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El Texto Tradicional Del Nuevo Testamento - John Burgon

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El Texto tradicional del Nuevo Testamento (1):

Argumentos preliminares.
 

Ofrecemos en las páginas que siguen una primicia en castellano, la traducción de la obra de
John Burgon El Texto Tradicional del Nuevo Testamento. Ante la imposibilidad de
publicar el texto en formato de libro impreso, queremos ofrecer entre tanto algunos de sus
capítulos. Es una obra clásica de crítica textual en defensa del Texto Receptus del Nuevo
Testamento, por uno de los eruditos más importantes, contemporáneo de Wescott y Hort.

INTRODUCCIÓN

Unas pocas observaciones al comienzo de este tratado, que fue dejado inacabado por John
Burgon con su repentina muerte, pueden hacer más comprensible su objetivo y perspectiva
a muchos lectores.
La crítica textual del Nuevo Testamento es una profunda investigación sobre cual es el
texto griego genuino -el verdadero texto de los santos Evangelios, de los Hechos de los
Apóstoles, de las Epístolas Paulinas y Apostólicas, y del Apocalipsis-. Puesto que ello
concierne al texto solamente, está dentro del campo de la baja crítica, según la
nomenclatura alemana, así como el examen crítico del significado, con todas sus
referencias y conexiones concomitantes, constituiría la alta crítica. Es por esto que es el
preludio necesario para cualquier investigación científica sobre el lenguaje, el sentido y la
enseñanza de los diversos libros del Nuevo Testamento, y debe realizarse siguiendo
principios científicos y definidos. El objeto de este tratado es llegar al establecimiento
general de esos principios. Con éste propósito John Burgon ha despojado la discusión de
todo disfraz extraño, y la ha llevado adelante lúcidamente en múltiples detalles, a fin de que
el uso de términos difíciles o sentencias complicadas no pudiera sembrar alguna
mistificación sobre la cuestión discutida, y para que toda persona inteligente interesada en
estas cuestiones -y ¿quién no lo está?- pueda entender los asuntos y sus pruebas.
En tiempos muy antiguos, hubo muchas variaciones en el texto del Nuevo Testamento, y
particularmente de los santos Evangelios. Nosotros trataremos principalmente esos cuatro
libros como constituyendo el apartado más importante para acotar un área más pequeña, y
por ser más conveniente para la presente investigación. Lo que suscitó en la Iglesia una
gran diversidad en palabras y expresiones. En consecuencia, la escuela de teología
científica de Alejandría, en la persona de Orígenes, fue la primera que encontró necesario
tomar conocimiento de la materia. Cuando Orígenes se trasladó a Cesarea, llevó sus
manuscritos con él, y parece que constituyeron el fondo con el que se inició la célebre
biblioteca de esa ciudad, que más tarde fue ampliada por Pánfilo y Eusebio, y también por
Acacio y Euzoio1, que fueron los sucesivos obispos del lugar. Durante la vida de Eusebio,
sino bajo su cuidado y control, los dos manuscritos unciales más antiguos existentes hasta
ahora descubiertos, conocidos como B y Alef, o Vaticano y Sinaítico, fueron realizados en
forma elegante y exquisita caligrafía. Pero poco después, a mediados del siglo IV -como
ambas escuelas de críticos textuales concuerdan- un texto diferente al B y Alef alcanzó
aceptación general y fue aumentándola hasta ser el predominante en el siglo VIII,
superando a los de finales del siglo IV, llegando a prevalecer de tal manera en el
cristianismo, que el pequeño número de manuscritos concordantes con B y Alef no eran de
compararse con los muchos que diferían de esos dos. Así, el problema del siglo IV anticipó
el problema del siglo XIX.
¿Estamos a favor de que el genuino texto del Nuevo Testamento siga a los manuscritos
Vaticano y Sinaítico y a los otros pocos que concuerdan básicamente con ellos, o
seguiremos al cuerpo principal de manuscritos del Nuevo Testamento, que a finales del
siglo en que aquellos dos fueron realizados, ya dominaban el campo de batalla, y lo han
continuado dominando desde entonces? Ese es el problema que este tratado se propone
resolver, es decir, cual de esos dos textos o conjuntos de lecturas tiene mejor testimonio, y
puede retroceder en el tiempo mediante la evidencia más poderosa hasta los autógrafos
originales.
Es necesario decir ahora unas pocas palabras para describir y dar cuenta de como esta
actualmente la controversia.
Después de la invención de la imprenta en Europa, la crítica textual comenzó a emerger
nuevamente. Su desarrollo se puede dividir en cuatro etapas, que podemos denominar
respectivamente: infancia, adolescencia, juventud e incipiente madurez2.

I. Erasmo editó en 1516 el Nuevo Testamento sobre la base de un número muy pequeño de
manuscritos, seguramente sólo cinco, reconocidos en aquella época. Seis años después
apareció la edición Complutense dirigida por el Cardenal Ximenes, que fue impresa dos
años antes que la de Erasmo. Robert Stephen, Teodoro Beza, y también los Elzevirs, como
es bien conocido, publicaron sus propias ediciones. En la última edición de los Elzevirs,
publicada en 1633, apareció por primera vez la expresión “Textus Receptus”, tan
ampliamente usada. El único objeto en este período era adherirse fielmente al texto recibido
por todas partes.

II. En el siguiente período, la evidencia de los manuscritos, las versiones, y los Padres fue
recopilada principalmente por Mill y Wetstein. Bentley pensó en retroceder hasta el siglo
IV para buscar una evidencia decisiva. Bengel y Griesbach enfatizaron sobre las familias y
las recensiones de los manuscritos, que marcaron el camino para apartarse del estándar
recibido. El cotejo de manuscritos fue llevado a cabo por esos dos críticos y por otros
hábiles eruditos, y especialmente por Scholz. Los materiales aumentaron, y aparecieron
multitud de teorías. Mucho de lo que era impreciso y elemental se entremezcló con la
promesa de que en el futuro se probaría más satisfactoriamente.

III. El líder en la siguiente etapa fue Lachmann, quien comenzó a descartar las lecturas del
Texto Recibido, suponiendo que éste únicamente tenía dos siglos de antigüedad. Como las
autoridades eran inconvenientemente innumerables, limitó su atención a los pocos que
concordaban con los unciales más antiguos conocidos en el momento, es decir, el llamado
L (Regius de París), uno o dos otros fragmentos de unciales, unos pocos de cursivos, unos
manuscritos de la Antigua Latina, y un número reducido de Padres antiguos, reuniendo
normalmente unos seis o siete en total para cada lectura individual. Tischendorf, el
descubridor de Alef, el hermano gemelo de B, y cotejador de un gran número de
manuscritos, siguió a Lachmann en lo principal, como también lo hizo Tregelles. Y el Dr.
Hort, quien, con el obispo Westcott, comenzó a teorizar y trabajar cuando la influencia de
Lachmann estaba en su punto más alto, en una muy ingeniosa y elaborada Introducción
defendió los dos unciales más antiguos -especialmente B- y su reducido número de
seguidores. Admitiendo que el Texto Recibido es, tan antiguo, como de mediados del siglo
IV, Hort argumentó que estaba separado por más de dos siglos y medio de los autógrafos
originales y que, de hecho, tomó importancia en Antioquía, por lo que debería llamarse
“Sírio”, a pesar de reconocer que era el predominante desde finales del siglo IV. El llamó
“Texto Neutral” a las lecturas de las que B y Alef eran los principales exponentes, y
sostuvo que ese texto podía remontarse hasta los genuinos autógrafos.4

IV. He colocado en último lugar los inicios de la escuela opuesta como evidenciando signos
de incipiente madurez científica, no porque admitamos que ellos la evidencien, que no es el
caso, sino debido a sus méritos intrínsecos, que serán desarrollados en este volumen, y a la
adición inmensa hecha recientemente de autoridades a nuestro depósito, como también a la
influencia indirecta ejercida recientemente por los descubrimientos alcanzados en otras
procedencias.5 Ciertamente, se busca establecer una mayor provisión de autoridades
válidas, y un método más acertado para usarlas. Los líderes que han defendido este sistema
han sido: el Dr. Scrivener, en un grado limitado, y especialmente John Burgon. Debe
entenderse, en primer lugar, que nosotros no abogamos por la perfección del Textus
Receptus. Nosotros reconocemos que requiere revisión aquí y allí. En el texto que dejó
John Burgon,6 se sugieren alrededor de 150 correcciones solamente en el Evangelio de
Mateo. Lo que nosotros defendemos es el Texto Tradicional, remontándolo a las épocas
más antiguas de las cuales no tenemos ningún registro. Confiamos en el testimonio
completo y la visión más clara de toda la evidencia. En humilde dependencia de Dios el
Espíritu Santo, quien, afirmamos, ha multiplicado los testimonios a lo largo de las edades
de la Iglesia, y cuya causa creemos defender, solemnemente requerimos a los muchos
estudiantes de la Biblia, que actualmente están firmemente en pos de la verdad, sopesar sin
prejuicio lo que decimos, orando que ello pueda contribuir en algo al establecimiento de las
verdaderas expresiones empleadas en la genuina Palabra de Dios.

Notas:
1Ver Jerónimo, Epist. 34 (Migne, XXII, p. 448). El códice V de Filón tiene la siguiente
inscripción: Eªzø› ®pskopoq ®n svmatoiq anene√sato, que quiere decir: transcrito de
papiro a pergamino. Edición de Filón de Leopold Cohn, De Opiticiis Mundi, Bratislava,
1889.
2ver mi Guide to the Textual Criticism of the New Testament, pp. 7-37. George Bell and
Sons, 1886.
3Para una estimación de la gran labor de Tischendorf, ver el artículo sobre el Testamento
Griego de Tischendorf en Quaterly Review, julio de 1895.
4 La teoría del Dr. Hort, que es generalmente mantenida para suplir la explicación
filosófica de los principios mantenidos por la escuela crítica que apoya a B y a como las
fuentes preeminentes del texto correcto, puede ser estudiada en su Introducción. También
es explicada y refutada en mi Guide to the Textual, pp. 38-59; y ha sido poderosamente
refutada por John Burgon en The Revision revised, artículo III, o en el nº 306 del Quaterly
Review, sin réplica.
5Quaterly Review, julio de 1895, “Tischendorf´s Greek Testament”.
6ver Prefacio.

