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Segunda Parte

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Segunda parte

CAMBIO EN LAS MENTALIDADES ANDINAS


Y TRIUNFO DEL CRISTIANISMO
(siglo XVII)

161
Cambio en las mentalidades andinas significa, sin lugar a dudas,
el triunfo del cristianismo en el Perú colonial. En el primer capí-
tulo, donde ensayamos un original análisis de historias míticas
locales, nos acercamos al estudio de las complejas relaciones entre
ritual, mito, mensaje, memoria colectiva, legitimación de las élites
gobernantes y reproducción de las identidades étnicas. Hemos
descubierto un proceso que podríamos reducirlo a tres etapas bien
determinadas. La primera: olvido de lo inca y de las grandes
divinidades andinas con la desaparición simbólica del inca
Huayna Cápac y Viracocha en el lago Titicaca. La segunda:
revitalización de lo étnico y local, ejemplificado en el dinamismo
y función de las historias míticas. Finalmente, la tercera:
enfrentamientos entre los indígenas y búsqueda de soluciones por
parte de las noblezas indias para mantener el control de las pobla-
ciones andinas cada vez más cristianizadas.
Pero también hemos querido hacer una original presenta-
ción del triunfo del cristianismo en los Andes del siglo XVII. Para
eso hemos hecho un ejercicio de cuantificación de ciertos rasgos de
las mentalidades cristianas de españoles, mestizos e indígenas.
Las capellanías nos han servido para mostrar que el catolicismo al
estilo europeo es fundamentalmente urbano y español y que los
indígenas buscarán sus propias formas para expresar la piedad
cristiana. Pero en ambos casos, europeos y andinos son hombres
obsesionados por la idea de Dios, cielo y felicidad en el más allá.

163
I
UNA CRISIS DE IDENTIDAD:
MITO, RITUAL Y MEMORIA
EN LOS ANDES CENTRALES
(siglo XVII)

El fin de un ciclo mítico

Este subtítulo puede parecer algo arbitrario y osado al mismo tiem-


po. El fin de un ciclo mítico es como decir el fin de un mito; en otras
palabras, la muerte de un dios o de los dioses que este mito contie-
ne. Es arbitrario porque uno de los más grandes especialistas,
Claude Lévi-Strauss, en un ensayo de 1971 (1973: 301-15), nos in-
dica que un buen camino para estudiar «cómo mueren los mitos»
es analizar sus transformaciones sucesivas hasta encontrar las
versiones que alteren la «arquitectura» mítica (armature mythique)
original. No seguiré este procedimiento, de técnica refinada y pro-
pio de otro tipo de estudios. Además, existe otra razón para una
opción diferente: en el caso de los Andes centrales, en el siglo XVI,
estamos frente a una situación de invasión y conquista coloniales.
Fenómenos que traen consigo la ruptura de las civilizaciones indí-
genas y la interrupción violenta de sus procesos históricos autóno-
mos. Por lo tanto, si la economía, la sociedad y el orden político
sufren una ruptura, algo similar sería lógico encontrar en el ámbito
de las mentalidades.
Los sistemas religiosos andinos, factibles de ser reconocidos
en sus relatos míticos, también sufren una alteración casi irrepara-
ble. A tal punto que, frecuentemente, se habla de la «muerte de los
dioses indígenas» como secuela de la conquista. En consecuencia,
mi razonamiento no será enteramente nuevo, pero sí realizaré un

[165] 165
procedimiento original para analizar la crisis en las identidades
andinas a fines del siglo XVII.
Es también bastante conocido y aceptado, como lo ha reitera-
do recientemente Tzvetan Todorov (1982) resumiendo los estudios
más importantes del último decenio sobre este tema, que los pue-
blos indígenas del Nuevo Mundo pensaban, o «razonaban», a partir
de sistemas mítico-religiosos. Sistemas inflexibles, rígidos, nada
versátiles para encarar situaciones nuevas. Por eso no entendieron
las intenciones del conquistador; más bien, interpretaron la apari-
ción de los navíos europeos, por Veracruz y Tumbes, como el regre-
so de sus dioses (TODOROV 1982: 101). Venían de las aguas, por el
oriente y por el occidente respectivamente, por donde se perdieron
—según los mitos— sus grandes dioses. Para explicar lo nuevo
recurren a lo antiguo: sus esquemas de pensamiento estaban do-
minados por lo mítico-religioso. No buscaban comprender las nue-
vas situaciones sino que, al igual que los hombres de la Edad Me-
dia europea, interpretaban los acontecimientos cotidianos para
reconocer la voluntad divina. Quisieron resolver los nuevos pro-
blemas con la memoria, ya que, como dice Todorov, «la prophétie
est mémoire» (1982: 91).
Pero este ejercicio mental de explicar la «historia real» por la
«historia mítica» no es un fenómeno del siglo XVI en los Andes, ni
producto exclusivo de la conquista europea. Es más bien anterior y
sus raíces penetran en épocas muy remotas. Son muy bien conoci-
dos los pasajes de las tradiciones y ritos de Huarochirí (TAYLOR
1980: 155-9), donde se narra la revuelta de los alancumarca, los
calancomarca y los choquemarca. El inca Túpac Inga Yupanqui
convoca a todos los huacas a la plaza Aucaypata (Cusco); allí se
reúnen Pachacamac, Macahuisa y muchas otras deidades regio-
nales. El inca les habla, las presiona y las amenaza. Al final los
huacas deciden ayudarlo y finalmente derrotan a los pueblos rebel-
des. Aquí encontramos una curiosa combinación de «historia
mítica» e «historia real».
Esta es una forma corriente de narrar la historia andina desde
la perspectiva indígena: la historia real se transforma en historia
mítica y son los dioses los que deciden el destino de los hombres.
Por eso, R. Tom Zuidema llega a proponer: «[...] yo consideraría la
historia total inca hasta el tiempo de la conquista española como

166
un evento hasta cierto punto mitológico» (1977a: 48). Es decir, una
historia que integra lo religioso, lo calendárico, los hechos huma-
nos y lo ritual en un solo sistema. Es en esta esfera donde los que
sufrieron la derrota buscan explicaciones a lo que vivieron en el
siglo XVI. Es en este mismo ámbito donde, inmediatamente después
de la conquista, reinterpretando sus tradiciones, encontraron los
signos, presagios y profecías que de alguna manera explican la
estupefacción y docilidad de las noblezas reinantes ante los inva-
sores europeos (WACHTEL 1971: 37-64). Dentro de estos esquemas
de pensamiento, concebir la conquista como la derrota y muerte de
los dioses indígenas parece bastante lógico.
Pero también había dicho que el título de este capítulo es osa-
do, por lo que implica como análisis y como manejo de técnicas a
las cuales no está acostumbrado un historiador. Por lo tanto, evita-
ré los autores y textos muy complejos sobre mitología en general,
para privilegiar los que tratan de preferencia acerca de las regiones
andinas y que tienen innegable validez.
La historia de las religiones andinas es un «territorio» bastan-
te explorado y donde la etnohistoria ha cosechado sus mejores
éxitos en las últimas décadas. Una de las discusiones iniciales fue:
¿politeísmo o monoteísmo en los Andes prehispánicos? Evidente-
mente la respuesta fue muy fácil: politeísmo. Pero la pregunta la
formularon los primeros religiosos con una intención no científica
y no de la manera lacónica como la he presentado. Ellos más bien
«querían» encontrar en el enorme panteón andino rasgos de mo-
noteísmo identificados en una deidad central. Es por eso que los
mejores cronistas coloniales, españoles, mestizos o indígenas, des-
de una preocupación muy católica, hasta etnocéntrica, comenza-
ron a preguntarse por Viracocha y lo presentaron como un Dios
creador andino. Según Henrique Urbano (1981: XVI), esto les impi-
dió comprender a cabalidad el discurso mítico indígena:«[...] la
búsqueda afanosa de una creencia en un Dios “único y creador”,
que de alguna manera mostrara los rasgos del Dios de la tradición
judeo-cristiana». Todo eso influyó en el tratamiento que Franklin
Pease hace de este tema desde el título mismo de su libro El Dios
creador andino (1973), que no es metafórico sino conceptual.
Además, no veo la urgencia de una definición. Los mitólogos
no se detienen en estos detalles que para ellos son aleatorios, es-

167
quivos y encubridores de lo estructural. Me inclino de nuevo por el
85
Viracocha ordenador: «[...] Pachayachachi o Tecsi Viracocha re-
presenta la sabiduría o la capacidad de ordenamiento del mundo
y de las cosas [...]. No es un “dios único y criador”, sino más bien el
que señala el lugar apropiado para cada cosa y el momento en que
cada uno lo debe ocupar» (URBANO 1981: XXXII). Esto es retomar uno
de los temas centrales de la antropología clásica del siglo XIX. Sir
James G. Frazer hacía girar toda la magia y, por qué no, la religión,
alrededor de la necesidad de mantener un orden, una organiza-
ción, sea atmosférica, natural o humana. Los dioses debían cuidar
ese orden. Julio C. Tello, en 1923, adelantándose muchísimo a su
tiempo, entendió, a partir de la antropología de su época, lo que los
especialistas están descubriendo en la actualidad. Aunque consi-
deró también a Viracocha, repitiendo a los cronistas, un creador,
pero sin dejar de indicar que fue además un héroe cultural, ordena-
dor (1923: 82-3).
Luego hizo un análisis muy moderno que, desgraciadamente,
no ha sido continuado (Urbano aún lo deja inconcluso), de las
versiones Viracocha más importantes (Betanzos, Sarmiento de
Gamboa, Molina, Cabello, Cobo, Garcilaso e incluso los relatos de
Huarochirí), conjugándolas hasta llegar a la siguiente síntesis:
En el primer acto de la creación, Kon Titi Wira-Kocha (sic) sale
del lago Titikaka, y hace el cielo, la tierra y ciertas gentes, y
desaparece dejando el mundo en la oscuridad. En el segundo,
sale nuevamente; convierte en piedras a las personas creadas en
el primer acto; crea el sol, la luna y estrellas, y a los modelos o
arquetipos humanos; ayudado por dos o tres de sus servidores,
viaja por toda la tierra haciendo salir a las gentes en los diferen-
tes lugares donde debían definitivamente vivir y poblar; y por
último, terminada la obra de la creación, desaparecieron, él y sus
acompañantes, por el lado del Océano. (TELLO 1923: 85)
86
Según Tello —y aquí radica probablemente su actualidad—,
los diferentes Viracocha, de las diversas versiones recogidas du-
85
Pierre Duviols sostuvo exactamente lo mismo en 1977: «En otras palabras, el
yachachachic es el que sabe mucho, concibe y realiza su proyecto, de tal manera
que las cosas estén bien ordenadas» (1977: 58).
86
Es sorprendente la intuición desplegada por Julio C. Tello en 1923. Con una
formación no sistemática en antropología, pero usando de manera fecunda la

