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HARTAS

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HARTAS

Eleonor Faur

A pesar de que el feminismo no ha dejado de ser un lugar incómodo y repleto de paradojas, escribe Eleonor
Faur, coautora de Mitomanías de los sexos, este 8 de marzo pasará a la historia por ser la primera vez que el
reclamo de las mujeres es internacional. La especialista en políticas sociales con perspectiva de género
repasa la lucha de los últimos años que llevó a la protesta coordinada. Hartas –explica- de los 8 de marzo del
cliché consumista, que oculta a las trabajadoras desocupadas y a las malpagas; a las esclavas sexuales y a las
que murieron violadas y ultrajadas por una jauría de machos. Hartas del 8 de marzo que oculta a las
lesbianas y a las trans, y a los crímenes de odio como forma de implantar terror por su libertad sexual e
identitaria.

En 1911, en Nueva York, las trabajadoras textiles de la fábrica de camisas TriangleShirtwaist Co en huelga,
fueron incineradas para aplacar sus demandas por salarios y horarios dignos de trabajo. Murieron 123
trabajadoras y 23 trabajadores. Es así que el 8 de marzo no nació como eco de los clichés sobre “lo
femenino”. No se asoció a bombones ni a descuentos en shoppings, ni buscó celebrar el lugar decorativo
tallado sobre las vidas de las mujeres. El Día Internacional de la Mujer fue proclamado en los albores del
siglo XX, en pleno auge del movimiento sufragista y de los levantamientos por los derechos laborales.

Es el día en el que se conmemora la lucha por la igualdad de derechos de las mujeres por eso es un día
feminista. Pero pasa que el feminismo ha sido siempre un espacio incómodo. Incómodo para quienes
apuestan por la permanencia de determinado estado de las cosas, pero también para quienes batallamos para
cambiar ese estado. La razón es bastante obvia: se trata de un movimiento que pone al descubierto la
jerarquización de las diferencias sexuales. A contramano de lo que sucede con otros grupos discriminados,
cuando se trata de los géneros (y de la sexualidad), no hay forma de apartar la mirada, no hubo ni habrá
modo de establecer feroces políticas segregacionistas. Hombres y mujeres convivimos. Y convivimos con
hombres y mujeres trans y con personas queer. Trabajamos juntxs, somos parte de las mismas familias,
organizaciones comunitarias y espacios políticos, formamos parejas, algunxs dormimos juntos, a veces
tenemos y criamos hijos e hijas.

Limitada de la posibilidad de segregar territorialmente, la dominación masculina produjo operaciones más


sutiles para soterrar aquello que le incomodaba del feminismo: horadó el sentido común, buscando imprimir
un significado negativo a la lucha de las mujeres – y a las mujeres que luchan. La operación cultural buscó,
por ejemplo, ridiculizar no a quien hace un chiste misógino u homofóbico sino a quien arroja luz sobre esa
sutil forma de discriminación. Buena parte del éxito de esta simbolización descansó en que no fueron sólo
los hombres quienes impregnaron sus miradas de semejantes perspectivas.
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La historiadora Joan W. Scott decía que los reclamos del feminismo presentan una paradoja intrínseca:
luchan por la igualdad entre los seres humanos, pero para hacerlo necesitan partir de la diferencia sexual, de
la construcción de las mujeres como sujeto particular. Esta paradoja nace de la complejidad de una cuestión
irresoluble, ilustrada por Olympia de Gouges en un pasaje memorable, escrito en 1788:

Si voy más allá sobre este asunto, llegaré demasiado lejos y me atraeré la enemistad de los nuevos ricos,
quienes, sin reflexionar sobre mis buenas ideas ni apreciar mis buenas intenciones, me condenarán sin
piedad como una mujer que sólo tiene paradojas para ofrecer, y no problemas fáciles de resolver.

Así fue. A Olympia de Gouges la condenaron sin piedad. Murió guillotinada por osar escribir una
Declaración sobre los derechos de la mujer y la ciudadana en plena revolución francesa.

