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Prólogo Galeato A Nombre de Simón Rodríguez

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Prólogo Galeato a nombre de Simón Rodríguez.

Breve historia de la constitución de un canon de lectura.


1
Braulio Olavarría Araya

Resumen
Desde las primeras interpretaciones que de ella se hicieron en Perú y en Chile, entre 1828 y
1840, la obra de Simón Rodríguez ha sido leída una y otra vez como obra educativa. Lo que
comenzó como una interpretación más, en el siglo XIX, se constituyó en lectura canónica:
Rodríguez, el maestro de Bolívar, el maestro de América, el reformador utópico, el filósofo
loco y extemporáneo. Y aunque efectivamente la educación popular fue un tema
permanente del caraqueño, la instalación de tal canon de lectura, en términos prácticos,
significa la reducción del total de su reflexión a una de sus partes.

El texto propone evaluar críticamente dicho canon de lectura, a la luz de las condiciones de
recepción de la obra de Rodríguez durante dos siglos. Se plantea que tras su abortada
gestión pública en Bolivia, y particularmente durante su permanencia en Chile (1833-41),
Simón Rodríguez produce mucho más que una obra sobre educación; produce un ensayo
sobre hegemonía cultural y política en América Latina.

Abstract
The works of Simón Rodríguez have been always read as educational ones. The first
interpretations in that direction, achieved in Peru and Chile between 1828 and 1840,
became along the years the canonical reading of those works: Rodríguez, Bolivar´s master,
Latin American´s master, the utopian reformer, the extemporaneous author. People´s
education was in fact one of the main Rodríguez’s issues, but the setting of that canon is
equivalent to reduce the whole works to just one of its parts.

This paper critizices that canon, under the light of the conditions of reception of
Rodriguez´s works along the last two centuries. It states that after his aborted public
management in Bolivia, and particularlly along his Chilean stage (1833-41), Simón
Rodríguez writes much more than an educational work; writes an essay on political and
cultural hegemony in Latin America.

1
Licenciado en Historia Universidad de Chile, P. Magíster en Estudios Latinoamericanos de la Universidad
de Chile. Especialización en Historia del Pensamiento latinoamericano en el siglo XIX. Actualmente, bajo la
guía del filósofo e historiador de la cultura Carlos Ossandón Buljevic, escribe su Tesis de Magíster, sobre la
obra de Simón Rodríguez en Chile. Contacto: broaraya@yahoo.com.mx
“El intendente de la Provincia de Concepción de Chile, conociendo las
buenas intenciones del autor […] protege la publicación de la obra; con
condición de que se anteponga la parte que trata de la enseñanza, aunque
ésta sea la cuarta en el orden de la exhibición… así se va a hacer.” (Simón
Rodríguez, 1834, “Luces y Virtudes Sociales”)

1. Prólogo Galeato a nombre de Rodríguez.


Que la obra de Simón Rodríguez continúe siendo virtualmente desconocida, constituye un
hecho relevante al que no se ha atribuido importancia alguna. Quienes han estudiado o
escrito sobre el maestro caraqueño no han reflexionado sobre las implicancias que tal hecho
tiene en nuestra propia comprensión y valoración de dicha obra. Parece tenerles sin cuidado
el que ésta, siendo nutrida2 y habiendo sido editada en vida del autor casi en su totalidad, no
alcance en la memoria cultural americana más que un par de renglones. Como si las
condiciones de producción que Rodríguez enfrentó y denunció en su tiempo, en la mayoría
de sus escritos, bastasen como explicación de la desmemoria intelectual americana respecto
suyo. Como si tales condiciones de producción fuesen sólo producto del azar y no
estuviesen vinculadas a la existencia de un canon de lectura donde no tienen cabida ni el
materialismo doctrinario ni las intuiciones socialistas del filósofo venezolano. Debemos,
pues, prestar atención a las condiciones de recepción de la obra, pues ha sido a través de
ellas que ésta se ha transformado en otra obra. Razón suficiente para escribir un galeato.

Sabemos que Rodríguez reflexionó como el que más sobre la centralidad de lo educativo en
la formación de las sociedades americanas. Pero también sabemos que, en su sistema, lo
educativo ocupaba el lugar de los “medios que se deben emplear en la reforma” social; lo
educativo no era la reforma en sí misma3. De modo tal que, recluida a la condición de obra
educativa, su valor total se reduce a un plano normativo de dudosa actualidad4 y de fuerte
sesgo esencialista. Siguiendo tal interpretación, hacemos una lectura hecha ya mil veces.
Por el contrario, ampliada la lectura más allá del canon, se despliega como en abanico el
horizonte crítico de una obra que, a partir de allí, sí nos resulta abarcable, definible y

2
La obra conocida de Simón Rodríguez incluye una traducción literaria (“Atala”, de Chateaubriand),
informes científicos (“Observaciones sobre el terreno del Vincocaya”, “Informe sobre el terremoto de
Concepción”), ensayos socio-políticos (“Sociedades Americanas en 1828”, “El Libertador del mediodía de
América”, “Partidos”, “Crítica de las providencias del Gobierno”), y trabajos sobre educación (“Reflexiones
sobre los defectos que vician la Escuela de primeras letras de Caracas”, “Extracto sucinto de mi obra sobre la
educación republicana”, “Consejos de Amigo dados al Colegio de Latacunga”).
3
Ver epígrafe.
4
Ejemplos de que han pasado dos siglos desde su reflexión pedagógica hay suficientes. Rodríguez, 1849:
“Hoy se ha de decir a la moderna […] Colegio! (si para niños) y si es para niñas, Instituto del Bello Sexo!
Cursos de Moral, de Virtud, de Modestia, de Pudor, de Maneras” (Rodríguez, 1975a: 245-246).
comprensible5. Citable y renovadora de nuestras propias categorías y de nuestros propios
horizontes críticos.

2. Ficha técnica Uno –de contexto: quién era este Señor.


Simón Rodríguez llevó una vida extraordinaria. Personaje excéntrico, estudioso, viajero y
filósofo; cajista de imprenta, escritor de libros, fabricante de velas y ladrillos, pequeño
empresario agrícola; educador y, especialmente, aguerrido publicista. Pasó sus primeros 26
años en Venezuela, luego otros 26 viajando y ejerciendo docencia en Europa, aunque no
España, y finalmente 31 años en la mayoría de los países andinos de América del Sur,
aunque no Venezuela, todo ello hasta que a los 83 años la indigencia y la muerte le
sorprenden solo y olvidado en el pueblo peruano de Amotape.

