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Unidad 3

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Resumen de “La dimensión estética y el arte “de José Jiménez

Existe en nuestra tradición cultural, una esfera institucionalmente privilegiada como


ámbito de la experiencia estética: el arte. Este hecho ha llevado a convertir el arte en el
espacio exclusivo de interés de la Estética, reductivamente entendida entonces como
“filosofía del arte”. Esta posición tiene un su base una doble confusión metodológica: por un
lado, se establece una relación de identidad entre la dimensión estética y el arte; por otro,
se da por supuesto que el arte es un fenómeno universal. Ninguno de estos dos supuestos
es aceptable. Por lo que respecta al primero, es obvio que desplegamos experiencias
estéticas que no caen dentro del territorio del arte. En el segundo caso, se eleva a pauta
estética universal el conjunto de fenómenos de mayor significación estética de nuestra
tradición de cultura, superponiéndose de forma estética de nuestra tradición de cultura,
superponiéndose de forma etnocéntrica anacrónica nuestros criterios estéticos a situaciones
culturales e históricas antropológicamente diversas.
Este segundo supuesto se prolonga en una consideración evolutiva y lineal “del arte”, por
la que se establece bajo dicha noción una secuencia de “desarrollo” que, desde “el arte
primitivo” o desde “el arte prehistórico”, llegaría hasta la situación del arte en nuestro
presente. Pero, ¿se pueden subsumir dentro del término “arte” las manifestaciones estéticas
de culturas distintas a la nuestra? la institucionalización social de la danza en Samoa
presente, en realidad, características muy diferentes a las que el arte como institución
desempeña en nuestra cultura. LA importancia del individuo en la danza samoana es, por
otra parte, indisociable del papel que ésta juega como factor de transmisión e integración
cultural. Como una actividad en la que el individuo puede afirmarse al máximo a si mismo,
evitando desde esta forma el conflicto que pudiera surgir de una presión social excesiva.
El trabajo del “artista” esquimal que, cuando ejecuta en una talla de marfil, realiza su
tarea como una operación de sacar a la luz una forma ya presente, aunque escondida, en el
marfil. Cuando en el trabajo de talla surge la forma de una foca, el “artista” esquimal no
considera que él haya sido el creador de esa forma, sino alguien que “la liberó”, que “la
ayudó a salir”
Con lo cual aparece la concepción del artista como creador, como alguien que utiliza el
material sensible para infundir en él una forma bella, forjada en su mente en el proceso de
contemplación espiritual de la Belleza. Es decir, estamos ante la concepción moderna del
artista como “genio creador”. El “artista” esquimal, en cambio, no crea: tan solo ayuda a
emerger a las formas, y por eso en la cultura esquimal lo importante no es el objeto
“artístico” producido, sino el proceso, lo ritual que lleva a su producción. La desviación de
ese interés hacia el terreno de los objetos estaría motivada por el contacto con los
occidentales y la subsiguiente introducción del mercado. Pero, originariamente, la talla o la
poesía son entendidas por los esquimales como procesos de configuración de un mundo sin
formas a través del cual los propios seres humanos quedan transformados a su vez. “el
arte” esquinal, lejos de estar centrado en la producción de objetos, “es un acto de ver y
expresar los valores de la vida”. Se nos vuelve a plantear entonces, el mismo interrogante
que con la danza samoana: ¿podemos incluir ese “ritual de descubrimiento”, típico de la
cultura esquimal, dentro del rótulo “arte” sin violentar su sentido originario?
En Samoa o entre los esquimales encontramos formas d institucionalización de la
dimensión estética culturalmente diversas a las que en nuestra tradición de cultura dieron
lugar al desarrollo del arte. Es el carácter abierto y dinámico de los procesos estéticos, sus
raíces simbólicas, lo que hace sin embargo que, desde nuestro presente, podamos tomar
como “arte” lo que originalmente no fue vivido como tal. Es decir, sin introducir escalas
valorativas o evolutivas, sin deslizarse más o menos larvadamente hacia actitudes
etnocéntricas, sería plenamente legítimo reintroducir dentro del marido de nuestra
experiencia artística las manifestaciones estéticas de otras culturas, siempre que -en el
plano de la teoría- mantuviéramos plena consciencia del contexto cultural originario de tales
manifestaciones. frente a la universalidad antropológica de la dimensión estética, “el arte”
aparece por consiguiente como una forma específica de institucionalización de lo estético,
característica de nuestra tradición cultural, y que además experimental sucesivas y
profundas modificaciones en el decurso histórico de dicha tradición. Dino Formaggio: “el
arte es todo lo que los hombres llaman arte”
La noción de arte presenta unas raíces históricas bastante definidas, que nos conducen
al mundo griego antiguo. Se generaliza el uso del término en el sentido de pericia o
habilidad empírica, tanto mental como manual. El concepto se aplicaba por igual a quienes
nosotros llamaríamos artesanos, a los médicos, a los escultores.
En Aristóteles, algo más de dos siglos después, encontramos ya una delimitación
conceptual precisa. En la metafísica se afirma “nace el arte cuando de muchas
observaciones experimentales surge una noción universal sobre los casos semejantes. Si
toda operación del pensamiento humano es práctica, productiva o teórica, es la posición y
aplicación de algo que está dentro del individuo, lo que explica la capacidad humana de
producir o realiza procesos o cosas. Pues estas “tienen en el que las hace su principio, que,
en la mente, o algún arte o potencia”, a diferencia de las cosas prácticas cuyo principio
reside en quien las practica y coincide con el propósito. Por consiguiente, la fusión del
pensamiento y producción que en ella encontramos. No toda producción cae dentro de la...,
sino tan solo aquella en la que se manifiesta lo universal, dimensión consustancial al
pensamiento. El arte, que implica siempre el paso al ser de algo que puede ser o no ser, y
cuyo origen está en lo que crea y no en lo creado, es para Aristóteles, “una capacidad
productiva acompañada de razón vereda”
Aristóteles introduce una puntualización fundamental cuando nos habla de las “artes
miméticas”, de aquellas que tiene como procedimiento central la imitación. Si este concepto
suponía en Platón un doble alejamiento de la verdad, puesto que la imitación se produciría
respecto a la naturaleza, réplica a su vez del mundo ejemplar de las Formas, en Aristóteles
queda revestido de un sentido positivo al ponerlo en relación con la mimesis, con una de las
dimensiones del pensamiento, con una habilidad que brota del interior del que produce las
imitaciones. Los diversos tipos de poesía, la danza, la música, la pintura, la escultura, serían
para Aristóteles las artes miméticas. Pero lo que proporciona la clave ultima de la
consideración aristotélica de la mimesis como criterio de especificación de ciertas artes, es
la realicen existente entre imitación y la producción de imágenes: “el poeta es imitador, lo
mismo que un pintor o cualquier otro productor de imágenes. Si en Platón encontramos ya
el planteamiento del problema, en Aristóteles se rechaza cualquier relación de
subordinación o dependencia jerárquica entre los diversos planos de la experiencia y el
pensamiento.
La reflexión de Aristóteles supone la toma de consciencia teórica de un “hecho de
culturas”: el progresivo despliegue de la autonomía de la mismos sus artística n el marco
civilizatorio de la poli griega. Un fenómeno que se advierte de la institucionalización social
diferenciada de la figura de “artista” Werner Jaeger denominó paideia a la
institucionalización del arte como un vehículo fundamental de humanización, de formación
antropológica de los ciudadanos de la poli.
Como en todas las sociedades humanas, el desarrollo de la paideia como ideal de
cultura tienen en su base las importantes modificaciones socio-económicas del mundo
antiguo, con el desarrollo del comercio de las ciudades-estado, lo que iba a permitir un
cierto cosmopolitismo, una misión no exclusiva de la propia cultura como límite del mundo.
el nacimiento del arte, su cristalización como institución cultural, es simultaneo, por otra
parte, al nacimiento de la filosofía-ciencia, del ideal del sabio. Lo que conlleva la
institucionalización de un especialista del saber, del conocimiento, que rompe las ataduras
sacarles y religiosas del saber, permitiendo un desarrollo espectacular del pensamiento.
El arte nadie, pues, en la Grecia clásica como vía de humanización como una
materialización en el espacio ficticio de las imágenes de un proyecto unitario del hombre,
que la sociedad escindida y estratifica de le Hélade propone como ideal universal, como
modelo cosmopolita. Por eso, los valores centrales del arte clásico son precisamente los
que contribuyen a fijar simbólicamente la idea cultural de la paideia, a fijar a transmitir unas
pautas determinadas de conocimiento y acción.
Todo este proceso es equivalente, hablando propiamente, a un “descubrimiento
antropológico”, y en esa medida podríamos hablar de descubrimiento del arte. En definitiva,
el arte nace en Grecia al servicio del ideal formativo del paideia. Pero, en la medida en que
ese ideal formativo supone el despliegue sistemático de diversas esferas autónomas, la
práctica de las artes va a ir adquiriendo una autonomía -mental e institucional- inexistente
en otros contextos culturales. Caracterizadas por la imitación o representación y por la
producción de imágenes, las artes miméticas ocupan un espacio propio y diferenciado tanto
del espacio religioso, como del espacio de la teoría. Y no se trata, naturalmente de
confundir autonomía con independencia respecto a otras esferas de la sociedad y la cultura.
Las artes miméticas fijan y transmiten, utilizando el perfil de la apariencia y el soporte de las
imágenes, los elementos comunes de una situación cultural determinada.
Este “descubrimiento antropológico” llega hasta nuestro presente como una parte
fundamental del legado cultural de los griegos. Si ya en el mundo griego puede señalar ese
el carácter oscilante de los límites del arte, esa oscilación continuará y estará en la base de
la diversidad de clasificaciones y de las transformaciones del espacio del “arte” en los
distintos momentos históricos desnutra tradición de cultura. Tanto en Roma como a lo largo
de la Edad Media, por “arte” se entiende básicamente la posesión de una destreza o la
habilidad, indistintamente de carácter mental o manual. LA distinción entre artes “liberales”
(arte de pensar, poesía) y artes “vulgares” o “Mecánicas” (artes manuales: de la artesanía
en su sentida más amplio, a la pintura o la escultura), introducía una gradación valorativa en
la que, desde luego, a la autonomía relativa alcanzada por las “artes miméticas” en la
Grecia clásica quedaba desdibujada. Una autonomía similar, y crecientemente más
profunda, no tendrá lugar hasta el Renacimiento, el momento histórico donde podemos
situar las raíces del concepto moderno del arte, y mediante un proceso de escisión de las
“artes nombres”: poesía, música, pintura, escultura, etc., respecto a las habilidades
estrictamente artesanales. El “Arte” empieza así históricamente a ser concebido como una
actividad creativa y básicamente espiritual.
A partir del Renacimiento, las artes “nombres” se van poniendo creciente ten en relación
con la producción y contemplación de la belleza, y ese proceso culminará cuando Bateaos
acuña el concepto de “bellas artes”, considerado como tales a la pintura, la escultura, la
música, la poesía y la danza, además de mencionar otras dos relacionadas con ellas: la
arquitectura y la elocuencia. En el siglo XIX se puede prescindir ya del adjetivo y utilizar
simplemente el término “artes”: “en esa época el significado de la expresión “arte” cambió;
su alcance se hizo más estrecho, y abarcó entonces solo a las bellas artes, dejando fuera la
artesanía y las ciencias. Y éste es, justamente, el sentido con que empleamos actualmente
la expresión “arte”.
El alcance del arte ha experimentado históricamente modificaciones mentales e
insticuinales de gran relieve. De ahí se sigue una doble e interesante consecuencia: el
carácter dinámico, profundamente fluido, de sus límites, por un lado; y, por otro, la
imposibilidad de prescribir normativamente su destino, de pretender fijar su dirección y sus
fronteras. A grandes rasgos podríamos distinguir el predomino de dos conceptos distintos
de arte durante do s amplios períodos en la línea histórica de que veníamos hablando. El
primer período estaría dominado por una concepción del arte como “producción de acuerdo
con reglas”. El segundo período arrancaría del siglo XVI, se prolongaría prácticamente
hasta los inicios de nuestro siglo, momento en que comienza a ponerse en tela de juicio. En
este período, el arte “significa producción de belleza”.
Hemos encontrado así, por tanto, una primera “constante” histórica: el arte conlleva
siempre una idea de producción. Pero, claro está, no se trata de una producción cualquiera.
Si atendemos a lo que históricamente el arte ha llegado a ser para nosotros, podríamos
avanzar como hipótesis un segundo rasgo definitorio: lo decisivo para poder hablar de arte s
la producción de imágenes. Introducir un tercer elemento en el que se fundamente la
autonomía de la producción artística de imágenes: el carácter ficticio, apariencia, de dichas
imágenes. Estos tres rasgos nos permiten una consideración abierta del devenir histórico y
cultural del arte, al que en un sentido general podríamos caracterizar como una producción
de imágenes en un espacio de ficción.
Paul Klee dice que “el arte no reproduce lo visible, sino que hace lo visible”. Y lo hace
extrayendo del depósito sensible que todo ser humano posee, en un contexto cultural e
histórico determinado, las líneas de un estado de plenitud, un proyecto antropológico
configurado en el cuerpo de la imagen, y no como mera reproducción, sino como
prolongación de lo existente en el terreno de lo que aún no ha llegado a ser, de la
posibilidad. La situación del arte en nuestro presente, la confusión de sus límites y lo incierto
de su destino, nos remite entonces a la incertidumbre cultural que atraviesa al hombre
contemporáneo, y que se prolonga en la indefinición y confusión de sus imágenes de
plenitud.

