Andrea Ricardi - El Retorno A Las Periferias 1 - Desconocido
Andrea Ricardi - El Retorno A Las Periferias 1 - Desconocido
Andrea Ricardi - El Retorno A Las Periferias 1 - Desconocido
Andrea Ricardi
El retorno a las periferias
La propuesta del papa Francisco
Inmediatamente después de ser elegido el papa Francisco llamó la atención
de todos sobre el tema de las periferias. En el cristianismo, las periferias
tienen una historia larga y compleja; más aún, son un cruce de historias y
experiencias diferentes. De hecho, Ber-goglio ha renovado el interés de la
Iglesia en torno a esta cuestión. Ya se Ta encuentra en su intervención en las
reuniones entre cardenales previas al cónclave que en 2013 lo eligió papa.
El entonces arzobispo de Buenos Aires dijo antes de su elección:
toda
La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las
geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del
pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia
religiosa, las del pensamiento, las de miseria
1 Cí Palabras del papa Francisco antes de ser elegido Pontífice, en
www.zenit.org.
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Es una expresión concisa pero eficaz del pensamiento de Jorge Mario
Bergoglio: la Iglesia debe salir de su mundo, de una visión centrada en su
vida y en su compromiso, para llegar a lo que él llama «las periferias de la
sociedad», no solo geográficas sino también existenciales. Estas últimas son
el mundo de los marginados y abandonados, esos pobres de todo tipo que
viven fuera del mundo rico.
Salir e ir a la periferia fue durante mucho tiempo la experiencia del
arzobispo Bergoglio en la gran ciudad de Buenos Aires. En efecto, en su
pastoral en la capital argentina se vislumbra una «teología de la ciudad»
(más bien rara en el catolicismo contemporáneo), una visión en la cual las
periferias tienen un papel decisivo2. Y es una teología profundamente
vinculada a la vivencia de la Iglesia de la cual Bergoglio fue obispo. Historia,
experiencias, reflexión teológica, preocupaciones por el futuro se
entrecruzan en la visión madurada del papa argentino3.
En la intervención anterior al cónclave se encuentran dos temáticas
después recurrentes en el pontificado de Francisco: la necesidad de la
Iglesia de salir y, al mismo tiempo, de ir a las «periferias» geográficas y
existenciales. Es una orientación que él vuelve a proponer a los cristianos
del siglo XXI con un texto programático, la exhortación apostólica Evangelii
gaudium.
2 Cf C. M. Galli, Dios vive en la ciudad. Hacia una nueva pastoral urbana a
la luz
de Aparecida y el proyecto misionero de Francisco, Herder, Barcelona 2014.
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época las posiciones centrales estaban ocupadas por los templos paganos.
Sucesivamente serán las grandes órdenes, como los jesuítas, las que
construyan imponentes iglesias en el centro. Pero, aparte del caso de Roma,
reconocida por otra parte en su conjunto como «ciudad sagrada» (como se
establece en 1929 por el Concordato entre la Santa Sede y el Estado
italiano)22, la iglesia tiene normalmente una colocación central en el tejido
urbano.
Tal posición, desde un punto de vista urbanístico, es el espejo de la
centralidad de la Iglesia en las sociedades cristianas, después de lo que ha
venido en llamarse el giro constantiniano (los historiadores discuten sobre
el contenido de esta elección del régimen cristiano, que cambia de
modalidad en el transcurso de los siglos, pero representa una constante
durante un milenio y medio.de historia)23. La centralidad urbanística de la
catedral expresa, a su vez, la fuerza preeminente de la presencia de la
Iglesia, reguladora de la vida social. El régimen de la cristiandad ha marcado
profundamente durante siglos a la sociedad y a las ciudades de Europa. La
Iglesia se ha pensado como «reina de la sociedad», eje religioso y ético de su
vida, a la que bautizaba con su autoridad y su visión. Durante largos siglos,
la Iglesia ha estado en el centro de sociedades oficialmente cristianas.
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£¡ retomo a las periferias
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Biblia y periferia
Las periferias tienen un significado decisivo en la Biblia. La tierra de Israel -
escribe el biblista Ambrogio Spreafico-, en su larga historia, es «una gran
periferia, porque nunca llegó a erigirse como potencia dominante de aquella
área geográfica, casi siempre dependiente de pueblos que se fueron
sucediendo en las áreas limítrofes»1. Potencias dominantes eran Egipto, la
tierra de los faraones, y el área mesopotámica entre los dos grandes ríos
Tigris y Eufrates. La tierra de Israel era, en realidad, un lugar de paso, de
encuentro y desencuentro, donde se desarrollan los diferentes gobiernos.
Los hebreos estaban en la periferia de los grandes sistemas políticos, pero
se mantuvieron unidos mediante la fe en el Dios único que les permitía -en-
tre otras cosas- no perder la identidad incluso en una historia tan azarosa y
bajo la presión política y cultural de las grandes potencias. «Una periferia
dentro de un gran mundo», así define Spreafico la tierra de Israel.
1 A. Spreafico, «Le periferie geografiche e umane nella Scrittura», en M.
Gnavi, Carita e globalizzazione, Milán 2014, 85-93.
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Los escritos de la Biblia, tal como han llegado hasta nosotros -si es posible
una generalización en este sentido-, alcanzan su culminación y se
desarrollan precisamente cuando Israel está en condiciones difíciles,
privado de la libertad, marginado, pisoteado por los vecinos; en suma,
reducido a ser un pueblo periférico en la peripecias internacionales de su
tiempo. La Biblia es, de algún modo, una historia de periferias y de un
pueblo periférico que deviene instrumento elegido de Dios para rehacer la
historia del mundo. Cuando Israel entra en la gran historia, esta acostumbra
a caracterizarlo como marginado, exiliado y esclavo. La gran historia, la
historia de los pueblos que la cuentan y de sus soberanos, fue leída por los
profetas -en contradicción con la visión corriente- como una peripecia que
se desarrolla en torno al pequeño pueblo que Dios ama.
Es la gran cuestión profética de Jerusalén, ciudad tantas veces humillada y
destruida, que se convierte en luz de todas las naciones7. Esta es la gran
perspectiva de la esperanza, mientras los ojos del hebreo están fijos en la
triste realidad del presente de su mar-ginación en la historia. Los hebreos
están llamados a confiar en Dios que habla de un futuro diferente y
atestigua no haberlos olvidado a pesar de que estén en una condición
realmente periférica.
La Biblia nos pone en contacto con la gran perspectiva histórica de la
esperanza, comunicada y nu-
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trida por un pueblo marginal. ¿Es una utopía consoladora propia de gente
periférica? No solo consuelan, sino que también muestran la fuerza histórica
de la consolación de los marginados. Sin embargo, esta perspectiva, todavía
hoy como en los siglos pasados, alimenta la fe y la esperanza de muchos
creyentes, hebreos y cristianos. Es el punto de vista de un pueblo periférico
que creía que la redención solo venía de Dios y al que Dios pedía que no
contara con los poderosos vecinos ni se adaptara a las costumbres y a las
visiones de pueblos mucho más determinantes en la historia. Al final del
libro de Isaías leemos:
[...] la gloria del Señor despunta sobre ti,
mientras las tinieblas envuelven la tierra
y la obscuridad cubre los pueblos.
Sobre ti se levanta e.1 Señor
y su gloria aparece sobre ti.
Las naciones caminarán a tu luz,
y los reyes al resplandor de tu aurora8.
El acento de Galilea
En el relato de la Pasión de Jesús se lee que Pedro estaba sentado en el patio
del Sumo Sacerdote. Se le acercaron algunos de los que estaban allí y le
preguntaron: «Seguro que tú también eres de ellos, pues tu
'Is 60,1-3.
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11 Jn 1,45-46.
13 Me 16,7.
,4Mt28,7.
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17 Le 1,52.
1998.
F. Nietzsche, £/ Anticristo. La maldición sobre el cristianismo, Alianza,
Madrid
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19Mt25,31s.
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cambio tirita de frío [...] haz sentar a Cristo a tu mesa. Si comparte contigo la
sal y la mesa, será misericordioso al juzgarte. No mires que el pobre se
acerca a ti sucio y cochambroso sino piensa que Cristo, por medio de él,
entra en tu casa y deja de ser cruel y de pronunciar palabras ásperas, con las
que siempre recriminas a aquellos que se acercan a ti23.
El teólogo ortodoxo Olivier Clément, gran maestro de humanidad y de la
sabiduría evangélica, confirma la existencia de un «sacramento del pobre»
precisamente en la línea de esta tradición patrística. Es la teología de
Crisóstomo: «el pobre es otro Cristo». En el pobre, Cristo mismo se hace
periférico, mendigo, encarcelado; sale a nuestro encuentro en sus personas
y en sus peticiones. Jesús vive permanentemente en los periféricos y en los
pobres, hasta el punto de presentarse a los cristianos a través de ellos. Por
eso las casas, los cuerpos y las tierras de los periféricos son, de algún modo,
el lugar donde sigue viviendo el maestro de Nazaret. El cual, por otra parte,
nació fuera de Belén, porque no había lugar para él en la posada; la imagen
de la pobreza de la Navidad recuerda siempre el entorno humilde de los
periféricos.
También durante la pasión de Jesús, mientras los apóstoles (periféricos
galileos) huyen por miedo, cargan con la cruz del Señor a un hombre que
llega de fuera de Jerusalén, del campo:
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Pasaba por allí un tal Simón de Cirene, que venía del campo, y le obligaron a
llevar la cruz de Jesús.
Este periférico, que procede de la campiña, debe llevar la cruz de Jesús
durante un tramo del camino. Es el único que lo hace. Los ciudadanos no son
obligados a cumplir esta pesada y humillante función. El nombre de Simón
debía ser muy conocido entre la comunidad de Marcos puesto que el
evangelista da algunos detalles sobre su persona, cuyo nombre queda
inserto en la narración de la Pasión.
