Extintos - Armando Cuevas
Extintos - Armando Cuevas
Extintos - Armando Cuevas
2017 © EXTINTOS
2017 © Armando Cuevas Calderón
Todos los derechos reservados.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de este
libro para cualquier medio, incluido el electrónico, sin autorización
escrita del autor.
Los personajes y lugares que aparecen en esta publicación, salvo los que
son de dominio público, son ficticios y cualquier parecido con la realidad
es mera coincidencia.
Diseño de cubierta por Armando Cuevas Calderón.
A Amaya, por infundirme esa confianza
que tan a menudo pierdo
Y cuando el último de esos fragmentos de una raza se pudra solo y
abandonado entre la selva y las aguas, una generación más justiciera se
quedará contemplando las praderas del Oeste y tendrá que exclamar: "Aquí
yace la Raza Roja, que no fue grande porque no la dejamos serlo".
PRIMERA PARTE
1 - EL YACIMIENTO
2 - UN IDIOTA CON ARTROSIS
3 - LOS ÚLTIMOS DÍAS
4 - UN MAR DE DUDAS
5 - VEINTE KILOS DE C4
6 - TODO POR UN LIBRO
7 - ALASKA
8 - LOS CABEZAS DE FUEGO
SEGUNDA PARTE
9 - UN BAR DE DIBUJOS ANIMADOS
10 - SOMBRAS
11 - UN SOLDADO DE LA VIEJA ESCUELA
12 - UNA MANO DE PINTURA Y COMO NUEVA
13 - CINCO LITROS DE SANGRE
14 - NO HAY NADIE EN CASA
15 - PERSEGUIDOS
16 - SEÑALES
TERCERA PARTE
17 - CARNE ES CARNE
18 - UN ENEMIGO IMPLACABLE
19 - PUENTE DE HIELO
20 - NIEVE EN EL PARQUE
21 - NOS SIGUEN
22 - AQUÍ NOS SEPARAMOS
23 - UN PUEBLO EJEMPLAR
24 - HACIENDO PLANES
25 - SUENA UN TELÉFONO
26 - EL GRAN RELATO
27 - LAS FAUCES DEL OSO
28 - UN DULCE SUEÑO
29 - SERVICIO DE HABITACIONES
30 - UN LIBRO INVENTADO
NOTA DEL AUTOR
OTROS LIBROS DEL AUTOR
PRIMERA PARTE
1 - EL YACIMIENTO
Una suave brisa con olor a musgo y salitre golpeó la cara de Misha
al salir de su pequeña casa de madera, situada a las afueras de Pevek.
Odiaba esa ciudad portuaria y minera donde todavía parecía respirarse el
aire cargado de dolor y muerte de los antiguos gulags, lugares siniestros
que él no había conocido pero de los que le habló su abuelo hasta el
mismo día en que murió. Nunca se acostumbraría a vivir allí. Después de
veinte años aún añoraba su diminuta Yukagir, de apenas doscientas almas,
y su sencilla forma de vida basada en la caza, la pesca y la cría de renos;
donde sus habitantes continuaban hermanados con la naturaleza en un
abrazo que duraba ya miles de años. Era un niño cuando sus padres
murieron en un accidente de tráfico y se vio obligado a vivir con su
abuelo, un hombre bueno pero triste que trabajaba de sol a sol en una
mina de uranio. Y allí seguía viviendo después de quedarse solo, en la
tercera ciudad más grande de la región de Chukotka, en la Siberia más
oriental, una ciudad de mierda a más de mil quinientos kilómetros de su
verdadero hogar.
A pesar de que era verano, el termómetro a las ocho de la mañana
marcaba cinco grados centígrados, una temperatura que a cualquiera le
hubiera obligado a abrigarse bien, pero no a él que había nacido y
crecido en uno de los lugares más fríos y duros del planeta. Vestido con
un pantalón vaquero y un jersey ligero arrancó su quad y se alejó
refunfuñando, maldiciendo su suerte. No le gustaba su nuevo trabajo.
Estaba bien pagado, era sencillo, seguro y garantizado durante tres meses,
justo hasta que llegara el próximo invierno. Un chollo por el que la
mayoría de indígenas siberianos hubiera matado. Mucho mejor que
reventarse la espalda en el puerto descargando el poco mineral que
llegaba de las minas, o en algún almacén amontonando cajas y fardos;
aunque no tan apasionante como navegar hasta las islas deshabitadas del
mar de Laptev, y compartir con sus compañeros la experiencia de sentirse
libre y vivo como sus ancestros. A ello se había dedicado los últimos diez
años, a buscar el marfil milenario de aquellas prodigiosas bestias que una
vez habitaron su tierra, y que el deshielo y la erosión del permafrost
sacaban a la luz, cada vez más a menudo, bajo el suelo y en las playas del
norte. Los colmillos de mamuts se habían convertido en un negocio muy
lucrativo desde la caída de la URSS, y antiguos pescadores indígenas
dedicaban más de seis meses al año a su búsqueda. El mercado chino
había aumentado la demanda y el kilo de marfil de calidad se pagaba a
casi setecientos dólares, con lo que un solo colmillo podía mantener a una
familia durante todo un año. Pero eso se acabó, al menos por el momento.
Los helicópteros de la guardia fronteriza rusa habían intensificado la
vigilancia y les confiscaban más marfil del que conseguían vender.
Confiaba en que las cosas pronto cambiaran, y poder volver a recorrer
con su moto de nieve el helado mar que en invierno unía las islas a la
costa, y desenterrar cráneos y colmillos con sus viejos amigos.
Tras circular unos cientos de metros por una carretera sin asfaltar,
se detuvo frente a una vivienda cuyas paredes de tablones deteriorados
hablaban de los crudos y largos inviernos con tormentas de nieve y
vientos gélidos que llevaban a sus espaldas. No debió esperar mucho. A
los pocos minutos, justo cuando se disponía a encenderse un cigarrillo, se
abrió la puerta y aparecieron dos hombres con gruesos anoraks con
capuchas de piel. Lo saludaron con la mano y miraron al cielo. Cuando
bajaron la cabeza parecían satisfechos.
—Creo que hará buen día, ¿tú qué opinas? —dijo el más joven de
los dos, dirigiéndose a Misha.
Éste arrugó la nariz, como si olfateara, antes de contestar.
—Seguramente.
—Bueno, pues entonces en marcha. Con un poco de suerte hoy
llegará la maquinaria —apremió el ingeniero de mayor edad.
Los dos hombres se dirigieron a un todoterreno nuevecito de color
blanco, en cuyos laterales se podía ver un logotipo que representaba una
vía de tren ondulante sobre la que parecían bailar las letras TEBD. No
era la primera vez que se planteaba la idea de construir una carretera
transiberiana que uniera la frontera de Rusia con Alaska, en Estados
Unidos, aunque todo sugería que en esta ocasión la Trans-Eurasian Belt
Develoment, la compañía para la que trabajaban los dos ingenieros, iba
en serio. Ya se había invertido una gran cantidad de rublos en estudiar
sobre el papel una vía factible que recorriera Siberia y atravesara la
estrecha sección del mar de Bering, que separaba Asia de América del
Norte, y ahora tocaba hacerlo sobre el terreno. Los informes indicaban
que lo mejor sería hacerla discurrir justo por los límites que separaban la
tundra —más al norte, que durante el largo invierno de nueve meses
permanecía congelada, pero que en el verano se convertía en un pantano
— de la taiga —con mayor vegetación aunque con un terreno más estable
—. Sería una obra colosal asfaltar y colocar vías férreas durante más de
diez mil kilómetros sólo para conectar la frontera occidental y oriental de
Rusia. Y luego, estaba la cuestión de cómo atravesar el estrecho de
Bering. Los peces gordos de la compañía todavía no se habían puesto de
acuerdo en cómo hacerlo, si construyendo un puente, un túnel o usando un
ferri. Pero lo que sí tenían claro era que si se terminaba, si finalmente se
construía la carretera, habrían hecho algo sin precedentes en la historia de
la humanidad, ya que el proyecto no era interestatal, sino
"intercivilizaciones".
