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La Felecidad

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1.

La noción de felicidad

Beatos esse nos volumus? La pregunta de si, ¿todos queremos ser felices?, que San
Agustín dirige a sus interlocutores en De la vida feliz 1 , se la hace cada hombre, bajo una u
otra forma, en el curso de su vida. Si intentamos entender lo que significa la felicidad,
proponiendo una definición, nos enfrentamos con una cierta confusión, con una
indeterminación difícil de disipar2 . El intento por esclarecer esta noción de felicidad, será
del que nos ocuparemos ahora.

La idea de salvación es una nueva moda. Vivimos una época de gran desolaci ón. La
soledad se percibe en el seno de la considerable algarabía de ciencias y técnicas que no
colman algunas de nuestras demandas: las de la felicidad, por un lado, es decir, la
salvación terrenal; las del porvenir, por otra parte, esto es, la salvación del alma. ¿Existe
una felicidad eterna? Y si la hay, ¿tendríamos derecho a ella? He aquí dos interrogantes a
los cuales la idea de salvación responde. La idea de salvación nace al principio de la Edad
Media: se trata de reencontrar el jardín de Edén, el mundo antes del pecado original del
cual habla la Biblia, la conversación a solas con Dios, que procura la felicidad eterna. San
Agustín ha teorizado mucho acerca de la noción de salvación y sus palabras son de una
sorprendente actualidad. Por mucho tiempo Agustín transitó lejos de Dios, principalmente
en la secta de los Maniqueos, para quienes existía el bien por un lado y el mal por el otro.
La pregunta que se plantea es la siguiente: ¿dónde encontrar la fuerza de salvarse a uno
mismo cuando se es un pecador y se vive en un mundo interior donde uno está perdido y
está abandonado todo entero al mal? San Agustín cree que la libertad del hombre no puede
salvarlo, puesto que el hombre está, por naturaleza, separado de Dios desde la caída
original. Su concepción de la salvación lo conduce entonces a decir: "Busca como si
tuvieras que encontrar. Y, cuando hayas encontrado, sigue buscando". Tal es la salvación,
en la Edad Media como en nuestra época: buscar siempre por sí mismo para estar a la
disposición del más allá extraordinario al cual se aspira. Esta concepción de la salvación es
la de un agnóstico místico, un poco como Adso de Melk, el narrador de El nombre de la
rosa, de Umberto Eco, quien termina perdiéndose en la divinidad, ahí donde el alma
piadosa sucumbe3 .

Es fácil enumerar las condiciones generales de la felicidad: buena salud, amor, libertad,
comodidad económica, etc. Con todo, ya el acuerdo deja de ser unánime: aunque estas
condiciones son más o menos indispensables, se pueden presentar todas sin que seamos
felices; es decir, al intentar definir lo que sea felicidad estas condiciones son necesarias
pero no suficientes. Es obvio que estas condiciones generales son necesarias. Si un hombre
vive en la miseria física y moral, si su libertad y su dignidad de ser humano no son más que
palabras, resulta hasta indecente hablar de felicidad. Pero, la felicidad está siempre más
allá de estas condiciones generales, por ello, no son suficientes; la felicidad está ligada a
una apreciación personal, una apreciaci ón subjetiva que varía según la condición social, el
grado de cultura, la edad, etc., y ésta es la razón por la cual ella puede ser objeto de
discusión. Decir que nuestra idea de felicidad tiene un elemento subjetivo no implica que
cada uno de nosotros invente su ideal de felicidad: este ideal se construye según las formas
y los criterios que son suministrados por la cultura y la sociedad: la concepción de la
felicidad varía según la época y el tipo de sociedad.

Se puede señalar, siguiendo a R. Benedict (Échantillos de civilisation), dos tendencias


fundamentales en las sociedades, una apolínea y otra dionisíaca. Las sociedades apolíneas
ven a la felicidad como un estado duradero, un equilibrio que es el resultado de la reunión
armoniosa de varios valores que definen lo que es bueno, bello y útil; un estado de
bienestar del espíritu y del cuerpo, ligado al apaciguamiento de los conflictos interiores, a la
conquista de un equilibrio personal. Las sociedades dionisíacas, en cambio, buscan un
estado de felicidad salvaje, placeres tan diversos como numerosos. En las sociedades
dionisíacas los placeres no procuran una saciedad definitiva, su búsqueda es infinita. El
recuerdo de los intensos placeres que conocieran está asimilado a un paraíso perdido, mas
no saben en qué valores fundar su felicidad futura.