ARGUMENTOS PRELIMINARES

Importancia del tema; necesidad de una nueva avance y franqueza en la investigación


En las siguientes páginas propongo discutir un problema de la mayor dignidad e
importancia:1 ¿sobre qué principios se determinará el verdadero texto de las Escrituras del
Nuevo Testamento? Mi tema es el texto griego de estas Escrituras, particularmente de los
cuatro Evangelios; mi propósito, el establecimiento de ese texto sobre una base inteligible y
digna de confianza.
Antes de 1880 no conocemos la existencia de ningún principio establecido, lo prueba el
hecho de que los críticos más famosos no sólo difirieron considerablemente entre ellos, sino
también en ellos mismos. Hasta entonces todo en este campo fue empirismo. De vez en
cuando aparecía una sección, un capítulo, un artículo, un panfleto, un ensayo tentativo, y
algunos de ellos eran excelentes en su género. Pero nosotros necesitamos algo mucho más
metódico, argumentado y completo, que sea compatible con tan estrechos límites. Aún
donde un relato de los hechos se ampliaba, ofreciendo mayor plenitud y exactitud, había la
ausencia de un principio científico suficiente para guiar a los estudiantes a tomar una
determinación satisfactoria y sólida de tan difíciles cuestiones. Las últimas dos ediciones de
Tischendorf difieren entre sí al menos en 3.572 detalles. En 1872 contradijo en cada página
lo que en 1859 había ofrecido como el resultado de su meditada opinión. Cada uno, para
hablar claramente, fuese un experto o un mero principiante, se consideraba competente para
sentenciar sobre cualquier lectura reciente que se presentase a su consideración. Fuimos
informados que “según todos los principios de la sana crítica”, esta palabra debía ser
conservadas y la otra rechazada. Pero hasta la aparición de la disertación del Dr. Hort, nadie
fue tan amable de decirnos cuáles eran los principios a los que se referían, mediante la
aplicación fiel de los cuales llegaríamos por nosotros mismos al mismo resultado. Y la
teoría de Hort, como mostraremos más adelante, implica la violación de demasiados
principios generalmente aceptados, y está desprovista de algo que la pruebe, para alcanzar
una aceptación universal. En realidad, es fácilmente verificable el evidente antagonismo
que mantiene con el juicio pronunciado por la Iglesia a lo largo de las edades, y que en
muchos aspectos no concuerda con las enseñanzas de los críticos más célebres que le
precedieron.
Confío que se me perdonará si, en el curso de la presente investigación, me aventuro a salir
del camino trillado, y a llevar hacia adelante a mis lectores en un estilo algo más humilde
que el que ha sido habitual por mis predecesores. Cada vez que han entrado a considerar los
principios, siempre han empezado estableciendo un conjunto de proposiciones sobre la base
de su propia autoridad, algunas de las cuales, lejos de ser axiomáticas, son repugnantes a
nuestro juicio, y son halladas falsas en la manera en que se presentan. Es verdad que yo
también tendré que empezar pidiendo la aceptación de algunas posiciones fundamentales,
pero me aventuro a prometer que todas ellas son evidentes por si solas. Estaré muy
equivocado si ellas tampoco nos llevan a unos resultados muy diferentes de aquéllos que
han sido recientemente favorecidos por muchos de los escritores y maestros más
avanzados.
Ante todo pido a cada lector juicioso que se esfuerce para aproximarse a este tema con una
actitud imparcial. Sería irrazonable esperar que tendrá éxito en despojarse de todas las
nociones preconcebidas acerca de lo que es o no probable; pero le invito al menos a ser tan
imparcial como le sea posible, para estar dispuesto a dejarlas si en cualquier momento se le
demuestra que están fundamentadas sobre un error; y a tomar la decisión de no asumir
como garantizado nada que admita ser probado como verdadero o falso. Y, para enfrentar
una objeción que seguramente se hará contra mí, cuando digo “probar evidentemente”
únicamente me refiero a lo más próximo a una demostración que sea factible sobre esta
cuestión.
Así, pido que, excepto que se pueda probar de alguna manera, no se tome como un hecho
que una copia del Nuevo Testamento escrita en el siglo IV o V presentará un texto más
fidedigno que una escrita en el XI o XII. Que efectivamente, entre dos documentos antiguos
se espere que el más antiguo pueda razonablemente ser el más fidedigno, no quiero
discutirlo, ni lo discutiré aquí; aunque la probabilidad que sea así no es axiomática. No se
encontrará, me atrevo a decir, que en la mayoría de las veces una copia del siglo XIV de los
Evangelios puede exhibir la verdad de la Escritura, mientras que la copia del siglo IV
demuestre ser siempre la depositaria de un texto fabricado. Sólo pido que, hasta que el
asunto se haya investigado completamente, los hombres suspendan su juicio sobre este
punto: no tomando como un hecho nada que necesite ser comprobado, y no considerando
algo como ciertamente verdadero o falso hasta que se demuestre que es así.

La crítica textual sagrada difiere de la profana; el Nuevo Testamento atacado desde el


principio
Lo que distingue la ciencia sagrada, de toda otra ciencia que podamos mencionar, es que
ésta es Divina, y tiene que ver con un Libro que es inspirado, el verdadero autor del cual es
Dios. Es por esto que nosotros asumimos que la Biblia debe ser tomada como inspirada, y
no considerarla al mismo nivel que los libros orientales que son considerados sagrados por
sus devotos. Es principalmente por no advertir esta circunstancia, que prevalecen conceptos
falsos en el campo de la ciencia sagrada conocido como “crítica textual”. Aunque son
conscientes de que el Nuevo Testamento no es como cualquier otro libro en su origen, su
contenido, su historia, muchos críticos actuales se permiten, no obstante, discurrir acerca de
su Texto, como si no abrigaran la sospecha de que las palabras y frases de las que está
compuesto estuvieran señaladas para experimentar un destino extraordinario. No están
dispuestos a conceder que influencias de un tipo completamente diferente a las que la
literatura profana está familiarizada se han hecho sentir en este campo, y, por consiguiente,
que aun aquellos principios de crítica textual que los autores profanos consideran
fundamentales son a menudo inadecuados en este caso.
Es imposible que todo esto pueda ser captado demasiado claramente. De hecho, a menos
que los que se dedican al estudio de las palabras del Nuevo Testamento, estén convencidos
de que se mueven en un terreno diferente, en el que les esperan fenómenos únicos a cada
paso, y en el que hace mil setecientos cincuenta años causas corruptoras desconocidas en
cualquier otro campo del conocimiento actuaron enérgicamente, no puede hacerse
progresos reales en éste debate. Los hombres deben, por todos los medios, librar sus mentes
de los prejuicios que produce el estudio de la literatura profana. Permítame explicar esta
cuestión un poco más detalladamente, y establecer la racionalidad de lo anterior mediante
algunas consideraciones simples que deben, creo, convencer. No ofreceré opiniones,
únicamente apelaré a ciertos hechos innegables. Lo que yo desapruebo, no es el uso
discriminado de una crítica respetuosa, sino el confundir torpemente puntos esencialmente
diferentes.
En cuanto se reconoció la obra de los Apóstoles y Evangelistas como la necesaria
contraparte y el complemento de las antiguas Escrituras de Dios, y conformó el “Nuevo
Testamento”, se encontró que el mundo la recibió de una manera muy similar a como lo
hizo con Aquél que es el tema de sus páginas. Calumnia y tergiversación, persecución y
odio asesino, le asaltaron continuamente. Y lo mismo les sucedió a la Palabra escrita,
desde el principio fue vergonzosamente manipulada por los hombres. No sólo fue
oscurecida por la debilidad y la equivocación humana, sino que también se volvió el objeto
de una malicia incesante y de ataques implacables. Marción, Valentín, Basílides,
Heracleón, Menandro, Asclepíades, Teodoto, Hermófilo, Apolónides y otros herejes
adaptaron los Evangelios a sus propias ideas. Taciano, y después Amonio, confundieron
con sus intentos por armonizar los cuatro Evangelios, o Diatesarón, 2 o haciendo un
intrincado arreglo por secciones, trayendo como resultado que las palabras de un Evangelio
se asimilaron a las de otro. 3 La falta de familiaridad con las sagradas Palabras en las
primeras épocas, el descuido de los escribas, la enseñanza incompetente y la ignorancia del
griego en Occidente, llevaron a la posterior corrupción del Texto Sagrado. Luego, debido a
la existencia de un gran número de copias corruptas, surgió la necesidad de una recensión,
que fue realizado por Orígenes y su escuela. Esta fue una fatal necesidad, que se hizo sentir
en una época en que los principios básicos de la ciencia no eran entendidos; porque
“corregir” fue demasiado frecuentemente en aquellos días otra palabra para “corromper”. Y
esto es lo primero que debe ser brevemente explicado y afirmado: pero más de un
contrapeso fue provisto bajo la soberana providencia de Dios.

