Homero Iliada Canto XXIII
Homero Iliada Canto XXIII
Homero Iliada Canto XXIII
Los aqueos, una vez llegados a las naves y al Helesponto, se fueron a sus respectivos bajeles.
Pero a los mirmidones no les permitió Aquiles que se dispersaran; y puesto en medio de los
belicosos compañeros, les dijo:
“¡Mirmidones, de rápidos corceles, mis compañeros amados! No desatemos del yugo los
solípedos bridones; acerquémonos con ellos y los carros a Patroclo, llorémosle, que éste es el
honor que a los muertos se les debe. Y cuando nos hayamos saciado de triste llanto,
desunciremos los caballos y aquí mismo cenaremos todos”.
Así habló. Ellos seguían a Aquiles y gemían con frecuencia. Y sollozando dieron tres vueltas
alrededor del cadáver con los caballos de hermoso pelo: Tetis se hallaba entre los guerreros y
les excitaba el deseo de llorar. Regadas de lágrimas quedaron las arenas, regadas de lágrimas
se veían las armaduras de los hombres. ¡Tal era el héroe, causa de fuga para los enemigos, de
quien entonces padecían soledad! Y el hijo de Peleo comenzó entre ellos el funeral lamento,
colocando sus manos homicidas sobre el pecho del difunto: “¡Alégrate, oh, Patroclo, aunque
estés en el Hades! Ya voy a cumplirte cuanto te prometiera: he traído arrastrando el cadáver
de Héctor, que entregaré a los perros para que lo despedacen cruelmente; y degollaré ante tu
piraadoce hijos de troyanos ilustres, por la cólera que me causó tu muerte”.
Dijo; y para tratar ignominiosamente al divino Héctor, lo tendió boca abajo en el polvo. Todos
se quitaron la luciente armadura de bronce, desuncieron los corceles, de sonoros relinchos, y
se sentaron en gran número cerca de la nave del Eácida, el de los pies ligeros, que les dio un
banquete funeral espléndido. Muchos bueyes blancos, ovejas y balantes cabras palpitaban al
ser degollados con el hierro; gran copia de grasos puercos, de blancos dientes, se asaban,
extendidos sobre las brasas; y en torno del cadáver la sangre corría en abundancia por todas
partes. (...)
Mas después que hubieron satisfecho de comida y de bebida al apetito, se fueron a dormir a
sus tiendas. Quedó el hijo de Peleo con muchos mirmidones, dando profundos suspiros, a
orillas del estruendoso mar, en un lugar limpio donde las olas bañaban la playa; pero no tardó
en vencerle el sueño, que disipa los cuidados del ánimo; pues el héroe había fatigado mucho
sus fornidos miembros persiguiendo a Héctor alrededor de Troya. Entonces vino a encontrarle
el alma del mísero Patroclo, semejante en un todo a éste cuando vivía, tanto por su estatura y
hermosos ojos, como por las vestiduras que llevaba; y poniéndose sobre la cabeza de Aquiles,
le dijo estas palabras:
“¿Duermes, Aquiles, y me tienes olvidado? Te cuidabas de mí mientras vivía, y ahora que he
muerto me abandonas. Entiérrame cuanto antes, para que pueda pasar las puertas del Hades;
pues las almas, que son imágenes de los difuntos, me rechazan y no me permiten que
atraviese el río y me junte con ellas; y de este modo voy errante por los alrededores del
palacio. Dame la mano, te lo pido llorando; pues ya no volveré del Hades cuando hayan
entregado mi cadáver al fuego. Ni ya, gozando de vida, conversaremos separadamente de los
amigos; pues me devoró la odiosa muerte que el hado cuando nací me deparara. Y tu destino
es también, oh Aquiles, semejante a los dioses, morir al pie de los muros de los nobles
troyanos”. (...)
Le respondió Aquiles, el de los pies ligeros: “¿Por qué, querido amigo, vienes a encargarme
estas cosas? Te obedeceré y lo cumpliré todo como lo mandas. Pero acércate y abracémonos,
aunque sea por breves instantes, para saciarnos de este triste llanto”.
En diciendo esto, le tendió los brazos, pero no consiguió asirlo: el alma se disipó cual si fuese
humo y penetró en la tierra dando chillidos. Aquiles se levantó atónito, dio una palmada y
exclamó con voz lúgubre:
“¡Oh dioses! Cierto es que en la morada de Hades queda el alma y la imagen de los que
mueren, pero la fuerza vital desaparece por completo. Toda la noche ha estado cerca de mí el
alma del mísero Patroclo, derramando lágrimas y despidiendo suspiros, para encargarme lo
que debo hacer; y era muy semejante a él cuando vivía”. (...)
