral inserta dentro de nosotros y, por ende, como voluntad, también
se advertirá entonces que yo, mediante la identificación de la voluntad con la cosa-
en-sí, he puesto en claro y llevado hasta sus últimas consecuencias el pensamiento de
Kant[38]».
Sin duda, el mayor anhelo de Schopenhauer era llegar a verse reconocido como el
mejor intérprete del criticismo, como el sucesor natural de Kant. «Mi mayor gloria —
escribió— tendrá lugar cuando alguna vez se diga de mí que he resuelto el enigma
planteado por Kant[39]». Cuando menos él sí estaba plenamente convencido de haber
logrado tal cosa. El núcleo de su doctrina, el punto capital y estrictamente metafísico
de su filosofía, pretende haber desvelado el enigma kantiano y queda cifrado en «esa
paradójica verdad elemental según la cual aquella cosa-en-sí que Kant contrapuso al
mero fenómeno y tenía por absolutamente incognoscible, al tiempo que constituía el
sustrato de toda manifestación y de la naturaleza en su conjunto, no viene a ser sino
aquello con lo que nos hallamos enteramente familiarizados y respecto de lo que
tenemos un conocimiento bien directo, al encontrarlo en el interior de nosotros
mismos como voluntad[40]».
A juicio de Schopenhauer, el mayor error cometido por la filosofía ha sido mirar
hacia lo lejos y clavar sus ojos en lejanos horizontes, cuando lo que hacía falta era
justamente reparar en lo más cercano e inmediato, bucear dentro de la propia
mismidad antes que recurrir al catalejo para vislumbrar borrosamente cuanto queda
en lontananza. «Lo usual ha sido encaminarse hacia fuera, en todas direcciones, en
vez de dirigirse hacia dentro, es decir, allí donde ha de resolverse cualquier
enigma[41]», pues ahí es donde «los cielos tocan la tierra[42]». En lugar de otear las
estrellas del firmamento, se trataría más bien de replegarnos hacia nuestro fuero
interno y echar un vistazo more socrático en el interior de nosotros mismos. «Lo
cierto —argumenta Schopenhauer— es que al fin y a la postre a través del camino de
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la representación nunca se puede saltar por encima de ella. Se trata de una totalidad
clausurada y entre sus elementos no hay ningún hilo que nos lleve hasta esa esencia
absolutamente distinta supuesta por la cosa en sí. La sensación se muestra todavía
más incapaz de conducirnos más allá de sus propios límites. Así pues, Kant estaba
equivocado. Si fuéramos meros entes representacionales y sensitivos jamás
arribaríamos hasta el ser en sí de las cosas. Solo la otra vertiente de nuestro propio ser
puede rendirnos cuentas de la otra cara del ser de las cosas. El macrocosmos no
puede ser comprendido sino en función del microcosmos, dado que este constituye lo
único inmediato y, ciertamente, solo por mor del microcosmos en su conjunto, es
decir, en base a sus dos lados, y no de modo unilateral, descuidando la otra parte.
Nuestro propio fuero interno nos proporciona la clave del mundo. Conócete a ti
mismo[43]». No se había de ir muy lejos para encontrar esa clave hermenéutica que
nos permitiría descifrar todos los enigmas planteados por la gran esfinge del cosmos.
Bastaba con realizar un pequeño ejercicio de introspección y darse cuenta de que, tal
como el agua se compone de oxígeno e hidrógeno, nuestro yo no se reduce
únicamente al conocimiento, sino que también es voluntad[44]. «Solo cuando se
reconoce a la voluntad cual cosa en sí se percibe la plena identidad entre lo más
grande y lo infinitamente pequeño, la conjunción del microcosmos con el
macrocosmos, y se concilian los dos polos opuestos [esto es, la materia y el sujeto]
del conocimiento. De ahí que la voluntad represente algo mágico[45]».
Muy aficionado a hacer sus pinitos en el campo de la filología comparada,
Schopenhauer advierte una gran afinidad entre los vocablos magia y Maya. En su
opinión, la palabra «magia» estaría emparentada con el viejo concepto hindú que
designaba todo cuanto era ilusorio, y por eso seguiríamos llamando «ilusionistas» a
los magos[46]. En las primeras páginas de El mundo como voluntad y representación
su autor nos recuerda que, para la vieja sabiduría india: «Maya, el velo de la ilusión,
es quien cubre los ojos del mortal y le hace ver un mundo del cual no puede decirse
lo que es ni tampoco lo que no es; pues Maya se asemeja al sueño, se asemeja a ese
resplandor del sol sobre la arena que hace al caminante tomarla desde lejos por agua
o a esa cuerda arrastrada por el suelo que el caminante confunde con una
serpiente[47]». Tal es el mundo como representación que se halla sometido al
principio de razón. Al otro lado del velo de Maya, fuera de la caverna del no menos
célebre mito platónico, estaría lo que no es aparente, sino genuinamente real y
esencial. Tras ese mundo fenoménico construido por el sujeto epistemológico de
corte kantiano habría un sustrato común al macrocosmos y el microcosmos: la
voluntad. «La idea platónica, la cosa en sí [kantiana] y la voluntad [a lo
Schopenhauer] serían distintas expresiones de lo mismo y constituyen algo mágico,
que no se halla en los contornos de las fuerzas naturales y cuyo ímpetu es inagotable,
ilimitado e imperecedero, por hallarse al margen del tiempo[48]».
Tras describirse a sí mismo en reiteradas ocasiones como el Kaspar Hauser de la
filosofía[49], cuyos escritos habrían sido secuestrados por los filósofos profesionales
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para hurtarles el puesto que les correspondería por derecho propio, Schopenhauer
decide autoproclamarse algo así como un hijo bastardo de Kant, el vástago que este
habría podido tener de haberse atrevido a coquetear con la sabiduría oriental. Este
hijo natural, que ha osado yacer con quien debería haberlo hecho su padre intelectual,
reclama la herencia paterna para ocupar su lugar en el trono de la Tebas filosófica,
por ser el único que habría sabido encontrar una clave para descifrar todos los
enigmas del universo, una vez resuelto el mayor desafío de la gran Esfinge cósmica:
revelar la identidad oculta de la cosa en sí kantiana. «Si alguna vez llega el día en que
se me lea, se descubrirá que mi filosofía es como la Tebas de las cien puertas. Por
todas partes puede accederse a ella y encontrar un camino que conduzca directamente
hasta su centro[50]».
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nexos causales así como las barreras aparentemente infranqueables del espacio y el
tiempo, mostrándonos que nos hallamos inmersos en un océano plagado de
misteriosos enigmas donde no podemos conocer nada con entera profundidad,
incluidos nosotros mismos[53].
Solo hay una explicación plausible para que todos los pueblos y todas las épocas
hayan venido creyendo en la magia, pese a los intentos que se han hecho por
erradicarla, y es que hunda sus raíces en algo tan consustancial a la naturaleza
humana como sería su propia esencia, común por otra parte a toda la naturaleza: la
voluntad. A esta voluntad cósmica le corresponderían, en cuanto cosa en sí, «la
omnisciencia (mántica) y la omnipotencia (magia), que siempre se han conjeturado
fuera del mundo, en lugar de buscarlas dentro del mismo y en su mismísimo
centro[54]». Este querer en términos absolutos, esa volición primigenia e inconsciente
que constituye un sustrato común del macrocosmos y el microcosmos, hereda los
atributos reservados hasta entonces a Dios. Pero lejos de ser una instancia
transcendente queda enclavada en las profundidades de nuestra mismidad. Alguna
que otra vez es identificada también con el destino, advirtiéndose que tan «misterioso
poder no reside sino allí donde mora el origen de todo cuanto hay en el mundo, esto
es, dentro de nosotros mismos, pues ahí radica el Alfa y Omega de todo existir[55]».
Un alborozado Schopenhauer se alegra de haber nacido en el mismo siglo que
Franz Mesmer, quien popularizó la doctrina del «magnetismo animal» o
«sonambulismo magnético», aquello que luego será conocido como hipnotismo. A su
juicio, el sujeto sometido a trance hipnótico detenta una clarividencia que le permite
franquear las fronteras de la individuación, es decir, sortear las lindes espacio-
temporales y hacer confluir al microcosmos con el macrocosmos, aunque se trate de
una «comunicación que tiene lugar entre bastidores, como cuando se retoza
clandestinamente por debajo de la mesa[56]». El hipnotismo representa por lo tanto
una expresión privilegiada de aquella magia que nos hace constatar la omnipotencia
de la voluntad, mientras que su omnisciencia queda refrendada por toda suerte de
mántica o arte adivinatoria. «El carácter ideal del tiempo entraña una justificación de
toda mántica o arte adivinatoria, pues, al no constituir el tiempo determinación
alguna de la cosa en sí, el antes y el después carecen de significado para esta, y
cualquier acontecimiento podría conocerse tanto antes como después[57]». Entre
dichas artes adivinatorias juega un papel preponderante la oniromántica o
interpretación de los ensueños. En el sueño nuestra fantasía queda liberada de las
coordenadas espacio-temporales, dando lugar «a un conocimiento para el que lo
lejano queda tan cerca como cuanto está próximo y el futuro es tan diáfano como la
hora presente[58]».
También para Freud el hipnotismo y la interpretación de nuestros alegóricos
ensueños representarán sendas vías privilegiadas que nos permiten acceder a un
inconsciente que se halla situado fuera del tiempo, tal como para Schopenhauer la
magia —léase toda clase de fenómenos paranormales— y cualquier tipo de mántica
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en general, mas la onírica en particular, nos hacen atisbar el universo de la voluntad.
El psicoanálisis nos ha familiarizado tanto con ambos tópicos como para que no
merezca la pena insistir en ellos, dado el obvio paralelismo que media entre ambos
planteamientos en este punto concreto de sus doctrinas. «Toda mántica —sentencia
Schopenhauer—, ya esté cifrada en sueños, en la premonición sonambular o en
cualquier otra cosa, no consiste sino en el descubrimiento del camino conducente a
liberar al conocimiento de la condición del tiempo. Esta cuestión también se deja
ilustrar con la siguiente alegoría. La cosa en sí es el primum mobile del mecanismo
que otorga su movilidad a la compleja maquinaria del mundo[59]». Sin embargo,
Schopenhauer no se detiene ahí. Su amor por el oráculo y la cábala le haría buscar
criptogramas por doquier, aunque con muy desigual fortuna. En su opinión, bastaba
con estar atento y carecer de prejuicios para ir descubriendo los diversos lenguajes
encriptados que utiliza la voluntad. Y en este orden de cosas la música representa
para él nada menos que una historia secreta de la voluntad, una crónica donde se
narran sus deseos y anhelos más ocultos: «La melodía narra la historia de la voluntad
iluminada por la reflexión, cuya impronta en la realidad es la serie de sus hechos;
pero viene a decir más, narra su historia secreta, pinta cada agitación, cada anhelo,
cada movimiento de la voluntad, todo aquello que la razón compendia bajo el amplio
y negativo concepto de sentimiento y no puede asumir en sus abstracciones. Por eso
también se ha dicho siempre que la música es el lenguaje del sentimiento y de la
pasión, tal como las palabras son el lenguaje de la razón[60]».
Al entender de Schopenhauer, la música habla con el corazón y no tiene mucho
que decir a la cabeza, puesto que no se refiere a ninguna cosa, sino a las únicas
realidades de la voluntad: el bienestar y el malestar[61]. A su modo de ver, la música
puede ser comparada con «un lenguaje cabalmente universal, cuya elocuencia supera
con mucho a los del mundo intuitivo[62]». Este lenguaje musical «expresa el mundo a
su modo y es capaz de solventar cualquier enigma[63]». Trasladar a conceptos los
registros musicales comportaría la mejor explicación del mundo y por ello esa
traducción constituiría la tarea de un genuino filosofar[64], como ya habría intentado
la filosofía pitagórica[65]. Las infinitas melodías a que puede dar lugar una creación
musical se corresponden con el infinito número de individualidades originadas por la
naturaleza[66]. «La música desfila ante nosotros como un paraíso que nos fuera
enteramente familiar y, sin embargo, estuviera sempiternamente remoto, pues bien
mirado nos resulta plenamente comprensible, pese a diferenciarse radicalmente de
nuestro ser y de nuestro entorno. Ello se debe a que la música expresa las más
profundas emociones de nuestra voluntad, es decir, de nuestra esencia[67]». Y así
como la esencia del hombre no consiste sino en que su voluntad anhela y una vez
satisfecho ese anhelo vuelve a desear algo sin solución de continuidad, cifrándose su
felicidad en ese viaje de ida y vuelta donde los retrasos en uno u otro sentido
implican dolor o tedio, también la esencia de la melodía es un continuo alejamiento
del tono principal hacia el que no deja de retornarse una y otra vez[68]. El júbilo y la
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melancolía, por ejemplo, encontrarían sus respectivos correlatos en el allegro y el
adagio[69]. A diferencia de las otras artes, que solo aciertan a reflejar la sombra de su
manifestación, la música supone una objetivación directa de la voluntad y constituye
una imagen suya tan inmediata como pueda serlo la del propio mundo[70].
Con todo, tampoco las melodías musicales vienen a ser el mejor espejo de la
voluntad. Hay otro cuyo reflejo es netamente superior en lo tocante a la nitidez, y
dicho espejo es ese «sustrato material de la música» que suponemos nosotros mismos
en cuanto cuerdas a las cuales hacen vibrar los acordes del afecto[71]. Nuestras
propias voliciones traducidas en actos reflejan del modo más inmediato posible
aquella voluntad cósmica que constituye la verdadera esencia de nuestro ser y que no
cabe confundir con cada voluntad individual. Esta última no es propiamente la cosa
en sí, «dado que la voluntad no emerge sino mediante actos volitivos particulares y
sucesivos, los cuales caen bajo la forma del tiempo y por ello no pasan de ser un
mero fenómeno. Sin embargo, este fenómeno supone la más clara manifestación de
aquella cosa en sí. En cada uno de los actos volitivos que afloran hasta la conciencia
desde las profundidades del fuero interno se verifica un tránsito enteramente
originario e inmediato de la cosa en sí (extra-temporal) hacia el fenómeno. Por eso, al
designarla con el término voluntad, se la describe mediante su manifestación más
nítida, presentándola tal como aparece con su más tenue vestimenta y bajo un
pseudónimo que toma prestado al más preclaro de sus fenómenos, tras concluir que
todos los demás resultan mucho más débiles e imprecisos[72]».
Junto a todos aquellos fenómenos paranormales que Schopenhauer engloba
generosamente bajo el rótulo de magia o metafísica práctica, más allá de todas esas
mánticas entre las que la onírica ocupa un lugar muy destacado, por encima incluso
de la propia música, entendida como un criptolenguaje universal y esotérico en el que
la voluntad gusta de codificar su secreta e inaccesible historia, contamos con otra
clave hermenéutica infinitamente más fértil: «el conocimiento íntimo que cada cual
tiene respecto de su propia voluntad[73]». A fin de cuentas, adentrarnos en el
conocimiento introspectivo de nosotros mismos viene a ser, como ya quedó dicho, la
fórmula más adecuada para conocer esa alma del cosmos que Schopenhauer decide
apodar «voluntad». La ética o metafísica de las costumbres constituye así el último
apartado del sistema filosófico de Schopenhauer, habida cuenta de que «la postrera y
auténtica dilucidación sobre aquella esencia íntima del conjunto de las cosas tiene
que hallarse por fuerza muy estrechamente vinculada con el significado ético del
obrar humano[74]».
La libertad o el olvido
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definirla como la capacidad para optar entre varias alternativas. Bajo la hipótesis de
un libre arbitrio al que le resultara indiferente toda encrucijada, «cualquier acción
humana constituiría un milagro tan inexplicable como el de que aconteciese algún
efecto sin causa[75]». Pues a su modo de ver «la ley de la causalidad no es tan
complaciente como para dejarse utilizar cual un coche de alquiler, al que despedimos
tras habernos conducido a donde queríamos. Más bien se parece a esa escoba descrita
por Goethe, la cual, una vez puesta en danza por el aprendiz de brujo, no cesa de
acarrear agua hasta que su maestro exorciza el hechizo[76]». Es evidente que los
hombres no se hallan expuestos únicamente al estímulo presente, como les sucede a
los animales, y que sus motivos acostumbran a dar un alambicado rodeo antes de
imponerse sutilmente, trocándose la cuerda del estímulo en un hilo virtualmente
invisible. Sin embargo, esta complejidad no cambia para nada el resultado del
proceso causal. «Una piedra tiene que verse impelida, mientras que un hombre puede
obedecer a una mirada, pero en ambos casos están respondiendo a una razón
suficiente y son movidos con idéntica necesidad[77]».
Lo que damos en llamar motivación solo es la causalidad vista desde adentro[78].
«No se trata de una metáfora o hipérbole, sino de una verdad tan escueta como literal:
en tan escasa medida como una bola de billar se pone a rodar antes de ser golpeada
por el taco, tampoco un hombre puede levantarse de su silla sin verse incitado a ello
por algún motivo, aun cuando luego se incorpore de un modo tan necesario e
inevitable como la bola rueda tras recibir el golpe[79]». Si bien podemos desear cosas
opuestas, tan solo nos cabe querer una de tales posibilidades, cual es aquella que
salga victoriosa de la contienda librada por los diferentes motivos en liza y dirimida
con arreglo a nuestro peculiar carácter. Aunque nuestra fantasía nos haga creer que
podemos fijar en cualquier momento la veleta de nuestra deliberación, lo cierto es
que la bisagra de nuestro carácter solo nos permite orientarla en una determinada
dirección, al compás del motivo más poderoso de cuantos concurran en un momento
dado[80].
Dentro de las coordenadas del planteamiento de Schopenhauer nada es casual. De
hecho, la casualidad absoluta es tenida por algo absurdo y sin sentido[81]. Todo lo que
se nos antoja como fortuito, aquello que nos parece contingente o azaroso, no deja de
tener sus ancestros causales por muy remotos que puedan ser. Según Schopenhauer,
bastaría con remontar el árbol genealógico del azar para comprobar que lo casual
tiene un desconocido linaje causal y únicamente ignora su estirpe, cuando en realidad
casualidad y causalidad «pueden hallarse remotamente originadas por una causa
común y estar emparentadas entre sí como esos tataranietos que comparten algún
antepasado[82]». Así pues, la ilusión de una libertad absoluta e indiferente se
sustentaría en una mera ignorancia con respecto a sus débitos causales y no
equivaldría sino a un olvido más o menos intencionado de sus determinaciones.
Desconocer u olvidar las causas o motivos de nuestras resoluciones representaría el
único camino para sentirnos fantasmagóricamente libres.
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Ahora bien, la conclusión de tales premisas es que todos y cada uno de nuestros
actos «podrían verse certeramente pronosticados y calculados, a no ser porque,
además de que no resulta nada fácil sondear nuestro carácter, también el motivo suele
ocultársenos tanto como sus contrapesos[83]». Desterrado lo contingente del imperio
de la causalidad, todo cuanto sucede, tanto lo más decisivo como el menor de los
detalles, ocurre de un modo «estrictamente necesario, siendo inútil discurrir sobre
cuán insignificantes y azarosas fueron las causas que provocaron tal o cual
acontecimiento, así como lo sencillo que hubiera resultado la confluencia de otras
diferentes, al ser esto algo ilusorio, dado que todas ellas entraron en juego con una
necesidad tan inexorable y una fuerza tan consumada como aquella merced a la cual
el sol sale por oriente. Más bien debemos contemplar cualquier evento acaecido con
los mismos ojos que leemos un texto impreso, sabiendo que las letras ya estaban ahí
antes de leerlas[84]». En ese libro redactado por nuestras propias acciones es donde
nos iremos conociendo a nosotros mismos, pues tan solo en cuanto hacemos vamos
conociendo aquello que realmente somos, por mucho que con ello se desmienta la
imagen que nos hayamos forjado a ese respecto mediante un meticuloso
autoengaño[85]. «El hombre suele ocultar los motivos de su obrar a los demás, pero
también a sí mismo, sobre todo cuando teme saber lo que realmente le mueve[86]».
Tal como el destino del mundo sería «el autoconocimiento de la voluntad[87]»,
esta vida serviría para darnos a conocer la cara oculta de nuestra propia voluntad.
Schopenhauer entiende que con esta tesis viene a poner las cosas en su sitio. Para
todos los demás pensadores, el hombre sería capaz de modelar su voluntad con
arreglo al conocimiento. «Le bastaría con reflexionar sobre cómo le gustaría ser, para
serlo. El hombre sería su propia obra bajo la luz del conocimiento. Por el contrario,
yo mantengo que ya supone su propia obra antes de todo conocimiento y que dicho
conocer solo viene a iluminar esto. Por eso no puede decidir ser de tal o cual manera,
pues no puede ser de otro modo, sino que lo es de una vez para siempre y luego va
conociendo cuanto es. Según ellos quiere lo que conoce. En mi opinión conoce lo que
quiere[88]». Contra lo que pudiera parecer a primera vista, Schopenhauer se cree muy
lejos de abrazar el fatalismo y se dispone justamente a conjurarlo. «El determinismo,
llevado hasta sus últimas consecuencias, haría del mundo un escenario lleno de
marionetas movidas por alambres conforme a un plan preconcebido y para diversión
de no se sabe quién. Contra semejante fatalismo no cabe otro recurso salvo reconocer
que la existencia misma de las cosas obedece a una voluntad libre, de tal modo que su
actuar quede necesitado bajo la presuposición de su existencia y de las circunstancias.
Para salvar la libertad, anteponiéndola al destino o al azar, hay que trasladarla del
obrar al existir[89]».
«Hasta el momento los filósofos han venido afanándose por mostrar la libertad de
la voluntad, pero yo mostraré la omnipotencia de la voluntad[90]». Aun cuando el acto
no lo sea, la voluntad sí es libre, pues ella es «lo totalmente originario y en cuanto tal
no se halla inserta en el tiempo. Sin embargo, el acto está inmerso en el tiempo y se
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halla conectado con otros fenómenos por los que se ve determinado, cosas tales como
los motivos en liza y los anteriores actos del individuo, los cuales dan testimonio de
su carácter, es decir, de la índole mostrada por su reacción ante los motivos dados. A
pesar de todo, el acto procede inmediatamente de la voluntad. De ahí que todo acto se
vea flanqueado por el sentimiento de su originalidad, lo que provoca una engañosa
ilusión, como si fuera libre, o sea, supusiera un comienzo absoluto. Si la voluntad se
manifestara en un único acto, entonces este sería libre. Pero va manifestándose a lo
largo de un transcurso vital, es decir, en una hilera de actos, cada uno de los cuales
está determinado como parte de un todo y no puede ser de otro modo a como es. Por
contra, la serie tomada en su conjunto sí es libre[91]».
Una verdadera libertad no puede ser sino sinónimo de omnipotencia y aseidad.
«Solo en el caso de que el hombre sea su propia obra, y detente aseidad, es
responsable de su obrar[92]». Volviendo sus ojos hacia el Oriente, Schopenhauer
encuentra en las teorías budistas y brahmánicas una religión expresamente ateísta que
le viene como anillo al dedo, al rechazar esa perversa hipótesis judaica de la creatio
ex nihilo. «El budismo es una religión rigurosamente idealista y ascética que, al
mismo tiempo, es decididamente y expresamente ateísta», conforme a la cual «el
mundo no habría sido creado por nadie y sería una creación propia[93]». Si el mundo
hubiera sido creado por una instancia transcendente al mismo, esta circunstancia nos
arrebataría la responsabilidad moral, dado que quien hubiera creado nuestra esencia
sería, por ello mismo, responsable de todos y cada uno de nuestros actos[94] con
arreglo al axiomático principio del operari sequitur esse. «Él habría podido ser otro:
y en aquello que es radica la culpa o el mérito, pues todo cuanto hace se colige de ahí
como un mero corolario[95]».
Según Schopenhauer, la responsabilidad moral, el gozne de cualquier ética, solo
encuentra cabida en su sistema filosófico. «A decir verdad, el obrar representa el
fundamento del conocimiento relativo al ser o a la índole de quien actúa, pero el
fundamento real del obrar ha de ser necesariamente dicho ser y mantener lo contrario
supondría un manifiesto disparate. Entre los hombres, al igual que ocurre con todas
las cosas de la naturaleza, el obrar o actuar tiene que proceder necesariamente de la
índole del que actúa. Advirtamos pese a todo que tal conducta es atribuible a quien
actúa, esto es, que él mismo es considerado como el causante originario de sus actos.
Entonces también se hace necesario admitir que él mismo habrá de ser el primer y
plenamente originario creador de su propio ser junto con la índole del mismo, así
como que, por consiguiente, su existencia es un acto de aquella libertad que
reconocemos a su voluntad, siendo por lo tanto su voluntad la fuente de su existencia,
dado que solo ella puede ser la fuente de sus actos. La propia existencia, y por lo
tanto el mundo, supone una manifestación de la libertad en el hombre[96]». A la vista
de tal argumento, el dogma de un Dios creador resulta incompatible con la libertad
humana. «Contemplándome como creado de la nada y cual si fuera la chapucera obra
de algún otro, es realmente monstruoso pensar que Dios ha dejado transcurrir un
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tiempo infinito antes de crear algo (o sea yo), que luego quiere mantener durante otra
eternidad, prodigando castigos o recompensas en base a lo que ha ocurrido por
capricho suyo. Comparece aquí el conflicto del teísmo con la libertad. Dios castiga su
propia y chapucera obra porque no es como él quiere. Sería como el niño que golpea
la silla con que ha tropezado[97]».
Su habitual ironía se crece al tratar estos temas. «Cuando intento representarme
que me coloco ante un interlocutor a quien le digo: “¡Oh, mi creador! Yo no era nada
y tú me has creado, de suerte que ahora en verdad existo”, para luego añadir: “Te doy
las gracias por ello”, y rematar la jugada diciendo que: “No he sido como debía ser…,
pero ¡es culpa mía!”, debo reconocer que mi cabeza se ha vuelto absolutamente
incapaz de prestar cobijo a semejantes ideas y ello se debe a mis estudios filosóficos e
hindúes[98]». Ahora bien, esa incapacidad también obedece a una temprana
experiencia de tipo personal, si hemos de dar algún crédito a esta confesión con
ribetes autobiográficos que ya conocemos parcialmente: «A los diecisiete años,
mucho antes de haber completado mi formación académica, quedé tan impresionado
por las calamidades de la vida como le ocurrió a Buda en su juventud, al descubrir la
enfermedad, la vejez, el dolor y la muerte. Tal verdad, proclamada por el mundo de
un modo tan claro y rotundo, se impuso muy pronto a los dogmas judaicos que me
habían sido conculcados y llegué a la conclusión de que dicho universo no podía ser
obra de una instancia sumamente bondadosa, sino más bien de un diablo que hubiese
hecho existir a la creación para deleitarse al contemplar sus tormentos». ¿Cuál podría
ser el sentido del dolor?, parece haberse preguntado a renglón seguido este
adolescente, quien para responderse a esa pregunta decide convertir al sufrimiento en
un sucedáneo sustitutivo de la virtud, en una ruta subsidiaria y alternativa de aquella
santidad que debería conducirnos a nuestra redención, logrando que la voluntad se
niegue finalmente a sí misma y se aparte del camino equivocado. Esa sería la razón
de que «aquel poder secreto, que guía nuestro destino y ha sido personificado
míticamente como providencia en las creencias populares, no se abstenga de
prepararnos para ese fin a través del dolor, aunque dicho poder y omnipotencia sea
nuestra propia voluntad colocada en una posición que no cae bajo la consciencia[99]».
Ese periplo vital a través del sufrimiento supondría lo que Schopenhauer
denomina en varias ocasiones una segunda forma de navegar, comparándonos así
con el navegante que a falta de viento favorable debe recurrir a los remos para
proseguir su viaje y arribar al puerto de la más absoluta resignación. Nuestro destino
sería el bañarnos en las aguas del mítico río Leteo, para ver amanecer en la otra orilla
tras el sueño reparador de nuestra muerte. Al conseguir que la voluntad se niegue a sí
misma, con esta zambullida en el olvido, la libertad se patentiza excepcionalmente de
modo inmediato en el fenómeno[100]. Aunque no sea el caso, a esta eutanasia de la
voluntad podríamos llegar todos gracias a nuestra experiencia personal del
sufrimiento, navegando con los remos del dolor, como demuestran esos brahmanes
que, tras haber disfrutado de la vida, abandonan sus bienes y a su familia para hacerse
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anacoretas o ermitaños. El otro sendero es mucho más angosto, pues al auténtico
ascetismo solo llegan quienes aciertan a cruzar el umbral de la mística[101]. Y dicho
umbral solo se atraviesa penetrando en el mayor de los misterios: la compasión,
mediante una plena identificación con el dolor ajeno. De hecho, aquella «mejor
consciencia» de la que hablábamos al principio del presente capítulo tenía una
curiosa forma de manifestarse. Gracias a esa mejor consciencia sabríamos —por
ejemplo— desaprovechar la ocasión de vengarnos y hacer gala de una filantrópica e
incomprensible caritas[102]. «La caridad es el comienzo de la mística. Todo acto
caritativo realizado sin más, al margen de segundas intenciones, pone de manifiesto
que quien lo ejecuta entra en franca contradicción con el fenómeno, según lo cual el
individuo extraño está totalmente separado de aquel otro, pues viene a identificarse
con él. Aquel acto caritativo supone todo un misterio en cuya explicación han
encontrado refugio las más variopintas ficciones. Kant, que supo despojar al teísmo
de sus apoyaturas, todavía le cedió el título de representar la mejor explicación de
aquel misterio y de cualquier acción misteriosa del mismo tenor, haciéndole salir
airoso a efectos prácticos. Cuán poco riguroso se mostró Kant en este punto[103]» —y
en algunos otros, al entender de Schopenhauer, como veremos en el próximo capítulo
—.
«En mí mismo observo que a veces contemplo a todos los seres con una cordial
compasión, otras con gran indiferencia, y si se tercia con odio, regocijándome del mal
ajeno. Todo ello brinda muy claros indicios respecto a que poseemos dos modos de
conocimiento diversos y contradictorios. Uno que con arreglo al principio de
individuación nos hace ver a todo ser como algo que nos es totalmente ajeno y
extraño, como un categórico No-Yo, y en tal caso no podremos experimentar hacia
ellos más que indiferencia, envidia, odio o malicia. En cambio, el otro modo de
conocimiento, que yo quisiera denominar conforme al tattwam-asi, nos hace ver a
cualquier ser como idéntico con mi propio yo, por lo que su contemplación nos
provoca compasión y afecto. El primer modo de conocimiento es el único que resulta
demostrable y razonable. El otro constituye la puerta del universo y no posee
refrendo alguno por encima de sí, suponiendo por ello el punto más abstracto y
complicado de mi doctrina[104]». Tal es el punto arquimédico donde hacen pie la ética
y la metafísica schopenhuerianas, que por ello mismo son una y la misma cosa.
Sin embargo, ora desplegando las velas del misticismo y la resignación ascética,
ora navegando gracias a los remos de nuestro propio sufrimiento, el puerto al que
arriba la vida siempre será idéntico y el perfil de aquel marinero anacoreta o ascético,
que bien podríamos acabar siendo cualquiera de nosotros, también es harto similar.
Veamos el retrato del mismo que quiso legarnos la brillante pluma de Schopenhauer:
«Un hombre semejante que, tras muchas amargas luchas contra su propia naturaleza,
ha terminado por salir completamente victorioso solo sigue existiendo como puro
sujeto cognoscente, como límpido espejo del mundo. Nada puede ya angustiarle ni
conmoverlo, al haber cortado los miles de hilos del querer que nos mantienen unidos
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al mundo y nos desgarran bajo un dolor constante como deseo, temor, envidia o
cólera. Tranquilo y risueño echa una mirada retrospectiva hacia los espejismos de
este mundo que una vez también fueron capaces de mover y de apenar su ánimo, pero
que ahora le son tan indiferentes como las piezas de ajedrez tras acabar el juego o
como por la mañana los disfraces arrojados al suelo, cuyas figuras nos intrigaban y
nos inquietaban en la noche del carnaval. La vida y sus formas todavía flotan ante él
cual aparición fugaz, al igual que en el duermevela de un ligero sueño matinal la
realidad comienza a dejarse traslucir y cesa la ilusión del ensueño, de modo que la
vida desaparece finalmente como este ensueño en un tránsito sin estridencias[105]».