El predominio de la providencia; condiciones únicas y abrumadora masa de evidencia


Antes de que nuestro Señor ascendiera al Cielo dijo a Sus discípulos que les enviaría el
Espíritu Santo, quien lo supliría y moraría con su Iglesia para siempre. Agregó la promesa
de que la función de ese Espíritu inspirador no sería sólo la de recordarles3 todas las cosas
que les había dicho, 4 sino también la de “guiar” a Su Iglesia “a toda la verdad” o
completamente a la verdad.5 En consecuencia, el primer gran logro de aquel tiempo fue
cumplido al proveer a la Iglesia de las Escrituras del Nuevo Testamento, en las que la
enseñanza autorizada fue sagradamente preservada en forma escrita. Y primero, guiándolos
para discernir, de entre aquellos muchos evangelios sobre los que personas incompetentes
habían “puesto sus manos” para escribir o compilar de entre mucho material flotante de
naturaleza oral o escrita, cuatro que eran completamente diferentes del resto, aquellos que
eran la verdadera Palabra de Dios.
Por tanto no existe razón alguna para suponer que el Agente Divino, que primeramente dio
a la humanidad las Escrituras de verdad, inmediatamente abdicara en su función, no tuviera
ningún cuidado posterior por su obra y abandonara esos preciados escritos a su suerte. Que
un milagro perpetuo se produjera para su preservación –que los copistas fueran protegidos
del riesgo de error, o del mal, prevenidos de adulterar vergonzosamente las copias del
Depósito–, se presume que nadie puede ser tan poco razonable como para suponerlo. Pero
es algo completamente diferente afirmar que durante todas las edades las Sagradas
Escrituras necesariamente deben haber sido el especial cuidado de Dios; que la Iglesia bajo
su acción las ha vigilado con inteligencia y habilidad; que ha reconocido que copias
exhibían un texto fabricado, y cuales fueron honestamente transcritas; generalmente
avalando una y desaprobado las otras. Estoy muy poco dispuesto a creer –parece tan
groseramente improbable– que después de 1800 años 995 copias de cada 1000,
supongamos, se compruebe que son poco fiables; y que, contrariamente, las una, dos, tres,
cuatro o cinco que restan, cuyos contenidos eran hasta ayer tan buenos como desconocidos,
se encuentre que han preservado el secreto de lo que el Espíritu Santo inspiró
originalmente. Soy absolutamente incapaz de creer, en resumen, que la promesa de Dios
haya fallado tan completamente, que después de 1800 años mucho del texto del Evangelio
debió de hecho ser sacado de un cesto de papeles por un crítico alemán en el convento de
Santa Catalina; y que todo el texto tuvo que ser remodelando según el modelo fijado por un
par de copias que habían permanecido abandonadas durante quince siglos, y que
probablemente debían su supervivencia a dicho abandono, mientras cientos de otras habían
sido usadas hasta hacerse pedazos, y habían legado su testimonio a las copias que si
hicieron de ellas.
He dicho lo anterior pensando en las personas que simpatizan con mi creencia. Para otros
será necesario presentar el argumento de una manera diferente. Recuérdese, que en los
primeros tiempos existió gran abundancia de copias; que en la Iglesia siempre se sintió la
necesidad cuidar celosamente las Santas Escrituras; que sólo de la Iglesia hemos aprendido
cuáles son los libros de la Biblia y cuáles no lo son; que en la época en la que el canon fue
fijado, y en la que se presume por muchos críticos que se introdujo un texto adulterado, la
mayoría de los intelectuales del Imperio Romano se encontraba dentro de la Iglesia, y se
dedicaron a las cuestiones discutidas; que en las edades que siguieron el arte de transcribir
alcanzó un gran nivel de perfección; y que el veredicto de los diversos períodos desde la
producción de aquellos dos manuscritos ha sido hasta hace pocos años a favor del Texto
que ha sido transmitido en sucesión. Se ha de tener presente que el testimonio no ha sido
sólo de todas las edades, sino también de todos los países; y como mínimo se presentará
una presunción tan fuerte a favor del Texto Tradicional, que ciertamente se necesita una
poderosa argumentación para alterarla. Este no puede ser derrotado por teorías
fundamentadas en consideraciones internas -frecuentemente llamadas de otra manera por
gustos personales-, o por simpatías o antipatías eruditas, o por recensiones ficticias, o por
cualquier selección arbitraria de manuscritos favoritos, o por una división forzada de las
autoridades en familias o grupos, o por una aplicación deformada del principio de
genealogía. En la determinación de lo que constituye el Texto Sagrado, debe seguirse
estrictamente las leyes de la evidencia. En cuestiones relacionadas con la Palabra inspirada
no tienen lugar la mera especulación ni la irracionalidad. En resumen, el Texto Tradicional,
establecido sobre la inmensa mayoría de autoridades y sobre la Roca de la Iglesia de Cristo,
será considerado, tras su examen sin comparación, superior a un texto del siglo XIX,
independientemente de la habilidad e ingeniosidad que se pueda usar en su elaboración o
defensa.

La autoridad de la Iglesia; la admisión de Hort; existencia y transmisión del Texto


Recibido
¿Porque todavía nunca se ha prestado la debida atención a una circunstancia que,
debidamente entendida, abriría una gran vía para establecer el texto de las Escrituras del
Nuevo Testamento sobre una base sólida? Me refiero al hecho de que una cierta exhibición
del Texto Sagrado -la exhibición de éste con la que estamos todos tan familiarizados-
descansa sobre la autoridad eclesiástica. Generalmente hablando, el Texto Tradicional de
las Escrituras del Nuevo Testamento, así como el canon del Nuevo Testamento, descansa
sobre la autoridad de la Iglesia Universal. “Nos guste o no” (comentó un erudito escritor del
primer cuarto del siglo XIX), “el presente canon del Nuevo Testamento es, ni más ni
menos, el que validaron los obispos cristianos ortodoxos, y no sólo los del siglo I o II, sino
también los del III y IV, e incluso de los siguientes.6 De igual manera, independientemente
de que los hombres lo quieran o no, es un hecho evidente que el Texto griego Tradicional
del Nuevo Testamento es ni más ni menos que el que validaron los obispos cristianos
griegos ortodoxos, y si no como nosotros sostenemos durante los siglos I, II o III, es
indiscutible que lo fue en los IV y V, e incluso los siguientes. Felizmente, la cuestión es un
punto sobre el cual los discípulos más avanzados de la escuela moderna están
completamente de acuerdo con nosotros. El Dr. Hort declara que “el texto fundamental de
los manuscritos griegos tardíos existentes, en general y más allá de toda duda, es idéntico al
texto dominante Antioqueño o Greco-sirio de la segunda mitad del siglo IV. La mayoría de
los manuscritos existentes, escritos entre el siglo III o IV y el X u XI, debieron haber tenido
en el mayor número de las variaciones existentes un original común contemporáneo con
nuestros manuscritos más antiguos, o aún más antiguo que ellos”.7 Y añade, “Antes de
finales del siglo IV, como hemos dicho, un texto griego no diferente al texto casi universal
del siglo IX y de la Edad Media era el dominante, probablemente por mandato, en
Antioquía, y ejerció mucha influencia en otras partes”.8 La mención de “Antioquía” es
característico del escritor, completamente arbitrario. Un solo Texto Tradicional, excepto
comparativamente en pocos detalles, ha prevalecido en la Iglesia desde el principio hasta
ahora. Es especialmente merecedora de atención la admisión de que el Texto en cuestión es
del siglo IV, al que también pertenecen los dos más antiguos de nuestros códices sagrados
(B y Alef). Se observa el mismo fenómeno en los leccionarios de la Iglesia. Ellos han
prevalecido en acuerdo ininterrumpido desde tiempos muy antiguos, probablemente desde
los días de Crisóstomo, 9 y han mantenido sin cambio, en lo principal, la forma de las
palabras con las que fueron moldeados originalmente en el “invariable Oriente”.
Y ciertamente, el problema se presenta ante nosotros (¡Dios sea alabado!) en un forma
singularmente conveniente, singularmente inteligible. Desde el siglo XVI -también lo
debemos a la buena providencia de Dios- un mismo texto de las Escrituras del Nuevo
Testamento ha sido generalmente recibido. No lo digo en defensa del “Textus Receptus”,
simplemente estoy declarando el hecho de su existencia. Que éste no tiene una autoridad
obligatoria, más aún, que requiere experta revisión en cada parte, es admitido libremente.
No creo que éste sea completamente idéntico al verdadero Texto Tradicional. Su existencia,
no obstante, es un hecho del cual no podemos escapar. Felizmente, la cristiandad occidental
ha estado satisfecha empleando el mismo texto por más de trescientos años. Si se objeta,
como probablemente se hará: “¿Entonces usted piensa confiar en los cinco manuscritos
usados por Erasmo?”; yo responderé que las copias empleadas fueron seleccionadas porque
se sabía que representaban con exactitud la Palabra sagrada; que el origen del texto fue
evidentemente defendido con celoso cuidado, así como fue preservada la genealogía
humana de nuestro Señor; que éste descansa principalmente en el más amplio testimonio; y
que allí donde de éste discrepa con la evidencia mayoritaria, allí creo que requiere
corrección.
La pregunta que se plantea entonces, y que necesariamente debe ser contestada
afirmativamente antes de que una sola sílaba del texto actual sea cambiada, siempre será la
misma: ¿Es seguro que la evidencia en favor de la nueva lectura propuesta es suficiente
para autorizar la innovación? Porque confío que todos estaremos de acuerdo en que ante la
ausencia de una respuesta afirmativa a esta pregunta, el texto no puede ser alterado en
ninguna manera. Acertada o equivocadamente ha tenido la aprobación de la cristiandad
occidental durante tres siglos, y actualmente domina el campo. Por consiguiente, el asunto
que tenemos ante nosotros lo podríamos formular así: ¿Qué consideraciones han de
determinar nuestra aceptación de una lectura que no esté en el Texto Recibido? o, para
decirlo de una manera más general y básica: ¿Cuales determinarán nuestra preferencia de
una lectura sobre otra? Porque hasta que se llegue a alguna clase de entendimiento sobre
este punto, el progreso es imposible. No puede haber una crítica textual científica, y por
consiguiente, no puede haber seguridad sobre la Palabra inspirada, mientras el juicio
subjetivo –que fácilmente puede degenerar en un capricho personal– pueda determinar las
lecturas que se han de rechazar y las que se han de retener.
En el siguiente capítulo discutiré los principios que deben formar el fundamento de esta
ciencia. Entretanto, son necesarias algunas palabras para explicar el problema existente
entre mí y aquellos críticos con quienes soy incapaz de concordar. Debo, si puedo, llegar a
algún entendimiento con ellos; y usaré toda la claridad del lenguaje para que puedan ser
completamente entendidas mi posición e intenciones.