Para los cristianos, los pobres y los periféricos deben tener una posición
particular en la vida de los creyentes y en las comunidades. Hay que dejarles
espacio y escucharlos. Ambrosio, obispo de Milán, enseñaba:
«
Delante de la puerta de tu casa grita quien no tiene vestido para cubrirse y
tú lo desprecias; implora el desnudo, y tú en cambio te preguntas con qué
mármoles preciosos puedes revestir el pavimento. El pobre te pide un poco
de dinero, y no lo consigue; te pide un pedazo de pan, y tu caballo recibe
mejor trato que él [...]. El pueblo tiene hambre y tú cierras los graneros [...].
Desgraciado, en tus manos está el destino de muchas personas: podrías
salvarlas de la muerte, pero te niegas a hacerlo24.
' Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de Mateo II, BAC, Madrid
1955.
24 Ambrosio de Milán, De Nabuthae historia, 81.
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hayan estado ausentes, como muestra el servicio a los pobres, esa diaconía
que las Iglesias han desarrollado con mayor o menor tesón, según las
diversas épocas históricas. En las comunidades cristianas no se ha cerrado
nunca el espacio de la caridad ni de las iniciativas carismáticas de caridad.
Tampoco las periferias han sido olvidadas del todo, tal y como se desprende
de las misiones y de las oleadas de evangelización que muestran cómo el
«centro» no se ha encerrado en sí mismo, sino que ha sentido la necesidad
de superar sus propias fronteras geográficas y culturales con las misiones.
En esta línea hay muchas vicisitudes que deberían recordarse: historias de
iniciativas carismáticas, de comunidades e instituciones cristianas, de
religiosos y religiosas27.
Sin embargo, en este largo periodo se ha perpetuado una tendencia al
divorcio entre Iglesia y periféricos. Se puede decir que el espacio de las
periferias y de los periféricos es a menudo proporcional al carácter
evangélico de las diversas épocas de la Iglesia. De vez en cuando, las
mujeres y los hombres de fe han redescubierto el dolor de los pobres y lo
han llevado al corazón de la Iglesia, cuidando concretamente de los
necesitados de modo personal o a través de algunas obras. ¿Pero qué
consideración ha tenido el pobre en la espiritualidad, en la vivencia y en la
teología de la Iglesia? ¿Estar cerca de los periféricos de la vida ha sido
solamente una obra meritoria?
' Cf L. Mezzadri-L. Nuovo, Storia della carita, Milán 1999.
Según Olivier Clément, y para limitarnos a los últimos dos siglos en
Europa, el verdadero drama procede del divorcio entre el sacramento del
altar y el sacramento del pobre, ese pobre cuya esperanza se ha visto
frustrada. De este divorcio proceden el impetuoso movimiento socialista y
una lucha por la justicia profundamente alternativos al cristianismo. Así se
ha llegado al abandono de la Eucaristía por parte de quien vivía
impetuosamente involucrado en el sacramento del hermano; el periférico
«se ha vuelto hacia las esperanzas y la violencia de las utopías, hacia la
expectativa apasionada de un "reino milenario" [...] instaurado mediante
una catástrofe liberadora»28. En efecto, escribe Clément:
No se trata de sustituir el sacramento del altar por el del hermano, como
«hacen los «progresistas», pues de lo contrario se abandonaría la historia a
sí misma y, en definitiva, no sería más que una danza macabra, sino de dar a
la Eucaristía su amplitud ética29.
Esta no es solo la historia de los dos últimos siglos (que ha dado origen al
socialismo como fuerza de redención de los oprimidos), sino de una
realidad recurrente en la larga peripecia de la Iglesia. Los pobres no han
sido constantemente «sacramento» entre los cristianos, siguiendo a
Clément. Los periféricos han empalidecido frente al centro, que ha tenido la
28 O. Clément, Sobre el hombre, Encuentro, Madrid 2002.
29 Ib.
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35 Ib, 42-43.
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La elección de los monjes no es la elección de una vida docta sino -como
subraya Calati- una forma de piedad popular, fundada en la Biblia, accesible
a los sencillos incluso en el lenguaje religioso y a los necesitados de ayuda.
No hay que confundir los inicios del monacato con la forma que asumirá en
los siglos sucesivos. La huida al desierto o a lugares solitarios es una opción
evangélica de vivir en ambientes libres y pobres, sin constricciones, sin
formalismos eclesiásticos, para centrar la propia vida sobre el primado de la
búsqueda de Dios, como un pueblo del desierto. Desde la periferia se
contesta eficazmente, con los hechos y en sentido evangélico, a la ciudad y a
la Iglesia, que viven encuadradas en un régimen de cristiandad después de
los tiempos de la persecución y del martirio:
Por consiguiente, si el monacato antiguo «coquetea» con el desierto -
concluye Calati-, lo hace para contestar a la polis, al poderoso, a la ciudad. La
polis es la tentación del poder. Huyendo al desierto, el monje expresa, de
modo visible, en una cultura fuertemente visual, fundada sobre el símbolo,
el gesto y la liturgia, la condición del cristiano que no tiene aquí una morada
permanente sino que busca la futura39.
En esta perspectiva, la periferia tiene un rol estratégico propio para vivir
de manera diferente a la ciudad y, en fin, para lanzar también un mensaje a
los
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cristianos de la ciudad. A menudo, de las periferias monásticas nace un
movimiento de renovación que retorna a la ciudad e involucra al
cristianismo urbano bien establecido y estructurado. A los monjes los
llaman a la ciudad y se ven implicados en cargos de responsabilidad. Las
periferias, escogidas por los cristianos como lugar de elección para una
nueva vida evangélica y monástica, aunque no ofrezcan tantos recursos, son
una tierra de regeneración cristiana. También en este caso la periferia
deviene un lugar de renacimiento del cristianismo.
Es significativa la relación vital entre los monjes y los pobres. Es el caso
de Paulino de Ñola, monje y obispo de Campania entre los siglos IV y V
procedente de una gran familia de propietarios agrícolas. Este construyó un
edificio en el cual colocó su monasterio en el segundo piso, mientras en el
primer piso vivían los pobres. Paulino -escribe Domenico Sorrentino,
reflexionando sobre su teología- «interpreta el rol de los pobres en el piso
bajo como una presencia que consolida los cimientos de su casa a través de
las oraciones que se elevan al Señor»40. Las «periferias humanas» no son
extrañas a la vida monástica y a la búsqueda de Dios. Es más, todas las
periferias y las gentes periféricas son el terreno en donde renace el
cristianismo, liberado de las trabas institucionales de la ciudad cristiana tras
el viraje de Constantino.
'ib.
40 D. Sorrentino, Mía sola arte é la fede. Paolino di Ñola teólogo
sapienziale, Ñapóles 2000, 64.
III
Periferias de hoy
El origen de las periferias contemporáneas
Las periferias se han vuelto a proponer con fuerza al cristianismo del siglo
XX no solo como lugar de elección donde vivir la fidelidad al Evangelio y la
búsqueda de Dios, sino como espacios problemáticos para la supervivencia
del cristianismo. Se han definido, con todas sus necesidades, casi como
tierra extranjera o en vías de extrañamiento de la presencia de los cristianos
del siglo XX, sobre todo a los ojos de cuantos han sabido leer con
sensibilidad la nueva geografía de la humanidad en cambio. Pero a menudo
una Iglesia, solo atenta al centro, no se ha sentido desafiada por el
alejamiento de las periferias, precisamente por ser auto-centrada y auto-
referencial, por usar las expresiones del papa Francisco.
Las periferias se convierten en una «tierra nueva» incluso en sociedades
caracterizadas por una antigua continuidad histórica del cristianismo.
Desde el siglo XIX la Revolución industrial acumula masas de proletarios y
de obreros, empleados en la industria, en
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no todos los hombres y las mujeres de las periferias son obreros, pero la
mentalidad obrera marca fuertemente estas realidades y las caracteriza por
un creciente dis-tanciamiento del mundo y de los ritos de la Iglesia. El gran
problema de la Iglesia en el siglo XX -como ya he dicho- es la relación con
periferias cada vez más impenetrables a su presencia, en particular las
urbanas y obreras que la Iglesia siente hostiles o extrañas a ella.
Distanciamiento del cristianismo
Volvemos, así, a la cuestión ejemplificada de manera significativa por la
respuesta de Corbon al obispo Du-panloup, que preguntaba: «¿Quién me
dirá por qué este pueblo nos abandona?». A fines del siglo XIX, la Iglesia
tenía la percepción -lo dice claramente monseñor Dupanloup- de que el
pueblo o una parte del mismo estaba abandonando las instituciones
católicas y la fe cristiana. Era sobre todo el mundo del proletariado, que
atravesaba una profunda transición en las periferias de las ciudades y en el
trabajo industrial. No se trataba solo de un desapego de las instituciones
eclesiásticas, sino del nacimiento de nuevas expectativas orientadas por el
mundo proletario a movimientos distintos de la Iglesia.
La redención de las masas obreras y periféricas ya no venía de las
esperanzas y consuelos de la Iglesia, considerada a menudo aliada de los
ricos o el poder, sino de la autoorganización del mundo obrero y de su
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compleja. Es necesario que la Iglesia salga de sus ambientes y de sus
instituciones, superando el desapego existente. Su proyecto es «mezclarse
con ellos».
Son palabras -en algunos sentidos- que recuerdan las del papa Francisco
setenta años después. La Evan-gelii gaudium insiste precisamente sobre
este aspecto: hay que salir y tratar con un mundo que ya no está
comprendido entre los fieles. Esta analogía, más allá de la distancia
temporal entre el cardenal de París y el Papa y a pesar de la diferencia de las
situaciones a las que se refieren, muestra cómo se trata de una problemática
de amplio alcance. La Iglesia no es tampoco una minoría que deba ocuparse
de su pureza doctrinal y de algún modo auto-protegerse en una sociedad
pluralista y relativista, sino que está llamada, por íntima vocación, a
observar a toda la ciudad y a actuar en ella mucho más allá de los confines
de su ambiente. La Iglesia no es tampoco una minoría que deba librar
batallas culturales por valores irrenunciables en los medios o en la opinión
pública, como hacen hoy las minorías en la sociedad global. La Iglesia tiene
la misión de salir, de ir lejos de sí misma y tratar con un mundo
efectivamente lejano. Esta es, en síntesis, la visión de Bergoglio. En este
sentido, el papa Francisco no ha inventado el tema de las «periferias», sino
que ha retomado una cuestión de largo alcance y la ha colocado en el centro
del debate de la Iglesia.