La denigración del feminismo se expresa, aún hoy, en un puñado de frases hechas y charlatanerías (algunas
de las cuales, agrupamos en el libro Mitomanías de los sexos, escrito con Alejandro Grimson) que enarbolan
clichés como: «El feminismo es el machismo al revés» a pesar de que la distancia entre un concepto y otro
es tan amplia y tan profunda como la que puede haber entre quienes defienden una supuesta superioridad
masculina y quienes se paran por la igualdad de derechos, sin pretender ningún predominio invertido.

O aquella otra frase –tan extendida- que califica a las feministas como feminazis y de la cual no ha
escapado ni siquiera un intelectual como Arturo Pérez-Reverte cuando distinguió entre las “feministas
racionales” y las “feminazis”. Es cierto que ni todos los feminismos son iguales, ni todas las feministas lo
son. Como en cualquier movimiento creado por seres humanos, imperfectxs, como somos, hay diversidad de
miradas y posicionamientos. Sin embargo, ¿cuál puede ser el punto de comparación entre una feminista y un
nazi?

En los años cuarenta, las feministas luchaban por obtener el derecho al voto, y a ser consideradas sujetos
por derecho propio (y no propiedad de sus padres o maridos). El mundo restringía sus derechos civiles,
políticos y sociales, mientras los nazis invadían Polonia y exterminaban judíos, gitanos y homosexuales. El
propio Hitler enfrentó al movimiento feminista alemán, además de cerrar las clínicas de planificación
familiar y declarar al aborto un crimen de Estado. Calificar a las feministas de “nazis” es una operación de
descalificación que ofende cualquier estándar ético e intelectual. Gravísimo.

A pesar de que el feminismo no ha dejado de ser un lugar incómodo y repleto de paradojas, este 8 de marzo
de 2017 pasará a la historia porque el reclamo será internacional. Más de 50 países llaman hoy a un paro y
movilización de mujeres. Se trata de una manifestación que, a su modo, corona las luchas de 2016, año en el
cual proliferaron las huelgas y las marchas masivas de mujeres y abre, quizás, un nuevo posicionamiento.
Entre los hitos del año pasado figuran el paro de mujeres en Polonia, a principios de octubre, seguido de una

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marcha para detener el proyecto de prohibición del aborto; el miércoles negro en Argentina, aquel 19 de
octubre en el cual se reclamó, una vez más, por políticas efectivas que sancionen y prevengan las violencias
de género; y el de finales de octubre en Islandia, cuando las mujeres del país nórdico más igualitario del
mundo pergeñaron un método novedoso para dejar al descubierto la persistente plusvalía masculina.
Detuvieron sus actividades (rentadas y domésticas) a las 14:38 hs., momento en el cual se cumpliría el
tiempo de trabajo justo si sus ingresos fueran similares a los de los hombres. Algo similar ocurrió en
Francia, durante el mes de noviembre. La idea fue clara: si nuestro trabajo no vale igual, produzcan sin
nosotras.

En 2016, también supimos de una extraordinaria marcha de mujeres israelíes y palestinas exigiendo por la
paz. En enero de 2017, las mujeres llenaron las calles de Estados Unidos un día después de la asunción de
Donald Trump, el misógino más célebre del mundo, convertido en el presidente más poderoso del mundo.

Este 8 de marzo las reivindicaciones se han sumado y diversificado. Este paro no se inscribe en un único
reclamo, pero cada una de las razones cuenta con evidencias que las sustentan. Ya lo dijo Bell Hooks: “Es
una feminista rara aquella que no cuenta con un arsenal de estadísticas a su disposición para respaldar sus
afirmaciones”.

