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Capitalismo y Medio Ambiente

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Marxismo y crisis ecológica

Marxism and Ecological Crisis

Agustín Fernández Arner, Augusto German Kohan

Departamento de Desarrollo Económico, Facultad de Economía,

Universidad de La Habana, Cuba.

RESUMEN

La crisis medioambiental que afecta al planeta ha motivado el interés de

gobiernos, medios de comunicación y ciudadanos. Los desafíos globales y

locales han sido discutidos en foros internacionales y cumbres, pero los

enfoques y acuerdos están lejos de una solución efectiva. ¿Están las

soluciones a esta crisis dentro de los marcos del sistema capitalista? La

respuesta es no. El sistema capitalista se centra en la obtención y

maximización de ganancias, sin importarle si los recursos que utiliza son o no

renovables. Por tanto, el sistema encontrará un muro entre sus fuerzas de


desarrollo esenciales y sus patrones de sobreexplotación. El marxismo

contemporáneo trae a consideración una solución basada en la transición a

una sociedad socialista. Un paradigma político y socioeconómico diferente es

la única solución sostenible.

PALABRAS CLAVE: acumulación del capital, ecosocialismo, desarrollo

sustentable.

ABSTRACT

Ecological crisis affecting the earth has aroused government, media, and

citizen interest. Global and local challenges have been discussed at

international forums and summits, but approaches adopted and agreements

reached are far from finding effective solutions to this crisis. Could these

solutions be found within the framework of capitalist system? The answer is

no. Capitalist system is based on making and maximizing profit, no matter

whether resources to be used are renewable or not. Consequently, there is an

antagonism of its fundamental dynamic forces of development to its patterns

of overexploitation. Contemporary Marxism considers a solution based on a

transition to a socialist society. A different political and socioeconomic

paradigm is the only sustainable solution.


KEYWORDS: capital accumulation, eco-socialism, sustainable

development.

"Una importante especie biológica está en riesgo de desaparecer por la

rápida y progresiva liquidación de sus condiciones naturales de vida: el

hombre".

Fidel Castro Ruz: discurso pronunciado el 12 de junio de 1992 en la

Conferencia de Organización de las Naciones Unidas sobre Medioambiente y

desarrollo de Río de Janeiro.

Introducción

Durante las últimas décadas la parte más consciente de la humanidad ha

mostrado una creciente inquietud por el acelerado deterioro del entorno

natural, lo cual ha suscitado multitud de publicaciones ecologistas, alarmantes

trabajos de científicos especializados, así como masivas manifestaciones

populares, reclamando que cambie el sistema y no el clima.

Sin embargo, los resultados de las numerosas conferencias internacionales,


auspiciadas por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y otras

organizaciones con el propósito de frenar la catástrofe ecológica que se cierne

sobre la humanidad han sido, hasta ahora, totalmente insuficientes para

lograrlo y el deterioro ambiental sigue inexorablemente su curso. Esto

evidencia que a la cúpula capitalista que gobierna el mundo le interesan más

las ganancias de las corporaciones transnacionales que el bienestar de la

humanidad.

En las páginas que siguen pretendemos dar respuesta a una pregunta crucial:

¿es posible resolver la actual crisis ecológica en los marcos del capitalismo?

O, en otras palabras, ¿es posible un capitalismo sustentable?

Especificidad de la crisis ecológica contemporánea

La crítica situación ecológica global, evidenciada en los procesos de cambio

climático, agotamiento de recursos naturales y degradación ambiental,

acompañados de crecientes conflictos socio-ambientales, está arrastrando a

la humanidad a una irremisible catástrofe. Y esta amenaza no es algo remoto

sino un proceso claramente ostensible, cuyos efectos ya están empezando a

hacerse sentir y que, de continuar el irracional derroche consumista generado

por la lógica del capital, se incrementarán a ritmo creciente en las próximas

décadas, hasta provocar un daño irreparable a las condiciones necesarias

para la vida en el planeta.


No es preciso ser un genio para comprender que es imposible el crecimiento

infinito en un espacio finito como lo es el de nuestro planeta. Durante miles de

años la humanidad tomó de la naturaleza cuanto necesitaba para su

reproducción y arrojó a ella los desperdicios de su actividad, sin preocuparse

de las consecuencias futuras que de ello pudieran derivarse. Este hecho

resulta perfectamente comprensible si se tienen en cuenta el bajo nivel de las

fuerzas productivas y la poca densidad de la población que caracterizaban las

sociedades precapitalistas. Hubo catástrofes ecológicas en períodos

históricos anteriores, como las que dieron fin a la antigua cultura de la isla de

Pascua y a la civilización maya, pero estas crisis estuvieron limitadas a un

determinado ámbito geográfico y fueron de subproducción, expresión de la

incapacidad de aquellas sociedades para hacer frente a las necesidades

básicas de sus miembros.

Como afirma Daniel Tanuro:

Las degradaciones medioambientales actuales no son comparables a las que

se produjeron en otros períodos históricos. Las diferencias no son solo

cuantitativas (la gravedad y la globalización de los problemas ecológicos) sino,

sobre todo, cualitativas: mientras que todas las crisis medioambientales del

pasado se derivaban de tendencias sociales a la subproducción crónica, del


temor a la penuria, los problemas actuales tienen su origen en la tendencia

inversa: a la superproducción y al sobreconsumo, propios de un sistema

basado en la producción generalizada de mercancías. No se trata, pues, de

una crisis de la naturaleza, ambiental, sino de una crisis de la relación

metabólica entre la humanidad y la naturaleza (Tanuro, 2011, p. 2).

