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El Filósofo y La Teología

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El filósofo y la Teología

subsistens
“La felicidad del tomismo es la alegría
de la libertad que se siente al acoger
toda verdad venga de donde venga"
- Ètienne Gilson
H
ace tiempo me había
quedado pendiente investigar
una cuestión de suma
importancia. Sabía que el tema no era fácil
de tratar, y sabía que algo de la cuestión
estaba en un librito que hace tiempo tengo
en mi biblioteca. Por cierto que ya hace
tiempo me recomendaron que lo lea. El libro
es de Etienne Gilson y se llama "El filósofo y
la teología".
Ya hace tiempo que no hago más que
reflexionar sobre el verdadero significado de
ser filósofo. Hay otro tema que ocupó mis
meditaciones. La aventura, aquella aventura,
tuvo muchas andanzas. Fui de acá para allá,
y en lo escrito fui pasando por la Metafísica,
los Tópicos y la Retórica de Aristóteles al
Fedro y la República de Platón, de Pieper a
Maritain, de S. Tomas a ... Gilson. Y de Gilson
aquel librito.
Me es difícil comenzar diciendo el
gusto que me dejó la lectura de ese libro.
Creo que la primera sensación fue de
sorpresa. No me esperaba que el libro fuese
casi un diario personal, un compendio y
anecdotario de sus experiencias como

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filósofo. Eso hace que el libro pueda leerse
con mucha fluidez, sin perder su intrínseca
profundidad sobre la materia y que adquiera
un tono de familiaridad. Está uno leyendo la
vida de una persona: sus meditaciones, sus
aspiraciones más profundas, sus
sentimientos en momentos cruciales, sus
decisiones, etc. Y eso, todo eso, no es poca
cosa. Y en segundo lugar, señalar, que no
sólo es enorme la cantidad de verdades que
dice, sino que me parece aún más meritorio
el cómo las dice: la elocuencia, el tacto
concreto con lo vivencial, la solidez
argumentativa, las relaciones y metáforas.
Pero no quiero poner tantas letras en estos
asuntos, y sí quiero entrar en lo esencial de
la materia.
Ciertamente que hacer un análisis
minucioso del libro sería demasiado extenso
y, a mi parecer, carente de sentido. Pero sí
me parece sensato señalar el vértice
fundamental del libro: ¿Es la filosofía tal
cuando a ella se une el elemento teológico?
¿No es impura, y por tanto, carente de
sentido filosófico la filosofía que tiene
alguna referencia con la fe y la religión? ¿De
qué modo el dogma, como objeto de fe,

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puede tener relación con el ejercicio
filosófico? ¿No son dos contradictorios
irreconciliables?
Así es como se lo pregunta
Gilsón: "¿Pero qué ocurre con la filosofía en
este asunto? Movilizada de esta forma por la
teología, para unos fines que no son los
suyos, ¿no es de temer que pierda su
esencia en la aventura?". Inmediatamente
responde: "En un sentido sí, pero gana en el
cambio."
Lo cual explica de este modo:

"El reproche fue dirigido a Santo Tomás. Unos


teólogos que se inquietaban más por la suerte
de la ciencia sagrada que por la filosofía, le
reprocharon mezclar el agua de la filosofía con
el vino de la Escritura, pero él refutó este
argumento con una comparación sacada de esta
misma física a la que se le reprochaba recurrir.
En una simple mezcla, respondió, los
componentes conservan su naturaleza y
subsisten en el seno de lo compuesto, como
ocurre con el vino y el agua, en el agua
enrojecida, pero la teología no es una mezcla;
no se compone de elementos heterogéneos,
parte de los cuales pertenecerían a la filosofía,
y los otros a la fe en la palabra de Dios. En ella
todo es homogéneo, a despecho de las
diferencias de origen: 'Los que recurren a
argumentos filosóficos en la Sagrada
Escritura, y los ponen al servicio de la fe, no

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mezclan el agua al vino, cambian el agua en
vino'.
Traducido: cambian la filosofía en teología,
como Jesús cambió el agua en vino en las
bodas de Caná. Es así como la sabiduría
teológica, impresa en el espíritu del teólogo
como el sello de la ciencia misma de Dios,
puede integrar en su trascendente unidad la
totalidad del saber".