Leipzig, Alemania.
Un mes después del congreso celebrado en España.
"Hola, pequeña".
Tras un buen rato buscando, por fin dieron con el Bird House. Una
cabaña semejante a las demás pero con una enorme gallina azul en el techo,
como dijo el taxista. El interior era amplio, todo de madera, al igual que el
exterior, y escasamente iluminado. Las paredes estaban decoradas con cabezas
de alce, rifles y enormes cepos para osos. Una banda tocaba música folk en un
extremo, con un sonido demasiado alto. Unos rótulos de neón de marcas de
cerveza les indicaron dónde se encontraba la barra, y hacia ella se
encaminaron haciéndose sitio entre la gente que llenaba, casi por completo, el
local. Sirviendo las copas había dos camareros, ambos jóvenes, de unos
veinticinco años. Uno alto y delgado, con el pelo revuelto y los brazos
tatuados; el otro más bajito y musculado, con el pelo cortado al uno y una
abundante barba negra. Hacia él se dirigió Laura, llamándolo con la mano
levantada, una vez lograron llegar hasta la barra.
—¿Qué te pongo, guapa?
—Buscamos a alguien. Nos han dicho que podríamos encontrarlo aquí.
—Por aquí viene mucha gente —contestó Barba Negra, perdiendo
interés.
—¿Puedes ponernos dos cervezas? —intervino Owen—. Estoy muerto
de sed —se justificó, mirando a Laura.
—Una cerveza y una Coca Cola cero —rectificó ella.
—Marchando.
—¿Podría ayudarnos entonces? —insistió Laura, mientras el camarero
ponía las bebidas—. Se llama Santana, Erik Santana.
—¿Santana? —repitió Barba Negra.
—Exacto.
—Si quieren hablar con él van a tener que esperar. Es aquél que está en
el escenario. El que toca el bajo.
—¿Está seguro? — preguntó Laura extrañada, al distinguir a un tipo
bastante desaliñado que se movía como si estuviera en trance—. La persona
que nosotros buscamos es piloto.
—Y de los buenos. Cuando está sobrio, claro.
—¿Perdón?
—Un par de días a la semana toca aquí, es su hobbie —añadió el
camarero, obviando la cara de sorpresa con la que lo miraba Laura.
—Bueno y, ¿le queda mucho para terminar?
—No. Un par de temas. Alguno más si hay bises, aunque no lo creo. A
continuación viene el plato fuerte, un grupo rock que...
—Bien, gracias, entonces esperaremos hasta que termine — atajó Laura,
sacando un billete para pagar.
Dentro de aquel local repleto de gente hacía calor. Mucho calor. Con los
anoraks en la mano, dieron gracias por no haberse puesto los forros polares,
los pantalones acolchados y las botas; si lo hubieran hecho ahora tendrían un
problema.
—Buag, no aguanto esta música. Además, estoy sudando como un pollo
y necesito más refrigerante. ¿Quieres algo? —preguntó Owen, apurando su
cerveza.
—No —contestó Laura, preocupada, sin dejar de mirar el escenario.
—Bueno... te importa dejarme... Ya sabes, he venido con lo puesto.
—Espera —dijo molesta, haciendo malabarismos para sacar la cartera
de la mochila al tiempo que sujetaba el anorak y la Coca Cola—. ¿Te
importa...?
—Oh, claro —exclamó Owen, cogiendo sólo el vaso.
—Gracias, hombre —soltó ella, con retintín.
Con el billete en la mano, Owen se perdió entre la gente en dirección a
la barra.
Meneando la cabeza, Laura se centró en el grupo que tocaba. Aunque no
entendía mucho de música folclórica norteamericana, no le pareció que lo
hicieran mal. En especial ese tal Santana que, a pesar de deambular por el
escenario como si estuviera a punto de desmayarse, tocaba su bajo con una
sensibilidad especial. Owen tardaba. Lo buscó en la barra, pero no lo vio.
Tampoco lo encontró por los alrededores. Quizá hubiera ido al baño. Sí,
seguro que era eso, pensó. Se centró de nuevo en el escenario. Estaba
totalmente metida en la música cuando de repente... terminó. Se vio
aplaudiendo al grupo, contagiada por el entusiasmo de quienes la rodeaban.
Entonces se preocupó de nuevo por Owen. Estirando el cuello lo buscó
mirando entre las cabezas, hasta que por fin lo encontró. ¿Qué hacía? ¿Estaba
hablando con una joven de sombrero vaquero o sólo lo parecía? Atenta
también a los miembros del grupo de música que ya bajaban del escenario, y
en especial a ese tal Santana, Laura, nerviosa, se mordió el labio inferior de
rabia. ¿Eran imaginaciones suyas o definitivamente Owen había dado un
cambio en las últimas horas? Sí, estaba raro. Menos atento con ella, más...
Owen. ¡Eso era! Lo sentía más distante y capullo, por qué no decirlo, igual que
era antes de que se enrollaran. En otras circunstancias, Laura hubiera hecho un
estudio completo de la situación, repasando hasta el último detalle. Su mente
analítica habría tratado de entender, imponiéndose a su instinto, que clamaría
sin ser escuchado. Eso hubiera hecho, pero no tenía tiempo, ya que el hombre
que había ido a buscar desaparecía por un lado del escenario en dirección a la
salida; de ahí que, en esa ocasión, se dejara llevar por lo que le decían las
tripas, que era: ese picaflor ha vuelto a las andadas, ocúpate del asunto que te
ha traído hasta el culo del mundo y después ya verás lo que haces. Sin
pensárselo dos veces, y no importándole abrirse paso a empujones, Laura
siguió al piloto. No pudo alcanzarlo dentro del local y lo abordó fuera, junto a
un cartel luminoso con letras azules donde ponía: Bar - Booze - Bras -
Business - Cards, debajo del nombre del local. Toda una declaración de
intenciones.
En contraste con la temperatura interior, al salir fuera sintió como si el
mundo hubiera entrado en una nueva glaciación. Lo que antes era una brisa
suave se había convertido en una ventolera que, en cuestión de segundos, le
arrancó el calor de las mejillas dejándoselas heladas. Tampoco apreciaba ya
el agradable aroma a pinos y tierra húmeda. Su nariz se estaba convirtiendo en
un cubito de hielo. A toda prisa se puso el anorak y se subió la cremallera
hasta arriba. Se hubiera puesto la capucha, pero no quería presentarse de esa
manera.
—Perdón, ¿es usted Erik Santana? ¿El piloto?
—¿Quién quiere saberlo? —contestó él, girándose con lentitud.
—Mi nombre es Laura, Laura Anglada. Pero eso no importa —dijo,
ofreciéndole la mano.
—Encantado, Laura, ¿en qué puedo ayudarla?
—Hace unos meses contrató sus servicios un amigo mío, y necesitaría
que nos llevara con él.
—Tenemos una oficina en la ciudad que se encarga de esas cosas.
¿Quién le ha dicho que venga aquí?
—Lo sé. Hablé con una persona allí. Fue él quien me dijo que podría
encontrarlo aquí.
—Ese gilipollas...
—Me advirtió que se avecinaba tormenta, y que tenían todos los vuelos
cancelados.
—Exacto.
—También me comentó que, aun así, dependía de usted el volar o no.
—Exacto —repitió el piloto, distante.
—Bueno, ésa es la razón de que ahora esté aquí.