Conciencia del peligro

Desde el siglo XIX aparecen manifestaciones de preocupación por el posible

impacto de la actividad humana sobre el entorno natural, pero no es hasta la

segunda mitad del siglo XX que comienza a abrirse paso en la opinión pública

mundial la conciencia del grave peligro que se cierne sobre el futuro de la

humanidad. En 1968, en Roma, 35 personalidades de 30 países, entre los que

se contaban académicos, científicos, investigadores y políticos, imbuidos de

una creciente preocupación por las modificaciones del entorno ambiental que

están afectando a la sociedad, dieron los primeros pasos para la fundación

del grupo que se conocería como el Club de Roma. Su objetivo era investigar

sobre las perspectivas de la crisis en curso que está afectando el

medioambiente, con el propósito de promover, en funcionarios y grupos

influyentes de los principales países, la reflexión acerca de la necesidad de

enfrentar los graves riesgos que entraña. La organización se formalizó dos

años más tarde como asociación bajo la legislación suiza. La problemática

ambiental bajo análisis contemplaba la interdependencia entre distintos


aspectos políticos con aspectos energéticos, alimentarios y demográficos,

entre otros, proyectada hacia escenarios posibles con horizontes que se

extendían hacia los próximos 50 años.

En 1972 el Club dio a conocer un informe, editado en los EE. UU. y presentado

por el científico Dennis Meadows, bajo el título de "Los límites del crecimiento",

también conocido como "Informe Meadows". El informe fue preparado por un

equipo de 17 científicos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) bajo

la redacción general de Donella H. Meadows, sobre la base de un programa

informático denominado World 3, creado por sus autores, mediante el cual se

simula el crecimiento de la población, el crecimiento económico y el

incremento de la huella ecológica de la población sobre la tierra en los

próximos cien años, según los datos disponibles hasta la fecha. La tesis

principal del libro es que, en un planeta limitado, las dinámicas de crecimiento

exponencial (población y producto per cápita) no son sostenibles (Meadows,

1972). Así, el planeta pone límites al crecimiento, mediante los recursos

naturales no renovables, la tierra cultivable finita y la capacidad del

ecosistema de absorber la polución producto del quehacer humano, entre

otros.

Las simulaciones realizadas por el programa World 3 preveían un colapso de

la producción agrícola e industrial seguido por un brusco decrecimiento


poblacional dentro de los próximos cien años, como consecuencia del

sobreconsumo de los recursos naturales y su gradual agotamiento. La

propuesta de los autores del informe para evitar esta catástrofe es la de

avanzar hacia un crecimiento cero o estado estacionario, a fin de lograr que

los recursos naturales aún existentes perduren más en el tiempo. Para ello,

se basaban en la creencia de que es posible modificar las tasas de desarrollo

hasta alcanzar una estabilidad ecológica sustentable a largo plazo, un

equilibrio global.

Bajo el impacto de los crecientes indicios de deterioro ambiental y del "Informe

Meadows", la Asamblea General de la ONU, a solicitud del gobierno de

Suecia, convocó a la Conferencia de Naciones Unidas sobre el medio humano

que se efectuó en Estocolmo del 5 al 16 de junio del propio año 1972, la cual

aprobó la "Declaración de Estocolmo sobre el medio humano". Se trata de un

documento pletórico de buenos deseos y altruismo, en el que se exhorta a

ciudadanos, comunidades e instituciones, en todos los planos, a asumir una

actitud responsable, a fin de procurar la conservación del entorno natural, pero

obviando toda alusión a la lógica inmanente de la acumulación del capital que,

acuciado por la competencia y la búsqueda incesante de la ganancia, está

obligado a un crecimiento ilimitado, provocando la ruptura del metabolismo

entre el hombre y la naturaleza y los consiguientes desequilibrios ecológicos.

De este modo, la superproducción y el sobreconsumo, denunciados como


causantes del daño ecológico, se presentan como tendencias generales del

desarrollo de la humanidad y no como rasgos inherentes a su fase capitalista.

No obstante, el documento constituyó un fiel reflejo de la creciente

preocupación acerca del tema que comenzaba a extenderse por el mundo en

aquel entonces.

Con posterioridad, se han efectuado otras tres conferencias con el propósito

de examinar la marcha de los esfuerzos dirigidos a frenar el deterioro

ambiental, denominadas Conferencias de Naciones Unidas sobre Medio

Ambiente y Desarrollo, conocidas también como Cumbres de la Tierra: Río de

Janeiro, en 1992; Johanesburgo, en 2002 y Río+20, en 2012.

Al hacerse evidentes las manifestaciones de la crisis ecológica, los círculos

gobernantes de los países imperialistas centraron su atención, inicialmente,

en el crecimiento demográfico, culpando a los países subdesarrollados del

problema y promoviendo campañas dirigidas a la aplicación de programas de

reducción de la natalidad en países atrasados con alta densidad poblacional.