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3. Los confines de la moral
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No es extraño que, con tan amarga experiencia, Schopenhauer diera en denostar
la enseñanza universitaria de la filosofía y consagrara todo un capítulo de su Parerga
y paralipómena a la catarsis del sarcasmo. Hegel es agraciado allí con los más feroces
epítetos. Queda convertido en el paradigma del anti-filósofo, en el prototipo del
profesional de la filosofía que, lejos de vivir para la filosofía, vive de la filosofía[1].
Su excesivo protagonismo en las aulas universitarias habría terminado por adocenar a
los espíritus e incluso sería el último responsable de que no surjan ya genios
creadores como Kant, Goethe o Mozart[2]. Sus doctrinas vienen a compararse con un
galimatías ininteligible que nos hace recordar las mentes delirantes de los
manicomios[3]. Para Schopenhauer, la filosofía «es una planta que, como la rosa de
los Alpes o las florecillas silvestres, solo se cría al aire libre de la montaña y, en
cambio, degenera si se cultiva artificialmente[4]». Pretender convertirla en un oficio y
querer ganar dinero con ella supone tanto como prostituirla. «El ganar dinero con la
filosofía constituyó entre los antiguos la señal que distinguía a los sofistas de los
filósofos. La relación de los sofistas con los filósofos resulta, por consiguiente,
completamente análoga a la que se da entre las muchachas que se han entregado por
amor y las rameras pagadas[5]». Solo Kant constituye la gran excepción a esta regla,
si bien su filosofía «habría podido ser más grandiosa, más decidida, más pura y más
bella, si él no hubiera desempeñado su plaza de profesor[6]». Pero lo peor de todo es
que sus presuntos epígonos, a pesar de que no logran comprender cabalmente las
enseñanzas del maestro, gustan de revestirse con expresiones kantianas, «para dar a
sus chismorreos una apariencia científica, poco más o menos como juegan los niños
con el sombrero, el bastón y el sable de papá[7]».
Esos parásitos de la filosofía, que ostentan las cátedras universitarias, no dejan de
conspirar contra los auténticos filósofos[8], condenando al ostracismo sus
aportaciones a la historia del pensamiento. Schopenhauer viene a quejarse
amargamente de que sus escritos no encuentren eco alguno en las revistas y
publicaciones especializadas[9], en tanto que las obras de quienes ocupan una cátedra
universitaria son reeditadas constantemente[10]. Su mayor consuelo será identificarse
con esta tesis vertida por Voltaire en su Diccionario filosófico, al hablar de quienes
pertenecen al mundo de las letras: «Entre las gentes de letras, quien ha rendido un
mayor servicio al pequeño número de pensadores repartidos por el mundo es el
estudioso solitario, el verdadero sabio que, encerrado en su gabinete de trabajo, no ha
disertado en las aulas de la universidad, ni expresa las cosas a medias en el seno de
las academias, y que casi siempre se ha visto perseguido[11]». Schopenhauer está
convencido de que consagrarse a la búsqueda de la verdad se muestra incompatible
con la persecución del sustento[12]. «Pues lo cierto es que quien corteje a esa beldad
desnuda, a esa atractiva sirena, a esa novia sin ajuar de boda, debe renunciar a la
dicha de ser filósofo de Estado o de cátedra. Llegará, a lo sumo, a filósofo de
buhardilla. Solo que, en compensación, en vez de un público de estudiantes de oficio
que van a hacerse ganapanes, tendrá uno que conste de los raros individuos,
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escogidos y pensadores, que esparcidos aquí y allí entre la innúmera muchedumbre
aparecen aislados en el curso del tiempo, casi como un juego de la naturaleza. Y allá,
a lo lejos, se vislumbra una posteridad reconocida[13]». He ahí el auditorio al que,
andando el tiempo, habrían de llegar sus enseñanzas: la posteridad.
A fin de redimir su estrepitoso fracaso en las aulas, Schopenhauer se persuadirá
de haberse tomado «la filosofía demasiado en serio como para haber podido ser
profesor de tal materia[14]», diciéndose a sí mismo que «después de todo a la filosofía
seriamente cultivada le vienen muy estrechas las universidades[15]». Por eso, tras
haber intentado exponer su propio sistema filosófico en la palestra universitaria, se
permite sin embargo recomendar que la enseñanza de la filosofía en la universidad se
ciña únicamente a la exposición de la lógica y de una sucinta historia de la filosofía
que abarque desde Tales hasta Kant[16]. Pues nada puede suplir a la lectura directa de
los grandes textos clásicos. «Los pensamientos filosóficos solo pueden recibirse de
sus propios autores; por eso el que se sienta impulsado hacia la filosofía tiene que
buscar sus doctrinas inmortales en el apacible templo de sus obras[17]».
Quien como ya sabemos se comparaba con una suerte de Kaspar Hauser,
secuestrado por esa conspiración gremialista que pretendía hurtarle un merecido
reconocimiento[18], confió en que sus escritos acabarían siendo revisados por «el
tribunal de la posteridad, esa corte de casación de los juicios de los contemporáneos
que, en casi todos los tiempos, ha tenido que ser para el verdadero mérito lo que es el
juicio final para los santos[19]». Al fin y al cabo, en opinión de Schopenhauer no es el
Estado, sino la naturaleza, la única instancia competente para otorgar las auténticas
cátedras, entendiendo por tales el talento para realizar un legado filosófico que resulte
de interés para las generaciones venideras[20]. Haciendo de la necesidad virtud, ese
frustrado profesor que nunca llegó a ser Schopenhauer se felicita por no haberse
convertido en un profesional de la docencia universitaria y asegura estar dispuesto a
pulir lentes, como Spinoza, antes que a constreñir su pensamiento a las conveniencias
del oficio[21]. Es más, su abandono de la docencia le habría permitido entregarse de
lleno al estudio y no caer en los defectos de un Fichte, «a quien la enseñanza jamás le
dejó tiempo para aprender[22]», o en las incoherencias del maestro Kant, debidas en
parte a que «la incesante enseñanza en la cátedra apenas deja tiempo a muchos sabios
para dedicarse a aprender a fondo[23]».
¡Eureka!
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error imperdonable, habida cuenta de que «quien encuentra una cosa es el que
reconociendo su valor la recoge y conserva, mas no el que habiéndola cogido por
casualidad en la mano acaba por arrojarla. Así es como América fue descubierta por
Colón y no por el primer náufrago que las olas dejaron en sus playas[24]». De tal
guisa es como nuestro filósofo se ve a sí mismo, como un explorador que gracias a la
cartografía trazada por la filosofía transcendental pretende navegar hasta el confín
mismo del pensamiento e incluso llegar a traspasar en ocasiones esa linde
aparentemente infranqueable.
¿Cuál es ese descubrimiento del que tanto se precia Schopenhauer? Pues, como
ya se ha señalado reiteradamente, el haber despejado la gran incógnita kantiana, esa
«X» con que la cosa en sí, el trasfondo del mundo fenoménico, quedaba designada
dentro de la filosofía transcendental. La clave de bóveda que cierra su filosofía, «el
meollo y el punto capital de su sistema», se cifra en esa «verdad fundamental y
paradójica de que la cosa en sí, que Kant oponía al fenómeno, llamado por mí
representación, esa cosa en sí, considerada como incognoscible, ese sustrato de todos
los fenómenos y la naturaleza toda, no es más que aquello que, siéndonos conocido
inmediatamente y muy familiar, hallamos en el interior de nuestro propio ser como
voluntad[25]». Sirviéndonos de su propio símil, bien podría decirse que Schopenhauer
acaso no desdeñaría verse comparado con Américo Vespucio en relación a este
descubrimiento. El «Colón» de Königsberg habría fijado el rumbo en la dirección
correcta, pero no arribó el primero al continente que otro habría de bautizar con su
nombre. Pese a encontrarse muy cerca, «Kant no arribó al conocimiento de que el
fenómeno es el mundo como representación y la cosa en sí es la voluntad[26]». El
destino habría reservado semejante honor para el propio Schopenhauer, quien debería
dar nombre a ese nuevo continente.
Tal y como explica en su Crítica de la filosofía kantiana, con su distinción entre
la cosa en sí y el fenómeno, Kant habría restaurado, desde una perspectiva original y
señalando una nueva ruta de acceso a la misma, una verdad ya enunciada hace
milenios por sendos mitos. Tanto el célebre mito platónico de la caverna como la
doctrina capital de los Vedas, plasmada en el mítico velo de Maya, supondrían una
formulación poética de aquello que la filosofía transcendental acertó a expresar en
términos filosóficos[27]. Ya en fecha tan temprana como 1814 Schopenhauer
identifica por primera vez la idea platónica y la cosa en sí kantiana con la voluntad.
«La idea platónica, la cosa en sí, la voluntad —puesto que todo ello configura una
unidad— constituyen algo mágico, que no se halla en los contornos de las fuerzas
naturales y cuyo ímpetu es inagotable, ilimitado e imperecedero, por hallarse al
margen del tiempo[28]». Solo dos años después establecerá otra equivalencia ternaria:
«El Maya de los Vedas, “aquello que deviene continuamente, mas nunca es”,
señalado por Platón, y el “fenómeno” de Kant son una y la misma cosa, son este
mundo en el que vivimos, son nosotros mismos, en tanto que pertenecemos a dicho
mundo[29]».
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Entremedias nuestro autor ha entrado en contacto con una influencia que le
marcaría decisivamente, traba conocimiento con algunas tradiciones escritas de la
enseñanza esotérica brahmánica prebudista, gracias a la lectura de una versión de las
Upanisad que acababa de publicarse por entonces, el Oupnekat editado por Anquetil,
quien había traducido al francés una versión latina de cierta traducción persa que se
había hecho del sánscrito. Schopenhauer dejó escrito lo siguiente a este respecto:
«¡Cómo se siente a través del Oupnekhat el aliento del espíritu sagrado de los Vedas!
¡Cuán hondamente imbuido de ese espíritu queda quien se ha familiarizado con el
latín-pérsico de este libro incomparable! ¡Qué repleta se halla cada línea de un
significado preciso! ¡Y cómo se purifica el espíritu de todos los prejuicios judaicos
que le han sido inculcados, así como de todo cuanto tenía esclavizada a la filosofía!
Se trata de la lectura más gratificante y conmovedora que uno pueda hacer en este
mundo. Ha sido el consuelo de mi vida y lo será de mi muerte[30]».
Hacia 1820 Schopenhauer matizará que «la voluntad, tal como la reconocemos en
nosotros, no es la cosa en sí, dado que la voluntad solo emerge mediante actos
volitivos particulares y sucesivos, los cuales caen bajo la forma del tiempo y
constituyen por ello un fenómeno. Sin embargo, este fenómeno supone la más clara
manifestación de la cosa en sí. Al emerger cualquier acto volitivo desde las
profundidades de nuestro interior se verifica en la consciencia un tránsito,
enteramente originario e inmediato, de la cosa en sí —que mora fuera del tiempo—
hacia el fenómeno. Por eso me veo autorizado a decir que la esencia íntima de toda
cosa es voluntad o, lo que viene a ser lo mismo, que la voluntad es la cosa en sí,
apostillando que se trata únicamente de la mejor denominación entre las posibles[31]».
Muy poco después vuelve a reflexionar sobre la presunta contradicción de que la
voluntad sea la cosa en sí y, sin embargo, nuestro conocimiento de dicha voluntad no
exceda el ámbito fenoménico. La incoherencia se desvanece, al advertir que «el
conocimiento íntimo que cada uno tiene respecto de su propia voluntad representa el
punto donde más claramente la cosa en sí transita hacia lo fenoménico y por ello ha
de ser el intérprete de cualquiera otro fenómeno[32]». Pero, sin duda, el texto que
refleja mejor su peculiar interpretación del concepto kantiano de cosa en sí se halla
recogido en otro manuscrito fechado hacia 1833 y al que aludimos de pasada en el
primer capítulo: «Yo he dado en llamar cosa en sí a la esencia íntima del mundo con
arreglo a lo que nos resulta más concienzudamente conocido: la voluntad.
Ciertamente, nos hallamos ante una expresión subjetiva, que ha sido escogida en
atención al sujeto del conocimiento, pero semejante deferencia no deja de ser
esencial, puesto que se trata de comunicar conocimiento. Y por ello se muestra
infinitamente más adecuada que si hubiera decidido denominarla Brahm, Brahma,
alma cósmica o algo de idéntico tenor[33]».
Ensueños e hipnotismo
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El autor de El mundo como voluntad y representación también lo es de un opúsculo
bastante más desconocido, cuyo título es Ensayo en torno a la clarividencia y cuanto
se relaciona con ello. Sin embargo, a él habría de acudir quien se halle interesado en
refrendar las tesis primordiales de la filosofía transcendental. Porque, como ya se ha
indicado en el segundo capítulo, cuando Schopenhauer se propone hacer tal cosa,
vuelve sus ojos a los fenómenos paranormales consignados por la teoría muy en boga
por aquel entonces del «magnetismo animal» o «mesmerismo», esto es, por lo que
hoy denominaríamos hipnotismo. «Lo prodigioso del magnetismo —anota en 1815—
se cifra en abrir al conocimiento las puertas que conducen al gabinete secreto de la
voluntad[34]». La clarividencia manifestada por algunas personas en medio del trance
hipnótico, al que Schopenhauer se refiere con el término de «sonambulismo», viene a
suponer «una confirmación de la doctrina kantiana de la idealidad del espacio, del
tiempo y de la causalidad, así como una confirmación de mi doctrina de la realidad
única de la voluntad, en cuanto núcleo de todas las cosas[35]».
La clarividencia del sonambulismo desvela lo encubierto, lo ausente, lo remoto e
incluso aquello que todavía dormita en el regazo del futuro y esto solo se torna
inteligible asumiendo que las funciones cerebrales de espacio, tiempo y causalidad
quedan suprimidas merced a la clarividencia del sonambulismo. La teoría kantiana
sobre la idealidad espacio-temporal nos permite comprender que, al desvincularse de
ambas formas del entendimiento, la cosa en sí no conoce la diferencia entre lo
próximo y lo remoto, ni distingue el presente del pasado y lo por venir. Si el tiempo y
el espacio fueran algo absolutamente real, entonces la clarividencia del
sonambulismo constituiría un milagro absolutamente inconcebible, al igual que
cualquier premonición. Pero la teoría kantiana quedaría confirmada por tales
fenómenos paranormales[36]. Según se apuntó en el capítulo anterior, en Sobre la
voluntad en la naturaleza Schopenhauer confiere al magnetismo animal el título que
Bacon había otorgado a la magia. Para él se trata de una metafísica práctica, de una
suerte de metafísica empírica o experimental, que logra hacer aflorar a la voluntad
como cosa en sí, conjurando el imperio del principio de individuación al suprimir las
barreras espacio-temporales que separan a los individuos[37]. En el proceso hipnótico
«la voluntad se abre camino a través de las lindes del fenómeno hacia su carácter
primigenio y actúa como cosa en sí[38]». De ahí que «el magnetismo animal suponga
la confirmación fáctica más palpable de mi doctrina de la omnipotencia y la
sustancialidad única de la voluntad[39]». Junto al hipnotismo, el sueño se revelaba
igualmente como una privilegiada vía de acceso hacia el universo de la voluntad
como cosa en sí. En un apunte fechado hacia 1815 describe la vida real y el mundo de
los ensueños como las hojas de un mismo libro. La diferencia entre ambos estribaría
en que, si bien durante la vigilia nuestra lectura recorrería ordenadamente cada una de
sus páginas, al soñar hojearíamos pasajes de la misma obra que todavía nos resultan
desconocidos[40].
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El interés mostrado por Schopenhauer en descifrar el críptico lenguaje de los
sueños[41] tuvo su recompensa, al llegar a convencerse de que una vez cierto sueño
admonitorio le salvó la vida. En la nochevieja de 1830 Schopenhauer soñó que un
grupo de hombres le daba la bienvenida cuando visitaba un país desconocido para él.
De alguna forma logró reconocer en un adulto a un compañero de juegos de la
infancia que tenía su misma edad y había fallecido a los diez años, hacía ya tres
décadas. Dicho sueño fue interpretado como un aviso de que, si no abandonaba
Berlín, podría ser víctima del cólera, de aquella misma epidemia que acabó con la
vida de Hegel[42]. El ensueño se presenta como una mediación entre la vigilia y el
trance hipnótico, un puente que a través del intrincado simbolismo de los sueños
llevaría hasta nuestros recuerdos parte de la omnisciencia lograda por el
sonambulismo magnético o hipnotismo[43]. Tal y como lo hacía el hipnotismo,
también el sueño puede servirnos para vislumbrar los oscuros dominios de la cosa en
sí, es decir, de la voluntad. «Cuando nos despertamos de un sueño que nos ha
conmovido muy vivamente, lo que nos convence de su inanidad no es tanto su
desaparición cuanto el descubrimiento de una segunda realidad que late con mucha
intensidad bajo nosotros y emerge ahora. Todos nosotros poseemos el presentimiento
de que, bajo esta realidad en la cual vivimos, se halla escondida otra completamente
distinta y que supone la cosa en sí[44]».
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Otra cosa es que al pionero se le quiera reconocer o no su papel de musa
inspiradora. Pues eso es algo a lo que Freud no parece muy dispuesto, como apunta
en su Autobiografía. «Las amplias coincidencias del psicoanálisis con la filosofía de
Schopenhauer, el cual no solo reconoció la primacía de la afectividad y la
extraordinaria significación de la sexualidad, sino también el mecanismo de la
represión, no pueden atribuirse a mi conocimiento de sus teorías, pues no he leído a
Schopenhauer sino en una época muy avanzada ya de mi vida[47]». Freud prefiere
declararse ignorante y confesar un déficit de lecturas antes que renunciar a la gloria
de atribuirse un descubrimiento. Saliendo al paso de las afirmaciones que señalan a
Schopenhauer como una notable influencia de la teoría psicoanalítica, no dejará de
admitir su parentesco intelectual, pero insistiendo en el hecho de que no conocía
previamente su pensamiento y por lo tanto no le guio en unos descubrimientos que no
desea compartir. «En la teoría de la represión —leemos en la Historia del movimiento
psicoanalítico— mi labor fue por completo independiente. No sé de ninguna
influencia susceptible de haberme aproximado a ella, y durante mucho tiempo creí
que se trataba de una idea original, hasta que un día O. Rank nos señaló un pasaje de
la obra de Schopenhauer El mundo como voluntad y representación, en el que se
intenta hallar una explicación de la demencia. Lo que el filósofo de Danzig dice aquí
sobre la resistencia opuesta a la aceptación de una realidad penosa coincide tan por
completo con el contenido de mi concepto de la represión que una vez más debo solo
a mi falta de lecturas el poder atribuirme un descubrimiento. No obstante, son
muchos los que han leído el pasaje citado y nada han descubierto. Quizá me hubiese
sucedido lo mismo si en mis jóvenes años hubiera tenido más afición a la lectura de
los autores filosóficos[48]».
En 1933 fueron publicadas las Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis.
Allí se refiere Freud por última vez a las posibles influencias de Schopenhauer y el
tono utilizado revela muy claramente lo enojoso que le resultaba todo este asunto.
«Diréis, quizá, encogiéndoos de hombros: Esto no es una ciencia natural, es filosofía
“schopenhaueriana”. ¿Y por qué un osado pensador no podría haber descubierto lo
que luego confirmaría la investigación laboriosa y detallada? Además, todo se ha
dicho alguna vez, y antes que Schopenhauer fueron muchos los que sostuvieron tesis
análogas. Y por último, lo que nosotros decimos no coincide en absoluto con las
teorías de Schopenhauer[49]». El destinatario de la contundencia con que viene a
expresar este último aserto no sería sino él mismo, y más concretamente el autor de
Más allá del principio del placer, quien trece años antes parecía opinar una cosa bien
distinta. «Lo que desde luego no podemos ocultarnos es que hemos arribado
inesperadamente al puerto de la filosofía de Schopenhauer, pensador para el cual la
muerte es el “verdadero resultado” y, por tanto, el objeto de la vida y, en cambio, el
instinto sexual la encarnación de la voluntad de vivir[50]».
Pero dejemos a Freud, con su tan curiosa como delatadora obsesión por obviar el
parentesco que cabe observar entre la filosofía de Schopenhauer y ciertas claves de la
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teoría psicoanalítica, para retornar al objeto principal del presente capítulo, al que le
corresponde analizar las líneas maestras de su pensamiento moral. Como ya sabemos,
Schopenhauer se preciaba de la estrecha trabazón que mantenía unidos entre sí los
distintos apartados de su sistema filosófico, donde tanto la filosofía de la naturaleza
como la estética y la ética gravitan sobre su concepción metafísica de la voluntad,
aquello que consideraba su más genial descubrimiento. Pero acaso no se haya
insistido tanto en el hecho de que, como ha subrayado Fernando Savater, «la moral —
es decir, la sección práctica de su filosofía— no es un apéndice ni un corolario, sino
la razón de ser misma del sistema[51]». Ciertamente, su reflexión ética constituye la
entraña misma de su pensamiento y a ella conducen el resto de sus tesis.
Lo primero que nos viene a revelar la ética de Schopenhauer es que no somos libres,
entendiendo por ello el ser capaces de optar entre varias alternativas. No existe lo que
se ha dado en llamar libre arbitrio de indiferencia, bajo cuyo supuesto «toda acción
humana sería un milagro inexplicable, al constituir un efecto sin causa[52]». Como
nada de cuanto se halla inmerso en el tiempo puede ocurrir sin responder a una ley
causal, nuestros actos tampoco dejan de obedecer a esa causalidad tamizada por el
entendimiento que supone la motivación. Igual que una bola de billar no puede
ponerse a rodar antes de recibir un impulso, tampoco puede un hombre hacer nada en
absoluto antes de que lo determine a ello un motivo, pero entonces lo hará de una
manera tan necesaria e inevitable como la bola rueda después de habérsele propinado
el impulso. «Y esperar que alguien haga algo sin que lo mueva a ello ningún interés
es como esperar que un trozo de madera se acerque a mí sin que tire de él ninguna
cuerda[53]».
El comportamiento del ser humano se reduce, dentro de las coordenadas del
planteamiento que hace Schopenhauer, a la conjunción de cierto motivo y un
determinado carácter: «Cualquier acción humana es el producto necesario de su
carácter y del motivo que haya entrado en juego. Una vez dados estos dos factores, su
acción se sigue inevitablemente. Así las cosas, bien podría pronosticarse e incluso
calcularse de antemano con plena certidumbre tal acción, si no fuera porque por un
lado el carácter resulta muy difícil de sondear y, por otro, con mucha frecuencia el
motivo se halla también oculto y expuesto a la réplica de otras motivaciones
antagónicas[54]». Este pasaje nos hace recordar aquel de la Crítica de la razón
práctica donde se nos dice que, si pudiéramos penetrar en la mente de un hombre, de
modo que no nos fuese ajeno ni el más insignificante de sus móviles, y conociéramos
al mismo tiempo todas aquellas circunstancias externas que operan sobre él, podría
«calcularse la conducta de un ser humano en el futuro con esa misma certeza que
permite pronosticar los eclipses del sol o de la luna[55]». Solo que Kant lo utilizaba
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como preámbulo para mostrar el poderío del concepto transcendental de la libertad
humana[56] y Schopenhauer persigue justamente demostrar más bien su inexistencia.
Tal y como Kant explicó con su ejemplo de los cien táleros que una esencia sin
existencia no constituye realidad alguna, tampoco cabría conferir ninguna realidad a
una existencia sin esencia, pretensión que se oculta bajo la doctrina de la indiferencia
del libre albedrío. Según los partidarios de dicha doctrina, el hombre sería cuanto es
merced al conocimiento y, por ello, cabría concebir el que se vayan introduciendo
nuevas formas de comportamiento. Sin embargo, en opinión de Schopenhauer,
sucedería justo lo contrario. El conocimiento se limitaría únicamente a darnos noticia
de lo que ya somos de una vez para siempre[57]. A su modo de ver, «el hombre no
cambia jamás y, tal como haya actuado en un caso, volverá a actuar siempre bajo las
mismas circunstancias[58]». «Esperar que un hombre actúe, bajo circunstancias
idénticas, una vez de una manera y otra de forma completamente distinta sería tanto
como esperar que ese mismo árbol, que nos ha dado cerezas este verano, nos
proporcione peras el próximo año[59]». Cuando redacta estas últimas líneas para su
ensayo premiado por la Academia noruega, su autor está teniendo presente un texto
fechado en 1832 y que prosigue así: «La fuerza que hay en dicho árbol podría muy
bien ser de una u otra clase, pero este se ve determinado a ser un cerezo y al cejar de
ser lo primordial deja también de ser libre, siendo esto algo que rige para todo
individuo[60]».
Al enfrentarse con el enigma de la libertad, Schopenhauer decide disolverlo en
una aporía. «La persona —leemos en un manuscrito de 1816— nunca es libre, aun
cuando sea manifestación de una voluntad libre, cuya libre volición se manifiesta en
esa individualidad y adopta en dicha manifestación la forma de todo fenómeno, esto
es, el principio de razón y, por ende, también el espacio y el tiempo. Así pues, en
tanto que tal manifestación se despliega en una sucesión de actos, todos ellos quedan
sometidos bajo la necesidad merced a la esencia de la persona. Mas en cuanto esta
persona misma supone la manifestación de un libre acto del querer, las acciones no
tienen otra fuente al margen de la voluntad libre y, como el conjunto de la
manifestación se debe a esta, ella es el origen de todas y cada una de las
acciones[61]». En este contexto, las cosas han de ser como son y no podrían haber
sido de otra manera. «Puesto que todo cuanto sucede, tanto lo que tiene importancia
como aquello que se muestra irrelevante, ocurre de un modo estrictamente necesario,
resulta inútil ponerse a meditar sobre cuán insignificantes y contingentes eran las
causas que dieron lugar a tal o cual acontecimiento, así como sobre cuán fácilmente
hubieran podido ser distintas, al ser esto algo ilusorio, ya que todas ellas entraron en
juego con una necesidad tan inexorable y una fuerza tan perfecta como aquella
merced a la cual el sol sale por oriente. Más bien hemos de considerar los
acontecimientos tal como tienen lugar con los mismos ojos que leemos un texto
impreso, sabiendo que antes de que nosotros lo leamos las letras ya estaban ahí[62]».
No podemos llegar a conocernos más que leyendo ese libro redactado por nuestras
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propias acciones, toda vez nuestros actos vienen a expresar nuestra esencia y solo «en
lo que hacemos reconocemos aquello que somos[63]».
Como sugiere Rüdiger Safranski y se apuntó también a lo largo del primer
capítulo, esta teoría bien podría tener en su base una experiencia biográfica que
Schopenhauer hubo de vivir muy intensamente. Se trata de aquella gran elección a la
que le hizo enfrentarse su padre, cuando le puso en la encrucijada de optar por
prepararse para ir a la universidad o realizar un largo viaje por Europa que
condicionaría su vocación profesional, dado que con ello asumía la promesa de
abandonar su pasión por el estudio y proseguir la tradición familiar dedicándose al
comercio. «De ese modo —comenta Safranski—, el padre fuerza a Arthur a adoptar
la postura existencial de la decisión: una cosa o la otra. Se le pone en una situación
que le obliga a “proyectarse” a sí mismo. Cree saber lo que quiere y por tanto tiene
que decidirse. Pero será precisamente en su decisión donde podrá leer lo que
verdaderamente quiere y es. En la elección no podemos sustraernos a nuestro propio
ser y después de elegir sabemos quiénes somos[64]». Para ilustrar el texto recién
citado, Safranski acude a un pasaje de la Metafísica de las costumbres donde
Schopenhauer dice lo siguiente: «Aun cuando se ciña a las pretensiones que se
adecuan a su idiosincrático carácter, no deja de sentir, sobre todo en ciertos
momentos y en determinados estados de ánimo, la incitación de las pretensiones
antagónicas, y por ello incompatibles, que habrán de verse sojuzgadas si quiere
entregarse sin reservas a las primeras. Pues, al igual que nuestro itinerario físico sobre
la tierra es una línea y no un plano, en el sendero de la vida, cuando queremos asir y
asumir una cosa, hemos de renunciar a innumerables otras que van apareciendo a
ambos lados del camino. Ciertamente, podemos no elegir y trastear todo lo que nos
atrae fugazmente cual niños en una feria. Este trastocado afán equivale a convertir en
un plano la línea de nuestro camino, corriendo erráticamente de un lado para otro en
zigzag sin llegar a ninguna parte. Quien quiere serlo todo no puede ser nada[65]». Sin
duda, Schopenhauer se sorprendió a sí mismo al traicionar sus más íntimas
convicciones y elegir un sendero que le apartaba de su camino. Esa crucial
experiencia le hizo comprender que, contra lo que pensaba, no se conocía bien a sí
mismo y que solo llegó a conocerse realmente tras haberse inclinado hacia una de las
dos alternativas. «Todo hombre —escribió en 1821— es cuanto es merced a su
voluntad, posee originariamente su voluntad y su carácter, constituyendo el querer la
base de su naturaleza. El conocimiento llega después y sirve tan solo para mostrarle
aquello que ya es. De ahí que no pueda decidir ser de tal o cual manera, ni tampoco
sea capaz de ser algo diferente a lo que ya es, sino que es cuanto es de una vez para
siempre y va conociendo paulatinamente aquello que ya es[66]». Solo al ir conociendo
aquello que realmente queremos, cuando nos vemos obligados a elegir entre varias
opciones, cobramos conciencia de lo que somos.
Ahora bien, pese al automatismo con que vienen a ejecutarse las acciones como
meros corolarios del encuentro entre un carácter determinado y tales o cuales
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motivos, Schopenhauer no destierra de su reflexión la responsabilidad, ese pilar sin el
cual no es posible ninguna referencia ética. Es innegable que albergamos el
sentimiento de sabernos responsables por cuanto hacemos y ese hecho de la
conciencia nos impide disculpar cualquier tropelía en base al mencionado
automatismo. «Se trata del sentimiento claro y seguro relativo a la responsabilidad
por cuanto hacemos, a la imputabilidad de nuestras acciones, todo lo cual se apoya en
la certeza inquebrantable de que nosotros mismos somos los autores de nuestros
actos[67]». Porque «por muy estricta que sea esa necesidad con la cual ante un
carácter dado los actos quedan suscitados por los motivos, no se le ocurrirá a nadie,
por muy convencido que se halle de tal cosa, disculparse por ello y pretender
descargar la culpa sobre los motivos, al saber perfectamente que con arreglo a las
circunstancias, esto es, objetivamente, tal acción bien podría haber sido totalmente
distinta, con tal de que también él hubiera sido muy otro. Él pudiera haber sido otro y
en aquello que es reside tanto su culpa como su mérito, pues todo lo que hace se
infiere de sí mismo como un simple corolario[68]». Por eso hay lugar para los
remordimientos. «Las recriminaciones de la conciencia se refieren, ante todo y
ostensiblemente, a lo que hemos hecho, pero en realidad y en el fondo a lo que somos,
algo sobre lo cual solo nuestros actos proporcionan un testimonio válido, al
comportarse con respecto a nuestro carácter como el síntoma en una enfermedad[69]».
