Guillermo Thorndike - 1879
Guillermo Thorndike - 1879
Guillermo Thorndike - 1879
Lima. 4 de abril
Carboneras al tope
Estado de guerra
La hora más negra
Ahead, all steam on
Iquique, 5 de Abril
Destino Tarapacá
Comunicación al jefe chileno
Los primeros fuegos de la Guerra del Salitre
Comida en la Legación de Bolivia
Al ancla en el Callao
Editorial de "El Comercio" de Lima
Telegramas urgentes
Expulsión de los chilenos
El bloqueo de la sed
Primer combate de Pisagua
Confía en Prado, pueblo del Callao
El manco Gordon en acción
Reunión secreta en Palacio
Carta de Iquique
La marcha del Ejército Boliviano
Fiesta en Arica
Intrigas chilenas en Tacna
Cita secreta a bordo de la "Unión"
Carta de Daza a Prado
Documento secreto de la Cancillería de Chile
La Merced, misa de once
Congreso extraordinario para salvar al Perú
Prado asume el mando del Ejército
Grau a la Comandancia General
Leven anclas
Iquique a la vista
8.20 a.m.: ¡abran fuego!
Carnicería en Punta Gruesa
Se busca ministros
Su Excelencia en Iquique
A bordo del "Blanco Encalada"
Antofagasta, día 26
Segundo bloqueo de Iquique
Combate con el "Blanco Encalada"
Carta a la viuda de Prat
Callao, 7 de junio
Espera en el Callao
División Villamil en armas
Banquete a Grau
A Mr. J. V. Drummond
Hasta siempre, monitor
El monitor fantasma
El concierto del sábado
Ministro se necesita
INDICE
Lima. 4 de abril
Carboneras al tope
Estado de guerra
La hora más negra
Ahead, all steam on
Iquique, 5 de Abril
Destino Tarapacá
Comunicación al jefe chileno
Los primeros fuegos de la Guerra del Salitre
Comida en la Legación de Bolivia
Al ancla en el Callao
Editorial de "El Comercio" de Lima
Telegramas urgentes
Expulsión de los chilenos
El bloqueo de la sed
Primer combate de Pisagua
Confía en Prado, pueblo del Callao
El manco Gordon en acción
Reunión secreta en Palacio
Carta de Iquique
La marcha del Ejército Boliviano
Fiesta en Arica
Intrigas chilenas en Tacna
Cita secreta a bordo de la "Unión"
Carta de Daza a Prado
Documento secreto de la Cancillería de Chile
La Merced, misa de once
Congreso extraordinario para salvar al Perú
Prado asume el mando del Ejército
Grau a la Comandancia General
Leven anclas
Iquique a la vista
8.20 a.m.: ¡abran fuego!
Carnicería en Punta Gruesa
Se busca ministros
Su Excelencia en Iquique
A bordo del "Blanco Encalada"
Antofagasta, día 26
Segundo bloqueo de Iquique
Combate con el "Blanco Encalada"
Carta a la viuda de Prat
Callao, 7 de junio
Espera en el Callao
Carta de la viuda de Prat
División Villamil en armas
Banquete a Grau
A Mr. J. V. Drummond
A Mr. J. V. Drummond
Hasta siempre, monitor
El monitor fantasma
El concierto del sábado
Ministro se necesita
Carta al General Mendiburu
Bombardeo de Iquique
Pánico en Chile
La gran oportunidad
Los primeros días de Químper
Cumpleaños del comandante
Milagros de Químper
Defunción de Antonio Cucalón
El Congreso contra Químper
A hundir al Cochrane
Los proyectos de hacienda
Rechazo del Plan Químper
Ataque nocturno
Ataúdes de los Estados Unidos
Carta de Grau
Hoy gran debate
Dos bodas en Lima
Viaje al Estrecho
El gran fraude del Banco Nacional
El primer torpedo contra Chile
Oficio del ministro Químper
El escándalo de los billetes ilegales
Noticia policial
Censura del ministro Químper
Editorial de "La Patria"
La situación se complica
Segundo combate de Antofagasta
Petición del Congreso
Respuesta de La Puerta
El día del Almirante
Carta de pésame
El Almirante rehúsa charreteras
Proa al sur
Persiguiendo al "Huáscar"
La víspera
Angamos, 8 de octubre
Arica, el mismo día
Prologo
Lo que se relata en este libro no es una ficción. Nombres, lugares y sucesos son reales. La
narración de los hechos de 1879 se basa en documentos oficiales, partes militares y navales,
despachos de corresponsales de guerra, debates parlamentarios, telegramas, versiones
taquigráficas dé las juntas del Banco Nacional del Perú, memorias y cartas de los
protagonistas, noticias, editoriales y anuncios publicados en los diarios de Lima, Iquique,
Santiago, Valparaíso y Nueva York, menús de banquetes, obras históricas peruanas,
bolivianas y chilenas; canciones y estadísticas de la época y en la tradición oral sobre el
Almirante Miguel Grau y quienes lo acompañaron en la campaña naval en el monitor
“Huáscar”, la fragata “Independencia” y la corbeta “Unión”.
Guillermo Thorndike
Lima, 4 de abril
Con la punta del tenedor Monsieur Trinchet llevó a los labios una pizca de omelette soufflé
á la fraise. Su mirada se extravió más allá de la calurosa cocina del hotel mientras perseguía
sabores con rápidos movimientos de lengua y mandíbulas. Sus empolvadas mejillas se inflaron al
fin con disgusto. Azúcar, dijo como si pidiera un antídoto, más azúcar. Enjuagó el paladar con
unos buches de vino blanco y desvió la inspección a los platos del día. Ordena aclarar la sopa de
tortuga, con crema de leche corrige pimentosos excesos que desfiguran la gallina a la Stanley,
sonríe complacido por la glaseada perfección de los poitrines depedreaux á la Financiere. Antes
de que cocineros y marmitones rompieran filas, probó la salsa mat que servirán en el almuerzo
ofrecido por el señor Candamo a los representantes de la “Sociéte Genérale” y a sus socios de
“La Confiance” de París.
De entre numerosas botellas eligió Boufliere-Mourget de Limoges, Graud vin Salnt Hubert
1860 y champañas extra-dry de Ghavaze y rosé de Moet y Chandon para la aprobación final del
banquero limeño. Secó su frente con un pañuelito de Holanda y salió al vestíbulo. No demoró
por ese espacio adornado con helechos y estatuas de mármol. Se apoltronó en la boscosa quietud
del bar todavía solitario, a fumar un “Regalía Británica” y a beber su dosis cotidiana de ajenjo. El
Hotel Maury se-extendía casi hasta una orilla de la Plaza de Armas. Trinchet se deleitaba en la
contemplación de frisos y rodapiés, tan abundantes que no parecen puestos allí por un arquitecto
sino por un pastelero.
No había terminado el aperitivo cuando un hombre rubio y transpirado se acercó a la barra y
pidió una urgente cerveza de Cincinnati.
—Hola, mister Trinchet —sonrió.
—Buenos días, señor Finch —el Maitre d’hotel se replegó sin deseos de conversar con Jack
D. Finch, corresponsal del New York Herald.
El yanqui olía a axila fuerte y a tabaco caporal. Sin respirar bebió toda la cerveza.
—Sírvame otra —sus nudillos golpearon la barra. Nuevamente sonrió a Trinchet. Oiga, esto
le puede interesar...
Rebuscó sus bolsillos hasta encontrar un ajado papel de cablegrama. Lo entregó al francés.
Era una copia.
—Me parece que la guerra comenzó esta mañana —razonó Finch —¿Cómo anda su
bodega? No quisiera quedarme sin cerveza.
—¿Mister Finch? —el criado aprecia las frecuentes propinas del yanqui —El señor Batalha
manda preguntar por usted.
—Gracias, muchacho —devoró unos canapés con su segunda cerveza y salió silbando, sin
despedirse. Al mediodía del 4 de abril de 1879 desaparecen pianos ambulantes y ruleteras
callejeras. Rumbo a la vecina European & American Telegraph Co, Finch comprende que Lima
no está verdaderamente en pie de guerra, no importa que haya fracasado la misión de paz del
plenipotenciario José Antonio de Lavalle. Ayer se supo que el presidente chileno Aníbal Pinto
pidió autorización al Consejo de Estado para declarar hostilidades al Perú. En el Teatro Principal
se oyeron vivas a la Patria. El Himno Nacional interrumpió dos actos de “Las medias naranjas” y
una declamación en italiano. Concluida la función, el público marchó al palacio a pedir rifles.
Pero hoy todo ha vuelto a la normalidad, como si los sucesos de Santiago y la prolongada
ocupación del litoral boliviano fuesen un lamentable error.
Antes de entrar, observó el interior de la oficina del cable por la ventana. Reconoció a dos
funcionarlos de la legación Británica. Un coronel de húsares pasea de una pared a otra. Emanuel
Batalha chupa un “reina fina” y exhala vapor de tabaco. Finch empuja la puerta, entra a pedazos:
cabeza amarilla, mano manchada de nicotina, brazo flaco, torso después, otro brazo, por fin las
piernas. Así llegado por partes, sólo Batalha le prestó atención. La campanilla del receptor se
activó en ese momento. Salían los ingleses con un mensaje cifrado para su ministro Sir Spencer
Saint-John, seguramente con frescas noticias de Chile. Hasta ahora se mantenía la neutralidad del
cable, única comunicación veloz con el resto del mundo. Finch embocó su sombrero en la
percha, saludó el retrato del presidente norteamericano Rutherford Hayes, husmeó copias de
telegramas llegados en la mañana. Con ojos de plomo, Batalha escribía un nuevo mensaje en la
maquina Remington.
A SU EXCELENCIA EL PRESIDENTE
INMINENTE
Pero la guerra no está formalmente declarada. De regreso del Callao, Finch vio temprano al
ministro chileno Godoy en su calesa, no volvía de anunciar la ruptura sino de llamar al médico
que atendió una misteriosa indisposición de la señora Godoy. Han de ser los últimos minutos de
paz oficial. La escuadra peruana no se ha movido del Callao. Sólo el monitor “Huáscar” y la
cañonera “Pilcomayo” habían encendido calderas.
INMINENTE BLOQUEO
Bíen, Jack, aquí tienes la respuesta. El mensaje llegaba del sur. Jack D. Finch encendió un
pestilente caporal, mirando la escritura de Batalha por encima del hombro. Otra vez el gerente
murmuró secretos mientras el habano empapado en saliva viajaba de un extremo a otro de su
boca, bien Jack, el almirante Rogers está en camino a bordo del poderoso “Pensacola”, no creo
que la “Unión” deba permitir a los ingleses que se adueñen de Sudamérica.
Finch mira el reloj de pared: las 12 y 35. Los acorazados chilenos parecían tornar la
ofensiva.
Carboneras al tope
Sólo cuando el tren de pertrechos se detuvo en el muelle fiscal, Juan Alfaro pudo informar al
comandante que no alcanza la ración de galleta y café para tres días en alta mar. A la sombra de
altas plataformas sobre las que chirriaban grúas a vapor, el jefe de la primera división naval
murmuró que no importa, despachó al joven contador del “Huáscar” con una palmadita en la
espalda. Alfaro trabajaba en la sección contabilidad del Ministerio de Hacienda cuando Chile
ocupó Antofagasta. Entonces se enroló en la Marina de Guerra. Lo destinaron al monitor
“Atahualpa” y después a la capitana. Acaba de cumplir veinticuatro años; Supo que Grau lo
atendería más tarde y retrocedió a inventariar bombas y estopines de fricción. Una excitada
multitud estorba las maniobras en el muelle. Fusileros navales impiden que súbitos voluntarios
aborden el blindado.
El capitán de fragata Ezequiel Otoya gritó órdenes por encima de confusos vivas al Perú y
aplausos, echó una mirada al cielo, como suplicando paciencia. El segundo comandante del
“Huáscar” tuvo que repartir codazos para acercarse a su jefe.
—Solicito autorización para despejar el muelle —se malhumoró Otoya.
—Déjelos, déjelos —Miguel Grau mira en derredor.
Bajo una Gran bandera estirada por el viento, cantan el Himno a la entrada del muelle. Por
la calle Constitución llegan porteños pidiendo rifles. Una comisión de vecinos se encarga de
proteger la residencia del asustado cónsul chileno. En cada esquina se suceden arengas. No,
señor Otoya, no pueden meterle caballos al pueblo. Chalupas con banderas peruanas sitiaban a su
pequeña escuadra. Escuche usted, comandante: viva el “Huáscar”, viva el Perú. Con corteses
movimientos de cabeza, Grau respondía a los vítores a su barco y a su tripulación
—Pongan centinelas a cuidar el convoy. ¿Y More?
—Se han presentado más de cien voluntarios desde las seis de la mañana. ¿Qué hacernos,
señor?
—indaga el capitán de fragata Ramón Freyre, tercer jefe del blindado.
Que se inscriban en la Comandancia General. No quiero/ a nadie fuera de nómina en el
buque.
—Sí, señor.
—¡Viva el “Huáscar”!
—¡Muera, Chile!
Del tren al embarcadero demoró Grau cinco minutos, apretado por el gentío, palmeteado y
perseguido por ojos que saludan como si no le fueran desconocidos.
—¡Aparten a esa gente de las bombas! —gritó Otoya. Toda la muelle dársena puede volar
en pedazos —¡teniente Santillana, acordonen el área!
—Sí, mi comandante.
Grau nada más miró su buque desde la orilla. La escuadra está en reparaciones. Al blindado
“Independencia” le cambian máquinas y cubiertas. Al podrido monitor “Atahualpa” se le hunde
la coraza. Su gemelo “Manco Cápac”. no soporta más de cinco libras de presión en sus calderas.
Los fuertes del Callao han sido aniquilados por el abandono. Falta carbón. ¿Necesitan artillero?,
maquinistas, mecánicos y prácticos. Espías y saboteadores chilenos pululan el Callao. Solo el
“Huáscar” está en condiciones de zarpar y Grau debe llevárselo hoy mismo.
—Toribio Seminario Cortés a sus órdenes, señor —un muchachito se cuadró frente a Grau
—Mi hermano Alberto, señor.
—Dos barricas de manteca, dos quintales de azúcar —dictó el contador Alfaro.
—Piuranitos, ¿verdad? —Grau los observó en posición de firmes
—Y creo que somos parientes. —¡Carbonera al tope, señor!
—¡Aljibes llenos, señor!
—Soy Mariano Arredondo, de “La Opinión Nacional”.
¿Puedo subir a bordo?
—Vecinos de Piura, señor comandante —dijo Toribio —Mi papá nos encarga saludarlo.
La muchedumbre abrió calle a los rifleros de la Columna Constitución. El veterano batallón
de infantería de marina vestía uniformes nuevos.
—¡Atención, mis buitres! —vociferó el oficial que los mandaba.
Los más viejos voluntarios del batallón llevaban en la manga izquierda el distintivo de
Vencedores del 2 de mayo.
—¿En qué los puedo servir? —Grau calculó que los hermanos Seminario no habían
cumplido quince años.
—Queremos pelear, señor comandante —Toribio infló el pecho —Rogamos se nos acepte
en el “Huáscar” como voluntarios.
—comandante Otoya.
—¿Señor?
—¿Hay lugar para grumetes?
—No, señor.
—Lo siento, muchachos. Prueben en otro buque.
—Doscientos estopines —se fatigó Alfaro.
La infantería de marina abordaba el monitor. A lo largo del muelle estallaron aplausos. Un
dinamitazo al aire remeció la bahía.
—¡Callao! —respondió la multitud.
El señor More envía un coche, señor —con un pañuelo el tenientel0 Ferré limpiaba su rostro
sucio de hollín. No había dormido. Reunió pertrechos en Lima desde la víspera.
Otro dinamitazo sacudió la mañana. Y otro más.
—¡Callao! —coreó la gente —¡Callao!
—Vaya a bordo, Diego, duerma un rato.
—Estoy bien, mi comandante.
—No quiero oficiales cansados, señor Ferré.
—¡Callao! ¡Callao!
—Sí, mi comandante.
—Veinte libras de chocolate, ocho galones de aguardiente —escribió el contador.
—¡Cooompañía, alto! —los rifleros del Batallón Ayacúcho se detuvieron en el muelle.
Brevemente contempló su blindado. He aquí la obra maestra del capitán Cowper Coles,
padre de Los monitores. Pero de su construcción en los astilleros Laird, en Birkenhead, a esta
mañana de titubeante sol en el Callao, han pasado trece años. Grau reconoció el cansancio de esa
nave que había mandado casi sin interrupción desde 1871. Por un rato, que como un espejismo
escapaba a toda medición, se supo sin edad, aquí nomás, puesto igual que los vivos y Los
muertos y en general las cosas, y cierto raro parentesco se reveló entre el monitor y su
comandante, como si las jerarquías vivientes y los números fuesen mentira y lo mismo diera ser
timonel o buque, todos viviendo ayer, viviendo de memoria. Por sus orejas la vida pasaba a
destiempo y ese barullo de petardos y músicas guerreras se le antojó distante, llegado a él con
notable atraso, ni siquiera repetición de lo inmediato sino rastro de lo verdadero fugitivo.
—Todos a bordo al mediodía —dijo a su segundo con voz que se apagaba. El “Huáscar”
caldea desde el amanecer. Tomó del brazo a Otoya mientras salía de la multitud —A las doce
lleven el monitor a cuatro cables de Chucuito. Zarpamos a las cinco.
—¡Miguel, espera! —el cirujano mayor Santiago Távara jadeó detrás de los jefes del
“Huáscar”. Parecía mostrar manos vacías. —No hay vendas. No hay cloroformo. No hay alcohol.
No hay ácido fénico.
—El comandante Otoya atenderá tu reclamo, doctor.
—Mi presencia es inútil, Miguel, a menos que se me proporcionen elementos indispensables
—Así lo entiendo.
—Te lo ruego.
—No es preciso. Yo mismo me encargaré de tramitar el pedido.
—Gracias, Miguel.
Diez años atrás, mientras los ferrocarriles encargados a Meiggs empezaban a trepar la
cordillera de los Andes, se había construido la dársena del Callao. Casi un kilómetro de muelles
recorridos por vías y entronques se reunían cerca del edificio de madera, de dos plantas con
terrazas y un mirador, donde funciona la administración fiscal. Por aquí retumban locomotoras
procedentes del cercano Patio de maniobras y dé grandes depósitos techados con zinc. A un
costado del paso a nivel, donde empieza una ancha avenida a intervalos adornada por faroles de
gas, aguarda el coche enviado por More.
—Dame quince minutos si hay señal -dijo Grau a su segundo. Debían disparar dos cohetes
desde lo alto de la isla San Lorenzo si aparecen humos en el horizonte —Un cuarto de hora, nada
más.
—Vamos, Miguel —el capitán de navío Aurelio García y García llamaba desde el coche.
Distinguió a un desconocido antes de subir a la berlina.
—El señor Grau, el señor Pedro Ruiz los presentó.
—¿A qué se dedica, señor Ruiz? —se acomoda Grau en el asiento libre.
—Soy ingeniero, señor Grau.
—¡Vaya! —lo recordó el comandante—¡Usted es el verdadero Pedro Ruiz!
Sí, joven y fuerte, de bigote y perilla: Ruiz era más conocido como inventor de notables
ingenios. Antes de perfeccionar un instrumento musical que él mismo bautizó como vihuela
armónica, había construido ese reloj tan admirado en los Jardines de la Exposición con siete
esferas que permitían conocer la hora en cualquier lugar del planeta y un maravilloso despliegue
de dioramas y muñecos movido por un carrillón que campaneaba las notas del Himno Nacional.
—El señor Ruíz trae algo muy interesante —García y García entregó un legajo a su
compañero. Desplegó las hojas laboriosamente dibujadas con tinta china. Ruíz comprendió el
repentino interés del marino. Mientras el coche rueda por el menudo empedrado, Grau revisa los
apuntes.
—Hum. ¿Conoce usted el sistema Whitehead?
—Sí, señor Grau —Ruíz proyectaba un torpedo automóvil a propulsión mixta, de gases y
electricidad —Mi sistema es más rápido, aunque de corto alcance.
—Me parece notable el mecanismo de orientación. ¿Ha hecho pruebas?
—Carezco de fondos. Esto interesa a la defensa nacional y en particular a la escuadra. El
ejército ha prometido dejarme ensayar en Ancón. También tengo diseñado un torpedo accionado
por relojería. Deseo pedir su respaldo, señor Grau.
—¿Qué opinas Aurelio?
—Vale la pena.
—Nos veremos a mi retorno, señor Ruíz.
—Muchas gracias, señor Grau. Prometo no defraudarlo. Usted sabe, hay quienes se ríen del
progreso...
—No soy de ellos, señor Ruiz, ni el comandante García y García.
—Podríamos usar globos cautivos en la vigilancia del horizonte, señor Grau. En fin, no es
nuevo. Ya lo ensayaron los franceses...
—Estoy enterado.
—...anclados en tierra, ¿comprende, señor Grau? ... —la diestra de Ruíz se infló como un
montgolfier y subió hacia el techo del carruaje—.... colocar vigías a mil quinientos metros de
altura, conectados al estado mayor con un novedoso cable telefónico. Es un poco frío, nada
más...
—¡El señor jefe de la primera división naval! —vociferó
el centinela en el embarcadero —¡El señor jefe de la segunda división naval!
Se despidieron de Ruíz en la orilla.
He ahí la “Independencia”: rodeada de planchas de viento chirlatada de prisa, al seco
mientras estalla la guerra, el más grande blindado del Perú no podrá combatir antes de tres o
cuatro semanas.
—¡Vaya, si es Palacios! —se alegró Grau.
—Un placer verlo, mi comandante —el teniente 2° enrique Palacios salta a tierra, lleva su
diestra a la gorra, sonríe: estaba de vuelta, señor. de nuevo en servicio, señor. los capitanes de
navío le dan la bienvenida. Palacios había combatido contra los españoles en Abtao, en 1866. por
su valor, enrique Sixto Palacios y Mendiburu ascendió a alférez de fragata a los dieciséis años de
edad. el general prado nombró después jefe de la marina de guerra del Perú al almirante
norteamericano William Tucker. quería reorganizar la escuadra y enviarla a liberar filipinas. los
comandantes Grau, García y García, Montero y Ferreyros se sublevaron con sus buques surtos en
el entonces aliado puerto de Valparaíso. a todos los oficiales que secundaron el levantamiento los
echaron del servicio. Palacios se dedicó a los negocios de su familia. era hombre acaudalado
cuando reingresó a filas tan pronto chile ocupó Antofagasta. además de renunciar a su sueldo de
teniente 2°, contribuía con cien soles mensuales a los gastos de la guerra. lo asignaron a la
“Independencia”. ¡ahora llevó el timón de la chalana hacia el dique flotante y guio a los
comandantes por el ruidoso laberinto que rodea a! blindado en reparación. esquivaron chispas de
soldadura que caían de las nuevas cubiertas. del otro lado del casco, una grúa izaba el flamante
cañón vavasseur de 150 a su emplazamiento en proa. atento a la maniobra, el capitán de navío
Juan Guillermo More no vio llegar a sus camaradas. sólo cuando la pieza descansó en su colisa y
los marinos a cargo del dique lanzaron sus sombreros al aire, More soltó un bufido de alivio, se
volvió mojado en sudor y casi tropezó con Grau.
—Pasado mañana, al agua —sonrió. No se separaba de su buque desde hacía tres semanas
—No tengo tripulación.
—Cuenta con Wilkins —tendrá Grau que trasladar veteranos del “Huáscar” al segundo
blindado de su división. Con nuevas calderas inglesas y cañones rayados en caza y retirada, la
“Independencia” podía resultar tan valiosa como la capitana. Wilkins es experto ingeniero —
Ojalá haya tiempo de ejercitar la artillería. Los comandantes se miraron con preocupación.
More señaló un destartalado edificio con techumbre de hojalata, cerca de la playa.
—Les invito una cerveza. Después paseamos las obras.
—¿Cuándo pruebas calderas? —Grau se exasperaba. Casi un año sin contar con la
“Independencia” y en Chile preparaban la agresión.
—El miércoles... si consigo gente.
—¿Está aquí el comandante Grau?
—¡Presente!
—Buenas tardes, señor —el alférez Guillermo García y García saltó del bote al dique —
Telegrama urgente, mi comandante.
—¿Cómo estás muchacho? —saludó su hermano Aurelio.
—Muy bien, señor —el alférez se acaba de casar.
Grau leyó dos veces el mensaje.
GUERRA DECLARADA PROCEDA SEGUN ORDENES
DEL SOLAR.
Estado de guerra
Batalha y Finch no se movieron de la vereda durante diez minutos. Avanza la noticia de
puerta en puerta, a saltos por los balcones. ¡Los chilenos al ataque! ¡La paz ha terminado! Salen
mujeres, hombres en peligro de muerte extraordinaria, agrupados por instinto en batallones
vecinales, pronto atraídos por el poder que sesiona en secreto tras las once ventanas del palacio
presidencial. A la sombra de malolientes portales, lentamente se espesan manchas de multitud:
mendigos con mendigos, poderosos con sus iguales, extranjeros por naciones, todos al acecho de
carruajes que se detienen, que parten de la sede del gobierno. La chusma se agitó por
Desamparados. Pronto no quedó un rincón disponible en la plaza. Vestidos de serio aparecen
zambos de Santoyo y el Tajamar indagando si el General los necesita. ¡Oiga, don Usted! ¿verdad
que estamos en guerra? Titubeo la saciada euforia de Lima. ¡Los chilenos al ataque! ¡zarpan los
monitores! ¡Reorganizan el Estado Mayor! ¡General Juan Buendía nuevo jefe del Ejército! Ayer
nadie dudaba de la guerra. El país está desarmado y sin fondos. En la noche prevalecieron voces
a nombre del sentido común. Perú se esfuerza por mediar entre Chile y Bolivia, tengan calma.
No se atreverán. Así fue como los limeños se acostaron tranquilamente. Y de pronto, la guerra.
Finch vio ansiedad y furia en los rostros asomados al balcón del Hotel Cardinal. En la plaza
irrumpían los universitarios vivando al Perú.
Atareados capitanes atajan a caballeros de tarro y pantalón listado en la puerta del palacio.
Hoy es imposible pasar tarjeta, fuera. El señor presidente no recibe. El señor presidente está
reunido con sus ministros. Más tarde el señor Presidente Hablará al pueblo.
—¡Finch! ¡Oiga, Finch! —cerca del palacio oyó la voz del doctor Olavegoya, ex-agente
confidencial del gobierno en Londres. Fue a su encuentro abriéndose paso a codazos —Lo estoy
buscando desde temprano. Finch, ¿dónde se escondió?
—Fui al Callao —el corresponsal trotó junto a Olavegoya a través de la plaza.
—La escuadra no tiene carbón.
—Tonterías, Finch, estamos repletos del mejor carbón inglés —su mirada comprobó la hora
en el reloj de la Municipalidad de Lima, abrumada por pacientes buitres de ciudad
—Las cosas van bien, Finch. No deseamos la guerra, pero...
—Tengo informes desalentadores sobre el ejército boliviano.
—¿De veras?
Sí Finch mostró los dientes —No existe.
—¡Qué chistoso es usted, Finch! ¿Así que el General Daza ha inventado cuatro divisiones?
—Es probable —se obstinó Finch. En la Legación de Estados Unidos saben que Los aliados
del Perú nunca han manejado un rifle moderno. Se encogió de hombros —¿Usted confía en
Daza?
Olavegoya empujó a los lerdos que obstruían la bocacalle. No contestó.
—¿No cree que un general peruano debe inspeccionar el ejército aliado antes de contar con
cuatro divisiones para la guerra? —insistió el periodista.
—¿Usted trabaja para el “Herald” o le paga “El Mercurio”? Finch? —por Bodegones llega
un gentío cantando el Himno. El corresponsal lo contempla pasar desde otra edad andrajosa,
maloliente a gangrena. ¿Cuántos volverán de las batallas? Olavegoya se impacienta: ¡No se
quede ahí Finch!
Lo alcanzó en la puerta del Hotel Maury. Han desaparecido botones y hasta el conserje. Un
humazo a tabaco habanero acometía desde el bar donde descorchan champaña y brindan por la
victoria. No hay mesa, alcanza a decir un mayordomo. En el comedor rojo, de pesadas
cornucopias y espejos, Hablan a gritos. Olavegoya sorteó entremeses y petitsfours en busca del
solitario consejero Soyer.
—¡Qué bien, encontró al señor Finch! —interrumpe la riñonada fragante a vino, chasquea
dedos llamando al sirviente, ofrece asiento —Se han vuelto locos, escúchelos. Todos se sienten
generales.
—Y a lo mejor, son —raposeó Finch recordando que había veintiséis de brigada y división
para mandar a cuatro mil soldados.
—Servido, señor Finch —el consejero tardó en apreciar el comentario. Un cercano vozarrón
informa que carecemos de ametralladoras, que existe una que envió Estados Unidos para
demostración, que hace cuatro años los yanquis querían vender, que no compramos, que hasta
esa ametralladora se ha perdido.
—¿Un aperitivo, señor Finch?
—¿Es verdad? ¿ni una ametralladora?
—Me parece que tenemos cuatro, señor Finch. ¿Qué se sirve?
—Cerveza, por favor. Imagino que la guerra está declarada.
—Sí, señor Finch. El ministro chileno Godoy entregó la nota de guerra a la una de la tarde.
—¿Hoy?
—Hace un rato.
—¿Y usted, señor Finch? —se inclinó un mayordomo a tomar la orden. Salchicha de
Oxford. Papas a la sidra. Ensalada. Otra cerveza. Y después compota.
—¿Por qué no aceptaron el pedido de neutralidad?
—Primero Chile debe explicar por qué ocupó el litoral boliviano —el consejero no ha
dormido dos noches, pidió una taza de café fuerte.
—Y ahora nos acusa de pasar armas a Bolivia —resopló Olavegoya —¡Nada menos que
cinco mil rifles!
—Me interesa el tratado —el corresponsal abrió un pequeño cuaderno de notas —¿O
todavía es secreto?
—Fue dado a conocer a la cancillería chilena el 31 de marzo.
—No es justo que Chile nos acuse de hostilidad preconcebida por la alianza con Bolivia —
se acaloró Olavegoya —Desde 1864 ha querido firmar un tratado parecido con Ecuador.
—¿Para mí? —Finch miró ávidamente un sobre que le mostraba el consejero Soyer
—Lo puedo enviar por cable hoy mismo.
—Se dará a conocer mañana, simultáneamente en Lima y La Paz.
—Según los chilenos es la verdadera causa de la guerra —Finch embadurnó su almuerzo
con violenta mostaza de Dijon —¿Por qué lo esconden?
—Perú y Bolivia nada más se obligan a rechazar la agresión de cualquier otro país —la
copia traducida al inglés cruje en grueso papel con el escudo del Perú —No contiene agravio o
amenaza contra determinada nación. En pocas palabras, las partes contratantes se comprometen a
defenderse recíprocamente del ataque de un tercero. Y su artículo octavo estipula que antes de
declarar la guerra, han de usarse todos los medios conciliatorios. siendo preferible el arbitraje de
una tercera potencia. Es un tratado esencialmente condicional. ¿Cómo puede darse Chile por
aludido?
Finch recogió el sobre. Antes de que pudiese echar un vistazo al documento.
Batalha se acercó a la mesa.
—Hola, Ernie.
—Informan a Saint-John que los chilenos se acercan —susurró al oído del corresponsal
—Se dirigen a Iquique.
Soyer alzó las cejas. En ese momento resonaron las Grandes campanas de la Catedral.
También los convenlos de La Merced y San Francisco tocaron a rebato. Cuarenta y cinco
campanarios se mecieron convocando a la población. Desde que el General San Martín proclamó
la Independencia no se había escuchado campanear como esta tarde. ¡Salgan de sus casas!
¡Estamos en guerra! Los campanazos sacudieron el elegante comedor del hotel y un tropel de
caballeros derribó quesos y petits fours ganando la calle. Por Bodegones ya desfilaban de a ocho
en fondo, tomados de los brazos, cantando el Himno. No se detienen en los portales. Avanzan
hasta el palacio, apretándose bajo la ventana donde despacha el General Prado, A pie, en
carromatos, sobre tranvías de encabritadas mulas se apura la musculosa muchedumbre trajeada
con harapos de amotape, desdentada y chillona, blandiendo garrotes y cuchillos. Llaman las
campanas a defender y defienden los ángulos y las piedras y los soportes de la ciudad cebada de
ellos y necesitada de ellos. La neblina, la haz, las montañas, el viejo río, dos árboles, las cosas
peligrosas. Los universitarios se abrían paso con una chamuscada bandera victoriosa sobre
España el 2 de mayo de 1866. Como si algo más que los bronces Hablaran, un lamento a la vez
triste y poderoso, el vasto campanear expulsó de sus casas a los ciento treinta mil habitantes de la
ciudad.
La hora más negra
Un mugido entró al palacio. Desde el salón del Consejo, el General Prado miró a la multitud
vociferante bajo el campanear que no descansa. Cuatro meses atlas asesinaron por la espalda a su
aliado Manuel Pardo. Mientras se acaba la paz, el Congreso le ha negado fondos para modernizar
un ejército de apenas cuatro mil hombres. Las aduanas del país están hipotecadas a prestamistas
extranjeros. Por ahora no hay sino fusiles viejos, buques, lentos, cañones casi inservibles para
enfrentarse al enemigo. El General contempla el cielo agrisado de las cuatro de la tarde, la hora
más negra de la república. Compuso el uniforme. Parecía estirar todo su cuerpo en demanda del
tamaño que le atribuía el pueblo. El héroe del 66, el vencedor de España apenas consigue dormir
a ratos desde hace diez días. Las balas nunca lo habían asustado. Pero una angustia diferente,
algo parecido al presagio de una catástrofe al fin inevitable agarrotaba sus miembros. Casi gruñó
arrancando hacia el balcón del palacio. Gravemente lo siguieron sus ministros.
—¡Viva el Perú!
—¡Viva Prado!
—¡Muera Chile!
A gritos pedían verlo desde hace media hora. Se escuchó un largo aplauso cuando una a una
callaron las campanas.
—¡Bien, pueblo de Lima, bien! —el General mostró los puños. Mira el tiempo no escrito
delante suyo el vacío que debe poblar deshechos y de muertos. Su voz tronó —Se nos ha
declarado la guerra cuando abogábamos por la paz. Se nos ha declarado La guerra porque
mediábamos en favor del débil... ¡está bien! Hicimos cuanto era posible para preservar la paz.
Ahora haremos cuanto sea necesario para ganar la guerra...
Lo interrumpió el mugido: ¡Viva el Perú, muera Chile!
—.. el Perú la acepta con orgullo. En medio de su crisis económica y fiscal, tiene
abundantes recursos para hachar sin tregua hasta alcanzar la victoria. ¡En medio de su prudencia
y de su amor no desmentido a la tranquilidad de América, posee la energía necesaria para
sostener incólumes sus derechos y su dignidad, y han querido guerra y guerra tendrán!...
—otra vez rugió la multitud
—¡pero guerra tremenda, guerra terrible como corresponde a la magnitud del agravio
recibido!
—la plaza estalló en vivas al Perú y a su presidente
—¡Jóvenes! ¡id a llevar a todos los rincones la noticia de que el Perú ha sido ultrajado, id a
decir a todos los peruanos que han de ponerse en pie para anonadar al enemigo, id a propagar el
fuego de la Patria!
Ahead, all steam on!
A las cinco de la tarde la falúa con ocho remeros atravesó las aguas de Chucuito al
encuentro del “Huáscar”. A ratos cabrillea el océano y olas delgadas rompen contra la escollera.
También. La “Pilcomayo” levantaba presión.
Comandante a bordo. Después de siete años, hasta el viejo monitor reconoce su voz. Olfatea
el mar, las distancias: el señor Grau no percibe tufo enemigo en el horizonte, sólo el propio,
inconfundible hollín subiendo en espirales por la chimenea del “Huáscar”. Saluda al pabellón, a
los jefes. Estamos en guerra, señores.
—Señor Otoya, el teniente 1° Rodríguez se encargará del timón de combate —mientras
dicta sus órdenes, el jefe del “Huáscar” inspecciona aseadas las bocinas, va hasta el combés y
desde allí aprueba el chato y poderoso aspecto de su pequeña nave—¿Quién. está al mando de la
Guarnición?
—Capitán Mariano Bustamante, Batallón Ayacucho. Y capitán Manuel Arellano, Columna
Constitución, señor.
—Que formen en toldilla. El teniente 2º Jorge Velarde se desempeñará como mi oficial de
señales.
—Sí, señor.
Nos vamos. Levanten falcas. La tripulación compone sus petates. A ratos el viento arrastra
por la bahía un rumor a campanas. Alcanzan a ver una multitud apretujada por la escalera y atrás
el puerto con sus reservorios de carbón y sus locomotoras, sus fuertes desguarnecidos, los
bosques de Bellavista. las dispersas endebles chozas de La Legua y en la distancia azul,
anocheciendo entre los cerros, la ricachona y carnicera Lima con su coraje a prueba definitiva.
Antes de pasar a toldilla, los ojos de Grau parecieron felicitar el estado de su esbelto cajón dé
acero que apenas sobresale metro y medio por encima del agua.
—¡Atención!
El jefe del monitor contestó el saludó de los capitanea Bustamante y Arellano.
—¿Qué tal punterías tienen sus voluntarios, señores?
—Son tiradores escogidos, señor —contestó Bustamante.
—También mis buitres, señor —-Arellano sacó pecho.
—¿Han practicado?
—Dos días, señor —dijo Arellano —Quemaron cien cartuchos por cabeza.
Grau revistó primero a los rifleros del “Ayacucho”. Se detuvo ante un jovencito.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Francisco Gutiérrez, señor.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete, señor.
—¿Y tú, muchacho?
—Mariano Zegarra, señor.
—Me parece que no tienes edad de ser soldado.
—He cumplido dieciocho, señor —mintió: tenía quince.
—Guillermo Berríos, señor.
—Anacleto Alarcón, señor.
Un joven larguirucho llamó la atención de Grau en las filas del Batallón Ayacucho.
—Francisco J. Retes, señor. Veintidós años, señor.
—¿Grado de instrucción, soldado Retes?
—Colegio completo, señor.
—¿Se da cuenta que puede aspirar a oficial del ejército?
—Estoy bien en el “Huáscar señor.
—Es primo de Heros —murmuró Otoya al oído del comandante.
—Muy bien, señores —se dirigió a los capitanes de su infantería de marina —Bienvenidos
al “Huáscar” y que todos cumplan con su deber.
Subió al puente.
—Ordene a la “Pilcomayo” seguir mis aguas —Grau parece distraído en la lejana visión de
Lima adormeciéndose contra los cerros.
—Steam is on! —por la manguera se oyó la gruesa voz del jefe de máquinas.
Nubes tostadas pasan en Columna entre las islas y el puerto, echando sombras encima del
monitor.
—Pressure, twenty. pounds! —subió la voz de mister Wilkins.
Desde la cala al puente, una trepidación animaba al “Huáscar”. Otoya inspeccionó la aguja
de marear y los guardines. Por toldilla desaparecían arbotantes y pastecas.
—Ahoy, mister Wilkins —el capitán de fragata Ramón Freyre convocó al ingeniero.
—¡anclas, anclas!
Clausuraron escotillas, la caja de bombas. —I want to run this ship with utmost speed —se
oyó al comandante —By fair or foul, mister Wilkins. —A ye aye —gruñó el jefe.
Otra vez su mirada buscó la ciudad distante. Hasta mañana, Doloritas.
—¡Avante! —ordenó.
Y luego:
—¡a toda máquina!
—Ahead! All steam on! —gritó el comandante Freire.
Un grueso humo negro-brotó de la chimenea. También la “Pilcomayo” cortaba las aguas.
Impasibles escuchan subir las maldiciones de Wilkins por el tubo de órdenes.
—All steam on, you bloody poltroons Lets make happy those harlots ashore, damn it! —
después informó al puente con su fuerte acento de Liverpool—: Full pressure, sir!
Volaban por la bahía del Callao.
—¡Viva el “Huáscar”! —gritó el contramaestre Dueñas.
—¡Viva el comandante Grau! —replicó el fornido marinero Aparicio Robles.
El monitor estalló en hurras.
Grau es una sola substancia con su buque. A toda máquina se opera el prodigio: el
comandante le arranca atrevidas maniobras como si nada más fuera uno prolongación de su
organismo. Evolucionó en derredor de la más lenta cañonera “Pilcomayo”. Cuando se pegaron a
tierra, mandó izar su pabellón y saludarlo con una salva de sus cañones de trescientos. Cinco mil
personas aplaudieron el disparo desde la cascajosa ribera.
Esquivaron las islas, de proa al chamuscado atardecer. Las seis: hora de comer. Pero Grau
siguió en el puente, como ante un mar desconocido. Por un cielo violáceo apareció la luna. Cerca
de su redonda faz blanca, el jefe de la división descubrió el brillo persistente de una estrella.
También Freire se sorprendió.
—Nunca antes había visto algo parecido —dijo.
—La estrella cinco —murmuró Grau.
El mayordomo Pineda trepaba al puente a preguntar si puede servir. Miró la luna y reprimió
una mueca.
—Los japoneses la conocen como la estrella cinco —habló el comandante.
—Desgracia —dijo el mayordomo —Ella siempre anuncia desgracia.
—Así creen en Oriente. La estrella cinco sólo avisa catástrofes, Grau la miró sin temor—
Tampoco yo la había visto. El espolón del “Huáscar” deshace Grandes tumbos negros.
—Rumbo ciento cincuenta —ordenó Grau. Sopló sus manos. Al norte. Hoy no buscaban
pelea.
Iquique, 5 de abril
—¡Buques a la vista!
—... ¡viiista!
La voz de alerta y el toque de corneta recorrieron el morro de Iquique a las diez de la
mañana. Diecisiete mercantes neutrales están en la bahía. Desde ayer no hay noticias de la crisis
internacional. Don Carlos Richardson, gerente de la Compañía Salitrera de Tarapacá y coronel
jefe de la Columna Naval, pidió su catalejo. Dos vapores se acercaban por el sur. Mojado en
sudor, observó a sus playeros que abrían fosos y amontonaban sacos de arena en las trincheras.
En el muelle Barrenechea se detuvo el pescante a vapor. Cesó la descarga en el muelle
Gildemeister. La corneta del morro paralizaba al primer puerto salitrero del mundo.
—¿chilenos? —indagó el subteniente abanderado Meléndez.
—No se ve —gruñó el veterano. Había sido segundo jefe de la Columna Constitución en
1866. Aquella vez tenían con qué defenderse. Miró desolado a su propio batallón sin armas. No
hay un solo cañón en Iquique. Despachó un mensajero a la Prefectura. Alfonso Ugarte no está.
Partió temprano a La Noria, a organizar la Guardia Urbana.
—Esperemos un rato. Y abran bien los ojos.
Largo azul en busca de tierra, la inmensidad chisporroteaba en la cabeza de los vigías. Al
norte de Iquique. aquella isla en verdad es un arrecife cubierto por una montaña de guano
escarbado desde hace veinticinco años. El Prefecto Justo Dávila y el capitán de puerto Salomé
Porras subieron a las atalayas. A las once menos veinte, un vigía señaló el norte.
—¡Buques a la vista!
Contaron tres humos. Acaso sean peruanos.
—¿Ordeno zafarrancho?
—Todavía, todavía —Dávila gobierna el departamento de Tarapacá, una ciudad, catorce
pueblos, diecisiete aldeas, treintidós caseríos y sesentitrés haciendas en las que habitan 13,988
mujeres y 28,014 hombres: seres dispersos por la indefensa costa sin agua o en los bordes del
temido Tamarugal, la inmensa llanura sin sombra que al sur del río Loa, línea fronteriza con
Bolivia, se funde con el vasto desierto de Atacama. Ese casi infinito horizonte salpicado de
piedra pómez y basaltos arrojados por antiguos volcanes y arrasado por torbellinos al caer la
tarde, es el más importante yacimiento de nitratos en el planeta: el botín de guerra, por ahora.
—¡Acorazados chilenos!
—¡Corneta, reunión! —vociferó el Prefecto.
Aquel limpio sonido galvanizó a la ciudad. Nada volverá a ser lo mismo.
Desde que Chile ocupó el litoral boliviano, casi todos en Iquique reciben instrucción militar,
aunque sin rifles: marchas y contramarchas, el lenguaje de Órdenes de batalla se enseña a
escuadrones, apenas armados de garrotes. Richardson organizó la Columna Naval. Sabe que hay
armas en la aduana y que sólo el Prefecto puede autorizar su entrega a los voluntarios. Pero el
coronel Justo Dávila fue a encerrarse en su despacho. Sus ayudantes informan que hay 9,000
toneladas de carbón en el almacén fiscal o consignado a casas comerciales. Cincuenta enfermos,
casi todos de disentería, ocupan las camas del Hospital. Ordenó economizar combustible,
reservando carbón sólo para las cinco máquinas destiladoras de agua o para las locomotoras que
viajan a La Noria y a las estaciones salitreras del interior.
—¡Señor Dávila, entréguenos armas! —se malhumoró Richardson.
El ejército de línea y los gendarmes encerraban chilenos en un edificio municipal. ¿No hay
noticias de Lima? Nada. Se aproximó a la ventana: la escuadra chilena se agrandaba frente a
Iquique. ¡Dos acorazados y tres corbetas! Las cinco máquinas de agua están en la ribera. Si las
destruyen, don Carlos, ¿Qué haremos? ¿Morir de sed? Entonces dictó otro cablegrama a Su
Excelencia el presidente: Buques enemigos a la vista.
—Muy bien —ordenó al fin —Repartan rifles y veinte cartuchos a cada voluntario.
—¿A todos, señor?
—Columna Naval y Guardias Nacionales.
—De inmediato, señor.
Subteniente abanderado: a traer la bandera. Al llegar a casa, el joven Meléndez tropezó con
su padre que salía abrochándose el uniforme. Nada más le acarició el rostro. Don Manuel
Meléndez ha cumplido 56 años. La vida no ha sido muy generosa con él. Cierto, es caballero
respetado. Guardó cuatro meses de silencio cuando la peste amarilla fulminó a su esposa. Tenía
cuatro hijos y dos han muerto. Su hija Aurora casó con un comerciante chileno y reside en
Valparaíso. En esta antigua casa en la que a ratos se pierden, nada más viven padre e hijo. Por fin
ha llegado la hora de separarse. El viejo es segundo jefe de la Columna Naval. A los diecisiete
años, Joaquín Meléndez es abanderado del Batallón N.º 1 de Guardias Nacionales de Iquique.
¿A qué van a venir los chilenos? A invadirnos, bufaba el telegrafista Urrutia. A reventar
Iquique a bombazos. ¡Cinco buques! ¿Cuántos cañones contra ninguno? Antes de desplegar la
bandera de su batallón, llegó jadeando el joven Meléndez.
—¡Mensaje para La Noria, don Misael! ¡Avisen al señor Ugarte! ¡Los chilenos llegaron!
Ya lo sé, claro, murmuró el telegrafista. El mensaje voló por sus manos al interruptor
eléctrico. De Iquique a las salitreras hay 177 kilómetros de ferrocarril. En la estación de La Noria
sólo viven 25 obreros. Pero allí cerca están los yacimientos de Pozo Almonte, Argentina, Peña
Chica, Peña Grande y Cocina que exportan casi cuatro millones de quintales de Nitratos al año.
Ugarte organizaba a los obreros en compañías de Guardia Nacional. Mientras espera respuesta,
el joven Meléndez contempla la línea del ferrocarril que 180 metros encima de la ciudad cruza
arenosas ondulaciones para desaparecer hacia el interior a seis kilómetros de aquí. Se acercan los
buques enemigos.
—¿Qué ocurre, don Misael?
—Lo estarán buscando, muchacho.
Podría encontrarse en algún lugar de Europa, en Londres tal vez. A los treintitrés años,
Alfonso Ugarte es uno de los peruanos más ricos de Tarapacá. Hasta 1861, su familia vivió en el
interior del departamento, al pie de verdes serranías, en su hacienda que abarca casi toda la
pequeña quebrada de Aroma. Muerto su padre Narciso Ugarte, lo enviaron a estudiar a colegios
ingleses de Valparaíso. Su madre Rafaela Bernal se estableció en Iquique y casó con un
acaudalado alemán llamado Jorge Hilliger. Diez años atrás Alfonso Ugarte volvió a Tarapacá a
encargarse primero de la hacienda y de la gran casa de comercio de su padrastro después. No
huyó cuando al terremoto de 1869 siguió la peste. Organizó auxilio y hospitales. Gracias a su
ingenio, Hilliger no quebró cuando se expropió las salitreras en 1872. A Ugarte lo eligieron
alcalde. Presidía la Beneficencia Pública. Abordaba el vapor inglés “Sorata” con su familia a
tomar largas vacaciones en Europa y una hora antes de zarpar se confirmó la noticia: Chile ocupa
por las armas el litoral boliviano. Ugarte ordenó desembarcar su equipaje. Esa tarde convocó a
los ciudadanos en el teatro. El senador suplente Manuel de la Torre y el joven diputado
Guillermo Billinghurst secundaron el llamamiento. Ya existían tres grupos de milicianos: la
Columna Naval, la Columna de Honor integrada por los ricos y la Columna Boliviana. Ugarte
convenció a quinientos tarapaqueños para organizarse en un verdadero cuerpo de ejército. Doce
mil soles cuestan arreos y uniforme». Los puso de su bolsillo.
ENTERADO.VUELVO DE INMEDIATO.
UGARTE.
—Mire: son el “Blanco Encalada” y el “Cochrane” —dijo Salomé Porras —Mi deber es
abordarlos. Dávila recibió el anteojo y observó los blindados enemigos.
—¡Son enormes!
—Sí, don Justo. Son más Grandes que los nuestros.
En ausencia de Ugarte, el segundo jefe La Torre reunió a los Guardias Nacionales de
Iquique en el Teatro Nacional. Allí repartieron viejos Chassepot de aguja y Cartuchos. Se
sucedían discursos.
—¡Hay que hablar menos! —casi gritó el joven Meléndez-
El batallón formó en la Plaza de la Aduana. Cornetas y gruesos tambores de guerra ritmaron
su marcha hasta la ribera. En la Bodega del Morro, también Richardson arengaba a los suyos.
Dos mil chilenos abandonaron Iquique en las últimas dos semanas. A los que se obstinaron
en quedarse, los internan ahora en desiertos almacenes o, si viejos amigos, los dejan salir en
botes al encuentro de su escuadra o de mercantes neutrales. Quienes ya viajaron, han de haber
proporcionado excelente información sobre este punto al llegar a Valparaíso. Pero los acorazados
se aproximan como temiendo una sorpresa. Reconocieron la isla de Cuadros, cerciorándose de
que no hay fortines que disparen a retaguardia. Después sus cañones apuntaron a Iquique. Nadie
retrocedió. Cientos de banderas peruanas se agitan sobre la población. Mujeres y niños esperan
en las terrazas o se atreven hasta los muelles. A las tres, cuando el enemigo se acercó a un cuarto
de milla, los defensores llegaban a mil quinientos. Con pausado andar entró por delante la
corbeta “Esmeralda”.
La siguieron las corbetas gemelas “0’Higgins” y “Chacabuco” en fin, avanzaron los
blindados.
Vestido con su antiguo uniforme de capitán de corbeta, don Salomé Porras abordó una falúa
y salió resueltamente al encuentro del “Blanco Encalada” que enarbolaba la insignia del jefe de
la escuadra. Hay una sonrisa cachacienta en los rostros que asoman por las cubiertas chilenas.
Fusileros navales repletan el blindado. De inmediato llevaron a Porras ante un hombre de faz
avinagrada. Reconoció al contralmirante Juan Williams Rebolledo.
—Debo protestar, señor, por la amenazante presencia de sus navíos y exigir —empezó
Porras su discurso.
—¿Quién es el jefe de la plaza? —el chileno ignoró sus palabras.
—El Prefecto de Tarapacá, coronel Justo Dávila.
—Pues dígale que cumpliré al pie de la letra la comunicación que en breve le será entregada
por un oficial de mi escuadra. Ahora puede retirarse. Porras regresó consternado.
Casi detrás de su falúa avanzó a tierra una lancha del “Blanco Encalada”. En lugar visible,
con uniforme de parada, podía verse al capitán de fragata Arturo Prat. Ayudante del poderoso
Rafael Sotomayor, Secretario General de la Marina de Chile, traía en un gran sobre lacrado la
comunicación de Williams Rebolledo. En Iquique, nadie ha tenido tiempo de almorzar. El joven
Meléndez tampoco se acuerda de la sed. Su caballo-y él: ambos mojados por el sudor mientras el
océano chapotea mansamente a sus pies. Muchas veces se ha detenido en este lugar a contemplar
la caída del sol, el ancho atardecer rojo de Tarapacá. ó a pensar en Dios, a imaginar a su madre, a
echar piedras en la superficie azul, a inventar cosas del futuro. La lancha chilena eligió el muelle
inglés. El comandante Prat lleva el cabello corto, la barba negra bien recortada. Echó una mirada
a la multitud. En toda la ciudad nadie pronunció palabra. Recibido con el silencio universal, Prat
subió catorce peldaños. Con los remos en alto esperaban sus doce marineros.
—¿El señor Prefecto del Departamento de Tarapacá? —preguntó el comandante.
Un playero señaló el edificio de la Prefectura. Se acercaba el mayor Manuel Loayza.
—Puede seguirme, señor —dijo el peruano.
—Muy amable, señor —respondió en enemigo.
Destino: Tarapacá
La primera noche de la Guerra del Salitre sorprendió al vapor “Chalaco” en esforzada
navegación a la altura de Islay. Después de cenar con los jefes de la División La Cotera, el
capitán de fragata. Manuel Villavicencio subió al puente. Su vapor avanza a casi diez nudos,
ajustadamente a flote cargado como está: conduce dos batallones de infantería, una brigada de
artillería dos piezas de a 100 y dos de a 250 para fortificar Arica municiones y armas ligeras para
el Ejército del Sur, además de provisiones y hasta zapatos para la tropa de Tarapacá. Había
zarpado del Callao a Las tres de la mañana del dos de abril. Media hora antes de levar anclas, el
General del Solar explicó que acaso la escuadra chilena intente apresar el buque en alta mar.
Según el señor ministro, estrategas enemigos querían empezar la guerra apoderándose del
“Chalaco, sus mil dos cientos soldados y toda su artillería. Hasta Islay, Villavicencio prefirió
navegar a veinte millas de la costa. Ahora se pegó a tierra. Había calculado hacer las últimas
ochenta millas bajo el sol, a toda máquina por aguas que él conoce a ciegas. Cubierto con un
chubasquero acaricia sus bigotes casi rubios mientras instruye al segundo jefe. Si cae el
“Chalaco” el país también perdía dos de sus siete batallones de línea. Sin los cuatro cañones y las
bombas que transporta en sus bodegas, Arica no podrá defenderse. A bordo se ignora que la
guerra empezó al mediodía. Villavicencio prefiere suponer que la escuadra de Chile lo quiere
hundir.
Casi no hay espacio para sentarse. La tropa se amontona en las bodegas. Los oficiales deben
turnarse para usar literas en la segunda cámara. Quienes ya han dormido, suben a cubierta a
estirar las piernas y a mirar la oscuridad. El “Chalaco” navegaba sin luces.
—¿Escuchas? —un escalofrío sacude al subteniente Delhorme.
—Parecen rompientes —opina el teniente Del Castillo. Golpeado por el viento intentaba
encender un tabaco. Al fin lo consiguió.
—Vamos raspando la costa —se quejó Delhorme. Ese comandante se portaba como un loco.
El niño-héroe del 2 de mayo de 1866. que arrancó una espoleta a la enorme granada española
caída en la arena a unos pasos del General Prado, se ha convertido en oficial de artillería.
—No tienes que ser valiente toda la vida —advirtió Del Castillo. Le lleva dos años. Se
conocieron en la Escuela Militar, reorganizada en 1872. Al teniente de 22 años se le cree el
mejor artillero del país. Pese a su juventud es un notable matemático —El miedo existe, supongo
que lo sabes.
—Sí claro. Tengo miedo de naufragar —confesó el otro con los ojos clavados en la oscura
baba marina.
—¿Qué hará si los chilenos están en Arica? —se interesó el General La Cotera.
—Escapar —replicó Villavicencio. La verdad, no sabía cómo lograrlo. Ni siquiera sospecha
cuál será la posición del enemigo.
—Vamos cargados —se preocupó Delhorme.
—Sumergidos hasta los tambores —La Cotera sabe que el “Chalaco” no puede maniobrar
como Villavicencio quisiese: la línea de flotación ha desaparecido bajo el agua.
—Algo me dice que llegaremos bien —sonrió Del Castillo chupando su habano.
—Al caer la tarde veremos Arica —informó Villavicencio —Quince a estribor.
—Primero desembarca la infantería -resumió el coronel Ramírez de Arellano, jefe del
Batallón Puno N.º 6.
—Irás a tierra por delante.
El coronel Remigio Morales Bermúdez estuvo de acuerdo. Mandaba el Batallón Lima N.º 8.
—Después van las municiones y la artillería. Si es posible continuar viaje, me trasladaré a
Pisagua.
—Parece un buen plan —convino el General La Cotera.
—Una tontería —concedió Delhorme —No le tengo miedo al agua... es miedo a la
oscuridad.
—No, compañero. Es miedo a la muerte —Del Castillo le palmeó el pescuezo —Y no hay
más remedio que morirse.
—A lo mejor es como una vacación —ahora Delhorme rió —Es que yo no me he fatigado
de vivir. Podría cumplir cien años sin aburrirme.
—No sé —Del Castillo arrojó el mascado resto de su habano al mar —Dicen que después de
cierta edad, todo se empieza a repetir.
—¿Café, mi comandante?
Villavicencio escudriñaba la incipiente Haz a proa. El mar parece vacío. Despacio reconoció
la costa gris de Moquegua. Sólo le preocupa llegar con casi devoradas carboneras. Si hay que
huir, apenas alcanzará el combustible para llegar a Mollendo.
El subteniente Delhorme sacudió la colchoneta tibia. Se despojó de las botas para tumbarse
boca arriba.
—¿No puedes dormir? —Del Castillo masticaba una galleta —Creo que estamos cerca.
—Reducimos velocidad —explicó Villavicencio —Quiero entrar a Arica con el sol a mis
espaldas.
Ahora se apartaban de la costa.
—Si han bloqueado Arica, el sol nos dará un rato de ventaja.
—Comprendo —dijo La Cotera.
—Llegamos dentro de media hora —anunció Del Castillo a sus soldados.
Se acercaban a toda máquina, a ras del sol. Villavicencio no se despega del largavistas.
—No hay humos.
—¿Nada?
—Nada.
La tropa se apiña en cubierta, con los rifles cargados.
—A lo mejor no sé declaró la guerra.
—¡Ojalá! —Villavicencio compuso los mostachos. Intuía que ya es imposible sostener la
paz con Chile. Acaso se han cruzado con el enemigo mientras navegaban cerca de las
rompientes. Williams Rebolledo no puede ignorar el estado de la escuadra peruana abrigada en el
Callao.
—Listo, mi teniente —sonrió Delhorme —A dar en el blanco.
—¡El morro! —saludó La Cotera.
—No hay buques de guerra —confirmó Villavicencio. Sin embargo, debe esperar una señal
de tierra. Largó un cohete y ordenó mantenerse a la máquina. De Arica no contestaron.
Rápidamente caía la noche.
—Voy a entrar —anunció el comandante.
A las siete y veinte el “Chalaco" humeo en la bahía. Botes adornados con banderas peruanas
saltan a su encuentro. A los gritos de viva el Perú, viva el “Chalaco” desembarcaron los
batallones de infantería. Toda esa noche descargaron cajas de municiones y alimentos. Playeros
y lancheros instalaban la cabría para llevar a tierra los Grandes cañones de 250. Confirmada La
noticia de la guerra y que la escuadra chilena bloquee Iquique, Villavicencio apuró el trabajo de
bajar pertrechos al muelle fiscal.
Al mediodía del domingo, los oficiales de artillería paseaban el morro cuando el joven
Delhorme descubrió un distante buque de guerra acercándose por el sur.
Toques de corneta se sucedieron hasta que el heliógrafo parpadeó la noticia al puente del
“Chalaco”. Villavicencio mantenía su transporte con la presión al máximo. En cinco minutos
arrancó mar afuera sin haber descargado todavía las piezas de 230. Pero no se aproximaban
chilenos sino la fragata de guerra británica “Turquoise”. El “Chalaco" volvió a la bahía. A las
seis de la tarde llevaron a tierra las piezas de a cien.
Al atardecer del lunes La Cotera preguntó a Villavicencio si se atreve a dejarlo en Pisagua. a
39 millas de la escuadra enemiga. Comunicaban de Iquique que dos naves chilenas se
desprendieron del bloqueo con rumbo al norte.
Debo viajar con el 69 de Líneas y dos cañones por lo menos —explicó el General
—También hay cincuenta caballeros voluntarios de Tacna y Arica que han reunido su
propio armamento.
—Lo llevaré, General —convino Villavicencio —Pero no estaré en Pisagua más de una
hora. Casi a medianoche zarpó el “Chalaco” hacia el sur. A Villavicencio lo preocupa tener aún
en sus bodegas las irremplazables piezas de 250. Pero más liviano que durante la travesía desde
el Callao, ahora su buque volaba a 11.5 nudos. A las siete de la mañana entró es la bahía de
Pisagua, apenas dos horas después que la “Chacabuco” hubiese merodeado el puerto. En 54
minutos desembarcó al 69 de Líneas, a todos los voluntarios, dos cañones de campaña y
municiones de todo calibre. Una multitud cantaba cuando el “Chalaco” humeó de regreso a
Arica. Esa noche el primer cañón de 250 llegó sin novedad al muelle. A la mañana siguiente el
capitán de fragata Manuel Villavicencio había cumplido su primera misión en las barbas del
enemigo. Partió con destino a Pacocha y Mollendo, a cargar carbón y a recoger a un millar de
Guardias civiles llegados de Puno y Arequipa. Otra vez lo esperaban en Pisagua.
Comunicación al jefe chileno
Iquique, 6 de abril Señor:
El señor vice-director de la Sociedad de Beneficencia de este puerto en oficio de hoy me
dice lo que sigue:
“Habiendo organizado la Sociedad de Beneficencia de este puerto un cuerpo de
ambulancias conforme al programa de la Convención de Ginebra de 1864, para atender al
socorro de los heridos que por desgracia debe haber en el conflicto que ha traído a la Escuadra
Chilena a las aguas del Perú, me apresuro a ponerlo en conocimiento de US para que a su vez
lo comunique a la referida Escuadra y a las fuerzas militares de esta plaza, a fin de. que los
miembros de dicho cuerpo sean respetados en vista de la Cruz Roja que los distingue”.
Dios guarde a US.
Justo P. Dávila
Los primeros fuegos en la Guerra del Salitre
El doce de abril clareó ceniciento sobre la costa de Tarapacá. Hasta el mar demoraba en
romper contra el rocoso encierro de Huanillos y sus pestilentes depósitos de guano. Antes de
enfocar su anteojo en la penumbrosa población, el capitán de navío Nicolás del Portal revisó la
ribera. lientamente se reabsorbía el océano, chupando peñas en las que peces pequeños lomeaban
quemados por el aire. A desgano vuelven las aguas en calma, nada más que a llenar la playa. A
ratos se encorva un tumbo como si quisiese engullirse a sí mismo. Olas que parecen inmóviles se
desploman de inmediato en la breve profundidad de la bahía. Desde el puente de la corbeta
“Unión” también el comandante García y García, jefe de la segunda división naval, vigila el
rocoso extremo meridional del Perú.
Los 198 habitantes de Huanillos se encerraron cuando el primer buque de guerra apareció en
esa vaga y temprana atmosfera azul. Pronto un playero reconoció la silueta de la “Pilcomayo” y
la gente bajó a la orilla agitando trapos. Una semana atrás, el pueblo comenzó a morir. Sólo
existía para embarcar guano. Desde que Chile bloqueó Iquique, en Huanillos apenas se detenían
botes con espantados emigrantes en busca de paz. Ningún hediondo velero regresó a cargar
abonos. Escasean víveres, se agota el agua, huyen los prudentes a pie por la costa amenazada.
Acaso la “Pilcomayo” llega a quedarse y Huanillos pueda descansar protegido por sus dos
cañones de 70. Pero las naves peruanas traen prisa. La corbeta “Unión” Ni siquiera entró en la
bahía. Cinco jornadas navegó para merodear la retaguardia naval del enemigo. García y García
se impacientaba por atacar.
Se disolvió la noche y el sol no llegaba. Había amanecido como por fuerza de la costumbre.
Un tiznado vacío ocupa el lugar de demorados calores matinales. En el puente de la corbeta, el
jefe de la división recordó un haz polar de cierto invierno al sur de Tierra del Fuego, así de
inhóspito creció el 12 de abril. Pronto mar afuera y al sur.
El capitán de fragata Antonio C. de la Guerra llevó la “Pilcomayo” a registrar la costa entre
Punta Huanillos y Punta de Arena. La corbeta se desvió a interceptar un paupérrimo falucho.
Arrió un bote para abordarlo. Transportaba ateridos refugiados peruanos rumbo al norte.
Enmudeció ante los fugitivos como si presenciara un desastre. Desmemoriados ojos de niños
contemplaban a su vez al capitán de corbeta Ellas Aguirre. Alto y delgado, tostado chiclayano: es
de los nuestros. Pero esas criaturas tarapaqueñas lloraban como si fuese chileno. ¿Puerto de
destino? Ya nada importa. Lejos. A comenzar de nuevo. A la máquina, con todos sus vigías
observando el horizonte, aguarda la “Unión". En Iquique hay dos acorazados, al menos tres
naves ligeras con pabellón chileno. Informa el del falucho que otros barcos van y vienen de Chile
con pertrechos y órdenes. Después guardó silencio. Los refugiados no tienen nada que contar.
Esperarán que los recoja el viento para subir encostados, achatándose entre bajíos y arrecifes,
lejos de máquinas asesinas.
—¡Humo a la vista! —gritó un vigía.
Vuelva, comandante necesitan. Si es posible, hay que matar. Buena suerte a todos.
Abandonó el falucho a su suerte.
—¡Allá! —señaló del Portal —¡Oeste sudoeste!
—A diez millas por lo menos —gruñó el jefe de la división.
Brilla el heliógrafo dictando nuevas órdenes a los cañones: a toda máquina, navegue a un
cable de la aleta de babor. El capitán de corbeta Juan Salaverry calcula la derrota. Si no cambia
de rumbo, alcanzarán al incógnito vapor dentro de una hora.
La “Unión” ha sido la nave de guerra más veloz del Pacífico Sur. Ahora su esbelto casco de
madera soporta olas contrarias. Los disciplinados fogajes de la sala de máquinas no bastan para
dar alcance al vapor no identificado. Ni doce libras de presión, ni ocho millas por hora.
Recubiertos de polvo de carbón, semidesnudos fogoneros embuten combustible en hornos al rojo
vivo. Hasta el aliento hierve en la inestable sofocación de los fondos. Sisean tuberías, crujen
cuadernas, golpes la hélice cuyo árbol bañan con chorros de aceite. La “Unión” no volverá a ser
el rápido buque que el comandante Miguel Grau trajo de Francia en 1865, a tiempo de intervenir
en el combate de Abtao. Ocho años más nueva, la “Pilcomayo” sobrepasa a ratos el andar de la
corbeta. ¡Más presión! —se huracana García y García. Vamos a estallar en pedazos, está bien,
como usted diga, señor. Devora combustible, se encabrita, arranca la “Unión”. Trece, catorce
libras. En sus mejores días levantaba hasta veinticinco para exhalarse a doce nudos continuos.
—Es la “Magallanes” —informa Aguirre.
Ochocientas toneladas registran la nave enemiga. Y la “Unión” mil ciento cincuenta, Pero
las dos máquinas chilenas con 1,230 H.P. triplican la potencia del buque peruano. La
“Magallanes” está artillada con colisas de 115 y de 70. La “Unión” perdió su cañón cazador
durante el primer viaje desde Europa. Nunca lo reemplazaron. Tendrá que alcanzar al adversario
y cañonearlo por sus bandas con anticuadas baterías de 70. Forman los hombres en cubierta.
—¡Tripulantes de la división! —se oye la voz de García y García- Nos ha cabido la suerte
de formar la avanzada con que la República inicia su defensa contra la injustificable agresión
chilena. Fieles a nuestras tradiciones de cuerpo, correspondiendo a las vehementes aspiraciones
de nuestros compatriotas y llenando el más sagrado de nuestros deberes, nos toca hoy, que los
enemigos se presentan, hacer algo que enriquezca la historia Patria con una página gloriosa. Para
conseguirlo, sólo os exijo que cada cual, en su puesto, desempeñe, como peruano, la labor que le
está encomendada. Así lo espera de vuestra disciplina, coraje y patriotismo vuestro jefe...
Cuatro mil metros.
—¡Viva el Perú!
—¡Fuera tapabocas!
Aguirre comanda las baterías de popa. Anima a sus artilleros mientras calcula cómo lanzar
exactas granadas por encima de olas que los chocan de través, desequilibrando el ángulo de tiro.
Pero la dentada euforia de sus subalternos titubea mientras el enemigo se aproxima a la quebrada
de Iquique sin que consigan darle alcance. ¡Más presión, a toda máquina! García y García patea
cubierta. A 3,000 metros escapa la presa. Catorce, trece libras. Ni viento, ni otra luz que el
resplandor de los hornos, ni otro sonido que escape de viejas calderas: se sancochan los
fogoneros, el ingeniero James Wallace golpea el manómetro, maldice fugas de vapor. El
maquinista Bullack grita que es inútil. todo inútil. La corbeta empieza a romperse. Un poderoso
vaho ampolla manos, lastima miradas. Hace siete años cambiaron calderas en Europa. Costó la
compostura casi tanto como un nuevo buque. Y demoró un año. Pero ya usted ve, mi
comandante: trece, doce libras. Salaverry dirige las baterías de proa. Cargan los doce cañones
Voruz de 70. El jefe de la división ordenó & la “Pilcomayo” que tomara la ofensiva.
A casi tres kilómetros pueden ver al enemigo a su vez acechando la distancia sobre las
turbulentas aguas del timón. Vencido el ángulo de encuentro, la “Magallanes” se pondrá a salvo
corriendo a once millas por hora. Ha de navegar con pañoles repletos de pertrechos.
El comandante del Portal asomó a la sala de máquinas.
—Full speed, you filthy bastards!
—¡Suficiente, suficiente! —contestó Wallace tiznado de carbón —No more, damn it!
—¡Todo reventar! —se quejó Bullack.
—¡Que reviente!
—Aye aye, sir!
De nuevo se encabritó la “Unión” con las entrañas incendiadas. Catorce, quince libras.
Aprovechan titubeos en el rumbo chileno para acercarse. La voz de García y García vuelve a
retumbar por cubierta. Muy bien, valientes. A vengar la injuria. Izaron pabellón de combate
saludándolo con un tiro en blanco.
A 4,000 yardas la “Pilcomayo” hizo fuego. Con el máximo de elevación aulló la granada
vidriando el espacio. Fracasó por seis metros. La explosión pulverizó el mar pegado a la hélice
de babor. La “Magallanes” crujió remecida desde atrás por esquirlas que desollaban su popa.
