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Divina Comedia Canto XII - XIV

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Infierno: Canto XII

La bajada del séptimo círculo. El Minotauro de Creta, guardián de los violentos. Virgilio
recuerda el estado de la bajada antes de que pasase por ella Cristo a los limbos del infierno
para rescatar las almas selectas. El río de sangre en que yacen sumergidos los violentos
contra el prójimo y los tiranos sanguinarios, asaeteados por una legión de centauros. Los
poetas siguen su camino por la margen del río sangriento conducidos por el centauro Neso,
que hace la enumeración de los tiranos. El vado del río de sangre, acrecentado por las
lágrimas de los condenados.

El sitio por donde empezamos a bajar era un paraje alpestre y, a causa del que allí
se hallaba, todas las miradas se apartarían de él con horror. Como aquellas
ruinas, cuyo flanco azota el río Adigio, más acá de Trento, producidas por un
terremoto o por falta de base, que desde la cima del monte de donde cayeron
hasta la llanura, presentan la roca tan hendida, que ningún paso hallaría el que
estuviese sobre ellas, así era la bajada de aquel precipicio; y en el borde de la
entreabierta sima estaba tendido el monstruo, oprobio de Creta, que fue concebido
por una falsa vaca. Cuando nos vio, se mordió a sí mismo, como aquel a quien
abrasa la ira. Gritóle entonces mi Sabio:

— ¿Por ventura crees que esté aquí el rey de Atenas, que allá arriba, en el
mundo, te dio la muerte? Aléjate, monstruo; que éste no viene amaestrado
por tu hermana, sino con el objeto de contemplar vuestras penas.

Como el toro que rompe las ligaduras en el momento de recibir el golpe mortal,
que huir no puede, pero salta de un lado a otro, lo mismo hizo el Minotauro; y mi
prudente Maestro me gritó:

— Corre hacia el borde; mientras esté furioso, bueno es que desciendas.

Nos encaminamos por aquel derrumbamiento de piedras, que oscilaban por


primera vez bajo el peso de mi cuerpo. Iba yo pensativo; por lo cual me dijo:

— Acaso piensas en estas ruinas, defendidas por aquella ira bestial, que he
disipado. Quiero, pues, que sepas que la otra vez que bajé al profundo
Infierno aún no se habían desprendido estas piedras, pero un poco antes (si
no estoy equivocado) de que viniese aquél que arrebató a Dite la gran presa
del primer círculo, retembló el impuro valle tan profundamente por todos sus
ámbitos, que creí ver al universo sintiendo aquel amor, por el cual otros
creyeron que el mundo ha vuelto más de una vez a sumirse en el caos; y
entonces fue cuando esa antigua roca se destrozó por tan diversas partes.
Pero fija tus miradas en el valle, pues ya estamos cerca del río de sangre, en
el cual hierve todo el que por medio de la violencia ha hecho daño a los
demás.

¡Oh ciegos deseos! ¡Oh ira desatentada, que nos aguijonea de tal modo en
nuestra corta vida, y así nos sumerge en sangre hirviente por toda una eternidad!
Vi un ancho foso en forma circular, como la montaña que rodea toda la llanura,
según me había dicho mi Guía, y entre el pie de la roca y este foso corrían en fila
muchos centauros armados de saetas, del mismo modo que solían ir a cazar por
el mundo. Al vernos descender, se detuvieron, y tres de ellos se separaron de la
banda, preparando sus arcos y escogiendo antes sus flechas. Uno de ellos gritó
desde lejos:

— ¿Qué tormento os está reservado a vosotros los que bajáis por esa
cuesta? Decidlo desde donde estáis, porque si no, disparo mi arco.

Mi Maestro respondió:

— Contestaremos a Quirón, cuando estemos cerca. Tus deseos fueron


siempre por desgracia muy impetuosos.

Después me tocó y me dijo:

— Ese es Neso, el que murió por la hermosa Deyanira, y vengó por sí mismo
su muerte; el de en medio, que inclina la cabeza sobre el pecho, es el gran
Quirón, que educó a Aquiles; el otro es el irascible Folo. Alrededor del foso
van a millares, atravesando con sus flechas a toda alma que sale de la
sangre más de lo que le permiten sus culpas.

Nos fuimos aproximando a aquellos ágiles monstruos: Quirón cogió una flecha, y
con el regatón apartó las barbas hacia detrás de sus quijadas. Cuando se
descubrió la enorme boca, dijo a sus compañeros:

— ¿Habéis observado que el de detrás mueve cuanto toca? Los pies de los
muertos no suelen hacer eso.