En 1791, a los 20 años, el Ayuntamiento de Caracas le otorga el título de Maestro de


Primeras Letras. En 1797 participa en la frustrada sublevación conocida como “de Gual y
España”, por el nombre de los líderes de aquel movimiento. Rodríguez debe salir de
Venezuela, e inicia su viaje por Europa. Está de regreso en América en 1823, y dos años
después es nombrado por Bolívar Director General de Enseñanza Pública de Bolivia.
Conflictos con el presidente Sucre determinan su renuncia al cargo en 1827. Nunca volverá
a estar dentro de una estructura de poder político. Al año siguiente comienza a publicar. Tal
hecho debe tenerse en cuenta en toda lectura de su obra: escribe desde la marginalidad
política y desde la ruina económica. Escribe desde la frustración de su primer intento
republicano. El pasado colonial sigue aquí, advierte. Será a partir de entonces un publicista.
El credo, el de siempre: la “causa social” americana.

La reflexión rodriguiana está íntimamente ligada a un tiempo histórico rico en preguntas


identitarias de alcance continental (Devés 2000). El proceso de fundación estatal-nacional
de la primera mitad del siglo XIX en América Latina conoció en la producción local de
ideas sociales y políticas su mascarón de proa y al mismo tiempo su cuello de botella;
aunque el carácter americano de aquella reflexión patriota emancipatoria resulte hoy
incuestionable (Hale, 1990), es necesario –con Rodríguez– fijar la mirada en las múltiples
limitaciones que cristalizaron en el contenido europeo–céntrico y oligárquico que el
proceso general tuvo (Halperin 1969). El proyecto político nacional republicano buscó
diseñar una matriz societal que incorporase un conjunto de estrategias e ideas que daban
cuenta a nivel teórico de la relación conflictiva entre las categorías de modernización
política e identidad cultural. Estas categorías operan por definición como fuerzas opuestas
(Devés 2000: 15-18) y durante el período estudiado tuvieron su correlato en una serie de
pares antinómicos que fustigaban desde diversos ámbitos la escasa estabilidad del proceso
general: desde lo político, libertad versus orden; desde lo institucional, reforma versus
tradición; desde lo cultural, civilización versus barbarie; desde lo filosófico, universalismo
versus particularismo; desde lo jurídico, pragmatismo versus legitimidad. En el plano social
estas oposiciones se expresaron en la relación entre los grupos dirigentes y los grupos
subordinados.

5
Afirmaba Pedro Grases en el Estudio Bibliográfico de la primera edición de las obras completas de Simón
Rodríguez: “sólo una porción [de sus obras] vio la luz pública, y aun en reiterados e incompletos intentos, que
nos hace difícil conocer su total pensamiento.” (Grases, 1953)
Si bien la elite dirigente debió enfrentar el desafío de diseño societal en un marco de
confusión política interna, tuvo al menos en el liberalismo y en la consolidación militar de
la independencia dos atenuantes significativos que otorgaron rasgos específicos a dicha
misión fundacional. Es decir, el desafío de construir repúblicas incorporando la
especificidad local estaba basado en un respetable margen de acción político y éste, a su
vez, en un verosímil teórico. Sin embargo, a medida que el proceso de construcción estatal
nacional del siglo XIX avanzaba, los elementos más intelectualizados de dicha elite
expresaron cada vez con mayor fuerza las duras lecciones propinadas a un borrador de
proyecto liberal emancipatorio por la compleja realidad social, política y cultural del
continente. Junto al problema representado por extensas masas analfabetas y pobres, se
encontraba el escaso interés de caudillos y grupos aristocráticos por educarlas e imaginarlas
integradas. Del fervor inicial se pasó muy pronto al desencantamiento y de allí a la
frustración y la autocrítica. Los textos que antes de 1820 escribiera Simón Bolívar expresan
dicho malestar y dan cuenta del profundo divorcio producido entre el proyecto político de
constitución estatal-nacional, por un lado, y la realidad social concreta, por otro. Es decir,
antes de la consolidación independentista en su fase militar, conseguida en Ayacucho en
1824, existía la certeza de que en la concomitancia entre la Idea ilustrada y la realidad
sociocultural americana estaba el principal desafío y debía estar también la llave maestra
del proceso emancipador, si se pretendía profundo y verdadero. Bolívar, 1815: “[...] no
somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y
los usurpadores españoles [...] así nos hallamos en el caso más extraordinario y
complicado.”(Bolívar 1962: 164). El tema continuó presente por años en el gabinete de los
intelectuales. Bello, 1836: “[...] formar constituciones políticas más o menos plausibles,
equilibrar ingeniosamente los poderes, proclamar garantías y hacer ostentaciones de
principios liberales, son cosas bastante fáciles [...] Pero conocer a fondo la índole y las
necesidades de los pueblos a quienes debe aplicarse la legislación [...] no es lo más común
en la infancia de las naciones[...]”(Calderón 1984:195).

No obstante la apelación a la especificidad del ethos local y a la necesidad de integrarla a la


matriz política en formación, los sectores ilustrado y tradicional continuaron articulándose
en diacronía social estratégica, como mundos distintos y distantes. Ciertamente, la doctrina
ilustrada reconocía en el pueblo la fuente de legitimación del poder político, pero al mismo
tiempo tomaba distancia de la fuerza disruptiva que según su concepto las masas incubaban
en su seno. No resulta extraño, entonces, que la intelectualidad latinoamericana no fuese
capaz de resolver conceptualmente dicha diacronía social estratégica, el divorcio entre
formación de Estado (donde sólo participaba la elite) y proceso de síntesis sociocultural
(donde sí operaban los grupos subordinados), toda vez que aquella intelectualidad se
fundaba sobre dos condiciones principales y complementarias: a) su pertenencia social a los
grupos de poder económico y político, traducida en la imposibilidad ética de avanzar hacia
una revolución social6 y b) su referencia ideológico-epistemológica al liberalismo europeo,
6
Citamos un texto clásico sobre el proceso independentista chileno: “No fue una revolución democrático-
burguesa porque no realizó la reforma agraria ni fue capaz de crear las bases para una industria nacional.
(...)Los sectores de la clase dominante criolla estaban todos comprometidos con la tenencia de la tierra y en
una política económica cuyo denominador común era la exportación de productos agropecuarios y mineros.
La burguesía criolla estaba incapacitada por estos motivos para realizar una reforma agraria e impulsar la
industrialización(...)” (Vitale, 1971: 7-8).
traducida en la dificultad de incorporar a su propia cosmovisión el ethos de las clases
tradicionalmente subordinadas, depositarias naturales de toda emancipación política y
social moderna.

