Tres Cartas Del No Matarás
Tres Cartas Del No Matarás
Tres Cartas Del No Matarás
primer lugar, la que da origen a la serie, de Oscar del Barco; luego, la intervención de
Luis Rodeiro; y, por último, la de Héctor Schmucler. Aparecieron en la revista La
intemperie 17, 18 y 20 respectivamente (en Córdoba, entre diciembre de 2004 y los
primeros meses de 2005).
El número con que La Intemperie cerró el año 2004 estaba lleno de debates potenciales,
que ojalá puedan darse porque de esta manera la revista habrá cumplido su principal
objetivo. Y he escrito la palabra debates, aunque lamentándolo, porque como dice un
amigo sabio, quizá no hayamos alcanzado en el amplio campo de la izquierda la
madurez para el diálogo, que es mucho más rico que el debate. Por cierto, me incluyo en
la primera fila de los inmaduros. El debate es una confrontación, que muchas veces es
saludable y necesario brindar. El diálogo es un intento de construcción. El debate
supone un adversario; el diálogo, requiere un compañero con el que tenemos un “algo”,
pequeño o grande, en común. Ciertamente, no somos ángeles –tampoco demonios- y
nuestras vidas están atravesadas por la historia personal y colectiva de cada uno, de sus
opciones, de sus aciertos o desaciertos y ello siempre pone algo de pasión en lo que
pensamos, decimos, justificamos, planteamos, defendemos. Sin duda, un intento de
diálogo puede concluir en un debate, a pesar de todo, pero siempre requiere –creo- de
una actitud inicial de cierta complicidad y apertura. Diálogo y debate son instrumentos
con consecuencias distintas. En la última revista, por ejemplo, el excelente artículo de
Diego Tatián sobre La Reforma Universitaria, no se propone un diálogo con Prudencio
Bustos Argañaraz, sino lisa y llanamente una confrontación, porque parten de visiones
distintas. Tatián denuncia el modo de razonar de esa derecha que reivindica la jerarquía,
la tradición, la autoridad, la herencia, la religión y el conservadurismo moral. Es un
objetivo distinto al diálogo. Y está bien que así sea. Héctor Jouvé, el amigo sabio (por
intensidad de vida) que cito al comienzo, durante dos números consecutivos de La
Intemperie, nos ha relatado en una larga entrevista la experiencia, por momentos
desoladora, por momentos desgarradora, siempre valiente, honesta, transparente, del
EGP, el Ejército Guerrillero del Pueblo, la patrulla de Massetti y del Ché en Salta. Sus
temas nos deberían haber convocados al diálogo, nos deberían haber exigido un
ejercicio de pensamiento crítico. Cada palabra de Jouvé está cargada de temas que la
izquierda debe asumir y reflexionar. Sin embargo, produce la reacción de Oscar del
Barco, a quien tanto debemos precisamente en esos menesteres del ejercicio del
pensamiento crítico, para plantear ahora desde un fundamentalismo místico, desde fuera
del mundo, del tiempo, de la historia, pero recuperando la palabra como puñal, la
exigencia de una suerte de “harakiri” previo, que cierra con su condena toda posibilidad
de diálogo. No se puede, no hay posibilidades de diálogo, cuando lo que expresa no es
un razonamiento, como él mismo lo reconoce, sino un acto de contrición, que es una
experiencia personal e intransferible de un particular estado espiritual, respetable como
acto humano, pero que además se lo exige con desbordada violencia verbal a todos los
protagonistas y no sé por qué razones no reveladas en especial al poeta Juan Gelman. El
relato de Jouvé hubiera merecido mejor destino. El tema central de la violencia en la
teoría y en la práctica de la izquierda merecía un marco de análisis más sereno, menos
retórico. Tengo esperanzas todavía que nos animemos. Pero no es todo. Porque a su vez,
la decisión de la dirección de La Intemperie de publicar la carta de Del Barco, como un
hecho natural de una línea editorial, pero cuyo texto circuló antes de la edición de la
revista en ciertos medios intelectuales y de la militancia, principalmente porteños, que
provocó una reacción de algunos compañeros y amigos que exigían censura real y
hablaban de tratamientos psiquiátricos, como las de aquellos hospitales –digo yo- de
triste memoria en la historia del socialismo. Actitud que en algunos incluía la amenaza –
luego concretadas- de quita de apoyo publicitario y de distribución. Reaccionaban así,
con fundamentalismo “militante” al fundamentalismo “místico” de Del Barco. El relato
de Jouvé, que merecía el diálogo, quedaba otra vez a la vera del camino, provocando el
“debate” airado: los “harakiris” versus los “ tratamientos psiquiátricos”.