Con ello, se trataba de soslayar la causa fundamental del deterioro ambiental,

que es la tendencia inmanente del capital al crecimiento por el crecimiento y

pasando por alto el hecho de que el incontrolado crecimiento demográfico en

los países subdesarrollados es consecuencia directa del desarrollo desigual

del capitalismo, que condena a centenares de millones de habitantes de estos


países a vivir en condiciones de extrema pobreza. No cabe duda de que el

crecimiento demográfico es uno de los más graves problemas globales que

enfrenta la humanidad en nuestros días, pero su solución es impensable sin

un cambio radical en las condiciones de miseria, ignorancia e insalubridad en

que vive la mayor parte de la humanidad, lo cual, a su vez, resulta impensable

en un mundo regido por la lógica destructiva del capital. Como exponía Fidel

Castro (2004):

En el más conservador de los cálculos posibles, la población mundial tardó no

menos de 50 mil años en alcanzar la cifra de mil millones de habitantes. Esto

ocurrió aproximadamente en el año 1800, cuando se iniciaba el siglo XIX.

Llegó a dos mil millones 130 años después, en 1930, siglo XX. Alcanzó tres

mil millones en 1960, treinta años después; cuatro mil millones en 1974,

catorce años después; cinco mil millones en 1987, trece años después; seis

mil millones en 1999, solo doce años después. Cuenta hoy con 6 374 millones.

Sin embargo, la publicación de trabajos de científicos interesados en el tema

ecológico e informes de los organismos internacionales especializados fueron

poniendo en primer plano otros problemas globales no menos graves, como

la disminución de la superficie cultivable, a causa de la desertificación y de su

utilización con otros fines; la rápida deforestación del planeta, la

contaminación de las aguas y de la atmósfera, la disminución de la


biodiversidad, la acelerada concentración urbana de la población y la

consiguiente desruralización, la alteración del ciclo hídrico por el

sobreconsumo de agua por la agricultura intensiva y la hipertrofia de las

ciudades, y demás. Sin embargo, no cabe duda de que el problema ecológico

que mayores preocupaciones y debates ha suscitado es el problema

energético, por las múltiples amenazas que plantea a la humanidad.

Desde su origen, con la Revolución Industrial, la moderna civilización

capitalista ha basado su continua expansión en el consumo de combustibles

fósiles, primero, del carbón y, desde fines del siglo XIX, del petróleo. La vida

en las sociedades modernas es totalmente dependiente del petróleo: es la

fuente fundamental de la generación de energía eléctrica y, por tanto, el

soporte de sus innumerables aplicaciones, la fuerza motriz del transporte en

todas sus modalidades y de la maquinaria agrícola. Los productos sintéticos

que de él se obtienen se utilizan ampliamente como sustitutos de productos

que han comenzado a escasear o resultan más costosos, como la madera, el

vidrio, las fibras textiles naturales, el cuero, entre otros. Los combustibles

fósiles son una fuente de energía no renovable y, según numerosos científicos

de prestigio, la extracción de petróleo ha alcanzado ya su pico sin que se

vislumbre un posible sustituto. Cierto es que se descubren nuevos

yacimientos pero, debido a los ritmos a que ha venido creciendo su consumo,

no parece posible que los nuevos hallazgos puedan compensar el descenso


de la extracción por mucho tiempo, amén de que la mayor parte de los nuevos

yacimientos se encuentran en aguas profundas, lo que hace la extracción

mucho más costosa.

Como ya se ha indicado, hasta el presente no existe una fuente energética

disponible que, por sus costos y por su rendimiento, pueda compararse

siquiera con el petróleo. La energía nuclear, otrora considerada por muchos

como la panacea energética universal, con los accidentes de Chernóbil y

Fukushima, ha puesto de manifiesto los enormes riesgos que conlleva para la

humanidad su utilización. Esto sin contar con la terrible amenaza que

representan para la vida en el planeta los desechos radioactivos de las plantas

nucleares, cuyos efectos nocivos perduran por cientos de años. Las fuentes

de energía renovables (hidráulica, eólica, solar, geotérmica, y demás) no

atentan contra el entorno, pero representan un porcentaje poco significativo

del consumo energético mundial y su aprovechamiento en gran escala exigiría

cuantiosas inversiones que las empresas transnacionales, por el momento, no

están dispuestas a hacer, así como drásticos cambios en los patrones de

consumo. En cambio, apuestan a alternativas a corto plazo que permitan

mantener, por algún tiempo, los actuales patrones de consumo, aunque de

ello resulte un incremento del daño ecológico y el deterioro de las condiciones

para la existencia humana, como la utilización de tierras de cultivo para

producir agrocombustibles, la producción de petróleo sintético a partir de las


arenas y esquistos bituminosos, la obtención del gas natural atrapado en las

capas profundas de la Tierra, mediante la llamada técnica de fracking (fractura

hidráulica) o el nuevo impulso a la explotación en gran escala de las reservas

de carbón, abandonada anteriormente a favor del petróleo, más barato y

eficiente.

Por otra parte, el enorme consumo de combustibles fósiles arroja a la

atmósfera grandes cantidades de CO2, lo que aumenta su densidad, y

provoca el llamado efecto invernadero, es decir, una mayor retención del calor

solar por la atmósfera y la consiguiente elevación de la temperatura media del

planeta. Esta situación está ya dando lugar al derretimiento de los casquetes

polares y a la elevación del nivel del mar, lo que en un plazo no muy largo

hará que numerosas regiones costeras queden cubiertas por las aguas.