Resumen de “los componentes estéticos de la práctica social. Notas para el estudio del
arte prehispánico” de Lelio Delgado

Los cambios producidos en parte a partir del cuestionamiento de las vanguardias han
hecho estallar las categorías teóricas de la estética racional, las cuales, desde el
Renacimiento, ya había señalado y ordenado el sistema de las “bellas artes”. Este sistema
se impuso a nuestras culturas con el colonialismo y la dominación económica que permitió
la ampliación, por extensión de conceptos estéticos occidentales para valorar las
producciones materiales de las culturas aborígenes.
Los objetos antiguos, catalogados como “artísticos”, se convirtieron pronto en “obras del
espíritu”, separadas de la vida social. De este modo, debían trascender los cambios
históricos y la diversidad cultural para ser gozados en cualquier época y por cualquier clase
social, ya que eran producto del genio creador.
Los historiadores del arte prehispánico suponían que éste poseía una esencia invariable.
LA universalidad del arte, nunca confirmada en la realidad, permitió una aplicación
mecánica del concepto “arte” a objetos que fueron productos de situaciones históricas y
culturales esencialmente distintas, desconociéndose las condiciones de producción,
distribución, intercambio y consumo de tales objetos.
En un marco de exotismo, el “arte prehispánico” presentó una colección de objetos que,
como “fetiches”, se igualaron de manera un tanto incómoda a las obras de arte.
Las definiciones occidentales de arte han afirmado la universalización de este fenómeno,
atribuyéndole valores fijos, eterno y absolutos. Preferimos ene l presente trabajo, entender
los componentes estéticos de la práctica social de las comunidades aborígenes al margen
de las nociones tradicionales del arte occidental, pues se trata de fenómenos distintos,
aunque posean elementos formales en común.
Los fenómenos estéticos de las sociedades aborígenes, se dieron profundamente
imbricados con todos los aspectos de la práctica social, sea ésta mágico-religiosa, política,
económica, etc. Esto los diferentica del arte, que, como sistema de producir objetos,
sonidos, etc., se fundamente en la autonomía de la obra y del artista del conjunto social.
Este sistema es launa forma peculiar, pero no excluyen de estructural la actividad estética.
A partir de lo anterior nos separamos de los estudios tradicionales del arte prehispánico,
los cuales homologan de manera precaria, los fenómenos estéticos de las sociedades
antiguas al arte occidental.
Al transformar cientos objetos en obras de arte, los historiadores del arte prehispánico no
toman en cuenta como lo estético se ha combinado o preparado en cada período de la
historia o lo mágico, lo religioso, lo económico, lo político, lo erótico, etc. Lo cual guarda
estrechas relaciones con la organización de satisfacción de necesidades, propias de cada
modo de producción.
El arte en Occidente, hasta el surgimiento de las vanguardias, se guiaba principalmente
por normas, que atendían a nociones de belleza, las cuales reconocían como artístico solo
aquello que se encontraba dentro de sus parámetros.
Umberto Eco ha observado que la expresión “muerte del arte” indica un acontecimiento
histórico, que representanta un cambio sustancial en la evolución del concepto de arte. Esto
significo la modificación del arte clásico, a partir del advenimiento de concepciones más
modernas ligadas a nociones de autonomía, genialidad individual, sentimiento, fantasía,
invención de reglas inéditas, etc. La noción filosófica “muerte del arte” asumida como
principio metodológico, invalida las definiciones generales de arte, como afirma Eco.
La idea de muerte no como “fin”, sino en su significado dialéctico de disolución-
resolución expresa la esencia del fenómeno estético llamado arte. La muerte del arte debe
ser interpretada no como un fin histórico, sino como muerte dialéctica. Estas nociones
tienden a superar la idea según la cual los fenómenos estéticos se producen Almargen de
las transformaciones históricas de las sociedades.
Toda definición en el campo estético debe ser histórica. Al someter el fenómeno “arte”, o
cualquier otro fenómeno estético a una definición única e inmóvil, corremos el peligro de
catalogar como artísticos a objetos que en su momento desempeñaron otras funciones
sociales.
¿Qué es el arte? García Canclini ha señalo el carácter etnocéntrico de esta pregunta:
“una teoría del arte compatible con la práctica actual y con lo que hoy sabemos sobre esta
práctica en el pasado y en otras culturas, debe abolir esta formulación ahistórica y
metafísica sobre el ser del arte, y partir de un planteamiento del problema que haga posible
definiciones y categorías sociohistóricas.
La interrogante debe ser ¿qué hace a un objeto obra de arte y qué permite diferenciarlo de
los demás objetos? sabemos bien que los criterios de valoración estética, es decir, iqueñas
cualidades que caracterizan un objeto, a acontecimiento o acto como estético, dependen de
los contextos sociohistóricos.
Debemos ver con escepticismo la permanencia absoluta de cualquier valor estético, pues
lo estético no constituye una esencia de ciertos objetos ni corresponde a una disposición
estable de lo que se llamó la “naturaleza humana”.
En tanto que los fenómenos estéticos varían procesalmente, debemos estudiarlos en su
concreción, pero asumiendo el cuadro histórico-social en que ellos se ubican y tratando de
observar, en cada fenómeno, la orientación que éste adquiere en el proceso de
transformación y cambio social, para distinguir en el fenómeno transformado los elementos
de nexo o contradicción con respecto al contexto en el cual está cambiando. Esto nos
permitiría entender las razones y dinámica de los cambios que dan origen a nuevos
fenómenos estéticos, cualitativamente distintos a los originarios-
Una de las dificultades del arte prehispánico, ha sido el pivotear permanentemente
alrededor de lo fenoménico, sin entender nunca que lo externo opera por conducto de lo
interno, manifestándose esto último en los fenómenos estéticos de maneras muy diversas.
Diferenciar un campo problemático en el estudio de los componentes estéticos de la
práctica social en las culturas aborígenes distando al del arte occidental, constituye una
apertura teórica; sobre todo si se entiende que los componentes estéticos de la partida
social, como veremos, hunden sus raíces originarias en el trabajo humano.
La apreciación del “arte prehispánico” se conformó a partir del ideal estético occidental,
único reconocido como válido. Dentro de esta perspectiva etnocéntrica, el arte prehispánico
trato de encontrar similitudes formales que le permitieran alcanzar los niveles “superiores”
propuestos por la civilización occidental, de acuerdo a cuyos principios valorativos se le
juzgaba. Otro error relacionado con lo anterior, fue el desarrollo de analogías entre las
realizaciones materiales de distintas sociedades antiguas americanas, como si se trataran
de un todo homogéneo, sin comprender nunca que muchos de los objetivos catalogados,
fotografiados o escritos formalmente correspondían a culturas de distintos niveles de
desarrollo histórico-social.
No hay nada que permita concluir que el arte actual sea superior a los fenómenos
estéticos de algún otro período histórico. Los teóricos del arte occidental coinciden en
señalar que el arte no evoluciona. No olvidemos el carácter ahistórico del concepto clásico
de arte. El “progreso artístico” parece consistir tan sólo en la profundización y ampliación de
los medios de expresión y no en un perfeccionamiento cualitativo.
La dinámica interna de los componentes estéticos de la práctica social propicia el cambio
formal.
Teniendo en cuenta que los componentes estéticos de la práctica de las sociedades
anticúas son distintos a cómo se concibe el arte occidental, se nos hace difícil pensar que,
en las sociedades anteriores a la llegada de las formas renacentistas (capitalistas) de
concebir el arte, los fenómenos estéticos se hubieras transformado en arte, por un proceso
de evolución interna, sin el advenimiento de una nueva formación económico social.

Autonomía o imbricación de los componentes estéticos de la práctica social


Paremos ahora a examinar un poco más de cerca los principales problemas que se le
plantean al investigador de los fenómenos estéticos, cuando parte de la concepción
occidental de autonomía del arte.
La autonomía (relativa) del arte respecto de la vida social es un fenómeno históricamente
determinado, producto de varios siglos de práctica artística. Su aparición se remonta al
período clásico, helenístico griego y es retomada desde el Renacimiento hasta nuestros
días.
1. La actividad artística en su proceso de conformación se separa de la práctica
magicoreligiosa (autonomía de la actividad)
2. El artista se separa del artesano, en la conquista de una mayor posición social
(autonomía del artista)
3. La obra se separa del espacio que la albergó (templo, santuario, etc.) y de los
demás objetos (autonomía de la obra de arte=
4. El lenguaje artístico intenta su construcción como forma pura (autonomía de la
forma)

quien se ocupe de las prácticas estéticas de las sociedades aborígenes debe tener presente
que la llamada “autonomía del arte” es el producto de un determinado desarrollo histórico.
Existen formas diversas de estructurar la actividad estética, como apreciamos en las
sociedades antiguas americanas, las cuales desarrollaron lenguajes formales que no
concebían a la práctica estética autónoma de otras actividades sociales. Por lo tanto,
suponer que la autonomía relativa del arte occidental es un fenómeno universal, es decir,
que puede aplicarse a toda práctica estética, significa además de una actitud etnocéntrica,
colocar la autonomía fuera del proceso histórico.
Al concebir los restos material prehispánicos de manera autónoma respecto a los procesos
socio-históricos, los historiadores del arte prehispánico derivaron autonomía al objeto obre
ad arte y al ejecutor artista.
Creemos que, al estar los fenómenos estéticos interconectados con todos los aspectos de
la vida social, el a “artista prehispánico” no creó leyes formales de manera individual, como
suele suceder en el arte occidental, sino que estas le eran impuestas desde fuera. Es decir,
el llamado “artista prehispánico” es un ejecutor, un trabajador que además de utilizar su
sensibilidad formal, actúa a partir de la tradición en la cual están implicadas causas
económicas además de los móviles de carácter ideológico, sean estos políticos, mágico-
religiosos u otros-
La autonomía (relativa) del artista es el resultado de un proceso íntimamente ligado al
desarrollo del arte occidental, cuya colimación es el llamado arte por el arte.
La autonomía del objeto forma parte del mismo proceso de autonomía del artista. Pero
como vemos, la autonomía del objeto- obra de arte- está vinculada también con el
fenómeno del coleccionismo, el cual adquiere importancia histórica a partir del renacimiento,
cuando ciertas clases sociales se interesan por adquirir obras de arte como símbolos de
prestigio social y consolidación económica del patrimonio. Es en ese momento cuando
comienza a trastocarse el valor de uso del objeto” digno de ser coleccionable”, en valor de
cambio; a lo cual se une la aparición de un mercado artístico de marchantes, museos,
galerías de arte.
La historia del arte prehispánico”, ha surgido muy próxima al coleccionismo arqueológico.
Esto ha afirmado, en cierta medida, preferencias ideológicas que defienden de manera
activa el objeto único aislado de su contexto social. El coleccionismo ha impreso
planteamientos, visón del mundo, valores, preferencias y elecciones al arte prehispánico.
Esto ha incidido en la interpretación de los fenómenos estéticos contribuyendo así a iguales
a todos los productores al rango de artista y a todos los productos al rango de obra de arte.
No podemos reducir el fenómeno estético las formas del objeto. El arte prehispánico debe
replantear sus perspectivas teóricas, si es que las tiene, con vías a superar el formalismo
objetual y dotarse de las necesarias bases socio-históricas.
Como sabemos, los fenómenos estéticos antiguos no siempre se desarrollaron en función
de la ejecución de objetos. Ellos también implican danzas, fiestas, mitos, ritos, un sinnúmero
de acciones que no tenían un significado independiente del uso y la función (real o
imaginaria= a la que estaban destinadas.
Hay que tener presente, a la hora de asignar autonomía a las prácticas estéticas, que no
hay acción u objeto que sea puramente económico, tecnológico, artístico o estético, pues
todo producto humano, además de reflejar la sensibilidad, refleja también las necesidades
de subsistencia de su productor.
Por otra parte, no es suficiente, a la hora de analizar los fenómenos estéticos de las
sociedades antiguas, a partir de “sentir una emoción que solo podamos calificar como
estética”, pues, son causas de carácter histórico social, las que fijaron en cada cultura los
criterios de valor que se asignaban a los objetos producidos. Además, son los hombres
históricamente determinados quienes adjudican significado prácticos, mágicos, estéticos,
simbólicos, políticos económicos o eróticos a los objetos. Ya no es posible seguir
idealizando las prácticas estéticas de nuestras sociedades antiguas, sacralizando algunos a
objetos arqueológicos por el goce, la inspiración u otras virtudes que nada deben al
contexto histórico-social. Mucho menos asignar autonomía a prácticas que, como hemos
visto, están condicionadas también por causas sociohistóricas concretas.