Cuando se trata de sociedades vastas y complejas, estas dos tendencias se mezclan, si bien
siempre predomina una. Así, nuestra civilización occidental contemporánea está
comprometida con una carrera hacia una felicidad de tipo dionisíaco – se suscitan
numerosas necesidades que el individuo se esfuerza vanamente en satisfacer – pero trata a
menudo de aplacar su malestar reencontrando los valores apolíneos: vida simple y
tranquila, búsqueda de un equilibrio interior. Junto a esta tensión entre lo dionisíaco y lo
apolíneo existen otros factores que determinan lo que una sociedad entiende por felicidad.
Las circunstancias históricas son un ejemplo de ello: durante un período de calma, de
seguridad y de abundancia, no se considera la felicidad bajo el mismo ángulo que durante
los períodos de guerra o de penuria. Además, en una misma sociedad, la concepción de la
felicidad cambia seg ún las clases sociales. La sociología nos enseña que existe un umbral
de miseria por debajo del cual el individuo ya no tiene ninguna idea de lo que se puede
llamar felicidad. Esta relatividad de las concepciones acerca de la felicidad explica, en gran
medida, el halo de oscuridad que envuelve esta noción.

La felicidad está ligada al tiempo: exige estabilidad y continuidad. Pensar que la felicidad
puede llegar a acabarse es viciar el momento feliz que vivimos, con la angustia de que
cesará. Este carácter temporal permite distinguir entre felicidad y placer. Felicidad no es
placer, ya que este último indica la satisfacción momentánea de una tendencia particular;
sigue siendo limitado, superficial y efímero. La felicidad es, por el contrario, la tonalidad
global de toda una vida, al menos de un período de ésta y, paradójicamente, es poco
común que la felicidad sea vivida como un presente que se eterniza. Si la desdicha entraña
el repliegue sobre sí mismo y aguza la conciencia de sí, el hombre feliz generalmente se
deja vivir sin darse claramente cuenta de su estado, sin interrogarse acerca de la
naturaleza de su felicidad. Prueba del carácter temporal de la felicidad es la de que se suele
hablar en pasado del tiempo feliz: fuimos felices durante un período de nuestra vida.
Contrastamos la felicidad pasada con las desgracias presentes, y nuestro pasado,
decantado por la memoria, se ve revalorizado. Y en este pasado sacamos nuevas fuerzas,
hasta nuevas razones de esperar. Es entonces en el futuro que proyectamos nuestra
felicidad. Vivimos demasiado a menudo el presente de manera pasiva y neutra. La
banalidad cotidiana, ni feliz ni infeliz, llena de tareas monótonas, se desenvuelve bajo el
modo del aburrimiento, de la distracción o de la espera. Arrastrada por la huída del tiempo,
rechazada en el pasado, proyectada en el futuro, la felicidad parece, en efecto, difícil de
captar.

¿Es la felicidad inseparable de una reflexión, de la toma de conciencia de un acuerdo


armonioso entre todas las potencias de nuestro ser? La felicidad, de hecho, no se reduce al
bienestar afectivo de un organismo adaptado a su medio. El hombre debe reflexionar para
construir su vida según unos valores. No puede desatender ni su libertad, ni su
responsabilidad ante el compromiso voluntario de su acción. Ser feliz supone que el hombre
sea capaz de lograr un equilibrio que supere sus contradicciones y sus conflictos. Si el
hombre quiere ser feliz, no debe olvidar que la felicidad es el resultado de una conquista
primero sobre él mismo y luego sobre un mundo en el que debe tener en cuenta no
solamente las fuerzas naturales, sino también a los demás hombres.