Y mi buen Maestro, que estaba ya junto a él, y le llegaba al pecho, donde las dos
naturalezas se unen, repuso:

— Está en efecto vivo, y yo sólo debo enseñarle el sombrío valle; viene a él


por necesidad, y no por distracción. La que me ha encomendado este nuevo
oficio, ha cesado por un momento de cantar aleluya. No es él un ladrón, ni yo
un alma criminal. Pero por aquella virtud que dirige mis pasos en un camino
tan salvaje, cédeme uno de los tuyos para que nos acompañe, que nos
indique un punto vadeable y lleve a éste sobre sus ancas, pues no es
espíritu que vaya por el aire.

Quirón se volvió hacia la derecha, y dijo a Neso:

— Ve, guíales, y si tropiezan con algún grupo de los nuestros, haz que les
abran paso.

Nos pusimos en marcha, tan fielmente escoltados, hacia lo largo de las orillas de
aquella roja espuma, donde lanzaban horribles gritos los ahogados. Los vi
sumergidos hasta las cejas, por lo que el gran Centauro dijo:

— Esos son los tiranos, que vivieron de sangre y de rapiña. Aquí se lloran
las desapiadadas culpas; aquí está Alejandro, y el feroz Dionisio, que tantos
años de dolor hizo sufrir a la Sicilia. Aquella frente que tiene el cabello tan
negro es la de Azzolino, y la otra que lo tiene rubio es la de Obezzo de Este,
que verdaderamente fue asesinado en el mundo por su hijastro.

Entonces me volví hacia el Poeta, el cual me dijo:

— Sea éste ahora tu primer guía; yo seré el segundo.

Algo más lejos se detuvo el Centauro sobre unos condenados, que parecían sacar
fuera de aquel hervidero su cabeza hasta la garganta, y nos mostró una sombra
que estaba separada de las demás, diciendo:

— Aquél hirió, en recinto sagrado, a un corazón, que aún se ve honrado en


las orillas del Támesis.

Después vi otras sombras que sacaban la cabeza fuera del río, y algunas todo el
pecho, y reconocí a muchos de ellos. Como la sangre iba disminuyendo poco a
poco, hasta no cubrir más que el pie, vadeamos el foso.

— Quiero que creas —me dijo el Centauro— que así como ves disminuir la


corriente por esta parte, por la otra es su fondo cada vez mayor, hasta que
llega a reunirse en aquel punto donde la tiranía está condenada a gemir. Allí
es donde la justicia divina ha arrojado a Atila, que fue su azote en la tierra; a
Pirro, a Sexto, y eternamente arranca lágrimas, con el hervor de esa sangre,
a Renato de Cometo y a Renato Pazzo, que tanto daño causaron en los
caminos.

Dicho esto, se volvió y repasó el vado.

Infierno: Canto XIII


El bosque estéril. El nido de las arpías. Los árboles doloridos. Segunda zona
de los violentos contra sí mismos y su castigo. Diálogo con Pietro della
Vigna. Dos almas perseguidas por perros hambrientos. Castigo de los
suicidas y de los destructores de bienes. Estado futuro y tormento perpetuo
de los suicidas después del juicio final.
No había llegado aún Neso a la otra parte, cuando penetramos en un bosque, que
no estaba surcado por ningún sendero. El follaje no era verde, sino de un color
oscuro; las ramas no eran rectas, sino nudosas y entrelazadas; no había frutas,
sino espinas venenosas. No son tan ásperas y espesas las selvas donde moran
las fieras, que aborrecen los sitios cultivados entre el Cecina y Cometo. Allí anidan
las brutales Arpías, que arrojaron a los Troyanos de las Estrofades con el triste
presagio de un mal futuro. Tienen alas anchas, cuellos y rostros humanos, pies
con garras, y el vientre cubierto de plumas: subidas en los árboles, lanzan
extraños lamentos.

Mi buen Maestro empezó a decirme:

— Antes de avanzar más, debes saber que te encuentras en el segundo


recinto, por el cual continuarás hasta que llegues a los terribles arenales.
Por tanto, mira con atención; y de este modo verás cosas, que darán
testimonio de mis palabras.

Por todas partes oía yo gemidos, sin ver a nadie que los exhalara, por eso me
detuve todo atemorizado. Creo que él creyó que yo creía que aquellas voces eran
de gente que se ocultaba de nosotros entre la espesura, y así me dijo mi Maestro:

— Si rompes cualquier ramita de una de esas plantas, verás trocarse tus


pensamientos.