En este orden de cosas, «la empresa de querer corregir los defectos del carácter de un
hombre mediante discursos moralizantes, queriendo transformar así su propia
moralidad, es comparable a la de trocar el oro en plomo mediante una reacción
química o al proyecto de conseguir, gracias a un cuidadoso cultivo, que una encina dé
albaricoques[70]». «¿Acaso no tuvo Nerón a todo un Séneca como preceptor
suyo?»[71], inquiere Schopenhauer. A su modo de ver, es verdad que cabe «modificar
la conducta, mas no la volición propiamente dicha, siendo esto lo único a lo que
corresponde valor moral. No se puede modificar el fin que persigue la voluntad, sino
solo el camino que toma para llegar a él. La instrucción puede variar la elección de
los medios, pero no la de los fines últimos[72]». Resulta obvio que, con arreglo a este
planteamiento, «la ética puede contribuir a forjar la virtud en tan escasa medida como
la estética es capaz de producir obras de arte[73]».
Esta es la discrepancia radical que sus premisas morales mantienen con respecto al
diseño ético de Kant. En oposición a su maestro, Schopenhauer sostiene «que el
moralista, como el filósofo en general, ha de conformarse con la explicación e
interpretación de lo dado, esto es, aceptar lo que realmente hay o acontece, para llegar
a su comprensión[74]». Su tesis es la de que «no hay otro camino para llegar a
descubrir el fundamento de la ética salvo el empírico, es decir, indagar si se dan
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acciones a las que debamos atribuir auténtico valor moral, como sería el caso de los
actos orientados a la justicia espontánea, la pura filantropía o una genuina
generosidad[75]». Este punto de partida le hace ironizar sobre la compulsión
prescriptiva esgrimida por los adalides del rigorismo kantiano. «En la escuela
kantiana la razón práctica, con su imperativo categórico, se presenta cada vez más
como un hecho sobrenatural, como un templo de Delfos instalado en el ánimo del
hombre, de cuyo tenebroso santuario emanan oráculos que desafortunadamente
proclaman no lo que ocurrirá, sino lo que debe suceder[76]».
Por de pronto Schopenhauer habrá de reprochar a la ética kantiana su comprobada
ineficacia. «Puesto que la moral ha de habérselas con la conducta real del hombre y
no con aprióricos castillos de naipes, ante cuyos resultados no retrocedería ningún
hombre inmerso en los graves apremios de la vida y cuyo efecto frente al torbellino
de las pasiones resultaría, por lo tanto, comparable al de querer apagar un vasto
incendio con una jeringuilla[77]». En su opinión el formalismo ético se muestra
insolvente para combatir a ese antagonista de la moral que representa el egoísmo.
«Para hacer frente a semejante adversario se requiere algo más real que una sutil
argucia o una apriórica pompa de jabón[78]». Pero Schopenhauer no se contentará con
este reproche y en un segundo momento tildará de inmoral a la ética kantiana, cuyo
deber incondicionado supone un ideal quimérico. «Una voz que ordena, ya provenga
esta del interior o del exterior, resulta sencillamente imposible de imaginar sin que
amenace o prometa. Pero entonces la obediencia que se le preste podrá verse
calificada con arreglo a las circunstancias de astuta o de necia, pero lo único cierto es
que nunca dejará de ser egoísta y por lo tanto carecerá de cualquier valor moral[79]».
Mas no se detiene ahí su crítica del formalismo ético kantiano, el cual también
pecaría de incoherente, habida cuenta de que aquel «eudemonismo que Kant había
expulsado solemnemente por la puerta principal de su sistema como algo
heteronómico vuelve a introducirse furtivamente por la puerta trasera bajo el nombre
de bien supremo[80]».
Con la doctrina del bien supremo y sus postulados, el autor de la Crítica de la
razón práctica, aquejado ya por los perversos efectos de la senilidad, se habría
encargado de arrojar por la borda los logros alcanzados en su gloriosa
Fundamentación para una metafísica de las costumbres[81]. El filósofo de
Königsberg, tras renegar de la heteronomía comportada por el eudemonismo y poner
las condiciones para liberar a la moral de su tradicional yugo teológico, haría
descansar finalmente su ética sobre hipótesis teológicas disimuladas. «No pretendo
hacer ninguna comparación satírica —nos dice Schopenhauer—, pero el
procedimiento empleado aquí presenta ciertas analogías con la sorpresa que nos
dispensa un prestidigitador, cuando nos hace descubrir una cosa que previamente ha
escamoteado a nuestra mirada[82]». A los ojos de Schopenhauer, el coqueteo de Kant
con la teología le hace pensar en «un hombre que asiste a un baile de disfraces y se
pasa toda la noche cortejando a una bella dama enmascarada, ilusionado por hacer
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una conquista, hasta que al final ella se quita la careta, para darse a conocer… como
su esposa[83]».
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un fenómeno que contrarrestara esos perversos mecanismos y determinar que
«cualquier acto caritativo supone todo un misterio», declarando a «la caridad el
comienzo de la mística[90]». Y ello por la sencilla razón de que, tras los lindes de lo
cognoscible, todo se vuelve místico[91], como habría de refrendar ese apasionado
lector de Schopenhauer que fue Ludwig Wittgenstein: «Lo inexpresable, ciertamente,
existe. Se muestra, es lo místico[92]».
Tal es la concepción schopenhaueriana de los fenómenos éticos. Están ahí, pero
representan una misteriosa paradoja que nos conduce hasta el misticismo. «Mi
filosofía —leemos en un manuscrito fechado hacia 1827— se diferencia de la mística
en que, mientras esta se alza desde adentro, aquella lo hace desde afuera. El místico
parte de su propia e íntima experiencia individual, en la que se reconoce como el
centro del mundo y la única esencia eterna. Solo que nada de todo ello resulta
comunicable y, salvo para quien mantenga que se debe creer en su palabra, no puede
llegar a convencer. Por el contrario, mi punto de partida son meros fenómenos que
resultan comunes a todos y cuya reflexión al respecto se muestra perfectamente
participable. Ahora bien, cuando alcanza su máximo cenit, mi filosofía cobra un
carácter negativo, limitándose a hablar tan solo de aquello que debe ser negado y
suprimido, al deber describir cuanto se conquista con ello como una nada e indicando
el consuelo de que se trate de una nada relativa y no absoluta, mientras que el místico
sigue un procedimiento enteramente positivo. De ahí que la mística suponga un
excelente complemento a mi filosofía[93]». La ética de Schopenhauer se nos presenta
como una especie de odisea hacia el insondable abismo escudriñado por la mística, si
bien se conforma con llevarnos hasta el borde mismo del precipicio, sin arrojarse al
vacío, como sí haría el místico. A Schopenhauer lo que le interesa en el fondo es
explorar los confines del pensamiento, llegar hasta los últimos mojones del
conocimiento y a ser posible echar un vistazo más allá de dichos límites. «Hay un
límite hasta el que la reflexión puede ganar terreno e iluminar la noche de nuestra
existencia en lontananza, aun cuando el horizonte siga estando siempre oscuro. Este
confín lo alcanza mi doctrina en la voluntad de vivir, que se afirma o niega en su
propio fenómeno. Pero querer ir más allá es, a mi modo de ver, cómo querer volar por
encima de la atmosfera[94]».
Lo que Schopenhauer nos propone se asemeja bastante a la pretensión acariciada
por Wittgenstein al final de su Tractatus, cuando se compara esta obra con una
escalera cuyo destino es traspasar los límites mismos del lenguaje: «Mis
proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como
absurdas, cuando a través de ellas —sobre ellas— ha salido fuera de ellas. (Tiene, por
así decirlo, que arrojar la escalera después de haber subido por ella[95])». La filosofía
schopenhaueriana, al igual que los aforismos wittgensteinianos, quiere conducirnos
un poco más allá del final de trayecto, allí donde nadie hubiera osado llegar antes,
hasta ese límite aparentemente infranqueable donde «solo podemos vislumbrar muy
desde lejos la solución del problema y, al meditar sobre él, nos sumimos en un
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abismo de pensamientos[96]». Como comprobará quien se asome a su Metafísica de
las costumbres, el razonamiento de Schopenhauer progresa paulatina e
implacablemente, sin importarle las consecuencias. Somos voluntad, luego no
dejamos de ser máquinas deseantes. El deseo engendra menesterosidad y su no
satisfacción da lugar al sufrimiento. Esa es la radiografía del mundo que le rodea.
Luego la única salida digna es la de acabar con el origen del sufrimiento, negando
nuestra propia voluntad de vivir. Algo que por otra parte han venido haciendo desde
tiempo inmemorial el ascetismo místico que ha entrecruzado todas las épocas y
religiones, desde los sianassi indios hasta los anacoretas cristianos. Todos ellos
vienen a demostrar con su conducta que «la voluntad es capaz de querer suprimir su
manifestación concreta, eliminándose con ello a sí misma, y en esto consiste la
libertad, la posibilidad misma de salvación[97]». O sea: querer dejar de querer.
El destino de la ética schopenhaueriana no es otro que la meta o estación término
de la propia vida: la nada. Esa nada sobre la que ya meditaba un jovencísimo
Schopenhauer de veinticuatro años, que había comenzado a emborronar sus primeros
cuadernos de trabajo. «La “nada” es un concepto meramente relacional. Aquello que
no mantiene ningún tipo de relación con alguna otra cosa es tomado por esta como
nada y ella, a su vez, califica de nada a esa otra. Así pues, si nos consideramos como
existentes dentro del espacio y el tiempo, tacharemos de nada, o diremos que no es en
absoluto, todo cuanto quede fuera del espacio y el tiempo; y asimismo afirmaremos
con todo derecho que, “tan pronto como cesemos de hallarnos inmersos en el espacio
y el tiempo, dejaremos de ser en absoluto, así como que nuestro ser —lo contrario de
la nada— cesa con la muerte”. Por el contrario, si llegásemos a cobrar consciencia de
nosotros mismos al margen del tiempo y el espacio, tendríamos entonces razones para
tildar de nada cuanto se halle inmerso en dichas coordenadas, a la vez que las
palabras de “principio” y “final” perderían para nosotros todo su significado —
relacionadas como estarían con esa nada— y no podríamos decir que hemos
comenzado ni que terminaremos en un momento dado[98]». Esta reflexión juvenil
habría de oficiar como un auténtico desafío para su sistema filosófico, empecinado en
situarse al otro lado del espejo y atisbar esa otra «nada».
Como ya sostuvo uno de sus primeros comentaristas, «la parte verdaderamente
original del pensamiento de Schopenhuer es su moral. Nada se encuentra antes de él
que se le parezca. Su doctrina se distingue de las demás tanto por su principio, al ser
tan indiferente al deber como a la utilidad, cuanto por sus consecuencias, puesto que,
en lugar de decirnos cómo hemos de obrar, busca, por el contrario, el modo de no
obrar. Con sus pretensiones de ser puramente especulativa, con su pesimismo, su
palingenesia y su nirvana, se alza delante del lector como un enigma inquietante[99]».
En efecto, instalado en un escenario donde han hecho mutis por el foro cualquier
sustrato teológico de la moral y toda fundamentación de corte utilitarista o
eudemonista, por no hablar de la ética del deber, Schopenhauer siente por los ascetas
la misma curiosidad que despertaron en él tanto el sueño como el magnetismo. No
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deja de sentir cierto estremecimiento al pensar que alguien, gracias a una intuición
privilegiada, haya podido traspasar el velo de Maya y comprobar que, tras el imperio
del principio de individuación, todos y cada uno de nosotros configura una única
realidad, demostrando luego con su conducta que ha tenido el privilegio de acceder a
semejante conocimiento. Por eso, ante quienes califican como toda una paradoja el
resultado ascético de su ética, replica lo siguiente: «Solo cabe llamarlo paradójico en
este rincón noroeste del viejo continente, y más bien solo aquí en tierras protestantes,
ya que por el contrario en toda el Asia, dondequiera que el repugnante Islam no haya
destruido a fuego y hierro las antiguas y profundas religiones de la humanidad, antes
que otra cosa correría tal resultado el riesgo de ser tachado de trivialidad. Me
consuelo pues con que mi ética sea enteramente ortodoxa con respecto al Upánischad
de los santos Vedas y la religión universal de Buda, sin entrar tampoco en
contradicción con el antiguo y genuino cristianismo[100]».
Su filosofía moral se reconoce, por lo tanto, deudora del misticismo en general. Y
ello es así por una razón muy sencilla: porque, a su modo de ver, solo la mística
habría sabido llegar hasta esos abisales confines del pensamiento que su reflexión
filosófica se propuso explorar. Rentabilizando una imagen acuñada por Lukács en el
capítulo que le dedica a Schopenhauer en El asalto a la razón y que nos recuerda
José Francisco Yvars[101], quizá cupiera rotular al sistema de Schopenhauer como el
«Gran Hotel del Abismo». Alojándose allí, su clientela tiene garantizada una buena
panorámica de tales confines, y si lo desea también podrá realizar alguna excursión
guiada por quienes, al entender de su propietario, mejor conocen ese abismo
insondable: las distintas tradiciones místicas que se han ido sucediendo a lo largo de
la historia. Un aventajado alumno que la posteridad había reservado para
Schopenhauer supo captar perfectamente las enseñanzas del maestro, acertando
además a expresarlas de forma harto concisa. «El sentimiento del mundo como todo
limitado es lo místico», reza el aforismo 6.45 del Tractatus. Para Ludwig
Wittgenstein «no como sea el mundo es lo místico sino que sea[102]». Y eso es
exactamente lo que pensaba Schopenhauer sobre su propia filosofía, tal como cabe
leer en El mundo como voluntad y representación: «El principio de razón explica las
conexiones de los fenómenos, mas no a estos mismos; por eso la filosofía no puede
intentar perseguir una causa efficiens [causa eficiente] o una causa finalis [causa
final] del mundo entero. Cuando menos la filosofía actual no intenta explicar en
modo alguno a partir de qué o para qué existe el mundo, sino simplemente lo que es
el mundo. Pero el por qué está aquí subordinado al qué[103]».
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4. En torno al destino
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de El mundo como voluntad y representación. El caso es que nos hallamos ante una
nueva remesa de complementos, por mucho que ahora se alleguen de un modo mucho
más rapsódico, a modo de variaciones y modulaciones por seguir con la metáfora
musical, en comparación con aquel otro tomo bastante más orquestado que diera pie a
la segunda edición de su obra capital. Se trata de la última y definitiva entrega, pero
ello se debe únicamente a que Schopenhauer «despertó del gran sueño de la vida» en
1860 y no pudo continuar la relectura sistemática que hacía de su propia obra, para
enriquecerla constantemente con adiciones que reforzaban sus viejos argumentos
mediante nuevas pruebas recolectadas por doquier: en la lectura de los clásicos, las
revistas de parapsicología o el Times. De hecho, las ediciones posteriores de Parerga
y paralipómena, publicadas a partir de 1862, recogerán las acotaciones anotadas en
los ejemplares manejados por el propio autor, así como ciertos pasajes de sus
manuscritos que este había seleccionado con vistas a una nueva edición. Resulta
curioso comprobar que, sin ir más lejos, unos de los textos que analizaremos en este
capítulo alberga una referencia bibliográfica sobre un libro fechado en el mismo año
de su muerte, lo cual nos demuestra que Schopenhauer era un infatigable lector de sí
mismo y el más contumaz de sus comentaristas.
Dispongámonos a entresacar de los Parerga y paralipómena solo aquellas
partituras que atañen directamente al último de los movimientos de la gran sinfonía
schopenhaueriana, es decir, las relativas a la moral. Por eso examinaremos con algún
detenimiento el cuarto ensayo de los incluidos en Parerga, una sugestiva reflexión en
torno a los presuntos designios del destino para con el individuo, así como los
parágrafos de Paralipómena consagrados específicamente a la ética. Estos textos
vienen a complementar los tratados publicados por Schopenhauer bajo el título de
Los dos problemas fundamentales de la ética, los cuales, a su vez, fueron concebidos
como una suerte de comentario adicional al cuarto libro de El mundo como voluntad
y representación. Quien se interese, ante todo, por el pensamiento ético de
Schopenhauer podrá completar este listado con el apartado dedicado a la moral en
Sobre la voluntad de la naturaleza, sin olvidar, claro está, la Metafísica de las
costumbres, esas «Lecciones de Ética» elaboradas para unos alumnos que solo serían
procurados por la posteridad. Pero, por supuesto, quien se limite a hacer acopio de los
textos recién citados no podrá abstenerse de consultar las otras partituras, aquellas
que contienen los compases de la epistemología y de la estética, pues a ellas le
conducirá esa melodía de fondo, entonada por su peculiar metafísica, que marca el
compás del conjunto de la sinfonía filosófica escrita por Schopenhauer durante casi
medio siglo. Otra cosa es que guste de recalar en ese movimiento final, porque sienta
particular predilección por algunos de sus pasajes, como es el caso de quien asume
esta visita guiada.
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Lo cierto es que Schopenhauer conquistaría por fin su anhelada fama justamente con
la publicación de Parerga y paralipómena, obra que le hace ganar el favor del gran
público y hará que gracias a ello se interese por conocer el resto de su producción, a
la que hasta entonces únicamente rendían culto un reducido círculo de iniciados.
Paradójico destino para una obra cuyo autor dedicó a quienes ya estuvieran
familiarizados con sus escritos, asegurando que con ella se dirigía tan solo a los
conocidos y no a los extraños. Creyendo que no se hallaba muy lejano el final de sus
días, quería despedirse así de sus lectores más asiduos. En 1845, recién aparecida la
segunda edición de El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer se
apresuró a redactar un esbozo de prólogo para una obra en la que seguirá trabajando
sin descanso durante los próximos cinco años. «Va de suyo que nadie podrá llegar a
conocerme, y mucho menos a estimarme, por esta colección de trabajos —se refiere a
Parerga y paralipómena— que viene a culminar los complementos de mi obra
principal[1]». Sus pronósticos no pudieron resultar más desacertados,
afortunadamente para él. Pues algunos de los ensayos contenidos en Parerga y
paralipómena terminarían por convertirse, andando el tiempo, en auténticos éxitos de
ventas, como lo continúan siendo hoy en día. Sin embargo, Schopenhauer tuvo
muchísimos problemas para entregarlos por primera vez a la imprenta. A la vista del
fracaso comercial que había supuesto El mundo como voluntad y representación tanto
en su primera como en su segunda edición, la editorial Brockhaus desestima asumir
este nuevo riesgo. Decide no aventurarse a publicar esa meditada y corpulenta obra
en la que su autor le confesaba haber trabajado durante dieciséis años, pero cuyos
borradores abarcaban más de tres décadas[2].
Y así fueron fracasando una tras otra distintas gestiones ante otras editoriales. Un
Schopenhauer desesperado, que ha llegado a ceder nuevamente sus derechos de autor
para facilitar estas negociaciones[3], recurre a su discípulo Julius Frauenstadt para que
intente dar con un editor dispuesto a publicar su obra en Berlín. En esa carta, escrita
el 16 de septiembre de 1850, nos encontramos con un rosario de agravios
comparativos. Mientras Brockhaus no quiere publicar su libro ni siquiera gratis, da
cabida en su catálogo a los proyectos más dispares. Pero es más, acaba de leer en la
prensa que a Lola Montez le basta planear escribir sus memorias para que una
editorial inglesa se apresure a ofrecerle una gran suma de dinero por ellas.
«Realmente no sé qué más puedo hacer, y empiezo a temer que mis opera mixta
acaben siendo un escrito póstumo[4]». Pero no fue así, al menos en su primera
versión, aunque sí resultara serlo en la definitiva. Solo cinco semanas después puede
comunicarle a este mismo corresponsal un sentimiento completamente opuesto:
«Estoy realmente contento de haber presenciado el nacimiento de mi última criatura,
con lo cual veo consumada mi misión en este mundo. Es como si me hubiera
despojado de un peso que he llevado conmigo desde los veinticuatro años. Nadie
puede imaginar cuánto significa esto para mí[5]». Ni siquiera él mismo, puesto que
lejos de conformarse con haber asistido al parto decidirá hacerse cargo de su crianza
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y alimentar a este benjamín durante una década más. Y con todos esos materiales, tras
la muerte de Schopenhauer, Julius Frauenstadt preparará una segunda edición
«mejorada y considerablemente aumentada», lo que al fin y a la postre convierte a la
versión definitiva de Parerga y paralipómena en una obra póstuma.
En el primero de los dos textos que vamos a examinar en este capítulo, Schopenhauer
acomete lo que anuncia su título, Especulación transcendente sobre los visos de
intencionalidad en el destino del individuo, esto es, una meditación «de altos vuelos»
—a la que califica con toda ironía de «transcendente»— sobre aquellos designios que
parecen regir la vida de los individuos o, lo que viene a ser lo mismo, se propone
rastrear los «guiños» del destino y compulsar su presunto carácter intencional,
además de comprobar su identidad. Las pistas que sigue para llevar a cabo semejante
labor detectivesca difícilmente podrían ser más variadas, y esa variedad es la causante
de que su ensayo resulte particularmente sugestivo. Su investigación comienza por
dar un repaso etimológico al ámbito terminológico del concepto estudiado,
analizando sus distintas acepciones. No cabía esperar menos de alguien cuya
competencia filológica era más que aceptable, como nos demuestra cada uno de sus
escritos, y en concreto este que nos ocupa. Como suele ser habitual, Schopenhauer
utiliza indistintamente para sus citas la media docena de idiomas que domina con
cierta soltura, encontrándonos con una retahíla de pasajes en griego, latín, inglés,
francés o italiano e incluso en español, en ese castellano que aprendió para leer al
autor de La vida es sueño y traducir a Gracián.
Pero sus fuentes resultan aún más variopintas. Por las páginas del opúsculo recién
mencionado desfilan grandes autoridades filosóficas, desde Platón hasta Kant,
pasando por Duns Scoto, junto a nigromantes como Paracelso. Plumas como las de
Schiller y Goethe habrán de codearse nada menos que con los redactores del célebre
rotativo londinense. Los poemas de Byron o el arte dramático de Shakespeare serán
invocados en pie de igualdad con los pioneros del hipnotismo. Heródoto entrará en
escena flanqueado por el profeta Jeremías. Y es que a Schopenhauer no le preocupa
demasiado el «pedigrí» de sus invitados ni tampoco rehúye los mestizajes. Esta
mezcolanza solo denota una falta de prejuicios en la búsqueda de la verdad, le
hubiera encantado decirnos. En esa búsqueda Schopenhauer no duda en examinar,
con idéntica convicción, las tragedias griegas y las cartas de unos misioneros
destacados en la India. Un texto de Aristóteles goza para él del mismo crédito que los
informes relativos a ciertos fenómenos paranormales. Una cita de Séneca vale tanto
como un cuadro de Tischbein. Los libros esotéricos pueden rivalizar con un relato de
Walter Scott y, por supuesto, la sabiduría conservada durante milenios en los libros
védicos no desprecia verse actualizada con una página del Times.
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Schopenhauer constata que desde siempre y por doquier la humanidad ha venido
escudriñando los astros, además de consultar oráculos o estudiar el vuelo de las aves,
sin dejar de practicar la quiromancia y la cartomancia. Poetas, historiadores,
filósofos, dramaturgos y un largo etcétera, hasta llegar a lo más importante, el
individuo vulgar y corriente, han interpretado augurios o se han dejado llevar por
presentimientos y presagios. En todas las épocas, el hombre se ha mostrado
interesado por columbrar los guiños del destino e intentar desentrañar lo que este le
tiene reservado, adivinar aquello que se halla escrito en el retablo del porvenir. Esta
constatación histórica parece imponerse por sí sola, pero a ello se une otro dato
importante, cual es que la presunción de los designios del destino ha sido mantenida
por cabezas nada proclives a suscribir superstición alguna. Por supuesto, nos dice
como de pasada Schopenhauer, que todo podría quedar explicado atribuyéndolo a un
espejismo de la imaginación. Se trataría entonces de un efecto inconsciente debido a
nuestra retozona fantasía que, tras lanzar una rápida ojeada retrospectiva sobre los
acontecimientos y su concatenación, se divierte haciéndonos creer que todo podía
haberse previsto, al igual que nos hace percibir siluetas muy bien perfiladas en una
superficie donde solo hay sombras informes, caprichosamente diseminadas por el
azar. Siempre nos queda ese recurso para eludir esta cuestión.
Sin embargo, desde la óptica de Schopenhauer, contamos con una prueba
prácticamente irrefutable, con un claro testimonio a favor de aquella «raíz común del
azar y la necesidad» que ha sido presumida por el hombre desde tiempos
inmemoriales. Dicha prueba es aportada nada menos que por la clarividencia y, más
concretamente, por aquella clarividencia que propicia el hipnotismo. Algunas
personas, cuando quedan sometidas a un trance hipnótico, lo que por aquel entonces
da en llamarse «sonambulismo magnético», se muestran perfectamente capaces de
predecir el futuro con una minuciosa exactitud, y eso viene a demostrar que todo se
halla predeterminado de antemano, puesto que, de lo contrario, no habría lugar para
semejantes pronósticos. Como hemos visto en el segundo capítulo, esos fenómenos
paranormales que iban detectando los pioneros del hipnotismo despertaban una gran
curiosidad en Schopenhauer, pero este interés no era sino un ingrediente menor ante
la enorme fascinación que le suscitaba el enigmático mundo de los sueños. A sus
ojos, el trance hipnótico lograría hacer aflorar ese críptico lenguaje propio del sueño,
ese lenguaje simbólico que le habría llegado a salvar en cierta ocasión de una muerte
segura, al ser capaz de reconocer aquel guiño del destino gracias a un ejercicio de
oniromántica.
Desde luego, había una predisposición favorable a esa interpretación de los
sueños, pues ya en 1828 nuestro autor mostraba su convencimiento de que algunas
veces «el sueño podía tener un significado profético, aun cuando la naturaleza
simbólica del mismo haga que su desciframiento resulte una tarea muy ardua[6]». «A
través de todas las épocas y entre todos los pueblos, ha venido atribuyéndose un
sentido profético a las imágenes oníricas y se han realizado ímprobos esfuerzos por
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fijar de una vez para siempre su significado, sin éxito alguno, al no poseer las claves
de semejante alfabeto jeroglífico[7]». En el profundo sueño del sonambulismo, anotó
en uno de sus manuscritos berlineses, «llegamos a expresarnos de un modo extraño y
sublime, mostrando hondos conocimientos que no poseemos despiertos, e incluso nos
tornamos telépatas o profetas[8]». «Dentro de nosotros está encerrado un secreto
profeta que se revela en el sonambulismo y la clarividencia, proclamando aquello del
pretérito y el porvenir que durante la vigilia nos es inconsciente. Al dormir, este
profeta lo sabe todo e intenta trasladar sus conocimientos al cerebro a través de
sueños alegóricos. Pero con frecuencia no es capaz de acarrearle más que un tenue
presentimiento[9]».
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deseos, hacia lo que resulta más atinado para nosotros desde una perspectiva global,
al enhebrar con un hilo invisible todas las cosas, incluso aquellas que no se ven
vinculadas entre sí en el curso de la cadena causal, para hacerlas coincidir en un
momento dado, y gobierna todos los acontecimientos de la vida real como el autor
domina su drama, de suerte que hasta el imperio del azar le queda sometido cual un
mero instrumento a su servicio, hemos de remontarnos hasta lo que los antiguos
dieron en llamar el “destino”, cuando no fatum, hasta eso que también solían
caracterizar como un genio que encauza nuestras vidas y que los cristianos apodarían
providencia, entendiendo todo ello como una y la misma cosa. Pues ese misterioso
poder no reside sino allí donde mora el origen de todo cuanto hay en el mundo, esto
es, dentro de nosotros mismos, que somos el Alfa y Omega de todo existir[15]».
Este preámbulo programático, donde se sintetizan las líneas maestras de su escrito
en torno al destino, le da pie a sentenciar que «solo nos es dado comprender las
verdades más hondas y ocultas a través de alegorías, metáforas o símbolos»,
proponiéndose por lo tanto recurrir a un símil, concretamente a su «analogía con el
sueño, para penetrar con más profundidad en esa misteriosa guía de nuestro curso
vital» que solemos llamar «destino». «También en el sueño —prosigue Schopenhauer
— los acontecimientos parecen tener lugar de modo puramente fortuito y sin
embargo existe una secreta vinculación entre ellos, pues obedecen a un oculto poder
que de forma clandestina gobierna todos los azares del sueño única y exclusivamente
para nosotros. Pero lo más extraño de todo es que, siendo este poder nuestra propia
voluntad, aunque tal cosa ocurra muy al margen de nuestra consciencia, los episodios
del sueño suelen sumirnos en el asombro, el terror o la peor de las angustias, sin que
por ello acuda en nuestro auxilio ese destino que nosotros mismos guiamos
subrepticiamente[16]». Esta discrepancia entre nuestros deseos y el dictamen del
fatum onírico dentro del sueño tiene una explicación muy sencilla para Schopenhauer.
Esa voluntad nuestra, pero inconsciente u opaca para la consciencia propia del sueño,
conocería mejor que nosotros mismos cuanto nos conviene en cada momento. La
prueba que aporta en este sentido es realmente inusitada, pues recurre ni más ni
menos que a las poluciones nocturnas. Su argumento es que, siempre y cuando resulte
fisiológicamente imprescindible la descarga de las bolsas seminales, el sujeto que lo
necesita no podrá dejar de llevar a cabo tal descarga, porque las lujuriosas escenas
que le presenta su imaginación onírica se mostrarán bien propicias a ello. Sin
embargo, cuando no sea el caso podrá verse burlado en sus sueños eróticos por esas
insinuantes jovencitas que apetece su voluptuosidad. Siendo así que quien interpone
obstáculos a nuestro deseo es «nuestra propia voluntad, aunque lo haga desde un
plano muy superior al de nuestra consciencia representativa dentro del sueño y por
eso aparezca en ese escenario onírico como un destino inexorable[17]».
¿Acaso —se pregunta a renglón seguido para sacar partido de su analogía— no
ocurrirá otro tanto con el destino en la vida real? También él parece conocer nuestra
conveniencia mejor que nosotros mismos, como acabamos reconociendo en muchas
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ocasiones de nuestra vida, cuando el destino, tras burlarse aparentemente de nuestros
deseos, nos conduce hacia la mejor de las metas posibles. Comoquiera que sea, «es
esta analogía con el sueño lo que nos permite vislumbrar, aun cuando solo sea en una
nebulosa lejanía, cómo ese poder secreto que guía y gobierna los procesos externos,
haciendo coincidir sus fines con los nuestros, podría tener sus raíces en las
insondables profundidades de nuestro propio ser[18]». «De modo análogo a como
cada uno de nosotros es el secreto director teatral de sus sueños, también ese destino
que domina nuestra vida real proviene, en última instancia y de alguna forma, de
aquella voluntad, que es la nuestra propia, pero que al interpretar el papel del destino
actúa desde una región situada muy por encima de nuestra representativa consciencia
individual, suministrando a esta los motivos que dirigen la voluntad individual
empíricamente reconocible, la cual ha de luchar a menudo enérgicamente con aquella
voluntad nuestra que protagoniza el papel del destino[19]». Así que en definitiva todo
acaba reduciéndose a un complejo reparto de papeles escénicos. De acuerdo con esto
nos limitaríamos a interpretar al personaje que nosotros mismos hayamos escrito en
cuanto dramaturgos. Para Schopenhauer, somos a un tiempo la marioneta y quien
mueve los hilos. Solo que, tal como nuestra consciencia onírica ignora los designios
de aquel director teatral oculto entre las bambalinas en el que nos transmutamos al
soñar, tampoco el actor sabe bien lo que ha urdido el autor. Y al igual que cuando
protagonizamos nuestros propios sueños, también en el transcurso de nuestra vida
podemos vernos abandonados a nuestra suerte por esa instancia rectora que, si bien se
halla en un plano distinto al de nuestra consciencia cognitiva y es el autor del drama
en cuestión, no deja por ello de morar en nuestro interior. Como quedó apuntado al
final del primer capítulo, en la vida real «nuestro propio ser no es sino el simple
sueño de un espíritu eterno[20]». Y como en nuestros sueños, «también el sujeto del
gran sueño de la vida es un sujeto único: la voluntad de vivir[21]».