La obra de Simón Rodríguez operó a contrapelo de esta tendencia general. Era el suyo un
pensamiento fuerte, ordenado en torno a la idea de que el conflicto fundamental de las
sociedades americanas no iba a resolverse por medio de exorcismos culturales de corte
idealista y de cuño europeizante, sino a través de modificaciones en los modos de
objetivación de lo social. Así, aunque miembro de la elite intelectual, Simón Rodríguez se
distancia de ella para decir que frente a las opciones políticas entonces en juego -a saber:
Monarquía o República-, él dedicaría su trabajo a la República Verdadera7. Se trata ante
todo de un distanciamiento ético -respeto por el “americano primigenio”, por el dueño de la
tierra- que rinde honores y fidelidad a la naturaleza racional de la época, que los discursos
han atribuido al proceso independentista. Escuchémosle:

“¡Entre tantos hombres de juicio...de talento...de algún caudal, como cuenta la


América!..¡Entre tantos bien intencionados!..¡Entre tantos patriotas! (tómese
esta palabra en su sentido recto), no hay uno que ponga los ojos en los niños
pobres. No obstante, en éstos está la industria que piden, la riqueza que desean,
la milicia que necesitan, en una palabra, la ¡Patria! Y a más, una cosa en que no
piensan los hombres ilustrados: El honor que podrían hacer a sus
conocimientos!”(Rodríguez 1975a: 286).

Rodríguez rompe con la intelectualidad en tanto intelectual, es decir, es conciente de la


ruptura epistemológica que su figura representa. Ruptura que da paso a otras, políticas y
doctrinarias, respecto del discurso hegemónico. En el diseño de Rodríguez, el conjunto de
dichas rupturas se traduce en la apuesta por la dinamización y fortalecimiento político del
espacio público, a partir del ensanchamiento de su base social, o sea, de la incorporación de
los grupos subordinados, como forma de instaurar una matriz republicana en clave
democrática.

Dicha reflexión, como veremos más adelante, fue bloqueada por el ethos oligárquico en el
siglo XIX, e hipotecada a nombre de un mal planteado latinoamericanismo durante el XX.
Reflexión que contiene una sintaxis histórica nueva. Una sintaxis “rodriguiana” dirigida
críticamente al centro del proceso de construcción de la República. Sintaxis donde las
palabras oligárquicas deben cambiar significado e interrelación dentro del texto social, duro
requisito ético-político que Rodríguez extiende a una ciudad letrada que no iba a estar
dispuesta a tal tipo de innovación gramatical. Los intelectuales, planteara Rodríguez, no
estuvieron a la altura de las circunstancias históricas.

Así y todo, Rodríguez no abandona nunca la que por lo mismo iba a ser su idea central: la
República Verdadera únicamente podría ser construida por una ciudadanía política activa,
objetivo alcanzable sólo a través de un proceso de educación popular destinado
primordialmente a los grupos subordinados.

7
La expresión de Rodríguez es “Sistema verdaderamente republicano”.
3. Ficha técnica Dos: qué significaba Pueblo para este Señor.
Rodríguez es un intelectual moderno. Su mirada se realiza desde el locus epistemológico
ilustrado, hecho patente en su temprana opción republicana pero, antes de ello, en la
oposición entre razón e instinto -a veces designada como luz versus tinieblas- que sirve
como fondo argumental para todos sus textos. A partir de dicha discursividad filosófica
ilustrada, Rodríguez desarrolla, sin embargo, una discursividad política propiamente
romántica. Así, comprende que en América las condiciones para la implementación del
proyecto emancipatorio están aún por fundarse, que si el objetivo era instaurar una
República, ésta debía ser una República Verdadera, lo que no podría conseguirse sin la
previa conformación de ciudadanía política. Poco después de su retorno a América, escribe
al General Francisco Paula de Otero, en 1825:

“Yo dejé la Europa para venir a encontrarme con Bolívar, no para que me
protegiese, sino para hacer valer mis ideas en favor de la causa. Estas ideas eran
y serán siempre: emprender una educación popular, para dar ser a la República
imaginaria que rueda en los libros y en los congresos.”(Rumazo 1975:60).

“El fundamento del sistema republicano está en la opinión del pueblo, y ésta no
se forma sino instruyéndolo. Nadie hace bien lo que no sabe; por consiguiente,
nunca se hará República con gente ignorante.” (Rumazo 1975: 65).

¿En qué está pensando este Rodríguez ilustrado y romántico cuando dice “pueblo”? Sin
duda, por definición, en toda la comunidad nacional, ricos y pobres, blancos, indios,
afroamericanos y mestizos. No obstante, Rodríguez realiza, frente a dicho agregado
diverso, una larga elipsis conceptual que envuelve al conjunto de las relaciones sociales y
que busca la legitimación de su opción emancipatoria por los pobres a través, en primer
lugar, de la formulación de categorías descriptivas definidas por un criterio cultural
ilustrado. Plantea en Chile, 1834:

“hay 5 especies de Pueblo, o (de otro modo) el Pueblo se divide en 5 especies de hombres,
en razón de sus conocimientos y su gusto [...]: 1ª. especie, la de los hombres ilustrados (que
conocen el mundo); 2ª. especie, la de los hombres sabios (que entienden de artes y
ciencias); 3ª. especie, la de los hombres civilizados (los que estudian la sociedad); 4ª.
especie, la de los hombres pensadores (que meditan sobre cuanto perciben); 5ª. especie, la
de los hombres brutos (los incultos).”(Rodríguez 1975b:73-74).