Luis E. Rodeiro
Queridos Oscar, Nicolás, Alejandro, Los relámpagos iluminan la noche. Escribo la frase
anterior, que sin duda he leído muchas veces en otros lugares, y me sorprende empezar
con una descripción tan inmediata sobre lo que veo a través de mi ventana. Pero ahora
la releo buscando las próximas palabras y creo reconocer los signos de otro mensaje. No
me apresuro porque, efectivamente, es la noche, y los relámpagos en la noche, de este
sábado 29 de enero. La tormenta me rodea mientras pienso en ustedes, mientras escribo
esta carta que existe porque ustedes escribieron otras que he leído y me han inquietado.
¿Signos de otro mensaje? La noche, afuera, se fragmenta. Los relámpagos persisten y
descubren rugosidades que la oscuridad antes suavizaba. Sé, sin embargo, que no
intento describir el encanto de la naturaleza; sé que los relámpagos son metáforas.
Imperiosas iluminaciones que admiten y concentran sentidos insospechados; la luz
construye –o convoca- esos sentidos. El cielo y la tierra reconocen su distancia mientras
mi mirada los unifica. Describo lo que creo ver, aunque también es cierto que al
comienzo, apenas había anotado el vocativo con el que los llamaba a ustedes a leer, tuve
la percepción de que la carta de Oscar del Barco enviada al director de La intemperie
había sido como un relámpago estallado no en medio de un cielo luminoso sino en un
espacio donde transitaban nuestros espíritus y que mostraba preocupantes nubarrones.
Allí están las cartas de ustedes a las que ahora se agrega la mía. Hablan del mundo pero
no vacilan en exponer nuestras intimidades; un gesto que privilegia la amistad sobre
cualquier diferencia en el tratamiento de las ideas. No es sólo la convicción compartida
de que las biografías importan como documento de fidelidad al pensamiento, sino que la
vida, nuestras precisas vidas, han cruzado con más intensidad la experiencia de existir
que la búsqueda de ordenadas especulaciones. El “director” de La intemperie, a quién
Oscar dirige su carta, lleva mi apellido y Nicolás lo recuerda explícitamente, lo nombra
como mi hijo, como el hermano de Pablo, desaparecido, seguramente asesinado hace 25
años. La de Oscar era una carta en la intemperie, sin protección, sin reaseguro, en un
acto similar al que había realizado enfrentándose cara a cara con el general Menéndez
para increparlo por sus crímenes, para mostrarle su repudio a compartir con él un mismo
espacio. Un relámpago desamparado en la intemperie: desnudez repetida, apertura
multiplicada. El relámpago, fugaz y perfecto, como forma de verdad que sorprendía a
Walter Benjamin: la vida, la muerte, la revelación amorosa y también la revelación
divina, aparecen como relámpagos; una luminosidad imprevisible e irrefrenable. La
oscuridad ha quedado quebrada y la noche, cuando regresa a su maciza oscuridad, sabe
que ha sido herida. La memoria retendrá la luz y las consecuencias son incalculables. El
escenario que se extiende más allá de la ventana se me impuso sin duda porque la idea
de relámpago, la idea de que la carta de Oscar fue como un relámpago, me ronda desde
que la conocí en una primera versión que su amistad me quiso confiar y que a mí me
pareció oportuno compartir con Nicolás, Ricardo y Alejandro porque hace tiempo que
los temas que recorren la carta salen y entran en nuestras conversaciones. A veces –lo
veo ahoraquedaban agazapados, postergaban los nombres buscando el momento
adecuado para que sean pronunciados. Sobre mi mesa están las copias de las cartas de
Nicolás y Alejandro y las que Oscar les escribió luego de recibirlas. Sé que hay otras
cartas derivadas de la publicación de la de Oscar, que casi no conozco. Las de ustedes,
Nicolás y Alejandro, son las que me importan, las que me interrogan, las que me quitan
el sueño llamándome a un estado de vigilia que ojalá sea de lucidez. Nada de lo que se
dice me es nuevo; pero tienen una intensidad inusitada. Mi vida ha sido ya larga y en su
transcurso más de una vez tuve la convicción de que había senderos que ya no quería
transitar. A veces me pregunto por qué, además, no estuve en condiciones de
arrepentirme. En ese caso, me digo, tal vez hubiera podido optar por caminos que no
llevaran necesariamente a multiplicar las equivocaciones. A esta altura no puedo evitar
cierto tono confesional y lo que escribo da cuenta, seguramente, de ese tipo de verdades
que nos invade sin demostraciones previas y de las que resulta imposible renegar.