Cuando en un momento dado del ensayo que nos ocupa Schopenhauer viene a
reconocer que le resulta muy arduo alumbrar un concepto donde quede cabalmente
apresada esa raíz común del azar y la necesidad, cuya mano invisible mueve los
resortes del devenir, establece una peculiar trinidad. Podría intentarse definir esa raíz
común con las notas que han caracterizado a estas tres cosas: en primer lugar, aquello
que los antiguos denominaban «destino», pero también ese daimon o genio conductor
que casi todas las culturas han solido atribuir al individuo y, en mucha menor medida,
lo que los cristianos denominan providencia. Fatum, daimon y providencia suponen,
por lo tanto, tres acepciones distintas de una única realidad, de «aquella indescifrable
unidad entre lo aleatorio y lo necesario que se presenta como una oculta directriz de
todas las cosas humanas[22]». Dicha directriz es por antonomasia el destino, el cual no
es a su vez sino un alias de la voluntad. De aquella voluntad que «abarca con una
perspectiva panorámica la consciencia individual[23]» y «es el único sujeto del gran
sueño de la vida[24]». A fin de cuentas, para Schopenhauer, «ese poder oculto, que
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todo lo guía, no puede radicar, después de todo, sino en el misterioso enigma de
nuestro propio fuero interno[25]».
En suma, según Schopenhauer, «uno se ve tentado a creer que, tal como existen
ciertas imágenes que solo muestran deformaciones desconcertantes a simple vista,
pero en un espejo conoidal dejan ver imágenes humanas normales, la mera
consideración empírica del curso del mundo equivale a mirar esa imagen con los ojos
desnudos y, por el contrario, el seguimiento de la intención del destino equivale a
mirarla en un espejo conoidal que combina y ordena cuanto se halla disperso por
doquier[26]». De nuevo una metáfora, extraída esta vez de un manual de física
utilizado por los universitarios franceses y que nuestro autor tenía en su biblioteca.
Merced a esta peculiar óptica podemos «reconocer en el azar el dedo de la
providencia, entendida como una guía sobrenatural de los acontecimientos de la vida
individual[27]». Aunque no nos apercibamos de ello a simple vista, todo está ya
estipulado. Por la sencilla razón de que lo casual siempre tiene un origen causal, al
verse reflejado en el espejo conoidal de la metafísica sustentada por Schopenhauer.
La casualidad es un concepto relativo y la casualidad absoluta un auténtico
absurdo[28]. Todo lo que nos parece fortuito, aquello que tildamos de contingente,
cuanto es azaroso, no deja de tener sus ancestros causales por muy remotos que
puedan ser. Basta remontarse por el árbol genealógico del azar para comprobar el
parentesco causal de dos acontecimientos presuntamente casuales. Así pues, lo casual
viene a ser una suerte de hospiciano que desconoce su heráldica e ignora los lazos
familiares que le unen ocasionalmente con tal o cual suceso, cuando en realidad
semejantes concatenaciones «pueden hallarse remotamente originadas por una causa
común y estar emparentadas entre sí como los tataranietos que comparten algún
antepasado[29]». Pero no es esta la única ocasión en que Schopenhauer traza un árbol
genealógico del azar. En el año 1814, estando todavía en Weimar, escribe un texto
lúdico donde le atribuye otro tipo de parentela: «Ten en cuenta que el azar, ese poder
que señorea sobre esta tierra (junto al error, su hermano, la necedad, su tía, y la
maldad, su abuela), amargándole la vida a cada hijo de vecino —a ti también— con
pequeños y grandes reveses propinados a diario. Ten en cuenta que a ese malvado
poder has de agradecer tu bienestar e independencia, al darte lo que no concede a
tantos miles para poder ofrecérselo a un individuo como tú. Cuando lo medites bien,
no le darás las gracias como si te hubieras labrado por derecho aquello que tienes,
advirtiendo que cuanto tienes es merced al favor de una caprichosa princesa y, si le
diera el antojo de arrebatártelo total o parcialmente, no clamarás por tal injusticia,
pues sabrás que el azar coge aquello que el azar había dado y acaso repararás en que
no te es tan propicio como parecía hasta ese momento. Solo que podría no
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conformarse, ¡y disponer también de aquello que hayas obtenido laboriosa y
probamente!»[30].
Este nuevo símil, el de un descomunal y abigarrado árbol genealógico donde todo
lo casual siempre acaba por estar emparentado con una inexorable cadena causal, está
muy emparentado, a su vez, con esa concepción schopenhaueriana del destino que
venimos examinando. «El fatum, el destino de los antiguos —afirma Schopenhauer
—, no es sino la certidumbre, llevada a la consciencia, de que todo cuanto acaece se
halla firmemente vinculado por la cadena causal y por ello tiene lugar con una
necesidad estricta, a consecuencia de lo cual el futuro se ve tan cabalmente prefijado,
y tan minuciosamente predeterminado, que admite ser modificado en tan escasa
medida como cabe modificar el pasado[31]». En uno de sus manuscritos inéditos ya
había apuntado algo muy similar hacia 1825: «El concepto del destino entre los
antiguos es el de una necesidad latente en la totalidad de las cosas, que dirige los
asuntos humanos sin prestar atención alguna a sus deseos o ruegos, así como tampoco
a sus faltas o méritos, y que con su secreto vínculo atrae hacia donde le parece a
cosas aparentemente desligadas entre sí, de suerte que su concurrencia virtualmente
fortuita es necesaria. Merced a esa necesidad todo está determinado de antemano
(fatum) y por eso es posible anticiparlo mediante oráculos, profecías, sueños u otras
cosas por el estilo[32]».
Desde semejante punto de vista, todo está escrito. Sin embargo, conviene tener en
cuenta que no se ha escrito al albur de una instancia caprichosa y arbitraria, sino
siguiendo el dictado de nuestros propios actos. Como no podía ser de otra manera,
Schopenhauer tiene muy presente una parábola mítica muy concreta. Según una
leyenda de la mitología budista, Brahma graba en la cabeza de cada hombre,
mediante una escritura cifrada cuyas claves ignoramos, todo cuanto hará y padecerá
en el transcurso de su vida, pero, eso sí, lo hace teniendo a la vista su comportamiento
en vidas anteriores[33]. Nuestro destino presente lo hemos «elegido» nosotros mismos
con anterioridad. Schopenhauer, tras admitir el carácter innato e inmutable del
carácter, por un lado, y que por otra parte las circunstancias donde se brindan motivos
de actuación a dicho carácter están inmersas en una cadena causal regida por la más
absoluta necesidad, no puede sino mantener que todo nuestro transcurso vital se halla
minuciosamente predeterminado hasta en sus más mínimos detalles. Pero no deja de
ser sensible a lo disparejos que resultan esos transcursos vitales, y ese radical agravio
comparativo le hace sostener que todo ello «nos conduce, si no se quiere dar al traste
sin más con la justicia, hasta esa suposición firmemente sustentada en el
brahmanismo y en el budismo, según la cual tanto las condiciones subjetivas con las
que nace cada uno como las condiciones objetivas bajo las cuales nace constituyen la
consecuencia moral de una existencia precedente[34]». Para comprender mejor todo
esto, puede ser útil tener a mano este pasaje de la introducción redactada por
Francisco Rodríguez Adrados para su edición castellana del Bhagavadgíta: «Toda
acción produce Frutos. Así se piensa que el destino de los hombres individuales, en
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cuanto no está merecido por su conducta, depende de sus acciones en una vida
anterior, de su karma. A su vez, si en esta vida no se traduce en felicidad el
cumplimiento del dharma (ley) o en infelicidad su incumplimiento, es que los Frutos
de ese karma se acumulan para una existencia futura. Los indios daban así una
respuesta al problema del destino inexplicado y aun injusto, al parecer, de los
hombres, que tanto atormentaba a los profetas hebreos y a los filósofos griegos.
Mezclaban así el determinismo y la libertad[35]».
Al igual que todo lo fortuito tiene una progenie causal que ya no figura en los
anales de la familia por ser extremadamente remota, también todas nuestras acciones
vendrían a ser hijas, cuando no nietas, de un comportamiento anterior ya olvidado, en
el que habríamos modelado nuestro ser actual. Con lo que después de todo no
dejaríamos de ser hijos, o descendientes más o menos directos, de nuestras propias
acciones. Schopenhauer lleva hasta extremos insospechados esta teoría que
podríamos bautizar como del «árbol genealógico». Como es bien conocido,
Schopenhauer proyecta filogenéticamente su propio dossier ontogenético y convierte
su propia biografía en un principio universal de los linajes, al establecer que, mientras
la madre aporta su inteligencia, el padre allega las cualidades morales[36]. Con esta
ley inexorable pretende, por ejemplo, solventar la perplejidad experimentada por los
antropólogos, cuando se topan con tribus isleñas cuyo buen talante moral hace
palidecer al que se da entre sociedades consideradas como muchos más civilizadas.
La cosa no puede ser más elemental desde tal punto de vista, ya que su aislamiento
les haría descender de una misma familia, cuyo patriarca habría resultado ser una
bellísima persona. Lo malo es que, indignado por el esclavismo mantenido en
algunos Estados de la Unión, tampoco ve con malos ojos que los ingleses hayan dado
en recordarle a ciertos norteamericanos el origen de su estirpe, a saber, una colonia de
criminales británicos[37]. Y es que según Schopenhauer el mundo presente no sería en
modo alguno una especie de antesala del juicio final, sino el juicio final mismo[38].
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recurso salvo el de reconocer que la existencia misma de las cosas obedece a una
voluntad libre. Así su actuar queda necesitado bajo la presuposición de su existencia
y de las circunstancias. Para salvar la libertad, ante el destino o el azar, hay que
trasladarla del actuar al existir[40]».
La creación ex nihilo sustentada por el judaísmo remite toda responsabilidad
moral a Dios, porque no se puede crear algo sin conferirle al mismo tiempo atributos
que configuren una esencia, y uno solo actúa «conforme a su esencia y su ser. Por eso
el teísmo y la responsabilidad moral del hombre son absolutamente
incompatibles[41]». En el pensamiento de Schopenhauer se impone «que la existencia
y la esencia mismas del hombre sean obra de su libertad, es decir, de la voluntad, y
que esta posea, pues, aseidad o espontaneidad absoluta. Bajo la suposición contraria
se aboliría toda responsabilidad y el mundo, tanto el mundo físico como el mundo
moral, sería una simple máquina que su fabricante, situado fuera del mismo, pondría
en marcha para su propia diversión[42]». Lo que expresado con una nueva metáfora
significa que dentro de su escenario filosófico seríamos unas marionetas muy
especiales, puesto que junto a los hilos de las circunstancias exteriores dichos títeres
dispondrían también de una maquinaria interna cuya cuerda no es posible accionar
desde fuera. De hecho, se trataría más bien de unos curiosos muñecos que se fabrican
a sí mismos en base a una insondable fuerza motriz. «Los hombres son marionetas
que no se ven levantadas por hilos externos, sino accionadas por una maquinaria
interna. Esta maquinaria es la voluntad de vivir, un impulso tan irracional como
infatigable. Los objetos externos, en cuanto motivos, determinan tan solo la dirección
del movimiento de tales títeres, pero en modo alguno procuran el fundamento del
movimiento mismo[43]».
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5. De la muerte y el despertar
Shakespeare, La tempestad
El legado de Schopenhauer, sus Escritos inéditos, abarca casi cuatro décadas que
cabe dividir en tres etapas, a saber: juventud (1804-1818), madurez (1818-1830) y
vejez (1830-1852). Este quinto capítulo se ocupará, sobre todo, de la etapa
intermedia, es decir, de los Manuscritos berlineses. Dichos cuadernos reciben esa
denominación porque las reflexiones recogidas en ellos fueron anotadas entre
septiembre de 1818 y enero de 1830, período que viene a coincidir, de un modo más
o menos aproximado, con los diez años que Schopenhauer vivió en Berlín, siempre
que descontemos los paréntesis de sus dos viajes a Italia o las estancias realizadas en
Múnich y Dresde. De hecho, el formato de los manuscritos es uno u otro según hayan
sido utilizados durante alguno de tales desplazamientos o, por el contrario, se hayan
visto confinados en su gabinete de trabajo. Así, tanto el Diario de Viaje como el
denominado Portafolios tienen como denominador común su manejable formato en
octavo y el haberle acompañado en sus dos periplos italianos. El primero fue paseado
por Venecia, Bolonia, Roma y Nápoles, viaje que Schopenhauer emprendió nada más
entregar al editor su obra capital, El mundo como voluntad y representación, en el
mes de octubre del año 1818, y que concluyó nueve meses después para preparar su
habilitación como profesor en la universidad berlinesa, habilitación que tuvo lugar el
31 de diciembre de 1819. Milán y Florencia fueron el escenario de su segunda
excursión por Italia, realizada entre octubre de 1822 y mayo de 1823, a la que se
llevó el segundo de los cuadernos mencionados. Este último manuscrito también lo
utilizó en Múnich, lugar en el que su salud le retuvo una buena parte del año 1823, así
como en Dresde, donde se instala unos cuantos meses antes de regresar en 1825 a
Berlín, ciudad en la que tiene fijada oficialmente su residencia como profesor
universitario y que no abandonará sino en 1831, para burlar la epidemia de cólera que
acabó con su odiado rival, con ese profesor que desde un principio y curso tras curso
le arrebató a sus anhelados alumnos frustrando su carrera docente: Hegel. El resto de
los manuscritos tienen un tamaño mayor, idóneo para ser manejados encima del
propio escritorio, mas no tanto para ser transportados entre los enseres del equipaje;
infolio en los casos de Mamotreto y Libro de notas y justo la mitad —i.e., en cuarto
— en el rotulado como Cuartillas.
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Los Manuscritos berlineses dan buena cuenta del modo como trabajaba
Schopenhauer. Asomarnos a ellos es tanto como echar un vistazo al taller del artesano
mucho antes de que los productos acaben expuestos en el escaparate. Quienes hayan
visitado la isla de Murano habrán sido agraciados con una demostración del buen
hacer de sus afamados vidrieros. Eso mismo es lo que nos brindan estos manuscritos
inéditos presentados aquí, donde nos topamos con el pensamiento de nuestro autor en
plena ebullición. Acicateado por las emociones propias de un viaje o cómodamente
instalado en su mesa de trabajo, Schopenhauer nunca dejó de confiar sus notas a estos
cuadernos que siempre llevaba consigo. En esos apuntes las ideas fluyen libremente
al margen de cualquier cortapisa cual magma por solidificar. Y esta especie de lava en
estado magmático es la que paulatinamente irá configurando el paisaje de su filosofía
y precisando sus contornos. Dicho magma va zigzagueando, por decirlo así, entre la
sentencia y el oráculo. Aun cuando hay alguna que otra excepción, la mayor parte de
las veces nos enfrentamos justamente a eso, a un sentencioso aserto aforístico con
vocación oracular y que deja en manos de quien lo lea su auténtico alcance
hermenéutico. A Schopenhauer no le desagradaba en absoluto el estilo de Pitia, la
célebre sacerdotisa del templo de Delfos. Schopenhauer era un consumado maestro
del género aforístico, parangonable a sus admirados Lichtenberg o La
Rochefoucauld. En realidad, estos apuntes constituyen la cantera de donde
Schopenhauer irá extrayendo los materiales que va publicando para enriquecer su
obra principal, de la que toda su producción supone una mera glosa o comentario. La
intuición original era correcta y no podía ser enmendada. Únicamente admitía verse
desarrollada.
Como ya se ha señalado repetidas veces, cuanto cautivaba su atención era tan solo
por eso mismo digno de ser estudiado. Poco importaba su procedencia. Cualquier
cosa era válida para nutrir su reflexión. La trama de una ópera mozartiana, un pasaje
de Walter Scott, las crónicas del Journal Asiatique, algún personaje de Shakespeare o
una inscripción conservada por azar en el burdel de Pompeya desfilan por sus páginas
junto a egregias citas de Goethe, Rousseau o Voltaire. Para Schopenhauer viajar y
tratar con las personas era tan provechoso como leer o estudiar. Así lo confiesa en su
correspondencia, nada más regresar de su segundo viaje por Italia: «Mi experiencia y
mi conocimiento de los hombres han quedado notablemente incrementados, de modo
que considero muy bien aprovechados estos meses de viaje. Ante todo, me ha
quedado muy claro cuán lastimosa es la vida de la gente distinguida, cuando se la ve
de cerca, y cómo les martiriza el tedio, por muchos esfuerzos que hagan por evitarlo.
También tuve ocasión de apreciar las obras de arte reunidas en Florencia, y el pueblo
italiano me ha suministrado un gran material de observación[1]». El 29 de octubre de
1822, nada más comenzar su primer viaje, comunicaba sus primeras impresiones de
las tierras italianas a F. G. Ossan: «En Italia uno vive como con una querida,
enfadándose mucho un día y adorándola hasta el éxtasis al siguiente. En Alemania
como con una mujer hacendosa, sin sobresaltos ni amor algunos[2]».
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Las obras de Gracián, Calderón y Cervantes no tienen menos importancia para él
que las filosofías de Spinoza, Epicuro, Hobbes, Platón o el mismísimo Kant.
Tampoco su radical ateísmo le impide fascinarse con el estudio comparado de las
religiones, entendidas como una suerte de relato mítico donde la humanidad ha ido
depositando algunas verdades inobjetables. La cábala, el hipnotismo, los fenómenos
paranormales y cualquier clase de misticismo (cristiano, sufí o hindú) pueden ser tan
válidos como los mitos griegos, las últimas aportaciones de la etnología o un
minucioso informe fisiológico de probada raigambre científica. Nada es desdeñable,
salvo el aburrimiento. La vida puede resultar demasiado tediosa de suyo, una vez
aplacadas las necesidades más perentorias, como para hacerla todavía más aburrida.
En su Metafísica de las costumbres consagra todo un epígrafe al tedio[3]. Eso está
bien para los catedráticos que viven de la filosofía, como Hegel o Fichte, pero no casa
con alguien que quiso vivir para la filosofía y dedicarse tan solo a coquetear con la
verdad, atreviéndose a contemplarla completamente desnuda, una vez despojada de
todo prejuicio y condicionamiento ajeno a ella misma. Gracias a su condición de
rentista, Schopenhauer pudo consagrarse a desarrollar su pensamiento sin contar con
hipotecas de ningún tipo, emprendiendo una constante búsqueda de todo cuanto
pudiera servir para confirmar sus intuiciones primordiales. En pos de tal objetivo iban
encontrando cabida los elementos más dispares que puedan imaginarse, y como es
natural semejante heterogeneidad por lo que atañe a las fuentes no podía sino arrojar
un resultado harto caleidoscópico.
Por ello, sus manuscritos inéditos nos ofrecen un verdadero mosaico de
reflexiones relativas a las más diversas problemáticas. La oferta difícilmente podría
ser más variopinta. Tan pronto está dispuesto a enterrar la monogamia como a
disertar sobre los presentimientos, para un momento después adentrarnos en graves
consideraciones metafísicas relativas a nuestra libertad o al propio existir. Lo que
nunca se le puede negar es que suele mantener un punto de vista tremendamente
original. Sin ir más lejos, la monogamia es una pauta de comportamiento que debería
ser corregida y dar lugar a unos acuerdos que tengan en cuenta tanto los
condicionamientos biológicos como los económicos. Aunque las relaciones
monógamas estén avaladas por una estadística que iguala el número de hombres y
mujeres, Schopenhauer constata que tal cosa va en detrimento de la capacidad
reproductiva del varón, así como del potencial sexual femenino. La mujer puede
procurar placer a más de un hombre durante su lozanía, mientras que los varones
pueden seguir procreando una vez extinguida la etapa fértil de su compañera. Por lo
demás, casi nadie puede permitirse alimentar a más de una esposa y su
correspondiente prole. ¿Cuál es la solución? Pues compartir con otro a una mujer y
pasados unos cuantos años hacer entrar en esa pequeña comunidad triangular a otra
jovencita. Esta bigamia compartida por ambos géneros conllevaría en su opinión un
sinfín de ventajas, tales como abaratar los costos de mantener una familia y el
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ayudarnos a superar unos celos con los que habríamos de familiarizarnos tarde o
temprano[4].
Uno y el mismo tema será objeto de muy diversos tratamientos y desarrollos
ulteriores. Un aforismo anotado en cierto momento puede darnos la clave para
comprender mejor unas páginas escritas meses o incluso años más tarde. Ante todo,
es un gran observador de nuestras interioridades y sus respectivas miserias, un fino
conocedor de los laberínticos vericuetos del alma humana. Por eso sus páginas acerca
de la felicidad o del amor han devenido inmortales. En sus Manuscritos berlineses
encontrarán los lectores una soberbia reflexión sobre la venganza, en donde, tras
desmenuzar con apabullante perspicacia todos los resortes que confieren un sabor
dulce al deseo de venganza, se concluye apoteósicamente que, una vez satisfecho,
también el afán de vengarse, al igual que cualquier otro deseo, viene a revelarse como
algo vanamente ilusorio. También acomete una disección de los afectos y una
taxonomía de nuestras motivaciones más elementales. Pero donde acaso se supera
incluso a sí mismo es en aquellos pasajes que dedicó al transcurso del tiempo. Nadie
podrá quedar indiferente ante su lectura[5]. La magia de sus textos estriba en que
siempre nos invitan a pensar, y por añadidura lo hacen como si esos pensamientos
pudieran haber emanado de nuestra propia introspección.
Al recorrer las páginas de sus Manuscritos berlineses, nos iremos encontrando
con temas recurrentes, como el del ingenio y su tardío reconocimiento. «Lo cierto —
asegura— es que soy el primero en haber profundizado sobre la verdadera esencia del
genio y quien lo ha explicado con mayor claridad. Quienes me han precedido en esta
labor, entre los que destacan Jean Paul y Diderot, se han mostrado bastante
superficiales a este respecto. Por ello no debía dejarme nada en el tintero a este
respecto, aun cuando repitiera lo mismo de otro modo[6]». Como es natural, esos
rasgos que va perfilando su retrato-robot del genio se compadecen sobremanera con
los de Arthur Schopenhauer. Este menospreciaba sañudamente las polémicas de su
época. Terciar en las controversias mantenidas por los filosofastros universitarios le
parecía tan inapropiado como inmiscuirse sin más en una reyerta callejera[7]. Su
vocación era otra. Pretendía encarar los grandes enigmas filosóficos sub specie
aeternitatis, tal como hubiera recomendado Spinoza. Dicho sea de paso, tan solo un
amante de la cábala, como era Schopenhauer, habría sabido reparar en que él mismo
había nacido exactamente 111 años después de morir Spinoza[8].
Las cuestiones efímeras no le interesaban en absoluto. Su intención era resolver
los grandes misterios que desde siempre han asombrado a la humanidad. En cierta
ocasión, Schopenhauer le confesó a Julius Frauenstadt que cuando era joven, recién
terminado El mundo como voluntad y representación, quiso grabar sobre su sello una
esfinge precipitándose al abismo, por estar persuadido de que había logrado solventar
los grandes enigmas del mundo. Según explica él mismo en su Crítica de la filosofía
kantiana, para llegar a esa meta habría encontrado tres grandes hitos en su camino: la
doctrina hindú acerca del velo de Maya, su recreación en el mito platónico de la
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caverna y, por último, la traducción filosófica de ambos mitos lograda por el distingo
kantiano entre fenómeno y cosa en sí[9]. Se consideraba a sí mismo el único sucesor
de Kant y su inmediato continuador, ya que la filosofía no había realizado progreso
alguno entre uno y otro[10]. Schopenhauer creía que había despejado la gran incógnita
del planteamiento kantiano. Para ello no había que mirar hacia las estrellas, sino bien
al contrario replegarnos hacia nuestro fuero interno y mirar en el interior de nosotros
mismos. La clave hermenéutica del macrocosmos estaba muy a la mano, en el centro
mismo del microcosmos, toda vez que se tome a este de un modo íntegro y no
unilateral[11]. Tal como el agua se compone de oxígeno e hidrógeno, nuestro yo no se
reduce únicamente al conocimiento, sino que también es voluntad[12]. He aquí el
nombre de la «X», aquello que se halla fuera de la caverna platónica y al otro lado del
velo de Maya, lo genuinamente real y esencial, algo que reside más allá de la
consciencia.
La voluntad es definida por Schopenhauer muchas veces y de muy distintas
maneras. En sí misma es descrita como «un afán que va hacia el infinito, sin
consciencia, sin confines y sin objetivo algunos[13]». Se trata de una fuerza en
continuo dinamismo que se caracteriza por su carácter inconsciente. Ahora bien, si
excede los lindes de la consciencia, ¿cómo puede ser captada por esta? Schopenhauer
se da cuenta de la dificultad e intenta matizar sus afirmaciones, aduciendo que en los
actos volitivos es donde «la cosa en sí aparece con su más tenue vestimenta[14]» y ese
transparente ropaje nos permite vislumbrar sus contornos[15]. Sin embargo,
Schopenhauer no quiso renunciar al intento de contemplarla en toda su desnudez.
Tenía que haber algún modo de rasgar ese último velo y él sabría encontrarlo. Entre
las características de tal «enseidad» se cuentan el radicar más allá de la conciencia y
persistir al margen del tiempo. Luego habían de transitarse los caminos que apuntaran
en esa dirección. El trance hipnótico, denominado por entonces «magnetismo
animal» o «mesmerismo», parecía una buena senda en este sentido, por cuanto dentro
de dicho trance «la voluntad se abre paso a través de las lindes del fenómeno hacia su
primordialidad y actúa como cosa en sí[16]». Como también sabemos a estas alturas,
Schopenhauer transfiere así al hipnotismo el título que Bacon había otorgado a la
magia. En su opinión, la hipnosis es una especie de metafísica práctica, una suerte de
metafísica empírica o experimental, que logra hacer aflorar a la voluntad como cosa
en sí, conjurando el imperio del principio de individuación y quebrantando con ello
las barreras espacio-temporales que aparentemente separan a los individuos entre
sí[17].
Pero esta metafísica práctica contenía capítulos mucho más importantes que los
dedicados al hipnotismo. La primera vez que su futuro albacea literario, Julius
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Frauenstadt, visitó a Schopenhauer en su casa de Frankfurt lo encontró leyendo un
libro hacia el que profesaba una particular devoción, la Oneirocrítica de Artemidoro,
un libro escrito en el siglo II de nuestra era cristiana y que versa sobre la
interpretación de los sueños. El tema en cuestión difícilmente podía resultarle
indiferente, ya que un sueño premonitorio le había salvado la vida, impidiendo que
muriera presa del cólera[18]. Con todo, no fue semejante anécdota la que le hizo
reparar en el valor simbólico de los sueños, sino que más bien sucedió todo lo
contrario, es decir, que se hallaba bien predispuesto a hacer caso de ellos porque
desde siempre les había concedido una suma importancia. Un joven Schopenhauer, al
comienzo de la veintena, escribió estas líneas en uno de sus primeros manuscritos:
«Nos hemos despertado y volveremos a despertarnos de nuevo. La vida es una noche
que llena un vasto sueño, el cual se vuelve a menudo una opresiva pesadilla[19]». Este
aforismo escrito en 1811 compendia buena parte de su relato filosófico, y desde luego
no solo por lo que atañe al talante pesimista de su cosmovisión. Dos años más tarde
anotará en otro de sus legajos lo siguiente: «Mi fantasía suele recrearse a veces, sobre
todo al escuchar música, con la idea de que toda vida humana e incluso mi propia
existencia son tan solo sueños de un espíritu eterno, de modo que toda muerte supone
un despertar[20]».
Una experiencia estética, como el escuchar música, suspende nuestro juicio y nos
hace intuir una determinada idea o verdad eterna. «La vida es sueño, y los sueños,
sueños son», había sentenciado Calderón, a quien Schopenhauer no deja de invocar
en este contexto, al igual que a Shakespeare, de quien, como ya vimos al final del
primer capítulo, cita estas palabras de La tempestad: «Somos del mismo material con
que se tejen los sueños y nuestra corta vida se ve rematada por el dormir[21]». De tan
eximios maestros aprende Schopenhauer que «la vida real y los sueños representan
algo así como las dos caras de una hoja en las páginas de uno y el mismo libro[22]».
«La presunta diferencia entre ambos —prosigue— consistiría en que cuando leo esas
hojas ordenadamente, abriéndolas conforme a su secuencia, esta lectura es
denominada vida real. En cambio, una vez que han cesado esas horas de lectura
diurnas y llega el momento del descanso, las ojeamos a salto de mata, entreabriendo
ese libro aquí y acullá sin orden alguno, tal como lo hacemos en los sueños». Eso
explicaría, por ejemplo, las premoniciones y otras cosas por el estilo. La vaga
reminiscencia de una «lectura nocturna» puede anticiparnos un acontecimiento que
todavía no ha tenido lugar, pero al que ya habríamos echado un vistazo entre sueños.
Más que recordar la identificación entre sueño y realidad, un manido tópico de la
literatura universal que Schopenhauer decide suscribir a su manera, nos interesa
incidir en otra vertiente de su planteamiento, cual es el de las relaciones, o por mejor
decir el antagonismo, que guardan entre sí la consciencia y los ensueños. A su
parecer, el dormir y la vigilia serían comparables a un doble movimiento de sístole y
diástole por parte de la voluntad. Durante la vigilia esta expelería por fuera de sí su
impedimenta cognitiva, mientras que a lo largo del sueño se replegaría sobre sí
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misma[23]. Schopenhauer no resiste la tentación de trazar los linderos topográficos de
ambos momentos y, a modo de tópica freudiana, dará en asignar estas funciones a un
par de sistemas tan bien diferenciados como son el cerebral y el ganglionar. «Durante
el sueño, mientras el sistema ganglionar es el único en activo y la vida es meramente
vegetativa, la voluntad actúa conforme a su naturaleza esencial y originaria, como
fuerza motriz y voluntad de vivir, en una palabra, como un feto imperturbable por el
empeño del conocer[24]». Al margen de nuestra capacidad cognitiva consciente nos
encontramos con otro potencial radicalmente distinto, más primordial y originario,
que justamente se activa cuando queda desconectada la consciencia. Nuestro fuero
interno posee una especie de luna que solo aparece cuando se oculta su
correspondiente sol. «Su resplandor solo alumbra cuando la luz solar del dinamismo
cerebral ha entrado en el crepúsculo, es decir, tras el ocaso de la consciencia en
vigilia[25]». Por eso no pueden comparecer simultáneamente. Según Schopenhauer,
«hay algo que radica más allá de la consciencia y, algunas veces, incluso se ve
reflejada dentro de la misma como un rayo de luna en una noche nublada. Se trata de
nuestro ser en sí, el cual está por fuera del tiempo[26]».
Únicamente cuando nuestra consciencia hace mutis por el foro entran en escena
las imágenes oníricas, tal como las imágenes de una linterna mágica solo se hacen
visibles cuando apagamos la luz del cuarto donde se proyectan[27]. Gracias a nuestra
vida onírica podemos averiguar que debajo de la presente realidad hay otra
totalmente diferente. «Cuando nos despertamos de un sueño que nos ha conmovido
vivamente, lo que nos convence acerca de su inanidad no es tanto su desaparición
cuanto el descubrimiento de una segunda realidad que permanecía oculta bajo aquella
y que ahora se ha puesto de relieve impresionándonos en extremo. A decir verdad,
todos nosotros albergamos una permanente sospecha o presentimiento de que, bajo
esta realidad en la cual vivimos y estamos, permanece oculta una segunda realidad
totalmente distinta y que supone la cosa en sí, la vigilia del sueño[28]».
Los sueños nos dejan otear el imperio de la voluntad, permitiéndonos vislumbrar
aquello que hay al otro lado del velo de Maya, un reino donde Cronos no tiene poder
alguno y la proverbial voracidad esgrimida por este brilla por su ausencia. El sueño
nos deja entrever el universo en que nos instalaremos tras la muerte, una galaxia
donde no existe confín alguno: «Sucede como con ese innumerable ejército de
estrellas que brillan todo el tiempo sobre nuestra cabeza, pero que, sin embargo, no se
nos hacen visibles hasta que una muy cercana, el sol de la tierra, ha desaparecido.