—¡Treinta grados a babor! —gritó del Portal en el puente de la “Unión”
—¡Fuego!
—¡No sirven! —se enfureció el condestable arrojando al suelo la cacerina llena de
estopines. Se volvió furioso a mirar al oficial.
—¡Usen fósforos! —ordenó Aguirre. No importa el ventarrón, dieron precario fuego a los
Cañones.
—¡Más largo!
—¡Todo a estribor!
Quince, dieciséis libras. Parecía imposible. Agrietado el rostro por un feroz abrasamiento,
calcula Wallace que las tuberías se abrirán por el violento esfuerzo. Sólidas planchas de palastro
empiezan a combarse sopladas por el calor. Primero se rajarán los hornos. Después reventarán
calderas, devolviendo a su tamaño un vapor de otro modo comprimido, forzado a mover pesados
émbolos de acero. En el interior de aquella estufa flotante, el jefe de máquinas creía ver la súbita
luz final que habrá de deshacerlo. La “Unión'9 crepita como si la presión alcanzada fuese de lo
más normal. Wallace frotó el manómetro con el dorso de una mano y leyó: ¡diecisiete libras!
Cabeceó la corbeta peruana recuperando la línea de caza. Ahora se animan los cañones
enemigos. Aulló el primer bombazo encima del capitán de corbeta Aguirre. La “Unión” ofreció
su flanco de babor.
—¡Fuego!
Seis proyectiles hicieron hervir el océano cerca del casco enemigo.
—¡Más largo he dicho!
—¡Roto el eje del cañón número 6, señor!
—¡No sirven los estopines de repuesto, señor!
La “Magallanes” cañoneó a la “Unión” con todas sus piezas.
—¡Reventamos! —jadeó Wallace.
—¡Fuego! —el capitán de corbeta Salaverry agita la espada sin cuidarse el rostro herido por
una astilla.
—¡Un cable más cerca! —García y García casi imploraba velocidad.
Un proyectil de 20 deshizo el cachete. Sobre la cabeza de Portal vuelan granadas chilenas.
La “Pilcomayo” ha quedado fuera de tiro.
—¡Dos mil yardas, señor!
¡Tiro directo, que nadie me falle! —la sangre chorrea hasta el mentón del comandante
Salaverry.
—Apunten a la caña o al puente.
—¡Fuego!
¡Suelten vapor! ¡Al demonio los chilenos! —se sublevó el jefe de máquinas.
García y García enmudeció cuando un denso vapor blanco escapó por la chimenea; Las
calderas no llegaron a estallar.
—¡Tubos rotos, señor!
—¡Se rajan los hornos, señor!
—¡Presión, cinco libras!
—¡Se inundan los fondos, señor!
El jefe de la división observó al enemigo alejándose rumbo a Iquique.
—Está bien —dijo ron voz ronca —Regresamos al Callao.
Comida en la Legación de Bolivia
El Canciller llegó último esa noche a la legación de Bolivia. Húsares de Junín montan
Guardia en la residencia de los aliados. ¡Bienvenido a su casa, don Manuel! ¡Don Zoilo, amigo
mío! El Canciller y el plenipotenciario Boliviano Zoilo Flores se dieron un abrazo. Entraron
cuchicheando. En el segundo salón, caballeros de frac guardaron momentáneo silencio. Don
Zoilo agasajaba a los periodistas de Lima, agradeciendo su simpatía y sus editoriales a favor del
gobierno de La Paz y de su presidente Hilarión Daza.
Irigoyen circuló por la habitación estrechando manos. Parecía mentira. Bajo un óleo del
Capitán General de los Ejércitos de Bolivia charlaban cotidianos enemigos políticos. Violentos
periodistas, Pedro del Solar y Julio Jaimes representan al diario “La Patria” y más bien
apartados, discuten cortésmente con Andrés Avelino Aramburú, conductor del diario civilista
“La Opinión Nacional”. Hasta las ocho bebieron aperitivos. No sólo asistían directores de
periódicos sino plenipotenciarios amigos: de Ecuador, de Venezuela, de Uruguay, de Nicaragua.
Y unos cuantos elegidos entre los banqueros y potentados limeños. Irigoyen aprovechó para
insinuar a los editores presentes que no conviene menospreciar el poder militar de los chilenos.
Tan cautelosa recomendación pareció causar sorpresa. Sólo el director de “El Comercio”, a quien
el General Prado encomendó la misión confidencial de pronto pasar armamento norteamericano
a través de Panamá, estuvo de acuerdo. El Canciller resolvió insistir ante el presidente: de una
vez debe reunir a los notables y exponer con franqueza la situación militar.
Irigoyen envejecía de prisa desde comienzos de 1879. Su diplomacia se hunde en el fracaso.
Argentina no suscribió el tratado defensivo: antes que unir su suerte a Bolivia y Perú, prefirió
arreglar cuentas por separado con Chile y a cambio de indiscutida soberanía en toda la Patagonia,
optó por la neutralidad. La mediación británica proponía condiciones inaceptables para Bolivia.
En cuanto a Estados Unidos, prefería observar el desarrollo de la guerra. Dos días atrás ancló en
el Callao el acorazado “Pensacola”. trayendo a bordo al enviado extraordinario del presidente
Rutherford Hayes. Le dispensaron un gran recibimiento. A solas con Irigoyen, el
plenipotenciario Christiancy admitió que su país no ve con buenos ojos la hegemonía británica
en Sudamérica, pero su escuadra está en reorganización y nada más se comprometió a no
estorbar la compra de armas yanquis a través de la Casa Grace. Mientras tanto, los agentes del
Perú no conseguían urgentes créditos en Europa. Pedirá el Gobierno autorización para contratar
un préstamo de un millón de libras y todavía no hay quien las ofrezca.
Con su guano exhausto, sus Nitratos bloqueados, en medio de una recesión mundial y
agobiado por una enorme deuda externa de 50 millones de esterlinas, al Perú le daban con la
puerta en las narices ni los reservorios financieros de Throgmorton Street. Aunque algo
achispado por cuatro copas de champaña, el verdadero humor del señor Irigoyen es más bien
sombrío, no importa que parezca lo contrario.
—Bueno, no soy diplomático —se acalora don Cesáreo Chacaltana, de “El Nacional”
—y por eso digo que los señores gobernantes de Chile son unos sinvergüenzas. El ministro
nicaragüense Tomás Lama carraspeó.
—Caramba, una fogosa acusación, doctor Chacaltana.
—Supongo que usted comprende que un presidente no puede efectuar obsequios territoriales
contrarios a la ley.
—Claro, por supuesto.
—y, por lo tanto, ese regalo de 177,500 hectáreas de salitreras hecho por el General
Melgarejo a la Melbourne Clark & Co. no tiene valor jurídico, ¿verdad?
—Oiga, Cesáreo, eso es historia antigua —interrumpió Jaimes, de “La Patria”.
—Ni tanto como usted cree. ¿Quiénes son accionistas de la Compañía de Salitres de
Antofagasta, que reclama los supuestos derechos de la Melbourne Clark? Alejandro Fierro,
canciller de Chile. Y el ministro de Guerra. Y el Ministro de Justicia. Y un buen grupo de
senadores y políticos como Agustín Edwards, Riesco, Errázuriz y otros. Nada más los invito a
revisar las memorias semestrales de la empresa, señores.
—Ahora resulta que el coronel North, nuestro amigo North compra los bonos peruanos de la
expropiación del salitre al cinco por ciento de su valor nominal —decía Aramburú —Ni siquiera
se molesta en traer fondos de Inglaterra. Estoy bien enterado que usa crédito bancario en
Valparaíso. O sea que ya existe un convenio secreto y muy deshonesto entre un grupo de
capitalistas ingleses y el gobierno de Chile, para conquistar Tarapacá y devolver el salitre a sus
antiguos propietarios, siempre y cuando no sean peruanos, que sabemos que no lo eran. O, claro
está, a quienes hayan adquirido los títulos.
—He escuchado que la Casa Gibbs proporcionaba fondos confidenciales a Godoy para
pagar a los espías chilenos en el Perú —susurró Eugenio Larrabure, de “El Peruano”.
—Seguimos tratando a la Compañía Sudamericana de Vapores como si fuese nacional —
recordó José Antonio Miró Quesada, director de "El Comercio" —Y es una empresa chilena,
cuyos barcos y tripulaciones pasan a prestar servicio de guerra al simple requerimiento de su
gobierno.
—Es verdad —tuvo que admitir Irigoyen.
—Por contrato público, por fraternidad americana, esa compañía goza de privilegios fiscales
y portuarios, aún ahora, no importa que lleve pertrechos de guerra a Antofagasta.
Después de la mousse de palta, de la crema de alcachofas, de la corvina rellena con pulpa de
cangrejo y camarones, de los tournedós cubiertos con salsa de foie gras y coñac y, en fin, de la
carlota rusa, don Zoilo Flores hizo tintinear una copa vacía con unos golpes de cucharita. Así
convocada la atención de los comensales, el ministro de Bolivia despachó un breve discurso
sobre la justicia de la causa aliada.
—Me permito invitaros a tomar una copa por un tema que debe ser simpático a todos —alzó
la champaña.
—Por el excelentísimo gobierno del Perú, por el ilustre General Prado, por el digno jefe de
su ilustrado gabinete. Irigoyen agradeció con una inclinación de cabeza.
—a la conquista de nuevos lauros que completen la obra de San Martín, Bolívar y Sucre —
se agrandó el brindis —. .no ya, señores, contra la ambición de una potencia europea sino contra
la codicia de una nación americana que parece no haber comprendido que en la gloriosa jornada
del 2 de mayo de 1866 se sepultó para siempre el titulado derecho de reivindicación. ¡Salud,
caballeros!
Bebieron por Prado, Irigoyen y el gabinete,
—Excelentísimo señor —el Canciller se estiró dentro del frac —ninguna de nuestras dos
naciones ha provocado o deseado la guerra con Chile. Ambas, por el contrario, hicieron cuantos
esfuerzos decorosos estuvieron a su alcance para impedirla. Y sin embargo Bolivia y Perú se
encuentran en guerra con aquella república y como consecuencia de la guerra están unidas
fraternalmente en su presente, que sin duda será glorioso, y en su porvenir, que será próspero y
tranquilo. Agradezco desde lo más íntimo de mi alma Las benévolas expresiones con que se ha
dignado honrarme el señor ministro de Bolivia. Señores: brindo a la salud de Su Excelencia el
General Hilarión Daza y de su gabinete. Por sus representantes en Lima y por la prosperidad de
Bolivia, aliada del Perú.
La usurpación proyectada por Chile no sólo debía privar a Bolivia de las riquezas de su
suelo, sino paralizar su desarrollo —habló Miró Quesada a nombre de “El Comercio” —Porque
los países mediterráneos progresan con suma lentitud y arrebatar a Bolivia su codiciado litoral
sería condenarla a vivir en perpetuo aislamiento, con grave daño de la civilización. El Perú no
podía ni puede asistir impasible a la ejecución de un plan de resultados funestos para un pueblo
hermano. Aprestándose a la guerra, el Perú cumple el deber que la confraternidad y la
civilización le imponen...
¿Por qué emigran Los chilenos? —pregunta el plenipotenciario de Venezuela —Emigran en
busca de pan y libertad.
Digamos la verdad, señores... en Chile impera una oligarquía muy pesada para las masas
populares: la propiedad privada remeda en su distribución al régimen feudal y los azotes,
señores, son una institución chilena sin la cual se creería perdida aquella república. En Chile
tiene que venir una revolución que reforme radicalmente sus instituciones y creo, señores, que su
actual gobierno, sin sospecharlo siquiera, lleva de la mano esa revolución con esta inconsulta
guerra que hace a Bolivia y Perú. ¿Cuál será el resultado de la guerra? Será caballeros la derrota
de Chile. Entonces las masas populares pedirán cuentas a sus señores...
—Y hoy Chile pierde hasta nuestra estimación —Aramburú blandía un índice acusador
—Porque imitando a sus bajos fondos que se expatrían buscando pan y huyendo del látigo,
como bien lo acaba de recordar el señor enviado de Venezuela, sus capitalistas y hoy hasta su
gobierno, se han convertido en aventureros que corren tras todas las riquezas ajenas, sin meditar
que tendrán que arrojarlas muy pronto como los dineros de Judas.
¡Y así sucederá porque Chile es el judas de América! ¡Se vuelve contra sus protectores y
ofende nuestra civilización política y social!
Los discursos concluyeron pasada la medianoche. Relucientes calesas recogieron a Los
invitados. Así como llegó último, Irigoyen partió al final.
—Don Manuel —al plenipotenciario boliviano le brillaban Los ojos—esta noche he
escuchado una voz sobrenatural que anunciaba la victoria.
El Canciller se Limitó a sonreír amistosamente.
Al ancla en el Callao
Después de solicitar por oficio quintuplicado urgentes válvulas de Ringston y de purga,
anillos para calderas, remaches de cobre y pernos de fierro y de reiterar por tercera vez el pedido
de medicinas hecho por el cirujano Távara, a cuyo hospital de sangre parece faltar desde hilo
quirúrgico hasta cloral para amputaciones sin dolor, y, en fin, de interrogar a marineros que la
Comandancia General de la Marina enviaba de lugares tan distantes como Paita o Mollendo, el
señor Grau se quejó personalmente ante el Ministro de Guerra y el contralmirante de la Haza
porque los artilleros no han practicado indispensables ejercicios ni se ha comprado aún
proyectiles Palliser para la batería de 300, lo cual significa, señor Ministro, que el “Huáscar" no
sirve para mucho. Antes de abandonar el despacho mencionó el asunto de las medicinas y a ver
si consiguen anteojos para los vigías y se animan de una vez a proporcionar trajes nuevos a la
tripulación de la capitana. El “Huáscar" zarpó el cuatro de abril y volvió a la tarde siguiente,
después de practicar tiro de cañón con lamentable puntería y sin perder de vista la isla San
Lorenzo. Una vez anclado en el Callao, el monitor siguió caldeando, aunque no se moviera del
puerto. Ni se ha podido completar la tripulación, ni las máquinas desarrollan toda su potencia.
Dejó la guerra en manos del señor ministro, el “Huáscar" en poder del comandante Otoya y se
marchó a casa, a sumergirse en jabón y agua caliente hasta las tres y media, cuando su hijo
Enrique anunció que están listos. Siete de los ocho niños de Grau salieron con su papá en
columna de a dos, protegida la retaguardia por Casimira y la canosa endomingada zamba
Veneración.
Mientras Doloritas disfruta de una tarde de descanso, la familia Grau recorre Mercaderes y
cruza la Plaza de Armas hacia la calle del Milagro. El comandante prefiere no acordarse de sus
problemas, pero debajo y atrás del silencio persiste la silueta del monitor y a la vista de la
Catedral vuelven los desnudos cuerpos pisoteados y colgantes de los coroneles Gutiérrez, aquella
vez que el señor Grau se llevó la escuadra a remolque del “Huáscar" tan pronto supo que habían
apresado al presidente Baila, y el vecino palacio avisa que pronto habrá reunión con los notables
y dondequiera que ponga la mirada aparecen uniformados reclutas de modo que es imposible
olvidar lo inolvidable: estamos en guerra total. Hasta la zapatería de la señora Castellanos, a la
que entró con sus hijos, ha cambiado. Contempla finas botas de caballería, lujosas fornituras para
oficiales en campaña: no abunda este otoño el calzado civil y dominical.
—¿Cómo quieres tus zapatos, Ricardito?
—Como esas.
—He dicho zapatos, no botas de montar.
Los mayores vestían su atuendo marinero. Pidieron botines de charol, como los que han
visto usar a los marinos verdaderos con su uniforme de gala.
—Pero se gastan rápido —razonó el señor Grau —¿No los prefieren como los míos?
Los niños miran los botines que el comandante usa de diario. Aceptaron tras un cuchicheo.
El propio Grau los ayudaba a probar el calzado nuevo.
—¿Te quedan cómodos. Enriquito? ¿No te duele? luego:
—Tienes que decir si te aprieta, Osquitar. más allá:
—Lo importante es que sean cómodos y no deformen los pies, Rafito.
Casi una hora después, la familia Grau abandona la calle del Milagro.
—A comer helados —propuso el comandante.
Bordearon la plaza bajo los portales. Eligieron la novedosa Heladería Broggi, con sus
cuarenta únicos inimitables sabores de batidos con leche. Hubo que reunir tres mesas para
acomodar a los Grau. ¿Chocolate y fresa? No, vainilla y pistacho. No, no: mejor lúcuma y
mango. Sí, señor Grau. Con mucho gusto, señor Grau.
Comandante Miguel Grau: un hombre tan conocido, es diputado titular por Paita, lo acaban
de elegir miembro del directorio nacional del Partido Civil, lo saludan por la calle, sonríen a su
hermosa familia, cuántos hijos señor Grau, deben estar muy orgullosos de su papá. A los
cuarenticuatro años de edad empieza a ser muy importante y, si ya cantan su nombre en coplas,
si es verdad que sus buques van a despedazar a los chilenos, el señor Grau, buenas tardes señor
Grau, un honor saludarlo señor Grau. puede llegar a vicepresidente o a presidente de la victoriosa
república.
Muy bien, bizcotelas para lodos. Chocolate y pistacho para el señor Grau. ¿Quieres un poco
de soda, Ricardito? Urgentes ciento treinta remaches para las falcas, rápido tres tapas para
escobenes y alzas de bronce para las chumaceras y ruego se me entregue buen carbón inglés y
sólo hay dos anteojos a bordo y necesito brackets para la torre de combate y diez tubos de fierro
para agua caliente en cubierta y no hay noticias del cloroformo y para qué cuernos queremos ese
palo trinquete que estorba los movimientos de la batería de 300. A las cinco, la familia Grau
regresó a casa. Rara vez abandona su uniforme. Pero hoy prefiere salir de levita civil. Con
taciturno semblante avanza de Lescano a Mercaderes. Los diarios chilenos dicen que Grau está
sometido a consejo de guerra en Lima por haber malogrado el “Huáscar” en su primera y única
salida desde que empezó la guerra.
—Buenas noches, señor Grau.
—Buenas noches —deja el sombrero en el guardarropa, pasa al salón de juego del Club
Nacional.
—¡Hola, Miguel! —en la mesa de siempre esperan sus amigos
Narciso Alayza y Carlos Elías —¿Cómo está Doloritas?
—Bien, muy bien —catorce remaches de dos pulgadas, planchas
de fierro para reforzar el espolón, vajilla para la cámara—¿Y por casa, cariños?
—¿Se sirve algo, señor Grau?
—Hum.
—Un whisky, Miguel.
—Sí, un whisky.
—¿Y cómo te va?
—Como verdolaga en huerto —urgente solicito vestuario para marineros, cumplo con
informar a US. que en la fecha desertaron dos tripulantes, tampoco llegaron los tarros de
metralla, señor
—¿Y Pedro?
Alayza hizo un gesto de que nunca se sabe con ese hombre y precisamente en este instante
apareció la cabeza grande e hirsuta de Juan de Arona.
—Si. también tomaré un whiskey.
Diestramente Alayza extiende la baraja española. Carta mayor reparte. Elías mostró un rey.
Silba despacio, entre dientes, mezclando las cartas. De tres en tres repartió nueve a cada uno.
Después contó las trece restantes y quedó de espectador.
—Hum —se oyó a Grau. A ratos repetía versos llegados a su memoria a los que
involuntariamente agrega una musiquita de su invención. Dieciséis pernos de 5/8, as de bastos,
sota de oros, bisagras de bronce para las falcas, diez galones de pintura. Siete de copas. Se acabó
el kerosene. Rey de espadas. Hum. Asómate a esa vergüenza, canturreó, cara de poca ventana... .
—¿Cuándo juegan? —apuró Elías.
Cuando orinen las gallinas - - Juan de Arona miró a su amigo Grau de reojo.
—Paso.
—Juego - el comandante despertaba.
—Juego más —Juan de Arona descansó sus cartas sobre la mesa.
—Sigo jugando —Grau volteó la primera carta del monte: ¡oros! Caramba, justamente oros
—Voy por cinco. Arona gorjeó.
—Quedan nueve —anunció Elías.
—¿Quién va? —Alayza se frotó la barba.
—Voy por seis —a su vez Juan de Arona tarareó los versos que faltaban: . . .échame un
jarro de sed, que me estoy muriendo de agua...
Grau brujuleó sus naipes. Llegaron la espada, el rey de oros, el dos.
Alayza salió por copas. Sírvase usted enviar siete chavetas para las excéntricas y un eje para
izar ceniza. El comandante perdonó.
Baza para Juan de Arona. Grau usó el basto. Uno a uno. Entienda usted señor que carecemos
de instrumental quirúrgico. Ahora disputan triunfos. ¿Cuándo llegan grilletes para los cañones de
la torre? El as y la mala se habían encontrado en la mano de Arona. Una baza para Grau y tres
para su rival. Manubrio para válvulas de Kingston y doce ganchos de cadena y ocho en jaretados
para el cubichete de la sección calderas y dos llaves para válvulas de distribución. Cuando a las
nueve Alayza pidió el menú, Grau no había ganado un juego.
—Miguel...
—¿Si, Carlitos?
—antes de comer, Miguel...
—Dime, Garlitos.
—. .haz. la prueba, Miguel.
—No, Garlitos.
—Anda. Miguel —Alayza se sumó a la petición.
—No estoy de humor, Narciso.
—Hace tiempo que no te lo pedimos —razonó Juan de Arona.
—Danos gusto, Miguel.
—¿De veras lo quieren?
—¡Hazlo. Miguel!
—Está bien —casi suspiró. Chasquea los dedos —Una baraja inglesa, por favor.
—Un naipe inglés para el señor Grau.
Se detuvo el juego en el salón. También pajes y mayordomos del club se arrimaban
discretamente a la mesa del comandante.
—Me obligan a hacer payasadas —rezongó a media voz —Todo el mundo está observando.
—¡No importa, Miguel!
—No te hagas de rogar Miguel, la prueba.
Sacó la baraja de su envoltorio. Casi desapareció entre sus manazas. Dos miras para la torre,
cuatro mandriles, veinte pernos de tres y no se olvide usted señor: cloroformo, compresas, ácido
fénico. Contuvo la respiración. Se inflaban las venas de su cuello. Después, de un tirón, rompió
la baraja en dos.
Editorial de” El Comercio” de Lima
“No te anuncio la muerte de mi padre por no darte un sentimiento". He allí en pocas
palabras la sustancia del manifiesto que desde Valparaíso dirige a la Nación el don Carlos
peruano y que nuestros lectores habrán hallado inserto en la sección respectiva de "nuestra
edición de la mañana...
Para el señor de Piérola. “por sobre todas las diferencias interiores, ayer, como hoy y como
mañana, están la dignidad y política exterior del Perú": para el señor de Piérola, “toda queja
debía ser ahogada, aplazado el ejercicio de sus derechos domésticos conculcados”, a fin de dejar
expedita la acción del Gobierno y del Congreso en la dirección de las relaciones exteriores y en
la adopción de medidas tendentes a conservar esa dignidad nacional, a mantener los fueros del
país comprometidos por la lucha abierta entre dos repúblicas vecinas y ligadas al Perú por
vínculos estrechísimos. Y, oh candor... para dejar al Perú la unidad de acción de que tanto
necesita, para robustecer la autoridad del Gobierno, para no desvirtuar la eficacia de las
disposiciones legislativas, D. Nicolás ha creído conveniente apoyar al ejército con el empuje de
su invicta y poderosa lanza, y recordar a Los pueblos del Perú que él tiene reclamaciones
pendientes y que las guarda para cuando llegue la oportunidad.
Semejantes concepciones sólo pueden germinar en un cerebro enfermo por la fiebre de una
ambición sin límites. ¿Cuál es el poder que D. Nicolás viene a agregar a los elementos de que el
Perú dispone para su defensa? ¿Es acaso el contingente dé sus servicios personales y de todo
orden del círculo que lo ha ayudado en sus desatinadas empresas de antaño?
Vive Dios, que los amigos de D. Nicolás no pueden menos que sentirse profundamente
humillados por el juicio de su caudillo, si tal es la creencia que lo domina al expresarse en
semejantes términos.
Sepa el Pretendiente que esos no son sus súbditos, que esos hombres antes que todo son
peruanos y que aun cuando él hubiera querido impedirles que hicieran causa con la Nación
contra sus enemigos, esos hombres habrían sentido ese fuego inextinguible que acaso no ardió
jamás en el pecho del desdichado que ha podido por un tiempo alucinarles: el fuego del
patriotismo. ¿Cómo pretende el autor del célebre manifiesto conservar la unidad de acción de los
poderes públicos y del país en general, para que las divisiones intestinas no vengan a destruir la
eficacia de las resoluciones del cuerpo legislador? ¡Triste es decirlo!
Negando la legitimidad de ese poder, atribuyéndole una representación usurpada, postiza:
haciendo reaparecer a los espíritus, otros tiempos extraviados, todo ese ruadlo de recriminaciones
que originaron las perturbaciones de ayer y trajeron para la Nación momentos de suprema
amargura. Esa clase de cooperación no necesita el país, porque produce el mismo efecto que la
del militar insubordinado que, murmurando en alta voz contra la autoridad y suficiencia de su
jefe y saliéndose de fila, marcha, no obstante, con el arma al hombro, para dispararla después, o
durante el combate, contra aquel cuyas órdenes obedece a su pesar.
Quien haya presenciado la actitud asumida por el pueblo peruano ante la declaratoria de
guerra con que se le ha provocado; quien haya oído un solo grito del Loa al Tumbes, del Pacífico
de la región de los bosques llamando a todos a las armas, no podrá menos que sonreír al ver
estampadas, en el manifiesto que nos ocupa, estas palabras: “Están resueltos a empujamos a la
guerra... en interés personal y propio”.
¿Desconoce acaso el autor del manifiesto los esfuerzos que el Gobierno del Perú ha hecho
por conseguir la solución pacífica de las dificultades suscitadas entre los de Bolivia y Chile?
¿No sabe D. Carlos que hemos enviado a Santiago una misión especial para llamar a la vía
de las negociaciones diplomáticas una cuestión que el Gobierno Pinto había encomendado
resueltamente a la de las armas? ¿Ignora, por ventura, el demente que nos habla de paz en el
campamento y en presencia de las huestes enemigas dispuestas a atacarnos, que nos hacen ya sus
primeros disparos, que aun cuando el Perú hubiese caído en la infamia de violar pactos
internacionales o de hacer concesiones humillantes, jamás se habría conseguido ese desiderátum
del que gusta de las guerras civiles sin descanso, y tan amante se muestra del reposo cuando la
honra nacional está de por medio? Ni hipócrita sabe ser el Pretendiente; al través de sus protestas
de amor a la paz, cuando no ha vacilado en derramar abundante sangre peruana que aún humea;
al través de la pantalla de patriotismo con que pretende cubrirse, se siente el calor de la fiebre
que lo devora, se perciben los latidos de un corazón agitado por el deseo de mando. He ahí todo.
Don Nicolás ha escrito su propia sentencia al finalizar su absurdo manifiesto. Toda tentativa
de trastorno interior, dice, “es un atentado contra el Perú y América”. Y como el desprestigio de
los poderes públicos con calificativos más o menos infundados; ¡como la reproducción de cargos
que, aunque imaginarios, causaron hondas perturbaciones ayer, y la designación de círculos
políticos, en momentos en que todo debe confundirse, todo mezclarse, son verdaderas tentativas
de trastornos interiores, es muy lógico que el autor del manifiesto se halle incurso en el crimen
que él mismo ha condenado.
Telegramas Urgentes
ABRIL 15 1: 00 P.M.
ESCUADRA CHILENA DESTRUYO A CAÑONAZOS
LAS PLATAFORMAS DE PABELLON Y HUANILLOS
Y APRESO TODAS LAS LANCHAS.
A B R I L 15 IQUIQUE
A S. E. EL PRESIDENTE DIVISION BUENDIA
DESEMBARCO EN PISACUA. “CHALACO” REGRESO.
DAVILA
Decreto Supremo - Expulsión de los Chilenos
MARIANO IGNACIO PRADO
DECRETO:
URGENTE
IQUIQUE, 2:45 P. M.
EL ALMIRANTE CHILENO
COMUNICA QUE A LAS CUATRO
DESTRUIRA LAS MAQUINAS DE AGUA.
DAVILA
Reunión secreta en Palacio
Las puertas se abrían como empujadas por el viento para aceptar al hombre más solo del
mundo. Aquella trágica figura con uniforme de general de división absorbió a su paso a ministros
de estado y edecanes. Caminaba como llegando de más lejos que esos aposentos palaciegos,
como de un lugar infinitamente desdichado y viejo. Sombras que la amarillenta emulsión del
alumbrado a gas no consigue disolver, repiten con un murmullo: buenas noches Su Excelencia,
buenas noches Su Excelencia. El hombre no se detenía. Un confuso atrevimiento sostiene sus
pisadas, una cierta altivez recuerda a sus acompañantes que él no se puede equivocar. Antes de
que un soplo de poder supremo abriera la última puerta, el hombre padeció un titubeo.
Del otro lado esperaba la guerra.
Los que no están de acuerdo con el señor presidente también se levantaron. Mariano Ignacio
Prado invitó a todos a tomar asiento. A las once de la noche clausuraban puertas y ventanas de
ese vasto aposento calculado para los largos pasos del poder. Frota sus sienes como aliviándose
una jaqueca, se anima el cuerpo hasta hace un rato sostenido con graciosa indolencia Nadie pone
en duda el coraje de los peruanos y los caballeros no han sido convocados para juzgar su
hombría, pero dice Su Excelencia que deben conocer el poder de las amias que el Perú entrega a
sus hijos en defensa del territorio patrio: su gobierno sentía preocupación por el desdén con que
se mira al enemigo. Cierra, abre las manos el señor presidente invitando a hablar a su ministro de
Guerra. El General del Solar había pedido al Congreso rápidos recursos a fines de 1878 para
comprar armas modernas. Nada ha llegado aún a nuestros puertos. Estamos casi desarmados. El
Perú tiene, claro, cinco, casi seis mil rifles, los partidarios de una veloz ofensiva contra Chile no
están descaminados. Los hay chassepot reformados, eso que se conoce como modelo peruano. Y
chassepot de aguja, martini, rampard, wilson, springfield, minié austríacos, minié prusianos,
minié ingleses y algunos Comblain. Pronto llegarán lotes de rémington y peabody de repetición.
Hay siete clases de mosquetones, cuatro de carabinas, tres de revólveres. Habrá pues que surtir a
los batallones con munición de veinte calibres diferentes. Dice el General Ministro que no todos
son rifles de repetición, sino más bien lentos de cebar, algunos de chispa o fulminante. Hasta
donde sabemos, Chile dispone de trece mil rifles Comblain nuevas, de avanzado modelo,
probado con buen éxito en la reciente guerra franco-prusiana. Y ha ordenado más armamento en
Europa.
—Para ser exacto —el General del Solar cambió de postura en el sillón que ocupa a la
diestra de Su Excelencia
—diez soldados armados de Comblain equivalen a treinta provistos de viejos chassepot. Y
una compañía de ametralladoras chilena tiene más poder de fuego que todo un batallón peruano
de infantería.
Tafetanes al viento, redoblantes y pífanos, gallardetes bordados por madres y novias,
espumosos potros de la nueva Columna de Honor, para qué. La urgencia de una guerra
postergada hasta el último día embiste por el palacio dejando tras de sí un vaho a heridas
agusanadas. Inmóvil entre otros jefes navales, el comandante Grau observa rostros de pronto
lavados de jactancia. He aquí las voces influyentes: Candamo, Aramburú, Riva-Aguero,
Químper, Derteano, Paz Soldán, Elías. Miró Quedada, Chacaltana, Irigoyen, Larrabure. Nos
hemos dejado sorprender, por qué no se compró pertrechos a tiempo, como irán al frente
nuestros voluntarios en vano. La luz verdosa que escapa de vientres asesinados en la pampa, la
luz crepitante que se obstina por incendiados escombros de bombardeo, la luz de azufre que arde
a ras de cementerios de campaña, la luz final del día que acabó con esplendor de durazno se
encharcan en esas miradas. Todo se desplomará en polvo mientras recuerdan que ayer nomás
eran felices vecinos de un verano celeste suspendido sobre la bahía de Chorrillos y que en
ranchos no construidos para morir bebían antes sorbetes de menta, haciendo cuentas de un futuro
que pertenece indudablemente a su estirpe. Presten atención al peligro: hace dos meses el
enemigo disponía de 4,850 soldados en Antofagasta y Valparaíso. Pronto su ejército tendrá
20,000 hombres y será el mejor equipado de Sudamérica.
En Lima, hace cinco meses, la Cámara de Diputados exigió rebajar el ejército de 4,816
hombres a los cuatro mil autorizados por la ley de presupuesto. Entonces era más importante
ahorrar 276 soles anuales por cada marinero que se licenciaba. Los señores diputados empezaron
pidiendo un recorte de diez sargentos y once cabos y terminaron por disolver un regimiento de
caballería, un cuerpo de infantería y una banda de músicos. El ahorro nacional se ensañó también
con las mulas de campaña, de las que sólo quedan cuarenta.
La atención de los reunidos se concentró en la escuadra. Parecían de acuerdo: la guerra se
decidirá en el océano. Ni los aliados ni Chile pueden sostener alejados frentes en un desierto sin
apoyo de líneas marítimas de suministro. Cuatro mil expedicionarios chilenos dependen de las
máquinas condensadoras de agua en Antofagasta. Los monitores deben salir inmediatamente en
busca del enemigo. ¿O tampoco existe equilibrio en el mar?
—No, caballeros: la escuadra chilena es superior a la nuestra.
El comandante García y García habla en representación de la Marina de Guerra. La verdad,
salvo el “Huáscar”, en 1879 los monitores son un fracaso. Adquirieron renombre durante la
Guerra de Secesión. El inglés Cowper Coles había perfeccionado la torre giratoria con cañones
de gran poder, eso que conocemos como colisa acorazada. Cuando los confederados reflotaron el
navío sureño “Merrimack”, el comandante Brooke lo convirtió en un castillo recubierto por un
blindaje de medio metro de pino y planchas de hierro. Lincoln ordenó la construcción del
“Monitor”, chato y con espolón, para hundir al formidable navío del Sur. Los norteños lo creían
el buque más fuerte del mundo. Su única torre montaba dos cañones de 135. Casi hundió al
“Merrimack” y a su vez naufragó durante un temporal. Habían calculado mal su metacentro. El
“Huáscar”, señores, es descendiente de ese “Monitor” tan poco marinero. En 1864 Coles elaboró
el diseño de la capitana del Perú. Había perfeccionado su colisa y transformado el “Royal
Sovereign” en el primer gran acorazado británico. Mientras en Birkenhead progresaba la
construcción del blindado nacional, Inglaterra incorporó diez buques de acero a su escuadra, el
más importante de los cuales, el "Northumberland”, era diez veces más grande que el “Huáscar".
Las miradas buscan brevemente al comandante Grau que escucha impasible la exposición de su
compañero.
Pero el “Huáscar” “Penélope”, de 4,470 toneladas. Es decir, caballeros, que mientras el
“Huáscar” causaba admiración a su llegada al Perú, ya podía considerársele anticuado en
Inglaterra porque la doble hélice modificó velocidades y maniobras en los nuevos blindados.
En 1869 se terminó en Birkenhead el último y más perfecto de los monitores. Coles había
dirigido en persona la construcción del “Captain”, que cuadruplicó el tamaño del “Huáscar”.
Dudaban que flotara. Sus dos primeras travesías de prueba fueron satisfactorias. A la tercera lo
sorprendió una borrasca cerca del Cabo Finisterre. no soportó el oleaje que le dio vuelta,
enviándolo al fondo del mar con sus doscientos tripulantes, incluido el desdichado Cowper
Coles. Nuestro pequeño monitor venía a ser el único sobreviviente de una fracasada generación
de buques de guerra. Ah, pero el “Huáscar” se batió con notable destreza contra el “Shah” y el
“Amethyst”, dos naves británicas sin blindaje que lo persiguieron frente a Pacocha cuando lo
sublevó Nicolás de Piérola.
¿Hubiera acaso escapado del moderno “Hércules”, cuya sola coraza pesaba más que el
monitor y cuyos cañones de 400 se recargaban en apenas un minuto? García y García meneó la
cabeza: claro que no, caballeros. Presten atención al peligro: el “Huáscar” es lo mejor que
tenemos. Desplaza 1,130 toneladas. Navega a once nudos. Está armado con dos cañones de 300,
de lento sistema de avancarga. Y de dos pequeños cañones de 40, otro de 12 y una ametralladora.
El castillo estorba las maniobras de su batería. Su blindaje es una lata para los cañones chilenos.
Presten atención al peligro: la “Independencia”, tan vieja como el “Huáscar”, es un blindado con
apariencia de antigua fragata.
Desplaza dos mil toneladas. Se le han instalado colisas de 150. que carecen de protección
acorazada para sus artilleros. Tiene además doce anticuados cañones de 70. Peor aún: su única
timonera no está a cubierto de balas enemigas. Presten atención al peligro: el “Atahualpa” y el
‘"Manco Cápac” son monitores fluviales, que sirvieron a los confederados en la Guerra de
Secesión.
Hubo que traerlos a remolque. Sus cañones de 500 son de hierro dulce y su andar no llega a
tres millas por hora. No pueden combatir en alta mar porque se inundan. En fin, el calamitoso
estado de la “Unión” y el discreto poder de la “Pilcomayo” son bien conocidos por todos. ¿Y
Chile? Presten atención al peligro: sus acorazados “Blanco Encalada” y “Cochrane” se
construyeron en Inglaterra en 1874. Duplican al “Huáscar” en tamaño y blindaje. Sus máquinas y
doble hélice tienen una potencia cuatro veces mayor. Sus modernas baterías Armstrong de 250,
rayadas y de retrocarga, sus cañones de 40 sus ametralladoras en las cofas quintuplican el poder
de fuego de la capitana nacional. Presten mucha atención al peligro, caballeros: los cañones del
“Huáscar” no pueden perforar el blindaje de los acorazados chilenos, cuyos proyectiles de acero
endurecido son capaces de pulverizar al monitor.
Grau se observó las manos, por un rato ignorando a los notables. Ahora quieren buques. En
1870 hubo oportunidad de comprar barato un espléndido acorazado que el gobierno turco ordenó
a los astilleros Samuda, en Londres, y no pudo pagar. El Perú chorreaba libras esterlinas. Ah,
pero el coronel Balta, que desconfiaba políticamente de una Marina de Guerra favorable al
sistema de gobierno civil, despreció la ocasión. Seis mil toneladas de registro, dos máquinas
Maudslay y doble hélice con 7,000 H.P. para navegar fácilmente a catorce nudos, coraza de
acero de siete pulgadas, cuatro cañones de 400 y 23 cañones de tiro rápido entre cubiertas: lo
compró el Imperio Alemán. En vez de ese acorazado todavía en pleno servicio, el señor Balta
insistió en la ruinosa adquisición del “Manco Cápac” y el “Atahualpa”, que en conjunto costaron
lo mismo que el acorazado ofrecido por Samuda. ¿A quién debe pedírsele cuentas ahora que
estamos en guerra? Y después: el gran equívoco de Manuel Pardo.
"No compró dos blindados a Inglaterra sustituyéndolos por la fracasada triple alianza que
Argentina nunca suscribió. Lo escuchamos, señor Grau. Quieren saber qué puede esperar la
Patria del “Huáscar". Todo, caballeros. Aunque es un buque fuerte, no puede compararse a los
acorazados enemigos. Morirá combatiendo. Pero ni el señor Grau ni nadie puede cumplir otra
misión que la de ganar tiempo. Porque a menos que se compre blindados más poderosos, el
enemigo acabará por adueñarse del océano y entonces el Perú estará acorralado. Otra vez lo
entretuvo mi corto, silencio. Ni han comprado proyectiles Palliser para el "Huáscar" ni han traído
torpedos automóviles sistema Whitehead recomendados por García y García, ni se han
interesado en los torpedos propuestos por el inventor Ruiz, ni ha llegado a bordo de su buque el
cloroformo. Tal como están las cosas, caballeros, la guerra naval se perderá. Por supuesto, la
Marina de Guerra presentará combate, aunque no haya otra alternativa que la muerte. El
"Huáscar", señores, cumplirá con su deber, aunque se tenga la seguridad de su sacrificio.
Carta de Iquique
Señor director de “El Comercio”
Lima.
En los momentos de apuro en que estoy, procurando salvar algo de la familia, no quiero
dejar de dedicarle, un instante siquiera. Los Generales Buendía y Bustamante volvieron anoche.
Su presencia era necesaria para uniformar la acción del ejército.
Estamos llenos de angustia y zozobra mirando a los infames pasear en la bahía. después del
crimen de Pisagua, creo que a nosotros nos toca el turno. Lo que allí han hecho es espantoso.
Lo que harán aquí, sólo Dios lo sabe. A fin de salvar algo, las gentes entierran ropa,
muebles, en fin, lo que pueden. Otros, que tienen más comodidad, envían algo a Huantajaya.
La emigración continúa. Williams.
Rebolledo ha intimado a que cese la elaboración del agua.
El tenor de la nota de ese valiente, que ningún periódico aquí ha publicado, es el siguiente:
SEÑOR PREFECTO:
J. WILLIAMS REBOLLEDO
Rebolledo habla poco pero bueno. La suerte está echada y no hay más.
Que Iquique será destruido no cabe, duda. El momento en que lo será es lo que espero.
Los chilenos nos están haciendo una guerra de exterminio. Nos tratan como a salvajes.
Mientras tanto, nosotros, cruzados de brazos, estamos sufriendo tamaña afrenta.
¿Qué es de nuestra escuadra?
Me prometo escribirle más extensamente cuando esté libre de fatigas y cuidados del
momento.
Quedo de U. afectísimo amigo.
Julio Deisk
La marcha del Ejército Boliviano
Don Hilarión Daza, presidente de Bolivia y Capitán General de sus ejércitos se disponía a
festejar su cumpleaños cuando llegó a su palacio un escueto y desagradable mensaje.
“El ejército expedicionario chileno ha ocupado Antofagasta y gran parte del litoral
boliviano”.
Al amanecer, todas las bandas de músicos de La Paz debían despertar a Su Excelencia con la
Canción Nacional ejecutada ante la puerta de su palacio. Para que nadie olvidara el natalicio del
Capitán General, la aparición del sol sobre las montañas de La Paz coincidiría con una salva de
21 cañonazos. A las nueve de la mañana Su Excelencia llegará a la Catedral, donde las más altas
jerarquías rogarán a Dios por su salud y larga vida. Escoltado por la Columna de Honor dirigirá
una arenga a los batallones y pueblo reunidos frente a la mansión presidencial.
Los postres del banquete al que han de asistir sólo cuarentiocho elegidos coincidirán con un
magnifico alarde: convertida en imaginario campo de batalla, la Plaza de Armas registrará
movimientos tácticos del regimiento de húsares y escuadrón ametralladoras. La gran afición
taurina de don Hilarión quedará satisfecha a las tres de la tarde, con una corrida obsequiada por
los subprefectos de Pacajes, Ingavi y Sica-Sica. Al ponerse el sol se escuchará otra salva de
veintiún cañonazos. No era sino el principio de una semana de festejos, con diarias corridas de
toros, fuegos artificiales, conciertos sinfónicos, cabalgatas de notables y, en fin, un gran baile de
gala en los salones del Teatro Municipal.
Y ahora, ¡chilenos en Antofagasta! ¡Invasores acercándose a Caracoles! ¡Enemigos
acosando Mejillones, adueñándose del salitre, descolgando y pisoteando retratos de Su
Excelencia que adornaban todas las dependencias fiscales del litoral boliviano! Don Hilarión,
que realmente apellida Grossolí y ascendió a Capitán General de cuartelazo en cuartelazo y de
intriga en intriga calculó el efecto que tan malas noticias podían causar en el honesto General
Campero, en coroneles como el valiente Eleodoro Camacho o aún en el pausado espíritu del
viejo General Villamil y de otros jefes bolivianos que reiteraban su preocupación por el
abandono militar de su litoral. Releyó varias veces el mensaje y al fin decidió guardarlo bajo
llave. Prohibió a sus secretarios hablar del asunto y postergó la guerra hasta que terminaron las
fiestas. Sólo entonces anunció a su pueblo que estaban en guerra y despachó un agente
confidencial a través del Lago Titicaca, por tren a Mollendo y en vapor, inglés al Callao, a exigir
la inmediata intervención de su aliado, el Perú.
La verdad, el secreto tratado de alianza defensiva entre Perú y Bolivia no era tan secreto.
Había sido discutido, sin obtener ratificación, en el Congreso argentino. Una síntesis bastante
detallada se dio a conocer en 1878 en un diario de Washington. El difunto ex-Presidente Pardo,
artífice del convenio, había declarado públicamente en respuesta al armamentismo de Chile:
tenemos dos grandes acorazados, Argentina y Bolivia. Tan pronto se produjo la ocupación de
Antofagasta, la cancillería limeña sugirió arbitraje. Pronto despachó una misión especial
presidida por José Antonio de Lavalle. Como tal embajada conciliadora fuese calificada de
perfidia internacional para encubrir un tratado suscrito contra los intereses chilenos, el señor de
Lavalle entregó una copia del documento al gobierno de Santiago. Cinco días después Chile
declaró la guerra al Perú. Daza se malhumoró cuando supo exactamente cuáles eran las fuerzas a
su mando: 4 generales de brigada, 9 coroneles, 38 comandantes, 45 capitanes, 5 ayudante
mayores, 47 tenientes, un director de música, 57 sargentos primeros y mil quinientos soldados
cuyos pagos estaban atrasados.
El armamento de tan modesta legión era en gran parte inservible. Lo más moderno: doce
Winchester llegados de Estados Unidos para demostración. Y luego: 600 rifles rémington que
usaban los soldados adictos a Su Excelencia.
Nuevamente revisó los documentos enviados por la intendencia. Para recuperar su valioso
litoral, Bolivia contaba además con 58 rifles martini, 79 carabinas de diversos calibres, 70
antiguos fusiles de fulminante, 64 de chispa, tres espadines y 354 bayonetas. Daza bufaba.
Bolivia tenía el compromiso de contribuir con un ejército de 5,000 soldados en caso de una
guerra. Otra inspección de sus arsenales descubrió 95 fusiles sharfo, oxidados y sin cartuchos. Su
Excelencia despachó una urgente misión a Europa a conseguir rifles modernos y municiones. Al
comenzar abril, el General Prado exigió que el prometido ejército aliado abandonara la cordillera
y reforzara posiciones peruanas en Tarapacá.
Once días después de que comenzara el bloqueo de Iquique, un mensaje cifrado viajó por
cable submarino a Mollendo, prosiguió por telégrafo eléctrico a Puno y de allí a caballo llegó a
La Paz.
A las diez de la mañana del 18 de abril, el Capitán General Hilarión Daza picó al fin
espuelas a su alazán y seguido por su Estado Mayor avanzó a revistar los batallones de Bolivia.
Desde el amanecer, miles de vecinos se amontonaban frente a los cuarteles o disputaban
lugar en los balcones de la Paz. A las siete, los batallones empezaron a congregarse en la Plaza
de Armas. Se sucedían arengas, ¡Juremos vencer o morir! ¡A la victoria o a la muerte! ¡Sí, juro!
¡Viva Bolivia! ¡viva el Perú!
Bandas de músicos rivalizaban en soplar aires guerreros hasta que apareció el señor
presidente. Aquella mirada, por lo común abrillantada por los placeres del poder supremo,
pareció satisfecha del número de sus legiones, que tras cuarenta días de reclutamiento forzoso
sobrepasaban los cinco mil efectivos. Entorchados de jefe total desbordan los hombros de su
uniforme, con briscada pechera a medias cubierta por la banda presidencial y gruesas
condecoraciones. Sus botas descansan en estribos de plata labrada. Don Hilarión relucía bajo la
celeste transparencia del país de las montañas. Brida de oro trenzado, espada de gruesa
empuñadura alhajada con rubinejos y zafiritos y más gruesas piedras incrustadas por
diamantistas europeos, fajín rojo, revólver damasquinado, espuelas preciosas, antiguo plumerío
coronando su atuendo, el Capitán General descendió como una divinidad sobre sus milicias.
Aquella voz tonante habló de la justicia de nuestra causa, del valor inútil sin la subordinación y
la disciplina, del honor que conmueve las fibras del alma en los momentos supremos, del
imperioso deber de conservar el orden interno mientras ellos marchaban a derramar sangre y a
salvar a la nación. A los gritos de viva Bolivia, viva el Perú, Su Excelencia abrió el desfile del
ejército aliado por las calles de La Paz.
Llovían flores sobre el Capitán General, pugnaban los humildes por tocar sus botas, un
formidable griterío sofocaba las voces de mando. Tras cada batallón trotaban esforzadas
cantineras cargadas de víveres y cacharros. En el Alto de la Garita se detuvo Su Excelencia a
refrescarse y a recibir el homenaje de una comisión de matronas. Lo cubrieron con mistura y le
entregaron obsequios, hasta una taleguita con tierra paceña para que estuviese junto a su pecho
mientras durara la campaña. A la una de la tarde Don Hilarión volvió a montar su alazán. Llovía
en la distancia. Cuando se volvió a despedirse de La Paz, un arco iris relucía sobre las montañas.
Seis leguas diarias avanzó el ejército aliado a través de puna y desfiladeros. Precedido por sus
coraceros, el Capitán General no parecía fatigado cuando una semana después la cordillera
empezó a desplomarse hacia la arenosa provincia de Tacna.
Temprano el 30 de abril un grupo de jinetes chisporroteó por el tranquilo empedrado de las
calles tacneñas. Adormilados centinelas reconocieron al General Manuel Othón Joffré, ministro
de Guerra de Bolivia. Desde la víspera, los bolivianos acampaban en la cercana localidad de
Pachas. Daza disimuló su contrariedad. Suponía que el presidente del Perú esperaba en Tacna.
Pero el General Prado no se ha movido de Lima. Othón Joffré convocó al alcalde y a los
principales. Quería el Capitán General que un retrato de su colega y amigo se colocara en el
balcón de la Municipalidad, a fin de que sus tropas rindieran saludo y homenaje al más noble
aliado de Bolivia. El señor ministro indagó si está dispuesto el alojamiento presidencial y una
vez que impartió instrucciones y despachó telegramas a las autoridades de Arica, picó espuelas
de regreso a Pachía con una numerosa comitiva de peruanos. Un rumor a campanas y a marchas
de guerra alegró el corazón de Hilarión Daza cuando al mediodía avanzó por el risueño valle del
Caplina.
Trota al frente, escoltado por dieciséis edecanes, su estado mayor y cuatro coraceros de
elevada estatura y elegantes uniformes. Bajo guirnaldas de flores y cintas de seda con los colores
nacionales de su país, el jefe supremo de Bolivia hizo caracolear su alazán por la calle Comercio.
Ahora se confunden las músicas que siguen al Presidente desde La Paz y las que saludan su
ingreso a Tacna. Bañado en pétalos rojos y blancos, Don Hilarión frenó su cabalgadura ante la
Casa Consistorial. Un gran retrato de Mariano Ignacio Prado espera en un balcón, entre los
pabellones nacionales aliados. Daza desenvainó su espada y con ella saludó el óleo de su colega.
Ayudantes y jefes de estado mayor lo imitaron. Toda la ciudad lo aclamó: ¡Viva Bolivia! ¡Viva
Daza! De nuevo campaneaban. El General Carlos de Villegas entró al frente de la primera
división boliviana. Los aliados desfilan hacia su campamento en arbolados suburbios repletos de
pinos, sauces y gordos viñedos, redoblando el paso ante el General en jefe y un pueblo que no se
fatiga de aplaudirlos y arrojar flores. Batallón Colorados de Daza. Y el Batallón Paucarpata. Y el
Batallón Olañeta. Y el Regimiento Húsares de Bolívar. Y el General Víllamil y sus ayudantes de
la tercera división. Y la Legión Boliviana con los rifleros de Murillo. Y el escogido Batallón
Libres. Y el renombrado Batallón lllimani. Y el Batallón Independencia. Y el Batallón
Vengadores de Potosí. Y, en fin, los altivos coraceros del Escuadrón Escolta. Tres horas demoró
el ejército aliado en cruzar Tacna por la calle San Martín. seis generales, 124 jefes, 383 oficiales,
15 cirujanos, dos capellanes, 5,451 soldados. Y aún falta llegar la cuarta división procedente de
Cochabamba. A las cuatro de la tarde el presidente de Bolivia entró a la casa que había sido
preparada para alojarlo. El pueblo de Tacna no se movió de las calles. Sin pausa vitoreaban a
esos hombres llegados desde las cumbres para morir como peruanos. Daza aceptó sonriente una
copa de champaña bien fría, leves canapés de salmón y foie gras mitigaron el hambre de tan
larga jomada. No terminaba el primer brindis cuando las cornetas anunciaron que se acerca el
tren de Arica.
Desde el 13 de abril Montero estaba al mando militar de ese puerto. A bordo del pequeño
vapor peruano "Talismán” viajó cuatro días para desembarcar junto al morro aún desguarnecido.
Acompañado de 19 jefes y 30 oficiales principió de inmediato su doble misión: instalar baterías
dejadas allí por el "Chalaco” y organizar la recepción de los aliados. El corpulento y levantisco
contralmirante que dirigió los barcos americanos en el Callao, el 2 de mayo de 1866, manejó el
recibimiento con la grandiosidad que deseaba Don Hilarión. Servicio de cristal tallado, delicada
mantelería de Bruselas, magníficos vinos traídos de las bodegas de Bayly o Maury en Lima,
laboriosas golosinas de convento, perfumes y muebles y sedas, todo fue llevado hasta esa casa de
techos rústicos que ahora habita Su Excelencia. A la esforzada tropa boliviana se le ofreció de
inmediato una monumental pachamanca, hecha con 28 toros, 300 carneros, 240 chanchos, 6,000
choclos, tres toneladas de papa y una tonelada de habas, regada con siete mil prudentes litros de
chicha arequipeña.
Otro picante banquete fue ofrecido por las más ricas familias de Tacna a los oficiales
bolivianos. Ahora Montero, su estado mayor, el prefecto y una elegida comisión de notables de
Arica se trasladaban a pie desde la estación ferrocarrilera a la residencia del presidente.
—¡Es un honor saludar al héroe de la gloriosa jornada del 2 de mayo!
—lo recibió Don Hilarión con los brazos abiertos—¡El intrépido marino que puso en fuga a
la escuadra española, es digno amigo y aliado de mi Patria y por ello me complace, como
presidente y Capitán General de Bolivia, ofreceros un fraterno abrazo! Montero tragó saliva. Se
abrazaron dispensándose robustas palmadas a la espalda.
—¡El honor es mío, Excelencia! No sólo soy portador de la emocionada bienvenida que me
encarga transmitiros nuestro jefe y Presidente, el benemérito General Mariano Ignacio Prado,
sino que vengo a extenderos caluroso saludo a nombre de los heroicos soldados que defienden
Tacna y Tarapacá, ofreciéndoos mi personal colaboración y amistad y sintiéndome honrado por
este abrazo con que el ilustrado Presidente y Capitán General de los ejércitos de Bolivia, cuyo
renombre de valeroso gobernante no es desconocido para los pueblos del Perú, se ha dignado
recibir a su amigo y aliado.
Reaparecieron las copas de champaña.
—Por mi ilustre amigo y noble aliado de mi Patria, el General Mariano Ignacio Prado,
presidente del Perú —Don Hilarión ofreció el brindis con la copa en alto.
Bebieron.
—Porque la victoria corone el largo viaje del glorioso ejército de Bolivia
—puntualmente Montero devolvía todos los cumplidos —Y por su Capitán General y
presidente, don Hilarión Daza.
Fiesta en Arica
Un día después que cinco gendarmes, seis voluntarios y un teniente rechazaran a una fuerza
de desembarco chilena en Mejillones del Perú, solemnes fanfarrias saludaron la llegada del tren
presidencial en Arica. Trece años exactos se cumplen de la batalla del Callao contra los navíos
reivindicadores de España. Quemado por los cañonazos del “Cochrane" a esta hora humea
Mejillones. Sus quinientos pobladores ni siquiera recuerdan que es 2 de mayo de 1879. Todo
cuanto tenían resultó pulverizado en cinco horas de combate, sostenido desde tierra por apenas
doce rifles.
Don Hilarión Daza recibe los más altos honores militares y revista a las tropas formadas al
pie del enorme morro negro. Ciento veinte disparos de cañón soportó Mejillones, a mitad de
camino entre Iquique y Pisagua. A Daza se le alojó en el edificio de la Aduana. Tan pronto se
hubo refrescado, pidió al contralmirante Montero que le mostrara los lugares de interés. La
ciudad se recuesta sobre el morro, ofreciendo sus ventanas a los vientos más largos. Placenteras
terrazas con geranios y claveles evitan interrumpirse en la contemplación del atardecer. Altos
techos de torta soportados por vigas rústicas dan una sombra de bosque a esta población menos
atareada que Iquique. Montero se siente en casa. Arica siempre fue puerto frecuentado por la
escuadra. Hace once años en esta bahía anclaba la corbeta "América”, rápida gemela de la
“Unión".
A las cinco de la tarde del 13 de agosto, el morro osciló violentamente antes de que un gran
crujido subterráneo confirmara el tamaño del cataclismo. Espantados vecinos creyeron hundirse
en el océano. Trozos de costa se desprendían sobre el océano. Dos minutos duró ese terremoto
que dejó mil kilómetros de ruinas entre Arequipa e Iquique. Una gruesa polvareda marrón ocultó
la cordillera y pronto apagó al sol. Vino la noche entre emanaciones picantes y un vaho a planeta
removido.
Golpeó el terremoto como un gran martillo en el casco de la ‘'América”. El comandante
Jurado de los Reyes miró luego el mar, quieto como un espejo negro, y desembarcó a prestar
auxilio. Estaba en la playa cuando llegaron las olas. Algo revolvía el océano desde abajo. El
segundo comandante Carlos Ferreyros ordenó largar otra ancla. Espumosas bestias cóncavas
cayeron sobre Arica desbordando la orilla y triturando botes. Jurado de los Reyes volvió a su
buque. Desde el puerto anochecido lo vieron por última vez mientras chalaneaba el maremoto y
trepaba a la corbeta por el tangón. Después la bahía se hincho como si de sus fondos brotara una
burbuja descomunal. Las máquinas de la “América” no consiguieron contrariar el oleaje. E1 gran
golpe de mar arrasó la corbeta, arrastrándola a la isla del Alacrán para después aventarla al norte
de Arica. En este pedazo de playa encontraron el cuerpo deshecho de Jurado de los Reyes. Su
Excelencia el Presidente Daza no contempla naufragios o cadáveres sino un placentero mar azul
que allá, al pie del morro, embiste rocas olorosas a marisco. La población está hoy en las calles,
no sólo para mirar al jefe supremo de los aliados sino también para asistir al ejercicio de cañón
que empieza a mediodía.
A dos kilómetros del morro, un lanchón servirá de blanco.
—¡A ver si aciertan antes del anochecer! —gritó a sus artilleros el cachaciento teniente Del
Castillo —¡Tienen que quedar bien delante del General Daza, muchachos!
—¿En cuántos tiros lo hundo, señor? —sonrió "Chico”. Se llama Ricardo Silva y hasta venir
de voluntario, ha sido playero en el Callao.
—Cuando vengan chilenos, no van a estarse quietos para que hagas puntería —recordó el
subteniente Delhorme. Entrenó personalmente a “Chico” tan pronto descubrió su instinto para
calcular distancias.
—; Atención!
Las fanfarrias saludaron la aparición de los jefes en el morro. Daza aprobó el formidable
aspecto del fuerte San José. Aceptó el anteojo ofrecido por Montero para estudiar la bahía y el
blanco.
—Muy bien, empiecen.
A Delhorme le pareció que “Chico” visaba bajo.
—¡Fuego!
Retumbaron las baterías. Oleadas de aíre caliente golpearon a la muchedumbre. Columnas
de espuma sacudían el mar en derredor del blanco. Claro, si fuese un buque de buen tamaño, un
acorazado chileno por ejemplo, las halas lo habrían golpeado. Daza asintió, aceptando con
benevolencia el comentario de Montero.
—¡Fuego!
De nuevo fracasaron, aunque ahora brincó la lancha casi tocada por las granadas.
—Vamos, ‘‘Chico”, haz de cuenta que apareció el “Blanco Encalada”. ¿Lo ves?. .. —dijo
Del Castillo.
—Sí, mi teniente.
... Y ahí, de pie en el puente está Williams Rebolledo, el mismo que incendió Pisagua. ¿Lo
ves?
—Sí, mi teniente.
—Hay que cañonearlo, es tu única oportunidad.
—Tienes que acertar —intervino Delhorme.
—¿Le doy en la cabeza o prefiere en la barriga, señor? —se cachondeó el cabo de cañón.
—¡Fuego!
El bombazo de “Chico” pulverizó la lancha.
—¡aya tiro! —murmuró Montero. El blanco había desaparecido de la bahía.
—¡Bravo, bravo! —Daza se entusiasmó como si estuviera en una plaza de toros—¡Perfecto,
muy bien!
—En la barriga —sonrió “Chico”.
Delhorme lo palmeó: cuando aciertes al primer disparo serás el mejor artillero de Arica,
muchacho.
—Deseo felicitar al cabo de cañón —habló Su Excelencia.
—¡Atención!
¡Artillero Silva! -llamó Del Castillo ¡Preséntese ante Su Excelencia el Capitán General de
Bolivia!
El joven playero chalaco nunca había estado tan cerca de un presidente. Sus cañonazos aún
abejorreaban en sus orejas y no entendió el breve discurso obsequiado por Daza.
—y es mi deseo recompensarlo —terminó el Capitán General. Del uniforme extrajo una
taleguita repleta de monedas de oro.
—Con perdón de Su Excelencia —se adelantó Montero. Colocó en la tostada -diestra de
“Chico” una bolsa con veinticinco esterlinas de oro —Déjeme premiarlo personalmente, a
nombre de nuestros pueblos aliados.
“Chico” enmudeció al sentir el peso de esa fortuna. Ni Daza, ni Montero, ni sus respectivos
ayudantes esperaban que hablara.
En el edificio de la Aduana espera el banquete en honor del Capitán General y los jefes se
marcharon tertuliando animadamente bajo el sol. “Chico” estudió el contenido de la talega. Sus
compañeros de batería lo rodearon con estupor.
—Bueno, muchachos -—Del Castillo desaprobaba tan desmesurada recompensa pero tuvo
que disimular—: hagan su fiesta, “Chico” paga la cuenta.
Intrigas Chilenas en Tacna
A la desanimada luz de un quinqué, el Capitán General deseo no estar en Tacna, ni de este
lado de la guerra. Mariano Ignacio Prado no se movía de Lima, la escuadra del Perú no se aparta
del Callao, tampoco consultan a Daza la estrategia de los aliados en Tarapacá. No puede correr el
riesgo de volver a La Paz, entregando el mando de su ejército a un lugarteniente. Quería para sí
el prestigio de todas las victorias, a la vez que vigilar de cerca la fidelidad de esos batallones. El
armamento comprado por su gobierno sigue depositado en Panamá, sin que los vapores peruanos
vayan a traerlo. Falta vestuario y hasta zapatos, lejos del cable y de las noticias que a diario se
recoge de vapores neutrales detenidos en Arica.
Su Excelencia se siente aquí como en una trastienda. No importa su bien surtida bodega y
las continuas atenciones de los principales de la ciudad, Don Hilarión se aburría. Durante el largo
viaje a través de la cordillera, imaginó que las legiones peruanas lo aguardaban para pasar al
ataque, que pronto llegaría a liberar Antofagasta, que verdaderamente Chile había cometido un
error declarando la guerra a sus dos vecinos. Tanto apurarse para esto: de la ventana al sillón, no
tiene nada que hacer. los tacneños empezaban a acostumbrarse y pasan ante la mansión de Su
Excelencia como si la habitara un elegante prefecto. No le interesa el adiestramiento de sus
divisiones. Prefiero cabalgar, ir de caza, dormir, encerrarse a beber o a nada más contemplar con
hosco silencio la lucecita amarillo verdosa del quinqué.
—¿Qué quieren? —se agrió su voz. Golpeaban la puerta. Entró el coronel Granier.
—Un compatriota desea saludarlo, Excelencia.
—¡No estoy para nadie!
—Es el doctor Salinas Vega, Excelencia. Viene de Chile.
—¿De Chile? ¿y qué lo trae a Tacna? Bueno, bueno. .. ¡hazlo pasar!
El mundano desenfado del visitante agradó a Don Hilarión.
—Excelencia, vengo a ponerme a sus órdenes antes de volver a Santiago.
Daza lo invitó a apoltronarse. Bébase una copa, hombre. Gracias, Excelencia. Salinas vivía
veinte años en la capital enemiga. Acudió el mayordomo a los palmazos de Daza.
—¿Qué se sirve, amigo Salinas? No se preocupe, ¿eh? Aquí hay de todo, como en La Paz.
La noche enfriaba.
—Acepto un coñac, Excelencia.
—Acaba de llegar y ya se va, doctor.
—Estuve en Arica, Excelencia, liquidando asuntos comerciales. Usted comprenderá que mi
situación es algo, algo delicada.
—Claro, comprendo. Por Bolivia —brindó Don Hilarión.
—Y por usted y su clarividente conducción de nuestra amada Patria, señor.
Después de la primera copa, Daza pidió informes sobre la situación interna de Chile y su
poderío militar.
—¿Cree usted que ofrezca mucha resistencia a nuestras armas más?
—Excelencia, yo quisiera, en fin...
—Aguardo su más franca opinión —Daza alargó su copa vacía para que Salinas la llenara
—No tenga usted ningún temor, amigo mío.
—.. .la verdad, Excelencia, la superioridad bélica de Chile es, diría yo, aplastante. Me temo
que las autoridades del Perú han mal informado a su gobierno, señor...
Daza movió la cabeza como si dijera que es posible, que ni en los aliados se puede confiar.
—Un ejército formidable, Excelencia, y su escuadra es verdaderamente superior. Hundirán
al “Huáscar” tan pronto se les ponga a tiro.
—No lo creo posible.
—Los acorazados de Chile son la última palabra, Excelencia. Allá se tiene la impresión de
que hemos sido arrastrado a la guerra por la perfidia del Perú.
—Pinto ordenó ocupar Antofagasta —el Capitán General apretó los dientes con rabia: un
obsequio chileno para su onomástico.
El auténtico enemigo está en Lima, así lo he escuchado en altos círculos de Santiago.
—¿De veras?
—Chile cree necesario modificar la geografía política de Sudamérica y a menudo pienso que
no le falta razón.
—¿Encerrándonos en la cordillera?
—No, no. entienda, Excelencia: al Perú le sobra territorio. Lo más lógico sería que nuestro
litoral se extendiera de Arica a Mollendo. Puno y el lago serían bolivianos. Nos conectaríamos
por ferrocarril con la costa. Y el industrioso pueblo chileno podría colonizar estos desiertos.
Salinas Vega viajó a Tacna siguiendo instrucciones del gobierno chileno. Primero intentaron
servirse del boliviano Gabriel René-Moreno, hombre de mucho prestigio, largo tiempo residente
en Santiago. La oferta del todopoderoso consejero Domingo Santa María no lo convenció:
Bolivia traicionaba al Perú y, pasándose al otro bando, auxiliaba a conquistar los territorios de
Tarapacá, Arica, Tacna, Moquegua y Arequipa, casi medio millón de kilómetros cuadrados. Los
nuevos aliados canjearían después trozos de costa. Entonces el gobierno de Santiago usó a
Salinas Vega, a quien le pareció un plan excelente. Ahora hizo un detallado recuento de la
importancia militar de Chile. Sin el concurso de Daza, podían barrer a los peruanos antes de que
acabara el año. Don Hilarión bebió otro coñac. Parecía aprobar. Lo avinagraba el tratado
complementario firmado en Lima, por el cual Bolivia se comprometía a pagar su parte de todos
los gastos extraordinarios de la guerra, hipotecando para ello su renta nacional.
—¿Nos quieren arruinar! —bufó Su Excelencia—Y hay que ver el trabajo que costó
forzarlos a cumplir el tratado! ¡Más nos convendría arreglarnos con Chile!
—Opino lo mismo, Excelencia.
El presidente de Bolivia se sinceró: esperaba un trato diferente de parte de sus aliados. No se
le pedía su consejo militar, tampoco recibía informes sobre las armas compradas por Bolivia.
¿Usted cree que podemos confiar en los chilenos? Salinas Vega asintió. Chile ansiaba recobrar la
amistad de Bolivia, pero continuará la guerra al Perú hasta sus últimas consecuencias. ¿Por qué
pagar los platos rotos, Excelencia? Sin revelar que cumplía instrucciones de Santa María, puso
en boca de René-Moreno el resumen de las condiciones para una paz separada.
—¿Llevaría usted una propuesta a Chile? —preguntó Daza con brusquedad.
—Me siento honrado por su confianza, Excelencia.
—Pues hable con Rene-Moreno y dígale de mi parte que, sin comprometer a Bolivia, se
haga confiar la propuesta concreta de Chile y me la traiga a Tacna. -
—¿Me dará órdenes escritas, Excelencia?
—No, no, no
—sonrió el Capitán General. El encargo de debe cumplirse verbalmente. Bolivia aparecerá
solicitada de amistad por Chile.
Bajando la voz, Su Excelencia dio a conocer sus términos: cierta cantidad de libras
esterlinas para su uso personal, traspaso de los buques peruanos a Bolivia y, sobre todo, que no
se utilizara para nada el nombre de Don Hilarión.
Cita Secreta a bordo de la ”Unión”
Cielo, bahía, casas, islotes, dársena, todo gris, disuelto, como hecho de mercurio, apenas
vivo a las cinco y media de la mañana: en esta cubierta que capitaneó trece años atrás en el
combate de Abtao, el comandante Grau cuenta sus pisadas mientras García y García recuerda
que hace un mes comenzó la guerra y nada extraordinario se ha hecho para fortalecer la
escuadra.
—¿Qué Hace Canevaro en ¿París? —gruñó el jefe de la segunda división naval.
—Corteja a esos judíos de la rue Vivienne. Hemos pedido préstamos a traque barraque y
ahora nadie nos atiende. Ni por segundo vicepresidente lo invitan a tomar asiento. Dicen que no
podemos garantizar el pago de un millón de esterlinas.
—El Perú vale más que un millón —dijo el comandante Camilo N. Carrillo.
Ve a preguntárselo a los señores diputados —sonrió amargamente el comandante Sánchez
Lagomarsino
—nadie quiere pagar impuestos.
—Peor será pagar cupos de guerra a los chilenos.
Se debe dos meses a las tripulaciones.
—¿Por qué no negociar directamente con Rutherford Hayes? -preguntó More.
—He oído que ofrecen el “Stevens Battery” por una bicoca -dijo Grau.
—Flota de lo más bien, ¿no? —García y García conoce bien ese gran acorazado inconcluso.
Veinticinco años atrás, Robert Stevens se adelantó a su época diseñando un buque de acero, de
siete mil toneladas. Pese a la oposición de los almirantes norteamericanos, el “Stevens Battery”
estaba casi concluido cuando su creador murió en 1856. Entonces se abandonaron las obras—
Buen blindaje, espolón, espacio para colisas en cubierta. Oye Miguel, entiendo que hasta tiene
calderas instaladas. Nada más habría que artillarlo.
