Capítulo I QUIJOTE
Capítulo I QUIJOTE
Capítulo I QUIJOTE
Vivían con él un ama, que tenía más de cuarenta años, y una sobrina, que
no llegaba a los veinte. Había también un criado, que lo mismo ensillaba el
rocín que podaba las viñas.
Don Alonso Quijano, que así se llamaba el hidalgo, tenía casi cincuenta
años. Era fuerte pero flaco, de pocas carnes y cara delgada, gran
madrugador y amigo de la caza. Como vivía de rentas, es decir, sin
trabajar, tenía mucho tiempo libre, y lo empleaba en leer libros de
caballerías, con tanta afición que olvidó la caza y hasta la administración
de su casa, e incluso llegó a vender muchas de sus tierras para comprar todos los libros que pudo. Su obsesión llegó al
punto de hacerle perder el juicio a don Alonso, en su afán por comprender el sentido de semejantes lecturas, que —por
cierto— le gustaba compartir con el cura de su aldea, un hombre culto con quien discutía sobre cuál había sido el mejor
caballero: Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula.
Leía tanto y dormía tan poco, que se le secó el cerebro y se volvió loco. Cuando perdió la razón por completo, discurrió
el mayor disparate que jamás se le haya ocurrido a nadie: convertirse en caballero andante e irse por todo el mundo
para hacer frente a los más difíciles peligros y así lograr fama eterna.
Para llevar a cabo su plan, necesitaba, en primer lugar, unas armas, de manera que limpió y reparó las que habían sido
de sus bisabuelos. Fue luego a ver a su caballo —que, aunque estaba muy flaco, le parecía que ni el Babieca del Cid2 se
podía comparar con él—, y, después de mucho pensarlo, decidió llamarlo Rocinante, nombre sonoro y significativo de lo
que había sido antes, cuando fue rocín, porque ahora era el primero de todos los rocines del mundo.
Cuando puso nombre a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo. En ello estuvo cavilando ocho días, hasta que decidió
llamarse don Quijote. Pero recordó que Amadís había añadido a su nombre el de su tierra, y se lo conocía por Amadís de
Gaula. Como buen caballero, él hizo lo mismo, y se llamó don Quijote de La Mancha.
Le faltaba buscar una dama de quien enamorarse, porque un caballero andante sin amores es como un árbol sin hojas y
sin fruto. No tardó en encontrarla: Aldonza Lorenzo, una moza labradora de muy buen ver de la que había estado
enamorado —aunque ella jamás se había enterado—, a la que su imaginación transformó en princesa y gran señora,
merecedora de un nombre como Dulcinea, Dulcinea del Toboso (pues había nacido en este pueblo).
Acabados estos preparativos, no quiso esperar más tiempo para echarse a los caminos. Así, sin decir nada a nadie, una
calurosa mañana del mes de julio cogió su escudo y sus armas, subió sobre Rocinante y salió al campo, muy contento de
hacer realidad sus deseos. Sin embargo, en seguida cayó en la cuenta de que había olvidado un último detalle: según la
ley de la caballería, debía ser armado caballero para poder utilizar las armas en combate. Estos pensamientos le hicieron
dudar un poco, pero pudo más su locura que otra razón y decidió que al primero que encontrase le pediría que lo
armase caballero, tal como había leído en sus libros.
Caminó todo el día y no sucedió nada, por lo que él se desilusionaba, pues deseaba demostrar su valor y la fuerza de su
brazo. Al anochecer, su rocín y él se encontraban cansados y muertos de hambre. Iba mirando a todas partes, buscando
algún castillo o alguna cabaña de pastores donde alojarse, cuando descubrió una venta o posada, a la que se dirigió
rápidamente. Estaban en la puerta dos mujeres mozas, de esas que llaman de mala vida, que iban a Sevilla. Como don
Quijote se imaginaba que todo lo que veía era igual que en los libros de caballerías, la venta le pareció un castillo, y las
mujeres, dos hermosas doncellas. Las mozas, al ver venir a un hombre armado de esa forma, se asustaron y salieron
corriendo. Don Quijote intentó tranquilizarlas con estas palabras: —No huyan vuestras mercedes, pues la ley de
caballería me impide hacer mal, y menos aún a tan hermosas doncellas.
Cuando las mozas oyeron que las llamaba doncellas, no pudieron contener la risa. En esto, apareció el ventero, quien
ayudó a don Quijote a bajar del caballo y le ofreció algo para cenar, un bacalao mal cocido y un pan negro como el alma
del demonio, que don Quijote comió con prisa, preocupado por la idea de ser armado caballero cuanto antes. Ansioso,
se encerró con el ventero en la cuadra, se puso de rodillas y le dijo:
—No me levantaré jamás del suelo, noble señor, hasta que me concedáis el don que quiero pediros: que me arméis
caballero. Esta noche, en la capilla de vuestro castillo, me quedaré despierto velando las armas y mañana se cumplirá lo
que tanto deseo, para poder ir como se debe por las cuatro partes del mundo y socorrer a los necesitados.
El ventero en seguida se dio cuenta de que estaba loco y, para divertirse, le siguió la broma. Le dijo que en su castillo no
había capilla donde velar las armas, pero que podía hacerlo en el patio, y que ya por la mañana se celebrarían las
debidas ceremonias.
Así que don Quijote salió a un patio grande que había en la venta, se quitó la armadura, la dejó en un abrevadero y, muy
serio, empezó a pasearse alrededor. Uno de los arrieros que allí había quiso dar agua a sus animales, por lo que tuvo que
quitar las armas que don Quijote había colocado en el pilón. Este, al verlo llegar, le advirtió:
—Pero ¿qué haces, canalla? No toques las armas del más valeroso caballero andante si no quieres perder la vida por tu
atrevimiento
El arriero no hizo caso de estas razones y las tiró tan lejos como pudo, pensando que eran trastos viejos. Entonces, don
Quijote levantó la lanza y le dio un golpe tan grande en la cabeza que lo derribó al suelo y lo dejó malherido. Luego,
recogió sus armas y volvió a pasearse como antes.
Los demás arrieros, cuando vieron lo sucedido, comenzaron a tirarle piedras a don Quijote —quien, escondido tras su
escudo, amenazaba con castigar tal ofensa—, hasta que el ventero logró detenerlos diciéndoles que se trataba de un
loco.
—Primero tendréis que pagarme la cena y la paja de vuestro caballo —le advirtió el posadero.
—No puedo pagaros —respondió don Quijote—; nunca he leído que los caballeros andantes lleven dinero encima.
—Los libros no lo dicen porque está claro como el agua —explicó el ventero—, pero los caballeros llevan siempre dinero
y camisas limpias. Y sus escuderos cargan con vendas y pomadas por si acaso han de curar las heridas de su señor.
Don Quijote prometió seguir los consejos del que creía amo del castillo, y, contento de verse armado caballero, salió de
allí al amanecer.