El documento narra la historia de un profesor que tenía la costumbre de gastar bromas pesadas a la gente, pero que aprendió su lección después de organizar una broma en un castillo que salió terriblemente mal. Planeó con sus alumnos asustar a un invitado molesto fingiendo ser fantasmas, pero descubrieron que el invitado en realidad estaba teniendo una aventura con la madre de los niños. Los niños quedaron traumatizados y el profesor comprendió que ya no debía gastar más bromas crueles.
El documento narra la historia de un profesor que tenía la costumbre de gastar bromas pesadas a la gente, pero que aprendió su lección después de organizar una broma en un castillo que salió terriblemente mal. Planeó con sus alumnos asustar a un invitado molesto fingiendo ser fantasmas, pero descubrieron que el invitado en realidad estaba teniendo una aventura con la madre de los niños. Los niños quedaron traumatizados y el profesor comprendió que ya no debía gastar más bromas crueles.
El documento narra la historia de un profesor que tenía la costumbre de gastar bromas pesadas a la gente, pero que aprendió su lección después de organizar una broma en un castillo que salió terriblemente mal. Planeó con sus alumnos asustar a un invitado molesto fingiendo ser fantasmas, pero descubrieron que el invitado en realidad estaba teniendo una aventura con la madre de los niños. Los niños quedaron traumatizados y el profesor comprendió que ya no debía gastar más bromas crueles.
El documento narra la historia de un profesor que tenía la costumbre de gastar bromas pesadas a la gente, pero que aprendió su lección después de organizar una broma en un castillo que salió terriblemente mal. Planeó con sus alumnos asustar a un invitado molesto fingiendo ser fantasmas, pero descubrieron que el invitado en realidad estaba teniendo una aventura con la madre de los niños. Los niños quedaron traumatizados y el profesor comprendió que ya no debía gastar más bromas crueles.
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LA FARSA DEL CASTILLO.
Jean Cocteau
Tengo la manía de dar bromas, sí, de divertirme a costa de la gente. ¿He
dicho tengo la manía ? No, no es cierto. La he tenido. Ya no la tengo. Se me han quitado las ganas. Voy a contarles cómo he cambiado de parecer. Es una historia triste, desagradable..., pero que debo contársela a ustedes porque así no gastarán bromas pesadas, y mucho menos en un castillo, Sí, la cosa ocurrió en un castillo. En un castillo donde yo estaba de preceptor. Acababa de obtener mi título y entré de profesor en el castillo de Midemort: un nombre admirable, ¿verdad? Obtuve ese puesto por la influencia de un amigo muy rico, que conocía a mucha gente del mundo elegante. Yo no conocía a nadie. Sólo conocía a los compañeros de pensión de la calle de los Estudios. Pero me gustaba meterme con la gente y gastarles bromas. Había notado que mis bromas acababan siempre mal y que no sabía gastarlas. Pero era más fuerte que yo, era como si me empujara el diablo o un espíritu maligno… ¡que me jugaba cada mala pasada! Por ejemplo, el domingo seguía a las familias por la calle, a las familias que llevaban a un niño cogido de la mano, esos niños que vuelven constantemente la cabeza hacia atrás. Yo me acercaba a ellos, me ponía en cuclillas y les sacaba la lengua o les hacía unos gestos terribles. Al principio me miraban extrañados. Después les entraba miedo y se echaban a llorar. Algunos se quejaban a su mamá, la mamá se volvía y se encontraba con mi amable sonrisa. Entonces el niño cargaba con las culpas, le regañaban, le pegaban. Puede que no lo crean ustedes, pero en eso me divertía los domingos. Otros días iba a los grandes almacenes, me acercaba a las señoras que estaban revolviendo en el mostrador, me situaba a su derecha y les daba un golpecito en el hombro izquierdo. Ellas se revolvían contra el señor que estaba a su izquierda, claro, y estallaban escenas horrorosas. Sí, conforme, lo sé. Sé que es absurdo perder el tiempo en esas cosas, pero no podía remediarlo, y la manía de gastar bromas me ha perdido. En el castillo yo era el preceptor de los hijos de una mujer encantadora. Los hijos, uno tenía once años y el otro catorce, adoraban a su madre. Su padre estaba de viaje y yo no lo había conocido todavía. Me lo describieron, le querían mucho y contaban los días que faltaban para que volviese. Pero de pronto llega al castillo un personaje ridículo, una especie de viejo presumido que contaba aventuras e historias interminables. Era un amigo del padre que parecía querer incrustarse en la familia a pesar de la actitud general, bastante hostil y burlona, que le rodeaba. En la mesa nos guiñábamos el ojo o nos dábamos con el codo cada vez que inclinaba la cabeza sobre su plato. La señora lanzaba suspiros interminables para hacerle comprender que nos cansaba y que lo mejor que podía hacer era irse. Pero él no se daba por aludido. Se metía en todos los asuntos, daba órdenes. Y resultaba tan pesado y tan molesto que decidimos gastarle una broma. Era el demonio el que me incitaba, y como la madre nos lo hubiera prohibido, los niños me suplicaron que no le dijésemos nada. No me opuse; después de todo era una broma inocente y propia de su edad. Se trataba de hablar de fantasmas, de crear una atmósfera de pavor. El viejo era muy miedoso, y estaba lleno de supersticiones. En eso consistía la primera parte. La segunda en disfrazarnos por la noche de fantasmas con unas sábanas echadas por encima, abrir la puerta de su cuarto y darle un susto horroroso. Su dormitorio daba a un inmenso hall lejos del que ocupaba la dueña de la casa, por lo que no había peligro de ser descubiertos. Empezamos nuestro plan hablando en la mesa de fantasmas; la señora, sin saberlo, nos hace el juego, porque también cuenta una historia tremebunda. Y a todo esto, nuestra víctima confiesa que no iba a poder pegar los ojos en toda la noche. ¡Empezamos a triunfar! Nos retiramos cada uno a nuestro cuarto. Al cabo de un rato, los niños me vienen a buscar, ¡y en marcha hacia nuestra aventura! Aprovisionados de sábanas y linternas, descalzos, bajamos la escalera haciendo esfuerzos sobrehumanos para aguantar la risa y con peligro de rompernos la cabeza en cada escalón. Dan las doce. Llegamos ante la puerta. Enciendo una linterna y nos echamos las sábanas por encima a modo de sudarios. Ya estamos convertidos en fantasmas, cuando de pronto, el picaporte empieza a girar despacio, .. despacio... Nos escondemos detrás de una columna con las sábanas en desorden sobre nuestros hombros. La puerta se abre. La luz de la habitación se alarga sobre el hall.. ¡y vemos salir a la señora en camisón! Amor mío -murmura- un momento, lo tengo en mi bolsillo y lo he dejado en la mesa del hall. Pasa a nuestro lado, atraviesa el hall, coge el bolso, vuelve y entra en el cuarto, diciendo: "Vamos. No tienes nada que temer. Todo el mundo duerme, no seas tonto”. Y ya dentro de la habitación: "¿Me quieres?” Respuesta: “Te quiero". Y la puerta que se cierra en la noche... De repente no hubo ni castillo, ni hall, ni noche, ni preceptor, ni fantasmas, ni madre… Subimos a nuestros cuartos con las sábanas arrastrando. Los niños no volvieron a hablar nunca de esa noche espantosa. Pero olvidar la mirada del más joven cuando me dijo: "Buenas noches, señor”. Olvidar la mirada del más joven y el silencio del otro. Olvidar esa mirada y ese silencio no puedo; no podré jamás.