La cuestión de la mayoría frente a la minoría; el alegato de la antigüedad de la minoría es


virtualmente la pretensión de una sutil intuición; imposibilidad de un compromiso
Aunque pueda parecer extraño, es innegablemente cierto que toda la controversia puede
reducirse al siguiente asunto en concreto: ¿Mora la verdad del Texto de las Escrituras en la
gran multitud de copias, unciales y cursivas, entre las cuales nada hay más notable que el
maravilloso acuerdo que existe entre ellas? O, ¿es preferible suponer que la verdad reside
exclusivamente en un muy pequeño grupo de manuscritos, los cuales a la vez difieren de la
gran masa de testigos, y -es extraño decirlo- también entre ellos mismos?
Los defensores del Texto Tradicional propugnan que el consenso sin concierto de tantos
cientos de copias, realizadas por personas diferentes, en momentos diversos, en regiones de
la Iglesia ampliamente separadas, es una prueba que indica su fidelidad, que nada puede
invalidar a menos que haya alguna clase de demostración de que son guías poco fiables.
Los defensores de los antiguos unciales –porque ése es el texto exhibido por uno o más de
los cinco códices unciales conocidos como B, Alef, A, C y D que se establecido con tanta
confianza– están obligados a clamar que la verdad debe residir exclusivamente en los
objetos de su elección. Parece que basan su pretensión en la “antigüedad”, pero la
verdadera confianza de muchos de ellos yace en la pretensión de una sutil intuición que les
permite reconocer una lectura verdadera o el texto verdadero cuando lo ven. No es extraño
que no impresione a tales críticos que aprueban algo que debe ser demostrado. Sea como
fuera, el hecho es que lecturas fundadas exclusivamente en el códice B, o en el códice Alef,
o en el códice D son a veces adoptadas como correctas. Ni el códice A ni el códice C nunca
les inspiran una confianza similar. Pero el consentimiento como testigos, de ambos o de
uno de los dos, siempre es aceptable. Ahora bien, es notable que los cinco códices
mencionados nunca se han hallado, a menos que esté equivocado, del todo de acuerdo.
Esta cuestión se discutirá más ampliamente en el siguiente tratado. Aquí sólo es necesario
insistir adicionalmente sobre el hecho que, hablando en general, es imposible el
compromiso sobre estos asuntos. La mayoría de la gente actualmente se inclina a destacar
ante cualquier controversia que la verdad reside entre los dos combatientes (y a la mayoría
nos gustaría encontrar a nuestros oponentes a medio camino). La presente disputa
desafortunadamente no admite tal decisión. El conocimiento real de los numerosos puntos
en cuestión revela la imposibilidad de tomar una resolución como esta. Esto depende, no de
la actitud, o el temperamento, o la inteligencia de los partidos enfrentados: sino sobre los
rígidos e incompatibles elementos de la materia de la disputa. Por mucho que podamos
lamentarlo, lo cierto es que no hay otra solución.
De hecho sólo existen dos escuelas rivales de crítica textual. Y éstas tienen posiciones
opuestas e irreconciliables. Al final, una de las dos tendrá que claudicar: y, ¡ay de los
vencidos!, la rendición incondicional será su único recurso. Cuando una sea reconocida
como la correcta, no se encontrará lugar para la otra. Tendrá que ser quitada de la atención
como una cosa absoluta y desesperadamente errónea.10

Notas:
1Llama la atención que en campos en los que esperaríamos un procedimiento más
científico, la importancia de la crítica textual del Nuevo Testamento es menospreciada,
sosteniendo que la doctrina teológica puede establecerse en base a otros pasajes diferentes
de aquéllos cuyo texto ha sido impugnado por la escuela destructiva. Sin embargo: (a) en
todos los casos la consideración del texto por un autor debe forzosamente preceder a la
consideración de inferencias desde el texto -la baja crítica se debe fundamentar en la alta
crítica; (b) los pasajes confirmatorios no pueden dejarse de lado ante cualquier ataque a la
doctrina; (c) la Sagrada Escritura es demasiado única y preciosa para admitir que el estudio
de las diversas palabras de ésta sea interesante en lugar de importante; (d) muchos de los
pasajes que la crítica moderna borraría o pondría bajo sospecha -como los últimos doce
versículos de Marcos, la primera palabra desde la Cruz, y la estremecedora descripción de
la profundidad de su agonía, además de muchos otros- son extremadamente valiosos; y, (e)
generalmente hablando, es imposible pronunciar, sobre todo en medio del pensamiento y la
vida bullendo por todas partes en derredor nuestro, qué parte de Sagrada Escritura no es, o
puede no demostrar ser, de la mayor importancia e interés. E. M.
2N.T.: El Diatesarón era una pretendida armonización de los cuatro Evangelios en uno solo
3Ver volumen II, y un pasaje notable citado de Caius o Gaius por John Burgon en The
Revision Revised (Quarterly Review, nº 306, pp. 323-324).
4Juan 14:26.
5Juan 16:13.
6Sermón del pastor John Oxlee sobre Lucas 22:28-30 (1821), p. 91 (Tree Sermons on the
power, origin, and succession of the Christian Hierarchy, and especially that of the Church
of England).
7Westcott y Hort, Introduction, p. 92.
8Ibíd p. 142.
9Scrivener, F. A. H. A Plain Introduction to the Criticism of the New Testament (4ª edición
de Miller), vol. I, pp. 75-76.
10Por supuesto que este incisivo pasaje sólo se refiere a los principios de la escuela que
fracase. Una escuela puede dejar frutos de investigación muy valiosos, y no obstante estar
absolutamente equivocada acerca de las inferencias implicadas en tales y cuales hechos,
John Burgon lo admitió ampliamente. El siguiente extracto de uno de los muchos artículos
sueltos dejados por el autor se añade por su interés tanto ilustrativo como personal: “Así
como todos los presentes detalles deben ser muy familiares para aquellos que han hecho de
la crítica textual su objeto de estudio, ellos de ninguna manera pueden ser detenidos. No me
estoy dirigiendo sólo a personas eruditas. Me propongo, antes de abandonar mi pluma,
hacer participantes a las personas educadas, allí donde se encuentren, de mi profunda
convicción de que es posible para la mayoría tener certeza sobre este tema; y al contrario,
que los decretos de esa popular escuela -a la cabeza de la cual se levantan muchos de los
grandes críticos de la cristiandad- son totalmente erróneos. Fundadas, como me atrevo a
pensar, en premisas completamente falsas, todas sus conclusiones casi invariablemente
están equivocadas. Y sostengo que esto es demostrable; y me propongo en las páginas
siguientes establecerlo. Si no tengo éxito, pagaré la pena de mi presunción y necedad. Pero
si tengo éxito -y deseo que mis jueces sean juristas y personas expertas en las leyes de la
evidencia, o por lo menos a personas pensantes e imparciales, allí donde se encuentren, y
no a otros-, si establezco mi posición, digo, permítase que el hijo de mi padre y de mi
madre sea recordado amablemente por la Iglesia de Cristo cuando él haya partido de aquí”

 
El Texto tradicional del Nuevo Testamento (2).
 

Ofrecemos en las páginas que siguen una primicia en castellano, la traducción de la obra de
John Burgon El Texto Tradicional del Nuevo Testamento. Ante la imposibilidad de
publicar el texto en formato de libro impreso, queremos ofrecer entre tanto algunos de sus
capítulos. Es una obra clásica de crítica textual en defensa del Texto Receptus del Nuevo
Testamento, por uno de los eruditos más importantes, contemporáneo de Wescott y Hort.

Dos ramas principales de examen; colección de evidencia; uso de la evidencia

El objetivo de la crítica textual, cuando se aplica a las Escrituras del Nuevo Testamento, es
determinar lo que los Apóstoles y Evangelistas de Cristo realmente escribieron -las precisas
palabras que emplearon, y su verdadero orden-. Es, por lo tanto, uno de los más importantes
temas que se pueden se propuestos para su examen; y, a menos que se haga con impericia,
mostrará que no carece de auténtico interés. Más aún, es claramente preeminente, en orden
al pensamiento sintético, sobre toda otra rama de la ciencia sagrada, en la medida en que
reposa sobre el gran pilar de las sagradas Escrituras.
Actualmente la crítica textual se ocupa principalmente de dos ramas distintas de
investigación: (1) Su primer objetivo es reunir, investigar y ordenar la evidencia provista
por los manuscritos, las versiones y los Padres. Y esta es una tarea poco gloriosa, ya que
demanda un trabajo prodigioso, una exactitud estricta, una atención incansable, que nunca
puede realizarse con éxito sin una muy sólida erudición. (2) Su segundo objetivo es extraer
inferencias críticas; en otras palabras, descubrir la verdad del texto -las genuinas palabras
del santo Escrito. Y esta es su función más alta, que requiere el ejercicio de capacidades
aún mayores. No se puede alcanzar el éxito en ello sin un conocimiento amplio y exacto,
libre de parcialidad y prejuicios. Sobre todo, se debe tener un entendimiento claro y
juicioso. Una perfecta facultad lógica siempre debe estar activa, o el resultado puede estar
constituido solamente por equivocaciones, que fácilmente pueden probar ser calamitosas.
Mi próximo paso es explicar lo que se ha hecho hasta ahora en cada uno de esos
departamentos, y mostrar los resultados. En la primera rama de la materia mencionada,
recientemente se ha hecho muy poco; pero este poco ha sido hecho muy bien. Mayores
resultados se han incorporado en los últimos treinta años: una gran cantidad de evidencia
adicional ha sido descubierta, pero solamente una pequeña porción se ha acabado de
examinar y cotejar. En la última rama, se han intentado muchas cosas, pero el resultado
evidencia estar lleno de frustración para aquellos que esperaban mucho de él. Los críticos
de este siglo se han apresurado demasiado. Se han precipitado a hacer conclusiones,
confiando en la evidencia que tenían en sus manos, olvidando que solamente pueden ser
científicamente sanas las conclusiones que se extraen de todos los materiales existentes. La
decisión debería haber sido precedida por una investigación más amplia. Permítaseme
explicar y establecer lo que he estado diciendo.