A Laura comenzaban a castañetearle los dientes, y eso dificultaba que se
le entendiera bien. Santana la miró un instante, calibrando.
—¿Y puede saberse quién es ese amigo suyo? Llevo a mucha gente en mi
avioneta —contestó Santana, apoyando el bajo en el suelo.
Laura se fijó en él con detalle. En el escenario parecía más bajito,
seguramente porque el resto del grupo estaría formado por gigantes. A ella le
sacaba la cabeza. El pelo, revuelto y con media melena, era bastante oscuro
sin llegar a ser negro. Le calculó unos treinta y cinco años, delgado pero no
flaco. No era guapo, aunque tenía unos bonitos ojos que, unidos a unas
mandíbulas marcadas y a una nariz con personalidad, lograban un conjunto de
un atractivo notable. Vestía pantalones militares con bolsillos a los lados y una
camisa de franela a cuadros rojos y blancos. Le sorprendió que no llevara
abrigo, y que estuviera en mitad de ese frío glacial como si tal cosa.
Laura se dio cuenta de que tenía que ser más precisa, ya que ese tipo no
parecía que fuese a ponérselo fácil. Su talante no era chulesco, aunque sí
reservado.
—Puede que el nombre no le suene, se llama Yuri Lébedev, y es un
hombre mayor, con acento extranjero.
—Ah, el ruso —saltó Santana.
—Sí —asintió Laura, abriendo mucho los ojos.
—Y, ¿cuándo ha dicho que querría viajar?
—Lo antes posible. Mañana mismo.
—¿Iría usted sola? ¿Llevaría carga?
—Seríamos dos. Un amigo y yo. Con un par de maletas.
—Entiendo —musitó Santana, recordando algo.
Laura lo observó acariciarse la barbilla, produciendo un sonido rasposo
debido a una barba de tres días. Durante ese corto periodo de tiempo que
esperó hasta que el piloto se decidiera a continuar hablando, ella sólo fue
capaz de pensar en cómo demonios podía estar ese hombre en camisa sin
sufrir una hipotermia.
—¿Sabe? Conozco bien a su amigo el ruso. Me contó que era
antropólogo o algo así.
—Paleoantropólogo, entre otras cosas —puntualizó Laura.
—Lo que usted diga. El caso es que suelo entregarle suministros una vez
al mes. Es un buen cliente.
—Entonces, ¿nos llevaría? —preguntó Laura, entusiasmada.
—No tan rápido. Le hice una entrega hace una semana. Hasta dentro de
tres no tendría que volver.
—Le pagaría bien. Por favor, es muy importante que nos lleve con él.
—¿Y puede saberse por qué?
—Bueno, somos científicos. Preferiría no hablar de eso.
—O sea, que usted también se dedica a desenterrar huesos.
—No exactamente. Yo no hago trabajo de campo, me ocupo de analizar
muestras.
—Todo el día con la bata puesta mirando por un microscopio —añadió
Santana, esbozando una sonrisa que despejaba cualquier intención de
molestarla.
Laura no le contestó. Tampoco creyó que lo esperara. Fue directa a lo
que de verdad le importaba.
—Por favor, dígame que puede llevarnos o me veré obligada a buscar
otra empresa que lo haga.
—Es posible que la encuentre, pero con una tormenta aproximándose
dudo que nadie se aventure a volar sin conocer bien a dónde va.
—Bueno, entonces, ¿nos llevará usted o no? —soltó, endureciendo el
tono.
—Déjeme pensar un segundo.
Ya llevaba demasiado tiempo dando explicaciones a ese tipo que
parecía jugar al gato y al ratón. Estaba dispuesta a marcharse dejándolo ahí,
rascándose la barbilla, cuando escuchó una voz a su espalda.
Era Owen.
—¡Joder, por fin te encuentro! Te he buscado por todas partes.
—Me habrías visto salir de no haber estado hablando con esa... cowboy
—soltó Laura, entre dientes, intentando que el piloto no la escuchara.
No lo consiguió.
—Sí, ahora se ha puesto de moda entre las jovencitas ponerse sombrero
vaquero —intervino Santana, en tono neutro—. ¿Es su amigo? ¿El que vendría
mañana con nosotros?
—Ah, te refieres a esa... chica —admitió Owen, agarrando a Laura por
la cintura, al tiempo que fulminaba a Santana con la mirada —. Me había
confundido con otro —añadió, esbozando una sonrisa seductora—. Yo sólo...
—Bueno, eso no importa ahora —zanjó Laura, deshaciéndose de su
abrazo con disimulo—. La cuestión es que he estado hablando con el señor
Santana y no parece dispuesto a llevarnos en su avioneta. ¿No es así?
—Te lo dije —saltó Owen, satisfecho, antes de que contestase—. Te
advertí que buscáramos otra empresa. Tiene que haber a patadas.
—La verdad es que lo he pensado mejor y creo que los llevaré —dijo
por fin Santana, colgándose el bajo al hombro.
—¿Está seguro? —quiso saber Laura.
—Por supuesto —contestó, mirando de reojo a Owen—. Si salimos
pronto podré dejarlos allí y yo estar de regreso antes de que llegue la
tormenta.
—¡Genial! —exclamó Laura, sin poder evitar el entusiasmo.
Echevarría estaba muy satisfecho con el vuelco que habían dado los
acontecimientos en las últimas horas. Por fin disponían de una pista fiable
sobre el lugar dónde se encontraba el profesor Lébedev, y, si todo iba
bien, pronto tendría la información que buscaba. Aunque no quería
precipitarse y prefería ser prudente. Confiaba en Cracco, pero sabía que
podrían surgir imprevistos. En operaciones complejas, como la que
estaban llevando a cabo, siempre existían factores incontrolables
dispuestos a entorpecer el éxito. La llegada de esa genetista era uno de
ellos. El asunto, según le explicó Cracco, estaba controlado, incluso lo
tranquilizó asegurándole que su presencia allí había sido una bendición.
—¿En serio? —fue lo que dijo entonces Echevarría.
—Claro —le contestó el italiano—. Será nuestro seguro, por si algo
falla.
No conversaron mucho más, no había tiempo. Cracco conocía los
planes de Laura y necesitaba llegar antes que ella. Lo tenía todo
perfectamente preparado y, una vez dispuso de la localización exacta, se
puso en marcha. Acompañado de dos hombres, unos indeseables de su
confianza que había traído de España, volaron en hidroavión en dirección
a Nome. Luego, continuaron adentrándose hacia el norte unos cincuenta
kilómetros más, hasta que amerizaron en un río, a una hora a pie de las
coordenadas donde supuestamente estaría el profesor, ya que su intención
era llegar al punto de destino sin llamar la atención. Antes de despedirse
del piloto, al que habían hecho creer que eran excéntricos cazadores
europeos en busca de emociones, quedaron con él en que los recogiera en
ese mismo lugar cuando lo avisaran. "Quizá no estemos mucho, ya
veremos cómo se da la caza", le había dicho Cracco, esperanzado en
conseguir pronto lo que buscaba y largarse de ese hermoso pero inhóspito
país lo antes posible. Sabiendo que una vez se alejaran de las ciudades de
nada servirían los móviles, el italiano se había hecho con un teléfono vía
satélite que usó para comunicarse con Echavarría nada más comprobar
con su GPS, y después de una larga caminata, que habían llegado al
objetivo.
—¿Está seguro de que es ahí?
—Son las coordenadas exactas —contestó Cracco.
—Bueno, ya sabe lo que tiene que hacer ahora.
—Sí, lo sé, ¿pero lo sabe usted también?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Echevarría, confundido.
Una hora más tarde, Santana dormía en una cama y Owen en la otra.