—¡Ocho Armstrong de 400! —soñó Carrillo.
—¿Y por qué no Krupp?
En el polígono de Biedelar se había ensayado un nuevo cañón de 550 mm. capaz de
atravesar cualquier blindaje conocido.
—Francia sacará pronto a remate dos blindados de 1872 —dijo Grau. Su rostro sombrío
censuraba el desacuerdo nacional para reunir fondos extraordinarios como no fuese a través de
una colecta patriótica.
—Los acorazados de Abdul Hamid se oxidan en el Bósforo —murmuró García y García.
Varios buques turcos se ofrecían confidencialmente en venta a través de agentes en París y
Londres —El “Osmanieh” es gemelo del acorazado que no compramos en 1870.
—En Panamá tenemos dos torpedos de arrastre —More estiró el anteojo hacia el muelle de
guerra. Se acerca una chalupa a vapor. De pie, en la rápida proa, un hombre cubierto con un
capote azul parece disfrutar del helado ventarrón —Es él. Los capitanes de navío se arrimaron a
estribor.
—Hemos pedido granadas Palliser y nada.
Minas submarinas cargadas con dinamita y nada. Nuevas ametralladoras Gatling y nada —a
Grau se le endurecía la voz.
—No se puede hacer la guerra sostenidos por limosnas —dijo More.
—A bordo de la “Unión" faltan frazadas —García y García meneó la cabeza —Nada más
tenemos cinco tazas. Cada oficial debe traer sus cubiertos.
—Es una vergüenza...
—Y ya tú ves cómo se oponen a cada propuesta tributaria.
Agudo como una gaviota, el silbato anunció que el Supremo Director General de la Guerra
se acercaba a la corbeta. Los comandantes saludaron militarmente. Nada más que un puñado de
centinelas permanecía a bordo.
—Conversaremos en la cámara. Excelencia —García y García lo invitó a entrar. En ese
momento un pálido sol de mayo atravesó la cenicienta techumbre de nubes y haces amarillos
cayeron sobre el mar, con esa consistencia de la luz oblicuándose a cierta hora de la tarde en el
interior de las iglesias.
Por las desiertas entrañas del buque se condensaba un frío todavía nocturno y el General
Prado siguió envuelto en su capote azul. Los ojos se le abultaban por la falta de sueño. A pesar
de la agresión chilena, su gobierno no obtenía fondos del Congreso de la República reunido en
sesiones extraordinarias. Olfateó un perfume a café. Antes de que circularan desportilladas tazas
de caracolillo fuerte, García y García ofreció una botella de whisky. Sólo tenían tres vasos en la
segunda cámara. Señores, debemos hablar con toda libertad. La escuadra tiene que moverse.
Prado calentó el cuerpo. Después de los bombardeos chilenos, la opinión pública exigía
castigo al adversario.
—Estoy en desacuerdo, señor Presidente —Grau ni siquiera mencionó que los blindados a
su mando no han concluido indispensables composturas. Hace unos días, saboteadores chilenos
volcaron latas de kerosene a bordo de la “Independencia” y le echaron fuego. La tripulación
pudo controlar el incendio y capturar a los presuntos culpables. Otros saboteadores quemaron el
arco monumental de Desamparados, a espaldas de la residencia del Presidente. A Grau lo
preocupa la inexperiencia de artilleros, marineros y hasta de los maquinistas ingleses
—Nuestras dotaciones tienen una preparación lamentable. Creo que todos los comandantes
presentes hemos informado de numerosos desertores. Otros, que llegan de voluntarios, no saben
dónde está babor y dónde estribor. Los artilleros dan en el blanco sólo por casualidad. Debemos
practicar. Si salimos de campaña en estas condiciones, puede acontecer cualquier catástrofe.
—Hay motivos de estado muy poderosos para que yo viaje de inmediato al sur —dijo Prado.
Están enterados, señores, que el ejército boliviano ya acampó en Tacna. Pronto irá el “Chalaco”
o el “Talismán” a recoger siete mil rifles en Panamá. La Grace Brothers acumula armamento en
Nueva York para despacharlo por la misma ruta con destino al Perú. Su Excelencia llenó los
pulmones de aire—Lo peor es que nuestro aliado Daza ha recibido en varias oportunidades a un
agente chileno. Sospechamos que inicio tratos con el enemigo no sólo para romper la alianza
sino para cambiar de bando.
Grau cambio miradas con sus camaradas.—¿Es algo más que una suposición?
—Sí, señor Grau. Bastante más que un chisme. También conocemos que se ha ordenado a
Williams Rebolledo bloquear Arica antes de que Montero acabe de fortificar el morro. Si eso
sucede, el Ejército del Sur quedará embotellado. La escuadra tiene que intervenir ahora.
—¿Toda la escuadra?
—Sí.
—¿También los viejos monitores?
—Los necesitan en Arica.
—Será necesario remolcarlos. . .
—Ajá.
—.de modo que la escuadra no podrá navegar a más de cinco o seis nudos. Abusábamos de
nuestra buena fortuna, suspiró el Presidente: cada mañana despierta preguntándose si los
acorazados chilenos no están ya frente al Callao. Mientras los buques nacionales sigan en el
dique o componiendo máquinas, el enemigo podía clausurar las dos salidas del puerto. No era
bloqueando Iquique que se estrangulaba al Ejército del Sur, sino cercando los depósitos,
maestranzas y todos los recursos de la Capital, cuya única puerta al exterior es el Callao. Trece
años atrás, bajo la dictadura del mismo General Prado, de allí corrieron a cañonazos a la flota
española. Sede principal de la Compañía Inglesa de Vapores, cuyos almacenes ocupan casi
cuatro hectáreas, no permitirá el ministro de Su Majestad Sir Spencer Saint-John que
bombardeen el puerto como si fuera Pisagua.
Pero las viejas fortificaciones de 1866 tampoco pueden rechazar una embestida chilena
contra objetivos militares. En las torres del Real Felipe aceitan veteranos Blakeley de 500 libras.
Las antiguas baterías Junín y Mercedes están provistas de Armstrong de 500. Esos cañones y la
artillería de los buques que demoran en zarpar, resultan poca protección para el centro del
comercio peruano. El indispensable dique flotante, capaz de elevar navíos de hasta 5,000
toneladas, está indefenso. Los acorazados chilenos pueden arruinar la importante factoría naval
de Bellavista o incendiar la muelle dársena con sus dieciocho grúas a vapor al que acoderan
transatlánticos. Aún bloqueado el Callao, es verdad que el “Huáscar”, acaso la “Independencia”
puedan burlar el cerco y escapar. ¿Pero dónde se abastecerán y en qué lugar de la costa peruana
fabricarán repuestos para sus máquinas?
El Supremo Director de la Guerra expuso brevemente su plan naval: evitarán todo combate
con superiores acorazados chilenos, golpeando atrás de las líneas enemigas para impedir que el
gobierno Pinto desencadene una ofensiva terrestre o intente desembarcar tropas en Tarapacá. La
pequeña escuadra peruana se mantendrá en movimiento, sorteando todo peligro de bloqueo y
destruyendo o capturando transportes y corbetas chilenas mientras se dilata la guerra—El tiempo
corre a favor nuestro, caballeros. Espero del patriotismo de todos los peruanos la recolección de
fondos que permitan adquirir cuanto hace falta para luchar de igual a igual con el agresor.
—Muy bien, Excelencia —Grau resopló
—¿Cuándo zarpamos?
Carta de Daza a Prado
(Del Capitán General Presidente de Bolivia y General en Jefe de su Ejército Expedicionario
a su noble y grande amigo el Presidente del Perú.)
Grande amigo:
Al acudir con la mayor parte del ejército boliviano a la invitación telegráfica que de parte
de V. E. me fue hecha, no he vacilado en venir personalmente, mandándolo, pues es en el seno
de la verdadera confraternidad de hermanos leales que vengo a unirme con V.E. para que con
esfuerzos comunes mostremos al mal aconsejado gobierno de Chile que en América no es la
fuerza derecho.
Al poner mi planta en el suelo peruano con tan santo fin, como Capitán General del ejército
boliviano y su General en Jefe, cumplo el grato deber de saludar a V.E. como el aliado y el
mejor amigo de mi Patria y como Presidente del preclaro pueblo peruano.
Señor y amigo: al extenderos mi mano desde Tacna para estrechar la de V .E. a las orillas
del renombrado Rímac, siento fuerte emoción y tengo fe en que Dios bendice la unión de dos
pueblos a los que Él ha querido dar un común origen y un destino común.
He resuelto que estas letras sean puestas en manos de V.E. por el señor coronel graduado
del ejército doctor don Nataniel Aguirre, a quien con este objeto he nombrado mi agente
confidencial ante V.E., en cuya calidad lo acredito y en cuyo carácter le he prevenido transmita
a V. E. los especiales encargos que para V.E. le encomiendo.
Sírvase V. E. aceptar las protestas de mi alta y distinguida consideración. Es dada en
Tacna, firmada de mi mano, sellada con las armas de la República y refrendada por mi
secretario general a los seis días de mayo de mil ochocientos setenta y nueve.
Hilarión Daza
Interesado el Gobierno de Chile en poner término a la guerra que sostiene contra Bolivia,
mira con placer la buena disposición de U. para coadyuvar a la consecución de ese deseo.
República de Chile
1. - Se reanudan las amistosas relaciones que siempre han existido entre Chile y Bolivia y
que sólo se han interrumpido desde febrero de este año. En consecuencia, cesa la guerra entre
las dos repúblicas y los ejércitos de ambos se considerarán en adelante como aliados en la
guerra contra el Perú.
2. -En testimonio de que desaparecen desde luego todos los motivos de desavenencia entre
Chile y Bolivia, se declara por este último que reconoce como de exclusiva propiedad de Chile
todo el territorio comprendido entre los paralelos 23 y 24 que ha sido el que mutuamente han
disputado.
3. -Como la república de Bolivia ha menester de una parte del territorio peruano para
regularizar el suyo y proporcionarse una comunicación fácil con el Pacífico, de que carece al
presente, sin quedar sometido a las trabas que le ha impuesto siempre el gobierno peruano:
Chile no embarazará la adquisición de esa parte de territorio, ni se opondrá a la ocupación
definitiva por parte de Bolivia, sino que, por el contrario, le prestará al presente la más eficaz
ayuda.
4. -La ayuda de Chile a Bolivia consistirá mientras dure la guerra actual con el Perú, en
proporcionarle armas y demás elementos necesarios para la mejor organización y servicio de su
ejército.
5. -Vencido Perú y llegado el momento de estipular la paz, no podrá ella efectuarse por
parte de Chile mientras el Perú no la célebre, igualmente con Bolivia, en cuyo caso Chile
respetará todas las concesiones territoriales que el Perú haga a Bolivia o que ésta imponga a
aquel. Tampoco podrá Bolivia celebrar la paz sin la anuencia e intervención de Chile.
6. -Celebrada la paz. Chile dejará a Bolivia todo el armamento que estime necesario para
el servicio de su ejército y para mantener en seguridad el territorio que se le haya cedido por el
Perú o que haya obtenido de éste por la ocupación, sin que se le haga cargo alguno por las
cantidades de dinero que haya podido facilitarle durante la guerra, las que jamás excederán de
seiscientos mil pesos.
7. -Queda desde ahora establecido que la indemnización de guerra que el Perú haya de
pagar a Chile habrá de garantizarse precisamente. atendiendo la situación financiera del Perú y
su informalidad en los compromisos, con la explotación de salitres del departamento de
Tarapacá y los guanos y demás sustancias que en el mismo puedan encontrarse.
La Merced, misa de once
El coche de la Comandancia General de la Escuadra se detuvo ante el número 24 de la calle
Lescano al tiempo que el coronel Manuel María Gómez doblaba la esquina de Lártiga con su
esposa Dolores Grau. Del carruaje oficial bajó el teniente Ferré. Tenía el uniforme salpicado de
barro.
—¡Gua. Diego! —la hermana mayor del comandante Grau carga una canasta con natillas
caseras y suculentas cachangas que ella misma horneó al amanecer.
—¿Va usted a decirme que recién se levanta?
—No, señora —rió Ferré —Estuve reuniendo provisiones para el “Huáscar”.
El coronel se anunció con sonoros aldabonazos. Después de once campañas, cumplía
sesenta años en el retiro. Sopló sus manos. calentándolas. Gris y húmeda embiste la mañana por
donde hace un rato brillaban amarillentos globos de gas.
—¿Parten al sur?
—Parece que sí, señor.
Sobre silenciosas suelas de papel prensado, el chino Francisco entreabrió la puerta. Su
trenza se agitó alegremente cuando reconoció a la hermana de su patrón.
—¡Entlau ñola Lolole, entlau coloné! olfateó las cachangas y alzó el paño que las cubría.
Admiró su aspecto —Mmm. Ese son especiá. Comanante Glau otla vez a buque —informó el
cocinero haciéndose cargo de la canasta —Poblecito ñola Iololita... ¿porqué gobíelno no dejau
tlanquílo comanante Glau? Viene revolución...,comanante Glau! Viene nenemigo... ¡comanante
Glau! Viene cuaquiel cosa... ¡comanante Glau!
—¡Francisco! —reprendió Doloritas —Gracias, cuñada. Adelante. Pase, Diego.
Dolores la abrazó como abrigándola en su pecho: mi niña querida. Treinticinco años de edad
y diez hijos, dos de ellos trágicamente muertos. Y ahora esta guerra con los chilenos.
Enrique y Oscar vestían uniforme de marinerito inglés para acompañar a su padre al
“Huáscar" en tiempos de paz. Así trajeados por la experta tijera del sastre del monitor, entraron
al dormitorio principal cuando Grau perfumaba sus espesas patillas.
—Hola, Enriquíto —abrazó y besó a su primogénito y después a Oscar. Aparecieron
Ricardo y Rafael. Los niños se acomodaron al borde de la cama.
—Llegó tía Dolores.
—Sí, y tío Manuel.
—También el teniente Ferré, papá. Trajo el coche del Ministerio.
—Hay cachangas para el desayuno, ¿oíste, papá?
-—¿Te vamos a acompañar al Callao, papá? —Enrique ya había pedido permiso a su mamá.
Los niños dormían en el camarote del comandante cuando Grau quedaba al ancla en el puerto.
—No, Enriquito, hoy es imposible.
—Podríamos embarcar de aspirantes —propuso Oscar sacudiendo su cabeza rizada
—Así tendrías compañía.
—Hum —Grau abrió, cerró la cómoda llena de ropa blanca perfumada con manzanas
verdes, hasta encontrar un pañuelo filipino con sus iniciales bordadas por Doloritas. No sólo el
cansancio enrojecía su mirada. Recuerda el mar sanguinolento y a los amputados caballeros
boyando bajo el blanco sol ecuatorial, mientras una misteriosa corriente lo arrastra, todavía
aspirante de diez años, lejos del hediondo amasijo de tiburones echados en su primer naufragio.
Pero el espanto también emboscará a estos niños sentados en la cama, pero a su mando el
“Huáscar" apestará a carne achicharrada, pero la venenosa alegría de esas fanfarrias despidiendo
a los marinos, pero el desvelado acecho de vigías rasando el horizonte con sus anteojos navales,
pero bruscamente dio la espalda para componer el lazo de su corbata.
—Miguel, tu uniforme —Doloritas había cepillado la levita naval apenas adornada con
insignias de capitán de navío. Medallas. la apreciada condecoración de los Vencedores del 2 de
mayo. aquella otra de Benemérito de la Patria: nunca las usó. Ay, Doloritas, son pura vanidad.
Uno nada más cumple con su deber, ¿por qué habrían de premiarlo? Ella acarició el rostro
que pronto ha de alejarse. Mientras se termina de vestir, Grau observa crecer el sol sobre los
techos. Lima no está aún puesta a remojar, esa edad gris en que se oye chapotear a las torcazas
en vuelo, cuando gruesas paredes de adobe se inflan con gozo de esponjas sumergidas. Falta un
mes o dos para que el invisible diluvio anual se establezca como un sudor frío, a apulgarar
lienzos de cambray o de más robusto linón de obispo.
Por las orejas del comandante hablan antiguas premoniciones. Como cualquier marino vive
atento a los signos extraordinarios y algo sopló anoche la luz del quinqué, por Bellavista lo
siguió una lechuza y se desplomó el escudo tan sólidamente adherido a la cámara del “Huáscar”.
Entregó a su memoria el delicado perfil de la coqueta de palisandro, embotellados olores de
lavanda y pachult, aquellas fotografías familiares encargadas a Courret. Salió como si hoy levara
anclas al encuentro de los chilenos.
Enrique lleva la espada de su padre a través de esa casa alquilada a la familia Riva-Agüero.
Acostumbrado a tan modesta mescolanza de muebles esforzadamente limpios gracias al plumero
de Francisco, por el corredor Grau respira el húmedo vaho de doradillas y lenguas de ciervo.
También hay helechos en el salón, donde los niños convierten el confidente en castillo, la
otomana en buque, el plumón en proyectil. El sueldo de capitán de navío alcanza con las justas
para alimentar, vestir y educar a los ocho niños. Antes de 1870, el chino Francisco ya trabajaba
para la familia Grau. Mama Casimira patulequea por dependencias olorosas a jaboncillo y
alhucema, auxiliando a Doloritas y a la samba Veneración en el gobierno de la prole. Ni tienen
coche de caballos, ni piano o caja de hielo, ni el comandante siente necesidad de otra maravilla
que el monumental espejo aprisionado con pan de oro, guirnaldas, frutajes y querubines ante el
que ahora revisa.
—¡Ay, Doloritas! —murmuraba al fin —¡Cómo me gustaría tener un espejo!
—Ya tendremos uno, Miguel —lo animaba su joven esposa.
—¡Imposible! ¡Con lo que yo gano es imposible!
La madre de Doloritas se enteró. Un 27 de julio, cumpleaños de su yerno, la familia
conspiró para llevárselo de paseo y. en su ausencia, colgar el espejo en este salón. Reunidos a la
hora de almuerzo, Grau tardó unos minutos en descubrir el regalo. ¡Doloritas!
Dime, Miguel. ¿De dónde lo has sacado? ¿qué va a decir la gente, Doloritas? Si no tenemos
dinero y esto debe costar una fortuna. Se acercaba su suegra. No me ha dado tiempo de
explicárselo, mamá, ni siquiera lo ha reconocido. Pero si es el mismo espejo, caramba. Es mi
regalo. Miguel. No importa cuántas veces atraviese el salón, Grau siempre lo observa de reojo.
Esta mañana prestó más atención a su propio rostro sobreviviendo en las facciones de Enriquito,
y, en el suyo, los rasgos antiguos de Juan Manuel Grau y Berríos y las orejas grandes, la frente
abultada, el rizado cabello de María Luisa Seminario.
Adiós, me voy. No sé cuándo, pero llegado el día, ha de ser inmediatamente. No habrá
tiempo ni para una caricia al vuelo. Tu efímero, único hijo ya casi muerto, oloroso a fúnebre piel
bajo el uniforme con tan apreciadas insignias de teniente 2° parte hoy, madre, como si fuera para
siempre, como ha de suceder mañana o el viernes o algún día de agosto, vaya uno a saber. Pero
el apuesto teniente 2° Carlos de los Heros calló la despedida, aceptando el cariñoso sermón
materno, sí mamá, los pies secos, no olvidar el chubasquero mamá, solamente salía a misa en La
Merced con su amigo Diez Canseco, mamá. Guiñó un ojo a su padre, el doctor Juan de los
Heros, y se reunió a su Camarada con el corazón ligero, como de fiesta. Los tenientes trotaron
por la plazuela del Teatro, observando de reojo a unas extranjeras alojadas en el Hotel Universo
y que a su vez dedicaron un cuchicheo a los oficiales. Pero a Carlos de los Heros sólo le interesa
llegar temprano a misa. A mitad de calle saludaron al teniente 1° Ferré que abandonaba la casa
del señor Grau, seguramente con instrucciones que llevará en su barroso carruaje hasta la
estación de La Micheo y en tren al Callao, donde ponen a punto al “Huáscar" para al fin salir de
campaña.
De los Heros estaciona sus charolados botines en la puerta del templo mientras su
compañero entra de explorador a la nave principal. No está, dijo Diez Canseco. Y ya son diez
para las once. ¿Te acuerdas de su lugar? Sí, hombre, me acuerdo. Porque Victoria, igual que sus
padres, lo mismo que sus importantes tíos limeños, usa espacio propio en la casa del Señor, con
reclinatorio en el que se ha grabado su nombre. Se le apura el corazón mientras tarda su amor en
vano.
¿A qué ha venido, teniente de los Heros? No a mirar calesas, tampoco a saludar amigos.
Vean allí al arrogante hombre con su vida sin gastar, sus leves veintisiete años y ambos pies
metidos en la guerra: irá al frente a morir en nombre de todos. Para mí los ceremoniosos ataúdes,
los abrigados sudarios, las cremosos bayonetas, las patrióticas moscas, las atrevidas
mutilaciones, los atroces retornos, los jocundos naufragios. No hay otro modo de ver a Victoria.
Dos veces llegó con elaborados pretextos a su puerta sólo para escuchar que hoy la familia
no recibe. El mismo ignora cuándo dispondrá de unas horas para subir al tren a Lima o cuándo
partirán definitivamente al sur. Mientras tanto, otros la pretenden... ¡cómo ignorarlo! La ciudad
padece un súbito apuro por amar y engendrar. Amigo nada más, mirada absorta en su mirada,
teniente segundo de negro uniforme naval, mudo paseante frente a su casa en La Amargura.
centinela de sus paseos, ante ella atolondrado, como con fiebre: se portaba a veces como un
tonto.
Victoria dedica sus tardes a coser vendajes para las ambulancias que auspicia don Dionisio
Derteano, en cuya casa coinciden amigos de su hijo, joven comandante de La Columna de
Honor, ese nuevo regimiento de cazadores que servirá de escolta al señor Presidente. Son cien, ni
uno más. Montan los mejores potros del país. El señor Derteano obsequió cien espadas
españolas.
Los domingos por la tarde, familias importantes van a la pampa de Amancaes a presentar el
ejercicio de sus muchachos. Justamente cuando la calesa del banquero Mr. Forsythe se acercó a
La Merced, la Columna de Honor irrumpió por un costado del templo. Trotaban a alborotar
Mercaderes y la Plaza de Armas. Se les veía en verdad arrogantes en sus altas bestias lustrosas,
envueltos en la atrevida jactancia de sus guerreras rojas. Abría la marcha el joven Derteano con
galones de teniente coronel. Victoria aplaudió. Por un momento de los Heros casi sintió lástima
de sus propias breves insignias tan poco visibles en el austero uniforme naval. Diez Canseco lo
alertó de un codazo: se aproximaba la familia Grau. El comandante abraza a Enriquito. Son seis
niños que lo acompañaran misa, breviario en mano, embobados por los últimos jinetes que
desfilan.
—Buenos días, señor Forsythe —saludó Grau.
—Un placer verlo, comandante —replicó Forsythe.
Las familias intercambiaban cortesías. Grau descubrió a sus jóvenes oficiales observando el
encuentro con disimulo, el repentino rubor de Victoria. Hace trece años, en este mismo lugar,
trajeado con uniforme de capitán de corbeta, un joven y delgado Miguel Grau vio salir de misa a
Doloritas envuelta en una rica mantilla. ¿Quién es? ¿cómo se llama? Grau soportó la divertida
mirada del oficial que lo acompaña. El comandante Luis Germán Astete explica que se llama
Dolores Cabero Núñez. Sirvió de intermediario. Visitó a la futura suegra de Grau. Después del té
informó: hay un señor jefe de la marina que desea visitar la casa. ¿Por qué? Luisa Núñez de
Cabero tenía varias hijas jóvenes y hermosas. Por Doloritas. Ahora, seguido por sus hijos, se
vuelve a mirarla y sólo ella descifra el cariñoso mensaje: ya lo ves, valió la pena, hemos sido
razonablemente felices, te quiero como sí viviésemos el primer domingo de la vida.
—Señor de los Heros, señor Diez Canseco, encantado de verlos —saludó Grau
—¿Conocen al señor Forsythe? Le presento a dos de mis oficiales.
—Si los conozco, señor Grau, son amigos de la casa.
De los Heros se acercó a Victoria en el templo. Ella recogió agua bendita y la ofreció al
teniente para que se santiguara. Después se escabulló al lado de su padre. Doloritas acomodó a
sus hijos tres bancos detrás de Victoria. A invitación de su comandante, los tenientes se
arrodillaron continuación de la familia Grau. Óyeme, amor en vano, ¿qué has de esperar de mí,
que hemos de edificar por encima de la guerra? El señor Grau echó una mirada al altar y se
recogió en sí mismo. De los Heros lo conoce exacto, severo, taciturno, respetuoso, inflexible.
Mírese ahora su semblante y se hallará la idea de Dios. En las hurañas costas de China, Dios. En
nevadas islas al sur de Magallanes, Dios.
A la hora de ordenar el abordaje. Dios. Cuando cargó en brazos el pequeño cuerpo muerto
de su hija Elena, Dios. Recogiendo los restos de su padre en Valparaíso, Dios. Ante la temprana
tumba de su hermano Enrique, Dios. Cuando su amado hijo Miguel Gregorio agonizaba. Dios. Si
contempla el nocturno océano sin fondo ni estatura. Dios. En el silencio. Dios. Rodeado por su
familia, Dios. Emboscado, omiso, sibilino, intacto espectro de Dios: solícito tu compasión
porque debemos matar. Oh, sí: matar con plenitud de fuerzas. Hazme justicia, Dios, y defiende
mi causa de la gente malvada, líbrame del hombre inicuo y engañador, envíame tu luz y tu
verdad. El teniente de los Heros se hizo a un lado cuando Doloritas se acercó al altar a recibir la
comunión. Entonces cerró los ojos y percibió un atisbo del infinito. Escucha, fundador del
tiempo, general y prócer y padre de este caos: tráenos de retorno, protégenos a todos, niños,
guerreros, mujeres que nada más aguardan. Haz por favor que vivamos, danos vejez en
compañía, juventud sin degüello o destripados. Al salir del templo, la celeste luz de mayo
recompuso su ánimo. Victoria sonrió antes de partir.
Congreso extraordinario para salvar al Perú
—El impuesto a la exportación de azúcar propuesto por el Ejecutivo tiene graves
inconvenientes tanto científicos como los económicos y sociales —se extiende la voz del senador
Rosas en la sesión de Congreso Extraordinario—A primera vista nuestra industria azucarera
puede parecer próspera y no es así. Según datos que la Comisión Principal de Hacienda del
Senado ha podido adquirir, la ganancia es de dos chelines por quintal vendido en Europa, es
decir, cincuenta centavos en plata, precisamente el monto del impuesto que propone el Ejecutivo.
Yo pregunto: ¿van a trabajar los productores de azúcar para no percibir utilidades?
—Estamos aquí para reunir fondos que el Perú necesita por motivo tan extraordinario como
es la guerra —el diputado Carlos M. Elías controla su creciente cólera—El Gobierno propuso un
impuesto de 50 centavos, en plata, a cada quintal de azúcar que se exporta.
La Honorable Cámara de Diputados se pronunció porque el impuesto fuese dé 50 centavos
en papel o sea 25 centavos en plata. La Honorable Cámara de Senadores transforma el impuesto
en primero el 3 y luego el 2 por ciento ad-Valorem. A mi vez yo pregunto: ¿estamos cumpliendo
con la urgente tarea de proporcionar recursos al Ejecutivo? Y a los peruanos, sean o no
productores de azúcar: ¿preferimos pagar impuestos para el Perú o, en caso de una desgraciada
derrota, pagar cupos en beneficio de Chile?
—Se ruega conservar la compostura —suena la campanilla de la presidencia.
—El impuesto ad-valorem puede pagarse sin dificultad—oye al senador Rosas —Tiene su
punto de partida en el precio internacional y concilia el beneficio del exportador con las
necesidades del fisco y será indiferente que se pague en plata o en papel.
—A los precios actuales, este impuesto debe producir no menos de 500,000 soles. —afirma
el senador García Calderón, debemos convenir que no se puede pedir más a la industria
azucarera. Habría que salvar la contribución predial que pesa sobre los fundos.
—En cuanto al proyecto del Ejecutivo sobre una contribución personal, la modificación al
primer artículo introducida por la Comisión es tan importante, que me permito llamar vuestra
atención —el diputado Moreno y Maíz lee —Dice el Ejecutivo: Todo habitante varón de 21 a 60
años pagará por contribución 4 soles al semestre en los departamentos 3 soles en departamentos
del interior. 1a comisión ha sustituido la palabra habitante por la palabra peruano.
—No me parece que según nuestras leyes exista facultad para imponer a los extranjeros una
contribución de guerra—opina el diputado Febres —Pido una explicación antes de votar a fin de
que, si ella es satisfactoria, reserve mi voto para apoyar la modificación introducida en el
dictamen.
—La Comisión de Hacienda cree que no debe tratarse este impuesto como si fuera una
contribución de guerra, por mucho que las actuales circunstancias le den ese carácter —habla el
diputado Elías
—A la pregunta del honorable señor Febres se le puede contestar que en momentos como el
que vivimos, el país echa mano de todos los recursos, y entre ellos se cuenta lo que pueden pagar
los extranjeros. Y si Su Señoría lleva su rigorismo hasta creer que no deben contribuir para la
guerra, recuérdese que todos los impuestos que se recaudan ahora, sirven exclusivamente para
ese objeto. En el proyecto de la Comisión se dice simplemente que se establece la contribución
personal y que todos debemos pagarla. Me parece que, según el tenor literal y verdadero de la
Constitución Política del Estado, esta contribución sólo puede pesar sobre los peruanos —opina
el diputado Mercado
—El artículo 36 de la Constitución dice: "Todo peruano está obligado a servir a la
República con su persona y sus bienes". Según este artículo, pues, los peruanos son los que están
obligados a contribuir con sus personas y sus bienes al servicio de la Nación.
—Las cámaras entre sí y las comisiones de hacienda de cada cámara se encuentra en pleno
desconcierto —escribe su editorial Andrés Avelino Aramburú—Todos tienen una opinión
distinta y ninguno acepta la opinión de los otros. El Ejecutivo pidió autorización para emitir
hasta 8 millones de soles en papel moneda. El Senado difirió la solicitud y la Cámara de
Diputados la rechazó...
—A los ojos de todos los agentes diplomáticos, el impuesto será considerado una
contribución de guerra —afirma el diputado Eguiguren—No porque nosotros quitemos del texto
las palabras contribución de guerra, dejará de serlo, y no por eso tampoco dejarán de hacerse
reclamaciones justas contra esta ley.
Un agente diplomático cualquiera, el representante de Francia, por ejemplo, puede decir:
mis nacionales no están obligados a pagar. El gobierno contestaría que en la ley sancionada no se
menciona la palabra guerra, pero las cámaras la han votado como contribución de guerra y el
gobierno la ha pedido con ese mismo carácter y objeto y de hecho es una contribución de guerra.
Por todo esto creo que, si se aprueba la contribución personal, no debe hacerse extensiva a
los extranjeros.
—Tres soles al semestre son cincuenta centavos mensuales y cincuenta centavos mensuales
significan un centavo y una parte alícuota o decimal de centavo diario por cada habitante de
nuestra sierra reflexiona en alta voz el diputado Jiménez—¿Quién podría protestar jamás contra
estos dos centavos, hiriendo no sólo el patriotismo sino hasta el decoro de sus conciudadanos de
las provincias? ¡No, señor! ¡No es posible que en estos momentos supremos nos neguemos a
depositar esa miserable suma en las arcas fiscales! ¿Quién no querrá distraer de la más urgente
de sus necesidades dos centavos para defender a la Patria, dos centavos para salvar la propiedad
y la vida del furor y la codicia de su enemigo inhumano?
—Fuera del papel moneda, que es una operación rápida, inmediata y segura, no se ha
presentado nada que no sea ilusorio y que no amenace, por consiguiente, con una decepción tan
amarga bajo su aspecto moral como desastrosa en sus resultados prácticos.
—Prosigue su editorial el director de “la opinión nacional” El empréstito voluntario, que es
la medida principal opuesta al papel moneda, puede no encontrar suscriptores, no porque falta,
que antes bien sobra la voluntad de responder al llamamiento de la patria, sino porque en la
situación actual no hay fondos disponibles para ponerlo en las arcas públicas en la cantidad que
se exige...
—¡Si es necesario apelaré a la sesión secreta! —interrumpe el diputado Elías—¡Señores,
estamos en presencia de una guerra!
—Oficio del Honorable Senado —se oye monótona la voz del relator—comunica que ha
sido desechado igualmente el proyecto del Gobierno para emitir veinticinco millones en papel
moneda.
—Debemos Solucionar la discordancia de la cual aparece que la Cámara de Diputados
sostiene dos cuotas diversas para una misma contribución y que la Cámara de Senadores no
establece sino una, uniforme en toda la República —dice el honorable senador García
Calderón—Pero los que defienden que el hombre de la sierra debe pagar tres soles y el hombre
de la costa cuatro, parece que desde ahora quisieran que se estableciera cierto antagonismo.
Parece que el espíritu fuera decir: paguen más los de la costa puesto que tienen más y esto me
hace temer que se convierta la ley en un arma que nos divida en dos clases determinadas y
antagonistas. Lo racional sería reducir la contribución hasta hacerla igual para todos y de ningún
modo establecer diferencias por sólo pertenecer unos individuos a la costa y otros a la sierra,
porque eso puede traernos futuras consecuencias funestas. Además, la clase que contribuye en la
costa es inferior numéricamente a aquella de la sierra. La diferencia de un sol significa un mayor
ingreso que no pasa de los 80,000 soles y, francamente, por 80.000 soles no vale la pena
establecer clases entre los ciudadanos que los haga odiosos.
—La razón por la cual voto en contra de la desigualdad de la tasa del impuesto, es
constitucional
—anuncia el señor Forero.
—El artículo 32 de la Constitución dice: Las leyes protegen y obligan igualmente a todos:
podrán establecerse leyes especiales porque lo requiere la naturaleza de los objetos, pero no por
sólo la diferencia de personas.
—Las condiciones de vida de los serranos no son las mismas que para los costeños —habla
el diputado Pinzas —...Carácter, costumbres, alimentos, clima: todo es distinto entre los
individuos de la sierra y de la costa. Luego, la ley, que no es otra cosa que la disposición de
medios para llegar a un fin, siendo los medios diferentes para alcanzar el mismo objeto tiene que
ser diferente: esto se desprende fatalmente de la diferencia de las cosas.
—No creo haber comprendido la sutil y novedosa doctrina de Derecho Constitucional
expuesta por el honorable señor Pinzas —sonríe el senador García Calderón—¿Podría explicarse
mejor?
—No es exacto que los indígenas de la sierra no paguen otra pensión que la del tributo que
se les va a imponer, como ha dicho el señor García Calderón —prosigue el diputado Pinzas—
Todos los indígenas de mi provincia pagan la contribución predial de dos y tres soles al semestre,
no obstante que sus utilidades líquidas generalmente no alcanzan a cincuenta pesos, en cuyo caso
no debieran pagar nada, según la ley. Abonan también la contribución para el fondo especial de
escuelas, así como lo referente a las primicias...
—No creo necesario recordarles, honorables representantes, que el departamento de
Tarapacá se encuentra sitiado por la escuadra chilena —sonríe con amargura el diputado Elías.
...la depreciación del billete ha encarecido en todas partes de la sierra el valor de los
artículos de subsistencias —se obstina el diputado Pinzas —hasta tal punto que la sal vale hoy en
Huánuco tres soles la arroba, el pan es escaso y caro, el fréjol, la papa y la carne lo mismo y
hasta la lana de que hacen sus vestidos esos infelices...
—Santa y buena la discusión en plena paz, cuando se trata de organizar el país y echar los
cimientos de uno nueva constitución económica —lee Nicolás de Piérola y aprueba el editorial
que publicará el diario “La Patria" —Santa y buena cuando no hay peligros eminentes, cuando
no hay enemigos en el territorio y cuando, en fin, no se hunde el edificio nocional y es menester
salvarlo con el sacrificio de cuanto hay más caro, con el sacrificio de la hacienda, del porvenir y
de la vida. Para nosotros son inconcebibles ciertas cosas: la calma negligente en el zafarrancho
de combate, y las pretensiones personales y de círculo cuando la Patria exige todo género de
sacrificios. De esa manera empezamos a temer que el congreso extraordinario, será más
extraordinario que cuantos han existido por la sola circunstancia de no resolver nada
verdaderamente fructuoso.
—Por los periódicos de esta capital —se indigna la voz del Arzobispo de Lima mientras
dicta su oficio —me he impuesto, con la más viva sorpresa, de que la mayoría de la Comisión
Auxiliar de Hacienda de la Honorable Cámara de Diputados ha sometido a la deliberación del
Congreso un proyecto de ley autorizando la emisión de un empréstito nacional de 12'000,OOO y
señalándole, como fondo de amortización, entre otras sumas, las provenientes de la enajenación
y venta de las fincas, terrenos urbanos y propiedades rústicas que pertenecen al clero.
—Desde luego, en el deseo de desviarse del camino recto y echarse a buscar recursos en
todas las fuentes imaginables, se ha pensado hasta en el despojo a la Iglesia. Un congreso que
discute la expoliación nos parece más que extraordinario, nos parece fenomenal —sonríe Piérola
y continúa la corrección del editorial de “La Patria”. Para los modernos pensadores, todos tienen
derechos y a todos guarda la ley menos a los clérigos y a los que llevan hábito y cerquillo. No se
puede despojar a los azucareros, porque eso es injusto.
No se puede arrojar tributo sobre los indios, porque eso es inhumano. No se puede alentar
contra los bancos, porque eso es salvaje. Pero, se puede despojar a la Iglesia y a los clérigos,
porque estos no forman parte de la asociación política y porque son clérigos. ¡Singular manera de
ser liberales!
—¿Quién es un costeño y quién es un serrano? —indaga el honorable senador Rosas —
¿Cómo sabremos quién ha de pagar 4 y quién sólo 3 soles? Algunos departamentos están
situados efectivamente en la sierra. Pero hay otros que podríamos llamar mixtos. ¿En Lima
somos costeños? ¿somos serranos? Si somos costeños, los habitantes de las provincias de
Yauyos, Huarochirí y Canta, que son serranos, deberán pagar 4 soles. Si somos serranos, los
habitantes de esta ciudad pagaremos 3 soles. Como se ve, esto va a introducir una confusión
tremenda. La verdad, no tengo noticias de que existan características particulares en virtud de las
cuales se puede definir claramente...
—¿No sabe usted reconocer a un serrano por su manera de hablar? —interrumpió un
diputado.
—¿Y qué vamos a decir en la ley? —sonríe el senador Rosas
—¿Que antes de pagar su tributo, los costeños y los serranos deben aprobar un examen de
lenguaje?
—La confianza sólo se hará efectiva el día que se clausure el congreso y se coloque, el
General Prado a la cabeza del ejército —termina el editorial de “La Patria”.
Prado asume el mando del Ejercito
MARIANO IGNACIO PRADO
Por cuanto es indispensable y urgente la necesidad de que asuma el mando de las fuerzas
de mar y tierra, en la guerra que ha sido provocada al Perú por la república de Chile, en uso de
la atribución que me ha sido conferida por el Congreso en la resolución legislativa del presente
mes, conforme a lo dispuesto en el artículo 90 de la Constitución.
DECRETO:
Art. 1. Asumo el mando de las fuerzas terrestres y navales de la República, como General
en Jefe del Ejército y la Armada.
Manuel Irigoyen, Juan Corrales Melgar, M. Felipe Paz Soldán, Domingo del Solar, J. de Izcue.
Grau a la Comandancia General de Marina
16 de mayo de 1879
Habiéndose unido la primera a la tercera división naval por disposición suprema y siendo
de necesidad para el servicio de la Comandancia General de ambas que uno de los ayudantes de
la Mayoría General de la Escuadra actúe como secretario, tengo el honor de proponer a US.
para el desempeño de este cargo, al capitán de fragata graduado don Manuel Melitón Carvajal.
Miguel Grau
Leven anclas
A las cinco de la tarde del 16 de mayo, el zambo Rentería rezongaba por la cubierta del
"‘Huáscar". Precisamente a él, por el tamaño de sus músculos apodado “Real Felipe”, al más
guapo del puerto, al más temido de todos los playeros de la costa, a Máximo Rentería lo
enviaban a trapear el monitor como si no fuera voluntario para reventar chilenos sino sirvientita
de balde y estropajo. Aureolado por su invicto prestigio de valiente, desde su llegada a bordo el
zambo se había comportado con aires de capitán. Pero conocía el oficio de tripular buques y
entre tantos voluntarios que fracasan con elementales maniobras, el Guardián Tiburcio Ríos
creyó preferible corregir al gigante antes que despacharlo a tierra. El contramaestre Dueñas
aprobó la decisión. Hay que trabajarlo bonito, póngalo a lavar cubierta. El zambo aceptó la orden
de mala gana. Servía para pelear, caramba, no para lustrar piezas de bronce y menos aún para
jabonar pisos. También el Guardián Noguera observó de reojo las deliberadas torpezas del
marinero. Un rato pareció ensuciar más que bruñir el monitor que dentro de un rato será
inspeccionado por el comandante.
Después los oficiales de mar prestaron atención a la falúa que transportaba al señor Grau y a
su Estado Mayor. Ajeno al movimiento de oficiales por cubierta, Rentería espesó su jaboncillo.
El jefe de la división viajaba taciturno entre .su mayor de órdenes, capitán de navío Enrique A.
Carreño, y su secretario de estado mayor, el capitán de fragata Melitón Carvajal. Su amigo Elías
estuvo a despedirlo por segunda vez en el muelle de guerra. Si quieres ir a bordo Carlitos.. .Pero
su compadre tenía apuro por llegar a la penúltima sesión del Congreso Extraordinario. Diputados
y senadores habían hecho perder un valioso mes a la república en guerra. Y no se volverán a
reunir hasta el próximo 28 de julio. Mientras las tripulaciones y batallones que mandan a luchar
por la Patria permanecen impagas y en los buques a su mando no se ha podido distribuir capotes
de abrigo, ciertos poderosos de Lima sacan el bulto a impostergables impuestos. Dicen que no
hay dinero, que la crisis económica mundial, que el papel moneda no vale nada, que cada quien
debe contribuir de acuerdo a sus posibilidades, que no se dude del patriotismo, que mejor se pida
prestado en el extranjero.
El señor Grau controla su cólera. Su compadre Elías y un puñado de legisladores a quienes
explicó el peligro de una rápida derrota, no consiguieron arrancar del Congreso el sacrificio que
los marinos esperaban. No duermen los oficiales alistando sus navíos, pero las cámaras sesionan
menos de una hora y no resuelven nada. Todos los proyectos remitidos por el ministro de Izcue
han sido rechazados. Cuarentidós días después de iniciada la guerra, el Tesoro sigue exhausto.
Aparte de mil wínchester y seis mil rifles para los desarmados bolivianos, armamento que pronto
deben transportar a Arica, nada ha llegado del extranjero para fortalecer al ejército y escuadra del
Perú. ¡Crisis, recesión, fuga de capitales en oro y plata, baja de precios de productos nacionales
en el mercado mundial! El señor Grau bufa, mientras su pulgar y su índice derechos frotan la
solapa de su levita naval, parco gesto con que desfoga su enorme desacuerdo interior.
Malhumorados pensamientos lo acompañaban cuando subió a la cubierta del monitor. Sin
mirar, el zambo Rentería eligió ese momento para inundar cubierta con un baldazo de espeso
jaboncillo.
Aquella marea blancuzca corrió sobre las tablas hasta salpicar los botines y el pantalón del
señor Grau. Doscientos tripulantes contuvieron la respiración.
—¡Marinero! —tronó el comandante.
“Real Felipe” miró a desgano al jefe a cuyas insignias ni siquiera prestó atención. Desde la
enormidad de su musculatura, de hombre a hombre el zambo despreció al señor Grau.
—¡Chis! —dijo cachaciento. Con la imprudencia de quien nunca ha intentado romper toda
una baraja inglesa con las manos, “Real Felipe” se encogió de hombros y le dio la espalda.
—Te fregaste, zambo —casi dijo el contramaestre Dueñas.
Crisis azucarera, malogrados estopines de fricción, quintuplicada, sexta petición de frazadas,
pronto pagarán marzo en mayo, a la guerra, a la guerra, a castigar a los chilenos, proyectiles
Palliser por favor en quintuplicado siempre. ¡So bribón! El capitán de navío Miguel Grau
Seminario, que en treinticuatro años en el mar jamás ha perdido el control de sus actos, sólo
puede elegir dos decisiones: ordenar que amarren a este marinero al trinquete y le apliquen
veinte azotes o castigarlo personalmente. ¡So pedazo de patán! Rentería no llegó lejos. La diestra
que lo engarfió pesadamente no era común. Supo que se le había posado encima una fuerza
superior a cuanto ha conocido. Aún quiso zafarse.
E1 sargento Hurtado, del Batallón Ayacucho, levantó el rifle. Tiburcio Ríos empuñó una
pica. El comandante Otoya contuvo a los hombres de una mirada. El señor Grau lo hizo girar en
redondo. Su otra mano empuñó la cotona y a pulso, sólo de izquierda, izó al zambo hasta que sus
piernas colgaron buscando piso como un ahorcado. “Real Felipe” descubrió mucho más que un
par de ojos a un palmo de distancia. Vio la muerte, si es necesaria. Vio la posibilidad
incontenible de cuanto se opone a la idea de Dios. Vio descargas de cañón, hachas de abordaje,
pestes y hambruna: esto era el hombre al que Grau enfrenaba y el hombre asustó por primera vez
a Rentería.
El teniente 2°. de los Heros dio un paso y se contuvo. En el honrado quehacer de la guerra,
Dios. En los derrotados ojos que piden tregua, Dios. En el rostro de colores absorbidos por la
furia. Dios. Creyó que el comandante iba a golpear ferozmente al gigantón.
Rentería pensó haber estado suspendido muchos días en cubierta por aquel puño de piedra.
El comandante lo sostuvo unos segundos. Directo a los ojos averigua que el marinero se ha
rendido. Sin decir palabra, el señor Grau lo depositó sobre el piso.
—¡Contramaestre!
—¿Señor?
—Laven la cubierta,
—Sí, señor.
—Caballeros —Grau respiraba pausadamente. Miró a su Estado Mayor como si nada
hubiera sucedido —tenemos mucho que hacer.
—Perdón, mi comandante.
—Diga usted, Dueñas.
—Creo que el marinero se merece unos azotes, señor.
—No hay necesidad —cortó la voz de Grau —Ya lo he castigado.
La víspera dieron un paso en falso. El General Prado embarcó en Desamparados en el tren
de las 8 y 25 de la noche. Su séquito ocupó varios vagones: estado mayor, secretarios, edecanes,
ayudantes, amigos, ministros y familiares. Lo despedían con vítores y música. En el Callao el
Supremo Director de la Guerra fue recibido por todos los jefes navales. A las nueve de la noche,
mientras los aplausos no descansaban, Su Excelencia subió a la falúa de vapor del comandante
general de la escuadra y se dirigió al “Oroya”, que comandaba García y García. Al frente de la
escuadra, el señor Grau intercambió señales con la nave del Supremo Director y a las once
ordenó zarpar. Veinte minutos después tuvo que parar máquinas.
Apuradas bengalas comunican una zafacoca a retaguardia. Al lerdo monitor “Atahualpa” se
le revientan las costuras. Cabestreaba a remolque del “Chalaco” cuando recibió un suave oleaje
de través. Su disforme casco hocicó negándose a continuar adelante. Desaguaban sus fondos con
impacientes sacabuches. Al fin su comandante telegrafió que imposible, ni siquiera a remolque
puede navegar en alta mar. Al monitor gemelo, que ya eludía la isla San Lorenzo, se le trizaron
las tuberías. El “Manco Cápac” navegaba con sus propias calderas, pero chorreó agua sobre los
hornos y hubo de soltar su escasa presión para no reventar desde adentro.
A medianoche, el “Huáscar” recibió orden de volver a puerto. En el “Oroya” se malgeniaba
el Supremo Director. No hay a quien echar la culpa. Los propios marinos habían pronosticado
que los monitores fluviales no sirven. Despachó mensajeros a tierra a fin de suprimir de los
diarios toda mención de su falsa partida.
No hay remedio. Tendrán que abandonar los buques viejos en el Callao. Una rápida junta de
comandantes celebrada en el “Oroya” aconsejó anclar el “Atahualpa” a que defendiera el primer
puerto de la República.
Ingenieros de la Factoría Naval de Bellavista intentarán reparar el “Manco Cápac”. Como si
hubiera hecho simples ejercicios nocturnos, la escuadra amaneció en pleno frente al Callao. Sólo
desembarcaron los comandantes. Ahora, desde la cubierta del monitor los tenientes
contemplaron caer el sol. La campana de las seis los llamó a la segunda cámara.
Cuando Chile declaró la guerra, a bordo del “Huáscar” ni siquiera había vajilla completa
para los oficiales. Algún periódico comentó avinagrado que el más importante buque nacional
carecía de servicio de mesa y llovieron donativos. ¡Igual que muchas señoras no vacilan en
deshacer piezas de seda y cambray para preparar vendajes, quienes obsequiaron diversa vajilla!
“Huáscar” elegían porcelanas de Baviera o delicados cacharros importados de París, que el
mayordomo Pineda bruñía y equilibraba calculando cuantas de esas pequeñas obras de arte,
transparentes como alas de mariposa, serían pulverizadas por la trepidación de los cañones.
También José Salas, cocinero de oficiales, emitió un respetuoso silbido cuando por primera vez
le presentaron platos trincheros de Limoges a que sirviera en ellos el tradicional apanado con
tacu-tacu que oficiales, tripulantes y cadetes exigían en el menú del anochecer desde que el
Almirante Guise fundó la Marina de Guerra del Perú.
El mismo día de zarpar al sur habían llegado obsequios a bordo: medicinas para el hospital
de sangre enviadas por la señora Francisca Iribarren de Soria y sus hijas, y un cesto con delicadas
vendas de hilo, esponjas e implementos quirúrgicos que la señorita María Teresa Arana mandó
adornado lujosamente con sedas que recuerdan los colores nacionales de Bolivia y Perú y una
tarjeta en la que había escrito: Gloria y honor a la Marina Peruana. En los espacios próximos a la
cabecera de la mesa se estacionaron los comandantes Otoya, segundo jefe; Carbajal, secretario
de estado mayor; Carreño, mayor de órdenes; y Freyre, tercer jefe.
Luego se instalan el cirujano mayor Santiago Távara y el cirujano de primera dase Felipe
Rotalde.
A mitad de la mesa esperan los tenientes primeros Pedro Rodríguez, Ferré y Melitón
Rodríguez y, a continuación, los tenientes segundos: de los Heros, Santillana. Velarde y Diez
Canseco. Y los jefes de la infantería de marina, Bustamante y Arellano. Y el contador Alfaro. Y
el practicante de medicina Canales. Y, en fin, lavados y cepillados, los aspirantes que no han
cumplido quince años: Tizón, Bueno, Rivero, Sotomayor, Elías y Villavicencio.
El mayordomo y los grumetes que lo auxilian aguardan en silencio. Todos de pie, miran
hacia la puerta de la cámara del comandante que ocupa la amplitud de popa bajo cubierta.
Concedidos cinco minutos para qué todos ocupen su lugar, Grau salió de su alojamiento, tomó la
cabecera, dijo un buenas noches señores y se sentó. La plana mayor, oficiales y aspirantes lo
imitaron. Pineda sirvió de inmediato la ración de vino. El grumete Víctor Medina se encargaba
de atender al primer jefe. Nadie habló hasta que el señor Grau recogió su servilleta y sonrió a
Otoya:
—Me parece que habrá neblina.
—Sí, pienso lo mismo.
Después Grau calló. Los oficiales y aspirantes conversaban por su cuenta. El comandante
del “Huáscar” liquidó el menú de tres platos con excelente apetito. Luego de la compota, rehusó
tomar café. Un rato observó a quienes partían de campaña a sus órdenes. Bebió su copa de
burdeos, secó sus labios, depositó la servilleta sobre la mesa y habló por tercera vez: muchas
gracias, caballeros. La cena había terminado. Al sur, por fin al frente de batalla. En el timón del
puente, el teniente Pedro Rodríguez gobierna el rumbo. Otros avizoran boyas oxidadas. A las
diez de la noche del 16 de mayo la escuadra puso proa a Arica. Cautamente el convoy de seis
vapores surcó la niebla depositada frente al Callao. Cerca del espolón, los tenientes de los Heros
y Diez Canseco adivinaban el mar en calma del que parece desprenderse un vapor de ebullición.
Como una resaca golpeaba sus pechos. Marchan a la más distante orilla de un país donde lo
inconcluso sigue su camino. Vociferó de los Heros que están en libertad sobre aguas sin fondo
aparente. Despejan cubierta a ratos bañada por el mar.
El monitor aumentaba velocidad. Quedó al mando del tercer jefe. Casi todos los tripulantes
dormían. Hace quince años que el mayordomo Pineda conoce al señor Grau. Lo ha servido casi
de continuo desde 1871. No lo desvela la espesa niebla a través de la cual se encadena el convoy.
Lo preocupa su jefe. Tres veces fue a atisbar la cámara. Grau no duerme. Mientras vuelve a
lustrar cuanto ya está limpio el mayordomo no se explica el súbito insomnio del comandante.
Nada suele alterar su sueño. Podía tumbarse a dormir dos horas o a descansar seis de un tirón y
tan pronto clausuraba los párpados, se zambullía en un sueño a la vez alerta y sordo, a toda
profundidad.
A medianoche, el grumete Medina decidió, interrumpir al jefe de la división. Golpeó dos
veces la puerta y sin esperar respuesta entró con una jofaina de agua caliente. Grau pareció
regresar a sí mismo. El negrito depositó el recipiente en el suelo, frente a la butaca del
comandante.
—¿Traigo su tónico, señor?
—Sí, gracias Medina.
Cuando el grumete volvió, el señor Grau había sumergido los pies en el agua caliente y
gruñía de contento estirando los dedos fatigados y frotando los talones. Olfateó la taza de buen
café caracolillo.
—¿Coñac o whisky, señor?
—Coñac.
Medina destapó la botella y llenó una cuchara con licor que derramó en el café. Mientras
Grau bebía el tónico a sorbos, Medina preparó el habano que el comandante fumaba al final de la
jornada. Liquidado el brebaje encendió el cigarro. Dio por concluido el baño de píes. Calzó sus
botines, vistió la levita naval y echó un vistazo a los retratos que lo acompañan. En uno,
Doloritas. En el otro se ve a Enriquito, al difunto Miguel Gregorio y a Oscar.
Les guiñó un ojo afectuosamente y subió a cubierta y al puente. A media máquina avanza el
"Huáscar” rodeado de una neblina que transporta misteriosas resonancias. Oficiales y vigías
navegan de oído, adivinando la distancia que los separa del “Oroya” al que deben proteger a todo
trance.
—Buenas noches, señor —saludó Freyre.
Grau miró la aguja de bitácora.
—Viento a la cuadra —murmuró—Al amanecer estaremos dispersos. Oliscó un rocoso
perfume a marisco y profundidad. A ciegas pasaban cerca de filudas islas guaneras. Mientras va
y viene por el puente, Grau chupa el cigarro y su diestra frota la solapa del uniforme. Terminaba
por agujerearla y Doloritas protesta, malogras Miguel todas las prendas. Recostado en el
blindaje, como una isla sitiada por la neblina contra la que rebota el fanal de situación, a ratos
oyendo mugir sirenas o ahuecarse el chapoteo, la herida marina abierta por el espolón y de
inmediato cicatrizada a sus espaldas, Grau vuelve a ser el adolescente absorto en el redondo
misterio de los océanos, que adivina la existencia de Dios a bordo de rudos buques ingleses en la
carrera de la China o de retomo del Mar índico. No permitas, Dios, que deba trabar combate con
la “Chacabuco" que manda su concuñado Viel y Toro.
Cae por el pozo de la memoria, contenido entre heladas paredes negras hacia un fondo
desprovisto de infancia, pequeño hombre-niño trepado a inhóspitos masteleros, prematuro
peleador sombrío en puertos escrofulosos, de mirar oblicuo, apestados lugares de los que volvió
cuando recién afeitaba su rostro siete años ausente del hogar. Entonces algo cantaba en su oído
como ahora en el océano: la maligna hidra que se propone disolverlo, chupar sus órganos,
transformarlo en sal y agua y espuma. Por primera vez escuchó su canción en Paita y la voz
decía que sólo esto es posible: vivir sin prisa y sin confines, soñar que no soñabas hasta que un
oleaje te ejecute a exactos golpes en el cuello, minuciosa demolición bajo la cual se alejan con el
vago espanto de sus ojos abiertos, ahogados de pie como estatuas a la deriva. Como si algo
terrible ya hubiera sucedido, se le aquietaba el organismo, petrificándose aquella jalea vital de la
que procede el miedo.
Podía sentir el tenaz congelamiento de sus labios blancos, la levedad de párpados vueltos de
papel, en fin, sus ojos convertidos en nubosa pulpa que sólo sirven para mirar lo que ya fue. Pero
la muerte en falso retrocedió acometida por otra más real, que desde el primer naufragio hace
treintitrés años juega a morderle los tobillos y a la que el comandante, no sin cierta repugnancia,
rascaba el cogote preguntándose cuánto tiempo le ha sido deparado para que la bestia al fin lo
engulla y si será un asunto de veras soportable. Niebla con apariencia, con perfume de mujer:
sobre los tumbos la curva del hombro y de la espalda y la amada cabellera negra derramándose
posible todavía, de este lado de las cosas todavía, ofrecida a sus dedos que se enredan en la
caricia de seda. La visión vuelve encarnándose como una divinidad en las cosas que lo rodean.
La visión viaja dentro suyo: el amor todavía, orgánico, joven, paciente, completo todavía.
Todavía un calor bajo la piel, siempre una confusión por el pecho, aquella sonrisa blanca
repitiéndose como la primera vez bañados por el rojo sol de Chorrillos. Dulce, furioso, valiente
amor con apariencia de neblina: esta noche el comandante quisiera navegar sorprendiendo su
cuello que se estira ante el espejo, movimientos nunca aprendidos, sucesión de sonidos que se
elevan de la soledad de a dos, el lento surtidor de sangres huecas por las que viajan y regresan las
edades. Y ella, la visión de carne, el recuerdo que avanza con las aguas y se comprime en el
tintero y se expande en olores a familia conservados en el interior de su valija, ella siempre
todavía, es decir los ojos con temblor de cierva en peligro, los ojos con prontitud de cuchillo, los
ojos lluviosos, ella sin nombre en la memoria, exclusiva dulcedumbre como un aceite sobre su
cuerpo errante y vuelto a anclar adonde pueda verla, ella lo busca está noche, inalcanzable.
Costas amortecidas, pardas; playas pulverizadas y vueltas a triturar por olas poderosas, rocas
como elevadas navajas, cerros labrados por vientos en dirección vitalicia, tumefactas marismas,
ríos desaguando barbudos entre juncos y totorales habitados por patos salvajes y garzas, breves
pasturas, campos de húmeda gleba repasados por bueyes aradores, el país encespedándose por
última vez en Arequipa, islas roídas por traficantes de guano, cavernas marinas con formas
góticas donde muchedumbres de lobos celebran ritos nupciales, borrosos catodontes soltando
vapor en la distancia, bufaderos, precipicios, mares celestes apenas diferenciados del cielo en paz
y, en fin, el desierto amarillento, campo de batalla que no parece tener fin. Pronto: el morro
negro de Arica. Hasta ahora n0 hay rastró del enemigo. Cuando el viento dispersó el gran banco
de niebla, se había extraviado el “Chalaco”. A la altura de Sangallán, la pequeña escuadra detuvo
al vapor neutral “Luxor” sin obtener noticias de los chilenos. El General Prado dejó a la
“Independencia” en las islas Chincha, a la espera del “Chalaco”, y el 18 de mayo la escuadra
volvió a reunirse, ahora completa, ante la punta de Atico. A doce millas de la costa continuó su
precavida navegación al sur. En Mollendo fondearon a tomar carbón. Dicen que el enemigo dejó
dos corbetas a cargo del bloqueo de Iquique y que los acorazados componen calderas en
Antofagasta.
Nadie sabe a qué hora se cruzaron las escuadras a través de la niebla. Peruanos y chilenos
habían zarpado al mismo tiempo, unos hacia Arica y Tarapacá y los otros en demanda del Callao.
El Almirante chileno Williams Rebolledo planeó una sorpresa que ni siquiera fue consultada al
gobierno de Santiago. Irritado por violentas críticas en Chile a su falta de decisión, quería
sorprender a los blindados peruanos en puerto y echarlos de una vez a pique. Dos acorazados,
tres corbetas enemigas y su vieja cañonera Abtao convertida en brulote se detuvieron a tres
millas del Callao cerca de medianoche. Pese a la neblina limeña, distinguían el faro de San
Lorenzo y las luces del balneario de Chorrillos. Capturaron a un pescador italiano que volvía con
su bote lleno de bonitos. Informó que la escuadra nacional había zarpado al sur. El pobre hombre
incurrió en macarrónicas contradicciones. Williams Rebolledo decidió esperar la luz del día,
mientras lo preocupaba la posibilidad de una sorpresa. Una lancha del “Blanco Encalada se
atrevió por la bahía. Un vapor llegó a toda máquina a delatar la llegada de los chilenos. Pronto la
noticia despenó a los chalacos y viajó por telégrafo a galvanizar a los limeños.
Al alba corrían trenes repletos de voluntarios de la Guardia Nacional. La “Unión” se acercó
a tierra, a protegerse en los fuertes pululados por artilleros y veteranos del 66. También a los
descosidos monitores, fluviales los estremeció el zafarrancho. Sólo la “Pilcomayo” salió de la
Dársena a reconocer al enemigo. Ciento cincuenta mercantes neutrales atiborraban el Callao. A
las ocho se desplegó la artillería de campaña en Bellavista.
A las nueve apareció en los fuertes el nuevo Ministro de Guerra, general de división Manuel
de Mendiburu. A las diez la “Pilcomayo” volvió a provocar al enemigo. A las once la escuadra
chilena levó anclas de regreso, aunque tan corta de carbón que no podía andar a más de cuatro
millas por hora. El 20 de mayo Arica reconoció al monitor “Huáscar" que humeaba hacia el
morro con sus cañones cargados. Lo seguían la “Independencia” y atrás los transportes. Una
banda de músicos corrió a formar en el muelle. Medio centenar de botes se despegaron de la
orilla para dar la bienvenida a las naves peruanas. Cuando el “Oroya” entró en la bahía,
saludaron a Prado con una ruidosa salva de 21 cañonazos.
Daza y los jefes bolivianos estaban en Tacna. Prado recibió al contralmirante Montero.
Mientras descargan nuevos cañones de 250 rifles, cureñas, pólvora y balas, el Supremo Director
de la Guerra llamó a una junta a bordo del “Oroya”. Acudieron Grau y More. También asistió
García y García. Conversaron 20 minutos. El plan de Prado parecía excelente. Los comandantes
salieron de buen humor. Esa noche zarpaban los blindados. Acaso pronto Chile estaría de
rodillas.
Iquique a la vista
El capitán de puerto de Iquique Salomé Porras recordó durante la sobremesa aquella vuelta
al mundo en 582 días a bordo de la “Amazonas”. Había sido una gran nave peruana, el segundo
vapor de guerra con que contó la Escuadra. Porras era joven guardiamarina cuando en 1855 lo
llamaron a integrar la expedición. Puntuales cañonazos nocturnos hechos desde la “Esmeralda”
interrumpieron lo mejor de su relato: la peste que fulminó en Calcuta a cuarenta de la tripulación.
El General Buendía y el Coronel Castañón salieron a mirar la oscuridad. La ciudad se vaciaba.
Han emigrado ricos a Tacna, Arequipa o Lima. Otros siguen refugiados en el caserío serrano de
Huantajaya. Quienes no pueden pagarse pasaje en vapores neutrales, se mudan a las afueras de
Iquique, a descansar en chozas y aún en zanjas protegidas por sacos de arena. Los numerosos
españoles de Iquique alzaron campamento al norte del puerto, barrio que se conoce ahora como
Lepanto.
Terminado el breve y alocado bombardeo, el General Buendía consideró que era tiempo de
dormir y despidió a sus invitados. Pero el capitán de corbeta Porras no regresó a casa. Paseó por
la playa con el prefecto Dávila y los coroneles Suárez, Ugarte y Castañón. A las dos de la
mañana entraron a casa de Ugarte a beber un coñac. Eran las tres y media cuando el “Huáscar”
se detuvo silenciosamente frente a Pisagua.
—Ten cuidado, Melitón, no los vayan a confundir —insistió Grau antes de que su secretario
de estado mayor saltara a la falúa. El teniente 2°. Diez Canseco guio de memoria la embarcación
con ocho remeros. La niebla empieza a derramarse por las costas salitreras. Es la misma
calichosa emulsión que liana las madrugadas de Tarapacá y Atacama hasta diciembre. De rato en
rato levantan los remos y el joven oficial llama a gritos a los centinelas de Pisagua.
—No lo puedo creer —gruñó Diez Canseco—Están dormidos.
El bote llegó a la playa.
—¡Cuidado, señor!
Carvajal había saltado a tierra.
—¡Centinela, centinela!
—¿Quién es? ¿qué pasa? —despertó una voz.
La linterna sorda de Diez Canseco alumbró el rostro de un sorprendido guardia nacional.
—¿Así cuidan Pisagua?
El hombre masculló una disculpa.
—¡Pronto, lléveme adonde el capitán de puerto!
—¿De qué buque vienen, señor? —el centinela y los marinos tropezaban con los carbones
de la ciudad.
—¡Caray, no ha quedado nada en pie! —Diez Canseco apretó los dientes.
—Yo he perdido todo, señor —dijo el centinela. Le calcularon cuarenta años—Trabajo en la
aduana... es decir, ya no hay aduana.
—¿Funciona el telégrafo? —pregunta Carvajal.
—Sí, señor.
—¿Adónde nos lleva? —Diez Canseco iluminaba refugios hechos con tablas, trozos de lona,
cualquier cosa.
—¿Comandante Becerra? —el centinela tanteaba el interior de malhumoradas covachas.
¡Fuera! ¡Aquí no es! ¡Dejen dormir!
—¡Comandante Becerra! —gritó Carvajal.
Diez Canseco desenfundó el revólver e hizo tres disparos al aire. Las detonaciones rebotaron
en los cerros. Molidos habitantes de Pisagua despertaban ahora rifle en mano, lloraron niños,
aullaron sus madres. Se escuchó una corneta. Hombres semidesnudos corrían a las trincheras.
—¡Comandante Becerra!
—¡Presente! —el capitán de fragata reconoció a su camarada
— ¡Melitón! ¿Cómo llegaste?
—El “Huáscar” está afuera. ¡Rápido! ¿qué se sabe de Iquique?
No puedo perder tiempo. Becerra rebuscó sus ajados bolsillos, hasta dar con el telegrama
llegado a las cinco de la tarde.
AL PREFECTO DE TARAPACA
URGE ME CONTESTE INMEDIATAMENTE:
CUANTOS BUQUES ENEMIGOS HAY EN IQUIQUE
COMO SE LLAMAN CUANDO Y EN QUE
DIRECCION SALIERON LOS DEMAS
GRAU
Urgente, urgente, se animó al fin el telégrafo a través del desierto, mensaje para el señor
prefecto. Demoraban en encontrar al señor Dávila. Carvajal consultó su reloj: las 3 y 45.
—Me voy —dijo—No puedo esperar más. Casi al trote bajaron a la playa. Ya despiertos, en
vano escudriñando la niebla en busca del blindado invisible, los pobladores de Pisagua
despidieron a los marinos con vivas al Perú y al “Huáscar”.
—¡Buena suerte y rompan el bloqueo! —Becerra estrechó la mano del comandante
Carvajal.
PELIGRO
El señor Grau va y viene por el puente. La infantería de marina ha preparado sus armas tan
pronto se escucharon detonaciones en Pisagua. Luego descifró los vítores y el jefe respira
con impaciencia.
PELIGRO TORPEDOS
El “Huáscar” arrancó al sur. Telegrafió a la “Independencia” que siguiera sus agua. A babor
de los islotes Colulué, los vigías del segundo blindado no vieron la señal.
—Se queda la fragata —anuncia el comandante Otoya.
—Atacaremos solos —la voz de Grau adquiere un filo característico.
Sus órdenes son secas y rápidas. Una autoridad definitiva carga sus palabras. ¿Qué pasa con
More? Casi todos los comandantes de esta Escuadra combatieron aliados a los chilenos contra
España en 1866.
En Abtao el comandante Grau tuvo de segundo jefe a Otoya y a Elías Aguirre de tercero.
More, Freyre, Palacios y Salaverry sirvieron en la fragata “Apurímac”. En el Callao, Lizardo
Montero comandó La división naval y allí pelearon Melitón Carvajal y Camilo N. Carrillo. Trece
años después los jefes se adivinan el pensamiento. Sí, el capitán de fragata chileno Arturo Prat
comanda la “Esmeralda”.
Y el joven Condell de la Haza es jefe de la “Covadonga” enemiga. Hijo de inglés y paiteña,
nació en Chile casi por casualidad.
Hermanos, primos, tíos suyos son todos peruanos y algunos marinos: el contralmirante de la
Haza, Comandante General de la Marina del Perú y dos aspirantes que hoy tripulan la
“Independencia”. ¡Maldita guerra! Por el acompasado vaivén de su buque, Grau conoce que la
máquina marcha al máximo poder. Por el cielo avanzó la luz del 21 de mayo.
—Entraremos tarde —murmuró.
A bordo de la “Independencia” descubrían el humo del monitor alejándose hacia el sur.
More ordenó dar toda la fuerza a su buque. Otra costa vagamente rectangular, más alta que las
playas verdaderas. Otoya conoce estas aguas de memoria. A las ocho, tal vez Punta Piedras, el
rocoso confín norte del puerto bloqueado. A las ocho y cuarto, la isla de Cuadros. Como si
estuviesen solos, vueltos uno y uno, nunca dos o doscientos, callan absortos en la contemplación
de la mañana que crece por encima de la niebla estancada a babor. La luz rosada del alba flota
sobre el turbio aceite gris de ese vapor escapado de las calicheras y así, dos fajas de colores
sobrepuestos se prolongan al infinito: Los pesados restos de ayer y cuanto ya es liviano presente
con zafarrancho de combate. A contraviento, las patillas salpicadas de sal, la diestra frotando la
solapa del uniforme, el comandante observa la pared rosa gris que empieza a hundirse.
Desvencijada de pronto se hunde la niebla bajo el peso de un intenso resplandor limón. Como un
estirado arco iris vuelto horizontal se extiende acaso hasta Iquique.
Escalones de oro y azul completan este amanecer lleno de rectitud. Pero no ha sido hoy
todavía: falta vivir. Nadie ocupa aún su puesto de combate. Los marinos del “Huáscar” miran la
mañana descompuesta en espacios como cajones de aire vitrificado.
—Retes, a la ametralladora —ordenó Ferré al recién ascendido sargento 1°. Observó al
joven voluntario Antonio Cucalón —¿Sabe usted manejar una Gatling?
—Sí, señor.
—¿Seguro?
—Seguro, señor.
—Pues sírvala con el sargento.