Providencial multiplicación de copias, ordinarios y leccionarios –de las versiones– de


las citas patrísticas
Era ciertamente de esperarse que el Autor del Evangelio Eterno -esa obra maestra de la
sabiduría Divina, ese milagro de sobrehumana destreza- se mostraría extremadamente
cuidadoso en la protección y preservación de su propia y principalísima obra. Cada
descubrimiento nuevo de la belleza y preciosidad del Depósito en su estructura esencial
ciertamente sólo sirve para consolidar la convicción de que necesariamente una maravillosa
provisión debió hacerse en el eterno consejo de Dios para la efectiva conservación del
Texto inspirado.
Sin embargo, no es excesivo afirmar que nada que la destreza inventiva del hombre ha
diseñado se aproxima siquiera a la auténtica verdad del asunto. Echemos una mirada
sencilla pero general de lo que se ha encontrado mediante la investigación, de lo que
sostengo que ha sido el método Divino en relación a las Escrituras del Nuevo Testamento.
I Por la misma necesidad del caso, copias de los Evangelios y Epístolas del original griego
se multiplicaron extraordinariamente a través de las edades y en cada parte de la Iglesia
Cristiana. El resultado ha sido que, aunque los más antiguos perecieron, permanecen hasta
hoy un número prodigioso de aquellas transcripciones; algunas muy antiguas.
Examinándolas cuidadosamente, descubrimos que necesariamente han sido (a) producidas
en diferentes países, (b) realizadas a intervalos a lo largo de mil años, (c) copiadas de
originales que ya no existen. Y se ha acumulado tal cuerpo de evidencia sobre cuál es el
auténtico texto de la Escritura, como no hay sobre ningún otro escrito en el mundo.1
Actualmente se conoce la existencia de más de dos mil copias manuscritas (1888).2
Debe añadirse que la práctica de leer la Escritura en voz alta delante de la congregación
-una práctica que se observa desde la era apostólica- ha aumentado la seguridad del
Depósito, porque: (1) ha conducido a la multiplicación, por mandato, de libros conteniendo
los leccionarios de la Iglesia; y (2) por ello ha asegurado un testigo viviente para las
mismas palabras del Espíritu, en todas las Iglesias de la cristiandad. El oído, una vez
completamente familiarizado con las palabras de la Escritura, se resiente a la más leve
desviación del modelo establecido. Así que rotundamente queda fuera de discusión que se
tolerasen cambios importantes.
II Luego, como el Evangelio se extendió de país en país, llegó a ser traducido a las diversas
lenguas del mundo antiguo. Porque, aunque el griego era ampliamente entendido, debido al
comercio y al predominio intelectual Griego y a las conquistas de Alejandro que hicieron
que fuese hablado casi en todo el Imperio Romano, se necesitaron versiones siríacas y
latinas para la lectura ordinaria, probablemente aún en la misma época de los Apóstoles. Y
esas tres lenguas en que se escribió “el título de su causa” sobre la cruz -sin insistir sobre la
absoluta identidad entre el siríaco de la época con el “hebreo” de Jerusalén de entonces-,
llegaron a ser desde tiempos muy antiguos los depositarios del Evangelio del Redentor del
mundo. El siríaco estaba estrechamente relacionado con el arameo vernáculo de Palestina y
se hablaba en la región adyacente; mientras que el latín era el idioma familiar de todas las
Iglesias occidentales.
Así, desde el principio, en las asambleas públicas, tanto orientales como occidentales, leían
habitualmente en voz alta los escritos de los Evangelistas y Apóstoles. Antes de los siglos
IV y V el Evangelio también se había traducido a los idiomas particulares del Bajo y el
Alto Egipto, en las que ahora llamamos versiones Bohaírica y Sahídica, y en los idiomas de
Etiopía, de Armenia, y de los godos. El texto quedó claramente como embalsamado en
tantos nuevos lenguajes, protegido en gran medida contra el riesgo de posteriores cambios;
y esas varias traducciones han permanecido hasta hoy como testigos de lo que se
encontraba en las copias del Nuevo Testamento que hace tiempo han perecido.
III Pero la más singular provisión para preservar la memoria de lo que fue antiguamente
leído como Escritura inspirada, todavía no lo hemos descrito. La ciencia sagrada se jacta de
tener una literatura sin paralelo en ningún otro apartado del conocimiento humano. Los
Padres de la Iglesia, los obispos y doctores del cristianismo primitivo, fueron en algunos
casos escritores muy prolíficos, llegando muchas de sus obras hasta nuestros días. Esos
hombres comentan frecuentemente, citan libremente, y se refieren habitualmente, a las
Palabras inspiradas, produciendo así una hueste de insospechados testigos de la verdad de
la Escritura. Los pasajes citados por los Padres son pruebas de las lecturas que encontraron
en las copias que usaban. Así ellos testifican en citas ordinarias, aunque sea de segunda
mano, y a veces su testimonio tiene un valor inusual cuando argumentan o comentan el
pasaje en cuestión. Ciertamente, con mucha frecuencia los manuscritos que tenían en sus
manos, que hasta hoy perviven en sus citas, son más antiguos -quizás siglos más antiguos-
que cualquiera de las copias que han sobrevivido. Así, vemos que una triple seguridad se ha
provisto para la integridad del Depósito: en las copias, las versiones y los textos de Padres.
Sobre la relación de cada uno con los otros, a continuación diremos algo en particular.

Semejanza entre los unciales y los cursivos tardíos; sobrestimación de los unciales más
antiguos; las copias, la clase de evidencia más importante; pero virtualmente no tan
antiguas como las más antiguas versiones y Padres
Las copias de los manuscritos comúnmente se dividen en unciales, es decir, las que están
escritas en letras mayúsculas, y cursivos o “minúsculos”, es decir, los que están escritos en
letra “corrida” o letra pequeña. Esta división, aunque conveniente, es engañosa. Los más
antiguos “cursivos” son más antiguos que los últimos “unciales” por cien años.1 El último
grupo de unciales pertenece virtualmente, como se probará, al grupo de los de cursivos. Un
manuscrito no tiene ningún mérito, por así decirlo, por ser escrito en caracteres unciales. El
número de los unciales es muy inferior al de los cursivos, aunque usualmente presumen de
mayor antigüedad. Se mostrará en un capítulo posterior, a la vista de los recientes
descubrimientos de manuscritos en papiros de Egipto, hay muchas razones para inferir que
los manuscritos cursivos derivaron en su mayor parte de los manuscritos en papiro, igual
que lo fueron los mismos unciales, y que la prevalencia de los unciales por algunos siglos
se debió a la biblioteca local de Cesarea. Para un completo informe sobre los diversos
códices, y para otras muchas peculiaridades de la crítica textual sagrada, remitimos al lector
a la Introducción de Scrivener, de 1894.
Ahora, no es tanto una exageración si no una evaluación totalmente errónea la importancia
atribuidas a los decretos Textuales de las cinco copias unciales más antiguas, que descansan
en la raíz de la mayor parte de la crítica de los últimos cincuenta años. En consecuencia,
somos constreñidos a conceder una atención al parecer desproporcionada de algunos a esos
cinco códices: el códice Vaticano, el B, y el códice Sinaítico, el Alef, ambos supuestamente
del siglo IV; el códice Alejandrino, el Alef, y el fragmentario códice de París, el C, que son
asignados al siglo V; y finalmente el códice Bezae de Cambridge, el D, supuestamente
escrito en el siglo VI. A estos ahora se les puede añadir, en lo que concierne a Mateo y
Marcos, el códice Beratino, el F, y el códice Rossano, el S, ambos de la primera parte del
siglo VI o de finales del V. Pero esos dos generalmente testifican contra los dos más
antiguos, y todavía no han recibido tanta atención como merecen. Finalmente se verá que
no se nos puede acusar de ninguna exageración al describir desde el principio a B, Alef y D
como tres de las copias más corruptas existentes. Nadie crea que la edad de esos cinco
manuscritos los coloca sobre un pedestal por encima de todos los demás. Se puede
comprobar que son erróneos vez tras vez por la evidencia de un período más antiguo del
que pueden presumir.
Ninguna persona competente negará que, ciertamente, estas copias de la Escritura, como
grupo, son los más importantes instrumentos de la crítica textual. Las principales razones
de esto son su texto continuo, su diseñada corporización de la Palabra escrita, su número y
su variedad. Pero nosotros tenemos tan en cuenta los manuscritos, porque: (1) proveen de
una evidencia ininterrumpida para el texto de la Escritura desde una fecha antigua a través
de la historia hasta la invención de la imprenta; (2) se observa que han marcado una línea
continua a través del tiempo de la Iglesia a partir de los tres primeros siglos; (3) son el
producto unido de todos los patriarcados en la cristiandad. No puede haber habido, por lo
tanto, una confabulación en la preparación de esta clase de autoridades. El riesgo de
transcripción errónea ha sido reducido al mínimo posible. El predominio del fraude de una
manera universal es sencillamente algo imposible. Las correcciones conjeturales del texto
son bastante seguras, con el paso del tiempo, para ser efectivamente excluidas. Al contrario,
el testimonio de los Padres es fragmentario, sin diseño, aunque frecuentemente se lo
considera el más valioso. Y ciertamente, como se ha dicho, normalmente no se encuentran;
sin embargo en ocasiones es muy valioso, ya sea por su eminente antigüedad o por la
claridad de su veredicto; mientras que las versiones, aunque en detalles más amplios
ofrecen una evidencia concurrente sumamente valiosa, todavía, por su naturaleza, son
incapaces ayudarnos en muchos aspectos concretos importantes. Ciertamente, por respeto a
las mismas palabras de la Escritura, la evidencia de las versiones en otras lenguas debe
tomarse con mucha precaución.
Innegable como es, el primitivismo de ciertas versiones y de no pocos Padres, hace
palidecer a los manuscritos. No poseemos copias actualmente del Nuevo Testamento tan
antiguas como la versión Siríaca y las versiones latinas, con una diferencia probablemente
de más de doscientos años, excepto fragmentos. Algo similar debemos decir de las
versiones realizadas en las lenguas del Bajo y Alto Egipto, que podrían ser del siglo III.4 Es
también razonable asumir que en ningún caso una versión antigua fue hecha a partir de un
solo ejemplar griego; consecuentemente, las versiones gozaron tanto en su origen como en
su aceptación, de más publicidad que la que necesariamente acompañó a cualquier copia
individual. Y es innegable que en incontables ocasiones la evidencia de una traducción, a
causa de la claridad de su testimonio, es tan satisfactoria como la de una auténtica copia del
griego.
Pero quisiera recordar especialmente a mis lectores el precepto de oro de Bentley: “El texto
real de los sagrados escritores no reposa ahora, teniendo en cuenta que los originales han
estado tanto tiempo perdidos, en ningún manuscrito o edición, sino que está disperso en
todos ellos”. Esta verdad, que era evidente para el poderoso intelecto de este gran erudito,
constituye la raíz de toda crítica textual sana. Confiar en el veredicto de dos, o cinco, o siete
de los manuscritos más antiguos es plausible a primera vista, y es el refugio natural de los
estudiantes que son o superficiales, o que quieren hacer su tarea tan fácil y simple como sea
posible. Pero dejar de lado a los testigos inconvenientes es contrario a todos los principios
de justicia y de ciencia. El problema es más complejo, y no ha de ser resuelto tan
fácilmente. La evidencia de una calidad fuerte y variada no se puede descartar con
seguridad, como si fuera sin valor.