Buscar la felicidad en un mundo tan trastornado por las injusticias y los dramas puede
parecer egoísta. Nuestra propia felicidad está siempre ligada a la búsqueda de la felicidad
de los demás. Esta búsqueda nos ayuda a vivir. En el valor de la felicidad, R. Polin ve uno
de los "polos de referencia" de la existencia. Con todo, la condición humana parece muy
poco favorable para la felicidad. El hombre es un ser para la muerte. Está preso del tiempo
que lo arrastra inexorablemente hacia la decadencia. El hombre es un ser limitado en su
potencia, condenado al fracaso, a la duda y a la insatisfacción. El hombre necesita al otro,
pero éste se escurre. La mayoría de estos temas clásicos han sido retomado por los
moralistas cristianos, para subrayar la miseria del hombre caído: aunque el hombre puede
buscar el olvido de su miseria en la "diversión"4 , no podrá encontrar la felicidad sino en la
salvaci ón.

2. Felicidad y soberano bien

Para toda la filosofía antigua el objeto de la moral es lo que nos permite definir y alcanzar
el soberano bien que es el fin supremo de nuestra actividad. Este fin es un bien perfecto,
acabado, que se basta a sí mismo y que nos llena totalmente. Aunque todos concuerden en
decir que sea la felicidad, o eudaimonía, Aristóteles advierte en la Ética nicomaquea que
cada hombre la concibe a su manera. Para liberarse de este subjetivismo, es preciso buscar
cuál es el bien propio del hombre.

Para Aristóteles la virtud, areté 5 , es decir la excelencia en el hacer del hombre, es su


aptitud para la vida racional: el alma humana encuentra su más alta satisfacción en la
práctica de las virtudes intelectuales, en el ejercicio de sus facultades racionales. La
felicidad señala la perfecta satisfacción, la plenitud del hombre que ha alcanzado el
completo desarrollo de su ser verdadero, en plena conformidad consigo mismo y con el
orden del cosmos. La felicidad, que es a la vez el fin supremo y el sentido de la existencia
humana, no es un don gratuito; es el fruto de toda una vida moral, que se independiza del
tiempo cuando se alcanza. El fin de la moral es la perfección, y va acompañada del puro
goce. Este eudemonismo es el rasgo principal de la tradición helénica.

En Platón el Bien está más allá de lo que podemos aprehender y, más que pensarlo, lo
presentimos místicamente. El Bien está en la fuente de los inteligibles y proporciona el
modelo, o paradigma, según el cual se introduce en la vida de la pólis, ciudad-estado, y en
la de los individuos. El conocimiento racional nos permite determinar la naturaleza del
hombre, su sitio en esta totalidad racionalmente estructurada, y, por lo tanto,
comprensible, que es la naturaleza, physis. Mientras el hombre no viva según su verdadera
naturaleza no podrá liberarse del estado de insatisfacción, de desgarramiento y de desdicha
interior. La pólis es la que asegura la mediación entre el individuo y el cosmos; el orden de
la ciudad corresponde al orden del mundo, estriba en los mismos principios de organización
jerárquica.

"Hemos de recordar, por tanto, [dice Platón] que cada uno de nosotros será justo y hará lo
que le compete, cuando cada una de las partes que en él hay haga lo suyo… ¿Y no es a la
razón a quien compete mandar, por ser ella sabia y tener a su cuidado el alma toda entera,
y a la cólera, a su vez, el obedecerle y secundarla?… Y estas dos partes, así nutridas y
verdaderamente instruidas y educadas en su respectiva función, gobernarán la parte
concupiscible, que es la más extendida en cada alma, y por naturaleza insaciable de bienes.
Sobre ella han de velar las otras dos, no sea que, atiborrándose de los llamados placeres
del cuerpo, se haga grande y fuerte, y dejando de hacer lo suyo, trate de esclavizar y
gobernar a aquella que, por su condición natural, no le corresponde, y trastorne por entero
la vida de todos"6 .