En medio de dicho Pueblo culturalmente diverso, ¿dónde está la gente ignorante con la cual
nunca se hará República? Rodríguez va a responderlo de un modo original y sorprendente:
sobre aquellas cinco categorías establece una categoría transversal, el “vulgo”, grupo
definido por no poseer “virtudes republicanas”. De allí que “en cada especie hay una
porción que hace Vulgo” (Rodríguez 1975b:73). Así, en las primeras cuatro agrupaciones
se encuentran no sólo los hombres útiles a la sociedad sino también una parte importante
del vulgo. De hecho, Rodríguez sostiene que los grupos privilegiados, en general, no
reciben una educación que les permita construir la República Verdadera. Es más: la
tradición colonial debía ser extirpada principalmente en dichos grupos, con lo que el
problema de la fundación republicana, sus contradicciones e inadecuaciones, adquiere
fisonomía de problema general, toda vez que los no aptos para la república se encuentran en
todas las “especies de hombres”. Desde su experiencia docente, escribe en Extracto Sucinto
de mi Obra sobre Educación Republicana:

“Los Rectores de los Colegios (...) aparentan rigidez en el cumplimiento de


reglas de unos Estatutos, calculados para adular a los padres, haciendo lo que
exigen que se haga con sus hijos (...) mientras se les preparan espoletas en
lugar de charreteras, bufetes de abogado, enlaces de familia, y si hay con qué,
viajes a Europa para olvidar su lengua y volver con crespos a la francesa,
relojitos muy chiquititos con cadenitas de filigrana, andando muy ligeritos,
saludando entre dientes, haciendo que no conocen a los conocidos y hablando
perfectamente dos o tres lenguas extranjeras...todo para hacer honor a la
familia.”(Rodríguez 1975b:233).

Tras este primer planteamiento –existe ineptitud republicana general– Rodríguez realiza su
personal toma de posición: el pueblo auténtico y profundo en que está pensando como
objetivo estratégico es aquel sector de la sociedad que al momento de la emancipación se
encuentra más atrasado respecto de la posibilidad de progreso: los grupos subordinados, a
los que denomina “hombres brutos”. “Se califican aquí de Brutos a los hombres incultos,
no se hace la distinción por humillarlos. Bruto se toma, en el caso presente, por Tosco...sin
pulimento, y efectivamente es Bruto, o está en Bruto para la sociedad, el hombre que nada
hace por ella...el que emplea toda su razón en satisfacer sus necesidades o
caprichos.”(Rodríguez 1975b:74). He allí el pueblo profundo: los indios, los negros, los
pardos.

Rodríguez identifica el gran problema de ese Pueblo en su atraso material y moral,


instalando la pregunta en la misma dicotomía que otros, especialmente Sarmiento 8 ,
designarán más tarde en términos de civilización versus barbarie. Indica:

“Unos pueblos echados al mundo a granel por la Providencia; abandonados en


gran parte a su instinto en los campos, o apiñados alrededor de un templo en los
lugares; viviendo cada uno para sí, a costa del que se descuida o no puede
resistirse; implorando Caridad para que les den (...) encargando a Dios el
desempeño de sus deberes; haciéndolo responsable de lo que gastan en su culto
(...) y contando con una misericordia infinita para el perdón de los delitos que no
pueden justificar...¡Semejantes pueblos transformados de repente en
Repúblicas!”(Rumazo 1975:65).

8
Con su Facundo, publicado durante 1845 en el periódico chileno El Progreso, Domingo Faustino Sarmiento
se transforma en el principal exponente del paradigma civilizatorio en clave modernizante. Para apreciar la
percepción de este autor respecto de los sectores subordinados, consultar el Capítulo IV de dicha obra,
titulado La Revolución de 1810; puede obtenerse en: http:// www. ensayistas.org /antologia /XIXA/
sarmiento/
Tal diagnóstico cruzó a la intelectualidad latinoamericana durante todo el siglo XIX:
pueblo inculto, sometido a la coacción ejercida desde las sombras por las fuerzas
tradicionales; incapaz, en consecuencia, de participar activamente en un sistema
republicano. Es frente a este último punto que Rodríguez se detiene. Si bien ha evaluado el
problema del pueblo en clave ilustrada, tiende a una validación del sujeto popular, en clave
romántica, según la cual la visión del tradicionalismo popular como factor opuesto al
desafío emancipatorio no debía conducir a la exclusión del Pueblo del proyecto
republicano. Rodríguez observará críticamente la actitud asumida por los intelectuales
sudamericanos frente al tema, reservando en cada una de sus obras un espacio para explicar
la ausencia de los pobres en el discurso de los hombres ilustrados en el contenido clasista
de sus postulados y en la dependencia ideológica que éstos sufrían respecto del mundo
occidental y respecto del discurso por el orden, como expresión del disciplinamiento social.

Se trata de una toma de posición ante la intelectualidad latinoamericana en su conjunto (“no


hay uno que ponga sus ojos...”), frente a su erudición vacía de lo social y a su falta de
voluntad política para enmendar el rumbo republicano en clave emancipatoria. Una
posición que reitera y refuerza durante su prolongada estadía en Chile, donde publica, en
dos ediciones complementarias -1834 en Concepción y 1840 en Valparaíso- Luces y
Virtudes Sociales, trabajo en que da cuenta de una comprensión integral, superior,
históricamente fundada, de la realidad de nuestro continente. En esos años Chile resulta
inmejorable como contexto para la crítica mordaz de Rodríguez; es el país de mayor solidez
institucional de América del Sur y refugio político para buena parte de lo más granado de la
intelectualidad de la región, Andrés Bello y Domingo Sarmiento incluidos. No obstante, en
el caso de Chile se trata de paz y estabilidad alcanzadas tras un consenso intra-oligárquico
que a través del conservadurismo en lo político y del liberalismo en lo económico asegura
gobernabilidad más no eficiencia histórica (Salazar, 1999: 13-18). Es decir, una isla de
orden y seguridad, que sin embargo no produce integración social. Rodríguez lo sabe y
desde esta certeza se enfrenta a la intelectualidad allí congregada y le enrostra su falta de
compromiso respecto del pueblo pobre y de la posibilidad de configurar una matriz social
distinta. Parece poco probable que Andrés Bello, a la sazón instalado en el centro del
conservador núcleo dirigente nacional, no haya sido el blanco primordial de aquella crítica.

“la sabiduría de la Europa y la prosperidad de los Estados Unidos son dos


enemigos de la libertad de pensar....en América....Nada quieren las nuevas
Repúblicas admitir, que no traiga el pase del Oriente o del Norte. Imiten la
originalidad, ya que tratan de imitar todo=los Estadistas de esas naciones, no
consultaron para sus Instituciones sino la razón; y ésta la hallaron en su suelo,
en la índole de sus gentes, en el estado de las costumbres y en el de los
conocimientos con que debían contar” Rodríguez, 1975b:133).

