0717 7194 Historia 51 02 0423
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Francis Goicovich*
Un sistema de equivalencias:
el ritual del sacrificio en la cultura reche-mapuche de tiempos coloniales
(siglos xvi y xvii)1
Resumen
Palabras claves: Chile, siglo xvi, siglo xvii, Guerra de Arauco, etnohistoria, mapuche,
sacrificios humanos, canibalismo, ritualidad.
Abstract
1*
Magíster en Historia con mención en Etnohistoria, Universidad de Chile. Ph.D. in History, University
of Texas at Austin. Becario Fulbright. Profesor del Departamento de Ciencias Históricas, Universidad de
Chile. Correo electrónico: fgoicovi@uchile.cl
Una primera versión de este artículo fue realizada en el seminario “Sacrifice and Human Agency in An
cient Societies”, dirigido por el profesor Dr. Steve Bourget, académico del Departamento de Arte e Historia
del Arte de la Universidad de Texas en Austin, a quien agradezco su valiosa orientación. Extiendo mi gra
titud a la profesora Virginia Garrard-Burnett, académica del Departamento de Historia de la misma casa de
estudios, cuya generosa lectura permitió que el manuscrito fuera presentado en el Central Texas Colloquium
on Religion, organizado por el Departamento de Estudios Religiosos de la Universidad de Texas en febrero
de 2010. Una versión corregida y aumentada fue expuesta en las Segundas Jornadas de Etnohistoria, His
toria Indígena y Antropología, realizadas en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de
Chile en diciembre de 2016. El presente texto es deudor de las discusiones y reflexiones gestadas en ambas
experiencias académicas. Un especial reconocimiento a André Menard, profesor del Departamento de Antro
pología de la Universidad de Chile, por sus sugerencias bibliográficas, y a los evaluadores anónimos cuyas
consideraciones contribuyeron a su perfeccionamiento.
to the sacrificial practice, but also the combination of symbolic systems that permitted
the equivalencies and replacements of those beings (humans and animals) that would be
sacrificed.
Introducción
La práctica de sacrificar tanto animales como seres humanos a los dioses o antepasados
fue uno de los estigmas más utilizados por los europeos al momento de describir a las
sociedades del Nuevo Mundo. La documentación colonial que da cuenta de la alteridad
americana fue depositaria de un conjunto de vocablos tras los cuales se manifestaban
valoraciones etnocéntricas que actuaron como un velo distorsionador para la compren-
sión de esa realidad que se acababa de descubrir. El concepto de ‘bárbaro’ fue el más
utilizado por letrados, religiosos y cronistas, con el cual se abarcaban prácticas conside-
radas contrarias a la naturaleza humana, identificándose en una de sus acepciones más
extremas con los sacrificios humanos y el canibalismo. El reino de Chile, en el que se
vivenció uno de los conflictos interétnicos más dilatados y cruentos del continente, no
fue ajeno a esta dinámica: la documentación de los siglos xvi y xvii es bastante explícita
tanto en lo que respecta al ejercicio de la antropofagia de los reche-mapuche2 con los
cautivos de guerra como en el uso del imaginario del bárbaro de parte de los españoles
para justificar el empleo de la fuerza y la esclavitud con los nativos rebeldes.
El escenario en que se personificó de manera más notoria el sacrificio de animales
domésticos con fines sociopolíticos y rituales fueron las Juntas de Paz, mientras que la
inmolación y consumo de bestias, o en su reemplazo la canibalización de adversarios
derrotados, tuvieron su expresión más elocuente en las Juntas de Guerra. Ambas ins-
tancias, de las que da cuenta el etnotérmino ‘coyan’, fueron pilares fundamentales de
la sociabilidad y cultura indígena durante el primer siglo de contacto. Este tipo de reu-
niones sociorrituales se asemejan estructuralmente a los parlamentos hispano-mapuche,
ya que de hecho son el principal antecedente histórico de los mismos, además de la tra-
dición pactista del mundo hispano3. Pero el coyan indígena, al tratarse de un momento
2
Empleamos el término reche-mapuche con la intención de reconocer una continuidad histórica y cultural
en las agrupaciones nativas que habitaron los bosques, planicies y quebradas del sur de Chile, valorizando, de
este modo, el rótulo étnico con que se autoidentificaban las diversas parcialidades familiares desde antes del
contacto con el hombre blanco y la inscripción con que los españoles los definieron en las fases postreras del
periodo colonial.
3
Alfonso García-Gallo, “Pactismo en el reino de Castilla y su proyección en América”, en VV.AA. (eds.),
El pactismo en la historia de España, Madrid, Instituto de España, 1980, pp. 144-168; Virginia León Sanz,
“El fin del pactismo: La autoridad real y los últimos años del Consejo de Aragón”, en Pedralbes: Revista
d´historia moderna, N° 13, vol. 1, Barcelona, junio 1993, pp. 197-204; Manuel Febrer Romaguera, “El parla
llegaron a convertirse en una práctica sancionada y alentada por las autoridades del rei-
no de Chile. Es por esto que también sustentamos nuestra interpretación en la lectura de
trabajos etnográficos que dan cuenta de elementos que revelan una continuidad histórica
en el desarrollo de esta cultura.
Cuando los europeos arribaron al Nuevo Mundo se encontraron con un continente poblado
de sociedades de desigual complejidad: desde las bandas de recolectores-cazadores que
merodeaban por las selvas o se desplazaban por las casi infinitas extensiones patagónicas,
hasta las deslumbrantes civilizaciones que señoreaban a lo largo y ancho de vastas regio-
nes del corazón de México o el macizo andino, todas despertaron el interés de letrados,
conquistadores y misioneros que plasmaron en sus escritos –crónicas, cartas, informes,
etc.– la admiración, rechazo o curiosidad por varios de sus usos y costumbres. Sin embar-
go, esta diversidad cultural no fue obstáculo para que una buena parte de los testimonios
más tempranos los retratasen casi sin distinción como a gentes de prácticas aberrantes,
destacando de entre todas ellas los sacrificios humanos y el consumo de carne humana7.
En palabras de Patricia Seed, los “ibéricos, quienes se preciaban de su autoidentificación
como cristianos, describieron frecuentemente a los nativos americanos como opuestos a
ellos mismos: paganos, idólatras y, sobre todo, ‘caníbales’”8. La naturaleza del indio, que
fuera asunto de apasionados debates jurídicos y teológicos a lo largo del siglo xvi, fue en
un comienzo considerada dentro del marco de la psicología de las facultades: si a ojos de
los europeos la mayoría de los nativos de las Indias Occidentales eran incapaces de vivir
políticamente, aislados en su paganismo, con tecnologías primitivas y costumbres ignomi-
niosas como el canibalismo o la poligamia, entonces eran seres humanos imperfectos9.
La España del Siglo de Oro legó a la posteridad el concepto de ‘indio’ de la mano de
Cristóbal Colón10, quien, haciendo uso de la retórica del imperialismo cristiano, buscó
7
Para el caso de las sociedades con formas de vida menos desarrolladas, en la concepción europea el
hombre-salvaje se hallaba condicionado por el ambiente hostil en que se desenvolvía, moldeado en su men
talidad por la dureza de su modo de vida y carencia de razón; véase Susi Colin, “The Wild Man and the Indian
in early 16th century book illustration”, in Christian F. Feest (ed.), Indians & Europeans. An interdisciplinary
collection of essays, 2ª ed., Lincoln, University of Nebraska Press, 1999, pp. 7-8.
8
Patricia Seed, American Pentimento. The invention of Indians and the pursuit of riches, Minneapolis,
University of Minnesota Press, 2001, p. 115.
9
Anthony Pagden, La caída del hombre natural. El indio americano y los orígenes de la Etnología
comparativa, Madrid, Alianza Editorial, 1988, pp. 48-49. Wilcomb Washburn realiza una aproximación más
sintética, profundizando en las virtudes y vicios morales que se atribuyeron a los nativos del Nuevo Mundo,
destacando cualidades como: el canibalismo, la perseverancia en la amistad, la generosidad, la elocuencia, la
civilidad, la crueldad o compasión con que trataban a los cautivos, y la moralidad sexual; véase Wilcomb E.
Washburn, “The clash of morality in the American forest”, in Fredi Chiappelli (ed.), First images of America.
The impact of the New World on the Old, Berkeley, University of California Press, 1976, vol. i, pp. 340-343.
10
A Cristóbal Colón debemos no solo la primera referencia que identifica a los nativos de las islas
centroamericanas como indios sino, también, la autoría del término ‘caníbal’, como consta en el episodio del
viernes 23 de noviembre de 1492 consignado en su diario de navegación. Ya el 4 de noviembre había usado el
vocablo ‘antropófago’, basado en las informaciones de los taínos sobre los caribes. Con su relato fundacional
el europeo halla en las tierras recién descubiertas el terreno fértil para proyectar sobre ellas las imágenes de la
antropofagia medieval. En palabras de Sergio Rivera-Ayala: “la narrativa colombina retoma el discurso de la
antropofagia que existía en la tradición europea para iniciar la construcción del cinéfalo moderno: el caníbal,
un ser mitad hombre y mitad perro, cuyas aberrantes costumbres e incontrolable tenacidad serán traídas a
colación infinidad de veces para justificar el uso de la fuerza y la esclavitud contra la rebeldía del poblador
americano”, véase Sergio Rivera-Ayala, El discurso colonial en textos novohispanos. Espacio, cuerpo y po
der, Woodbridge, Tamesis, 2009, pp. 48-49.
11
Stephen Greenblat, Marvelous possessions. The wonder of the New World, Chicago, The University of
Chicago Press, 1991, p. 70.
12
Robert Berkhofer, The white man’s Indian. Images of the American Indian from Columbus to the
present, New York, Vintage Books, 1979, p. 5.
13
Tzvetan Todorov, El miedo a los bárbaros. Más allá del choque de civilizaciones, Barcelona, Galaxia
Gutenberg, 2008, pp. 31-32.
14
Seed, op. cit., p. 94. Los parámetros con que los europeos del Renacimiento clasificaban a las otras
culturas se basaban en una serie de atributos que involucraban las características fisiológicas, el temple de
la tierra (en que se cruzaban la localización geográfica y su relación con los astros), y muy en especial los
patrones de comportamiento (maneras de vestir, actividades económicas y sociales, los tipos de alimentos,
costumbres familiares y políticas, organización bélica, etc.); véase Pagden, op. cit., p. 33.
15
Laënnec Hurbon, El bárbaro imaginario, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 31.
16
Carlos A. Jáuregui, “Cannibalism, the eucharistic, and criollo subjects”, in Ralph Bauer & José Antonio
Mazzotti (eds.), Creole subjects in the Colonial Americas. Empires, texts, identities, Chapell Hill, University
of North Carolina Press, 2009, p. 61.
17
En el contexto americano el término ‘caníbal’ actuó como un estereotipo, vale decir, como una con
cepción simplificada que en muchos casos caricaturizaba fenómenos socioculturales complejos. El enunciado
‘caníbal’ no solo se trataba de un juicio valorativo eurocéntrico sino que, también, daba cuenta de un co
Carlos Jáuregui grafica esta situación al afirmar: “el caníbal hará su entrada en las cró-
nicas con la función ideológica complementaria de justificar la explotación del trabajo y
el apetito europeo por la mano de obra y las riquezas americanas”18. En efecto, en fecha
tan temprana como 1503 la corona española despachó una real provisión para cauti-
var a los indios caníbales19 –reactualizada ocho años más tarde en la real provisión de
151120–, y ya en 1518 el licenciado Rodrigo de Figueroa fue nombrado juez en La Espa-
ñola, con poderes plenos para producir una clasificación definitiva de las culturas ame-
rindias en todos los territorios ocupados por España; en palabras del antropólogo Neil
Whitehead: “la preocupación de la Corona en esta materia emergió del deseo de regular
el uso del trabajo amerindio por los colonos, quienes, debido al decreto de Isabel de
1503, estaban capacitados para esclavizar a cualquier amerindio considerado de ser un
‘caribe’”21. Al etiquetar a las sociedades del Nuevo Mundo no solo se levantó un muro
identitario sobre el que se sustentó la división jurídica y cultural que caracterizó la histo-
ria colonial de este continente –la República de Españoles y la República de Indios–, ya
que esto también tuvo por resultado el dividir a los naturales en nativos civilizables y no
civilizables. El canibalismo quedó así apuntalado como una característica de la alteridad
más extrema y, por supuesto, como “una excelente excusa para conquistar, evangelizar y
esclavizar”22, es decir, actuó como una marca de barbarismo23.