Búsqueda de la lectura de los autógrafos; el mejor atestado, la lectura genuina;


necesidad de pruebas o marcas de la veracidad; siete propuestas
Por lo tanto somos constreñidos a considerar el gran número de testimonios que se
encuentran a nuestra disposición. Y debemos buscar, tanto justa como evidentemente,
principios que nos guíen en el uso de dicho testimonio. Porque es la ausencia de una carta
oceánica lo que ha conducido a algunas personas a dirigir su nave hacia una isla desierta,
que bajo la apariencia de una mayor antigüedad pudo, a primera vista, presentar la
engañosa apariencia de ser el único puerto seguro.
1 Todos estamos, espero, de acuerdo al menos en esto: que lo que siempre estamos
buscando es el Texto de la Escritura tal como provino realmente de los escritores
inspirados. Lo que proponemos como el último objeto de nuestra investigación nunca son,
afirmo, “lecturas antiguas”. Deseamos precisamente la más antigua lectura de todas; en
otras palabras, el Texto original, nada más ni nada menos que las mismas palabras de los
mismísimos santos Evangelistas y Apóstoles.
Y, axiomático como es, requiere ser claramente establecido. Porque a veces, los críticos
parecen estar absortos únicamente preocupados en establecer que las lecturas que defienden
deben ser necesariamente muy antiguas. Ahora, ya que todas las lecturas deben ser
necesariamente muy antiguas, encontrándose en documentos muy antiguos, no se ha
conseguido probar que esas lecturas existieran en el siglo II de nuestra era, a menos que
también pueda ser probado que hay asociadas otras circunstancias concurrentes a esas
lecturas, que constituyen una correcta presunción, para que sean consideradas como la
única redacción genuina del pasaje en cuestión. Las sagradas Escrituras no son un lugar
para que los críticos ejerciten o desplieguen el ingenio.
2 Confío que posteriormente podamos establecer como un principio fundamental que entre
dos modos posibles de leer el Texto, aquel que examinado demuestra ser el mejor
atestiguado y autentificado -o sea, la lectura del cual se comprueba mediante investigación
que está sustentada por la mejor evidencia- debe presuponerse como la lectura real, y por lo
tanto ha de ser aceptada por todos los estudiosos.
3 Me aventuraré a hacer solamente un postulado más: Que hasta ahora no hemos conocido
una sola autoridad que esté facultada para dictaminar de forma absoluta, lo qué debe ser y
lo que no debe ser considerado como el Texto verdadero de la Escritura. No tenemos un
testigo infalible, quiero decir, uno cuyo único dictado sea competente para resolver las
controversias. El problema que se ha de investigar, a saber, qué evidencia ha de ser
sostenida como “la mejor”, puede expresarse indudablemente de muchas maneras, pero
supongo que no más correctamente que proponiendo la siguiente pregunta: ¿Se pueden
ofrecer algunas reglas para que en caso de conflictivo de testimonios se pueda precisar con
certeza qué autoridades se deben seguir? Los juicios están llenos de testigos que se
contradicen entre ellos. ¿Cómo sabremos a quien hemos de creer? Aunque suene extraño,
observamos que los testigos están comúnmente, de hecho casi invariablemente, divididos
en dos bandos. ¿No podemos descubrir algunas reglas que nos permitan determinar de una
forma creíble en que bando de los dos reside la verdad?
Procedo a ofrecer a la consideración de los lectores siete marcas de veracidad, que
posteriormente explicaré. Finalmente requeriré a los lectores que reconozcan que allí donde
esas siete marcas se den, podemos asumir confiadamente que la evidencia es digna de toda
aceptación, y que ha de ser implícitamente seguida. Una lectura debería ser atestiguada
entonces por estas siete:
Marcas de veracidad
1. Antigüedad, o Primitividad.
2. Consenso entre los testigos, o número.
3. Variedad de la evidencia, o universalidad.
4. Respetabilidad de los testigos, o peso.
5. Continuidad, o tradición ininterrumpida.
6. Evidencia del pasaje completo, o contexto.
7. Consideraciones internas, o razonabilidad.
La mera antigüedad de una autoridad no es suficiente; sin embargo la antigüedad es un
principio muy importante
Una detallada consideración de esas marcas de veracidad la pospondremos para el próximo
capítulo. Mientras tanto, tres consideraciones de un carácter más general requieren atención
inmediata.
I La antigüedad, en y por sí misma, veremos que no avala nada. Una lectura ha de ser
adoptada no por su antigüedad, sino por ser la mejor atestiguada, y por lo tanto la más
antigua. Puede parecer una paradoja de mi parte, pero no lo es. He admitido, e insisto en
ello, que la lectura más antigua de todas es lo que realmente buscamos; porque debe ser
necesariamente la que procedió de la pluma del mismísimo escritor sagrado. Pero, por
norma, se deben asumir cincuenta años, más o menos, entre la producción de los autógrafos
inspirados y el más antiguo representante escrito de ellos existente actualmente. Y
precisamente fue en aquella primera época que los hombres se mostraron menos cuidadosos
o precisos en guardar el Depósito, y menos exactos críticamente en su modo de citarlos; al
mismo tiempo el enemigo de la verdad se mostró más incansable, más perseverante
procurando su corrupción. Aunque pueda sonar extraño –perturbador como este
descubrimiento debe necesariamente comprobarse cuando es claramente percibido al
principio-, los fragmentos y restos más antiguos (porque ellos no son más que eso al
principio) que vienen a nuestras manos como citas del texto de las Escrituras del Nuevo
Testamento, no son solamente decepcionantes por su inexactitud, su carácter fragmentario
y su imprecisión; sino que, además, frecuentemente se demuestran descuidados. Procederé
a dar un ejemplo de entre muchos: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”.
Así está tanto en Mateo 27:46, como en Marcos 15:34; pero debido a que en la última
referencia Alef, B, la Antigua Latina, la Vulgata, y las versiones Bohaíricas, además de
Eusebio, seguido por L, y unos pocos cursivos, cambian el orden de las últimas dos
palabras, los editores recientes unánimemente hacen lo mismo. Cuentan también con
autoridades más antiguas, para hacer eso: Justino Mártir (164 d.C.) y los Valentinianos (150
d.C.) están entre ellas. En lo que se refiere a antigüedad, la evidencia para la lectura… es
realmente muy fuerte.
Y aún así la evidencia por el otro lado, cuando es considerada, resulta que es abrumadora.5
Añádase el descubrimiento de que … es la lectura establecida por la familiar Septuaginta, y
no vacilamos en retener el Texto comúnmente Recibido. Porque el secreto se desvela al
reconocer que Alef y B seguramente seguían la Septuaginta que era tan apreciada por
Orígenes. Una mayor discusión sobre éste punto es superflua.
Seguramente se me preguntará: ¿Debemos entonces entender que usted condena el cuerpo
entero de antiguas autoridades como no confiables? ¿Y si hace eso, a qué otro grupo de
autoridades recurrirá?
A lo que respondo: Lejos de considerar el cuerpo entero de autoridades antiguas como no
confiables, yo insisto precisamente en que invariablemente hemos de apelar “al cuerpo
entero de autoridades antiguas”, y que eventualmente debemos diferir. Las considero por lo
tanto con más que reverencia: me someto a su decisión sin reservas. Indudablemente,
rehuso considerar uno sólo de esos manuscritos más antiguos -ni siquiera dos o tres de
ellos- como sentencia. ¿Por qué? Porque puedo demostrar que cada uno de ellos
individualmente tiene un alto grado de corrupción, y está condenado por una evidencia más
antigua que ellos. Condicionar mi fe en uno, dos o tres de esos excéntricos ejemplares, sería
verdaderamente insinuar que el cuerpo entero de antiguas autoridades es indigno de crédito.
Es a la antigüedad, repito, a lo que apelo; y, es más, insisto que es preciso aceptar el
veredicto de la antigüedad. Pero entonces, ya que por “Antigüedad” no quiero decir
exactamente una autoridad antigua en singular, a pesar de su edad, con la exclusión de, y en
preferencia a, todo el resto, sino que me refiero al cuerpo colectivo completo, “el cuerpo de
antiguas autoridades”; propongo que sean precisamente estos los árbitros. Entonces, no me
refiero al hablar de “Antigüedad” ni: (1) a la Peshitta siríaca, ni (2) a la Curetoniana siríaca,
ni (3) a las versiones de la Antigua Latina, ni (4) a la Vulgata, ni (5) a las egipcias, ni (6) a
ninguna otra de versión de la antigüedad, ni (7) a Orígenes, ni (8) a Eusebio, ni (9) a
Crisóstomo, ni (10) a Cirilo, ni siquiera (11) a otro antiguo Padre cualquier por sí solo, ni
(12) al Códice Alef, ni (13) al códice B, ni (14) al códice C, ni (15) el Códice D, ni (16) al
códice a, ni, de hecho, (17) a ningún otro códice individual que ser pueda mencionar. Me
sería más fácil confundir la catedral cercana con una o dos de las piedras que la componen.
Por Antigüedad yo entiendo el cuerpo total de documentos que me traen la visión de la
antigüedad, transportándome a la época primitiva, y familiarizándome, tanto como sea
posible, con lo que fue su veredicto.
Y por simetría de razonamiento, declino por completo aceptar como decisivo el veredicto
de dos o tres de éstos desafiando la autoridad precisada del todo, o de la mayoría restante.
En resumen, me niego a aceptar un fragmento de la antigüedad, arbitrariamente desgajado,
en substitución de la masa completa de los antiguos testigos. Y además de ésta, también
reconozco otras marcas de veracidad, como ya he afirmado; que probaré en el próximo
capítulo.