168
rante el siglo XVI, tanto en la costa como en la sierra, en el sur como
en el norte, constituyen el resultado de un proceso de aglutinación
y simplificación que parte de los mitos amazónicos hasta llegar a
un esquema andino. En los nuevos mitos andinos de Viracocha,
los héroes cambian pero sus funciones se mantienen en su esencia
y la «arquitectura» amazónica parece mantenerse intacta. Sin em-
bargo, Viracocha se vuelve más complejo, más universal, nítida-
mente «creador» sideral de la naturaleza y de los hombres.
Pero debemos agregar que aún no se tiene un conocimiento
definitivo sobre esta deidad andina. Entre los estudios de Tello (1923)
y los de Demarest (1984) se han producido avances a través de
nuevas interpretaciones, pero también retrocesos con propuestas
muy confusas y oscuras. La discusión la resume muy bien A.
Demarest cuando dice que podemos distinguir cuatro interpreta-
ciones sobre Viracocha: 1. un gran Dios ocioso; 2. una divinidad
inca omnipotente y sin rival; 3. una figura menor en el panteón
andino; y, 4. absolutamente inexistente (1984: 2). La propuesta de
John H. Rowe fue también bastante interesante: Viracocha, deidad
central del panteón andino, es una invención tardía de los incas en
la época de Pachacuti, cuando su organización adquiría una defi-
nida forma imperial. Contrariamente, R. Tom Zuidema propone
que Viracocha fue la deidad tutelar de la mitad hurin en el Cusco;
combinación de etnografía (en el caso de Casta, 1923) con la historia y la
arqueología. Su análisis formalmente podría parecer estructuralista, pero se quedó
en las comparaciones morfológicas, no llegó a mirar las transformaciones a
partir de un mito primordial. Y su interés fundamentalmente fue demostrar la
filiación amazónica de los mitos andinos y su transformación hasta adaptarse a
realidades geográficas y sociales diferentes. De aquí pasó a la confrontación del
relato mítico con la iconografía para proponer los orígenes amazónicos de la
cultura andina. Postulado que en la actualidad la arqueología andina está validando.
Por otro lado, en la esfera exclusivamente de los mitos, Julio C. Tello parece que
se encontraba en el camino correcto, transitado luego por muchos grandes
especialistas. Entre ellos Alfred Metraux, Claude Lévi-Strauss y más recientemente
R. Tom Zuidema. Claude Lévi-Strauss sostiene que el mito del «viejo pobre» del
grupo lingüístico salish, de América del Norte, tiene su «pendant» en las regiones
amazónicas y andinas: evidentemente, se refiere al mito de Cuniraya Huiracocha
de Huarochirí. También habla de la difusión panamericana de los esquemas dualistas
(1955: 158) y del mito de la rebelión de los objetos que lo cuentan los chiriguanos
de Bolivia y que lo encontramos estampado en la iconografía de Nasca y Mochica.
Por último, Zuidema nos habla de la similitud de la organizaicón sociopolítica
bororo y el sistema ceque cusqueño, incluyendo dentro de esta comparación a
ejemplos más lejanos como San Damián de Huarochirí.

169
un antiguo Dios de los no incas. Finalmente, Demarest, como en un
esfuerzo de síntesis, propone que esta deidad debe haber domina-
do los sistemas religiosos en los dos últimos desarrollos imperiales
en los Andes organizados por los wari y los incas. La idea de Tello
de que la deidad fue nueva, o pudo ser nueva, pero que el principio
es antiguo, cada vez adquiere mayor vigencia. Los incas, como los
aztecas, reformularon sus panteones religiosos con fines políticos
imperiales (CONRAD y DEMAREST 1984), pero —como en muchos otros
ámbitos— retomando principios andinos muy antiguos.
Evidentemente, estamos ante un importante mito panandino
de la época prehispánica. Los diferentes nombres que encontra-
mos, según Pierre Duviols (1977), se refieren a la misma deidad.
Además, todas las versiones forman parte de un mismo ciclo, don-
de, a pesar de las transformaciones, las funciones esenciales se
mantienen intactas (URBANO 1981: XIX). Las pruebas de su difusión
en el área andina son las diferentes versiones que los cronistas
recogieron en distintas partes y fechas. Incluso en los relatos de
Huarochirí se observa que éste era el Dios más importante, el padre
de Pariacaca, uno de los huacas principales de la sierra central
(TAYLOR 1980: 111); a él dirigían sus plegarias, antes que a otra
deidad, y por esta misma razón el informante checa de Francisco
de Ávila prefiere hablar de Viracocha antes que de Pariacaca.
Ahora quisiera transcribir, a pesar de ser algo extenso, el capí-
tulo 14 de los relatos de Huarochirí de la edición de José María
Arguedas (1975: 74-5):
[...] Cómo se extinguió Cuniraya Viracocha [...]87

Cuniraya Viracocha dicen que fue muy antiguo, más antiguo que
Pariacaca y que todos los demás Huacas. A él cuentan que lo
adoraban más. Algunos afirman: «Dicen que Pariacaca también
era hijo de él», así dicen, por eso vamos a hablar de cómo se
extinguió Cuniraya Viracocha.

Cuando los huiracochas (españoles) estuvieron a punto de apare-


cer, Cuniraya fue hacia el Cuzco. Y entonces hablaron, él y el Inca
87
El título de este capítulo en la edición utilizada es el siguiente: «En el capítulo
anterior señalamos cómo existió Cuniraya y si vivió antes o después que Pariacaca;
eso». Pero hemos tomado otro, por estar más acorde con su contenido, que
corresponde exactamente a la penúltima línea del primer párrafo de este capítulo.

170
Huayna Capac, entre ellos. Cuniraya le dijo: «Vamos, hijo, al
Titicaca; allí te haré saber lo que soy». Y luego, diciendo, dijo:
«Inca, da orden a tu gente, a los brujos, a todos los que tienen
sabiduría, para que podamos enviarlos a las regiones bajas, a
todas». Apenas habló Cuniraya, inmediatamente el Inca dio la
orden.

Y así, algunos de los hombres (¿emisarios?) dijeron: «yo fui crea-


do por el cóndor». Otros dijeron: «yo soy hijo del halcón», y
otros: «Yo soy el ave voladora golondrina». A todos ellos les
ordenó (el Inca): «Id hacia las regiones bajas y allí decid a todos
los padres: me envía vuestro hijo; dice que le remitas a una de sus
hermanas. Así hablarán». De ese modo les ordenó.

Entonces, el hombre que fue creado por la golondrina y los


otros partieron, habiéndoseles dado sólo cinco días de plazo
para volver.

El emisario que fue creado por la golondrina les tomó la delante-


ra. Llegó a su destino e hizo saber lo que se le había ordenado. Y
le entregaron una pequeña caja: «No has de abrirla le dijeron, el
mismo poderoso Inca Huayna Capac la abrirá». Así cumplieron.

Y ese hombre golondrina, cuando estaba ya por llegar al Cusco,


exclamó: «¡Má! Voy a mirar lo que aquí hay encerrado». Y abrió
la caja. Una señora, una gran señora hermosísima estaba dentro;
sus cabellos eran como de oro encrespado, su traje era excelso,
pero era muy pequeña de estatura. Apenas vio al hombre, la
señora desapareció. Entonces, entristecido, el emisario llegó al
Titicaca y llegó al Cuzco. «Si no hubieras sido creado por la go-
londrina, al instante te habría hecho matar. Vuelve, pues; tú mis-
mo regresa», le dijeron.

Y el emisario regresó y cumplió. Mientras, de vuelta, traía (la


caja) y en el camino sentía sed mortal o hambre, no necesitaba
sino hablar y se le presentaba una mesa tendida con todo lo que
pedía. Lo mismo ocurría cuando necesitaba dormir. De ese modo,
a los cinco días exactos llegó. Y, tanto el Inca como Cuniraya, lo
recibieron con gran alegría.

Y así, antes de que abriera (la caja), Cuniraya dijo: «Inca: sigamos
este pachac. Yo, sí, yo entraré a este pachac; y tú entra a ese otro

171
pachac; con mi hermana. Ni tú ni yo debemos encontrarnos, no».
Diciendo esto abrió el cofre, y al instante, en ese instante, nació
una luz, relampagueó una luz. Entonces, el Inca Huayna Capac
habló: «No he de volver de aquí a ninguna parte; aquí he de vivir
con esta ñusta (princesa) mía, con este amor». Luego ordenó a un
hombre de su ayllu: «Y tú, mi doble, mi semejante: soy Huayna
Capac, proclamando, vuelve al Cuzco». Y no bien pronunció esas
palabras desapareció con esa señora; Cuniraya hizo lo mismo,
desapareció.

Y desde entonces, después que aquel al que hemos llamado Huayna


Capac murió, ya uno, ya otro: «Yo antes que nadie» diciendo,
pretendieron presentarse como poderosos jefes. Y cuando esto
ocurría, aparecieron en Cajamarca los huiracochas (españoles).

Hasta hoy sólo sabemos de Cuniraya Huiracocha lo que de él


cuenta la boca de los checas. De las cosas que hizo cuando anduvo
por estas regiones no hemos concluido de escribir.

Ahora procederé a buscar la significación lingüística de este


mito; lo que Lévi-Strauss llama el contenido aparente (1973: 193-4).
Realizaré una lectura intuitiva con la finalidad de encontrar el
orden de las secuencias en el relato. Advierto que no es una seg-
mentación para encontrar los elementos mínimos o mitemas. Es
más bien un análisis en función de nuestro razonamiento y de la
demostración que queremos hacer al final:

a. Cuniraya Viracocha, el más antiguo de los dioses y padre de


Pariacaca, y el inca Huayna Cápac, antes de que los españoles
llegaran, se fueron al lago Titicaca.
b. Huayna Cápac envió emisarios a las regiones bajas para pedir
que los señores, sus padres, le envíen una hija de ellos.
c. El hombre-golondrina gana la apuesta. Pero al regreso, al pasar
por el Cusco, abre la caja y la mujer hermosa desaparece. Hizo
un nuevo viaje a la costa y a los cinco días regresó al Titicaca.
d. Huayna Cápac se enamora de la mujer que salió de la caja y luego
desaparece. Lo mismo sucedió con Cuniraya Viracocha. Luego de
la desaparición del inca, muchos jefes se disputan el poder en el
Cusco. Eso es lo último que los checa saben de Cuniraya Viracocha.