Las periferias interpelan a la Iglesia, no basta con señalar una presencia
con nuevos edificios parroquiales, sino que es necesario insertarse por los
mundos
periféricos, por su vida y por su cultura. Para entrar en estos universos
lejanos -humanamente, no tanto geográficamente- hay que salir también de
la «propia casa». Pero esto significa cambiar de mentalidad y estilo. Entrar
en las periferias es contemporáneamente desmarcarse de la propia cultura
e insertarse en otro modo de ser. El cardenal Suhard confía amargamente
esta convicción a un colaborador suyo:
Nosotros llevamos diez siglos de retraso, diez siglos de hándicap. Nos han
puesto en torno toda una ganga [materia inútil que acompaña a los
minerales que eliminar], han hecho de nosotros unos burgueses. Diez siglos
que pesan sobre nosotros; un día u otro, por la evolución misma de los
hechos, nos veremos obligados a volver a la sencillez evangélica. Hemos
heredado los defectos de los gobiernos. Cuando voy a los barrios obreros
me avergüenzo14.
Esta sensibilidad se encuentra en los ambientes más próximos al
arzobispo: hay que derribar el muro; en una palabra, colmar el abismo que
la historia ha creado. El novelista Francois Mauriac expresa eficazmente
esta expectativa:
Haría falta una explosión formidable que hiciera saltar todo aquello que se
ha acumulado entre los pobres y el mundo de los pobres.
14 J. E Guerend, Cardinal Emmanuel Suhard, o.c, 246-247.
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Este es el sueño del arzobispo Suhard, sobre todo después de tomar
conciencia -con mucha inquietud-de la condición religiosa de las periferias.
Lo hizo a través de los contactos personales y las visitas a los barrios
periféricos de París durante los años de su ministerio.
El escritor católico Gilbert Cesbron, en una novela dedicada a los
sacerdotes obreros que llevaba el significativo título Los santos van al
infierno (que tuvo gran éxito en los años cincuenta), recuerda el final de la
vida del cardenal:
En las últimas semanas descuidaba las audiencias oficiales y las tareas de
los últimos diez años para que lo llevaran en su pequeño automóvil negro,
triste y pasado de moda como un sacristán, por los suburbios de París.
El cardenal miraba los rostros de la gente con la que se encontraba, «su
pueblo pagano», y decía: «¡Todos son hijos de Dios! Y yo soy responsable de
todos ellos...»15. Tenía la sensación de que era un mundo perdido, lejano,
con el que no existían contactos. Por eso solía acudir a Sagny, un barrio
obrero de la periferia, vestido de negro, para asistir a la misa de un sacer-
dote obrero, por la tarde, a la vuelta del trabajo, pero se iba antes del final
para no causar molestias. Estaba convencido de que hacía falta entrar en el
mundo de la periferia discretamente pero con decisión.
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Francia, ¿país de misión?
Un estudio realizado por dos sacerdotes, Henri Godin e Yves Daniel, había
impresionado mucho al cardenal Suhard. El texto fue publicado en 1943 en
un pequeño libro con un título provocativo: La France, pays de mission?16.
Era una pregunta que contenía una propuesta, que la Iglesia se hiciera
misionera en aquellos mundos donde ya era irremediablemente marginal.
Pero se partía de la constatación de que Francia -y sobre todo París- se
había convertido en una tierra de misión, como los países de reciente
evangelización. Utilizar el término «tierra de misión» para un país de
antigua tradición cristiana era un hecho que causó estupor.
La periferia, donde vivía el proletariado -notaban los autores del texto,
Godin y Daniel-, era un mundo «pagano», pero los métodos de presencia de
la Iglesia no eran adecuados para mantener vivos los contactos con esta
realidad. La parroquia, aunque se encontrara en los barrios periféricos,
incluso cuando existían asociaciones especializadas de pastoral obrera,
creaba un ambiente «católico» en torno a la institución. Apenas tenía
comunicación con los obreros. Estos representaban otro mundo. La
parroquia y la Iglesia, en su conjunto, no eran misioneras en las periferias.
Esta es la perspectiva en que nace la experiencia de la Misión de París y de
la Misión de Francia. Son sacerdotes, enviados a vivir en ambientes
proletarios
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l9íb, 272. Cf A. Riccardi, Juan Pablo 11. La biografía, San Pablo, Madrid 2011.
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incluso en los aspectos más difíciles, por esta pasión por la periferia y por la
voluntad de establecer un contacto positivo con la realidad del mundo
obrero22. Marta Margotti, una estudiosa que ha vuelto a recorrer la historia
de los sacerdotes obreros de 1943 a 1954, ha observado que, tras pocos
años, los «misioneros» vieron como se esfumaban algunas fuertes con-
vicciones de partida. Eran las convicciones de quien venía de fuera y se
consideraba portador de valores «superiores»:
[...] el mundo obrero se había revelado como portador de valores positivos
insospechados y mucho más rico desde el punto de vista espiritual de lo que
habían aprendido los misioneros en los años de la formación en el
seminario o en las asociaciones católicas. Más allá de los diferentes
enfoques y de las diversas experiencias que realizaron en los barrios y en
las fábricas, los componentes de la Mission de París se unieron por la
convicción de que era necesario confrontarse con este universo en germen,
que había que caminar con este proletariado ya adulto y que la comunidad
cristiana debía hundir sus raíces en la «patria proletaria [...] una patria única
y amada»23.
22 Cf, entre otros, A. Ancel, 5 aro avec les ouvriers. Témoignage et
réflexions, París
1963; F. Bedarida, Christianisme et monde modeme, París 1975; T. Cavalin-
N. Viet-
Depaule, Une histoire de la Mission de France. La riposte missionnaire
1941-2002, París
2007; R. Dumont, La France pays de mission? Suivi de «La religión est perdu
a Paris»,
París 2014.
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¿Las razones de la lucha del mundo periférico contrastaban con las
razones de la Iglesia y de la fe? ¿Cómo podían vivir los sacerdotes enviados
en misión la doble pertenencia a la Iglesia y a la clase obrera? ¿Cómo era
posible ser sacerdote y al mismo tiempo obrero en la periferia, obedeciendo
a la Iglesia? Y la Iglesia, cuando se oponía al comunismo, ¿no se aliaba
contra la redención de los periféricos? Estas eran las preguntas que
preocupaban a los sacerdotes obreros cuando, en 1954, llegó la disposición
de Pío XII para que los sacerdotes abandonaran el trabajo en la fábrica. El
grupo se dividió frente a la orden del Papa: la mayoría de ellos optó por la
«fidelidad» a la clase obrera y se negó a dejar el trabajo, y una minoría se
sometió. Dentro de la Misión de París, André Depierre se sometió a las
directrices de Roma, continuando su experiencia en Montreuil. Muchos, en
cambio, juzgaron imposible dejar el trabajo, considerándolo un abandono -
si no una traición- hacia la clase obrera, temiendo que la experiencia fuera
considerada sustancialmente instrumental. Así pues, no se sometieron.
Entre ellos estaba también Émile Poulat (el cual no trabajaba en la fábrica),
que comenzó a recoger la documentación sobre los sacerdotes obreros y
después se convirtió en su historiador: estaba convencido de que este
episodio menor, historia de periferia y de conflicto, merecía ser narrado y
recordado porque tenía un significado más grande que sus dimensiones25.
' Cf É. Poulat, I preti operai, o.c; cf también id, Les prétres ouvriers, o.c.
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Periferias de hoy
Muchas preguntas en torno a un fracaso
La decisión de 1954, después de no pocas dificultades y fracasos, parece la
ratificación del «divorcio» entre la Iglesia y el proletariado. En este entorno
solo parece posible mantener algunas ciudadelas católicas, fueran
parroquias o asociaciones, pero no parece realizable construir comunidades
cristianas desde abajo, que hagan una inculturación de la fe cristiana en la
mentalidad obrera y periférica. Se considera que son imposibles
«comunidades del proletariado» sin separarse de la Iglesia. ¿Arraigarse en
la periferia y asumir su mentalidad significa, pues, alejarse de la Iglesia?
En el fondo, el mundo periférico y el de la Iglesia respondían a lógicas
diversas, era un conflicto que laceraba la vida del sacerdote obrero, dividido
entre dos pertenencias. Esta, fue la lección que sacaron los observadores de
esta breve pero intensa peripecia, de quien sentía y compartía la aventura
misionera, de quien observaba las vicisitudes desde un punto de vista
político, pero también quien notaba cómo la existencia de los sacerdotes no
podría adaptarse a los módulos de un mundo periférico. La atribución de las
responsabilidades del fracaso dependía del punto de vista con que se
juzgaban las cosas, la jerarquía, Roma, o el movimiento comunista, o la
ingenuidad de los sacerdotes obreros o la temeridad del cardenal Suhard...
Pero quizá, más que de responsabilidades de uno u otro, se trataba de la
constatación de una larga historia del distanciamiento o, mejor, del divor-
104
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ció entre la Iglesia, por una parte, y el mundo de las periferias y la clase
obrera, por la otra.