Abrirse a los otros, a ustedes, incluye el pequeño escándalo de mostrar cicatrices,
marcas que no tienen porqué ser jubilosas ni invitar a la jactancia. En la carta a
Alejandro, Oscar le sugiere que sus líneas tal vez sólo sean un eco de “El grito” de
Munch. Me contagia el desgarro y la abrumadora claridad de las preguntas que se
agolpan en ese grito cuya sorda estridencia es un llamado que clama por nuestra
respuesta. Todo depende de nuestra voluntad de escucharlo. El Ulises de la gesta
homérica señaló el camino más frecuentado por una humanidad que (la cita es lugar
común entre nosotros) ha ido acumulando ruinas a sus espaldas desde un tiempo
ilimitable aunque, para los que no nos hemos despojado del mito judaico, en el principio
pueda reconocerse la marca de Caín cuyo acto asesino se repite sin tregua en la historia.
El consejo de Circe a Ulises tiende evitar cualquier respuesta a la voz verdadera de las
Sirenas: o no escucharlas o tramar las condiciones para imposibilitar la respuesta. Ulises
tapona los oídos de sus remeros y él mismo se hace amarrar a un mástil para evitar toda
tentación. La sentencia bíblica que aconseja “tener oídos para oír” no es muy distinta a
la fábula de La Odisea. Tal vez la pobreza de nuestras vidas cuando sólo procuran
escapar a la tragedia que inevitablemente nos envuelve, se sintetice en esta incapacidad
de oír. Pero Ulises, antes de escuchar las indicaciones de Circe, ya había decidido seguir
adelante. Hemos optado por no escuchar, por separar el arte del conocimiento, por no
dejarnos arrastrar por las preguntas; hemos optado por creer que la política puede
prescindir de una ética que trasciende el vivir calculante y que nos coloca en las huellas
de lo absoluto, de lo infinitamente riesgoso. La fatiga tapona nuestros oídos y nos
atamos a un vivir, a un decir que detestamos en el hablar pero que, como Ulises, ya
tenemos resuelto no abandonar. Amigos míos, ¿qué no supimos escuchar en nuestras
vidas? Estamos en el límite de descubrir que el no haber escuchado no nos hace
inocentes y nos obliga a desechar el repetido ejercicio de apiadarnos de nosotros
mismos o al revés: apiadarnos profundamente por la pérdida de nuestras vidas
entretenidas en murmullos tranquilizantes, discursos armoniosos que nos impidieron
ver. Cuando tantas veces nos hemos preguntado por el misterio que nos rodea y que con
frecuencia se nos presenta como un peso insoportable y al mismo tiempo bienvenido;
cuando el dolor abandona las estadísticas y nos atraviesa como puro dolor, cuando
celebramos la palabra porque nos abre a lo inconmensurable, lo indecible, ¿de qué
hablábamos? No puedo leer nada sino a través de mi vida. Sé que exagero al destacarlo
porque puede resultar obvio, repetido: la memoria de la vida de cada uno, lo sepamos o
no, está presente en cada acto. Visto así, y lejos de aceptar algún determinismo que
cancele la idea de libertad, no puedo evitar preguntarme qué ha sido mi vida (¿“dónde
está la vida que hemos perdido en vivir”?, interroga Eliot); a qué debo responder, es
decir, de qué soy responsable, a qué me obligan – sí, me obligan- los poemas que he
leído y repetido, los dolores que he padecido, los entusiasmos que me exaltaron, los