172
La primera pregunta que surge podría ser la siguiente: ¿Cuán-
do fue creado este mito? En los cronistas del siglo XVI, al parecer, no
hay testimonios de esta versión donde Viracocha y Huayna Cápac
desaparecen; o este relato simplemente no les interesó. Este mito
pudo haber sido, lo cual es muy probable, un artículo de consumo
popular y hasta clandestino. Así como Garcilaso habla de los sig-
nos y presagios que anunciaron la destrucción del Tahuantinsuyo,
que es una explicación a posteriori de la conquista, esta tradición
de Huarochirí ha podido surgir paralelamente a la marcha de los
conquistadores y tener mayor importancia a medida que la presen-
cia de los europeos se convertía en una situación irreversible. Si en
Cajamarca los dioses estatales cusqueños, según las mentalidades
colectivas, fueron derrotados, el gran Dios, el supremo ordenador
del mundo andino, se esfumó, se ocultó antes de que los españoles
llegaran a los Andes.
En este relato es posible encontrar una lógica andina de las
representaciones míticas. Viracocha, padre de los huacas regiona-
les, el más antiguo, vinculado a los fenómenos atmosféricos, esta
vez, inversamente a la dirección recorrida en su labor civilizadora,
marcha hacia el oriente, al lago Titicaca, de donde originalmente
había surgido. La marcha hacia el oriente, en sentido contrario al
recorrido del Sol, es una marcha de castigo; es la que recorrió
Tuguapaca, hacia la muerte, al interior de la Tierra (URBANO 1981:
LV). Entonces, no estamos frente a una creación fortuita; se trata,
más bien, de un producto que se ordena de acuerdo con una arqui-
tectura mental indígena. La dura situación colonial y un futuro
oscuro e incierto van creando la necesidad de explicar lo sucedido.
Para los indígenas, las dos preguntas fundamentales eran: ¿Cómo
explicar la derrota? —Aquí, en el mito transcrito, lo hacen no como
muerte, ni derrota, sino como desaparición del Dios andino más
importante. Los españoles llegarían en un período de vacío religio-
so—. Luego: ¿Cómo volver a ser hombres? La posibilidad del regre-
so, del inca y de su Dios, queda abierta.
En este mito del regreso y desaparición de Viracocha hay una
combinación de realidad y leyenda. Huayna Cápac fue el rey
cusqueño con quien prácticamente termina la existencia real del
imperio de los incas; el gobernante legítimo que murió —muy proba-
blemente— hacia 1524, cuando una epidemia de origen europeo

173
asoló la región norte del Tahuantinsuyo. Es decir que su muerte,
anterior a la llegada de los españoles, es también real y crono-
lógicamente bastante precisa. Además, muy cercana a la fecha de
la recopilación de las tradiciones de Huarochirí para que esta no-
ticia haya desaparecido. Más aún si sabemos, por Mircea Eliade,
que «[...] el recuerdo de un acontecimiento histórico o de un perso-
naje auténtico no subsiste más de dos o tres siglos en la memoria
popular» (1968: 47). En este caso, había transcurrido mucho me-
nos de un siglo. Más aún, el informante checa dio testimonio de
poseer una excelente memoria para recordar los acontecimientos
históricos. Relata, por ejemplo, las circunstancias en que uno de
los sacerdotes de Pariacaca fue capturado, por un grupo de espa-
ñoles que venía de Cajamarca, luego de la prisión de Atahuallpa, y
cómo logró salvarse de ser quemado vivo. Es posible pensar, al
parecer, que hay un intento consciente, una manipulación de la
realidad, para explicar —dentro de las normas y códigos andinos—
cómo la conquista se produce en una situación de desamparo reli-
gioso, que ya se vivía antes de la llegada de los españoles (TAYLOR
1980: 127). Los dioses y los gobernantes se ocultaron.

Las historias miticas locales

El panteón andino prehispánico es de una complejidad aparente.


Los desacuerdos y las opiniones contrapuestas surgen de la parti-
cular interpretación que cada uno de los autores hace de los textos
o relatos indígenas con contenido religioso. Esta discusión, si la
abordamos en profundidad, desbordaría los límites del presente
libro. En consecuencia, trataré de insistir en lo fundamental dentro
de la lógica de la demostración que pretendo realizar.
Viracocha, no cabe duda, fue la deidad principal andina. La
centralidad religiosa de Viracocha parece innegable; su antigüe-
dad se desconoce y su vigencia durante el imperio parece fortale-
cerse. Su constante vinculación con el Titicaca y con sitios Tiwa-
naco invitan a pensar en un origen preinca; de la misma manera,
parece desconcertante que los incas, en su labor integradora, ha-
yan tratado de generalizar el culto al Sol, una creación de Vira-
cocha. Estas son algunas de las interrogantes que aún no están
muy bien aclaradas.

174
Todos los cronistas que trataron de las religiones andinas nos
hablan de los dioses menores: primero regionales o tribales, luego
distritales o clánicos y finalmente familiares. A los primeros los
llama Cristóbal de Albornoz pacariscas (1967: 20). Podrían ser las
pacarinas, los ancestros míticos progenitores de grandes grupos
étnicos que se representaban bajo diversas formas. Dentro de ellas
podríamos mencionar a Pariacaca, Carhua Huanca, Aisawilka,
Chinchacocha o Yanaraman. Estas divinidades, de acuerdo con
Ana M. Mariscotti, «[...] no son creadores no creados o principium
sine principio, sino descendientes de otros dioses» (1973: 208). Tal
como lo hemos visto en el capítulo anterior, a Pariacaca, en las
tradiciones checa, se le considera como un hijo de Viracocha; de la
misma manera, si consultamos las tradiciones yungas recogidas
por los agustinos en 1551, encontramos que Apo Catequil es hijo
de Ataguju (TELLO 1923: 55). Algo similar hallaremos luego en las
historias míticas locales.
Además, todos estos dioses regionales, de grandes grupos
étnicos o que pasaban estas fronteras, parecen representar los fe-
nómenos atmosféricos: rayo, trueno. Deidad que Mariscotti (1973)
y Tello (1923) identifican con los fenómenos más destacables e
impresionantes en cada una de las regiones: el jaguar y amaro en
las regiones amazónicas, los fenómenos atmosféricos en las zonas
altoandinas (rayo=Pariacaca, Wallallo, Libiac Cancharco) y en la
costa con los temblores, las fuerzas subterráneas (Pachacamac).
Estos huacas regionales a la vez tienen sus hijos, los fundadores de
los ayllos o pachacas, los dioses parentales, que luego analizaremos
con más detalles, aquellos que generalmente se representaban en
la forma de ídolos, pequeñas piedras de formas caprichosas o
inusuales, o esculturas deliberadamente construidas para recor-
dar a sus progenitores, como el monolito que encontró Tello en la
estancia Kacheruria, Aija, Huaraz hacia 1919 (1923: 145). Estos
eran los intermediarios con quienes los huacasa o sacerdotes indí-
genas dialogaban para conocer las opiniones de los dioses mayo-
res. Por debajo de ellos se encontraban los mallquis, «[...] los princi-
pios generativos de los grupos y ayllos» (URBANO 1981: XXXIX); me
atrevería a decir el continum humano de las divinidades, los ascen-
dientes divinizados, los héroes culturales a quienes se les rendían
cultos anuales, los que eran conservados en los machay. Cristóbal
de Albornoz decía: «Guardándolos con mucho cuidado entre pa-

175
redes a ellos y sus bestidos y algunos basos que tenía[n] de oro y
plata y de madera o de otros metales o piedras» (1967: 19). Final-
mente las conopas, pequeños objetos sagrados, protectores de fami-
lias nucleares, que tenían algún significado emblemático y que
podrían ser equivalentes a los amuletos actuales.
Por otro lado, habría que decir que lo sagrado y lo profano se
entrecruzaban de una manera muy compleja y caprichosa para los
ojos de alguien que razona a la manera occidental. En los pueblos
de Mangas, Pimachi, Otuco y Acas, donde las campañas de extir-
pación religiosa se presentan con mayor intensidad y en los cuales
la labor de los extirpadores fue más minuciosa y detenida, pode-
mos observar este entrecruzamiento donde los límites entre ambas
esferas son muy opacos. Incluso se podría levantar un catastro de
lo sagrado y lo profano en estos lugares, y si lo primero lo represen-
táramos con puntos negros la totalidad de este catastro tomaría
más bien una tonalidad oscura. Las espigas extraordinarias de
maíz, por su tamaño o por su color, eran objetos emblemáticos de lo
sagrado u objetos de los rituales para propiciar la fertilidad. De
igual manera, los puquios o los lugares por donde habían pasado y
descansado sus progenitores o los grandes huacas. Pero para los
fines que nos hemos propuesto, y aunque parezca demasiado es-
quemático e instrumental, podríamos reconocer la siguiente jerar-
quía: a) Viracocha, Sol; b) deidades regionales; c) progenitores
míticos (hijos de los anteriores); d) Mallquis (momias humanas des-
cendientes de los anteriores); y, e) conopas. Esta jerarquización divi-
na es de clara filiación patrilineal.
Esta introducción, tal como la hemos realizado, ha sido inevita-
ble. Tiene un valor instrumental para analizar con mayor claridad
el conjunto de historias míticas representativas que hemos elegido.

I. Historia mítica de los yachas (Huánuco 1615)88

[...] dijo que lo save y a visto este testigo como yndio antiguo y a
oydo decir a sus antepasados que los Yachas, encomienda, de
doña Melchora de las Niebes, vecina de la ciudad de Guanuco,
asindados en este dho pueblo, de cuyo ayllo y parcialidad es este
88
AAL(HI), leg. 6, exp. 4. fols. 2r-2v. Narrado por Francisco Marca Pari, del ayllo
Yachas, de aproximadamente 100 años, en el pueblo de Cauri, de la encomienda
de doña Melchora de las Niebes, el 9 de marzo de 1615.

