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Los Dos Misioneros

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Lectura

Los dos misioneros

Alguna vez escuché una historia verídica de un misionero que enviaron a una isla lejana
para evangelizar a los nativos.

Este hombre era un reconocido médico, pero había abandonado su profesión solo para
dedicarse a las misiones. Se preparó durante varios años en un seminario bíblico y cuando
estuvo listo partió hacia la isla. Apenas llegó, el cacique de la tribu lo recibió en persona,
pero le aclaró que no podría predicar. «Nosotros tenemos nuestros propios dioses», le
dijo, «así que, si solo ha venido a hablarnos de su Dios, regrese por donde vino”.

Al misionero, aunque estaba entristecido, se le ocurrió que quizás podría ganarse la


confianza del cacique ejerciendo la medicina, así que le ofreció sus servicios médicos. Le
dijo que vacunaría a los niños, atendería los partos y trataría de traer todo tipo de
medicamentos desde el continente si lo dejaba quedarse. El cacique aceptó con la
condición de que jamás hablara de religión o debería regresar de inmediato.

Así que, durante los siguientes años, el misionero guardó su Biblia y se dedicó a curar a los
enfermos. Instaló una tienda hospitalaria y cada día atendía a los cientos de nativos que
necesitaban algún tratamiento o cura para sus enfermedades.

Cada mes enviaba un reporte al departamento de misiones y les decía: «Aún no he podido
hablarles del Señor, pero estoy ganándome la confianza y el cariño de la tribu, tengan un
poco de paciencia”.

La comisión que lo había enviado sentía que cada día que pasaba y su misionero no
predicaba, estaban malgastando el presupuesto. Por último, una peste invadió la isla y
terminó con la vida de aquel misionero.

El departamento de misiones llegó a la conclusión de que, aunque este hombre tenía un


buen corazón, había fracasado rotundamente en su misión. En más de diez años no había
salvado ni a una sola alma. Por lo tanto, decidieron enviar a otro misionero, más
capacitado y según ellos con más ímpetu que el anterior.

Apenas llegó el nuevo evangelista a la isla, fue recibido por el mismo cacique, un tanto
más viejo. «No me importa lo que usted viene a hacer aquí», dijo. «Solo le pediré que nos
hable de su Dios y nos enseñe todo lo que hay en su libro”.

El misionero, sorprendido, le respondió que tenía entendido que no querían que predicara
el evangelio. El viejo cacique señaló: «Eso fue antes de conocer al misionero anterior. Ese
hombre nos demostró con su vida y su amor que debe tener un Dios muy grande. Quiero
que le quede claro que usted puede hablarnos de ese Dios solo porque admiramos al
misionero que ofrendó su propia vida por ayudarnos. Solo quien tenga un Dios muy
poderoso puede hacer algo como lo que él hizo.

Por supuesto, este nuevo misionero pudo predicar y evangelizar con toda libertad. Y el
departamento de misiones celebró que esta vez sí habían enviado a la persona correcta,
aun evangelista exitoso.

Y es que este último, a la vista humana, en realidad tuvo un éxito rotundo, ya que logró
que todos los nativos conocieran al Señor. Sin embargo, el primero había sido efectivo. Y si
no hubiera abierto el camino con su testimonio, quizás nunca nadie habría podido
predicar el evangelio en aquella isla.

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