Las evidencias son contradictorias por donde se las mire. Muestran enormes avances en las vidas de las
mujeres y un camino trazado (en algunos contextos más que en otros; en algunos grupos más que en otros)
hacia la igualdad de género. En buena medida, se reconozca o no, los avances son producto de las luchas de
nuestras antecesoras. Pero las evidencias también indican que persisten demasiadas injusticias. Por eso,
paramos.

Porque estamos hartas de que nos maten, nos empalen, nos baleen, nos apuñalen, nos sometan, nos violen,
nos acosen, nos denigren, nos ninguneen. Estamos hartas de clamar por políticas efectivas contra la
violencia de género, e indignadas por saber que se sigue llegando tarde y mal.

Hartas de que nuestros ingresos sean 27% inferiores a los masculinos, y de tener empleos informales y de
baja calidad, a pesar de que el 60% de las graduadas universitarias son mujeres. Hartas de que en las
entrevistas laborales nos pregunten si tenemos hijos y marido, a sabiendas de que se trata de una evaluación
solapada sobre nuestro probable desempeño como trabajadoras, y que es una pregunta que rara vez se
formula a un hombre.

Hartas de hacer, en promedio, más del doble de trabajo doméstico y de cuidados familiares que el que
realizan los varones, a pesar de tener idéntico potencial de realizarlo. Un trabajo que nos demanda entre 5 y
10 horas por día, dependiendo de si tenemos o no hijos menores de 6 años. Un trabajo impago que además,
repercute en que nuestros ingresos sean casi un tercio menores que los masculinos, porque a pesar de

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encabezar buena parte de los hogares, la balanza se inclina hacia los hombres a la hora de otorgar los puestos
más rentables, en las empresas, en las administraciones de gobierno y en la política.

Hartas de que se niegue un aborto legal a una joven abusada sexualmente. Hartas de que detengan a la joven
Belén en Tucumán, acusada a pesar de haber tenido un aborto espontáneo.Hartas de la penalización del
aborto en otros casos, y de no poder dar respuestas a las miles de adolescentes angustiadas por el resultado
positivo de un test de embarazo que no querían tener.

Estamos hartas de que la educación se sostenga sobre principios sexistas, mientras se cuestionan las
políticas de educación sexual integral, una poderosa estrategia para erradicar todo tipo de discriminación.
Hartas de que se enarbolen discursos que instigan al femicidio y la discriminación, como el pronunciado
ayer nomás en Lima por el Pastor evangéligo Rodolfo Gonzales Cruz cuando dijo “Si encuentran dos
mujeres teniendo sexo, maten a las dos. Si encuentran a una mujer teniendo sexo con un animal, mátenla a
ella y maten al animal”.

Estamos hartas de que se tergiversen los sentidos de nuestras luchas, que los grupos de conservadores
fundamentalistas, en buena parte de América Latina, como en Colombia, Perú y México, pretendan que los
avances en educación sexual se fundamentan en una supuesta “ideología de género” y busquen limitar el
derecho de sus hijos a recibir una educación que promueva la igualdad, establecido por la propia
Convención internacional de los derechos del niño, a partir de la consigna “con mis hijos no te metas”.

Estamos hartas del 8 de marzo que oculta a las trabajadoras desocupadas, a las esclavas sexuales, a las que
murieron violadas y ultrajadas por una jauría de machos desaforados, como la joven Lucía, en Mar del Plata.
Del que oculta a los crímenes de odio como forma de implantar terror por la libertad sexual e identitaria de
tantas mujeres (sean heterosexuales o lesbianas, cis o trans). Hartas de que se denigre a las migrantes, y a las
huyen de sus países en guerra en busca de refugio, para consumirse de sed y de tristeza en pleno
mediterráneo.

Y estamos hartas, requetecontra hartas, de que se insinúe que las feministas somos nazis por luchar de
manera pacífica por nuestro derecho a ser diferentes y a gozar de igualdad. Por eso hoy paramos por la
discriminación y marchamos por la igualdad. Simplemente, porque estamos hartas de que en pleno 2017,
nos sigan pegando abajo.

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