Conforme a ello, mi existencia individual, por mucho que se asemeje a esa luz y
resplandezca por encima de todo, en el fondo solo puede ser considerada como un
obstáculo que se interpone al conocimiento de mi existencia en los demás e incluso
en cualquier otro ser. La individualidad es el Maya de los hindúes. La muerte supone
una refutación de tal error y lo suprime. Con la perspectiva de la muerte advertimos
que limitar nuestra existencia a nuestra propia persona representa un mero
engaño[29]». De igual modo que las estrellas brillan constantemente sobre nosotros,
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pero la luz del sol nos impide apreciar su resplandor, también la consciencia evita que
advirtamos «esa dimensión desconocida de nuestro propio yo que constituye un
secreto para sí mismo, en tanto que solo una ínfima parte de nuestro propio ser cae
bajo la consciencia, mientras el resto permanece inmerso dentro del oscuro trasfondo
de lo inconsciente[30]».
Al soñar venimos a recibir un anticipo de lo que nos espera tras la muerte. Volver a
sumergirnos en ese universo de la pura pulsión volitiva, donde impone sus reglas la
ciega e inconsciente voluntad, «esa raíz del árbol cuyo fruto es la consciencia[31]». Si
el sueño lo descubre un poco, la muerte viene a rasgar por completo ese velo de Maya
que nos impide ver las cosas tal cual son en sí mismas. Dentro del sueño nuestra
identidad individual se disuelve, el tiempo se ve abolido y toda concatenación causal
queda derogada. Eso mismo nos depara el morir. Y es que, según Schopenhauer,
cuando morimos, nos limitamos a retornar al mismo lugar donde andábamos antes de
nacer. «El punto final de la persona es tan real como su comienzo y, en este sentido,
tras la muerte no pasamos a ser sino lo que ya éramos antes del nacimiento[32]». Nos
encontramos ante uno de sus argumentos favoritos para conjurar el temor hacia la
muerte. Por qué habría de temer volver al mismo lugar del cual procedo cuando
«puedo consolarme por el tiempo infinito tras mi muerte, en el que no existiré, con el
tiempo infinito en que yo no existía todavía, como un estado a lo que estoy
acostumbrado y resulta verdaderamente confortable. Pues la infinitud posterior sin mí
puede ser tan escasamente espantosa como la infinitud anterior sin mí, dado que
ambas solo se diferencias por la intromisión de un efímero lapso vital[33]». En efecto,
«si lo que nos hace ver a la muerte como algo espantoso fuera la representación del
no-ser, también deberíamos estremecernos al recordar los tiempos en que todavía no
éramos. Es ciertamente irrefutable que el no-ser posterior a la muerte no se distingue
en nada del anterior a la vida, razón por la cual aquel no puede ser más lamentable
que este[34]». «Entristecerse por el tiempo en que dejaremos de ser significaría lo
mismo que afligirse por aquel tiempo en el cual todavía no éramos[35]», escribe
Schopenhauer haciéndose eco de Lucrecio.
Temer a la muerte sería tan absurdo como si el sol creyera sucumbir por su
ocaso[36]. Morir es para la especie lo mismo que representa el sueño para un
individuo, un simple guiño, un mero parpadeo de nuestra mirada[37]. Para
Schopenhauer, la misma fuerza que tensó hace tres mil años el arco de Ulises anida
hoy en algún otro brazo. La energía que alentó una vida ya extinguida permanece
idéntica por encima de las efímeras y variopintas formas que adopta
sucesivamente[38]. Así como el advenimiento de la noche hace desaparecer al mundo,
sin que con ello este deje de ser tal ni por un solo instante, también perecen
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aparentemente merced a la muerte tanto el hombre como los animales, aun cuando su
auténtico ser permanezca imperturbable por esa causa. En este sentido, la historia es
comparable a un caleidoscopio que muestra una nueva configuración en cada giro,
aun cuando propiamente seguimos teniendo lo mismo ante los ojos. Sin embargo,
tememos desaparecer junto a nuestra individualidad, al extinguirse la consciencia, tal
como nos engañamos al creer que nuestro rostro se desmorona cuando queda hecho
añicos el espejo donde se reflejaba. La filosofía de Schopenhauer esgrime diversos
razonamientos para disipar el miedo a la muerte. Sin dejar de citar a Epicuro, nos
hace ver que la consciencia constituye una premisa imprescindible para cualquier
sufrimiento, resultando entonces que al cesar la consciencia no cabe mal alguno.
Tanto el sueño, al que nos hallamos tan acostumbrados, como un desmayo vienen a
significar en este sentido lo mismo que la muerte. Si el dormir es hermano de la
muerte, un desmayo viene a ser su hermano gemelo[39]. De otro lado, la voluntad, en
cuanto cosa en sí, nunca se ve alcanzada por la muerte, puesto que su infatigable afán
por existir se ve colmado continuamente y le acompaña como al cuerpo su
sombra[40]. Pero es más, «la inquietud de que todo dejará de ser con la muerte es
comparable a quien pensara, en medio de un sueño, que solo hay sueños, sin alguien
que los sueñe[41]».
«La vida es un sueño y la muerte su despertar», nos recuerda Schopenhauer en
sus Manuscritos berlineses. Solo la persona, el individuo, pertenece al sueño, mas no
la consciencia despierta del que sueña, de la cual nada hay en el sueño ni tampoco
desaparece nada con él. Esta idea de Schopenhauer se ha visto glosada por un
comentarista de lujo llamado Jorge Luis Borges, quien en sus Otras Inquisiciones
dejó escritas estas líneas que ofician como lema del primer capítulo del presente
libro: «En efecto, si el mundo es el sueño de Alguien, si hay Alguien que ahora está
soñándonos y que sueña la historia del universo, entonces la aniquilación de las
religiones y de las artes, el incendio general de las bibliotecas, no importa mucho más
que la destrucción de los muebles de un sueño. La mente que una vez los soñó
volverá a soñarlos. Mientras que la mente siga soñando, nada se habrá perdido. La
convicción de esta verdad, que parece fantástica, hizo que Schopenhauer —en su
libro Parerga y paralipómena— comparara la historia a un caleidoscopio, en el que
cambian las figuras, no los pedacitos de vidrio, a una eterna y confusa tragicomedia
en que cambian los papeles y máscaras, pero no los actores[42]».
Esta metáfora teatral hubiera sido muy del gusto de Schopenhauer, quien la
utilizó profusamente al abordar la vida onírica, como hemos visto en el capítulo
anterior. El que sueña es comparado muchas veces con un autor dramático, mejor
aún, con aquel a quien consideraba el dramaturgo por antonomasia. «Cualquiera de
nosotros es todo un Shakespeare mientras está soñando[43]», al igual que a veces nos
comportamos como Pitia cuando nos asaltan ciertos presentimientos o
corazonadas[44]. «Las corazonadas y el presentimiento de horribles acontecimientos
no admiten otra explicación salvo la de que todos nos mostramos clarividentes al
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estar sumidos en un profundo sueño, donde divisamos con claridad nuestro inminente
destino, aun cuando no sepamos trasladarlo al estado de vigilia. Con todo, un
aletargado recuerdo de las atroces cosas que hemos vislumbrado con esa certera
visión previa juguetea en la consciencia una vez despiertos y es percibido como un
medroso presentimiento del porvenir[45]». El singular ingenio de Shakespeare le
capacitaba para «hacer despierto todo cuanto los demás no podemos hacer sino en
sueños[46]». En opinión de Schopenhauer, «dentro del sueño nos convertimos en una
especie de dramaturgo genial que hace hablar a los personajes e inventa catástrofes
maravillosas como todo un Shakespeare[47]». A renglón seguido, Schopenhauer
vuelve a recordar de nuevo que no solo imitamos a Shakespeare, sino que también
solemos emular a Pitia: «Paralelamente, sumidos en el profundo sueño del
sonambulismo llegamos a expresarnos de un modo extraño y sublime, mostrando
profundos conocimientos que no poseemos despiertos, e incluso nos volvemos
telépatas o profetas». Y es este paralelismo el que nos irá conduciendo hacia la
identidad ostentada por ese Alguien del cual nos hablaba Borges hace un momento.
«Tal como en el sueño, donde somos con certeza el secreto apuntador y director
de todos los personajes y sucesos, muy a menudo, antes de que hablen dichos
personajes o sucedan los mencionados acontecimientos, presumimos y anticipamos
oscuramente por adelantado cuanto será dicho o sucederá, algunas veces también en
la realidad albergamos un todavía más oscuro presentimiento de tal índole, que se
llama corazonada, y esto está encarrilado sobre la suposición de que también aquí
somos en cierta medida el secreto director, si bien desde un punto de vista que no cae
bajo la consciencia[48]». En este contexto, la circunstancia de que yo sea el
clandestino director teatral de mis sueños viene a constituir una certera prueba de que
mi voluntad sobrepasa mi consciencia, esto es, el plano del conocimiento[49]. Ese
dramaturgo de nuestra vida onírica que, lejos de contentarse con escribir el guión,
oficia también como director escénico e incluso se instala en la concha del apuntador
no es otro que «nuestra propia voluntad, si bien interviene desde una región situada
muy por encima de nuestra consciencia representacional del sueño y por ello entra en
escena cual inexorable destino[50]». De la premisa de que «toda la vida real es a su
vez un sueño cuyo director clandestino somos nosotros mismos[51]» Schopenhauer
extrae la siguiente conclusión: ese poder oculto que ha solido apodarse destino es
«nuestro propio ser, pues ahí está enclavado el Alfa y Omega de todo existir[52]». «De
modo análogo a como cada uno de nosotros es el secreto director teatral de sus
sueños, también ese destino que domina nuestra vida real proviene, en última
instancia y de alguna forma, de aquella voluntad, que es la nuestra, pero que, al
interpretar el papel del destino, actúa desde una región situada muy por encima de
nuestra representativa consciencia individual[53]». A juicio de Schopenhauer, «el
sujeto del gran sueño de la vida solo es Uno: la voluntad de vivir[54]». Tal es el alias
de aquel Alguien que, según Borges, hace rotar sin tregua el caleidoscopio de la
historia.
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La analogía es contundente. «Lo que el sueño es para el individuo, lo es la muerte
para la voluntad como cosa en sí[55]», un sueño reparador que le permite afrontar otro
amanecer con renovados ímpetus, una vez que se ha despojado de unos recuerdos y
unas expectativas que no se pueden mantener indefinidamente. Para la voluntad el
sueño de la muerte significa una zambullida en las legendarias aguas del Leteo, es
decir, un baño en el mítico río del Olvido. «Tal como en nuestros sueños nos
encontramos con difuntos como si estuvieran vivos, sin que su muerte sea tan
siquiera imaginable —anota nuestro autor en 1814—, así se dará también, toda vez
que nuestro sueño de la vida haya concluido merced a una muerte, un nuevo
comienzo que nada sepa de aquella vida ni de aquella muerte[56]». «Tan cierto como
que no tengo recuerdo alguno de un estado anterior a mi nacimiento, tampoco tendré
ninguno tras la muerte[57]». Por esa misma época se plantea una pregunta capital
recurriendo nuevamente a Shakespeare: «Toda vida humana no es otra cosa que
aquellos sueños inmersos en el adormecimiento de la muerte de los cuales nos habla
Hamlet en su célebre monólogo[58]. Ahora bien —añade Schopenhauer—, si el fin de
la vida de cada cual supone un mero tránsito desde una determinada travesía onírica
hasta otra, el simple paso de un sueño al siguiente, o si por el contrario constituye un
despertar representa la cuestión crucial de Platón. Pues la respuesta que demos a esta
interrogante compromete la significación y la relevancia moral de nuestra vida,
además de constituir la única faceta verdaderamente seria y grave de nuestro
obrar[59]». Su contestación será doblemente afirmativa.
Como ya sabemos, para Schopenhauer «la vida es un sueño y la muerte su
despertar[60]». Sin embargo, esto no tendría lugar de inmediato, sino después de un
largo y complejo proceso en el que se van concatenando una larga serie de sueños
vitales. Así es como Schopenhauer combina las doctrinas de la metempsicosis
platónico-pitagórica y del nirvana budista. «La doctrina de la metempsicosis solo se
aparta de la verdad en una cosa, y es en trasladar al futuro lo que ya está ahí ahora.
Mantiene que mi yo íntimo vivirá en otro ser tras la muerte, cuando lo cierto es que
ya sucede así y la muerte solo viene a suprimir el engaño, posibilitando aquello de lo
que no me doy cuenta[61]». Merced a la palingenesia, «estos continuos renacimientos
constituyen entonces la sucesión de los sueños vitales de una voluntad en sí
indestructible hasta que, instruida y mejorada por tantos y tan diversos conocimientos
sucesivos bajo una forma continuamente renovada, se suprima a sí misma[62]», tal
como habrían mostrado el budismo y la mística.
Ese gran prosista que fue Schopenhauer ha sabido reclutar a sus mejores
comentaristas entre los más reputados literatos. Como veíamos antes, Borges
constituye un ejemplo paradigmático en este sentido, pero no faltan otros exponentes,
entre los cuales Baroja ocupa un lugar muy destacado. Hay una página de su novela
El árbol de la ciencia que resume admirablemente toda esta cosmovisión y explica
por qué Schopenhauer, cuando articula su eudemonología o tratado sobre la felicidad,
debe obviar aquella perspectiva metafísico-moral a la que conduce su propia
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filosofía[63]. Me refiero al texto utilizado como lema del presente capítulo. Esa
imagen de la mariposa que tras una metamorfosis rompe su crisálida para morir
sintetiza como ninguna otra lo que Schopenhauer quiere decir cuando nos habla del
estadio ético al cual debe arribar el proceso de la palingenesia. Una extrema lucidez
fruto de la des-ilusión acarreada por su pesimismo nos haría negar la voluntad de
vivir, haciéndonos anhelar el despertar definitivo del efímero sueño de la vida, en
lugar de contentarnos con transitar incesantemente de un sueño vital a otro. Esto
significa poner punto final a ese paréntesis que media entre dos lapsos tan
inconmensurables como la eternidad anterior al nacimiento y aquella otra que sigue a
la muerte. Una vez extinguida irreversiblemente la luz de la consciencia, cabría
disfrutar del espectáculo brindado por aquel cielo estrellado que solo puede surcar esa
energía inconsciente apodada «voluntad». Sin embargo, antes de navegar por esa
galaxia sin confines ni contornos donde no hay lugar para el tiempo, solo nos es dado
conformarnos con las mentiras que imperan a este lado del velo de Maya. «¡Cuán
larga es la noche de un tiempo infinito frente al breve sueño de la vida!»[64].
Con todo, esa interminable noche y este breve sueño tendrían una duración
equivalente, a saber, la de un evo —que por cierto también es un excelente vino
navarro de memorable recuerdo—. Pues a Schopenhauer no le parece casual que la
palabra latina aevum signifique simultáneamente una duración ilimitada del tiempo,
es decir, una eternidad, e igualmente denote también la duración de una vida
individual, ya que ambas duraciones no dejarían de ser en el fondo exactamente lo
mismo. «No me parece casual que un evo […] signifique al mismo tiempo la
duración de la vida individual y la del tiempo infinito: ello nos deja vislumbrar que,
en sí y en última instancia, ambas son lo mismo y propiamente no habría ninguna
diferencia si yo existiera solo mientras dure mi vida o durante un tiempo infinito[65]».
«El gran secreto de nuestro ser y no-ser descansa sobre la contraposición entre
tiempo y eternidad o, lo que viene a ser lo mismo, sobre la antinomia de que el
tiempo sea subjetivamente un punto y objetivamente una secuencia cronológica
indefinida. Pero ¿quién capta ese presente indiviso y sempiternamente actual? Es algo
enteramente inimaginable que cuanto existió, en un determinado instante y con toda
la fuerza de la realidad, pueda luego no-ser durante un tiempo indefinido[66]». Para
Schopenhauer, supone un error considerar a la muerte como el tránsito hacia un
estado completamente nuevo y desconocido, cuando «en realidad estamos muy
familiarizados con el estado al que nos retrotrae, porque a nuestra esencia le resulta
mucho más habitual e idiosincrásico que la efímera vida, la cual no puede ser sino un
episodio de aquel otro estado[67]», a saber, lo que aquí se ha dado en llamar el eterno
sueño de la voluntad, el cual no duraría sino un sempiterno y vital evo.
A decir verdad, entre otras muchas cosas, la cosmovisión ético-metafísica
concebida por Schopenhauer transcribe a una clave filosófica estas palabras que
Calderón puso en boca de Segismundo: «Que vivir solo es soñar, / y la experiencia
me enseña / que el hombre que vive sueña / lo que es hasta despertar. / ¡[…] viendo
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que ha de despertar / en el sueño de la muerte! / […] sueña el que afana y pretende /
sueña el que agravia y ofende, / y en el mundo, en conclusión, / todos sueñan lo que
son […]. / ¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / […] que toda la
vida es sueño, / y los sueños, sueños son[68]».
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Segunda parte
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6. ¿Cómo cabe ser feliz en clave pesimista[1]?
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son, como cosa en sí, uno e idénticos, aun cuando en el plano del fenómeno ambos
aparezcan como sumamente heterogéneos e incluso antitéticos[8]». Como es bien
sabido, el sufrimiento es la piedra de toque para dilucidar todo esto. Gracias al
sufrimiento percibido en otros o sentido en uno mismo, la voluntad se quiebra y
supera el espejismo del principio de individuación. «Aquel a quien el espectáculo del
sufrimiento no le cure de la voluntad de vivir tendrá que aguardar al propio, al
sufrimiento experimentado, que cuanto más intenso es tanto más nos cura. En el
propio dolor, tanto en el corporal como en el anímico, se impone a la fuerza la
contradicción de la voluntad de vivir para consigo misma[9]».
Hasta llegar a obtener esa relevación merced al dolor, la vida transcurre oscilando
sin remedio entre dos polos contrapuestos, el de la menesterosidad y el del
aburrimiento. Al satisfacer nuestras necesidades pasamos a ser víctimas del tedio,
para luego volver a ser juguetes de nuestros insaciables deseos, los cuales nunca
pueden verse completamente satisfechos a causa de su propia índole. «El deseo
colmado —como, recordemos, nos dice Schopenhauer— cede sin demora su puesto a
uno nuevo: aquel es un engaño conocido y este uno todavía por conocer[10]».
Dentro de semejante contexto no hay lugar para la esperanza. Yo mismo he
acuñado la expresión de imperativo elpidológico[11] para subrayar el primordial papel
que juega en Kant su tercera pregunta, es decir, la relacionada con lo que nos cabe, o
no, esperar. Pero Schopenhauer no puede sino elegir la otra versión del mito de
Pandora e interpretar cualquier esperanza como algo vano y sin sentido[12]. «La
esperanza nos hace ver como probable y cercano aquello que deseamos […]. La
esperanza consiste en que la voluntad obliga a su servidor, el intelecto, cuando este
no es capaz de aportar lo deseado, a asumir el papel de reconfortar a su señora, como
la nodriza al niño, consolándola con cuentos que generen ilusión[13]». Pese a todo,
esta cosmovisión aparentemente tan pesimista de Schopenhauer también puede ser
descrita como una variante del optimismo[14], dado que, al fin y a la postre, su relato
no deja de tener un final feliz, gracias a la disquisición kantiana entre fenómeno y
noúmeno, entre mundo sensible y mundo inteligible. Siguiendo la enseñanza de las
antinomias kantianas, Schopenhauer nos asegura que se puede considerar a todo ser
humano desde dos puntos de vista contrapuestos. Por un lado, es ese individuo
plagado de dolores y defectos, cuyo fugaz tránsito a través de su inicio y su término
dentro del tiempo es tan efímero como el sueño de una sombra. Por otro lado, es
también aquel ser originario e indestructible que se objetiva en todo cuanto existe y al
que, en cuanto tal, le cabe decir como a la imagen de Isis: «Yo soy todo lo que ha
sido, es y será». ¿Acaso cabe mayor optimismo y un mejor desenlace de la trama?
Según anota Schopenhauer en sus Manuscritos berlineses y hemos visto con
anterioridad (véase supra, pp. 67-68), lo único primigenio es la voluntad entendida
como pulsión y no como deliberación, distinguiendo entre la voluntad en general y
una voluntad reflexiva. Ambas nos componen, puesto que la trayectoria vital de cada
individuo es tan solo un efímero sueño tenido por la voluntad originaria. Con arreglo
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a esta doble perspectiva, cada uno de nosotros es al mismo tiempo un pentimento y
aquello que traza tales pentimentos dentro de un lienzo infinito e imperecedero.
De igual modo, la ética de Schopenhauer presenta una doble faz. Cuando atiende
al ser originario e indestructible, nos habla del no querer como único imperativo
realmente categórico y describe a la compasión como el mayor misterio ético
imaginable, su fenómeno primordial y el mojón a partir del cual solo puede transitar
la especulación metafísica[15]. Sin embargo, su mirada moral también sabe poner
entre paréntesis este desengaño y analizar las cosas desde dentro de la ilusión. Bajo
esa óptica escribirá un tratado sobre cómo ser feliz o, cuando menos, procurar no ser
tan desdichado, para lo cual deberá prescindir por entero del elevado punto de vista
ético-metafísico al que conduce su propia filosofía y atender así a lo ilusorio de la
vida. ¿Acaso se trata quizá de una moral provisional, una especie de antesala previa,
mientras nos damos cuenta de que, a través del dolor ajeno y sobre todo del propio, la
compasión es el único baluarte del auténtico imperativo ético, el cual se cifraría en
algo tan extremadamente difícil como dejar de querer? «La libertad de la voluntad —
pensaba ya Schopenhauer entre 1811 y 1818— podría ser denominada del no querer,
pues dicha libertad no consiste sino en su capacidad para negar por entero la voluntad
propia y su ley suprema es la de “tú no debes querer nada”. Entonces ya no actúo
como quiero, sino como debo, y esto anula el querer. Así mi propio yo individual
deja de actuar y se trueca en el instrumento de una eterna e inefable ley[16]».
Sin embargo, cumplir con el deber que promulga esta ley ética identificada como
tal por Schopenhauer es una labor sumamente ardua, cuando menos tanto como lo es
pretender ejecutar el imperativo categórico kantiano, según advierte Kant en su
Fundamentación para una metafísica de las costumbres: «Aun cuando más de una
vez acontezca algo conforme a lo que manda el deber —aduce Kant— siempre
resulta dudoso si ocurre propiamente por deber y posee un valor moral. […] De
hecho, resulta absolutamente imposible estipular mediante la experiencia un solo caso
donde la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, descanse
exclusivamente sobre fundamentos morales y la representación de su deber. Pues el
caso es que algunas veces con la más rigurosa de las introspecciones no encontramos
nada, al margen del fundamento moral del deber, que haya podido ser
suficientemente poderoso para movernos a tal o cual buena acción y a tan gran
sacrificio; pero de ahí no puede concluirse con seguridad que la causa determinante
de la voluntad no haya sido realmente algún secreto impulso del egoísmo, camuflado
tras el mero espejismo de aquella idea; pues, aunque nos gusta halagarnos
atribuyéndonos falsamente nobles motivos, en realidad ni siquiera con el examen más
riguroso podemos llegar nunca hasta lo que hay detrás de los móviles encubiertos,
porque cuando se trata del valor moral no importan las acciones que uno ve, sino
aquellos principios íntimos de las mismas que no se ven. […] No necesita uno ser
precisamente un enemigo de la virtud, sino tan solo un observador sereno que no
identifique sin más un auténtico deseo por hacer el bien con su autenticidad, para
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(sobre todo con el bagaje de los años y un discernimiento tan escarmentado por la
experiencia como aguzado para la observación) dudar en ciertos momentos si se da
en el mundo alguna virtud genuina[17]».
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precisa y universalmente qué acción promoverá la felicidad de un ser racional es
completamente irresoluble[25]».
Por un lado, no somos capaces de controlar todas las variables en juego que nos
permitirían calcular nuestros movimientos. «La razón —leemos en Hacia la paz
perpetua— no tiene luz suficiente para poder abarcar de una sola ojeada toda la serie
de causas antecedentes y determinantes, lo que permitiría predecir con total seguridad
el resultado favorable o adverso con que se ven rematadas las acciones u omisiones
humanas conforme al mecanismo de la naturaleza[26]». Pero, además, la felicidad
también es un problema irresoluble porque su concepto no responde al instinto, sino
que se debe a un ideal de la imaginación extremadamente veleidoso: «[El hombre]
bosqueja esa idea de modo tan variopinto merced a su entendimiento, enmarañado
con la razón y los sentidos, modificándola con tanta frecuencia que, aun cuando
también la naturaleza estuviera sometida por entero a su arbitrio, pese a ello no podría
asumir en absoluto ninguna ley precisa, universal y estable que coincidiera con ese
oscilante concepto y, así, con el fin que cada cual se propone de modo arbitrario[27]».
Pese a todo, Kant llegará incluso a caracterizar la felicidad como un deber indirecto:
«Asegurar su propia felicidad —argumenta— es un deber (cuando menos indirecto),
pues el descontento con su propio estado, al verse uno apremiado por múltiples
preocupaciones en medio de necesidades insatisfechas, se convierte con facilidad en
una gran tentación para transgredir los deberes[28]», tentación que conviene
desactivar en aras del deber. Y por otra parte, dentro del planteamiento kantiano, el
virtuoso se hace digno de ser feliz, lo cual conduce a su controvertida teoría del bien
supremo y sus postulados[29]. «Porque precisar de la felicidad, ser digno de ella y, sin
embargo, no participar en la misma es algo que no puede compadecerse con el
perfecto querer de un ente racional que fuera omnipotente, cuando imaginamos un ser
semejante a título de prueba[30]». «Nadie puede querer afirmar que sea imposible de
suyo la conjunción entre una dignidad de ser feliz, que los entes racionales en el
mundo conquistan al adecuarse a la ley moral, y una tenencia proporcional de tal
felicidad[31]».
Schopenhauer suscribirá sin paliativos el aserto kantiano de que la eudemonía,
cuando se instaura como principio ético, supone «la eutanasia de toda moral[32]», y
por eso rechazará de plano la doctrina kantiana del bien supremo, concepto con el que
Kant habría terminado por decretar una recompensa para la virtud, «la cual solo
trabaja de balde aparentemente, puesto que su salario es postulado con posterioridad
y entra en escena convenientemente disimulado bajo el nombre de sumo bien, una
fusión entre virtud y felicidad. Pero en el fondo esto no difiere nada de una moral
encaminada hacia la felicidad y que, por lo tanto, se sustenta en el interés personal o
en aquel eudemonismo que Kant había expulsado solemnemente como algo
heterónomo por la puerta principal de su sistema e introduce furtivamente de nuevo
por la puerta trasera bajo el pseudónimo de “sumo bien[33]”». Según la lectura que
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Schopenhauer hace de Kant, este acabaría por suscribir el eudemonismo, aunque lo
haga indirectamente y dando un rodeo a través de su teoría del bien supremo.
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¿Podría suscribir Schopenhauer la definición kantiana de felicidad? Esta es
entendida, conforme a la Fundamentación, como una total satisfacción de nuestras
necesidades e inclinaciones[44] que atiende, según se matiza en la primera Crítica, a
la variedad, intensidad y duración de tales necesidades e inclinaciones[45]. La
felicidad —con arreglo a la Crítica de la razón práctica— «es el estado de un ser
racional situado dentro del mundo, al cual en el conjunto de su existencia le va todo
según su deseo y voluntad[46]». El problema para Kant, como ya sabemos, era que
nuestro concepto de felicidad es harto inestable y mudable. Schopenhauer añadirá
que la felicidad solo es algo negativo, en tanto que ausencia y conjuro de la
menesterosidad. «Toda satisfacción, o lo que comúnmente se llama dicha —leemos
en El mundo como voluntad y representación—, solo es estricta y esencialmente
negativa […]. La felicidad no es algo que nos ocurra originariamente y por sí mismo,
sino que la satisfacción ha de serlo siempre de un deseo. Pues el deseo, esto es, la
carencia, es la condición previa de cualquier goce […]. Por eso la satisfacción o la
felicidad nunca puede ser más que la liberación de un dolor, de una necesidad[47]».
«Los anhelos y deseos humanos […] nos engañan al presentar su consumación
como la última meta del querer; pero tan pronto como son alcanzados, dejan de verse
así y enseguida se olvidan como algo anticuado, dejándolos a un lado como engaños
que se han disipado, aunque no siempre se confiese así; uno será suficientemente
afortunado si queda todavía algo por desear y anhelar, para que se mantenga el juego
del continuo tránsito del deseo a la satisfacción y de esta a un nuevo deseo —a cuyo
ágil tránsito se llama felicidad, mientras al lento se le llama sufrimiento—, o sea, para
no caer en esa parálisis que petrifica la vida y se muestra como temible
aburrimiento[48]». Al hacer un balance de la vida desde una perspectiva
eudemonológica, el inventario no reflejaría las alegrías disfrutadas, sino más bien los
males evitados. La eudemonología schopenhaueriana no sería tanto una instrucción
para vivir felizmente cuanto el modo de ser lo menos desdichado posible y hacer más
llevadera o soportable la vida[49]. «La experiencia —observa Schopenhauer— nos
muestra que la dicha y el goce son meras quimeras, mientras que bien al contrario el
sufrimiento y el dolor son cosas reales que se dejan percibir inmediatamente sin
precisar de la ilusión o las expectativas. Rentabilicemos esta enseñanza, desistamos
de buscar la dicha y el goce, para limitarnos a encarar del mejor modo posible el
dolor y el sufrimiento. Comprendamos que no vamos a encontrar nada mejor en el
mundo al margen de un presente indoloro, tranquilo y soportable, sepamos
aprovecharlo cuando lo tengamos y procuremos no echarlo a perder mediante un
infatigable anhelo nostálgico de júbilos imaginarios o por las angustiosas
preocupaciones de un futuro permanentemente incierto, el cual se halla por entero en
manos del destino, por mucho que pretendamos arrebatárselo[50]».
Cuando preparé mi antología castellana de los denominados Manuscritos
berlineses incluí en ella el pasaje que acabo de citar, pero lamentablemente no supe
recoger de un modo sistemático todos los textos que poco después popularizaría
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Franco Volpi en su edición titulada El arte de ser feliz, explicado en cincuenta reglas
para la vida[51]. De alguna manera, este capítulo intenta paliar aquella desafortunada
omisión y atender a un aspecto que había descuidado en mis publicaciones en torno al
pensamiento de Schopenhauer, quizá porque —como afirma el propio Volpi— «no
resulta grato buscar consejos sobre la felicidad entre las advertencias de un maestro
del pesimismo. Por eso no es de extrañar que a nadie se le haya ocurrido buscar un
arte de la felicidad en el legado de Schopenhauer[52]». Como ya sabemos, este tratado
sobre la felicidad no pretende ayudarnos a encontrar esta, sino más bien ayudarnos a
«evitar las penurias y golpes del destino, con la esperanza de que, si bien la felicidad
perfecta es inalcanzable, podamos llegar a esa felicidad relativa que consiste en la
ausencia del dolor[53]», coincidiendo así con el Aristóteles de la Ética a Nicómaco,
para quien «la prudencia no se afana por el placer, sino por la ausencia del dolor[54]».
«Todo júbilo desmedido —advierte Schopenhauer en El mundo como voluntad y
representación— (exultación e insólita felicidad) descansa siempre en la ilusión de
haber encontrado en la vida algo que no puede ser encontrado de ninguna manera en
ella, cual es la perdurable satisfacción de los deseos o preocupaciones que nos
atormentan y se reproducen sin cesar. Toda ilusión de este tipo ha de sernos
indefectiblemente arrebatada más tarde, y entonces, cuando desaparece, pagamos con
un amargo dolor la alegría que nos produjo su llegada. […] La ética estoica —
concluye— convertía en algo primordial el liberar al ánimo de esta clase de ilusiones,
así como de sus secuelas, confiriéndole en su lugar una imperturbable serenidad[55]».