Resumen de “El arte como proceso histórico” de


Mónica Caballero

El fenómeno artístico en el pensamiento de Rodolfo


Kusch

Rodolfo Kusch, en “La cultura como entidad”, cuestiona los paradigmas modernos con
los que se define el arte y, por ende, el artista, la obra y el público. Anuncia que la
estética no tiene por objeto la belleza (como se pensó en la Modernidad) sino un
movimiento, una acción de creación de sentido. Prefiere pensar en una estética
operatoria: un proceso dinámico en que se plantean las condiciones de producción, de
circulación y de reconocimiento. El sentido y el valor del arte se dan en ese movimiento
social, no en la figura de un creador genial. Como recuerda Kusch, el sentido de una obra
no se agota con el autor sino con el pueblo que la absorbe.
Y el artista, entonces, ¿quién es? Es un ser que se entona con lo que el pueblo estaba
esperando: un gestor cultural que sirve como vehículo, como medio entre un significado
existencial que nadie ha puesto en obra (en palabra, en imagen) y la comunidad. Un
autor es catalizador, mediador, la plasmación de un sentido requerido. Interpreta y pone
en discurso (textos, imágenes, relatos artísticos y políticos) lo que nos pasa.

En la estética operatoria propuesta el arte es un juego colectivo, y el pueblo es el tercer


–y definitivo- elemento del fenómeno artístico. Si el pueblo no absorbe la obra del
gestor cultural no hay arte, lo que equivale a decir que la aparición de un gestor cultural
es una situación política.
El rol social específico del gestor cultural se relaciona con las atribuciones de la
ciencia; el arte asimila problemáticas existenciales que la ciencia excluye. Registrar la
realidad desde el ángulo del peso del existir permite una comprensión integrada a las
estrategias de vivir de un pueblo. Las fórmulas científicas, en el paradigma moderno, se
abstraen de lo real. Y mucho más: son el producto de un modo occidental de pensar la
realidad.

Una concepción situada del arte

Lo que está discutiendo Kusch es el modo en que hemos entendido el arte desde el
paradigma moderno occidental-europeo. Se legitimaba al arte a partir de un discurso
sobre su espiritualización pero que, como afirma José Jiménez, iba de la mano de una
mayor. Entonces, en términos materiales, tenemos un arte inserto con comodidad en el
sistema capitalista, con una obra que circula como cualquier otra mercancía.
En la educación artística que dominó en América Latina, sobre todo la de las artes
plásticas, fue muy fuerte este paradigma.
El imaginario social sobre el artista, tiene que ver con las imágenes e ideas que vienen
desde la tradición y específicamente: la socialización. En estos procesos, durante
muchas décadas de historia en Latinoamérica, se ha impuesto un modelo dogmático de
arte.
Pero más allá de la colonización pedagógica, la situacionalidad cultural llega como
conclusión desde la más mínima reflexión. Un horizonte simbólico condiciona las
categorías artísticas “universales”.

El circuito artista –obra –público no se comprende sino se tiene en cuenta el contexto.

¿Qué proponemos entonces? Analizar el proceso que se da entre el artista y la obra, y


entre la obra y el público. La producción, el rol de los medios. La moda, los críticos.
En nuestra época la influencia de los medios masivos en la formación de opinión, pero
también, en el caso de Argentina, su relación con los países centrales y las cuestiones
que se derivan de la globalización.

Todos estos factores indican que la trama artista - obra - público no puede plantearse en
abstracto. Vivimos en una época determinada, con las modalidades institucionalizadas
de cada región y cultura, que legitiman al artista, al valor de la obra y a los distintos
reconocimientos que formula el público. El análisis es complejo, mucho más en la
contemporaneidad.
Pensar el arte desde una mirada situada nos lleva a mirar lo cercano, el aquí y ahora.
Existe una visión cerrada del estudio del arte y condicionada por la jerarquización
histórica de los saberes.
La organización de los saberes en Occidente está vinculada a la distribución del
trabajo y al sistema capitalista. Curiosamente, en la actualidad, hay una supervivencia de
esta jerarquización de los saberes, con otros nombres, por ejemplo, ciencias “duras” y
ciencias “blandas”, ciencias exactas y ciencias humanas, saberes teóricos y saberes
prácticos.
Por eso es importante tener un conocimiento histórico de qué lugar ha tenido el arte y
cuál es el estado actual del arte en el mundo, en Argentina y en Latinoamérica.
De esta actitud nos habla finalmente Kusch: pensar los problemas con un pensar
filosófico, con un pensar de la totalidad, que se va a diferenciar del pensar de cálculo, las
ciencias naturales.

El arte como construcción histórica: etapas

Pero si hay un punto para pensar la situacionalidad del arte, éste es sin duda el
devenir histórico. Las transformaciones institucionales del arte, si bien empiezan desde la
Grecia Clásica, van dejando sus marcas en el presente y muestran un recorrido siempre
atado a contingencias

particulares de Europa, a las cosmovisiones que predominaron en la historia europea.

Del pensamiento griego clásico surge la distinción entre techne y mousiké, que
significan técnica y música respectivamente, y conllevan una división entre lo manual de
lo mental, aunque para los griegos los objetos de uso y los objetos bellos sean diferentes:
son lo mismo.
La producción artística en el mundo griego se concentra en la realización de objetos
de uso de la vida cotidiana, en dónde el valor fundamental es que el objeto esté bien
hecho. Para los griegos el hacer está íntimamente relacionado con el saber.
Es curioso que esa definición de arte sea aplicable a muchísimas actividades del siglo
XXI. Un diseñador, un ingeniero, todas las disciplinas proyectuales pueden compartirla.
Por ello no es casual que la idea de ser artista como hacer algo bien hecho sea tan
lábil, se pueda trasladar a tantos campos. Es una definición de arte en el sentido amplio,
donde lo fuerte es la vinculación entre “el saber” y “el hacer”, o sea, el oficio está muy
vinculado al conocimiento.
En el imaginario colectivo de hoy encontramos discursos que no asocian al arte con el
saber hacer, con el conocimiento. El arte es producto de la genialidad, del don, de la
imaginación; pero no está tan ligado a un proceso netamente intelectual, porque la
Modernidad dejó instalada una idea, que aún resiste, de que el conocimiento intelectual,
teórico, abstracto es patrimonio de los saberes llamados “científicos”. Para el arte queda
lo subjetivo, lo expresivo, lo emotivo.
En el mundo griego esto no pasa. El arte está relacionado con la técnica, hay un
conocimiento puesto en juego, no está en primer plano la subjetividad.
Pasa algo distinto con la música. Las técnicas, eran lo que hoy llamamos artes
visuales y la arquitectura. Pero había otro tipo de actividades humanas, como la música,
la danza, la poesía, que no eran techne sino mousiké. En ellas se concebía que el sujeto
entre en estado de éxtasis, en trance, en posesión de las musas.

En un momento histórico, entonces, se da una separación entre la razón y la inspiración.

Más de veinte siglos después, al principio del Renacimiento, vemos una variación: la
razón “comanda” la inspiración, incluso se justifica al arte a partir de los conocimientos
científicos que debe ejercer.
Y cuatro siglos después, el Romanticismo instaurará la primacía de la inspiración sobre la razón en
todas las artes. Y entonces, en sintonía con el proyecto moderno, el arte se queda con la inspiración
y la ciencia se queda con el saber.
Retornando al mundo griego, notemos que allí la artesanía y el arte estaban unidos en
torno a la actividad manual: socialmente la inspiración está por otro lado. El artista no
tiene reconocimiento social; como el arte no estaba institucionalizado y era una actividad
que se pagaba por horas de trabajo (como se paga al obrero), el artista no tiene
renombre ni distinción.

Lo mismo sucede durante el auge, expansión y caída del Imperio Romano.

¿Qué sucede a partir del Medioevo? Es la época de los tratados, de las sumas
teológicas y las producciones arquitectónicas y visuales en general están en función del
mensaje de una institución hegemónica, la iglesia.
La separación entre lo manual y lo intelectual se profundiza. Las artes mecánicas
están atravesadas por lo manual. Mientras que en las artes liberales (en este caso está la
música), el cuerpo aparece más desligado.

La división es tan fuerte que el Medioevo llega a hablar de artes mayores y artes menores,

lo que remite a una construcción antropológica: lo que está más cerca del alma, el
espíritu y la razón es más importante y tiene mayor jerarquía; lo que está más vinculado
al cuerpo, a la pasión, a las pulsiones, está en un grado inferior.
La modernidad empieza en el siglo XV y va hasta el siglo XIX. Hay una primera etapa
que es la del Renacimiento que llega hasta la Revolución Francesa y las Ilustraciones en
el siglo
XVIII. Y otra etapa, con el lugar del arte ya consolidada, que va desde el siglo XVIII
hasta la crisis de principios de siglo XX. Durante la Modernidad aparecen diferentes
enunciados que hablan de cómo se va a legitimar la institucionalización del arte: la
relación del arte con lo espiritual, con la belleza, con la creación, con la burguesía y con
la ciencia.
La palabra Renacimiento tiene que ver con dejar atrás el Medioevo y volver a la
Antigüedad, pero a una parte específica de la Antigüedad: el pensamiento de dos
grandes maestros de la filosofía, Platón y Aristóteles. La influencia de Platón, en
particular, es muy fuerte en la concepción artística del Renacimiento, por eso se habla
del “espiritualismo neoplatónico” y se interpreta a Platón para justificar que el artista está
relacionado con lo espiritual.
José Jiménez nos recuerda en “La dimensión estética y el arte” que recién en el siglo
XV se comenzó a asociar al arte con la belleza, esta ligazón no existía en el mundo
antiguo y en el mundo medieval. La belleza, comprendida como eje de la dimensión
estética, abarca hechos no artísticos, como una puesta de sol, un cuerpo o un objeto. En
la Europa del Renacimiento, la dimensión estética va a ser institucionalizada como arte, a
tal punto que ya en el siglo XIX se integra definitivamente la expresión Bellas Artes, que
marca arte como una esfera de producción de belleza.

Otra palabra clave que surge con fuerza en este período histórico es “creación”.

¿Por qué en el mundo antiguo no existe, salvo en la cultura hebrea, el concepto de


creación? La religión judeocristiana instaura el tiempo lineal, de gran influencia para la
cultura y la historia europea y llega, como modo de concebir el tiempo, hasta hoy:
pasado, presente y futuro. En el mundo medieval el que crea es Dios, que crea de la
nada. Este es el punto de partida del Renacimiento. En el mundo humano, ¿quién es el
ser más próximo a Dios en términos de creación? ¿Los hombres? El artista, porque si
bien necesita de una materia prima, también crea ex nihilo, de la nada.
Otro factor fundamental es la inserción del arte en la sociedad naciente. Las ciudades
modernas, la reunión de los artesanos en las urbes en la forma de gremios son hechos
que colaboran en la institucionalización del arte.

Los inicios de la Edad Moderna

¿Qué pasaba en la Europa de los siglos XV y XVI?, ¿qué tipos de saberes están en
auge? Sin duda, el conocimiento científico comienza a desplegarse, en principio como un
modo de comprender la naturaleza, que todavía se ve como producto de Dios. No es que
en el mundo griego no existían las ciencias, sino que ahora aparece un método, la
observación y la experiencia con la naturaleza, que permite el desarrollo de las ciencias
naturales.
Es un primer eslabón de la modernidad para ir rompiendo con la concepción
tradicional medieval de un mundo realizado en torno a lo divino. La razón humana como
modo de descubrir los secretos de la naturaleza y el sueño de matematizar el mundo,
convertirlo en

números aprehensibles, anticipando una voluntad de dominio y explotación de la


naturaleza. También, como en el arte, la idea de inventar aparatos, “tecnologías”, crear
de la nada.
Había una actitud muy intelectual y efervescente en los círculos académicos de la
etapa: la naturaleza estaba ahí y había que provocarla para ir descubriendo nuevas
verdades. Una vez que el científico descubría esas verdades, las mismas se tornaban
universales y se llamaban leyes. El mundo que propone la ciencia moderna es un mundo
regido por leyes, homogéneo pero que brindaba serenidad, tranquilidad, porque los
principios que la ciencia encontraba explicaban el mundo.
En este contexto de exploración del mundo, se va dando una institucionalización del
arte que es, a su vez, el signo de una progresiva integración con el capitalismo. A partir
del siglo XVI aparece la pintura burguesa, que deja definitivamente los motivos religiosos
y recurre a un dispositivo material reconocible (caballete, tela, tamaños limitados). Se
hace disponible para la venta y la cotización, se va convirtiendo en una mercancía
particular del capitalismo. El mundo burgués comienza a solicitar obras a los artistas,
valorándolas en su doble valor, espiritual y material.
José Jiménez habla del circuito que se va armando en torno a la obra de arte a lo
largo de varios siglos de la Modernidad: las academias, las escuelas de Bellas Artes, las
exposiciones, las críticas artísticas, los museos. Esta trama (que se consolidará en el
siglo XIX con la tríada Bellas Artes, Artistas y Crítica) va especificando el lugar del arte en
el proyecto moderno, como algo distinto de la moral y la ciencia. Y asistimos a la gran
paradoja que se le presenta al arte en este proceso de autonomía: la espiritualización
que le permitió institucionalizarse lleva a que las obras tengan un mayor valor material.
La valoración del artista como ser semidivino supone lógicamente que las obras de arte
sean costosas. Empiezan a funcionar circuitos internacionales del arte, por donde van
pasando las producciones artísticas.
La segunda etapa de la Edad Moderna se da en el siglo XIX y está atravesada por el
Romanticismo, que ejerce una gran influencia en las artes. Muchas de las premisas del
Romanticismo siguen hasta hoy y la imagen del artista bohemio y que trabaja en base a
la intuición, han condicionado la percepción del arte hasta hoy.
El arte se separa de su soporte científico e incluso del “saber hacer” del mundo griego,
y pasa a vincularse con lo subjetivo, con lo expresivo, con el “sentir” en vez del “pensar”.
Es un momento en el que el artista reniega de lo académico y del sistema de las

Bellas Artes, su actitud es contestataria. Vemos con claridad la representación de un


artista caprichoso, que produce cuando quiere, sin reconocer ningún tipo de ataduras.