La experiencia de los sacerdotes obreros se enfrentaba, por tanto, con dos
fidelidades -como se ha dicho-, que parecían incompatibles entre sí. El
mundo de la periferia, con sus dramas, pero también con su lógica
mesiánica de redención (encarnada por el movimiento socialista, opuesto al
católico y a sus organizaciones), parecía atraer a estos sacerdotes,
llevándolos lejos de sus raíces, de la identidad sacerdotal, de la fidelidad
eclesiástica y del propio ambiente. Para entrar en la periferia obrera hay
que salir necesariamente del mundo eclesiástico^ de sus estructuras, ¿pero
había que renunciar también al arraigo en la Iglesia, que tiene sus formas
históricas explícitas, sobre todo para los sacerdotes? ¿Había que entrar en el
horizonte político de la clase obrera? ¿La Iglesia estaba tan alejada del
mundo periférico, tan anclada a los modelos de una «sociedad burguesa»
que no lograba penetrar en este universo?
La breve historia de los sacerdotes obreros es una historia «grande»
porque replantea una serie de problemas del cristianismo del siglo XX: la
relación entre la Iglesia de la ciudad y la periferia, entre la misión y la
parroquia, entre la pertenencia a la Iglesia y la participación en el
movimiento socialista y en las luchas revolucionarias (será una cuestión
central después del Vaticano II tanto en Europa como en América Latina). Ya
no se trata solo de los sacerdotes obreros sino de tantas experiencias de
compromiso
por la liberación realizadas por cristianos de los años posteriores. Se llega
también a la problemática de la relación de los cristianos con el marxismo,
convertido en la ideología de la lucha y de la redención de una ingente parte
del mundo periférico. Son problemas que, después de 1989 y la crisis de las
ideologías, parecen tener un alcance reducido pero que, en las décadas
posteriores a la guerra y después del Vaticano II, fueron urgentes para
aquellos cristianos que se planteaban la necesidad de situarse entre los
periféricos. ¿La pasión por las periferias debía contar de algún modo con la
actividad política y con la ideología? En un mundo como el de la banlieue de
París se encuentran muchos planos dramáticos de la historia del siglo XX:
pobreza, explotación, condiciones de trabajo inhumanas, viviendas
insalubres, deseo de redención unido a la resignación a una suerte que no se
consigue cambiar, marginación femenina, fallida instrucción de los niños,
trabajo de los menores de edad. La intuición fundamental de los sacerdotes
obreros es que hay que compartir esta realidad en todas sus dimensiones y
hacer crecer nuevamente la Iglesia desde el interior del mundo periférico.
La historia no se irradia desde el centro y llega a las periferias con un
movimiento rectilíneo. A veces el cristianismo, en su bimilenaria realidad, se
ha movido desde los márgenes, es más, ha madurado en las mismas
periferias. El fracaso de los sacerdotes obreros -a mediados de los años
cincuenta- muestra la debilidad de la radicación del cristianismo en los
mundos marginales. Pero pone
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107
' H. Perrin, Journal d'un prétre ouvrier en Allemagne, París 1945, 305.
27 A. Riccardi, I¡ secólo del martirio. I cristiani nel Novecento, Milán 2000,
126.
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30 Cf V Morello, Moriré per i «fratelli maggiori». Una vita nella carita fino
al
martirio. Padre Giuseppe Girotti o.p. (Alba ¡905-Dachau 1945), Bolonia
1995, 154.
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iguales, un «paraíso» en una palabra, que se convertiría en un verdadero
infierno en la tierra. El infierno existe en la historia, y algunos hombres y
mujeres lo han encontrado. Este es un capítulo de la realidad de las
periferias en el cual no era posible programar una presencia religiosa; la
resistencia humana era confiada a la fuerza de los particulares.
La experiencia del infierno de los campos de concentración ha marcado
dolorosamente a muchos. Sin embargo, el impulso hacia las periferias de los
cristianos en la segunda posguerra y en los años del concilio se debió
también a la experiencia dramática de una generación que ha conocido, de
cerca y de lejos, la marginación del sistema o de los campos de
concentración. Es un tema que trataremos y comprenderemos mejor en su
debido lugar, pero cabe resaltar que ha habido una generación que ha cono-
cido el dolor extremo y, consiguientemente, ha sentido con más vigor el
escándalo de la marginación de los periféricos. No pocos de los sacerdotes
obreros, como hemos dicho, vivieron de un modo u otro las dolorosas
peripecias de la II Guerra mundial. Juan Pablo II, aun sin haber
experimentado personalmente la experiencia del Lager, conoció en Polonia
muy de cerca el drama de la guerra y estaba convencido de que su
generación tenía una responsabilidad particular de trabajar por la paz y la
humanización del mundo33.
33 A. Riccardi, Juan Pabb 11. La biografía, San Pablo, Madrid 2011; Juan
Pablo II, Mi hai gettato nella fossa. II dovere di ricordare, Ciudad del
Vaticano 1990.
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La mística de la periferia
Hay una atracción por las periferias del mundo. Piénsese en Charles de
Foucauld, eremita y hombre de oración, muerto en el corazón del Sahara,
solo, punto de referencia para muchos que después se encaminaron por los
senderos marginales de las periferias del siglo XX para llevar una vida de
oración, de compartición de la pobreza y de amistad. Es la realidad de las
dos comunidades religiosas vinculadas a la personalidad de Rene Voillaume
y de la petite soeur Magde-leine. Hay muchos otros que, de otro modo, se
han remitido a su testimonio. El Sahara es para Foucauld y sus seguidores la
verdadera periferia de su mundo, el sitio donde buscar a Dios.
Según Rene Voillaume, fundador de los hermanitos de Jesús, la intuición
de la vida cristiana del hermano Carlos de Jesús se diferencia
profundamente de la monástica, aun siendo sustancialmente una vida de
oración: en él no existe separación del mundo, sino más bien identidad con
la existencia de los pobres y de los periféricos. Así eran los tuareg del
Sahara, en medio de los cuales vivía de Foucauld y entre quienes murió en
1916. Voillaume escribe a propósito de De Foucauld en un libro
fundamental para el conocimiento de su experiencia y de sus propósitos,
con el título significativo de Au coeur des masses: «Su vida religiosa quiere
reproducir la vida común de los pobres y de los proletarios y comprendió
que para ello hay que vivir en pequeños grupos». Y añade, dirigién-
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dose a los hermanitos que quieren seguir el camino del hermano Carlos:
Vivid en medio de los pobres. En la medida en que compartáis más
enteramente su condición de vida, sentiréis en vosotros mismos de modo
nuevo y como en vuestra misma carne la injusticia de su situación: será la
escasez de los salarios y sobre todo la indiferencia de aquellos que
minimizan la importancia del problema [...] por fin será la angustia de
familias indigentes, de jóvenes que se desaniman ante un porvenir sin
posibilidades, de enfermos anónimos de los hospitales y de los sanatorios; y
frente a esto nos toparemos con la calma tranquila y el alma satisfecha de
un número demasiado grande de cristianos34.
Sin embargo, los hermanitos y las hermanitas, siguiendo el camino del
hermano Carlos de Jesús, no se entregan a la lucha política o sindical, sino
que comparten las condiciones de los periféricos, haciéndose vulnerables
con ellos. Hay una similitud entre la vida en las periferias obreras, las de los
pobres en tantas partes del mundo, y la condición del desierto, donde murió
De Foucauld.
El desierto no está solo en el Sahara (que sin embargo sigue siendo una
referencia importante para las hermanitas y hermanitos), sino también en
las periferias de las ciudades, en las tierras de los pobres y en las
casas de los excluidos en todo el mundo. Hay una mística del desierto que se
vive en las periferias humanas:
El «desierto» es «Nazaret»: uno y otro vividos juntos sin compromisos, con
caridad total, por Dios y por los hombres; estos son los dos elementos que
forman la riqueza de nuestra vida y nos hacen amarla. Sería comprender
mal la vida de los hermanitos detenerse en la aparente dificultad humana de
su vida de trabajo. Si una vida contemplativa da a los hermanos la fuerza
para realizar una unión entre su vida por Dios y su trabajo, es a causa del
«desierto». Esta es la gran lección del hermano Carlos de Jesús35.
Voillaume concluye (y tiene también presente, mientras escribe, la crisis
ocasionada por la prohibición de los sacerdotes obreros en 1954):
Podemos arriesgar mucho mezclándonos con los hombres porque venimos
del desierto y a él volvemos. Pero estas dos vidas no son dos vidas
contradictorias o yuxtapuestas alternativamente; están unidas en el mismo
estado de ánimo de pobreza y de vida eucarística y en un mismo deseo de
salvar a las almas mediante la intercesión acuciante de una oración
solitaria36.
Voillaume vive el dolor del ocaso de los sacerdotes obreros y la
confrontación con su lucha de clases. Se
36 Ib.
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discute de ello entre los hermanitos, pero él subraya la primacía del amor
universal, vivido en las periferias, desde la lucha, que también tiene sus
justas motivaciones. En 1950 escribe: «Debéis buscar en el amor con todos
los hombres no lo que divide sino lo que une». Es una expresión que le
gustaba mucho a Juan XXIII (que la tomó de Voillaume) y que está en el
corazón de su método diplomático37.
El mundo del proletariado es el segundo desierto, junto al Sahara de De
Foucauld. En esta perspectiva, los hermanitos y hermanitas descubren
muchos otros, extendiendo sus fraternidades a muchas partes del mundo:
los pobres, las periferias humanas y sociales, las tierras de la marginalidad.
Compartir la vida de los pobres, para la hermanita Magdeleine -en 1947—
es un llamamiento a la universalidad que adopta diversos aspectos: «Se está
lejos de nuestro pequeño círculo cerrado de Francia, donde se cree
fácilmente que somos el centro de todo». A su modo, Magdeleine elaboró
una geopolítica espiritual a la luz de las periferias y en busca de los últimos
del planeta entre los cuales instalar su fraternidad:
Mirad el mapa del mundo -escribe en 1950—. Es una nimiedad lo que
recorremos. Y sobre todo mirad en el mundo el número de todos los
infelices que nos llaman: los encarcelados, los deportados, los traperos, los
lavaplatos38.
"ib.
38 PlCCOLA SORELLA Magdeleine, Ií padrone dell'impossibüe, Cásale
Monferrato 1994, 222.