Después que hubieron descargado la inmensa cantidad de leña, se sentaron todos juntos y
aguardaron. Aquiles mandó a los belicosos mirmidones que tomaran las armas y uncieran los
caballos; y ellos se levantaron, vistiendo la armadura, y los caudillos y sus aurigas montaron
en los carros. Iban éstos al frente, les seguía la nube de la copiosa infantería y en medio los
amigos llevaban a Patroclo, cubierto de cabello que en su honor se habían cortado. El divino
Aquiles le sostenía la cabeza, y estaba triste porque despedía para el Hades al eximio
compañero.
Cuando llegaron al lugar que Aquiles les señaló, dejaron el cadáver en el suelo, y enseguida
amontonaron abundante leña. (...) Los que cuidaban del funeral amontonaron leña, levantaron
una pira de cien pies por lado, y con el corazón afligido, pusieron en ella el cuerpo de
Patroclo. Delante de la pira mataron y desollaron muchas pingües ovejas y bueyes de
torneados pies y curvas astas; y el magnánimo Aquiles tomó la grasa de aquéllas y de éstos,
cubrió con ella el cadáver de pies a cabeza, y hacinó alrededor los cuerpos desollados. Llevó
también a la pira dos ánforas, llenas de miel y de aceite, y las abocó al lecho; y exhalando
profundos suspiros, arrojó a la pira cuatro corceles de erguido cuello. Nueve perros tenía el
rey que se alimentaban de su mesa, y degollando a dos, los echó en la pira. Les siguieron doce
hijos valientes de troyanos ilustres, a quienes mató con el bronce, pues el héroe meditaba en
su corazón acciones crueles. Y entregando la pira a la violencia indómita del fuego para que le
devorara, gimió y nombró al compañero amado. (...)
En tanto, la pira en que se hallaba el cadáver de Patroclo no ardía. Entonces el divino Aquiles,
el de los pies ligeros, se apartó de la pira, oró a los vientos Bóreas y Céfiro y votó ofrecerles
solemnes sacrificios; y haciéndoles repetidas libaciones con una copa de oro, les rogó que
acudieran para que la leña ardiese bien y los cadáveres fueran consumidos prestamente por el
fuego. (...) Los vientos se levantaron con inmenso ruido, esparciendo las nubes, pasaron por
encima del ponto, y las olas crecían al impulso del sonoro soplo; llegaron, por fin, a la fértil
Troya, cayeron en la pira y el fuego abrasador bramó en grande. Durante toda la noche, los
dos vientos, soplando con agudos silbidos, agitaron la llama de la pira; durante toda la noche,
el veloz Aquiles, sacando vino de una crátera de oro, con una copa doble, lo vertió y regó la
tierra, e invocó el alma del mísero Patroclo. Como solloza un padre, quemando los huesos del
hijo recién casado, cuya muerte ha sumido en dolor a sus progenitores; de igual modo
sollozaba Aquiles al quemar los huesos del amigo; y arrastrándose en torno de la hoguera,
gemía sin cesar. (...)
Primeramente, apagaron con negro vino la parte de la pira a que alcanzó la llama, y la ceniza
cayó en abundancia; después, recogieron, llorando, los blancos huesos del dulce amigo y los
encerraron en una urna de oro, cubiertos por una doble capa de grasa; dejaron la urna en la
tienda, tendiendo sobre ella un sutil velo, trazaron el ámbito del túmulo en torno de la pira;
echaron los cimientos, e inmediatamente amontonaron la tierra que habían excavado. Erigido
el túmulo, volvieron a su sitio. Aquiles detuvo al pueblo y le hizo sentar, formando un gran
círculo; y al momento sacó de las naves, para premio de los que vencieren en los juegos,
calderas, trípodes, caballos, mulos, bueyes de robusta cabeza, mujeres de hermosa cintura, y
luciente hierro. (...)
En seguida sacó los premios del duro pugilato: condujo al circo y ató en medio de él una mula
de seis años, cerril, difícil de domar; y puso para el vencido una copa doble. Y estando de pie,
dijo a los argivos:
“¡Hijo de Atreo y demás aqueos de hermosas grebas! Invitemos a los dos varones que sean
más diestros, a que levanten los brazos y combatan a puñadas por estos premios. Aquel a
quien Apolo conceda la victoria, reconociéndolo así todos los aqueos, conduzca a su tienda la
mula; el vencido se llevará la copa doble”.