La fuerte oposición que despertaron estas disposiciones gubernamentales en gran
parte de los círculos eclesiásticos, determinó que en la posterior legislación del siglo
xvi prevaleciera la idea del indio libre24, como lo atestiguan las Leyes de Burgos expe-
didas el 27 de diciembre de 151225, y tres décadas más tarde las Leyes Nuevas de 1542,
en las cuales se establecía que “por ninguna causa de guerra ni otra alguna, aunque sea
nocimiento impreciso de los fundamentos tanto culturales como religiosos y sociales que involucraban su prác-
tica.
18
Carlos A. Jáuregui, Canibalia. Canibalismo, calibanismo, antropofagia cultural y consumo en América
Latina, Madrid, Iberoamericana, 2008, p. 70.
19
“Real Provisión para poder cautivar a los caníbales rebeldes; Segovia, 30 de octubre de 1503”, en
Richard Konetzke (ed.), Colección de documentos para la historia de la formación social de Hispanoamérica,
1493-1810, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1953, vol. i, pp. 14-16.
20
“Real Provisión para que los indios caribes se puedan tomar por esclavos; Burgos, 23 de diciembre de
1511”, en op. cit., pp. 31-33.
21
Neil L. Whitehead, “Carib cannibalism. The historical evidence”, in Journal de la Societé des América
nistes, vol. 70, Paris, 1984, p. 71.
22
Víctor Vacas Mora, “Cuerpos, cadáver y comida: canibalismo, comensalidad y organización social en la
Amazonía”, en Antípoda, Nº 6, Bogotá, enero-junio de 2008, p. 274.
23
Carole A. Myscofski, “Imagining cannibals: European encounters with native Brazilian women”, in
History of Religions, vol. 47, Nº 2/3, Chicago, November 2007-February 2008, p. 150.
24
Una visión general al tema de la libertad de los indios y la abolición de la esclavitud en Jesús María
García Añoveros, “Carlos V y la abolición de la esclavitud de los indios. Causas, evolución y circunstancias”,
en Revista de Indias, vol. lx, Nº 218, Madrid, enero-abril 2000, pp. 57-84. Esta buena síntesis, sin embargo,
presenta la importante carencia de obviar las particularidades que tuvo la esclavitud indígena en las regiones
fronterizas del Nuevo Mundo, como lo fue, por ejemplo, su dilatación en el tiempo respecto a las áreas nu
cleares.
25
“Ordenanzas para el buen tratamiento de los indios (Leyes de Burgos); Burgos, 27 de diciembre de
1512”, en Konetzke, op. cit., pp. 38-57. Aunque la libertad de los indios fue el punto nodal de estas leyes, se
dejó asentado que podía obligárseles a trabajar, por lo que las Leyes de Burgos fueron la primera confirmación
real del sistema de encomiendas.
so título de rebelión, ni por rescate, ni de otra manera no se pueda hacer esclavo indio
alguno y queremos sean tratados como vasallos nuestros de la corona de Castilla, como
lo son”26. Las regiones fronterizas, empero, se mantuvieron en diversos grados ajenas a
esta política proteccionista, siendo el caso chileno uno de los más ilustrativos, ya que
solo en la última década del siglo xvi, con el arribo del gobernador Martín García Óñez
de Loyola, se avizora un apaciguamiento momentáneo de las partidas esclavistas en el
territorio de guerra, situación que fue trastocada con su inesperada muerte a manos de
una emboscada indígena en el paraje de Curalava en diciembre de 1598, dando comien-
zo a la gran rebelión que marcó el cambio de siglo27. Durante las primeras décadas de la
siguiente centuria se mantuvo vigente la esclavitud de indios provenientes de regiones
periféricas al territorio de guerra28. El proyecto de Guerra Defensiva que encabezó el je-
suita Luis de Valdivia (1612-1626) fue solo un paréntesis en el despliegue de la violen-
cia esclavista, la que volvió a tejer sus redes de la mano de gobernadores como Alonso
de Acuña y Cabrera, dando pie a una nueva rebelión que agitó el espacio fronterizo del
Biobío por siete años (1655-1662). La existencia de un ejército profesional desde 1604
fue un importante incentivo para la captura de indígenas rebeldes e, incluso, de indios
amigos, ya que los soldados buscaban mejorar los magros salarios derivados del real
situado por medio del negocio esclavista29. Autoridades y subordinados se valieron de
todos los subterfugios posibles para legitimar esta práctica30, la que se expresó bajo di-
versas modalidades31 en las primeras centurias de conquista española en el reino de Chi-
le. Al final, “después de un periodo de debates, acusaciones y propuestas, en que incluso
se pasó por alto una disposición real que ordenaba poner en libertad las piezas obtenidas
después del levantamiento de 1655 y prohibía la esclavitud en el futuro, se impuso final-
mente el término de su ejercicio por Real Cédula de 19 de mayo de 1683”32.
26
“Real Provisión. Las Leyes Nuevas; Barcelona, 20 de noviembre de 1542”, op. cit., p. 217.
27
Francis Goicovich, “Alianzas geoétnicas en la segunda rebelión general: génesis y dinámica de los vu
tanmapus en el Alzamiento de 1598”, en Historia, Nº 39, vol. i, Santiago, enero-junio 2006, pp. 93-154.
28
José Manuel Díaz Blanco, “La empresa esclavista de don Pedro de la Barrera (1611): una aportación
al estudio de la trata legal de indios en Chile”, en Estudios Humanísticos. Historia, N° 10, León, diciembre
2011, pp. 55-70.
29
Una aproximación a la dinámica esclavista en la frontera en Fernando Casanueva Valencia, Historia de
un ejército colonial, el caso de Chile en los siglos xvi y xvii, Temuco, Ediciones Universidad de la Frontera,
2017, en especial el capítulo “La ‘guerra galana’: un ejército maloquero y cazador de esclavos”, pp. 234-
242. Una visión global actualizada del periodo en Raúl Concha Monardes, El reino de Chile. Realidades
estratégicas, sistemas militares y ocupación del territorio (1520-1650), Santiago, CESOC, 2016.
30
Jaime Valenzuela Márquez, “Esclavos mapuches. Para una historia del secuestro y deportación de
indígenas en la Colonia”, en Rafael Gaune y Martín Lara (eds.), Historias de racismo y discriminación en
Chile, Santiago, Uqbar, 2009, 225-260.
31
Jimena Obregón Iturra y José Manuel Zavala Cepeda, “Abolición y persistencia de la esclavitud indí
gena en Chile Colonial: estrategias esclavistas en la frontera Araucano-Mapuche”, en Memoria Americana, N°
17, vol. 1, Buenos Aires, enero-junio 2009, pp. 7-31.
32
Francis Goicovich, “Entre la conquista y la consolidación fronteriza: dispositivos de poder hispánico en
los bosques meridionales del Reino de Chile durante la Etapa de Transición (1598-1683)”, en Historia, Nº 40,
vol. ii, Santiago, julio-diciembre 2007, p. 325.
33
Garry Hogg, Cannibalism and Human Sacrifice, New York, The Citadel Press, 1966, pp. 16-17; Jáu
regui, Canibalia..., op. cit., p. 49.
34
Sergio Luiz Prado Bellei, “Brazilian anthropology revisited”, in Francis Barker, Peter Hulme & Marga
ret Iversen (eds.), Cannibalism and the Colonial World, Cambridge, Cambridge University Press, 1998, p. 88.
35
Carlos A. Jáuregui, “Saturno caníbal: fronteras, reflejos y paradojas en la narrativa sobre el antropó
fago”, en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, año 26, N° 51, Medford (Massachusetts), 2000, p. 14.
36
Ibid.
37
Peter Hulme, “Introduction: the cannibal scene”, in Barker, Hulme & Iversen (eds.), op. cit., p. 5.
38
William Arens, The Man-Eating myth. Anthropology and Anthropophagy, New York, Oxford University
Press, 1979, pp. 21-22.
39
Yobenj Aucardo Chicangana-Bayona, “El nacimiento del caníbal: un debate conceptual”, en Historia
Crítica, Nº 36, Bogotá, julio-diciembre 2008, p. 276.
les40. Desde nuestra perspectiva, resulta innegable que el canibalismo formó parte de la
cultura de algunas sociedades de este continente. Su continuidad en el tiempo para etapas
coloniales, en especial en zonas fronterizas como el Chaco paraguayo o los bosques me-
ridionales de Chile, donde la labor de soldados y evangelizadores fue difícil de desplegar,
así lo testifican. Pero coincidimos con William Arens en que la mayoría de las veces las
descripciones incurren en exageraciones que desperfilan las características y significado
real que detentaba para las sociedades en que se llevaba a efecto.
En un contexto global, los estudios han comprobado que las causas que suelen estar
detrás de la práctica del sacrificio son de índole diversa: puede tratarse de una obliga-
ción anual motivada por un calendario ritual, como producto del ascenso al poder de
una nueva autoridad, como medida compensatoria a una falta individual o social (rec-
tificar un homicidio o la desobediencia a una fuerza sobrenatural), para garantizar la
salud del grupo (pedir por el fin de una plaga o malas cosechas frecuentes), etc.41. En la
década de 1970 los antropólogos Michael Harner42 y Marvin Harris43 promovieron la hi-
pótesis de que el sacrificio humano y el canibalismo en la sociedad azteca fueron el re-
sultado adaptativo ante factores ecológico-demográficos que creaban carencias proteicas
y presión poblacional (condiciones productivas desfavorables por las pobres tierras agrí-
colas que rodean al valle de México, crisis estacionales en las cosechas, la carencia de
herbívoros domesticados susceptibles de ser usados en las labores de agricultura o como
alimento). La guerra, por tanto, era un mecanismo de regulación por el que se buscaba
evitar densidades poblacionales críticas que degenerasen en hambrunas, mientras que el
sacrificio tenía la función de redistribuir proteínas humanas en forma de alimento dentro
de la sociedad mexica44. Sin embargo, en poco tiempo una pléyade de investigadores sa-
lió a la palestra para demostrar que los factores ecológicos son insuficientes para expli-
car el canibalismo azteca45, argumentando que los habitantes de Tenochtitlán contaban
con una amplia variedad dietaria46, que el consumo de carne humana fue exclusivo de la
pequeña élite sin beneficiar a la gran masa social47, y que en otras zonas del continente,
como en el Amazonas, dicha práctica no era explicable por un asunto de deficiencias
alimenticias48.
40
William Arens, “Rethinking Anthropophagy”, in Barker, Hulme & Iversen (eds.), op. cit., pp. 40-42.
41
Raymond Firth, “Offering and Sacrifice: Problems of Organization”, in The Journal of the Royal An
thropological Institute of Great Britain and Ireland, vol. 93, Nº 1, London, 1963, p. 16.
42
Michael Harner, “The ecological basis for Aztec sacrifice”, in American Ethnologist, vol. 4, Nº 1, New
York, February 1977, pp. 117-135.
43
Marvin Harris, Caníbales y reyes. Los orígenes de las culturas, Madrid, Alianza Editorial, 1992.
44
Op. cit., p. 153. En el medio chileno el principal representante de esta corriente interpretativa, ya su
perada por los círculos de especialistas, es Osvaldo Silva, véase su artículo “El mito de los comedores de
carne humana en América”, en Revista Chilena de Humanidades, Nº 11, Santiago, 1990, pp. 59-81.
45
Michael Winkelman, “Aztec human sacrifice: cross-cultural assessments of the ecological hypothesis”,
in Ethnology, vol. 37, Nº 3, Pittsburgh, Summer 1998, pp. 295-296.
46
Bernard Ortiz de Montellano, “Aztec cannibalism: an ecological necessity?”, in Science (new series),
vol. 200, Nº 4342, New York, May 12th 1978, p. 611.
47
Michael Graulich, El sacrificio humano entre los aztecas, México D.F., Fondo de Cultura Económica,
2016, p. 49. Una descripción del sacrificio azteca en James George Frazer, La rama dorada, México D.F.,
Fondo de Cultura Económica, 1944, pp. 661-667.
48
Vacas Mora, op. cit., pp. 275-276.