La felicidad consiste en vivir en plena conformidad con el orden enteramente racional del
mundo. Se entiende, entonces, por qué en la filosofía antigua un conocimiento del
universo, o kósmos, es esencial: el ideal de liberación y de felicidad no puede ser alcanzado
más que en y por el conocimiento de lo que es verdaderamente, y en casi toda esta
filosofía antigua, la fuerza de la felicidad es la contemplación. Ésta es la más alta función
del alma racional y supone el ejercicio de la facultad intelectual, el noûs, que aprehende los
primeros principios, la razón suprema de las cosas. La virtud del intelecto, la sophía, o
sabiduría teorética, es la más alta virtud del alma humana. Entre todas las actividades del
alma, la actividad contemplativa, o theoría, es la más pura: no necesita, para ejercerse, de
un auxilio ajeno. Su fin último está en ella misma, dice Aristóteles. Con todo, esta vida feliz
sigue siendo un ideal muy pocas veces alcanzado. La vida contemplativa es la característica
propia del elemento divino que habita en nosotros7 . La virtud práctica, al contrario, está
ligada a la condición humana; se ejerce en las relaciones humanas, requiere la dirección de
la prudencia, phrónesis, e implica unas disposiciones de carácter – virtudes éticas – que
tienen sus raíces en lo natural y se desarrollan mediante el ejercicio o hábito. Si el hombre
de bien encuentra su felicidad en el ejercicio de la virtud práctica, su felicidad es menos
independiente que la del sabio entregado a la contemplación. No se basta a sí misma. A la
virtud práctica le pueden hacer falta los medios o la oportunidad de ejercitarse.Además de
la virtud práctica, la felicidad requiere de un conjunto de bienes exteriores. Finalmente,
para ejercerse plenamente, esta actividad virtuosa supone un desarrollo completo del ser
racional y, por ende, un cierto modo de vivir, es decir, de vivir según la razón, katà lógos, y
no según la pasión, katà páthos. La actividad virtuosa debe ser la tarea de una vida
entera8 .

La vida virtuosa no exige el adorno del placer: es placentera en sí misma. Aunque el


epicurismo asimila placer y felicidad, conviene evitar el frecuente contrasentido que hace
del epicureo un libertino. La verdadera felicidad no es placeres en movimiento, sino que es
"el placer en reposo", aquél que resulta de la ausencia de deseo y de dolor, o sufrimiento.
Epicureo9 distingue tres especies de placeres: (i) los que son "naturales y necesarios" —
beber, comer y hacer el amor: hay que satisfacer las exigencias vitales del cuerpo humano
—; (ii) los que son "naturales" mas no necesarios —las fantasías culinarias y sexuales y, de
forma general, todo lo que depende del desenfreno de los deseos naturales y necesarios—;
y, finalmente, (iii) la mayoría de los placeres "ni naturales, ni necesarios", que son el
producto de opiniones vanas y vacías —los deseos sociales: los honores, la riqueza, el
poder, la gloria, o la inmortalidad, y que debemos siempre evitar. El epicurismo es
ascetismo que se funda en el rechazo de los placeres vanos, en el culto de la amistad, del
arte, de la ciencia, y en el desprecio a la muerte: "Para quien ordena su vida según la
verdadera sabiduría [escribe Lucrecio en De la naturaleza] la suprema riqueza es saber
vivir contento con poco, es poseer la igualdad de alma. De este poco, en efecto, nunca se
carece". Liberados de la angustia, que es el temor a Dios y a la muerte, podemos
entregarnos a vivir el instante presente lo más intensamente posible. El poeta Horatio,
discípulo de Epicuro, va aún más lejos: "Carpe diem", dice, "gocemos plenamente del
instante", porque el presente solo es el tiempo de la pura felicidad de existir. En una
concepción materialista del hombre, Epicuro enseña una felicidad basada en la razón y la
voluntad libre.Aprimera vista, la sabiduría epicúrea parece ascética. Pero, si el sabio
epicúreo no es el libertino que tan a menudo se pintó, tiene el mérito de reconocer la
inocencia del deseo que se practica con moderación.