Un segundo antes estaban despiertos y al siguiente no. El sueño los había
vencido casi a la vez, sin avisar, sin haberlo buscado. Simplemente, sus
cuerpos decidieron desconectar y sus cerebros estuvieron de acuerdo.
Laura se dio cuenta de que era la única que permanecía despierta cuando
terminó de revisar los documentos y se levantó de la silla para estirar las
piernas. Sintió frío. Avivó las llamas de la chimenea y añadió un par de
troncos medianos. En cuclillas, frente al fuego, se calentó las manos. No
se incorporó hasta que las mejillas le ardieron. Entonces, paseó por la
cabaña, de un lado a otro, igual que haría un animal enjaulado. Se detuvo
y contempló a los dos hombres bajo la luz del candil de queroseno. Se
preguntó cómo podían dormir en aquellas circunstancias. A ella le era
imposible. Sentía tal inquietud en su interior, tanta ansiedad...
Como se temía, los documentos no aportaban ninguna pista de dónde
se encontraba el profesor ni la razón por la que le había hecho ir hasta
allí. Hablaban de tantas y variadas cuestiones, y eran tan heterogéneos,
que le fue imposible determinar un elemento común que los relacionara.
Seguramente lo habría, pero ella fue incapaz de descubrirlo; y, por lo
visto, esos cabrones que les tenían ahí retenidos, tampoco. También
encontró mapas de Alaska, pero sin anotaciones que señalaran lugares
concretos.
Registrar el resto de la cabaña se le antojaba un trabajo absurdo que
no haría. Por el estado en el que se encontraba estaba claro que ya lo
habían hecho, y a fondo. Desesperanzada y agotada se recostó contra una
pared, a cierta distancia del cadáver de aquel hombre que, para evitar su
visión y por respeto, habían cubierto con una sábana. Lo hizo Owen, de
una manera precipitada y poco meticulosa, y había dejado un brazo al
descubierto, el derecho, que sobresalía de una manera siniestra por
debajo de la tela. De pronto se fijó en la mano. Las intensas sombras que
lanzaba la lámpara de queroseno no la dejaban ver con detalle. Se acercó.
Le extrañó la posición de los dedos. Se agachó para observarlos bien:
tenía todos recogidos menos el índice, que se mostraba parcialmente
estirado.
—¿Qué haces ahí? —oyó decir a Owen.
—Ven.
Perezoso, se levantó de la cama y llegó hasta ella. Permaneció de
pie, sin agacharse.
—¿Qué pasa?
—Su mano. ¿Recuerdas si estaba en esta posición cuando llegamos,
antes de que lo moviéramos? —preguntó Laura.
—Ni puta idea. ¿Por qué?
—No me parece una posición natural. La puso así antes de morir.
—¿En serio? —exclamó Owen, mostrando de repente interés.
—Quizá sean imaginaciones mías. Pero su dedo... Yo diría que
señala algo.
Santana se revolvió en la cama, soltó un bufido y se incorporó con
el pelo revuelto.
—Uff, me he quedado traspuesto. ¿Qué hacéis ahí?
—Laura cree haber descubierto algo —anunció Owen.
—¿Cómo?
—Tal vez no sea nada. Yo sólo... —comenzó a decir Laura, antes de
detenerse presa de un ataque de inseguridad.
—No, cariño, puede que tenga algún significado —la apoyó Owen.
—¿De qué habláis? —se impacientó Santana, levantándose de la
cama y acercándose hasta el cadáver.
—¿Tú recuerdas si su mano estaba así cuando llegamos? —se animó
a preguntarle Laura.
—El brazo estaba estirado, eso lo recuerdo. La mano... No lo sé
¿qué le pasa a la ma...? ¡Joder, ya entiendo! —exclamó, iluminado de
pronto.
Agachado junto a Laura y Owen, cogió la mano del muerto y la
volteó.
—¿Crees que...?
—Señala algo, sin duda. ¿Cómo no nos dimos cuenta antes? —saltó
Santana, dejando a Laura con la palabra en la boca.
Owen fue el primero en incorporarse y en decir lo que los otros
pensaban.
—Apunta hacia allí.
Sin decir una palabra, los tres se pusieron a inspeccionar la pared
que quedaba frente al cadáver. Había un mueble con baldas, sin puerta, y
nada más. El resto, incluidas las pieles de animales y las cornamentas que
la adornaban, estaba tirado por el suelo. Durante un buen rato se
dedicaron a revisar con detalle hasta el último de los objetos. Incluso
abrieron los botes de conservas que no estaban rotos, vaciando su
contenido por si encontraban algo. Santana fue el primero en desanimarse.
Laura lo hizo poco después. Owen continuó buscando unos minutos más
hasta que también se dio por vencido.
—Parecía una pista, la verdad —concluyó Santana.
—Sí, pero ahora estamos como al principio —dijo Owen—. Nada
de nada. Voy a tomar un poco el fresco.
—Yo también.
Laura fue la única que se quedó dentro de la cabaña. Buscó un trapo
con el que limpiarse las manos y luego se sentó en una silla. Su mente
analítica y lógica continuaba funcionando, sin darle un descanso, y en
aquel instante se preguntaba por qué un hombre herido de muerte
taponaría su herida en lugar de intentar levantarse, y luego estiraría un
brazo para señalar con el dedo a... nada. Barajó varias respuestas para la
primera pregunta hasta que encontró una que le pareció suficientemente
convincente: quería prolongar su vida mientras sus atacantes creían que
ya había muerto. Para la segunda no dio con ninguna medianamente
razonable. Se levantó de la silla y volvió junto al cadáver. En cuclillas
observó de nuevo la mano. El dedo. La pared que señalaba. Y vuelta a
empezar. Lo hizo colocando la cabeza en distintos ángulos, hasta que usó
uno completamente diferente. Uno en el que no había pensado, aunque era
el más lógico de todos dada la posición: desde arriba. De esa manera, la
relación tenía más sentido: mano, dedo y... suelo.
Owen fue el primero en entrar al escuchar ruidos. Descubrió a
Laura golpeando, tratando de levantar una tabla del suelo haciendo
palanca con el mango de una cuchara.
—¿Qué demonios haces?
—Ayúdame —le pidió sin contestar.
Santana entró tras Owen, con un cigarro en la mano.
—¿Se puede saber qué pasa ahora?
—Estábamos equivocados —comenzó a decir Laura, con la
respiración alterada por el esfuerzo—. Este hombre no señalaba la pared,
sino...
—¡Al suelo! Por supuesto —entendió Santana.
—Esta tabla está suelta, pero no soy capaz de levantarla —explicó
Laura.
—Quizá si usamos esto —sugirió Owen, sacando la navaja que le
había regalado.
—Mmm, demasiado pequeña, mejor probemos con el mío —
intervino Santana, mostrando un cuchillo de grandes dimensiones—. Un
Bowie de veinticinco centímetros hará mejor el trabajo.
—Genial. Pero apaga ese cigarro, por favor —se quejó Laura,
apartando el humo a manotazos.
—Oh, lo siento. Lo estoy...
—Dejando, ya me lo has dicho —cortó, tajante.
Santana tiró la colilla al suelo y la aplastó con la bota antes de
ponerse manos a la obra. Sin muchos miramientos introdujo la punta del
enorme cuchillo entre la junta e hizo palanca. La tabla, efectivamente,
estaba suelta.
—Buena señal. No hay clavos que la sujeten —anunció Santana.
—Por favor, quita esa tabla de una vez —se quejó Laura, que no
podía soportar la incertidumbre.
Tras varios intentos el cuchillo penetró lo suficiente y Santana, por
fin, pudo levantar la tabla, que medía metro y medio por veinte
centímetros de ancho.
—¿Veis algo? —preguntó Owen, mirando el hueco que había
quedado en el suelo.