La práctica del sacrificio (animal o humano) ocupó un lugar importante en el ritual re-
che-mapuche de tiempos coloniales, constatándose la vigencia de la inmolación humana
hasta bien avanzado el siglo xx50. Esto fue tan evidente a ojos de los españoles que cró-
nicas, cartas e informes dan cuenta, con mayor o menor detalle, de los pormenores que
envolvía el rito51. Destacan en este contexto las eruditas crónicas de los jesuitas Alonso
49
E. E. Evans Pritchard, “The meaning of sacrifice among the Nuer”, in The Journal of the Royal Anthro
pological Institute of Great Britain and Ireland, vol. 84, Nº 1/2, London, 1954, pp. 22, 24.
50
Se trata del sacrificio de un infante en Collileufú, motivado por el terremoto y tsunami que afectó al sur
de Chile en 1960. En el juicio que se siguió, los responsables de la muerte fueron liberados por el juez, quien
“consideró que no habían actuado voluntariamente, sino movidos por la irresistible fuerza física de una costumbre
ancestral”; véase Patrick Tierney, Un altar en las cumbres. Historia y vigencia del sacrificio humano, Barcelona,
Muchnik Editores, 1991, p. 126. Marcelo González, siguiendo el testimonio de Pascual Coña, evoca la muerte de
unos chilenos durante el levantamiento indígena de 1881, véase Marcelo González Gálvez, Los mapuche y sus
otros: persona, alteridad y sociedad en el sur de Chile, Santiago, Editorial Universitaria, 2016, p. 133.
51
Recientemente, el historiador Leonardo León ha puesto en cuestionamiento la existencia del cani
balismo entre los reche-mapuche del siglo xvi, argumentando una escasez de testimonios así como la tendencia
de los españoles a exagerar las prácticas de los indios, pintándolas siempre en la forma más extrema posible.
De esta manera, afirma que tras saberse en Santiago la trágica muerte del gobernador Pedro de Valdivia, cuyos
restos habrían sido canibalizados por Caupolicán, “no sorprende que los miembros del Cabildo suscribieran
rápidamente esa versión de los eventos, pues era también una forma de justificar la posterior esclavitud y la
muerte despiadada de los mapuches”. Del mismo modo, sostiene que comer a Pedro de Valdivia le habría
significado al toki tucapelino el desprecio de su propia comunidad al haber incurrido en un acto de crueldad
extrema, contrario a los afanes de gloria y fama que dictaminaba el admapu, para rebajarse “al mundo de
los renegados y de los infames, de los ‘indomésticos’ de Arauco y Tucapel, verdadero sinónimo de animales
para los propios mapuches”. Con estas afirmaciones, Leonardo León está desconociendo que el canibalismo
reche-mapuche cuenta con pruebas irrefutables para el siglo xvii, como lo demuestra la versión de Francisco
de Ovalle52 y Diego de Rosales53, quienes consignaron los registros más completos, si-
tuación nada de extraña si se considera que la Compañía de Jesús fue la orden religiosa
que hizo del conocimiento de la lengua y costumbres indígenas un requisito indispensa-
ble para la evangelización.
La expresión Juntas de Indios es la que aparece más asiduamente en la documenta-
ción colonial para definir a las reuniones que con suma frecuencia sostenían las agrupa-
ciones indígenas entre sí. El etnotérmino ‘coyan’54 aparece escasamente consignado en
los papeles de la época, siendo visible en los diccionarios jesuitas, en algunas cartas y
crónicas de los miembros de la orden, y esporádicamente en los reportes militares.
Crónicas, cartas e informes oficiales distinguen entre Juntas de Guerra y Juntas de
Paz. La revisión detenida de estos papeles revela un claro desbalance en la descripción
de ambos tipos de reuniones, ya que no es difícil constatar la existencia de abundantes
testimonios sobre las primeras, en vista de que los españoles estaban particularmente in-
teresados en las formas de organización militar de los indios. El conquistador Pedro de
Valdivia entrega una de las referencias más tempranas cuando da cuenta de la primera
exploración que encabezó a las tierras colindantes al río Biobío en 1546. Una vez asen-
tada la hueste en la comarca, supo “que toda la tierra, desta parte e de aquella del río,
venía sobre mí”55, ante lo cual “acordó el general volver a la ciudad de Santiago atento a
que allí les fuera mal”56. Pocas décadas más tarde, el militar Pedro Mariño de Lobera re-
Núñez de Pineda y Bascuñán en su Cautiverio feliz, entre otras fuentes, lo que hace difícil aceptar que carezca
de antecedentes en el siglo xvi. El autor también incurre en un vicio interpretativo, ya que aborda el tema del
honor en el admapu desde una postura occidental, desconociendo que la vendetta también formaba parte de la
“costumbre de la tierra”, como se ha demostrado también para otras culturas nativas del continente, dejando
así en evidencia su escaso roce con la literatura antropológica. Las virtudes de la fortaleza, la sabiduría, el
bienestar y la rectitud no son aplicables por igual a todos los hombres, sino que se priorizan en el seno del
endogrupo, y fuera de él son válidas solo para quienes son merecedores de ellas, tal y como demuestran
todos los trabajos abocados a desentrañar el funcionamiento de la reciprocidad en las sociedades igualitarias.
Véase Leonardo León, “La antropofagia mapuche, siglo xvi”, en Álvaro Góngora y Rafael Sagredo (eds.),
Fragmentos para una historia del cuerpo en Chile, Santiago, Taurus, 2009, pp. 137, 155-156.
52
Alonso de Ovalle, Histórica relación del reino de Chile, Santiago, Instituto de Literatura Chilena, 1969
[1646].
53
Diego de Rosales, Historia general del reino de Chile. Flandes Indiano, Santiago, Editorial Andrés
Bello, 1989 [1674], 2 vols.
54
Los autores coloniales lo consignaron con diversas grafías. Luis de Valdivia, en su Arte y gramática
escribe coyantun, definiéndolo como “hazer razonamiento o parlamento”. En el siglo xviii el jesuita Andrés
Febrés escribió coyagh para referirse al “parlamento o junta grande para parlar”. En las primeras décadas del
siglo xx, el fraile capuchino Félix José de Augusta consignó el término koyaqn, definiéndolo escuetamente
como “el Parlamento”. A mediados del siglo Esteban Erize caracterizó al coyag como “Junta solemne,
parlamento”. Véase Luis de Valdivia, Arte, y gramatica general de la lengua que corre en todo el Reyno de
Chile con un vocabulario, y confessonario, Sevilla, Thomas López de Haro, 1684 [1606]; Andrés Febrés,
Arte de la lengua general del Reyno de Chile, Lima, Calle de la Encarnación, 1764, p. 457; Fray Félix José de
Augusta, Diccionario araucano: mapuche-español, Temuco, Editorial Kushe, 1991 [1916], p. 96 y Esteban
Erize, Diccionario comentado mapuche-español, Buenos Aires, Instituto de Humanidades de la Universidad
Nacional del Sur, 1960, p. 83.
55
Pedro de Valdivia, “Carta al emperador Carlos V, Concepción 15 de octubre de 1550”, en José Toribio
Medina y Rafael Mery Berisso (eds.), Cartas de Pedro de Valdivia que tratan del descubrimiento y conquista
de Chile, Santiago, Fondo Histórico y Bibliográfico José Toribio Medina, 1953 [1550], p. 157.
56
Jerónimo de Bibar, Crónica y relación copiosa y verdadera de los reinos de Chile, Madrid, Historia 16,
1988 [1558], cap. lxvi, p. 182.
57
Los toki eran autoridades civiles y militares que adquirían especial importancia en los momentos de
conflicto. Ellos portaban el tokicura o insignia de mando, el cual era una señal de autoridad y prestigio.
58
Pedro Mariño de Lobera, Crónica del reino de Chile, Madrid, Ediciones Atlas, 1960 [1580], libro i,
parte segunda, cap. xxxi, p. 301.
59
Alonso de Ercilla y Zúñiga, La Araucana, Santiago, Editorial del Pacífico, 1980 [1569-1578-1589], canto
ii, pp. 24-30. En otro trabajo hemos evaluado las divergencias que presentan los testimonios de Alonso de Ercilla
y Jerónimo de Bibar, explicando sus razones. Véase Francis Goicovich, “La etapa de la Conquista (1536-1598):
origen y desarrollo del ‘estado indómito’”, en Cuadernos de Historia, Nº 22, Santiago, 2002, pp. 80-81.
60
Diego Arias de Saavedra, Purén indómito, Santiago, Biblioteca Antigua Chilena, 1984 [ca. 1603], can
tos ii y iii, pp. 189-211. Véase también Rosales, op. cit., vol. ii, libro v, cap. ix, pp. 687-688.
61
“Relación que hace a Su Majestad el Doctor don Álvaro de Ibarra, ajustada a los autos que procesó y
se remiten juntamente sobre el estado y alzamiento general de los indios del Reino de Chile, año de 1658”,
Biblioteca Nacional de Chile, Colección de Documentos Originales de José Toribio Medina (en adelante BNOM),
t. 340, fs. 1-159; en especial cotéjese la sección titulada “Avisos que tuvo don Antonio de Acuña del alzamiento
general de los indios antes que don Juan de Salazar saliese a la segunda jornada de Río Bueno”, fs. 31-50.
62
En el último tiempo los trabajos del antropólogo José Manuel Zavala han significado un importante
aporte para la comprensión de los parlamentos hispano-mapuche, pero como ya hemos mencionado en la
Introducción, el estudio de las Juntas de Paz entre parcialidades indígenas ha concitado un interés menor,
fruto en buena medida de las escasas y fragmentadas referencias existentes. Por lo tanto, contamos con un
mayor conocimiento de los parlamentos hispano-mapuche que de los coyan que involucraban a los grupos
nativos. Ambos términos, por lo demás, envolvían concepciones culturales no siempre coincidentes sobre la
diplomacia, tal y como han demostrado Gertrudis Payás, José Manuel Zavala y Ramón Curivil Paillavil en
“La palabra ‘parlamento’ y su equivalente en mapudungún en los ámbitos colonial y republicano. Un estudio
sobre fuentes chilenas bilingües y de traducción”, en Historia, Nº 47, vol. ii, Santiago, julio-diciembre 2014,
pp. 355-373. Aun así, las contribuciones de José Zavala para el conocimiento de las juntas interétnicas han
sido un referente inevitable y necesario para el desarrollo de esta investigación. Véase, por ejemplo, José
Manuel Zavala, Tom Dillehay y Gertrudis Payás, “El Requerimiento de Martín García Óñez de Loyola a
los indios de Quilacoya, Rere, Taruchina y Maquegua de 1593, testimonio oficial de parlamentos hispano-
mapuches tempranos”, en Memoria Americana, vol. 21, Nº 2, Buenos Aires, julio-diciembre 2013, pp. 135-
268; José Manuel Zavala, José Manuel Díaz Blanco y Gertrudis Payás, “Los parlamentos hispano-mapuches
bajo el reinado de Felipe III: la labor del padre Luis de Valdivia (1605-1617)”, en Estudos Ibero-Americanos,
vol. 40, Nº 1, Porto Alegre, enero-junio 2014, pp. 23-44.
dígenas les permitió ganar su confianza y estar presentes en dichos eventos. El sacerdote
Diego de Rosales entrega tres ejemplos. El primero es la reunión que protagonizaron
el toki Lincopichón, señor de Virquén, y el lonko63 Catumalo, líder de las reducciones
de Arauco en el año 1639. Ambos, en presencia del marqués de Baides, acordaron
mantener una paz firme entre sí y con los españoles, porque de ahí en adelante serían
todos “un corazón, una voluntad, un parentesco, y una sangre”64. El segundo, ocurrido
cuatro años después, es la reunión que sostuvieron los nativos de Arauco y Purén. Esta
es la descripción más detallada de una junta de paz, porque Rosales describe algunos
pormenores del ritual de los foiquefoye65, quienes eran “un género de sacerdotes [...] los
cuales tratan de la paz”66. En esta ceremonia se sacrificaban weke u ovejas de la tierra,
siguiendo la costumbre ancestral67. El tercero fue en 1647, y es la escueta mención que
Diego de Rosales hace de las paces que el veedor general Francisco de la Fuente Villa-
lobos sostuvo en Mariquina con el lonko Manqueante, oriundo de esas tierras, y el toki
Guilipel de Culacura, con lo que se obligaron a “ayudarse con las armas”68. Así, aunque
las reyertas intergrupales podían ser frecuentes, se contaba con mecanismos que permi-
tían superar las diferencias. Fray Juan Falcón, sacerdote cautivo en la rebelión de 1598,
destacó que los indios “con facilidad se vuelven a amigar, aunque hayan resultado heri-
dos y muertos en las dichas reyertas”69. Como ha indicado Marshall Sahlins, “muchos
de los patrones especiales de la cultura tribal adquieren significación precisamente como
mecanismos defensivos, como negaciones de la guerra”70.