Conclusión

En definitiva, para fines del siglo XVIII encontramos que la modernidad ya ha


separado perfectamente tres esferas de lo humano: la ciencia, la moral y el arte. Al arte
le toca la producción de belleza y se le niegan competencias respecto de la verdad (que
persigue la ciencia) y el bien y lo ético (del dominio de la moral). Se piensan estos tres
planos como caminos separados.
Las crisis del siglo XX nos encuentran mejor parados respecto de estas taxonomías y
clasificaciones. Una capacidad y una ventaja del pensamiento contemporáneo.
El arte es un fenómeno complejo, integrado no sólo por el artista y la obra sino
también por el público. Esa dimensión social de lo artístico como un hacer consciente,
productor de conocimiento e inserto en la división del trabajo resulta imprescindible para
releer las categorías de un arte separado de la vida social, falsamente autonomizado.
Resumen de “El mito del arte y el mito del pueblo” de Ticio Escobar

Introducción
Este trabajo pretende identificar alguno de los obstaculos que se interponen en el
proceso de comprensión de ciertas prácticas culturales producidas en America Latina.
El concepto de “popular”, por ejemplo, es insorteable. Es teóricamente incierto e
ideológicamente turbio. Por otra parte, es evidente que la oscuridad del término en
cuestión no es gratuita: expresa bien esa mescolanza propia de nuestro momento
cuando distintas historias y tiempos diversos se entremezclan y superponen en esa
realidad escurridiza y compleja. tan difícilmente asible por una sola palabra. Por eso
usamos el vocablo “popular” tratando de abarcar la mayor extensión que ocupa su curso
errante: nos basamos en la posición asimétrica de ciertos sectores con relación a otros y
tenemos en cuenta los factores plurales que intervienen en las situaciones de
subordinación entendidas en su sentido más amplio. En este sentido incluimos lo étnico
poscolonial dentro de esta categoría, desde el momento en que las comunidades
indígenas pasan a constituir el término subalterno de las relaciones establecidas con la
conquista, ingresan en la condición que acá consideramos como definitoria de lo popular.
El uso del concepto “arte” presenta desafíos similares. Si decidimos promoverlo para
referirnos a ciertos fenómenos estéticos de la cultura popular, lo hacemos más para
esquivar manipulaciones ideológicas que por confiar demasiado en su fidelidad teórica.
El término “mito” es también esencialmente vago. Tanto incluye a los mitos de origen
como a los actuales mitos profanos; igualmente se refiere a la misteriosa tarea de
imaginar el sentido, y a la falsa conciencia ideológica; tanto designa a un mecanismo
tramposo que encubre la historia como al deseo ineludible de lo incondicionado. Por eso,
el contexto ene l que se usa es a menudo el único responsable de cada acepción
concreta.
Por otra parte, “arte popular” es un término epistemológicamente híbrido: el vocablo “arte
proviene de la jurisdicción de la estética, mientras que el “popular” es oriundo de los
dominios de las ciencias sociales. Tanto la doble ciudadanía de sus componentes como
el carácter apátrida que acá adquiriendo el término son causantes de malentendidos y
desencuentros que no pueden resolverse por la falta de un territorio propio donde
converjan esos vocablos nómadas y se sometan a los mismos códigos. Si no todas, por
lo menos muchas de las incongruencias metodológicas de este trabajo se originan en
esa falta.
Cuando hablamos de “arte” nos basamos fundamentalmente en las manifestaciones
visuales, sin que ese recorte implique el desconocimiento del valor estético y la
importancia de otras expresiones de la cultura popular.
Capítulo 1: la cuestión de lo artístico

Los conceptos y mitos ajenos

A la hora de acercarnos al hecho de la creación popular latinoamericana, nos


encontramos enseguida ante el escollo de una carencia: la falta de conceptos para
nombras ciertas prácticas propias y e l escaso desarrollo de un pensamiento crítico
capaz de integrar las diferentes producciones culturales en una comprensión orgánica.
Este proceso se da a menudo en el plano d la práctica artística. Pero está todavía a
medio camino en el ambiro de un pensamiento que debe producir o recrear muchos
conceptos capaces de definir realidades particulares. Uno de ellos es el correspondiente
al arte popular, es decir, a lo que concretamente en America Latina se entiende por lo
común como arte popular: ese enrevesado conjunto de formas procedentes de culturas
diversas, entre las que indígenas y mestizas tienen una presencia marcada. Como lo
relativo a esas formas tiene en las metrópolis otro sentido, nos encontramos, huérfanos
de referencias, ante el desafío de tener que inventar categorías que nos permitan
comprender hechos distintos.
Aquel escollo inicial se complica (y en gran parte se explica) por los intrincados efectos
de la dependencia cultural: por un lado, la cultura hegemónica internacional no sólo
propone pautas y métodos sino que pretende exportar ciertas verdades volviéndolas
válidas para todas las situaciones: por otro, el pensamiento de los países periféricos
suele aceptar, seducido y gustoso, los modelos imperiales sin preguntarse demasiado
acerca de la videncia que pueden tener en circunstancias diferentes.
El uso del concepto arte es especialmente ilustrativo de esa dificultad y de las
ambigüedades que genera. El modelo universal de arte (aceptado y propuesto y/o
impuesto) es el correspondiente al producido en Occidente en un período históricamente
muy breve (siglos XVI a XIX). A partir de ahí, lo que se considera en la práctica como
arte es el conjunto de fenómenos que tengan las características básicas de ese arte. Es
decir, por un lado, la estética moderna reconoce como artística esa misteriosa operación
por la cual las formas revelas verdades nuevas, pero lo que realmente admite como arte
es sólo el conjunto de prácticas que tengan las notas básicas del arte producido en aquel
período. Fundamentalmente estas notas son:
1) La posibilidad de producir objetos únicos e irrepetibles que expresen el genio
individual
2) la capacidad de exhibir la forma estética desligada de las otras formas culturales,
y purgada de utilidades y funciones que oscurezcan su nítida percepción.
La inutilidad (o el desinterés) y la unicidad de las formas estéticas son características del
arte occidental moderno que, al convertirse en arquetipos normativos, terminan por
descalificar a modelos distintos.
Con los conceptos no bastan para resolver esa paradoja y justificar la vigencia de este
modelo único, se recurre a los mitos. En principio estos constituyen esquemas de
comprensión de lo real y resguardo contra los estrados de la contingencia: son los
grandes reguladores del caudal simbólico colectivo y expresan el dramático esfuerzo del
hombre por enfrentar el origen y la muerte, que rebasan todas sus formas.
El poder que tiene el mito de capturar momentos y liberarlos de sus condicionamientos,
de fundar arquetipos y sustraerlos al cambio, deja a menudo figuras coaguladas, pesos
muertos que lastran el devine social.
Frecuentemente la cultura dominante manipula el mito, se sirve de esa capacidad silla de
proyectar idas, imágenes y valores a un nivel extra temporal que lo fundamente; toma
solamente el momento arquetipificador del mito. En estos casos, ciertos mitos ya no son
producto de creación colectiva y se convierten en medio de propaganda. Entonces dejan
de ser ficción para ser falsificación, dejan de fabular para mistificar. Sus mecanismos
retóricos de escamoteado y de ocultamiento, que sirven para cubrir ciertos aspectos de lo
real y descubrir ciertos sentidos, son ahora puestos al servicio de la simulación y el
encubrimiento del conflicto, su capacidad de frenar el tiempo es usada para eternizar
arbitrariamente aspectos que convengan al curso de la dominación.
A través de mitos, la cultura oficial pretende absolutizar el arte en el que se considera
representada y justificada. El resultado es el mito del arte, uno de los grandes recitas de
la modernidad.
Nombrado por conceptos ajenos y enfrentado a ese modelo mítico, el arte popular
aparece empobrecido y mutilado: gran parte de la subvaloración que sufren sus
diferentes manifestaciones se infiere tanto del mito del que determinadas prácticas
producidas en Europa (y después en EEUU) constituyen, por superiores, el único
parámetro de lo que debe ser el arte, como al vieja tendencia a adoptar ciertos conceptos
referidos a esas prácticas y trasplantarnos mecánicamente a otros sistemas culturales sin
tener en cuenta sus particularidades. Tales características derivan básicamente de la
autonomía que adquiere loe estético formal en el arte occidental moderno, que se define
por la capacidad de aislar las formas y de considerarlas en sí mismas, eximidas del
denso bagaje de responsabilidades con que siempre le cargó la historia. El proceso de
las culturas populares latinoamericanas desconoció, hasta ahora al menos esa
necesidad. Como originariamente la cultura indígena tenía sus propios mecanismos para
sintetizar sus contradicciones internas, aparece como una unidad ajustada que disuelve
en sí momento s que para la cultura occidental moderna funcionan separados. Muchos
de los problemas para analizar el arte indígena surgen precisamente de la dificultad que
tiene un pensamiento dualista para comprender esa práctica presentada como una
realidad compleja pero compacta. Ciertas parejas de oposiciones conceptuales con que
trabaja la teoría del arte (como útil-bello, arte sociedad, forma ‘contenido, estético-
artístico, etc.) no pueden aplicarse sin más a una realidad que no permite distinguir
claramente los elementos que sirven de base a tales oposiciones. LA ruptura de aquel
mundo ajustado se produce desde afuera. Por eso, no da como resultado una ordenada
diferenciación de sus diversos aspectos. Sino una fractura arbitraria cuyas partes no
encajan en el casillero categorial europeo.
Los principales problemas para encarar la especificidad del arte popular surgen,
básicamente de la aplicación mecánica de un concepto basado en el desdoblamiento
entre lo artístico y lo es ‘tico. Esta oposición, que sin duda ha resultado fecunda para
comprender el mecanismo del arte occidental moderno, extrapolada al campo de lo
artístico popular se muestra poco eficiente y concluye, por lo general, en el menoscabo
de sus expresiones.
Tradicionalmente lo estético se refiere a lo bello, mientras que lo artístico alude a la
posibilidad de intensificar la experiencia de lo real descubriendo nuevos aspectos de la
misma. Por eso, la práctica del arte supone una revelación, debe ser capaz de provocar
una sensación de extrañamiento, de desarraigo y develar otros significados de la realidad
que permitan un replanteamiento de la misma. No todo lo estético, pues, alcanza el nivel
de arte.
En el arte indígena original y posteriormente en el arte popular, es difícil despegar la
forma del contenido y, consecuentemente, lo estético de lo artístico. Esta dificultad se
traduce en una subvaloración de lo expresivo popular, al que retacea el estatuto de arte
acusándolo ya de formalista, ya de contenidita.
Parte de esa dificultad deriva de Queen ciertas culturas, particularmente las indígenas, la
forma estética es aparentemente más libre de la naturaleza que de la sociedad, a
diferencia de las culturas occidentales modernas, en la que parece ocurrir lo contrario,
por eso medidas aquellas con la vara de éstas, sobran por un lado y faltan por otro.
La extrapolación de modelos conceptuales de modelos conceptuales se da a veces en
terminados momentos de la teoría europea que, al aplicar la oposición forma-contenido a
prácticas ubicadas fuera del ámbito de la cultura erudita, suele concluir que las mismas
estaban en falta con uno de los términos de esa oposición. Mukarovsky sostiene que
como el arte requiere la supremacía exclusiva de a la función estética y como en la
cultura popular esa función se confunde con la otras, entonces las creaciones folkloricas
no alcanzan a ser artísticas. Ella arte popular (en general) queda asimilado así, a las
artes meramente decorativas. Gramsci recalca el carácter pasivo y contendiste de la
cultura popular; el folklore se distingue a él por sus tendencias de “contenido”. Para Red,
en cambio, la inferioridad del arte popular deriva exactamente de lo contrario: éste es
formalista y vacío, la cerámica, por ejemplo, es considerada como un “arte sin contenido”.
Por eso la práctica del arte popular debe ser considerada según sus propias
particularidades.