amores que triunfaron sobre la nada y las esperanzas que no pudimos evitar que se
murieran. Las cartas de ustedes hablan de mí tanto como ésta; me interrogan y son
exigentes en una respuesta que va mucho más allá de cualquier argumentación. ¿Fue
puro ruido lo que escribí hace 25 años, cuando quería entender la suerte de mi hijo
desaparecido – entender, digo, y no sólo saber cómo fue, cuándo, dónde, quién, aunque
me desesperaba por conocer todo esto, porque tal vez hubiera sido el comienzo de algún
consuelo que nunca llegó? Ya entonces se abrió en mí, a través del relato de los que
convivieron con la muerte en los centros clandestinos de reclusión y habían seguido
vivos, un mundo de verdades más intensas que las clasificaciones estereotipadas, esas
que nos permite juzgar sin riesgo y reposar como víctimas en las páginas de la historia.
El orden de los héroes y cobardes, de leales y traidores, de víctimas y victimarios, de
justos y réprobos, se diluía ante una realidad en la que existían culpables sin matices
pero resultaba confuso hablar de inocencia, donde las responsabilidades compartidas no
disminuía ni un ápice la criminalidad innombrable. En mi impotencia por salvar a mi
hijo se me reveló el peso de una carga de la que hasta entonces no era conciente y supe
de las responsabilidades de quienes me acompañaban así como de las infinitas maneras
con que se intentaba eludirlas. Seamos claros: yo (no sólo yo por supuesto) había
intentado que Pablo, mi hijo guerrillero, probablemente buen tirador y riguroso en los
duros principios de la organización Montoneros, desertara de una guerra que a mí me
parecía inútil y que él la sabía perdida. Su deserción era mi forma de salvarlo. En mi
vida nunca había deseado algo con tanta vehemencia. Los que continuaban ofuscados en
el color de la sangre y en la razón de la muerte preferían incorporarlo en el triste listado
de los héroes sacrificados; Pablo optó por este camino. Por pensar de esta manera, por
escribirlo para que la desesperación pudiera ayudar al entendimiento, algunos amigos y
yo fuimos acusados, ya entonces, de habernos pasado al bando enemigo. Ahora las
cartas están sobre la mesa y no comprendo que aquel momento pueda ser tocado por el
olvido. En mí memoria aquella guerra llena de crueldades es la infame muerte de Pablo,
para la cual no hay compensación posible; es el fracaso en mi intento de que desertara.
Pienso en mis corresponsales de hace 25 años y me pregunto qué fibras tocaban mis
escritos que los obligaba a taponar sus oídos para no oír argumentos que ahora resultan
banales. ¿Qué cuerdas, ahora, ha puesto a vibrar la carta de Oscar que resultan
mortificantes? ¿El correr de los años facilitará la aceptación de que el asesinato como tal
es repudiable e incomprensible para quienes aspiran a un mundo en el que la vida
humana sea irremplazable? ¿Es tan difícil comprender que condenar el asesinato porque
ningún ser humano debería creerse con derecho a negar la vida de otro, no significa
aceptar las ideas del otro y claudicar en la lucha por establecer otras condiciones de
existencia? Estamos atravesados por todos los derrumbes de los que fuimos testigos.