El teniente2°. Diez Canseco tragó el café. A de los Heros se le atascaba la galleta y tosió.
Pineda refunfuña: coman ahora, vaya uno a saber que puede suceder después.
—Pedro Rodríguez al timón de combate —ordené el señor Grau.
Quedaba bajo cubierta, protegido por la coraza.
—Sí, mi comandante.
Grau no se movió del puente descubierto. A su derecha transmite órdenes el comandante
Carvajal. A su izquierda se colocó su ayudante Ferré.
Recuerden Pisagua, mis buitres!—arenga Arellano a los infantes de marina de la Columna
Constitución —¡Que nuestros muertos del 2 de mayo orienten el rigor de estos fusiles! ¡Viva el
Perú!
—¡Viva!
—¡Viva el Callao!
Como un inmenso girasol subió la verdadera luz desde atrás de la cordillera cárdena y nubes
carniformes, pardas formaciones de gaviotas colmaron el cielo.
—Tranquilo, señor Canales —el cirujano mayor convertía la segunda cámara en hospital de
sangre. Al joven practicante recién egresado de la Facultad le sudaban las manos—Tómese una
valeriana o mejor un coñac.
—Estoy bien, doctor.
—Para la noche estaremos empapados en sangre —se oyó al cirujano Rotalde. Acercó al
principiante un vaso de aguardiente
—Bébalo.
—Sí, señor.
—¡Atención, corneta!
El toque de diana tensó al monitor. El adolescente Agustín Salas avanzó por cubierta
redoblando su tambor de guerra.
—Choppy sea ahead! —anunció el herrero Williams Mitchell.
—All rigth you spongy stokers, stop whoring around! —el jefe de máquinas Samuel Mac
Mahon escupió el tabaco, apurando a sus fogoneros.
—¡Punta Piedras, señor!
—¡Veo tres humos señor!
—Full steam ahead!
—¡A formar en cubierta! —gritó Dueñas.
La corneta repite zafarrancho. Tampoco el tambor descansa.
—¡Atención! —ordena Ferré. ¡Atención! —repite el contramaestre.
Las seis y veinticinco.
La “Independencia" se exhalaba en pos del monitor. Grau recogió el anteojo. Los buques
chilenos caldeaban de prisa. Miró a sus hombres en posición de firmes.
—¡Tripulantes del “Huáscar"! ¡Estamos a la vista de Iquique! ¡Allí no sólo están nuestros
afligidos compatriotas de Tarapacá!
¡Allí está el enemigo todavía impune! —el jefe de la división crecía en el puente—¡Ha
llegado la hora de castigarlo! ¡Espero que lo sabréis hacer! ¡Acordaos de Junín, Ayacucho, Abtao
y el 2 de mayo!
¡Viva el Perú! —¡Viva! —bramó la tripulación.
8.20 a. m.: ¡Abran fuego!
Un cañonazo en blanco saludó al pabellón de combate del “Huáscar” cuando embistió
Iquique a las ocho de la mañana. A tambor batiente ocupan sus puestos los infantes de marina.
¡Caigan falcas, ciérrense cubichetes! Las cornetas del monitor tocaron al ataque.
Los buques chilenos retrocedían a las aguas menos profundas del puerto, abrigándose en la
ciudad embanderada.
—¡A sus casas! —grita el coronel Belisario Suárez —¡Despejen la orilla!
Diez mil personas disputan sitio para presenciar el combate desde la ribera y las plazas.
Santillana sacó la cabeza por una de las portas de la batería de 300. ‘‘Esmeralda” y
‘‘Covadonga” gobiernan entre estos cañones y la muchedumbre de peruanos. Imposible disparar
por ahora. También Diez Canseco asoma por un cubichete a medio cerrar. Los tenientes
intercambian muecas. Si fracasa su puntería, los proyectiles del “Huáscar” destruirían Iquique.
Tan pronto viró el monitor en busca de otro ángulo de tiro, el transporte chileno “Lamar” fugó a
toda máquina casi rompiéndose contra la isla. Desplegaba una bandera de Estados Unidos.
¡Independencia” a la vista!
Entre el puente y la batería, el teniente 2°. Velarde transmitió la orden al segundo blindado.
¡Prepárense para el combate!
Vasto país pardo y casi despoblado al frente, amontonamiento de cerros en la otra orilla del
Tamarugal: esto era la Patria. Por encima de enervantes tambores que van y vienen por el
“Huáscar”, a flote sobre el rumor de la máquina y sucesivos toques de corneta, se oye el griterío
de Iquique: allá también las bandas de guerra tocan generala.
¡Traigan los cañones! —ordena el coronel Suárez
—¡Embarquen fusileros en los botes!
—¡Hay que echarlos He ahí! —convino el General Buendía
—¡Comandante Porras! ¿qué hace usted?
—Prefiero disparar desde la estación del ferrocarril; señor —dijo el teniente Del Castillo,
que había llegado la víspera por la ruta de Pisagua.
—¡Debo prevenir al “Huáscar” —Porras embarcó en una falúa con seis remeros. Ayer
nomás descubrieron a la “Esmeralda" ensayando una mina en la boca del puerto.
El aspirante Villavicencio izó órdenes a la “Independencia" que navega por Punta Piedras.
Ni otro aire que el espeso maloliente horror soplado por los ventiladores, ni otra orientación
que las órdenes viajadas desde el puente: bajo cubierta el teniente Pedro Rodríguez gobierna el
timón de combate. A babor. Imagina la bahía bajo el sol, como una linterna mágica proyecta la
silueta del combate ante sus ojos encerrados por el blindaje. Otra vez a babor. Todo a estribor,
pronto.
—¡Ahora! —cierra los dientes el comandante Carvajal.
Puesto de través, el monitor podía cañonear a la “Covadonga” contra un breve espacio
desierto.
¡Fuego! —el señor Grau sigue al descubierto en el puente.
—¡Fuego!
Retumbó un cañón de 300.
—Damn match! —escupió el condestable Williams Leonard. Los estopines de fricción
tardaban un segundo en detonar el proyectil.
—¡Uf! —el comandante Freyre asoma fuera de la batería observar el tiro. Desde el otro
cubichete, Santillana descubrió la malhumorada expresión del señor Grau. El disparo se perdió
un kilómetro por encima del enemigo. Estalló en la pampa.
¡Bote de tierra! —anuncia desde su puesto en popa el comándame Otoya.
Ferré desconfiaba: los buques chilenos ofrecen el costado, invitándolos a entrar. La crin
verde de unas rompientes delata aguas no tan profundas. Pero Grau conoce que no hay aquí rocas
a traición disfrazadas de remanso. Removiendo el mar con todo el poder de su hélice, el monitor
cambió de rumbo. Los chilenos se pegaron aún más a tierra.
—¿Qué esperan? —a ciegas enfurece el teniente de los Heros maniobrando las cigüeñas de
la torre de combate.
—¡Fuego!
—¡Fuego!
El cañonazo achicharró el aire celeste, combándolo en ondas que fueron a sacudir las
ventanas de Iquique. Pero visaban bajo, mecidos por la corriente, buscando blanco en el ajustado
espacio que media entre aguas y amuras de la “Covadonga". El señor Grau frota la solapa del
uniforme. Los artilleros no aciertan una.
Lleva muertos de metralla, de piernas arrancadas, a gotas desangrados seres moviéndosele
por el vientre, hijos que para siempre lloran allí, donde el viento de Iquique alimenta sus
pulmones. Dónde estabas, Dios. Bajo sus pies el monitor avanza, tantea, busca el ángulo
propicio, la exacta demolición. Muy bien, al sur y adentro.
La “Independencia" entró al fin en la bahía.
—¡Fuego!
El proyectil de 300 rasó los palos de la “Covadonga” y abrió un cráter a diez metros del
Hospital de Iquique.
¡Avante! ¡A sacarlos de esas aguas!
A tres cables, los chilenos respondieron al monitor con todos sus cañones. La negra voz
sisea por el cuello del teniente 2°. Jorge Velarde, trepándolo con adhesivo tacto de serpiente. He
aquí dos brazos y dos piernas, todavía hombre completo de órganos y olfato, atento a las órdenes
del señor Grau que llegan a través de movimientos de luz, brillos como cuerpos. También el
comandante acecha visiones: pisadas rotas, de alquitrán y sangre, agujeros sancochados, tajos,
desgarramientos que han sido por la cubierta del monitor y que luego raspados, untados con
pintura, suturados con pitarrosa y clavos, enmaderados y cepillados y, en fin, sumergidos en
vigoroso jabón y baldes de mar, persisten ante sus ojos como si de un vistazo pudiera también
abarcar el tiempo por el que se mueven las cosas. Un proyectil chileno bramó entre Otoya y
Carroño.
Tan agudo ventarrón de acero y explosivo arrastró consigo la gorra del segundo
comandante. Otra bomba rebotó en la coraza de babor y sacudió el mar: el torrente empapó a
Velarde. A su lado, el joven Villavicencio limpia su rostro mojado y descubre un rojizo proyectil
incrustado en las tablas de cubierta. Arrancó la espoleta y con un gruñido levantó la bala que
chamuscaba sus manos. El señor Grau permanece en el puente. Conoce que sus actos influyen en
el valor de todos sus subalternos, que aún viejos amigos como el secretario de estado mayor o el
segundo jefe lo suponen sin fisuras, de veras pétreo y, como las grandes rocas, a salvo de este
revoltijo de tripas que infecta fugazmente su habitual serenidad en la batalla. A la idea de la
muerte nadie se acostumbra, nada más piensa él en otras urgencias, dejándola llegar por sorpresa
si es que de hoy se trata o de mañana. Queman fuertes endurecidas bombas chilenas sobre el
blindado, las primeras ráfagas de fusilería que dispara la “Esmeralda”.
Nadie nunca va a salir verdaderamente de este universo. camina Grau a pausas entre
pequeños plomos que rebotan contra el blindaje como guijarros suficientes para deshacer cuerpos
importantes, como si por ahora él supiera por dónde ha de pasar el laberinto de muertes
enrojecidas. Espada en mano, el teniente Velarde transmite órdenes al cabo de señales: corto
cada vez más corto el océano. Ceban y visan.
—!Fuego! —La batería de 300 tantea aguas próximas a la “Covadonga". Damn you, punks!
rabia el condestable Leonard corrigiendo a sus novatos artilleros. Cañonearon los chilenos,
¡Bomba en el palo trinquete, señor! ¡Atravesado el mamparo, señor! ¡Incendio en el sollado de
proa, señor! A tambor batiente avanza el monitor en busca de la “Covadonga”. E1 viento arrastra
vítores mientras la música de la banda de guerra formada en la playa de Iquique se mezcla al
furioso bombardeo. El subteniente Delhorme apunta el cañón de campaña. Puede ver a los
marinos chilenos a cien metros de la orilla, enloquecidos por la prontitud con que se acerca el
temido espolón.
—¡Fuego!
Diez Canseco calculó que el monitor se inclinará un segundo a estribor antes de que trepide
la batería.
—¡Fuego! —coincidió Del Castillo.
—¡Viva el Perú!
La bomba de 300 abrió un agujero en el casco de la “Covadonga", partió en dos la base del
palo trinquete, trituró a mayordomo, cortó las piernas del cirujano de la nave y salió por la otra
banda.
El señor Grau observa el rastro humeante del proyectil que penetró al buque enemigo,
ordena parar la máquina.
—¡Ataque! —ordena a la “Independencia”. Los cañoncitos de tierra hirieron estribor de la
“Esmeralda”.
En botes se le acercan a descargar fusiles los soldados de Buendía. Espumosamente La
“Independencia” pasó frente al monitor.
Las tripulaciones se saludaron con las gorras al aire. Acometió a la “Covadonga” ahora
replegada frente a los baños de La Gaviota, a casi cincuenta metros de la orilla.
—¡Al timón! —pidió Del Castillo.
¡Fuego! - Delhorme contempla astillarse la amura de estribor.
El práctico Guillermo Checkle se achata en la falúa que atraviesa el mar de batalla. Ha
pilotado vapores ingleses con autorización del enemigo y cree conocer la exacta posición de las
minas chilenas que supone sostenidas a una turbia braza de profundidad. El capitán de corbeta
Porras vio al “Huáscar” cortando aguas peligrosas, con las portillas bajas y sus artilleros
apiñados tras el blindaje. La “Covadonga” arrancaba hacia la isla, rascando los fondos. De la
“Esmeralda” tirotearon la falúa y el monitor avanzó en su auxilio. Un hervor de balas despidió a
Porras y a Checkle cuando saltaron al “Huáscar”.
—¡Señor Grau, torpedos!
Cambió miradas con Carvajal. Nada más se ve la baba oceánica jaspeando y burbujeando
sobre la bahía profunda.
—Calculo doce torpedos a la ronza —el índice de Checkle muestra aguas cercanas al
monitor.
—Muy bien, llévenos por detrás —Grau observa a la “Independencia” que persigue a la
“Covadonga” cerca de la isla. Después desaparecieron hacia la caleta de Molle, cañoneándose
furiosamente.
—Full speed ahead!
El espolón acuchilló la bahía. “Esmeralda” y monitor se dispararon a toca peñoles.
¡Bomba al pie de la roda, señor! ¡Incendio en el interior del castillo, señor! ¡Breques
destrozados, señor! La corbeta chilena descarga sus cañones rápidamente. Con sus banderas al
tope, el enemigo flota en aguas tranquilas, siempre de espaldas a la población. Espaciados
cañonazos del monitor yerran a la “Esmeralda”.
Grau no se mueve del puente atravesado por las balas. ¡Bomba en la chimenea, señor!
¡Amura de estribor rota, señor! ¡Fuego! Las baterías de tierra han hecho cincuenta disparos y el
“Huáscar” apenas quince. Delhorme prometió: ahorita los barremos de cubierta. El proyectil en
efecto reventó a ras de la “Esmeralda”. Tres cuerpos brincan despedazados.
—¡Viva el Perú!
—¡Viva Chile! —se oye responder al enemigo.
—¡Fuego! —grita el mayor Pastrana, jefe de la batería.
Breve liviana granada de campaña, sin embargo, explosión capaz de descuajar tripulantes y
triturar achacosos blindajes, el nuevo disparo de tierra hace blanco en la atestada cubierta de la
corbeta, cuyos cañones y fusileros se revuelven contra la playa de Iquique.
—¡Ríndanse! —se oye murmurar a Grau. No tienen escape.
Una granada enemiga dio en la batería. Cuando se disolvió el humo, el comandante Freyre
yacía de bruces. Resistió la coraza, pero por entrecerrados cubichetes una esquirla sajó sus
piernas.
—¡El comandante Freyre herido, señor! —anuncia a gritos el teniente Santillana.
—¡Remplácelo! —se dirigió Grau al comandante Carvajal.
—¡Fuego! —rabió Diez Canseco. ¡Ahora sí! La gruesa granada de 300 libras perforó el
casco de la “Esmeralda” y detonó bajo cubierta. ¡Bala en la cámara, señor! ¡El mayordomo
Pineda herido, señor! ¡Bomba en la toldilla, señor! ¡Soldado Anacleto Alarcón herido por
fragmentos, señor! ¡Artillero Trelles perdió un ojo, señor!
—¡La “Esmeralda” se mueve, ¡mi comandante! —el teniente 2°. Ferré entrega el anteojo a
Grau. Humea el incendio causado por el proyectil de 300. La corbeta se aleja de la estación del
ferrocarril, siempre pegada a tierra.
—¡No hay torpedos! —comprende Grau—¡A usar el espolón, todos a cubierto!
¡Bayonetas! —ordena el capitán Bustamante.
—Échenlo sobre la mesa —ignora Távara las protestas del comandante Freyre, examina sus
piernas ensangrentadas, tuvo suerte, Ramón: no hay que amputar.
—¡Todos abajo! —grita el comandante Otoya.
—¡Cierren el portalón! —vocifera Carroño a los servidores de la ametralladora.
—¡A la brigada de estribor! —ordena Melitón Rodríguez al marinero Portales entregándole
un rifle.
—¿Con qué mian dau? —se preocupa boca abajo el soldado Anacleto Alarcón.
—Con -perdigones, cholo —bromea el cirujano Rotalde.
—¡Caraju! ¡Mian confondido con cocolí!
En la acorazada torrecita sobre el puente del monitor apenas entran tres personas de pie. Por
estrechas ventanillas acecha Grau a la “Esmeralda” que escapa humeando cerca de la orilla.
Nadie más que Ferré lo acompaña en este puesto de comando. El “Huáscar” se ha encerrado bajo
su coraza. Viajan órdenes por telégrafo de máquinas. Sólo el teniente 2°. Velarde permanece en
cubierta, transmitiendo señales y haciendo guardia de bandera. Cada vez más lejos de la curiosa
multitud de Iquique, los buques se tantean bajo el sol de las once y media de la mañana. Por fin
Grau se decidió. ¡A estribor! y después; ¡A toda máquina!
Seiscientos metros. El curvo cuchillo del “Huáscar” divide en dos la espuma. Bajo el festivo
sol de mayo, en tiempos de paz por esas playas paseaban familias. Nunca más nada será igual a
cuanto ya existió. Avante, quinientos metros. Más largo que esa punta visible, el espolón embiste
submarinamente al enemigo. Cinco a babor. Mac Mahone, jefe de máquinas, mira encima, en
derredor suyo los interiores confines de acero de pronto golpeados por proyectiles chilenos.
Trescientos metros. A toda potencia, fogoneros. Toda la tierra fragmentada bajo distintas
banderas, cuadriculados los pantanos, inventariadas las montañas, regimentado el movimiento,
numeradas las panículas, todo emparedado, vuelto estadística y ganancia. Algo toca a Grau en el
hombro, acaso el error original.
Pero ha de cumplir con su deber, avante a babor diez grados. La tripulación de. la
“Esmeralda"’ parece apiñada en cubierta. Para esos hombres la codificada eternidad, la tumefacta
nomenclatura nocturna de las tumbas, las acuáticas fosas, los torbellinos de azul. Para ellos el
abrupto final tan común a todos los ausentes. ¡Paren la máquina! El señor Grau prefiere que se
rindan. El golpe no será tan violento. Ochenta, cincuenta metros. E1 enemigo descarga todos sus
cañones todos sus fusiles, todos sus revólveres. También arrojan bombas de mano que
chamuscan cubierta. ¡Ahora! ¡agárrense! Con un feroz chirrido la “Esmeralda” recibió el golpazo
que la forzó a girar. ¡Fuego! La batería de 300 deshace el costado, derriba mamparos, incendia la
primera cámara. ¡Fuego! Otra explosión anaranjada remeció la entraña de la corbeta, inflamando
panoles y retorciendo escalas. Por cubierta se espesan jugos humanos, una jalea rojiza sobre la
que patinan combatientes.
¡Máquina atrás!
Desde su torre de comando el señor Grau no vio al oficial de labios descoloridos que espada
en mano salta al abordaje solo seguido por un sargento. Como una resaca arrastra al monitor. Por
esa niebla hecha de pólvora, la brigada de estribor descubre chilenos a bordo. ¡Arriba mis
buitres! El marinero Portales alza el chassepot y, sin saber a quién, descerraja un culatazo.
Anónimo enemigo con insignias de capitán de fragata, perforado el rostro, el señor Arturo Prat
pierde su última y altiva apariencia y ¿ostentándose de nada, exagerando su tiesura, busca el
camino con ojos ciegos, alza la espada, gira en redondo acuchillando el aire, allí combatiendo a
solas, admirable guerrero que al fin se chorrea de a pocos, como asido de invisibles auxilios. a
las 11 y 45 de esa mañana de mayo, el marinero Portales le aplastó el cráneo de un culatazo.
¡Avante!
¡A toda máquina! '
El sargento chileno Juan de Dios Aldea gime perforado por la rifleria peruana. ¡Al hospital
de sangre! El teniente 2°. Velarde ordena a dos marineros sacarlo de allí. Quedó nuevamente
solo en cubierta mientras el “Huáscar” embiste por segunda vez a la corbeta.
¡Paren máquina!
Ochenta metros separan a los buques. Otra vez maniobró la “Esmeralda” para esquivar el
espolón. Lo instantáneo entonces, la nada blanca, la realidad perpetua, el gran vacío suficiente; el
ruido total entonces, el oscuro estruendo de caverna y la memoria de ahuecadas voces familiares;
el agujero entonces, ni vertical ni orientado en dirección alguna que sea conocida; el llanto
entonces, la tristeza que no ha terminado; el deseo y el fastidio entonces, encharcada ambigua
meditación en pedazos, la cabeza muriendo entonces; el gesto circular, la nada en ovillo, la
brillante esfera entonces; el último ademán de niño o perro mordiéndose el pie o persiguiéndose
la cola, el vano ímpetu con que quiso atrapar los confines del ser que le era conocido, los tres
balazos entonces. El teniente 2°. Velarde se desplomó atravesado por tres disparos. A proa se
amontonan chilenos lanzados al abordaje cuando los buques se juntaron. ¡Fuego, mis buitres! La
fusilería del "Huáscar" los derribó. ¡Atrás, a toda máquina!
¡El teniente Velarde malherido, señor!
¡Sesenta agujeros en la chimenea, señor!
Al otro lado de la torre de comando, al reverso de este blindaje, a diez centímetros del señor
Grau hace explosión un proyectil de 40.
¡Sí, estoy bien, señor Ferré!
¡Fuego!
El cañón de 300 despedazó estribor. Su proyectil atravesó mamparos en busca de la sala de
máquinas. Allí estalló la granada con sus setenta kilos de pólvora irritada. Calderas de alta,
presión, ejes, tuberías, pistones, hornos: todo se deshizo en veloz abrasamiento. La bomba mató
a todos los maquinistas y fogoneros, sacudió el buque desde la quilla. Seguían disparando.
¡Adelante, a toda máquina! ¡No se detengan!
Apuntado a lo más ancho del casco, el monitor bufó al encuentro de su enemigo.
Goteaba la sangre de Velarde. ¿Cuánto más falta para que termine este asunto de vivir?
Távara se abraza al oficial, sujetándolo a la espera del encontronazo final. Oiga, doctor, ¿ya
hundieron a esos miserables? No hable, Velarde, quédese quieto. Lo iban a salvar, seguro.
—¡Maldita guerra!
El espolón abrió en dos el casco de la corbeta.
Todo da igual: el día y la noche, la espera y el naufragio. Todo parece en vano. Cuatro horas
combatieron los chilenos para saltar desnudos al mar que chupa mástiles y cañones. Una gran
burbuja había deglutido a la corbeta cuando Grau abandonó su torre.
—¡Salven a esos desgraciados! ¡arríen los botes! —la voz del comandante sacudió a sus
marineros.
Echó una taciturna mirada al golpeado monitor.
—Se fue a pique con sus banderas al tope —informó el comandante Carvajal.
—¡Carpintero! ¡calafate! —llamaba a voces el comandante Otoya
—¡Los botes están acribillados!
—¡Salven a esa pobre gente! —insistió Grau. El mar succionaba a los náufragos —¡Pronto,
arríen los botes! Cayó al mar una intacta falúa. Pronto el chinchorro también surcó el mar en
busca de sobrevivientes. Se empinaba el remolino del naufragio arrastrando a desnudos
enemigos.
—Dos oficiales chilenos en proa, señor —el teniente °. Ferré volvía de reconocer los daños
sufridos por el espolón—Hay una vía de agua, señor.
Tres marineros cargaban al moribundo teniente chileno Serrano hacia el hospital de sangre.
—Pónganlo en mi cabina —dispuso Grau.
Los oficiales avanzaron por cubierta. El jefe de la división contuvo una mueca al ver la
destrozada cabeza del comandante chileno. Adiós, enemigo. De veras lamenta que haya usted
muerto, enemigo.
—Es el señor Prat, caballeros —lo reconoció Grau.
—Aquí está su espada, señor.
El jefe de la división la recibió respetuosamente.
—Cúbranle el rostro —dijo.
Los botes volvían con 63 náufragos. Algunos vencedores se habían arrojado al agua para
salvar a heridos. Al teniente 2°. Luis Uribe Orrego se le obstruyó la garganta cuando su
adversario Diego Ferré advirtió su rango de oficial, dispensó un tieso saludo y le ofreció la
diestra.
—Bienvenido a bordo, señor —dijo Ferré.
—Muchas gracias, señor —replicó el chileno.
—Pase a la cámara, teniente —invitó el comandante Carvajal —Lamento que no haya
almuerzo. Señor Ferré, que den un trago de brandy y ropa a estos hombres.
Un vaho a humana gloria y congoja se condensaba por la bahía de Iquique. En el puente, el
señor Grau esperó que recogieran la falúa. Había perdido treinta minutos en salvar chilenos.
—¡Señor Otoya, nos vamos!
—Sí, señor.
—¡Al sur, a toda máquina!
—Sí, señor.
No hay rastros de la “Independencia” en el horizonte.
Carnicería en Punta Gruesa
Nada parecía salir bien a bordo de la fragata esa mañana. A la espera frente a Pisagua, tardó
en seguir al “Huáscar” acaso por distracción de los vigías. A todo vapor en Iquique no pudo
impedir que la “Covadonga” escapara de la bahía. Al segundo cañonazo se desmontó el Parrot de
popa. Su primera andanada de babor estremeció las arenas de Cabancha, entre la orilla y la línea
férrea, lejos de la corbeta chilena que huye al sur bien pegada a la costa. Al descubierto en el
puente, el capitán de navío Juan Guillermo More ordenó una maniobra para encerrar al enemigo
en la ensenada inmediata a Iquique. Con sus 600 toneladas de registro gobernadas por el práctico
Stanley, la “Covadonga” no interrumpió su navegación al sur, a ras del rocoso fondo marino. El
teniente 2°. Enrique Palacios estudia la carta, informa que hay bajos, señor, no pueden acercarse
más al enemigo.
Ahora los buques se cruzaban, el blindado de proa al norte y la corbeta siempre en demanda
de Antofagasta. Cien metros a estribor de la “Independencia” los chilenos la cañonearon con
expertas piezas de 70 sin que la andanada de respuesta rasguñara su casco de madera.
—¡Cuidado! —quiso decir el capitán de fragata José Sánchez Lagomarsino. Creyó
sorprender el vuelo de una bala. La explosión deshizo la escotilla de la máquina.
—¡Hirieron al comandante Gutiérrez, señor!
—¡Ciento ochenta a babor!
—Full speed ahead!
El capitán de corbeta Ruperto Gutiérrez jadeó a través del humo sosteniéndose con beodo
equilibrio mientras la sangre chorreaba sobre sus ojos.
—Venga usted, comandante —lo tironeó el cirujano Enrique Basadre.
Al pasar, los fusileros chilenos baleaban cubierta.
—All steam on, you lousy lumpers! —vocifera Míster Wilkins en la sala de máquinas.
Veintidós libras de presión en las calderas nuevas. El blindado corría a casi 12 nudos.
—Vaya a curarse, es una orden —Sánchez Lagomarsino, embarcado en Arica como
voluntario jefe de la Columna Constitución, se hará cargo de la batería.
—Ahora... —la “Independencia” reanudaba la caza. El teniente 2°. Gárezon vociferó la
orden—: ¡fuego!
El Vavasseur de proa erró el blanco por medio cable de distancia. Una mueca contrajo la
quijada del señor More. En el puente lo acompañan los tenientes Palacios y Narciso García y
García. Cambiaron miradas. El comandante Grau no se ha equivocado. Tan improvisada
tripulación no puede sostener un combate de artillería. Con sudoroso trajín, estos principiantes
ceban disparos a cualquier parte. Pero los chilenos acertaban casi todos sus tiros. No importa la
superioridad del blindado sobre la corbeta, acabarán por demolerlo. De la punta de Cabancha a la
caleta de Molle, el enemigo siguió escapando cerca de las rompientes. Entre dos andanadas, el
cirujano Basadre saca la cabeza a contemplar al enemigo. Vamos a terminar contra la costa,
caramba. Y la “Covadonga” no vale la pena. Navega sobre olas que parecen llevársela a tierra.
Podían esperarla al sur, en propicias aguas bolivianas. Pronto aparecerá el “Huáscar” y entonces
los chilenos preferirán encallar o hundir su buque. Ocho proyectiles enemigos sacudieron al
blindado. Oscuro valiente capitán de navío, por lo común de controlados nervios, More pateó el
puente. Palacios lo oyó maldecir. Fracasan sus órdenes ejecutadas con impericia, en vano acortan
distancias. Si no estuvieran tan cerca de las rocas, les echaría encima el ariete. ¡Doctor, pronto
doctor! El capellán Sotil gesticulaba envuelto por una humareda.
¡Venga, doctor! Una granada pulverizó el portalón, deshizo un bote y derribó al centinela. El
soldado Manuel Huamán ha muerto, señor. Palacios sintió pasar aquella bala cerca de su piel.
También More escuchó el caprichoso ventarrón.
El bombazo que trizó el puente por la mitad, sólo tiznó su perfil derecho. El cirujano
Basadre acaba de desahuciar al centinela cuando a sus espaldas se desplomó un trozo de buque.
Vio al atónito comandante y a sus dos ayudantes aún de pie. Dirán que no era posible: a cuatro
yardas del impacto, las esquirlas perforaron el paletó de Palacios sin rasguñar su torso. Tampoco
al teniente 2°. Narciso García y García lo derribó la explosión. ¿Está usted bien, señor? Como
por una caracola More oyó primero la monótona distante palpitación de la hélice y después los
tambores en cuya piel redobla la batalla y en fin las ametralladoras y rifles crepitando en ambos
buques. Cuando la niebla de pólvora apaga todos los destellos, cuando el picante hedor de los
disparos chamusca su nariz, cuando el ser exterior se adhiere como un paisaje a sus pómulos. Sí,
estoy bien, gracias doctor. Ni siquiera se tambaleó. ¡Todos a cubierto menos el comandante!
El señor More ha ordenado ensayar el espolón. Las nueve y media. Seguramente el
“Huáscar” ya dio cuenta de la “Esmeralda”. ¡Molle a la vista! Pegado al anteojo informa Palacios
que en la orilla forman rifleros y cañones de campaña viajados desde Iquique. Nueve brazas,
señor. El Supremo Director de la Guerra ha instruido que usen el ariete si fracasa la artillería. A
exactos tiros de rifle los chilenos impedían recargar el Vavasseur cazador que carece de
parapeto. Las dos mil rápidas toneladas de fierro y palastro y broncea su mando no sirven hasta
ahora para nada, señor. More echó un vistazo a la carta. Ocho brazas, señor. Tres veces más
grande que la “Covadonga”, embistió la fragata blindada. También los chilenos viraron
bruscamente a babor, arrimándose a los bajos.
¡Seis, cinco brazas, señor!, Escucha chisporrotear bombas de 70 contra el blindaje, el furioso
intercambio de ráfagas de fusilería, al fin More ordenó todo a estribor. Cuando la
“Independencia” quedó de espaldas al enemigo, de la corbeta malhirieron a los tres timoneles. La
segunda cámara olía a cloroformo. No hay tiempo sino de sajar y coser. El cirujano Basadre
amputa un brazo a un artillero, termina de vaciar un ojo a un subteniente de la Columna
Constitución, sutura la cuenca machucada de un balazo, colabora en la amputación hasta el codo
de otro artillero, nada más comprueba que el despedazado cabo Manuel Carrillo murió en el
instante de ser golpeado por un fragmento de bomba, recibe a los timoneles de tripas baleadas,
reparte ungüento a quemados tripulantes, se alivia con unos sorbos de whisky. A veces se
pregunta qué haces aquí, Enrique, médico de provincia, con la camisa manchada de sangre
mientras el capellán Sotil murmura latinajos de rodillas junto a los cadáveres.
La “Independencia” acosaba a los chilenos contra la caleta de Molle.
Al décimo disparo se desmontó el Vavasseur.
No se está mal aquí abajo, a salvo del cañoneo dentro de la abrigada coraza de la sala de
máquinas. Mister Wilkins había subido a cubierta, a indagar cuánto falta para liquidar el combate
y qué se espera de sus calderas nuevas. El inglés sabe que esos máximos proyectiles de 70 libras
con que la “Covadonga” golpea el casco peruano, no pueden atravesarlo. Era como si nada más
le pegaran de martillazos. Equilibró el vapor. Cortas maniobras revelan que el señor More
encierra al enemigo en Molle, esperando la aparición del “Huáscar”. Pero otra vez la corbeta
chilena se escurrió al sur rascando el fondo.
¡A toda máquina! More decidió estrecharla al extremo sur de la bahía de Chucumata.
—¿Profundidad en Punta Gruesa, señor Palacios?
—Siete a doce brazas limpias, señor —contestó su ayudante memorizando la carta. Después
de las rompientes hay aguas de abrupta profundidad.
—Allí atacaremos —More apretó las mandíbulas—Señor García. . .
El oficial giró en redondo sobre el puente maltrecho.
—¿Sí, señor?
—...que despejen cubierta. Entramos al espolón.
—¿No baja usted, señor?
—Ya escuchó la orden, teniente.
—A ye aye.
Arrancó el blindado a toda máquina al sur, cortando el hondo azul marino que el viento
hacía cabrillear festivamente. Una cierta alegría refrescó a Palacios. Volveremos. Todo va a salir
muy bien. Contempló el rocoso excremento de esta costa escarbada hasta la víspera de la guerra.
Al sur de Molle, donde el ferrocarril rodeaba cerros para meterse al interior, nada se ve sino
reverberación del sol sobre las piedras. En Punta Gruesa se curvan olas de espinazo poderoso.
Rocas negras, perpetuamente empapadas, a las que han crecido algas y parásitos, soportan
espumosos golpazos. No se sabe si caídas allí desde lo más alto o si barridas en retroceso por el
oleaje, emergían las peñas por sobre un vapor de braveza. El mar pulverizado contra esos filos
tardaba en caer y a flote sobre el viento, pronto mojó el rostro de Palacios.
Sintió lástima de los chilenos: mal sitio para naufragar. Doce millas al sur de Iquique
volvieron a embestir a la “Covadonga”. Sonda en mano, anuncian la profundidad de las aguas.
Diez brazas, señor, nueve brazas. Los chilenos tiroteaban rabiosamente al blindado que acomete.
Apunta el espolón a popa, hará pedazos la caña para desgobernar y detener a la corbeta. Si no se
van al fondo, los chilenos tendrán que rendirse. Su artillería fortificará Arica o acaso sirva para
proteger los apurados fortines de Pisagua. Nueve brazas a proa, señor. Los cañones chilenos
vaciaban tarros de metralla. Ni More ni sus ayudantes Palacios y García se movieron del puente.
A proa, espada en mano, el alférez Guillermo García y García contempla crecer al enemigo.
¡Ocho brazas, señor!
¡Ahora!
Un torbellino a popa anuncia que mister Wilkins ha dado todo poder a su máquina.
—¡Es nuestra! —gritó Palacios. Los chilenos se desnudaban en cubierta.
—Se van contra las rompientes —masculló More —¡Todo a estribor!
—Siete brazas.
—¡A estribor, maldita sea! —imprecó el comandante.
Inexpertos timoneles de remplazo habían dado todo el timón a babor, enviando el blindado
contra la costa. —¡Toda la fuerza atrás! —tronó el comandante—¡Atrás! —Aye aye —sudó
mister Wilkins. Rechinó el árbol de la hélice contramarchando para detener el buque.
Guillermo García y García vio flotar la bandera chilena encima del ariete.
Lo inmutable entonces. La cenagosa puntiaguda caballería retumbó por su cerebro y la
gelatina donde anidaban sus ideas y sus recuerdos quedó despedazada, de modo que murió
desmemoriado, con la cabeza rota por delante, arrastrando a un ser vagamente apenado por
partir. El agujero entonces, la roja Una centésima de segundo antes de que una roca apuñalara
por la barriga al blindado, el tiro atravesó arriba abajo al alférez García y García.
La piedra sumergida entró por los fondos. El sonido hacia adentro, entonces. No hay
escollos a la vista ni a babor ni a estribor, ni en popa o en proa. Sólo aquí, justamente debajo del
casco, la tierra se eleva lo suficiente para clavarse en la “Independencia”. El feroz chirrido, el
miedo entonces. Dos mil toneladas se detuvieron en seco, quejándose.
El choque descuajó las calderas, fueron a incrustarse en la caja de humo de la chimenea.
Mister Wilkins cayó de cabeza, golpeándose la frente contra un mamparo. El inmediato peligro
de muerte y todos sus héroes en existencia automática: la ceja ensangrentada no hiere
verdaderamente a Tom Wilkins. Hay que soltar vapor, rápido. Por la sala de máquinas a oscuras
crece el humo de los hornos apagados por la colisión. Sostuvieron al inglés mientras forcejeaba
con las válvulas.
—¡Ya está! —el tercer maquinista Giuseppe Zeguego liberó el primer chorro de vapor.
—¡Toda máquina atrás! —rugió More incorporándose.
—Ayúdeme, padrecito —el cirujano Basadre termina de operar en el inclinado piso de la
cámara.
—¡Seis brazas, señor! —se asombra un marinero a babor.
—¡Cinco brazas, señor! —confirma una voz desde proa.
—¡Calderas fuera de servicio, señor!
—¡El alférez García y García ha muerto, señor!
Los ojos locos del atribulado valiente capitán de navío Juan Guillermo More buscan por
cubierta una explicación del desastre.
—¡Regresa la “Covadonga" señor!
De nuevo chirrió el blindado, cayendo sobre la banda de estribor.
—¿Ordeno abandonar el buque? —el teniente 2°. Palacios observa a náufragos novatos que
se arrojan al mar en demanda de las rompientes —Se nos van a ahogar, señor.
—¡Todos en sus puestos! —habló por fin More. La voz salía de su garganta como por un
túnel
—¿Qué pasó, señor Palacios?
—La roca no está marcada en la carta, señor. Allá está el último bajo y estamos bien al
norte. Dos brazas a estribor o a babor y no habría pasado nada, señor.
—¡Se inunda el buque! —jadeó el segundo jefe Raygada. Caía el océano por las portas de la
batería de estribor.
—¡comandante Sánchez!... —apesadumbrado atónito capitán de navío, el señor More
acarició su buque: lo había comandado casi seis años sin pausa.
—¿Diga usted, mi comandante? —Sánchez Lagomarsino aguarda órdenes vigilando la
aproximación del enemigo.
—¡eche fuego a la santa bárbara!
—Sí, señor.
—¡Arríen los botes! ¡abandonen el buque!
El cirujano Basadre por cubierta cuando la “Covadonga” cañoneó a los náufragos. Sus
disparos persiguieron a quienes nadaban hacia la costa. Basadre gritó de espanto a la vista de
esos infelices atravesados a flor de agua.
—¡Arriba, mis buitres! —reaccionó el capitán Manuel Chapel. La infantería de marina se
parapetó en lo más alto del blindado.
—¡Viva el Perú! ¡fuego!
—¡Viva!
—¡Muera Chile! ¡Fuego!
—¡Cuidado, señor! —el alférez Carlos Bondi trepó por la escala a salvo del golpe de mar.
Estiró un brazo a tiempo de coger las ropas de Sánchez Lagomarsino.
—Get out, damn it! —Wilkins aflojó el cuerpo, dejándose llevar por el océano que se
derrama en la sala de máquinas. No se separó de las calderas hasta que hubo soltado todo el
vapor. Con el rostro quemado, el maquinista James Hearly demoraba en seguirlo
—She's sinking, Jim! Follow me, you bloody dunce!
—Entre seis y ocho brazas en derredor del buque —resumió el alférez Ricardo Herrera.
—¡Vamos, arríen los botes! —gritaba More —¡Heridos a tierra!
—Solicito permiso para permanecer a bordo —habló el cirujano Basadre
—Alguien debe prestar primeros auxilios.
—Gracias, cholo —Sánchez Lagomarsino escupió agua de mar. El esfuerzo por salir del
remolino que lo succionaba hacia los fondos del buque, provocó ahora vivas ansias de vomitar.
Un rato gargajeó babas saladas, encogido junto al alférez Bondi que contempla inclinarse el
blindado sobre su cabeza. Arriba traqueteaban los rifles, a intervalos retumba una de las dos
ametralladoras en las cofas fuera de equilibrio.
¡Fuego!
Con el agua a la cintura, Gárezon orientó la última descarga de la batería. Sostenida por la
misma roca que destrozó su quilla, la “Independencia”, tarda en hundirse. Comandante
Gutiérrez, a la playa. El cirujano Basadre ignoraba las protestas del tercer jefe del blindado.
Habían malherido su rostro y acaso sea preciso amputarle un brazo. Se volvió al escuchar a
Wilkins. La sal quemaba sus pupilas celestes. Come on Jim! Desde abajo, Sánchez
Lagomarsino y Bondi empujaron el cuerpo sancochado del maquinista Hearly. ¡Madre de
Dios! Basadre se santiguó. ¿Agua hirviendo? Si. ¿Hay otros heridos? No. Enormes ampollas
inflaban el rostro del inglés. Palacios lo observó embarcar en la falúa junto a los artilleros
mutilados y a timoneles de vientres cosidos con prisa. ¿Se va usted, doctor? Basadre escupe,
ahuyenta a los remeros. No, teniente, aquí me necesitan. Crujió la arboladura. Las costuras
soportan la violenta inclinación de la fragata. ¡Doctor, pronto! El soldado Francisco Chávez
aullaba al abrigo del blindaje. Otro riflero de la Columna Constitución rodó con los pies
deshechos por la metralla.
Todo el instrumental quirúrgico se perdió en el naufragio. No queda una gota de cloroformo,
Basadre fuerza el pico de una botella de coñac entre los labios transparentes del soldado Chávez.
Una bomba le bahía arrancado en crudo su brazo derecho y todavía pregunta que sucedió. Bebe,
hijo, y desmáyate pronto. Es lo mejor que te podía suceder.
La “Covadonga” acribilló el bote que se dirige a tierra cargado de heridos. A ratos cede otra
plancha del blindaje y la “Independencia” sigue cayendo hacia estribor o inclina su proa. Parecía
un islote lamido por gruesos tumbos silenciosos. Va y viene la corbeta trizando náufragos. Una
obstinada fusilería replicaba a los chilenos. Revólver en mano, el señor More contempla chorrear
sanguaza hacia los imbornales. Parecía que su propio desdichado buque supuraba ese jugo rojizo.
La vida y todos sus inconvenientes, la desesperación entonces. Apiñados en la jabonosa cubierta,
oficiales e infantes de marina soportaron el minucioso cañoneo de exterminio. A balazos
borbollaba el mar mientras siguen arriando botes. More pasó revista a malheridos rifleros de la
Columna Constitución, contempló el cadáver de García y García. ¿Quién escribirá la noticia a su
joven esposa? ¿quién explicará que ha muerto en vano, casi alcanzando con su espada la borda
del enemigo? ¡Maldita guerra! Después sus ojos tropezaron con los rostros desencajados del
teniente 2° Alfredo de la Haza y del adolescente aspirante Arturo de la Haza. El primo Condell
dirigía la matanza desde la “Covadonga”.
Los tiros impedían despachar más botes a tierra. Pegado al anteojo Palacios vio
despedazarse la primera falúa contra las rocas. Por la playa aparecían soldados al rescate. La
corbeta chilena dirigió sus tiros contra esos infelices, barriendo a los náufragos que por fin se
incorporaban en la ribera. Desde el blindado vieron caer herido al practicante de medicina
Manuel Ugarte. La soledad y sus minúsculos amados utensilios, el niño que retoma entonces. He
aquí el reloj en el que se ha grabado un nombre y apellido, la leve alianza de oro, dos pequeños
retratos, el peine, un pañuelo con sus iniciales, estas insignias sobre el hombre envejecido, inútil
mientras clava su mirada al norte: horizonte vacío ¿Dónde estás, Miguel? La carnicería no se
detuvo.
—¡Señor, la bandera!
La metralla había cercenado la driza que sostenía en alto el pabellón nacional.
—¡Yo voy, comandante! —el marinero Federico Navarrete mordió una bandera peruana
para subir por la inclinada arboladura.
A cincuenta metros, el enemigo se entretuvo en dispararle. Navarrete escucha abejorrear
plomos a ras de su cuerpo. La infantería de marina prorrumpió en hurras y descargó sus rifles
contra la corbeta. No el cuerpo de costumbre transporta al tripulante por el palo mesana. Una
fuerza que no es conocida lo izaba a pulso por el cordaje. Mostró una espléndida sonrisa cuando
llegó a lo alto. Sañudamente los tiros se ajustaban a su estirada silueta. Sacudió el viento aquel
tafetán rojiblanco al fin sujeto al mástil y Navarrete se volvió a saludar a los chilenos. E1 balazo
trituró sus dientes y despedazó su paladar. Palacios contempló el chorro de sangre que empapaba
su cotona. Por un segundo el marinero péndulo cogido de un cabo. Se impulsaba en busca del
mar. Cayó esquivando los filos de la fragata acostada en el escollo. Otros se zambulleron en su
rescate.
¡Apúrate, Miguel!
Otra vez las balas degollaron la driza y se desplomó la bandera. Monsieur Schofield,
ciudadano francés, arrancó un tafetán peruano al cabo de señales y de un salto trepó al trinquete.
El joven timonel volaba con la insignia enrollada bajo la camisa. Palacios admiró su agilidad
mientras unas ganas de llorar le subían por la garganta.
No era tu guerra, muchacho. Algún día te aburrirán las aventuras y querrás volver a tu
provincia.
Enfurecían fusiles cazadores de la “Covadonga" pero Schofield consiguió enarbolar el
pabellón. Bajaba a saltos cuando lo alcanzó una ráfaga de disparos. Su cuerpo chocó contra la
cubierta. Tenía un brazo convertido en piltrafa. Sobre yertas hélices, palpando el blindado como
una carne muerta, acosado por un sanguinario rencor que no creyó posible el señor More se
ofrece al enemigo. No lo querían. Hoy se empezó a perder la guerra, Juan Guillermo. Y Juan
Guillermo More estuvo de acuerdo: hoy se fregó el Perú y todo por mi culpa. Pálido valiente
capitán de navío: nunca más uniforme, otro buque. No importa que descifre simpatía en el
silencioso respeto de sus oficiales, el señor More ha sido derrotado. Se acabó la primera división
naval.
Ahora el “Huáscar” tendrá que pelear solo. Estricto desesperado comandante More: mejor
sería pegarse un balazo.
—¡Humo a la vista!
El “Huáscar”, por fin.
Izaban señal de auxilio.
—¡Bájenla! —gritó More. La “Independencia” ya no importa. Nada importa después de esta
carnicería, salvo la completa destrucción del enemigo.
La “Covadonga” se despidió con una andanada que derribó a los rifleros puestos de pie.
—Seis malheridos de la Columna Constitución, tres fogoneros quemados, también Jim
Hearly, cuatro soldados del Batallón Ayacucho deshechos a tiros, cinco marineros mutilados,
veintitrés contusos, once sofocados, tres miserables que agonizan, cuatro cadáveres
semidesnudos, un tuerto
—contabiliza el cirujano Basadre y además, un bote lleno de heridos que se rompió contra
las rocas y el joven médico Ugarte baleado en la playa.
A once millas de distancia, el monitor tardará una hora en llegar a Punta Gruesa.
La “Covadonga” escapaba al sur.
—Señor Raygada, todos a tierra. Llévese a los heridos.
—Sí, señor.
—Vaya usted también, Palacios. ¡Vivo, vivo! Teniente Gárezon, hunda las insignias. Usted,
Ulloa, inutilice los cañones. desmonten las ametralladoras. ¡Vamos, rápido! Crujió el blindado,
escorándose aún más sobre la banda de estribor. El solitario “Huáscar” se agrandaba en el
horizonte. More ordenó izar otra señal.
PERSIGA AL ENEMIGO
Se busca ministros
En Lima se declaró una epidemia de viruela y el anciano General Luis La Puerta,
Vicepresidente encargado de la Presidencia, sufrió un ataque de gota a la mañana siguiente de
asumir el supremo mando político de la Nación. Había renunciado el Consejo de Ministros.
Mientras los primeros apestados van a parar al inmundo Lazareto de Guía, criticaban al
expremier Irigoyen por haber confiado en la paz cuando era inevitable la agresión chilena, y al
ex-ministro de Hacienda Rafael de Izcue por su falta de energía fiscal. Después de ser atendido
por el médico, el Vicepresidente pasó revista a doce nombres que trabajosamente escribió con su
diestra deforme. Ordenó llamarlos por separado.
El transporte de dos variolosos a bordo de un carruaje blanco anunciado con una estridente
campanilla, espantó a los transeúntes a las diez de esa mañana de mayo. También el abogado
José María Químper se refugió en un zaguán, cubriéndose boca y nariz con un pañuelo. A las
novenas y devociones por la salvación del país se sumaban ahora intensas rogativas para que el
Altísimo protegiera a los limeños de la peste. Temprano pudieron observar a un marinero
semidesnudo, que las autoridades del Callao mandaban encerrar en el lazareto y que los médicos
devolvían al puerto porque estaba en seca, es decir, en proceso de cicatrización. Aquel
organismo, cubierto de costras de viruela fue paseado por el centro de la ciudad para que el
vecindario recordara la importancia de la higiene pública.
Un breve estremecimiento acompañó a Químper cuando reinició su caminata. Un poco
agitador, un poco héroe, un poco desplazado por el auge del Partido Civil y la irrupción de
Nicolás de Piérola y su Partido Demócrata, se dice que Químper pierde su tiempo reorganizando
el difunto movimiento Liberal. ¡Veintidós apestados en una semana! Hay quienes afirman que es
preferible morir de un balazo en el frente que llenos de pus en el lazareto. La verdad, los liberales
importan poco en esta urbe de pronto preocupada por miasmas invisibles. Sin embargo, todos se
acuerdan de José María Químper. El 66 integró el célebre gabinete que declaró la guerra a
España. No han olvidado sus notables atributos de organizador como Ministro de Gobierno de un
país atacado, ni la admiración que le profesa el General La Puerta. Cuando Químper atravesó la
plaza de armas y se presentó en el palacio, los dirigentes civilistas se reunieron con urgente
consternación. Ellos habían elegido presidente a Prado y ahora llaman a gobernar a su enemigo:
con tantos ministerios vacantes, esta visita a palacio anuncia la resurrección política del jefe de
los liberales. Es verdad que Manuel Prado, fundador del Partido Civil, también integró el
gabinete del 66. Como solía decir Químper, se trataba de otro Pardo, un reformador todavía no
cansado de arrastrar a los conservadores que lo apoyaban, ni consumido por cuatro años de
gobierno con bancarrota nacional y frecuentes revoluciones.
Tampoco era el mismo Químper del 66. Se le sabe interesado en las experiencias de la
Comuna, asistente a peligrosas tertulias jacobinas en las que se encuentra a librepensadores como
Manuel González Prada y a bohemios como el periodista Abelardo Gamarra.
—Bienvenido, doctor —La Puerta dedicó una cazurra pero afectuosa sonrisa al líder de los
liberales. Nadie acepta hacerse cargo de la hacienda pública. Prudentemente el septuagenario
general cusqueño no ha aceptado todavía la renuncia del anterior encargado de las finanzas
nacionales, aunque el señor de Izcue está desesperado por irse a casa—Asiento, doctor. Aquí me
tiene, agobiado por la mala salud y Los problemas de estado.
—No juzgaremos a los hombres, juzgaremos sus hechos, tal es el mandato de la hora
presente
—el director de “La Opinión Nacional” escribe su respuesta a la crisis del Perú—Pero como
los hechos tienen su lógica, que llamaremos personal, o lo que es lo mismo, obedecen a las leyes
de causas y efectos, algo se rozan con las individualidades llamadas a los consejos de gobierno.
—Mi respuesta es negativa, señor —Químper observa la hinchazón del Vicepresidente.
—¿Químper en palacio? —tronó el señor Chacaltana en su oficina del diario “El Nacional”
—¿Nos declaran la guerra por segunda vez?
—Su Excelencia el jefe del estado, interpretando hábil y fielmente los deseos del país, ha
dicho “mi programa es la guerra'’.
—Aramburú pausó su afilado lápiz-tinta sobre la cuartilla de papel—¿Quién dice usted que
ha sido llamado al gobierno? ¡Químper!
—¡Oh, vamos, doctor! —el Vicepresidente bufó repartiendo codazos a los almohadones que
lo sostenían. Contaba con su participación en el Consejo de Ministros—¡Acepte usted! ¡No se
puede negar!
—Le han ofrecido la cartera de hacienda —razonó el banquero Candamo.
—El General Manuel Mendiburu ya aceptó el cargo de primer ministro y la cartera de
Guerra y Marina.
—En el congreso nos encargaremos de corregirlo —amenazó el diputado Moreno y Maíz.
—No podemos permitir chocheces del señor Vicepresidente —afirmó el diputado Yarlequé.
—Usted sabe bien que no me toleran —habló Químper. Ni uno solo de los proyectos
enviados por de Izcue al Congreso Extraordinario fue aprobado. Y el anterior ministro de
Hacienda es uno de ellos. Decía ellos abarcando a todos los que se niegan a asumir tributos de
guerra a la vez que exigen una rápida y definitiva victoria sobre Chile. Así es, Excelencia; nadie
menos indicado para negociar con ellos que el señor Químper—Sería un error político.
—Se quedará de Izcue en el ministerio —pronosticó Candamo. Después del asesinato de
Pardo, asumía el liderazgo del Partido Civil.
—Nosotros no estamos en el número de los pesimistas —prosiguió su editorial el señor
Aramburú
—pero reconocemos que algunos de los señores ministros, en sus ensayos históricos y de
actualidad, tienen que resolver, para conquistar adhesiones, un arduo problema: el de excederse a
sí mismos.
—No hay dinero para pagar la soldada —dijo La Puerta —Mucho menos para comprar
cartuchos.
—Así he escuchado, Excelencia. Claro, compete al Congreso imponer contribuciones y
poco puede hacer el Ejecutivo sin leyes de emergencia.
—Qué vergüenza —dijo el diputado Carlos Elías—Parece que nadie quiere aceptar
ministerios.
—Puede haber hoy en Palacio la cabeza que piense, pero nos parece que falta hoy la energía
que ejecute: para encontrar reunidas, aunque no muy sobresalientes, esas dos cualidades, es
preciso elevarse hasta el Supremo Director del Poder Ejecutivo.
—Aramburú releyó su editorial y volvió a escribir—Sus colaboradores no las poseen todas y
creemos que no se complementan.
—Confirmado —dijo Candamo a los civilistas reunidos en su oficina—Mariano Felipe Paz
Soldán en Justicia e Instrucción y Rafael Velarde en Gobierno. Se busca Canciller.
—Nicolás de Piérola, ciudadano del Perú, ante Vuestra Excelencia respetuosamente
expongo
—dicta Piérola con las manos enlazadas en la espalda
—Que el 29 de abril último presenté al conocimiento del Supremo Gobierno un memorial
cuya parte expositiva era textualmente como sigue: cooperar, etcétera.
—¿Se da usted cuenta? —manifiesta preocupación José Antonio Miró Quesada.
—Esto de Químper y ahora Piérola insiste en formar el batallón “Guardia Peruana"
—¿Le vamos a entregar armas para que conspire con un fusil en la mano y con los liberales
en el gobierno?
—Estoy resuelto a todo, pero no ocurrir a la emisión de papel moneda por graves y urgentes
que sean las. Necesidad desde la guerra.
—Se oye al Vicepresidente—E1 Perú es un país rico y patriota que bajo una dirección
acertada llenará por otros medios las arcas fiscales.
—En dos ramos, sobre todo, está hoy la suerte de la república: Guerra y Hacienda
—Aramburú observa la ciudad a través de la ventana, se distrae recordando la peste, escribe.
La buena hacienda hace la buena guerra. Ahora, digámoslo con franqueza, el honorable
señor de Izcue manifiesta que no piensa al respecto como Napoleón. Es tímido, vacilante, de
petit moyens. Lo ha demostrado.
—El expresado memorial no ha recibido resolución alguna hasta
la fecha —dicta Piérola a su secretario—Ha llegado a mi conocimiento, no tenerlo de él la
administración actual ni existir en las oficinas respectivas. Por lo cual lo reproduzco.
—¿Es su última palabra, señor Químper?
—Por ahora lo es. Excelencia. ¿Qué noticias de la guerra?
—¡La crisis ha terminado, caballeros! —Manuel Candamo sonrió victorioso—Rafael de
Izcue continúa al frente de la cartera de Hacienda.
Su Excelencia en Iquique
Mariano Ignacio Prado ordenó abrir juicio inmediato al comandante More. Las noticias
empeoraban cada hora. El coronel Belisario Suárez, jefe de una división, estuvo cerca de fusilar
al segundo comandante de la fragata tan pronto llegó a Punta Gruesa. Acampado en el Alto de
Molle con sus cusqueños del Batallón Zepita, el coronel Andrés A. Cáceres tuvo que intervenir
en ayuda de los náufragos. Suárez sabía que acababan de perder la guerra en Tarapacá. Sin
escolta navegan hacia Antofagasta 3,200 soldados de infantería y 200 fusileros navales chilenos.
Los desarmados vapores enemigos transportan en sus bodegas ocho baterías Armstrong, cañones
Krupp de campaña, diez ametralladoras Nordenfeldt, cuatro mil flamantes rifles Comblain y tres
millones de cartuchos. No sólo perdían la oportunidad de capturar tan formidable armamento
para volverlo contra el invasor, sino que Chile duplicaba su fuerza expedicionaria. El golpe de
gracia había fracasado con la pérdida de la “Independencia”.
En Iquique, esa noche el General Buendía no quiso recibir a los 63 prisioneros de la
“Esmeralda” y cambió agrios oficios con el comandante Grau, que a su vez no podía seguir al sur
con la cámara llena de chilenos. Mientras tanto crecía el descontento entre los jefes de batallones
en Tarapacá por la demora con que se remplazaba al difunto coronel Bezada en el mando de la
tercera división. Los disgustados ojos del General Prado parecen preguntar a Montero sí es
posible perder la guerra también por culpa de la casualidad. Porque la “Independencia” se perdió
por una casual roca submarina no registrada en las cartas de navegación y al coronel Bezada lo
arrolló un carrito de mano en el ferrocarril de La Noria. Pero Montero no creía en la casualidad:
ni la “Independencia” debió arriesgarse a embestir con el espolón tan cerca de las rompientes, ni
el coronel debió detenerse a orinar en ese paraje de pronto acometido por un coche sin frenos.
Hubiérase enterado el Supremo Director de las intrigas en torno al nuevo Consejo de Ministros y
acaso habría decidido volver a Lima. Ordenó a su secretario privado Benito Arana que alistara un
breve equipaje. Pronto llegará el vapor “Chalaco”. Una vez que hayan desembarcado a los
náufragos de la “Independencia”, el Presidente irá a poner orden en Iquique.
El desdichado comandante More viajaba a Arica con centinela a la vista El señor Grau lo
colocó bajo arresto y al transbordarlo al “Chalaco” recomendó que lo mantuvieran vigilado, no
vaya a suicidarse. “¿Qué hace este tonto de buque que no se mueve?” preguntó el jefe de la
división cuando el “Huáscar” se disparó en busca de la “Covadonga” que corría ahumando el
horizonte. Un rato después el monitor abandonó la cacería para ir en auxilio de la fragata.
Encontraron a More trepado en el casco con veinte oficiales y tripulantes. El señor Grau postergó
su furia para cuando estuvieran a solas. Medio ejército enemigo sin posibilidad de defenderse en
alta mar y encontraban a More sobre los escombros de su blindado. Transfirió a los tenientes
Gárezon y Palacios, a mister Wilkins y a tres buenos maquinistas ingleses a su propio buque y
volvió a Iquique a despachar a los tripulantes del perdido blindado a que se pusieran a órdenes
del Supremo Director de la Guerra en Arica.
En el muelle esperaba el pueblo. Montero despachó tropas a proteger a More. Por delante
desembarcaron doscientos cincuenta náufragos entre marineros, infantes de marina, soldados del
Batallón Ayacucho y aspirantes. Después se separó del "Chalaco” una falúa con un hombre
solitario, vestido de paisano.
Vieron una cabeza que se balanceaba sin creerlo todavía, unas manos flacas sosteniéndola al
extremo de la cuerda: era el comandante Juan Guillermo More.
¡Traidor!
Aquel grito desencadenó la cólera de la multitud. Los ojos vacíos de More pasearon el
muelle por el que forcejeaban tropa y populacho. Vieron la necesidad de morir.
—¡El comandante no es un traidor!
—gritó el alférez Fortunato Salaverry—¡Viva More! ¡Viva el Perú!
—¡Viva! —respondió la maltrecha tripulación de la “Independencia”.
Quienes hasta ayer habían navegado el blindado, ahora abrieron calle para que pasara su
comandante. También la marinería de Arica lo saludó respetuosamente. Como si se hubieran
secado, callaron las adversas gargantas del pueblo. Un negro y traje civil, prestado por un oficial
del “Huáscar”, acentuaba la blancura del capitán de navío. La ropa le quedaba grande. Era como
si hubiera extraviado su propio tamaño. Escucha sin pestañear: sigue bajo arresto, pronto habrá
juicio, será fiscal el capitán de navío Juan Fanning. Escoltado por su antigua tripulación asciende
a su alojamiento.
Al anochecer el General Prado se embarcó en el “Chalaco" acompañado por su secretario
particular y cuatro ayudantes militares. Paseó impaciente la cubierta hasta que a las tres de la
mañana apareció Iquique frente a proa. Chasqueó los labios disgustado tan pronto llegó a tierra:
el “Huáscar" había zarpado al sur unas horas atrás.
A bordo del "Blanco Encalada ”
El capitán Sauri ordenó parar las máquinas del pequeño vapor “Ballestas”. Había tropezado
con la escuadra chilena en pleno frente a la costa sur del Perú. Aunque limeño, Sauri comandaba
un transporte inglés y su carga había sido revisada en Valparaíso. Una chalupa de la
“Magallanes” los abordó.
—Buenos días, señor —saluda el teniente chileno.
—Buenos días —Sauri entrega la documentación del vapor.
—¿Peruano?
—En efecto.
Desde el puente, Sauri observó a los dos acorazados, llamó la atención que las corbetas
navegaran a la vela. La víspera sopló una violenta paraca,
—Tenga la bondad de acompañarme, señor.
—¿Puedo ir yo también? —se ofreció un pasajero norteamericano. Temía que por ser
peruano, tomaran prisionero al capitán. El oficial chileno no tuvo inconveniente.
Alejandro Sauri conocía al Almirante J. Williams Rebolledo. Como guardiamarina sirvió a
bordo de la “Apurímac” en el combate de Abtao. El peruano pertenecía a la promoción de
Palacios, Pedro Rodríguez y Juan Salaverry. Recordaba a un marino altivo de negra barba rizada.
En su lugar apareció en el puente del blindado un viejo vacilante; Sauri respiró el vinoso tufo del
señor Williams Rebolledo y se preparó para lo peor.
—¿Quién es el capitán de ese vapor? —el jefe chileno se abrigaba con una capa.
—Yo soy. De la capa emergió la diestra del Almirante armada con un enorme revólver que
se detuvo ante la cabeza del peruano.
—¡Si no me dice la verdad, le destapo los sesos!
Nadie pestañeaba. —No necesito ser amenazado para decir la verdad —se oyó a Sauri.
Tragó saliva.
—Permítame recordarle, señor, que navego estas aguas bajo protección y bandera de Su
Majestad Británica.
—Bueno, bueno —Williams guardó el revólver con ademanes conciliadores.
—Hable pronto y claro.
—El “Huáscar” y la “Independencia” se presentaron en Iquique el 21 pasado
—Informó Sauri —La “Esmeralda” fue echada a pique.
—¡Miente! —rugió el Almirante.
—¿Y la “Covadonga”? —se interesó otro chileno.
—Escapó al sur. Persiguiéndola, varó la “Independencia”. Se perdió por completo.
Estallaron gritos de júbilo en el puente. Williams no pareció alegrarse.
—¿Hay otros buques peruanos en Tarapacá?
—Lo ignoro. Posiblemente el “Chalaco” haya desembarcado víveres en Iquique. Así he
escuchado.
—¿Y dónde está ahora el “Huáscar”?
—No estoy impuesto de su posición actual.
—Se quedará usted a bordo hasta que verifique sus informes
—volvió a enfurecer el Almirante—¡Vayan a ese vapor e interroguen a todos sus
tripulantes! miró con beoda terrible expresión a Sauri
—¡Si me ha mentido usted, lo hago fusilar en el acto!
Antofagasta, día 26
Un temporal postergó veinticuatro horas el homenaje preparado al comandante Condell en
Antofagasta. Nadie esperaba que asistiera Miguel Grau, pero cuando los siete mil soldados del
ejército expedicionario estuvieron en posición de firmes y la comisión de autoridades políticas y
militares se disponía a abordar la “Covadonga”, a cuatro millas de distancia el “Huáscar” disparó
un cañonazo de 300 afianzando su pabellón de combate. Por el largavistas, a Grau le pareció
haber confundido un hormiguero con un ruidoso pisotón. Corren los batallones a refugiarse en
las breñas de Antofagasta, se enredan sus estandartes en cadenetas de papel puestas a través de
las calles, tropiezan los músicos con la caballería, se espanta el populacho llegado de las
salitreras a festejar al nuevo héroe nacional. También vio a la corbeta moviéndose a espía para
ocultarse tras diez mercantes neutrales apiñados en el puerto.
El vapor chileno “Rímac” arrancaba al sur a toda máquina. Con los codos apoyados en la
tibia coraza superior de la hatería de 300, el teniente 2°. Palacios escucha las cornetas de la
infantería de marina tocando ataque. Viraban a estribor, a capturar el “Rímac”, alejándose de
esas calles que van del mar a ningún lado en la pampa. Hace doce años obsequió un peso a un
vagabundo en Antofagasta. ¿Qué habrá sido de aquel cochino anciano? Tal vez seguía bajo la
misma sombra escasa, implorando limosna sólo a forasteros. Se ha de gastar menos tiempo así en
gimiente quietud que en la furia rectilínea de una batalla. Acaso convendría emplear una hora en
cada dos también aquí, en el monitor donde nunca se sabe si esto es vida o nada más confiado
revés de morir. Ah, pero hoy no será el día tan temido. Sobre la torre acorazada, Palacios volvió
a disfrutar del viento mientras cazaban al “Rímac”.
Full speed! A Grau lo enfurecía la lentitud del monitor. Antier fue aniversario de la
coronación de Su Majestad Victoria y visitó en Iquique al comandante de la fragata británica
“Turquoise”. Después de un brindis a la indudable buena salud de la Reina, averiguó que los
batallones chilenos ya habían llegado a Antofagasta. La información que inspiró el plan de
Montero no podía ser más exacta. Ayer abordaron un vapor inglés en Mejillones y durante el
registro Carvajal confirmó la noticia: con los nuevos cuerpos recién desembarcados, el ejército
expedicionario pasaba de 7,000 efectivos. El “Huáscar” forzó calderas una hora sin estrechar al
moderno “Rímac”. Al fin Wilkins subió al puente.
El carbón embarcado en Iquique es una basura y el casco del monitor está sucio. Imposible
correr a más de nueve nudos. Dice el inglés que si al menos quemaran buen carbón de Cardiff
irían rápido y sin tiznar el cielo. Exhalado a doce millas por hora, el vapor chileno eludió el cerco
en Punta Tetas.
Emboscados en peñas del puerto y en fortines abrigados con sacos de arena o refugiados en
calles que por estrechas dan la ilusión de ser abruptas, como si al arrimarse los edificios de
madera y zinc arrugaran la pampa y hubiera que bajar, subir a lo chato Verdi Azul de las aguas,
o, en fin, quietos en la ribera, vieron los chilenos regresar al “Huáscar” y a Grau al descubierto
en el puente. A tiro de pistola observan las recientes cicatrices del monitor: planchas abolladas,
chimenea acribillada a tiros, quemazón de bombas de mano en el castillo.
Nada se movió en Antofagasta. Lentamente el “Huáscar” se acercó al puerto. Bajo el pesado
mediodía, aquella breve sombra vertical de los fortines no impide escudriñar la parálisis del
enemigo. Tierra y todos sus olores: a salitre picante, a hulla mal quemadas, a rancho, a bosta y
desierto. Llegado del mar, el comandante reconocía el tufo de esa humanidad cocinada por el sol
de la pampa. Acaso en la playa escuchan los tambores de la infantería de marina peruana,
llamando al combate. Antofagasta contenía la respiración. Del tamaño que ven a inmóviles
chilenos, han de ser vistos en el puente del monitor, estatura suficiente para ensayar puntería con
los rifles. Galleaba el jefe de la división adueñándose de esas aguas, sin prisa por empezar el
combate. Sus ojos rebuscaron a la “Covadonga”.
Cantaba con un murmullo. Que se quema el sango, no se quemará. Echó un vistazo de
inspección a su propio buque. Por los cubichetes de la batería salían las atentas cabezas de
Palacios y Diez Canseco. En toldilla se alineaban los rifleros chalacos. Que vendrá el mar/ y lo
apagará. El voluntario artillero Cucalón preparó la ametralladora Gatling. ¿Hasta cuándo vamos
a esperar?
—Allá van chilenos —descubrió Carvajal con el anteojo.
—Hum —Grau comprueba que un rebaño de soldados se guarecía en una quebrada. Luego
señaló una bandera chilena asomando entre arboladuras neutrales—Y ahí está la “Covadonga”.
Tres fuertes,
Melitón. Cañones Armstrong rayados de 150. Ocho piezas de campaña. Muy bien, al norte.
Los mercantes se interponían entre el “Huáscar" y las condensadoras de agua que abastecen al
ejército expedicionario. Tampoco podrán cañonear libremente los depósitos de salitre que Chile
exporta a Inglaterra a cambio de armas y municiones para invadir el Perú. Sin embargo, al norte
se abría un resquicio entre los cañones y la Aduana.
—¡Señor Palacios!
—Sí, mi comandante.
—Habrá que meter los tiros por encima de los mercantes.
—Así lo creo, señor.
—Se trata de mercantes neutrales, señor Palacios.
—Sí, mi comandante.
—Muy bien, no se equivoquen.
—Ametralladoras junto al muelle —señaló Carvajal.
—¡Corneta, ataque! —ordenó el capitán Arellano.
—Ahí nomás, flaco —instruyó Diez Canseco a Heros que movía a mano las cigüeñas de la
batería bajo cubierta. Empieza a amoratarse la cordillera, una combinación de sombras eleva
Antofagasta a imaginarios promontorios de los que se desploman calles mohosas, El teniente
observó los almacenes.
Visto desde lo alto de esta coraza por la que asoma el grueso redondo hocico de los cañones,
el campamento no vale más que una ciudad de cartón. Soplarán y todo quedará patas arriba. Casi
infló su pecho para hacer la prueba. Después cambió miradas con Palacios
—¿Tú primero?
Antes del humo, el aire al rojo. Antes del ruido, el golpazo de la nada comprimida, los
anillos en expansión. Antes que La nada aparente, el invisible proyectil girando sobre sí mismo,
retorciendo la gruesa atmósfera marina. Si no hubiera cañón, ejes, cigüeñas y además una
armazón de acero, y también aguas cóncavas para sostener el buque, y rieles para que el cañón
retroceda hasta desaparecer dentro de la batería, cree Palacios que las bombas viajarían para
atrás. Cuando se apagó el estampido, oyó la corneta tocando ataque y se alzó por el cubichete a
verificar los estragos del disparo. Rasando a los mercantes, la bomba se hundió cerca de los
depósitos de salitre, remeciendo el puerto desde sus cimientos. Palmeó el blindaje como si
acariciara al monitor. Aquella polvareda informa que el cañonazo sacudió un breve paraje
desierto. Antofagasta se creía inexpugnable, a diario fortificada desde la ocupación de febrero. Y
el “Huáscar" se colocaba a un cable de distancia y empezaba a anonadarla. Antes de volver a su
torre, Palacios dedicó una mirada al puente. Grau paseaba con La diestra acariciando la solapa de
su paleto.