Cualquier persona objetaría


rápidamente que en ese fragmento está ya
dicho todo: la filosofía es absorbida y, por
tanto, anulada esencialmente por la teología.
Pero Gilson continúa diciendo:

"¿Cómo puede ser incluida en la teología la


especulación puramente racional, sin, por ello,
corromperse ni corromperla? Es que hace falta
que esa filosofía siga siendo racional para ser
utilizable por la teología y que la teología siga
siendo ella misma para poder utilizarla. La
famosa fórmula: la filosofía al servicio de la
teología, no tiene otro sentido. Para que esta
servidora sirva hace falta que no sea destruida.
Y es cierto que la servidora no es la dueña,
pero es de la casa."

Y la cosa es así, de arriba para abajo.


Cada una tiene un campo metodológico,
principios y procedimientos propios. Pero

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entonces, ¿cómo es que se relacionan?
¿Cómo pueden tener conexión dos
disciplinas tan distintas? Antes de responder
a estas preguntas hay que aclarar algo:
ambos conocimientos (el filosófico y el
teológico) no son equitativos,
sino jerárquicos. La teología es a la filosofía,
lo que la ciencia divina es a la teología. Dios
al conocerse a Sí mismo, lo conoce todo.
Esto constituye lo que tradicionalmente se
llama "ciencia divina". Por la revelación y la
Gracia, Dios da al hombre ciertos principios
a partir de los cuales puede proceder
metodológicamente a nuevos
conocimientos. Esta nueva disciplina puesta
en el vértice de la jerarquía de las ciencias es
la teología. Y debajo de ella y a su servicio, la
filosofía. Entonces se renueva la pregunta,
¿pero qué gana con ello la filosofía? La
filosofía, al ser asumida a los fines supremos
de la teología no sólo no pierde nada de su
intrínseca dignidad, sino que es elevada al
conocimiento de verdades que por
prolongación de su propia metodología
sería imposible de alcanzar, a la vez que es
purificada de errores que la infalibilidad

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divina y eclesial purgan en orden a la
salvación de las almas.
Pero, aclaro nuevamente: estas
verdades son trascendentes al saber
filosófico, son por sí mismas extra-filosóficas,
y, por tanto, a-filosóficas. Son por sí mismas
objeto de fe y materia del procedimiento
teológico. La filosofía, al ser subordinada al
escrutinio y a la perfección de la teología,
encuentra el sentido de su existir. El filósofo
adquiere la perfección sobrenatural de la
Gracia y con ella, el verdadero sentido del
filosofar. La filosofía no es destruida, ni por
defecto ni por exceso, sino que es renovada
intrínsecamente por fuerza de la fe creyente.
Así dice Gilsón más adelante: "El
filósofo puede especular a partir de un mito,
o de una fe religiosa, o de un sueño, o de
una experiencia personal afectiva, o de una
experiencia social colectiva, poco importa; lo
único que cuenta es lo que justifica su
razón".
El filósofo cristiano es precisamente
eso: un filósofo cristiano. Pretender
inmiscuirse en terreno teológico o incluso
estrictamente científico (y ahora me refiero a
las llamadas ciencias particulares) es salir del

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papel de filósofo. Desplazar su
procedimiento racional al terreno de la
teología tiene consecuencias graves, lo
mismo que pretender proceder por los
principios primeros en el terreno del
conocimiento científico. Ni para un lado, ni
para el otro. Allí, en su lugar, seguirá siendo
filósofo. El mismo problema acaece al
teólogo: su terreno no es el de la filosofía, y
que no pretenda justificar materia teológica
por la fuerza de su sola razón natural, so
pena de terminar destruyendo tanto el
procedimiento teológico como el filosófico.
"Cuando el teólogo se aventura por
descuido en el terreno de la ciencia – dice
Gilson-, daña a la vez a ambas, pues lo
mismo que no llega a su teología a partir de
la física, tampoco llegará a la física partiendo
de su teología". Entre filosofía y teología hay
(o al menos debe haber) un " mutuo
intercambio de buenos oficios".
El filósofo cristiano, al asumir un corpus
doctrinal determinado e inmóvil (véase, el
Símbolo de los Apóstoles) no pierde sus
intrínsecos hábitos intelectuales. No sólo no
los pierde, sino que, por fuerza de la Gracia,
son elevados al servicio de un fin más