Entonces extendí la mano hacia delante, cogí una ramita de un gran endrino, y su
tronco exclamó:

— ¿Por qué me tronchas?

Inmediatamente se tiñó de sangre, y volvió a exclamar:

— ¿Por qué me desgarras? ¿No tienes ningún sentimiento de piedad?


Hombres fuimos, y ahora estamos convertidos en troncos; tu mano debería
haber sido más piadosa, aunque fuéramos almas de serpientes.

Cual de verde tizón que, encendido por uno de sus extremos, gotea y chilla por el
otro, a causa del aire que le atraviesa, así salían de aquel tronco palabras y
sangre juntamente, lo que me hizo dejar caer la rama, y detenerme como hombre
acobardado.

— Alma herida —respondió mi Sabio—; si él hubiera podido creer, desde


luego, que era verdad lo que ha leído en mis versos, no habría extendido su
mano hacia ti; el ser una cosa tan increíble me ha obligado a aconsejarle que
hiciese lo que ahora me está pesando. Pero dile quién fuiste, a fin de que, en
compensación, renueve tu fama en el mundo, donde le es lícito volver.

El tronco respondió:
(Pier de la Vigna)
— Me halagas tanto con tus dulces palabras, que no puedo callar; no llevéis
a mal que me entretenga un poco hablando con vosotros. Yo soy aquél que
tuvo las dos llaves del corazón de Federico, manejándolas tan suavemente
para cerrar y abrir, que a casi todos aparté de su confianza, habiéndome
dedicado con tanta fe a aquel glorioso cargo, que perdí el sueño y la vida. La
cortesana que no ha separado nunca del palacio de César sus impúdicos
ojos, peste común y vicio de las cortes, inflamó contra mí todos los ánimos,
y los inflamados inflamaron a su vez y de tal modo a Augusto, que mis
dichosos honores se trocaron en triste duelo. Mi alma, en un arranque de
indignación, creyendo librarse del oprobio por medio de la muerte, me hizo
injusto contra mí mismo, siendo justo. Os juro, por las tiernas raíces de este
leño, que jamás fui desleal a mi señor, tan digno de ser honrado. Y si uno de
vosotros vuelve al mundo, restaure en él mi memoria, que yace aún bajo el
golpe que le asestó la envidia.

El poeta esperó un momento, y después me dijo:

— Pues que calla, no pierdas el tiempo: habla y pregúntale, si quieres saber


más.

Yo le contesté:

— Interrógale tú mismo lo que creas que me interese, pues yo no podría;


tanto es lo que me aflige la compasión.

Por lo cual volvió él a empezar de este modo:

— A fin de que este hombre haga generosamente lo que tu súplica reclama,


espíritu encarcelado, dígnate aún decirnos cómo se encierra el alma en esos
nudosos troncos, y dime además, si puedes, si hay alguna que se desprenda
de tales miembros.

Entonces el tronco suspiró, y aquel resoplido se convirtió en esta voz:

— Os contestaré brevemente: cuando el alma feroz sale del cuerpo de donde


se ha arrancado ella misma, Minos la envía al séptimo círculo. Cae en la
selva, sin que tenga designado sitio fijo, y allí donde la lanza la fortuna,
germina cual grano de espelta. Brota primero como un retoño, y luego se
convierte en planta silvestre; las Arpías, al devorar sus hojas, le causan
dolor, y abren paso por donde ese dolor se exhale. Como las demás almas,
iremos a recoger nuestros despojos, pero sin que ninguna de nosotras
pueda revestirse con ellos, porque no sería justo volver a tener lo que uno se
ha quitado voluntariamente. Los arrastraremos hasta aquí; y en este lúgubre
bosque estará cada uno de nuestros cuerpos suspendido en el mismo
endrino donde sufre tal tormento su alma.
Prestábamos aún atención a aquel tronco, creyendo que añadiría algo más,
cuando fuimos sorprendidos por un rumor, a la manera del que siente venir el
jabalí y los perros hacia el sitio donde está apostado, que juntamente oye el ruido
de las fieras y el fragor del ramaje. Y he aquí que aparecen a nuestra izquierda
dos infelices, desnudos y lacerados, huyendo tan precipitadamente, que rompían
todas las ramas de la selva. El de delante: ¡Acude, acude, muerte!, decía, y el
otro, que no corría tanto: Lano de Sienna, tus piernas no eran tan ágiles en el
combate del Toppo. Y sin duda, faltándole el aliento, hizo un grupo de sí y de un
arbusto.

