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Cocteau Lafarsa

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LA FARSA DEL CASTILLO.

Jean Cocteau

Tengo la manía de dar bromas, sí, de divertirme a costa de la gente. ¿He


dicho tengo la manía ? No, no es cierto. La he tenido. Ya no la tengo. Se me
han quitado las ganas. Voy a contarles cómo he cambiado de parecer. Es
una historia triste, desagradable..., pero que debo contársela a ustedes
porque así no gastarán bromas pesadas, y mucho menos en un castillo, Sí,
la cosa ocurrió en un castillo. En un castillo donde yo estaba de preceptor.
Acababa de obtener mi título y entré de profesor en el castillo de Midemort:
un nombre admirable, ¿verdad? Obtuve ese puesto por la influencia de un
amigo muy rico, que conocía a mucha gente del mundo elegante. Yo no
conocía a nadie. Sólo conocía a los compañeros de pensión de la calle de los
Estudios. Pero me gustaba meterme con la gente y gastarles bromas. Había
notado que mis bromas acababan siempre mal y que no sabía gastarlas.
Pero era más fuerte que yo, era como si me empujara el diablo o un espíritu
maligno… ¡que me jugaba cada mala pasada! Por ejemplo, el domingo
seguía a las familias por la calle, a las familias que llevaban a un niño cogido
de la mano, esos niños que vuelven constantemente la cabeza hacia atrás.
Yo me acercaba a ellos, me ponía en cuclillas y les sacaba la lengua o les
hacía unos gestos terribles. Al principio me miraban extrañados. Después
les entraba miedo y se echaban a llorar. Algunos se quejaban a su mamá, la
mamá se volvía y se encontraba con mi amable sonrisa. Entonces el niño
cargaba con las culpas, le regañaban, le pegaban. Puede que no lo crean
ustedes, pero en eso me divertía los domingos. Otros días iba a los grandes
almacenes, me acercaba a las señoras que estaban revolviendo en el
mostrador, me situaba a su derecha y les daba un golpecito en el hombro
izquierdo. Ellas se revolvían contra el señor que estaba a su izquierda, claro,
y estallaban escenas horrorosas. Sí, conforme, lo sé. Sé que es absurdo
perder el tiempo en esas cosas, pero no podía remediarlo, y la manía de
gastar bromas me ha perdido.
En el castillo yo era el preceptor de los hijos de una mujer encantadora. Los
hijos, uno tenía once años y el otro catorce, adoraban a su madre. Su padre
estaba de viaje y yo no lo había conocido todavía. Me lo describieron, le
querían mucho y contaban los días que faltaban para que volviese. Pero de
pronto llega al castillo un personaje ridículo, una especie de viejo
presumido que contaba aventuras e historias interminables. Era un amigo
del padre que parecía querer incrustarse en la familia a pesar de la actitud
general, bastante hostil y burlona, que le rodeaba. En la mesa nos
guiñábamos el ojo o nos dábamos con el codo cada vez que inclinaba la
cabeza sobre su plato. La señora lanzaba suspiros interminables para
hacerle comprender que nos cansaba y que lo mejor que podía hacer era
irse. Pero él no se daba por aludido. Se metía en todos los asuntos, daba
órdenes. Y resultaba tan pesado y tan molesto que decidimos gastarle una
broma. Era el demonio el que me incitaba, y como la madre nos lo hubiera
prohibido, los niños me suplicaron que no le dijésemos nada. No me opuse;
después de todo era una broma inocente y propia de su edad. Se trataba de
hablar de fantasmas, de crear una atmósfera de pavor. El viejo era muy
miedoso, y estaba lleno de supersticiones. En eso consistía la primera parte.
La segunda en disfrazarnos por la noche de fantasmas con unas sábanas
echadas por encima, abrir la puerta de su cuarto y darle un susto horroroso.
Su dormitorio daba a un inmenso hall lejos del que ocupaba la dueña de la
casa, por lo que no había peligro de ser descubiertos. Empezamos nuestro
plan hablando en la mesa de fantasmas; la señora, sin saberlo, nos hace el
juego, porque también cuenta una historia tremebunda. Y a todo esto,
nuestra víctima confiesa que no iba a poder pegar los ojos en toda la noche.
¡Empezamos a triunfar! Nos retiramos cada uno a nuestro cuarto. Al cabo
de un rato, los niños me vienen a buscar, ¡y en marcha hacia nuestra
aventura! Aprovisionados de sábanas y linternas, descalzos, bajamos la
escalera haciendo esfuerzos sobrehumanos para aguantar la risa y con
peligro de rompernos la cabeza en cada escalón. Dan las doce. Llegamos
ante la puerta. Enciendo una linterna y nos echamos las sábanas por
encima a modo de sudarios. Ya estamos convertidos en fantasmas, cuando
de pronto, el picaporte empieza a girar despacio, .. despacio... Nos
escondemos detrás de una columna con las sábanas en desorden sobre
nuestros hombros. La puerta se abre. La luz de la habitación se alarga sobre
el hall.. ¡y vemos salir a la señora en camisón! Amor mío -murmura- un
momento, lo tengo en mi bolsillo y lo he dejado en la mesa del hall. Pasa a
nuestro lado, atraviesa el hall, coge el bolso, vuelve y entra en el cuarto,
diciendo: "Vamos. No tienes nada que temer. Todo el mundo duerme, no
seas tonto”. Y ya dentro de la habitación: "¿Me quieres?” Respuesta: “Te
quiero". Y la puerta que se cierra en la noche... De repente no hubo ni
castillo, ni hall, ni noche, ni preceptor, ni fantasmas, ni madre… Subimos a
nuestros cuartos con las sábanas arrastrando. Los niños no volvieron a
hablar nunca de esa noche espantosa. Pero olvidar la mirada del más joven
cuando me dijo: "Buenas noches, señor”. Olvidar la mirada del más joven y
el silencio del otro. Olvidar esa mirada y ese silencio no puedo; no podré
jamás.

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