176
testigo, que en los bayles que acen y an echo de la llaspa en la
upaca, el de la erigua y en la llamalla. En estos bayles de continuo
ynbocan y adoran a Yanaraman al qual dan por origen que un
pueblo llamado Guacras, que era la parcialidad de los chucas los
quales en aquel tiempo eran muchos y que un yndio deste pue-
blo llamado Atunchuca andando a caza de vicuñas y de benados
en el cerro Raco que está en la cañada de Bonbon alló una criatura
pequeña, envuelta, recien nacida que decían abía caydo del cielo
y que como el dicho Atunchuca no tubo hijos tomó el dho mucha-
cho Yanaraman para criarlo y dentro de cinco dias crecio de suer-
te que podia apacentar las llamas y como el dho Atunchuca tenia
gran suma de carneros de la tierra en el dho pueblo de Guacras
entrego sus llamas para que el dho Yanaraman se los apacentase
y estando en esta guarda convirtiendose en leon yba comiendose
el ganado y sabido por dho Atunchuca que el dho su ganado yba
a menos prometio de darle una buelta y con esto enbio un men-
sajero al dho Yanaraman para que viviese con todo el ganado y
como el dho Yanaraman lo entendio llebo todo el dho ganado y
se lo entrego y luego se fue y aunque le llamaban no quiso bolver
y aunque el dho chuca las encerro muy bien el dho corral se
salieron y se fueron tras el asta un cerro llamado Pumas-catac
donde el dho Yanaraman allo a sus yernos llamados Carua
Pincollo y Carua Machacuay a los quales el dho Atunchuca yen-
do en su seguimiento de su ganado allo juntos y el dho Yanaraman
muy enojado le dijo al Atunchuca se fuese y llebase sus llamas y
bolbiendose a su casa el dho Atunchuca se convirtieron en pie-
dras, las quales estan en Yllacallan, tres leguas deste dho pueblo
en una allanada pequeña oque por otro nombre llaman al dho
Yanaraman Llibiac Cancharco, nombre dedicado al rrayo y con
el lo dan a entender que el un nombre y el otro es una misma
cosa, y asi dho chuca es adorado porque crio al dho Yanaraman y
por ello save el presente testigo que todos los yndios deste pue-
blo de Cauri, así la parcialidad de este testigo, como de la de Juan
Sánchez Falcón (encomendero vecino) tienen costumbre de ado-
rar por dios [...].

177
Análisis secuencial

1. Atunchuca, del ayllo chuca, sale a cazar vicuñas y venados en el


cerro Raco y encuentra a una criatura pequeña, caída del cielo, la
toma como su hijo y lo llama Yanaraman.
2. Éste creció rápidamente y en cinco días podía apacentar las lla-
mas de Atunchuca. Pero se convierte en león (¿puma?) y comien-
za a comérselas. Atunchuca le quita las llamas.
3. Yanaraman se retira al cerro Pumas-catac, las llamas lo siguen y
encuentra a sus yernos Carua Pincollo y Carua Machacuay.
4. Luego se convirtieron en piedra y los adoran porque descienden
de ellos. Los recuerdan en sus bailes.

II. Historia mítica de Ocros (1621)89

Los que están reducidos en este Ocros, de la reducción antigua de


Llacoy y Urcón y el pueblo de Chilcas de la parte de Hacas, que
son llachuases, habían adorado la huaca de Carhua Huanca, que
quemó el visitador Avendaño, que fingieron ser el rayo y que se
había convertido en piedra, habiendo procreado cuatro hijos:
Parana, Caha Yanac, Chirao Ichoca, Ninas Pococ.

Parana, que era una piedra verrugosa y muy fiera rodeada de


mucho sacrificio, que estaba en el asiento de Oncoycancha; fingie-
ron los dichos chilcas [...] que era su padre; antes de ir a la adora-
ción de Carhua Huanca adoraban primero a éste todos los dichos
y el pueblo de Ocros, para que les sirviese de medianero para con
su padre y como hijo mayor le consultaban sus necesidades;
confesábanse primero con los hechiceros y lavábanse en las juntas
de los arroyos que cercan este sitio, que esta a una legua de Ocros.
Hecho esto, subian a adorar al Carhua Huanca: vinieron en esta
ocasión los viejos de Chilcas a hacer esta manifestación.

Caha Yanac, el hijo segundo inmediato a la dicha huaca, adora-


ban particularmente los caciques y gobernadores de Ocros por
progenitor dellos; a este y a Chirao Ichoca, Ninas Pococ que los
89
Versión recogida por el extirpador Rodrigo Hernández Príncipe en 1621 al pasar
por Ocros (1923: 51). Estamos seguros de que H. de Avendaño pasó por Ocros en
1616, no así de la presencia, como se sugiere en este texto, en años anteriores de
Francisco de Ávila.

178
llaman huacas y tan respetados su padre Carhua Huanca, temien-
do los indios la ruina de huacas que venía haciendo aquel menta-
do Fray Francisco, los trasladaron a sus antiguos depósitos de su
población y llevaron media legua a un alto cerro llamado Racian,
y en tres depositos bien formados los depositaron donde los
mande sacar, que estaban sentados con magestad, con sus diade-
mas, y chipanas de plata, aunque los vestuarios muy podridos, y
a vista de los sacrificios de llamas y cuyes y sus aras donde
encendian el incienso de ellas [...].

Análisis secuencial

1. Carhua Huanca, el rayo, era huaca de los ayllos Llacoy, Urcón y


del pueblo de Chilcas. Todos ellos llacuaces.
2. Carhua Huanca tuvo cuatro hijos: Parana, Caha Yánac, Chirao
Ichoca y Ninas Pócoc. El primero era huaca de Chilcas y los tres
restantes de los ayllos de Ocros.
3. Parana, el hijo mayor, servía de intermediario para comunicarse
con Carhua Huanca.
4. Consideraban a Caha Yánac como el ancestro progenitor de los
curacas de Ocros, a Chirao Ichoca de los indios del común y a
Ninas Pócoc de los encargados del culto.

III. Historia mítica de Otuco (1656)90

[...] la historia de estos mallquis es la siguiente que a lo que se


acuerda y a oido decir a sus passados: que Apu Libiac Cancharco
cayo del cielo a modo de Rayo y este tuvo muchos hijos y unos
enbió por unas partes y otros por otras como fue Libiac
Choquerunto, Libiac Caruarunto los primeros progenitores del
ayllo Chaupis Osirac Otuc (sic); y a Libiac Raupoma y Vichu Poma
del ayllo Xulca y el Libiac Nauin Tupia y el Libiac Guajac Tupiac
del aillo allauca, todos conquistadores llaquazes, a los quales
quando enbio el dho su padre les dio un poco de tierra que llebasen
para conquistar tierras donde bibiesen; el cual les dixo que en
90
AAA(HI), leg. 4, exp. 18, fols. 11r-12r. Confesión de Andrés Chaupis Yauri,
indio ladino, fiscal del pueblo (colaborador del cura); dio testimonio a través de un
intérprete el 25 de julio de 1656 en Otuco (Cajatambo).

179
hallando tierra semejante a la que llebaban allí se quedasen por-
que allí tendrían sus comidas y bebidas y haciendas y abiendo
llegado a Mangas los yndios del dho pueblo no los quisieron
recivir, con que pasaron al pueblo de Guambos, los quales los
recivieron con regocijo y se estuvieron un año con ellos y aviendo
cosechado la dha chacra y visto que no venía con la del dho pue-
blo de Guambos passaron a este dho pueblo de Otuco y estando
arriba del embiaron a un muchacho con una (¿llama?) a los yndios
que actualmente bibían en el dicho pueblo en sus chacaras y le
llamaban al aillo Guari Guachancho y el aillo Taruca Chancho
los quales les enbiaron a pedir alguna milcapa y comida y los
dhos yndios mataron al dho muchacho y la llama viba le quita-
ron el pellejo de esta manera se la bolbieron a despachar a los
susodichos los quales viendo se bajaron donde estaban los del
aillo Chichoc y hallandolos baylando el Guari Libiac con tambo-
res y pingollo inbiaron a un yndio primero convertido en un
pajarillo que llaman chiucho el qual venia cantando chiuc y los
del ayllo Guari Guachancho dixeron que quienes eran aquellos
llaquaces que tenían tulmas pues enbiaban aquel chiucho, y los
susêhos como corridos armaron una tempestad de neblinas,
espessas, negras, y gran granizo como guebos grandes, y
enbistieron con rives (?) de oro y plata, chaupis guaraz, y con
suintas (?) que son rives grandes mataron a todos los yndios que
abia en dhos aillos y dueños de dho pueblo con que los conquis-
tadores y quitaron cassas, chacaras y aciendas y comidas y solo
dejaron un bibo porque se les humillo llamado Marca Cunpac y
su hermana Paria Putacas, y por esta caussa, y ser los primero
conquistadores los tenían en tres bóvedas muy curiosas debajo
de la tierra, arriba en los pueblos viejos llamados Marca Putucum,
enterrados en ellas y toda su familia en la bobeda o machay;
Choqueruntu y su hermano Carua Runtu estaba en otro con su
familia donde había setenta y cinco cabezas del dicho aillo Con-
de Ricuy (?) y en el aillo Chaupis Otuco y el de Julca estaba Libiac
Raupoma, Vichu Poma y su familia que eran quarenta y quatro y
en el aillo allauca está Libiac Nauin Tupia con su hermano Libiac
Guajac Tupia con quarenta y quatro cabezas de su familia que
enseñó y se quemaron por el dho sr. Avendaño [...].

180
Análisis secuencial

1. Apu Libiac Cancharco cayó del cielo, a modo de rayo, y tuvo


muchos hijos y los envió por todas partes.
2. Sus seis hijos buscaron donde instalarse. En Mangas no los reci-
bieron, en Guambos se quedaron un año y finalmente se instala-
ron en Otuco.
3. Los seis hermanos llacuaces, recurriendo a las fuerzas de la natu-
raleza, derrotaron a los ayllos guari (Guachancho y Taruca), mata-
ron a todos los guari y sólo dejaron sobrevivir a una pareja (indu-
dablemente del ayllo Chichoc) a la cual ahora conservan como los
primeros conquistadores en una bóveda debajo de la Tierra.
4. Luego de la victoria, los seis hermanos se instalaron: Libiac
Choqueruntu y su hermano Libiac Carua Runtu fundaron el ayllo
Otuco; Libiac Raupoma y Vicho Poma, el ayllo Julca; y Libiac
Nauin Tupia y Libiac Guajac Tupia, el ayllo allauca. El ayllo
chaupis era probablemente guari.

IV. Historia mítica de Pimachi (1656)91


[...] dixo que lo que save es y a oido decir a sus antepasados es que
los dichos yndios llaquaces fue una nacion que bibio siempre en
las punas y los guaris fueron de nacion gigantes barbados, los
quales crio el sol, y a los llaquaces el rayo, con cuya causa y que
estos guaris les pircaron las patas de las chacras y hizieron las
azequias y lagunas y unos de estos tenían dos caras una atras y
otra delante que se llamaban guariascayes ... diga y declare quie-
nes fueron los llaquaces dixo que los dhos llaquaces a oido decir
a sus antepasados que bibian en las punas y que son hijos del
rayo y que bibian en las punas, se sustentaban de carne de guanaco
y llamas y tarucas, y los dichos yndios guaris viendo a los dichos
llaquaces fueron con tambores y vailes gentilicos y los redujeron
a que vibiesen con ellos por cuya causa los llaman hijos del Rayo
por decir aberlos criado y le tiene grandissima adoración y este
confessante se la a tenido y por corpus y particularmente hacían
ayunos y ofrendas al ayllo de los dhos llaquaces [...].
91
AAL(HI), leg. 5, exp. 2, fol. 7v. Confesión de Domingo Rimachim, principal y
alcalde ordinario de Pimachi (Cajatambo). Edad aproximada: 44 años.