Los bajos fondos del arte.

Las oposiciones recién mencionadas (forma-contenido, etc.) están en el origen del


pensamiento moderno. La estética crece sobre una plataforma escindida que tiende a
polarizar sus conceptos y enfrentarlos en batallas muchas veces inútiles.
Una de las consecuencias más fastidiosas de esta herencia dualista es la disyunción
arte-artesanía que plantea inevitablemente dificultades y problemas a la hora de analizar
la cultura popular. Si bien dentro de los presupuestos de la cultura occidental se entiende
por arte a toda práctica que, a través de su momento retórico formal, renueva las
versiones que tiene el hombre de la realidad, de hecho, se reserva el término arte a las
actividades en las que ese momento tiene el predominio absoluto; solo a través de la
independencia y la hegemonía de la forma se desencadena la genuina experiencia
artística. En el arte popular, la forma estética no es autónoma ni se impone sobre las
otras formas culturales (con la que se entremezcla y aun se confunde). A partir de este
hecho, se considera que el vocablo arte afecta a ciertos fenómenos culturales en los que
la forma predomina sobra la función y constituye un dominio aparte, considerable en sí
mismo, por oposición a las artesanías o artes menores, en las que la utilidad prevalece
sobre sus aspectos formales, que se encuentran enredados en sus diversos destinos
socioculturales (rituales, cotidianos, etc.)
La estética, como disciplina teórica, se consolida a mediados del siglo XVIII en un
movimiento que se desprende de sus ligazones tradicionales y coincide con ese afán
emancipador que caracteriza la práctica artística desde los inicios de la modernidad. La
nueva disciplina encuentra en la obra de Kant una de las organizaciones s más
sistemáticas y un fundamento epistemológico firme, Para Kant, la representación estética
se desentiende de sus fines tradicionales (usos y funciones utilitarias, rituales, etc.) y se
centra fundamentalmente en la forma.
El privilegio de la estructura del objeto es la base del “Gusto estético” entendió como
posibilidad de apreciar sensiblemente dicho objeto sin interés alguno, sin tener en cuenta
en absoluto posibles finalidades prácticas del mismo.
Esta concepción de la experiencia estética fundamentada en el desinterés y en la
inutilidad práctica conduce a una profunda escisión entre lo que Kant llama “juicios puros”
y “juicios impuros” del gusto. A los primeros como cabe esperar de la asignación del
nombre, corresponde el gusto verdadero, perfecto y legítimo, mientras que los segundos
-comprometidos con interese s utilitarios y finalidades extra-artísticas-, el gusto
inauténtico, superficial y vulgar. Los unos, los gustos puros, develan la belleza pura; los
otros, la adherente en al que la forma no logra sobreponerse de manera absoluta y se
debe adaptar a las necesidades impuestas por la función del objeto.
Las artes “mayores” poseen una belleza pura, autonoma y autosuficiente, fruidle en sí;
mientras que las “aplicadas” o “menores” dependen de otros valores y condiciones y
carecen de formas que puedan ser valoradas aisladamente.
La cisura corre a lo largo del pensamiento estético moderno con estribaciones que llegan
hasta nuestros días.
El resultado de tales limites es la marginación de estas expresiones que son relegas a
una zona residual y subalterna que conforma lo que Eduardo Galeno llama “los bajo
fondos del arte”. Es que la división “arte-artesanía” no s ideológicamente neutra. En
primer lugar, encumbre ciertas consecuencias derivadas de la mercantilización del objeto
artístico. Este se presenta como independiente de cualquier finalidad extra-artísticas,
pero, en realidad, se emancipa de su destino utilitario y social pero no de su función de
mercancía. La sociedad contemporánea des ritualiza el objeto subrayando su valor
exhibidito, pero sacrifica el valor de uso social y promueve la apropiación privada del
objeto devenido mercancía.
Por eso, en realidad, el arte moderno no es totalmente “inútil” en el sentido kantiano del
término: siempre tiene finalidades y funciones extra-artísticas que cumplir. Los valores
estéticos no son valores separados de toda contingencia, valores inútiles. Si el artista no
se propuesta otro fin fuera de la obra misma, tendríamos que negar al arte todo
significado. Y, de hecho, ocurre todo lo contrario: el arte, que ha servido a todas las
épocas como medio de expresión y de propaganda, es uno de los vehículos de la
ideología de su tiempo.
El hecho mismo de mantener la división entre el arte y la artesanía también ha sido
vehículo de la ideología. En toda América latina, la dominación cultural impuesta por los
sistemas coloniales se va desarrollando a partir de la privación del estatuto de arte a las
expresiones indígenas y mestizas. Solo se refiere vagamente y con un sentido
francamente peyorativo al conjunto de las prácticas consideradas siempre como salvajes
y desprovistas de todo valor.
El gran arte, a aristocrático y exclusivo, se resiste a aceptar en su terreno
manifestaciones consideradas de menor categoría y crea dificultades y complicaciones.

Lo artístico y lo artesanal
La primera dificultad se basa en el supuesto ya señalado de que las creaciones
populares, comprometidas con ritos y funciones cotidianas, no alcanzan ese grado
superior auto contemplativo y cerrado en sí y permanecen atrapadas por su propia
materialidad, su técnica y sus funciones. En la cultura indígena, aún en la mestiza, es
impensable aislar la función estética de la compleja trama de significados sociales en la
que aparece confundida. La básica unidad de aquella cultura había integrado sus
diferentes elementos soldando tan apretadamente funciones rituales, estéticas,
religiones, políticas y aún lúdicas que pretender arrancar aquello que hoy llamamos lo
“estético2 de esa imbricada matriz simbólica constituiría una segmentación arbitraria y
una operación a la larga poco eficiente. Las lenguas indígenas no cuentan con un
término que designe lo que la cultura occidental entiende por arte, ante esta compilación
cabría la posibilidad de dejar de englobar bajo el concepto de arte a actividades que no
encuadran en su básica definición.
La cuestión se complica porque, por otra parte, en la mayoría de los países
latinoamericanos las producciones creativas de los sectores populares se encarnan en
las artesanías; el pueblo no tiene más canales expresivos que las artesanías y las
festividades socio religiosas.
Pero llamar artesanías a esas expresiones sería referirse sólo al espacio manual de su
producción y anclar en la mera materialidad del soporte, desconociendo los aspectos
creativos y simbólicos y cayendo en la trampa de una actitud discriminatoria que segrega
las manifestaciones populares erradicándolas del reino de las formas privilegiadas.
En toda la estética occidental tiene a sacralizar el terreno del arte como realidad superior
del espíritu, ajena a los valores de la productividad de la artesanía, y a mitificar al artista
como figura genial e intocable. Utilizar el término artesanía para designar genéricamente
a las manifestaciones expresivas populares supone aceptar la división entre el gran arte,
que recibe una consideración especial, y la artesanía, como arte menor que se lleva la
peor parte y siempre está marcada por la situación inferior de pariente pobre. Esta
división, según queda señalado, esconde siempre un más o menos solapado intento de
sobredimensionar los valores creativos de la cultura dominante desestimando las
expresiones populares. Por eso preferimos usar el vocablo arte popular para referirnos al
conjunto de formas estéticas que producen ciertas comunidades subalternas para
expresar y recrear sus mundos.
Si el lenguaje está tan marcado por la cultura dominante que carece de conceptos
adecuados para nombrar lo producido fuera de ésta, entonces son queda más remedio
que forzar sus propios conceptos o correr el riesgo de confinar lo estético popular al reino
de lo inefable
Lo artístico y su autonomía
Para comenzar, habría que discutir las distorsiones que sufren las posibilidades que
presentan algunos de los propios conceptos referidos a características que el arte de
Occidente reconoce como suyas y que actúan como obstáculos para el reconocimiento
de las formas artísticas diferentes. La categoría de especificidad de lo artístico, por
ejemplo, es tironeada desde lugares diferentes, ve deformados sus perfiles y cambiadas
sus notas.
Europa, después de la revolución industrial, cuando el artista apartado de la producción
adquiere independencia y genialidad y su obra se convierte en objeto único y
autosuficiente. Es claro que apenas logra aislar la forma, el arte se enfrenta con el alto
costo que demanda su autonomía: el aislamiento del hecho artístico tanto de las fuerzas
diversas que condicionan su producción como del gran público al que siempre intenta
llegar, mirándolo, lleno de cultas, desde arriba y hacia atrás.
El arte moderno se encuentra aislado de la vida y de la sociedad a la que aspira
expresar. El concepto de autonomía condicionada intenta, salvar la especificidad de lo
artístico cuidando de no caer ni en reduccionismo esteticistas que lo aíslen de sus
determinaciones sociohistóricas ni en determinismos socio logistas que lo conviertan en
mero reflejo de lo social
Ese concepto de autonomía condicionada puede, incluso, ser útil para evitar de nuevo la
tentación de absolutizar un momento del arte occidental y hacer de sus notas
prescripciones.
En las sociedades occidentales contemporáneas lo estético puede ser aislado mejor de
los distinta factores que actúan sobre su producción, porque prácticamente desde el
Renacimiento sus articulaciones están preparadas para poder ser desprendidas del
cuerpo social que expresan; lo estético constituye un nivel concebido para ser
desarmado; es un dispositivo epistemológicamente desmontable. Ya vimos que en la
cultura popular es mucho más difícil aprehender lo propiamente estético, pero eso no
debe conducirnos a renunciar a la posibilidad de analizar -de seccionar conceptualmente-
el aspecto estético que, aun confundido con los demás contenidos y funciones culturales,
mimetizado en el cuerpo social, se encuentra, indudablemente, presente. Aunque
operativamente pueda conseguirse identificar un nivel estético, será imposible
desprender limpiamente ese nivel del trasfondo de sus condiciones sociales; el miso
estará inevitablemente contaminado con otros fines, arrastrará los residuos de otras
funciones. Estos fines y funciones impregnarán lo idealmente estético, escureciéndolo, y
los bordes confusos de aquel recorte nunca coincidirán con los precisos límites de una
idea previa de lo artístico.
El relativismo cultural proveniente de la antropología contemporánea ha ayudado a
considerar el valor específico de las expresiones culturales contemplándolas no según
una idea única e inmutable de lo que debe ser lo artístico, sino teniendo en cuenta las
situaciones históricas concretas que genera los diferentes sistemas de expresión.
LA perspectiva según la cual una cultura enfoca ciertos hechos determina la
consideración de los mismos como artísticos o no. Un ejemplo del carácter convencional
y arbitrario de los códigos que permiten definir loa artística está bien dado por
Mukarovsky. Según queda expresado, este autor define lo artístico como el terreno en el
cual la función estética tiene la supremacía sobre las otras funciones. Pero el análisis de
este predominio no se hace teniendo en cuenta características del objeto inherentes al
mismo sino la posición que éste ocupa ene l marco de las relaciones sociales.
El filósofo checo analiza y fenómeno de objetos de la cultura popular que originalmente
no eran artísticos, pero que se vuelven cañudo debilitadas o extinguidas, muchas de sus
funcione s primeras (utilitarias, ritualistas, etc.) retroceden y se destaca la función
estética, que antes era secundaria, apareciendo nítida ante el observador. Es decir que
en el objeto nada cambió; lo que produce su artisticidad es una lectura diferente del
mismo según convenciones extrañas a su producción.
Lo artístico no es una cualidad intrínseca del objeto, sino que depende de las diferentes
selecciones que hace el hombre a partir de determinadas situaciones socioculturales. El
arte actual reivindica como una de sus máximas conquistas la posibilidad de producir
discrecionalmente lo artístico de situaciones nuevas y de aspirar a la abolición de la
frontera arte-vida.
Una de las salidas que se le presenta hoy al cuestionado término arte está dada,
precisamente por la posibilidad que el mismo tiene de rebasar los límites de su reducido
ámbito y enriquecerse con las múltiples formas imaginarias a través de las cuales el
hombre recrea la realidad.