'Ib, 201.
3 R. Voillaume, Charles de Foucauld et ses premien disciples, o.c.
I_
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r
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tiempo del fascismo, para construir una ciudad «imperial»), los romanos
empobrecidos, junto a gente de todo tipo y extracción. Con ellos hay
también inmigrados de las regiones meridionales que recalan en Roma de
manera consistente: gente que vive en la pobreza, desempeña trabajos
temporales y a menudo debe contentarse con viviendas indecorosas. Es
aquí donde el negocio de la construcción, la verdadera empresa de la capital,
encuentra a sus trabajadores, ofreciendo una ocupación a menudo precaria.
La Iglesia generalmente no está cerca de estos ambientes, más allá de
algunas presencias significativas a menudo de carácter asistencial. Como,
mucho se crea una relación clientelar de esta gente con las instituciones
eclesiásticas, de las que se puede obtener alguna ayuda «para ir
apañándose», típica de las periferias romanas. La gente de las chabolas no
suele asistir a la misa dominical de las parroquias. La parroquia, aunque
esté cerca geográficamente de esas pobres casas, no es su mundo. En los
ambientes católicos difícilmente se sienten en su casa, aunque bastantes
conserven alguna forma de piedad religiosa. Hay múltiples elementos en
juego: un desapego tradicional de la Iglesia (a veces veteado de un nuevo o
antiguo anticlericalismo), una distancia de la institución madurada con el
abandono de sus tierras, una incomunicabilidad entre las formas de la vida
parroquial y la cultura de los «chabolistas».
Existe una religiosidad popular entre los periféricos, pero cada uno
conserva en general la de su tierra
Periferias de hoy
y no se integra en el mundo religioso de Roma. Por otra parte, al menos
hasta 1974, cuando la Iglesia de Roma promueve una gran convención
sobre los males de la ciudad, estos entornos empobrecidos no estaban en su
corazón ni en el centro de su actividad, aunque existieran algunas
instituciones e iniciativas significativas44.
Es el partido comunista italiano, con sus articulaciones de base, el que se
hace cargo en buena parte del deseo de emancipación y redención del
mundo periférico, hasta el punto de ganar las elecciones municipales en
1975. En Roma es un hecho desconocido y, en ciertos aspectos,
desconcertante para los católicos que, desde la segunda posguerra, hayan
gobernado siempre la ciudad. Después del 68, el mundo de la periferia
romana se puebla de comités y asociaciones nacidas desde la onda política
de la izquierda, incluso más allá del partido comunista, que animan activida-
des sociales, políticas y de autoorganización.
Después del Vaticano II, en un mundo cristiano en movimiento por la
primavera conciliar, la Comunidad de San Egidio, nacida en 1968 entre los
estudiantes de un liceo del centro de Roma, se dirige con particular atención
a las periferias. Empieza un trabajo de solidaridad, en particular con los
niños (que a menudo no frecuentan la escuela obligatoria), los ancianos y
los más pobres. Entonces eran sobre todo los jóvenes, miembros de una
comunidad que daba sus primeros
44 C( M. Impagliazzo, La diócesi del papa. La Chiesa di Roma e gli anni di
Paoh VI (1963-1978), Milán 2006, 141-164.
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pasos, los que llevaban al mundo periférico sus anhelos de vivir y de ser
solidarios, creando lazos inéditos con grupos sociales marginales y
manteniendo el deseo de redención entre los más pobres con una cercanía
humana hasta entonces impensable.
Para San Egidio, la gente de las periferias eran los pobres, que ocupaban
el centro de la vida cristiana. Había que crear una Iglesia distinta en la que
los pobres se sintieran en casa y no se quedaran al margen, como en la vida
de muchas parroquias, o se convirtieran en clientes de las instituciones
asistenciales. ¿Esto no significaba crear una realidad paralela a la Iglesia
local o a las parroquias? La comunidad sentía dolorosamente la distancia
entre el mundo periférico y la realidad cristiana de Roma, sobre todo la falta
de un testimonio vivo del Evangelio que diese esperanza a las existencias
más duras y evangelizase una religiosidad difusa. Eran las instituciones
diocesanas las que se situaban en paralelo a este mundo. El punto del que
partir era la demanda del Evangelio en las periferias. De aquí debía nacer un
itinerario religioso y comunitario al que no le diera miedo internarse en este
mundo y se arraigara en él, sin preocuparse por traer a los lejanos a las
instituciones eclesiásticas.
El trabajo de San Egidio, a lo largo de los años, fue construir una serie de
comunidades cristianas en los mundos periféricos, en los barrios y en los
arrabales de la ciudad, donde los pobres estuvieran en su casa y se
empezase a realizar el programa de Jesús anunciado en la sinagoga de
Nazaret: «anunciar la buena
nueva a los pobres»45. Los lugares de reunión eran a menudo muy
humildes, en medio de sus vidas y de sus viviendas: se abrían espacios de
encuentro bajo los edificios o en ambientes improvisados. Aquí la lectura
del Evangelio, la liturgia y la oración se entrelazaban con la solidaridad, la
amistad personal y las nuevas formas de cercanía entre la gente marginada.
Era una pequeña «historia» que parecía casi irrelevante, pero en la cual
emergía algo importante: la fecundidad del Evangelio leído y vivido en la
periferia.
En estas comunidades eran numerosas las mujeres, sobre las cuales caía
el peso mayor de las dificultades cotidianas y familiares. Sufrían una mayor
margina-ción, marcadas por la desventaja de su condición femenina y por
una dependencia profunda de los hombres. El drama del aborto clandestino
a menudo minaba sus vidas y su salud. La violencia contra ellas apenas
disimulada, estaba muy presente y era recurrente. En los años sesenta, la
condición femenina era muy dura en Roma, con significativas bolsas de
analfabetismo46. La mujer a menudo vivía en una condición de
«segregación» efectiva en los arrabales, mucho más que el hombre. Su
horizonte era la periferia, el pequeño entorno del barrio, fuera de todo
circuito, mientras la ciudad quedaba lejos. Trabajar de criada era a menudo
el único camino para salir de
45 Le 4,18.
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naria [...] toca el tema de la oración, de las Escrituras, de los pobres, de la
comunidad y de la sociedad». En efecto, lo relataba así:
[...] al comienzo de los años setenta caminaba una tarde por las calles de
Trastévere y reflexionaba sobre una cierta brecha entonces existente, en el
tiempo inmediatamente posterior al posconcilio, entre aquellos que
perseguían el compromiso con los pobres, para la transformación de la
sociedad, y aquellos que en cambio apoyaban todo en la espiritualidad y la
oración. Y me decía que tenía que existir una conciliación práctica, un modo
de unir concretamente en la vida el sentido del primado de Dios, del
primado de la Palabra y de la oración, y una urgencia práctica, exigente y
eficiente de amor a los jóvenes, de cercanía a la gente, a las personas más
abandonadas [...]. Fue entonces -continúa Martini hablando de San Egidio-
cuando empecé a captar, a apreciar esta síntesis vivida del primado de Dios,
de la oración, de la escucha de la Palabra: tomar en serio la palabra de Dios
y al mismo tiempo dedicarse de manera eficaz, concreta, a los pobres48.
Comentando el Evangelio en la periferia y la experiencia de San Egidio en
las periferias, el obispo Pie-tro Rossano, fino biblista y hombre de gran
cultura humanística, resaltaba a contraluz a «la mujer, los
chicos, los hombres del Sur, los desocupados, gente que vive en las casas
hechas de cartón o de lata, solo para dormir». Esta gente no le parecía muy
distinta de los personajes de las páginas evangélicas: la mujer encorvada, el
muchacho epiléptico, la adúltera. Son los pobres que están en los arrabales
romanos, «pero también en las grandes periferias urbanas, un poco en todas
partes». Y aquí Rossano formula la pregunta sobre el mensaje que vehicula
la presencia de San Egidio en la periferia: «¿Qué les aporta el Evangelio a
estas personas? ¿Por qué lo escuchan?»:
El Evangelio -continuaba- no aporta trabajo, ni medicinas, ni comida, ni
siquiera el moralismo de los sabios que a veces resulta extraño a los
cristianos, tampoco trae la condena que los moralistas recientes lanzan con
frecuencia. El Evangelio no aporta tampoco la revolución ni el odio de
clases49.
Rossano seguía preguntándose: pero ¿qué aporta el Evangelio a la gente
periférica, agobiada por los innumerables problemas de la vida cotidiana? Y
respondía:
El Evangelio es [...] un anuncio y también una energía, un rayo de luz y una
esperanza; es una compañía y un afecto transmitido mediante el afecto de
una persona y de una comunidad.
L
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Es una afirmación que pueden compartir aquellos que han vivido esta
historia. Rossano concluía preguntándose qué añadía el Evangelio a la vida
de los periféricos: «es una energía comunicada mediante las misteriosas y
frágiles relaciones interpersonales de afecto y de participación que una
persona lleva a
50
otra»
Esta es la historia de las comunidades de San Egidio en la periferia de
Roma y de otras ciudades, una red de fraternidad fundada en el Evangelio.
En torno a ella se han desarrollado acciones de solidaridad con las personas
que tenían dificultades, los pobres, los discapacitados, los ancianos (la vida
media se alargaba, pero este éxito no venía acompañado por un crecimiento
de la calidad de la vida, tanto que los últimos años de la existencia
resultaban muy dolorosos para los pobres). Desde esta perspectiva, también
en el mundo de los periféricos, crecía la conciencia de que «nadie es nunca
tan pobre que no pueda ayudar a los pobres». Así se escribía en San Egidio
en aquel periodo:
[...] el fondo de este mensaje evangélico de liberación me parece que es esta
restitución a todos de la dignidad de ser hombres y mujeres, de ser hijos de
Dios, de ser hermanos, de ser discípulos. El mensaje de liberación,
comunicado de manera sencilla pero persuasiva, es que la vida puede
cambiar51.