Al segundo disparo del “Huáscar" llamearon los rápidos cañones chilenos de 150. Por el
sonido de los proyectiles surcando el aire, supo el comandante que son Palliser. Podían perforar
el blindaje y estallar dentro de la sala de máquinas. Ordenó moverse lo suficiente para evitar que
las baterías enemigas ajustasen la puntería. Todos los fogonazos lo buscaban. Grau ni pestañeó.
A ratos se entretiene en recordar a su padre en la soleada terraza de Paita. Aquel viejo de ojillos
burlones pasa revista a sus hijos, bien, veamos si hoy se asustan: todas las tardes a las cinco
vierte pólvora en un antiguo casco de bomba, aplica una mecha y se sienta en su mecedora.
Enrique y Miguel, Ana y Dolores observan avanzar la combustión. Los vecinos de Paita se han
acostumbrado al puntual estallido que sacude la casa del colombiano, veterano teniente coronel
de caballería que venció en Junín y Ayacucho. Si parpadea un niño, se queda sin postre. Hace
casi cuarenta años que Grau está habituado al ruido de la pólvora. Junto a un cañón de 40, el
teniente Pedro Rodríguez descubrió a la “Covadonga” asomando por detrás de los mercantes
neutrales. La cañoneó sin titubear. Seis veces disparó la batería de 300 contra la condensadora y
la aduana. El humo creció en los almacenes.
La corbeta chilena se escondía en un canal.
—A callar los fuertes —ordenó Grau. ¿En qué momento quedaron al frente de la vida? Por
la edad en blanco, ha llegado la hora de tomar las más graves decisiones. Estaba en primera línea
de la época, al filo de esa nada que embiste a ser vivida y muerta y otra vez a ser nada.
¡La mala hora!
Cuanto ya fue pesaba acumulándose en su espalda, errores y vacilaciones, comprimiéndolo
por capas como una acorazada piel de caimán en derredor del ser orbicular, perfectamente solo.
Participaba de oído en el peligroso pánico de vivir, enterado de que esto ha de acabar
horriblemente, no importa su prudencia: a todos aguarda el espanto, la desconocida trepanación,
todo lo turbio cayendo hacia adentro de los ojos. A ratos en su ánimo se sosegaba el recuerdo de
la “Independencia”.
Diez cañonazos silenciaron la batería norte. ¿Cuánto sonido, el tiempo? Palacios asoma
después de cada disparo a contemplar la brumosa destrucción. Azules túneles los siglos,
estruendos como agujeros. Cóncavos siglos submarinos van de nada a nada mientras la muerte
llega a transformar rumiantes en tibia ondulación luminosa pastando estrellas de mar y este
miedo en satinado papel de escribir cartas. Ocho cañonazos callaron la batería sur. El duelo de
artillería se apagaba en la creciente oscuridad de las seis y media, las siete. Aún reverberaba la
dilatación del aire y todo su ruido en las orejas del teniente. Veinte minutos esperó la respuesta a
su último disparo.
También Diez Canseco sacaba medio cuerpo fuera de la torre, acechando la noche salpicada
de pequeños incendios.
—¿Dónde estará el señor Condell? ,—preguntó distraídamente el jefe de la división, antes
de dar por terminado el combate.
Segundo bloqueo de Iquique
—El “Huáscar” volverá mañana —prometió el cirujano Távara cuando el monitor zarpó al
Oeste. Con la noche encima, Grau se mantuvo diez minutos sobre la máquina frente a Iquique
para desembarcar al médico y al herido comandante Freyre a la vez que confirmando si están
aquí los presidentes del Perú y Bolivia.
—Su Excelencia llegó al amanecer del 25 pero el General Daza continúa en Tacna
—explicó el teniente coronel Timoteo Smith, ayudante de Prado. Apartó al gentío en el
muelle fiscal
—¿Dónde se enteraron?
—En Tocopilla, ayer. ¿Cómo está, Salomé? —el cirujano repartió la diestra mientras Freyre
sonreía sostenido por Tom Wilkins y el voluntario Cucalón. También había desembarcado Julio
Octavio Reyes, corresponsal de “La Opinión Nacional”. Mañana serán recogidos por el monitor.
Es posible que los acorazados chilenos estén cerca de aquí. Távara volvió a prestar atención al
ayudante presidencial
—Llevaré al señor Freyre al hospital y después pasaré a saludar a Su Excelencia. Puede
anunciarle que cortamos el cable submarino en Antofagasta. Se oyeron gritos de júbilo. Adolfo
Gariazzo, jefe de las ambulancias civiles de la Cruz Roja, apareció al fin con cuatro camilleros.
Acomodaron a Freyre. Propietario de la más concurrida botica del puerto, el italiano Gariazzo
vestía el uniforme dispuesto por la Convención de Ginebra.
—Oiga, doctor, parezco un mono de circo —protestó Freyre echado en la camilla. La
multitud pugnaba por verlo—La verdad, prefiero caminar.
—Nomás hágales una gracia, Ramón —carcajeó el cirujano. Adonde llegaban tripulantes
del “Huáscar” sucedía lo mismo: a las autoridades se adhieren niños atentos, mirones nada más,
rostros confusos que van formando como una pelota de cuerpos en derredor suyo, la
muchedumbre admirada y anhelante a la vista de los héroes. Távara sonríe con benevolencia.
¡Héroes! ¿Cómo íbamos a ser héroes y a la vez? personas tan corrientes? Avanzan precedidos
por guardias nacionales, gendarmes que espantan a los chiquillos. Después: el capitán de puerto
ávido de noticias. Y después: oficiales del ejército, vecinos, once extranjeros con humanitarios
mandiles blancos adornados por la cruz roja. Y después: desconocidas cabezas apretujándose
detrás de Freyre.
A SU EXCELENCIA
En el hospital los esperaba el cirujano Ego Aguirre. Mucho gusto, doctor. El señor Freyre
necesita reposo o jamás cicatrizarán sus piernas. Temporalmente tenían que darlo de baja a bordo
del “Huáscar”. El comandante gruñó mientras de nuevo examinaban sus heridas. Caprichosas
esquirlas desollaron sus tobillos durante el combate de Iquique.
URGENTE
Reyes y Cucalón pasearon salas recubiertas de ancianas baldosas, sonriendo a enfermos
amarillentos, como repintados de sombra, que estiraban su piltrafa hasta asomar fuera de sábanas
más bien inmundas. El joven Cucalón sintió que algo chupaba sus suelas, como si el
embaldosado intentara sorberlo. Se despegó del piso golpeándolo con sus botines y ese brusco
movimiento de danza aglutinó sus jugos y al punto cesó su piel de escalfecerse, cicatrizando las
invisibles masticaduras que lo engullían. Volvió en si ajado, pedernalino, casi sonriente.
—Un presentimiento —explicó el artillero.
Los astros no se eclipsaban, los montes no ardían, las palmeras no se lamentaban
—Disculpa, soy un tonto.
—Vamos —el periodista lo empujó fuera del sórdido hospital.
Vieron a Wilkins conversando con el sancochado maquinista Hearle. Reyes eligió una calle
oscura hacia la ribera. Le han dicho que murió la joven esposa de Modesto Molina, corresponsal
de “La Opinión Nacional” en Iquique. Tenía seis hijos. Quería saludarlo. Sin embargo, siguió
hasta la avenida de palmeras y eligió un cafetín de chinos para beberse un café. El fresco vaho
marino aliviaba a Cucalón.
URGENTE BLINDADOS
Con el General Prado habían llegado 500 bolivianos del Batallón Victoria y 120
francotiradores elegidos por Daza. El "Chalaco” también desembarcó dos Vavasseur de 150 para
fortificar Iquique. Pero la guerrera animación de la ciudad se debía a la reorganización de los
mandos. Trotando hacia la Prefectura, el capitán de puerto explicó a Távara la magnitud de los
cambios: el General La Cotera irá a Lima, remplazado como jefe de la División Vanguardia por
el moqueguano coronel Justo Pastor Dávila, que a su vez entregó la Prefectura de Tarapacá al
General Ramón López de Lavalle. La jefatura de Estado Mayor, vacante por enfermedad del
General Bustamante, recayó en el coronel Belisario Suárez, sustituido en el mando de la segunda
división por el coronel Cáceres.
En cuanto al difunto Bezada, lo reemplazó el coronel Bolognesi al frente de la tercera
división. El Ejército del Sur estaba, pues, repleto de nuevos comandantes. La aparición de Prado
galvanizó a los tarapaqueños. Ahora funcionan sin descanso las condensadoras de agua,
permitiendo que la cañería Barrenechea sirviese exclusivamente a los campamentos militares.
¡Alto!
—Oficial del "Huáscar” —se anunció Távara.
—Bienvenido, doctor —saludó el mayor Ugarteche.
—Comandante Porras, buenas noches. Tengan la bondad de seguirme. Atravesaron un patio
custodiado por cuatro centinelas. El corredor, bien iluminado con grandes faroles de gas, los
llevó a otro patio adornado con helechos y geranios. Una solemnidad superior se movía por la
Prefectura.
—¿El cirujano del "Huáscar”? —preguntó Benito Arana, secretario de Su Excelencia.
—Adelante, doctor —sonrió jovialmente el teniente coronel Timoteo Smith. De pie, junto a
una ventana por la que glotoneaba a bocanadas el aire marino, el General Prado conversa con
Buendía. Se volvió de buen humor.
—Buenas noches, Su Excelencia.
—Pase usted, doctor Távara. ¿Conoce al General Buendía?
—Sí, Su Excelencia. Placer de verlo General.
—Cenará con nosotros, doctor. Y usted, Porras.
—Con gusto, Su Excelencia.
—¿Quién más desembarcó con ustedes?
—El comandante Freyre está en el hospital, Excelencia. Lo hirieron el 21.. .
—Lo siento mucho.
—traje al maquinista Wilkins, a un periodista de “La Opinión Nacional" y a un artillero
—¡Capitán Yessup! —llamó el Supremo Director a otro ayudante—Que atiendan como es
debido a los tripulantes del “Huáscar” que están en tierra —el General Prado ofreció asiento.
—Deseaba ver al comandante Grau, pero estimo mucho su prudencia. ¡Nunca en puerto si
es de noche! ¿Me dice usted que cortaron el cable? ¿en Antofagasta? ¿Y presumo que ya habían
llegado los batallones de refuerzo?
—Así es, Excelencia; 3,200 soldados, artillería, ametralladoras y mucha munición.
—Excelencia, telegrama urgente de Pisagua —interrumpió el mayor Zuleta.
URGENTE ACORAZADOS
CHILENOS A LA VISTA
Un sagrado deber me autoriza a dirigirme a Ud. Y siento profundamente que esta carta por
las luchas que va a rememorar, contribuya a aumentar el dolor que hoy justamente debe
dominarla. En el combate naval del 21 próximo pasado que tuvo lugar en las aguas de Iquique,
entre las naves peruanas y chilenas, su digno y valeroso esposo, el capitán de fragata don
Arturo Prat, comandante de la “Esmeralda”, fue como usted no lo ignorará ya, víctima de su
temerario arrojo en defensa y gloria de la bandera de su patria.
Miguel Grau
Inventario de los objetos encontrados al capitán de fragata don Arturo Prat, comandante de
la corbeta chilena “Esmeralda”, momentos después de haber fallecido a bordo del monitor
“Huáscar ”.
Tres copias fotográficas, una de su señora y las otras dos probablemente de sus niños.
Una reliquia del Corazón de Jesús, escapulario de la Virgen del Carmen y medalla de la
Purísima.
Un libro memorándum.
Recibí su fina y estimada carta fechada a bordo del “Huáscar” en 2 de junio del corriente
año. En ella con la hidalguía del caballero antiguo, se digna usted acompañarme en mi dolor
deplorando sinceramente la muerte de mi esposo, y tiene la generosidad de enviarme las
queridas prendas que se encontraban sobre la persona de mi Arturo, prendas para mí de un
valor inestimable por ser9 o consagradas por su afecto y como los retratos, o consagradas por
su martirio como la espada que lleva su adorado nombre.
Al proferir la palabra martirio no crea usted ¡señor!, que sea mi intento inculpar al jefe del
Huáscar'" la muerte de mi esposo. Por el contrario, tengo la conciencia de que el distinguido
jefe que, arrostrando el furor de innobles pasiones sobreexcitadas por la guerra tiene hoy el
valor, cuando aún palpitan los recuerdos de Iquique, de asociarse a mi duelo y de poner muy
alto el nombre y la conducta de mi esposo en esa jornada, y que tiene aún el más raro valor de
desprenderse de un valioso trofeo poniendo en mis manos una espada que ha cobrado un precio
extraordinario por el hecho mismo de no haber sido jamás rendida; un jefe semejante, un
corazón tan noble, se habría, estoy cierta, interpuesto, de haberlo podido, entre el matador y su
víctima, y habría ahorrado un sacrificio tan estéril para su patria como desastroso para mi
corazón.
Querido Señor
El teniente Uribe me informó, además] que no creía que ellos (los oficiales) necesitarían
sus sueldos todos los meses; y que me avisaría cuando exigieran más fondos, de manera que yo
no giraré contra US. sino cuando me haga esta petición.
Se les permite vino, cigarros, cerveza; y se les ha suministrado a cada uno un colchón, ropa
de cama, ropa interior, zapatos y trajes, hechos los últimos, según orden, por el mejor sastre que
hay en la ciudad. Todos estos gastos son hechos por el Gobierno peruano. Sus cartas llegan y
son remitidas con entera libertad; y aun cuando las últimas deben ser mandadas abiertas. las
primeras les son entregadas intactas. He entrado en estos pequeños detalles, porque si en chile
la impresión de que ellos no son bien tratados, creo que esto debe ser contradicho. Hablando
con toda imparcialidad, creo que los peruanos en su trato a los prisioneros de guerra dan un
ejemplo que puede crédito ante cualquier nación. También he visitado el cementerio y he visto
que el prefecto ha ordenado ya que las tumbas del capitán Prat y el teniente Serrano sean
señaladas por dos cruces sencillas con sus respectivos nombres, pintados de una manera legible,
de modo que cuando la ocasión se presente, no habrá dificultad para identificar los restos de
esos oficiales.
Debo agregar que he experimentado un gran placer en haber sido útil en este asunto; y
pidiendo a US no deje de darme órdenes cuando se necesite algo en Iquique, quedo de usted,
querido señor, atento seguro servidor.
M. Jewell
Vice-cónsul de Su Majestad Británica
A Mr. J. V Drummond
Ministerio de Asuntos Exteriores de Chile Santiago, junio 27 de 1879
Señor:
Junto con la estimable nota que US. se ha servido dirigirme el 24 del presente, he tenido la
honra de recibir una copia del oficio que el señor vice-cónsul británico en Iquique envió a US. el
16 del mismo mes.
Mi Gobierno toma nota con placer de la cortesía y delicadeza con que las autoridades del
Perú tratan a los marinos de la “Esmeralda”, y no necesita agregar que a esa conducta
generosa procurará corresponder dignamente, si las 'inciertas contingencias de la lucha le
presentan más tarde la oportunidad de hacerlo.
Dígnese US. aceptar por su parte y transmitir al señor vicecónsul británico en Iquique los
sentimientos de gratitud de mi Gobierno, junto con las consideraciones de alta estimación con
que soy de US. A. y S. S.
Jorge Hunneus
Hasta siempre, monitor
Así que llegaba veintidós días tarde, todo ese tiempo tan prisionero como los once chilenos
vigilados sin pausa en el Arsenal Naval, No se ha suspendido la guerra para los tenientes
mientras el “Huáscar” permanece anclado en el Callao. Cuando el tren atraviesa campos que
junio empapa sin llover del todo, cuando abandona a zancadas la aturdida estación de La Micheo
y ya en la callejuela donde termina la ciudad respira un olor a cagajones y a fábrica de cigarros,
cuando se apura hacia los respetados zaguanes de piedra en la calle de La Amargura, el teniente
2° Carlos de los Heros tiene la sensación de haber estado definitivamente ausente, como si nada
más repitiera el acto imaginado muchas veces de llegar a esta puerta, golpear el aldabón y sentir
en sus manos la leve presencia de Victoria. Pero nada sucedió tal como había soñado. To
Liverpool, first class.
Mira baúles amontonados junto a la puerta entreabierta. Mira al mayordomo que a su vez se
sorprende porque ya no es día de visita ni los Forsyth volverán a recibir- a nadie hasta que
vuelvan, si alguna vez vuelven del meditado inapelable cambio de residencia. ¿Se van? Sí.
¿Cuándo? Mañana. ¿Adonde? A Inglaterra. ¿Y cuándo regresan? No se sabe, qué quiere usted,
déjeme su tarjeta, puede buscar a mister Forsythe en su oficina. Casi se abrió camino a la fuerza,
veintidós días perdidos en el cumplimiento del deber, muchas veces veinticuatro horas para
contemplar, respirar, acariciar si es posible a Victoria. Lo contuvo la brusca certidumbre de que
vamos a fracasar. Su país, su buque, su amor. Vendré más tarde, dijo sin saber si mentir y un
poco tambaleante, un poco ciego echó a caminar en busca de cualquier sitio familiar donde
pudiera sentarse a repasar lo sucedido.
Bajo el cielo color ceniza del que cae una desmenuzada masa de agua casi tan liviana como
el aire, de modo que nunca termina de bajar y baja flotando, sube a impulsos del viento con
elegancia de pluma, sobre el tosco empedrado húmedo y jabonosas lajas y pequeñas hojas secas,
a través de la tristísima emulsión del otoño limeño deambula de los Heros hasta reconocer la
fachada del Hotel de Europa y el penumbroso salón con sus mesitas de mármol y su olor a café
recién tostado. Veintidós días tarde el teniente se sentó en un rincón sin ganas verdaderamente de
nada, un café por favor y también un whisky, preguntando Carlos y ahora qué hacemos,
solamente una tarde y una noche de permiso y una persona en la vida a quien quería ver.
Entonces supo que para él todo había comenzado por el final y a la sospecha de que no puede
desandar lo que aún no ha caminado, se sumó la amada certidumbre de una muerte inoportuna,
esto pues era la vida. Volvió a dominar su respiración, oxigenándose de a pocos, como si en
verdad quisiera estar ahí, en ese rincón, bebiéndose un café sin mucha pena y un whisky sólo
para calentar el pecho.
No todos pudieron salir del monitor a tiempo de alcanzar el más rápido tren de la mañana.
Llegaban pertrechos, aún componían la cubierta.
—...una caja de amputación y trépano, extractor de balas, diez esponjas, clister sistema
Davidson, agujas de ligadura —con voz nasal el practicante Canales hacía el inventario del
nuevo material quirúrgico. El cirujano Távara examinó la calidad de tirabuzones, sondas de
esófago y vendajes. Después echó una mirada de aprobación a los frascos rotulados por el
farmacéutico Flores. La víspera habían terminado de carpintear el camaro te para el botiquín. El
practicante no interrumpió su salmodia cuando el señor Grau atravesó la cámara
—. .un metro hule de seda, un metro vejigatorio de Albespeyres. ..
—¿Necesitas algo más, Santiaguito?
—No por ahora, Miguel.
—No creo que el comandante López llegue a tiempo —el “Huáscar” tendrá que partir sin
tercer comandante y Otoya buscaba remplazo. Todo hace indicar que a él mismo se le entregará
el mando de un buque y dejará el monitor —Elías Aguirre está disponible.
El mayordomo Alcíbar ofreció café. En este viaje, atenderá personalmente al comandante.
—Santiago, ¿café? —Grau meditaba la propuesta de su segundo. Luis López era capitán de
fragata y Aguirre capitán de corbeta. Su brillante carrera naval pareció concluida después de que
perdiera la cañonera “Chanchamayo” tres años atrás. A Grau le pareció una barbaridad de
naufragio porque Aguirre era excelente maniobrista y aún mejor navegante. Y es que la gemela
de la “Pilcomayo” se fue a tierra en la península de Sechura por un error de cálculo en la derrota.
Sometido a consejo, Elías Aguirre fue separado del servicio hasta que empezó la guerra.
—¿Llegaron los griegos?
Otoya asintió. Aunque sin haberse familiarizado con los cañones del monitor, esta vez
partían con veinticinco artilleros de preferencia contratados, entre ellos dieciséis ingleses y dos
veteranos griegos, Baydeópolos y Georgiades.
—Bien, son seis mil sesenta y dos soles con noventa y- ocho centavos —Alfaro revisó la
cuenta del “Huáscar”. Acababa de pagar a la tripulación. Sin embargo, él mismo no cobraba por
error del gobierno. No figuraba como oficial del Cuerpo Político del “Huáscar” sino como
antiguo contador del “Atahualpa”.
—...cien gramos cloroformo, 500 gramos bicarbonato de sodio, 50 gramos láudano de
Sydenham, alcanfor, árnica, polvos de quina y alumbre. . .
—¿Diga usted, señor Alfaro?
—Respecto de los cuatro desertores, mi comandante, el marinero Miguel Vásquez es
reincidente.
—Estoy enterado, señor Alfaro.
—El segundo carpintero Ignacio Martínez sigue en el hospital. Habrá que~ pedir remplazo.
—¿Qué opinas, Santiago?
—Recibió un golpe de gravedad.
—Redacte por favor el oficio, señor Alfaro.
—Bien, mi comandante. Sobre la factura de Lamber! por fabricación de cartuchos, . . en
Hacienda dicen que no hay dinero, señor.
—¿Cuánto es?
—Cincuenticuatro soles treinta centavos.
—¿Y la caja del “Huáscar”?
Alfaro se pasó un dedo por la garganta,
—creosota, tintura de acónito, digital, éter corriente, ácido fénico, hojas de coca...
—Con su permiso, señor —Ferré llegaba con malhumorada expresión —Otros dos
desertores: marineros Juan de Dios Marquina y Juan Francisco Martínez.
—¿De dónde son?
—Huanchaco y Paita, mi comandante —Ferré entregó sus filiaciones —Los aspirantes se
quejan. Grau asintió. Como en la marina inglesa, los muchachos debían imponer disciplina sobre
ariscos tripulantes. Pero las Ordenanzas Navales estaban en conflicto con el espíritu del moderno
Código Penal.
Contrario a violentos castigos corporales, Grau había elevado consultas a la Comandancia
General sin obtener respuesta.
—Telegrama, mi comandante.
—De la Presidencia de la República —Ferré reconoció la clave.
—Hum —Grau comprendió que ha llegado la orden de zarpar —¿Qué hay de la
ametralladora?
—El eje y la manizuela están en la factoría Victoria, señor.
Debían instalar la Gatling en la cofa del palo mayor.
—Bien, caballeros, zarpamos de madrugada. ¿Terminaron con los tubos de agua caliente
contra abordajes?
—Sí, señor.
—¿Y los cuarteles de fierro en las escotillas de la máquina?
—Aún no, mi comandante.
—¿Y el forro de cubierta en el circuito de la torre?
—. .sulfato de quinina, café molido, 50 papelitos de un ((ramo de ipecacuana, manzanilla,
emplasto de diaquilón, bálsamo anodino, pomada de mercurio.
—¿Embarcaron carbón de Cardiff? —Grau guardó el telegrama en su cuaderno de
comunicaciones.
—Sesenta toneladas, señor. Todo en sacos.
—¿Y el resto?
—inglés, señor. A granel.
—Olvidaron enviar cuatro kilos de tamarindo, la leche de magnesia, los polvos de Sedlitz y
el nitrato de plata, señor —informó el practicante Canales.
—Conseguiremos en Arica —sonrió el cirujano mayor —¿Cobró su sueldo, Canales?
—No, señor. No be sido incluido en la planilla.
—¡Bendito comisario! —bufó Grau.
En cubierta se cruzó con Palacios que cotejaba los resultados de la rifa patriótica a beneficio
de las ambulancias.
—¿Buena suerte, Enrique?
—Gané una cigarrera chinesca, una botella de coñac y una alegoría —Palacios barajé veinte
boletos de a sol —Francamente no sé qué hacer con los premios, señor.
En el tren a Lima, Grau ocupó su tiempo en repasar los diarios y, en especial, la información
económica. Suben las acciones del Banco del Perú y del Banco de la Providencia, de la
Compañía de Seguros Sudamericana y de la sólida Empresa del Cas de Lima. El resto se
tambalea, hasta el Banco de Crédito Hipotecario y el Banco Territorial Hipotecario. A quince
soles cincuenta centavos la esterlina inglesa, los bonos del Gobierno habían caído al 40 por
ciento y los inversionistas seguían cambiando títulos y papeles por metal. Misteriosamente las
acciones del Negociado Dreyfus se mantienen a la par. Un rato conversó
Grau con don Faustino Piaggio, que surtía de Kerosene de Zorritos a la Escuadra y que se
muestra pesimista respecto del crédito peruano en Europa. El comandante se apeó en La Micheo
y tomó un simón rumbo al convento de los Descalzos. A lo largo de molidos pavimentos,
acechado por blancas paganas estatuas entre rejas corroídas por el invierno, más allá de la
ruidosa fábrica de hielo y cerveza de Harster, el señor Grau disfrutó por última vez de ese cielo
gris no más alto que el cerro San Cristóbal. Membrillos, pacaes, sauces, ficus japoneses, jóvenes
eucaliptos australianos, jacarandás. Un rumor a bosque se tragaba el ruido de sus pisadas cuando
entró al convento. Aquí silenciosos pardos franciscanos comparten el almuerzo con los mendigos
de la ciudad. En el húmedo abombado olor de catacumbas. y criptas en las que yacen santos
como hechos de papiro, a la sombra de la huerta y cerca del enorme palomar donde las torcazas
conversan con un murmullo de agua enterrada y bajo el aire pesado como un estanque: la
obstinada idea de Dios No es preciso llamarlo a gritos, también su ausencia le enfriaba el
corazón. Reconoce la paz de quienes conservan su clasificada osamenta en esas tumbas de
subterránea penumbra. Aquí la vida dejaba de ser, desdibujándose bajo el influjo de letanías y
conjuros: hágase el revés, acabe el sueño de la carne, aparezcan las movedizas arenas de lo
inmutable eterno. En la boscosa profundidad de la iglesia construida con adobe, en el asombro de
sus ángeles de yeso, en el nervioso lamento de los pájaros, Dios.
El inabarcable vacío de Dios. Por su ausencia lo conocía. Por la falta que hace, sabe que
existe. He aquí su intacta vida de hombre de rodillas, sosteniendo al corpulento muerto que se
confiesa como si nunca más. El simón lo esperaba en la alameda. Trotando de regreso a la
ciudad, sus ojos descubren perros fulminados con bocados de estricnina. A raíz de la epidemia de
viruela, la higiene pública importaba tanto como la guerra. Pero no se han interrumpido las
diversiones limeñas. Prestó atención a la cartelera del Teatro Principal. Anunciaban función
extraordinaria, con el estreno del Himno Perú-Boliviano dedicado a Hilarión Daza, un drama en
dos actos y el juguete cómico “Los apuros de un chileno”. Bajó del coche de alquiler y dedicó
una larga mirada a la calle Lescano, recordando a sus vecinos, al parlanchin peluquero Enrique
Castillo y sus concurridos competidores Jordán y, casi en la esquina, Durand, cuyo salón
visitaban los elegantes, o el exclusivo sastre mister Fleming y don Fortunato Bambrilla, que
confeccionaba las mejores camisas de la capital, o el ceremonioso tintorero Bouzón que limpiaba
los trajes del señor Presidente de la República, y el comerciante Brignardello y el sonriente
relojero Espinac y, en fin, los zapateros Andreu y Roggero, cuyos precios nunca han estado al
alcance de su sueldo de marino. Después miró su propia puerta, un una sino en verdad tres casas,
con la entrada común que compartía con la modista Sofía Lay y la viuda María Teresa de Valle.
En el último tren de la mañana llegaron Palacios, Diez Canseco y el doctor Távara. Los
tenientes deseaban hacer compras antes de zarpar y Palacios invitaba el almuerzo, así es que el
cirujano quedó en reunirse con ellos en el Café Anglais a la una. ¿Dónde andará de los Heros?
En casa de sus padres, vaticinó Diez Canseco. Recogió Palacios una caja de chocolates de
Vignolo, se interesó por ciertos misteriosos remedios en la botica china de Sin Tui Pon, compró
unos perfumes en Minuche y arrastró a su camarada a la casa de modas de Bouffet y Boiteau.
Diez Canseco se sintió incómodo en ese establecimiento para señoras. Palacios ordenó géneros y
unos sombreros, instruyendo que enviaran su compra al monitor antes de las seis de la tarde.
Cuando llegaron al Café Anglais, el cirujano mayor bebía su segundo pernod.
—No lo va usted a creer, doctor. Hemos estado comprando ropa de señoras —Diez Canseco
se desploma en un sillón, respira un vaho a pepitoria y cebolla.
—Obsequios para Arica —Palacios guiñó un ojo mientras pedía una botella de Meursault
helado—
. ¿Has escuchado ya a los ruiseñores del “Huáscar”?.. .Távara mostró sorpresa.
No se enteran de nada, caramba. Es un grupo musical formado por marineros y soldados de
la Columna Constitución. Prometo ofrecer un concierto, cantan estupendo. Oiga, sí. ..por
favor, quiero que envíen este mensaje —entregó un papelito al mayordomo—.. .al teniente
Carlos de los Heros. Es muy urgente. ¿Bien, mi querido matasanos, cómo estás de apetito?
—Lleno de dientes —sonrió Távara.
—Por el “Huáscar” —brindó Palacios —De verdad, ¿qué crees?
—¿Qué cosa?
—¿Ganamos o perdemos?
Távara se encogió de hombros.
—Ganamos —sonrió Palacios —¿Otro pernod? Porque los muertos no tienen nada que
perder, ¿verdad, Santiago?
—¿Qué vamos a almorzar? —a Diez Canseco le disgustaba la conversación.
—¿Qué les parece el restaurante de la Gran China? No. Bueno, podemos comer repollo y
salchichas en el Germania o emborrachamos en el León de Oro o quedarnos aquí mismo —
chasqueó los dedos —¡El menú, por favor!
A las siete de la noche empezaron a llegar los invitados a casa del señor Grau. No sonríe,
sonríe el comandante a su cuñado Gómez, a sus hermanas Dolores y Ana. Los niños dormían.
Después aparecieron Narciso Alayza y su esposa. Y después Emilio Soyer, casado con Mercedes
Cabero, hermana de Doloritas. Y después su amigo Francisco Pazos. Pero está, no está Grau
verdaderamente. Asistía como de memoria, como quién recuerda una despedida cuando ya partió
y los rostros, las voces se diluyen en pozos de olvido, en zonas de oscuridad involuntaria. Desde
la cabecera contempla el esfuerzo de los demás por restar importancia a la guerra, aunque nada
más pensaran en ella. Permitió que rieran, empujando la conversación a lo largo del menú que
Francisco ha guisado a desgano, porque también al cocinero lo vencía la tristeza. No bebe, bebe
sólo una copa de vino acompañando un brindis hueco: sí, a la victoria de nuestras armas. Al
retorno, al amor, a los relinchos con que la vida saluda la aparición del sol, al amor intacto, al
amor contenido en una fotografía, al amor de pie en medio de asuntos que no valen la pena, a lo
mejor de todo. Depositó la servilleta sobre la mesa. Cuando los invitados pasaron al salón y
empezaban a despedirse, se volvió en busca de Doloritas. Ella había recogido la copa de cristal
rojo con que su esposo hizo el último brindis.
—Quiero ver a los niños.
—Están durmiendo, Miguel.
—No es necesario despertarlos.
Doloritas fue a su alcoba, colocó la copa vacía sobre su mesa de noche y regresó al
encuentro del comandante con una vela encendida. Abrió la puerta y desde allí iluminó a sus
hijos. Grau se arrodilla junto a la cama donde duerme Enrique. Carne, respiración. Una nariz
caliente. Adiós, hijo. La vida ha terminado. Hasta otra vez en el regazo de Dios. Besó y abrazó a
su primogénito. Sin que la luz temblara en su diestra, Doloritas lo contempló despedirse de cada
uno de los niños. Salió en puntas de pies. Todavía se detuvo en la puerta, a mirarlos desde el
final de todo. La vela traicionó la humedad de sus ojos. Adiós, pues.
Antes de medianoche, el capitán de navío Grau partió por última vez a la guerra.
El monitor fantasma
A quince millas de Iquique el comandante convocó a una reunión de oficiales en el puente.
El “Huáscar” dejaba un rastro fosforescente en ese océano de tinta china. El resplandor de aguas
que la fricción del blindado parecía inflamar, permitió ver a un delfín que pasaba a saltos por
estribor.
—¡Buena fortuna! —sonrió Palacios.
Pese al incesante transitar de la superior escuadra chilena, los buques nacionales no cesaban
de burlarlos. Acaba de fondear el ‘‘Chalaco” con otros 2,500 rifles rémington y cápsulas. Desde
Mollendo llegó el “Oroya” con el batallón Victoria de Puno, al que se cambió antiguos chassepot
por flamantes armas norteamericanas. Luego el “Oroya” continuó a Pisagua. Veinticinco veces
había visitado Tarapacá a desembarcar desde artillería hasta medicinas. Hizo su último viaje
custodiado por la pequeña “Pilcomayo”. Tan pronto el transporte terminó su descarga y partió al
norte, el comandante Carlos Ferreyros ordenó que la cañonera se dirigiera al sur. Escurriéndose
de noche entre la costa y los acorazados y corbetas enemigos, la “Pilcomayo” entró a las nueve
de la mañana en Tocopilla. Sorprendió en puerto al mercante chileno “Matilde” y a tres lanchas
atiborradas de víveres y forraje. Luego de enviar un parlamentario a tierra anunciando que no
bombardearía el pueblo, de cinco cañonazos incendió y hundió al “Matilde” y barrenó las
lanchas. Zarpó a toda máquina a sorprender el gran campamento militar de Antofagasta, pero a
mitad de travesía fue avistada por el “Blanco Encalada” y la “Chacabuco” que regresaban de
cañonear Pabellón de Pica. Ferreyros pretendió escapar pegándose a tierra, pero después
maniobró afuera y al norte, estableciendo una ventaja de cinco millas entre su buque y el
blindado seis veces más grande. Veinte horas mantuvo esa ventaja hasta que acercándose a
Arica, los enemigos abandonaron la caza sin haber podido hacer un disparo. Los oficiales
convocados en el puente del monitor podían imaginar la furia del arrogante J. Williams
Rebolledo.
—Entraremos sin luces a Iquique —anunció Grau —Trataremos de sorprender a la “Abtao”
que es el único buque que sostiene el bloqueo de noche. La hundiremos por sorpresa y al
espolón. Después iremos en busca del resto de la escuadra chilena.
Tomaban la ofensiva dentro de cinco minutos.
—Heros y Tizón a los cañones de 40. Usted Canseco, usted Santillana, a la torre de 300.
Palacios al puente. Quiero absoluto silencio.
—Sí, mi comandante.
Esta vez la orden de ataque se transmitió en voz baja. A media máquina y a oscuras, el
monitor navegó al encuentro de tierra. En la cofa del palo mayor, el aspirante Villavicencio y los
marineros Ucañán y Rentería escudriñaban las sombras. Pronto apareció la costa. Aquí el mar ya
no fosforescía. A ras del océano se acercaba la calichosa neblina. Por el cubichete encima de los
cebados cañones de 300, el teniente2°. Diez Canseco reconoció la isla Cuadros. Más allá:
Iquique.
—Paren máquina —casi susurró el comandante Carvajal.
—Paren máquina —dictó Ferré desde el puente.
La bahía de Iquique estaba desierta.
—Dos luces a babor, mi comandante.
Grau ordenó avanzar. Pero no se engaña: no hay más buques en este mar en calma. Tenía
que suceder justamente esta noche: los chilenos han salido mar afuera.
—Son luces de tierra —dijo —Paren máquina.
El invisible monitor se detuvo frente al puerto. Desde la cofa escuchaban las rompientes de
la isla.
—¿Nada? —se sorprendió Távara que inspeccionaba su instrumental en la cámara de
oficiales.
—Nada —el practicante Canales volvía de cubierta.
—Teniente Diez Canseco, vaya a tierra a conseguir información —se alzó la voz del primer
jefe. Carvajal miraba la noche como si aún fuese posible sorprender al enemigo. Grau
reflexionó—: Han de volver pronto.
—Habrá que esperarlos —dijo Ferré.
—No —Grau consultó la hora —Saldremos a buscarlos.
—Tizón, ocúpese de la falúa —ordenó Diez Canseco.
El guardián Noguera se echó el rifle a la espalda. Seis marineros empuñaban los remos.
Embarcaron Diez Canseco y Tizón. Noguera saltó último al bote.
—Disparen bengalas —vociferó Ferré.
Don intensas luces blancas treparon por encima de Iquique. Tardaban en caer, esparciendo
un lechoso resplandor sobre la bahía.
—¡Oficial del “Huáscar”!
Los defensores dudaron.
—¡Alto! ¿Quién vive?
—¡Oficial del “Huáscar”!
¿El “Huáscar” en la bahía? ¿a medianoche y sin que hubiesen avisado por el telégrafo de
Pisagua? Un bote blanco apareció frente a los rifleros apostados en el muelle.
—No disparen —ordenó el capitán encargado de la ronda.
La embarcación atracó en el muelle fiscal. Cuando Diez Canseco trepó la escala, descubrió
que veinticinco rifles lo encañonaban.
—Teniente 2° Fermín Diez Canseco, oficial del “Huáscar” —dijo —Bajen sus armas,
muchachos.
Cinco minutos después estaba frente al prefecto López de Lavalle en ropa de cama. ¿Cómo
diablo llegó teniente? ¿Qué hace el monitor en el fondeadero de Iquique? los buques chilenos
acostumbraban volver a las tres de la mañana. Ajó. Dentro de una hora, más o menos. Diez
Canseco se excusó de beber un coñac con el General. El comandante Porras subió a su chichorro
para seguir al oficial a bordo del monitor. En el muelle, Tizón espera rodeado por un creciente
gentío. Iquique despertaba a mirar la bahía a oscuras. Por ahí se mueve el monitor fantasma.
El comandante Porras conferenció con los jefes del blindado. Dividida la escuadra enemiga
en dos divisiones que se turnan para acechar la costa Tarapaqueña a la vez que proteger su
retaguardia de Antofagasta, el bloqueo de Iquique era su punto más débil. A la “Abtao”, armada
con cañones de 150, suele acompañarla un transporte con pertrechos y fusileros navales. ¿A las
tres regresan? Sí, tal es su costumbre, Bien, decidió Grau, al oeste, a media máquina. Que se
mantenga el silencio. Vamos a buscar a los chilenos.
Ya una vez el vapor “Matías Cousiño” había escapado de los cañones del monitor. Ahora se
acercaba a Iquique sin sospechar que calladamente el blindado viaja a su encuentro. Ucañán
descubría su silueta en la oscuridad. 1.a proa levantada y dos lanchas en los costados le dan
cierto aíre de acorazado. Pero el aspirante Villavicencio reconoció la chimenea detrás del palo
mayor. Se trata de un transporte.
Ya el “Huáscar” embestía a toda máquina.
Santillana apuntó un cañón de 300. Sólo espera la orden de disparar.
Armados de rifles, los marineros Portales y Panay treparon a la cofa a reforzar el
destacamento mandado por el joven Villavicencio. Por falta de piezas, aún no se ha instalado la
Gatling en lo alto del palo mayor.
—El “Matías Cousiño” —identificó el comandante Grau. Un buque desarmado. Ordenó
parar máquina. A treinta metros, el griterío de los chilenos anunció que recién han descubierto la
vecindad del blindado —¡Ríndase, capitán, o lo hundo en el acto!
—La “Abtao” debe andar cerca —Carvajal barría la oscuridad con el anteojo.
—¡Tiene usted un minuto para rendirse! —volvió a gritar Grau.
Los buques estaban casi pegados. La batería del monitor apunta directamente al casco.
—Muy bien, señor Grau, muy bien —se oyó al fin al capitán del transporte chileno —
Estamos rendidos, comandante Grau.
Las tres y cinco de la mañana. Rápido, hay que controlar la presa. El primer jefe eligió a sus
más atrevidos oficiales: Melitón Rodríguez y Palacios. Ordenó que tomaran diez rifleros y
abordaran el “Matías Cousiño”.
—¡Falúa!
—¡Sí, señor!
Entonces el “Matías Cousiño” arrancó a toda máquina.
—¡Fuego! —de los Heros no titubeó. El estampido del cañón de 40 pulverizó el silencio de
alta mar. Aquel rasante proyectil de advertencia voló sobre la popa del enemigo.
—¡Buque a la vista! —gritó el aspirante Villavicencio.
El “Matías Cousiño” había vuelto a detener sus máquinas.
—¡Por Dios, comandante Grau, no disparen! —otra vez hablaba su capitán —¿Quiere
matarnos a todos?
—¡Abandone su buque! —gritó Grau —¡Voy a hundirlo, capitán, salgan de ahí!
Dos blancas lanchas chilenas cayeron al mar. A cincuenta metros distinguían cuerpos que se
arrojaban a los botes.
Los tenientes y sus rifleros recogían la falúa del “Huáscar”. A dos mil metros humeaba a su
encuentro un buque de guerra chileno.
—Échenlo a pique —se decidió Grau.
—¡Fuego! —grita Ferré.
Tronaron los cañones de 300 atravesando de una banda a otra al “Matías Cousiño”. Las
chalupas chilenas se alejan atiborradas de tripulantes y soldados.
—¡Más bajo! —rectificó Carvajal a Diez Canseco que salió por el cubichete —¡A la línea
de flotación! Los cañonazos atraían a la escuadra enemiga.
—¿le metemos espolón? —propuso Ferré.
—¡Comandante Grau! —vocifera el capitán del transporte —¡Hay gente a bordo! ¡Estamos
indefensos!
—Le dije que abandonaran el barco —gruñó Grau.
Una bomba de 115 disparada por el buque chileno que se les acercaba a toda fuerza, aulló
sobre la toldilla del monitor.
—¡Avante! —Grau olvidaba al transporte—Todo a estribor! ¡Corneta, ataque!
El sonido del clarín creció en la húmeda oscuridad de las tres y media de la mañana. Ni luz
de estrellas, ni atisbo del nuevo día, ni fanales: sólo la transparencia nocturna permitía adivinar el
movimiento de los buques en combate. ¿El "Huáscar” contra cuántos? Importan sólo sus
enemigos cercanos. Grau ordenó embestir al recién llegado. ¿Una corbeta? ¿un blindado?
Intuitivamente sabe que es una corbeta. Conocía el tamaño de las bombas por el silbido que las
persigue cuando atraviesan el espacio. De ser acorazado habría abierto batalla con proyectiles de
250. No, ha de ser la “Abtao 200 yardas comprendió que se enfrentaba a un buque más grande
que la cañonera. La posibilidad de estar luchando contra la “Chacabuco" mandada por su
concuñado Viel y Toro oprimió su garganta. ¡Maldita guerra! ¡Fuego! El sonido de la gruesa
batería de 300 avanzó en espiral hacia el incógnito buque chileno. ¡Se pegó la corredera, señor!
El condestable Seledón forcejeaba con los grandes cañones. ¡Empujen todos! Pero Diez Canseco
sabe que no es fácil zafar sus piezas que pesan doce toneladas. En pleno combate y la batería
principal se atascaba. Maldita reparación. ¡Fuego! No se puede, mi comandante. ¡Carvajal.
Ferré! A la orden, señor. ¡Quiero saber que pasa ahí abajo! Quedó a solas con Palacios en el
puente. Ahora sólo de él depende el combate.
¡A toda máquina, señor Palacios! Calculó el rumbo del enemigo que castiga al monitor con
proyectiles de 115. El “Huáscar" arrancaba a once nudos. Aquel espolón con curvatura de
cimitarra abría en dos el mar de absoluta negrura. Sí, es la “Magallanes”. Si el monitor logra
alcanzarla, la abrirá en dos como una cascara de huevo. De pronto silencioso, apenas se podía
distinguir la rápida sombra del blindado emergiendo de la oscuridad. Pero las dos hélices de la
corbeta chilena le permitieron esquivar al “Huáscar”. Nada más rozaron sus cascos con un feroz
chirrido. Como los combatientes de la “Esmeralda41, esos hombres apenas visibles a veinte
yardas se armaban de machetes y hachas de al abordaje. Ahora combatían a toca peñoles. Estalló
la fusilería desde ambos buques. Por el abierto portalón. Retes vaciaba la Gatling contra aquella
silueta en la que se encendían los rifles. Los chilenos barrían al monitor. En lo alto del palo
mayor, el aspirante y sus marineros descargaron sus armas. Tampoco la infantería de marina
chalaca retrocedió. Peruanos y chilenos se acribillaban a ciegas. El teniente de los Heros apuntó
personalmente el cañón de 40. Ahora, fuego. Una llamarada a bordo de la corbeta enemiga
confirmó que ha dado en el blanco. Navegaban paralelos. Mientras granizan balas en derredor
suyo, Grau ordena entrar nuevamente al espolón. ¿Qué pasa con los cañones de 300? Cuatro
veces embistió a la “Magallanes”. Los chilenos intentaban echar garfios al monitor. El aspirante
Villavicencio sostuvo al marinero Panay herido en el rostro por una esquirla. Entonces vio que
llegaban más buques chilenos. Imposible hacerse escuchar en medio de la crepitación de los
fusiles. Rentería se descolgó hasta cubierta. Los tiros de Comblain lo persiguieron, pero el
zambo avanzó a saltos hasta encaramarse en el puente. ¡Buques a la vista, mi comandante! Grau
reconoció aquella mole nocturna que se le venía encima. ¡El “Cochrane”! Y más allá, la
“Chacabuco”. Y después, la “Abtao”. Cuatro contra uno. Cañoneó el blindado y siseantes
proyectiles Palliser rasaron al monitor. ¡A toda máquina! El comandante Carvajal arriesgó su
cabeza fuera de la torre de 300. Sólo prestó atención a la corbeta. Cerró el cubichete encima suyo
mientras balas de Comblain golpeaban la coraza como goterones en un tejado. ¡Fuego! El
bombazo estuvo a punto de desarmar a la “Magallanes”.
¡Señor Carvajal, a estribor! ¿Qué sucede? ¡El “Cochrane”! Volvía a cañonear sin suerte el
acorazado. El contador Aliare auxiliaba a mover las cigüeñas de la batería. Antes de que
arrancara el “Huáscar”, alcanzaron a disparar contra el “Cochrane”, Acertó su proyectil, pero
rebotó en la coraza. ¡A toda máquina! En la tiniebla de las cuatro y media de la mañana, el
monitor debía escapar de la división chilena. ¡Todo a babor! ¡cesen fuego! Palacios comprendió,
Heno de admiración hacia su coman- dante. Lejos de huir en línea recta, Grau llevaba su buque
por delante de la “Magallanes” y se metía en dirección contraria entre las naves enemigas.
Confiado en La oscuridad, aparece y desaparece el monitor entre confundidos chilenos. El
“Cochrane” suspendió sus fuegos. Diez minutos evolucionó dentro de la formación de buques
que lo persiguen y se desordenan. Después se alejó dejándolos al revés. Se viene el amanecer. El
excelente carbón de Cardiff empujaba el “Huáscar” a once nudos. Antes de las cinco ordenó
poner proa al oeste. Recorrió diez millas antes de que el nuevo día iluminara el océano.
—Un marinero herido, señor.
—¿Grave?
—No, señor. Tiene un corte de bala en la mejilla.
Grau estiró el anteojo. El “Cochrane” y las corbetas lo buscaban al norte. Esta vez no podrán
darle alcance.
El concierto del sábado
(Del diario “El Comercio” de Lima)
Aunque aquello fue para ser visto, que no para contado, vamos a intentar describir, siquiera
sea a la ligera, la gran fiesta musical que el sábado congregó en el salón de conciertos de la
Exposición a lo mejorcito de la sociedad limeña. El parque estaba iluminado con cientos de picos
de gas que despedían vivísimos destellos entre el tupido follaje que aromatizaba el ambiente. Las
distintas avenidas que conducen al salón donde debía verificarse el concierto, se veían invadidas
por multitud de paseantes que esperaban ansiosos la hora del comienzo.
Gallardas parejas de hermosas criaturas iban y venían en todas direcciones, como brillantes
mariposas que revolotean alrededor de la luz en la cual al cabo queman sus ligeras alas. Suena al
fin la hora señalada para dar principio al concierto y cada cual va en busca de cómodo asiento
para gozar de los encantos de la fiesta. Al entrar al salón, nueva sorpresa aguarda al concurrente.
Cerca de dos mil asientos están ocupados y las dos terceras partes de ellos por señoras y
señoritas resplandecientes de belleza. El salón está sencillamente adornado con guirnaldas de
flores pendientes del techo y en la testera se iba improvisado un escenario decorado
artísticamente con arbustos y vistosas flores.
Pocas veces se ha visto tan selecta y numerosa concurrencia en espectáculos como el del
sábado. Era aquello verdaderamente encantador y lo habría sido más si no hubiese habido
inconvenientes para que el concierto se realizara en un teatro. Poco después de las ocho de la
noche, la orquesta rompió con los simpáticos acordes del Himno Nacional que cantaron señoritas
y caballeros en medio del entusiasmo que la música patria despierta en todos los corazones. Al
Himno peruano siguió el boliviano, cantado también por señoritas y caballeros. Oyéronse luego
las originales melodías de la música de Fausto y el señor Lorente y Benel, con voz fresca y
arrogante, cantó el aria de la invocación de esa ópera.
Como para hacer contraste se dejó oír después la juguetona música de Crispino e la Gomare.
La señorita Rosa Morales y el señor José Ayarza cantaban el precioso dúo, vedi, cara, tal
sachetto.
Los suaves y melancólicos sonidos que del violoncelo arrancaba el eximio Beriola, hicieron
desechar a los concurrentes la impresión de la jocosa música de los hermanos Ricci. Se ejecutaba
El suspiro, preciosa romanza que el señor Molfino cantó con dulzura y talento. Siguió una gran
pieza de concierto: una fantasía a ocluí manos ejecutada por la9 señoritas Francisca Paz Soldán,
Juana Pinto, Carmen Quintanilla y Julia Cáceres. Una novedad fue el vals La guardia urbana, de
nuestro compatriota Pedro Fernández. Es una hermosa composición, en la que no escasean bellos
pasajes. El vals en la bemol de Chopin fue maestramente tocado por la señorita Teresa Orbegoso.
No exageramos al asegurar que nunca se ha oído en Lima cantar como el sábado. El conjunto fue
admirable. Antes de concluir debemos enviar una sincera felicitación al señor Francia, a cuya
consagración y desinteresados esfuerzos es debido el éxito del concierto de anteayer, que ha
correspondido a las esperanzas del concejo que lo organizó con el humanitario propósito de
fomentar con sus productos ambulancias para el Ejército del Sur.
Ministro se necesita
Después de haber descontado el porvenir en todas sus formas, agotada la cuenta de
donativos para la guerra, fracasado el empréstito voluntario nacional, cerradas tírelas las puertas
del crédito europeo, al señor de Izcue lo postraron el cansancio, La dispepsia y las intrigas
domésticas. Cuatro días de cama y reposo no bastaron para reanimarlo y renunció
irrevocablemente al Ministerio de Hacienda. Nadie lo quería remplazar. Varios días buscó nuevo
Ministro el señor Vicepresidente La Puerta. Otra vez se voceaba a José María Químper, pero el
obstinado liberal ni siquiera visitó el palacio. En fin se encargó de las finanzas nacionales el
conocido abogado Emilio del Solar.
Su primera decisión fue no recibir a nadie durante ocho días. El señor Ministro deseaba
hacer un severo diagnóstico de salud fiscal de la Nación. Puesto que ningún otro peruano quería
asumir tan terrible responsabilidad nadie se quejó de que las reflexiones del doctor del Solar
paralizaran la economía del país. Mientras el Ministro trabaja a puertas cerradas, nada se paga,
cobra, tramita o resuelve. Un silencio apenas interrumpido por el cuchicheo de ujieres que van y
vienen de su despacho cargados de documentos, rodea la cautelosa meditación del funcionario.
La verdad, la situación era crítica. Cuánto dinero se puede pedir adelantado o prestado, ya se
gastó en cuentas ordinarias y extraordinarias. Ciertos ingresos han sido consumidos hasta
diciembre. Se debe casi un año de montepíos. Hace una semana que la tropa de Lima no recibe
socorro para alimentarse y amenaza con desertar por hambre. Los batallones del sur están
impagos. No hay fondos para atender el sueldo de los empleados públicos. El Tesoro entraba en
parálisis. Pronto se desplomará la moneda en su cotización frente a la libra esterlina. Acreedores
extranjeros amontonan letras y pagarés vencidos. Ocho días después de haber jurado ante Dios y
la Patria desempeñar lealmente el cargo de Ministro de Hacienda, el doctor del Solar escribió una
escueta irrevocable carta de renuncia, la despachó con un ujier a la residencia del General La
Puerta, recogió su chistera y se marchó a su casa.
Carta al General Mendiburu
Lima, 26 de julio de 1879
He recibido el oficio de US. en que se digna comunicarme que S.E. el primer Vicepresidente
de la República ha tenido de bien nombrarme Ministro de Estado en el Despacho de Hacienda y
Comercio. Acepto este nombramiento tanto porque en las circunstancias actuales no es lícito a
un ciudadano excusar su concurso al servicio de la patria como porque mis ideas en materia de
Hacienda se hallan en perfecto acuerdo con las de S. E.
Agradeciendo a US. los términos del oficio que dejo contestado, me es grato suscribirme
S.S.
Mi querido Capitán:
Tengo gusto de acusar a U. recibo de su estimable carta en que, tanto a nombre de U. como
de su tripulación, me da las gracias por mi conducta para con U. en la noche del 10 de julio,
fuera de la rada de Iquique.
Conociendo perfectamente que el buque que U. comandaba era un transporte chileno, mi
deber era destruirlo. Por consiguiente, mi conducta para con (J. y su tripulación en esa ocasión,
me fue inspirada por un simple sentimiento de humanidad, la misma que emplearé siempre con
todo buque al cual me quepa atacar en un caso semejante, no mereciendo por ello ninguna
expresión de gratitud.
He recibido el cajón de vino que tuvo U. la bondad de enviarme con Mr. A. Stewart,
primero ingeniero del “Ilo ” y no dejaré de beber a su salud, como U. me lo pide.
Miguel Grau
Al bar “El Monitor” llegaron Ferré, Santillana y Carlos de los Heros a las once de la
mañana. El corresponsal de “La Opinión Nacional” Julio Octavio Reyes, que hacía la campaña
naval a bordo del “Huáscar”, apareció casi al mediodía con don Teobaldo Corpancho, poeta
laureado en la provincia, secretario del secretario del General Prado y autor de improvisados y
oportunos aplaudidos versos. El teniente Arturo de los Heros cayó por “El Monitor” a conversar
con su hermano. Lo seguían varios oficiales de los húsares presidenciales. Habían ordenado
almuerzo cuando se les unieron los capitanes Zuleta y Yessup, ayudantes del Supremo Director.
La víspera hubo ejercicios de artillería en Arica. El señor Grau eligió como blanco los restos del
buque de guerra norteamericano "Wateree”, naufragado allí durante el gran terremoto. A la
misma hora en que Santillana dirigió su primer cañonazo de 300 contra el ruinoso casco
semienterrado, mister Blyss, corresponsal viajero del “New York Herald” visitaba el naufragio.
Por suerte Santillana erró el disparo y Blyss tuvo tiempo de refugiarse en las peñas. Lo tiroteó el
“Huáscar” veintiocho veces con la batería de 300. Después cañonearon el “Wateree” desde los
fortines del Morro. Tres horas tardó mister Blyss en emerger agitando su camisa blanca.
Numerosas desventuras padecidas por Blyss, a quien centinelas bolivianos habían confundido en
Tacna con un prófugo carabinero de Yungay, provocaban la hilaridad de los oficiales peruanos.
Apareció el chupe al tiempo que el teniente2°. Palacios se hacía anunciar con un redoble del
tambor de combate.
—¡Hay que brindar por los ausentes! —se acaloró el capitán Yessup. También Zuleta
ordenó más champaña.
—¿Y, Carlitos? —Palacios palmeó la espalda de Heros —Se te ve triste, compañero.
—Estoy bien —sonrió el oficial.
Salud, salud. A ver, una botellita de ron para los músicos y los cantores. Ocho marineros y
soldados del “Huáscar” se acomodaban en un rincón. Unanue y Quiteño Gallardo templaron
guitarras. El poeta Corpancho alzaba su copa y los músicos no se atrevieron a interrumpir al
redactor de los oficios del señor General. ¡Mi musa tierna y sencilla/que ama el honor y la
gloria/inclinando la rodilla/aplaude el nombre que brilla/puro y sin mancha en la historia!
¡Bravo, bravo! Corpancho vació la copa de un tirón y cobró aliento. Grau, señores, el atleta/que
dirige desde el puente/como Marte, la saeta/ que va a herir el alma inquieta/del chileno
delincuente. ¡Viva el comandante! Salud, salud. Palacios pidió un cajón de vino. Corpancho se
sostenía apoyándose en la mesa con la punta de los dedos. Su mirada paseó el techo en busca de
inspiración. Marinos y militares aguardaban sonrientes a que siguiera su. brindis. El poeta-
secretario descubrió entonces al meditabundo teniente. ¡Es Carlos Meros! Delante/de mi
pensativo está. . La versificación fracasaba. Corpancho mojó sus labios con la lengua... taciturno
y vacilante/su corazón anhelante/ay, de quién se acordará! Un aplauso para el poeta. Y tú, flaco,
sonríe. Hasta, el caballero ha descubierto que andas enamorado. De los Heros rió al fin,
aceptando el vino ofrecido por Ferré y Palacios.
—¡Ah, el aire puro y sin malicia! —exclamó Grau en la cubierta de su buque.
—Salud, Miguel —el contralmirante Montero terminó su segundo coctel. Brillaba el sol
sobre el azul turquí de la bahía de Arica.
—¡Dan ganas de que haya paz! —suspiró Távara.
—Hum —Grau asintió como perdiéndose por el horizonte. ¿Qué estarás haciendo en este
momento, Dolorítas? Claro que sí: ¡Qué ganas de paz, qué ganas de volver!
Parece domingo y estaban a sábado.
—¿Y mister Blyss? —se interesó Grau.
—Me obsequió un diagrama en el que ha dibujado el sitio donde cayeron las granadas —rió
Montero —No anda bien la puntería del “Huáscar”.
—Los ingleses no querían estropear al periodista —se alegró Grau —¿Almorzamos?
Carlos de los Heros sonrió al corresponsal Reyes. Algo sufrimos, ¿verdad, mi amigo? El de
“La Opinión Nacional” asintió. ¿Recuerdos de Lima? Ajá. Remoto paisaje al vuelo contenido en
un aliento de anís, rubio vaivén de industriosas mazorcas en batallones bien comarcados, aquel
laberinto de tapias como proponiendo una ruinosa fortaleza mientras el lento tren al fin
desamarrado de su muelle, mientras el señor teniente y otros hombres también jóvenes e
igualmente ansiosos de quedarse y de partir, mientras el convoy y sus pistones a. vapor
monótonos como un corazón atraviesan el vaho a difunto de esas huertas aledañas a Lima en
busca precisamente de esto: seiscientas millas de océano bajo un cielo desteñido por el invierno,
el gran peñón todavía invicto con su falda de algas sobre el moco marino. Salud amigo Reyes.
Peor será quedarse a solas, morir primero o ser el último de todos manoteando el espacio negro
que llamábamos vida. Rosada lengua de perro, ancha oscura hoja fresca de plátano, acequias por
donde corre el primer hilo de agua de avenida mientras en lo alto de las montañas truenan
invisibles diluvios de estío: ¿nada más que memoria era la vida? Y gallinazos, grillos llegando a
la ciudad desde las chacras. Y sonrisas cariadas de mujeres de ocasión. Cualquier día de estos
vamos a morir ruidosamente, salpicando congoja a seres más o menos a salvo de la guerra.
Sonría usted, señor teniente.
... Ven China, ven ven y verás y verás a los chilenos que nos quieren gobernar...
Se encrespaba la jarana en “El Monitor”. Palacios ha dispuesto que mejor cierren las puertas
del bar. Un día, quince años: la misma mugre importa el tiempo una vez que se acabó. Bebamos
esta tarde, amigos, a la espuma, a las sábanas, al desierto. A lo que queda de la vida. Pareció que
de los Heros sonreía de sí mismo. Sus dedos tamborilearon al ritmo de la marinera cantada por
los guitarristas del “Huáscar”.
.. .Si te dan, si te dan, si te dan si te dan el alto quién vive tú dirás, tú dirás, tú dirás ¡Viva el
Perú, muera Chile!...
A bordo del blindado servían el postre. Cuarenticinco años tan rápido, señor Grau. Supongo
que a todos les pasa lo mismo, sonrió el comandante. Debajo de sus charreteras, Montero tiene,
no tiene veinte años. La juventud se le quedaba adherida al cuerpo como una posibilidad. Parece
que, si es necesario, podrá echar mano de ella. Távara dice que la vida no envejece. Vamos,
Santiaguito, seamos razonables. No, Miguel, no entiendes: decía vida como substancia, como
leche original, como Dios. Caracho, cómo explicarlo. Hum. Mejor déjalo así, Santiaguito. Rieron
de la súbita confusión del médico. El Contralmirante Montero carraspeó. Va a pronunciar un
brindis. Recuerda a Grau de veinticuatro años, espada en mano, ayudándolo a sublevar la
escuadra contra Castilla. ¡Más de veinte años han pasado! A Miguel, ¡mes. A su monitor. Un
golpazo contra el casco y un feroz aullido inhumano congelaron las palabras en su garganta.
Grau arrojó la servilleta y corrió escalera arriba a la cubierta. ¡Allá, señor! Lo alcanzó a ver,
alejándose al oeste. Távara no comprendió por qué el contramaestre y los marineros se habían
asustado. Hasta el comandante Grau palideció. Y Montero. Y Carvajal. ¿Qué peor presagio podía
haberlos visitado? El mar anuncia. Dueñas vio llegar aquel gran lobo gris, viejo macho marino
que avanzaba como un torpedo hasta estrellarse contra el monitor. Entonces sacó la enorme
cabeza fuera del agua y gimió con voz que se escuchó en toda La bahía.
—No hagas caso Miguel —murmuró Montero.
—No. Claro que no —respiró hondo. A cien yardas el lobo «penas se detuvo para otra vez
aullar. Era como si los llamara. Dueñas había arrancado el rémington al centinela del portalón y
apuntaba al anciano visitante. Grau impidió que disparara —Deja que se vaya. Déjalo —volvió a
suspirar —No tiene culpa de nada.
Milagros de Químper
(Editorial de “La Opinión Nacional”)
El señor Ministro de Hacienda se ha propuesto asombrar al país con los prodigios de su
inventiva. Es un alquimista de primera fuerza. Pretende hacer oro y nada omite para hacer oro: su
pluma se ha hecho varilla mágica de nigrománticos.
El señor Ministro de Hacienda se ha planteado dos problemas: acumular recursos, sin
emisión fiduciaria, y mejorar el billete circulante y enalteciendo su estimación.
Los fines son correctos. Pero, ¿y los medios? Vamos a verlo.
Los medios para el primer problema son hasta hoy: aplazamiento de la amortización de la
deuda interna, repudio de la deuda fiscal hasta abril último, pago en metálico de los derechos
aduaneros y préstamos particulares.
La contribución extraordinaria que importa estos expedientes carece de un requisito
esencial: la igualdad.
Los tenedores de bonos consolidados y los acreedores del Estado y los consumidores de
artículos extranjeros, que constituyen, aquellos un grupo diminuto, y estos tan solo una porción
de los habitantes del Perú, van a sentir exclusivamente el peso de ese gravamen: son las únicas
víctimas elegidas.
Eso no es justo ni corresponde a los sentimientos del país que desea, hoy más que nunca,
distribuirse equitativamente las ofrendas.
No responde tampoco a un plan elevado y práctico, porque en un caso se aplazan acreencias,
que abrumarán mañana a nuestro tesoro debilitado, y en otro caso, se alejan las importaciones
que nos traen vida, animación, movimiento, estímulos de trabajo y rentas para las arcas públicas.
Es incomprensible que se apele al crédito y se mate estérilmente el crédito, ya desvirtuando
sus compromisos con esperas arbitrarias o ya desconociendo sus derechos, con separaciones
caprichosas; es incomprensible también que se suponga aumentables las entradas aduaneras,
haciéndose insoportables tos despachos y cerrándose bruscamente las puertas al comercio
nacional.
Las medidas del señor Ministro de Hacienda pueden asegurar la holgura de una hora. Pero
se anuncia la reacción a ellas con su significado de pobreza, inestabilidad, ruina y malestar.
Examinemos ahora el proyecto de mejorar el billete circulante.
En primer lugar, se ha dado contra él un golpe de muerte, rechazándolo de las aduanas: el
Gobierno no lo admite, no es su moneda.
En segundo lugar, el billete circulante es hoy la liquidación de nuestros déficits fiscales.
Luego, mientras estos no se conjuren definitivamente, no podremos volver al curso metálico |por
el alza sucesiva del papel.
¿Se hace algo para conjurar esos déficits? lejos de ello, se les aumenta, acumulándose
obligaciones puras para el porvenir y disminuyéndose las rentas del futuro.
Por consiguiente, el señor Ministro de Hacienda juega esta partida egoísta: “después de mí,
el diluvio”.
Defunción de Antonio Cucalón
Antonio Cucalón, padre; Manuel Cucalón, hermano; y demás relacionados del que fue
Antonio Cucalón
(Q.E.P.D.)
Implican a sus amigos y a los que lo fueron del finado se dignen asistir a las exequias que
por el eterno descanso de su alma se celebrarán en el templo de Santo Domingo el viernes 8 del
presente mes a las nueve de la mañana.
Favor del que quedarán muy reconocidos.
Lima, agosto 5 de 1879
El Congreso contra Químper
La tarde que el Ministro Químper presentó su memoria y plan de hacienda en la Cámara de
Diputados, el honorable Elías Malpartida quiso someterlo a interpelación. Desde el alfombrado
patíbulo, Químper calculó la agitación de la bancada civilista, consideró que ni siquiera habían
dicho si están o no de acuerdo con sus proyectos de ley o puesto en discusión el plan económico
y dijo que lamentaba no disponer de tiempo para someterse al tormento parlamentario pues el
Honorable Senado lo esperaba para conocer su memoria. Se acordó entonces que los diputados
de la república en guerra estudiarían las propuestas del Ministro de Hacienda y le comunicarían
fecha y hora para que concurriera al debate.
—¿Nada? —preguntó el señor Ministro a sus ayudantes.
Nada. Dos, tres, cuatro, cinco días yace sepultado en el secreto de las comisiones de estudio
el urgente plan de hacienda. Gastaron los diputados una tarde en acordar amplio indulto a presos
y deportados políticos. Asuntos banales consumían la atención del Senado. Pareció que
ignoraban adrede la impaciencia de Químper.
—Que pase el señor Ministro —a las once de la noche, el General La Puerta gruñía de dolor
en su alcoba particular. Cristales como agujas hechas de ácido úrico perforaban sus
articulaciones. Ataques de gota acosaban al Vicepresidente al mando. Aunque tuviera que
guardar cama, el anciano militar cusqueño tenía el más fino oído de la ciudad. Por ahora nadie se
atreve a conspirar abiertamente contra el General Prado o su segundo. Pero la numerosa bancada
civilista de ambas cámaras se proponía sacrificar a Químper.
—Buenas noches, mi querido doctor. Excúseme por atenderlo de esta manera. Adelante,
tome asiento.
—¿Alguna mejoría, Su Excelencia? —la leve iluminación del gas acentuaba la fatiga en el
rostro de Químper.
—Oh, usted sabe. Me ponen a dieta, me alivian y otra vez me enfermo —el General vio que
Químper se parecía cada vez más a sí mismo: el cansancio, abulta sus pómulos, el mentón,
hundía la mirada negra, transparentaba sus orejas. Su Ministro necesita tomar un poco de sol.
—Van a presentar interpelación formal, doctor. ¿Qué piensa hacer?
Químper se encogió de hombros. No puedo perder uno o dos días escuchando a esa gente.
No iré. No estoy obligado por la Constitución a menos que sea para debatir proyectos de ley
vinculados a mi portafolio.
—Mmm. Pero hay una costumbre establecida que no podemos ignorar, ¿no?
—No hay costumbre superior a la Constitución, Excelencia. Los ministros no deben estar a
merced del malhumor de las cámaras. La doctrina y la letra de la ley son diáfanas: no hay un
poder del Estado superior a otro.
—Muy bien, pues. Va a ser una pelea costosa para el país, pero evidentemente necesaria.
¿Quiere mi más franca opinión, Químper? —el General se esforzó por acercarse al Ministro.
Bajó la voz como si los civilistas pudieran escucharlo.
—Son unos grandísimos bellacos. Dios no quiera que perdamos la guerra, pero si eso
sucede, tendrán que darle a Chile los caudales que han negado al Perú.
—Y mucho más, Excelencia. A ratos se comportan como mercaderes.
—Y como malos mercaderes, mi querido Químper —el anciano guiñó un ojo y alzó las
cejas —¡Es más barato ganar la guerra, mucho más barato! ¿Quiere tomar ese sobre que está en
la mesa?
No, no. Es para usted. Ahí están las interpelaciones del honorable Malpartida, del honorable
Melgar, del honorable Cudlipp.
El Ministro revisó un. pliego de cuarenta preguntas. ¿El cobro de derechos aduaneros en
plata ha de aumentar los ingresos fiscales o nada más se quiere recaudar fondos que no sean de
papel? ¿Puede un país con régimen de billetes inconvertibles volver de pronto al patrón de oro?
¿No debió el Ministro reformar primero las tarifas de aduana? ¿No irá a disminuir el comercio
exterior e interior? ¿No cree Su Señoría que el billete inconvertible hace las veces de moneda
nacional? Y al prohibir la exportación de oro y plata, ¿No se atropella la Constitución ya que se
impide a una industria vender sus productos donde mejor le convenga?
¿No pensó acaso que tan violenta medida espantara a los capitales extranjeros y provocara la
emigración de los capitales nacionales? Devolvió los papeles de donde lo había recogido.
—Las conozco, Excelencia. ¿Se da usted cuenta que los diputados y senadores actúan de
espaldas a la guerra?
—O como si no la pudiésemos perder.
—Sí, también. ¡Hay que oírlos preocuparse del futuro económico sin nunca recordar la
guerra inmediata!
—¿Contestará la interpelación?
—Yo quiero ir a las cámaras a discutir el plan de hacienda y a saber si aprueban o no y en
tal caso por qué desaprueban los proyectos de ley que hemos presentado, Excelencia. Hay que
alimentar a veinticinco mil soldados y a nueve mil reclutas. Y esto, esto es pura tertulia. Si
acepto que los diputados pueden desempeñarse como mis preceptores, el ministerio de hacienda
funcionará en la antesala del Congreso y yo tendré que despachar en la sala de espera.