Los límites del arte popular

Otra dificultad que sale al paso cuando se usa el coceo de arte popular deriva de la
ambigüedad de sus contornos; aunque lo artístico popular tuviera un terreno propio, éste
sería confuso y poco apto para las delimitaciones precisas que necesita la estética. Si no
existen objetos en sí mismos artísticos, entonces es evidentemente que los códigos
según los cales un observador occidental valora, por ejemplo, una vasija indígena es
diferentes a las del alfarero que la produjo. E inmediatamente salta la cuestión de los
límites del arte popular: ¿Cuáles objetos, cuales, hechos, pueden ser comprendidos
dentro de la categoría artística y cuáles no?; ¿Por qué tal vasija es arte y tal flecha, ¿no?
El problema es bastante difícil y deja transparentar nítidamente el punto de vista de la
cultura dominante del observador. Es arte una vasija porque su diseño o sus patrones
decorativos pueden ser objeto de percepción estética autónoma; no es arte una flecha
porque su instrumentalidad excluye la posibilidad de dicha percepción. O bien, es arte
esa vasija porque se distingue en su unicidad y originalidad de cualquier otra, mientras
que no es arte esta flecha porque, al no ser una pieza singular, irreductible, se confunde
con cualquier otra y no demuestra la creatividad de su autor.
Para que determinadas expresiones populares puedan quedar comprendidas dentro del
concepto de arte se hacen algunas concesiones: cierta vista gorda a la ambigüedad de la
autonomía formal, cierta tolerante disculpa a la hora de examinar la originalidad de la
obra; pero, en última instancia, la pureza de las formas o el genio individual deben
aparecer por algún lado.
Es decir que se reconoce la existencia del arte popular bajo la condición de que tenga las
cualidades básicas el arte culto. En realidad, lo que ocurre es que, la audiencia de
conceptos para comprender realidades propias. Si arrancamos un concepto de un
sistema, aquél tendrá inevitablemente la configuración que le hacía engranar en este
sistema. Según queda señalado, la teoría del arte popular se encuentra a medio camino
fundamentalmente entre la estética, por un lado, y la antropología, la sociología y la
política por el otro; presta conceptos diversos sin poder integrarlos en una parcela
disciplinaria propia capaz d articular metodologías necesariamente plurales. El problema
no tiene aún respuestas claras (se define como arte lo que aparece como tal según a las
convenciones de una cultura ajena). Pero sin pretender llegar a ningún resultado
concluyente, podríamos adelantar algo ene esta discusión si al reubicamos en el contexto
de otras situaciones de la cultura contemporánea y la enriquecemos tomando prestados
algunos métodos y conclusiones de otras disciplinas referentes a esos conceptos de
desinterés y unicidad utilizados comúnmente como requisitos de lo artístico.

El arte como expresión de cultura


Adoptando, en primer lugar, modelos antropológicos, podemos analizar la cuestión desde
la perspectiva cultural del propio creador. Se ha discutido mucho acerca del valor estético
que otorgan un indígena o un campesino a sus creaciones. Nos las consideran
ciertamente obras de arte, pero es evidente que muchas de ellas apelas a la sensibilidad
y están animadas por un impulso expresivo y una intención decidida de representar
imaginariamente su propio mundo. El indígena recalca retóricamente determinados
momentos de su tiempo histórico para integrar sus diferentes manifestaciones culturales
a través de lo que nosotros llamamos arte. No solamente existe un nivel estético que
convoca a la percepción formal, sino que el mismo remite al conjunto de la realidad
comunitaria, dotándola de sentimientos nuevos.
En la cultura indígena según queda señalado, ambos niveles se confunden. LA práctica
constituye una actividad socialmente cohesiónate; los objetos y el propio cuerpo se
estatizan para ingresar a un nivel ritual que sintetiza la experiencia colectiva.
La presencia de intenciones estéticas es indiscutible en dicha cultura: para los adornos
son elegidos los elementos plásticamente más relevantes. Pero estas formas estéticas,
sensibles, están siempre habitadas por contenidos diversos con los que se confunden
enseguida; tienen un rápido reflejo poético que les impide cerrarse sobre sí y que las
reenvía siempre al todo social. La eficacia de estas formas no debe ser medida desde su
mayor o menor independencia de funciones, sino a partir de su mayor o menos
capacidad de expresar la unidad de la cultura, e incluso, para acceder a dicha unidad a
través de la mediación de lo imaginario. La celebración ceremonial con máxima
intensificación de la experiencia comunitaria, es a la culminación y el corolario del arte
indígena; en el rito convergen potenciadas, las diferentes manifestaciones estéticas. Es
arte total en el sentido actual del término.
Por eso, el hecho artístico se constituye en la cultura indígena desde su posibilidad de
expresar (y asegurar) la síntesis de la cultura. No será su predominio absoluto el que
marque el inicio de lo artístico sino su buen acoplamiento con las funciones que
representa. El indígena disfruta la belleza. Pero no busca lo bello en sí; lo hace para
apuntalar diferentes elementos de la práctica etnos-social.
Por supuesto que este equilibrado maridaje entre las formas estéticas y sus significados
sociales tiene un precio muy alto: la paulatina desintegración de aquéllas, una vez
diluidos éstos. Los procesos de desestructuración de las culturas étnicas carcomen
muchos de los contenidos originales y vacían progresivamente las correspondientes
formas expresivas hasta debilitarlas y convertirlas en signos huecos y dispersos.
La cultura popular, marginada y postergada, carece de ese carácter oficialmente
organizador y centralizador que atribuye Gramsci a la cultura dominante; su propia
diversidad y las direcciones complejas y a veces contrapuestas de los factores que
actúan en su desarrollo dificultan la consideración integrada de las mismas.
Promover la recuperación a través de la práctica de lo imaginario, de una visión
globalizante de la propia realidad que facilite la acción sobre la misma es, uno de los
desafíos que tiene la cultura popular. Pero, aun así, si nos ponemos hoy a buscar los
aspectos más artísticos de esta cultura, nos encontraremos con ciertos objetos de uso
cotidiano ligados en su vértice a las funciones más vitales y vigentes.
Irónicamente, es estas primitivas manifestaciones carecieran de sus propios significados
rituales y tuvieran una mera intención estética, podrían ser correctamente clasificadas
bajo las sofisticadas categorías actuales del happening, performance, voy art,
ambientaciones, envaronen, e incluso, eat art.

Otra vez la función: el caso del diseño industrial

La función de la Estética industrial es un término problemático y a vece ecléctico que


complica y renueva la discusión acerca de sus difíciles relaciones con la forma pura.
Desde las posiciones declaradamente anti kantianas que propugnan una belleza
funcional, hasta los muchos intentos de conciliar, si no identificar, belleza y utilidad a
través de la racionalidad funcional, o la franca declaración de incompatibilidad entre
ambas nociones, los teóricos de la estética industrial, aun reexaminando los términos,
vuelven a avivar una distinción que parecía olvidada: la establecida entre las artes libres
y las artes aplicadas.
En primer lugar, el mismo termino función es reexaminado. Y se accede a un concepto
más complejo que considera que, en puridad, no puede darse el caso de que una forma
sea tributaria de una sola función, sino de una intrincada combinación de funciones. Y
muchas de estas funciones de conjunto, no implican finalidades prácticas o utilitarias sino
contenidos socioculturales varios, connotaciones complejas, símbolos. Según a qué tipo
de funciones correspondan las formas, se habla tradicionales de tres modalidades de
objetos: los bellos (carias funciones del mismo valor), los expresivos (una función
fundamental hegemónica) y los ornamentales (una función secundaria). Cualquiera de
estos objetos puede tener un carácter estético, pero silo se convierte en artístico cuando
se le acopla una significación poética. Es decir, cuando dicho objeto es capaz d provocar
una conmoción debeladora, la eclosión de una realidad nueva. Y eso aboga por las
posibilidades artísticas de lo popular, la “artisticidad” no está medida por la carencia de
funciones sino por la posibilidad de que las formas lleguen a provocar ese choque
desencadenante de nuevos significados que constituye el efecto artístico fundamental.
Los objetos son artísticos sean útiles o no, en la medida en que no queden definidos de
una vez por un tema o un destino únicos, sino que puedan estar significados plurales,
connotaciones complejas que escapan ya del cerco cerrado de su propio sistema de
producción estética y repercuten sobre le conjunto socia, expresándolo o anticipándolo.
Desde esta perspectiva, la cuestión de los límites del arte popular no difiere de la de los
del arte erudito. Por supuesto que no toda la producción visual de una comunidad
popular deviene en hecho artístico. Muchos de los objetos no trascienden su
materialidad. Debemos reconocer que hay otras tantas creaciones del arte culto que, aun
bellas y armónicas, no rebasan su presencia y permanecen como simples esculturas,
pinturas o dibujos inertes, desprovistos de nervio poético, incapaces de resignificar.
Es por eso que hay tanta dificultad en trazar las fronteras, no solo de manifestación
artísticas populares, sino también de cualquier otra.

Lo único y lo múltiple

La unicidad es otro atributo histórico del arte culto exigido como pasaporte para ingresar
al reino de loa artístico en general. En realidad, el culto a lo singular y exclusivo es una
consecuencia de la fetichización del objeto tradicional y no hace a sus verdaderas
potencialidades artísticas; corresponde a un momento histórico ligado a la conversión del
producto artístico en mercancía a su consiguiente autonomización.
Ya vimos que el concepto moderno de artes estrecho e insuficiente precisamente porque
se basa en un creacionismo: se identifica con un producto histórico determinado y deja
de lado objeto que, por haber sido creados en otras condiciones, tienen cualidades y
posibilidades diferentes. La singularidad nunca ha sido una pretensión del arte popular,
ajeno tanto a la ideología humanista de la autonomía creadora como a los sueños
románticos del genio original.
Por otra parte, la vigorosa presencia de lo colectivo en las producciones del arte popular
impide que sus objetos sean susceptibles de una valoración basada principalmente en la
singularidad de la creación individual. LA incidencia que tienen los potros estilito de cada
comunidad es muy fuerte en la cultura popular y originariamente al menos, la libertad
individual no tiene el mismo sentido para un artista popular que para uno culto; los
códigos de base son, en el caso del primero, más fijos y enraizados en lo social: el
creador popular debe siempre remitirse a la experiencia colectiva para producir porque
ésta tiene una presencia tan vigoriza que él no puede ignorarla y parte siempre de su
horizonte semántico y sus premisas formales.
Por eso no consideramos válido que, en a la cultura popular, se utilice como criterio de
valoración estética la unicidad del objeto, en sí no constituye condición de calidad
artística.

Lo específico del arte popular. Conclusión

Para hablar del arte popular se hace necesario partir no sólo de una licencia lingüística ni
de una concesiva ampliación del concepto arte, sino de un análisis de cuáles son las
notas básicas que le reconoce la propia teoría estética más allá de las barreras que
levanta la cultura dominante para preservar la hegemonía de su terreno.
Pero cuando el título de arte aparece como un privilegio auto otorgado por la cultura
dominante y se convierte en un obstáculo para el derecho al reconocimiento de las otras
particularidades culturas, entonces tanto por razones políticas) reivindicaron de tal
derecho), como por exigencias teóricas (necesidad de desmitificar historias) se justifica la
discusión de los alcances reales del término arte.
La cultura popular esta cruzada (y sostenida en gran parte) por fuertes nervaduras
formales que tienen una misión estética. Está compuesta por imágenes, figuras
sensibles, estructuradas según criterio determinados de manejo de color y de equilibrio,
de composición y de movimiento. Por su pues que etas formas están conducidas en la
trama de lo social y es difícil aislarlas sin deshilachar el tejido apretado y contrariar su
destino, pero ellas, enredadas y escondidas, actúan como fuerzas ocultas que destacan
la estructura de lo real y lo vuelven significante. Es decir que ambos momentos, el
estético, que juega con las formas, y el artístico, que reconstruye la realidad desde ese
juego, están presenten en el enrevesado patrimonio simbólico de las culturas populares.
En las culturas occidentales modernas se manifiestan de manera diferente; el arte que
surge en ellas incuba siempre un conflicto entre uno y otro momento que cada situación
histórica va solucionando de acuerdo con sus contingencias y sus posibilidades
concretas. Ni mera forma ni puro contenido, oscila inevitablemente entre ambos polos
buscando colmar la carencia que deja abierta su realidad escindida.
Ella arte indígena esquiva el figurativismo porque su objeto se refiere a situaciones
conectadas con experiencias socio religiosas en sí mismas irrepresentables; por eso es
fundamentalmente abstracto: al desentenderse de las exigencias de la denotación
inmediata, se mueve mucho más por connotaciones y sugerencias que por referencias
directas.
Lo que se quiere destacar acá, a partir de una situación tomada meramente como
ejemplo, es la particularidad de cada afirma histórica de arte; no hay procesos artísticos
peores o mejores como no hay lenguajes superiores ni inferiores; todo sistema simbólico
debe ser considerado de acuerdo con los requerimientos a que responde.
Por eso el arte popular como cualquier forma de arte, es el resultado de una determinada
manipulación de formas sensibles que, al replantear lo real, promueve una comprensión
más intensa del mismo y revela accesos secretos y flancos ocultos suyos que lo hacen
más asequible, más manejable.
Y por eso debe refutare el mito que pretende que determinados rasgos históricos se
vuelva verdades eternas. Y en la medida en que dejemos de entender los caracteres
coyunturales de la creación moderna como arquetipos metafísicos y cómemelos
normativos universales, estaremos no sólo reconociendo el legítimo terreno de las
expresiones particulares uno abriendo una salida al propio concepto moderno occidental
de arte.
Resumen de “La puesta en escena internacional del arte latinoamericano: montaje y
representación” de Nelly Richard

Las imágenes del arte latinoamericano que consagra la escena internacional son las
imágenes presentada en exposiciones de museos que les asignan su marco establecido
de promoción artística y de validación cultural.
Sabemos que el museo, dentro de la secuencia modernista, ha servido de catalizador
para la articulación de la tradición, la herencia, el canon y que ha contribuido a la
construcción de la legitimidad cultural armando repertorios simbólicos -las colecciones-,
que archivan y validan referencias históricas con base en las cuales la comunidad se
autodefine. El paradigma simbólico-cultural del museo ha contribuido a definir la identidad
de la civilización occidental trazando límites externos e internos que descansan en tanto
en las exclusiones y marginaciones como en las codificaciones positivas. La definición
del patrimonio museográfico pone en juego criterios de selección y organización de los
bienes culturales basados en trazados de valores que delimitan los contornos de la
identidad simbólica. Son esas fronteras las que dé(s)marcan el contenido de esa
identidad, fijando los límites de propiedad que nos separan a “nosotros” de los otros.
El renovado gusto de la posmodernidad hacia “lo otro” (lo diferente, lo marginal, lo
periférico) ha llevado al muso a tener que ampliar y diversificar el trazado de sus
fronteras, incorporando imágenes y representaciones que habían sido hasta ahora
censuradas o descartadas por la hegemonía del patrón monocultural de la tradición
occidental-dominante. Ha habido un lento pero importante progreso en la década pasada
en el señalamiento de pasados ocultos o permisos, en el reclamo por tradiciones
subrepresentadas o a falsamente representadas que acceden hoy a nuevas zonas de
visibilidad gracias a ese rediseño de las fronteras del museo influido por el debate de hoy
sobre el multiculturalismo.
No podemos olvidarnos que ese “progreso” es primero, muy frágil y segundo, muy
dudoso, porque rodeado de los malentendidos, ambigüedades y contradicciones que teje
a sus alrededores la engañosa retorica postmodernista de lo “otro”
Quiero explicitar algunos de estos malentendidos, ambigüedades y contradicciones que
figuran en torno a la problemática del arte latinoamericano mediatizado por la escena
internacional.