Hubo unos segundos de vacilación, hasta que Santana introdujo la
mano y sacó una bolsa de cuero muy gastado.
—¡Es de Lébedev! —exclamó Laura—. Déjamela.
La tomó de las manos de Santana, fue hasta la mesa, la puso sobre
ella y la abrió. Owen a un lado y Santana al otro, observaron muy atentos
lo que sacaba.
—Éste es su cuaderno de notas —explicó Laura—. Siempre usa uno
en sus excavaciones.
—A ver —saltó Owen, quitándoselo de un tirón.
—Oye, tío, tranquilo —intervino Santana.
Obviando al piloto y la cara de reproche de Laura, lo hojeó unos
segundos antes de dejarlo caer sobre la mesa de malos modos.
—¡Joder, está en ruso! ¿No hay nada más?
—Sí —contestó Laura, con desgana, sacando un mapa doblado
varias veces.
—Esto es otra cosa —dijo Owen, entusiasmado—. Ábrelo, vamos.
Santana acercó la lámpara de queroseno y, bajo su cálida luz, Laura
desplegó el mapa con suma delicadeza, igual que si estuviera
manipulando un pergamino de cinco mil años.
—Veamos, esta zona de la izquierda es Siberia, por aquí tenemos el
estrecho de Bering, y esto de la derecha es Alaska —explicó Santana—. Y
hay puntos rojos marcados desde un extremo a otro con...
—Coordenadas —completó Laura.
—Exacto. Nosotros estamos... aquí, en este punto azul.
—Laura, ¿tienes idea de lo que significan esos puntos rojos?—
preguntó Owen.
—Si los seguimos, indican una trayectoria —se aventuró a decir
Santana, haciendo deslizar el dedo por el mapa.
—Una trayectoria —repitió Laura, excitada—. Mirad éste de aquí,
no parece estar muy lejos de donde nos encontramos.
—A ver... Efectivamente, está a unos cinco kilómetros —concretó
Santana, después de comprobar la escala del mapa.
—Y luego hay otro más al norte, y otro más hasta llegar a éste, que
es el último y el único marcado con una equis —apuntó Laura, con
creciente emoción—. Tenemos que llegar allí.
—Eh, un momento, ese punto ya se encuentra bastante más lejos —
advirtió Santana—. A pie tardaríamos un par de días por lo menos.
—¡Y qué! —exclamó Laura—. Estas marcas las hizo el profesor
Lébedev, aunque no sé lo que indican. Pero si encontró algo estará aquí, y
él también —rubricó, golpeando el lugar donde estaba la equis con el
dedo repetidas veces.
—Eso es mucho suponer —dudó Owen.
—¡¿Qué dices?! —se indignó Laura—. Está claro. Ya lo dijo
Indiana Jones en La última cruzada, "una equis marca el lugar".
—¿Qué lugar? ¿Qué estamos buscando? —saltó Santana, retirándose
de la mesa—. Lo más prudente sería dirigirnos a la población más
cercana y denunciar el asesinato.
—Ya, pero, ¿dónde está la población más cercana? ¿No hay ninguna
en esa dirección? —replicó Laura, dispuesta a agotar el último cartucho.
Santana se rascó la cabeza, luego la naciente barba del mentón y
finalmente volvió a la mesa.
—Veamos... —comenzó a decir, y se puso a revisar el mapa con
detenimiento.
Pasaron varios minutos antes de que volviera a hablar.
—Bueno, parece que has tenido suerte.
—¿Sí? —preguntó Laura, con timidez.
—Existe una población al sur y otra al norte, cerca del punto
marcado con una equis, atravesando por aquí, al otro lado de estas
montañas —explicó Santana, al tiempo que marcaba los puntos en el mapa
—. Ambas se encuentran más o menos a la misma distancia de donde
estamos ahora. La primera la conozco, es un pequeño asentamiento de
pescadores cerca de la costa. He estado varias veces. Son buena gente.
De la otra sólo he oído hablar. Sé que no es muy grande y que su
población indígena se dedica a la caza y al pastoreo de renos.
—¿Tendrán teléfono? —quiso saber Laura.
—¿Teléfono? Ni lo sueñes —se rió Santana—. Pero sí radio. Aquí,
en Alaska, todos los pueblos se comunican por radio.
—Prefiero la segunda opción. Yo digo que vayamos al norte.
—No sé... Habría que atravesar esas montañas. Yo creo que sería
más sensato ir al sur. ¿Tú qué opinas?—concluyó Santana, haciendo
partícipe a Owen.
—A mí no me mires —declinó éste, inquieto.
—Esto no es un juego, tenemos que ser prácticos.
—¿Prácticos? No me jodas Santana —protestó Laura, endureciendo
el tono—. Puede que el profesor esté en peligro, ¿eso no cuenta?
—Claro que cuenta, pero estamos en mitad de Alaska, aquí pueden
pasar mil cosas. Y ninguna buena. Piénsalo.
Laura lo hizo antes de hablar.
—Está bien. Estamos en tu terreno. Haremos lo que tú digas. Pero
quiero que sepas que si existe la más mínima posibilidad de dar con el
profesor antes de que esos asesinos lo hagan, yo estoy dispuesta a
arriesgarme.
Santana tomó aire mientras reflexionaba. Muchas cosas le pasaron
por la cabeza durante aquel ínfimo espacio de tiempo. Muchas cosas y una
mirada. La de unos ojos oscuros que lo observaban con la intensidad más
abrumadora que había experimentado jamás.
—Es difícil saber cuál es la mejor opción —empezó a decir—.
Nunca he hecho ninguno de los recorridos a pie. Pueden surgir problemas
en ambos sentidos. Por suerte mi reloj lleva GPS y no nos perderemos.
Teniendo en cuenta esto yo diría que...
—Vamos, tío, decídete de una vez —se impacientó Owen.
—Estoy con ella —decretó Santana.
La mirada de Laura mutó en un microsegundo, y el piloto pudo
disfrutar de unos ojos que, esta vez, parecían lanzar destellos de
felicidad.
—Entonces está decidido. Al amanecer partiremos siguiendo las
señales del mapa —resolvió Laura.
—Vale, lo que vosotros digáis —admitió Owen de mala gana,
abandonando la mesa y encaminándose hacia las camas del fondo.
—Deberías dormir un poco. Mañana será un día duro —sugirió
Santana a Laura.
—Ahora estoy demasiado excitada. Creo que me quedaré un rato
traduciendo las notas del profesor.
—¿Sabes ruso?
—Sabe de todo —saltó Owen, ya tumbado en la cama.
—Bueno, pero no estés mucho rato y duerme. Hazme caso —le
recomendó Santana, antes de dejarla sola sentada frente a la mesa.
—Lo haré.
Eso le dijo, lo haré, pero no pensaba que pudiera hasta que supiera
qué contenía aquel cuaderno manuscrito del profesor Lébedev.
Muchos días habían pasado desde que los Caraplanas los atacaran
quitándoles el animal abatido. Desde entonces, el grupo de los Grandes y
los Cabezas de Fuego sólo se habían alimentado de unas pocas bayas que
les quedaban y algunos frutos tardíos que lograron encontrar por el
camino. Estaban débiles. Muy débiles. Y, al haber consumido toda la
grasa de sus cuerpos, soportaban peor el frío y tiritaban constantemente.
Gran Bramido se había recuperado del golpe que le propinó el mamut, y
la herida del hombro de Montaña sanaba sin problemas; en parte gracias a
su increíble naturaleza, y en parte a los esmerados cuidados que le
dedicaba Cola de Ardilla. No podía decirse lo mismo de los dos
cazadores pertenecientes a los Cabezas de Fuego alcanzados por los
venablos de los Caraplanas. Sus heridas no hubieran sido mortales de
haber comido y descansado adecuadamente, pero en esas circunstancias
extremas tenían pocas probabilidades de sobrevivir. Hacía días que
debían ser ayudados a caminar por sus compañeros, casi inconscientes y
retrasando la marcha. Todos en el grupo sabían que estaban condenados,
aunque nadie decía nada, a la espera de que sus jefes tomaran una
decisión.