181
Análisis secuencial

1. Los llacuaces viven en las punas y son hijos del rayo. Los guaris
fueron gigantes barbados hijos el Sol.
2. Los guaris, pobladores antiguos, «pircaron» las chacras y cons-
truyeron los canales de regadío.
3. Los llacuaces se sustentaban de carne de guanaco, llama y taruca.
Eran pastores.
4. Los guaris, en un encuentro que hubiera podido ser bélico, en la
misma actitud que los chichoc de Otuco, con tambores y bailes
redujeron a los llacuaces. Los curacas de Pimachi descienden de
ambos.

V. La historia de los guari de Otuco (1656)92


[...] y a oido decir a sus pasados que los dhos huacas primero eran
hombres de nación gigantes barbados y que su origen fue de
Yerupaxa que es un cerro grande nebado que esta en la cordillera
arriba de Mangas y tiene ocho puertas, de grandes cuebas y que
de ellas salieron los guaris. Muchos a unas partes y a otras y que
los que vinieron a este dho pueblo llegaron a Jumay Purac que
está arriba de Mangas, en la cruz, y desde alli vinieron a Cussi,
Lloclla, Canis y Guamgri por abajo de Rahan y que tienen un apo
que los crio y estos adoran al sol por su padre —y en Guamgri
tienen dos malquis destos guari llamados Yana Ambra y Erca
Ambra y estos adoran cuatro veces al año [...].

Análisis secuencial

1. Los guari son hombres antiguos, gigantes y barbados, hijos del


Sol.
2. Salieron de ocho puertas que existen en el nevado Yerupajá.
3. Se instalaron en Cusi, Lloclla, Canis y Guamgri. Construyeron
las acequias, «pircaron» (delimitaron) las parcelas de cultivo y
pusieron orden.
92
AAL(HI),leg. 4, exp. 18, fol. 13v. Confesión de Andrés Chaupis Yauri, fiscal de
Otuco, ladino, colaborador del extirpador.

182
4. En Otuco hay dos mallquis, Yana Ambra y Erca Ambra. Se les
adora en la limpia de acequia. Los curacas actuales no descien-
den de ellos.

VI. Historia mítica del ayllo Cotos Mangas (1662)93


[...] hiso bayles del tiempo antiguo cantando en su lengua
Ticsi mamacochapxita, cusicayanman, llaccllacayanman,
Lucmaguaitahuan, pacaiguaitahuan, ratamurcanqui, coya
paniquivin, colta quenca pisa macurcanqui, que por la dha
interpretacion quiere decir en la lengua española Sr. Condortocas
que naciste del mar, y beniste con tu hermana la reina (Coya
Warmi), llegaste a los lugares de Cussillaclla, y Pisarcuta,
enramado de flores de Lucmo y pacai, y descansaste en asiento de
Coltaquenca y del ayllo Arapayoc, que es de yndios guaris [...].

Análisis secuencial

1. Condortocas, progenitor del ayllo Cotos, era guari. Su mujer era


Coya Warmi (un cantarillo).
2. Habían venido del mar, del occidente.
3. Se detuvieron en varios lugares antes de llegar a Mangas.
4. Los curacas principales de Mangas descienden de Condortocas.
Lo recuerdan en sus bailes.

Estas seis historias míticas fueron recogidas durante las cam-


pañas de extirpación de idolatrías en el arzobispado de Lima.
Todas corresponden a la región de la sierra central, aproximada-
mente el territorio de los yarowillka. Todas fueron recogidas a
través de un intérprete, salvo probablemente la de R. Hernández
Príncipe, quien había sido cura interín de Ocros y conocía el
quechua de la región. Por lo tanto, hay una cierta rigidez en las
preguntas. En todos los cuestionarios de preguntas posteriores a
la primera campaña (1610-1619), y por recomendación precisa
93
AAL(HI), leg. 5, exp.6, fol. 31v. Confesión de Ana Vequicho de Mangas, ayllo
Tamborga, de 60 años de edad. El curaca del pueblo de Mangas, Alonso Callan
Poma, era el principal acusado de idolatría, pertenecía al ayllo Cotos y su mallqui
era Condortocas, ayllo de curaca.

183
del gran especialista Pablo José de Arriaga, se buscó aprovechar
las tensiones entre guaris y llacuaces en los interrogatorios. A un
guari se le preguntaba sobre los llacuaces y viceversa. Esto, lógica-
mente, creó una serie de deformaciones. De la misma manera, se
trató de aprovechar las contradicciones internas de aculturados
(ladinos) e indígenas que se aferraban a sus cultos. Por esto diría-
mos que la historia I tiene mayor verosimilitud porque un yacha
narra su propia historia; la II la recogió un extirpador que conocía
a los viejos camayocs de Ocros; la III, V y VI son versiones de ladinos
que querían acusar a sus curacas; la IV parece ser una sincera y
lacónica confesión de un curaca principal.

Resumen general

1. El Rayo, llamado Apu Libiac Cancharco, Carhua Huanca o


Yanaraman (también Libiac Cancharco), un ser andrógino, pro-
crea varios hijos, fundadores de ayllos llacuaces.
2. Cuatro para los pueblos de Ocros y Chilcas; dos para los yachas;
seis para los de Otuco (donde dos son adorados en cada ayllo
llacuaz). En Pimachi no se mencionan los nombres de los hijos
del Rayo. En todos los casos, como el padre, son andróginos,
están acompañados de hermanos y nunca de hermanas. Al pa-
recer, se trata de descendientes agnaticios.
3. Los guaris salen de los cerros, como en Otuco, vienen del lago
Titicaca, como en Ocros (el ayllo llacta sale del huaca Llásac), o del
mar, como en Cotos.
4. Los llacuaces son de la puna, pastores de llamas, y los guari agri-
cultores de las partes bajas, vinculados a lo subterráneo y a la
fertilidad de la tierra. En esta región los llacuaces parecen haber
sucedido a los guari. Por eso los recuerdan en sus ritos. Hay
pueblos exclusivamente llacuaces, como Chilcas, otros de guari-
llacuaces, como Mangas, Pimachi y Acas. Unas veces guerrearon,
otras —como en Pimachi— convivieron pacíficamente.
5. Los curacas de aquel entonces descienden de los progenitores
guari y llacuaces. Los curacas de Ocros, de Caha Yánac; los de
Cotos, de Condortocas, por ejemplo.

184
El tipo de documentación consultada, las causas de extirpa-
ción de las idolatrías, nos impiden ver con claridad la organiza-
ción social de estas poblaciones indígenas. Pero lo que a primera
vista se puede observar, en todas las provincias del arzobispado
de Lima, durante el siglo XVII, es la nítida presencia de los ayllos,
pachaca o clanes familiares. Lo que desnaturalizó cualquier orden
social andino existente en estas regiones fueron, como muy bien se
sabe, las reducciones toledanas, que se continuaron después con
bastante intensidad. Por ejemplo, Ocros, Acas, Mangas eran re-
ducciones donde convivían varios ayllos, guaris y llacuaces. Existen
casos aislados de reducciones disueltas y de poblaciones que han
regresado a sus «pueblos viejos». Es el caso de Pariac, Otuco y
Pimachi, reducidos originalmente en Santo Domingo de
Carguapampa: «[...] adonde el cura que teníamos nos administrava
los sacramentos con mucho gusto y a menudo y el dia de oy por
estar tan dividido y tan malos caminos carecemos dellos, la causa
de avernos buelto a nuestros pueblos antiguos [...]» (AAL(HI), leg.
6, exp. 2, fol. 17r), dice el principal de Pariac, Juan Chuchu Liviac,
para justificar el regreso a sus cultos indígenas. Este retorno quizá
explique que en Pimachi, en 1656, encontremos cuatro ayllos:
Allauca, Chaupis, Julca y Syjin (AAL(HI), leg. 5, exp. 2, fol. 36r); en
Pariac existían tres ayllos (Julca, Chaupis y Allauca), al igual que
en Ocros. En Otuco, tal como lo muestra la historia III, había tres
ayllos llacuaces y uno guari. En Acas y Mangas podemos encontrar
seis ayllos, llacuaces y guaris en distintas proporciones. No es posi-
ble observar la clásica dualidad que se puede encontrar en la sierra
sur entre hana y hurin. Probablemente, como ya lo indicamos, ésta
fue disuelta por una implacable política de reducciones.
En general, el ordenamiento de las poblaciones de esta región
parecería reflejar la estructura de los mitos llacuaces. Tres deida-
des en Ocros, igualmente tres en los yachas y tres pares de dos
deidades por ayllo se asientan en Otuco. En general, me atrevería
a sostener que el dualismo (Cotos) y la cuatripartición (cuatro pa-
rejas salidas de Yerupajá) reflejarían más bien el ordenamiento
guari, en tanto que la tripartición, el orden de los llacuaces o pobla-
dores más recientes.
Por otro lado, en las seis historias míticas analizadas se puede
observar un dualismo mucho más nítido e indiscutible: guari y

185
llacuaz. Éste ha sido estudiado de manera muy clara y acertada por
Pierre Duviols (1973). No quisiera repetir lo que ya está dicho, aun-
que después discutiré algunas cosas que son pertinentes y que
servirán a las conclusiones que propondremos al final. Evidente-
mente, los guari se identifican con un período anterior, ordenado-
res de una situación Purunruna; crearon los canales de regadío y
delimitaron las parcelas de cultivo. Están vinculados a la agricul-
tura, la fertilidad, el agua y lo subterráneo. Por eso algunas versio-
nes dicen que vinieron del lago Titicaca (Pimachi) y la versión
Cotos, del mar.
Los Otuco dicen que salieron de cavernas de un nevado, repi-
tiendo de alguna manera el mito de los hermanos Ayar. Con el
agregado de que siempre los encontramos en pareja: los mallquis
Yana Ambra y Erca Ambra en Otuco y Condortocas y Coya Warmi
en Mangas. La insistencia en considerar a los guaris como gigantes
y barbados lleva a Pierre Duviols a considerar al mito sobre guari,
94
en esta región, como una transformación del mito de Viracocha.
En el caso de los llacuaces de la historia III, que reciben tierra (en
lugar de una barreta), para que se queden allí donde encuentren
una semejante, hace recordar también al mito de los hermanos Ayar.
Estos rasgos me permiten proponer que tanto las diversas versio-
nes de los mitos llacuaces como las de los mitos guari pertenecen a
ciclos míticos étnicos similares al ciclo de los Ayar. Es decir, se
trata de mitos que corresponden a la fundación de pequeños gru-
pos o reinados étnicos; mitos que preceden, en un proceso que se
enraíza con la historia política del mundo andino, al gran ciclo de
los Ayar. Hay diferencias de escala, de magnitud, pero tratan de
explicar un mismo fenómeno: los orígenes míticos del reinado de
pequeñas noblezas étnicas.
Es también observable en los seis mitos que hemos analizado,
y como lo indica también Pierre Duviols, que la convivencia entre
guaris y llacuaces puede ser pacífica (historia IV) o violenta (historia
III). Es un hecho bastante notorio, presente en las seis historias, que
los llacuaces aparecen como conquistadores derrotando a los guaris.