Contexto, diferencias y traducción,


Los desequilibrios de posiciones que estructuran la red del arte internacional hacen que
la definición y selección de las imágenes del arte latinoamericano que se promueven
internacionalmente dependan de los encargados de administras los signos
metropolitanos de intercambio y de transacción artística. Curadores internacionales que
generalmente no están informados del lenguaje, de la historia, ni de las tradiciones de
muchos de los países Latinoamérica; hace que prevalezca una imagen estereotipada y
marque tinera del arte latinoamericano en la escena internacional.
¿Cómo se articula el juicio de valor sobre la obra periférica (¿latinoamericana= que
dictamina el represente artístico del circulo internacional, en circunstancias en que no
comparte el contexto de referencias y significación que define y especifica la
particularidad de la obra?
La respuesta más conservadora a esa pregunta la formulan quienes defienden,
esteticistamente, el valor de “calidad” en relación con una obra concebida como
“experiencia plástica sensorial” o bien como “originalidad e invención”. Buchloch nos
recordaba que el principal instrumento utilizado por la cultura hegemónica (blanca,
masculina y occidental) para excluir o marginar, es la noción de “calidad”. Trascendencia
y universalidad son los rasgos de la cultura masculina-occidental dominante que ha ido
retorizando como argumentos a favor de su autodominio de representación. Son los
rasgos que esa cultura traduce a privilegios que hace colocarse a sí misma como sujeto
de la identidad en el nivel -superior- de lo abstracto-general, mientras el otro sujeto de la
“diferencia” es rebajado al nivel -inferior- de lo concreto-particular. La violencia de las
luchas que se desatan en torno a la propiedad-apropiación del poder de los signos de la
identidad, permanece oculta tras una imagen fetichista del arte y de la ultra como
productos desmaterializados que expresan, en la tradición idealista-burguesa, una
subjetividad interior y superior. La categoría formalista de “calidad” pertenece a esa
tradición idealista-burguesa del arte, que busca excluir de su campo de apreciación todo
el juego socio-contextual de las variables de significación que historizan (condicionan y
relativizan) juicios y valores. La afirmación de que la “calidad” de una obra trasciende
cualquier variable, poeta una doble tachadura material e ideológica: tacha el contexto de
producción de la obra quitándole su derecho a revidar una especificidad de operaciones,
y tacha el contexto de quién le niega ese derecho disimulando la maniobra centrista que
consiste en sustentarse en una tradición que - por abuso fundacional- se cree “la medida
de todas las cosas”.
Pero si renunciamos a ese valor de calidad ¿por qué otra categoría de evaluación de las
obras lo reemplazamos? Si un concepto de calidad pudiera ser elaborado o definido en
términos de radicalidad disuasiva, de negatividad e ironía, o si la calidad pudiera implicar
la elaboración de nuevas estrategias y recursos para la articulación de nuevas voces y
públicos entonces sé se sería el concepto que me guiaría.
La respuesta de C de Zeghers lleva las consideraciones sobre la obra a tomar en cuenta
su rol y actuación (sus tomas de posición) como práctica inserta en un medio
sociocultural. Salimos de la concepción deificada -pacificante- de al oba como producto a
contemplar, para analizar el arte mismo como proceso significante que moviliza recursos
de lenguajes en función de un cierto modelo de operatividad crítica ajustado a una
situación. Ese modelo, destinado interactuar dentro de un particular contexto de
discursos, trabaja con códigos y significaciones localmente determinados, que varían
según el sitio - enunciativo y comunicativo- que ocupa su sujeto en el sistema de
organización cultural. La (ante)legibilidad del modelo de significación artística
instrumentado por la obra depende de que se recree el juego de dialogo, replica y
confrontación, que sitúa a esa obra en función del discurso que la circunden: discursos
cuyas presuposiciones de sentido la obra incorpora y discute y a cuyas solicitaciones
externas ella responde tácticamente. Pareciera hacer falta entonces un conocimiento
situacional de las intervenciones de códigos que arma y desearla la obra, por ser todas
ellas intervenciones localizadas que poseen un significado coyuntural de afirmación-
negación-interrogación de ciertos lunes de fuerza del medio artístico y cultural. La
aproximación al arte de la periferia debería implicar una información contextual lo más
amplia posible (política, socio-económica, ideológica, etc.). La restitución del contexto -el
suplemento de información que debería aportar el museo para documentar la situación
de la obra- iría destinado a compensar la pérdida de sentido que afecta la obra cuando el
traslado de contextos disocia las formas de las funciones y tergiversa los signos, al
interpretarlos según las conveniencias - y estereotipos_ de la cultura centrar erigida en
modelo. Pero ¿hasta dónde ese suplemento documental logra recrear la densidad
material de las articulaciones de sentido que mueven las obras en sus respectivos
contextos? ¿Cómo reconciliar el regionalismo crítico de microlecturas de la obra cuya
validez es sobre todo contextual, con la imposibilidad de renunciar totalmente a juicio
transculturales que garanticen el horizonte común de nuestro intercambio con los
demás?
Todas estas preguntas remiten al proceso de traducción (como mediación y
comunicación) entre culturas, con todo el riego de interferencias que este proceso
incluye. No hay porqué pensar que esas fallas de traducción pueden o deben ser
eliminadas. El mito de que estas fallas son obstáculos para la armoniosa transparencia
de la comunicación intercultural se sustenta en una concepción nostalgia del sentido-
como pureza y origen- desde la cual toda traducción es siempre culpable de traición.
Serían precisamente “las traducciones imperfectas” entre culturas diferentes, las capaces
de hacer que la mirada sobre las obras se mantenga en permanente estado de alerta y
tensión. Las traducciones imperfectas se encargarían de hacer vibrar esa tensional dad
crítica de la mirada, armando confrontaciones de puntas de vista en cada a desfase de
sentido y en cada intersección de perspectivas. Habría entonces que reclamar
exposiciones que se sitúen ellas mismas en articulaciones interculturales específicas y
que se dispongan a explicitar el riesgo de tales articulaciones inestable para rebatir el
absolutismo de los juicios universales; exposiciones cuyos principios de selección sean
abiertamente criticables en cuando exhiban las discrepancias de valores y sentidos
producidos por los choques y forzamientos de lectura de los objetos desplazados de
contextos. Son esas discrepancias las que energizan a la mirada, al obligarla a
preguntarse por la situación enunciativa y comunicativa que define la regla, que quien le
habla a quien, porque, dónde cuando y bajo qué condiciones.

El poder de la representación

LA modernidad occidental dominante diseño el gran tablero de las identidades claras y


distintas que se establece sobre el fondo resuelto, indefinido, sin rostro y como
indiferente, de las diferencias. Ese tablero de la modernidad histórica y filosófica separa
lo mismo (la conciencia autocentrada de la racionalidad trascendental) de lo otro (la
negativa y clandestina heterogeneidad de sus reversos - locura muerte y sexualidad-
censurados por el logos universal)
Toda una cadena de enlaces por similitudes y analogías teje parentesco de inclusión y de
exclusión que divide a los sujetos entre los representantes de luminoso y los
representantes de los tenebroso. Esta polarización antinómica del eje de la identidad
diferencia reedita el corte entre cultura y naturaleza que separa lo estructurado (lo
discursivo) de lo in estructurado (lo pre-simbólica).
La representación más tipificada del arte latinoamericano esta enteramente condicionada
por ese dualismo naturaleza (cuerpo) cultura (razón) que lo lleva a expresar una
identidad primaria y virgen: es decían, aún no mediatizada (no contaminada) por las
tramas de signos. Lo mágico, lo surreal, lo fantástico, son categorías artísticas de éxito
internacional, encargadas de asociar lo latinoamericano a esa imagen cándida de fusión
integral con el mundo; una fusión previa a los tráficos de códigos que la adulteraron, la
desnaturalizar. Lo mágico, lo surreal y lo fantástico, son categorías de lo latinoamericano
que subliman la imagen de paraíso perdido a cuya desnudez e inocencia debe volver el
Primer Mundo para redimirse del pecado consumista de una sociedad degradad por a
sobreabundancia de iconos postindustriales. Ese retorno sublimado y fantasmático de lo
primigenio designa - por transferencia y regresión- la vuelta del sujeto más mediático al
estado de gracia de un antes de los códigos. Muchas de las imágenes del arte
latinoamericano derivan de esa síntesis mágico-religiosa que busca capturar lo
latinoamericano en estado de irracionalidad/irracionalidad, para mantenerlo así fuera de
toda competencia de discurso e historicidad. Esa captura de una identidad-origen
detenida en un tiempo mítico, substrae el sujeto latinoamericano de la temporalidad viva -
en devenir- que sobrevive las narrativas sociales e históricas y fija ese sujeto (lo congela)
en un espacio ahistórico no evolutivo. Espacio de lo “auténtico” nostálgicamente reducido
a lo tradicional y de lo tradicional reducido a lo premoderno: se le deniega al sujeto del
arte latinoamericano el acceso a la modernidad en cuanto dinámica de cambios y
transformaciones sujetándolo al río esencialista del origen.
Pero el mismo arte latinoamericano se complace en esa búsqueda trascendentalista de
una reserva ontológica del “ser”. El estereotipo de la pureza recalca la dimensión más
arcaizante de una búsqueda de la identidad latinoamericana (fuentes, raíce) concebida
como deposito esencialista de valores permanentes y definitivos que garantizan la
continuidad de lo “propio” y que defienden esa continuidad contra las amenazas de
intervención de lo mi-propio. Sin embargo, las mismas particularidades de la modernidad
latinoamericana que la retratan como una modernidad descentrada, fragmentaria y
residual, dejan en claro que lo “propio” no es un contenido prefijado, sino la tensión
intercultural que deriva de formas heterogéneas de apropiación, desapropiación y contra
apropiación. Esta tensión exacerba el sentido de la mezcla y desmiente con ella la visión
de la identidad latinoamericana como sustancia homogénea. Si hibridaciones y
mestizajes han colocado desde siempre a las formaciones latinoamericanas bajo el signo
de la pureza, ¿porque buscar la clave de su identidad en una romanización de la puerta
del origen como garantía autóctona de valores inalterables?
Más allá de las sospechas que rodean el término dispuso y confuso de “postmodernidad”,
la reaceptación posmodernista de ciertos temas como del tema de la modernidad y de la
identidad cutrales latinoamericanas, nos servirá para potenciar críticamente su hibridez.
Esa hibridez retrata a la modernidad latinoamericana en cuando producto inestable de
sedimentaciones varias que combinan formaciones disímiles. El aprovechamiento crítico
de una cierta destrucción del pensamiento metafísico de la identidad, nos servirá también
para contestar el mito latinoamericanista de la “autenticidad” que fundamentaba la
identidad como presencia. plantear esa identidad como construcción y relación inventivas
y móviles que entrecruzan múltiples registros de definiciones simbólicas y culturales.
Estas nuevas construcciones plantean que la diferencia cultural ya no s una alteridad
estable, sino un conjunto de tácticas locales de posicionamiento crítico de las marcas de
la diferencia que juega con los bordes y en el entremedio de las culturas. Estas nuevas
construcciones de la identidad cultural nos dicen que la alteridad es “cuestión de poder y
de retórica más que de esencia. Y eso porque la alteridad es primero cuestión de
representación.
El acto de representar -de montar una escena de discursos para el trazado de la figura
del “otro”- supone el ejercicio de una fuerza cultural legitimada por una superioridad de
posición, Esta superioridad de posición genera el desequilibrio de poderes entre el sujeto
de la identidad y el sujeto de la diferencia. Instala el primero en el lugar de un sujeto que
escribe/describe mientras “el segundo es descrito” como categoría (fijado en nombre e
imagen) y se resume al “papel pasivo” de ser objeto del conocimiento. Ese papel hace
del representado un sujeto no activo, no autónomo y no sobrino con respecto a si mismo,
es decir, un no-sujeto. poseído, comprendido, definido y tratado por quienes manejan en
forma no participativa los medios de representación cultural.
Sigue vigente esta problemática del poder de la representación cultural referida al
problema de quien controla los medios de puesta en discurso del significado de la
diferencia. Lo que debemos preguntarnos es, si basta que el posmodernismo
internacional produzca un discurso sobre el pluralismo de las diferencias multiculturales
para que se pluralicen los mecanismos discursivos de articulación y representación de
esas diferencias.
Las relaciones entre centro y periferia que estructuran un cierto imaginario de la
dependencia cultural han experimentado varias alteraciones y redefiniciones en el
escenario posmoderno. La globalización de la economía y de la cultura, la
transnacionalización de los mercados y de la información, nos dan hoy la impresión de
que han estallado las distancias y que se han disuelto las oposiciones lineales como las
de centro-periferia o, al menos, que han sido rebasados por una multipolaridad de
antagonismos y de resistencias que no se agotan en el eje Norte-Sur o Primer Mundo-
Tercer mundo. Habitamos un paisaje comunicativo de trasferencias e intercambios
múltiples, en el que identidades y culturas se ven cruzadas por mensajes en circulación y
tránsitos. Esa deslocalización de los trazados que estructuraban las relaciones de
dominación-subordinación con base en la polaridad centro-periferia, nos sugiere que
deberíamos reemplazar ese esquema de contraposición lineal por “una cartografía
alternativa de espacio social basada más bien sobre las nociones de circuito y de
frontera, como nociones más ajustadas a la fluidez circulatoria de los signos en el mapa
postmoderno. Las imágenes del centro, por una parte, profiéranlos márgenes en su
interior bajo la presión transversal de las minorías que “tercermundista la metrópolis”. Su
símbolo del poder reconcentrado en un punto fijo que servía de referente absoluto se ha
visto deslegitimado por la crítica postmoderna a la totalizada y centralidad de las
jerarquías universales. Un efecto de dispersión estructural que hace de los centros y de
las periferias y no localizaciones fijas, sino funciones plurisituadas que se van
desplazando y reconfortando en sistemas de relaciones cruzadas y múltiples. Pero,
aunque asistimos a una desterritorialización de los signos de poder, esto no significa que
estos signos dejaron de operar como marcadores de dominación. Significa más bien que
operan según lógicas ahora mucho más segmentadas y ramificadas que antes.
Estas lógicas se han también complejizado bajo los efectos de una cierta “centro
marginalidad” estetizante. Esta revalorización de los márgenes es ambigua, porque el
gesto que la ordena sigue procediendo de la red que detenta un monopolio simbólico-
discursivo.
Resumen de “Robando del pastel global. Globalización, diferencia y apropiación cultural”
de Gerardo Mosquera