Como respuesta al silencio que se hace en el eudemonismo aristotélico cuando la fortuna


da la espalda a los hombres, dejándolos así desahuciados desde el punto de vista de la vida
moral, el estoicismo quiere ofrecer una actitud "filosófica" para preservar la capacidad
personal aun en la mayor adversidad. El género de vida del sabio estoico, que se funda en
una metafísica muy diferente, es muy próximo al del epicureo. Para el estoico, una ley
imprescriptible y establecida para la eternidad rige el mundo y el destino del hombre: el
fatum. Este orden del mundo es perfectamente racional y la sabiduría consiste en vivir
"según la naturaleza"; es decir, según la razón. Para ello, es preciso hacerse dueño de sí
mismo y no dedicarse más que a los bienes verdaderos, no temer a la muerte. La virtud
consiste en distinguir "las cosas que dependen de nosotros" de "las que no dependen de
nosotros "10 . El hombre debe ser capaz, merced a su voluntad racional, de dominar sus
pasiones y alcanzar el más alto grado de libertad, en la paz perfecta del alma. Podrá
entonces "contemplar la divinidad" con serenidad, ya que aceptó voluntariamente la
necesidad racional del universo. ¿Qué podemos concluir de estas breves consideraciones
acerca de las grandes éticas antiguas? El hombre es feliz cuando, gracias al conocimiento
racional de un universo de valores y a una voluntad recta, llega a poseer los verdaderos
bienes, o cuando logra en su quehacer, una armonía conforme con esos valores. Esta
búsqueda de la felicidad da su sentido a la existencia humana: el sabio es aquél que ha
entendido la unidad de la verdad, del bien y de la felicidad.

Pero, ¿conserva la felicidad el mismo sentido cuando definimos al hombre en virtud de la


libertad, es decir, cuando afirmamos que el hombre crea libremente su orden de valores, y
que depende de él, por medio de una acción libremente escogida, transformar el mundo y
transformarse a sí mismo? Aparece ahora una conciencia cristiana desgarrada en su
oposición al mundo: la naturaleza humana ha sido pervertida por el pecado original, su
libertad es el principio de la aparición del mal y solamente la fe puede guiar al hombre
hacia la salvación. Aunque el plan divino le es inasequible, el hombre es capaz de
aprehender ciertas verdades; pero él está aislado en un mundo hostil. En la moral cristiana,
la búsqueda de la felicidad persiste, pero la felicidad ya no pertenece a este mundo. El
mundo temporal es sufrimiento y dolor y no es sino en la Ciudad de Dios donde todo está
claro. El verdadero reino de Dios será asequible a aquellos que lo han merecido, optando
por el bien mediante una libre elección de la conciencia moral.

Nada más opuesto a la felicidad concebida como placer subjetivo que la idea antigua de
eudaimonía. El denominador común de la filosofía moral de la Antigüedad es el hecho de
que el agente humano está orientado por fines que se representa al mismo tiempo que se
desean y que por su encadenamiento llega al fin último, y cuya posesión permite la
realización objetivamente perfecta de la naturaleza humana. El inicio de la Ética
Nicomaquea de Aristóteles da claramente cuenta de este hecho:

"Toda arte y toda investigación científica, y del mismo modo toda acción y elección,
parecen tender a algún bien; por esto se ha dicho con razón que el bien es aquello a que
todas las cosas tienden […] Si existe, pues, algún fin de nuestros actos que queramos por
él mismo y los demás por él, y no elegimos todo por otra cosa – pues así se seguiría hasta
el infinito, de suerte que el deseo sería vacío y vano –, es evidente que ese fin será lo
bueno y lo mejor [tò ágiston]. Y así, ¿no tendrá su conocimiento gran influencia sobre
nuestra vida [pròs tòn bíon], y, como arqueros que tienen un blanco, no alcanzaremos
mejor el nuestro?"11 .

Este fin, o télos, que significa a la vez el término de un movimiento – el fin de un proceso o
de una serie – y el fin de una acción humana – el fin de una conducta o de una vida –
define y determina las acciones del hombre, en general, y sus acciones morales, en
particular. La vida moral del hombre que está enraizada en el deseo, o boúlesis, encuentra
la realización de su naturaleza en este fin último que los antiguos concuerdan en llamar
eudaimonía, o felicidad.