Para ilustrar esta historia de la periferia he preferido generalmente dar la
palabra a algunos testigos precisamente por mi participación personal en
esta realidad. Pero con el paso de los años he constatado cómo en la escucha
de la palabra de Dios ha crecido «una espiritualidad del hombre y de la
mujer de la ciudad de lo que nosotros hablábamos, entonces y ahora, como
de un desierto en el cual la búsqueda de Dios no es imposible, en donde el
Libro no está sellado eternamente para nadie», escribía entonces52. La
periferia podía estar habitada por comunidades cristianas de gente
periférica. Era posible vivir el Evangelio en estos mundos, si bien no como
una realidad institucional. El cardenal Ugo Poletti, vicario de Roma desde
1973, muy pendiente de las periferias, comprendió el valor de estas
presencias y las defendió contra una mentalidad eclesiástica que pretendía
reducir todo a una geometría institucional:
He visto crecer a vuestra comunidad aquí en Roma -dijo en 1988-: primero
casi tímidamente en las escuelas y en las barriadas, y después poco a poco
en la gran periferia de la ciudad [...] me alegro de haber estado siempre a
vuestro lado, me alegro por mí y por esta nuestra querida diócesis, que
encuentra en vosotros un testimonio de su misión universal53.
"ib.
1 A. Riccardi, í perché di un libro, 54.
52 ib, 55.
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I
de Galilea, siempre estaba sonriente; era todo dulzura
56
y ternura
La primera opción de la fundadora es por la periferia extrema de Francia,
esto es, el desierto del Sahara. Allí, el hermano Carlos de Jesús vivió como
eremita, esperando formar una comunidad, pero lo asesinaron cuando
estaba solo. La historia de la fraternidad de las hermanitas de Jesús empieza
por el desierto del Sahara, aquí pasa por un momento de prueba decisivo.
En el desierto, tierra remota en una Argelia que vivía años muy difíciles,
nace la pasión de estas mujeres por otras periferias, porque desde aquí
parece entenderse mejor el mundo. Magdeleine abre fraternidades en
muchos países sin crear nunca obras o estructuras, sino viviendo siempre
entre los pobres con pequeñas comunidades de mujeres capaces de
compartir la vida de todos, sin ningún proyecto misionero o proselitista.
Magdeleine se enfrenta a las fuertes presiones del mundo eclesiástico, que
quería que las hermanitas estuvieran más protegidas en los conventos y que
tuvieran más religiosas, con una vida regulada. La instaron a asumir la
responsabilidad de escuelas, dispensarios u otras obras sociales; pero, aun
considerándolos útiles, según ella son extraños a la vocación de la fraterni-
dad. Su respuesta es clara. Las hermanitas viven en las periferias no para
guiar, organizar o construir, sino para estar «entre ellos», es decir, entre la
gente pobre:
Solo tenemos un fin -escribe-, hacernos «una de ellos», o sea, una de los más
pobres, de la clase de los humildes, de aquellos que el mundo desprecia [...]
nunca en un plano superior a ellos para dirigirlos, educarlos o instruirlos,
sino en un plano de igualdad, para amarlos y ayudarlos como se ayudaría a
los propios amigos o semejantes. ¡Es nuestro único camino!57.
Del Sahara al mundo obrero, a las campiñas abandonadas en Francia, a
África del Norte, para llegar a los pobres mundos africanos -como el de los
pigmeos-, hasta los slum de las grandes ciudades latinoamericanas o
asiáticas, Magdeleine quiere instalar, en medio de la gente, «hogares de
dulzura, de paz y de amor» a través de la vida sencilla y pobre de sus her-
manas. Así podemos ver a hermanitas llevando una vida nómada con los
gitanos, mientras que otras ejercen de campesinas u obreras, aun siendo
plenamente religiosas y llevando casi siempre el hábito religioso.
Crecen las fraternidades también en Oriente Medio, en un mundo
complejo caracterizado por el conflicto entre árabes e israelíes a partir de la
segunda posguerra y donde existe el enfrentamiento con el islam. Las
fraternidades deben constituir una realidad sencilla, amistosa, abierta y
accesible a todos. Este es un modo de dialogar a través de la amistad y la
vida. Con su existencia, sin proclamas ni proselitismos, las hermanitas
muestran que es posible ser personas
56 Ib, 106.
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60 Ib, 83-84.
: Id, hlous autre gens des rúes, Éditions du Seuil, París 1971.
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63 ib.
64 ib.
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L
social. Esta era la vida de Ivry y del cinturón rojo de París. Pero Madeleine
no aceptaba ni la marginación ni el prejuicio ideológico, había que estar
frente a los comunistas como mujeres y hombres que se encuentran con
ellos en el plano humano. Vivir en Ivry le mostró «un aspecto inesperado de
la esperanza: provocación del marxismo a una vocación a Dios».
El marxismo -escribe-, sin quererlo, y fuera de toda previsión, obliga al
cristiano a una brutal toma de conciencia, la incomparable importancia de
Dios, la de un desarrollo de sí mismo, que se convierte en una superación
del marxismo, para confrontarse con la más grande de las cuestiones
humanas: ¿existe Dios?67.
Madeleine Delbrél se enfrentó con los comunistas a partir del contacto
humano y del encuentro cotidiano. El mismo movimiento, con todas sus
contradicciones humanas y no solo político-ideológicas, le parecía diferente
a cómo se entendía desde el centro tanto de la Iglesia como de las
instituciones políticas. Sobre todo advirtió del desafío o, como prefería
decir, una «llamada» a una madurez cristiana y a una adhesión personal al
Evangelio. En conclusión, en el pensamiento de Madeleine Delbrél hay una
teología del otro, que se mide sobre el encuentro con él y sobre el
conocimiento de esa situación. Es algo que no se puede olvidar, tampoco
hoy, tantos años después, cuando las perife-
67 M. Delbrél, Vüle marxiste, o.c.
Las ciudades del siglo XXI, en particular las me-galópolis, son cada vez
menos una comunidad de destino. No solo, sino que mientras una parte de
esta es absorbida en los flujos globales y procede por el camino de la
internacionalización, otra se queda al margen y fuera de los circuitos de
integración, si no se precipita en una condición de aislamiento. Son los
barrios marginados, donde con frecuencia sus habitantes pasan toda su
existencia y donde quizá sus hijos llevarán la misma vida de sus padres. El
universo de las megalópolis se ha estructurado de modo que gran parte del
espacio habitado se convierta en lugar de exclusión, a menudo en las
condiciones que hemos mencionado más arriba. La megalópolis produce
constantemente periferias urbanas y «periferizacio-nes» humanas. Frente a
esta realidad, especialmente en el Sur, el Estado y.las instituciones
acostumbran a renunciar a un control real de estos espacios. Se convierte en
un mundo perdido, cuyos dramas humanos y sociales se enmarañan con
redes criminales y rebeliones endémicas, en el marco de una cultura de
supervivencia.
Las periferias del siglo XXI interpelan a la Iglesia; son «una llamada», diría
hoy Madeleine Delbrél. Sucedió en el siglo pasado y, ahora, sucede de modo
particularmente amplio. Quizá hoy la Iglesia católica preste menos atención.
No se siente desafiada por la ideología marxista ni por fuerzas competitivas
inspiradas en ella. Tiene menos personal para afrontar esta situación,
aunque -como muestra el papa Francisco-
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no se puede decir que no exista una conciencia aguda del desafío que le
lanzan los mundos periféricos. ¿Se trata de un mundo perdido para la Iglesia
y los cristianos?
El cristianismo -por impulso del papa Francisco- tiene la posibilidad de
comprender desde un nuevo punto de vista la condición humana y urbana
del siglo XXI. Es cierto que este proceso requiere profundos cambios. Ya no
es posible afrontarlo con la organización territorial, típica de otros tiempos,
fuertemente influida por el campo, que dividía el mundo en
circunscripciones predefinidas. La idea misma de territorio como habitat
exclusivo del hombre y de la mujer ha sido puesta de nuevo en discusión
por la movilidad humana, los transportes y las comunicaciones vía Internet.
El sistema pastoral -a menudo fundado sobre planes pastorales y sobre una
articulación de las responsabilidades- resulta inadecuado. La Iglesia católica
-como hemos dicho-ha tenido una visión propia del territorio, dividido en
diócesis y parroquias, con la excepción de las Iglesias orientales ligadas a
comunidades de personas del mismo rito.
Frente al crecimiento de las ciudades se ha constatado el límite de
diócesis demasiado grandes. Por eso, vastas ciudades como Sao Paulo o
París, por poner dos ejemplos, han sido divididas en varias diócesis. Es el
sistema administrativo con el que se reparten las circunscripciones
demasiado extensas. Este experimento de subdivisión de las grandes
diócesis, consolidado desde hace varias décadas, no siempre ha
sido acertado, pero sobre todo no es innovador. Pero correspondía a la idea
de una Iglesia gobernada por el centro, que necesitaba dimensiones más
humanas y menos grandes. En realidad, el verdadero problema no es
reducir las grandes diócesis a circunscripciones más pequeñas, sino hacer
renacer la Iglesia en la periferia; en resumen, dar lugar a comunidades y
experiencias cristianas que arraiguen en estos lugares. La visión geoespacial
sobre la que ha sido implantada gran parte de la pastoral resulta en parte
inadecuada, como se ha dicho. No se trata de suprimir el centro o la
trabazón comunional entre las realidades, sino de favorecer un movimiento
que venga de las periferias y se encuentre con otros segmentos de la vida
cristiana. Tras el Vaticano II, en la estela de la renovación de la eclesiología,
se ha insistido mucho sobre la dimensión de la Iglesia local, j^ero ha sido
una renovación a medias. La Iglesia local, a su vez, acostumbra a tener una
visión centralista que no deja espacio a las periferias. No basta con dividir
las diócesis y aproximar más el centro a las periferias (a veces esto conlleva
una disminución de los recursos y una movilidad reducida). Es menester
suscitar nuevas realidades cristianas en las periferias, aceptando su historia
y configuración. No todo puede ser programado por el centro. Y la
diversidad de las experiencias cristianas en el mismo territorio no supone
competitividad. El verdadero punto focal es el de un cristianismo inserto en
la cultura y en la realidad urbana, sobre todo, en las periferias.