Además, el calentamiento ambiental, unido a otros factores, como la

desertificación y la deforestación, dará lugar a un cambio climático que

alterará considerablemente las condiciones para la vida en el planeta, algunas

de cuyas primeras manifestaciones son ya perceptibles.

En 1983, ante la falta de respuesta al llamado de alerta de la Declaración de

Estocolmo, la Asamblea General de la ONU acordó la creación de un cuerpo

independiente para la elaboración y promoción de una agenda global para el

cambio: la Comisión Mundial de Desarrollo y Medio Ambiente. La Comisión


efectuó su primera reunión en octubre de 1984, animada por la convicción

optimista de que es posible para la humanidad construir un mundo más

próspero, justo y seguro. En este espíritu, en abril de 1987, publicó un

documento elaborado por un grupo de especialistas, encabezado por la

entonces Primera Ministra de Noruega, doctora Gro Harlem Brundtland,

titulado "Nuestro Futuro Común" (Our Common Future), conocido también

como "Informe Brundtland". A diferencia del "Informe Meadows" y la

Declaración de Estocolmo, el informe no propugna una estrategia conducente

a un estado estacionario, sino que plantea la posibilidad de lograr un

crecimiento económico basado en la combinación de políticas de

sostenibilidad y de expansión de la base de recursos ambientales. Esta

esperanza es, sin embargo, condicional; su realización depende de la puesta

en práctica de políticas decididas, capaces de llevar adelante las restricciones

económicas, ecológicas y demográficas necesarias para conciliar el

crecimiento económico con la supervivencia del hombre sobre el planeta.

El espíritu optimista y esperanzado que predomina en el documento halla su

expresión sintética en el concepto de desarrollo sostenible o sustentable,

porque pretende fundir en un concepto único la idea de progreso, núcleo del

espíritu de la modernidad (cuya manifestación en lo económico es la

aspiración al crecimiento ilimitado), con la percepción inmediata de que este

progreso, este crecimiento, está tropezando con límites infranqueables, a los


cuales debe ceñirse. Con este concepto se trata, pues, de armonizar (en el

plano ideal) dos aspectos que son antagónicos: la tendencia inmanente del

capital a la producción por la producción, al crecimiento infinito, con los límites

objetivos que el carácter finito de nuestro planeta le impone a este crecimiento.

Esta contradicción hace que la definición del concepto sea necesariamente

ambigua, lo cual propicia su utilización con disímiles propósitos y desde

perspectivas muy diferentes. En efecto, el documento define el desarrollo

sostenible como aquel que satisface las necesidades del presente sin

comprometer las necesidades de las futuras generaciones. Esta definición nos

lleva a preguntarnos: ¿cuáles son las necesidades del presente y cuáles son

las necesidades de las generaciones futuras? ¿de qué necesidades se trata:

de las que posibilitan el pleno desarrollo de cada uno en las condiciones

histórico-concretas dadas o de las seudonecesidades que impone el capital

para garantizar un mercado a su superproducción generalizada de

mercancías, incluyendo toda clase de cosas superfluas y hasta contrarias al

bienestar humano? ¿cómo podría lograrse que los capitalistas actúen en

contra de su propia condición de personificaciones del capital? ¿serían acaso

los círculos gobernantes de los países capitalistas, representantes

incondicionales de los intereses del capital, los encargados de llevar a cabo

esta tarea?
Este carácter ambiguo fue, sin duda, un factor decisivo para que el concepto

de desarrollo sostenible ganase rápidamente gran popularidad, hasta

colocarse en el centro de la mayor parte de los discursos ecologistas, y fuera

incluido en los programas de diversos partidos políticos y en la agenda de

muchos gobiernos e instituciones.

No obstante la ambigüedad del concepto, o precisamente porque lo hace

aceptable para todas las clases y grupos sociales, al menos de palabra, la

demanda de un desarrollo sostenible ha desempeñado un importante papel

en el logro de los magros avances alcanzados en materia de protección

ambiental y en la formación en las masas populares de una conciencia

ecológica, aunque las acciones realizadas con estos propósitos han tenido un

alcance desigual en los distintos países, en dependencia de sus condiciones

económicas y políticas concretas.

Las Cumbres de la Tierra

En respuesta a una recomendación del "Informe Brundtland", en 1989, la

Asamblea General de la ONU acordó efectuar una conferencia internacional

sobre medio ambiente y desarrollo, iniciando así el proceso que condujo a lo

que sería la más trascendente reunión internacional sobre el tema: la Cumbre

de Río, que tuvo lugar del 3 al 14 de junio de 1992, con la participación de 179
naciones y representantes de alrededor de 400 organizaciones no

gubernamentales, así como la celebración paralela de un fórum de ONG que

contó con cerca de 17 000 participantes. Esta conferencia despertó grandes

expectativas en la opinión pública mundial, no solo por la amplia participación

de gobiernos y ONG, sino también por los numerosos documentos aprobados

o ratificados en ella.