94
Pierre Duviols llega a sostener: «Es fácil reconocer en el retrato de este dios
creador y civilizador algunos de los rasgos esenciales de Viracocha. No se trata,
sin embargo, en este caso de una mera semejanza, como las hay tantas entre las
grandes divinidades panandinas, sino de una verdadera asimilación» (1973: 156).

186
Aquí de nuevo la historia y el mito se interpenetran hasta atenuarse
el umbral que separa a uno de otro. Esta dimensión histórica de los
guaris no se puede menospreciar; ya lo han señalado Duviols (1973)
y últimamente Huertas (1981). El imperio wari (aproximadamente
de 550-1000 d. C.) fue una expansión política, militar y también
cultural. Un inmenso reordenamiento de las regiones de los Andes
centrales que dejó una huella en las mentalidades colectivas. La
expansión wari, al igual que sucedió con la posterior expansión
inca, estuvo dirigida a desarrollar los campos de cultivo haciendo
obras de irrigación. Este sería el trasfondo histórico, el elemento
real que luego sería mitificado con el transcurrir de los siglos.
Ahora quisiera pasar a mencionar las ausencias, los vacíos de
recuerdo, las anomalías de memoria más saltantes que se pueden
encontrar en las seis historias míticas analizadas: casi ninguna
referencia a lo incaico en las confesiones de indígenas acusados
de idólatras. Un olvido sorprendente. Se recordaba a los wari, que
existieron 500 años atrás, y se olvida a los incas, que resistieron
hasta 1572, es decir, ayer para una memoria colectiva. Luego, nin-
guna referencia a Viracocha en ningún expediente de los 135 ana-
lizados en detalle. Esto nos podría llevar a pensar, como lo propo-
nía Tello en 1923: tendencia monoteísta en las élites y politeísmo
generalizado en las mayorías. Pero la existencia del relato que na-
rra la desaparición del Cuniraya Viracocha en Huarochirí, en la
misma región yarowillka, permite proponer que pudo haber un
olvido voluntario: hicieron desaparecer a su Dios principal para
que no fuera derrotado.
Incluso las referencias a los dioses siderales (Sol, Luna, estre-
llas), si bien las encontramos, tal como ya lo han indicado
documentadamente Cock y Doyle (1979), no constituyen las pre-
ocupaciones centrales de los rituales religiosos. Un renombrado
sacerdote de Acas, Hernando Hacas Poma, en 1656, declara casi al
final del interrogatorio al cual fue sometido: «Y asi mismo dijo este
testigo que dogmatizaba y asi que todos los hombres adorasen al
sol por criador dellos porque era tradición de sus antepasados que
el sol crio a los hombres en su oriente en Titicaca [...]» (AAL(HI) leg.
6, exp. 11, fols. 14v-15r). Lo cual era una inexactitud, ¿voluntaria o
involuntaria?, ya que según las diversas versiones cosmogónicas
es Viracocha quien crea al Sol y después camina con sus servido-

187
res haciendo una labor civilizadora. Además confiesa que hacía
adorar al lucero de la mañana (Atunguara), a las dos estrellas
(Chuchocoillor) y a las siete cabrillas (Pléyades). Pero ninguna de
estas deidades tenía sacerdotes especiales, ni chacras ni rebaños
para su culto. Una declaración semejante hace en Maray, en 1677,
un sacerdote del ayllo allauca: «[...] adoraba al sol, bajo el nombre
de inti, llamándolo su “criador y hacedor”» (AAL(HI), leg. 5, exp.
15, fol. 2r). Basta recordar las críticas que hicimos a lo de «dios
creador andino». Además, el mismo personaje hace luego un ex-
tenso relato sobre la historia mítica de Maray y sus progenitores
ancestrales. En definitiva, creo que se podría concluir afirmando
que hay un extendido olvido de las principales deidades andinas
95
y, contrariamente, una enorme vitalidad de los huacas regionales.
Lo étnico regional se superpone sobre lo imperial inca. Hay un
regreso a las fuentes religiosas locales.
Estamos frente a una viva presencia de las deidades (b), (c) y
(d) que mencionamos al iniciar este capítulo. Podríamos mencio-
nar el ejemplo de Ocros en 1621:

b) Carhua Huanca : gran guaca regional (el rayo)


c) Caha Yánac : progenitor mítico de los curacas
d) Choque Caho : mallqui, personaje histórico.

Y ni la ruda labor extirpadora y destructora de los religiosos


pudo terminar con estos cultos.
Las deidades (b) y (c) eran conservadas generalmente bajo la
forma de ídolos y fueron las presas preferidas de los extirpadores.
Pero a los héroes progenitores (d), eslabones que unían a los hom-
bres y a los dioses, se les recordaba fervientemente. El mismo sacer-
dote H. Hacas Poma, en 1656, dice: «Y asi mismo dijo que los ydolos
que tiene referidos los trajeron del sol de Titicaca y Yarocaca (se
refiere a guaris y llacuaces) y aunque eran de piedra ablaban con sus
antepasados y después que vinieron los españoles y sacerdotes
algunos de estos ydolos no daban respuesta y otros si [...]» (AAL(HI),

95
Esto es lo que Cock y Doyle acertadamente indican, sintetizando las últimas
investigaciones sobre el Taqui Onqoy: «[...] a la muerte del sol a manos de los
cristianos en Cajamarca, las divinidades regionales quedaban liberadas del yugo
religioso estatal» (1979: 52).

188
leg. 6, exp. 11, fol. 16r). Esto nos hace recordar a la prédica de los
taquiongo: dioses que murieron y otros que se ocultaron y que aho-
ra reaparecen.
Es decir, deidades vivas y vigorosas. Conservaban sus mall-
quis (d) de los curacas principales y les rendían culto, como lo de-
muestran las genealogías que describe Hernández Príncipe (1923),
que recuerdan 5 ó 6 generaciones de mallquis; el mismo esfuerzo de
memoria que encontraron Tello y Miranda (1923) en 1919 en Cas-
ta. Se les rendía culto a los mallquis de una manera que nos hace
recordar el culto que las diferentes panacas cusqueñas ofrecían a
los incas anteriores. Estos eran sus camaquenes. La continuación
terrenal, humana de las deidades celestiales.

La extirpación de los cultos indígenas

La preocupación por extirpar las creencias religiosas indígenas y


el afán por difundir la religión cristiana constituyeron las dos ca-
ras de una misma actitud, presente desde el mismo momento del
descubrimiento. Más aún, en el caso americano, la difusión de una
religión «verdadera» legalizaba la conquista y la dominación co-
lonial y, al mismo tiempo, consolaba a las malas conciencias res-
ponsables del etnocidio y la hecatombe demográfica que se produ-
jo en los siglos XVI y XVII.
Estos fenómenos frecuentemente han sido mirados desde la
perspectiva española, y los especialistas de la actualidad han uti-
lizado, para mayor objetividad, la misma terminología de la época
colonial: «extirpaciones de la idolatría». Pierre Duviols, quien ha
realizado el análisis más vasto y sistemático de estas «guerras con-
tra las religiones autóctonas» (1971), tuvo la sinceridad de confe-
sar, en la primera página, que dado el carácter de las fuentes mira-
ría este problema desde la perspectiva española. Es decir, como
campañas de extirpación de las idolatrías.
Esta perspectiva puede ser útil y adecuada para entender los
problemas derivados de la aculturación violenta, ya que entonces,
en el siglo XVI, lo andino estaba vigente y dinámico. Por lo tanto, la
Iglesia colonial tenía que extirpar las creencias religiosas indíge-
nas, erradicar una cultura de la misma manera que el virrey tenía
que combatir la resistencia de Vilcabamba. Pierre Duviols, en con-

189
secuencia, acertadamente utiliza esta perspectiva para el siglo XVI,
en la cual sigue la evolución de este afán extirpador. Menciona el
período 1532-1540, en el que todo lo europeo se resumía en la acti-
vidad bélica de los soldados, como la época en que se destruyeron
casi todos los santuarios más importantes: Pachacamac y
Coricancha, por ejemplo. Luego se iniciará una preocupación por
conocer estas creencias idolátricas: en este proceso encontramos a
los agustinos, a Domingo de Santo Tomás, Polo de Ondegardo,
hasta llegar a Cristóbal de Molina. Los estudios de estos autores
muy pronto se convierten en sugerencias que los concilios limenses
(1551, 1567 y 1582) tomarán seriamente en cuenta.
Hasta el segundo concilio, el problema de la supervivencia de
los cultos andinos preocupaba fundamentalmente a la Iglesia co-
lonial. Cada párroco, de acuerdo con las disposiciones vigentes,
era un extirpador en potencia. Y cumplió su rol en la medida en
que las circunstancias lo permitían. Sólo en la época de Toledo
(1569-1581) el Estado colonial intervendrá casi directamente en
este terreno religioso. Además, dentro de la amplia estrategia tole-
dana para consolidar la presencia de la metrópoli en los Andes,
podemos encontrar que también buscó identificar cualquier acti-
tud indígena antieuropea con la resistencia bélica de Vilcabamba.
Así, asociaron —sobre todo a través de Cristóbal de Albornoz y
Cristóbal de Molina— al Taqui Onqoy, un movimiento de revitali-
zación de cultos indígenas, con la resistencia bélica de Vilcabamba.
Los análisis que se han hecho sobre la composición social del mo-
vimiento, prédica al estilo indígena (bailes y cantos a los huacas),
mensaje y programa, nos muestran un ejemplo de revitalización
—si bien con algunos ingredientes cristianos— típicamente andino,
dentro de una tradición que continuará en el siglo siguiente.
Después de la violenta represión al Taqui Onqoy, con toda la
metodología que se usará en el XVII: quema, destrucción, castigos y
prisiones, parece producirse un repliegue de la religiosidad andina.
Este repliegue hay que entenderlo también dentro de toda la políti-
ca toledana de liquidar las dirigencias andinas y aislar lo indíge-
na y lo occidental. Al parecer, en el aspecto de la resistencia campe-
sina, todo el período que va desde Toledo a fines del XVI es de
anomia estructural de las poblaciones andinas. Los cambios tole-
danos, ejecutados en casi una década, fueron tan profundos que

190
terminaron desarticulando cualquier resistencia indígena. La vio-
lencia de los Albornoz, de cientos de párrocos rurales, mestizos y
españoles, tuvo un éxito momentáneo: la única forma de resisten-
cia popular se ocultó en la soledad de las frías punas andinas.