El distanciamiento de Rodríguez respecto de los intelectuales tiene que ver, entonces, con
una dimensión ético-política: para los “hombres brutos” nadie escribe “la palabra debe
hacerlo todo, y no estará mal el recordar, a las 4 primeras especies, lo que deben hacer por
la 5a.” (Rodríguez, 1975b:74). Consecuentemente, en el proyecto republicano de Rodríguez
serán los grupos subordinados los emancipados prioritarios.
Se trata de una actitud empática hacia el pueblo, pero menos en tanto indígena, pardo o
moreno y más en tanto pobre. Es decir, menos como depositario de una tradición ancestral
que rescatar y más como destinatario de lo emancipatorio. Si bien no es en él un afán
nuevo9, el reformismo iluminista de la juventud, según el cual el pueblo-objeto debe recibir
los efectos virtuosos del buen-gobierno colonial, es sostenidamente desplazado por un
énfasis radicalmente romántico, donde el pueblo-sujeto recibe el llamamiento a construir la
República Verdadera. Escribe en Luces y Virtudes Sociales, 1834: “Todos huyen de los
pobres, los desprecian o los maltratan; alguien ha de pedir por ellos” (Rodríguez, 1975b:
142), y quince años después, en Extracto sucinto...: “porque en vida de Bolívar, pude ser lo
que hubiera querido, sin salir de la esfera de mis aptitudes: Lo único que pedí fue que se me
entregase, de los Cholos más pobres, los más despreciados, para irme con ellos a los
desiertos del Alto Perú, con el loco intento de probar. Que los hombres pueden vivir como
Dios manda que vivan [...] El Redentor pedía párvulos para enseñarlos.”(Rodríguez
1975a:255). No se trata, entonces, como ha sugerido Rumazo, de un afán proto-
indigenista10, ni de interés por la cultura de los pueblos originarios. El Rodríguez histórico
no habla medularmente de ello, ni en 1794 ni en 1849. Su modo de acercarse al indígena
tiene que ver con la especificidad más definitoria de su proyecto civilizatorio, es decir, con
un propósito democratizador, en tanto la república (“una sociedad verdaderamente
republicana”) o se construye con el indio, con el negro, con el pardo, integrándolos social y
políticamente, o no puede llevar el nombre de república.

4. Tres movimientos para un canon de lectura.


El canon para leer a Simón Rodríguez fue compuesto en Chile durante el siglo XIX, y en su
producción participó, con no menor importancia, el maestro Andrés Bello. Medio siglo más
tarde, en 1953, se produce una segunda lectura según el canon, a propósito de la edición
compilatoria de las obras de Rodríguez, por la Sociedad Bolivariana de Venezuela. Una
tercera lectura importante se produce en 1975, también en Venezuela, al publicarse las
Obras completas del maestro, a manos de la Universidad Experimental Simón Rodríguez,
en 1975. Se trata de tres momentos editoriales que originan sus respectivos movimientos
conceptuales. Veamos.

9
En 1794, en el marco de un fuerte movimiento pedagógico de carácter reformista gestado al interior de la
administración colonial, el entonces joven de 23 años presentaba a las autoridades del cabildo caraqueño un
informe titulado “Reflexiones sobre los defectos que vician la Escuela de primeras Letras de Caracas”. Allí
señala: “Las artes mecánicas están en esta ciudad y aún en la provincia como vinculadas a los pardos y
morenos. Ellos no tienen quién los instruya; a la escuela de niños blancos no pueden concurrir; la pobreza los
hace aplicar desde sus más tiernos años al trabajo. (...) Yo no creo que sean menos acreedores a la instrucción
que los niños blancos. Lo primero, porque no están privados de la Sociedad. Y lo segundo porque no
habiendo en la Iglesia distinción de calidades para la observancia de la religión, tampoco debe haberla en
enseñanza.” Rodríguez, 1975b: 40).
10
Señala Rumazo: “Es el deseo de lograr una América culturalmente pragmática, realizadora, que así pueda
hacer la difícil labra de una postrevolución constructiva. Y es, sobre todo en Rodríguez, la angustia de
inquirir en lo propio, de adentrarse en una realidad de origen ya no sólo hispánico, sino también indígena,
para que la captación y conciencia del mestizaje nuestro sea integral. Aparece así, el maestro caraqueño como
un adelantado de los futuros estudios de la etnia americana, sobre el indigenismo. ¡Viene a ser una simiente
para un Mariátegui!” (Rumazo 1975:66).
La huella de la matriz socio-cultural chilena hegemónica durante el siglo XIX ha quedado
grabada en el canon para leer a Rodríguez. Como hemos dicho, esta nación tuvo avances
significativos en el plano de la organización institucional republicana, ya durante la primera
mitad del siglo XIX, lo que la distinguió entre las sociedades del continente. Un conjunto
de intelectuales que buscaba el refugio político y la estabilidad que dicho orden aseguraba,
contribuyó al desenvolvimiento de un espacio cultural aún modesto, pero inquieto y
altamente ideologizado. Dos tendencias ilustradas disputaban un mismo espacio de
hegemonía tras la Patria Nueva: una conservadora, de raíz hispana, acaudillada
intelectualmente por Andrés Bello, y otra liberal, de carácter moderno, liderada primero por
José Joaquín de Mora, que en 1831 sería expulsado del país, y representada luego, a partir
de 1841, por un grupo francófilo, militante del movimiento romántico, en el que el
argentino Sarmiento destacaba con holgura.