Lamentablemente, los resultados de las conferencias convocadas por la ONU,

con posterioridad a la Cumbre de Río, a fin de lograr una concertación que

permita a la comunidad internacional detener, o al menos disminuir

sustancialmente, el acelerado proceso de deterioro ambiental y cambio

climático, han sido francamente decepcionantes, tanto por la insuficiencia de

los acuerdos adoptados como por la reticencia mostrada por los principales

países contaminadores en su cumplimiento. Los resultados de las Cumbres

de la Tierra efectuadas en Johannesburgo, en 2002, y en Río de Janeiro

(Río+20), en 2012, tuvieron un carácter eminentemente retórico y declarativo

y estuvieron marcados por la renuencia de las potencias capitalistas a ratificar

algunos acuerdos adoptados anteriormente y a tomar decisiones capaces de

impulsar, en la práctica, la transformación del orden global existente, sin lo

cual el pretendido desarrollo sostenible no puede ir mucho más allá de las

palabras.
La respuesta de los capitalistas más razonables, más conscientes de la

gravedad del problema ecológico, se resume en el Protocolo de Kyoto,

aprobado en 1997, que es absolutamente insuficiente, no solo por la cuantía

de las reducciones en las emisiones de gases de efecto invernadero que

estipula, sino porque se plantea como meta estabilizar el efecto invernadero

para dentro de 10 o 15 años, mediante un mecanismo absurdo llamado

mercado de los derechos de contaminar. Los países más ricos siguen

contaminando el mundo pero basados en la posibilidad de comprar a los

países más pobres el derecho de contaminar que ellos no utilizan.

Transforman el derecho de contaminar en mercancía. De este modo, las

naciones más ricas continúan contaminando, tanto como puedan o estén

dispuestas a pagar.

Por otro lado, las Conferencias sobre Calentamiento Global y Cambio

Climático auspiciadas por la ONU con el propósito de lograr la extensión del

Protocolo por un nuevo período (Copenhague, en 2009; Cancún, en 2010; y

Doha, en 2012) han sido poco fructíferas. La Conferencia de Doha solo pudo

lograr una modesta prórroga de su vigencia, con lo cual el asunto quedó en

suspenso, en espera de que una nueva conferencia internacional tomara una

decisión al respecto. El tema fue retomado en la XXI Conferencia sobre

cambio climático COP 21, organizada por la Convención Marco de la ONU


sobre Cambio Climático, efectuada en París del 30 de noviembre al 11 de

diciembre de 2015, con la participación de 95 países.

Los acuerdos adoptados en esta conferencia, aunque según el criterio de

numerosos científicos especializados en el tema ecológico resultan

francamente insuficientes para enfrentar el cambio climático, pueden

considerarse como positivos, por lo cual, los medios de comunicación y

numerosos jefes de estado los han acogido con optimismo. En cambio, los

observadores más perspicaces se muestran escépticos con respecto a su

cumplimiento. En primer lugar, porque los compromisos acordados no tendrán

un carácter vinculante hasta que el 55 % de los países firmantes,

responsables de la emisión del 55 % de los gases de efecto invernadero, lo

hayan ratificado. En segundo lugar, porque cada país deberá fijar sus

objetivos a alcanzar.

El escepticismo hacia los esfuerzos internacionales dirigidos a frenar el

deterioro ambiental y las promesas de desarrollo sustentable no niega la

posibilidad y la necesidad de la lucha del movimiento ecologista por la

conservación del planeta. Por el contrario, pone de relieve que solo mediante

un intenso trabajo de concientización y movilización de las masas populares

es posible obligar a la cúpula capitalista a realizar acciones que contribuyan a

frenar el deterioro ambiental y que, por tanto, los éxitos del movimiento
ecologista son, necesariamente, victorias parciales, episodios de una

prolongada lucha, la cual solo habrá alcanzado su conclusión definitiva con la

liquidación del sistema del capital y su sustitución por una nueva sociedad

centrada en el bienestar del ser humano en relación armónica con la

naturaleza.

Paralelamente a estas acciones institucionales, la percepción del grave

peligro que representa para la humanidad el deterioro ecológico ha generado

una creciente resistencia popular contra el productivismo depredador del

capitalismo, manifestada en acciones populares de diverso tipo, como las

movilizaciones que tuvieron lugar en Seattle en 1999, que vio la convergencia

de los ecologistas y de los sindicalistas, antes de dar nacimiento al movimiento

altermundista; o las protestas de cien mil personas en Copenhague en 2009,

en torno a la consigna Cambiemos el sistema, no el clima; o la Conferencia

Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre

Tierra (CMPCC) en Cochabamba, Bolivia, en abril de 2010, que contó con la

asistencia de treinta mil delegados de movimientos indígenas, campesinos y

ecológicos del mundo entero.

Al mismo tiempo, esta percepción ha provocado una verdadera eclosión de

publicaciones ecologistas en las últimas cuatro décadas, aunque buena parte

de estos trabajos no van mucho más allá de una acerba crítica al


productivismo y el consumismo capitalistas, sin formular propuestas viables

para la transformación del orden de cosas existente.