Montaña, después de comprobar su estado, habló sobre su destino
con Garra de León; al fin y al cabo eran sus hombres y consideró una
muestra de respeto hacerlo.
—Puede que todavía queden zorros blancos —dijo éste, suplicante,
después de escuchar a Montaña su terrible propuesta—. O liebres
buscando alimento antes de desaparecer en sus guaridas.
—Es posible. Pero somos demasiados. Su carne no sería suficiente.
Garra de León lanzó un suspiro y giró la cabeza para mirar a los dos
cazadores que los seguían a la cola del grupo asistidos por sus
compañeros.
—¿Cómo lo haremos?
—Al anochecer. Mis hombres se encargarán —respondió Montaña.
—En mi pueblo no hay memoria de tales hechos.
—Habéis tenido suerte —admitió Montaña, en tono sereno—.
Nuestra vida no ha sido fácil. Muchas veces la naturaleza nos ha puesto a
prueba. El Gran Relato habla de ello. Fue duro, pero necesario.
—Para nosotros es tabú.
—¡Y para nosotros también! —replicó Montaña, molesto—. ¿Crees
que lo haríamos si no fuese necesario? ¡No somos bestias!
—No he querido decir eso, es que...
—Te hablé de hacer sacrificios, y éste es uno de ellos. Es una
monstruosidad, lo sé, pero los Caraplanas nos alcanzarán si continuamos
caminando tan despacio. Van a morir igualmente, sólo es cuestión de
tiempo. Al menos su carne servirá para que no lo hagamos nosotros
también.
—Entonces, que así sea —sentenció Garra de León, bajando la voz.
Al atardecer llegaron a un bosque moribundo donde los raquíticos
árboles se curvaban por la fuerza del viento y los matorrales agonizaban
bajo el peso de la nieve. El grupo estaba tan agotado que no hizo falta que
ninguno de los jefes diera la orden de acampar, les bastó con descubrir un
pequeño claro resguardado tras unas rocas para derrumbarse buscando
descanso. Tras recuperar el aliento, los más fuertes cavaron en la nieve
hasta conseguir un agujero lo bastante grande para albergar a todos. En el
centro profundizaron aún más hasta alcanzar el suelo arenoso, y lo
rodearon de piedras. Las mujeres se encargaron de buscar leña, que
acumularon en cantidad suficiente para que les durase la noche entera.
Soñando con el calor que les proporcionaría la gran hoguera,
alejando de sus cuerpos ese frío que les helaba los huesos, no podían
imaginar que aquella noche también comerían.
Al oscurecer, una vez el fuego estuvo encendido, Montaña llamó
aparte a Ala de Halcón y a Brazo de Piedra y les explicó lo que debían
hacer con los heridos. No fue fácil. Le costó, pero sus hombres conocían
la situación crítica del grupo y se limitaron a asentir sin mostrar ningún
rechazo.
—Ya he hablado con Oso Gris y Gran Bramido, ellos os ayudarán.
Agua de Lluvia se quedará conmigo, es demasiado joven para crecer con
ese recuerdo —dijo Montaña, atento a las reacciones de sus hombres.
—¿Quieres que lo hagamos ya? —se animó a preguntar Ala de
Halcón.
—Sí, pero no traigáis la carne hasta que Garra de León hable con su
pueblo y yo con el nuestro.
—Lo entenderán —intervino Brazo de Piedra, al notar la inmensa
carga que soportaba su jefe.
—No pensaba en eso —se sinceró Montaña—. Lo que me preocupa
es lo que pasará cuando se acabe su carne.
—Encontraremos caza antes —dijo Ala de Halcón.
—Que los dioses te escuchen.
El paso por el que iban, y que evitaba tener que alcanzar la cima de
la cordillera para llegar al otro lado, era estrecho y sinuoso, pero al estar
libre de piedras y ascender con suavidad resultaba relativamente sencillo.
En un momento dado dejaron de subir y llanearon durante unos metros
antes de alcanzar un punto de inflexión donde Sedna se detuvo.
—Allí abajo está nuestro pueblo —anunció la joven, sin disimular
el orgullo que sentía.
La belleza de lo que vieron dejó a los viajeros momentáneamente
sin habla. Se trataba de un enorme valle rodeado por montañas en su
totalidad. Algunas altas y cubiertas de nieve, otras más modestas, pero
todas de aristas puntiagudas y señoriales. Desde donde estaban,
distinguieron bosques tupidos repletos de árboles inmensos, amplias
praderas cubiertas de pastos verdes, lagos y cascadas que bajaban de las
laderas alimentando ríos ondulantes que horadaban el terreno con una
especial delicadeza. En el centro, aprovechando una zona plana y
elevada, se encontraba un pequeño pueblo formado por cabañas de
madera de distintos tamaños, cuya distribución seguía un orden
geométrico, igual que si se tratara de una zona residencial del extrarradio
de una ciudad de cualquier parte del mundo. En la mayoría de las
viviendas había luz, que se filtraba por las ventanas aportando un aire de
postal navideña. La hora del día, con el sol ocultándose detrás de las
montañas y el cielo incendiado por una variedad de colores infinita,
favoreció al conjunto, que se mostró en todo su esplendor.
—¡Madre de Dios! ¿Pero esto qué es? —exclamó Owen.
—Sabía que aquí había un pueblo, pero nunca lo había sobrevolado
—dijo Santana, con las manos en las caderas, mirando en todas
direcciones.
—Mejor así, no nos gustan mucho los turistas —confesó Sedna.
—Es realmente bello —intervino Laura—. Parece un lugar ideal
para vivir.
—Gracias. Lo es. Las montañas frenan los vientos fríos y hacen que
los inviernos aquí sean más suaves —explicó la joven—. Tenemos todo
cuanto necesitamos, agua, cultivos y animales de granja, y podemos cazar
cuando es necesario.
—No parece un pueblo muy grande. ¿Cuántos habitantes hay? —se
interesó Santana.
—Quinientos —dijo una voz grave, a su espalda.
Todos se giraron sobresaltados. Era Odkum, que llegaba tirando de
la mula.
Con el rostro serio, los adelantó poniéndose en cabeza. Entonces se
detuvo y habló con su hija en su dialecto. La conversación fue breve pero
intensa, y, cuando terminó, Sedna sólo dijo:
—Vamos, debemos seguir.
Y echó a andar detrás de su padre, iniciando el descenso.
Laura quiso saber qué pasaba, por qué su padre se mostraba
preocupado, pero la joven no contestó, se encogió de hombros y prosiguió
la marcha.
El ritmo que impuso Odkum los dejó al borde de la extenuación. Ya
abajo, en la falda de la montaña, pisando la densa hierba que alfombraba
el valle, Laura, Owen y Santana se rindieron y se dejaron caer al suelo,
quitándose las mochilas y tumbándose todo lo largos que eran.
—Hay que continuar —gruñó Odkum, molesto por su actitud.
—¿De qué estáis hechos tu padre y tú? —preguntó Santana, sin
aliento—. Yo estoy roto, necesito descansar un minuto.
—Y yo —secundó Laura.
Owen, que boqueaba igual que un pez que hubieran sacado del agua,
no fue capaz de pronunciar palabra.
—Ya estamos cerca. Un esfuerzo más —suplicó Sedna, que hablaba
con toda tranquilidad, como si en lugar de subir y bajar una montaña a
toda velocidad se acabara de levantar de una siesta.