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to, más aún, de veneración. En este punto los locos desaparecían del
monasterio, evitando la estima que aumentaba a su alrededor. Vagaban por
el mundo y se olvidaban de ellos.
Hay, en cambio, otra especie de santos dementes, los monjes que volvían a
la ciudad después de haber llevado una vida de oración y tenían
comportamientos desconcertantes. Las vidas de Simeón Salos, escrita en el
siglo VII, y la de Andrés Salos, del siglo X, muestran una santidad oculta en
una existencia aparentemente contradictoria y marginal. Con el final de la
oposición entre el movimiento monástico y el cristianismo de la ciudad,
pero sobre todo con el afianzamiento del islam y el cierre de la antigüedad,
desaparecen estas figuras de cristianos locos y periféricos. Los problemas
de las comunidades cristianas en el mundo musulmán ahora se ligaban a
que habían quedado reducidos a minorías discriminadas y a veces
perseguidas en la ciudad islámica.
En realidad, la tradición bizantina se retoma en el cristianismo ruso, tanto
que la vida de Andrés Salos fue traducida al ruso en el siglo XIII y su figura
aparece en los iconos1. El cristianismo eslavo es, en realidad, el terreno
abonado en que se desarrollaron estas existencias locas y periféricas -
respecto a la Iglesia y a las instituciones-, marcadas por un profundo
anticonformismo, por una carga profética respecto a las formas
acostumbradas de vida cristiana y por ac-
titudes anti-institucionales hacia las jerarquías de la Iglesia y del Estado.
El primer loco de Cristo conocido en Rusia, un yourodivy, se llama Isaac y
su historia fue narrada por un monje, como él, del monasterio de las Cuevas
de Kiev a fines del siglo XI. Era un mercader rico que se hizo monje y
empezó a llevar una vida rara, fuera del marco de los comportamientos
establecidos2. La historia de los locos de Cristo en Rusia, a lo largo de
diferentes épocas y figuras, llega hasta el siglo XIX y comienzos del XX. Entre
ellos hay peregrinos, mendigos o personas sin morada fija: esos pobres de
espíritu que encarnan la paradoja de una vida cristiana «chiflada», vivida
como marginales y periféricos; más aún, auto-marginándose respecto a la
sociedad y a los cuadros eclesiásticos. En la espiritualidad eslava existe una
veneración popular por estas figuras; en Occidente, personajes análogos
aparecen siempre como «descartes» de la sociedad.
La Iglesia rusa considera como santos también a los locos de Cristo que
eligieron la pobreza de espíritu y de vida, desde el ascetismo, pero
disfrutando de plena libertad, dedicados a la crítica y el humorismo, a las
profecías y a las polémicas contra los poderes eclesiásticos y políticos.
Aunque fueron criticados por la jerarquía durante su vida, estos «locos» han
gozado de la devoción del pueblo. Los primeros locos de Cristo fueron laicos
y mujeres:
1 Cf E Cesaretti, I santi folli di Bisanzio. Vite di Simeone e Andrea, Milán
1990,
5-32.
1 Cf Gorainoff, Les fols en Christ dans la tradition orthodoxe, París 1983, 53-
55.
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' É. Behr-Sigel, Priére et sainteté dans l'Église russe, París 1950, 94. 4 Id,
Discerner les signes du temps, París 2002, 38.
51. Goraínoff, Les fols en Christ, o.c, 149.
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Dicen que yo estoy loco, pero, amigo mío, sin locura no se entra en el reino
de Dios [...]. Mientras los hombres sean razonables y sensatos, no vendrá a
la tierra el reino de Dios7.
Hacerse extraño a la propia Iglesia
Algunos aspectos de esta locura por Cristo se encuentran en la peculiar
epopeya del archimandrita Feodor Bucharev, nacido en Rusia (1822-1871).
Bucharev era un monje docto, pertenecía a la clase del clero culto e
intelectual y era autor de obras teológicas que habían suscitado interés y
discusiones dentro de la Iglesia. Joven y muy conocido en los ambientes
clericales, tenía grandes posibilidades de hacer una prometedora carrera.
Después de quince años de vida monástica y estudios teológicos pidió la
reducción al estado laical, suscitando ásperas polémicas por su opción, de la
que las autoridades eclesiásticas -a pesar de las muchas presiones- no
lograron hacerlo desistir. Tal paso no era nada fácil en la Rusia zarista,
porque lo condenaba a ser un paria en la sociedad, tan empapada por la
vinculación entre Iglesia y Estado. Su reducción al estado laical fue, desde
un punto de vista jurídico, como un «castigo» que lo marcó de tal modo que
le hizo difícil encontrar editores para sus obras y medios de sustento. Con
esta opción, Bucharev se auto-marginó, sin que por ello considerara la
condición de
7 Archimandrita Spiridon, Le mié missioni in Siberia, Turín 1982, 35.
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laico como una reducción a algo menor respecto al monacato. Era una
elección que tenía una base teológica propia. Tras la renuncia a los votos
monásticos y la suspensión del estado eclesiástico, se casó por la Iglesia,
afirmando el valor del matrimonio como opción de igual dignidad que el
celibato monástico.
Había llevado hasta entonces una vida muy apreciada de intelectual y
monje, pero empezó a llevar una existencia laica en medio de la gente
ordinaria, en la que sin embargo quiso conservar el espíritu monástico.
Consideraba esta opción como el camino más indicado para él: «En el
testimonio de la "vida en Cristo" dada por los cristianos en las condiciones
difíciles de la existencia terrena consiste el sacerdocio real de todos los
bautizados, glorioso y doloroso al mismo tiempo», escribe Elisabeth Behr-
Sigel, una de las primeras personas en Occidente que reflexionó sobre el
significado de la opción de Bucharev8.
Sin embargo, la vida de Bucharev no careció de graves dificultades,
además de la humillación por parte de las autoridades eclesiásticas, que se
opusieron a su opción, conoció, con su mujer, la pobreza extrema, la soledad
y la dolorosa circunstancia de la muerte de su único hijo. Tuvo pocos
amigos, que lo sostuvieron hasta el fin. Estos acreditaron su serena sencillez
y humildad (monástica) en una vida laica nada fácil9.
8 É. Behr-Sigel, «Aleksandr Bucharev: l'ortotodossia e il mondo
moderno», en A.
Mainardi, La grande vigilia. Atti del V Convegno ecuménico intemazionale di
spiritualitá
russa, Magnano (BI) 1998, 195.210; cf también id, Discemer les signes du
temps, o.c,
71ss. Aleksandr Bucharev tomó el nombre monástico de Feodor.
166
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mos [...] pero usted, usted nos mira de forma distinta. ¡Sabe, padre, lo dulce
que es para nosotros ser considerados seres humanos! De hecho somos
quizá bestias, pero ¡en cualquier caso somos hombres! ¿Por qué nos
desprecian? Ah, padre mío, si todos nos trataran como usted, créame, no
habría criminales en la tierra. El mal solo se vence con el bien [...]. Desde la
infancia no he oído nunca una palabra buena de nadie12.
El archimandrita consignó en sus memorias sobre la misión siberiana
muchas historias de figuras que sufrían y estaban marginadas. En este
mundo de abandono, Spiridón experimentó la fuerza de la palabra del Evan-
gelio, la palabra del perdón y de la misericordia. A un prisionero que había
abandonado la Iglesia y se había sentido traicionado por los curas, que
maldecía y se consideraba maldito, le dijo:
Recuerda a Cristo: él no maldijo al mundo que lo crucificó, sino que rezó por
él. Nuestras maldiciones de hombres son la señal de nuestra impotencia y
de la debilidad de nuestras fuerzas13.
Un hereje, que le había oído predicar y se había quedado impresionado
por su ternura con todos, independientemente de su condición y de sus
opciones, le preguntó entre lágrimas:
¿Por qué no dicen todo esto los curas? Si nos enseñaran a entender
debidamente el Evangelio, nuestra vida se transformaría. Yo le he
escuchado más de una vez y más de una vez he visto cómo trata a los
detenidos [...]. Para usted son todos iguales, y usted es para todos un
verdadero hermano, un hermano común14.
En la gran periferia humana de la vida siberiana de los deportados y
detenidos, pero también en la difícil condición de las poblaciones de la
región, Spiridón sentía amargamente las contradicciones profundas del
cristianismo ruso que, también en estas tierras, avanzaba con el poder
imperial y con la fuerza de una Iglesia de Estado, y no con humanidad y
palabras misericordiosas. Desde esta periferia se entienden mejor y
dolorosamente los límites de la Iglesia rusa, si bien se trata de un punto de
vista muy peculiar. Un lama budista, que le oyó predicar, se dirigió a él así:
Así enseñaba Cristo; pero ¡los cristianos no sois así! ¡Vosotros os comportáis
como bestias feroces! Deberíais avergonzaros de hablar de Cristo vosotros
que tenéis la boca toda manchada de sangre. En medio de nosotros no hay
nadie que viva peor que los cristianos. Así pues, ¿quién es el que hace más
timos y lleva una vida más disoluta, roba, miente, guerrea y mata más? Los
cristianos15.
13 Ib, 78.
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inmigración rusa como los de París, cosa desacostumbrada en la tradición
monástica rusa. A esta monja singular le conmocionaba profundamente la
miseria general, que le parecía una llamada a llevar otra vida. Su casa-
monasterio se convirtió en un centro de hospitalidad para muchos heridos
de la vida. No faltaba allí la liturgia, pero la vida era algo muy distinto a las
normas de los cánones monásticos clásicos. Mat' Marija vivió marcada por la
libertad espiritual en la búsqueda de Dios y en el amor por los hombres y las
mujeres.
