OVEJÓN
OVEJÓN
OVEJÓN
—¡Ovejón! ¡Ovejón!…
Nadie habíalo visto, pero la gente armada que en su seguimiento venía desde
Zuata, atropellando el sendero, así lo aseguraba. Ellos dieron la voz de alarma.
Tal huésped no era para dormir con las puertas de par en par, según la vieja
costumbre de los vecinos, quién sabe si obligados por el cultivo que constituía una
de las fuentes de su prosperidad: el ajo, el ajo, que por cuentas de ristra, como
blancas y nudosas crinejas colgaban en todas las ahumadas vigas de las cocinas,
en las madrinas de los corredores, en las salas y aún en la misma sacristía de la
vieja iglesia, por los grandes días de la cosecha, en aquel risueño poblado, el más
alto orgullo de la feroz comarca.
…
Con una suave tonalidad de violetas, en el vasto cielo iniciábase el crepúsculo, un
crepúsculo de seda. En las colinas desnudas de altos montes tendíase un verde
como nuevo y lozano, un verde de primavera, y en las crestas montañosas, un
oscuro verde intenso, como el perenne de los matapalos laureles. Casi blanca,
cual una flor de urape, la estrella de los luengos atardeceres, en el Poniente, en
apariencia fija y silenciosa, prestaba al ambiente una dulcedumbre pastoril. Todo
en la campiña era grave y apacible; sobre la alta flecha de la iglesia se
espolvoreaba una rubia mancha de luz. En el paso del río, en medio de los
cañamargales, el agua se deslizaba, clara, limpia, con un grato rumoreo, y en
medio de las cañas y malezas brillaban destellos de sol azulosos y anaranjados.
Un mendigo, sucio y roto, abofallado el rostro, los labios gruesos y la piel cetrina,
llena de nudos y pústulas, penosamente arrastraba un pie descomunal, hinchado,
deforme, donde los dedos erectos semejaban pequeños cuernos bajo una piel
agrietada y escamosa. Un destello de sol violáceo y fulgente envolvía al mendigo,
quien hacía por esguazar el río saltando sobre las chatas piedras verdosas y
lucientes por la babosidad del limo. A lo lejos un manchón de boras, cual una
diminuta isla anclada en medio de la corriente, se mecía, y el nenúfar de los ríos
criollos comenzaba a entreabrir sus anchos cálices sobre las aguas tibias. De
cuando en cuando, desde una caña cimbreante, el martín—pescador se dejaba
caer como una flor de oro al agua y alzaba de nuevo revoloteando, entre sus gritos
secos.
…
Avanzaba el mendigo y la luz fuerte y violácea hería sus ojos opacos, en tanto que
tanteaba con la vara la firmeza de los pedruscos y alargaba con precaución su pie
deforme. La babasa era traidora y la luz cegaba, y el mendigo cayó de bruces
contra las piedras y la estacada, que cual una triple hilera de dientes enjuncados,
resguardaba de los embates de las crecientes a aquellas pródigas tierras de
labrantío, famosas ya, antes que el sabio germano las apellidara jardín.
A los ayes lastimeros del mendigo surgió un hombre apartando la maleza. Era de
mediana estatura y sus ojos fulguraban. Su mirar era inquieto, pero en las líneas
duras de su boca vagaba en veces una sonrisa bonachona y mansa.
El hombre se lanzó al río, como si el mendigo fuese un niño, lo tomó por debajo de
los brazos y lo sacó con gran suavidad al talud. El mendigo era todo ayes y
lamentos. Su carne podrida, magullada, no había cómo tocarla. El tobillo deforme
sangraba. Un ñaragato con sus curvas y recias espinas rasgara profundamente
aquellas carnes fofas. Gruesas lágrimas abotonábanse al borde de sus párpados
hinchados.
El hombre levantó los ojos y miró alrededor. Su mirada fue larga y honda, como
una requisitoria que llegara al fondo de los boscajes y las malezas. Y todo era
calma y penumbra en la solemnidad del atardecer. Sólo el martín—pescador,
desde la caña cimbreante se dejaba caer como una flor de oro al agua y alzaba
revoloteando, entre sus secos gritos.
El mendigo veía hacer al hombre sin decir palabra y éste sólo atendía a la herida.