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó Laura, incorporándose con
dificultad para quedar sentada.
—Mi padre dice que, aunque lo ha intentado, no ha conseguido
despistar a esos hombres. Cree que han tomado el sendero y que pronto
llegarán aquí.
—¿Cómo es eso posible? —quiso saber Laura.
—Dice que parece que conocieran el camino. Que tomaron el
sendero de ascenso sin titubeos.
—No lo entiendo —se extrañó Laura, algo más recuperada—. Ni
siquiera nosotros sabíamos de su existencia hasta que vosotros nos lo
mostrasteis.
Sedna se encogió de hombros de nuevo, un gesto que empezaba a ser
recurrente en ella.
—En cualquier caso, aquí poco podrán hacer ya —se tranquilizó
Laura, abriendo los brazos, intentando abarcar el pueblo que se dibujaba
en la distancia—. Las autoridades se encargarán de esos malnacidos.
—Seguro —afirmó Sedna, sin quitar ojo a su padre, que bufaba
mientras andaba de un lado para otro.
El descanso no duró mucho más. Un par de minutos a lo sumo fue lo
que Odkum les concedió antes de obligarles a levantarse y continuar.
La noche se impuso sobre el valle, y una luna timorata escondida
tras unas nubes los observó mientras avanzaban hacia el pueblo.
A medida que se acercaban, más hermoso les resultaba el grupo de
casas de madera con porche y luces sobre las puertas. Sobre todo a Laura,
que no dejaba de maravillarse de que un lugar así, perdido en mitad de
ninguna parte, pudiera existir.
—Aquí no parece que se haga mucha vida social —apuntó Santana,
cuando entraron en el pueblo y encontraron sus calles vacías.
—No hay electricidad. Tenemos generadores a gasoil, pero sólo los
usamos en caso de emergencia. Nos alumbramos a la antigua, con velas.
Por eso nos acostamos pronto —explicó Sedna.
—Vamos, que aquí no hay donde tomar una copa por las noches...
Para relajarse, digo —añadió el piloto, al distinguir la mirada de
reproche de Laura.
Recorrieron lo que parecía la calle principal, ya que era la única
cuyo suelo estaba empedrado, y llegaron hasta una plaza más o menos
amplia donde se levantaba una estructura de madera semejante a un
templete. De él pendía una campana. Con paso decidido, Odkum se
dirigió hasta ella y tiró de la cuerda con fuerza haciéndola sonar. Su
tañido, agudo y molesto, rompió con violencia el silencio de la noche.
—¿Qué significa esto, Sedna? —preguntó Laura, confundida.
—Llama a los habitantes del pueblo.
—¿Para qué? Sólo necesitamos avisar por radio a las autoridades.
Ellos se encargarán de esos tipos.
Sedna calló.
Santana se acercó a Laura y le susurró al oído.
—Tranquila, seguro que saben lo que hacen.
—Exacto —contestó la joven.
Santana se sobresaltó. Se había esforzado en hablar muy bajo.
¿Cómo le había podido escuchar?
Owen estaba inquieto pero callado, algo raro en él. Llevaba mucho
tiempo sin decir una palabra, y, durante parte del día, se había mostrado
esquivo y taciturno. A Laura no le apetecía tener conversaciones con él, y
ese comportamiento suyo, aunque insólito, le resultaba cómodo. No
obstante, no podía negar que era preocupante; por eso, haciendo un
esfuerzo, se animó a preguntarle.
—¿Te encuentras bien?
—Quiero que todo esto termine de una puta vez —contestó con
rabia, sin mirarla, como si verbalizara una frase que hubiera estado
repitiendo en su cabeza durante horas.
Odkum dejó de tocar la campana. Enseguida comenzaron a
escucharse puertas que se abrían y sonidos de pisadas. En pocos minutos
un gran número de personas llenaban la plaza. Algunos portaban candiles
de petróleo, que dejaron apoyados en el suelo; su luz era mortecina,
aunque suficiente para iluminar el entorno y a los que se encontraban
junto al templete. Había mujeres y hombres de distintas edades, vestidos
con ropas semejantes a las que llevaban Sedna y su padre: anchas, con
bordados coloristas, flecos y adornos de plumas. Muy raciales. En
absoluto silencio, y en perfecto orden, se dispusieron en círculo,
rodeándolos. Entonces, Odkum comenzó a hablar en su dialecto. Lo hizo
alzando la voz, para que todos lo escucharan. Durante su alocución hubo
algunos murmullos de los asistentes, pero ninguno intervino. Al finalizar,
abriéndose paso, apareció un hombre. Su andar era firme y decidido.
Autoritario, determinó Laura. Avanzó hasta quedar frente a ellos. En ese
momento pudieron verlo bien. Se trataba de un anciano —a tenor de su
pelo blanco recogido en una coleta y de su rostro repleto de arrugas—,
sin embargo, sus ademanes y su constitución, alta y corpulenta, sin asomo
de encorvamiento, lo contradecían. También sus ojos, vivaces y amables,
conferían al conjunto unas cualidades más juveniles, casi infantiles. Unos
ojos que, incluso bajo la escasa y amarillenta luz de los candiles, se
mostraban extraordinariamente claros.
—Bienvenidos a Tikia. Mi nombre es Dolba, y soy... digamos que el
alcalde.
Laura iba a hablar cuando el hombre prosiguió.
—Tiene que estar cansados después de tan largo viaje. Permítanme
que les ofrezca mi humilde casa para que descansen.
Su voz era grave y profunda, pero su tono suave.
—Se lo agradecemos —dijo Laura, erigiéndose en portavoz del
grupo—. Pero unos hombres armados vienen hacia aquí. Unos hombres
que...
—Odkum ya nos ha puesto al corriente de la situación —la
interrumpió el hombre.
—Entonces, entenderá la importancia de tomar precauciones y
avisar a las autoridades de inmediato.
—Por supuesto. No se preocupe, nosotros nos encargaremos de
todo. Y ahora, sigan a Sedna, ella les indicará el camino.
—Son peligrosos. Ya han matado a un hombre. Lo más conveniente
sería... —insistía Laura cuando Santana intervino.
—Hagámosle caso.
Dolba intercambió unas cuantas frases en su dialecto con Sedna
antes de que ésta les pidiera que la acompañaran.
—Vamos, es por aquí.
Obedientes, Laura, Santana y Owen la siguieron a través de la
multitud, que fue abriéndose a su paso.
—¿Has visto sus caras? —musitó Laura.
—Acojonan un poco —admitió Santana.
—Sí, yo no diría que somos bienvenidos precisamente.
Una vez los dejaron atrás continuaron andando un trecho por aquella
calle empedrada, hasta lo que parecía el final del pueblo. Allí se
detuvieron frente a una construcción más grande que el resto, también de
madera, pero con apariencia más de almacén que de vivienda.
Sedna se detuvo en la puerta y la abrió sin necesidad de llave.
—Vamos —les pidió, al ver que no se movían.
—¿Ésta es la casa del alcalde? —cuestionó Santana.
—Por favor, entrad —suplicó la joven.
—Yo no pienso hacerlo —protestó Owen, dándose la vuelta.
—Ni yo —secundó Santana—. Esto no me da buena espina.
—Sedna, ¿qué pasa? ¿Hay algo que debamos saber? —preguntó
Laura buscando su rostro.
La joven bajó la cabeza sin contestar.
Santana se impacientó.
—Te han hecho una pregunta, ¡joder!
Una voz bramó a su espalda.
—¡Entren de una vez!
Al volverse, vieron a Odkum. Su mirada incendiada daba más miedo
que el arma que los apuntaba.
—Será mejor que obedezcáis —sugirió Sedna,
—¡No! —se revolvió Laura, encarándose con Odkum—. ¡Exijo una
explicación!