Los tiempos de la globalización han marcado dos procesos contrapuestos en la cultura.


Por un lado, la globalización de la economía, las organizaciones de poder, las
comunicaciones y los signos constituye un momento álgido de la expansión del
capitalismo industrial, que forma parte de la expansión de Europa y su cultura a partir del
renacimiento. La adquisición de un poder mundial fue vista como una mundialización, lo
local-occidental devenía universal por la conquista de poder planetario y por la
construcción de una racionalidad totalizante desde ese poder.
La occidentalización ha sido universalización por interrelacionar el orbe, y por imponerse
y discursarse a sí misma como universal.
La expansión económica de Occidente conllevó siempre la contradicción en la idea de
una pequeñez universalizable, centrada en el Yo renacentista, por oposición a
vastedades y diversidades irreductibles.
El termino globalización participa de esta etimología expansivo-contractiva, arrastrando
sus múltiples implicaciones. Sirve para caracterizar la situación contemporánea, pero
esconde las enormes desigualdades de un mundo que, es mucho más global para unos
que para otros.
La expansión-contracción de occidente tuvo por instrumento el colonialismo. El
capitalismo industrial y el de servicios, los sistemas coloniales, la modernidad, la
revolución informática fueron dirigidos por occidente, y esto implicó la generalización de
la cultura occidental. No tanto como cultura étnica, sino como meta cultura operativa del
mundo actual. Al ser una cultura dinámica de aquellos procesos, desarrolló una
capacidad múltiple para imponer y asimilar, para reciclar y homogeneizar.
Lo anterior se refiere al uso hegemónico de esa meta cultura desde los poderes
centrales. Pero su imposición global con fines de conversión y dominio llevó implícito el
acceso generalizado. Si la imposición buscó convertir al Otro, el acceso le facilitó usar
esa cultura para fines propios, diferentes y transformarla desde dentro. La meta cultura
occidental -con sus posibilidades de acción global- ha devenido un medio paradójico par
a la afirmación de la diferencia, y para la rearticulación de los intereses del campo
subalterno en la época postcolonial.
De ahí que los tiempos o des la globalización sean simultáneamente los de la diferencia
más allá de los ámbitos locales. Esta globalización cultural implica la interacción entre
una meta cultura occidental extendida y la pluralidad cultural del mundo.
Siempre ha habido una presión desde el poder por asimilar y usar en su beneficio
elementos ajenos, desde la coca andina, hasta la plástica africana por el modernismo. LA
meta cultura occidental ha procurado tanto absorber en usufructo elementos de otras
culturas, como globalizar a las demás culturas o sus fragmentos desde el enfoque
hegemónico. Pero, usada desde otro lado, ha permitido difundir perspectivas diferentes y
ha sufrido adecuaciones acordes desde estas perspectivas.
Este proceso de globalización-diferenciación es una intrincada, conflictiva articulación de
fuerzas más que una dialéctica dual. Implica contaminaciones, mezclas y contradicciones
hacia muchos lados. Aunque orienta el desenvolvimiento actual de la cultura, no puede
ser tomado pasivamente como una inclinación necesaria que ocurre sin la presión
ejercida por los sectores subalternos. Entre otros problemas, existe esa tendencia meta
cultural a generalizar prácticas de ámbitos muy diversos - del yoga al karate- de un modo
consumista, culturalmente “aséptico”, como elementos aislados en un mosaico
cosmopolita enmarcado por occidente. Algunas de las experiencias en ámbitos no
occidentales más existes han consistido en manejar la occidentalización en su beneficio,
potenciándola desde componentes propios.
La dinámica cultural se trenza en medio de choques y diálogos, desencadenamientos
fenómenos de mezcla, multiplicidad, apropiación y resemantización a veces muy
complejos. Está cada vez más claro que a estas alturas o hay regreso viable a la
tradición precolonial, pues consistiría, precisamente en regresar al mito de un pasado
incontaminado, con poco margen de acción en el orbe contemporáneo. La cuestión sería
hacer la contemporaneidad desde una pluralidad de experiencias, que actuarían
transformando la meta cultura global. No me refiero solo a procesos de hibridación,
resignificación y sincretismo, sino a orientaciones e invenciones de la meta cultura global
desde posiciones subalternas. El punto clave reside en quién ejerce la decisión cultural y
en beneficio de qué está tomada. Una agenda utópica sería pensar en una meta cultura
reconstruida desde la más vasta pluralidad de perspectivas.
Todas las culturas se “roban” siempre unas a otras, sea desde situaciones de dominio o
de subordinación, tal es su comportamiento natural como organismos vivos, cuya salir
depende de su dinamismo, su capacidad de renovación y su interacción positiva con el
entorno. Estas incautaciones a manudo no son “correctas”. Pueden ser adquiridas “sin
una comprensión de su puesto y sentimiento distrito en el contexto de la cultura que
recibe”. Es así como suele funcionar la apropiación intercultural pues lo que interesa es la
productividad del elemento tomado para los fines de quien lo apropia, no a la
reproducción de su uso en el medio de origen.
Aun cuando se impone por una cultura dominante sobre otra dominada, la apropiación
cultural no es un fenómeno pasivo. Los receptores siempre transforman, resignifican y
emplean de acuerdo con sus visiones o intereses. La apropiación y en especial la
“incorrecta”, suele ser un proceso de originalidad, entendido como nueva creación de
sentido. Las periferias, debido a su ubicación en los mapas de poder económico, político,
cultural y simbólico, han desarrollado una “cultura de la resignificación” de los repertorios
impuestos por los centros. Es una estrategia trasgresora desde posiciones de
dependencia. Además de concisa para uso propio, funciona cuestionando los cañones y
la autoridad de los paradigmas centrales. Según señala Nelly Richard las premisas
autoritarias y colonizadoras son así desajustadas, reelaborando sentidos, “deformando el
original, traficando reproducciones y degenerando versiones en el trance paródico de la
copia”. No se trata solo de un desmontaje de las totalizaciones en el espíritu
posmoderno, pues conlleva además la desconstrucción anti eurocéntrica de la
autorreferencia de los modelos dominantes y, más allá, de todo modelo cultural.
America Latina es el epítome de estos procesos, debido a su problemática relación de
identidad-diferencia con Occidente y sus centros en virtud de la especificidad de su
historia colonial.
Por otro problema es que el flujo no puede quedar siempre en la misma dirección Norte-
sur, según impulsan la estructura de poder, sus circuitos de difusión y el acomodamiento
a ellos. No importa cuán plausible sea la estrategia apropiadora y trasculturadora, implica
una Acción de rebote que reproduce aquella estructura hegemónica, aunque conteste y
aún llegue a valerse de ella a la mera de esas artes de combatir sin armas que
aprovechan la fuerza de un contrario más poderoso. Es necesario también invertir la
corriente. No por darle la vuelta a un esquema binario de transferencia, desafiando su
poder, sino por contribuir a pluralizar para enriquecer la circulación en un sentido
verdaderamente global.
Hoy la cultura constituye un campo de tensiones de posguerra fría, donde siempre tiene
lugar un pulso entre fuerzas sociales hegemónicas y subalternas. Más allá, los factores
anticulturales están adquiriendo mayor importancia en el entramado social, la
reconfiguración del poder y la política internacional. Se trata de una suerte de
“neotribalismo” posmoderno, sorprendente en la época de la globalización y la realidad
virtual.
El debate cultural ha devenido espacio de lucha política, tanto en lo simbólico como en lo
social. Aquella se empeña entre la asimilación, la rearticulación de las hegemonías, la
afinación de la diferencia, la crítica al poder y las apropiaciones y resemantización hacia
todos lados, entre otras tensiones. Si bien el estímulo al puritanismo es un rasgo básico
de la posmodernidad, los descentramientos implícitos permanecen bajo el control de
centros que se auto descentran en una estrategia lampedusiana de cambiar para que
todo quede igual. El poder no busca hoy reprimir u homogeneizar la diversidad, sino
controlarla. Pero la estrategia misma responde a un reparto de fuerzas diferentes, y los
grupos en desventaja ejercen cada vez una presión e infiltración más activas.
Hay mucha y muy diversa gente haciendo incorrectas y desembarazadamente la meta
cultura occidental a su propia manera, deseurocentralizandola en forma plural. Lo que
llamamos posmodernidad es, en buena medida, resultados de la imbricación de todos
estos procesos contradictorios. Ellos determinan además una extraordinaria dinámica de
las identidades, con complejas readecuaciones. Todos los bordes se vuelven mutantes y
devienen los espacios críticos de nuestra época.
La frontera es uno de los grandes temas del momento. La globalización, las migraciones,
la caída de los muros y la erección de otros nuevos, los cambios en los mapas, las
transterritorializaciones de todo tipo, han problematizado la noción misma de frontera.
Resulta elocuente que ella pensada hoy más como comunicación y porosidad que como
pared de contención. Se habla de cultura de la frontera en términos de ósmosis. Cruzar
fronteras físicas y mentales es hoy la norma. La frontera y su cultura han devenido
paradigmas de procesos de apropiación, resignificación, transterritorializaciones e
hibridación cultural propios de nuestros días. Pero aquellos paradigmas corren el riesgo
de convertirse en un relato de armonización de lo diverso aplanando contradicciones y
enmascarando enfrentamientos de intereses.
Hay un cierto optimismo posmoderno en ese sentido. Categorías clave como
apropiación, postnacional, descentramiento, sincretismo, rearticulación, negociación,
comunidad, desterritorialización, transculturación tienen a usarse en forma demasiado
afirmativa sin suficiente crítica hacia ellas mismas. Está además la tendencia ingenua de
pensar la globalización en términos de un orbe transterritoriales de contactos en todas
direcciones. En realidad, las conexiones se producen dentro de esquemas radiales
alrededor de los ejes de poder, dejando desconectada entre si buena parte del mundo, o
conectándola de manera indirecta por vía de centros auto descentrados. Todo esto
puede conducir a una complacencia en a la subalternidad que inhiba la contención hacia
el cambio. Puede mellar el filo crítico de la cultura, al sentirnos todos participando del
pastel global. O al menos robando un pedazo.

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