Acorde con algunas claves del estoicismo, a la eudemonología urdida por
Schopenhauer le concierne sobre todo lo que uno es y mucho menos lo que se tiene o
representa[56]. «Para el bienestar del hombre es más importante aquello que está en su
interior o que procede de él —leemos en Parerga y paralipómena—. Aquí reside de
manera directa su propia dicha o su desdicha, la cual es ante todo el resultado de su
sentir, de su querer y de su pensar. Mientras que todo lo que se sitúa fuera de él no
ejerce más que una influencia indirecta. El mundo en el que cada cual vive depende,
ante todo, de la interpretación que este tenga de él. Cuando, por ejemplo, uno envidia
a otro por los acontecimientos interesantes que le han ocurrido, más bien tendría que
envidiarlo por la cualidad que posee para interpretarlos, que es la que les otorga la
importancia y el significado que poseen en la descripción que hace de ellos[57]».
Si Kant supo adaptar a su filosofía de la historia una máxima estoica como el
«fata volentem ducunt, nolentem trahunt» que Séneca —citando a Cleantes[58]—
inmortalizó en sus Cartas a Lucilio[59], Schopenhauer hace otro tanto con el fatalismo
de advocación estoica que imprime a su eudemonología. «No hay para nosotros
ningún consuelo más eficaz que la plena certeza de una necesidad irrevocable —
leemos en El mundo como voluntad y representación—. Una desgracia que nos asola
no nos atormenta tanto como el pensar en las circunstancias bajo las cuales
hubiéramos podido evitarla. […] Una vez que hemos conocido claramente de una vez
por todas nuestras buenas cualidades y puntos fuertes, así como nuestros defectos y
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debilidades, si acomodamos a ellas nuestros objetivos y nos damos por contentos con
respecto a lo inasequible, nos sustraeremos con ello […] al más amargo de los
sufrimientos, el descontento con uno mismo[60]», lo cual por otra parte no deja de ser
un objetivo muy kantiano, según vimos, puesto que la virtud kantiana entraña el
hallarse contento con uno mismo, conjurando el descontento.
En realidad, las afinidades de la eudemonología schopenhaueriana con el
estoicismo, aparte de ser bastante obvias, también quedan acreditadas por él mismo.
«Un estudio cabal de los estoicos —nos dice Schopenhauer— convencerá a
cualquiera de que el fin de su ética, al igual que el de la del cinismo en donde
tuvieron su origen, no es otro que una vida lo más exenta de dolor posible y por ello
lo más feliz posible, de lo cual se sigue que la moral estoica solo es un tipo especial
de eudemonismo[61]». Sin embargo, la eudemonología de Schopenhauer tampoco se
identifica sin más con las enseñanzas del estoicismo, al que ve como un extremo a
evitar, porque la renuncia y las privaciones no se compadecen con el hombre
corriente, demasiado sujeto a la voluntad para recorrer ese camino[62]. El otro
extremo a sortear sería lo que da en llamar «maquiavelismo», al que define como «la
máxima de conseguir uno su felicidad a costa de la felicidad de todos los demás»,
algo para lo que habitualmente no se tiene la inteligencia suficiente, según añade a
renglón seguido. Así las cosas, «el ámbito de la eudemonología se situaría, por tanto,
entre los límites del estoicismo y el maquiavelismo, atajos que le son negados para
conseguir su meta[63]», porque la eudemonología tiene como destinatario a ese
hombre corriente que al parecer se caracterizaría por ser poco astuto para ser
maquiavélico y estar demasiado pendiente de sus voliciones para cultivar el
estoicismo. Por todo ello, «la eudemonología enseña cómo se puede vivir lo más
felizmente posible sin mayores renuncias o un gran autodominio y sin considerar a
los otros como nada más que posibles medios para sus fines[64]». Incluso en esto
Schopenhauer se revela como un eminente discípulo de Kant, para quien como
sabemos el estoicismo no podía subsistir sin cierta perspectiva epicúrea y, por otro
lado, cifró la clave primordial de su ética en tratar a los demás como fines en sí
mismos, es decir, no solo como meros medios instrumentales para conseguir nuestros
objetivos particulares.
Las concomitancias entre maestro y discípulo podrían proliferar. «Lo que nos
hace tan desdichados en la primera mitad de la vida —escribe Schopenhauer al entrar
en la cuarentena— es el perseguir la felicidad teniendo la firme presunción de que
debería ser posible dar con ella en la vida. A ello se debe que la esperanza se vea
continuamente desengañada y estemos descontentos. Vemos revolotear ante nuestros
ojos las engañosas imágenes de una felicidad soñada e incierta bajo formas escogidas
caprichosamente y buscamos en vano su prototipo[65]». En pasajes como este
demuestra una vez más haber leído atentamente a Kant, quien como ya hemos visto
habla en términos muy similares de la felicidad cuando redacta su Crítica del
discernimiento, donde cabe leer esto: «El concepto de felicidad no es un concepto
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que el ser humano abstraiga de sus instintos y extraiga de su propia animalidad, sino
que es una mera idea de un estado, idea a la que quiere adecuar dicho estado bajo
condiciones meramente empíricas (lo cual es imposible[66])».
Por supuesto, sin lugar a dudas, hay muchas otras reflexiones de gran interés que
guardan escasa relación con la impronta kantiana, cual sería el caso de las
observaciones de Schopenhauer en torno al transcurso del tiempo. A su modo de ver,
la nostalgia por el pasado y la preocupación por el futuro se revelan estériles para
nuestra felicidad, cuyo único escenario sería por tanto el presente. Ahora bien, si el
presente se torna pasado a cada momento y se vuelve por tanto indiferente, «¿dónde
queda entonces un espacio para nuestra felicidad?»[67] —inquiere Schopenhauer en
su Eudemonología—. Sin embargo, pese a plantear este tipo de aporías irresolubles,
el autor de los Manuscritos berlineses advierte también cosas como esta: «En la
segunda mitad de la vida el lugar del anhelo siempre insatisfecho de la felicidad lo
ocupa la preocupación por el infortunio. Encontrar para esta una solución es algo
objetivamente posible, porque ahora estamos finalmente curados de aquella
presunción y solo buscamos la tranquilidad y, en lo posible, la ausencia del dolor, de
lo cual puede resultar un estado notablemente más satisfactorio, puesto que deseamos
algo alcanzable[68]». Desde luego, a fin de cuentas, resulta curioso cuán provechoso
se presenta este disperso tratado sobre la felicidad compuesto por alguien que vio el
bienestar como algo enteramente ilusorio[69].
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7. Una Ilustración alternativa
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A juicio de Schopenhauer, Kant solo habría escrito la segunda edición de su
primera Crítica para congraciarse con el nuevo poder político, una vez muerto
Federico. «Si Kant pudo vivir al mismo tiempo de y para la filosofía —leemos en el
segundo volumen de El mundo como voluntad y representación—, ello se debe a la
rara circunstancia de que por primera vez, desde los tiempos de Marco Aurelio y
Juliano el Apóstata, se sentó en el trono un filósofo: solo bajo tales auspicios pudo
ver la luz la Crítica de la razón pura. Al poco de morir el rey vemos también a Kant,
que después de todo pertenecía al gremio, presa del pánico, modificar su obra maestra
en la segunda edición, castrándola y arruinándola, pese a lo cual corrió el peligro de
perder su puesto[3]». Se diría que Kant y Schopenhauer parecen compartir una gran
estima hacia el rey de Prusia. En una carta que Schopenhauer escribe a Rosenkranz el
24 de agosto de 1837 habla de Federico como «un gran rey, amigo de las Luces y
protector de la verdad[4]», mientras que Kant lo ensalza —en el ya citado ¿Qué es la
Ilustración?— por dejar «libre a cada cual para servirse de su propia razón en todo
cuanto tiene que ver con la conciencia[5]».
Para muchos pensadores del siglo XVIII, Federico pudo haber encarnado el sueño
platónico del filósofo-rey. Desde luego, Federico era un monarca bastante atípico. Le
gustaba escribir poesía y componía una música que luego interpretaba él mismo con
su célebre flauta. En la correspondencia mantenida con su admirado Voltaire,
Federico aseguraba preferir haber sido un simple filósofo en vez de rey. De hecho,
publicaba sus obras llamándose a sí mismo «el filósofo de Sans-Souci», su refugio en
Potsdam. Es más, antes de acceder al trono, llegó a redactar un Antimaquiavelo, es
decir, una especie de código ético para gobernantes. Pero también es cierto que nunca
hubiera publicado esta obra, una vez coronado, sin el empeño de Voltaire, quien por
otra parte la rescribió hasta casi hacer irreconocible aquella primera versión del
monarca. Refutándose a sí mismo cuando todavía no ejercía el poder, Federico
acabará reconociendo en su Testamento político de 1752 que «Maquiavelo tenía
razón» y la política no casa bien con los principios morales. El propio Voltaire, que
tantas esperanzas había depositado en aquel a quien llamó «Marco Aurelio y
Salomón del Norte», sentenciará en sus Memorias —publicadas póstumamente por
expreso deseo suyo— que «pronto se vio que Federico II, rey de Prusia, no era tan
enemigo de Maquiavelo como el príncipe heredero había parecido serlo. Si
Maquiavelo hubiera tenido un príncipe por discípulo —añade Voltaire—, la primera
cosa que le hubiera recomendado habría sido escribir contra él».
Fueron muchos los que compartieron con Voltaire su desencanto con las
expectativas depositadas en la figura de Federico. Tal fue por ejemplo el caso de
Saint-Pierre, quien tras redactar un comentario del Antimaquiavelo, con la idea de
recabar el apoyo del flamante monarca prusiano a su proyecto sobre una paz perpetua
en Europa, no tardó en manifestar su frustración ante la invasión de Silesia con un
escrito titulado El enigma político, donde subrayaba la contradicción entre su
discurso moral y su praxis política. Indignado quizá por el Anti-Saint-Pierre, o
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refutación de su enigma político, que Federico encargó redactar, Rousseau le
dedicaría este díptico: «Su gloria y su provecho, he ahí su Dios y su ley. Pues piensa
como filósofo y se comporta como rey». Ciertamente, a Federico le hubiera gustado
que se diferenciara en él al hombre de Estado del filósofo, asegurando —en su
correspondencia con Voltaire— que «se puede ser político por deber y filósofo por
inclinación». En cuanto filósofo, Federico le dice a D’Alambert el 3 de abril de 1770:
«Yo creo que es bueno ilustrar a los hombres, pues combatir el fanatismo es desarmar
al monstruo más cruel y sanguinario». Sin embargo, como rey, hizo que la Real
Academia de Ciencias y Letras de Berlín convocará en 1778 un concurso con este
curioso tema: ¿Puede ser útil engañar al pueblo? Para complacer al monarca se
premian dos ensayos, aun cuando al jurado le había gustado mucho más el texto que
daba una respuesta negativa y no tanto aquel otro que argumentaba cuán útil puede
resultar engañar al pueblo. Por eso Diderot exclamará en sus inéditas Páginas contra
un tirano: «¡Dios nos libre de un soberano que se parezca a esta especie de
filósofo!».
Kant, que no era nada ingenuo, compartirá este diagnóstico de los enciclopedistas
franceses, y seguramente por ello añadirá una nota final a su Antropología en sentido
pragmático, donde afirma que al engaño se le suele llamar «razón de Estado» y que
«aquel gran monarca, al mismo tiempo que en público confesaba ser por entero el
supremo servidor del Estado, no podía ocultar lo contrario y lo confesaba en privado
suspirando, aunque disculpándose personalmente y atribuyéndolo a la corrupción de
esa mala raza que se llama especie humana[6]». De ahí que, al añadir también un
«Artículo secreto» en su ensayo Hacia la paz perpetua, Kant dictamine lo siguiente,
pensando acaso en la figura de Federico: «No hay que esperar que los reyes filosofen
ni que los filósofos sean reyes, pero tampoco hay que desearlo, porque la posesión
del poder daña inevitablemente el libre juicio de la razón. Pero para ambos es
imprescindible, para iluminar sus asuntos, que los reyes […] no hagan desaparecer o
acallen a los filósofos, sino que los dejen hablar públicamente[7]».
Al entender de Kant, el papel del filósofo consistiría en velar por los intereses de
la objetiva razón y preservarlos de las corrupciones acarreadas por el ejercicio del
poder. Tal como afirma en El conflicto de las Facultades, la filosofía debe ocupar en
todo momento el ala izquierda del parlamento universitario y ha de ser «siempre
libre, dado que alberga la suprema condición del uso práctico de la razón[8]». El
filósofo debe pensar por cuenta propia, buscando dentro de sí mismo, esto es, dentro
de su propia razón, el criterio supremo de la verdad, y esta máxima es lo que mejor
define a la Ilustración, pues el pensar por uno mismo nos liberaría de las ataduras que
conllevan los prejuicios y la superstición. «Se ve pronto —leemos en una nota de la
tercera Crítica— que la ilustración es un asunto fácil in thesi, pero arduo y lento in
hypothesi[9]», porque nunca faltarán voluntarios para ejercer como tutores nuestros y
evitarnos la fastidiosa tarea de pensar por nosotros mismos: un médico que nos
prescriba nuestra dieta, un sacerdote que nos ahorre apelar a la propia conciencia
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moral o un abogado que nos recuerde la normativa dictada por las autoridades de
turno. Sapere aude! ¡Atrévete a pensar por ti mismo sirviéndote de tu propio
entendimiento! En este lema cifra Kant lo que llama «Ilustración».
Esta sería otra de las coincidencias entre Kant y Schopenhauer con respecto al tema
que nos ocupa. Me refiero a su ensalzamiento del pensar por uno mismo y anteponer
el propio criterio a cualquier argumento de autoridad, ya sea esta humana o divina.
En opinión de Schopenhauer, «solo lo que uno ha examinado e indagado
minuciosamente por sí mismo redunda luego asimismo en el bien de los demás[10]».
Mas aquí vienen a terminar los paralelismos y comienzan las discrepancias. Kant
apuesta por creer en un paulatino progreso hacia lo mejor y entiende que cabe
detectar esa evolución en la historia, pese a que de vez en cuando ese progreso
imponga crisis bastante traumáticas, como sería el caso paradigmático de la
Revolución francesa, que habría sido un paso completamente necesario para la
implantación universal de un republicanismo cosmopolita, con todo lo que tal cosa
viene a significar dentro del pensamiento kantiano. En cambio, Schopenhauer
descartará sin paliativos cualquier expectativa de progreso moral, mofándose además
de los optimistas que hablan del progreso constante de la humanidad hacia lo mejor.
A decir verdad, Kant no sería susceptible de semejante reproche, si tenemos en
cuenta su doctrina del mal radical y su bien fundado pesimismo antropológico. Al
observar el comportamiento del género humano —escribirá en su Idea para una
historia universal—, «no puede uno librarse de cierta indignación […], pues […]
haciendo balance del conjunto se diría que todo ha sido urdido por una locura y una
vanidad infantiles[11]». Por ello, en la segunda parte de El conflicto de las facultades,
Kant recomienda ser cauteloso y «no prometerse demasiado respecto de los hombres
en su progreso hacia lo mejor, para no exponernos con toda razón a las burlas del
político, a quien le complacería sobremanera tomar esa esperanza por la especulación
de un espíritu exaltado[12]». Lejos de pretender transformar a los hombres en seres
angélicos, Kant plantea en Hacia la paz perpetua una solución que valdría incluso
para un pueblo compuesto por demonios, porque a su filosofía de la historia no le
interesa el perfeccionamiento moral del hombre y se conforma con doblegar su
propensión a sustraerse del imperio de la mera legalidad, estableciendo siempre una
excepción para su propio caso.
Nuestras peores pasiones, a saber, la rivalidad, la envidia o la codicia, servirían en
última instancia para desplegar paulatinamente unas disposiciones orientadas hacia el
bien, que de otra manera quedarían sempiternamente adormecidas. Todos recordamos
esa hermosa metáfora con la que Kant explicita su tesis de las virtudes atribuibles al
antagonismo de nuestra insociable sociabilidad y que no me resisto a evocar una vez
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más aquí: «Tal como los árboles en un bosque, justamente porque cada uno intenta
quitarle al otro el aire y el sol, obligándose mutuamente a buscar ambos por encima
de sí, logran un hermoso y recto crecimiento, en lugar de crecer atrofiados, torcidos o
encorvados como aquellos que vienen a extender caprichosamente sus ramas en
libertad y apartados de los otros; de modo semejante, toda la cultura y el arte que
adornan a la humanidad, así como el más bello orden social, son frutos de la
insociabilidad merced a la cual la humanidad se ve obligada a autodisciplinarse y a
desarrollar plenamente los gérmenes de la naturaleza gracias a tan imperioso arte[13]»,
según leemos en Idea para una historia universal en clave cosmopolita.
Esa concordia que tanto anhelamos no sería sino el fruto de la discordia, e incluso
la propia guerra no dejaría de ser un móvil suplementario para desarrollar todos
nuestros talentos en ciernes. Una instancia superior, a la que Kant apoda
indiferentemente «destino», «naturaleza» o «providencia», haría surgir, gracias al
antagonismo, aquella deseable armonía —según señala el primer suplemento de
Hacia la paz perpetua—. Dicha instancia no es otra que la razón, esa facultad
intersubjetiva, cuyo principal custodio sería el filósofo. Este debe intentar descubrir
en el aparentemente absurdo decurso de las cosas humanas un hilo conductor que
racionalice la historia universal y le procure un desenlace adecuado. ¿Qué cabe hacer
para conseguir esa meta? La respuesta kantiana es clara: promover la educación e
ilustrar al pueblo para que piense por sí mismo y se libere de toda tutela paternalista,
dándose así pie a constituciones republicanas y a una federación interestatal de corte
cosmopolita que instaure la paz perpetua. Para ello, el filósofo debe albergar la
esperanza de que tal cosa es factible gracias a su propio esfuerzo y a los dictados de
su conciencia. Pues «nada hay más pernicioso e indigno de un filósofo —sentencia
Kant en su Crítica de la razón pura— que la invocación a una presunta experiencia
contradictoria, la cual no hubiera tenido lugar de haber existido a tiempo instituciones
conforme con sus ideas, en vez de burdos conceptos que hicieran fracasar toda buena
intención[14]».
Dentro del planteamiento kantiano da igual que los individuos no alcancen a ver
nunca ese feliz desenlace final, pues basta con que nos aproximemos paulatinamente
a ese horizonte utópico. La tarea del filósofo es afirmar que «el destino del género
humano en su conjunto es un progresar ininterrumpido y la consumación de tal
progreso es una mera idea del objetivo al que hemos de dirigir nuestros
esfuerzos[15]». Esto sirve cuando menos «para cobrar ánimo en medio de tantas
penalidades y evitar la tentación de responsabilizar por completo al destino, no
perdiendo de vista nuestra propia culpa, que acaso sea la única causa de todos esos
males, con el fin de no desaprovechar la baza del propio perfeccionamiento[16]».
Merced a ello, cabe creer asimismo en un progreso moral del género humano que
pueda verse a veces interrumpido, pero jamás roto. Cada individuo debe actuar sobre
la posteridad para que esta se haga cada vez mejor. «Por más dudas que de la historia
quepa extraer contra mis esperanzas, […] por incierto que me resulte y que me siga
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resultando siempre si cabe esperar lo mejor para el género humano, esto no puede
destruir la máxima […] de que tal cosa es factible[17]».
El pesimismo antropológico kantiano tiene como reverso de la medalla un
inquebrantable optimismo metodológico, basado en la esperanza moral de que
nuestro perfeccionamiento puede transformar el futuro, tal como leemos en Teoría y
práctica: «Ante el triste espectáculo que ofrecen, no tanto los males que agobian al
género humano por causas naturales, sino más bien aquellos que los propios hombres
se infligen mutuamente, el ánimo se reconforta gracias a la perspectiva de que el
futuro pueda ser mejor, y ciertamente con benevolencia desinteresada, pues
llevaremos mucho tiempo en la tumba antes de que se cosechen los frutos que en
parte hemos sembrado nosotros mismos. Los argumentos empíricos contra el éxito de
estas resoluciones tomadas por esperanza son aquí del todo inoperantes[18]».
Muy otro será el parecer de Schopenhauer, empeñado como sabemos en servirse
del pesimismo para cobrar una clarividencia que nos libre de lo ilusorio. «La
esperanza —leíamos en el segundo volumen de El mundo como voluntad y
representación— consiste en que la voluntad obliga a su servidor, el intelecto, cuando
este no es capaz de aportar lo deseado, a asumir el papel de reconfortar a su señora,
como la nodriza al niño, consolándola con cuentos que generen ilusión; para ello el
intelecto, que por su propia naturaleza tiende hacia la verdad, ha de violentarse al
obligarse a tener por verdaderas cosas que no son tales, ni tan siquiera probables o
apenas posibles, en contra de sus propias leyes, solo para consolar, tranquilizar y
adormilar por un rato a la inquieta e indómita voluntad[19]». Schopenhauer niega
también cualquier progreso hacia lo mejor por parte de la humanidad, y lo hace con
este argumento: «La doctrina tan reiterada de un desarrollo progresivo de la
humanidad hacia una perfección cada vez mayor […] se contrapone a la evidencia a
priori de que hasta cada momento dado ha transcurrido un tiempo infinito, por lo que
todo cuanto había de llegar con el tiempo ya tendría que existir[20]».
A juicio de Schopenhauer ningún discurso moral sirve para enmendar los defectos
del carácter, como lo demuestra el que Nerón fuese Nerón pese a tener nada menos
que a Séneca como preceptor suyo. El objetivo que se marca la voluntad no puede
verse modificado, aunque sí quepa cambiar el camino que se tome para conseguir ese
fin. Tal como estudiar estética no sirve para devenir un artista genial, el frecuentar las
teorías éticas tampoco nos convierte por ello en agentes virtuosos. «La virtud se
aprende en tan escasa medida como el genio […]. Aguardar que nuestros sistemas
morales y éticos dieran pie a virtuosos, nobles y santos sería tan descabellado como
pretender que nuestras teorías estéticas forjasen poetas, pintores y músicos[21]».
Desde la perspectiva de Schopenhauer, todo cuanto sucede, tanto lo más decisivo
como el menor de los detalles, ocurre de un modo «estrictamente necesario, siendo
inútil discurrir sobre cuán insignificantes y azarosas fueron las causas que provocaron
tal o cual acontecimiento, así como lo sencillo que hubiera resultado la confluencia
de otras diferentes, al ser esto algo ilusorio, dado que todas ellas entraron en juego
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con una necesidad tan inexorable y una fuerza tan consumada como aquella merced a
la cual el sol sale por oriente. Más bien debemos contemplar cualquier evento
acaecido con los mismos ojos que leemos un texto impreso, sabiendo que las letras ya
estaban ahí antes de leerlas[22]». «Mientras la historia nos enseña que a cada
momento ha sucedido algo diferente, la filosofía se esfuerza por hacernos
comprender que en todos los tiempos fue, es y será lo mismo[23]». Según
Schopenhauer, «la poesía es más útil que la historia para conocer la esencia de la
humanidad[24]», porque la historia «es como el caleidoscopio, que a cada vuelta
muestra una nueva configuración, mientras tenemos ante los ojos siempre lo
mismo[25]», tal como habría de comentar Borges.
Si convenimos que las nociones de progreso e historia tal como las entiende Kant
son, junto al papel jugado por la esperanza, los pilares en que se sustenta su concepto
de Ilustración, ¿cómo es posible que Schopenhauer pretenda pasar por ser «el
verdadero y auténtico heredero del trono de Kant[26]»? Tal como se ha señalado en
los capítulos anteriores, Schopenhauer piensa que tiene derecho a reclamar ese título
por haber despejado la gran incógnita del criticismo y haber identificado a lo que
Kant dio en llamar cosa en sí. En un pasaje de sus Parerga dice lo siguiente: «Si se
consideran las contadas ocasiones en que, a lo largo de la Crítica de la razón pura y
los Prolegómenos, Kant entresaca tan solo un poco a la cosa en sí de las tinieblas en
donde se halla sumida, para presentarla como la responsabilidad moral de nuestro
fuero interno y, por ende, como voluntad, también se advertirá entonces que yo,
mediante la identificación de la voluntad con la cosa en sí, he puesto en claro y
llevado hasta sus últimas consecuencias el pensamiento de Kant[27]».
«Mi mayor gloria —escribe como ya sabemos en los Manuscritos berlineses—
tendrá lugar cuando alguna vez se diga de mí que he resuelto el enigma planteado por
Kant[28]». Cuando menos él mismo sí estaba plenamente convencido de haberlo
hecho. El núcleo de su sistema filosófico, tal como nos recuerda su obra titulada La
voluntad en la naturaleza, se cifra en «esa paradójica verdad elemental según la cual
aquella cosa en sí que Kant contrapuso al mero fenómeno y tenía por absolutamente
incognoscible, al tiempo que constituía el sustrato de toda manifestación y de la
naturaleza en su conjunto, no viene a ser sino aquello con lo que nos hallamos
enteramente familiarizados y respecto a lo que tenemos un conocimiento bien directo,
al encontrarlo en el interior de nosotros mismos como voluntad[29]». «Lo cierto es
que, al fin y a la postre, por el camino de la representación nunca se puede sobrepasar
esta. Se trata de una totalidad clausurada y entre sus elementos no hay ningún hilo
que nos lleve hasta esa esencia radicalmente diferente supuesta por la cosa en sí. Así
pues, Kant estaba equivocado. Solo la otra vertiente de nuestro propio ser puede
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rendirnos cuentas de la otra cara del ser esencial de las cosas. Esta senda la ha
recorrido mi obra y he mostrado cómo el macrocosmos únicamente puede ser
comprendido en función del microcosmos. Nuestro propio fuero interno nos
proporciona la clave del mundo[30]».
«Solo cuando se reconoce al querer como cosa en sí se reconoce la identidad
entre lo más grande y lo infinitamente pequeño, la conjunción del macrocosmos con
el microcosmos[31]». Como ya sabemos (véase supra, p. 87), a Schopenhauer le gusta
compararse con un filólogo enfrentado a un manuscrito cuyas claves desconoce,
viéndose obligado a descubrir sus códigos. En su caso los enigmas del mundo
constituyen el texto a descifrar y su filosofía la clave hermenéutica que permite
leerlos. Su desciframiento se precia de proporcionar una explicación con validez
universal y sin incoherencias, bajo cuya luz cobran sentido tanto el goce como los
padecimientos, el temor ante la muerte y las delicias de la resignación ascética.
Según Schopenhauer, al otro lado del velo de Maya hindú, fuera de la caverna del
no menos célebre mito platónico, estaría lo que no es aparente, sino genuinamente
real y esencial. Tras ese mundo fenoménico construido por el sujeto epistemológico
de corte kantiano habría un sustrato común al microcosmos y al macrocosmos: la
voluntad entendida como esencia íntima de todas las cosas. «La idea platónica, la
cosa en sí [kantiana] y la voluntad serían distintas expresiones de lo mismo y
constituyen algo mágico, que no se halla en los contornos de las fuerzas naturales y
cuyo ímpetu es inagotable, ilimitado e imperecedero, por hallarse al margen del
tiempo». Como vemos, aquella incógnita que Kant llamó cosa en sí queda despejada
por Schopenhauer, quien en principio invoca la voluntad humana para definirla, si
bien advierte que con ello solo está utilizado la mejor de las denominaciones
posibles, habida cuenta de que nuestro querer no cubre, ni mucho menos, el amplio
espectro que abarca la voluntad en sentido lato, la cual comprendería, junto a las
voliciones humanas, los apetitos animales y todas las fuerzas o energías inconscientes
que animan al conjunto de la naturaleza.
Tal como hemos visto (pp. 67-68 y 196), en uno de sus fragmentos inéditos
Schopenhauer decide recurrir al griego para diferenciar entre nuestra propia voluntad
y la originaria, identificando a esta segunda con lo que viene a significar el término
Thelema, que sería la quintaesencia del mundo, mientras que cada una de nuestras
vidas tan solo sería un frágil espejo de aquella voluntad, a la que acompaña como si
fuera su sombra[32].
Schopenhauer nos propone reparar en que, tal como no hay diástole sin su
correspondiente sístole, también la voluntad puede revertir su querer e incurrir en un
paradójico querer no seguir queriendo. Esa reversión se ve propiciada por una
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experiencia singular, cual es la de percatarse de que víctima y victimario son
finalmente algo idéntico, por mucho que aparenten ser cosas harto heterogéneas o
incluso antagónicas. Esto último es un espejismo del principio de individuación y
solo tiene lugar dentro del tiempo. Como bien sabemos a estas alturas, para
Schopenhauer el sufrimiento nos hace ver cuál es nuestro auténtico destino, al
conseguir quebrar nuestra voluntad o ponerla del revés. El camino cuenta con dos
itinerarios para llegar a la misma meta: el sufrimiento propio y la visón de los
padecimientos ajenos. Llegados a este punto Schopenhauer invocará la experiencia
estética del goce de lo bello para describir esa liberación del apremio de la voluntad,
pues la complacencia estética nos hace ingresar en un estado de pura contemplación,
donde «quedamos exonerados por un instante de todo querer, esto es, de cualesquiera
deseos y preocupaciones, como si nos libráramos de nosotros mismos, y dejamos de
ser el individuo que conoce el efecto de su constante querer», lo que nos proporciona
los momentos más dichosos de nuestra vida. «A partir de ahí podemos colegir cuán
venturosa tiene que ser la vida de un hombre cuya voluntad quede apaciguada no solo
un instante, […] sino para siempre[33]».
Quien se consideraba el heredero del pensamiento kantiano hace una lectura muy
distinta del sapere aude! convertido por Kant en lema de la Ilustración. Según
Schopenhauer, aquel en quien se instaura el más acendrado ascetismo, gracias al
sufrimiento propio y ajeno, goza de «una profunda calma y serenidad interior, de un
estado al cual no podemos mirar sin una gran añoranza, cuando se nos pone ante los
ojos o es presentado a la imaginación, al reconocerlo de inmediato como lo único
justo que prevalece infinitamente sobre todo lo demás e incita a nuestro mejor
espíritu al sapere aude. Entonces sentimos que toda satisfacción de nuestros deseos,
arrancada al mundo, se asemeja a esa limosna que mantiene hoy con vida al mendigo
para dejarle nuevamente hambriento mañana; por contra la resignación se parece más
bien a esa finca hereditaria que anula para siempre las preocupaciones de su
propietario[34]».
El sapere aude! que proclama Schopenhauer nos induce a dejar de querer, para
zafarnos de cualquier angustia, cortando los hilos del querer que nos mantienen
unidos al mundo y nos desgarran bajo un dolor constante como deseo, temor, envidia
o cólera. Esta paradójica «Ilustración» propuesta por Schopenhauer nos haría
despreciar los espejismos del mundo como cosas que una vez fueron capaces de
conmover y apenar nuestro ánimo, pero que ahora podrían resultar tan indiferentes
como las piezas de ajedrez tras acabar la partida o como los disfraces que nos
intrigaron durante una noche de carnaval. Quien se proclamaba el auténtico heredero
del pensamiento kantiano encontró también parte de su inspiración en la sabiduría
oriental e incorporó a su propio sistema filosófico la doctrina del nirvana. ¿Por qué
habría de asustarnos la muerte —se pregunta una y otra vez Schopenhauer—, si
después de todo significa retornar a nuestro estado primigenio, al margen del tiempo,
para zambullirnos en el sueño eterno e inconsciente de una voluntad cósmica
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originaria, de la que nuestra razón, tan ensalzada por Kant, sería un mero fenómeno
transitorio?