Detrás de ellos estaba la selva llena de perras negras, ávidas y corriendo cual
lebreles a quienes quitan su cadena. Empezaron a dar terribles dentelladas a
aquél que se ocultó, y después de despedazarle, se llevaron sus miembros
palpitantes. Mi Guía me tomó entonces de la mano, y llevóme hacia el arbusto,
que en vano se quejaba por su sangrientas heridas:

— ¡Oh, Giacomo de San Andrés! —decía—. ¿De qué te ha servido tomarme


por refugio? ¿Tengo yo la culpa de tu vida criminal?

Cuando mi Maestro se detuvo delante de aquel arbusto, dijo:

— ¿Quién fuiste tú que por tantas ramas rotas exhalas con tu sangre tan
quejumbrosas palabras?

A lo que contestó: (Rocco dei Mozzi)

— ¡Oh, almas, que habéis venido a contemplar el lamentable estrago que me


ha separado así de mis hojas!, recogedlas al pie del triste arbusto. Yo fui de
la ciudad que cambió su primer patrón por San Juan Bautista, por cuya
razón aquélla contristará siempre con su terrible arte; y a no ser porque en el
puente del Arno se conserva todavía alguna imagen suya, fuera en vano todo
el trabajo de aquellos ciudadanos que la reedificaron sobre las cenizas que
de ella dejó Atila. Yo de mi casa hice mi propia horca.

Infierno: Canto XIV


Tercer jirón del círculo séptimo. El arenal estéril y la lluvia de fuego. Castigo de los
violentos contra Dios, contra la naturaleza y contra el arte. Las sombras condenadas.
Capaneo desafiando las penas del infierno. Río sanguinoso y bullente. Virgilio explica a
Dante el origen de los ríos misteriosos del infierno. Los dos poetas continúan su viaje
infernal.

Enternecido por el amor patrio, reuní las hojas dispersas, y las devolví a aquel que
ya se había callado.

Desde allí nos dirigimos al punto en que se divide el segundo recinto del tercero, y
donde se ve el terrible poder de la justicia divina.
Para explicar mejor las cosas nuevas que allí vi, diré que llegamos a un arenal,
que rechaza toda planta de su superficie. La dolorosa selva lo rodeaba cual
guirnalda, así como el sangriento foso circundaba a aquélla. Nuestros pies
quedaron fijos en el mismo lindero de la selva y la llanura. El espacio estaba
cubierto de una arena tan árida y espesa, como la que oprimieron los pies de
Catón en otro tiempo. ¡Oh venganza de Dios! ¡Cuánto debe temerte todo aquél
que lea lo que se presentó a mis ojos!

Vi numerosos grupos de almas desnudas, que lloraban miserablemente, y


parecían cumplir sentencias diversas. Unas yacían de espaldas sobre el suelo;
otras estaban sentadas en confuso montón; otras andaban continuamente. Las
que daban la vuelta al círculo eran más numerosas, y en menor número las que
yacían para sufrir algún tormento, pero éstas tenían la lengua más suelta para
quejarse.

Llovían lentamente en el arenal grandes copos de fuego, semejantes a los de


nieve que en los Alpes caen cuando no sopla el viento. Así como Alejandro vio en
las ardientes comarcas de la India caer sobre sus soldados llamas, que quedaban
en el suelo sin extinguirse, lo que le obligó a ordenar a las tropas que las pisaran,
porque el incendio se apagaba mejor cuanto más aislado estaba, así descendía el
fuego eterno, abrasando la arena, como abrasa a la yesca el pedernal, para
redoblar el dolor de las almas. Sus míseras manos se agitaban sin reposo,
apartando a uno y otro lado las brasas continuamente renovadas. Yo empecé a
decir:

— Maestro, tú que has vencido todos los obstáculos, a excepción del que
nos opusieron los demonios inflexibles a la puerta de la ciudad, dime,
¿quién es aquella gran sombra, que no parece cuidarse del incendio, y yace
tan feroz y altanera, como si no la martirizara esa lluvia?

Y la sombra, observando que yo hablaba de ella a mi Guía, gritó:

(Capaneo, uno de los siete reyes que asoló la ciudad de Tebas, de acuerdo a los mitos griegos.)