El análisis de las Juntas de Guerra y las Juntas de Paz revela una semejanza notable:
una misma estructura definía a ambos ritos, aunque algunos elementos o símbolos dife-
rían, los pasos protocolares eran básicamente los mismos. Los werkenes eran los mensa-
jeros encargados de recorrer los territorios de las agrupaciones que se quería convocar.
Cuando el llamado era para consolidar una alianza bélica, portaban con ellos una flecha
ensangrentada a la que ataban una cuerda con nudos o pron71 que indicaban el número
de días en que celebrarían la reunión: este era el polkitun72 o acto de correr la flecha. Si
63
Los lonko eran los jefes de las familias extensas o lof.
64
Rosales, op. cit., libro viii, cap. iii, p. 1120.
65
De acuerdo con Félix José de Augusta, tanto el término foique como foye significan “el canelo”, véase
De Augusta, op. cit., pp. 50-51. Ricardo Latcham identifica al foiquefoye con el ngenfoye, Guillaume Boccara,
en cambio, los singulariza como entidades distintas. Véase Ricardo E. Latcham, La organización social y las
creencias religiosas de los antiguos araucanos, Santiago, Imprenta Cervantes, 1924, pp. 534-535 y Guillaume
Boccara, Los vencedores. Historia del pueblo mapuche en la época colonial, Santiago, IIAM, 2007, pp. 85-94.
66
Rosales, op. cit., libro viii, cap. xii, p. 1154.
67
Op. cit., p. 1155.
68
Op. cit., libro ix, cap. vii, p. 1243.
69
Horacio Zapater, “Testimonio de un cautivo. Araucanía, 1599-1614: Declaración que hizo el padre fray
Juan Falcón en 18 de abril de 1614”, en Historia, Nº 23, Santiago, 1988, p. 318.
70
Marshall Sahlins, Tribesmen, New Jersey, Prentice Hall, 1968, pp. 7-8.
71
Valdivia, Arte y gramática..., op. cit., lo traduce como “nudo, anudar o atar”. Febrés, Arte de la len
gua..., op. cit., p. 602, es más explícito cuando lo define como “los ñudos que hacen en un hilado para contar
los días que faltan para alguna junta, o bebida, o juego, o también por las pagas de una muerte o hurto, y si
van con hilado colorado, es decir que a sangre y a fuego han de dar las pagas”.
72
De Augusta, op. cit., p. 173, lo traduce como “disparar la flecha”. Andrés Febrés, en su Arte de la
lengua..., op. cit., pp. 607-608, lo traduce como: “flechar, o tirar flechazos los bruxos, y coger flecha, o
consentir al alzamiento, o tun pùlqui”.
bien contamos con muchos testimonios sobre el modo de convocación, es el jesuita Die-
go de Rosales quien mejor lo sintetiza:
73
Rosales, op. cit., vol. i, libro i, cap. xviii, p. 117.
74
Luis de Valdivia, en su Arte y gramática..., op. cit., traduce la palabra como “barrer”, la cual es una de las
dos acepciones que abarca el término. Andrés Febrés, en su Arte de la lengua..., op. cit., pp. 531-532, incorpora
todas las acepciones del término, vale decir, que lo traduce como “el patio de sus casas, por otro nombre lila”,
definiéndolo luego como “una parcialidad de un cazique, y el lugar donde se juntan”, y también como “varrer,
limpiar”. Félix José de Augusta, a cuya grafía nos apegamos, en su Diccionario..., op. cit., p. 113, considera
las dos acepciones del término, ‘barrer’ y ‘el patio’. Por último, el investigador argentino Esteban Erize en su
Diccionario..., op. cit., p. 218, valiéndose del testimonio de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, traduce la
palabra como “lugar designado para convocación y junta de guerra”. Reserva a las expresiones lepümn o lepün
el significado de “barrer, limpiar, despejar”, y a esta última la de “patio de sus casas”.
75
Rosales, op. cit., vol. i, libro i, cap. xviii, p. 118.
76
Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, Cautiverio feliz y razón de las guerras dilatadas de Chile,
Santiago, Imprenta del Ferrocarril, 1863 [1673], Discurso i, cap. xvi, p. 67 y Discurso ii, cap. iii, p. 96.
77
Entre los autores coloniales que hablan del lepún están Ercilla, op. cit., canto i, p. 21, canto iii, p. 36 y
canto xi, p. 77; Alonso González de Nájera, Desengaño y reparo de la guerra del reino de Chile, Santiago,
Imprenta Ercilla, 1889 [1614], libro i, relación iii, cap. iii, pp. 43-44, libro i, relación iv, cap. i, p. 54 y libro ii,
punto ii, cap. iii, p. 99; Jerónimo de Quiroga, Memorias de los sucesos de la guerra de Chile, Santiago, Edito
rial Andrés Bello, 1979 [1692], cap. ii, p. 22.
78
Bibar, op. cit., cap. cv, p. 266.
79
De Augusta, op. cit., p. 5.
80
Erize, op. cit., p. 50.
81
Mariño de Lobera, op. cit., libro i, parte segunda, cap. xxxiv, p. 310.
ca. Al parecer, cada uno de los rewe (el territorio que habitaba cada parcialidad reche)
contaba con su propio lépün, por lo que algunos de los participantes en las reuniones de
guerra y paz actuaban como anfitriones y otros como invitados.
La autoridad que convocaba a la reunión solía ser el toki general que regía sobre el
rewe en que se llevaba a efecto la reunión. El ceremonial de guerra y paz estaba, según
el testimonio de jesuitas, en manos de unos especialistas: el ngentoki82 (dueño o señor
del tokicura, el hacha de piedra negra) para la guerra, y el ngenfoye83 (dueño del canelo
o árbol sagrado) para la paz84. El ngentoki portaba el tokicura, un hacha de piedra negra
que era la insignia de mando del jefe de guerra, con la cual “mataron algún gobernador
o general por su mano o por su industria”85; el ngenfoye, en cambio, el árbol del canelo
(Drymis winteri), el cual se encontraba plantado en el centro del lépün o, en su defecto,
llevaba en sus manos algunas ramas del mismo, y a veces un “toqui de pedernal blanco
o azul”86. Ambos elementos simbólicos estaban ligados a la tierra, ya que mientras las
raíces del canelo estaban enraizadas en ella, los tokicura, junto a flechas y otros im-
plementos de guerra que habían sido enterrados en algún rito de paz en el pasado, eran
exhumados para reiniciar las hostilidades.
El acto central de las ceremonias de guerra y paz era el sacrificio de una víctima, la
que generalmente era un weke87 u “oveja de la tierra”, como le llamaban los españoles.
Jerónimo de Quiroga decía a fines del siglo xvii: “este modo de proceder tienen univer-
salmente todos [los indios] en sus pactos, conciertos y borracheras, matando de un golpe
de maza los carneros de la tierra que son como camellos, y luego les sacan el corazón
[...] y este contrato que allí se hace da a entender que se firma y asegura con aquella
sangre, así en los tratos de paz como de guerra”88. Estos animales cumplían un papel
82
El jesuita Luis de Valdivia lo define en su diccionario como “el capitán, principal de cada legua que
tiene el toqui”, véase Valdivia, Arte y gramática..., op. cit.
83
Valdivia, op. cit., dice que es “el cacique más principal, señor de la canela, que no hay más de uno en
cada Llaucahuin que ponga árbol entero en sus borracheras, los demás son Chapelboye, que ponen una rama”.
84
Rosales, op. cit., vol. i, libro i, cap. xxiii, p. 137. El sacerdote jesuita define al ngentoki como “señor,
gobernador y general de la guerra por herencia”, y al ngenfoye como “señor del canelo, por ser el canelo
insignia de paz”. Para una visión más detallada de las características de estos personajes, véase Boccara, op.
cit., pp. 89-104 y Latcham, op. cit., pp. 160-161. Nuestra apreciación es que los jesuitas, empapados en el afán
cristiano de concebir la realidad sobre la base de fuerzas opuestas excluyentes (Dios y el Demonio, el bien y
el mal, la salvación y la condena, lo justo y lo injusto, etc.), crearon una división artificial de personajes en
torno a una práctica ritual que, en la realidad, era encabezada por un mismo sujeto que adquiría características
diversas en ambos ritos, tanto por el lenguaje empleado como por los objetos simbólicos que le acompañaban.
En otras palabras, ngentoki y ngenfoye eran dos condiciones o adjetivaciones ceremoniales de un mismo líder
espiritual.
85
Rosales, op. cit., vol. i, libro i, cap. xxiii, p. 137.
86
Ibid.
87
No existe consenso entre los investigadores a la hora de identificar al weke. Los arqueólogos, sobre la
base de hallazgos de restos óseos, han señalado la posibilidad de que se trate del guanaco (Lama guanicoe),
mientras que las características anatómicas que entrega la documentación colonial nos induce, por el con
trario, a postular que se trataba de la llama (Lama glama). Cfr. Michael Westbury, Stefan Prost, Andrea See
lenfreund, José-Miguel Ramírez, Elizabeth A. Matisoo-Smith & Michael Knapp, “First complete mitochon
drial genome data from ancient South American camelids. The mystery of the chilihueques from Isla Mocha
(Chile)”, in Scientific Reports, December 2016, disponible en www.nature.com/articles/srep38708 [Fecha de
consulta: 12 de junio de 2017].
88
Quiroga, op. cit., cap. lxvi, p. 292.
Figura Nº 1
Representación de un weke de la zona de Valdivia
(c. 1643)
Fuente: Journael ende historis verhael van de Reyse gedaen bij Costen de Straet Le Maire, naer de Custen
van Chili, onder het beleyt van den Heer Generael Henrick Brouwer, inden Jare 1643 voorgevallen, Amster-
dan, Broer Jansz, 1646. (Texto conservado en la sala José Toribio Medina de la Biblioteca Nacional de Chile).
89
Los reche-mapuche practicaban el “matrimonio por compra” (ngillán o ngillandomo), bajo una regla
de matrimonios preferenciales con las primas cruzadas, las que se adquirían desde otros grupos a cambio
de diversos bienes como mantas, alimentos y, muy en especial, los weke. Un informante anónimo dice que
“según su costumbre, los maridos compran a los padres las hijas para mujeres”; véase el documento anó
nimo titulado “Descripción y cosas notables del reino de Chile, para cuando se trate en el año de 1655 del
notable levantamiento que los indios hicieron en él”, publicado por Jimena Obregón Iturra en Journal de la
Société des Américanistes, Nº 77, Paris, 1991 [1655], p. 160. Véase, también, Francis Goicovich, “Mujer,
socialización, tabú y relaciones intergrupales: la identidad de género en la cultura mapuche de los siglos xvi y
xvii”, en Revista Derecho y Humanidades, Nº 8, Santiago, 2000-2001, pp. 359-360.
90
Rosales, op. cit., vol. i, libro i, cap. xxiv, p. 142. Núñez de Pineda y Bascuñán, op. cit., cap. xxx, p. 193,
destaca que los weke también eran sacrificados en las ceremonias fúnebres, matándoseles “antes de enterrar al
difunto, sobre el hoyo que habían hecho para el efecto”.
El jesuita Diego de Rosales señala que el toki que convocaba a la reunión ofrecía a
los concurrentes “una oveja de la tierra, que matan allí luego dándole con un garrote un
golpe en la cabeza y otro en los lomos, con que cae en tierra aturdida, y le sacan el cora-
zón vivo y palpitando”91.
Los colores ocupaban un lugar especial en la simbología indígena, y el ritual de sa-
crificio era un espacio en que se actualizaban los valores, creencias y significados que se
les atribuía. En la crónica del sacerdote vemos que en las Juntas de Paz era recurrente el
sacrificio de uno o más weke blancos. Así, por ejemplo, en los acuerdos que sostuvieron
los indios de Arauco con los representantes del gobernador Alonso de Ribera en 1605,
se mató “una oveja de la tierra blanca”92. Algunas décadas después, en la primavera de
1639 Lincopichón sostuvo una junta con el marqués de Baides, evento en el que sacrifi-
có “una blanca oveja de la tierra, que se parecen a los camellos, aunque son menores”93.