—Tiene usted todo mi respaldo.
—Lo sé, Excelencia.
—Si es posible arreglarnos con ellos, hágalo sin titubear. Prefiero paz en Lima.
—Paz con el Congreso, señor, no dictadura del Congreso.
—Claro, claro. ¿Le ofrezco algo de beber? Yo estoy prohibido.
—No gracias, Excelencia. Me esperan en el Ministerio.
—¿A esta hora?
—Mañana debo girar 37,000 soles a la Marina de Guerra, señor. Hay tripulantes a quienes
se adeuda cinco meses.
La mañana sorprendió al Ministro de Hacienda en su despacho. Acumulaba estadísticas
económicas. No se conoce cuánto vale el Perú ni su renta anual. Don Manuel Atanasio Fuentes
dirigía a un grupo de voluntarios estudiosos en la indagación del valor de los negocios peruanos.
A Químper no lo preocupa la exigente curiosidad del diputado Malpartida, propietario de
haciendas ganaderas y varias vetas de cobre y plata, sino la amplia información financiera que
demandan los bancos extranjeros para conceder préstamos en este año de recesión mundial. A
medias solucionada la liquidez de la jomada, revisó el cálculo provisional hecho por la Dirección
de Estadística del valor de los capitales peruanos y se tumbó en un sofá a descansar los ojos
irritados por la lectura. Durmió una hora que pareció un parpadeo. Había vuelto su secretario
Prince con una taza de café y bizcochos.
—¿Va ir a casa, señor?
—Tal vez un rato, al mediodía. Gracias, Prince. ¿Puede alcanzarme un vaso de Vichy?
—¿Desea bromuro?
—No, no. Por Dios, Prince, tengo que estar despierto.
—Lo han citado para hoy, señor —el secretario tragó saliva. El jueves pasado Químper no
acompañó a las cámaras al Primer Ministro Mendiburu y al resto del gabinete. La verdad, tenía
que conseguir fondos. Arañaban centavos las veinticuatro horas de cada jornada.
—Es lo mismo —replicó el Ministro —No pienso ir.
A las dos de la tarde, Prince llegó a la Cámara de Diputados con un sobre lacrado. El oficio
viajó de ujier en ujier hasta el diputado secretario que rompió el sello y lo leyó antes de
mostrárselo al diputado presidente que a su vez lo entregó al relator. En la primera hora, a los
honorables representantes los amodorraba la lectura de proposiciones y oficios. El diputado
Pantigoso pedía elevar Aplao a la categoría de villa en Arequipa. El señor Flores solicitaba
discutir de inmediato la rectificación de límites de la provincia de Huamalíes.
—Oficio del Ministro de Hacienda y Comercio —los pulmones del relator se esforzaron por
colmar el ámbito de la Cámara —Señores diputados de la Honorable Cámara. Por el contenido
de mi memoria a la Cámara habrán tomado conocimiento del estado de la Hacienda del Perú.
Sostener un ejército de treinticinco o cuarenta mil hombres y atender a los demás gastos públicos
con la regularidad posible en las circunstancias, es obra que exige consagre a ella todo mi tiempo
sin excluir la noche. Por esta razón tuve el sentimiento de no poder concurrir a esa Honorable
Cámara en unión de mis colegas: me ocupaba de socorrer al ejército de reserva durante una
semana. Ahora debo consagrar mi atención a socorrer la Marina y atender a los demás gastos de
la provincia del Callao. Aparte de esto, a las dos de la tarde del día de hoy deben abrirse, en
Consejo de Ministros, las propuestas para el contrato de amonedación, como asunto importante
en la actualidad que exige indispensablemente mi presencia en ese acto. Por estos poderosos
motivos no me será posible concurrir hoy. ..
El honorable Malpartida enrojeció de cólera mientras se inclinaba a cuchichear con el
honorable Moreno y Maíz. Un murmullo crecía hasta la mesa de la prensa y el presidente de la
cámara agitó su campanilla imponiendo orden y silencio.
—.. .aprovecho esta oportunidad para suplicar a USS. HH. se dignen darme el aviso
correspondiente, tan luego como se ponga en discusión cualquier medida de hacienda, propuesta
o no por él gobierno, a fin de concurrir al debate. Entonces me será muy satisfactorio contestar
todas las interpelaciones que los honorables representantes tengan a bien hacerme. Dios guarde a
USS. José María Químper.
—Pase al conocimiento del señor Malpartida —habló el presidente.
—¡Pido la palabra!
—Tiene la palabra el señor Malpartida.
—Señoría.: vistos los términos del oficio que nos ha remitido el señor Ministro de Hacienda,
se comprende claramente que se niega a contestar las interpelaciones. No deseo hacerle
preguntas por curiosidad pueril, Señoría, sino en cumplimiento de mi deber como representante y
en defensa de los intereses del país —cobra aliento, sosiega su indignación, hunde los pulgares
en el chaleco el honorable
Malpartida —No por deferencia a mi persona sino en guarda de la dignidad de esta
honorable Cámara y de los respetos que se deben los altos poderes del Estado, insisto en mi
petición de que se presente el señor Ministro de Hacienda a contestar mi pliego interpélalorio.
—Creo que la Cámara no tiene atribuciones para conminar de esta manera a un Ministro de
Estado —opinó el diputado Sánchez.
—Mañana es domingo. Que se presente aquí el lunes —dijo el diputado Arias.
La cámara acordó citar a Químper el lunes a las dos de la tarde...
—Solicito que se oficie al señor Ministro de Hacienda a fin de que remita inmediatamente la
siguiente información —el honorable Moreno y Maíz leía unos apuntes —Razón detallada de las
cantidades de guano que se haya exportado desde la celebración del contrato con la Peruvian
hasta la fecha, incluyendo el guano que esté navegando, con expresión de la ley de ese guano.
Razón de precio a que se han vendido estos guanos y, por consiguiente, las cantidades que el
Estado ha obtenido por la venta. Razón de las cantidades desembolsadas por la compañía a fin de
hacer el balance de la consignación. Razón de la cantidad de guano que hay en los depósitos de
diversos mercados europeos hasta el 30 de julio último.
—Pido que el Ministro de Hacienda remita idéntica información en todo lo referente al
salitre, Señoría —dijo el honorable Manzanares.
—Demando que se oficie al señor Ministro de Hacienda para que remita copia del decreto
que ordenó destinar 25,000 libras esterlinas de la Compañía Peruana Limitada al servicio de la
deuda externa, manifestando las razones que motivaron (a expedición de ese decreto —la aguda
voz del honorable Bao denotaba irritación extrema.
—Y que remita copia del contrato celebrado por el gobierno' con el Banco Garantizador —
insistió el honorable Mercado.
Trece oficios viajaron desde la Cámara de Diputados al Ministerio de Hacienda en la
mañana del lunes. Los periódicos se abstenían de tomar partido en la guerra que acababa de
declararse entre el Ejecutivo y el Legislativo.
El abogado Químper no se había movido de casa en la mañana del domingo. A las diez llegó
Prince a tomar dictado. Encontró al Ministro en bata, consultando tratados en su biblioteca.
—¡Adelante, Prince! —se frotó las manos —Vamos a liquidar el problema de las
interpelaciones... ¡verá usted!
—Así lo espero, señor Ministro —al secretario lo abrumaba la inacabable redacción de
oficios de respuesta a los oficios del Congreso. Escuchó la lectura de un borrador. Dice Químper
que la relación entre los poderes del Estado se basa en el mutuo respeto a sus respectivos fueros
y prerrogativas constitucionales que, por deferencia al Congreso, el Ejecutivo no puede sacrificar
las suyas, que en época de guerra cualquier extralimitación de funciones es francamente
deplorable. Prince se dispuso a recoger los siguientes párrafos del segundo oficio del Ministro
negándose a concurrir a la interpelación.
—Ponga usted... a ver, una tolerancia que se explica por el deseo de dar al Congreso la más
completa prueba de exquisita consideración, eh, ha introducido en las prácticas parlamentarias un
abuso cuya misma repetición exige que cese desde luego. ¿Qué le parece, Prince?
—Bastante fuerte, señoría.
—Ese abuso consiste en que, por simple placer de cualquiera de los representantes, se llame
a uno o a todos los Ministros de Estado con el pretexto de que contesten interpelaciones que en
más de una ocasión no revisten otro carácter que el de averiguar hasta las intenciones y la
conciencia del Gobierno o del Ministro, punto aparte.
Químper paseó la biblioteca con las manos 'enlazadas en la espalda.
—¿Tomó nota de todo, Prince?
—Sí, señor.
—Bien: semejante práctica no sólo es abusiva, sino que infringe una terminante disposición
constitucional...
Abrió un ejemplar de la Constitución.
—. .y vamos a citarla. Artículo 103: Los Ministros pueden presentar al Congreso, en todo
tiempo, los proyectos de ley que juzguen convenientes; y concurrir a los debates del Congreso o
de cualquiera de las Cámaras, pero deben retirarse antes de la votación. Concurrirán igualmente a
la discusión siempre que el Congreso o cualquiera de las Cámaras los llame; y tanto en este caso
como en el anterior, contestarán a las interpelaciones que se les hicieren. ¿Se da cuenta, Prince?
Si no hay ningún proyecto en discusión, no hay motivo para que los Ministros concurran
espontáneamente ni llamados. Si no hay discusión ni presencia de ministros, no hay obligación
de contestar interpelaciones. Las interpelaciones no pueden recaer sobre actos consumados ni
sobre simples actos de intención, porgue para los primeros existen las leyes sobre
responsabilidad, y los segundos no pueden ser objeto de ninguna clase de discusión. ¿Qué se han
creído esos tontos? Un ministro no puede ser tratado como un dependiente al que se llama a
satisfacer caprichos o como un escolar a quien su dómine lo sienta en el banco del examen
cuando desea.
—Estoy de acuerdo con usted, señor Ministro.
—Muy bien, Prince, escriba por favor: no es, pues, potestativo de las Cámaras hacer
interpelaciones sobre proyectos que no estén en actual discusión, ni obligatorio a los ministros
presentarse a contestar interrogatorios que cualquiera de los representantes se antoje de hacerles.
La multitud que se reunió el lunes en la puerta del Congreso a ver llegar al humillado Ministro de
Hacienda, esperó en vano. Sólo entró un nuevo oficio cuya lectura causó consternación en los
escaños. El interpelante honorable Cudlipp exigió que se hiciera comparecer a Químper de
inmediato. El diputado Yarlequé pidió que se pronunciara la comisión de Constitución que sólo
reunió cuatro firmas para rechazar el oficio. Elías propuso entonces que la Cámara se declarase
en sesión permanente.
¡A hundir el ”Cochrane”!
—Avante, dos tercios.
—¡Dos tercios!
—Despejen cubierta. Teniente Rodríguez...
—A la orden, mi comandante.
—Veinte a estribor. Mantenga el rumbo media hora. Hágase cargo.
El capitán de corbeta Elías Aguirre sacó el “Huáscar” de Arica a la medianoche. Era su
primera misión como segundo jefe del blindado. Grau instruyó que navegaran al sur y mar afuera
para eludir a los bloqueadores de Iquique. El espigado marino chiclayano calculó la derrota y
bajó a la cámara a beber café. Távara y los tenientes Gárezon y Palacios disputaban una partida
de tresillo. Mientras el mayordomo atiende al segundo comandante y el cirujano ganaba otra
partida, se queja de los fondos sucios el oficial Diez Canseco. Se había reunido con McMahon a
petición del primer jefe, preocupado porque su buque no rinde más de diez nudos. El buzo del
monitor examinó el casco en Arica. Cargaban con una montaña de picos y toda clase de
crustáceos. No hubo tiempo de limpiar los fondos cuando estuvieron en el dique hace un mes.
Dice McMahon que a la quilla parece que le hubiera crecido barba, así está de cochino el
blindado.
Nadie prestó mucha atención al joven teniente. Palacios liquidaba a sus contendores con una
descarga de oros y Aguirre se movió de improviso, como si un secreto sentido hubiera delatado
que equivocan el rumbo. Así había sido siempre desde que perdió la “Chanchamayo”. Tiene que
observar la aguja de la bitácora de rato en rato para estar tranquilo. Gobernado por el oficial de
guardia, el “Huáscar” avanza sin desviarse una yarda de su derrota, de cerca seguido por el
transporte “Rímac” que le sirve de apoyo y bodega. Desde el puente contemplaron tierra
iluminada por la luna. Ignoran que ayer renunció el Almirante J. Williams Rebolledo a la jefatura
de la escuadra enemiga y que un aire de crisis se propaga a todos sus buques mientras él enviado
presidencial Santa María ordena la reorganización de los mandos navales. De noche en
Valparaíso apagaban las luces por temor al “Huáscar”. No hay caleta en el largo litoral enemigo
donde no crean haber avistado al monitor fantasma. Bautizado por los diarios chilenos como el
mataperros, después de la captura del “Rímac” y de su incursión hasta Charañaral, la sola
mención del pequeño blindado paralizaba a los puertos adversarios.
Transformada la travesía de Valparaíso a Antofagasta en una peligrosa aventura, los
transportes de tropas y pertrechos volaban a toda máquina ni busca de fuertes tan pronto
aparecían humos en el horizonte- Ir. Charañaral; que por estar 400 millas al sur de Iquique
descuido sus obras de fortificación, ahora no sólo concluía de emplazar cañones, sino que tendía
los últimos kilómetros de telégrafo a Santiago. Dos noches seguidas hubo alarma en Valparaíso
porque se creyó que el “Huáscar” había penetrado al fondeadero a cañonear sus arsenales.
Antofagasta duerme a saltos y refuerza sus fortines. Desde Montevideo los agentes de Chile
anuncian que ha llegado allí la “Unión”, rectificándose después: se trata de una nueva corbeta
comprada por el Perú. El alboroto de los diarios del sur no ignora los estragos que cuatro meses
de constante funcionamiento han causado a su propia escuadra. De haberse incrementado el
poder peruano, en agosto habría llegado el momento de desbaratar al enemigo. Los chilenos se
desplazan ruinosamente.
Dos terceras partes de las tuberías del “Cochrane” están calcinadas por el incesante andar
del bloqueo y se ha reducido su marcha a seis nudos. También las máquinas del “Blanco
Encalada” están agotadas. Cada cañonazo con proyectiles Palliser de 250 libras cuesta al Tesoro
de Chile una pequeña fortuna: 7,500 pesos. A la “Abtao” tuvieron que llevársela de Iquique a
remolque. A bordo de los buques chilenos había víveres para cinco días y se agotaba el carbón.
No se atreven a parar máquinas por miedo a los torpedos peruanos. Suponen que existen
eficientes máquinas capaces de desfondar sus corazas. Todo empezó una semana después que
Chile reiniciara el bloqueo de Iquique, forzando a Tom Wilkins a quedarse en tierra. El
ingeniero, cuyo salario es pagado por el hacendado Guillermo Alzamora, para quien trabajaba
hasta que estalló la guerra, dedicó su tiempo a construir un buen torpedo con cuarenta libras de
dinamita.
Trabajó en secreto en los almacenes del Morro, auxiliado por Richardson a quien
entusiasmaba el proyecto de agujerear desde abajo a Williams Rebolledo. Cuatro semanas de
fracasos mecánicos desalentaron a Wilkins. No podía proponerse un arma más eficiente que
estáticas minas submarinas. Puesto que el Almirante Williams, acaso avisado por sus espías en la
ciudad, sólo envía la “Abtao” y un transporte al fondeadero de Iquique, las posibilidades de
hundir un acorazado son en verdad remotas. Al tiempo que Wilkins abandonaba el proyecto,
llegó a Iquique el grupo de torpedistas del inglés William Alfred Scott, a quienes la Grace
Brothers deberá pagar 10,000 soles por cada acorazado a pique y la mitad si malogran una
corbeta chilena. Fabricaron cuatro torpedos de arrastre, con cien kilos de dinamita cada uno,
aparte de artefactos livianos y minas que nunca funcionaron. En fin, se transportó a Tarapacá tres
grandes torpedos sistema Lay, ya armados y hasta provistos de su batería eléctrica, que la Grace
había despachado desde Nueva York por la vía de Panamá junto con repuestos y un regenerador
completo para elaborar gas. Su carga explosiva era capaz de penetrar blindajes de hasta 12
pulgadas y podían recorrer medio kilómetro en marcha autónoma.
Ahora el “Huáscar” no parece llevar prisa. Avanzaba a seis nudos, lejos de la costa. Ferré se
hizo cargo del puente al amanecer. El señor Grau subió a cubierta al mediodía ruando pasaron
frente a Iquique, aunque tan distantes de tierra que nada interrumpió su tranquila navegación.
Entonces comenzó el temporal.
Aquella mar violenta avanzaba del sur y “Huáscar” y “Rímac” disminuyeron su, velocidad
para capearla. Grandes olas barrían el castillo y aun la torre de combate. Cabeceaba el monitor,
dejando caer cascadas de mar por la cubierta. Parecían clavados, sin progresar por ese océano
gris azul por el que se desploman y trepan mientras cruje su armazón de acero y el recuerdo del
desgraciado monitor “Captain” se aviva en la mirada de los oficiales. Cubierta con frazadas, la
tripulación tiritaba. Carvajal ordenó doble ración de ron para todos los hombres. Sus agujereadas
vestimentas dan lástima. Con portillas cerradas, el monitor aguantó veintidós horas de braveza.
Empezaban a calmarse las aguas cuando el “Rímac” se detuvo. ¡Señal de alarma! El “Huáscar”
volvió. No debe estar lejos la escuadra enemiga. A causa del violento calaceo, el transporte había
roto las excéntricas de su máquina. Grau despachó un bote con sus maquinistas a reparar el
“Rímac”. Imposible aquí, en medio de olas de tres y cuatro metros. Sólo se pudo efectuar una
compostura provisional, para que el buque se moviera adelante y despacio. El primer jefe hizo
transbordar a su blindado treinta toneladas de carbón inglés. No pondrá al “Rimas” en peligro.
Nada daría más ímpetu a los chilenos que la recaptura de su transporte. Ordenó que se dirigiera
al Callao, exponerse a encontrar al enemigo.
No había terminado de apaciguarse el océano cuando el blindado interceptó a un
transatlántico alemán en ruta de Valparaíso al Perú. A bordo del “Ibis”, Noguera comprendió que
al comandante Carvajal sólo le interesaba conocer la posición del “Cochrane”. Dicen los
ocupantes del buque que el acorazado se encuentra en Coquimbo, el más cercano puerto a
Valparaíso, aparentemente con sus calderas averiadas.
—¿Sabe usted a quién andamos buscando, mi teniente? -el contramaestre Dueñas estudió la
expresión de Santillana. Otra vez navegaban al sur—... Al “Cochrane”.
—¿Cómo te has enterado?
—Es que el señor Carvajal anda preguntando por él.
¡El “Cochrane”! ¡iban a sorprender a la sombra tan temida! Tendrá que ser de noche y al
espolón. Un murmullo propagó la noticia a lo largo del monitor. ¡Nada menos que a cazar al
“Cochrane”!
Noventicinco millas al norte de Coquimbo, el señor Grau decidió visitar silenciosamente el
puerto de Caldera. Acaso los alemanes mentían. Según informes recibidos en Arica, el
“Cochrane” irá a reparar averías a un puerto chileno. No se expondrán a desarmarlo en
Antofagasta, varias veces visitado por los peruanos. Caldera es puerto importante y bien
fortificado. Podía haberse refugiado aquí.
Las 10 y 30 de la noche.
Lentamente el “Huáscar” se acercó a la boca del puerto. Por el buque se movían a oscuras y
sin ruido.
—Diez Canseco, vaya con el práctico y explore el fondeadero. Buscamos un acorazado.
—A la orden, señor.
—No hagan bulla, teniente.
—No, señor.
Está el “Huáscar” tan cerca de los fuertes que escuchaban las voces de los centinelas.
¡Rápido, dentro de un rato saldrá la luna!
Suavemente botaron una falúa. Diez Canseco se situó en proa. Apenas chapotean los remos.
El bote del monitor se evaporó en la oscuridad del puerto chileno mil trescientas millas al sur del
Callao.
Después asomó la luna. Bajo el lechoso resplandor saliendo por encima de la cordillera, el
oficial reconoció el fuerte “Esmeralda”, al sur de Caldera, artillado con cañones Krupp de 68.
Reman levemente, acercándose al muelle. El teniente recibe olores extranjeros: comida,
cuerpos, tierra, todo aquí es diferente. Apenas a veinte metros de distancia identifica a la barca
“Emma” y tres vapore» mercantes, uno inglés, otro francés y el último alemán. Más allá
distinguió a la cañonera francesa “Decrés”.
—Por aquí no está el “Cochrane” —susurró. Su diestra
señaló el norte.
Tampoco el “Huáscar” ha sido detectado por los vigías de La guarnición o por los cívicos
del Batallón Atacama. La falúa se deslizó a través de la bahía sin un ruido. Los peruanos
husmearon el fuerte “Prat” defendido por Armstrongs rayados de 150.
—Usted dirá, mi teniente —habló el Guardián Noguera con el aliento.
—Volvemos al “Huáscar”.
De nuevo se pegaron al sur. Salían del puerto cuando el teniente descubrió una chalanita
flotando como a la deriva. Su diestra ordenó que se acercaran. Desenvainaron cuchillos. ¡Chito!
Dos pescadores chilenos dormían en el bote. Despertaron con aquellos filos pegados a sus
gargantas. Se los llevan prisioneros. Arrastraron la chalana para abandonarla mar afuera.
Los chilenos no controlaban el susto. Cinco minutos atrás dormían abandonados a la
corriente. Ahora los conducen por la cubierta del temido “Huáscar” y el corpulento señor Grau
los contempla un rato antes de preguntar dónde está el “Cochrane”.
¡El “Cochrane”!
En Coquimbo pues.
Camarón que se duerme, rió Diez Canseco. ¡Pobres rotos! Seguirán la misma suerte que el
“Huáscar”. Si tenemos buena fortuna, han de asistir a) hundimiento de un acorazado. Después es
posible que Grau los devuelva a Caldera, encomendados ii cualquier vapor de la línea inglesa.
Denles un trago de ron y algo de comer y enciérrenlos abajo, dijo Aguirre, que sigan durmiendo.
Silenciosamente el monitor abandonaba el puerto y se dirigía al sur. Dentro de veintiún horas
tendrán Coquimbo a la vista. Si el comandante Grau consigue desfondar el acorazado, se
derrumbará el gobierno chileno.
Habían avanzado casi 75 millas cuando a las ocho de la mañana se levantó viento sudoeste.
Deben estar a la altura de Carrizal. No cesa de crecer el mar. Olas de hasta cinco menos
embestían la proa del monitor, barriendo el castillo y cubriendo la torre de combate. El viento
sonaba como un órgano a través del cordaje. Empapados marineros se aferraban a los candeleros
de toldilla, observando de reojo como aumenta el temporal.
—¡Cierren cubichetes! —gritó Aguirre. Dudaba de sí mismo. ¿Será posible naufragar por
segunda vez? Al mediodía, olas de hasta siete metros inundaban el buque.
—¡El juicio final! —se asustó el periodista Reyes.
—¡Refúgiese abajo, don Octavio! —grita Grau.
—¡Estoy bien aquí!
—¡No vaya a perderse como Cucalón! —meneó la cabeza Dueñas. Sólo en el Estrecho
soplaba el Sur con-esta violencia. Los espantados prisioneros piden a gritos que los suelten.
El gran océano se asombró. Ahora sopla un huracán de casi cien kilómetros por hora. Una
ola deshizo la falúa de estribor. A las tres y media de la tarde se rompió toda la vajilla de
oficiales. El monitor cruje, alza el espolón como si fuese al fin a resbalar y a caer de popa hasta
el fondo marino, después se va de bruces, de cabeza contra esas fosas negras que separan una ola
de otra. En lo peor de la tormenta las aguas perdían dirección. Moles cenicientas y revueltas
llegan por el espolón y también por babor y estribor y el pequeño blindado
desaparece bajo espuma y torrentes fétidos, como si esas olas succionaran podridos pantanos
submarinos. Abajo los hombres achicaban la constante inundación. Rechinan cuadernas,
retumban planchas de acero golpeadas por el mar. £1 formidable aullido del viento cambiaba de
tono al pasar por distintos agujeros. Aferrado al puente, Grau comprendió que es imposible llegar
a Coquimbo contra este temporal. Mantenían la máquina a 32 revoluciones, pero los arrastraba el
mar. Si falla la hélice o el timón se perderá el buque. Tienen que virar, aunque haya que ponerse
de costado a esas olas de seis metros.
—¡Cierren bien! —grita bajo cubierta el teniente °. Ferré. Los bandazos terminaron por
volcar los muebles. En la cámara había casi medio metro de agua —¡Achiquen rápido!
—Señor, si cerramos todo. . . —se oyó a un marinero.
—¿Qué cosa?
—. .No se salva nadie, señor.
—Aquí todos se salvan, marinero. Cumpla órdenes.
—Sí, señor.
Aseguran portas y escotillas.
—Que suba McMahon —ordenó Grau. Se mantenía sobre el puente de toldilla.
—¡Torre inundada, señor!
—¡Pañoles inundados, señor!
—¡Hagan funcionar las bombas!
Una ola de siete metros despedazó el chinchorro.
Aguirre contemplaba sombríamente esas crestas líquidas tres veces más altas que el
“Huáscar”. Quería decir que no es posible virar, mi comandante. ¡Estábamos en un monitor! ¡Se
dará vuelta, señor!
—Damnit! —comentó McMahon al ver el tamaño del mar.
—Vamos a virar. Hay que correr el temporal.
—Aye, aye!
—Cuando anuncie media fuerza por el telégrafo, quiero que espere exactamente un minuto,
¿entiende?
—¿Un minuto? ¡muy bien! —el yanqui se aferraba del cordaje. Volvió a calcular la
importancia del huracán —Hay una posibilidad en cien de lograrlo, comandante.
—Así es, Samuel —por el chubasquero de Grau chorreaba espuma —Confío en usted.
—¡Buena suerte!
Todos abajo. Señor Aguirre, tome usted el timón de cómbate. Sí, mi comandante. -Señor
Ferré, conmigo. Sí, mi comandante. Dueñas, váyase de aquí. Todos bajo cubierta y cierren
escotillas. El contramaestre gruñó escalera abajo, nadie más que el primer jefe y su ayudante
quedan sobre cubierta en toldilla, no permitas Dios que se los lleve el huracán.
Casi las seis. No es la noche lo que empuja esta oscuridad Urna de ceniciento resplandor. Es
la sombra misma: el peso del viento y los chubascos arrastrados con velocidad de flecha, la
completa opacidad de este mar que ni siquiera es negro sino apenas profundo y desprovisto de
color.
—Olas de veinte pies, mi comandante.
—Hum. A las seis en punto viramos.
Encerrados dentro del monitor, tripulantes y oficiales se sostienen unos a otros. El
amontonamiento de cuerpos agriaba el aire sin calentarlo. Sus cuerpos empapados dan tiritones.
Nadie se queja. Ladra, en fin, gran lobo marino. Si me hubiesen dejado matarlo, mascullaba
Dueñas. Palacios sonrió a Távara: te apuesto cinco soles a que volvemos a Arica, matasanos. Y
luego mostró todos los dientes con una sonrisa divertida: si pierdo, lo pago en la otra. ¿Dónde
están esos cantores? Muy bien muchachos, a gritar más fuerte que el viento, cántense todos un
"Guerra a Chile” con música del Himno Nacional. Oiga mi teniente, usted está loco, cómo
vamos a cantar si nadie está de humor, meneó la cabeza Rentería. ¡Quiero oírlos bien fuerte, o
nadie toma ron una semana!
Si a la guerra peruaaanos nos llaaama
la chileeena insolente altiveeez
indignaaaada la Patria se inflaaaama
y a sus hijos recueeerda el deeeber
Pero el huracán sofocaba sus voces. ¡Las seis en punto! ¡No escucho! como usted diga, mi
teniente. ¡A las armas! ...
si el ingraaato chileno
hoy altiiivo al combate se apreeesta
y al aceeento de paz nos conteeeesta
descargando terrible el caaaañón
Cantaban a voz de cuello.
En el puente a punto de ser arrancado de cuajo por el temporal, Grau empujó la manija del
telégrafo de órdenes. La campanilla tensó a McMahon. Tan violentas sacudidas parece que
derribarán sus calderas. Clavó los ojos en su reloj. Cincuenta segundos. Dentro de una cortísima
eternidad pueden irse a pique. ¡Y si
Chiiiile a la guerra nos llaaaama/ gueeerra a muerte tendráaa esa nación/ ¡Gueeerra a
muerte! ¡Al claaaamor de la Paaaatria!
—¿Listo, señor Aguirre? —gritó el primer jefe por el tubo de órdenes.
—¡Listo!
Las seis y uno.
—¡Ahora! ¡Diez a babor! ¡Diez a babor!
Comenzó la virada. El balance y el cambio de velocidad derribaron a los hombres que
cantaban enfurecidos. ¡Se acabó! - gimió el periodista Reyes. La tormenta los empujaba sobre la
banda de babor y ahora el “Huáscar” daba saltos prodigiosos mientras pierde tenazmente el
equilibrio. Se aflojaron remaches dejando pasar el mar a presión. Bajo cubierta se apagaron todas
las lámparas. El balance disparaba muebles y utensilios magullando a marinos y soldados. Tres
aspirantes y el contador sostenían al segundo jefe mientras empuña la rueda en el punto ordenado
por Grau. No se escucha llegar más órdenes desde el puente. A ciegas soportan la caída ahora de
costado al huracán. Resbaló de los Heros y encima suyo cayó Carvajal y sobre ambos el
practicante Canales. Los cuerpos se amontonaban y retorcían y aullaban.
El capitán de navío Grau sabe que todo depende de la cautelosa fuerza de su hélice. Atado al
puente, lo mismo que Ferré, contempló llegar una avalancha marina. ¡Veinticinco pies! El
teniente °. sacudió la cabeza. Esa ola acabará de volcarlos. Tan escorado a babor marcha el
monitor que el mar inunda y destroza los botes de esa banda.
—¡Cinco grados más a babor! —gritó Grau por el tubo.
Aquel último movimiento de timón permitió vencer la curva antes de que llegara la gran ola.
El desmoronamiento del mar auxilió a enderezar el blindado, empujándolo por popa.
Una oportunidad en cien, sonrió McMahon. ¡Demonio de Grau! ¡Lo había conseguido! En
la sala de máquinas los ingleses reían abrazándose. ¡Salvados!
Las seis y cinco.
—¡Enmiende el timón, señor Aguirre! ¡La virada ha terminado tío! ¡Rumbo NNE!
Empujados por la tormenta volaban a quince, tal vez a dieciocho nudos. El “Huáscar” dejó
de balancearse. Sólo a ratos una ola inunda la toldilla y el buque cabecea con un crujido.
—Se malogró la galleta, señor —informa Pineda. El pañol se inundó, también arruinó la
mitad de la provisión de frijol.
—Hagan café y repartan ron.
—Sí, mi comandante.
Grau entregó el mando a Elías Aguirre y bajó a inspeccionar los daños bajo cubierta.
Después fue a la empapada cámara de oficiales.
—¡Medina! —llamó al grumete —Por favor, mi tónico. ¿Hay heridos, Santiaguito?
—Todos contusos —el cirujano tenía un moretón en el rostro.
—Podríamos estar ahogados —una súbita rabia comprimió mis mandíbulas —¡Qué buena
suerte tienen estos chilenos! ¡venirlos a ayudar un huracán!
Los proyectos de hacienda
(Editorial de “La Opinión Nacional”)
El señor Químper ha sintetizado su programa en estos dos propósitos: evitar la emisión de
papel y procurar el restablecimiento del curso metálico.
Con tal objeto ha expedido ya algunas resoluciones y presentado al Congreso la fórmula de
otras llamadas a completar su plan.
—Entre las primeras tenemos:
—Pago en plata de los derechos aduaneros;
—Repudio de toda deuda anterior al °. de abril;
—Suspensión de la amortización de los títulos consolidados y un préstamo del Banco
Garantizados. Éntre las segundas figuran hasta ahora:
—Impuesto de 2 por ciento sobre el capital en sus diversas formas y colocaciones;
—Impuesto de 10, 5 y 6 por ciento respectivamente a la moneda sellada, mineral o barra de
plata y numerario extranjero que se exporte; y
—Autorización para un empréstito de 500,000 libras esterlinas.
He allí la combinación.
Según ella, todo el secreto consiste en cobrar y no pagar, o, lo que es lo mismo, en hacer que
las arcas públicas recauden y no devuelvan. Es claro que así se pueden acumular fondos, pasando
a los gendarmes la dirección de las finanzas.
Pero tal sistema mata toda esperanza de volver al curso metálico, porque este beneficio será
obra de la confianza y del crédito, dos elementos heridos de muerte con las medidas que
analizamos. Si el comercio sabe que lo espera la guillotina, restringirá sus operaciones. Si el
capital advierte que a él se exigen todos los sacrificios, apresurará su expatriación. Si el trabajo
comprende que se le absorben las fuentes de sus recursos protectores, se cruzará de brazos.
La guerra no excusa ni menos justifica tales procedimientos, porque entonces seríamos
nosotros mismos los que nos la hiciéramos con una obcecación desastrosa.
En casos semejantes al nuestro, todas las naciones han seguido diversa regla de conducta,
dejando al porvenir algo de la tarea reparadora.
Rechazo del Plan Químper
Mira arriba abajo al Ministro Químper, compone calmadamente sus escritos, espera el
senador García Calderón la venia de la presidencia para empezar su juicio sobre el plan de
hacienda levantado el bloqueo de Iquique por la escuadra chilena, el Vicepresidente La Puerta
aprovechó la atmósfera de victoria peruana para presionar a los diputados a que hicieran la paz
con Químper.
Ahora tenía que contraatacar el Perú. Ahora necesitaban más armas y soldados. Ahora
exigía el viejo General armonía con el Ejecutivo. La influyente bancada civilista estuvo al fin de
acuerdo: el Ministro asistiría a un debate de asuntos hacendarios y de paso contestará a la
interpelación de Malpartida y Cudlipp. Con esto cesó la avalancha de oficios que quitaban
tiempo al atareado señor
Químper. Mientras tanto, la comisión principal de hacienda del Senador decide si otorga o
no su apoyo al Ministro de Hacienda. García Calderón tiene la palabra.
—La guerra en que injustamente nos hallamos comprometidos no puede ni debe terminar
pronto
—afirmó el senador
—El Perú necesita no sólo la cesación inmediata de las hostilidades en su territorio,
resultado que ha obtenido con su denuedo y esfuerzo. ..—se refería al fin del bloqueo de Iquique
—. . .no sólo la desocupación del territorio boliviano, que no tardará en alcanzarle, sino la
reparación de los agravios que se han hecho a las repúblicas aliadas y las garantías para ambas de
un porvenir sereno y exento de todo peligro de nuevos ataques. Y esto no se puede obtener sino
con una guerra pertinaz y de larga duración. Para ella, el proyecto del Gobierno carece
absolutamente de importancia.
Por el rostro de Químper cruzó una veloz sombra de disgusto. . ¿Nada de lo hecho servía al
país? Ante los ojos líquidos del honorable senador García Calderón, ¿qué significan los
batallones y su único agujereado par de botas de infantería en el abrasado Tamarugal? ¿Y qué,
los friolentos marineros con una sola frazada que van en la "Unión" rumbo al invierno en
Magallanes? ¿De qué sirvió recaudar dinero a como diese lugar para pagar sueldos y soldada de
modo que las familias de los combatientes no pasaran hambre y humillaciones? García Calderón
se opone a los impuestos y la guerra no lo ha hecho cambiar de opinión. Su preámbulo
pronunciado ron voz de barítono basta para adivinar qué piensan los senadores del plan de
hacienda. Dice el honorable García Calderón que es laudable y en extremo simpática. .. —¡en
extremo simpática!—... la iniciativa del Gobierno de restablecer la moneda metálica, pero que no
cree posible volver al estado anterior a 1873! en las finanzas públicas.
—¡En extremo simpática!
—Químper se revolvió en su sillón
—Obedeciendo a esa voz severa prescrita por la verdad, el Congreso ha dicho a la Nación
que la inmediata reaparición del metálico era imposible —la voz de barítono se curva, crece, se
expande hasta rincones cuchicheantes, flota como una burbuja pegándose a la cúpula del
edificio—, que éste había emigrado del país por cambios radicales introducidos en la
organización económica del país, que el papel moneda había sido impuesto por la fuerza de las
circunstancias, que mientras estas no se modificaran los billetes fiscales serian un mal necesario,
que para librar de él a la Nación no había otro camino que preparar un porvenir de abundancia y
entretanto dar al país garantías de pago del billete circulante, aumentando al misino tiempo la
emisión hasta donde fuese posible. Cediendo a esta convicción el Congreso dictó la ley relativa a
la emisión de billetes, creó impuestos especiales para amortizarlos y autorizó al Gobierno a
aumentar la emisión...
Ahora el honorable García Calderón clava su acuosa mirada en el Ministro que se propone
hacer innecesaria una nueva emisión de billetes, desobedeciendo así la ley que el Gobierno
mandó cumplir. ¿Y cómo se propone este Ministro al margen de la ley evitar la multiplicación
del papel? El influyente senador resumió: imponiendo al comercio la obligación de pagar en
plata los derechos de aduana, prohibiendo la actual libre exportación de pastas de plata y, en fin,
organizando esa expoliación bajo un impuesto del 10% a la moneda nacional, del 6% al oro y la
moneda de plata extranjera y de 5% a los minerales de plata que salgan de la república en
cualquier forma: barras o pastas.
—Para convencerse de que todas estas medidas son tan ineficaces para su objeto como las
que se refieren a crear recursos inmediatos para la guerra, basta tener presente que en 1871, es
decir en la época de mayor abundancia metálica de la república y en la que el cambio sobre
Europa se cotizaba a 45 peniques por sol, principió la emigración del numerario y el Congreso,
por ley del 16 de enero, gravó con 3% la exportación de moneda y el Gobierno fue más lejos,
dictando la resolución del 10 de marzo que prohibió absolutamente la exportación de burras de
plata y de moneda sellada. Más tarde, en 1873 se quitó la prohibición de exportar y se restableció
el derecho de exportación que ha continuado rigiendo desde entonces —el honorable García
Calderón apuró unos sorbos de agua y contempló de nuevo a Químper como si le repasara una
lección —¿Y han producido estas medidas el resultado que se esperaba de ellas, esto es, el de
estancar dentro de la república la moneda circulante? —el ¿senador dio unos golpecitos en su
escaño—La respuesta la tenemos en la emisión de papel moneda hecha para reemplazar el
numerario que emigró salvando o eludiendo las barreras que se Crearon para detenerlo.
Químper se frotaba el mentón, con la mirarla extraviada en el recuerdo de urgentes
estadísticas de guerra.
—Respecto de la plata —prosiguió García Calderón el Gobierno ha prohibido la
exportación de una mercadería que es de libre comercio y ha quebrantado la ley de 1871.. .
Francamente Químper cree que habría que meter presos a quienes desfondan al país en
guerra al amparo de leyes de paz para trasladar sus bienes al extranjero. El país necesitaba
moneda de plata porque sus billetes no sirven para comprar armas en Nueva York ni para
auxiliar a cónsules y agentes confidenciales impagos desde abril, ni para fletar vapores o
asegurar el tránsito de pertrechos a través de Panamá.
. . .a esto se agrega que la detención de la plata por medio de prohibiciones o impuestos
perjudica al país, porque esa plata, junto con los demás artículos que producimos o explotamos,
como azúcar, lana, salitre, guano y otros, sirven para pagar en el extranjero los artículos de
importación de nuestro consumo. Si disminuimos nuestras exportaciones, las importaciones
tendrán que nivelarse forzosamente con ellas, pero como la ley no puede jamás extinguir las
necesidades humanas, mientras éstas no desaparezcan, La demanda de los artículos de consumo
quedará vigente y su precio será exorbitante, con daño de los habitantes de la república. . .
Hace dos días, Pareja y Compañía sacó del Perú un cajón de plata sellada. La Casa Weiss, lo
mismo. Mister Larke, un talego. V Mavila, un cajón. Y R. Pérez y Cía., un cajón. La Casa
Conroy, tres talegos. ¿Qué entró al país? Champaña de Frédéric Gratieu, vino de Burdeos a
granel, dos mil botellas de Pommard y Volnay y Hermitage y Nuits y Chambertin, todo
consignado a don Teodoro Kant. Y 60 sacos de arroz para el comerciante Capurro. Y cien
frascos de azogue y dos cajones de opio para la Casa Ludowieg. Y dinamita, fulminantes y
parafina consignados a C. M. Schroder y Cía. Y 40 barriles de ron para Dall’Orso y Cía.
Químper creía más útil para los fines de no perder una guerra y acabar conquistados y
depredados por Chile, que el Gobierno manejara toda esa plata para orientar las importaciones a
la compra de armas y pertrechos militares. Un año o dos, los limeños podían beber agua o
cerveza nacional o puro de Ica y vestir la misma ropa. No era mucho sacrificio a cambio de la
salvación del país.
—.. .siguiendo el camino opuesto, es decir, dejando libre la exportación de los productos
nacionales y procurando el aumento de los artículos de exportación, el cambio podrá volver a su
antiguo estado y por ese sólo hecho el billete tendrá crédito, y la circulación metálica estará
fundada en su verdadera base, que es el aumento de la producción, y no en medidas violentas y
artificiales, como las propuestas por el Gobierno, que sólo producen el efecto de aprisionar el
dinero hasta que se le abre la puerta legal o ilegal por donde recobra su libertad mercantil. . .
Químper casi perdió interés en la exposición que aquella grave voz operática desarrolla ante
complacidos senadores.
—.. .si el impuesto es injusto y pesado, la recaudación lo hace de tal manera odioso que ésta
sola razón, a falta de otras, bastaría para condenarlo. Los grandes propietarios, únicos que por el
momento pueden disponer de gruesas sumas, pagarían el impuesto sin dificultad cuando se les
cobrara. Pero estos son pocos en el país y la riqueza nacional está fraccionada en un gran número
de pequeños propietarios, los cuales no pueden disponer en el acto del dos por ciento de sus
capitales. Esta gran mayoría resistiría al impuesto, no por falta de voluntad para ayudar al
Estado, sino por material imposibilidad de prestarle auxilio. Entonces, señores... —la voz osciló
como una catástrofe sobre los honorables senadores—...o la bayoneta del soldado abrirá las cajas
de los que no paguen o las cárceles abrirán ambas puertas para los que no hayan podido pagar. . .
En cuanto al préstamo contratado con el Banco Garantizador, era contrario a la ley pero, en
fin, habría que aceptarlo. El senador García Calderón terminó el informe de la comisión principal
de hacienda anunciando a la Cámara Alta que rechazaba en su totalidad el plan Químper.
Ataque nocturno
A las siete y cuarto de la noche del miércoles 6 de agosto el “Huáscar” volvió a entrar
silenciosamente en Caldera.
—Teniente Santillana, inspeccione la bahía —ordenó el primer jefe del blindado. Cincuenta
horas duró el temporal. Nadie pudo dormir a bordo del monitor desde el martes. Las cámaras se
habían inundado. Távara temió que se desencadenara una epidemia de catarros. Al amanecer
concluyeron de achicar los sollados. Tal inundación malogró la mitad de los víveres. Sirvieron
un desayuno de tacu-tacu, café y ron a oficiales y tripulantes. Después Grau ordenó insistir en la
travesía a Coquimbo. Soplaba el huracán con violencia parecida a la víspera. Aunque corriendo
el temporal desandaron 200 millas, valía la pena intentarlo otra vez. Con seguridad los enemigos
ignoraban el viaje del monitor.
Pero no consiguieron vencer el tamaño de ese océano, ni amainó el viento en la mañana
como Grau esperaba. Hubo que efectuar otro viraje de flanco a olas de seis metros, esta vez más
cerrado y poniendo proa a tierra. Cerca de Caldera disminuyó la fuerza del temporal. Ahora en el
puerto, contemplaban la ciudad bien iluminada. Hasta las ocho y media permanecieron frente a
los fuertes que ignoran la visita del blindado. Junto a Grau, el teniente2°. Diez Canseco estudia el
puerto con el anteojo y va dictando objetivos.
—¡Los descubrieron! —se agrió Ferré. Vio parpadear señales en el faro. De inmediato
campanearon a rebato en la ciudad.
—Todos en sus puestos de combate —Grau acariciaba su paleto en el puente todavía
empapado. Santillana busca al transporte “Lamar”. Se lo llevarán a remolque o lo hundirán en su
fondeadero. Casi a las nueve regresó Santillana.
—Hay un vapor en el puerto, mi comandante, pero está muy oscuro y no se puede saber si
es chileno —informó el oficial.
—Vamos a entrar —anunció el primer jefe —Avante, un tercio.
El “Huáscar” cortó despacio las aguas de Caldera, casi raspando las baterías que
permanecieron mudas. Al fin reconocido el monitor, el Fuerte Esmeralda disparó un cañonazo.
—¡Viva el Perú! —respondió la infantería de marina en toldilla.
—¿Zafarrancho, mi comandante?
—Pura pólvora —dijo Grau. Nada más propagaban la alerta. Las luces de la ciudad se
apagaron de pronto. Aquella oscuridad.se pobló en tierra de tambores y ladridos, cornetas y
campanas.
—¿Qué esperan? —murmura Rentería subido en la cofa.
—No quieren pelear —gruñó el aspirante Valle Riestra empuñando la Gatling.
—Bien, ahí está —dijo el comandante Aguirre. El monitor se acercaba a un vapor inmóvil y
a oscuras. La verdad, es imposible identificarlo.
Habrá que abordar.
—comandante Carvajal... vaya a reconocer ese buque.
Su secretario de Estado Mayor asintió con un movimiento de cabeza. Arriaban una falúa. El
aspirante Tizón y el sargento Reten embarcaron. Aquella sombra cercana al muelle donde se
escucha conversar a soldados enemigos, puede ser el final de su travesía. Con los Remington
listos se acercaron a popa.
—El “Valdivia” —dijo Carvajal: un vapor de la Compañía Inglesa. A bordo encontraron al
Vicecónsul británico que creía más prudente dormir bajo los colores de Su Majestad que en
territorio beligerante.
—¿No lo sabe aún, comandante? —parpadeó el funcionario —Hace varios días que
levantaron el bloqueo de Iquique. Carvajal despertó a los pasajeros. Algunos dieron informes. Sí,
el “Lamar” estaba en Caldera, sólo que muy pegado a tierra y amarrado al muelle donde hay
poco fondo.
Dos horas husmeó el “Huáscar” ese fondeadero en busca del enemigo. Llegó a ponerse a
veinte yardas del desembarcadero, tan cerca que desde el castillo oían a los chilenos como si
conversaran a bordo. Ha cesado el repique de campanas, pero a intervalos se escucha redoblar
tambores en los fuertes.
—Atrás —ordenó el primer jefe. Imposible dar esta vez con el vapor chileno. Acaso lo
hayan varado —Señor Ferré, que traigan a los prisioneros.
Los pescadores de Caldera subieron a cubierta sin descubrir que están en casa.
—Los voy a soltar—informó el comandante Grau.
—Muchas gracias, señor. ¿Dónde estamos? .
—¿Cómo? ¿no reconoces? ¡Esto es Caldera! —bufó Rentería a media voz.
—Señor Alfaro —el jefe del “Huáscar” pasó por alto el cachondeo del marinero que vigila
con un
rifle. —Por favor, señor Alfaro, hay que cancelar a nuestros pasajeros. ¿Se tomó toda su
pesca, verdad?
—En efecto, mi comandante.
—¿Cuánto cree usted que valía?
—Cinco soles me parece un cálculo generoso, señor.
—Deles siete. En plata, señor Alfaro.
Los chilenos se despidieron efusivamente cuando los abandonaron en un lanchón portuario.
¿Se da usted cuenta, señor Carbajal, como han de sentirse estos hijos de Caldera? —sonrió
por el puente el periodista Reyes.
Están dormidos, los suben a un barco enemigo, los llevan a pasear por una tormenta de
cincuenta horas, los regresan a casa, les pagan su pescado y chau. . .
—Avante, a dos tercios —ordenó Grau.
El blindado salió humeando de Caldera sin que el enemigo se moviera en sus fuertes.
A las dos y treinta de la tarde siguiente, el “Huáscar” entraba en el nuevo puerto de Taltal.
Contemplan los marinos numerosos edificios en construcción. Casi todas las casas son de
madera, con techos de zinc. Contaron siete lanchas en la bahía.
—Barca alemana “Annie Brener”, barca alemana “Meteore”, goleta guatemalteca ‘‘Adelina
B” y el inglés “Coquimbo” —identifica el teniente °. Ferré a los neutrales en la bahía.
—Señor Palacios, vaya usted a tierra y notifique que vamos a destruir las lanchas.
—Han varado botes —comentó Ferré todavía pegado al anteojo. Pudo ver otras
embarcaciones hundidas entre dos aguas. Bajó rápidamente hacia el portalón —¡Enrique!
—¿Sí? —se volvió Palacios.
—Ten cuidado, me parece que nos están esperando.
Palacios guiñó un ojo y partió en la falúa.
Una solemne comisión de doscientos vecinos avanzó por el muelle a recibirlo.
—¿La capitanía de puerto? —indagó el oficial tan pronto desembarcó.
—No hay, excelencia —se excusó un viejo.
—¿La primera autoridad política?
—Por aquí, excelencia.
Los chilenos rodeaban al oficial llenos de aparente cortesía. Echaron a caminar bajo el sol.
Pronto comprendió Palacios que lo llevaban fuera de la población.
—Un momento, un momento —al teniente2°. le provocaba echarse a reír: ¡qué tales
pillastres! He dicho que quiero ver a la autoridad política, no que vine a dar un paseo con
ustedes, caballeros.
—Verá usted, excelencia, el señor Gobernador está en el cementerio.
—¿Y por qué abandonó su oficina?
—El mismo dirige la construcción de nuestro camposanto, Tendencia.
—¿Y queda lejos?
—Más allá de esa loma, excelencia.
—Bien, vamos. Y dejen de llamarme excelencia.
Seguido por una procesión de enemigos, Palacios se apuró por un camino de tierra. A medio
kilómetro de Taltal no vio más cosa que un tambo. Conseguían demorarlo.
—¿Y el señor Gobernador?
—Más allá.
Estaban frente al tenducho.
—Si dentro de cinco minutos no aparece el Gobernador, regreso al “Huáscar” y a lo mejor...
—el oficial sacó su reloj y echó una mirada al tambo
—¿Aquí venden cerveza? Yo invito, caballeros.
—De ninguna manera —protestaron los chilenos —Usted de nuestro invitado.
—No, no puedo aceptar, ustedes entiendan.
—No está en el Perú, señor oficial.
—Bueno, caray, tampoco estamos en Chile.
—Pase usted, pase usted.'
—Yo pago.
—De ningún modo. Pagamos nosotros.
—Faltaba más.
—¿Un cigarrillo, señor oficial?
Grau observó Taltal con el anteojo. ¿Dónde cuernos 9e ha metido Palacios? Oiga, Ferré,
Melitón, hagan sonar la sirena otra vez. ¿Será posible que lo hayan tomado prisionero? Retumbó
el pito del blindado llamando al oficial de parlamento. Nada.
—Teniente Santillana, reúna todas las lanchas para hundirlas tan pronto aparezca Palacios.
—Sí, mi comandante.
Diez minutos pasaron.
—Caballeros, debe retirarme —Palacios liquidó otra cerveza fría. Acaba de enterarse de la
irrevocable renuncia del Almirante J. Williams Rebolledo a la jefatura de la escuadra y de su
remplazo por el viejo capitán de navío Galvarino Riveros. ¿Y quién manda el “Cochrane"?
Habían trasladado al comandante Latorre de la pequeña “Magallanes” al puente del acorazado.
Palacios se preocupó. De verdad perdía mucho tiempo. En ese momento se presentó el
Gobernador. Ropa sucia de tierra y fúnebre semblante parecieron confirmar cierta afición por los
mausoleos
—Comunico a usted que vamos a destruir todas las lanchas que hay en el puerto.
—Hagan lo que gusten —dijo la autoridad. Desde que llegó el “Huáscar" telegrafiaba
pidiendo a su escuadra que se apurara —Sólo ruego que no intenten desembarcar. Me verían
obligado a rechazarlos.
—Señor oficial, llévese unas cajas de cervecita a bordo.
—No, no. Muy amables, pero no es posible. Con permiso.
La falúa de Santillana arrastraba botes apiñándolos en medio de la bahía.
—Lo traen como al Señor de los Milagros —descubrió el comandante Aguirre a través del
anteojo —Un tipo francamente popular.
—¡Humo a la vista! —anuncia el vigía.
Dos gruesos penachos se apuraban hacia el sur. Palacios saltó a tiempo al bote que esperaba.
Los playeros chilenos corrían tarde para atraparlo. De nuevo se oyó la sirena del monitor
llamando a sus oficiales. Santillana varó las lanchas enemigas y se apuró de regreso. E1 blindado
lo recogió casi
arrancando mar afuera.
A las cuatro de la larde reconocieron los buques: “Blanco Encalada" e “Itata” apuraban
maquinas a quince millas de distancia.
¡A escapar otra vez!
Rumbo oeste hasta vencer la punta sur del puerto. Rumbo sudoeste durante veinte minutos.
Rumbo sudsudoeste hasta que anocheció.
Tan pronto se sintió protegido por la oscuridad, Grau ordenó poner proa a tierra.
—¡A toda máquina! —apretó los dientes—, ¡Guarnición, lista para abordaje!
—¿Vamos a embestir?
Precisamente, señor Ferré —su voz adquiría una frialdad que el ayudante conocía bien.
Calcula que navegando al sur, cerca de la costa, los buques chilenos han de ponérsele a la cuadra
dentro de unos minutos. A toda fuerza por más de dos millas, el espolón de su blindado abrirá
cualquier coraza que se le ponga delante.
—Listos cañones de 300 —anunció Diez Canseco.
—Listos cañones de 40 —habló de los Heros.
Ametralladora preparada, señor —dijo Retes.
—Guarnición en sus puestos —se oyó al capitán Arellano.
Noche arriba, horizontal, líquida, atrás, a proa, en el puente la negrura, en todas partes
chapoteo de mar ahora manso, vuelto lo mismo que el cielo turbio, que la costa opacamente
igual: navegan a todo vapor y en silencio, a ciegas acometiendo la línea por la que han de pasar
los vapores enemigos. Colisión en cualquier momento: junto a la rueda de combate, Elías
Aguirre observa su reloj, calcula cuanto falta para llegar a las rompientes. Si es que antes no
choca el “Huáscar" contra un buque enemigo, a tientas debe ordenar el viraje lejos de las playas.
Todo el buque convertido en proyectil, la tripulación se sujeta para soportar el encontronazo. Si
no han modificado su rumbo al sur o disminuido su velocidad, los chilenos se encuentran ahora a
500 yardas del espolón, llegando por babor. Ei señor Grau no despegó los labios. En la muerte
sin color ni estatura, Dios. En la cimitarra hundida hasta el puño en el vientre del enemigo, en la
agonía burbujeante, en esa oscuridad que crece mojada y por la que han de penetrar en busca de
rojas calderas y espantados fulgores de naufragio, en la batalla, Dios. A diez millas por hora, las
mil setecientas toneladas del “Huáscar" pesan mucho más que bombas de 300. Pueden sajar,
voltear al acorazado chileno. Acaso sea la última oportunidad. Encuentro posible, a100 yardas.
Ahí va el “Blanco Encalada"—se calosfrió Ferré. Llegaban tarde. El acorazado se va por
estribor. Pero atrás avanza el “Itata.
Los vigías chilenos ni se enteraron.
—Lo agarraremos por popa, señor.
Grau calla con sus grandes manos aferradas al puente.
El “Huáscar” cruzó exhalado las aguas de timón del vapor chileno, a cinco yardas de su
casco. Fracasó la embestida. Ni “Blanco Encalada” ni “Itata” se irán al fondo esta noche.
—Rumbo noroeste —ordenó Grau con voz apagada —Y que descanse la tripulación.
Ataúdes de los Estados Unidos
Precios desde 5 hasta 500 soles
Kinast y Ca. en la casa nueva (cerca del Telégrafo) esquina calle Unión y Moquegua, frente
al Convento de Jesús María.
Stock limitado.
Carta del Comandante Grau
Monitor “Huáscar”
Al ancla en Arica, agosto 12 de 1879
Sr. D. Manuel Tovar
Director del diario “La Sociedad”
Mi respetado doctor:
Obligado, pues, me dirijo a U. para hacerle presente mi profunda gratitud a los nobles y
generosos sentimientos que por mí abriga, como a la vez suplicarle salude en mi nombre a sus
estimables compañeros de la prensa y suscribirme su agradecido amigo y seguro servidor.
Miguel Grau
Hoy, gran debate
—Tiene la palabra el señor Ministro de Hacienda.
—Muchas gracias, Su Señoría. —Químper juega con un lápiz, descubre una sorna al acecho
en el salón, recuerda a los preocupados integrantes de la comisión de Hacienda reunidos en el
ministerio, nada más habría que cambiar de nombre al impuesto, que sea a la renta en vez del
capital y estaremos de acuerdo, hace unos minutos que el Senado escuchó el dictamen en
mayoría cambiando de opinión: está bien, apoyamos al señor Ministro, póngase un impuesto del
20% a la renta de todos los peruanos a ser cobrado por una sola vez —Deseo, honorables
senadores de la república, contestar las observaciones hechas por el inteligente senador por
Arequipa, y deseo ser el primero por la circunstancia muy notable de haber sido el más
maltratado en esta cuestión.
—Sólo García Calderón no cambió su dictamen en minoría y mantiene su oposición al plan
de Hacienda: nada de impuestos por ahora, más bien impriman billetes.
—Los tres puntos principales del discurso de mi honorable y antiguo amigo son los
siguientes: primero, el impuesto obtendrá ingresos insuficientes; segundo, su tasa es exagerada y
su recaudación difícil y hasta ultrajante; y tercero, mí estimado amigo ha presentado la emisión
de billetes inconvertibles como el único remedio en la actualidad. Seré rápido para contestar. En
cuanto al monto de los ingresos que producirá el impuesto a la renta, debo decir que el señor
García Calderón está equivocado. Desgraciadamente no hay en el Perú un descuento que nos de
los datos necesarios para calcular con exactitud el monto de un impuesto a la renta. No existe
catastro. Y nadie se extrañe de que no exista catastro porque, la verdad, no existe en ninguna
parte —ignora el murmullo, abandona el lápiz sobre la carpeta, echa una mirada a sus apuntes.
—En Francia se organizó un catastro por cincuenta años y el resultado es notablemente
imperfecto. El de Estados Unidos ha avanzado con lentitud. Tenemos pues que atenernos a los
datos esta, dísticos, que también son incompletos. Sin embargo, a pesar de la pobre información
que poseemos sobre capitales desarrollados en nuestro propio país, el Gobierno calcula que llega
a un total de mil millones de soles. Mi honorable amigo el señor García Calderón cree que no
pasan de 400. He ahí la diferencia de criterios. Según el honorable senador, el impuesto
producirá 4 ó 5 millones. El Gobierno estima que ha de producir 20 millones. . . —en su escaño
García Calderón meneaba la cabeza, sonriendo del optimismo de Químper—... Colocándose sin
embargo el Gobierno en el caso de que esta contribución no produzca lo necesario para atender a
los gastos de la guerra, ha pedido dos autorizaciones complementarias.
La primera se refiere a contratar un empréstito de 500,000 libras esterlinas, en el interior o
en el exterior. No creo realizable el préstamo en el extranjero por el estado en que se encuentra
nuestro crédito. Pero con motivo de la lamentable condición del erario, mientras he manejado el
Ministerio de Hacienda he tenido ocasión de tratar con grandes capitalistas del país y tengo la
satisfacción de decir que en todos ellos he encontrado la mejor buena voluntad para contribuir al
sostenimiento de la guerra. Así es que lo más probable sería realizar el empréstito dentro del
Perú. La segunda autorización se refiere a modificaciones en los contratos del guano y del salitre,
que no son de ejecución inmediata. En cuanto a la segunda parte, es decir, a lo excesiva de la tasa
y a la dificultad de su cobro, me parece que su señoría exagera. Una contribución del 20 por
ciento sobre la renta en el Perú, pagadera por una sola vez y para objeto tan sagrado como es la
guerra, me parece, por decirlo en términos simples, bastante módico. ¿A cuánto asciende el
impuesto a la renta en países de gran desarrollo? En Italia, por ejemplo, la contribución empezó
en el 14 por ciento y en 1870 ya se había establecido en el 28 por ciento, como un impuesto
permanente, no como un impuesto para satisfacer necesidades de guerra, como un sacrificio. En
Inglaterra y Francia las contribuciones que pesan sobre los ciudadanos son del 22 y 23 por ciento
respectivamente.
El Perú, señores, ha sido un país excepcional en el mundo: ha estado acostumbrado a vivir
sin impuestos. ¿Por qué? Porque tenía la renta del guano y después porque tenía el salitre. Ahora
no tenemos ni lo uno ni lo otro y además estamos en guerra. Llegó, pues, el momento de imitar al
resto de naciones del mundo y de pagar impuestos. Yo entiendo que la tasa del 20 por ciento
sobre la renta en el Perú no es exagerada, y que no habrá necesidad de gendarmes para cobrar el
impuesto, como cree el honorable García Calderón. En cuanto a la última parte de su discurso,
que presenta la emisión inconvertible como único remedio que salve las circunstancias, siento
mucho que un hombre de la inteligencia de mi estimado amigo no haya encontrado otra solución,
conociendo como conoce las disposiciones de la ciencia, el sistema de contribuciones en las
demás naciones y la manera como todas ellas viven. Es recurso ciertamente pobre acudir al papel
moneda, recurso que se le ocurre a cualquier comerciante minorista. ¿No hay plata, no hay
pastas, no hay moneda metálica? Pues emítase papel, envíese fichas a la circulación. No hay
necesidad de gran inteligencia para proponer esta medida. Mejor es, sin duda, la solución
ofrecida por el dictamen en mayoría: una contribución del 20 por ciento sobre la renta, que ha
sido fácilmente aceptada en el resto del mundo. Ahora bien, ¿por qué en el Perú no se ha de
hacer lo mismo?
—Tiene la palabra el honorable señor García Calderón.
—Señores representantes: al dirigir esta tarde la palabra a la Cámara, me parece haber
demostrado, de manera inequívoca, que la contribución del 20 por ciento sobre la renta de todos
los capitales y propiedades existentes en el país, no dará en ningún caso la cifra que de ella
espera el señor Ministro de Hacienda —habla con calma, confirma que están vacíos los escaños
de los senadores que suscribieron el dictamen en mayoría, ha de ignorar Químper que los
senadores volvieron a cambiar de opinión y que nadie defenderá el plan de Hacienda, no importa
el documento que aconseja apoyarlo—. Yo desearía de buen grado que ese convencimiento que
abriga el señor Ministro de Hacienda hubiera podido pasar a mi ánimo en virtud de su discurso,
pero, desgraciadamente, él no ha hecho más que decirnos lo que son sus apreciaciones intuitivas,
sin darnos ningún dato que compruebe la evidencia de sus cálculos. Dice el señor Ministro de
Hacienda que los capitales llegan a mil millones y que el impuesto producirá veinte. Los cálculos
hechos por mí y después por las comisiones de Hacienda del Senado, nos permiten estimar los
capitales en 400 millones. No se trata de una aproximación intuitiva. Hemos comprendido en
nuestros cálculos las haciendas de azúcares de toda la nación, que forman lo más saneado e
importante de la propiedad agrícola del país; comprendimos todo el capital circulante en la
república, representado por certificados de salitre, cédulas de deuda interna, billetes de emisión
de bancos, papeles de sociedades anónimas, etcétera; y sumando todas las cifras hemos llegado a
250 millones. ¿Qué otra cosa nos queda, señores? Veinte departamentos en la república.
Calculando el valor de cada uno en diez millones, tendremos doscientos millones que, sumados a
lo anterior, dan poco más de los cuatrocientos millones que había calculado. Si pues la cifra que
indico es la más aproximada y 1$ base de que parten mis cálculos es la verdadera, como
consecuencia natural, lógica e inevitable puedo afirmar que la contribución no dará la cantidad
suficiente para atender a los gastos de la guerra —un murmullo de aprobación se esparce por el
Senado, descansa brevemente la voz del honorable
Garría Calderón, rasca el mentón, humedece los labios, contempla al imperturbable doctor
Químper, a los honorables representantes de la bancada civilista que triunfa —El señor Ministro
propone una contribución de tasa alta y de difícil y vejatoria recaudación. Para defenderla, el
señor Ministro nos ha dicho que él veinte por ciento sobre la renta es relativamente poco en un
país rico como el Perú y ha invocado Su Señoría el patriotismo de la Nación. Recordó también
que en los países más adelantados de Europa se pagan impuestos más altos que el propuesto por
la mayoría de la comisión de Hacienda —de nuevo pausa el honorable García Calderón: la
mayoría que suscribió el dictamen no ha retornado a sus escaños, el doctor Químper quedó
nulo—Todas sus razones no bastan para convencerme. No me convence el precedente de que las
naciones de Europa hayan adoptado el impuesto a la renta. En materias económicas tengo para
mí que lo hecho por un pueblo no siempre debe imitarlo ciegamente otro. Para seguir servilmente
lo que hacen otros pueblos, sería necesario que las circunstancias económicas de dos países
fuesen iguales en un momento dado. Pero como tal igualdad no existe, cada pueblo tiene que
amoldarse a sus circunstancias porque en eso consiste lo que se llama política. ¿Cómo se nos
exige una contribución del 20% sobre la renta? ¿cómo se exige semejante impuesto en un país
donde la vida es tan cara, donde el agricultor paga a precio de oro los jornales, dónele los
derechos de importación tienen tan alta tasa, y donde el arancel de aforos como la tarifa aduanera
se ha aumentado en 25 por ciento? ¿En un país donde la industria es naciente y deficiente?
¡Imposible, señores! —rompieron aplausos en el Senado. García Calderón secó el sudor que
corría en gotitas por su frente —Yo digo también que el Perú es un país excepcional, que ha
vivido mucho tiempo sin impuestos, pero Su Señoría deduce de allí la necesidad de echar de una
vez todos los impuestos sobre el pueblo. Yo deduzco la necesidad de establecer los impuestos
progresivamente, a fin de que este pueblo, que no está acostumbrado a exacciones, empiece a
contribuir poco a poco, y una vez que haya empezado, se aumentará la tasa del impuesto hasta
donde sea posible que lo soporte. He ahí por qué dije y sostengo que el impuesto, tal como se
presenta, no es más que una declaratoria de guerra a la Nación peruana, en atención a que su
recaudación se hará con las armas en la mano. En pocas palabras, es contribución que tendrá que
hacer efectiva el gendarme, cobrándola a bayonetazos.
—Se da por discutido el proyecto —habló el Presidente del Senado. Muy bien, se acabó. El
señor Químper debe retirarse antes de que empiece la votación. ¿Los señores senadores que estén
a favor del impuesto a la renta? Quince. ¿Los que estén en contra? Veinte.
—Pido que conste que he votado a favor del impuesto —habló el honorable Morales
Alpaca.
Los demás proyectos presentados por el Ministro Químper se rechazaron por unanimidad.
Dos bodas en Lima
El Excelentísimo Christiancy llegó a las nueve en -punto a la residencia de los Castagnini.
Dedicó una sonrisa a difusas abuelastras de encaje y entre caballeros de fracs rabilargos atravesó
el espeso vaho nupcial de aquel enorme salón floreteado con nardos, muguete, jacintos y
azucenas. El Plenipotenciario de Estados. Unidos debe desdoblarse esta noche para atender a dos
bodas que absorben a la poderosa colonia anglosajona en Lima. Dejó para después la celebrada
en casa de Michael Grace, adonde acordó con Sir Spencer Saint-John que el Ministro de
Inglaterra iría por delante. Mientras avanza a colocarse en segunda fila, Christiancy saluda a
caballeros enfrascados en cuchicheantes transacciones que interrumpen para sonreír y acercársele
con modales cancillerescos. La orquesta de dieciocho profesores arrancó a tocar una marcha de
Dall' Argine, seguramente elegida por los parientes italianos de la novia. Con experto ojo
diplomático, Christiancy prestó poca atención al canónigo doctor Julio Zárate que empezaba a
unir en católico matrimonio al joven Minor Keith Meiggs con la pálida Emilia Rossignol,
flanqueados por sus padrinos don Juan Meiggs y doña Matilde de Castagnini. El Plenipotenciario
escudriña al General Mendiburu cerca del honorable diputado Pflucker, al banquero Derteano
vecino a su socio el diputado Hoza, al edecán de S.E. el Vicepresidente y al honorable
Malpartida cuchicheando con don Miceno Espantoso, presidente del respetado Club Nacional.
Rumores de una grave crisis financiera y la posible bancarrota de por lo menos un banco, se
deshacen bajo la brillante iluminación multiplicada por prismas de cristal y espejos. Tampoco
parece la capital de un país en guerra. Christiancy saluda al Ministro de Francia y al
representante de Costa Rica, adonde pasado mañana viaja Minor Keith a contratar un ferrocarril
del Atlántico a la capital San José. ¿También emigraban los Meiggs? Su poderosa Compañía de
Fomento y Obras Públicas, que emitió papel moneda cuando la crisis del metálico en tiempos de
Pardo, está hoy paralizada. Los herederos de don Enrique se esfuerzan por traspasarla al Estado
peruano para que se convierta en Ministerio. Tampoco para Christiancy es un secreto que al
General La Puerta lo disgusta el simple recuerdo de Henry Meiggs. Si esta noche ha enviado su
edecán, será en atención a la señorita Rossignol.
Un estremecimiento de chiffón y muselina anunció al diplomático que la bendición del
Altísimo había descendido sobre los novios. Extendió una impecable sonrisa profesional cuando
la orquesta emprendió la Marcha Nupcial de Mendelssohn y Minor Keith y su enfermiza esposa
salieron al patio y al comedor donde resplandecía el buffet. El saludo a los parientes embarazó
un rato a mister Christiancy, que tironeaba levemente sus propias barbas de chivo en señal de
impaciencia. Al fin logró acercarse a la recién casada, a quien saludó en nombre del Presidente
Rutherford Hayes, de la Unión y de su propia persona. Bebió dos copas de champaña mientras
negros todavía carimbados, trajeados de librea, atendían el buffet remplazando de prisa agotadas
viandas y fuentes con delicias de convento. Aunque noche de invierno, el calor de los cuerpos
hacía mariposear abanicos en derredor del Plenipotenciario que salió de a pocos hasta su calesa y
ordenó que lo llevaran a casa de los Grace. A la misma hora en que un expósito fue descubierto
en el número 98 de la Pileta de los Huérfanos y en que los bomberos de la Salvadora corrían a
través de la ciudad para apagar un incendio en el Callejón de Romero, el Plenipotenciario de
Washington recibió un caluroso apretón de manos de Michael Grace. Hace media hora aquí se
casaron por el rito anglicano la pelirroja Margaret Elliot y el caballero William 11. Smythe,
amigos íntimos de la familia. Aunque irlandeses de origen, los Grace habían afincado en Nueva
York y San Francisco sus negocios comenzados en el Perú. Elisa, Helen y Margaret Grace
recibieron a Su Excelencia en el salón y lo llevaron a saludar a los recién casados. A los diez
minutos Christiancy volvió sobre sus pasos a conversar con Grace.