Siglos después, en los albores de la Modernidad, es volviendo sobre el De la vida


bienaventurada de Séneca cómo Descartes reflexiona sobre la felicidad. Descartes sigue
siendo en moral el heredero del ideal griego transmitido a los tiempos modernos por la
escolástica medieval y el estoicismo cristiano del siglo XVI; el fin último de la filosofía moral
es el Soberano Bien. Pero, a diferencia de los antiguos, en general, y de Séneca, en
particular, Descartes establece ahora una distinción entre la ventura o dicha, "l´heure", y la
felicidad o beatitud, "béatitude":

"La dicha [l´heure] no depende más que de cosas que están fuera de nosotros, de donde
resulta que se estima más dichosos [heureux] que sabios a aquellos a quienes ha
acontecido algún bien que no han conseguido por sí mismos; mientras que, a mi parecer, la
felicidad [béatitude] consiste en un perfecto contento de espíritu y en una satisfacción
interior [un parfait contentement d´esprit et une satisfaction intérieure] que no suelen
poseer los más favorecidos por la fortuna, y que los sabios adquieren sin ella. Así, [vivere
beate], vivir con felicidad [béatitude], no es otra cosa que tener el espíritu perfectamente
contento y satisfecho [l´esprit parfaitement content et satisfait]" 12 .

Esta distinción permite que la ética cartesiana evite el debate entre dos bienes o fines, y
abre el camino hacia el sentido moderno del concepto de felicidad. Ilustremos lo que
queremos decir con un texto de Cicerón, quien retoma la célebre imagen del arquero:

"Pues, así como si alguien se propone dirigir una pica o una flecha hacia un blanco
determinado, lo mismo que nosotros hablamos del último bien, así él debe hacer todo lo
posible para dar en el blanco: en un ejemplo como éste, el tirador debe intentarlo todo
para alcanzar su propósito lo que corresponde a lo que nosotros, referido a la vida,
llamamos supremo bien; en cambio, el dar en el blanco es algo, por decirlo así, que merece
ser elegido, pero no deseado por sí mismo"13 .

Contra una moral del contenido de inspiración aristotélica, Descartes propone una moral de
la intención o, mejor, del estilo del acto, ilustrada en la cita anterior de Cicerón por el
arquero que, si bien trata de dar en el blanco, se preocupa sobre todo por apuntar bien.
Descartes identifica el bien moral con la manera de buscar la felicidad, es decir, identifica el
bien moral con los medios que están en nuestro poder para alcanzar la felicidad. La meta –
skopós – del arquero es alcanzar el blanco al que apunta; aunque alcanzar el blanco es algo
que no dependa enteramente de él, ya que existe un sinnúmero de circunstancias que, por
muy hábilmente que la flecha hubiese sido lanzada, podrían desviarla. Sin embargo, su fin
– télos – es hacer todo lo que dependa de él, y de su habilidad como arquero para alcanzar
el blanco.Aeste respecto, ningún obstáculo puede interponerse entre él y su fin, ya que
precisamente, por definición misma, sólo de él depende hacer todo lo que depende de él.
Descartes retoma de Epicteto la famosa distinción entre "lo que depende de nosotros" y "lo
que no depende de nosotros ", y unifica la virtud desde el punto de la voluntad o razón
práctica. La vida moral y, por ende, la búsqueda de la felicidad, es, y sólo puede ser,
asunto de lo que depende enteramente de nosotros, a saber, "la libre disposici ón de
nuestra voluntad", y en ello consiste la virtud cardinal de la generosidad, la que hace que
un hombre se estime en el más alto grado que puede legítimamente estimarse:

"No advierto en nosotros sino una sola cosa que pueda dar justa razón para estimarnos, a
saber, el uso de nuestro libre albedrío y el dominio que tenemos sobre nuestras voliciones.
Porque sólo por las acciones que dependen de ese libre albedrío podemos ser alabados o
censurados con razón, y él nos hace, en cierto modo, semejantes a Dios, haciéndonos
dueños de nosotros mismos, siempre que no perdamos por cobardía los derechos que nos
da"14 .

Por encima del Medioevo, Descartes reencuentra la magnanimidad, o mégalopsyche 15 , de


Aristóteles, una cierta estima de sí, una conciencia de su valor basado en el conocimiento
de las condiciones del acto moral que funda a la vez, y al mismo tiempo, la virtud y la
responsabilidad del agente moral.

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