Simón Rodríguez vivió en Chile entre 1833 y 1840, durante la administración Prieto,
caracterizada por una gestión política autoritaria, altamente represiva respecto de cualquier
indicio de oposición. Los liberales del período la llamaron “dictadura”. Bello fue, en ese
período sin crítica, el intelectual oficial, el autor canónico, y continuó siéndolo más allá de
su muerte, en 1865. No es aconsejable descartar la hipótesis de que las dificultades
editoriales de Rodríguez en Chile estuvieran relacionadas con la posición hegemónica de
Andrés Bello en ese momento. El hecho es que en 1834, en el Galeato de Luces y Virtudes
Sociales, publicado en Concepción, Rodríguez describe:

“Todos los autores no son ricos; ni todos están acreditados con el Público, para
estarlo con los impresores. Los Mecenas deben tener ideas –dinero- y no ser
ellos capaces de hacer las obras que protegen. El autor de las sociedades
americanas es pobre –principiante- y no tiene amigos sabios con capitales
desocupados- y entre los que a suerte ha favorecido con sabiduría y caudal, hay
pocos generosos…o temen el gasto, o sienten que otros luzcan con un trabajo
que ellos quisieran haber emprendido.” (Rodríguez, 1975b:70)

Coincidentemente, los dos chilenos que décadas después criticarán la obra de Rodríguez
durante el siglo XIX, José Victorino Lastarria, en Recuerdos Literarios (1878), y Miguel
Luis Amunátegui, en Ensayos Biográficos (1896), habían sido discípulos de Bello. Es
altamente probable que Lastarria y Amunátegui lograsen en palabras de su maestro las
referencias principales en sus respectivos análisis de la obra de Rodríguez. Lastarria, que
tenía poco más de veinte años cuando presenció el encuentro de ambos venezolanos en casa
de Bello -que describe en sus Recuerdos Literarios - declara conocer el sistema de
Rodríguez “por el Pródromo o Introducción, que publicó en Arequipa en 1828 y por el
opúsculo de 28 páginas que se imprimió en Concepción, en 1834”. Se trata, en el primer
caso, de “Sociedades Americanas en 1828”, obra que fácilmente pudo llegar a Lastarria a
través de su maestro. Por otra parte, sólo Bello pudo haber relatado a Amunátegui acerca de
la experiencia londinense de Simón Rodríguez, que el autor chileno menciona en su obra,
toda vez que ambos venezolanos habían efectivamente coincidido en la capital inglesa.

El hecho es que ambos autores describen y califican a Simón Rodríguez en términos


similares: un autor extemporáneo, aunque talentoso; que había sido maestro de Bolívar; que
había creado métodos de enseñanza curiosos y originales; que proponía un sistema de
organización social impracticable para las sociedades americanas, y que intentaba
conseguirlo a través de la educación. Dos citas, para ilustrar:

“¿Y por qué era un grotesco Rodríguez entre nosotros? Porque era un verdadero
reformador, cuyo puesto estaba al lado de Spence, de Owen, de Saint Simon y
de Fourier; y no en las sociedades americanas, que, aunque envejecidas y
enviciadas en el antiguo régimen, como las europeas que aquellos reformadores
pretendieron regenerar, habían podido, mediante su emancipación, dar un salto
mortal para buscar su reconstitución y su reforma en la república democrática.”
(Lastarria, 1968: 52)

“Por lo que a mí toca, he escrito la biografía de don Simón Rodríguez, porque


no la juzgo enteramente desprovista de interés. La vida de un loco es muchas
veces una lección para los cuerdos.” (Amunátegui, 1896: 227)

Ese primer momento generó un primer movimiento conceptual, que en concreto invisibilizó
las aristas críticas de la reflexión rodriguiana. Fue seguido por un largo período de 50 años
sin estudios o referencias importantes11. Ni Martí, Ni Rodó, ni Mariátegui conocieron la
obra de Simón Rodríguez.

Recién al producirse el centenario de la muerte de Simón Rodríguez, se abrió el nuevo


momento editorial en torno a su vida y trabajo. Este momento no fue acompañado, sin
embargo, por un movimiento conceptual capaz de habilitar un ingreso crítico a la obra. El
síntoma más claro al respecto estuvo dado por los textos introductorios a la propia edición
compilatoria que inauguró este segundo momento: Escritos de Simón Rodríguez, editados
en tres tomos por la Sociedad Bolivariana de Venezuela. Arturo Uslar Pietri y Pedro
Grases, en el Prólogo y Estudio Bibliográfico, respectivamente, hipotecaron la tribuna de
1954, y optaron por reproducir el canon de lectura instaurado en Chile en el siglo XIX:
basaron sus textos, de manera evidente, en la obra de Amunátegui. Es decir, reprodujeron la
lectura hegemónica. Reprodujeron, en definitiva, y seguramente sin pretenderlo, el desdén
oligárquico hacia la “causa social”.

Con este segundo momento editorial sin movimiento crítico, las posibilidades para la
implementación de una discursividad crítica a partir de Simón Rodríguez quedaban aún
más reducidas. Y no extrañó que el probablemente más importante especialista en el tema,
Alfonso Rumazo, en el estudio introductor de la obra que inaugura el tercer momento
editorial en torno a Rodríguez, el de 1975 en Venezuela, planteara desde el inicio de su
colaboración que todo homenaje, monumento o escrito dedicado a Simón Rodríguez,
debería comenzar citando la carta que Bolívar le envía a su maestro desde Pativilca, en
1824. En la carta, Bolívar señala : “Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia,
para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que usted me señaló. No puede
usted figurarse cuán hondamente se han grabado en mi corazón las lecciones que usted me

11
A juzgar por los títulos de algunas obras publicadas con posterioridad a 1896, el canon de lectura se
mantuvo inalterado: “El Ayo del Libertador”, de Celiano Monge, 1910; “EL maestro del Libertador”, de
Fabio Lozano, 1913; “Influencias que se ejercieron en Bolívar”, de Diego Carbonell, 1920.
ha regalado.” (Rumazo, 1975: 21). Casi huelga decirlo, pero Amunátegui, el autor del siglo
XIX, vuelve a ser citado como fuente directa12.

Se debe destacar que, a pesar del canon de lectura, ya entre el segundo y el tercer momento
editorial, Mercedes Alvarez abre parcialmente la discusión: en su trabajo de 1966, “Simón
Rodríguez tal cual fue”, ella declara buscar “la auténtica imagen del maestro”, toda vez que
muchos de sus biógrafos “han escrito a base de leyendas, recuerdos, anécdotas, sin
examinar documentos y analizar épocas, circunstancias, influencias y presiones sociales y
políticas” (Alvarez 1966:11). Mucho más cerca de nosotros, en 1990, G.A. Ruiz afirma, en
términos similares, la existencia de “vías impropias” para llegar a la obra del caraqueño: a)
la instalación de patrones inexactos derivados de múltiples estudios biográficos que,
especialmente a principios del siglo XX, fundaron una tradición de verdad altamente
cuestionable y poco rigurosa, que se ha reproducido en trabajos posteriores, b) el
planteamiento de un solo Rodríguez, sin un análisis de las distintas etapas de su progreso
ideológico, c) la perspectiva de Rodríguez en tanto Maestro del Libertador, d) la
caracterización de la vida y obra de Rodríguez en tanto ‘resentimiento con la sociedad’, a
partir de una supuesta frustración fundante experimentada desde el inicio de su vida (Ruiz,
1990:23). Sin duda que los aportes de Alvarez y Ruiz trazan una línea crítica respecto del
canon.