Así habló. Se levantó al instante un varón fuerte, alto y experto en el pugilato: Epeo, hijo de
Panopeo. Y poniendo la mano sobre la mula, dijo:
“Acérquese el que haya de llevarse la copa doble; pues no creo que ningún aqueo consiga la
mula, si ha de vencerme en el pugilato. Me glorío de mantenerlo mejor que nadie. ¿No basta
acaso que sea inferior a otros en la batalla? No es posible que un hombre sea diestro en todo.
Lo que voy a decir se cumplirá: al campeón que se me oponga, le rasgaré la piel y le aplastaré
los huesos; los que de él hayan de cuidar quédense aquí reunidos, para llevárselo cuando
sucumba a mis manos”.
Así se expresó. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y tan sólo se levantó para luchar
con él Euríalo, varón igual a un dios, hijo del rey Mecisteo de Tayalón; el cual fue a Tebas
cuando murió Edipo y en los juegos fúnebres venció a todos los cadmeos. El hijo de Tideo,
famoso por su lanza, animaba a Euríalo con razones, pues tenía un gran deseo de que
alcanzara la victoria, y le ayudaba a disponerse para la lucha: le ató el cinturón y le dio unas
bien cortadas correas de piel de buey salvaje. Ceñidos ambos contendientes, comparecieron
en medio del circo, levantaron las robustas manos, se acometieron, y los fornidos brazos se
entrelazaron. Crujían de un modo horrible las mandíbulas y el sudor brotaba de todos los
miembros. El divino Epeo, arremetiendo, dio un golpe en la mejilla de su rival, que le
espiaba; y Euríalo no siguió en pie largo tiempo, porque sus hermosos miembros
desfallecieron. Como, cuando se encrespa el mar al soplo del Bóreas, salta un pez en la orilla
poblada de algas y las negras olas lo cubren en seguida; así Euríalo, al recibir el golpe, dio un
salto hacia atrás. Pero el magnánimo Epeo, cogiéndole por las manos, lo levantó; le rodearon
los compañeros y se lo llevaron del circo -arrastraba los pies, escupía sangre y la cabeza se le
inclinaba a un lado-: le sentaron entre ellos, desvanecido, y fueron a recoger la copa doble.
Aquiles, hijo de Peleo, sacó después otros premios para el tercer juego, la penosa lucha, y se
los mostró a los dánaos: para el vencedor un gran trípode, apto para ponerlo al fuego, que los
aqueos apreciaban en doce bueyes; para el vencido, una mujer diestra en muchas labores y
valorada en cuatro bueyes. (...)
Se alzó en seguida el gran Áyax, hijo de Telamón, y luego el ingenioso Odiseo, fecundo en
ardides. Puesto el ceñidor, fueron a encontrarse en medio del circo y se cogieron con los
robustos brazos como se enlazan las vigas que un ilustre artífice une, al construir alto palacio,
para que resistan el embate de los vientos. Sus espaldas crujían, estrechadas fuertemente por
los vigorosos brazos; copioso sudor les brotaba de todo el cuerpo; muchos cruentos cardenales
iban apareciendo en los costados y en las espaldas; y ambos contendientes anhelaban siempre
alcanzar la victoria y con ella el bien construido trípode. Pero ni Odiseo lograba hacer caer y
derribar por el suelo a Áyax ni éste a aquél, porque la gran fuerza de Odiseo se lo impedía. Y
cuando los aqueos de hermosas grebas ya empezaban a cansarse de la lucha, dijo el gran
Áyax:
“¡Hijo de Laertes, descendiente de Zeus, Odiseo fecundo en recursos! Levántame o te
levantaré yo; Zeus se encargará del resto”.
Dichas estas palabras, le hizo perder tierra; mas Odiseo no se olvidó de sus ardides, pues
dándole por detrás un golpe en la corva, le dejó sin vigor los miembros, le hizo venir al suelo
de espaldas, y cayó sobre su pecho; la muchedumbre quedó admirada y atónita al
contemplarlo. Luego, el divino y paciente Odiseo alzó un poco a Áyax, pero no consiguió
sostenerlo en vilo; porque se le doblaron las rodillas y ambos cayeron al suelo, el uno cerca
del otro, y se mancharon de polvo. Se levantaron, y hubieran luchado por tercera vez, si
Aquiles, poniéndose en pie, no los hubiese detenido:
“No luchen ya, ni se hagan más daño. La victoria queda para ambos. Reciban igual premio y
retírense para que entren en los juegos otros argivos”.
Así habló. Ellos le escucharon y obedecieron; pues en seguida, después de haberse limpiado
el polvo, vistieron la túnica.