Vivimos con ellos y no a su margen. No existen, por lo tanto, excusas para los
ocultamientos. Aunque la verdad, antes y ahora, sea un prejuicio, no tenemos otra
posibilidad que correr en su búsqueda ignorando el cálculo instrumental que pretende
reemplazarla. La verdad está cerca de la estéril felicidad del conocer, lejos de esa
instrumentalidad que desde hace años hemos colocado en la mira principal de nuestra
crítica. Así, amigos, fueron siempre nuestros encuentros: pensábamos la política desde
la ética aunque el sistema (dentro del cual ahora reconocemos rostros familiares) se
mofara de nuestra inadecuación con la época. La política siempre fue para nosotros una
manera de pensar el mundo y por eso renegamos del saber como camino al poder.
Habíamos puesto en cuestión, justamente, el poder, el sistema de dominación, porque
veíamos que allí los hombres se volvían cosas. No sabíamos (y el no saberlo debería
llamarnos al arrepentimiento) que trabajábamos para que todas las cosas (los hombres
entre ellas) simplemente pasaran al servicio de otro poder. Hoy lo sabemos y podríamos
pensar que hemos avanzado en la verdad. También que se acrecienta nuestra
responsabilidad. ¿Cuándo, entonces, resulta conveniente o inconveniente expresar los
pensamientos? Siempre hicimos nuestro el “pensar a contrapelo” benjaminiano y
afrontamos, casi orgullosamente, el malestar de lo inconveniente. Lo correcto
políticamente evita el peligro del descalabro pero nos inunda de gris. Si todo está
marcado por el cálculo (es sugerente la resonancia mercantil de la acumulación de
fuerzas como principio rector de la política) cualquier idea de iluminación es irrisoria.
El misterio no tiene cabida en la diagramación de lo conveniente. Pero sin el misterio,
querido Nicolás, querido Alejandro, nuestras manos, por decir nuestras almas,
quedarían vacías, no sabríamos qué hacer con ellas. Justamente Oscar comienza su carta
con un relato que sólo entiendo en el espacio de la iluminación: otra manera de conocer
lo ya conocido. Cuarenta años antes Oscar daba clases en un colegio de Bell Ville y allí,
en la casa de un común amigo, conoció a Ciro Bustos, integrante de un grupo guerrillero
inspirado por el Ché y que se proponía instalar un foco insurreccional al norte del país.
Ernesto Guevara pensaba en el mundo, en una especie de final batalla en la que el bien
socialista derrotaría al mal capitalista aunque fuera al precio de un cataclismo nuclear.
Orán, casi al límite entre Salta y Bolivia, sería uno de los puntos de arranque. Oscar y
sus amigos de la revista Pasado y presente éramos convocados al comienzo de la
historia. Mi memoria no se abre con facilidad a las evocaciones de esos días y me pongo
en guardia contra la tentación de inventar recuerdos. Está Oscar, de regreso a Córdoba,
contándonos su encuentro con Ciro Bustos; está después el propio Ciro, su fragmentario
relato, mi escucha cargada de interés y escepticismo; está nuestro pasado reciente en el
Partido Comunista de donde fuimos expulsados por publicar Pasado y presente; está
nuestra admiración por Cuba, nuestra convicción de que la Revolución era posible y que
los partidos comunistas prosoviéticos la frenaban con su reformismo. Está la casa de
Oscar, donde se alojaba Ciro Bustos y una despedida en el aeropuerto (Ciro viajaba a
Salta porque era inminente el comienzo de las acciones) donde tuve la sensación de que
el avión que se perdía entre las nubes era portador de la Historia. Y poco más. Salvo
que, por nuestra mediación, se habían incorporado al foco guerrillero un grupo de
jóvenes de Córdoba. Luego la historia fue una burla. Un juego sin grandeza con la
muerte, hueco e intrascendente. Ustedes conocen algunos detalles. La memoria
colectiva argentina no se detiene en el Ejército Guerrillero del Pueblo que se empezó a
desintegrar tras algunos meses de andar a los tumbos, dolorosa parodia de sí mismo, sin
un solo enfrentamiento con las fuerzas que pretendía derrotar y con tres condenas a
muerte a integrantes del propio grupo: una en Argelia y dos en el campamento salteño.