Éste accionó el cerrojo de su rifle y levantó el cañón apuntándola al
pecho.
—La tendréis —oyó decir a Sedna, al borde del llanto—. Pero
ahora entrad, os lo ruego.
Santana se acercó muy lentamente y cogió a Laura por los hombros,
trayéndola hacia él.
—Obedezcamos, será lo mejor.
El interior de la construcción estaba oscuro. Olía a madera y a
hierba mojada. Sedna encendió un candil y la luz descubrió un lugar
amplio y casi vacío. Un lugar con aspecto de granero. Con gestos les
indicó que fueran hasta el fondo y se sentaran en una esquina, sobre unas
balas de paja.
—¿Y ahora qué? —se animó a preguntar Laura, muy seria, al ver a
la joven marcharse.
Sedna se detuvo. Su padre la esperaba a unos metros de distancia.
Con la mano le ordenó que continuara. Y ella obedeció.
—Sedna, dime qué nos espera —imploró Laura.
La joven se detuvo de nuevo, haciendo amago de volverse. Pero no
lo hizo. Durante una fracción de segundo se limitó a girar la cabeza y
mirarla antes de hablar con voz acuosa.
—Lo siento.
Luego, escucharon cerrar la puerta y el ruido de unos maderos
atrancándola por fuera. El silencio dentro del granero se impuso. Hasta
que Santana, al mismo tiempo que sacaba la petaca de su bolsillo, lo
rompió.
—No sé vosotros, pero yo creo que hemos saltado de la sartén para
caer en las brasas.
24 - HACIENDO PLANES
Pero no había sido así: Sedna estaba viva. Nadie descubrió lo que
había hecho, aunque eso no significaba que hubiera sido una decisión
fácil ni sencilla. Tuvo que traicionar no sólo la confianza de su padre y de
Dolba, sino la de todo su pueblo. Sedna, en el último momento, se dejó
llevar por una fuerza que desconocía. Una fuerza más poderosa que el
deber, que la tradición, que la supervivencia de su propia especie. Una
fuerza tan arrebatadora que anuló todo lo demás, guiándola por un camino
virgen repleto de sensaciones nuevas. Una fuerza que la sedujo, y a la que
se rindió para entregarse sin pensar en las consecuencias: el amor. No el
cariño o amor fraternal que sentía por su padre o amigos; éste era
diferente, mucho más complejo, gratificante, placentero... Y también
doloroso.
En el último instante, Sedna no pudo hacerlo y los engañó a todos.
Ella fue la encargada de elaborar la pócima que pondría fin a sus vidas,
pero en el cuenco de Laura sólo vertió narcótico. No pensó en las
consecuencias, se limitó a obedecer al impulso que la guiaba. No era de
los suyos. Pertenecía al pueblo rival. Era una descendiente de los
Caraplanas, sus mortales enemigos. Y, además, era una mujer. Para una
joven inocente como ella, que apenas sabía nada de la vida ni del mundo
real, aquel cúmulo de contradicciones estuvo a punto de bloquearla.
Demasiadas cosas para poder entenderlas de golpe. Suerte que al final
venció el embrujo de los sentimientos y decidió salvarle la vida.
Aunque, sufrió lo indecible cuando contempló sus ojos turbios y su
miedo. Le hubiera gustado confesarle que sólo dormiría, que su bebedizo
no llevaba veneno. Lo gritó en su interior muchas veces, pero no logró
nada, y la última visión que tuvo de Laura fue la de una mujer que
pensaba que moriría.
Y fue duro. Muy duro. Tanto, que ella misma llegó a creer que no
regresaría más, que la había perdido para siempre. Por eso lloró. Y
continuó haciéndolo cuando se quedó sola, abrazada a su cuerpo,
sintiendo su calor y su débil aliento. Nunca había sido tan dichosa como
estando junto a ella, en ese momento lo supo.
Luego, más tarde, cuando ya todos se marcharon de la cueva y se
quedó sola, lanzó los cuerpos de Santana y del profesor a la sima y se
ocupó de ella.
Laura despertó al amanecer creyendo que el más allá era un lugar
helador. La cubría una gruesa piel de oso, y a su lado había un caballo.
Tardó en darse cuenta de que estaba viva, y que se encontraba al otro lado
de las montañas. Comprendió lo que había pasado por una nota que
asomaba del bolsillo de su anorak. Estaba escrita con caligrafía infantil y
decía:
"Te he dejado comida, agua y una tienda de campaña. También tu
mapa y el reloj GPS de tu amigo. No deberías tener problemas para
llegar a un lugar donde puedan ayudarte. El caballo se llama Luna, es
una yegua muy dócil, no te dará problemas. Si la dejas suelta volverá al
pueblo. Por favor, no le hables a nadie de nosotros.
Siempre te recordaré.
Sedna".
EXPEDICIÓN ATTICUS
SINOPSIS
Víctor Costa, un viejo arqueólogo español, lleva parte de su vida buscando
una famosa reliquia cristiana, sin éxito. Cuando siente perdida la esperanza
de encontrarla se cruza en su camino un magnate norteamericano, Dawson
Fox, dueño de una gran corporación armamentística y tecnológica. Él,
respaldado por un antiguo informe escrito por un centurión romano, cree
tener la información exacta de dónde se encuentra, y le propone organizar y
financiar una expedición para buscarla. A ella se unirán finalmente: Sarah,
doctora e hija de Víctor; Ray Bayona, un espeleólogo en horas bajas, y
antigua pareja de ésta; las mellizas Annika y Grete, exmilitares alemanas y
escolta personal del enigmático Dawson; y Peter Li, un científico chino-
americano, experto en física e informática.
Las pistas les llevarán hasta las exóticas y convulsas tierras de Egipto, a las
montañas nubias cerca del Mar Rojo, hasta una antigua mina de oro romana
sepultada en el olvido y envuelta en una extraña leyenda de muertes y
desapariciones.
"Expedición Atticus" es una novela de aventuras, llena de acción, viajes y
misterio; donde los enigmas rondan cada página, algunos personajes
ocultan oscuros secretos, y nada es lo que parece. Ésta es una obra de
ficción gestada con el sencillo y a la vez complicado objetivo de entretener.
Querido lector, ¿estás dispuesto a vivir la experiencia que te aguarda tras
las páginas de "Expedición Atticus"?
LA SELVA PÁLIDA
SINOPSIS
Julia es una mujer divorciada que vive en Madrid y trabaja como maestra. Un
día recibe la terrible noticia de que su hijo, al que creía viviendo con su padre en
Miami, ha aparecido devorado por un jaguar en mitad de la Selva Maya. Confundida,
rota de dolor, pero sin tiempo para duelos, volará hasta Ciudad de Guatemala para
asistir al entierro. Allí sabrá cosas de su hijo que desconocía y comenzará a sospechar
que su muerte no ha sido debida a un desgraciado accidente, sino a algo relacionado
con su trabajo en unos misteriosos laboratorios. A partir de ese momento, Julia vivirá
una realidad perturbadora; adentrándose en un mundo oscuro y siniestro lleno de
inquietantes revelaciones, engaños, conspiraciones, espías y asesinatos. Un mundo que
pondrá a prueba su valor y determinación, y al que deberá adaptarse si desea
descubrir toda la verdad sobre la muerte de su hijo.
FUBARBUNDY
SINOPSIS
Un virus. No hay cura. No hay vacuna. Todo intento por contener la
epidemia es inútil. En pocas semanas la práctica totalidad de la humanidad
está infectada. El "Fubarbundy" corre por sus venas transformándolos en
seres brutales, sin mente, sin alma. Grupos reducidos de personas luchan
por sobrevivir en una guerra desigual por evitar la extinción. Ésta es su
historia.
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