Tal como escribió el 11 de noviembre de 1815 a Goethe, para Schopenhauer «el
valor de no esconder ninguna pregunta en el corazón es lo que hace al filósofo. Este
tiene que asemejarse al Edipo de Sófocles e indagar sin descanso, buscando
ilustración sobre su propio y terrible destino, incluso si vislumbra que las respuestas
pueden deparar lo más espantoso para él[35]». He aquí su nueva formulación del
sapere aude! de Kant: atreverse a rasgar el velo de Maya para rehuir los engañosos e
ilusorios espejismos mediante la lucidez de un insobornable pesimismo
metodológico.
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Tabla de siglas utilizadas en las citas
N.B.: Las referencias a los textos de Schopenhauer se harán mediante siglas. Primero
se consignan las abreviaturas que corresponden al escrito en cuestión (RS, MVR1,
MVR2, VN, E1, E2, P1 o P2) y luego las de la edición alemana utilizada en cada caso
(a saber, SW para El mundo como voluntad y representación, ZA para el resto de las
obras, HN para los Manuscritos póstumos, GB o FB para la Correspondencia, RT
para los Diarios de viaje y PD para la Metafísica de las costumbres); cuando existe
una traducción castellana editada por el autor del presente libro se remite a ellas
directamente (como es el caso de D1, D2, EJ, MB y MC).
Obras de Schopenhauer
Página 124
y de la página (en arábigos) correspondientes a Der handschriftliche
Nachlaß (ed. de Arthur Hübscher), Deutscher Taschenbuch Verlag,
Múnich, 1985].
GB Correspondencia de Schopenhauer [se consigna primero el número de
carta y luego el de la página en Gesammelte Briefe (ed. de Arthur
Hübscher), Bouvier, Bonn, 1987].
FB Epistolario familiar [se indica el número de página en Die
Schopenhuaers. Der Familien-Briefwechsel von Adele, Arthur,
Heinrich Floris und Johanna Schopenhauer (ed. de Ludger
Lütkehaus), Haffmans, Zúrich, 1991].
RT Diarios de viaje [se indica la página de Die Reisetagebücher,
Haffmans, Zúrich, 1987].
SW Obras completas [se indica el tomo y la página de Samtliche Werke
(ed. de Arthur Hübscher), Brockhaus, Wiesbaden, 1966].
ZA Edición de Zurick (se trata de la misma edición preparada por Arthur
Hübscher, pero publicada en bolsillo y con caracteres latinos en lugar
de góticos) [se indica el tomo y la página de Zürcher Ausgabe. Werke
in zehn Banden (besorgten von Angelika Hübscher), Diogenes,
Zúrich, 1977].
PD Edición dirigida por Paul Deussen [se indica el tomo y la página de
Arthur Schopenhauers samtliche Werke (ed. de Paul Deussen),
R. Piper, Múnich, 1911-1942].
Página 125
al número del fragmento recogido aquí y luego a la página
correspondiente].
MC Metafísica de las costumbres, Trotta, Madrid, 2001 [esta edición
bilingüe consigna entre corchetes la paginación del volumen X de PS,
a la que se remiten las citas del presente libro].
Página 126
Cronología
1806 Esta decide rehacer su vida y se instala en Weimar con Adele. Allí
organiza un salón literario que habrá de frecuentar el propio Goethe.
1807 Desligado por su madre del compromiso adquirido con el padre,
Schopenhauer se matricula en un instituto de Gotha, que habrá de
Página 127
familia, fija su residencia en Weimar, donde recibe clases particulares.
1809 Al alcanzar la mayoría de edad, recibe la parte que le corresponde de
la herencia paterna, lo que le permitirá subsistir como rentista durante
toda su vida. Se matricula en la Universidad de Göttingen como
estudiante de medicina.
1810 Realiza estudios de filosofía con G. E. Schulze, quien le inicia en el
estudio de Platón y Kant.
1811 En la flamante universidad berlinesa tiene como profesores a Fichte y
Schleiermacher, cuyas clases le decepcionan enormemente.
1813 La guerra le aleja de Berlín y se refugia en Weimar, donde redacta su
tesis doctoral Sobre la cuádruple raíz del principio de razón
suficiente.
1814 Tras pelearse con su madre, se instala en Dresde, donde se irán
gestando los materiales de El mundo como voluntad y representación,
cuya redacción dará por terminada en marzo de 1818. Se doctora in
absentia por la Universidad de Jena.
1816 Publica Sobre la visión y los colores ante la indiferencia de Goethe, de
quien esperaba un caluroso laudo que nunca llegó.
1818 En marzo ultima el manuscrito de su obra principal. Primer viaje a
Italia, en que visita Venecia, Bolonia, Florencia y Roma.
1819 Esta es la fecha que porta el pie de imprenta de la primera edición de
El mundo como voluntad y representación. Prosigue su periplo por
Italia, recalando en Nápoles, Venecia y Milán. Fallece, al poco tiempo
de nacer, la hija concebida con una camarera en uno de sus diversos
escarceos amorosos. Una crisis financiera de su banquero (que
finalmente no tuvo serias consecuencias para él, aunque resultó algo
más grave para su familia) le hace retornar a Alemania y pensar en
dedicarse a la docencia. El 31 de diciembre tiene lugar su habilitación
como profesor en la Universidad de Berlín, después de haber
estudiado las candidaturas de Heidelberg y Göttingen.
1820 El 23 de marzo imparte su lección magistral, donde sale victorioso de
una disputa con Hegel. En el semestre de verano imparte su primer y
único curso, al que asisten muy pocos estudiantes por haber escogido
el mismo horario del encumbrado profesor Hegel.
1821 Comienza su relación sentimental (que habría de durar toda esta
década) con Carolina Richter, una joven corista de la ópera berlinesa
que cuenta por entonces con diecinueve años y que portaba el apellido
de su principal amante, Louis Medon, con quien llegó a tener un hijo.
Esto hizo que Schopenhauer no pudiera llevársela consigo cuando se
trasladó a Frankfurt en 1831.
1822 Segundo viaje a Italia, en el que visita fundamentalmente Milán y
Florencia.
Página 128
Florencia.
1823 Pasa casi un año en Múnich, aquejado de distintas dolencias.
Página 129
presentado, a causa de su irrespetuosidad hacia los filósofos
consagrados.
1841 Edita estos dos ensayos bajo el título de Los dos problemas
fundamentales de la ética.
1844 Aparece la segunda edición de El mundo como voluntad y
representación, obra que se ha enriquecido sustancialmente con un
segundo volumen de «Complementos», quedando por lo tanto muy
aumentada, mas no corregida.
1846 Segunda edición corregida de su tesis doctoral.
1849 Muere su hermana.
1851 Ven la luz los Parerga y paralipómena.
1854 Se publica una segunda edición de Sobre la voluntad en la naturaleza.
Richard Wagner le manda un ejemplar dedicado de El anillo de los
nibelungos.
1859 El mundo como voluntad y representación alcanza su tercera edición.
1860 Segunda edición de Los dos problemas fundamentales de la ética. La
mañana del 21 de septiembre su ama de llaves lo encuentra reclinado
en el brazo del sofá con un gesto apacible. Schopenhauer ha
«despertado» del efímero sueño de la vida.
Página 130
Bibliografía
Obras completas
Escritos inéditos
Lecciones
Correspondencia
Diarios de viaje
Página 131
Conversaciones
Glosario
Manual
Libros
Lecciones filosóficas
Página 132
Manuscritos inéditos
Correspondencia
Antologías
Página 133
Ensayo sobre las visiones de fantasmas (traducción de Agustín Izquierdo), Valdemar,
Madrid, 1998.
El dolor del mundo y el consuelo de la religión (estudio preliminar, traducción y
notas de Diego Sánchez Meca), Aldebarán, Madrid, 1998.
La lectura, los libros y otros ensayos (prólogo de Agustín Izquierdo, traducción de
Edmundo González Blanco y Miguel Urquiola), Edaf, Madrid, 1996.
La estética del pesimismo. Antología (edición a cargo de José-Francisco Yvars),
Labor, Barcelona, 1976.
Schopenhauer. La abolición del egoísmo. Antología y crítica (selección y prólogo de
Fernando Savater), Barcelona, Montesinos, 1986.
Antología (edición a cargo de Ana Isabel Rábade), Península, Barcelona, 1989.
Schopenhauer en sus páginas (selección, prólogo y notas de Pedro Stepanenko),
Fondo de Cultura Económica, México, 1991.
Parábolas, aforismos y comparaciones (edición de Andrés Sánchez Pascual), Edhasa,
Barcelona, 1995.
Literatura secundaria
Biografías
Página 134
Schneider, Walter: Schopenhauer. Eine Biographie, Werner Dausien, Hanau, 1937.
Wallace, William: Arthur Schopenhauer (traducción de Joaquín Bochaca), Thor,
Barcelona, 1988.
Exposiciones de conjunto
Página 135
Ribot, Théodole: La filosofía de Schopenhauer, Salamanca, 1879.
Rosset, Clément: Schopenhauer, philosophe de l’absurde, PUF, París, 1967.
Ruyssen, Théodore: Schopenhauer, F. Alcan, París, 1911.
Safranski, Rüdiger: Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, Alianza
Universidad, Madrid, 1991.
Spierling, Volker: Arthur Schopenhauer. Eine Einführung in Leben und Werk, Reklam
Verlag, Leipzig, 1998.
Página 136
Bossert, Adolphe: Schopenhauer et ses disciples, Hachette, París, 1920.
Heinrich, Günter: Über den Begriff der Vernunft bei Schopenhauer, Peter Lang,
Berna, 1989.
Horkheimer, Max: Sociológica (traducción de Víctor Sánchez de Zavala), Taurus,
Madrid, 1971.
Jandl, Martin J.: Das bessere Bewusstsein un der Wille. Vorlesungen über Arthur
Schopenhauer, Sigmund-Freud-Universitätsverlag, Wien, 2012.
Kapani, Lakschmi: Schopenhauer et la pensée indienne. Similitudes et différences,
Hermann, París, 2011.
Kossler, Mathias (ed.): Musik als Wille und Welt. Schopenhauers Philosophie der
Musik, Königshausen Neumann, Würzburg, 2011.
Lapuerta Amigo, Francisco: Schopenhauer a la luz de las filosofías de Oriente,
CIMS, Barcelona, 1997.
Lehmann, Rudolf: Schopenhauer, ein Beitrag zur Psychologie der Metaphysik,
Berlín, 1894.
Nietzsche, Friedrich: Schopenhauer como educador. Tercera consideración
intempestiva (traducción, prólogo y notas de Luis Fernando Moreno Claros),
Valdemar, Madrid, 1999.
Oncina, Faustino: Schopenhauer en la historia de las ideas, Plaza y Valdés, Madrid,
2011.
Puleo, Alicia: Cómo leer a Schopenhauer, Júcar, Madrid, 1991.
Rábade, Ana Isabel: Conciencia y dolor. Schopenhauer y la crisis de la modernidad,
Trotta, Madrid, 1995.
Rzewusky, Stanislas: L’optimisme de Schopenhauer, F. Alcan, París, 1908.
Sacarano, Luigi: Il problema morale nella filosofía di Arturo Schopenhauer, Morano,
Nápoles, 1934.
Savater, Fernando: «Schopenhauer», en V Camps (ed.), Historia de la ética (vol. II),
Crítica, Barcelona, 1990.
Smith, Alfred: Die Wahrheit im Gewande der Lüge (Schopenhauers
Religionsphilosophie), Piper, Múnich, 1986.
Spierling, Volker (ed.): Materialien zu Schopenhauers «Die Welt als Wille und
Vorstellung», Suhrkamp, Frankfurt, 1984.
Suances Marcos, Manuel: Arthur Schopenhauer. Religión y metafísica de la voluntad,
Herder, Barcelona, 1989.
Tschoffen, Johann Michael: Die Philosophie Arthur Schopenhauers in ihrer Relation
zur Ethik, Múnich, 1879.
Vecchioti, Icilio: Qué ha dicho verdaderamente Schopenhauer (traducción de Javier
Abásolo), Doncel, Madrid, 1972.
Viala, Alexander: Le pessimisme est un humanisme. Schopenhauer et la raizon
juridique, mare & martin, París, 2017.
Página 137
– Schopenhauer et l’inconscient. Approches historiques, métaphysiques et
épistemologiques, Presses Univ. Nancy, 2011.
Página 138
ROBERTO RODRIGUEZ ARAMAYO (Madrid, España, 1958), Profesor de
Investigación en el Instituto de Filosofía (IFS) del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas (CSIC), es historiador de las ideas morales y políticas, ha
trabajado sobre algunos pensadores emblemáticos de la Ilustración europea y está
interesado en reivindicar la vigencia del programa ilustrado.
Profesor de investigación del CSIC, estudió filosofía entre 1975 y 1980 en la
Universidad Complutense de Madrid, en la que llegó a ser alumno de Aranguren,
además de tener entre sus condiscípulos a Carlos Gómez Muñoz, Rosa García
Montealegre, Juan Antonio Rivera y Concha Roldán. En 1984 se doctoró por esa
misma Universidad, con una tesis titulada La filosofía práctica de Kant como
elpidología eudemonista, trabajo que orientó su labor ulterior como historiador de la
ideas morales. Becario del CSIC desde 1982, en 1986 quedó adscrito al Instituto de
Filosofía y en 1988 accede a su colectivo de investigadores en plantilla.
Tras haber figurado como Investigador Principal en tres proyectos de investigación
entre los años 1992 y 2005, luego se integró con parte de su antiguo equipo en
proyectos. Desde hace varios años edita la revista Isegoría, después de haber oficiado
sucesivamente como cosecretario (1991), secretario (1995-1998) y vicedirector
(1999-2001) de la misma.
Entre sus publicaciones cabría destacar los libros titulados Crítica de la razón
ucrónica. Estudios en torno a las aporías morales de Kant (1992), La quimera del
Rey Filósofo. Los dilemas del poder o el frustrado idilio entre la moral y lo político
Página 139
(1997), Immanuel Kant. La utopía moral como emancipación del azar (2001), Para
leer a Schopenhauer (2001) y Cassirer y su Neo-Ilustración (2009). Asimismo ha
sido editor literario de varios volúmenes colectivos.
Desde 1989 visitó con cierta regularidad el Archivo Kantiano de Marburgo, gracias al
anfitrionazgo académico del profesor Reinhard Brandt y a partir del año 2001 la TU
de Berlín. Durante dichas estancias ha realizado usualmente los estudios
introductorios a sus distintas ediciones de textos clásicos, entre las que se cuentan por
el momento obras de Gottfried Wilhelm Leibniz, Denis Diderot, Jean-Jacques
Rousseau, Immanuel Kant… y otros ilustres filósofos.
En lo tocante a Sociedades académico-científicas fue Presidente de la “Asociación
Española de Ética y Filosofía Política” (AEEFP) entre 2001 y 2013, Secretario de la
SEKLE entre 2010 y 2012, y es Vocal de la “Sociedad Española Leibniz para
estudios del Barroco y de la ilustración” (SeL).
Página 140
Notas
Preámbulo
Página 141
[1] El mundo como voluntad y representación (edición de Roberto R. Aramayo),
Página 142
[2] Cf. Baltini, Ugo, Une philosophie de la désillusion, Ellipses, París, 2016. <<
Página 143
[3] Cf. Kapani, Lakshmi, Schopenhauer et la pensé indienne, Hemann, París, 2011.
<<
Página 144
[4]
Así explicó Schopenhauer a Frauenstadtädt en 1846 las relaciones entre la
voluntad y el intelecto; cf. Conversaciones con Arthur Schopenhauer. Testimonios
sobre la vida y la obra filósofo pesimista, Acantilado, Barcelona, 2016, pp. 124-125.
<<
Página 145
[5] Cf. Roberto R. Aramayo, «L’optimisme du rêve éternel d’une volonté cosmique
Página 146
[6] Debo esta imagen a mi buen amigo Salvador Mas, que tuvo la gentileza de leer
Página 147
[7] Friedrich Nietzsche, Schopenhauer como educador y otros textos (ed. de Jacobo
Introducción
Página 148
[1] Cf. VV.AA., Schopenhauer et l’inconscient. Approches historiques, metaphysiques
Página 149
[2] Cf. MVR1, p. XII; El mundo como voluntad y representación (edición de Roberto
Página 150
[3] Cf. MVR2, SW III 547, Alianza Editorial, vol. II, p. 629. <<
Página 151
[4] Cf. P2 § 140, ZA VIII 301. <<
Página 152
[5] HN IV1, 33. <<
Página 153
[6] Cf. v.g.: El arte de tener razón (trad. Jesús Albores Rey, con pról. de Franco
Volpi), Alianza Editorial, Madrid, 2016; El arte de insultar (trad. de Fabio Morales,
con pról. de Franco Volpi), Alianza Editorial, Madrid, 2013; El arte de conocerse a sí
mismo (trad. de Fabio Morales), Alianza Editorial, Madrid, 2012; El arte de hacerse
respetar (trad. de Fabio Morales, con pról. de Franco Volpi), Alianza Editorial,
Madrid, 2011; El arte de tratar con las mujeres (trad. de Fabio Morales), Alianza
Editorial, Madrid, 2011; El arte de envejecer (trad. de Adela Muñoz, con pról. de
Franco Volpi), Alianza Editorial, Madrid, 2010; Notas sobre Oriente (trad. de Adela
Muñoz Fernández y Paula Caballero Sánchez), Alianza Editorial, Madrid, 2011. <<
Capítulo 1
Página 154
[1]
Su principal editor, Arthur Hübscher, se hizo enterrar junto a la tumba de
Schopenhauer. <<
Página 155
[2] Thomas Mann, «Relato de mi vida», cit. en Schopenhauer, Nietzsche, Freud (ed.
de Andrés Sánchez Pascual), Alianza Editorial, Madrid, 2014, pp. 18-19. <<
Página 156
[3] Cf. Thomas Mann, Schopenhauer, ed. cit., p. 71. <<
Página 157
[4] Friedrich Nietzsche, Schopenhauer como educador, ed. cit., p. 147. <<
Página 158
[5] Ibid., pp. 148-149. <<
Página 159
[6] Ibid., p. 150. <<
Página 160
[7] Epistolario familiar, FB 273. <<
Página 161
[8] Correspondencia de Schopenhauer, GB carta 42, p. 35. <<
Página 162
[9] Correspondencia, GB, carta 38, p. 29. <<
Página 163
[10] Ibid., GB carta 137, p. 141. <<
Página 164
[11] GB, p. 523. <<
Página 165
[12] Cf. Manuscritos berlineses, MB fragmentos 37, 127, 171, 172, 186 y 230. <<
Página 166
[13] Cf. Ibid., MB fragmentos 192 y 236. <<
Página 167
[14] Cf. MB fragmentos 171, p. 163. <<
Página 168
[15] Cf. HN IV1, pp. 13 y 150. <<
Página 169
[16] Cf. MB fragmentos 127, p. 134. <<
Página 170
[17] Cf. HN VI.1, pp. 139, 145, 159, 162 y 175. <<
Página 171
[18] Cf. HN VI.1, p. 180. <<
Página 172
[19] GB carta 178, p. 195. <<
Página 173
[20] Cf. GB, p. 536. <<
Página 174
[21] GB carta 179, p. 196. <<
Página 175
[22] GB carta 179, p. 197. <<
Página 176
[23] Cf. GB carta 182, pp. 198 y ss. <<
Página 177
[24] Cf. GB carta 185, p. 20. <<
Página 178
[25] Cf. GB carta 195, p. 210. <<
Página 179
[26] Cf. MVR pról. 2, pp. XXI y ss., Alianza Editorial, vol. I, pp. 99 y ss. <<
Página 180
[27] Thomas Mann, op. cit., p. 69. <<
Página 181
[28] Cf. MVR pról. 1, pp. IX-X, Alianza Editorial, vol. I., pp. 87-88. <<
Página 182
[29] Cf. GB, cartas 28 a 31. <<
Página 183
[30] Cf. MVR2 cap. 18, SW III 213, Alianza Editorial, vol. II, pp. 251-252. <<
Página 184
[31] MVR2 cap. 40, SW III 527, Alianza Editorial, vol. II, pp. 605-606. <<
Página 185
[32] Cf. MVR pról. 3, p. XXXII, Alianza Editorial, vol. I, p. 110. <<
Página 186
[33] Cf. MVR pról. 2, p. XXII, Alianza Editorial, vol. I, pp. 99-100. <<
Página 187
[34] Cf. HN IV1, p. 33. <<
Página 188
[35] E pról., ZA VI 8. <<
Página 189
[36] P1 FU § 12, ZA VII 82. <<
Página 190
[37] GB carta 30, p. 18. <<
Página 191
[38] GB, p. 648. <<
Página 192
[39] GB, pp. 649-650. <<
Página 193
[40] GB, p. 650. <<
Página 194
[41] Cit. por Rüdiger Safranski, Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía,
Página 195
[42] RT, pp. 144-145. <<
Página 196
[43] MVR1 § 38, SW II 230-231, Alianza Editorial, vol. I, pp. 387-388. <<
Página 197
[44] HN IV1, pp. 96-97. <<
Página 198
[45] Cf. RT, pp. 263-264. <<
Página 199
[46] GB carta 6, p. 2. <<
Página 200
[47] FB 164. <<
Página 201
[48] MB fragmento 192, pp. 180-181. <<
Página 202
[49] RS § 34, ZA V 143-144. <<
Página 203
[50] Cf. GB carta 389, p. 301. <<
Página 204
[51] MB fragmento 66, p. 159. <<
Página 205
[52] HN IV1, p. 127. <<
Página 206
[53] VN, ZA V 340. <<
Página 207
[54] Cf. HN I 412. <<
Página 208
[55] MVR1 § 63, SWII 421, Alianza Editorial, vol, I, pp. 617-618. <<
Página 209
[56] P2 § 115, ZA IX 245. <<
Página 210
[57] MRV2 cap. 42, SW III 576, Alianza Editorial, vol. II, pp. 661-662; cf. P2 § 140,
ZA IX 300. <<
Página 211
[58] Cf. MVR2 cap. 17, SW III 176, Alianza Editorial, vol. II, p. 211. <<
Página 212
[59] MVR2 cap. 41, SW III 528, Alianza Editorial, vol. II, p. 607. <<
Página 213
[60] MVR2 cap. 17, SW III 177, Alianza Editorial, vol. II, p. 213. <<
Página 214
[61] P2 § 174, ZA X 375. <<
Página 215
[62] MVR1 § 52, SW II 313, Alianza Editorial, vol. I, p. 487. <<
Página 216
[63] EJ 21, p. 33. <<
Página 217
[64] MB 222, pp. 215-216. <<
Página 218
[65] E2 § 16, ZA VI 248. <<
Página 219
[66] Cf. E 2 § 18, ZA VI 269. <<
Página 220
[67] Cf. E2 § 17, ZA VI, 252. <<
Página 221
[68] Cf. GB carta 204, pp. 219-220; y E2 § 19, ZA VI 285. <<
Página 222
[69] Cf. E2 § 19, ZA VI, 270. <<
Página 223
[70] HN IV1, 154. <<
Página 224
[71] Cf. D2, p. 78; MVR1 § 44, SW II 260, Alianza Editorial, vol. I, p. 421; MVR1 §
63, SW II 420, Alianza Editorial, vol. II, p. 484 y MVR2 cap. 47, SW III 690, Alianza
Editorial, vol. II, p. 793. <<
Página 225
[72] P2 § 177, ZA X 411; cf. Francisco Lapuerta, La filosofía de Schopenhauer a la
luz de las filosofías de Oriente, Barcelona, 1997, pp. 299 y ss. <<
Página 226
[73] E2 § 22, ZA VI 311-312. <<
Página 227
[74] D2, p. 79. <<
Página 228
[75] VN, ZA V 337. <<
Página 229
[76] RS § 38, ZA V 160. <<
Página 230
[77] RS § 43, ZA V 161; cfr. MB fragmento 16, pp. 73-74. <<
Página 231
[78] MVR1 § 22, SW II 132 y 133, Alianza Editorial, vol. I, p. 269. <<
Página 232
[79] Cf. MVR1 § 27, SW II 178, Alianza Editorial, vol. I, pp. 323-324; § 54, 323, vol.
I, p. 498 y MRV2 cap. 22, SW III 313, Alianza Editorial, vol. II, p. 364. <<
Página 233
[80] Cf. HN III 143; y MVR2 cap. 28, SW III 398, Alianza Editorial, vol. II, p. 461. <<
Página 234
[81] MRV2 cap. 18, SW III 218-219, Alianza Editorial, vol. II, p. 258. <<
Página 235
[82] HN III 213-214. <<
Página 236
[83] Cf. MVR2 cap. 46, SW III 657; vol. II. P. 756. <<
Página 237
[84] MVR1 § 60, SW II 385, Alianza Editorial, vol. I, p. 574; cfr. MVR2 cap. 41, SW
Página 238
[85] Cf. MVR1 § 54, SW II 324, Alianza Editorial, vol. I, p. 499. <<
Página 239
[86] Cf. P2 § 161, ZA IX 339. <<
Página 240
[87] EJ fragmento 138, p. 91. <<
Página 241
[88] EJ fragmento 138, p. 90. <<
Página 242
[89] Cf. MVR1 § 68, SW II 447, Alianza Editorial, vol. I, p. 649. <<
Página 243
[90] EJ fragmento 85, p. 129. <<
Página 244
[91] Cf. MVR1 § 65, SW III 428, Alianza Editorial, vol. I, pp. 625-626. <<
Página 245
[92] MC, PD X 334; cf. MVR1 § 68, SW II 461, Alianza Editorial, vol. I, pp. 667-668
y MRV2 cap. 30, SW III 423, Alianza Editorial, vol. II, pp. 487-488. <<
Página 246
[93] P2 § 140, ZA IX 30. <<
Página 247
[94] Cf. MVR2 cap. 25, SW III 364 y ss., Alianza Editorial, vol. II, pp. 422 y ss. <<
Página 248
[95] HN II 349-350. <<
Página 249
[96] GB carta 202, pp. 216 y 217. <<
Página 250
[97] MB fragmento 17, p. 75 y fragmento 61, p. 102 <<
Página 251
[98] Cf. MB fragmento 21, p. 76; cfr. EJ 8, p. 28. <<
Página 252
[99] MVR1 § 5, SW II 19, Alianza Editorial, vol. I, p. 132. <<
Página 253
[100] EJ fragmento 142, p. 96; cfr. MVR1 § 5, SW II 21, Alianza Editorial, vol. I, p.
134. <<
Página 254
[101] D2, p. 41. <<
Página 255
[102] Cf. MB fragmento 196, p. 191. <<
Página 256
[103] MC, PD X 276-277. <<
Página 257
[104] Cr. MVR1 cap. 47, SW II 691, Alianza Editorial, vol. I, pp. 794-795. <<
Página 258
[105] MB fragmento 258, p. 235. <<
Página 259
[106] Cf. MVR2 cap. 41, SW III 536, Alianza Editorial, vol. II, pp. 615-616. <<
Página 260
[107] Cf. MVR1 § 54, SW II 330; § 65, 433, Alianza Editorial, vol. I, pp. 506-507;
MVR2 cap. 41, SW III 548, vol. II, pp. 629-630. <<
Página 261
[108] Cf. MVR1 § 5, SW II 20, Alianza Editorial, vol. I, p. 134; HN I 77 y 340. <<
Página 262
[109] «We are such stuff / As dreams are made off, and our little life / Is rounded with a
Capítulo 2
Página 263
[1]
Immanuel Kant, Antología (edición de Roberto R. Aramayo), Península,
Barcelona, 1991, fragmento 298, p. 156. <<
Página 264
[2] RS § 3, ZA V 15-16. <<
Página 265
[3] Cf. RT, pp. 156 y ss. <<
Página 266
[4] Cf. FB 209. <<
Página 267
[5] Cf. EJ fragmento 6, p. 27. <<
Página 268
[6] Cf. v.g. D1, p. 28. <<
Página 269
[7] P2 § 386, ZA X 708-709. <<
Página 270
[8] EJ fragmento 53, p. 48. <<
Página 271
[9] Cf. Roberto R. Aramayo, Crítica de la razón ucrónica, Tecnos, Madrid, 1992,
Página 272
[10] Cf. Javier Muguerza, La razón sin esperanza, Taurus, Madrid, 1977, pp. 66-67.
<<
Página 273
[11] Cf. Roberto R. Aramayo, La Quimera del Rey Filósofo, Taurus, Madrid, 1997,
Página 274
[12] Cf. EJ fragmento18, p. 32. <<
Página 275
[13] Cf. HN I 47. <<
Página 276
[14] Cf. EJ fragmento 30, p. 37. <<
Página 277
[15] Cf. HN I 76. <<
Página 278
[16] Cf. EJ fragmento 12, p. 29. <<
Página 279
[17] Cf. HN I 67. <<
Página 280
[18] Cf. EJ 52, p. 47. <<
Página 281
[19] Cf. EJ fragmento 27, p. 35. <<
Página 282
[20] Cf. HN 1 136. <<
Página 283
[21] Cf. HN I 131. <<
Página 284
[22] Cf. HN I 152. <<
Página 285
[23] Cf. EJ fragmento 65, p. 55. <<
Página 286
[24] Cf. HN II 370-371. <<
Página 287
[25] HN I 122. <<
Página 288
[26] Cf. EJ fragmento 34, pp. 38-39. <<
Página 289
[27] Cf. MB 182, p. 170. <<
Página 290
[28] Cf. HN I 14. <<
Página 291
[29] E2 § 19, ZA VI 285. <<
Página 292
[30] E2 § 19, ZA VI 270. <<
Página 293
[31] E2 § 16,ZA VI 248. <<
Página 294
[32] EJ fragmento 20, p. 33. <<
Página 295
[33] MB fragmento 222, pp. 215-216. <<
Página 296
[34] MB fragmento 149, p. 146. <<
Página 297
[35] MB fragmento 149, p. 146. <<
Página 298
[36] MB fragmento 278, p. 244. <<
Página 299
[37] MB fragmento 88, pp. 115-116. <<
Página 300
[38] P1 EC, ZA VII 291-292. <<
Página 301
[39] MB fragmento 82, p. 112. <<
Página 302
[40] VN pról., ZA V 202. <<
Página 303
[41] HN I 154. <<
Página 304
[42] EJ fragmento 10, 29. <<
Página 305
[43] MB fragmento 300, pp. 257-258; cfr. MVR2 cap. 17, SW III 204-205, Alianza
Página 306
[44] Cf. MB fragmento 210, p. 206. <<
Página 307
[45] MB fragmento 124, p. 133; cf. MB fragmento 285, pp. 247 y ss. <<
Página 308
[46] Cf. HN IV1, 96. <<
Página 309
[47] MVR1 § 3, SW I 8-9, Alianza Editorial, vol. I p. 120. <<
Página 310
[48] EJ fragmento 84, p. 6. <<
Página 311
[49] Cf. VN, ZA V 184; P1 HF § 14, ZA VII 154; y HN IV1, 292. <<
Página 312
[50] ZA VI 8. <<
Página 313
[51] EJ fragmento 197, pp. 134-135. <<
Página 314
[52] Cf. MB 250, p. 232. <<
Página 315
[53] Cf. VN, ZA 299-300 y 304. <<
Página 316
[54] HN VI.1, p. 65. <<
Página 317
[55] MB fragmento 196, p. 188. <<
Página 318
[56] VN, ZA V 306. <<
Página 319
[57] MB fragmento 273, p. 243. <<
Página 320
[58] MB fragmento 221, p. 214. <<
Página 321
[59] P1 EC, ZA VII 218. <<
Página 322
[60] MVR1 § 52, SW II 306-307, Alianza Editorial, vol. I, pp. 478-479; cf. HN III 5.
<<
Página 323
[61] Cf. MB fragmento 158, p. 153. <<
Página 324
[62] HN III 322. <<
Página 325
[63] EJ fragmento 97, p. 68. <<
Página 326
[64] Cf. EJ fragmento 130 y 99, pp. 86 y 69. <<
Página 327
[65] Cf. EJ fragmento 193, p. 133. <<
Página 328
[66] Cf. EJ fragmento 93, p. 67. <<
Página 329
[67] MB fragmento 5, p. 68; cfr. MVR1 § 52, SW II 312, Alianza Editorial, vol. I, p.