A estos últimos se refiere Héctor Jouvé en la entrevista publicada por La Intemperie. El
asesinato de Adolfo Rotblat por sus propios compañeros es el momento consternante
que inspira la carta de Oscar; seguramente merecía una atención raigal en las cartas de
Nicolás y Alejandro. El asesinato (¿de qué otro modo llamarlo?) del Pupi Rotblat
impide hacer cálculos, sumas de datos positivos y negativos. Cualquier argumentación
justificatoria asentada en principios de dignidad y justicia queda deshecha frente al
crimen absurdo que sirve como instrumento de cohesión (¿en qué se diferencia del
terror?) al grupo de hombres que sostienen la voluntad de llevar adelante esos
principios. Casi un siglo antes lo había descrito Dostoievski en Los endemoniados:
Rotblat es Shatov, asesinado por abstractas razones en la que la sangre hermana a los
“revolucionarios”. Cuando “todo es posible”, incluida la decisión sobre la vida de los
otros, la ignominia pierde el nombre, el desamparo es infinito porque la omnipotencia
desplaza el amor que nos hace responsables de los otros. Kirilov, que en el drama
dostoievskiano se suicida para demostrar la inexistencia de Dios y el poder soberano de
los hombres, ofrece el razonar desnudo: “Todo hombre es su propio dios; yo soy dios y
no hay más dios que yo”. Jouvé recuerda: “También se hace un juicio contra el
muchacho bancario (Bernardo Gronwald). Ese juicio termina en un fusilamiento.
Estuvimos todos cuando se lo fusiló. Realmente me pareció una cosa increíble. Yo creo
que era un crimen, porque estaba destruido, era como un paciente psiquiátrico. Creo que
de algún modo somos todos responsables, porque todos estábamos en eso, en hacer la
revolución”. El peso de la muerte, de lo absurdo, de lo inmisericorde, del hundimiento
en la nada, es el grito de Oscar desde un dolor inenarrable (¿quién, mis amigos, no ha
sentido alguna vez que todo su cuerpo se transformaba en un dolor inenarrable?) que
clama por ser escuchado, porque el grito contiene el silencio del asesinado, porque sus
manos se han vuelto sospechosas de haber empuñado el arma que remató a quien podría
haber sido su hijo. Sin embargo, queridos amigos, no es sólo el registro de las
interminables muertes, aunque repugne hasta el martirio, lo que toca nuestras fibras. No
es sólo la contemplación de nuestras vidas gastadas con generosidad en construir
campos de muerte mientras proclamábamos (porque lo creíamos) que estábamos
trabajando para que la vida fuera posible en todo su esplendor. No es sólo un fracaso lo
que ahora reconocemos con mirada perpleja. Tanto como la contemplación de la
muerte, me consterna nuestra responsabilidad por ella y permítanme la evidencia de
señalar que esta responsabilidad nada tiene que ver con los encuadres jurídicos que
legitiman una pena. Se trata, y no puedo dejar de repetirme, de una obligación de
responder, de un sentirse responsable que sólo corresponde a cada uno, que ningún igual
puede enjuiciar, que ningún castigo puede saldar. Hablo (y el eco de Levinas es
evidente) de una responsabilidad primordial, previa a todo acto, que acompaña nuestra
condición humana y que deriva de la fundante responsabilidad por el otro tanto como de
la libertad que nos permite decidir y sin la cual la idea misma de lo humano se
desvanece. Por condenable que sea, insisto, no es sólo la multiplicación de la muerte lo
que empaña la acción revolucionaria; no es el costo en vidas lo que hace titubear la idea
de revolución, en cuyo nombre se actúa, cuya búsqueda justifica todos los caminos y
cuya presencia impregna de verdad los actos de quienes actúan en su nombre. Es duro el
desafío para quienes sabemos que el ciclo de nuestras existencias ya puede presentir su
final, pero si no nos atrevemos a poner en duda la idea de revolución el espíritu
confundido de nuestra época terminará de morir en un extenso gemido. Y se entiende