Causas de extirpación de idolatrías


(Número de casos por decenio)

1600-1609……………………………………… 1
1610-1619……………………………………… 4
1620-1629……………………………………… 4
1630-1639……………………………………… 1
1640-1649……………………………………… 7
1650-1659………………………………………15
1660-1669………………………………………66
1670-1679……………………………………… 6
1680-1689……………………………………… 4
1690-1699………………………………………13
1700-1709……………………………………… 3
1710-1719……………………………………… 2
1720-1729……………………………………… 6
1730-1739……………………………………… 2
1740-1749……………………………………… 1
_________
TOTAL 135

Nota.- Cada causa corresponde a un expediente de idolatrías. Lorenzo


Huertas, hacia el año 1967, encontró cinco legajos en esta sección; luego
aumentaron a siete y el mismo autor, en 1981, publicó un índice donde
incluyen 220 expedientes o causas. Trabajé estos expedientes entre no-
viembre de 1981 y junio de 1982 y solamente encontré 159 de desigual
importancia. De estos expedientes consultados, solamente he conside-
rado 135, que tratan directamente de extirpaciones. De alguna manera
este procedimiento nos ofrece una tendencia muy nítida, pero tiene el
inconveniente de dar el mismo valor cuantitativo a documentos que
pueden incluir un juicio a un indígena o un juicio a un pueblo entero.
Esta es la principal limitación del cuadro.

191
Ciclos de extirpación

Varias causas pueden explicar las campañas de extirpación de las


religiones andinas. La primera es de orden externo. Se trata de la
política universal de la Iglesia católica como parte de la Contrarre-
forma: en Europa se dedicaron a la lucha contra las sectas heréticas
y a la caza de brujas. Aquí se dedicaron a combatir las idolatrías
que se camuflaban detrás de los ritos cristianos. Desde esta pers-
pectiva, la extirpación vendría desde fuera, de Roma, pasando por
el arzobispado de Lima. Lo cual difícilmente explicaría los ciclos
que hemos detectado. La causa de orden interno: los cambios que
afectaban a las sociedades andinas y que se expresaban en un dete-
rioro del orden étnico-comunitario tradicional. La autoridad de los
curacas se mantenía en la medida en que se reproducía ese orden
tradicional dentro del cual ellos eran los jefes naturales, por heren-
cia de sangre y por ser descendientes de los progenitores legenda-
rios de cada grupo étnico. Ellos eran lógicamente los principales
interesados en mantener ese orden tradicional. Por eso casi siempre
los encontramos como acusados. Los acusadores eran frecuente-
mente los fiscales indígenas, los aculturados, los colaboradores del
doctrinero, los que probablemente representaban un grupo indíge-
na emergente que chocaba con los privilegios étnicos de los curacas
y con un orden tradicional demasiado rígido. Esta tensión interna
entre pequeñas élites, nobles indígenas e indios aculturados, era el
detonante para provocar las visitas de extirpación.
Una tercera causa podría ser una avanzada cristianización de
las poblaciones indígenas. Esto hizo que en una situación de pro-
funda crisis de supervivencia, por la crisis social y demográfica fun-
damentalmente, las poblaciones indígenas denunciaran a los prac-
ticantes de ritos andinos para ganar la gracia del dios cristiano.
Pero todo parece indicar que no se trata simplemente de extir-
paciones de idolatrías, sino que estamos frente a un fenómeno pa-
ralelo de revitalización de los cultos indígenas. Estos parecían di-
simularse bajo formas sincréticas, dioses andinos transfigurados
en santos cristianos: Tunapa en Santiago, como en el caso de Chilcas.
O grandes fiestas cristianas como el Corpus Christi, que se habían
superpuesto a los viejos rituales andinos. Otras veces, al margen
de todo sincretismo, tomando como pretexto las fiestas cristianas,

192
se celebraban ritos y adoraciones a los dioses andinos o a las
pacarinas étnicas. Esta revitalización se produjo dentro de una si-
tuación de relativo debilitamiento del poder político del Estado
colonial, paralelo al desarrollo de los poderíos regionales. El XVII es
el siglo en que la decadencia minera libera formas sociales, políti-
cas y económicas impuestas por los colonizadores y que parecen
conducir al modelo típico del feudalismo europeo. Además, es la
centuria en que la población indígena llega a su mayor deterioro.
Las epidemias, las fugas, la yanaconización de los indígenas de
comunidades y la misma opresión colonial dislocan, hasta la pa-
rálisis, la existencia normal de las poblaciones andinas.
En esta segunda parte no habrá espacio para analizar las cau-
sas específicas que lanzan cada uno de los ciclos de extirpación-
revitalización. Pero muy bien podrían entenderse como respuestas
cíclicas de los indígenas a una situación de enormes dificultades.
Algunos grupos de indígenas se aferraban a sus creencias y a sus
costumbres; otros, contrariamente, comenzarán a engrosar la nu-
merosa grey cristiana controlada por los doctrineros. Pero en am-
bos casos es una búsqueda de alivio para mitigar la angustia y la
inseguridad.
La relectura que intentaré hacer de los documentos de idola-
trías, constantemente explorados desde hace 50 años, se inserta
dentro de un intento de reinterpretar la historia andina desde una
perspectiva nueva e innovadora. Con esta finalidad, he elaborado
una matriz donde se ha vaciado la información de los 135 expe-
dientes estudiados. Luego se ha realizado una cuantificación muy
simple y se ha tratado de conjugar las informaciones cuantitativas
con lo cualitativo que se desprende de los expedientes. El resulta-
do nos ha llevado a proponer tres ciclos: 1) 1600-1620, 2) 1645-
1680; y, 3) 1720-1730. Duviols (1971) reconoce tres campañas de
extirpación: la primera y la tercera coinciden con lo que llamamos
primer y segundo ciclos; la segunda campaña de la que nos habla
(1625-1640) no la encontramos ni en las cifras ni en los datos. En la
mayoría de los expedientes de lo que consideramos segundo ciclo
se hace referencia al primero casi siempre y no a lo que Duviols
llama segunda campaña. Pero sí existen expedientes aislados para
este período intermedio, visitas esporádicas para sofocar intentos
solitarios de pueblos que vuelven a sus cultos tradicionales.

193
Primer ciclo (1600-1620)

Los inicios los podemos aprehender difícilmente; tenemos que re-


currir tanto al documento como a la intuición. Las tradiciones y
ritos que un indígena checa, de San Damián, transcribió para Fran-
cisco de Ávila constituyen ya un documento que testimonia esta
vitalidad en marcha. Algunos proponen que los relatos fueron re-
cogidos hacia 1598 (DUVIOLS 1971: 154). Es decir, al año siguiente
de la instalación de Ávila como cura de San Damián. Taylor, quien
ha realizado una última rigurosa lectura y traducción de estos
relatos, piensa que fueron recogidos hacia 1608 (1980: 6-8). Creo
que sería legítimo pensar, también por los informes de algunos
visitadores jesuitas a Huarochirí a fines del siglo XVI (DUVIOLS
1971:153), que las regiones andinas del arzobispado de Lima, en-
tre fines del XVI e inicios del XVII, viven un fenómeno de revitalización
de los cultos indígenas que en un momento determinado se vuelve
alarmante ante los ojos del cura de San Damián.
En Mangas (1604), Carlos Callan Poma y sus hermanos Do-
mingo, Nuna Callan y Fernando Mallqui Callan, fueron acusados
de sacar el cuerpo de su padre, que había sido enterrado en la
iglesia, y trasladarlo al machay Copajirca del ayllo arapayoc
(AAL(HI), leg. 6, exp. 1). En este expediente nos enteramos también
de que el curaca y sus hermanos, previamente, se habían liberado
del fiscal indígena, Diego Guaman Ricapa, colaborador del cura,
enviándolo a las minas de Chingor. Fue éste, a su regreso, y como
un ejemplo de este enfrentamiento constante entre fiscales y curacas,
quien denuncia el hecho ante el cura de Cajatambo. El expediente
termina con un largo interrogatorio al principal Carlos Callan
Poma, de 47 años, y la «puesta en prisión» de 15 mallquis parientes
de este curaca, que se encontraron en el machay Copajirca, ayllo
Arapayoc (el ayllo de Condortocas, si recordamos la historia VI), y
que de nuevo fueron enterrados en la iglesia.
En el archivo arzobispal de Lima no hemos encontrado los
expedientes en donde se acusa de incesto y poligamia a Carlos
Callan Poma y su hermano. Lo acusaban al primero de estar aman-
cebado con dos de sus hermanas. Ambos eran principales de Man-
gas, un lugar privilegiado para nuestra investigación; un centro de
dinámica revitalización de las tradiciones, ritos y costumbres