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sublime. Y tampoco se confunda. Que ser
filósofo cristiano no es equivalente a ser
"tomista". Son dos cosas distintas. Puede
uno ser lo primero sin lo segundo, pero no
lo segundo sin lo primero. Aquel que
libremente siga la guía metodológica e
intelectual de S. Tomás no puede sustraerse
de su fe. Hoy, aún hoy, se confunden, en
muchos casos, los dos términos. Y se dice
que no puede haber filósofo cristiano que
no sea tomista. Ser un filósofo tomista es,
por decirlo de algún modo, elegir un
director espiritual, no un Dios. "Finalmente –
dice el filósofo francés- , cada uno guardará
la responsabilidad de su propia decisión". El
filósofo es libre del juicio y de la autoridad
humana, pero de lo que no puede librarse, si
quiere seguir siendo un filósofo cabal, es de
buscar la verdad. Gilson lo expresa así:

"En el fondo, es eso mismo lo que


mantiene en el tomista ese estado de gozo
del que sólo puede dar idea la experiencia:
se siente por fin libre. Un tomista es un
espíritu libre. Esta libertad no consiste con
seguridad en no tener Dios ni maestro, sino
más bien en no tener otro maestro que
Dios, que libra de todos los otros. Pues
Dios es la única protección del hombre
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contra las tiranías del hombre. Sólo El libra
de sus temores y de sus timideces al
espíritu que se deja morir de inanición ante
el amontonamiento de los 'alimentos
terrestres' porque, sin luz para escoger, sólo
puede sentir hambre o sofoco. La felicidad
del tomismo es la alegría de la libertad que
se siente al acoger toda verdad venga de
donde venga".

Y con énfasis: venga de donde venga.


S. Tomás no temía dar razón a Orígenes en
algo, cuando realmente decía una verdad, y
lo mismo que decir de Averroes y de
Aristóteles. Y entiéndase bien: Orígenes era
un cristiano errado según los propios
cristianos del s. XIII, Averroes era un
musulmán, y por tanto, principalmente un
"enemigo de la fe", y Aristóteles un filósofo
pagano. Poco más, era insultante para la
cultura preeminentemente agustiniana de
aquellos años dar consentimiento a una
verdad salida de la boca de aquellos
hombres. Y Tomás no tenía miedo de
admitirles la verdad cuando decían la
verdad, como tampoco temía refutarlos (no
"censurarlos", sino refutarlos) cuando
estaban errados. Y esto, lo aclaro, en el
terreno propiamente filosófico. En el terreno

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teológico la cosa es muy distinta, pues el
error teológico involucra primum et
proprie al terreno de la salud de las almas.
La filosofía también, pero a modo de servicio
de aquella. No es lo mismo el error del
dueño de casa que de la servidora.
Justamente, allí está el dueño para corregir
amablemente a la servidora.
¿Y qué cualidades resaltar del filósofo
cristiano, aquí señaladas por Gilson?
Principalmente tres: la fe, en primer lugar,
como "sidus amicum" del proceder
filosófico, y que consiste en el acto
intelectual-adherente a verdades reveladas
por Dios. Por lo cual supone también otra
cualidad esencial que es la humildad, ante la
enseñanza divina y eclesial, ante el maestro
que Dios buenamente haya puesto en su
camino y, sobre todo, ante la verdad. Por
último, y quizás la más difícil de encontrar
de modo íntegro, el coraje de buscar
siempre la verdad, aún donde muchos
piensen que no la puede haber. O donde
todos piensen que no la puede haber.
Esto, todo esto, es a mi modo de ver
tan sólo el vértice de este magnífico libro.

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Dios nos asista para restaurar el espíritu
propiamente filosófico de los cristianos, y el
espíritu propiamente cristiano de los
filósofos.

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