A pesar de que existen referencias que indican que no todos los weke sacrificados eran
necesariamente blancos, siempre se destaca la presencia de aquellos especímenes que
tenían esta coloración, lo cual demuestra la connotación especial que tenía para los in-
dios esta característica del pelaje. Por ejemplo, en la conferencia de Quillín sostenida
con el marqués de Baides en enero de 1641, el cacique Antegüeno, señor de aquella
tierra, ofreció al Gobernador “una oveja blanca como la nieve”, mientras que los demás
caciques presentes mataron “treinta y dos ovejas, las dos blancas, y se las dieron a los
[caciques] de los indios amigos de Arauco y San Cristóbal”94. En otras palabras, los
weke blancos estaban reservados solo para las autoridades e individuos de prestigio (el
Gobernador, los jefes militares, y los caciques), mientras que aquellos que no presenta-
ban esta tonalidad eran compartidos con personas de menor rango.
El color blanco (liqn95) es la expresión material y extrema de la luz, es la claridad en
su máxima expresión. Los especialistas lo han asociado por lo general a la vida y al bien
dentro de la concepción mapuche96. Sin embargo, los recientes trabajos de Pedro Mege
han puesto en tela de juicio las aproximaciones mecanicistas sobre la simbología del co-
lor. La limitación del tradicional análisis componencial es que enfrenta el estudio de los
símbolos concibiéndolos solo como unidades discretas, otorgándoles una valoración fija
y ajena a los diferentes contextos en que participan. La propuesta de Mege, en cambio,
exige tener en consideración los subsistemas culturales en que dichos símbolos se ex-
presan, ya que cada contexto envuelve una semiosis distinta para el mismo símbolo97. En
91
Rosales, op. cit., vol. i, libro i, cap. xviii, pp. 118-119.
92
Op. cit., vol. ii, libro v, cap. xxxii, p. 784.
93
Op. cit., libro viii, cap. iii, p. 1120.
94
Rosales, op. cit., libro viii, cap. viii, p. 1137.
95
De Augusta, op. cit., p. 115. De la misma forma lo registra Erize, op. cit., p. 220. Luis de Valdivia, en
cambio, escribe liu en su Arte y gramática..., op. cit., mientras Andrés Febrés transcribe la palabra lighn en su
Arte de la lengua..., op. cit., p. 316.
96
Louis Faron, Hawks of the Sun, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1964; María Ester Grebe,
Sergio Pacheco y José Segura, “Cosmovisión mapuche”, en Cuadernos de la Realidad Nacional, Nº 14,
Santiago, 1972, pp. 46-73.
97
Es fácil constatar la influencia de Claude Lévi-Strauss en la propuesta de este autor. El antropólogo
francés sostenía en una de sus obras más célebres que “los términos jamás poseen significación intrínseca;
su significación es ‘de posición’, función de la historia y del contexto cultural, por una parte y, por otra parte,
otras palabras, no basta solo con señalar que el blanco está ligado a valores positivos en
la mentalidad mapuche (el bien, lo beneficioso), ya que su significado final también está
condicionado por el soporte y el acto social en que dicho color (símbolo) se expresa98.
Así, por ejemplo, el autor señala que el blanco “simboliza la vida, la existencia en su gra-
do más sublime, en oposición a la oscuridad de la muerte. No obstante, la luz blanca, en
determinados contextos, no es de ninguna manera vida; figuras míticas nocturnas y letales
son luz concentrada, son fosforescentes. Es el caso del witranalwe y anchimallén, espíri-
tus de la noche cargados de una luz enceguecedora, frecuentemente vestidos de blanco”99.
Una especie doméstica como el weke tenía la particularidad de que su pelaje podía
presentar los dos extremos del espectro cromático: blanco y negro100. Diego de Rosales,
cuando describe a estos animales, dice que “el color es en unos castaño, en otros blanco,
y negro en algunos, y mezclado en pocos estos tres colores”101. Esta característica les
otorgaba una connotación simbólica importante en los rituales, y de allí que fuese el ani-
mal preferido para los sacrificios.
Ya hemos visto que el weke blanco era la víctima preferida en las Juntas de Paz. Con-
tra lo esperado, en el caso de las Juntas de Guerra los cronistas no especifican el color
del pelaje de los weke. Solo se dispone de dos fuentes inéditas que tocan el asunto. La
primera, encontrada por Guillaume Boccara en los estantes del Archivo Jesuita de Roma,
es la Carta Anua de 1635-1636 en que se menciona el sacrificio de un “carnero negro”
durante una asamblea de indígenas en pie de guerra102. La segunda, da cuenta de un caso
de brujería ocurrido en 1692, en el cual se habla del sacrificio de una “oveja negra de la
tierra”103 con el propósito de causar un maleficio a los reche-mapuche que habían pacta-
do con los españoles en Yumbel: se trata de uno de los pocos casos de lucha ritual regis-
trados por los europeos. Sin embargo, existen elementos que llevan a pensar que el negro
(kurü104) era el color recurrente en las juntas bélicas. Así, pues, el ngenfoye que presidía
el sacrificio de las Juntas de Paz portaba, como se ha señalado, ramas de canelo y un to-
kicura blanco, lo cual coincidía con el color del weke a sacrificar. En el caso de las Jun-
tas de Guerra ya sabemos que el ngentoki portaba un tokicura negro. Pues bien, existen
referencias que indican que a veces los cautivos eran reemplazados en el momento del
sacrificio por un perro negro. Así, por ejemplo, Alonso de Ovalle dice que en cierta oca-
sión los indios amigos iban a sacrificar a un guerrero de una parcialidad rival, cortándole
de la estructura del sistema en el que habrán de figurar”, véase Claude Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje,
México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1972, p. 87.
98
Pedro Mege Rosso, “‘Colores aquí’. Simbología mapuche del color”, en Ana María Llamazares y
Carlos Martínez Sarasola (eds.), El lenguaje de los dioses. Arte, chamanismo y cosmovisión indígena en
Sudamérica, Buenos Aires, Editorial Biblos, 2004, pp. 247-257.
99
Op. cit., p. 252.
100
Entre los ndembu de África central los animales y los pájaros adquieren significado ritual según sus
pieles o plumas presenten tonos blancos, rojos o negros; Víctor Turner, La selva de los símbolos. Aspectos del
ritual ndembu, Madrid, Siglo XXI de España Editores, 1980, p. 76.
101
Rosales, op. cit., vol. i, libro ii, cap. xxiv, p. 292.
102
Boccara, op. cit., p. 151.
103
“Información levantada por el capitán don Antonio de Soto Pedreros, por orden del Presidente don To
más Marín de Poveda, contra varios indios acusados de brujos y hechiceros, 1695”, en BNOM, t. 323, f. 107.
104
De Augusta, op. cit., p. 100. Febrés consigna los términos curi y curù en su Arte de la lengua..., op.
cit., p. 467. Erize, por último, apunta la palabra kurü en su Diccionario comentado..., op. cit., p. 91.
la cabeza y clavándolo con sus lanzas, pero que ante los ruegos de un religioso “en lugar
del indio levantaron un perro negro, prosiguiendo con él la crueldad que habían de usar
con el indio”105. Recordando actos de igual naturaleza, Diego de Rosales dice que fue
testigo de como a veces los weichafe (guerreros) perdonaban la vida de los adversarios
valientes matando en su lugar “un perro negro, y con él hacen las ceremonias que habían
de hacer con el indio, o con el español”106. El perro y el ser humano podían ser intercam-
biables dado que compartían el mismo color, el primero visible en su pelaje y el segundo
en la valoración conceptual que se hacía de su condición de enemigo107.
En líneas generales, el color negro ha sido asociado por los investigadores de la cul-
tura reche-mapuche a lo nefasto, como un atributo del wekufu o ente maligno, y de las
fuerzas negativas108. Por ello, no es una casualidad que los especialistas suelan afirmar
que en las rogativas que se hacían a estos seres malignos se recurriese al sacrificio de
animales negros (weke) con el propósito de conseguir su favor109. Aunque en muchas
instancias la ausencia de luz (lo oscuro) está ligado a lo destructivo, el negro era de
un uso generalizado en las prendas de vestir indígena, y eso hasta la actualidad110. La
materialización simbólica de las fuerzas del cosmos (en este caso, en los colores) consi-
deraba la coexistencia de dichas fuerzas en una relación de equilibrio dentro de la vida
cotidiana. Para el reche-mapuche todo fenómeno u objeto estaba contenido dentro de
una totalidad definida por fuerzas opuestas complementarias111. En un trabajo anterior
ya habíamos hecho hincapié en la necesidad de aproximarse a la mentalidad dualista de
las sociedades indígenas a partir de un enfoque contextual, el cual implica considerar la
dinámica de las valoraciones simbólicas dentro de cada subsistema de la cultura112.
105
Ovalle, op. cit., libro viii, cap. xvi, p. 395.
106
Rosales, op. cit., vol. i, libro i, cap. xx, p. 128. Una descripción más detallada del reemplazo de
los cautivos por perros en Diego de Rosales, Seis misioneros en la frontera mapuche, Temuco, Ediciones
Universidad de La Frontera, 1991 [1673], pp. 101-102.
107
En la Roma de Julio César, el caballo y el hombre eran intercambiables como víctimas en algunas
circunstancias sacrificiales ligadas al dios Juno, aunque siempre hubo preeminencia o mayor valoración del
componente humano, véase Jaan Puhvel, “Victimal hierarchies in Indo-European animal sacrifice”, in The
American Journal of Philology, vol. 99, Nº 3, Baltimore, Autumn 1978, p. 355.
108
Faron, op. cit. Grebe, Pacheco y Segura, op. cit.; María Ester Grebe, “Presencia del dualismo en la
cultura y música mapuche”, en Revista Musical Chilena, vol. xxviii, Nº 126, Santiago, 1974, pp. 47-79.
109
Yosuke Kuramochi y Rosendo Huisca, Cultura mapuche. Relaciones de rituales y tradiciones, Te
muco, Talleres Gráficos de la Universidad Católica de Temuco, 1992, pp. 51-52. También Yosuke Kuramochi,
“Aproximación a la temática del mal a través de algunos relatos mapuches”, en Nütram, año vi, Nº 4, San
tiago, 1990, p. 47.
110
Mege, op. cit., p. 252. Un estudio de la significación de los colores en la iconografía textil en Pedro
Mege Rosso, “Los símbolos constrictores: una etnoestética de las fajas femeninas mapuches”, en Boletín
del Museo Chileno de Arte Precolombino, Nº 2, Santiago, 1987, pp. 89-128. Los padres de la Compañía de
Jesús, con quienes llegaron a consolidar estrechas relaciones de entendimiento, amistad y comunicación, eran
llamados curi Patiru, o “sacerdotes negros”, haciendo alusión al hábito oscuro que vestían los miembros de la
orden, véase Febrés, op. cit., p. 467. Otro ejemplo lo encontramos en las tribus ndembu y chokwe del África
central y centro-sur, en las que el color negro, aunque suele representar la muerte, la esterilidad y la impureza,
no siempre es considerado maléfico, véase Turner, op. cit., p. 75.
111
Tomás Guevara, Las últimas familias y costumbres Araucanas, Santiago, Imprenta, Litografía y Encua
dernación Barcelona, 1913, p. 258.
112
Francis Goicovich, “El género femenino en la sociedad Mapuche de los siglos xvi y xvii: ¿una
subordinación permanente?”, en Actas del 3er Congreso Chileno de Antropología, Valdivia, Sociedad Chilena
de Antropología, 2000, vol. 2, pp. 1164-1171. Véase también Boccara, op. cit., pp. 150-151.
Compartir un mismo color permitía que los tokicura (blancos y negros) y weke (o pe-
rros para el caso del weke negro) se constituyeran en unidades simbólicas de un mismo
sistema ritual. En otras palabras, había un juego de equivalencias que compatibilizaba
diversos elementos al interior de cada clase de rito (de paz o de guerra), y que en térmi-
nos estructurales permitía validar un mismo protocolo en las Juntas de Guerra así como
en las Juntas de Paz. El color, como un símbolo ritual, debe ser considerado en relación
con el objeto ritual o acto discursivo (verbal y gestual) del cual es parte; por lo tanto,
tiene que ser considerado en relación con el contexto ceremonial, el contexto cultural,
el contexto social y hasta el contexto natural de que participa, ya que su significado es
producto del lugar que ocupa al interior de una estructura culturalmente jerarquizada113.