Cuando la sangre se menguó, el hombre aplicó el vendaje. Ni la más ligera
sombra purpurada teñía la albura de la seda. Una sonrisa de satisfacción apuntó a
los labios del hombre. El mendigo murmuraba:
El hombre:
…
El mendigo hacía por levantarse. El hombre le tendió la mano cordialmente y le
puso en pie. Sus ropas estaban empapadas, adheridas al cuerpo. El hombre se
deshizo de su camisola de arriero y se la obsequió.
El hombre, al ponerle en sus manos la vara en que se apoyaba, recogió del suelo
la alforja limosnera y viendo que ésta se hallaba vacía, desabrochó la ancha faja,
de la que pendían un puñal y un revólver de grueso calibre y de ella extrajo, una
tras otra, muchas bambas y, como en ellas viniera un venezolano de oro, lo miró
un instante y echó todo en la alforja y dijo:
El mendigo quiso besarle las manos. Era aquello un tesoro con que no había
soñado nunca. Dábale las gracias y le bendecía. Caminaba tras él con la boca
rebosando gratitud. El hombre se volvió y dijo:
El sol ya no ofuscaba los ojos del mendigo. El poblado no estaba distante. Aún
brillaba una dulce claridad en aquel largo atardecer de otoño y echó a andar
alegremente, sin cuidarse de su pie deforme. Venus ya no era una nítida flor de
urape, sino un venezolano de oro en la gloria del crepúsculo.
El pulpero, descreído:
—Lo que tiene son alcahuetes; ¡a que si le espanto un tiro con mi morocha se le
acaba la gracia!
Un mocetón aindiado:
—Yo quisiera conocer a Ovejón por ganarme los quinientos pesos. Quinientos
pesos dan a quien lo coja vivo o muerto.
El negro pringoso:
—Es muy fácil. Es un catire, de buen tamaño, con los ojos como dos monedas y el
pelo como una melcocha bien batida. Anda, ve a buscarlo al monte. Cuando lo
traigas me brindarás el trago.
El farolero:
El mendigo hacía por ablandar entre su boca el ribete de una torta de cazabe e
interiormente pensaba: “El hombre del río, el hombre del río es Ovejón. Quinientos
pesos a quien le entregue vivo o muerto. El brujo Ovejón, quien tiene el alma
vendida. Si le entregara no perdería más. No me arrastraría por los caminos. Me
curaría mi pierna. ¡Quinientos pesos!… Con dinero los médicos me sanarían.” El
mendigo metió la mano en su alforja en busca de otro pedazo de cazabe y sus
dedos tropezaron con las monedas. Allí estaba el venezolano de oro. Tornó a
pensar: “Ovejón debe tener muchos como éste. No tiene grima en dar. Es un buen
corazón, y ¿por qué robará? Es caritativo. Estos, los que aquí están, me tienen
asco, no me hubieran lavado el pie. ¿Por qué inspiré lástima a ése, quien mata y
roba en los caminos?” Y recordó sus ojos y sus cabellos melcochados. Su boca
dura y su mansa sonrisa.
El pulpero sacó la cabeza para ver. El del caballo iba lejos; el pulpero observó:
—Buena bestia.
El mendigo, interiormente: “Es él, Ovejón; le vi los ojos, lucían como dos monedas,
como dos puñales.” El farolero:
—¿Por qué no te has ido en busca de Ovejón? Cuidado si esta noche lo tropiezas
metido en tu chinchorro. Anda por el pueblo. Esta noche es de patrulla. Cuidado
con Ovejón.
El mendigo, para sí: “Era él, era él. Va huyendo. Mató a uno. Robó a otro. ¿A
quién mataría? ¿A quién robaría?”
El pulpero:
Los hombres:
—Se ha robado la yegua mora. ¡La montura y las botas del general!…
Los hombres:
El Pulpero:
—Uno pasó.
Los hombres:
—¿En la Yegua mora?
El mendigo:
—No la vi.
El pulpero:
El indio:
…
El mendigo se escurrió como una sombra. A lo largo de la calle se alejaba
renqueando. El farolero encendía los mecheros. La gente, armada, soltaba la
potranca y corría tras ella. El mendigo había dejado atrás la última casa del
poblado y se perdía en la carretera. Se detuvo en un recodo. Era aquél un paso
estrecho y peligroso. Se agazapó contra el talud.
El mendigo ganó los sombríos cafetales e interiormente murmuraba: “Hoy por ti,
mañana por mí.”