En 1943, en un París ocupado por los nazis, su hijo Yura y su padre
Dimitri, un sacerdote ruso que trabaja con ella, cayeron en manos de la
Gestapo. Mat' Mari-ja los buscó para liberarlos. No le daba miedo desafiar a
la policía nazi con tal de salvarlos. Fue arrestada con ellos y, después,
deportada a Ravensbrück. Su delito fue solidarizarse con los judíos. La
anciana madre de la monja le dijo al oficial de la Gestapo que registrara la
casa-monasterio donde estaban escondidos los prófugos:
Mi hija es cristiana; para ella no hay judíos ni griegos, sino solo personas en
peligro. Si lo necesitarais, ¡os ayudaría también a vosotros!
Los alemanes intentaron boicotear la labor de esta mujer, que había
permitido huir también a un grupo de niños judíos de la desesperación del
Velódromo, lugar en que concentraban de los deportados antes
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Fragmentos marginales de vida cristiana
del internamiento. La acusaron de ayudar a los judíos a esconderse.
Marija, en el campo de concentración nazi de Ravensbrück, se comportó
con dignidad y serenidad frente al trato inhumano reservado a las
deportadas. El 31 de marzo de 1945, Viernes Santo, fue seleccionada para la
cámara de gas o, quizá, sustituyó a otra mujer ya elegida para morir. Amiga
de los periféricos de París y de los perseguidos, murió en el campo de
concentración, en aquel universo que representaba en aquellos años la
extrema periferia de Europa.
Ravensbrück es solo el último puerto de la Madre María y de su compleja
historia. Su particular monacato había brotado de la confrontación con el
dolor por la muerte de su hija: «Siento que la muerte de mi hija me obliga a
ser una madre para todos», declaró. El metropolita Eulogio, gran figura del
cristianismo ruso de la emigración y su referencia, le había dicho al recibir
la tonsura monástica: «Hay de hecho más amor, humildad y exigencia en las
retaguardias del mundo respirando su aire contaminado...». Mat' Marija fue
monja en la periferia del mundo, donde no teme respirar su aire
contaminado. Fue una verdadera monja, vestida con el hábito negro de las
monjas rusas (a menudo manchado por las labores domésticas) y con la
típica capucha, pero no rehuía las situaciones difíciles o de pobreza.
En 1935, el padre Lev Gillet, sacerdote ortodoxo (convertido del
catolicismo), se fue a vivir a la casa-monasterio de la Madre María, donde la
vida mo-
176
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22
El trabajo social, todo diálogo con el ser humano en nombre de Cristo, debe
ser esta liturgia fuera de la Iglesia [...]. En caso contrario, y aunque nos
refiramos a la moral cristiana, nuestra acción no será cristiana
mas que aparentemente
Los pobres, los periféricos de París, los inmigrantes rusos y los hebreos
perseguidos son los amigos de la monja.
La Madre María percibía la Iglesia ruso-ortodoxa desde su exilio parisino
y soñaba que, a partir de la pobreza y de la libertad, podía producirse en ella
una renovación profunda:
Nuestra misión es mostrar que una Iglesia libre puede hacer milagros. Y si
llevamos a Rusia nuestro espíritu nuevo, libre, creador, audaz,
conseguiremos nuestro fin23.
De la periferia de los exiliados y de la experiencia de la diáspora puede
venir una renovación para la madre patria.
La existencia de Mat' Marija, tan apasionante y dramática, fue el emblema
de una comunión restablecida entre cristianos (piénsese en su apertura a
las demás confesiones) en la vida y en el amor por los pobres y los
perseguidos: un testimonio cristiano y ortodoxo que arraiga entre los
periféricos de la vida y llega hasta el corazón de la Shoá. María sentía el
drama
21 Ib, 7.
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de la división de los cristianos frente a la II Guerra mundial y al avance del
mal que conlleva el conflicto. La división de los cristianos debilitaba su voz
frente al mal. María, a la que le horrorizaba la guerra, estaba segura de que
el conflicto preparaba «inexorablemente el terreno para la siguiente gue-
rra». En contacto con el mundo periférico maduró en ella una lectura
original de la catástrofe que se abatía sobre Europa.
Pero esta monja intuía que, precisamente en el tiempo del conflicto, hay
«una oportunidad única para la humanidad actual». Advirtió que «la guerra
es un llamamiento, lo que nos abre los ojos». En efecto, la guerra, ese
concentrado dramático de todos los males y esa madre de todas las
pobrezas, exige -según la Madre María- una movilización más decidida y
unitaria de todas las energías espirituales junto con una toma de conciencia
sencilla y radical la unidad de destino de los cristianos en el mundo. La vida
de Mat' Marija estuvo marcada varias veces por la guerra (la I y la II Guerra
mundial, pero también la civil de Rusia) y terminó en el corazón del siglo XX,
dentro del sistema de los campos de concentración. Sus últimos mensajes
desde el campo de concentración, que han llegado hasta nosotros, son un
velo bordado que representa la victoria sobre el mal y un icono, siempre
bordado, con el Cristo crucificado en los brazos de su Madre. Testimonian
una vida que en el gran dolor y el abandono del campo de concentración
cree en la resurrección de Jesús y la celebra.
Fragmentos marginales de vida cristiana 179
Un loco de Dios, romano, del siglo XX
El cristianismo occidental conoce de manera muy limitada la experiencia de
los locos de Dios, que se mueven al margen de la vida eclesial y social.
Habría que profundizar quizá la vida secular del eremitismo, algunas
expresiones del franciscanismo y otros recorridos, pero siempre se acabaría
descubriendo que la Iglesia de Roma tiende a regular progresivamente las
formas de vida que se desarrollan a sus márgenes.
Hay, sin embargo, una vivencia personal, en gran parte desconocida, pero
importante, precisamente por haber aparecido en Roma a finales de los
años cuarenta, cuando la Iglesia de Pío XII estaba plenamente enfrentada
con el comunismo en Italia, mientras en el Este europeo se desencadenaba
la persecución contra los cristianos por parte de los regímenes marxistas. Es
la vida de un sacerdote romano, Giuseppe Sandri, ordenado sacerdote en
1928, docto y refinado, un buen hombre, destinado a una brillante carrera
eclesiástica. Estaba dotado de una profunda cultura, como revela en varios
estudios y en las traducciones de las Escrituras. En 1949, Sandri -a petición
suya- obtuvo la reducción al estado laical por parte de las autoridades
eclesiásticas. Su historia recuerda, en algunos aspectos, a las de Bucharev y
de otros locos de Dios del siglo XIX.
Los motivos de la reducción son insólitos para un sacerdote católico: no
fue por un castigo de las autoridades, ni la voluntad de contraer
matrimonio, ni por cuestiones disciplinarias o doctrinales. Fue reducido
180
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"ib.
26 Ib, 140.
27 Ib, 151.
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J5
No hablo de los consabidos Balducci, Carretto o Tu-roldo, figuras crónicas y
casi estilizadas de nobilísimos agnósticos que tejen panegíricos y parten el
pan en el que no creen (Franzoni es de un formato mucho más manejable y
se aferra a la librea política...)- Hablo de decenas de sacerdotes entre los
treinta y los cuarenta años, que no saben quién es Jesucristo y explican el
Evangelio con los apuntes de Bultmann y de Jere-
mías
Es difícil trazar un perfil de Sandri, porque -pese a algunos escritos de
circulación reservada y algunas conversaciones recogidas casi
furtivamente- no le gustaba hablar de sí mismo y era muy esquivo, casi un
clandestino en la sociedad. Comentando la parábola del tesoro del campo,
Sandri ilustraba de algún modo la opción de su vida:
Con este descubrimiento es feliz, muy feliz... tanto que se va, vende todo lo
que tiene, también la «locura»... (es imposible que alguien haya inventado la
parábola, es una connotación de quien hablaba) la locura de aquel que
descubre el tesoro, lo esconde y se va, vende todo: la casa, la camisa, todo...
¿Por qué? Porque aquel tesoro vale más que todo...36.
35 G. Sandri, San Paolo. Messaggi ai cristiani di Roma e della Galaxia,
Florencia
2009, 9.
38 Ib, 153.
¡88 Periferias
Sandri dejó una consigna de silencio sobre su vida:
A quien os pregunte quién era Sandri, respondedle: ¿Quién? ¿Sandri? Era
uno que amaba a Jesús. Punto39.
Esta es a menudo la elección de cuantos optan por la periferia y por
desparecer en ella: el motivo y el sentido de una fecundidad que creen que
va mucho más allá de la fama de sus personas o del recuerdo de su historia.
ib, 110.
índice
PágS.
I. El retorno a las periferias 5
La propuesta del papa Francisco 5
Ciudad global: Nuevos escenarios 10
Iglesia del sur 16
El giro de Francisco 20
La Iglesia estaba en el centro 24
Un mundo extraño a la Iglesia 28
II. La antigua periferia del cristianismo 35
Biblia y periferia 35
El acento de Galilea 39
Pobres, marginales y periferia 46
La implantación del centro 52
Un centro convertido en marginal 56
Huida del mundo y desierto 61
III. Periferias de hoy 71
El origen de las periferias contemporáneas 71
Distanciamiento del cristianismo 77
París y un cardenal inquieto 82
Francia, ¿país de misión? 89
190
Periferias
Págs.
Una historia breve y grande 91
Muchas preguntas en torno a un fracaso 103
Un lugar de prueba de la centralidad
del cristianismo 106
La mística de la periferia 113
San Egidio: Los arrabales y las ciudades 118
Periferia en femenino 130
Una mujer en la ciudad marxista 136
Conclusión: Evangelio y periferia 143
IV Algunos fragmentos marginales
de vida cristiana 157
Rebajarse hasta el fondo 157
Hacerse extraño a la propia Iglesia 163
La Iglesia rusa vista desde Siberia 166
Una monja en el campo de concentración 172
Un loco de Dios, romano, del siglo XX 179
Andrea Riccardi
J
Periferias
SAN PABLO