— Tal cual fui en vida, soy después de muerto. Aun cuando Júpiter cansara a
su herrero, de quien tomó en su cólera el agudo rayo que me hirió el último
día de mi vida; aun cuando fatigara uno tras otro a todos los negros obreros
del Mongibelo, gritando: Ayúdame, ayúdame, buen Vulcano, según hizo en el
combate de Flegra, y me asaeteara con todas sus fuerzas, no lograría
vengarse de mí cumplidamente.

Entonces mi Guía habló con tanta vehemencia, que nunca yo lo había oído
expresarse de aquel modo:

— ¡Oh! Capaneo, si no se modera tu orgullo, él será tu mayor castigo. No hay


martirio comparable al dolor que te hace sufrir tu rabia.
Después se dirigió a mí, diciendo con acento más apacible:

— Ese fue uno de los siete reyes que sitiaron a Tebas; despreció a Dios, y
aun parece seguir despreciándole, sin que se note que le ruegue; pero, como
le he dicho, su mismo despecho es el más digno premio debido a su
corazón. Ahora, sígueme, y cuida de no poner tus pies sobre la abrasada
arena; camina siempre arrimado al bosque.

Llegamos en silencio al sitio donde desemboca fuera de la selva un riachuelo,


cuyo rojo color aún me horripila. Cual sale del Bulicame el arroyo, cuyas aguas se
reparten las pecadoras, así corría aquel riachuelo por la arena. Las orillas y el
fondo estaban petrificados, por lo que pensé que por ellas debía andar.

— Entre todas las cosas que te he enseñado, desde que entramos por la
puerta en cuyo umbral puede detenerse cualquiera, tus ojos no han visto
otra tan notable como esa corriente, que amortigua todas las llamas.

Tales fueron las palabras de mi Guía; por lo que le supliqué se explicase más
claramente, ya que había excitado mi curiosidad.

(los materiales son las edades del hombre y siempre da la espalda a oriente
y mira a occidente representa la preferencia de Dante al cristianismo
(occidente) que a las religiones de oriente. Del llanto de la estatua se forman
los ríos infernales Flegetonte y Leteo. El Aqueronte, la estigia

El anciano gigante representa la humanidad pecadora que con su llanto por


el remordimiento crea su propia tortura.

— En medio del mar existe un país arruinado —me dijo entonces— que se


llama Creta, y tuvo un rey, bajo cuyo imperio el mundo fue virtuoso: en él
hay un monte, llamado Ida, que en otro tiempo fue delicioso por sus aguas y
su frondosidad, y hoy está desierto, como todas las cosas antiguas. Rea lo
escogió por cuna segura de su hijo; y para ocultarlo mejor, cuando lloraba,
hacía que se produjesen grandes ruidos. En el interior del monte se
mantiene en pie un gran anciano, que está de espaldas hacia Damieta, con la
mirada fija en Roma como en un espejo. Su cabeza es formada de oro fino, y
de plata pura son los brazos y el pecho; después es de bronce hasta la
entrepierna, y de allí para abajo es todo de hierro escogido, excepto el pie
derecho, que es de barro cocido, y se afirma sobre éste más que sobre el
otro. Cada parte, menos la formada de oro, está surcada por una hendidura
que mana lágrimas, las cuales, reunidas, agujeran aquel monte. Su curso se
dirige hacia este valle, de roca en roca, formando el Aqueronte, la Estigia y el
Flegetón; después descienden por este estrecho conducto, hasta el punto
donde no se puede bajar más, y allí forman el Cocito: ya verás lo que es este
lago; por eso no te lo describo ahora.
Yo le contesté:

— Si ese riachuelo se deriva así de nuestro mundo, ¿por qué se deja ver
únicamente al margen de este bosque?

Y él a mí:

— Tú sabes que este lugar es redondo, y aunque hayas andado mucho,


descendiendo siempre al fondo por la izquierda, no has dado aún la vuelta a
todo el círculo; por lo cual, si se te aparece alguna cosa nueva, no debe
pintarse la admiración en tu rostro.

Le repliqué:

— Maestro, ¿dónde están el Flegetón y el Leteo? Del uno no dices nada, y


del otro sólo me dices que lo origina esa lluvia de lágrimas.

— Me agradan todas tus preguntas —contestó—; pero el hervor de esa agua


roja debiera haberte servido de contestación a una de ellas. Verás el Leteo,
pero fuera de este abismo, allá donde van las almas a lavarse, cuando,
arrepentidas de sus culpas, les son perdonadas.

Después añadió:

— Ya es tiempo de que nos apartemos de este bosque; procura venir detrás


de mí; sus márgenes nos ofrecen un camino; pues no son ardientes, y sobre
ellas se extinguen todas las brasas.

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