Marxismo y ecologismo

Habida cuenta de que este artículo se propone precisar el vínculo entre

marxismo y ecologismo, se puede dividir el pensamiento ecologista de las

últimas décadas en dos grandes vertientes: la no marxista y la marxista. En la

primera, se incluye a todos aquellos que reprochan a Marx no haber tenido

suficientemente en cuenta el tema ecológico y conciben la superación de la

crisis ecológica dentro de los marcos del sistema, ora mediante políticas

restrictivas que conduzcan a un crecimiento cero (decrecentistas), o que al

menos mantengan el crecimiento dentro de límites sustentables; ora mediante

grandes avances tecnológicos que permitan neutralizar o minimizar el impacto

de la crisis ambiental (biotecnología, microelectrónica, nanotecnología,

nuevos materiales, y demás).

Obviamente, en la segunda vertiente se incluyen a aquellos autores que

sustentan un enfoque marxista del problema ecológico, es decir, que

consideran que la tendencia al crecimiento ilimitado es un rasgo intrínseco del

capitalismo y que, por tanto, su superación supone la eliminación del sistema

del capital y el tránsito a una sociedad poscapitalista, socialista. La

convergencia de la exaltación de la crítica marxista del capitalismo y del


proyecto socialista con la lucha por la superación de la crisis ecológica ha

hecho que buena parte de los autores que se catalogan aquí como marxistas

se agrupen en la corriente denominada ecosocialismo. Esta corriente no es

una línea de pensamiento homogénea, como tampoco lo es el marxismo

contemporáneo, pero creemos que, no obstante cualquier diferencia o

discrepancia, sus principales representantes pueden ser considerados como

marxistas.

Cuando Marx y Engels elaboraron sus trabajos fundamentales, en los que se

exponía el carácter antagónico del modo de producción capitalista y la

necesidad de su sustitución revolucionaria por el socialismo, el problema

ecológico no era aún tan evidente, razón por la cual no se encontraba en el

centro de sus análisis, aunque, como se demostrará más adelante, carece de

todo fundamento la tesis sustentada por numerosos ecologistas, según la cual

la teoría económica de Marx no tiene en cuenta el problema ecológico. Por

otro lado, si bien Marx estaba consciente de que el capitalismo solo había

triunfado en una pequeña parte del mundo y de que su universalización podría

tomar largo tiempo, albergaba la esperanza de que una exacerbación extrema

de sus contradicciones lo hiciese colapsar antes de que dicho proceso llegara

a su término, lo que pudiera ahorrar incontables sufrimientos a la humanidad,

pero el tránsito del capitalismo a su fase imperialista le permitió desplazar sus

contradicciones y abrir nuevos espacios de acumulación al capital.


Otro tanto ocurrió con Lenin. En medio de la inédita carnicería provocada por

la Primera Guerra Mundial y, tomando en consideración la acentuación del

desarrollo desigual del capitalismo en su fase imperialista, formuló la hipótesis

de que, si bien la atrasada Rusia no tenía las premisas materiales y culturales

para el socialismo, el proletariado ruso podía tomar el poder e iniciar la

transición al socialismo, adelantándose a la inminente revolución en

Occidente, contando con que recibiría el apoyo del proletariado triunfante de

Alemania, hipótesis que no se vio confirmada por la historia, lo cual imprimió

a la sociedad soviética un curso no previsto por su fundador.

Lo cierto es que, cada vez que la acumulación del capital ha llegado a uno de

esos puntos de inflexión en los que sus contradicciones se agudizan al

máximo, entorpeciendo el proceso de valorización, el capital ha logrado

desplazarlas y abrir nuevos espacios de acumulación que han permitido

restablecerla. Por consiguiente, la existencia del capitalismo se ha prolongado

mucho más allá de lo que ninguno de los grandes teóricos marxistas pudo

prever, lo que le ha posibilitado desarrollar las fuerzas productivas hasta un

punto tal que se han convertido en fuerzas destructivas, tal y como previera

Marx en "La ideología alemana" (1973). Con la actual crisis estructural

sistémica, la irracionalidad del modo de producción capitalista ha llegado a su

clímax porque, a diferencia de otras fases de estancamiento encaradas por el


sistema anteriormente, ahora se combinan una profunda crisis de

sobreacumulación mundial cuyo fin no se avizora con la crisis ambiental, que,

como ya hemos visto, obedece a tendencias que se hallan inscritas en el

código genético del sistema y son, por tanto, irreversibles.

Puede decirse, entonces, que la prolongación de la existencia del capitalismo

y el enorme desarrollo de las fuerzas productivas que la ha acompañado han

complejizado la transición al socialismo, por cuanto:

La globalización de la economía capitalista ha ampliado considerablemente

las relaciones de dependencia entre las economías nacionales, lo que hace

más patente que nunca antes la tesis marxista de que la victoria completa del

socialismo solo es posible a escala mundial, pero, al mismo tiempo, la

acentuación del desarrollo desigual del capitalismo ahonda las diferencias

entre las condiciones objetivas y subjetivas en los distintos grupos de países,

haciendo más difícil la coordinación internacional de acciones revolucionarias.

La oligarquía financiera transnacionalizada y los gobiernos que la representan

disponen ahora de terribles armas de destrucción masiva, de sofisticados

medios de represión que aumentan su capacidad para enfrentar la lucha de

las masas populares y de un poderoso aparato mediático mundializado que


les permite distraer, desinformar y confundir a una parte importante de la

población.