“Diversas lecturas”, un expresión que confunde; la corrupción patente en B y A; cuatro


pruebas de que su texto ha sido elaborado, y no el Tradicional; la equivocación de
Scrivener al suponer que los textos verdaderos se deben buscar entre los unciales más
antiguos; el constante desacuerdo entre uno y otro; auto empobrecimiento de algunos
críticos
II El término “diversas lecturas” transmite una impresión totalmente incorrecta sobre las
graves discrepancias que pueden encontrarse entre un pequeño grupo de documentos -de
los cuales los códices B y Alef, del siglo IV, D, del VI, L, del VIII, son las muestras más
conspicuas- y el Texto Tradicional del Nuevo Testamento. La expresión “diversas lecturas”
pertenece a la literatura secular y se refiere a un fenómeno esencialmente diferente del que
muestran las copias recién mencionadas. La expresión “diversas lecturas” no es tan
satisfactoria para los códices sagrados como para los profanos. Uno no tiene más que
examinar la obra Full and Exact Collation of about Twenty Greek Manuscripts of the
Gospels, de Scrivener (1853), para convencerse del hecho. Pero cuando estudiamos el
Nuevo Testamento a la luz de códices tales como B, Alef, D y L, nos encontramos en una
región totalmente nueva de la experiencia, confrontados con fenómenos que además de
únicos también son portentosos. El texto ha sufrido, aparentemente, una habitual, cuando
no sistemática, depravación, y ha sido manipulado completamente de una manera salvaje.
Han estado actuando influencias demostrables que dejan completamente perplejo el juicio.
El resultado sencillamente es desastroso. Hay evidencias de una persistente mutilación, no
solamente de palabras y cláusulas, sino incluso de oraciones completas. La substitución de
una expresión por otra y la arbitraria transposición de palabras, son fenómenos que ocurren
tan constantemente, que finalmente llega a ser evidente que lo que tenemos delante nuestro
no es tanto una antigua copia, si no una antigua recensión del Texto Sagrado. Y,
ciertamente, no es una recensión en el sentido usual de la palabra, como si fuese una
revisión autoritativa, sino que le aplicamos sólo este nombre al producto de la inexactitud o
del capricho individual o a la bárbara laboriosidad de uno o muchos, en un tiempo concreto
o a través de muchos años. Hay razones para inferir que nos encontramos ante cinco
muestras de lo que la piedad desviada de una época primitiva ha sido conocida por producir
en profusión. De fraude, estrictamente hablando, puede haber habido poco o ninguno.
Deberíamos evitar imputar un motivo maligno en donde otra materia sostendría una
interpretación honorable. Pero, como veremos más tarde, esos códices muestran tantas
licencias o descuidos como para sugerir la inferencia que ellos deben su preservación a que
fueron desahuciados. Así, parece ser que su abandono en tiempos antiguos se debió a su
mala reputación; y esto provocó que sobrevivieran hasta nuestros días, mucho después de
que multitudes de manuscritos que fueron mucho mejores perecieran en el servicio al
Maestro. Dejemos que los hombres piensen lo que quieran sobre este tema; lo que pueda
probarse ser la historia de ese peculiar Texto, que encuentra sus principales exponentes en
los códices B, Alef, D y L, en algunas copias de la Antigua Latina y en la versión
Curetoniana, en Orígenes, y en menor medida en las traducciones Bohaírica y Sahídica,
todos deben admitir como hecho comprobado que éste difiere esencialmente del Texto
Tradicional, y que no es una mera variación suya.
¿Pero, porqué –se preguntará– no pueden ser el objeto genuino? ¿Porqué no puede ser el

“Texto Tradicional” una elaboración?