5. Rodríguez en Chile: apuntes para un ensayo sobre hegemonía cultural


El fracaso de la experiencia funcionaria en Bolivia en 1827 supuso para Simón Rodríguez
el fin de toda ilusión realizadora desde el poder. Es importante destacar este punto, y
relacionarlo con su trabajo a partir de entonces; Rodríguez, que era cajista de imprenta,
comienza a publicar un año después, en 1828, como lo indica el título de su obra principal.
Todo ello nos invita a reconsiderar la identidad intelectual de Simón Rodríguez. El
venezolano escribe desde un profundo sentimiento de desilusión por la nula voluntad
transformadora de las elites intelectuales y políticas. Ya no escribe como el sabio que
hilvana desde arriba el diseño de la sociedad nueva, sino como publicista, es decir, como un
propagador de determinadas ideas y miradas sobre lo social y lo político, desde un ámbito
de acción autónomo respecto del poder, y con el objetivo de generar contrapoder en el seno
del espacio público.

Simón Rodríguez comprendió desde un principio las dificultades que enfrentaría en su tarea
de producir diálogo público en condiciones de marginalidad económica y política.

“Al cabo de 3 años, estando el autor en Lima, creyó poder continuar su trabajo
publicando los cuadernos por suscripción –para ellos distribuyó un programa-
hubo suscriptores- pero, por la segunda vez, tuvo que abandonar el proyecto.
Bien se echa de ver el motivo…falta de medios pecuniarios.“ (Rodríguez,
1975b:70)

12
En “Ensayos Biográficos”, el propio Amunátegui advierte que su trabajo se encuentra débilmente apoyado
en fuentes.
La experiencia de Rodríguez en Chile no es distinta. Cuando en 1834 ya ha conseguido que
el Intendente de Concepción lo apoye con la publicación del tratado de las Luces y Virtudes
Sociales, él toma la decisión de escribir el prólogo como Galeato, es decir, un espacio
destinado a responder las objeciones que ha ido colectando entre los lectores de su primera
publicación, en Arequipa. No renuncia al debate de ideas.

“En los seis años transcurridos desde 28 hasta 33 se han recogido observaciones
y objeciones. Copiándolas aquí se facilita la comparación –y respondiendo a
ellas se ayuda a juzgar.” (Rodríguez, 1975b:73).

Ese mismo año publica un conjunto de artículos en el Mercurio de Valparaíso, un periódico


literario y comercial, donde junto a las reflexiones filosóficas del publicista caraqueño, se
anuncia el zarpe y arribo de navíos, la subasta de una propiedad, la venta de un Atlas
mundial, la inauguración de cierto colegio en Santiago, el fin de alguna guerra local en
Europa, etc. Modernización de las formas intelectuales, mayor eficiencia en las cuartillas,
pero modernización también en los temas.

Parece ser una de las características más notorias del período chileno de Simón Rodríguez:
los temas centrales, los permanentes, se congregan en torno al problema de la Hegemonía,
es decir, a la capacidad que el sistema social capitalista tiene de establecer el predominio
social de unos pocos sobre muchos a través de una dirección intelectual y moral. Su obra,
de hecho, estuvo siempre dirigida a los jóvenes estudiantes que más tarde integrarán los
grupos letrados y dirigentes. 13 Son éstos los únicos capaces de reconducir la marcha
republicana. Ya en 1828, en Arequipa, aclara que:

“La generación que pasa debe leer esta obra para criticarla. La que empieza su
carrera, debe hacerse cargo del plan para ejecutarlo en calidad de
ensayo.”(Rodríguez, 1975a: 268).

Luego en Concepción, en 1834, en el Galeato, al responder una de las objeciones


planteadas a aquella edición arequipeña, en el sentido de que los sectores populares no iban
a comprender la obra, Rodríguez lo reitera: “el libro [Sociedades Americanas en 1828] es
para struir a la parte del pueblo que no sabe, no para que todo el pueblo lo lea”. En 1840, al
inicio de la edición porteña de Luces y Virtudes Sociales, expone su gesto técnico:

“Este libro no es para ostentar ciencia con los sabios, sino para instruir a la parte
del pueblo que quiere aprender, y no tiene quien le enseñe-a la que necesita
saber que, entre los conocimientos que el hombre puede adquirir, hay uno que le
es de estricta obligación…el de sus semejantes.”

13
Así describe Lastarria la situación cultural chilena en 1840: “La juventud distinguida, que poco antes estaba
reducida al estrecho círculo de los retoños y de las criaturas de la oligarquía dominante, había recibido un
refuerzo numeroso con la nueva generación que se había educado por nosotros con otros principios y distintas
aspiraciones, y que sentía estimulada su actividad con el roce de la ilustrada y bulliciosa emigración
argentina. El teatro, las tertulias, los paseos cobraban animación, y en todas partes, principalmente en
reuniones privadas de hombres que se mantenían en algunos salones particulares, se hablaba de letras, de
política, de progresos industriales.” (Lastarria, 1968:85).
Por lo tanto, como dijimos más arriba, tras salir de la estructura de poder de Bolivia,
Rodríguez comprende que la contra-hegemonía se debe articular en el espacio público, a
nivel de debate de ideas. Y éstas, ¿cuáles son? El primer nivel de su análisis sobre la
hegemonía está dado por la desigual relación que se establece entre las naciones del mundo
en el marco del sistema económico capitalista. Ya en la edición arequipeña de Sociedades
Americanas, plantea claramente su rechazo al circuito mundial del comercio, que deja a las
naciones americanas aún más pobres, por la división internacional de los trabajos.