—He oído que hay dificultades financieras —comentó el diplomático dudando entre el
robusto paté de pigeon á la an- glaise que el propio Grace se servía y el foie gras á la
strabourgoise traído para la fiesta.
—Oh, bueno. Usted sabe. A los bancos les gusta emitir moneda por su cuenta —Grace
sonrió como si fuera inevitable. En el salón empezaban a bailar.
—Nada nuevo. No creo que sea realmente grave. En el Perú todo parece tener arreglo.
—Imagino, Michael, que habrá usted considerado la posibilidad de. . . —mister Christiancy
se dejó tentar por los petits jours á la Potnpadour. Hincó dientes basta sorber relleno de crema de
almendras bajo una delicada costra de moca y fresa. Mmm. Al Plenipotenciario le habían
recomendado controlar su afición por el dulce
—no nos debemos comprometer demasiado. Como nación, por supuesto. Posiblemente el
Perú, hum, no consiga.
—ahora recogió un puñado de pastilles d la fleur d'oranger—...usted entiende, Michael. Esos
torpedos pueden irritar a Su Excelencia el presidente Pinto —añadió con un murmullo—: Lo
mejor es no ser conspicuos.
—¡Conoce su negocio, mi querido amigo! —rió Grace —¡Hola, caballeros!
—Le decía al señor Derteano que prefiero el Volnay al Pommard, ¿usted qué opina, mister
Christiancy? —don Miceno Espantoso introdujo sus dedos en una fuente de petit pains de faisans
glacés e ignoró que el Plenipotenciario se encogía de hombros.
—Me dicen que este año producirá borgoñas mediocres. ¿Qué sabe usted, Michael? A
propósito, ¿no le dije que el 76 sería de vinos ligeros pero muy perfumados?
—Sí, claro, por supuesto —el señor Grace se inclinó a cuchichear órdenes en la oreja de un
mayordomo —No he escuchado nada aún de las cosechas actuales. ¡Buenas noches, señor
Candamo!
—Ruego disculparme, es una noche muy atareada, ¿verdad, mister Christiancy? —el
Presidente del Banco del Perú, que sigue en importancia al Banco Nacional del Perú del que
Derteano es presidente, saludó a Grace —Sí, sí. Ya felicité a los novios. Dejé la fiesta más
agradable para el final.
—Agradezco su fineza, señor Candamo —Grace apreciaba el atrevimiento del joven
banquero en los negocios —Espere un momento —impidió que se sirviera champaña. El
mayordomo volvía con dos botellas de burdeos —Tal vez le interese probar este vino que he
reservado para don Miceno.
—¡Vaya, qué delicia! —exclamó el influyente- señor Espantoso examinando el marbete del
Cháteau Lascombes —¡Me halaga usted, Michael!
—Del quince —sonrió Derteano —A mi gusto, el mejor año de todos.
—¿Acepta una copa, Manuel?
—Y también dos —sonrió Candamo sin dejarse arrastrar por el entusiasmo de don Miceno
—¿Y usted? ¿qué beberá el cauteloso enviado de Estados Unidos?
—Lo mismo, claro —de pronto Christiancy se sintió un poco desnudo. Reunió confites de
violeta y jazmín en la palma de una mano y se dedicó a escuchar.
—No sé si es bueno para el borgoña, pero será un buen año para el azúcar —decía Derteano.
—Bienvenido, señor Ministro.
—Señor Grace, me felicito de poderlo acompañar en una noche tan feliz —el General
Mendiburu dispensó un efusivo abrazo al anfitrión.
—El buen chablis es de Vaudésirs, aunque el de Grenouilles es fino, un poco nervioso. Aquí
lo traen de Bougros, ¿bastante vulgar, no? —hablaba don Miceno.
—Sirva, por favor —ordena Grace al mayordomo. Se volvió a susurrar al señor
Espantoso—: Le enviaré una caja, mañana.
—¡Ah, mi gran amigo!
Candamo eligió un dulce.
—Hermosa fiesta —dijo al Plenipotenciario —Y, sin embargo, por ahí avanza la guerra.
—Estaba pensándolo, señor Candamo. Usted es la primera persona que parece recordar la
guerra esta noche.
—¡Formidable! —paladeó don Miceno—¡Verdaderamente formidable!
Viaje al Estrecho
Catorce días después de haber zarpado de Arica, la desabrigada tripulación de la Unión
avistó la boca occidental del Estrecho de Magallanes. Ahorrando carbón han navegado a vapor y
a vela. A las 3 y 30 de la tarde del 13 de agosto recogieron trapos y a media máquina cortaron la
mar gruesa en busca del refugio elegido por García y García: una ensenada entre Westminster
Hall, el cabo Parker y la costa sur de Tierra del Fuego. Aquí sólo hay ocho horas de luz en
invierno. El cordaje se recubría de escarcha. García y García, del Portal y Salaverry
contemplaron llegar la lívida noche subpolar, preguntándose si habrán llegado a tiempo para
apoderarse de las armas chilenas. Pese al cauteloso consumo de combustible, las carboneras
están casi vacías. Usarán bandera de Francia en sus andanzas por el Estrecho. Arrancó a llover.
Aparte del vaivén del océano, nada se mueve en este paraje donde termina el continente. Los
hombres se refugiaban en derredor de media docena de estufas en los sollados o se pegaban a la
tibia sala de máquinas.
A las siete de la mañana demoraba la luz. García y García paseó el puente helado antes de
ordenar máquina avante. Ah, este marino olor a vulva, toda esta leche salada jaspeando el mar,
dibujando remolinos y ondulaciones sobre el azul sin fondo aparente, tal vez el frío, acaso lo
empinado de la esfera, latitud que se desploma, algo excita el hedor a marisco que prevalece
sobre el crispado vaho a tierra y a bosques. Tan delgado el aire, la cauta respiración de los vigías
al cabo ensangrentaba sus narices, como un polvillo de vidrio rompía sus labios sin saliva. Es el
viento lo que acuchilla a los marinos y sus orejas transparentes. García y García golpea una
contra otra sus manos enguantadas con cuero insuficiente, pisotea cubierta para reanimar
sensaciones de sí mismo, averiguando si-está ahí su propio extremo. De conocer, conocía bien
las aguas del Estrecho. El 14 de agosto sorprendió a la corbeta cutre montañas tapadas de nieve,
cuyas faldas con bosques de pinos y fresnos de gran estatura caen abruptamente hasta el borde
del mar.
Pero nadie más surcaba las aguas de Magallanes. Visitaban un país desierto, bajo un sol
distante, color yema de huevo. Aprovechaban la mansedumbre del océano para limpiar cañones
y preparar la nave para combate. Al anochecer largaron ancla en Bahía Borja. El primer jefe
rehusaba dormir. Soplando contra el hueco de las manos para que el aliento calentara su nariz,
paseó cubierta a rulos contemplando el cielo atiborrado de estrellas, titilante, inflándose de luz,
vivo como una respiración. Aquí acaba la tierra conocida, lo verdaderamente sólido y
mensurable, cuanto es lógico y tiene color, temperatura por encima del vacío. Hasta aquí lo
dentado y previsible, tierra firme, la que no cambia de apariencia, distante de esas islas azules
desamarradas de sí mismas, las enormes bestias de hielo empujadas a ninguna parte por la
corriente. Esto es el extremo austral, boscoso y solitario del mundo que por ahora nos importa. El
frío taladra esas rocas que se elevan casi dos mil metros por encima de rugosos pinos cansados
por el peso de la nieve. Nada aquí reposa acostado. Tierra graznadora, hirsutas montañas
tensadas por algo que puede llegar. Algo va a suceder, como un tiempo que regresa con todo su
rencor recién desenterrado. Después llovió diez horas y García y García se refugió en su cámara,
impacientado por la noche interminable. La doble guardia de vigías se empapaba en las cofas,
atenta a canales y a las aguas esta noche mansas del Estrecho.
—Es posible que el New Castle haya podido pasar antes que nosotros. . . pero el Glenelg —
antes de beber café, García y García calentaba sus manos en la taza de latón —El Glenelg debe
estar cerca.
—¿No cree usted que los chilenos se hayan dado cuenta de nuestra ausencia? —preguntó
Salaverry.
—No importa —opinó del Portal —Mandarán una corbeta, tal vez una corbeta y un
transporte armado. Sólo la "O'Higgms" y la "Chacabuco" están en condiciones de hacer el viaje,
¿verdad?
—Podemos pelear —dijo García y García. Las corbetas enemigas tienen artillería superior
pero no importa —Seguiremos hacia el Atlántico. Propongo recoger información en Punta
Arenas.
Sus oficiales estuvieron de acuerdo.
Atrás los canales de Long Reach y Crooked Reach, la corbeta peruana progresa despacio por
estrechuras rodeadas de hielo. A las once de la mañana del viernes avistaron canoas. Se
acercaban aborígenes de Tierra del Fuego agitando una bandera de Chile.
—Parecen chinos —comentó José Rodolfo del Campo, corresponsal de El Comercio de
Lima. Después se rectificó—: Son mucho más feos.
—Dese cuenta —dijo del Portal —Las mujeres reman y vienen desnudas.
—Sus críos también están peladitos.
—Untan todo su cuerpo con grasa de foca —explicó Garría y García —Esas canoas son de
cuero. Y ahí dentro llevan una estufa que también sirve para cocinar. No les tengan lástima.
Están más abrigados que nosotros. Son indios alacalufes.
—Lo creo —dijo Salaverry dando diente con diente.
—¡Vengan! ¡Arriba!
—¡Suban!
Los pintarrajeados alacalufes conocían bien los usos navales. Tres hombres pestilentes
treparon a saltos hasta cubierta.
—No, no. Esa bandera ya no sirve —suavemente del Portal toma el pabellón chileno y en su
lugar entrega a los indios un pabellón peruano—. . . Perú, ¿entienden?
—Claro que entienden —rió García y García —A ver, digan conmigo: ¡Viva el Perú!
—¡Viva el Perú! —gritaron los salvajes.
Les regalaron dos tarros de manteca y una lata de galleta. Aceptaban en medio de
cuchicheos guturales. El jefe de Los aborígenes hizo después un ademán de fumar.
—Cigarro —dijo —Cigarro.
—¿También quieres trago? —sonrió García y García —¿Ah? ¿Glugluglú? —hizo la mímica
de beber y los indios asintieron con rostros llenos de felicidad —Muy bien, pues. Los vamos a
corromper.
. . ¡Señor Salaverry! Obséquieles tres cajas de cigarros y tres garrafas de ron. ¿Y han pasado
muchos buques por aquí, ah?
—Mucho buque —estuvieron de acuerdo los alacalufes.
—¿Buques de guerra? ¿cómo éste?
—Mucho buque, mucho buque.
—Son unos bandidos —comentó del Campo.
—Bandidos, muchos bandidos —asintió el jefe.
Los oficiales carcajeaban.
—Dales su tabaco y su ron y que se vayan —García y García se sintió impaciente por
continuar viaje —Adiós, adiós. Ya saben, ¿ah? ¡Viva el Perú! Muestren bien la bandera.
Los observaron partir en sus canoas vivando al Perú y emborrachándose con ron de
Lambayeque. La Unión continuó por canales que brillaban como espejos. A media hora de
navegación avistaron cabo Forward y, al norte, cabo Gallant.
—Aquí suele cambiar el viento bruscamente —recordó del Portal —Será preferible no
demorarse. La extensa noche del sur se les venía encima.
—Dos tercios avante —dijo García y García —Fondearemos en San Nicolás.
Amoratados tripulantes intercambiaban la poca ropa de invierno que hay en la Unión para
cumplir sus guardias. Antes de zarpar, discretamente García y García pidió prestado en Arica
cuanto pueda abrigar decorosamente a sus oficiales. Hasta el General Prado entregó parle de su
vestuario. Se mueven ahora por el puente con una cómica variedad de atuendos, con sus
insignias sepultadas por lanas civiles o capotes con llamativos emblemas de artillería o de
General de División. Cinco soldados de la guarnición enfermaron de pulmonía. Tres veces
cambiaban suelas a los botines de la Columna Constitución. Sólo pantalón y liviana cotona es la
vestimenta entregada a los marineros hace cuatro meses y medio. El dril de la infantería de
marina no basta para calentar cuerpos en esta región de nieves. Hay quienes bajan a revivir un
rato en la sala de máquinas y que ascienden de a pocos a cubierta, cuidándose del colapso
pulmonar a la vez que conservando calor bajo la piel. Los puños de García y García golpean el
puente. ¿Hasta cuándo van a pelear en estas condiciones? ¡Si al menos encontraran al Glenelg!
El 16 de agosto el jefe de la segunda deshecha división ordenó dirigirse a Punta Arenas, al
norte del Estrecho. Cumplían tres días en aguas de Magallanes sin avistar humos, Ha de haber
pasado el New Castle, pero el Glenelg debe estar próximo a llegar. Saldrán a esperarlo en el
Atlántico después de recoger informes en el territorio disputado por Chile y Argentina. Frente a
la bahía de Fresh Water los vigías anunciaron súbitamente que hay vapor a la vista.
—¡Al fin! —se alegró el comandante —¡Todos a sus puestos! ¡Zafarrancho de combate!
Hizo humo la Unión cortando el paso al vapor que de inmediato izó pabellón alemán.
—De la Kosmos —se quejó del Portal —Es el Sakkarah.
¡El Sakkarah! Dentro de cuatro días tocará en Valparaíso y la Unión estará descubierta.
Pasajeros neutrales saludaban alegremente a los peruanos. La corbeta despachó una falúa con un
teniente a practicar registro. El vapor había salido de Hamburgo el 10 de julio. Ningún informe
se obtuvo de sus tripulantes y pronto los buques se separaron en direcciones opuestas.
A la una y media de la tarde avistaron Punta Arenas. Aquello había sido una colonia pernal
chilena, depositada sobre bajos y una estrecha pradera cortada en dos por un río empinado y
ruidoso. La Unión entró con bandera francesa.
—No hay fuertes, señor —Salaverry pasó el anteojo a del Portal.
—Pues aquí hubo cañones de 150 al comenzar el año.
—Deben habérselos llevado a Antofagasta —gruñó García y García enfocando su propio
largavistas. A pesar del pabellón francés los reconocieron desde tierra. A los cerros huía la
guarnición de cuarenticinco soldados. Empujaba carretas el vecindario, vaciando casas y
negocios antes de que empiece un cañoneo.
—Un pailebot neutral, seis lanchas y un pontón, mi comandante.
—¿Pontón chileno?
—Sí, señor.
—Vayan a capturarlo. Necesitamos carbón.
—¡Bote de tierra, mi comandante!
Se acercaban agitando los colores de Inglaterra.
Mister Reynolds, cónsul de Su Majestad, encabeza la comisión de extranjeros residentes en
Punta Arenas. Imploraban que no destruyesen su ciudad. García y García dijo que no teman, que
no es costumbre peruana cañonear lugares indefensos, que si no los hostilizan no habrá
represalia, que si obtienen la información buscada se irán pronto, que desea comprar víveres
frescos, que pase usted señor cónsul, que le invita un coñac o una taza de té, que qué raro, se han
llevado los cañones de 150 enviados a Punta Arenas cuando se agravó la crisis con Argentina.
Mister Reynolds prefirió un coñac, sabe usted comandante, el "Loa" recogió la artillería
Armstrong antes de escoltar al "Glenelg" rumbo a Valparaíso. Es de incumbencia del consulado,
igual que en el caso del New Castle, porque ambos son buques británicos y transportaron armas a
un país beligerante: mistar Reynolds está perfectamente enterado de las protestas diplomáticas
del Perú. ¿Y cuándo pasó el "Glenelg"? Diez, doce días atrás, señor comandante. Del Portal
había conseguido periódicos chilenos que informan el fin del bloqueo de Iquique. Una vez que
mister Reynolds volvió a tierra y que la corbeta embarcó 105 toneladas de carbón tomadas de la
barcaza chilena y víveres seguramente vendidos al doble de su precio por los comerciantes
extranjeros, García y García revisó sus instrucciones. Habrá que volver a vela, guardando
combustible para el caso de un combate. Aquí ya están descubiertos. Vaya uno a saber cuándo
aparecerá otro vapor con armas para Chile. Evidentemente el "Glenelg" tuvo suerte en su
travesía: vientos a favor o aguas en calma lo ayudaron a pasar el Estrecho antes de lo previsto.
Acaso el Huáscar a toda máquina hubiese logrado interceptarlo al sur de Valparaíso. También el
monitor habría agotado sus carboneras a menos que lo acompañara un transporte. García y
García consideró que, sin la corbeta, Grau no tiene compañía y que a la vela pueden tardar hasta
un mes en volver a Arica. Regresamos, ordenó.
El gran fraude del Banco Nacional
Dueño de una hacienda azucarera y de grandes negocios de importación y exportación,
Dionisio Derteano cayó en cama la noche del viernes 22 de agosto cuando en la Cámara de
Diputados pidieron sesión secreta para ocuparse de un fraude en el Banco Nacional del que era
presidente. Quince días atrás, tres nuevos directores del Banco más grande del país habían puesto
al descubierto una emisión ilegal los billetes de la que tenía vagas sospechas la Junta de
Vigilancia Fiscal. Los bancos privados lanzaban papel moneda a la circulación, previo convenio
con el Gobierno que los avalaba y establecía el monto de cada emisión. Los inspectores fiscales
tenían la pista de que el Banco Nacional ha puesto en movimiento más billetes que los
autorizados, es decir, que había falsificado su propia moneda. Los directores Lecca, Cox y
Correa ofrecieron a la Junta de Vigilancia que conseguirían pruebas del fraude a cambio de
apoyo para evitar la quiebra de la institución. En aquella reunión de directorio, Derteano cambió
miradas con los gerentes Oyague y Clímaco Basombrío y decidió decir la verdad: desde
noviembre de 1875 hasta febrero de 1877 habían puesto en circulación 2.186.000 soles en
billetes fuera de la emisión legal, cuya cuenta se llevaba en libros confidenciales. Sólo algunos
directores estaban enterados.
—¡Pero es un delito! —protestó Correa.
—Se ha recogido ya 706.000 soles —dijo Derteano —El Banco tuvo que contribuir al
empréstito de 18.000.000 que benefició al Gobierno.
Acababa de mejorar la cotización del sol en dos peniques, una recuperación del 12.5 por
ciento. Químper contempló al pequeño amable potentado que había dado generosas donaciones
al fondo de la guerra. Ahora el señor Derteano informa que hay un agujero de por lo menos
1.360.000 soles en el primer banco del país. ¿Así que todos estos meses en que el Gobierno se
cuidó de no emitir billetes para defender la cotización de su moneda en Europa, ha estado
moviéndose más circulante que el permitido por la ley?
—Es mucho dinero —dijo el Ministro de Hacienda. ¡Qué tales vivos! ¿Y ahora le vienen a
pedir ayuda? —Imagino que los accionistas tienen como devolverlo inmediatamente.
—Ni siquiera podemos sostener el banco si se produce una corrida que nos deje al
descubierto.
—¡Vaya! ¡agradezco su franqueza! —Químper observó a los demás directores del Banco
Nacional que acompañaban a Derteano —Me está usted diciendo que, si el Gobierno no
interviene, el banco tendrá que declararse en quiebra.
—Un verdadero desastre.
Ya lo creo que sí, bufó Químper. Se llegue o no a un acuerdo financiero para asegurar la
devolución de los billetes al Gobierno, tendrá que intervenir la Justicia. Por ahora el Ministro
calcula las consecuencias que puede tener semejante descalabro financiero en Lima. Si se
sospecha que hay más papel moneda en circulación y que el Gobierno no tiene forma de
averiguar exactamente cuál es su exceso, si alarmados vecinos empiezan a desprenderse de los
billetes, si en consecuencia sube el precio del oro y la plata, si además los peruanos empiezan a
retirar sus depósitos de todos los bancos que han emitido billetes, si a la preocupación de la
guerra se añade el pánico de una quiebra de bancos, el país carecerá de recursos para cargar sus
rifles dentro de una semana. No tenía otro camino que arreglar secretamente la devolución del
papel moneda ilegal antes de denunciar los hechos al Poder Judicial.
—¿Cuánto pueden devolver? —Químper se metió en su sillón de Ministro —Ahorita.
—Tal vez se consiga medio millón —calculó el gerente Basombrío.
—Hay valores con que garantizar la diferencia —dijo Derteano- —Además no olvide usted,
señor Ministro, que el Gobierno nos debe tres millones.
—Les daré quince días —concedió al fin Químper —Después intervendrá la Justicia.
La noche del viernes, el Ministro de Hacienda acudió a la sesión secreta a petición del
honorable diputado Adán Melgar.
Químper explicó que el Ejecutivo consideraba el fraude desde dos ángulos: una acción civil
conducente a garantizar los intereses del Gobierno y de los particulares; y la acción criminal a
que necesariamente debían ser sometidos los autores de semejante abuso. El Banco Nacional ya
había devuelto 600,000 soles. Entregaba importantes documentos y empeñaba buenos negocios
para garantizar la cancelación del saldo en doce mensualidades. Las principales condiciones del
arreglo consistían en que al año de haber recibido el Gobierno el importe total de una emisión
clandestina, se entregaría a la Comisión de Vigilancia la suma de 1’360,000 soles para que esta
verificase el canje de billetes que la constituían. El Ministro explicó que mientras tanto podría
destinarse esos fondos a los gastos de la guerra. Pidió completa reserva hasta que se terminara de
asegurar los intereses del Gobierno y de correntistas. Después, dijo, se podrá abrir juicio penal a
los responsables del fraude. Los señores diputados estuvieron de acuerdo en guardar el secreto.
Volverían a sesionar a la una de la tarde del domingo, para discutir la acción del Gobierno.
Químper prometió que estaría presente.
A las ocho de la mañana del sábado, una frenética muchedumbre golpeaba las puertas del
Banco Nacional. ¡Va a quebrar, saquen su dinero! ¡Ladrones! A las diez, el pánico inflaba el
precio de la plata. El Banco del Perú y el Banco de la Providencia suspendieron sus operaciones
hasta nuevo aviso. Químper bufaba. El propio diputado Melgar echaba a correr la alarma.
Cuando se le vació la caja fuerte, el Banco Nacional tuvo que echar a los clientes y cerrar
sus puertas. Al mediodía del domingo, ciento once lívidos accionistas se reunieron a sesionar en
su edificio en penumbra. Presidía el señor Correa, que no había pertenecido al directorio en la
época de las emisiones ilegales. Derteano continuaba enfermo. Tampoco asistió el gerente
Basombrío. Cox y Lecca, también integrantes de una comisión que por ahora administra la
institución, se sentaron a los lados del presidente de la junta.
—Bien, señores: la comisión se entendió con la Junta de Vigilancia, entregándole los libros
confidenciales en los que se registran las emisiones extras, como caritativamente se las llama —
explicó Correa —También nos entrevistamos con el señor Ministro de Hacienda, conviniéndose
que el Banco pagará la totalidad de las emisiones extras en la siguiente forma: 600,000 soles que
acaban de ser devueltos y 760,000 en doce mensualidades de 74,000 cada una.
—Tengo la impresión de que el Banco está en quiebra —desesperó un accionista —Ayer no
pudo atender a los correntistas.
—Es preciso que ustedes comprendan la verdadera situación: dos grandes negociados han
absorbido gran parte de nuestro capital —habló Correa —El del guano de Mauricio, en el cual
tenemos la cuarta parte, y el del salitre, en el que hemos comprometido enormes sumas. Ambos
son brillantes negocios, aunque no por el momento. De ellos tiene el Banco que reportar
importantes provechos que compensen nuestras angustias actuales.
—El directorio actual, que cree haber cumplido honrosamente su deber y que, por desgracia,
se ve, sin culpa, colocado en el lugar de los acusados, no puede hacer más que resignarse —dijo
el director
Cox—. . .aceptar, si la tiene, responsabilidad, y decir con entera lealtad y franqueza que el
Banco cuenta con los medios de satisfacer todos sus compromisos.
—Veo que en los documentos que acaban de leerse, se alude a un exceso de emisión en
época en que yo era director —carraspeó don Miceno Espantoso —Nada recuerdo sobre el
particular y no comprendo cómo pudo hacerse sin la anuencia y acuerdo del directorio. Que se
examinen las actas de aquella época...
—En el libro especial reservado de esa emisión reservada —interrumpió Correa—hay una
partida, la primera, de 500,000 soles, que está firmada por el señor Espantoso.
Don Miceno volvió a su asiento mientras se levantaba un murmullo.
—No queremos hacer inculpaciones a nadie —dijo Lecca —Ni es el momento ni a nada
conducen. Pero sí queremos que la verdad sea conocida por todos, para que se deslinde la
responsabilidad de cada cual. Si en los libros de actas constara que se había sobrepasado el
monto de la emisión legal del Banco, el hecho habría sido averiguado por todos los directores
que han venido después de la emisión extra.
—The American Bank Note Co. fabricó los billetes del Banco Nacional del Perú —
intervino el accionista Moses —Todos sus trabajos han de haber sido facturados. No me parece
difícil averiguar cuanto papel moneda se recibió y cuánto permaneció sin moverse de la bóveda.
Leyeron el balance del banco.
—Como se ve, es una institución solvente —dijo Correa —Aunque en el acto no podemos
disponer de los capitales necesarios para hacer frente a nuestras obligaciones de cuenta corriente
y depósitos, en los negocios en que estamos interesados y en cuanto hemos prestado, tenemos de
sobra para atender a los acreedores y reembolsar a los accionistas parte de su inversión.
—¿Puede decirme qué significa esa fuerte partida de documentos a plazo indeterminado que
figura en el balance? —indagó el señor Luna.
—Deudores sin garantía —replicó el presidente de la junta de accionistas —Pero el actual
directorio ha conseguido, en virtud de acuerdos ventajosos para el Banco, arrancarles escritura .
—¿Están garantizados todos los créditos a favor del Banco? —desconfió el accionista
Dockendorff.
—Casi todos tienen garantía. El del señor Schell, por ejemplo, está ahora respaldado por una
hipoteca de su hacienda en Trujillo.
—Ha llegado el momento de que los señores accionistas mediten seriamente la resolución
correcta —dijo el presidente luego de una pausa —No se trata sólo de salvar nuestros intereses
sino de evitar al país una conmoción de tremendas consecuencias.
---La Compañía Salitrera debe 1*491,862 soles por capital —se oyó al accionista
Heudebert.
—¿Y en su cuenta corriente?
—En letras debe 841,700 soles —dijo Correa —Aprovecho para señalar, con toda
franqueza, que el Banco se ha comprometido más de lo razonable en los dos negociados que
mencioné.
—¿Y qué sucedería si no pudiésemos seguir poniendo dinero en el negocio del guano de
Mauricio?
—El mismo señor Heudebert puede responderse.
—El señor Calderoni acaba de entregar 10,000 libras esterlinas —intervino Lecca.
—Parece que ese negocio empieza a rendir utilidades.
—¿Qué ha hecho el directorio para atender a los correntistas? —dijo Luna.
—El directorio procuró conseguir ayer la insignificante cantidad de 500,000 soles. La
solicitamos a varios fuertes capitalistas, ofreciendo en garantía nuestra participación en dos
grandes negociados. Y también la pedimos al señor Ministro de Hacienda, no en gracia a los
accionistas sino por los grandes intereses nacionales que comprometería un descubierto en
nuestro Bancó. El señor Ministro pudo ordenar que se nos diera, con las garantías necesarias,
500,000 soles de los que tiene la Junta de Vigilancia.
—¿Y qué sucedió?
—Ni los capitalistas ni el Ministro accedieron a nuestras pretensiones.
—No veo otro remedio que liquidar —opinó el accionista Reed —Falta confianza, es decir,
no hay crédito. Y un banco no puede existir sin crédito.
—La liquidación, sin antes atender a la satisfacción de nuestros compromisos de momento,
nos acarrearía una investigación judicial —dijo Correa —Eso traería la pérdida completa de
nuestros capitales.
—Continuar es imposible —opinó el señor Porras —Debemos salvarnos de la intervención
judicial.
—¿Y quiénes son los responsables de esta emisión extra? —preguntó el accionista Farfán.
—En los documentos que fueron leídos está bien claro —dijo Correa —El señor Derteano
manifiesta que algunos directores de aquella época tuvieron conocimiento.
—Ya se ha dicho que la cuenta se llevaba en un libro especial que estaba al alcance sólo de
ciertas personas —dijo Cox.
—¿Quiénes son?
—¡Sí, debemos saber! ¿Quiénes son?
—Puedo asegurar que oficialmente no ha habido emisión especial y por lo mismo yo no me
he enterado —protestó don Miceno Espantoso.
—En los libros de contabilidad de la emisión autorizada del Banco no hay el menor indicio
que haga sospechar la emisión extra —explicó Lecca—.Se llevan con exagerada escrupulosidad.
Es en el libro particular donde consta el exceso de emisión y de la existencia de ese libro tenía
conocimiento el señor Espantoso.
—Puedo asegurar que de esa otra emisión nunca se ha tratado en directorio —insistió don
Miceno.
—El señor Espantoso firmó la partida de 500,000 soles de emisión extra en un libro especial
que no era el de la emisión minorizada. El señor Espantoso conocía que esos billetes se lanzaban
privadamente a la circulación —dijo Correa.
—Era práctica que cada director diera recibo por los billetes que llevaba a firmar —se
defendió don Miceno —Probablemente los señores directores han visto uno de esos recibos.
Se oyeron risitas malhumoradas.
—Bueno, yo deseo saber si mañana abre el Banco —dijo el accionista Luna.
—Deseo preguntar a mi vez a los letrados aquí presentes: ¿puede el Banco abrir dentro de
tres o
cuatro días y reiniciar sus operaciones? —el presidente esperó opiniones.
—El Banco debe abrir mañana —replicó el accionista Zavaleta —O pagamos una cuota del
5 por ciento o sacrificamos uno de los grandes negociados para conseguir fondos. Hay que
resignarse: los tiburones se comen siempre a los peces chicos.
—Ya hemos intentado ese sacrificio —respondió Correa —No hay quien quiera hacer la
operación.
¿Por qué no reunimos a los acreedores y pedimos plazo? —se oyó al accionista Dubois.
—Siempre habrá necesitados que exijan el pago inmediato de sus créditos y si no podemos
servirlos, nos declararán en quiebra —replicó Correa.
—Propongo una cuota extraordinaria —dijo el accionista Montero.
—Si mañana se presenta un cheque al Banco y no es pagado inmediatamente, una hora
después estamos en quiebra —advirtió el accionista Arenas.
—El Banco Nacional está en quiebra —opinó el accionista Basadre —Y el único medio que
yo vislumbro de salvar la situación es ponerse de acuerdo con el Gobierno, para que,
hipotecándole la parte que nos toca en el negociado del salitre o del guano de Mauricio, nos
preste la cantidad suficiente para salir de ahogos. El Gobierno debe hacerlo, porque no se trata
simplemente de salvar al Banco Nacional sino a todas las instituciones de crédito.
—Lo primero que debe hacerse es nombrar una comisión que hable en el acto con el
Presidente de la República y el Ministro de Hacienda y les manifieste que en este momento están
reunidos los accionistas —intervino el rentista Pazos —La comisión también debe visitar la
Cámara de Diputados.
—¡Es tarde, caballeros! —vociferó el señor Larco —¡La Cámara de Diputados ha resuelto
el enjuiciamiento del directorio y el encarcelamiento de algunos accionistas!
—¡Iré yo mismo a presentarme en prisión! —gritó injuriado el Presidente Correa
.
El primer torpedo contra Chile
Hasta el 22 de agosto estuvo el "Huáscar" fondeado en Arica. Montero se preocupaba: el
"Cochrane" ha desaparecido del escenario de la guerra. Pero por primera vez una división naval
chilena se atrevió a acercarse al morro tan bien artillado. Lentamente el "Blanco Encalada", la
"Magallanes" y el "Itata" pasaron fuera de tiro hacia la caleta de Camarones. En Arica sólo está a
flote el monitor "Manco Cápac", al fin llegado un poco a hélice y un poco a remolque. El
enemigo no traía ganas de combatir y regresó a prudente distancia de la costa, apenas
disminuyendo su marcha para echar una buena mirada con largavistas al cuartel general de
Mariano Ignacio Prado. Después se supo que a bordo del acorazado viajaba Domingo Santa
María y el nuevo estado mayor. Pronto se especuló con la posibilidad de un desembarco chileno
al norte de Arica. La flotilla no se detuvo en Iquique, cuyo bloqueo había concluido a la vez que
J. Williams Rebolledo pasaba al retiro. Los marinos calculaban que el alto mando chileno
modificará la estrategia naval, lanzando todas sus fuerzas a la destrucción del "Huáscar".
Tras el taciturno semblante de Grau crece el convencimiento de que el monitor no va a durar
mucho tiempo. ¡Había expuesto la necesidad de llevar su buque al Callao a limpiar fondos,
someterlo a reparaciones y proveerlo de proyectiles Palliser antes de arriesgarse a un combate
definitivo con los Chilenos!. Con una velocidad de once nudos, sólo el "Cochrane", una vez
reparado, podrá superar su velocidad. Pero ahora el blindado nacional navega a menos de diez
nudos. No hay tiempo para regresar 700 millas al norte y poner al monitor en seco. Tan pronto se
hubo arreglado los daños causados por el temporal, el Supremo Director ordenó zarpar a Iquique
y luego al sur. Por última vez Grau intentará la destrucción de un acorazado enemigo. '
De los tres torpedos Lay disponibles en Iquique, dos esperaban al "Huáscar" el 22 de agosto.
Grau demoró en Pisagua para llegar al anochecer a recoger los nuevos artefactos. Seguido por el
"Oroya" entró sin ruido en Iquique casi a las nueve de la noche. De inmediato se acoderó una
falúa.
—Ingeniero Felipe Arancibia a sus órdenes, señor Grau.
—Mucho gusto.
—Ingeniero Stephen Chester, para servirlo.
Conferenciaron a media voz en el puente, rodeados por los oficiales del monitor.
—¿Están realmente listos sus torpedos?
—Sí, comandante. Espero que pronto se felicite usted de la eficiencia de ellos.
—Los torpedos se activan antes de su lanzamiento o una vez que están en el agua —explicó
Chester —Depende del operador.
—Una vez que echan a andar, es imposible detenerlos —añadió Arancibia.
—¿Cuál es su poder? —se interesó Diez Canseco.
—Sí.
—Uno solo de ellos puede hundir este buque en treinta segundos —aseguró mister Chester.
—¿Y a un blindado chileno?
—También —Arancibia señaló los torpedos que se acercaban en un pontón —Pueden
hundir a cualquier buque que no tenga doble casco y compartimentos estancos. En caso de no
causar explosiones internas, abren una gran vía de agua bajo la línea de flotación.
El pulgar de Chester subrayó la potencia de los artefactos con un ademán casi romano de
irse al fondo.
—Muy bien, muy bien —Grau no confiaba en el sistema Lay, era partidario de los torpedos
Whitehead —Espero que sepan usarlos. Carguen y nos vamos.
En vez de falúas, izaron los torpedos en los pescantes de popa.
—Usted qué cree, mi teniente —dijo Tiburcio Ríos contemplando los artefactos.
—Si pueden hundir al "Elefante Blanco", vale la pena intentarlo —replicó Diez Canseco.
—¿Y si se caen de ahí? —se aflautó Rentería. Sus manos dibujaron una enorme esfera
frente al oficial.
—¡Huuuuin!
—¿Qué pasa, zambo? —Palacios rió a su espalda —¿Vas a mariconear?
—No, mi teniente, cómo se le ocurre. Es que mi mamita dice que mejor es cobarde en casa
que valiente en el panteón. Hablo desde el punto de vista de uno, mi teniente.
—Oiga, mister Chester —llamó Diez Canseco —Si los torpedos reciben un golpe, ¿pueden
explotar?
—Oh, no. Claro que no. Primero hay que activarlos.
—Ese gringo no sabe —murmuró Rentería y blanqueó los ojos —¿Usted lo conoce, mi
teniente? A lo mejor es un científico, ¿no? Pero... ¿qué hace un científico en Iquique, mi
teniente?
—Ya pues, zambo, no seas intrigante. —Palacios se divertía —Oye, Ríos, ponlo a baldear
cubierta.
—Con mucho gusto, mi teniente.
—¿A mí, don Enrique? ¿a su amigo, don Enrique? —Rentería saltaba por la toldilla.
De un gesto el teniente deshizo la orden.
¿Te das cuenta? —gruñó Távara —No he podido conseguir cloroformo en Arica. Dicen que
lo pida urgente al Callao porque en el hospital sólo tienen lo indispensable.
El botiquín se había deshecho durante el temporal.
—¿Y ahora? —sonrió de los Heros.
—Si te cae un balazo, empieza a rezar.
—La verdad, no entiendo a la gente de Lima —se quejaba Ferré en el puente. Carvajal abría
y cerraba los brazos aspirando el helado ventarrón del oeste —Sólo hay dos buques en combate y
mire como estamos. Ni buenas granadas tenemos. La Gatling no es ametralladora naval. No se
puede despilfarrar balas. ¿Qué entiende usted por despilfarro, mi comandante?
—Todo lo contrario, a contar los disparos cuando estás frente al enemigo —Carvajal sonrió
amargamente. Después de tres meses y siete oficios por quintuplicado habían llegado cajones de
ropa para los tripulantes del blindado: livianos pantalones de dril y zapatos de lona. Eso era todo.
Ferré se hundió en un malhumorado silencio. En casa se enconaba la disputa política. Aquí
sufrían las consecuencias. El país se suicidaba con la sonrisa en los labios.
Llegaron a la Punta Jara a las tres de la tarde del 24 de agosto. No se habían cruzado con
buques ni hay señales de actividad enemiga. Grau ordenó parar máquina. Antes de entrar a
Antofagasta tiene que interceptar el vapor del sur, recibir a un espía y conocer qué buques
enemigos hay al abrigo del gran campamento chileno. A tres cables de distancia esperaba el
"Oroya". De ningún modo atacarán con luz. Chester y Arancibia incrustan herramientas en sus
torpedos. La tripulación miraba en silencio. Las granadas matan al final de su trayectoria.
Aunque sean de acero, se necesitan muchas para destruir un buque. Pero estas máquinas extrañas
con forma de cigarro pueden deshacerlos en un parpadeo, aquí mismo.
¡Buque a la vista!
Era el “Ilo”, vapor inglés que viajaba de Valparaíso al Callao.
Atardecía. El comandante Carvajal abordó el transatlántico. Tan mullida atmósfera olorosa a
cena próxima a servirse, a cocteles y a tabaco fino, los uniformados camareros de blanco, los
salones amoblados con sofás de cuero y modernas lámparas eléctricas de pantallas flecudas, todo
ese ambiente ajeno a la guerra que los neutrales veían pasar asomados a sus cubiertas o
arropados con mantas escocesas mientras sorben té, dejaba en el Secretario de Estado Mayor una
nostalgia doméstica, la urgencia por volver a casa, un revoltijo de sentimientos por lo común
postergados hasta que sea posible, hasta otra vez.
—Soy ciudadano peruano, comandante. En Antofagasta quisieron tomarme prisionero.
Desearía que me reciba usted en su buque para no exponerme a más vejámenes chilenos.
Carvajal mantuvo la seriedad de su expresión. Tenía al frente al alférez de fragata Ricardo
Herrera, de la plana del "Huáscar", a quien habían enviado en misión de espionaje hasta
Valparaíso a bordo de buques ingleses. El rostro del incógnito oficial refleja alivio de haber
concluido su misión. El Secretario de Estado Mayor revisó los documentos del viajero.
—Muy bien, señor Herrera. Pase usted a la falúa.
La reaparición del alférez sorprendió a oficiales y tripulantes del blindado. Lo creían de
permiso en Lima. Cuarenta días estuvo paseando el litoral chileno y el puerto de Valparaíso. Con
su correcta vestimenta civil, se encerró a conversar con Grau, Carvajal y Elías Aguirre.
—¡Vaya! —resopló el joven oficial bebiéndose un coñac. Habían estado a punto de
descubrirlo tres veces —El "Cochrane" entrará pronto a dique, mi comandante.
Será mejor que ordene su información, señor Herrera. Sí, mi comandante. Williams
Rebolledo había levantado el bloqueo de Iquique sin esperar autorización del Gobierno de Chile
el 3 de agosto. El "Liman" tuvo que remolcar a la "Abtao" hasta Antofagasta. El ex-jefe de la
escuadra enemiga estaba en verdad enfermo y se decía que sus encuentros con el escurridizo
Huáscar tenían mucho que ver con el estado de su vesícula. El mando del Blanco Encalada ha
sido entregado al capitán de navío Juan Esteban López. Sí, estaba enterado de la excursión
chilena a la caleta de Camarones. Domingo Santa María, nuevo Ministro del Interior y principal
consejero del presidente Pinto, viajó en el acorazado. Comprobó que ni en Iquique ni en Arica se
fortificaban los peruanos. Cerca de Pisagua, el "Itata" capturó la lancha sistema Herreschoff
construida por el grupo de torpedistas de Scott. Se dice que serán fusilados. El "Cochrane" se
encuentra en Coquimbo y pronto seguirá viaje a Valparaíso a cambiar tubos de calderas. Se habla
que será rápidamente modernizado, instalándosele proyectores eléctricos y veloces
ametralladoras alemanas. La escuadra chilena se reforzó con el vapor "Amazonas", un transporte
con espolón, veloz y artillado con piezas rayadas Armstrong de grueso calibre. Los chilenos ya
conocían que la "Unión" navega por el Estrecho y despacharon a la "O’Higgins" y un transporte
para darle caza. Debido a las protestas diplomáticas del Perú, el "Opal", buque de Su Majestad
Británica, interceptó al "Glenelg" a la entrada de Valparaíso, pero todas las armas habían sido
transbordadas a vapores chilenos y los ingleses encontraron sus bodegas vacías. También el
"New Castle" completó el viaje y desembarcó artillería, rifles y municiones en Chile. El Ministro
de Guerra Rafael Sotomayor está al frente del Ejército expedicionario y se dice que, con los
pertrechos recibidos, avanzará a Tarapacá en cuánto. . .
—¿En cuánto qué, señor Herrera?
—En cuanto destruyan al Huáscar, mi comandante.
Grau asintió. No sólo su blindado vuelve difícil cualquier desembarco chileno en territorio
peruano. También se ha convertido en un símbolo nacional que el enemigo debe aniquilar.
—¿Dónde está el "Blanco Encalada"?
—Antier fondeó en Antofagasta, pero siguió con rumbo al sur, señor.
—Muy bien, alférez. Más tarde redactará usted un informe detallado para elevarlo al
Supremo Director de la Guerra.
Ahora vamos a estudiar juntos esta carta. ..
—Sí, mi comandante.
—...¿dónde están las corbetas?
—La "Magallanes" y la "Abtao", aquí. Y muy cerca, el "Liman" que también está artillado
—Herrera señaló el lugar más abrigado en la poza rodeada de arrecifes y detrás de catorce
mercantes neutrales.
—Será difícil torpedearlos, pero lo vamos a intentar —anunció Grau.
Anocheció y los buques peruanos se acercaron despacio a Antofagasta. A las 10 y 15 de la
noche, el primer jefe ordenó al "Oroya" que permaneciera en la boca del puerto, vigilando el
océano.
Pronto vieron las luces del puerto. Sin ser descubierto, el Huáscar se deslizó hasta el límite
del fondeadero. Esperaban confundidos junto a las sombras de los neutrales. A las tres, de nuevo
el monitor avanzó hasta colocarse a 400 yardas de las corbetas que dormían.
No se puede usar el espolón sin peligro de chocar contra los arrecifes. Pero aquí los mecía
con fuerza la marea alta.
—Listos para lanzar torpedos —anunció el ingeniero Arancibia.
Grau meneó la cabeza. Lo más probable era que hundieran un transporte neutral. Ordenó
avanzar en busca de un pasaje. Las cuatro de la mañana. Ahora los avistaron desde un mercante
y el bote de ronda soltó un cohete de señales.
¡Descubiertos!
A menos que llenen el cielo de bengalas, tampoco pueden ofender al "Huáscar" así, entre
neutrales amontonados. El señor Grau no suspendió el ataque. Con la proa casi tocando el
arrecife norte, mecido por tumbos cuyo tamaño aumenta, el comandante ordenó arriar un torpedo
y lanzarlo, directamente contra la "Magallanes", a 350 yardas de distancia.
El rostro de Rentería se contrajo con una mueca de angustia cuando el torpedo chocó contra
el casco del monitor al momento de arriarlo.
Un instante antes de que cayera al mar, el ingeniero Chester activó la máquina explosiva.
—¡Esta cosa no sirve! —casi aulló el teniente2°. Diez Canseco que observaba de cerca la
operación, calzado con grandes botas de hule que le llegaban hasta los muslos. Grau corrió a
estribor. En su caída el torpedo perdió una de sus luces, invirtiendo la otra que irradiaba un
intenso resplandor blanco. Ahora los fuertes chilenos sabrán dónde está el blindado. A proa,
arrecifes. Pegado a popa, un torpedo capaz de desfondarlos. Clareaba el día. Con otro torpedo a
bordo es imposible entablar duelo de artillería a la vez con los buques y las baterías de tierra.
El torpedo demoró en moverse. La espantada tripulación observó que la máquina giraba.
Pareció titubear antes de acercarse al monitor.
—¡Ya lo sabía! -maldijo Rentería —¡Se acabó!
Diez Canseco se arrojó encima del torpedo. Forcejeó con aquella cabeza cargada con cien
kilos de dinamita mientras las grandes botas de hule se le llenaban de agua, tirando de él hacia el
fondo. Lucha cuerpo a cuerpo con esa máquina enloquecida, superior a sus fuerzas,
manteniéndola separada de popa. Ahora pugnaba también por mantenerle a flote, de espaldas a la
quieta hélice del monitor que puede despedazarlo, mientras arranca la luz delatora.
—¡Aguanta, Fermín! —de los Heros se quitó los zapatos para zambullirse.
El aspirante Bonnemason cuelga del aparejo por el pie habían soltado el torpedo. Al extremo
de un arbotante extendió la diestra pidiendo que le arrojaran un cabo. El Guardián Noguera pasó
la soga y el teniente de los Heros, casi resbalando sobre el blindaje tiró del otro extremo basta
sentir que Diez Canseco salía a flote.
—¡Ya!
—¡Salgamos de aquí!
Desde el puente, Grau aprobó el rescate con un movimiento de cabeza. No ordenó dar
marcha atrás. Despacio avanzaron hasta raspar el arrecife con el espolón. Chorreando mares
izaban a Diez
Canseco. Al mismo tiempo cayó una falúa con de los Heros. Miró a quienes lo
acompañaban. Detrás suyo, la musculosa enormidad de Rentería con sus venas infladas y tensas
las aletas de su nariz mandinga. Y el herrero Michel, el buzo Morales, el marinero Unanue, los
aspirantes Villavicencio y Valleriestra, el grumete Medina y el ingeniero Arancibia. Habían
saltado al bote junto con el oficial y "Real Felipe". Un resplandor opalino crecía desde atrás de la
cordillera.
Las cuatro y treinta.
Dentro de un rato estarán a merced de las baterías chilenas.
La corriente arrastraba mansamente el torpedo en dirección de la Abtao. El oficial de los
Heros consiguió pegársele para que Arancibia revisara su mecanismo.
—Se malogró —dijo el ingeniero.
—¿Hay peligro de explosión?
—No. Ya no. Podemos llevarlo a bordo.
Desembarazado del peligro, el Huáscar salía lentamente. A las cinco y cinco el bote que
arrastraba el torpedo llegó junto al blindado.
—¡Súbanlos! —dijo Grau impaciente por partir. Lo acosaban funestos presagios.
Oficio del Ministro Químper
Señores Secretarios de la Honorable
Cámara de Diputados:
Hace algunos días que tuve el honor de dirigirme a Ud. SS. HH. haciendo presente a esa
Cámara que los recursos arbitrados desde mi ingreso al Ministerio se hallaban próximos a
agotarse; por cuyo motivo creía urgente el Gobierno se ocupase el Congreso de preferencia de
discutir los proyectos conducentes a proporcionar fondos para las necesidades de la guerra.
Como hasta la fecha nada se ha hecho en el sentido indicado, cumplo hoy con el muy
penoso deber de anunciar a esa H. Cámara que desde el viernes 29 del presente, carecerá de
socorro diario el ejército de reserva y desde la fecha no podré mandar contingente alguno, al
ejército del Sur.
Con este anuncio queda cubierta la responsabilidad, del Ministro de Hacienda, que en un
mes de incesante labor no ha omitido esfuerzo para servir a su patria en la esfera de la
posibilidad humana, sin embargo de habérsele entregado las cajas fiscales completamente
vacías, el porvenir descontado hasta noviembre y responsabilidades urgentes para gastos de
guerra, valor aproximativo de cinco millones.
Detenidos.
Esta tarde han sido detenidos, de orden suprema, y están en la Intendencia de Policía, don
Miceno Espantoso, antiguo director del Banco Nacional del Perú, y don Juan Clímaco
Basombrío, gerente.
Censura del Ministro Químper
Por carecer de circunspección y lealtad aconsejadas imperiosamente por su doble carácter de
Ministro y de peruano, por actos de marcado desdén a la H. Cámara de Diputados, por ocurrir
como arma de guerra contra la representación nacional al vedado y punible recurso de anunciar a
los cuatro vientos que desde hoy no hay más recursos para la guerra, por altivez que no tiene
antecedentes en nuestros anales parlamentarios, por la manera irrespetuosa como el Ministro se
ha negado a ser interpelado, por ofender los respetos del Congreso, por haber perdido
enteramente la confianza de los honorables diputados, por ser su permanencia en el cargo
incompatible con la dignidad de Ministro, por aplazar la conversión de billetes utilizando un
contrato ilegal con el Banco Garantizador, por ocultar la emisión clandestina del Banco
Nacional, por absoluta falta de respeto al elevado puesto que ocupa, por haberse hecho culpable
de una completa ausencia de sinceridad, por despreciar a la opinión pública, porque aunque no
haya delito especial en sus actos bajo el punto en que se considera la cuestión, hay sobrado
motivo para pronunciar un veredicto declarando que el señor Químper se ha hecho acreedor,
como Ministro de Hacienda, a una severa censura y que la dignidad de la Cámara no le permite
entenderse un día más con el funcionario que ha faltado a sus propios respetos,
la mayoría de la Cámara de Diputados aprobó la censura del Dr. D. José María Químper a
las 8 y 15 p\m. del viernes 29 de agosto.
Editorial de La Patria
(Fragmento)
La tramoya política a que hemos asistido en los días últimos está descubierta a toda luz.
El voto de censura presentado ayer en la Cámara de Diputados viene a darnos por entero la
clave de todo aquel ruido, de todo aquel aparato escénico, de toda aquella irritación contra el
fraude y aquel santo cielo por la moral pública de que he ha hecho lujo a propósito del Banco
Nacional del Perú.
¿Con que todo ello estaba encaminado a derribar al Ministro de Hacienda, hallando pie para
fulminar el ambicionado voto de censura contra el señor Químper?
Ya lo vemos. La Cámara se ha encargado de hacérnoslo conocer. (...) Lo sabe todo el
mundo. El voto de censura estaba decretado contra el señor Químper desde el mismo día que
aceptó la cartera y aún antes de reunirse las Cámaras Legislativas.
La situación se complica
(Anuncio publicado por los Guardias Civiles de Lima en la sección remitidos del diario La
Patria.)
Art. 2$ Recomienda igualmente a los demás jefes, oficiales y tripulantes del monitor
Huáscar para que los premie conforme a sus atribuciones y en vista de los partes que ha debido
elevar el comandante de esa nave sobre los hechos gloriosos del 21 de mayo y 10 de julio.
Repuesta de La Puerta
Señores secretarios de la Honorable Cámara de Diputados. SS. 55.
Como dicha recomendación la cree atendible el Gobierno por cuanto el referido jefe es
acreedor del ascenso, no ha trepidado en hacer la propuesta complaciendo así a la
Representación Nacional en un asunto bajo todos conceptos justo.
Con tal motivo cree Su Excelencia que es llegada la vez de que manifieste la opinión que
siempre ha profesado sobre ascensos en el Ejército, sin traer a consideración el encono que
pueda acarrearse de algunos que están acostumbrados a adquirir ascensos sin merecimientos, y
sólo debido al favor o a la instancia de ellos mismos; pues a su conciencia de hombre honrado
no puede retraerle esa pequeñez de cumplir con lo que es un deber imprescindible.
Gran parte ha tenido en continuos trastornos (sic) la facilidad con que se han obtenido
ascensos: pues ha habido veces que poco se han cuidado quienes los concedían. de inquirir si
los agraciados tenían servicios, antigüedad, conocimientos militares y buena conducta. El
mérito no
siempre ha sido atendido. De lo que resulta que algunos que lo tienen han sido postergados
por los que carecen de él.
El año de 1857 estuvo Su Excelencia encarando del gobierno supremo y sólo ascendió a un
capitán a sargento mayor, a dos sargentos mayores con grado de teniente coronel a tenientes
coroneles efectivos v a un subteniente llamado Rondón a teniente, por haber vencido a una
montonera: y últimamente, en tres meses que van corridos que ejerce el gobierno supremo, no
ha ascendido a ningún jefe, ni dado el grado siquiera, y sólo ha nombrado subtenientes por la
carencia que había de ellos para el numeroso ejército que se ha improvisado.
Estos recuerdos tienen por objeto que el Congreso se penetre de que cuando el Gobierno en
ejercicio de sus atribuciones da ascensos en el Ejército del Sur, en el de reserva o en la Marina,
antes o después de la victoria que obtendremos, y proponga para los que no tiene facultad de
acordar, serán muy merecidos y con solo la mira de que los agraciados recuerden siempre que
la Patria, a la que tienen el deber de servir y sacrificarse por ella sin derecho a recompensa
alguna, ha quedado satisfecha del exacto cumplimiento de la obligación del ciudadano.
Manuel de Mendiburu
El día del almirante
Atardecía. A esta hora, el morro de Arica reverbera como un enorme prisma y el sol pinta de
rosa y melocotón las enjalbegadas fachadas de Arica. La luz penetra en Grau como un mal
agüero. Oyó chirriar la cadena del ancla hasta que tocó fondo. “Manco Cápac” y “Oroya”
saludaban ruidosamente al nuevo almirante. Grau se enteró de su ascenso al fondear en Iquique.
También aquí lo espera una multitud en el muelle y la ribera. La banda de músicos del Batallón
Victoria sopla vigorosos aires guerreros. Su Excelencia el General Daza envió una comisión al
mando de los coroneles Bonifacio Pacheco y Adolfo Flores para saludar al jefe del “Huáscar”.
En primera fila en la muelle espera el contralmirante Lizardo Montero y un nutrido grupo de
marinos y oficiales del ejército. Hasta el blindado llegan los gritos de la muchedumbre y el
traquido de cohetes de fiesta.
¡Viva Grau! ¡Viva el Perú!
Muy bien, a tierra. Comandante Aguirre, quédese al mando. ¡Falúa! Embarcó con Melitón
Carvajal, el cirujano Távara, el mayor Ugarteche y su jefe de detalle Melitón Rodríguez.
Más de dos mil personas desbordan el muelle, la explanada de la aduana y las calles
contiguas.
Viste Grau uniforme de capitán de navío. Enarbola su buque la misma vieja insignia de
siempre. Matronas de muchas ciudades del Perú y Bolivia competían en bordar las charreteras
que ha de usar el héroe. Montero adivinó su estado de ánimo. Porque a bordo del “Huáscar”
existe gallardete de almirante y Grau no lo quiere usar. Atracó la falúa.
¡Bienvenido, Miguel! ¡Te felicito, Almirante!
Gracias, Lizardo.
Se abrazan... Sonríen a la multitud. Caen pétalos, mistura, coronas de flores sobre Grau. Su
diestra atrapó una guirnalda adornada con cintas de seda roja y blanca. Leyó la tarjeta: familia de
F. Román. La conservó consigo mientras recibe el saludo de oficiales navales y del ejército y los
parabienes de Daza. Al salir del muelle, cedió la vereda a Montero.
—No, Almirante —sonrió su amigo —Hoy es tu día.
—Gracias, Lizardo —el señor Grau ocupó la derecha
—¿Y cuándo llegan las granadas de acero?
Del Resguardo y la Capitanía cayó sobre los marinos un diluvio de flores. Grau descubrió el
rostro atribulado del teniente Arturo de los Heros en medio de la multitud. Imposible detenerse.
Como un organismo cuya voluntad fuese distinta y superior a la suya, la muchedumbre lo llevaba
a casa de Mariano Ignacio Prado. Su Excelencia aguarda en la terraza. Sólo Grau y Montero
subieron a su encuentro. Frente al gentío, el General lo abrazó efusivamente.
Carta de pésame
Sr. Dr. D. Juan de los Heros
Patria.
Si al recordar este acontecimiento y cumplir tan penoso deber, sólo tuviese en mira dar
testimonio de haber visto sucumbir a un valiente, pronto estaría satisfecho de mi propósito, pero
me mueve además y me aflige sobre manera recordar, sin esperanza de volverle a ver, a uno de
los oficiales más distinguidos que he tenido bajo mis órdenes: su ejemplar modestia, su
pundonoroso comportamiento, su caballeresco porte y
Honor y gloria son los legados que hemos recogido los que le vimos en su último momento y
como un sagrado deber que, si bien no puede enjugar el justo duelo de sus padres, puede
llevarles un consuelo que mitigue sus dolores, trasmítole este precioso legado que formará el
orgullo de su familia y uno de los timbres de nuestra historia.
Dígnese usted aceptar y transmitir al seno de su respetable familia, a la par que estos
sentimientos, los de particular aprecio con que me es honroso suscribirme de ustedes muy atento
amigo S. S.
Miguel Grau
El almirante rehúsa charreteras
Con gratísima satisfacción he leído tus dos cariñosas cartitas del 8 y el 13 del presente y
sabido por ellas que tanto tú como Jesús y demás familia se conservaban a Dios gracias sin
novedad.
Tú no ignoras querido Carlos que soy hombre de pocas palabras, pero las que
sencillamente expreso son naturales y nacidas del corazón, así pues, acepta, en estas pocas
líneas, mi profundo agradecimiento por tus sinceras felicitaciones y por todos los demás
servicios que me has prestado con motivo de mi ascenso a contralmirante.
Qué te puedo yo contestar a los términos para mí tan lisonjeros de tus amables cartas, nada
que no sea expresarte toda la estimación que te tengo.
Creo que no debes darle tanta importancia al combate del 28 librado en Antofagasta
porque pudo hacerse más.
Si algo pueden halagar en este mundo los honores militares, ciertamente yo debía estar muy
satisfecho, como en efecto lo estoy, por haber obtenido un ascenso por unanimidad en ambas
cámaras, y sin embargo de esto me he visto obligado a renunciar, no al contralmirantazgo, que
no se puede, pero sí a los goces y uso de la insignia, por muchas razones que reservadamente te
voy a referir.
Primera razón. Mientras el “Huáscar” tremolaba un simple gallardete de comandante
nada de particular tenía que yo huyera (conforme a órdenes) a la vista de un blindado, pero ya
con insignia de contralmirante, sería para mí muy vergonzoso tener que correr con ella izada.
Segunda razón. Yo abrigo la vanidad de creer que ninguno maneja el “Huáscar” como yo,
y en este concepto no encuentro otro que me remplace, que conozca las cualidades y defectos de
este buque; circunstancia que influye principalmente en el éxito de un combate. Como Almirante
en Jefe no me sería posible que yo dirigiese el buque y en el caso de tener comandante habría
necesidad de estarle diciendo colóquese U. en tal o cual situación, vaya para atrás o para
adelante, etc. etc.; lo que no es posible mandar en un combate y con un solo buque.
Tercera razón. Prado con su vanidad cree saber ya más de marina que cualesquiera de
nuestros jefes y da órdenes y discute asuntos profesionales con un aplomo asombroso. Aparte
del sistema que tiene ya arraigado de entenderse con los inferiores sin consultar con los
superiores, dando esto lugar a ponerlos en ridículo.
Cuarta razón. Se me quiere imponer un comandante que a mí no me conviene, porque no lo
creo competente. Todos estos fundamentos han obrado en mi ánimo (y otros muchos que el
apuro no me permite consignar) para decidirme a solicitar que se me deje como simple
comandante del Huáscar” y se me excuse del uso de la insignia.
Miguel Grau
P.D. Mi estación aquí se ha prolongado más de lo que yo habría deseado por haberse
ignorado el paradero de los buques enemigos. Dales memorias a nuestros amigos de Hoja
Redonda y diles que si los héroes son como yo, declaro que no han existido héroes en el mundo.
Deseo que me guardes el secreto respecto a la renuncia. La “Unión” hizo viaje a la China:
llegó al Estrecho dos días después que había pasado el “Glenelg ” y dejó el mismo Estrecho dos
días antes que pasara por allí el “Genovese ”, ambos con armas.
Proa al sur
—Glaspy ya no vendrá, Miguel —el cirujano Távara sorbió café. La. acompasada
trepidación del buque anuncia que al fin navegan en convoy al sur.
—¿Por qué, Santiaguito? —el Almirante sentía particular aprecio por Edward Glaspy,
calderero del “Huáscar”. Perdió el monitor en el Callao, mientras recogía urgentes repuestos en
la Factoría Victoria.
—Viruela —resumió Távara —Murió en el Lazareto.
—¡Pobre hombre! —una mueca contrajo el rostro del Almirante. La epidemia ha fulminado
a trescientos limeños desde abril.
—Se quedaron Reyes y Nieto, señor —comenta el teniente °. Rodríguez. Los corresponsales
de “La Opinión Nacional* y “El Comercio” fueron a pasar la noche en tierra. De improviso llegó
la orden de partir. Los buques abandonaron la bahía sin ser vistos desde tierra. Recién mañana
los periodistas sabrán que perdieron el viaje.
—¿Sirvo su tónico, señor?
El Almirante asintió. Vestía antiguo uniforme con presillas de capitán de navío.
—Gracias, Medina.
Del entrepuente llega el comandante Carvajal frotándose friolento las manos. Viaja el
“Huáscar” seguido por la “Unión” y el “Rímac”. Esta vez los buques peruanos se mueven a la
aventura, calculando su travesía gracias a confusas noticias de Chile. Dicen que el “Cochrane”
sigue reparándose en Valparaíso, adonde entró remolcado, y que el “Blanco Encalada” se refugia
en Mejillones, y Coquimbo, a la espera de componer sus calderas. El Supremo Director de la
Guerra insistió en descargar un golpe por sorpresa al enemigo. Enviaron otro torpedo al monitor,
con nuevos técnicos para activarlo. Una vez que él. “Rímac” descargue pertrechos, en Iquique,
“Huáscar” y “Unión” seguirán si es preciso a Coquimbo, a torpedear al buque insignia chileno,
de noche y en puerto. Grau estuvo en desacuerdo con las órdenes y consiguió rectificarlas.
Imposible atacar por sorpresa en tiempo de luna llena. Será mejor descargar el torpedo e ir al
Callao a limpiar fondos y calderas y a proveerse de granadas Palliser, que llegarán de Panamá
probablemente a fines de octubre. El Almirante también quería blindar la cofa para proteger a los
servidores de su única ametralladora. Si el “Huáscar” puede recuperar su primitiva velocidad de
doce nudos, si con nueva munición puede perforar el más grueso blindaje enemigo, si cada día
progresa la puntería de sus cañones, si la escuadra chilena sigue dividida en dos cuerpos con un
blindado al frente cada uno, si es posible separarlos para combatir de frente con cualquiera de
ellos, si la orden de ataque nocturno con torpedo ha sido revocada, ¿por qué insiste el alto mando
en enviar al monitor quinientas millas al sur?
—Abusamos de nuestra buena suerte, Melitón —habló el Almirante encendiendo un habano
—Al primer error nos matan a todos.
—¿Cuándo vamos los marinos a decidir lo que conviene a la Escuadra?
—Acaban de descubrir varios contrabandos de metal fino saliendo a Panamá —Távara
concluyó de leer su correspondencia —Sólo a bordo del “Paita” había 37 cajones de plata sellada
y en piña.
—¿Cuánto significa en soles, doctor? —se interesó Melitón Rodríguez.
—¡No lo sé! ¿Medio millón?
—El “Huáscar” costó 450,000 pesos —bufó Carvajal.
—¡Y aquí la gente no tiene ni ropa que ponerse! —se agrió Rodríguez.
Desaparecieron los chilenos desde principios de setiembre. Pausados paseos del “Blanco
Encalada” no bastan para impedir que los transportes peruanos viajen sin tregua entre Mollendo,
Pacocha o Arica y Pisagua e Iquique. Al Almirante lo enfurecía el uso de su monitor en misiones
de
escolta. Su última travesía a Pacocha sirvió para recoger a la División Luna con el
“Chalaco”. Ni los Granaderos del Cusco ni los 580 reclutas del coronel Velasco traían uniforme
o armamento. Sólo 505 guardias civiles cusquéños llegaron con antiguos fusiles de chispa.
Mientras pierden días en acumular inermes rebaños de tropa en Arica, los chilenos reorganizan
su escuadra y ponen a punto o refuerzan sus buques. Por quintuplicado y tercera vez eleva el
Almirante un pedido de doscientas frazadas y dos cajones de velas estearinas y jabón para lavar
ropa. ¡Maldita guerra!
—No es posible que maltraten de esta manera a la infantería de marina —se oyó rezongar a
un teniente. Integran la Columna Constitución voluntarios lancheros y fleteros del Callao. Sirven
en la guarnición de todos los buques y en la vigilancia del primer puerto. El Gobierno les
adeudaba socorros y alcances desde mayo inclusive, habiendo algunos que nunca han cobrado
por olvido del Comisario. Los uniformes se les caían a pedazos. Ahora les negaban el endoso de
haberes para que, sus familias cobraran en el Callao. Hace unos días el Almirante se entrevistó
con la guarnición del “Chalaco”: anda en harapos, con zapatos rotos y se le debe cuatro sueldos.
De noche, los tripulantes de la “Unión” parecen vestidos para una andrajosa representación
teatral.
—No sé si alguien en Lima se dará cuenta —habló casi con un silbido el Almirante Grau.
Visto desde el Sur, el país empieza a desmoronarse. Envió a Doloritas sus más queridas prendas
personales y en tierra dejó los pabellones de seda bordados con hilo de oro y plata por las señoras
de Trujillo y de Cochabamba Sólo ayer recibieron parte de las seis mil raciones de víveres secos
solicitadas al Comando de las Baterías.
—¿Qué me dices del pobre Canales? —murmuró Távara. El practicante fue destinado al
“Huáscar” el 10 de abril, pero olvidaron determinar su sueldo en la resolución de nombramiento.
No sólo no había podido doctorarse por estar en campaña, sino que servía seis meses sin
remuneración alguna.
—Casi hemos agotado los proyectiles de segmento —habló Melitón Rodríguez —Y los
tarros de metralla para la batería de 40 no sirven.
Esa tarde Grau se despidió de Montero con disgustada expresión. No podemos correr
siempre que aparece el “Blanco Encalada”, Lizardo. Cumplimos seis meses de guerra y estamos
peor que al comienzo. Se nos dijo que ganáramos tiempo. Pues bien: ganamos mayo, junio, julio,
agosto, setiembre . . . ¿dónde están los nuevos acorazados? ¿Por qué tío llegan las armas
prometidas? El Almirante Montero mira sus manos vacías. La Cámara de Diputados prefirió
emitir billetes en vez de volver al patrón de oro, pero a la vez derogó la ley que permitía seguir
emitiendo papel moneda. ¡Miguel, se han vuelto locos! Pues Miguel Grau no está demente,
Lizardo, y en pleno ejercicio de su cordura declara que el “Huáscar” debe ser reparado, que
pronto ahí, mar afuera habrá doce buques chilenos únicamente empeñados en destruir al monitor.
Con plena cordura cree que no tiene probabilidad de burlarlos con el “Huáscar” en tan
lamentable estado y que sesenta días después de que lo hayan aniquilado, los chilenos se
lanzarán al asalto de las playas peruanas y, por qué no, a la inmediata rendición de Lima.
—Tarde o temprano alguno de nosotros se va a equivocar —dijo el señor Grau—y
acabaremos acorralados por toda la escuadra enemiga.
Persiguiendo al “Huáscar”
Clareaba el 5 de octubre cuando las cornetas del Morro tocaron zafarrancho y tres
cañonazos sacaron de sus camas a los vecinos de Arica. Igual que a principios de la guerra,
peruanos y (hílenos se cruzaron de noche en alta mar sin verse. “Huáscar” y “Unión” viajaban a
Antofagasta. En dirección contraria navegaba el enemigo en pleno. Los blindados llevan a bordo
lanchas torpederas con la misión de sorprender y hundir al monitor a la sombra de los fuertes. La
“O’Higgins”, la “Covadonga”, el transporte artillado “Loa” y el “Matías Cousiño” completan la
flota. ¡Al fin se atreven! En ropa de dormir asoma la gente a sus terrazas, observando acercarse a
los chilenos. Ahora verán, bribones. Creían que el enemigo llegaba a combatir con los cañones
de Arica.
Más temprano despertó Montero. Sus vigías descubrieron dos torpederas detenidas fuera de
tiro frente a la bahía. Luego irrumpieron los blindados. El Almirante mandó despertar al General
Prado. De un lado es una suerte que “Huáscar” y “Unión” hayan viajado al sur o ahora estarían
embotellados, aceptando combate definitivo contra muchos enemigos. Claro, habrían recibido
lento auxilio del “Manco Cápac”, surto aquí esta mañana con la “Pilcomayo”, y de las baterías
del Morro. Preocupaba a Montero el regreso de Grau. Irán hasta Coquimbo sin encontrar
blindados. No hay que engañarse: el nuevo mando naval chileno había salido en busca del
monitor.
El pueblo de Arica confundió torpederas con avisos. Seguramente transmiten órdenes de
ataque. Después los buques se agruparon al norte de la bahía, a que sus jefes celebraran consejo.
Trota la infantería a ocupar trincheras, cargan sus cañones los artilleros, a caballo el General
Prado recorre las líneas y arenga a sus soldados. Montero subió al Morro. Si vinieron por el
“Huáscar”, acaso quieran ejercitarse hundiendo al “Manco Cápac”. Contempla techos cubiertos
de banderas rojiblancas. Después viaja su largavistas al “Blanco Encalada”. Se mantiene sobre la
máquina, a 10,000 yardas de distancia.
—¡El General Daza viene en tren! —anunció el telegrafista de turno.
—Que se presente el comandante Carlos Ferreyros —habla el Supremo Director.
Hace tres horas que la pequeña “Pilcomayo” levanta vapor. Su jefe abordó un chinchorro
rumbo al muelle donde espera el General.
—A la orden, Excelencia.
—¿Está listo su buque, comandante Ferreyros?
—Sí, Excelencia.
—Ataque usted a las corbetas chilenas —todavía a caballo, a Prado lo acompañan su
secretario y tres ayudantes militares —¡Capitán Zuleta, la bandera!
El ayudante entregó un cofre al marino.
—Es de nuestro aliado —explica el Supremo Director —Úsela en este combate.
—Sí, Excelencia.
A Las nueve y media de la mañana don Hilarión Daza saltó del tren y montó un caballo de
batalla del Presidente del Perú. Nunca se había interesado mucho por las actividades navales.