Si en los primeros años del siglo XX los marxistas concebían la revolución

socialista como la sustitución de las relaciones de producción capitalistas por

las socialistas, mientras que la transformación de las fuerzas productivas se

veía, fundamentalmente, como la creación de una base técnico-material que

hiciera posible la superación del atraso económico y abriera el camino a un

crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas, hoy, en cambio, a la par de

la transformación revolucionaria de las relaciones de producción, es preciso

llevar a cabo una transformación cualitativa de las fuerzas productivas, la cual

debe, además de propiciar la superación del atraso económico, implicar la

desaparición de ramas enteras de la producción y los servicios, como la

producción de armamentos, la publicidad y otras producciones superfluas; el

paso de la obsolescencia programada a la producción de bienes con la

máxima duración posible; la gradual sustitución de la agricultura intensiva en

agua y productos químicos por una agricultura ecológicamente sustentable; la

paulatina reducción del consumo de combustibles fósiles a favor de las

fuentes de energía renovables. En suma, la transición al socialismo en las

condiciones del siglo XXI exige, junto a la supresión de la explotación

capitalista, la eliminación del productivismo que caracteriza al capitalismo y


caracterizó también al llamado socialismo real y el paso a una economía

ecológicamente sustentable.

Esta transformación de las fuerzas productivas implicará, necesariamente,

drásticos cambios en los patrones de consumo, lo que es una cuestión

sumamente complicada porque ¿cómo saber qué necesidades son racionales

y cuáles no lo son?, ¿quién decidirá esto? ¿cómo se resolverían las

diferencias entre los patrones de consumo en países desarrollados y

subdesarrollados? Solo la práctica podrá dar respuesta a estas cuestiones.

Estas circunstancias hacen más complejo el camino al socialismo en las

condiciones actuales, pero no son, en modo alguno, obstáculos insalvables,

como lo demuestran la acentuación de las contradicciones y la inestabilidad

del sistema, la ocurrencia de profundas transformaciones revolucionarias de

carácter popular y antimperialista en varios países de América latina y el

incremento de la lucha de masas contra la opresión social y las políticas

neoliberales en todo el mundo.

Lo expuesto en las páginas precedentes y, sobre todo, la lógica implacable de

los hechos, ponen de manifiesto la justeza del enfoque marxista del tema

ecológico y la inviabilidad de cualquier proyecto dirigido a lograr un capitalismo


sostenible. Se considerarán ahora las críticas que muchos ecologistas hacen

a la teoría marxista.

La crítica fundamental que se hace al marxismo desde posiciones ecologistas

es que Marx no prestó atención a la relación hombre/naturaleza y, por ende,

al tema ecológico, sobre todo en sus obras de madurez, ya que esto es difícil

de sostener cuando se trata de las obras de juventud. Ya en los Manuscritos

económico-filosóficos de 1844, Marx expone de manera contundente su

concepción de la unidad orgánica del hombre y la naturaleza:

La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre, es decir, la naturaleza en

cuanto no es ella misma el cuerpo humano. El hombre vive de la naturaleza;

esto quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el que debe permanecer

en un proceso continuo, a fin de no perecer. El hecho de que la vida física y

espiritual del hombre depende de la naturaleza no significa otra cosa sino que

la naturaleza se relaciona consigo misma, ya que el hombre es una parte de

la naturaleza (Marx, 1965, pp. 76-77).

A pesar de la dicotomía que algunos críticos establecen entre la obra de la

juventud y la obra de la madurez de Marx, la idea de la unidad entre el hombre

y la naturaleza mantiene su continuidad en sus obras de madurez,

especialmente en El capital. Así, en el capítulo V, al explicar el proceso de

trabajo escribe:
El trabajo es, en primer término, un proceso entre la naturaleza y el hombre,

proceso en que este realiza, regula y controla mediante su propia acción su

intercambio de materias con la naturaleza. En este proceso, el hombre se

enfrenta como un poder natural con la materia de la naturaleza. Pone en

acción las fuerzas naturales que forman su corporeidad, los brazos y las

piernas, la cabeza y

las manos, para de ese modo asimilarse, bajo una forma útil para su propia

vida, las materias que la naturaleza le brinda. Y a la par que de ese modo

actúa sobre la naturaleza exterior a él y la transforma, transforma su propia

naturaleza, desarrollando las potencias que dormitan en él y sometiendo el

juego de sus fuerzas a su propia disciplina (Marx, 1973, p. 139).

Particularmente interesante resulta la argumentación de esta idea en el

capítulo XIII de El Capital, "Maquinaria y gran industria", porque, siguiendo las

ideas expuestas por el gran botánico y químico alemán Justus Von Liebig

(padre de la química orgánica), introduce dos tesis de un extraordinario valor

para comprender la esencia de la actual crisis ambiental: la primera explica

el papel que ha tenido la separación de la ciudad y el campo en el capitalismo

y su impacto ecológico; la segunda, pone de manifiesto el carácter depredador

del capitalismo:
Al crecer de un modo incesante el predominio de la población urbana,

aglutinada por ella en grandes centros, la producción capitalista acumula, de

una parte, la fuerza histórica motriz de la sociedad, mientras que de otra parte

perturba el metabolismo entre el hombre y la tierra; es decir, el retorno a la

tierra de los elementos de esta consumidos por el hombre en forma de

alimento y de vestido, que constituye la condición natural eterna sobre la que

descansa la fecundidad permanente del suelo.