Los weke eran sacrificados golpeándoles con una porra en la cabeza, instrumento al que
un testigo anónimo identificó con la clava o especie de maza ritual114; el texto dice que en
una reunión con españoles un indio dio “un gran golpe de clava o masa a la oveja en la ca-
beza con que quedó aturdida [y] le arrancaron presurosamente el corazón”115. Acto seguido,
se procedía a rociar con la sangre de este órgano las ramas del canelo116 o árbol sagrado en
las Juntas de Paz, o a los tokicura negros en las Juntas de Guerra. Sobre las ceremonias de
paz, Diego de Rosales dice que los indios “matan las ovejas de la tierra, dándole a cada una
con una porra un golpe en la cabeza [...] Luego le sacan el corazón vivo y palpitando, con
su sangre untan las hojas del canelo”117. En las Juntas de Guerra se valían de un procedi-
miento similar, ya que “el toqui general saca su hacha de piedra, junto a los demás caciques
y soldados, y clavando en el suelo su toqui, una lanza, y algunas flechas, mata allí [la] ove-
ja de la tierra, y con la sangre del corazón unta el toqui, la lanza y las flechas”118.
Vemos, de esta manera, que un mismo protocolo regía para las dos ceremonias, lo
que demuestra que existía un sistema de equivalencias entre los símbolos que las com-
ponían. El weke blanco era al weke negro, como el canelo (o el tokicura blanco) era al
tokicura negro. El juego de las oposiciones simbólicas, con sus correspondientes signifi-
cados, se actualizaba en ambos tipos de juntas.
El clímax de ambas reuniones se alcanzaba cuando los concurrentes participaban de
una acción cargada de significado: compartir el corazón de la víctima. Rosales dice que
los anfitriones
“[...] le dan el corazón y la oveja al cacique, o persona con que hacen las paces, el cual lo re-
parte en pedacitos, de modo que del corazón de la oveja quepa algún pedazo a cada uno, por-
113
Sam D. Gill, “The color of Navajo ritual symbolism: an evaluation of methods”, in Journal of An
thropological Research, vol. 31, Nº 4, Chicago, Winter 1975, p. 359.
114
Hasta la actualidad los investigadores desconocían el uso de este artefacto entre los reche-mapuche de
tiempos coloniales. La referencia citada es al parecer la única que arroja una pista sobre su funcionalidad.
115
“Relación de lo sucedido en este Reino de Chile al Señor Marqués de Baides, Conde de Pedrosa, hasta
hoy primero de marzo de 1640 años desde 1º de mayo del año pasado de 1639”, en Biblioteca Nacional de
Chile, Colección de Manuscritos Diego Barros Arana, t. 11, f. 486.
116
Rosales, Historia general…, op. cit., vol. i, libro i, cap. xxv, p. 143, indica: “el ramo de canelo es la
insignia de los embajadores de paz, y aunque sea entre los enemigos le dan paso franco al indio que lleva en la
mano un ramo de canelo, porque en viéndole con él conocen todos que va con embajada de paz”.
117
Ibid.
118
Op. cit., p. 144.
que el recibir aquel pedazo es obligarse a guardar la paz y muestra de que todos se han unido
en un corazón, y héchose un alma y un cuerpo [...] Y en las ramas del árbol, ungidas con el
corazón y la sangre de él, quieren dar a entender que como aquellas ramas están unidas en un
tronco y participaron de aquella sangre, así han de estar unidos [ellos]”119.
119
Rosales, Historia general…, op. cit., p. 143.
120
Diego de Rosales parece ser el único autor que consigna el término, ya que no se encuentra en los
diccionarios hispano-mapuche coloniales.
121
Op. cit., vol. i, libro i, cap. xviii, p. 119.
122
González Gálvez, op. cit., p. 132. El antropólogo Edwin James indica que en otras sociedades, al
compartir y consumir la carne, se creaba un parentesco con la víctima, evitando la venganza de su espíritu,
véase Edwin O. James, Origins of sacrifice. A study in comparative religion, Port Washington (New York),
Kennikat Press, 1971, p. 111.
123
Eleanor Rimoldi, “Human sacrifice and the loss of transformative power”, in Social Analysis: The
International Journal of Social and Cultural Practice, vol. 49, Nº 1, Oxford, Spring 2005, p. 100. Como ha
demostrado Ilka Thiessen en Papúa Nueva Guinea, el consumo real, mítico o simbólico de cuerpos humanos
crea relaciones sociales y marca una separación en la conceptualización de los restos masculinos –concebidos
como fértiles y beneficiosos– y los restos femeninos –considerados contaminantes, sobre todo en lo que
respecta a sustancias como la sangre menstrual–. De esta manera, la manipulación de sustancias a través
del canibalismo permite la consolidación de las identidades de género. En el caso reche-mapuche, solo los
weichafe tenían el derecho de consumir el cuerpo del rival vencido, un adversario que, además, debía ser
admirado tanto por sus cualidades bélicas como de liderazgo, por lo que la identidad de género también
representaba un papel en su ejercicio dada la exclusión que se hacía de las mujeres. Véase Ilka Thiessen, “The
social construction of gender. Female cannibalism in Papua New Guinea”, in Anthropos, vol. 96, Nº 1, Sankt
Augustin (Germany), 2001, pp. 143-144.
124
Eli Sagan argumenta que para el caníbal que come gente fuera de su tribu, la guerra y el canibalismo
están inexorablemente conectados. La mayoría de los seres humanos que son asesinados con el fin de que
puedan ser comidos no son miembros de la tribu que los habrá de consumir. El caníbal no mata a miembros de
su propia familia o clan con el fin de comerlos, excepto en ciertas situaciones excepcionales y explicables. El
caníbal come a esos que son otros y que no son parte de la propia comunidad. Por ello que el exocanibalismo
es, con mucho, la modalidad más común de esta práctica. Véase Eli Sagan, Cannibalism. Human aggression
and cultural form, New York, Harper & Row, 1974, pp. 3, 75-76.
paz (Juntas de Paz). Los dos tipos de reuniones representaban una transición entre dos
estados (armonía y conflicto): los símbolos en juego, diferenciados más por un asunto
de grado antes que de naturaleza, eran las piezas de un ajedrez conceptual cuyo último
movimiento pretendía mantener el cosmos en el equilibrio que había antecedido al con-
flicto.
La muerte era una puerta que unía dos mundos semejantes, aunque no idénticos. Una
vez traspasado ese umbral, se entraba a otro en que los ancestros continuaban realizando
las mismas actividades que en la tierra, entre ellas la de luchar contra los enemigos125.
El lenguaje de las armas era una actividad demarcada por el signo de lo impredecible:
la victoria y la derrota, la vida y la muerte eran posibilidades que se debatían imprevisi-
blemente durante su ejercicio126. Los símbolos, en la medida que encarnaban los valores
y los códigos culturales de la sociedad, también participaban de esta dinámica. En las
Juntas de Paz las armas eran destruidas y enterradas junto a los tokicura en una clara
alusión al fin o muerte del estado de guerra. Diego de Rosales ilustra esta fase del rito
con la siguiente cita: “Y al pie del canelo hacen un hoyo y entierran los instrumentos de
la guerra de una y de otra parte”127. Los tokicura sufrían una muerte simbólica una vez
enterrados: la muerte del estado de guerra iba aparejada con la muerte de los emblemas
del conflicto.
Pero el estado de paz fue siempre inestable, la guerra era una posibilidad latente en
el diario vivir de los reche-mapuche. Cuando se rompían los acuerdos o se conformaban
alianzas para luchar contra un nuevo enemigo, los tokicura que dormían bajo tierra eran
traídos a la vida, dando inicio a un nuevo sistema de hostilidades. El informe sobre los
indios hechiceros de Boroa indica que después de haber matado a un weke se le sacó el
corazón “ensangrentando con él las flechas y el toqui para resucitarle”128. En una junta
de guerra, los weichafe se aprestaban a ir al combate después de sacrificar un weke, un-
tando las flechas y el tokicura con su sangre, diciéndoles “hartaos flechas de sangre, y tú
toqui bebe y hártate también de la sangre del enemigo, que como esta oveja ha caído en
tierra muerta, y le hemos sacado el corazón, lo mismo hemos de hacer con nuestros ene-
migos con tu ayuda”129. Cual símil de la paz y la guerra, el hacha ceremonial, símbolo
de estatus y poder, transitaba entre la vida y la muerte.
Consumir a la víctima (animal o humana130) enlazaba a los concurrentes en un com-
promiso, ya sea para la paz o la guerra. Desde ambas situaciones se vivenció la confor-
mación de alianzas y la negociación de acuerdos, en otras palabras, la construcción de la
política tribal en el contexto del rito.
125
Rosales, Historia general..., op. cit., vol. i, libro i, cap. xxix, p. 155. El jesuita dice que en el otro mun
do indios y españoles “conservan sus rencores y pelean unos con otros”.
126
Francis Goicovich, “En torno a la asimetría de los géneros en la sociedad mapuche del periodo de la
Conquista Hispana”, en Historia, vol. 36, Santiago, 2003, p. 161.
127
Rosales, Historia general..., op. cit., vol. i, libro i, cap. xxv, p. 143.
128
“Información levantada por el capitán don Antonio de Soto Pedreros..., 1695”, op. cit., f. 107.
129
Rosales, Historia general..., op. cit., vol. i, libro i, cap. xviii, p. 119.
130
En el caso de la víctima humana solo se bebía la sangre que empapaba al corazón o, a lo sumo, se
consumían porciones de este órgano entre los principales líderes que participaban del rito.
ban que se había recibido un agravio, ya sea de naturaleza física (rapto de algún fami-
liar, daño corporal, muerte violenta) o sobrenatural (enfermedades y muertes producto
de hechizos). La guerra era la consecuencia de la transgresión de un status quo preexis-
tente, era un agravio que había que saldar para volver al precario equilibrio que había
antecedido a la vorágine del conflicto.
El sentimiento de deuda que nacía del agravio recibido encendía los mecanismos
sociales, políticos y rituales que daban origen a las alianzas entre los bandos en disputa:
enemigos y aliados, el mal y el bien se encarnaban en coaliciones, cada una de las cua-
les se consideraba con el justo derecho de vengar lo que concebían como una iniquidad
de la contraparte, del agresor y sus pares. Existían fórmulas que buscaban evitar el des-
pliegue del sistema bélico, como la compensación material. Así, por ejemplo, el militar
Francisco de Mogollón y Ovando, en carta al Rey, de mayo de 1624, señaló: “en caso
que haya alguno que mate a otro se hacen pagas de poca consideración a su usanza con
ovejas, cántaros de chicha o lo que cada uno puede, con que quedan satisfechos y ami-
gos como de antes”136. Cincuenta años después el sacerdote Diego de Rosales confirma-
ba esta apreciación al señalar que los caciques tratan de evitar las venganzas
“[...] tasando las pagas que se han de dar para satisfacer a los parientes de el muerto. Y estas
muertes se pagan siempre con llancas, que son las piedras verdes y negras, variadas con vetas
de uno y otro color, que estiman mas que los diamantes y esmeraldas, de que no hazen caso. Y
cada sarta de estas piedras es una paga, y cada muerte se compone con diez pagas. Y si el ma-
tador no las tiene, se las han de dar forzosamente sus parientes para salir de aquel empeño, por
ser causa de toda la parentela, i uso entre ellos, que lo que no puede uno pagar, se lo ayuden a
pagar los parientes, oy por mi, mañana por ti”137.
131
Goicovich, “En torno a la asimetría...”, op. cit.
132
Boccara, op. cit., pp. 151-163.
133
Goicovich, “En torno a la asimetría...”, op. cit., pp. 166-167.
134
Faron, op. cit.; Grebe, Pacheco y Segura, op. cit.; Grebe, op. cit.; Rolf Foerster, Introducción a la reli
giosidad mapuche, Santiago, Editorial Universitaria, 1993, pp. 57-62.
135
De Augusta, op. cit., p. 73. Valdivia consigna el término cayñe en su Arte y gramática..., op. cit., al
igual que Febrés, en su Arte de la lengua..., op. cit., p. 343. Erize apenas difiere de sus predecesores con la
grafía caiñe, como consta en su Diccionario comentado..., op. cit., p. 67.