Bolivia no tiene un solo buque de guerra. Ahora vio a la “Pilcomayo” alejándose a toda máquina
con la bandera boliviana al tope. Gritó que alto, que quiero ir a bordo. Ya tarde para subir a la
cañonera, Prado lo invitó a presenciar el encuentro con los buques enemigos desde la cima del
Morro.
Media hora después de arrancar en busca de chilenos, Ferreyros reconoció claramente a la
“Covadonga” separándose del convoy que se dirige al sur, para registrar a un velero procedente
de Pisagua. Los acorazados pasaban de largo frente a Arica. Se oyó zafarrancho y la
“Pilcomayo” se lanzó al ataque. La corbeta “O’Higgins” se movió a interponerse. Ferreyros no
se amedrentó. Se había alejado seis millas de Arica cuando rompió fuego. A 3,600 yardas de
distancia los chilenos replicaron con superiores piezas Armstrong de 150. Un proyectil Palliser
cayó a dos metros de su aleta de babor, empapando al primer comandante y a quienes lo
acompañaban en el puente. La “O’Higgins” la duplicaba en tamaño y poder, pero la cañonera
peruana insistió en la acción, disparando granadas de segmento y acercándose a 2,600 yardas.
Dieciséis tiros chilenos erraron blanco. A las 11 y 30 de la mañana los buques enemigos
arrancaron al sur, dando alcance a su convoy. Todavía los siguió la “Pilcomayo” durante media
hora, descargando su cañón cazador.
En Arica celebraban tan breve escaramuza como si la cañonera hubiera puesto en fuga a
toda la escuadra chilena.
—¡Bravo, bravo! —se alegra Daza. Mostró una sonrisa a Prado y luego se dirigió a
Montero—. Oye, Lizardo, voy a ponerle un centinela de vista. Este muchacho Ferreyros
compromete mucho su buquecito.
—¡Mi General, el arco iris boliviano se ha visto envuelto entre las blancas nubes de los
disparos al lado del bicolor peruano! —declamó el corresponsal de “El Comercio” —¡Esta
fraternidad en la lucha y en el triunfo, aunque modesto, es de muy buen agüero!
—Así es, hijito, Ahora vamos a darle un abrazo a Ferreyros —replicó el Capitán General.
Dedicó una mirada a la flota chilena navegando al sur por el horizonte y soltó una risotada —
¡Ah, farsantes!
La víspera
Enrique Palacios chupó el portagás observando la distante costa ocupada por Chile. No
puede saber que hay vigías apostados en cada promontorio y que el telégrafo' transmite
incesantes noticias sobre la posición del monitor. Todos los buques, todos los ojos, todas las
fuerzas de Chile tienen hoy una sola preocupación: destruir el “Huáscar”. Era una tontería que a
veinte millas de tierra, en un océano vacío Palacios se sintiera vigilado. Y era verdad: lo invisible
no cesó de perseguirlo desde el 4 de octubre, cuando el monitor interceptó al vapor “Chala”, de
la Compañía Inglesa, sin que nada pudiesen averiguar sobre la escuadra enemiga. La sensación
se agudizó después de que tomaron como presa de guerra al bergantín “Coquimbo” en la caleta
de Sarco: es lo mismo que tener un espía puesto sobre la nuca, en perfecto acecho que el teniente
no puede impedir.
Bruscamente se detuvo la máquina.
—Ahoy McMahon! —grita Palacios por la manguera.
—¡Problemas! —se oyó bufar al gringo. '
Tres minutos después se presentaron Wilkins y McMahon en el puente. También llegaban
Grau y Aguirre.
—Hay que parar hasta la tarde —informó McMahon —Debo cambiar piezas.
—¿Cuánto tiempo necesita?
—Cuatro horas.
—Muy bien. Telegrafíen a la “Unión” que se detenga —ordenó el Almirante —Aprovechen
para tomarle 300 sacos de carbón. Proceda usted Samuel —consultó el reloj: las diez y media.
Dentro de treinta minutos servirán almuerzo —Creo que pasaré a la corbeta si Aurelio me invita
a comer.
—guiñó un ojo a Palacios antes de observar la Punta de Coquimbo —Está todo tranquilo.
—Si me lo permite, Almirante... demasiado tranquilo.
—¿Usted también lo cree?
—Pues, sí. ¿Alguien más lo ha dicho?
—Yo lo pensé, Enrique! . ¡una semana y nada! ¡Ni un buque de guerra enemigo! ¡No me
gusta!
—Mensaje transmitido, señor —informó Aguirre —La “Unión” se acerca.
Fue en Tongoy que el Almirante cambió planes y también de humor. Por primera vez
desconfiaba de sus propias decisiones. Las noticias recogidas del vapor inglés “Cotopaxi”
alarmaron a Grau. Tropas chilenas desembarcaban al sur de Molle para empezar la ofensiva
contra Tarapacá. Dicen que cuatro transportes con la “Covadonga” por toda escolta llevan
batallones enemigos y pertrechos desde Antofagasta. Se repetía la oportunidad que fracasó en
mayo por el naufragio de la “Independencia”. Ni blindados cerca, ni sospechas sobre el rumbo
del monitor: una misión perfecta. Sin explicar su propósito el señor Grau ordenó dirigirse al
Norte, rumbo a Antofagasta. Golpeará por la retaguardia, capturando o destruyendo transportes
cargados de armas y soldados y arrancarán con sus presas hasta el Callao.
El teniente 1°. Melitón Rodríguez se encargó de la guardia. La “Unión” se acercaba. Ambos
buques arriaban botes para transbordar carbón al blindado. Palacios bajó a la cámara de oficiales.
Su mayordomo Félix componía unas camisas recién planchadas.
—Gracias, Félix. Dile a Pineda que me consiga una cerveza.
—Ahora mismo, niño.
—¡Ah, Félix! Ya tengo veintinueve años, soy oficial de la Marina de Guerra... no me sigas
diciendo niño.
—Perdone usted, mi teniente.
—¡Enrique! ¿tienes papel de carta? —se acercó Távara —El mío se acabó.
—¿Qué escribes? ¿un largo testamento? —Palacios se arrepintió de sus palabras. De pronto
se espesaban presentimientos por el buque —Coge el que necesites.
—Estoy preparando una crónica para “El Comercio” —explicó el cirujano mayor,
aficionado a escribir. A veces enviaba colaboraciones a los diarios de Lima —No hay
corresponsales a bordo.
El señor Grau cepilla sus patillas, recoge su gorra, se despide de su ordenanza Alcíbar, va
directamente al portalón.
—Señor Aguirre, queda usted al mando.
—Sí, mi Almirante.
—En caso de cualquier imprevisto, nos reuniremos en Punta Tetas.
—Comprendido, señor.
Rumbo a la corbeta, el Almirante recordó otras noticias recogidas en el vapor “Ilo”, unas
horas
después de registrar al “Cotopaxi”. Sólo queda la “Magallanes” en Valparaíso. La escuadra
chilena volvía a quedar completa, ahora reforzada por transportes artillados e incluso provistos
de espolón como el “Amazonas”. Acaso se repite la historia y mientras los peruanos se acercaban
a Valparaíso, los chilenos han llegado al Callao. No, no es posible. Decidió cuidar carbón para
regresar a Arica muy separado de la costa. Quizá el enemigo estuviera esperándolo al norte.
Aurelio García y García, del Portal, Salaverry y el oficial de guardia saludaron al Almirante
en el portalón.
—Me vengo a almorzar con ustedes.
—Estamos preparados —sonrió García y García.
Al bajar a la cámara, Grau acarició la corbeta. Aquí fue comandante por primera vez, aquí
libró su primera batalla. Aceptó un whisky. A más tardar el 15 de octubre habrán vuelto a Arica.
Hasta que recogieron noticias en Tongoy, nadie sabe que se proponen los comandantes peruanos.
Grau repasó las instrucciones del Supremo Director. Eliminada la orden de usar torpedos, no hay
otra indicación concreta que no sea la de escoltar el “Rímac” a Iquique y después seguir al sur,
¡La vieja “Unión”! Todavía es el buque peruano más veloz.
—¿Sabes algo del “Stevens Battery”? —cuchicheó García y García.
—¿Cómo quieres que sepa, Aurelio? —reprochó el Almirante. Estaba en campaña desde
principios de agosto. El “Stevens Battery” le parece un buque demasiado viejo. Más anticuada
era la “Gloire”, que ni siquiera pudieron comprar.
—He oído que el Gobierno recibió una oferta. Nada más —su voz abandonó el tono
confidencial —Bien, caballeros, a almorzar antes de que haya un zafarrancho.
En la cámara del “Huáscar”, Palacios masticó sin muchas ganas de tragar. Observa el
afilado perfil de Carvajal, el rostro largo de Aguirre, a Diez Canseco que frotaba su bigote en
forma de cepillo.
—¿Y qué es de nuestro aprendiz de periodista? —pregunta con voz fuerte.
—¡Estoy curando a un fogonero! —se oye al cirujano Távara.
—¿Terminó usted, señor Canales? —interroga el comandante Aguirre.
—Casi he concluido, señor.
—Pues vaya a dar una mano. Diga al cirujano que se enfría su almuerzo.
Távara entraba.
—No se moleste. Canales —toma asiento y rebusca papeles —Esta noticia es exclusiva...
acabo de recortarlo de los diarios tomados al vapor inglés.
—¿De qué se trata?
—El funeral de Garlitos de los Heros en Lima, celebrado al mes de su muerte. ¿Quieren
escuchar?
—Lea usted Santiago, por favor —Aguirre dejó los cubiertos.
Mayordomos, grumetes y ordenanzas se acercaron a la mesa.
—Ayer, y dice ayer por el 28 de setiembre, se efectuaron en el templo de Santo Domingo las
honras fúnebres preparadas por la familia de Carlos de los Heros en honor de su alma, que voló a
los cielos con la corona de los héroes el 28 de agosto último. ¿Bien escrito, verdad...?
—Siga, doctor.
—El templo se hallaba lúgubremente engalanado. Por doquiera parecía escucharse el tétrico
revoloteo, de la muerte: las naves se encontraban cubiertas por cortinajes de terciopelo negro,
salpicadas de lágrimas de plata...
Las manos de Diez Canseco convertían en polvo un pedazo de galleta.
—. .Delante del presbiterio y al pie de la bóveda principal del templo, se alzaba el catafalco,
tan hermoso como sencillo a la vez que majestuoso. Sobre una base de dos metros cuadrados,
poco más o menos, se elevaban cuatro columnas que sostenían la cúpula del catafalco. En la
cavidad interior se veía la caja mortuoria que simulaba contener los restos del malogrado marino:
sobre esa caja se veían el retrato de Heros, su gorra de teniente 2°., lo único dejó su cuerpo sobre
la cubierta del “Huáscar”; una corona de ciprés tejida y varias prendas y armas de marina. El
mérito de la caja estaba en su elegancia y sencillez...
—Me habría gustado estar allí —dijo Diego Ferré.
—... En la parte superior del catafalco se leía en letras amarillas: Carlos de los Heros.
Después, en la parte delantera y uniendo las dos primeras columnas: Antofagasta Pro PatriaMori
28 de agosto. En las bases de los trofeos se leía también: El Regimiento Húsares de Junín
número 1 a Carlos de los Heros y el Regimiento de Torata a Carlos de los Heros. „.
Palacios se aclaró la garganta.
—...Custodiaban el ataúd, miembros de la Compañía de Bomberos Lima N? 1. Cuatro
piezas de artillería, con una dotación de marineros vestidos de gran parada rodeaban el catafalco.
Pocos momentos antes de principiar la ceremonia fúnebre, las tres naves del templo se hallaban
completamente llenas de las personas más distinguidas de nuestra sociedad. Allí estaban dos
edecanes de Su Excelencia, representándolo; el señor Ministro de la Guerra y el de Relaciones
Exteriores; la mayor parte de los marinos que había logrado venir a tierra, oficialidad de todos
los cuerpos de Lima y, en fin, muchas otras personas y comisiones de distintas sociedades.
impresionante, ¿no es cierto?. .
Távara se refrescó con unos sorbos de vino.
—. .La Misa fue pontificada por el obispo señor Huerta, en la que tomaron parte en el canto
de Rossini los señores Ayarza, Sormani, Delgado, Ferreti, Puente, Lorente, Molfino y Castro,
cuyas voces unidas a los acordes de la orquesta llenaban el templo de una música
verdaderamente funeraria. La ceremonia terminó cerca de las dos de la tarde.
La memoria extravió sus miradas a cercanos días de combate. Nadie habló durante un rato.
—Con su permiso, comandante —se incorpora al fin el teniente2°. Diez Canseco y alza su
copa de burdeos —A Carlos de los Meros, presente.
—Presente —respondieron oficiales y aspirantes puestos de pie para beber.
Palacios contempló sin hambre su almuerzo a medio terminar. Al final de la travesía
aguardan alimentos que no causan hastío. Apariencia de uvas, rosadas carnes, leve pulpa
aduraznada, sangres picantes, pimentosas vísceras, lodo como hecho de cristal, como de aire.
Nada ha de impedir la pálida elegancia muerta de ancianos marinos puestos a enterrar lejos del
océano. Aún los fornidos se encogerán entonces al quebradizo tamaño de los más pobres del
mundo, tremenda nuez deglutiéndose
a sí misma. Algo juega ahora con los hombres sintiendo que la destrucción es una cosquilla.
La muerte: punto de luz para encantar a los niños, atentos a su crepitación minúscula y
cavernosa, ajustadamente capaz de fusionar una gota de agua. Alguien comercia explosiones
Palliser con humo lila o verde lechuga o como de costumbre rojo, a escoger también con
perfume a rosa o religioso olor a primera muerte, bombas silenciosas y jadeantes y gregorianas o
envueltas en piel de hembra recién nacida. Acaso Velarde y de los Heros no han muerto. Quizá
duermen. Tampoco el tiempo pasa para el sueño.
En la “Unión” el Almirante aceptó un habano. No acostumbra fumar al mediodía, pero
bebió un coñac y encendió el tabaco disfrutando la charla de sobremesa.
—a ti te pusieron preso los ingleses —rió García y García —Me acuerdo bien.
—Fue el 17 de enero de 1865 en Plymouth —Grau sonrió —Tampoco yo lo olvido. Me
arrestaron 48 horas.
—Tuvo que intervenir el Plenipotenciario Barreda —en esa época García y García
inspeccionaba la construcción de la “Independencia”.
—Hubo un problema con la ley de alistamiento en marinas de guerra extranjeras —explicó
el Almirante —Mister Priespe y mister Crapes se llamaban esos sinvergüenzas. Los había
contratado para tripular la “Unión”. Malas personas. Tuve que despedirlos por insubordinados y
ellos se quejaron de maltratos. Salía de casa del Almirante en Jefe del Apostadero de Plymouth
cuando me detuvo un superintendente del condado de Kent, un hombre muy terco. El juez de paz
de Hartford ordenó que me enviaran a Londres. Protesté por la injuria que suponía a mi país y a
mi uniforme. En el tribunal sólo me preguntaron si era comandante de este buque. El conde
Russell, que era Canciller, dio amplias satisfacciones.
Jóvenes oficiales guardaban silencio encantados por esa atmósfera de intimidad, atentos a la
locuacidad poco frecuente del Almirante.
—¿Y si te encontraras con la “Chacabuco”? —preguntó del Portal luego de un silencio —
Ahí está Viel.
—No quisiera encontrarlo —replicó Grau. Sus ojos parecían decir que en ese caso tendrá
que hundir a su concuñado. La sombra de la guerra le dio alcance —Aurelio, por favor, la Carta
de Navegación.
Almuerzo y sobremesa habían concluido. Se retiran los oficiales dejando solos a Grau,
García y García y del Portal.
—Esta noche entraremos aquí —el Almirante señaló Antofagasta en la carta.
—¿Con qué objeto? —se extrañó García y García.
—Del “Cotopaxi” me han confirmado que la escuadra chilena protege actualmente el
desembarco de su ejército en Molle. Sorprenderemos sus transportes al salir de Antofagasta.
Trescientos sacos de carbón pasaron al “Huáscar”. Tom Wilkins subió a cubierta a informar
que la máquina está lista. Sólo aguardan al Almirante para continuar navegando. Aguirre
telegrafió a la “Unión” pidiendo órdenes.
Palacios va y viene por popa. Mira el sitio donde la figura familiar del teniente de los Heros
se evaporó para siempre, examina la memoria de sí mismo inventariando cuanto falta por hacer.
De pronto se animó.
—¡Real Felipe!
—Diga, mi teniente.
—Se necesita música, zambo. Hay buen tiempo.
En el portalón de la “Unión” el Almirante cuchicheó sus últimas instrucciones a García y
García. —¿Listos, muchachos?
—Listos.
—Vamos a cantar algo especial, mi teniente, en homenaje a los capitanes Arellano y
Bustamante que nos están escuchando.
—Cuidado, zambo, no te vayas a ganar un arresto.
—¿Qué es esto, mi capitán? Se trata de una canción cuyo autor es el señor Tunante, que
escribe en el diario “El Nacional”, mi capitán.
—Ya pues, empiecen —se impacientó Palacios.
Aplausos en popa de su blindado llamaron la atención del Almirante acercándose a bordo de
su falúa.
Tengo una chinita que me quiere más que a la Virgen Santa cuando va a rezar......
Los cantores del “Huáscar” y de la Columna Constitución se acompañaban con guitarra,
mandolina, cajón y rondín.
Una rápida sonrisa pasó por el rostro de Grau cuando subió al monitor.
—¿Una fiesta?
¡Ah, si usted supiera señor capitán que vida tan perra la del melitar!
—Son los músicos de Palacios —contestó Aguirre —Dice que necesitan cantar un poco. —
Buena idea. Nos vamos.
—¿A Punta Tetas?
—Sí, Elías. Esta noche visitamos Antofagasta.
El “Huáscar” cabeceó arrancando al norte.
.. . Cuando no la veo no sé qué así tengo ganas de irme al hospital.. .
Se amontonaba la guarnición en toldilla, llevando el ritmo con palmadas. Bustamante,
Arellano y Palacios carcajearon. La gruesa voz de Máximo Rentería parecía sostener el caricioso
canto del lanchero Quiterio Gallardo.
.. .Mientras hago guardia corazón leal
Cincuenta garantas se agregaron al coro.
. . .¡Ah si usted supiera señor capitán qué vida tan perra la del melitar!. ..
En el camarote que ha ocupado siete años y once meses exactos, el Almirante se despoja de
la levita y los botines, también de la camisa. Observa sus pies blancos moviendo los dedos antes
de enfundarlos en sus pantuflas de Oriente. Tumbado en la litera escucha crujir al buque. Aquel
laberinto de acero donde respiran, se alimentan, sudan, defecan y mueren más de doscientos
tripulantes, también es su casa. No está mal: guardia marina en 1854, alférez de fragata en 1856,
teniente segundo en 1863. teniente primero en 1864, capitán de corbeta en 1865, capitán de
fragata el mismo año, capitán de navío en 1868. Y ahora Almirante del único solitario monitor a
su mando. Nadie lo podrá convencer de haber hecho hasta ahora algo de veras extraordinario.
Suspiró casi quejándose. Pese a la trepidación de la hélice y al ruido del mar agitándose contra el
casco, escuchó las voces de quienes cantaban en popa. ¡Ah si hubiera un práctico sucedáneo de
la muerte! El sueño sueña: rara vez descansa más profundo que la muerte. Espejos son,
repitiendo carnosos pensamientos de colores, obstinada apremiante linterna mágica estrenando
vaticinios, soñar que todo es de piel y hueso, soñar que no soñábamos.
Rentería cajoneaba contemplando pasar errabundos pelícanos de regreso a rocosos refugios.
.. .Todos si es que muero ay me olvidarán ella, sólo ella no olvida jamás.. .
La distancia que los separa de casa, el atardecer, la soledad en el océano endulzaba sus
voces.
.. .Si morir me toca nos han de enterrar porque ella de pena sé que morirá.. .
Llorarán cálidos callejones peleadores del Callao, llorarán enjalbegados hogares paiteños,
lejanas madres europeas y neoyorquinas. Si los matan y destruyen al “Huáscar”, llorará un país
intuyendo por primera vez que la guerra se puede perder. Palacios sonrió con amargura al
recordar a injuriados caballeros limeños que prometen echar a los chilenos si es preciso con los
puños.
.. .Ah, si usted supiera señor capitán qué vida tan perra la del melitar!. . .
Boca arriba duerme el Almirante. ¿Qué hacen aquí Enrique y Oscar con atuendo marinero?
Váyanse. Pronto llegarán enemigos. También Miguel Gregorio se acerca a mover los labios sin
que sonido alguno notifique al Almirante la razón de su angustia. Avisa Miguelito y su
padre no consiguió descifrar el mensaje. Para ver a Dios, la muerte. Para soportar agonías, la
muerte. Para el tedio, la muerte. Para no sentir más curiosidad, la muerte. Para curar del miedo,
la muerte. Comprimían muerte en confites infantiles, la dosis del olvido realizado como un acto
de amor hacia sí mismo: mueren de veras en el gran regazo inactivo del tiempo, da igual ahora
que más tarde, basta un trozo de muerte para morir enteramente. Volvió Miguel Gregorio y
Doloritas no ha de saludarlo. No es necesario morir un siglo para haber muerto, bastaba
parpadear y entretanto no haber sido nunca ni ser jamás el mismo de antes. Dicen, papá, que los
recién muertos creen nunca haber existido y los que regresan ya separados del espanto, no
recuerdan el placer de quitarse el cuerpo y ser no siendo. Pero morir tampoco es solución, hasta
la muerte se repite, aún multiplicada al infinito no hay en ella nada nuevo. ¡Nada! Empapado en
sudor el Almirante yace inmóvil, gritando sin gritar que se lleven a sus hijos del monitor.
La batalla va a empezar. Vista desde la vida, la muerte no era del todo natural, algo falló en
la separación de la luz y Las tinieblas infectándose lo uno de lo otro. Todo quedó en dos
vagamente opuestos y no siempre entre exactos contrarios, porque no es la mañana el reverso de
la noche sino su continuación y
antecedente y el viento combate con el sauce, rara vez lo acaricia. Bufa el monitor al norte y
luego al noroeste. Vete de aquí, Miguel Gregorio. Te van a matar otra vez. ¡Almirante! Dicen a
haber visto a Dios, pero no hay memoria fidedigna como no sea este rastro del caos, la gran
locura superior en tontas órbitas puntuales. Acaso El ansiaba fabricar su propia muerte a fin de
no soñar más la soledad de Dios. Si al fin algo tuviera sentido, si nada ocurriera en vano. Muerte
efímera, muerte imposible, muerte de muerte. ¡Almirante, Almirante! Fuera de aquí, todos.
¡Señor Grau! Alcíbar lo sacudía. Despertó con el cuerpo adolorido, tan húmedo como si saliese
del mar.
—¡Almirante! ¡son casi las siete!
Angamos, 8 de octubre
A la una y veinticinco de la mañana del 8 de octubre, el Almirante avistó las luces de
Antofagasta. Quedará la "Unión" patrullando entre Punta Tetas y Playa Brava. El gran
campamento enemigo dormía. Palacios subió a la cofa con sus binoculares. Entraron hasta los
arrecifes. A la luz. de la luna el teniente examinó el muelle: ni rastro de pertrechos. Tampoco hay
transportes chilenos, ni tropas vivaqueando en la explanada o a la espera de embarcar. Se deslizó
de regreso a cubierta. Cumplen siete días sin ver buques de guerra enemigos.
En el puente Grau escuchó el informe con rostro inexpresivo. Sospechaba. Paseó de babor a
estribor acosado por premoniciones. Su locuacidad del mediodía cedió a un sombrío humor a la
hora de la cena. Olvidó inicial la conversación en la mesa de oficiales, así que todos comieron en
silencio, de reojo atentos a la tristeza del Almirante. Ahora enfocó sus catalejos y confirmó la
indiferente calma del cuartel general chileno.
Dios no lo quiera —adivinó—. . .caímos en la trampa. ¡Señor Aguirre, a toda fuerza y al
noroeste!
En la bahía de Morenos, seis millas al norte de Antofagasta, el “Blanco Encalada” recibió
por heliógrafo la orden de arrancar. “Covadonga” y “Matías Cousiño” siguieron al blindado.
—¡Redoblen guardia de vigías! —Grau disparaba órdenes mientras sus sentidos se tensan a
la vista de ese horizonte plateado por el resplandor lunar —Melitón... ¡listos para forzar
máquinas! —¡Humo a estribor! —gritó un vigía.
—¡Tres buques, Almirante!
—¡Avisen a la “Unión”!
El telégrafo óptico parpadeó señales.
BUQUES ENEMIGOS
—¡Al oeste! —por fin Grau había cometido un error. Los chilenos estuvieron esperándolo
pegados a la costa —¡Sala de máquinas, quiero sesenta revoluciones!
Lo» buques enemigos le cerraban pasto al oeste y al norte.
Tuvo que virar al suroeste.
Veintiséis libras de presión, bufó Wilkins. Ojalá no revienten esos tubos casi obturados por
sales y el calcinamiento de tres meses de campaña. A las cuatro de la mañana la hélice alcanzó
sesenta revolucionas.
—¡Oeste! —ordenó virar otra vez.
La “Unión se pegaba al monitor para ocultarlo de los buques chilenos.
—Es un blindado, no hay duda —informa Ferré —Los otros parecen la “Covadonga” y el
“Matías”.
—¿Podría ser el “Cochrane”? —se preocupa Grau. Ha de andar doce nudos después de su
reparación en Valparaíso.
—Me parece el “Elefante Blanco”, señor —interviene Palacios.
—Distancia, cuatro millas —anuncia Aguirre.
La “Unión” fabrica una espesa cortina de humo negro. Cambió rumbo al sudeste y luego al
sur. García y García exigía el máximo esfuerzo a su máquina. Se exhaló a casi doce nudos.
—¡Mordieron! —Ferré vio que los chilenos perseguían a la corbeta mientras el blindado se
aleja hacia el oeste.
El alba empujaba calichosos bancos de neblina hacia el mar. Sopla viento fresco del sur,
desfavorable para la marcha del monitor. García y García siguió arrastrando a los chilenos hacia
la costa. Ahora el “Huáscar” ponía rumbo al norte, a favor del viento y las corrientes.
—¿Velocidad?
—Diez nudos, señor.
Pronto habrá aclarado completamente. La “Unión” continuaba su paseo haciendo humo
frente a los chilenos. El último amanecer y no lo saben. Muertos inminentes permanecen en sus
puestos de combate. Miguel Grau los sacará de cualquier aprieto.
LA TORRE A MINISTRO DE GUERRA SOTOMAYOR
¡Escapaban! No importa la luz que llega brumosamente, avanzan más rápido que la primera
división chilena que al fin descubrió el engaño y cambió de objetivo. Palacios calcula que traen
una marcha de seis a siete nudos. La “Unión” se abrió de tierra para sobrepasar al enemigo que
se mantiene cerca de la costa.
—Son sus buques más lentos —comentó Ferré. Reconocía claramente al “Blanco
Encalada”. La corbeta peruana voló a ponerse a babor del blindado.
—¿Sostenemos la marcha en sesenta revoluciones, Señor?
—indagó McMahon en el puente, preocupado por el calamitoso estado de sus tuberías.
Las cinco y cuarenta de la mañana.
ZARPAMOS DE MEJILLONES RUMBO SO HORA 4.15 SEGÚN
PLAN CONVENIDO. VIVA CHILE.
La primera división enemiga quedaba atrás.
—Disminuyan velocidad —concedió el Almirante —Cincuentidos revoluciones.
Navegaron a nueve millas por hora. Roca Esmeralda, Boca Laeartos. Monte Jorjino.
Herradura. Punta Low. Angamos. Gualaguala, Punta Falsa: el rocoso litoral hasta Tocopilla se
proyecta por la memoria de Grau. Conoce cada pulgada de costa en este océano en el que no
puede cometer una segunda equivocación. No repetirá su acostumbrada maniobra de arrancar
veinte millas al oeste para después navegar hacia aguas peruanas. Pese a los 300 sacos de carbón
transbordados esa tarde, el monitor sigue escaso de combustible. Calcula que el resto de la
escuadra chilena lo espera lejos de la costa. Decidió forzar su paso al norte arrimándose a tierra.
Para lograr su propósito tiene que vencer Punta Angamos, que entra profundamente hacia el
oeste. No hay duda: le tendieron una trampa desde el “Cotopaxi”. La cárdena penumbra que
permitió al “Blanco Encalada” reconocer a su verdadera presa, se disolvió neblinosamente.
Ahora cruzaban una flotante irrealidad celeste. A ratos sus perseguidores se esfuman detrás del
húmedo vaho matinal. Rizaba el viento esa superficie brillosa, como un jaboncillo. En el
horizonte se fundían mar y cielo en una pálida totalidad apenas azul, atravesada por chillantes
batallones de gaviotas. Se ve tierra como algo gris, remotamente sólido. En toldilla, la infantería
de marina contempla a los chilenos quedándose atrás.
—¡Chis! —rió Rentería.
Las siete y quince de la mañana.
—¡Humo a la vista
Qué ganas de vivir o estar en casa. Grau dirige sus binoculares al noroeste. La neblina
impidió que identificara al buque. ¿Chileno? ¿Inglés? Venía a su encuentro a toda máquina.
—¡Son tres buques, señor!
Se cerraba la trampa.
—¡A toda máquina! —tronó el Almirante—¡Diez a estribor!
BUQUES ENEMIGOS
Parpadeó el telégrafo de la “Unión”. García y García creyó identificar a la segunda división
chilena, integrada por sus buques más rápidos: “Cochrane”, “O’Higgins” y “Loa”. Calcula el
comandante Salaverry que de no haberse distraído en Antofagasta, habrían pasado lejos de la
primera división a las once de la noche, a treinta millas de Punta Angamos en la madrugada y a
veintitrés millas al norte de la segunda división al romper el día. Uno de los buques chilenos
tomaba la delantera por el noroeste. Salaverry reconoció sus cofas blindadas.
¡El “Cochrane” a la vista a diez millas!
—El General Prado ha ordenado no entablar combate a menos que no se pueda escapar —
dijo García y García a sus oficiales reunidos en el puente. Mostró el pliego de instrucciones. Si
se separan del “Huáscar” pueden emplear la velocidad de la corbeta para dividir la formación
enemiga y perderse rumbo al norte. Los oficiales estuvieron de acuerdo —Muy bien,
suscribiremos un acta con el acuerdo de esta junta... ¡A toda máquina!
La “Unión” maniobró a popa del monitor, ganándolo a toca penoles por estribor.
García y García y del Portal oyeron los tambores del “Huáscar” redoblando ataque. A veinte
metros de distancia vieron a los jefes en el puente: Grau, Aguirre y Gárezon. El blindado se
prepara para el combate. Se decían adiós sólo con la mirada. Nadie alzó una mano, nadie agitó su
gorra. Tampoco el Almirante aparta los ojos de sus camaradas. Se le veía macizo y silencioso,
recubierto de la terrible soledad del mando en el momento de las decisiones sin retorno. No
movió un músculo mientras su vieja “Unión” pasaba al costado del monitor a doce millas por
hora. Elegía entre la vida y 1a muerte. Adivinaron su decisión: combatir hasta el fin. Su pequeño
blindado con dos anticuados cañones de 300 y dos de cuarenta contra doce rápidos modernos
Armstrong de 250, seis de 115, veintiocho de otros calibres y siete ametralladoras navales
Nordenfeldt. Navegaba el “Huáscar" a sesenta revoluciones, pero no basta: el “Cochrane” vuela
a interceptarlo.
McMahon subió al puente para observar la posición del enemigo
—Cuatro revoluciones más —pidió Grau.
—Haré lo posible —prometió el primer maquinista.
En la sala de máquinas se inflaron las calderas. ¡Treinta libras de presión! ¡sesenticuatro
revoluciones! Nunca habían exigido tanto al veterano “Huáscar”. Si los fondos no estuvieran
inmundos, con 7 pulgadas de vacío y buen carbón de Cardiff ésta mañana andarían a más de
doce nudos.
—Su espada, señor —Alcíbar miró gravemente al Almirante.
—Si es preciso, trasladaremos el hospital a la sala de máquinas —decidió Távara.
—Viva el Perú! —bramó el contramaestre Dueñas.
. —¡Cinco mil doscientas yardas! —Rochón en mano, sentado encima de la torre de
combate, las piernas colgando fuera, Palacios anuncia la distancia que los separa del enemigo.
Brilla por fin el sol sobre la cordillera, pero sin evaporar totalmente la neblina. Le pareció
acercarse a la batalla dentro de una burbuja celeste, en derredor de la cual se abrillantaba un
resplandor anaranjado. La tripulación vitoreaba al taciturno Almirante —¡Cinco mil yardas!
Si mantienen el mismo rumbo, los dos buques peruanos quedarán aconchados.
—¡Todo a estribor! —gritó Grau. ¡Hasta la vista, compañeros! ¡Cumple las órdenes y
sálvate, Unión”!
Viró el monitor bruscamente a tierra. Ahora no podrá el blindado encerrar también a la
corbeta, que quedó libre, con rumbo al norte. El Almirante vio al “Blanco Encalada” a su
verdadera máxima velocidad de casi diez nudos. El comodoro enemigo Galvarino Riveros
mandó ir despacio para que Grau, suponiéndolo averiado, no forzara su marcha. La primera
división chilena se limitó a empujar a los peruanos al encuentro de la segunda división.
—¡Cuatro mil yardas! —se oyó a Palacios.
Los habían acorralado.
“Real Felipe” frunció la bemba. Perú carnicero, Patria cruel y presuntuosa: lo había
maltratado desde la infancia. Esclava su madre, esclavos sus abuelos. Sus antepasados repartidos
en haciendas de algodón y caña, subastada su sangre, al mejor postor; la propiedad de sus
sueños. Pero él había crecido libre en pestilentes tugurios del puerto. Su enorme musculatura
alimentada con sudado de bonito y vísceras y sangre de buey se hinchó mientras se ponen a tiro
del enemigo. Cambió miradas con Santos Beltrán y el soldado Talavera que ayudan a servir la
ametralladora.
—Usted es un muchacho, váyase de aquí —dijo Rentería —Nosotros podemos disparar
solos.
Tizón sonrió.
—Gracias, zambo. Este es mi lugar.
Rentería sintió admiración por el aspirante de quince años.
—Bueno pues, ¡qué diablos! ¡También es el mío! ¡Muchachos, de aquí nadie baja
avergonzado!
—¡Tres mil yardas! —gritó Palacios todavía sentado encima de la torre.
—¿Podrás pegarle al puente? —el comandante Elías Aguirre asoma por una tronera junto al
cañón de la derecha —No vale La pena golpear su blindaje a esta distancia.
—Difícil —murmuró Santillana, a cargo de la pieza. Casi han agotado sus proyectiles de
segmento. Pronto tendrán que usar los sólidos. Al otro lado de un tabique acorazado, el teniente
°. José Melitón Rodríguez dirige el otro cañón de 300 servido por Diez Canseco, dos
condestables ingleses y diez artilleros de preferencia. Al teniente 2°. Santillana se le serraba la
garganta —¿Distancia?
—¡Dos mil ochocientas yardas! —Palacios no se movía de su observatorio.
—¡Batallón Ayacucho, a estribor! —gritó el mayor Ugarteche dominando el redoble del
tambor—. ¡Constitución, a babor! ¡Cubrirse bien!
—No puedo hacer puntería por elevación, comandante. Tendrá que ser tiro directo —dijo
Santillana.
El Almirante contempla llegar a su enemigo con las haterías en silencio. Tal vez crean que
ha decidido estrellarse contra la roca Aligamos. Dio un vistazo a la “Unión" que seguía
escapando, ahora perseguida por la “O’Higgins” y el “Loa”. Nada más vivió para llegar a este
día y a este lugar en el puente de mando del “Huáscar”. Rendirse, todavía. o seguir derecho, a
naufragar contra escollos que se acercan. Dentro de su cráneo rebotan visiones. No importan sus
deseos de vivir o su tristeza.
ahora sus hombres son el Perú. Doscientos cuatro harapientos desesperados sin desayunar ni
afeitar, zambos y oficiales e inmigrantes y cholos de toda la costa: he aquí a la Patria. Muchos
sucumbirán sin haber recibido el nuevo urgente par de zapatos por quintuplicado siempre, o sin
cobrar alcances y socorros por toda la maldita guerra. ¡Cuántos meses perdidos en escribir
solicitudes que no
fueron atendidas!
—¡Dos mil trescientas yardas!
—¡Quince a babor! —ordenó el Almirante —¡Fuego!
Las 9 y 25 de La mañana.
Fracasó el disparo. No importa. Grau espera que a su vez guiñe el “Cochrane” a cañonearlo
en andanada, abriendo así la última oportunidad de zafar hacia el norte. Pero el acorazado
chileno mantuvo su rumbo inalterable.
—¡Todo a estribor!
—¡Mil quinientas yardas!
—¡Presión 30 libras! —leyó McMahon. El “Huáscar” evoluciona a 10 3/4 millas por hora,
estorbado por lapas, caramujos y piojos de mar que forman una costra bajo su casco —Tom. . .
vuelvo a cubierta, hazte cargo.
—¡Mil yardas! —Palacios veía crecer el alto blindaje del “Cochrane” —¡Apunten bien! ¡No
desperdicien granadas!
—Le entraremos al espolón —el Almirante parecía morderse a sí mismo —¡Todo a babor!
¡Mantengan fuerza al máximo! ¿Distancia de la otra división?
—“Blanco Encalada” a cuatro millas —dijo Ferré.
—¡Quinientas yardas!
—¡Todos a cubierto! —gritó Grau empujando a Ferré a la torre de mando.
El blindado giró en redondo para embestir al enemigo. El “Cochrane” descargó dos
cañonazos antes de esquivar al monitor.
—¡Baja de ahí, Enrique! —gritó Aguirre.
—¡Cuatrocientas setenticinco yardas!
—¡Baja, te digo! ¿Quieres hacerte matar?
—¡Trescientas yardas! —ahora Palacios se zambulló en el cubichete —¿Cuál es mi sitio?
—A la plataforma de servicio —ordenó el segundo jefe—.
Santillana, a la plataforma inferior.
—Sí, mi comandante.
—“Blanco Encalada” a tres millas.
Tizón barrió la cubierta chilena y le contestaron las Nordenfeldt. Un calor se esparce por el
cuerpo del aspirante mientras todos los colores se transforman en intensidades de gris.
—¡Viva el Perú, muera Chile! —gritó el sargento Retes cuando las balas del “Cochrane”
astillaron cubierta. Se irguió en toldilla —¡Fuego! ¡fuego a discreción!
La atrevida maniobra de Grau para hundir su espolón en la obra muerta del blindado,
fracasó cuando el “Cochrane” pareció clavarse en el océano y girar sobre sí mismo usando la
ventaja que le daban sus dos hélices, para virar sesenta grados a babor. A doscientas yardas
Melitón Rodríguez ensayó un tiro directo.
—¡Fuego!
El proyectil rebotó contra la coraza del “Cochrane”.
¡De nuevo al espolón!
Dos explosiones sacudieron al “Huáscar”.
—¡Estamos sin gobierno! —se oyó gritar a Carvajal desde la rueda de combate.
Una granada deshizo el guardín de babor, rompiendo por ese lado la conexión entre la rueda
y el timón. Otro proyectil abrió el blindaje a proa y estalló en el sollado.
—¡Aparejos, rápido! —replicó el Almirante. Conoce las mañas del monitor: ahora girarán
sin pausa a estribor.
Carvajal resbalaba sobre charcos de sangre en la cámara de oficiales. Los cirujanos cosían o
atontaban con narcótico a los heridos. Cocinero, Calafate, carpintero, grumetes, bocafragua
siguieron al secretario de Estado Mayor a popa. Por allí empezaron a anudar expertamente un
aparejo de emergencia que moviera el timón a fuerza de brazos.
—¡Mejor nos diesen piedras! —barbotó Rentería exasperado porque sus balas rebotaban en
el blindaje de las cofas enemigas. Las malditas Nordenfeldt tiroteaban a la ametralladora
peruana. A diferencia de los chilenos, Rentería no puede protegerse tras una coraza. A su costado
se chorreó mugiendo el soldado Talavera. De las piernas de Santos Beltrán brincó un surtidor de
sangre.
—¿Está usted bien, señor Tizón? —Rentería recuperaba su tamaño.
—¡Hazles torniquetes, zambo! ¡Apúrate! ¡Munición, pronto!
Carvajal inspeccionó el aparejo de poleas. Dos filas de hombres tiraban de los cabos. Corrió
hacia el puente.
—¡Listo el timón!
Los tiros chilenos habían desgarrado la bandera del “Huáscar".
—¡Ízen pabellón y al ataque! —Grau calcula una doble maniobra para sorprender al
acorazado con su espolón. Sacaba medio cuerpo fuera de la torre de mando. Prefiere combatir a
pecho descubierto, de acuerdo con la tradición de Nelson.
Ferré corrió hacia el mástil.
—¡Máquina a toda fuerza!
—¡Toda fuerza!
Subía la bandera.
—¡A estribor!
—¡Estribor!
—¡Todo a estribor!
—¡Viva el Perú! —gritó Ferré con la gorra en la mano.
El “Cochrane” volvió a descargar sus gruesos cañones.
Las 9 y 55 de la mañana.
Ojos puestos sobre la esmaltada superficie azul, vitalicios recuerdos, pulsante querella de
cuanto se obstinaba en combatir, huesos fusibles, sus partes en asamblea, sus jugos en reunión
reconocieron la magnitud del estampido. He aquí el puntual empedernido proyectil. Se fue
deslabonando en gotas, disgustado por la súbita anarquía de sus dientes que chirriaban al
incrustarse en el blindaje. Antes de que lo impermeable trasvenara su sangre y que olores
oceánicos sustituyeran el hedor de su propia carne abrasada, antes de que lo escarbaran esquirlas
y a borbollones se descoagulara gasificándose, antes de que La granada Palliser demoliera la
blindada torre de mando desintegrando su tronco y su
cabeza y sus dos brazos y una pierna para espolvorearlo sobre las aguas de Angamos, el
Almirante ordenó entrar al espolón.
Un cuerpo intacto cayó de la torre y el entrepuente se llenó de humo y escombros.
—¡Hagan funcionar esas cigüeñas! —rugió el comandante Elías Aguirre en la atascada torre
de combate. Forcejeaban con cañones que pesan doce toneladas. Nadie vio desaparecer al
Almirante.
De la roda al codaste sufrió el “Huáscar”. Escapes de vapor gemían en la chimenea. Dueñas
miró desconcertado en derredor suyo. El monitor se quejaba. Aquella voz, entre gruesa y
lastimada, llama al Almirante. Deshechos los guardines, el ¡buque navega sin gobierno. Regresó
sobre sus aguas, describiendo círculos siempre más cerrados, como si el espolón husmeara el
rastro del señor Grau. Tensaban poleas y cabos sin que la fuerza de muchos hombres consiguiera
contrariar los movimientos del blindado. Exactamente siete años y once meses ha sido su jefe.
Balazos chilenos perforaron chimenea y tubos mollificando el gemido del vapor que exhalan las
calderas, como por una tráquea. Su ululación oprimió el ánimo de los guardianes. ¿Qué ha
sucedido? ¿Por qué se lamenta el “Huáscar”?
—¡Señor Carvajal! ¡mi comandante! —el mayordomo Pineda se abrió paso a popa
apartando heridos —¡Ha muerto el Almirante, señor Carvajal!
Por la estrecha penumbra interior del “Huáscar” cargaban el cadáver de un oficial.'
—¡Pónganlo aquí! —gritó Távara.
El cirujano Rotalde acercó una vela.
—Es el teniente Ferré.
—¿Y el Almirante? —ensangrentado hasta los codos, Távara examina el cuerpo del
teniente. Reventó por dentro. Dicen que el mismo proyectil mató a Miguel Grau —Llévenlo al
camarote del primer jefe.
Alazos negros, como si encima suyo hubiera pasado un corpulento pájaro, sobresaltaron a
Rentería. Miró el cielo y su vista se perdió por un infinito despejado. Luego miró la cubierta
humeante bajo la cofa y descubrió la enorme llaga negra abierta por la explosión en el puente.
—¡Vea usted, señor Tizón!
—¡Almirante! ¿dónde está usted Almirante? —las manos de Carvajal empujaban la
humareda por el entrepuente—¡Miguel, por Dios! ¡responde, Miguel!
Se izó por la escala caliente. Ardía el teak en la torre arrasada. Después vio al “Cochrane”
volviendo a descargar su artillería. Rasaron granadas sobre el comandante y otra explosión en
popa hizo perder gobierno al monitor.
—Voy por proyectiles —Rentería se desliza a cubierta.
—¡Cuidado, zambo!
El blindado volvía a acercárseles con sus cofas Humeantes. Rentería se contoneó
esquivando balazos. Había caído en el flanco amenazado. Consiguió llegar al puente. Encontró a
Isidro Alcíbar removiendo ruinas en busca del Almirante. Lo contempló arañar carbones
mientras cambiaban cañonazos con les chilenos a 200 yardas.
Detrás de sus ojos, dentro de Alcíbar y, visto desde su cabeza, también en derredor suyo
sólo
hay vacío.
—¿Dónde está el Almirante? —“Real Felipe” sacudió al ordenanza —¿Lo han llevado al
hospital?
—¡Rentería! —rugió el guardián Ríos —¡A su puesto, carajo!
Las 10 y 03 de la mañana.
Carvajal atravesó cubierta. En la batería, José Melitón Rodríguez consiguió mover su cañón.
No pudo hacer puntería. ¿A dónde diablos va el “Huáscar”?
—¡Comandante Aguirre! —Carvajal estaba tiznado por las explosiones
—¡El Almirante ha muerto! ¡Contráigase usted al gobierno del buque que yo me encargo de
la torre!
Oficial de Estado Mayor, Carvajal entregaba el mando de guerra al segundo jefe en la
cadena del gobierno a bordo.
Las 10 y 05 de la mañana.
El comandante Elías Aguirre es el nuevo primer comandante del “Huáscar”.
A dos millas de distancia, las cornetas del “Blanco Encalada” tocaban ataque.
Solos en este océano, comandante Aguirre. La suerte de doscientas personas depende ahora
de usted. Mandingas crecidos en el Callao, oscuros sechuranos, esbeltos mangaches criados en la
playa de Paita, cholos macizos del Batallón Ayacucho, también ingleses y norteamericanos de
cabezas amarillas y rostros color jamón, artilleros griegos, mozos de París, filipinos de corta
estatura, un batallón polígloto cierra filas detrás de esas planchas de fierro, atentos a la decisión
que brota de la garganta de Aguirre.
—¡Al espolón! ¡Villavicencio, Sotomayor! —llamó a los aspirantes. Tendrán que correr por
el buque transmitiendo sus órdenes —¡Que cierren caña a estribor! ¡Toda la fuerza!
Barba igual a todas las barbas, dientes que no son sobrenaturales, pies por lo común
fatigados después de largas jornadas parado en el puente. Si los héroes son como yo, declaro que
no hay héroes en el mundo. Rentería sacudió la cabeza. ¡Muerto el Almirante! Con voz temerosa
los tripulantes esparcían la noticia. ¡Grau murió en su puesto. de combate! ¡Estamos solos!
Doscientos héroes harapientos, con los zapatos agujereados, sin balas para acabar el combate
recuerdan a su jefe. ¿Qué será de nosotros? ¡Muerto el Almirante! Quemado, pulverizado,
volatilizado. ¡Maldito morbo de pólvora! “Real Felipe” echa otra caja de munición a su espalda y
trepa a la cofa. Señor Tizón, mataron al Almirante, señor Tizón. Se fue así, dijo chasqueando los
dedos. Recargaron la Gatling. A ratos mira Rentería el puente destrozado, como si aún fuese
posible la reaparición de Grau. ¡Ahí vuelven los chilenos, señor Tizón! “Real Felipe” miró el
cielo como conversando con el Almirante. Fuego, ordenó Tizón. Directo a las cofas, zambo.
Aguirre crecía subiéndose por la torre de combate para observar al enemigo.
¡Cinco a babor! —vio el buque chileno a 300 yardas de su proa y gruñó—: ¡Lo tenemos,
casi lo tenemos!
—¡Mantengan rumbo! —vocifera Gárezon a cargo de los aparejos de gobierno.
Viéndose embestido, el jefe del “Cochrane” ordenó a su vez entrar al espolón. Los dos
blindados se acometían con todo el poder de sus hélices.
—¡Cien yardas!
Las 10 y 08 de la mañana.
—¡Cúbranse! —Aguirre salta dentro de la batería —¡Vamos, muevan esos cañones!
—Treintidós libras de presión —leyó McMahon en la indemne sala de máquina.
Cuarenta tripulantes tensaban los cables del timón.
—¡Ahora, disparen!
Los blindados se cruzaron casi raspando sus cascos. A boca de jarro, primero cañoneó el
“Cochrane”. Un proyectil de acero enfriado horada el blindaje de la torre y estalla contra los
muñones y el compresor del cañón de la derecha. La conmoción mató a los artilleros Dunnet y
Varnish. El teniente 2°. Santillana subía de la plataforma interior cuando el golpazo de aire
endurecido lo aventó de espaldas hasta el entrepuente. A ratos parece que fuera a derrumbarse un
trozo de blindado. Planchas de diez centímetros de espesor soportan el choque de granadas que
llegan a 5,000 yardas por segundo. Suena el casco romo si lo aplastara un martillo poderoso,
rechinando la coraza a medida que los proyectiles la rompen y atraviesan para estallar contra los
mamparos interiores. Avanzan sacudidos, siseando. Un caldo de sangre y agua de mar se mueve
a impulsos del balance por estrechos pasillos. Santillana se levantó por la oscuridad pestilente a
hombre achicharrado y tanteó el regreso a la batería. También se incorpora el comandante
Carvajal, sintiendo sus ojos vaciados por el impacto: tropezó con el cadáver del artillero
Caloyeras y se fue de bruces. Santillana lo arrastró hacia el entrepuente.
Las 10 y 10.
El teniente 2°. sentía los tímpanos aplastados. Una esquirla cortó su oreja y sien izquierda y
la sangre le empapaba el cuello. No recuerda otra cosa que el estampido y al señor Carvajal
delante suyo, soportando lo peor de la explosión. Le había servido de biombo. Dos tripulantes
depositaron sobre el piso a otro oficial cerca de Santillana. ¿Quién eres? Palacios se retorció
sosteniendo su quijada con las manos. A borbotones la sangre a hilachas la lengua, a pedazos el
paladar. ¡Maldita guerra! Un pañuelo, quién tiene un pañuelo, alfileres, algo que sirva para cerrar
esta mandíbula y seguir combatiendo.
Muerto el artillero Perry, señor. Muerto Avenell. Muerto Felippe. Y siete heridos graves, mi
comandante.
—¡Fuego!
El cañón izquierdo manejado por Rodríguez despachó su última granada de segmento contra
la popa del “Cochrane”. Se abrió paso por la aleta de estribor, arrasó el camarote del primer jefe,
deshizo un tubo cohetero, el botiquín y un pañol. Salió a popa de la batería dejando un reguero
de siete heridos.
—¿Dónde estamos? —jadeó Carvajal palpando el aire. Encontró a Santillana —No veo
nada, teniente. Estoy ciego.
—¡Grumete! —Santillana sostuvo la cabeza del comandante —Tranquilícese, señor.
Los grumetes se acercaron tropezando con escombros y mutilaciones humanas. Siguen
atascadas las cigüeñas, piden más brazos para maniobrar los aparejos del timón.
Llevan al comandante a la enfermería —el teniente se mantuvo de pie con esfuerzo —Y
traigan agua para refrescar al señor Palacios. ¡Vivo, vivo!
—¿Ha muerto el Almirante? —Rodríguez observa los destrozos causados por las granadas
enemigas.
—Descansa un rato —dijo Santillana a Palacios que por señas rehúsa ir al hospital.
Las 10 y 12.
El “Blanco Encalada” cañoneó la popa del “Huáscar”. ¡Otra vez deshechos los aparejos! El
grumete Medina anudaba un pañuelo reuniendo la quijada con el rostro de Palacios. Después se
mojó el rostro.
Sacaban a los heridos de la batería cuando Santillana subió del entrepuente.
¿Y su cañón no puede hacer ni un disparo? —pregunta Aguirre al tenientel0 Rodríguez.
—Compañero, ¿qué es de su gente? —a su vez Rodríguez interroga a Santillana por sobre
un montón de cuerpos Trate de poner su cañón en batería.
¡Guardián Ríos! —llama Gárezon saliendo de los escombros de popa para tender nuevos
aparejos de timón.
—Ha muerto, mi teniente.
—¡Noguera!
—Muertos, todos muertos —el maestre de víveres Mejía sacude su cabeza gris.
Ahora Távara amputaba y cosía en el departamento de máquinas. Las explosiones a popa
deshicieron la cámara de oficiales. Hasta el cadáver de Ferré fue arrasado por los tiros. Aquí
están más o menos seguros. Tendrán que pegarle bajo al monitor, casi encima de la línea de
flotación, para que las granadas del enemigo estallen en la sala de máquinas. Dos cañonazos
deshicieron la lumbrera y el cubichete. Otra granada entró desde popa, arrastrando una estela de
astillas y esquirlas. Távara aceptó unos sorbos de agua a Wilkins cuando estribor reventó. No
sabe si han pasado minutos o tal vez una hora. El cirujano mayor quiso incorporarse y creyó que
se derramaban sus tripas. Con experta mano se tocó el vientre y suspiró aliviado de sabérselo
entero. Luego persiguió focos de dolor, adivinando la magnitud de sus heridas. El esfuerzo por
alcanzar su piel inmediata hizo que cayera de costado. A oscuras bajo el blindaje, supo que yacía
entre cuerpos mutilados. Se le adhieren coágulos ajenos. Alguien chapoteó sobre la sangre. El
viento que entraba por el agujero abierto en el blindaje alivió momentáneamente a los sofocados
maquinistas. Pronto se ventiló el denso humo de los incendios bajo cubierta. Távara pudo ver
trozos de mar grisáceo subiendo y bajando casi a su mismo nivel. McMahon ayudó a Wilkins a
levantarse. Ambos examinaron el boquete dejado por la granada. La máquina del monitor está
cubierta con pedazos de mobiliario. Sin embargo, no sufrió daños.
—¿Doctor? ¿está usted vivo, doctor?
Távara contestó con un quejido.
—Lleven al doctor al pañol de la máquina —ordenó Wilkins a los fogoneros que llegaban a
auxiliar. Se inclinó sobre el cirujano mayor —Ahí estará bien, doctor. El comandante Carvajal le
hará compañía. Tizón comprimió su pañuelo contra el pecho herido de Rentería. Ya me fregué
señor Tizón. Calla zambo, ojala no te dé fiebre. ¿Y cómo se sabe, señor Tizón? Bueno, zambo,
dicen que se siente mucha sed... mejor no hables. “Real Felipe" blanqueó los ojos luego de
observarse el balazo. La verdad, la lengua se le atascaba de sed. Tres veces se quiso parar a
seguir disparando la ametralladora y tres veces cayó. Agotadas las balas, el adolescente
encargado de la Gatling asistía inerme al combate. Miró al
“Cochrane” y al “Blanco Encalada” estrechándolos tanto que debieron suspender fuegos
para no herirse entre chilenos. “O’Higgins” y “Loa” persiguen a la “Unión” por el horizonte.
Pronto sólo quedará la corbeta para combatir por el Perú.
Las diez y veinte.
—El cañón está listo —dijo Rodríguez.
Por señas Palacios explica que quiere pelear.
Contempla el comandante Aguirre su deshecho monitor. Casi espera la maciza aparición del
Almirante por el puente, frotando la solapa del paleto antes de ordenar todo a babor y al espolón.
En el lugar de Grau se quema el teak que sostenía la coraza. Pañuelo y alfileres componen el
apuesto desenfadado perfil del teniente2°. Palacios. Sobre el cañón derecho se apiñan muertos.
Humeaba el castillo y también toldilla. Hay incendio cerca de la máquina. En la cofa enmudece
la Gatling con sus servidores malheridos. A ratos el monitor se vuelve loco. Su imprevista
marcha a toda hélice aparta a los chilenos. Le han demolido el timón.
El súbito enmudecimiento de los fuegos enemigos hizo que Rodríguez buscara el pabellón
con la mirada.
—¡Nos creen rendidos! —gritó—¡Estamos sin bandera! ¡Un valiente que la ponga en su
lugar!
François Mazé brincó fuera de la batería y corrió a popa. De la cofa goteaba sangre. Tan
pronto los largavistas chilenos descubrieron al joven artillero francés izando el pabellón, “Blanco
Encalada” y “Cochrane” se movieron a la carga. Ráfagas de Nordenfeldt no impidieron que los
colores del Perú llegaran a su destino.
Por las ruinas de popa se oyeron hurras.
—¡Traigan balas! —grita el capitán Arellano.
—¡Apure, Mazé!
—¡A babor! —el comandante Aguirre apenas oye su propia voz apagada por el aullido de
las bombas que cruzan sobre el “Huáscar”. Sacó la cabeza por un cubichete de la torre de
combate para usar el Rochón.
Las diez y veintitrés.
Oscura amatista moteada de blanco, este mar frío parece rechazar al sol de primavera que
brilla sobre el combate. Costa boliviana a la vista. Sobre las explosiones reman elegantes
pelícanos: sus defecaciones despertaron la codicia internacional. El comandante Aguirre empezó
a cantar la distancia que los separa del “Cochrane”.
—¡Ochocientas!
Rodríguez se dispone a disparar a seiscientas yardas.
—¡Setecientas!
Otra vez gimieron proyectiles, ahora casi chisporroteando contra el blindaje superior de la
torre. El teniente se volvió cuando escuchó derrumbarse a su superior.
—¡Comandante! ¿Está usted bien, señor Aguirre? —calcula que hay seiscientas yardas
—¡Fuego!
Pero Elías Aguirre no se levantó. Parecía boca abajo o, con la cabeza hundida entre los
hombros.
No existe cabeza pegada al cuerpo que sacudió José Melitón Rodríguez.
Las diez y veinticinco.
—¿Comandante Aguirre? —el alférez Ricardo Herrera acaba de reponer los aparejos.
—¡Yo estoy al mando, alférez! —grita Rodríguez. Respiró profundamente —¡Haremos un
último intento de entrar al espolón, quiero que funcione ese timón!
—¡Sí, mi teniente!
Al mayor Ugarteche lo tumbó una granada. Al capitán Bustamante también lo. derribaron.
El capitán Arellano, jefe de la Columna Constitución, asumió el mando de la infantería.
—¡Retes! ¿Dónde está Retes?
—En la enfermería, señor!
La última explosión a popa trituró a tres soldados. ¡Maldita guerra! Hace rato que al capitán
se le acabaron las balas.
—¡Traigan munición! —Arellano enfurecía. El monitor erraba en círculos a estribor
mientras el enemigo hace puntería calmadamente. Ni hay artilleros que hagan funcionar la
batería, ni dispara la Gatling, ni se oye el traquido de sus rifles agotados. Todos los que bajaron
por balas, cayeron en el camino de regreso.
—¡A babor! ¿Qué pasa con el timón? —Rodríguez pegó el rostro a una tronera de la batería
en el momento que reventaba una granada de 250. Setenta proyectiles Palliser, dieciséis de
segmento, doce de shrapnell, fuego de ametralladoras y rifles, siete intentos de cortarlo en dos
con el ariete: y el “Huáscar” sigue moviéndose a toda hélice aunque sin rumbo. Humo en el
arrasado puente de mando. Se incendia popa. Destruidos los pescantes de anclas y bitas. Daos de
la torre rotos. Descuajadas veinte planchas de blindaje. Cabrestantes demolidos, pañoles de
timoneles evaporados, falcas retorcidas: y el monitor no se detiene. Sus cañones de 300 han
retumbado hasta que las granadas enemigas atascaron ejes y cigüeñas de la colisa. Su Gatling
había cortado a tiros toda la maniobra de babor del “Cochrane”, trizado vidrios de cubichete, a
ratos forzado a desaparecer a los soldados en las blindadas cofas enemigas, herido a tres chilenos
y acribillado tres lanchas.
Ahora callaba con sus tambores exhaustos. Pero el “Huáscar” continúa zigzagueando o
virando a estribor. Los blindados a ratos fuerzan máquina para no despegársele, como si temieran
que un inesperado aliento pudiera empujar a su adversario hasta el horizonte. De no haber
encontrado hoy al monitor, la invasión de Tarapacá habría comenzado dentro de una semana,
convirtiendo al “Blanco Encalada” y “Cochrane” en forzudos buques de escolta. Malaria y
disentería postraban a la tropa expedicionaria luego de su largo acantonamiento en Antofagasta y
a todo lo largo de Chile se agita el descontento por el curso de una guerra tan cuidadosamente
preparada. La invasión tenía que comenzar aunque el “Huáscar” atacase por retaguardia.
El blindado peruano ya no tiene mar libre en ninguna dirección. Por segunda vez una
explosión aventó a Santillana hasta el entrepuente. Cerca de él se desangraba Palacios.
—¡Arriba! —gruñó tercamente.
—¡Murió el teniente Rodríguez, señor! —grita un artillero.
Palacios siguió a Santillana hasta la torre. Registraron cadáveres. Por sus insignias
reconocieron los de Aguirre y Rodríguez. Ambos estaban decapitados.
Muerto el contramaestre Nicolás Dueñas. Muerto el condestable José Selendón. Muerto el
primer guardián Tiburcio Ríos. Muerto el primer guardián Federico Noguera. Muerto el
mayordomo Manuel Pineda. Muerto el cocinero José Salas. Muertos ocho artilleros. Muertos dos
grumetes. Muerto Isidro Alcíbar. Sobre muertos, pedazos de organismo, sanguaza y vísceras
camina el teniente Santillana arrimando escombros para llegar a popa. Quedan tres oficiales de
guerra ilesos. El teniente °. Pedro Gárezon es el nuevo comandante del “Huáscar”. Santillana, su
segundo. Dejó a Palacios protegido detrás de la torre y se escurrió por una tronera a dar la
noticia. Todos los aspirantes están heridos. Y los carpinteros, calafates, herrero, bocafragua,
grumetes. Hasta el farmacéutico parece fulminado por una bomba. En medio de tan espantosa
confusión tropezó con el alférez Herrera.
—¡Necesito más gente para tender el aparejo! ¿Cómo están arriba?
Santillana se pasó el índice por la garganta. A diez nudos y sin gobierno.
Apareció Gárezon.
—¡Hay que mover ese timón! ¿Qué pasa con la batería? ¿Por qué no disparan?
Santillana contempló el rostro magullado de su superior.
—Estás al mando del buque. Los demás han muerto.
Otra vez los sacudían a cañonazos.
—¿Todos?
—Rodríguez, Ferré, Aguirre, el Almirante. Y el resto en el hospital. Palacios sigue en
cubierta. Le deshicieron la mandíbula.
—¡A la torre! —Gárezon escucha el griterío interior de su buque, lamentaciones y órdenes
que ya nadie puede cumplir. Se inundó el pañol de popa, inutilizando las municiones. No hay
armas con que seguir peleando. Sólo la máquina se ha salvado de la destrucción —Herrera, ven
con nosotros. Por el entrepuente se refugiaron en la torre a celebrar junta. Ni siquiera saben
cuántos han perecido. La capitana del Perú está en sus manos: ninguno de los tres había
cumplido treinta años.
—No tenemos cómo continuar el combate —resumió Gárezon—. . .así que hay dos
posibilidades: rendirnos o hundir el buque. Quiero escuchar sus opiniones.
—Yo no me rindo —rabió el alférez.
—Mandémoslo al fondo —dijo Santillana.
—También es mi decisión... ¡cuidado! —reventó una granada del “Blanco Encalada" contra
la torre. Gárezon tosió. Casi los despedazan. Santillana sacó la nariz por una tronera a tomar aire
y vio pasar un acorazado a veinticinco metros del monitor. Los tenientes se miraron.
—Hay que apurarse, compañero.
—McMahon es de confianza y Wilkins también —dijo Gárezon —Que ellos mismos abran
las válvulas.
—Que se encargue Herrera —dijo Santillana—♦ Yo iré a abrirlas
—Está bien.
—¿Subimos los heridos a cubierta? —se apuró el corazón de Herrera.
—Que los maquinistas calculen cuanto tiempo queda. Hay que asegurar el timón para
alejarnos en línea recta. ¿Es posible arreglarlo, aunque sea por diez minutos?
—Si nos dejan los chilenos —murmuró Herrera.
—Bien, en marcha.
—Buena suerte —se dieron la diestra.
“Blanco Encalada” y “Cochrane” no han cesado de cañonear al monitor. Ahora llegaban la
“Covadonga” y el “Matías Cousiño’’. Con la espada en la mano. Palacios comanda a un puñado
de heridos aspirantes y marineros que esquivan los tiros chilenos arrimados al castillo. A las diez
y treintiocho de esa mañana, Santillana volvió a usar una tronera para salir a cubierta. En ese
instante retumbó una granada estallando contra el cabrestante.
—¡Enrique! —el oficial vio a Palacios derribado por la explosión.
Gemían los heridos en la carbonera de proa. Hollín y humo mortificaron al comandante
Carvajal y a Távara tendidos en el pañol de la máquina. Se arrastró el cirujano mayor a pedir que
los sacaran de allí. Entonces descubrió al alférez Herrera hablando con Wilkins y McMahon.
Távara adivinó.
Casi de memoria encontró Wilkins las válvulas en medio del humo que quemaba sus ojos.
La chimenea acabo demolida a cañonazos. Pero aún a ciegas, el ingeniero puede manejar la
planta propulsora del blindado. En vano intentó McMahon descifrar los indicadores de vapor y
agua de las calderas. ¡Saquen a los heridos de abajo! ¡Fuera todo el mundo! Dio un manotazo a
esa máquina que había armado y desarmado muchas veces. Como una marca naval, el nombre de
su infortunado arquitecto Cowper Coles acompañará al monitor al fondo del Océano Pacífico.
Tropezó con Wilkins. ¿Listo? Sí, en veinte minutos entrará el agua por esos boquetes abiertos
por las granadas y el blindado se irá a pique de golpe. ¡Llévense a todos los heridos, el buque se
hunde! McMahon tosió. Esperarán un rato antes de parar la máquina y abrir las puertas de la
condensadora.
Un cañonazo trajo abajo el pico que enarbolaba la bandera. Santillana recogió el tafetán y lo
fondeó con un proyectil de 40. Un rato titubeó la escuadra chilena, suponiendo la rendición del
“Huáscar". A medias compuesto el aparejo del timón, el blindado arrancó al oeste. Como si el
espíritu del Almirante inspirara su treta favorita para despegarse del enemigo, el monitor puso
después proa al norte. Pero esta vez escapaba sin esperanza. Las dos terceras partes de sus
oficiales de guerra, muertos o heridos. La mitad de sus oficiales de mar, artilleros y marineros
fuera de combate, igual que la tercera parte de los grumetes y rifleros de la Columna
Constitución y la mitad de los infantes de marina del Batallón Ayacucho. ¡Maldita guerra!
Depositaron a Távara sobre cubierta at lado del mayordomo Félix que mojaba con agua
fresca las heridas de Palacios.
Vio subir el mar, trepar aguas a cubierta. De nuevo se cargaban a estribor, acercándose a
Punta Angamos. No tuvo fuerzas para llamar a Santillana y pedir que lo cuidara cuando el
monitor incline el espolón para embestir el fondo. Wilkins y Mc Mahon detuvieron la máquina a
las 10 y 55 de la mañana. Forcejearon con las puertas de la condensadora. Cinco minutos y todo
habrá terminado. Se precipitará agua a la sala de máquina por las tomas de las bombas. Será
mejor que la gente se aleje a nado o aferrada a salvavidas y a trozos de mobiliario o la succión
del naufragio arrastrará a todos a la muerte submarina.
Frente a la roca Angamos, las lanchas de asalto del “Cochrane” cortaban el agua rumbo al
monitor.
—¡Guarnición! —se oyó al capitán Arellano.
—No hay balas, señor —contestó un soldado. Cubierta, ventiladores, sollados, escalas,
torre, toldilla: todo está salpicado de sangre, todo apesta a muerte.
—Llegan los chilenos, niño al mayordomo Félix se le moja la mirada.
En algún lugar cercano a las rompientes de Angamos, aulló un enorme canoso lobo marino.
En el silencio que siguió a combate, antes del asalto final y los hurras chilenos que saludaron la
aparición de su bandera al tope del “Huáscar”, sólo el cirujano Távara prestó atención a ese
lamento.
Arica, el mismo día
Al anochecer se activó el telégrafo. Soportado por retorcidos postes de sauce y algarrobo,
aquel alambre que llegaba del desierto comenzó a depositar letras en la oficina iluminada por dos
lámparas de gas. El telegrafista abandonó su merienda para recibir el mensaje.
A SU EXCELENCIA, URGENTE
Concluían de desembarcar pertrechos en el puerto. A veces el telegrafista tiene la sensación
de que la guerra se ha detenido para siempre, que nunca llegará a Arica, que pronto todos
volverán a su casa.
HUÁSCAR ACONCHADO
Cambia la risueña expresión del operador mientras crece el telegrama. Sin que una palabra
escapara de su rostro de pronto desencajado, corrió con el pedazo de papel hacia la casa del
General.
HUÁSCAR ACONCHADO POR DIVISIÓN CHILENA
El capitán Yessup echó una mirada al trozo de papel. Murmura una árida maldición y a
largas trancadas atraviesa el patio donde resoplan ensillados caballos. Desapareció por un amplío
pasadizo cubierto de baldosas. Antes de entrar a la secretaria del General Prado, golpeó la puerta
con los nudillos.
MONITOR PERDIDO
¿Qué desea, capitán? Al influyente Mariano Álvarez, secretario del Supremo Director de la
Guerra, lo fastidió la interrupción. Telegrama urgente, doctor. Álvarez compuso sus espejuelos y
leyó mientras Yessup permanecía de pie, frente al escritorio cubierto de documentos. ¿Cuándo
llegó? Hace cinco minutos.
ALMIRANTE GRAU MUCHOS
Al General Prado lo mortificaba una violenta jaqueca. Dos veces cambió de médico sin que
nadie pudiese curarlo del insomnio. Lleva en la cabeza todas las órdenes, todos los movimientos
de las fuerzas a su mando. Dicta cartas, instrucciones sin pausa. Amontona víveres, agua y
municiones en escondites a lo largo del Tamarugal. Si no confiara en el Vicepresidente La
Puerta, a ratos podría sentirse abandonado por el Gobierno de Lima. Ni los pertrechos llegan en
la cantidad solicitada, ni se consigue reunir fondos para adquisiciones importantes en Europa. El
ojeroso Supremo Director sonrió amargamente al secretario. Entre, Mariano, qué me trae de
nuevo.
ALMIRANTE GRAU MUCHOS OFICIALES MUERTOS
Álvarez extendió el telegrama. El General de División Mariano Ignacio Prado, héroe del 2
de mayo, jefe supremo de los aliados ejércitos de Bolivia y Perú y dos veces Presidente de la
República, leyó el mensaje como si se le atascara por los ojos. Su secretario lo vio tambalearse
en busca de la terraza. Gruñó horriblemente y se agarró la cabeza con las manos, como si le fuera
a explotar. Después cayó fulminado por una congestión cerebral.
FIN