“Mucho traen los europeos a los puertos de América- los retornos no están en
proporción. Si hubiera circulación de capitales en todos los puntos donde se
compra y se vende, el valor de los cambios haría ver el déficit de las plazas. Los
europeos calculan…sobre su industria, y los americanos…sobre comisiones
contra sí mismos. Los indios y los negros no trabajarán siempre, para satisfacer
escasamente sus pocas necesidades, y con exceso las muchas de sus amos.”
(Rodríguez, 1975b: 283).

Siempre marcando distancias respecto del idealismo que los jóvenes estudiantes han
aprendido, Rodríguez fundamenta su posición teórica en las relaciones sociales concretas
exigibles a un régimen que se pretende nuevo y civilizado. Tratándose de un orden social,
de un sistema, sostiene con firmeza, con tipos en negrita y mayúsculas: “No hay facultades
independientes; siendo así, no hay facultad propia que pueda ejercerse sin el concurso de
facultades ajenas” (Rodríguez, 1975b:116). Al interior de las sociedades americanas se
impone la dominación social, a través de un soporte ideológico férreamente defendido por
la intelectualidad liberal.

“Libertad personal y derecho de propiedad se oyen alegar, con frecuencia, por


hombres de talento. La primera, para eximirse de toda especie de cooperación al
bien general- para exigir servicios sin retribución y trabajos sin recompensa,
para justificar su inacción con la costumbre, y sus procedimientos con las leyes-
todo junto…para vivir independientes en medio de la sociedad. El segundo, para
convertir la usurpación en posesión (natural o civil) –la posesión en propiedad –
y, de cualquier modo, Gozar con perjuicio de tercero, a título de legitimidad.”
(Rodríguez, 1975b: 115)

Rodríguez se encarga de desatar el fuerte nudo ideológico liberal en su serie de artículos


titulada “Partidos”, publicada en 1840 en El Mercurio del Valparaíso. Allí reflexiona sobre
las posibilidades de un orden social contractual rusoniano no-jacobino, y sobre las
condiciones básicas para pensar realizar dicho orden: “El árbol de la libertad se ha de
regar con sangre es idea abortada por la Revolución de Francia en tiempo del terror y muy
válida, por desgracia, en países donde debe regarse con razones”. Sin embargo, tiene claro
que ello no puede significar una concordia sin contenido. Plantea sus exigencias: no
cualquier opinión puede aspirar al status de razón. Lo declara abiertamente: debemos tender
a la síntesis de un espacio público que no se encuentre colonizado por una moral idealista.
Artículo 2º:

“La razón pertenece a las matemáticas, no al alma” (Rodríguez, 1975b:386)


“Sólo los hombres que lo entienden saben que las razones están en las cosas y el
método en el orden de las acciones.” (Rodríguez, 1975b:387)

Es decir, el mensaje es en primer lugar a los intelectuales que administran los dispositivos
ideológicos hegemónicos, y a los jóvenes que pretendan establecer contra-hegemonía: el
espacio público no es democrático en el actual estado de cosas, es despótico.

“Apelar a la opinión pública sólo porque es pública no basta para tener razón
[…] Por poco que se haya pensado en el interés general (que es el que da valor a
la opinión pública) se debe haber reconocido que la sociedad se funda por
razones.” (Rodríguez, 1975b: 389).

Entonces, concluye en el artículo 5º, el trabajo de los intelectuales, el trabajo de los amigos
de la causa social, es comprender que la historia es cambio permanente, toda vez que el
espacio público de pronto es dominado por unas opiniones y luego por otras. Hay que
preparar la defensa de las mejores ideas, las ideas de la causa social:

“El que da su parecer por toda razón, se acoge a la opinión que lo favorece –el
que funda su opinión en razones, no tiene para qué mendigar favores. Si la
opinión pública fuera homogénea, tendría la propiedad de todos los compuestos
combinados […] pero es una mezcla, en que los ingredientes dominan por
turnos – su carácter debe ser la inconstancia.”

La situación de los trabajadores constituye la base física, real, de todas estas


consideraciones ideológicas. Rodríguez habla a sus lectores como un maestro afable.
Nuevamente un golpe directo al corazón del idealismo. Una crítica socialista de alto vuelo,
la de don Simón. Atención, estamos en 1840, en Chile:

“Es teórica de la economía la política, porque los hombres no se dejan gobernar


sino por sus intereses, y entre éstos el principal es el de su subsistencia”

Es decir, las relaciones económicas como base fundamental de la historia, pero también las
relaciones económicas como terreno donde se disputa la posibilidad de una sociedad futura
que haga “menos penosa la vida”. Porque este sistema económico enajena a los
trabajadores. Artículo 9o:

“Semejante a la sociedad monárquica, es la que forman los obreros con sus


amos los fabricantes. Por el buen nombre de la fábrica, el obrero se reduce a la
condición de instrumento. Al fin se convierten los hombres en lanzaderas y
serruchos…pero, Qué telas!, Qué muebles!” (Rodríguez, 1975b:399).

6. Epílogo momentáneo
Más allá de las enormes posibilidades que la obra de Simón Rodríguez ofrece al historiador
y al crítico literario que lleguen a ella adivinando un proyecto americano serio, lo que nos
sedujo y llevó a realizar este trabajo fue la sorprendente apertura y dinamización que a
través de Rodríguez adquiere el proceso de fundación republicana, en la medida que surge
con el maestro una sintaxis progresista, siempre y cuando seamos capaces de leer
superando nuestras propias subalternidades y yendo más allá de nuestros propios horizontes
críticos. Ser capaces de ver una posibilidad más en lo que siempre se mostró como proyecto
de dirección única. Como decíamos al principio, la ciudad letrada no estuvo dispuesta a
cumplir con el requisito emancipatorio que le planteaba la sintaxis rodriguiana. Es por ello
que terminó componiendo un modelo para leer al publicista americano. Pero ya hemos
visto, hubo un diálogo allí, actores, opciones. Hubo un debate que aún debemos conocer
pero que desde ya imaginamos múltiple y socialmente diverso, lleno de posibilidades
distintas a la lógica del predominio social asumida por la elite social latinoamericana. Y
hay ya entre nosotros, ya en este texto, gente conocida y otra sin nombre que ha saltado al
camino de nuestra escritura desde bordes inauditos y desafiantes. Es tal vez la gente a la
que invocamos en esta historia. O es tal vez la gente que se va agrupando en las aceras y en
los caminos para ver pasar la figura de uno de los mayores luchadores latinoamericanos del
período de fundación de nuestras repúblicas.

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