136
“Carta de don Francisco de Mogollón y Ovando a Su Majestad el Rey, Lima 1 de mayo de 1624”, Bi
blioteca Nacional de Chile, Colección de Manuscritos de José Toribio Medina (en adelante BNMM), t. 126, f.
101.
137
Rosales, Historia general…, op. cit., vol. i, libro i, cap. xxii, p. 134.
138
Ricardo E. Latcham, “La capacidad guerrera de los Araucanos: sus armas y métodos militares”, en Re
vista Chilena de Historia y Geografía, Nº 15, Santiago, 1915, p. 26.
139
Sergio Villalobos, “Guerra y paz en la Araucanía: periodificación”, en Sergio Villalobos y Jorge Pinto
(comps.), Araucanía, temas de historia fronteriza, Temuco, Ediciones Universidad de la Frontera, 1985,
pp. 7-30; Leonardo León, “Mapu, toquis y weichafes durante la primera Guerra de Arauco: 1546-1554”, en
Revista de Ciencias Sociales, vol. 40, Valparaíso, 1995, pp. 277-344.
140
Goicovich, “La etapa de la Conquista...”, op. cit., p. 77.
141
Boccara, op. cit.
142
Iniciado en 1612, este proyecto tuvo su acta de defunción en la real cédula de 13 de abril de 1625, si
bien fue publicada en Santiago recién el 25 de enero de 1626. Numerosos documentos que dan cuenta de la
implantación de este proyecto, que convertía a los jesuitas en los principales agentes de penetración española
en tierras reche-mapuche, se pueden encontrar en el séptimo volumen de la segunda serie de la Colección
de documentos inéditos para la historia de Chile, Santiago, Fondo Histórico y Bibliográfico José Toribio
Medina, 1982.
143
“Carta de Alonso de Sotomayor al virrey del Perú, conde del Villar, sobre la guerra, 7 de febrero de
1586”, en Colección de documentos inéditos para la historia de Chile, Santiago, Fondo Histórico y Bibliográ
fico José Toribio Medina, 1959, tomo 3 (segunda serie), pp. 292-294.
144
“Carta de Alonso García Ramón a Su Majestad el Rey, Concepción, 16 de junio de 1605”, en BNMM,
t. 118, fs. 68-75; “Carta de Alonso García Ramón a Su Majestad el Rey, Santiago, 23 de noviembre de 1605”,
en BNMM, t. 118, fs. 83-87; “Carta de Alonso García Ramón a Su Majestad el Rey, Concepción, 15 de mayo
de 1606”, en BNMM, t. 113, fs. 30-46; “Carta del gobernador Alonso García Ramón a Su Majestad el Rey,
Río de la Laja, 11 de enero de 1607”, en BNMM, t. 109, fs. 165-182.
145
“Memoria de las cosas y estados del reino de Chile en el gobierno del presidente don Francisco Laso
de la Vega que da Miguel de Miranda Escobar, Los Reyes, 23 de abril de 1634”, en BNMM, t. 132, f. 214.
146
González de Nájera, op. cit.
147
José Bengoa, Historia de los antiguos mapuches del sur: desde antes de la llegada de los españoles
hasta las paces de Quilín, Santiago, Editorial Catalonia, 2003; Boccara, op. cit.
148
Silva, op. cit.
la comunidad del mapuche captor y sus aliados. Cuando ocurría lo primero, lo normal
era que la cabeza del derrotado fuera desmembrada del cuerpo y puesta en el extremo
de una lanza149. Si no se trataba de un adversario de reconocido prestigio por su valor
o porque ocupaba un lugar de preeminencia en su grupo (un toki, un lonko o un líder
militar español), se la hacía circular por la geografía de los bosques, montañas y valles
del sur del río Biobío para incitar a la rebelión a aquellas parcialidades que aún no ad-
herían a la lucha o, simplemente, para iniciar un alzamiento. Militares y religiosos se
percataron tempranamente de la importancia de este acto de decapitación, y las nefas-
tas secuelas que podría acarrear para la seguridad de los asentamientos españoles. Los
soldados-cronistas Alonso de Góngora Marmolejo y Alonso González de Nájera y el
sacerdote Diego de Rosales, entre otros, dan elocuentes testimonios. El primero de estos
dice que tras una victoria indígena ante los españoles “despacharon mensajeros por toda
la provincia, manifestando el buen suceso que habían tenido, y enviaron de presente
muchas cabezas de cristianos [...] rogándoles que todos tomasen las armas y no perdie-
sen tan buena oportunidad como al presente tenían para libertarse”150. Alonso González
de Nájera es igualmente ilustrativo cuando afirma que los indios de guerra “procuran le-
vantar a los de paz con las cabezas de los capitanes y demás españoles muertos”, ya que
“no hay cosa que más incite a las rebeliones”151. Por último, el padre jesuita Diego de
Rosales narra la derrota y muerte del capitán español Juan Rodulfo Lisperguer junto a
163 soldados, cuyas cabezas distribuyeron por todos los rincones del territorio incitando
a la rebelión152. No debe extrañar que los españoles realizaran grandes esfuerzos en las
batallas para evitar ser capturados o muertos por los indios, ya que una cabeza decapita-
da era suficiente para incitar la rebelión de toda una comarca. Así, por ejemplo, la pro-
banza de méritos y servicios de Mateo de Espinosa pondera su valiente accionar cuando
“embistiendo con los indios, y peleando con ellos, por debajo de los pies de su caballo
sacó a el dicho [Martínez de] Moscoso muy mal herido, en lo cual hizo gran servicio a
Su Majestad, porque son de calidad estos indios que en cogiendo una cabeza de español,
alborotan la tierra y procuran hacer juntas y borracheras”153. Salvar a un compañero po-
día evitar la expansión de la rebelión y, por lo mismo, futuras muertes de españoles.
Resulta inevitable constatar la proximidad funcional entre el pulkitún y el uso de las
cabezas de los vencidos como medio para convocar a la guerra: la flecha ensangrentada
era reemplazada, cuando la ocasión lo permitía, por los cráneos de los adversarios caí-
149
Sobre el uso ritual y político de las cabezas de los vencidos, véase el interesante y documentado
trabajo de Daniel Villar y Juan Francisco Jiménez, “En lo alto de una pica. Manipulación ritual, transaccional
y política de las cabezas de los vencidos en las fronteras indígenas de América meridional. (Araucanía y las
pampas, siglos xvi-xix)”, en Indiana, N° 31, Berlín, 2014, pp. 351-376.
150
Alonso de Góngora Marmolejo, Historia de Chile, desde su descubrimiento hasta el año de 1575,
Madrid, Ediciones Atlas, 1960 [1575], cap. lxvii, p. 201. Véanse también los sucesos señalados en cap. xl, p.
155 y cap. xlv, p. 163, de esta obra.
151
González de Nájera, op. cit., libro i, relación v, cap. vi, p. 76 y cap. vii, p. 81.
152
Rosales, Historia general…, op. cit., vol. ii, libro v, cap. xl, pp. 815-819.
153
“Probanza de los servicios de Mateo de Espinosa, soldado en la guerra de Arauco y Tucapel, en
compañía de Don Alonso de Sotomayor, en el fuerte de San Ildefonso del valle de Arauco, 3 de marzo de
1592”, en José Toribio Medina (ed.), Colección de documentos inéditos para la historia de Chile, Santiago,
Imprenta Elzeviriana, 1901, tomo 25, p. 396.
dos en combate. Lo que es más, no deja de llamar la atención que en el diccionario del
jesuita Andrés Febrés el término pùlqui sea equivalente a “la flecha, y también un hue-
so, o mano, o cabeza de Español, o una flechita, que se envían de mano en mano los Co-
nes, o confidentes quando se quieren alzar, y el que la recibe conciente en el alzamiento,
y el que no, no consiente”154. Es justo señalar que, a pesar de la proximidad funcional, la
cabeza de los rivales vencidos resultaba ser un medio de convocación más efectivo que
las flechas, ya que representaba una señal inequívoca de una reciente victoria sobre las
fuerzas enemigas.
Este uso que se hacía de los cráneos ocurría, en la mayoría de los casos, con guerre-
ros indígenas y soldados españoles de menor rango, porque las cabezas de los más reco-
nocidos rivales, tanto por su valor como por su estatus, quedaban bajo la custodia de los
ngentoki. Diego de Rosales es el más explícito al afirmar que “cuando en la guerra ma-
tan a algun general, o persona de importancia, i le cortan la cabeza, le toca el guardarla
al Toqui general, como pressa de grande estima”155.
Estas cabezas-trofeo recibían el nombre de ralilonko, palabra compuesta por los
términos rali (escudilla o plato de palo156) y lonko (cabeza o líder157), lo cual da una
idea del concepto que se tenía de los cráneos. El lonko (cabeza) era un contenedor de
fuerzas, el receptáculo de la energía que daba vida a cada sujeto. Era un repositorio que
resguardaba aquello que ponía en movimiento a un ser158. Coincidentemente, los jefes
de cada familia extensa (lof) reche-mapuche también eran llamados lonko, correspon-
dencia que explicita el papel organizador y movilizador de estas unidades semánticas:
similares en esencia, funcionaban en ámbitos distintos, una a nivel somático (la cabeza
que controla el cuerpo) y el otro a nivel del sistema social (el líder que representa a la
agrupación).
El que los cráneos de los rivales más connotados permanecieran en manos de los
ngentoki muestra que se hacía una valoración diferencial del enemigo. Por cuanto los
líderes y grandes guerreros eran capaces de dirigir las acciones de un grupo, se conside-
raba que poseían una fuerza superior a la de los demás. Vencerlos en batalla represen-
taba una importante fuente de prestigio, lo cual los convertía a ellos y sus pertenencias
en un codiciado botín. Es el caso de Pedro de Valdivia, quien fue muerto después de ser
capturado en 1553, cuya cabeza fue llevada “a Tucapel e la pusieron en la puerta del
señor principal en un palo”159. Las vestimentas que lo cubrían pasaron a manos de su
vencedor, el toki Caupolicán; las octavas del poema de Alonso de Ercilla grafican esta
situación cuando describen una junta en la que,
154
Febrés, op. cit., p. 607.
155
Rosales, Historia general…, op. cit., vol. i, libro i, cap. xx, p. 126. Eli Sagan argumenta que preservar
la cabeza de la víctima suele ser una fuente de prestigio para los cazadores de cabezas, ya que conservan un
trofeo permanente en su poder con el que construyen capital social. Aunque distingue entre cazadores de
cabezas y caníbales, su argumentación es válida para los reche-mapuche, ya que los weichafe solían preservar
los cráneos de los vencidos y beber en ellos en rituales de guerra, usándolos como un trofeo de prestigio y
como un dispositivo ceremonial para consolidar las alianzas. Véase Sagan, op. cit., p. 46.
156
Valdivia, Arte y gramática…, op. cit.; Febrés, op. cit., p. 618.
157
Valdivia, Arte y gramática…, op. cit.; Febrés, op. cit., p. 535; De Augusta, op. cit., p. 116.
158
Boccara, op. cit., pp. 151-153.
159
Bibar, op. cit., cap. cxv, p. 291.
Una suerte semejante corrió la cabeza del gobernador Martín García Óñez de Loyola
después de la sorpresiva derrota de su expedición en Curalava en diciembre de 1598. Diego
de Rosales dice que una vez consumada la catástrofe “le cortaron la cabeza, y con ella pues-
ta en una pica, cantaron victoria, y cortando otras de los capitanes las llebaron por trofeo”161.
Esta jerarquización de los adversarios y el destino diferencial de sus cráneos (unos
para convocar a la guerra, otros para ser conservados por los ngentoki y usarse en los
ritos de guerra) revelan que la valoración de la victoria sobre las fuerzas españolas no
era homogénea al interior de las comunidades indígenas. Derrotar a soldados de escaso
mérito en batallas o emboscadas no tenía el mismo impacto que alcanzar el triunfo sobre
los capitanes que hasta ese instante habían sido responsables de los triunfos de las armas
castellanas. Esto permite explicar que la muerte de los gobernadores Pedro de Valdivia
en 1553 y Martín García Óñez de Loyola en 1598, hayan devenido en dos formidables
rebeliones indígenas en que fueron arrasadas ciudades y fuertes. En ambos casos, las
comitivas que acompañaban a dichas autoridades, y que corrieron la misma suerte de
sus líderes, eran de escaso número. Otros triunfos indígenas sobre contingentes españo-
les mucho más numerosos no se tradujeron en rebeliones de similar magnitud, y es que
matar al líder rival significaba descabezar y desarticular al cuerpo social que este gober-
naba. Devenía el caos de la desorganización. La agudeza de Diego de Rosales se percató
de este aspecto de la mentalidad indígena cuando señala que una vez “destroncada la
cabeza no hallaban difficultad para deshacer el cuerpo”162.