Y más adelante expresa: "Por tanto, la producción capitalista solo sabe

desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción

socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra

y el hombre" (Marx, 1973, pp. 453-455).

Por su parte, Engels, en su artículo "El papel del trabajo en la transformación

del mono en hombre", destaca los efectos negativos, inesperados, de la

actividad humana sobre la naturaleza en el largo plazo, cuando escribe:

Sin embargo, no nos dejemos llevar del entusiasmo ante nuestras victorias

sobre la naturaleza. Después de cada una de estas victorias, la naturaleza

toma su venganza. Bien es verdad que las primeras consecuencias de estas

victorias son las previstas por nosotros, pero en segundo y en tercer lugar
aparecen unas consecuencias muy distintas, totalmente imprevistas y que, a

menudo, anulan

las primeras […] Así, a cada paso, los hechos nos recuerdan que nuestro

dominio sobre la naturaleza no se parece en nada al dominio de un

conquistador sobre el pueblo conquistado, que no es el dominio de alguien

situado fuera de la naturaleza, sino que nosotros, por nuestra carne, nuestra

sangre y nuestro cerebro, pertenecemos a la naturaleza, nos encontramos en

su seno, y todo nuestro dominio sobre ella consiste en que, a diferencia de los

demás seres, somos capaces de conocer sus leyes y de aplicarlas

adecuadamente (Engels, 1981, pp. 75-76).

Los pasajes citados más arriba demuestran, de manera inequívoca, la justeza

del enfoque marxista del proceso metabólico existente entre la actividad

humana y su entorno natural y del nefasto impacto de la lógica depredadora

del capital sobre él. Sin embargo, los ecologistas no marxistas reprochan a los

fundadores del marxismo que no tuvieron en cuenta el problema ecológico.

Se sirven para ello de aquellos pasajes de sus obras en que caracterizan a la

futura sociedad comunista, sin traslucir preocupaciones ecológicas, como una

sociedad de abundancia, capaz de satisfacer plenamente las necesidades de

sus miembros y los acusan de productivismo. Tal es el caso, por ejemplo, del

conocido pasaje de la Crítica del Programa de Gotha, en que Marx se refiere

a la futura sociedad comunista:

En la fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la


subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con

ella, la oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el

trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital;

cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan

también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la

riqueza colectiva, solo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho

horizonte del derecho burgués, y la sociedad podrá escribir en su bandera:

¡De cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades!

(Marx, 1981, p. 15).

Estas críticas pasan por alto que Marx y Engels partían de la hipótesis de que

la revolución proletaria triunfaría, de manera más o menos simultánea, en los

principales países capitalistas, la cual no fue confirmada por el curso seguido

por el capitalismo en su fase imperialista, caracterizado por un creciente

desarrollo desigual y, por consiguiente, no podían prever el impacto ecológico

que tendría la prolongación de su existencia hasta nuestros días. Tampoco

toman en cuenta que la lucha por superar el sistema capitalista no se limita,

únicamente, al desarrollo cuantitativo de las fuerzas productivas. Es, a la vez,

la lucha por superar el estado de alienación al que la producción mercantil

somete al género humano, por recuperar el control sobre las relaciones

sociales y su funcionamiento. Es más, ambas esferas están en estrecha

interrelación, pues la superación de la alienación debe permitir la planificación


consciente y la elección de a qué tipo de crecimiento y desarrollo se destinan

las capacidades productivas de la sociedad. Este desarrollo, sin la mediación

y acicate de la valorización del capital, sin el consumismo patológico de la

sociedad mercantil, debe permitir la utilización sostenible de los recursos de

la naturaleza para el pleno desarrollo del individuo y de todas sus

potencialidades humanas.

Palabras finales

A lo largo de estas páginas se ha expuesto la terrible amenaza que representa

para la existencia de la humanidad la sistemática destrucción del entorno

natural, provocada por la tendencia a la producción por la producción y al

derroche consumista inmanente a la lógica del capital, cuyas manifestaciones

son ya claramente ostensibles.

La experiencia acumulada desde los primeros pasos dados por el Club de

Roma en 1962 hasta la reciente Conferencia de París en 2015 evidencia,

palmariamente, la reticencia de la cúpula gobernante en los principales países

capitalistas a adoptar acciones enérgicas que conduzcan a una verdadera

transformación cuantitativa y cualitativa de la producción, así como de los

correspondientes patrones de consumo. Ello confirma, por si alguien tuviera

alguna duda, la justeza de la crítica marxista del sistema del capital. Los

hechos han ido demostrando, una y otra vez, que conceptos como capitalismo
sostenible, capitalismo sustentable son pura demagogia. El capitalismo es

irreformable y, en consecuencia, no es posible una solución completa y

definitiva de la crisis ecológica en los marcos del sistema. Solo el tránsito al

socialismo a escala mundial puede lograr la plena armonía entre la humanidad

y la naturaleza. Mientras tanto, es preciso una lucha sistemática de las masas

populares para arrancar a los gobiernos capitalistas acciones que, al menos,

contribuyan a posponer el desastre.

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