485. <<
Página 330
[68] Cf. EJ fragmento 116, p. 76. <<
Página 331
[69] Cf. MVR1 § 52, SW II 308, Alianza Editorial, vol. I, p. 480. <<
Página 332
[70] Cf. EJ fragmento 150, p. 100. <<
Página 333
[71] Cf. NH III 5. <<
Página 334
[72] MB fragmento 16, pp. 73-74. <<
Página 335
[73] MB fragmento 46, p. 93. <<
Página 336
[74] E2 § 1, ZA VI 149. <<
Página 337
[75] E1 cap. 3, ZA VI 8. <<
Página 338
[76] RS § 20, ZA V 53. <<
Página 339
[77] RS § 20, ZA V 63. <<
Página 340
[78] Cf. RS § 43, ZA V 162. <<
Página 341
[79] E1 cap. 3, ZA VI 83. <<
Página 342
[80] Cf. E 2 caps. 2 y 3, ZA VI 56, 75 y 82. <<
Página 343
[81] Cf. HN I 261. <<
Página 344
[82] D1, p. 32. <<
Página 345
[83] E1 cap. 3, ZA VI 95. <<
Página 346
[84] El cap. 3, ZA VI 101. <<
Página 347
[85] Cf. E1 cap. 3, ZA VI 99. <<
Página 348
[86] E1 cap. 3, ZA VI 79; cf. MVR1 § 55, SW II 349, Alianza Editorial, vol. I, p. 530.
<<
Página 349
[87] HN I 462. <<
Página 350
[88] MB fragmento 39, p. 86; cf. MB fragmento 64, pp. 103 y ss. <<
Página 351
[89] MB fragmento 283, p. 246. <<
Página 352
[90] EJ fragmento 109, p. 74. <<
Página 353
[91] MB fragmento 151, p. 146. <<
Página 354
[92] E1 cap. 4, ZA VI 114. <<
Página 355
[93] RS § 34, ZA V 142 y 144. <<
Página 356
[94] Cf. MVR2 caps. 17 y 41, SW III 205 y 529, Alianza Editorial, vol. II, pp. 243 y
607. <<
Página 357
[95] E2 § 10, ZA VI 217. <<
Página 358
[96] MB fragmento 197, pp. 191-192. <<
Página 359
[97] MB fragmento 56, pp. 97-98. <<
Página 360
[98] MB fragmento 170, p. 16. <<
Página 361
[99] HN IV1, pp. 96-97. <<
Página 362
[100] Cf. MC, PD X 344. <<
Página 363
[101] Cf. MVR1 § 68, SW II 463-464, Alianza Editorial, vol. I, pp. 669-671; MVR2
caps. 48 y 49, SW III 724 y 734-735, Alianza Editorial, vol. II, pp. 836 y 847-849;
MC, PD X 336 y ss. <<
Página 364
[102] Cf HN I 5. <<
Página 365
[103] MB fragmento 135, pp. 137-138. <<
Página 366
[104] MB fragmento 189, p. 178. <<
Página 367
[105] MVR1 § 68, SW II 462, Alianza Editorial, vol. 1, p. 668; MC, PD X 335. <<
Capítulo 3
Página 368
[1] Cf. P1 FU, ZA VII 16. <<
Página 369
[2] Cf. P1 FU, ZA VII 19. <<
Página 370
[3] Cf. P1 FU, ZA VII 162. <<
Página 371
[4] Cf. P1 FU, ZA VII 175. <<
Página 372
[5] Cf. P1 FU, ZA VII 172. <<
Página 373
[6] P1 FU, ZA VII 169-170. <<
Página 374
[7] P1 FU, ZA VII 191. <<
Página 375
[8] Cf. P1 FU, ZA VII 174. <<
Página 376
[9] Cf. P1 FU, ZA VII 204. <<
Página 377
[10] Cf. P1 FU, ZA VII 200. <<
Página 378
[11] P1 FU, ZA VII 215-216. <<
Página 379
[12] Cf. P1 FU, ZA VII 171. <<
Página 380
[13] VN, ZA V 342. <<
Página 381
[14] VN, ZA VI 16. <<
Página 382
[15] VN, ZA V 342. <<
Página 383
[16] Cf P1 FU, ZA VII 216. <<
Página 384
[17] MVR, SW II xxvi, Alianza Editorial, vol. I, p. 104. <<
Página 385
[18] Cf. VN, ZA V 184 y P1 HF § 14, ZA VII 154. <<
Página 386
[19] E2 § 11, ZA VI 224. <<
Página 387
[20] Cf. P1 FU, ZA VII 218. <<
Página 388
[21] Cf. VN, ZA V 342 <<
Página 389
[22] E2 § 11, ZA VI 222, <<
Página 390
[23] E2 § 6, ZA VI 180. <<
Página 391
[24] P1 HF § 14, ZA VII 151. <<
Página 392
[25] VN, ZA V 202. <<
Página 393
[26] MVR1 Apéndice, SW II 499, Alianza Editorial, vol. I, p. 713. <<
Página 394
[27] Cf. MVR1 Apéndice, SW II 496-497, Alianza Editorial, vol. I, pp. 709-710. <<
Página 395
[28] EJ fragmento 84, p. 63. <<
Página 396
[29] EJ fragmento 164, p. 111. <<
Página 397
[30] P2 § 184, ZA X 437. <<
Página 398
[31] MB fragmento 16, pp. 73-74 <<
Página 399
[32] MB fragmento 46, p. 93. <<
Página 400
[33] HN IV1, p. 143. <<
Página 401
[34] EJ fragmento140, p. 95. <<
Página 402
[35] P1 EC, ZA VII 327. <<
Página 403
[36] Cf. P1 EC, ZA VII 287-288. <<
Página 404
[37] Cf. VN, ZA V 299. <<
Página 405
[38] HN IV1, 29. <<
Página 406
[39] HN VI.1, 30. <<
Página 407
[40] EJ fragmento 142, pp. 96-97. <<
Página 408
[41] Cf. MB fragmento 231, p. 220. <<
Página 409
[42] Cf. HN IV1, 46-47. <<
Página 410
[43] Cf. MB fragmento 142 y 221. <<
Página 411
[44] MB fragmento 59, p. 153. <<
Página 412
[45] MVR1 § 54, SW II 323, Alianza Editorial, vol. I, p. 498. <<
Página 413
[46] Sigmund Freud, Obras completas (edición de Luis López Ballesteros), Biblioteca
Página 414
[47] S. Freud, Autobiografía., OC VII 2971. <<
Página 415
[48] S. Freud, Historia del movimiento psicoanalítico, ed. cit. OC V 1900. <<
Página 416
[49] S. Freud, Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis, ed. cit. OC VIII 3161.
<<
Página 417
[50] S. Freud, Más allá del principio del placer, ed. cit. OC VII 2533. <<
Página 418
[51] Fernando Savater, «Schopenhauer», en Victoria Camps (ed.), Historia de la ética,
Página 419
[52] Cf. ZA VI 84. <<
Página 420
[53] E1 cap. 3, ZA VI 83. <<
Página 421
[54] E1 cap. 3, ZA VI 95. <<
Página 422
[55]
Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica (ed. de Roberto R. Aramayo),
Alianza Editorial, Madrid, 2013, p. 234. <<
Página 423
[56] Cf. Roberto R. Aramayo, Crítica de la razón ucrónica, Tecnos, Madrid, 1992,
Página 424
[57] Cf. EJ fragmento 35, p. 39. <<
Página 425
[58] E1 cap. 3, ZA VI 89. <<
Página 426
[59] E1 cap. 3, ZA VI 97. <<
Página 427
[60] HN IV1, 124. <<
Página 428
[61] EJ fragmento 152, pp. 101-102. <<
Página 429
[62] E1 cap. 3, ZA VI 101. <<
Página 430
[63] E1 cap. 3, ZA VI 99. <<
Página 431
[64] Rüdiger Safranski, Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía,
Alianza
Universidad, Madrid, 1990, p. 60. Cf. Luis Fernando Moreno Claros, Schopenhauer.
Vida y obra del filósofo pesimista, Algaba, Madrid, 2005, p. 84. <<
Página 432
[65] MC, PD X 263-264. <<
Página 433
[66] MB fragmento 39, p. 86. <<
Página 434
[67] E1 cap. 5, ZA VI 134. <<
Página 435
[68] E2 § 10, ZA VI 217. <<
Página 436
[69] E2 § 20, ZA VI 297, <<
Página 437
[70] E1 cap. 3, ZA VI 91. <<
Página 438
[71] E1 cap. 3, ZA VI 93. <<
Página 439
[72] E2 § 20, ZA VI 296. <<
Página 440
[73] EJ fragmento 63, p. 53. <<
Página 441
[74] E2 § 4, ZA VI 160. <<
Página 442
[75] E2 § 13, ZA VI 235. <<
Página 443
[76] E2 § 6, ZA VI 186. <<
Página 444
[77] E2 § 6, ZA VI 183. <<
Página 445
[78] E2 § 14, ZA VI 238. <<
Página 446
[79] E2 § 4, ZA VI 163. <<
Página 447
[80] E2 § 4, ZA VI 164. <<
Página 448
[81] E2 § 3, ZA VI 158. <<
Página 449
[82] E2 § 4, ZA VI 165. <<
Página 450
[83] E2 § 8, ZA VI 209. <<
Página 451
[84] E2§ 2, ZA VI 155. <<
Página 452
[85] HN III 151. <<
Página 453
[86] E2 § 16, ZA VI 248. <<
Página 454
[87] E2 § 15, ZA VI 244. <<
Página 455
[88] E2 § 19, ZA VI 285. <<
Página 456
[89] E2 § 19, ZA VI 270. <<
Página 457
[90] MB fragmento 135, p. 137. <<
Página 458
[91] Cf. MB fragmento 129, p. 135. <<
Página 459
[92] Ludwig Wittgenstein, Tractatus lógico-philosophicus, aforismo 6.522 (Alianza
Página 460
[93] MB fragmento 182, p. 170. <<
Página 461
[94] MVR2 cap. 47, SW III 679, Alianza Editorial, vol. II, pp. 780-781. <<
Página 462
[95] L. Wiitgenstein, Tractatus, 6.54 (ed. cit., p. 145). <<
Página 463
[96] MVR2 cap. 47, SW III 688, Alianza Editorial, vol. II, p. 791. <<
Página 464
[97] HN I 127. <<
Página 465
[98] EJ fragmento 15, p. 30. <<
Página 466
[99] Theodor Ribot, La filosofía de Schopenhauer, Salamanca, 1879, pp. 238-239. <<
Página 467
[100] VN, ZA V 340. <<
Página 468
[101] Cf. José Francisco Yvars, La estética del pesimismo, Labor, Bareclona, 1978,
p. 15; cf. Georg Lukács, El asalto a la razón: La trayectoria del irracionalismo desde
Schelling hasta Hitler (trad. de Wenceslao Roces), Grijalbo, Barcelona, 1976, p. 204.
<<
Página 469
[102] Cf. Wittgenstein, Tractatus, 6.44 (ed. cit., p. 144). <<
Página 470
[103] MVR1 § 15, SW II 98, Alianza Editorial, vol. I, p. 229; cf. EJ fragmento 71, pp.
56-57. <<
Capítulo 4
Página 471
[1] SW III 531. <<
Página 472
[2] Cf. GB carta 230, p. 242. <<
Página 473
[3] Cf. GB carta 231, p. 244. <<
Página 474
[4] GB carta 234, p. 247 <<
Página 475
[5] GB carta 237, p. 251. <<
Página 476
[6] HN III 527. <<
Página 477
[7] MB fragmento 221, p. 215. <<
Página 478
[8] MB fragmento 154, p. 149. <<
Página 479
[9] HN IV2, p. 9 <<
Página 480
[10] Cf. D1, p. 28. <<
Página 481
[11] EJ fragmento 8, p. 28. <<
Página 482
[12] MB fragmento 154, p. 148. <<
Página 483
[13] HN IV1, 108. <<
Página 484
[14] MB fragmento 196, p. 188. <<
Página 485
[15] MB fragmento 196, pp. 187-188. <<
Página 486
[16] MB fragmento 196, p. 189. <<
Página 487
[17] MB fragmentos 196, p. 190. <<
Página 488
[18] D1, p. 35. <<
Página 489
[19] D1, p. 38. <<
Página 490
[20] EJ fragmento 17, p. 31. <<
Página 491
[21] MB fragmento 196, p. 191. <<
Página 492
[22] D1, 23. <<
Página 493
[23] D1, p. 39. <<
Página 494
[24] D1, p. 41. <<
Página 495
[25] D1, p. 28. <<
Página 496
[26] Cf HN III, 471; y D2, p. 15. <<
Página 497
[27] MB fragmento 173, p. 164; D1, p. 4. <<
Página 498
[28] Cf. HN I 261. <<
Página 499
[29] D1, p. 31. <<
Página 500
[30] EJ fragmento 30, pp. 36-37. <<
Página 501
[31] D2, p. 108. <<
Página 502
[32] MB fragmento 132, p. 136. <<
Página 503
[33] D2, p. 95. <<
Página 504
[34] D2, p. 107. <<
Página 505
[35] Cf. Francisco Rodríguez Adrados, introducción a La Canción del Señor, Edhasa,
Página 506
[36] Cf. D1, p. 23. <<
Página 507
[37] D2, p. 99. <<
Página 508
[38] D2, p. 96. <<
Página 509
[39] D1, p. 12. <<
Página 510
[40] HN III 630-631. <<
Página 511
[41] D2, p. 110. <<
Página 512
[42] D2, p. 111. <<
Página 513
[43] MB fragmento 233, p. 222. <<
Capítulo 5
Página 514
[1] GB, carta 90 del 21/5/1824, p. 92. <<
Página 515
[2] GB, carta 86, p. 88. <<
Página 516
[3] Cf. MC, PD X 270 y ss. <<
Página 517
[4] Cf. MB fragmento 93 y 265. <<
Página 518
[5] Cf. MB fragmentos 3, 26, 27, 32, 63, 68, 72, 107, 119, 130, 253, 255 y 279. <<
Página 519
[6] GB carta 255, p. 265. <<
Página 520
[7] Cf MB fragmento 239. <<
Página 521
[8] Cf. MB fragmento 147. <<
Página 522
[9] Cf MVR1 Apéndice, SW II 496-497, Alianza Editorial, vol. I, pp. 709-710. <<
Página 523
[10] MRV1 Apéndice, SW II 493, Alianza Editorial, vol. I, p. 705. <<
Página 524
[11] Cf. MB fragmentos 300 y 285. <<
Página 525
[12] Cf. MB fragmento 210. <<
Página 526
[13] Cf. MB fragmentos 132, p. 136. <<
Página 527
[14] MB fragmentos 16, p. 74. <<
Página 528
[15] Cf MB fragmento 46. <<
Página 529
[16] HN IV1, 29. <<
Página 530
[17] VN, ZA V, 299. <<
Página 531
[18] Cf. HN IV1, 46-47. <<
Página 532
[19] EJ fragmento 8, p. 28. <<
Página 533
[20] EJ fragmento 17, p. 31. <<
Página 534
[21] HN I 77 y 340; MVR1 § 5, Alianza Editorial, vol. I, p. 134. <<
Página 535
[22] EJ fragmento 142, p. 96. <<
Página 536
[23] Cf. MB fragmento 17. <<
Página 537
[24] MB fragmento 61, p. 102; cfr. MVR2 cap. 19, SW III 272-273, Alianza Editorial,
Página 538
[25] MB fragmento 24, p. 79. <<
Página 539
[26] MB fragmento 263, p. 237. <<
Página 540
[27] Cf. HN IV1, 86; MB 203 y P1 EC, ZA VII 255. <<
Página 541
[28] MB fragmento 159, p. 153. <<
Página 542
[29]
MB fragmento 203, p. 200; cfr. MVR2 cap. 47, SW III 690-691, Alianza
Editorial, vol. II, pp. 793-795. <<
Página 543
[30] MB fragmento 259, pp. 235-236. <<
Página 544
[31] MB fragmento 259, p. 235. <<
Página 545
[32] MB fragmento 35, p. 84. <<
Página 546
[33] MVR2 cap. 41, SW III 533-534, Alianza Editorial, vol. II, p. 613. <<
Página 547
[34] MB fragmento 271, p. 241. <<
Página 548
[35]
MB fragmento 211, p. 207; cfr. MVR2 cap. 41, SW III 534-535, Alianza
Editorial, vol. II, pp. 613-614. <<
Página 549
[36] Cf. MVR1 § 54, SW II 331, Alianza Editorial, vol. I, p. 508, <<
Página 550
[37] Cf. MVR2 cap. 41, SW III 547, Alianza Editorial, vol. II, pp. 628-629. <<
Página 551
[38] Cf. MVR2 cap. 41, SW III 538, Alianza Editorial, vol. II, pp. 618-619. <<
Página 552
[39] Cf. MVR2 cap. 41, SW III 535, Alianza Editorial, vol. II, p. 615. <<
Página 553
[40] Cf. MB fragmento 211. <<
Página 554
[41] MVR2 cap. 41, SW III 564, Alianza Editorial, vol. II, p. 647; cf. MB fragmento
258. <<
Página 555
[42] Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones, en OC II 187. <<
Página 556
[43] P1 EC, ZA VII 253. <<
Página 557
[44] Cf. HN IV,1, 85. <<
Página 558
[45] MB fragmento 25, p. 79. <<
Página 559
[46] MB fragmento 6, p. 68. <<
Página 560
[47] MB fragmento 154. <<
Página 561
[48] HN IV1, 108. <<
Página 562
[49] MB fragmento 196, p. 188. <<
Página 563
[50] MB fragmento 196, p. 190. <<
Página 564
[51] MB fragmento 280, p. 245. <<
Página 565
[52] MB fragmento 196, p. 188. <<
Página 566
[53] D1, p. 38. <<
Página 567
[54] D1, p. 41. <<
Página 568
[55] MVR2 cap. 41, SW III 574, Alianza Editorial, vol. II, p. 659. <<
Página 569
[56] EJ fragmento 26, p. 35. <<
Página 570
[57] MB fragmento 260, p. 236. <<
Página 571
[58] Se refiere al pasaje que dice: «¿Qué sueños sobrevendrán cuando, despojados de
Página 572
[59] EJ fragmento 124, p. 81. <<
Página 573
[60] MB fragmento 258, p. 235. <<
Página 574
[61] MB fragmento 203, p. 200. <<
Página 575
[62] MVR2 cap. 41, SW 576, Alianza Editorial, vol. II, p. 661. <<
Página 576
[63] Cf. P1 ASV, ZA VIII 343. <<
Página 577
[64] MB fragmento 21, p. 76. <<
Página 578
[65] MVR2 cap. 41; SW III 575, Alianza Editorial, vol. II, p. 660. <<
Página 579
[66] MB Fragmento 291, pp. 253-254. <<
Página 580
[67] HN III 642. <<
Página 581
[68] Pedro Calderón de la Barca Henao de La Barrera y Riaño, La vida es sueño,
Segunda Jornada, 2154/2187 (Alianza Editorial, Madrid, 2013, pp. 132-133). <<
Capítulo 6
Página 582
[1]
Cf. Roberto R. Aramayo, «L’eudemonología i Schopenhauer nel suo fondo
kantiano», Schopenhauer Jahrbuch, 92 (2011), pp. 49-67. <<
Página 583
[2]
Como muestran los artículos del colectivo editado por Lore Hühn, Die Ethik
Arthur Schopenhauers im Ausgang von Deutschen Idealismus (Fichte/Schelling),
Ergon Verlag, Würzburg, 2006. <<
Página 584
[3]
Cf. Pierre Raikovic, Le sommeil dogmatique de Freud (Kant, Schopenhauer,
Freud), 1994, pp. 25 y ss.; Gabriel Peron, Schopenhauer: La philosophie de la
volonté, L’Hartmann, París, 2000, pp. 229 y ss. <<
Página 585
[4] Cf. Paul Audi, Supériorité de l’éthique. De Schopenhauer à Wittgenstein, PUF,
Página 586
[5] Cf. el trabajo de mi doctorando Francisco Lapuerta, Schopenhauer a la luz de las
filosofías de Oriente y Occidente, Cims, Barcelona, 1997; cf. asimismo Ki-Ok Son,
Schopenhauers Ethik des Mittleids und die indische Philosophie: Paralelität und
Differenz, Alber, Múnich, 2001. <<
Página 587
[6] Cf. Walter Meyer, Das Kantbild Schopenhauers, Peter Lang, Frankfurt am Main,
Página 588
[7] MVR2 cap. 41, SW III 695, Alianza Editorial, vol. II, p. 800. <<
Página 589
[8] Cf. EJ fragmento 138, p. 90 cf. HN I, 330. <<
Página 590
[9] Cf. EJ fragmento 185, p. 129; cf. HN I, 405. <<
Página 591
[10] MRV1, SW II, 231, Alianza Editorial, vol. I, p. 388. <<
Página 592
[11] Cf. Roberto R. Aramayo, Crítica de la razón ucrónica, Tecnos, Madrid, 1992,
p. 29; e igualmente Immanuel Kant. La utopía moral como emancipación del azar,
Edaf, Madrid, 2001 (passim). <<
Página 593
[12] Cf. Ortrun Schulz, Schopenhauer Kritik der Hoffnung, Peter Lang, Frankfurt am
Página 594
[13]
MRV2 SW III, 242-243, Alianza Editorial, vol. II, p. 285. Cf. Roberto R.
Aramayo, «Le paradoxal héritage de L’Aufklärung kantienne chez Schopenhauer», en
Iwan-Michelangelo D’Aprile, Joachim Gessinger und Thomas Gil (ed.),
Transformationen der Vernunft. Aspekte der Wirkungsgeschichte der Aufklärung,
Wehrhahn Verlag, Saarbrücken, 2008, pp. 28 y ss.; cf. Gerhard K. Eisenbach,
Physische und moralische Weltansicht. Schopenhauer als Kritiker der Aufklrärung,
Universitäts Verlag, Heidelberg, 2005, pp. 129 y ss. <<
Página 595
[14] Cf. Roberto R. Aramayo, «L’optimisme du rêve éternel d’une volonté cosmique
Página 596
[15] Cf. ZA VI, 248 y 239 y ss.. Sobre compasión y moralidad cf. Gerard Mamnion,
Página 597
[16] HN II, 349-350. <<
Página 598
[17] Cf. Immanuel Kant,
Fundamentación para una metafísica de las costumbres
(edición de Roberto R. Aramayo), Alianza Editorial, Madrid, 2012, pp. 101-103; Ak.
IV, 406-407. <<
Página 599
[18] Cf. op. cit., ed. cit., p. 84; Ak. IV, 407. <<
Página 600
[19] Roberto R. Aramayo, «A la búsqueda del sosiego interno: una felicidad formal a
Página 601
[20]
Cf. Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica (edición de Roberto
R. Aramayo), Alianza Editorial, Madrid, 2013, p. 267; Ak. V, 117. <<
Página 602
[21]
Cf. Immanuel Kant, Antología (edición de Roberto R. Aramayo), Península,
Barcelona, 1991. <<
Página 603
[22] Cf. Roberto R. Aramayo, «Un Kant fragmentario: La vertiente aforística del gran
pensador sistemático», introducción a Kant, Antología, ed. cit., pp. 12 y ss.; cf.
asimismo Roberto R. Aramayo, «Autoestima, felicidad e imperativo categórico;
razones y sinrazones del (anti)eudemonismo kantiano», Dianoia 43 (1997), pp. 77-
94. <<
Página 604
[23] Reflexión 7202, Ak. XIX, 276-277. <<
Página 605
[24] Ak.XIX, 278. <<
Página 606
[25] Cf. Immanuel Kant, Fundamentación, ed. cit, pp. 120-122; Ak. IV, 418. <<
Página 607
[26] Cf. Immanuel Kant, Hacia la paz perpetua, Ak. VIII, 370. <<
Página 608
[27] Cf. Immanuel Kant, Crítica del discernimiento (edición de Roberto R. Aramayo y
Salvador Mas), Alianza Editorial, Madrid, 2012, p. 629; Ak. V, 430. <<
Página 609
[28] Cf. Immanuel Kant, Fundamentación, ed. cit., p. 89; Ak. IV, 399. <<
Página 610
[29] Cf. Roberto R. Aramayo, «El bien supremo y sus postulados (Del formalismo
Página 611
[30] Cf. Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, ed. cit., p. 255; Ak. V, 110. <<
Página 612
[31] Cf. ibid., p. 309; Ak. V, 144. <<
Página 613
[32] Cf. Immanuel Kant, Metafísica de las costumbres, Ak VI, 377-8. <<
Página 614
[33] ZA VI, 164. <<
Página 615
[34] ZA VI, 165. <<
Página 616
[35] Cf. Immanuel Kant , Metafísica de las costumbres, Ak. VI, 385. <<
Página 617
[36] ZA VI, 163. <<
Página 618
[37] ZA VI, 235. <<
Página 619
[38] GB carta 204, pp. 119-120. <<
Página 620
[39] ZA VI, 270. <<
Página 621
[40] Cf. v.g. Oliver Hallich, Mitleid un Moral. Schopenhauer Leidensethik und die
Página 622
[41] Cf. supra «La ecuación entre metafísica y ética». <<
Página 623
[42] Cf. Susanne Weiper, Triebfeder und höchstes Gut. Untersuchungen zum Problem
Página 624
[43] Cf. el estudio introductorio de Arthur Hübscher a esta traducción
schopenhaueriana en Der handschriftliche Nachlass, ed. cit., vol IV.2, pp. X-XIX. <<
Página 625
[44] Cf. Immanuel Kant, Fundamentación, ed. cast. cit., p. 99; Ak. IV, 405 <<
Página 626
[45] Cf. Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, A 806, B 834. <<
Página 627
[46] Cf. Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, ed. cast. cit., p. 277; Ak. V, 124.
<<
Página 628
[47] MRV1, SW III, 376, Alianza Editorial, vol. I, p. 563, <<
Página 629
[48] MRV1, SW III, 196, Alianza Editorial, vol. I, p. 346. <<
Página 630
[49] HN IV, 448 y HN III, 274. <<
Página 631
[50] Cf. Arthur Schopenhauer, Manuscritos berlineses (edición de Roberto
R. Aramayo), Pre-Textos, Valencia, 1996, p. 125; HN III, 176. <<
Página 632
[51] Cf. Arthur Schopenhauer, Die Kunst, glücklich zu sein: Darsgestellt in fünfzig
Lebensregeln (ed. de Franco Volpi), Verlag C.H. Beck, Múnich, 1999. <<
Página 633
[52] Cf. Arthur Schopenhauer, El arte de ser feliz explicado en cincuenta reglas para
Página 634
[53] Cf. op. cit., p. 13. <<
Página 635
[54] Cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco, VII, 12; 1152 b15. <<
Página 636
[55] WRV1, SW III, 375, Alianza Editorial, vol. I, p. 561. <<
Página 637
[56] Cf. HN III, 599. <<
Página 638
[57] Arthur Schopenhauer, Aforismos sobre el arte de saber vivir, ed. cast. cit., pp. 32
y 33. <<
Página 639
[58] Debo esta referencia a mi buen amigo Salvador Mas, que tuvo a bien leerse este
Página 640
[59] Cf. Immanuel Kant, Hacia la paz perpetua, Ak. VIII, 365 y Ak. XXIII, 179, así
como Teoría y práctica, VIII 313; este último texto se halla en ¿Qué es la
Ilustración? Y otros escritos de ética, política y filosofía de la historia (edición de
Roberto R. Aramayo), Alianza Editorial, Madrid, 2013, p. 259. <<
Página 641
[60] MRV1, SW III, 361, Alianza Editorial, vol. I, pp. 544-545. <<
Página 642
[61] MRV2 SW III. 174, Alianza Editorial, vol. II, p. 209. <<
Página 643
[62] Cf. HN III, 268. <<
Página 644
[63] Cf. Ibid. <<
Página 645
[64] Cf. HN III, 269. <<
Página 646
[65] HN III, 387. <<
Página 647
[66] Immanuel Kant, Crítica del discernimiento, ed. cast. cit., pp. 628-629; Ak. V,
430. <<
Página 648
[67] Arthur Schopenhauer, El arte de ser feliz explicado en cincuenta reglas para la
Página 649
[68] Cf. op. cit., p. 62. <<
Página 650
[69] Cf. «Arthur Schopenhauer: le bonheur illusoire», en Histoire raisonnée de la
philosophie morale et politique, Flammarion, París, 2001, vol. II, pp. 246-251. <<
Capítulo 7
Página 651
[1] Immanuel Kant, ¿Qué es la Ilustración?, ed. cit., pp. 95-96; Ak. VIII 40. <<
Página 652
[2] MVR1, SWII 609, Alianza Editorial, vol. I, pp. 840-841. <<
Página 653
[3] MVR2, SWIII 179, Alianza Editorial, vol. II, 215. <<
Página 654
[4] GB carta 157, p. 166. <<
Página 655
[5] Cf. Immanuel Kant, ed. cit., p. 96; Ak. VIII 41. <<
Página 656
[6] Immanuel Kant, Antropología, Alianza Editorial, Madrid, 2015, p. 332n; Ak. VII
333n. <<
Página 657
[7] Immanuel Kant, La paz perpetua, Alianza Editorial, Madrid, 2016, p. 117; Ak.
Página 658
[8] Ak. VII 23. <<
Página 659
[9] Immanuel Kant, Crítica del discernimiento, ed. cit., p. 403; Ak. V 294 n. <<
Página 660
[10] MVR1, SWI xx, Alianza Editorial, vol. I, p. 98. <<
Página 661
[11] Immanuel Kant, ¿Qué es la ilustración?, ed. cit., p. 102; Ak. VIII 18 <<
Página 662
[12] Ak. VII 92. <<
Página 663
[13] Immanuel Kant, ¿Qué es la ilustración?, ed. cit., pp. 110-111; Ak. VIII 23. <<
Página 664
[14] KrV A 317, B 373. <<
Página 665
[15] Immanuel Kant, ¿Qué es la ilustración?, ed. cit., p. 166; Ak. VIII 65. <<
Página 666
[16] Ak. XXIII 456. <<
Página 667
[17] Immanuel Kant, ¿Qué es la ilustración?, ed. cit., pp. 252-253; Ak. VIII 309. <<
Página 668
[18] Ibid., pp. 253-254; Ak. VIII 309-310. <<
Página 669
[19] MVR2, SW III 243, Alianza Editorial, vol. II, p. 285. <<
Página 670
[20] MVR2, SW3 205, Alianza Editorial, vol. II, p. 243. <<
Página 671
[21] MVR1, SWII 320, Alianza Editorial, vol. I, p. 494. <<
Página 672
[22] E1 cap. 3, ZA VI 101. <<
Página 673
[23] MVR2, SWIV 504, Alianza Editorial, vol. II, p. 579. <<
Página 674
[24] MVR2, SWIV 501, Alianza Editorial, vol. II, p. 576. <<
Página 675
[25] MVR2, SWIV, 547; Alianza Editorial, vol. II, p. 629. <<
Página 676
[26] GB carta 254, p. 266. <<
Página 677
[27] ZA VII, 291-292. <<
Página 678
[28] HN III 148. <<
Página 679
[29] HN I 187-188 <<
Página 680
[30] HN III 664. <<
Página 681
[31] HN III 195. <<
Página 682
[32] MVR1, SWII 324, Alianza Editorial, vol. I, p. 499. <<
Página 683
[33] MVR1, SWII 461, Alianza Editorial, vol. I, p. 667-668. <<
Página 684
[34] MVR1, SWII 461, Alianza Editorial, vol. I, p. 667. <<
Página 685
[35] GB carta 30, p. 18. <<
Página 686
Página 687