que no se trata solamente de los caminos a seguir para alcanzarla. La bienvenida
discusión sobre la lucha armada corre el riesgo de llevar a la creencia (como ocurre en
la ciencia) de que hay métodos independientes de los fines. Como en la ficción de
Dostoievski, cuando la revolución ocupa el lugar de Dios, los hombres (que son quienes
piensan la revolución) se encuentran habilitados a actuar como dioses, la “razón
revolucionaria” se autojustifica, no hay otra libertad que la que se deriva del
reconocimiento de la “necesidad” revolucionaria. Entiendo tu incomodidad, Nicolás,
cuando no compartís el texto de Oscar porque abre una polémica “sobre una extensa
generación de sobrevivientes de la lucha armada”. Pero ¿quiénes son –o somos- los
sobrevivientes de la lucha armada? ¿Aquellos que estaban en condiciones inmediatas de
morir, como los pocos (es pequeñísimo el número si se lo compara con los que
murieron) que salieron con vida de los centros clandestinos de detención? ¿Los que
eludimos el riesgo de la muerte exiliándonos, es decir abandonando el campo de una
batalla en la que decidimos dejar de participar porque ya no nos interesaba, porque se
nos impuso el miedo o porque se nos hizo evidente un error que sólo viviendo
podríamos redimir? ¿Los que permaneciendo en la Argentina pudieron sortear el riesgo
a que los exponía el haber participado, directa o indirectamente, en las acciones que la
dictadura buscaba suprimir? ¿O sobrevivientes somos todos porque todos estuvimos en
peligro, los nacidos y los no nacidos, los de un bando y los del otro, todos los que sin
saberlo plenamente llevamos la marca de una época de oprobio de la que yo no puedo
despegarme porque las cicatrices me marcan y no quiero disimularlas aunque se hundan
en mi propia responsabilidad por lo ocurrido? Estar vivo, creo interpretar a Oscar,
obliga a hacernos responsables hasta por los muertos. Si alentáramos reflexionar sobre
todo esto desaparecería el riesgo de caer en los frívolos remedos que constituyen los
“debates” periodísticos sobre lo que con tanta razón alerta Nicolás. Sólo arriesgando ser
“inconvenientes” sortearemos el chantaje –de derecha y de izquierda- que quiere
obligarnos a reconocer como realidad sólo el pragmatismo de los triunfadores. Vivimos
en el irresuelto enigma del lenguaje por el cual la palabra “crimen”, utilizada por
Shakespeare, nos coloca en el límite donde la claridad se separa de las sombras, y la
misma palabra, en boca de algún conductor televisivo se vuelve desperdicio del que se
alimenta la infamia humana. No es menor el tema, aunque no sea puntualmente el de
esta carta. Pero si no es éste, si el sentido, la responsabilidad a que nos obligan las
palabras deja de ser nuestro tema, ¿cómo podemos seguir hablando? ¿Cómo abandonar
aquellos interrogantes si nosotros venimos de un largo, incesante repudio a la vacuidad
del charlatanismo, si no hacemos otra cosa que espantarnos ante la insignificancia que
crece en el mundo, si todavía creemos que la filosofía, el arte y el amor (todas
presencias de Eros) no son meros adornos de nuestra impotencia ni sólo ocurrencias de
precisas exposiciones académicas o de escritos que nos recortan un lugar (y a veces una
paga) en las instituciones que enfrían el mundo? ¿ cómo marginarlas si sentimos que
están en la raiz de nuestras angustias pero también en nuestros estallidos de felicidad?
Ninguna ética que merezca ser considerada -lo hemos insinuado cien veces- desprecia el
ámbito de lo cotidiano. Ninguna abstracción debería tolerar un actuar que contradiga lo
que dictan nuestras teorías. Estamos obligados, atados a un contrato primordial, ligados
-también en la vislumbre religiosa del término- a hacernos responsables de cada sí y de
cada no que pronunciamos, porque sabemos que para cada sí hay un no disponible.
Porque nos hemos escuchado afirmar en repetidos diálogos que la renuncia es nuestra
última e inexpugnable garantía.
Los abrazo,
Toto