1 El peso de la prueba está sobre nuestros oponentes. El consenso sin concierto de,
supongamos, 990 de cada 1000 copias -de diferentes fechas que van desde el quinto V al
XIV, y pertenecientes a todas las regiones de la antigua cristiandad-, es un hecho colosal
que no puede ser obviado por grande que sea la ingeniosidad. La preferencia por dos
manuscritos del siglo IV muy parecidos entre ellos, pero que permanecen separados en cada
página, tan seriamente que es más fácil encontrar dos versículos consecutivos en los que
difieran, que dos versículos consecutivos en los que concuerden del todo; tal que, aparte de
no tener abundantes pruebas o ninguna claramente de que esté bien fundada, no se
encuentra en condiciones para ser aceptada como concluyente.
2 Después: debido a que -aunque por conveniencia hemos hablado hasta ahora de los
códices B, Alef, D y L, como presentando un solo texto- en realidad no es un texto sino
fragmentos de muchos, que encontramos en el pequeño puñado de autoridades enumeradas
arriba. Su testimonio no concuerda. El Texto Tradicional, al contrario, es
inconfundiblemente uno.
3 Más aún, porque es extremadamente improbable, si no imposible, que el Texto
Tradicional fuera o pudiera haberse derivado de documentos como B y Alef funcionando
como arquetipos, mientras que la operación contraria es a la vez obvia y fácil. No es difícil
producir un texto corto, mediante omisión de palabras, cláusulas o versículos, a partir de un
texto más completo. Pero el texto más completo no se habría podido producir del más corto
por ningún desarrollo que fuera posible en estas circunstancias.6 Las glosas se pueden
justificar como cambios del arquetipo de B y Alef, pero al revés.7
4 Pero la razón principal es: porque, cuando apelamos sin reservas a la Antigüedad –a las
versiones y a los Padres, así como a las copias-, el resultado es inequívoco. El Texto
Tradicional se establece triunfalmente, mientras que las excentricidades de B, Alef, D y sus
colegas llegan a ser todas, sin excepción, enfáticamente condenadas.
Todos estos son, mientras tanto, puntos respecto a los que ya se ha sido dicho algo, y más
se habrá de decir a medida que desarrollemos el tema. Volviendo ahora al fenómeno
indicado al comienzo, deseamos explicar que mientras que las “diversas lecturas”,
propiamente llamadas así, es decir, las lecturas que están fuertemente atestiguadas -porque,
de las “diversas lecturas” comúnmente citadas, más de diecinueve de cada veinte son
solamente caprichos de escribas, y no pueden llamarse “lecturas” en absoluto-, no requieren
ser clasificadas en grupos, como Griesbach y Hort las han clasificado. Las “lecturas
corruptas”, si han de ser usadas inteligentemente, deben ser distribuidas por todos los
medios bajo diferentes encabezados, como haremos en la segunda parte de esta obra.
III “No es nuestro plan en absoluto” -destacaba el Dr. Scrivener- “buscar nuestras lecturas
de los últimos unciales, apoyados como están usualmente por la multitud de manuscritos
cursivos; sino emplear su confesada evidencia secundaria en las innumerables instancias
donde sus hermanos mayores están desesperadamente en desacuerdo”.8 Se evidencia
claramente que, en opinión de este excelente escritor, la verdad de la Escritura ha de ser
buscada en los unciales más antiguos, en primera instancia, y que solamente cuando
ofrezcan un testimonio conflictivo podemos recurrir a la “confesada evidencia secundaria”
de los últimos unciales, y que solamente así hemos de proceder para inquirir el testimonio
de la gran masa de las copias cursivas. No es difícil prever cual sería el resultado de
semejante método de actuación.
Me aventuro, a objetar, respetuosa pero firmemente, sobre el espíritu de las observaciones
de mi erudito amigo en la presente y en otras muchas ocasiones similares. Su lenguaje está
calculado para aprobar la creencia popular de que: (1) la autoridad de un códice uncial es,
debido a que es un uncial, necesariamente mayor que la de un códice escrito en caracteres
cursivos; una suposición que sostengo con pruebas que es sin fundamento. Entre el texto de
los últimos unciales y el texto de las copias cursivas, no he podido detectar ninguna
diferencia separadora; ciertamente tales diferencias no son como para inducirme a darle el
visto bueno a los primeros. Más adelante mostraremos en este tratado, que es pura
suposición garantizar, o inferir, que todas las copias cursivas descendieron de los unciales.
Nuevos descubrimientos paleográficos han dictaminado que ese error esté fuera de duda.
Pero (2) especialmente objeto sobre por la noción popular, en la que lamento encontrar la
importante aprobación del Dr. Scrivener, que el texto de la Escritura ha de buscarse en
primer lugar en los unciales más antiguos. Me aventuro pues a mostrar mi asombro hacia el
hecho que un hombre tan erudito y reflexivo no haya visto que antes de que ciertos
“hermanos mayores” se erijan en tribunal supremo de justicia, alguna otra señal, además de
la edad, debe presentarse a su favor. Por lo que no puedo, sino preguntar: ¿Cómo es que
nadie se ha tomado el trabajo de establecer lo contradictorio de la siguiente proposición, a
saber, que los códices B, Alef, C y D son los diversos depositarios de un texto elaborado y
corrupto; y que B, Alef y D (porque C es un palimpsesto, puesto que tiene las obras de
Efrén el sirio escritas sobre él como si no fuera útil) probablemente deben su preservación
misma al hecho de que fueron reconocidos antiguamente como documentos no confiables?
¿Realmente la gente encuentra imposible entender la noción de que existieron copias
rehusadas en los siglos IV, V, VI, y VII, así como en el VIII, IX, X y XI? Y ¿que los
códices que llamamos B, Alef, C y D posiblemente, o probablemente, como yo sostengo,
fueron de esa clase?9
Ahora, propongo que es un suficiente para condenar los códices B, Alef, C y D ante el
tribunal supremo de judicial: (1) que se observa como regla general que son discordantes en
sus juicios; (2) que cuando difieren entre ellos en general se puede demostrar mediante la
apelación a la antigüedad que los dos principales jueces B y a dan un juicio equivocado; (3)
que cuando difieren los dos anteriores entre ellos, el supremo juez B frecuentemente está
errado; y, finalmente, (4) que sucede constantemente que los cuatro concuerdan y no
obstante cada uno de los cuatro está equivocado.
Si alguien pregunta: ¿Por qué no se puede recurrir entonces en primera instancia a los
códices B, Alef, A, C y D? Respondo: Porque la investigación está predispuesta a juzgar la
cuestión, y seguramente desviará el juicio, reduciendo únicamente el asunto y haciendo que
sea muy difícil alcanzar la verdad. Por esa razón, estoy inclinado a proponer el método de
actuación precisamente opuesto, como el método más seguro y, a la vez, el más razonable.
Cuando oigo decir que existe alguna duda respecto a la lectura de un lugar en concreto, en
vez de buscar la cantidad de discordancia que existe entre los códices A, B, Alef, C y D
sobre el tema (porque el caso es que habrá un enfrentado desacuerdo entre ellos), averiguo
el veredicto que ofrece el cuerpo principal de las copias. Generalmente éste es inequívoco.
Pero si (lo que raramente sucede) encuentro que es una cuestión dudosa, entonces
ciertamente empiezo a examinar los testigos por separado. No obstante aún en ese caso esto
me es de poca ayuda, o mejor, no me ayuda en nada encontrar, como comúnmente me
ocurre, que A está de un lado y B del otro -excepto, dicho sea de paso, cuando Alef y B son
encontrados juntos, o cuando D permanece aparte solamente con unos pocos aliados, la
lectura inferior seguramente se encontrará allí también.
Supongamos no obstante (como sucede comúnmente) que no hay ninguna división seria
entre copias -por supuesto, la importancia no se asocia con ningún grupo de copias
excéntricas-, sino que hay una práctica unanimidad entre los cursivos y unciales tardíos. En
este caso, no puedo ver que el veto pueda depender de tan inestables y discordantes
autoridades, a lo sumo sólo pueden añadir mayor peso al voto ya pronunciado. Es como de
cien a uno que el uncial o los unciales que están con el cuerpo principal de los cursivos sean
correctos, ya que (como será mostrado) en su consenso ellos corporizan virtualmente la
decisión de toda la Iglesia; y que los disidentes -sean pocos o muchos- están errados. Pero,
pregunto: ¿Qué dicen las versiones?, y por último, aunque no por ello menos importante:
¿Qué dicen los Padres?
El error esencial del procedimiento que objeto se ilustra mejor apelando a hechos
elementales. Solamente dos de los “cinco unciales antiguos” son documentos completos, B
y Alef; y, dado que confesadamente ambos derivan de un mismo ejemplar único, no pueden
considerarse como dos. El resto de los “unciales antiguos” son lamentablemente
defectuosos. Del códice Alejandrino (A) se han perdido los primeros veinticuatro capítulos
del Evangelio de Mateo, es decir, que el manuscrito carece de 870 versículos sobre 1071. El
mismo códice carece de 126 versículos consecutivos del Evangelio de Juan. Así pues, la
cuarta parte del contenido del códice A en los Evangelios se ha perdido.10 D está completo
únicamente en lo que respecta a Lucas; faltan 119 versículos de Mateo, 5 versículos de
Marcos y 166 versículos de Juan. Además, el códice C es defectuoso principalmente
respecto a los Evangelios de Lucas y de Juan, ya que omite del primero 643 versículos
sobre 1.151, y del último 513 sobre 880; o sea, mucho más de la mitad en cada caso. El
códice C, de hecho, únicamente puede ser descrito como una colección de fragmentos,
porque también le faltan 260 versículos de Mateo, y 116 de Marcos.
Las desastrosas consecuencias de todo esto para el crítico textual son evidentes.
Únicamente le es posible comparar los “cinco antiguos unciales” juntos un versículo de
cada tres. En ocasiones está limitado al testimonio de A, Alef y B; para muchas páginas
juntas del Evangelio de Juan está limitado al testimonio de Alef, B y D. Ahora, cuando se
considera la fatal y peculiar simpatía que subsiste hacia esos tres documentos, llega a ser
evidente que el crítico tiene de hecho poco más que dos documentos ante él. Y ¿qué
diremos cuando (como en Mateo 6: 20 a 7:4) está limitado al testimonio de dos códices, y
estos son Alef y B? Evidentemente sucede que, mientras que el Autor de la Escritura ha
provisto bondadosa y abundantemente a su Iglesia con (aproximadamente) más de 2.30011
copias de los Evangelios, por un acto voluntario de autoempobrecimiento, algunos críticos
se restringen al testimonio de poco más de uno; y ese uno es un testigo a quien muchos
jueces consideran indigno de confianza.

Notas:
1Existen, pero, alrededor de 200 manuscritos de la Ilíada y la Odisea de Homero, y
alrededor de 150 de Virgilio. Pero en el caso de muchos libros las autoridades existentes
son muy escasas. Así, por ejemplo, no hay más que treinta de Esquilo, y W. Dindorf dice
que son copias de un ejemplar del siglo XI. Solamente unas pocas de Demóstenes, las más
antiguas del siglo X o XI. Solamente una autoridad para los primeros seis libros de los
Anales de Tácito (ver también la Introducción de Madvig). Solamente una para las
Clementinas. Solamente una para la Didaché, etc. Ver el Companion to School Classics de
Gow, Macmillan & Co. 1888.
2“He ayudado a mi amigo Scrivener en ampliar grandemente la lista de Scholz. De hecho,
hemos elevado el número de ‘Evangelia’ [copias de los Evangelios] a 621. De ‘los Hechos
y Epístolas Católicas’, a 239. De ‘Pablo’, a 281. De Apocalipsis, a 108. De los
‘Evangelistaria’ [copias de leccionarios de los Evangelios], a 299. Del libro llamado
‘Apóstolos’ [copias de leccionarios de los Hechos y las Epístolas], a 81. Haciendo un total
de 1629. Pero al final de una prolongada y laboriosa correspondencia con los custodios de
no pocas grandes bibliotecas continentales, puedo afirmar que nuestros ‘Evangelia’
ascienden al menos a 739. Nuestros ‘Hechos y Epístolas Católicas’, a 261. Nuestros
“Pablo’, a 338. Nuestros ‘Apocalipsis’, a 122. Nuestros ‘Evangelistaria’, a 415. Nuestras
copias de ‘Apóstolos’, a 128. Haciendo un total de 2003. Esto muestra un incremento de
tres cientos setenta y cuatro” (Revisión Revised, p. 521). Pero desde la publicación de los
Prolegomena del Dr. Gregory, y de la cuarta edición de Plain Introduction to the Criticism
of the New Testament, luego de la muerte de John Burgon, la lista se ha incrementado
considerablemente. En la cuarta edición de la Introduction (apéndice F) el número total
bajo las seis categorías de ‘Evangelia’, ‘Hechos y Epístolas Católicas’, ‘Pablo’,
‘Apocalipsis’, ‘Evangelistaria’ y ‘Apóstolos’, alcanzan casi las 3.829, y se calcula que una
vez se incorporen todas serán más de 4.000. Los manuscritos separados (algunos se han
contado más de una vez en el cálculo anterior) ya son más de 3.000.
3Evan. 481 está fechado en el 835 d.C. ; Evan. S. está fechado en el 949 d.C.
4O, como algunos piensan, a finales del siglo II.
5A C S (F en Mateo) con otros catorce unciales, la mayoría de los cursivos, cuatro de la
Antigua Latina, la gótica, Ireneo, etc.
6Ver volumen II.
7Todas estas cuestiones se entienden mejor mediante una ilustración. En Mateo 13:36, los
discípulos dicen a nuestro Señor: “Decláranos (…) la parábola de la cizaña”. Todos los
cursivos (y los unciales tardíos) concuerdan en esta lectura. ¿Por qué entonces Lachmann y
Tregelles (no Tischendorf) exiben diasa/fhson? Solamente porque ellos encontraron … en
B. De haber sabido que la primera lectura del códice a exhibía también esa lectura, habrían
estado más confiados que nunca. ¿Pero que pretexto puede haber para asumir que la lectura
Tradicional de todas las copias no es confiable aquí? La alegato de la antigüedad no puede
argüirse, porque Orígenes lee Fra/son cuatro veces. Las versiones no nos ayudan. ¿Qué otra
cosa es diasa/fhson sino clara glosa? … (elucida) explica Fra/son, pero Fra/son (di) no
explica diasa/fhson.
8Edición de Miller de Plain Introduction to the Criticism of the New Testament, de
Scrivener,, vol. I, p. 277.
9Es de destacar que la suma de la evidencia de Eusebio está en contra de los unciales. No
obstante, lo más probable parece ser que tuvo B y a ejecutado del … o copias “críticas” de
Orígenes. Ver más adelante, capítulo IX.
10o sea, 996 versículos sobre 3.780
11Scrivener, F. A. H. A Plain Introduction to the Criticism of the New Testament (4ª
edición de Miller), vol. I, apéndice F, 1326+73+980 = 2379.
Publicado por Revista Bíblica Koinonia
Soli Deo Gloria!.

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