Los ralilonko, a pesar de la muerte, conservaban esa mágica fuerza que había anima-
do a los hombres en vida. Es en el deseo de apropiarse de dicha fuerza que se asienta,
en parte, una de las prácticas rituales más llamativas de los reche-mapuche: el consumo
de bebidas alcohólicas en los cráneos. Alonso González de Nájera señalaba a comienzos
del siglo xvii que los indios “hacen de las calaveras vasos para beber, pintados de varios
colores, teniéndolo a gran blasón, especialmente si la cabeza ha sido de algún español
señalado”163. Diego de Rosales insiste en esto al decir:
“[...] en las borracheras de mucho concurso le sacan para beber en el [cráneo] por grandeza, de
suerte que solamente los caciques, y las personas graues beben, por honra que se les haze, en la
cabeza. Que llaman Rali-lonco que quiere decir vaso de cabeza, en el cual no bebe jamás la gen-
160
Ercilla, op. cit., canto viii, p. 58.
161
Rosales, Historia general…, op. cit., vol. ii, libro v, cap. viii, p. 686.
162
Ibid.
163
González de Nájera, op. cit., libro i, relación iv, cap. ii, p. 56.
te vulgar [...] Y assi tienen muchas otras guardadas de capitanes, y personas de quenta, que sacan
en sus borracheras, para beber chicha en ellas, sin hazer asco de beber en calabera humana”164.
Andrés Febrés lo define en su diccionario como “el casco de la cabeza hecho plato
en que a vezes beben por oprobio de sus enemigos”165.
El anhelo por incorporar las virtudes del rival y hacerse de sus cualidades más dignas
de elogio no era el único fundamento de esta práctica. Un objetivo complementario era
despojarlo de sus destrezas guerreras para que así se encontrara incapacitado cuando tu-
viese que enfrentar a la parentela ancestral de su vencedor en la otra vida. Ya habíamos
señalado en la sección precedente que la muerte significaba el paso a otro mundo en el
que se mantenían las costumbres de la tierra. Como la guerra era un ámbito exclusivo de
los hombres, la pérdida de las habilidades significaba una transformación del guerrero:
valiéndose del ralilonko, los weichafe que lo habían derrotado en batalla sometían su es-
píritu a un proceso de feminización166, el que se iniciaba con el consumo de bebidas para
despojarlo de sus fuerzas, y que se reforzaba mediante la imposición de abalorios y ador-
nos. Alonso González de Nájera dice que en las celebraciones de victoria, en las ramas del
canelo “ponen las cabezas de los españoles que han muerto, cada una en su rama, de ma-
nera que se ven los rostros desde fuera, las cuales tienen adornadas de flores y guirnaldas,
y aún les ponen sus mismos zarcillos algunas indias”167. La ornamentación de los cráneos
con adornos femeninos parece confirmar nuestra observación: reducir al adversario hasta
arrebatarle los atributos de su masculinidad a través de la feminización de su persona.
Los cautivos destinados al sacrificio también pasaban por una transformación sim-
bólica. Fiel al sistema de equivalencias y reemplazos que hemos constatado en varios
ámbitos del rito de sacrificio, el lugar que ocupaba el weke negro en las Juntas de Gue-
rra podía ser llenado por el prisionero seleccionado para la inmolación168. Lo que es
más, una vez iniciado el rito, el que también se efectuaba en el lepum, la víctima obtenía
la condición de wekeche, “que quiere dezir en su lengua hombre que an de matar como
carnero, porque le matan del mismo modo que matan los carneros de la tierra”169. Hom-
bre y bestia eran, así, entidades ritualmente intercambiables debido a que se había expe-
rimentado una antropomorfización de la naturaleza (el weke negro podía ocupar el lugar
del prisionero), así como un fisiomorfismo del hombre (el prisionero era clasificado y
sacrificado como un weke negro)170.
De todas formas, es justo reconocer que la equivalencia simbólica también tenía sus
límites, puesto que ninguna fuente documental señala la práctica del ralilonko con los
164
Rosales, Historia general…, op. cit., vol. i, libro i, cap. xx, p. 126. Véase, también, en la misma obra,
cap. xx, 129; cap. xxv, p. 144 y vol. ii, libro v, cap. ix, p. 688.
165
Febrés, op. cit, p. 618.
166
Goicovich, “En torno a la asimetría…”, op. cit., p. 166. Esto indica que las almas de los muertos aún
seguían atadas, en algún grado, a sus restos mortales.
167
González de Nájera, op. cit., libro i, relación iv, cap. ii, p. 54.
168
La relación también era en el sentido inverso, es decir, que el sacrificio del weke significaba la muerte
simbólica de los enemigos. Rosales, Historia general..., op. cit., vol. i, libro i, cap. xviii, p. 119, dice “como esta
oueja ha caido en tierra muerta, y le emos sacado el corazon, lo mismo hemos de hazer con nuestros enemigos”.
169
Op. cit., cap. xx, p. 127.
170
Lévi-Strauss, op. cit., p. 321.
cráneos de los weke. La naturaleza animal de uno y humana del otro hacía que las ho-
mologaciones fuesen válidas solo hasta cierto punto171.
Aunque muchos autores describen sacrificios humanos172, el más vívido testimonio
es el que brinda Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, ya que durante su cautiverio
presenció la muerte de un soldado español. Veamos el siguiente fragmento:
“En medio pusieron al soldado que trajieron liado para el sacrificio, y uno de los capitanes cojió
una lanza en la mano, en cuyo extremo estaban tres cuchillos, a modo de tridentes, bien liados;
y otro tenía un toque [...] Y esta insignia a modo de hacha sirve en los parlamentos de matar es-
pañoles [...] Cojió en la mano el toque o, en su lugar, una porra de madera que usaban entonces
sembrada de muchos clavos de herrar. [Y entonces] se acercó adonde aquel pobrecito soldado le
tenían asentado en el suelo, y desatándole las manos, le mandaron coger un palillo, y [que] dél
fuese quebrando tantos cuantos capitanes valientes y de nombre se hallaban en nuestro ejérci-
to173. [...] De esta suerte fue nombrando hasta diez o doce de los mas nombrados y conocidos, y
le mandó cortar otros tantos palitos; los cuales le hizo tener en una mano, y le dijo: tened en la
memoria a todos los que hemos nombrado y haced un hoyo para enterrar esos valientes [...] Alle-
góse al desdichado mancebo y díjole: ¿cuántos palillos tienes en la mano? Contólos y respondió
que doce; hízole sacar uno preguntándole, que quién era el primer valiente de los suyos [...]
con que fue por sus turnos sacando desde el maestro de campo jeneral y sarjento mayor hasta el
capitan de amigos llamado Diego Monje, que ellos tenían por valiente y gran corsario de sus tie-
rras; y acabado de echar los doce palillos en el hoyo, le mandaron fuese echando la tierra sobre
ellos, y los fue cubriendo con la que habia sacado del hoyo; y estando en esto ocupado, le dio en
el celebro [sic] un tan gran golpe, que le echó los sesos fuera con la macana o porra claveteada,
que sirvió de la insignia que llaman toque. Al instante los acólitos que estaban con los cuchillos
en las manos, le abrieron el pecho y le sacaron el corazón palpitando [...] Pasó el corazon de
mano en mano [...] y en el entretanto andaban cuatro o seis de ellos con sus lanzas corriendo a
la redonda del pobre difunto, dando gritos y voces a su usanza, y haciendo con los piés los de-
mas temblar la tierra. Acabado este bárbaro y mal rito, volvió el corazón a manos de mi amo, y
haciendo de él unos pequeños pedazos, entre todos se lo fueron comiendo con gran presteza”174.
Están presentes todos los formalismos y elementos que participan del sacrificio del
weke negro: la ceremonia se realiza en el lepum (dato ausente en la cita)175, el tokicura o
171
René Girard afirma que no existe ninguna diferencia esencial entre el sacrificio humano y el sacrificio
animal, ya que en muchos casos son sustituibles entre sí. Todas las víctimas, incluso las animales, deben
semejarse a aquellas que sustituyen. Pero esta semejanza no debe llegar hasta la pura y simple asimilación, no
debe desembocar en una confusión catastrófica. En el caso de las víctimas animales, la diferencia siempre es
muy visible y no permite ninguna confusión. Aunque lo hagan todo para que su ganado se les parezca y para
parecerse a su ganado, los nuer jamás confunden realmente un hombre con una vaca. La prueba está en que
siempre sacrifican a la segunda y nunca al primero. Véase René Girard, La violencia y lo sagrado, Barcelona,
Editorial Anagrama, 2005, pp. 18-19. Aunque críticos con Girard, en este punto presentan una postura similar
Brian K. Smith & Wendy Doniger, “Sacrifice and substitution: ritual mystification and mythical demystifica
tion”, in Numen, vol. xxxvi, Nº 2, Leiden, December 1989, p. 194.
172
Góngora Marmolejo, op. cit., cap. xiv, pp. 104-105; González de Nájera, op. cit., libro i, relación iv,
cap. ii, p. 56 y cap. iii, pp. 58-59; Rosales, Historia general..., op. cit., vol. i, libro i, cap. xx, pp. 126-127, cap.
xxxii, p. 168 y vol. ii, libro vi, cap. xxviii, p. 979.
173
Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán habla aquí en primera persona, por lo que alude al ejército español.
174
Núñez de Pineda y Bascuñán, op. cit., discurso i, cap. x, pp. 40-43.
175
Esta información sí es explicitada por Rosales, Historia general…, op. cit., vol. i, libro i, cap. xx, pp. 126-127.
hacha de piedra, la clava para desnucar, la extracción del corazón y el curucul (compartir
el corazón entre los participantes del rito para significar la unión de las voluntades en torno
a una misma causa). Sin embargo, se observa la inclusión de un elemento nuevo, totalmen-
te ausente en el sacrificio del weke, lo que demuestra que la naturaleza de ambos seres (el
animal y el prisionero) impedía una total homologación simbólica entre ellos. Tal es el ri-
tual de las varas de madera o cogh, a los que Andrés Febrés define como “unos palitos que
dan a los españoles, para que cuenten los valientes de su nación”176. Así como en las Juntas
de Paz se enterraban los toki y las flechas para significar la “muerte” del estado de guerra,
el entierro de estas varas simbolizaba la muerte de los valientes soldados que representa-
ban. En otras palabras, con el sacrificio del prisionero eran sacrificados, también, todos los
guerreros de quienes él había dado su nombre. Es interesante comprobar que la palabra
coghit, variación de la raíz cogh, significa “dar flechazo los bruxos para hacer daño”177, lo
que invita a suponer que el rito de los palitos envolvía a la vez una muerte simbólica y una
potencial muerte física ya que en el fondo se les estaba enviando un maleficio.
Figura 2
Traslado del cautivo al lepum y ritual del sacrificio
Fuente: Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, Cautiverio Feliz y razón de las guerras dilatadas
de Chile, manuscrito original conservado en el Fondo Antiguo del Archivo Nacional de Santiago de
Chile.
176
Febrés, op. cit., p. 457.
177
Ibid.
Conclusión
de las Juntas de Guerra y Paz por el ganado doméstico europeo, el que se sabe que fue
incorporado exitosamente por los nativos del sur? ¿O fue más bien una consecuencia de
la disminución en la intensidad del conflicto fronterizo? Es igualmente válido suponer
que la creciente actividad evangelizadora y vigilante de los jesuitas pudo ser el motivo
esencial de que el hallazgo de documentos que reflejen estas prácticas se vaya haciendo
muy esporádico conforme se avanza en el tiempo. O, en definitiva, que la acción con-
certada de todas estas fuerzas es lo que brinda de mejor manera una explicación históri-
ca al asunto.
Tal como hemos señalado en el texto, hay referencias que demuestran que todavía
se ejercía el sacrificio humano a comienzos de la segunda mitad del siglo xx, pero la
naturaleza y objetivos de su ejercicio no parecen amoldarse a aquellos que motivaban la
convocación de las Juntas de Guerra y Paz en los días de la Guerra de Arauco. El tema,
en definitiva, no está agotado.