194
andinos. La familia Callan Poma, guari por sus orígenes míticos,
que gobernará esta población durante todo el siglo XVII, constituye
un caso especial. Nobles que se aferran a su identidad étnica local
y que luego encontrarán una solución original para mantener una
cultura aparte. No sería raro que las acusaciones hayan tenido
algún asidero real y que Carlos Callan Poma haya tratado de
reinstalar antiguas costumbres matrimoniales andinas.
Podemos imaginar fácilmente que situaciones similares se
multiplicaron en numerosas poblaciones andinas de este arzobis-
pado. Las familias nobles de las pequeñas poblaciones buscan
reimplantar sus costumbres: trasladan sus mallquis a los machay
realizando ritos y sacrificios que fácilmente impresionan la sensi-
bilidad occidental. Esta sería la situación que pone en marcha la
primera campaña. Aunque hay quienes piensan lo contrario: An-
tonio Acosta (1979) propone que el inicio de esta campaña puede
explicarse por un pleito que los indígenas de San Damián hacen a
Ávila en 1607 y que revelaría más bien un trasfondo económico, de
aumento relativo de las exigencias económicas que los sínodos
representaban para las poblaciones indígenas. Pero este aconteci-
miento singular no puede explicar toda la institucionalización de
la lucha sistemática contra los cultos indígenas.
El detonante fue el siguiente: en 1608 Ávila descubrió, con
motivo de la fiesta de la Asunción (15 de agosto), que debajo del
disfraz católico los indígenas de Huarochirí celebraban sus fiestas
gentílicas. El párroco de San Damián presenta la denuncia al arzo-
bispado; luego, con el afán de acelerar el proceso, lleva a Lima
«seis cargas de dos quintales cada una», de ídolos y momias dise-
cadas, y el 20 de diciembre de 1609, en un «auto de fe» en la plaza
de armas, se queman estos objetos y el hechicero Hernán Páucar
recibe 200 latigazos y se le corta el cabello (DUVIOLS 1971: 153-4).
Éste es un cambio de actitud, una conducta totalmente diferente a
la del cura de Cajatambo con la familia Callan Poma, e inaugura
una forma violenta de combatir las idolatrías. En 1610, acelerada-
mente, se institucionaliza el sistema: aparece un juez para visita y
extirpación de idolatrías y luego la primera campaña se inicia.
Todas las provincias del arzobispado comienzan a ser visita-
das intensamente. Los principales extirpadores fueron Francisco
de Ávila, Diego Ramírez, Hernando de Avendaño, Pablo José de

195
Arriaga, Julián de los Ríos, Luis de Mora Aguilar, Francisco de
Estrada Beltrán, Rodrigo Hernández Príncipe, Hernando Maldo-
nado y Alonso Osorio. Ellos interrogaron, recogieron objetos de
valor religioso, los destruyeron o los quemaron, castigaron, exilaron
a sacerdotes indígenas, levantaron listas de idólatras y las pusie-
ron en las puertas de las iglesias. Reemplazaron los huacas por las
cruces, destruyeron adoratorios indígenas y sobre las cenizas co-
locaban una cruz. Todos estos aspectos son bien conocidos y por
lo tanto no insistiré sobre ellos.
Quisiera detenerme brevemente en Ocros, que, como Mangas,
es también un caso especial. Aquí se suceden varias causas de
idolatrías: en 1615 el párroco interín de Ocros, Plácido Antolínez,
realiza la primera averiguación. Luego, en 1616, pasa Avendaño y
finalmente, en 1621, es visitado por Hernández Príncipe. En 1615
se produce una situación que también encontraremos por diversos
sitios: los indígenas parecen haber sobornado (a través del método
de la derrama, que los curacas aplicaban sobre los indígenas para
obtener dinero) al cura Antolínez para que no destruyera los ído-
los y los mallquis (AAL(HI), leg. 4, exp. 4). En la defensa que hace de
sí mismo este párroco, hay una serie de documentos interesantes.
Por ejemplo, ¿por qué no se han vuelto cristianos? Respuesta: «[...]
la ley de dios no es buena porque manda muchas cosas que ellos
no pueden llevar, particularmente quitarles sus guacas» (AAL(HI),
leg. 4, exp. 4 fol. 38r). Seguidamente dicen que si les hubieran per-
mitido seguir con sus cultos habrían «abrazado» la religión católi-
ca; afirman que ellos tienen sus ídolos como los cristianos y que
emborracharse y adorar no es pecado. Al parecer, el curaca Juan
Guaina Mallqui es el primer restaurador: «[...] cantaba y bailaba
con la demás gente» (AAL(HI), leg. 4, exp. 4, fol. 9r). Es decir, diná-
micos cultos campesinos en Ocros. Será Avendaño, en 1616, quien
destruirá la mayor parte de los ídolos y mallquis de esta reducción.
Esta primera campaña de extirpación, probablemente la más
sistemática, amplia y cruel para los indígenas, se realizó entre los
años 1610 y 1619, para apagar un ciclo de revitalización de los
cultos indígenas. Las cifras que nos da la relación de 1619 son
impresionantes: 20.893 acusados y luego absueltos; 1.618 maes-
tros dogmatizadores (o sacerdotes indígenas); 1.779 ídolos princi-
pales destruidos; 7.288 conopas o ídolos familiares y finalmente

196
1.365 mallquis quemados. En total, se destruyeron 32.933 objetos
sagrados de los cultos indígenas (DUVIOLS 1967: 100).
Las enseñanzas que sacó la Iglesia de esta primera campaña
le permitió elaborar instrucciones más precisas para similares ac-
tividades posteriores: intensificar la prédica y mejorar su calidad;
luchar contra la embriaguez que favorece el retorno a las idola-
trías; suprimir los pueblos viejos; encerrar a los «maestros de ido-
latrías» en la casa de reclusión de Santa Cruz (Lima); obligar a los
curas de parroquias rurales a aprender las lenguas nativas; abrir
colegios para los hijos de curacas (siempre acusados de ser los prin-
cipales idólatras) y castigar severamente a los indígenas reinci-
dentes. En definitiva, medidas dirigidas a desculturizar a las po-
blaciones indígenas y a crear fuertes disensiones internas, provo-
cadas por los enfrentamientos de aculturados (delatores) y los afe-
rrados a sus tradiciones (acusados), que conduciría a la pérdida
definitiva de las identidades étnicas.

Segundo ciclo (1645-1680)

A partir de 1646, numerosos indígenas de Yauyos, y también algu-


nos pueblos enteros, comienzan a ser acusados de idolatría. Se
reinician los interrogatorios, las delaciones, las destrucciones y los
castigos. Aparecen acusaciones a individuos, generalmente princi-
pales; también a maestros dogmatizadores; y la acusación contra
mujeres por brujería inicia su ascenso. Algunos curacas, como
Gerónimo Auquivinin, de San Gerónimo de Pampas, en 1646, son
acusados de hacer rituales con chicha, de complicidad con los hechi-
ceros y de ser reacios a pagar los tributos: «[...] yndio sovervio, de
mala vida, pleytista y gran embustero y traydor se quiere alzar con el
cacicazgo no queriendo pagar la tasa real y que para este efecto hase
en su casa juntas de viejas y viejos pidiendoles le traygan chicha y
cuyes, viviendo con ellos de dia y de noche, haciendo taquis conti-
nuamente y al modo de la gentilidad [...]» (AAL(HI), leg. 6, exp. 8,
fols. 17v-18r). Es decir, las prácticas rituales son dirigidas por espe-
cialistas, son públicas y con asistencia del principal.
Esta vez, los expedientes que corresponden a este ciclo nos
permiten ver con toda claridad la diferencia entre la costa y la
sierra; diferencia que se puede resumir a la oposición de curande-

197
rismo en la costa y rituales religiosos en la sierra. Numerosos indí-
genas de Canta son acusados de adoraciones idolátricas y de tras-
lado de sus mallquis a los machay. Por otro lado, los curas visitadores
tratan de convertir todos los rituales que tenían que ver con los
ciclos agrícolas en creencias religiosas. Entre 1645 y 1655, período
en que varios extirpadores visitaron Huarochirí, Canta y Yauyos,
aún no es posible observar una dinámica revitalización de los cul-
tos indígenas en estas regiones. Los cultos son clandestinos, a ve-
ces sincréticos y los indígenas se arrepienten y renuncian fácil-
mente a sus creencias.
La situación se torna diferente cuando llegamos a poblacio-
nes más alejadas de Lima. En Cajatambo la labor de los extirpadores
adquirirá una intensidad que hace recordar a los Ávila, Avendaño
y Arriaga. En el año 1656 podemos observar una enorme eferves-
cencia extirpadora en las poblaciones de Acas, Pimachi, Otuco,
Chilcas, Pariac y Ocros. Pueblos organizados en ayllos, con sus
jerarquías políticas (curacas) y religiosas (sacerdotes) aparentemente
intactas. La religiosidad era tan intensa que en Pimachi incluso se
adoraban las cenizas de algunos ídolos (Capabilca y Chaupibilca)
destruidos por Avendaño (AAL(HI), leg. 5, exp. 2, fol. 1v). Se hicie-
ron extensos interrogatorios a cientos de indígenas durante el año
1656; había acusadores y acusados, pero los segundos no renun-
ciaban fácilmente a sus prácticas. Grandes personajes como
Hernando Acas Poma, de Acas, Domingo Rimachim, de Pimachi,
y Alonso Ricary, de Otuco, descendientes de antiguas noblezas
locales, no se retractaron con docilidad sino más bien dieron expli-
caciones y no excusas. Acas Poma dijo en 1657: «[...] estos ritos y
ceremonias es costumbre asentada en todos los pueblos de esta
dicha doctrina como la abisto por sus ojos y lo dirán los ministros
de sus ayllos» (AAL(HI), leg. 6, fol. 14v). Esto es lo que probable-
mente explica el celo y hasta la ira del extirpador, quien el año
1658, en que se defendía ante una probanza de los indígenas, afir-
ma que sacó entre 10 y 12 mil cuerpos de los machay y anotó 300
nombres de objetos sagrados. En abril de 1657 dicta sentencia: con-
dena a tres en Cochillas, ocho en Machaca, 22 en Acas y 15 en
Chilcas. La mayoría de ellos fueron remitidos a la casa de Santa
Cruz y algunos murieron luego por los maltratos (AAL(HI), leg. 2,
exp. 12, fols. 243r y v).

198
En la probanza de 1658, los indígenas lo acusaban de aplicar
tormentos para conseguir las confesiones, de encarcelar a inocen-
tes, de haber embargado rebaños supuestamente de los huacas (236
llamas de los pueblos de Acas, Machaca y Chilcas) y, finalmente,
de apropiarse de los productos de las colcas donde se depositaban
—según los indígenas— los productos de las tierras de comuni-
dad y de los sapsis. Ante esta probanza, que buscaba demostrar lo
contrario a lo dicho por el extirpador, todos los curas de las parro-
quias vecinas atestiguan a favor del religioso, igualmente algunos
españoles y numerosos mestizos (AAL (HI), leg. 2, exp. 12). Final-
mente, el 7 de julio de 1660, el arzobispado de Lima considera las
sentencias «buenas y justas». Esto y otros detalles me permiten
proponer que la extirpación religiosa en estos pueblos era una rea-
lidad exitosa.
Otro caso impresionante es el que se observa en Mangas, en la
misma provincia de Cajatambo. En 1660 el curaca principal, Alonso
Callan Poma, es acusado de prácticas idolátricas; se realizan los
interrogatorios y aflora una organización intacta en ayllos, rituales
y creencias religiosas. Esta vez las acusaciones se centran en los
rituales que se hacían en Corpus Christi. El pleito llegó al arzobis-
pado de Lima y en él tomó parte, en defensa del curaca, el procura-
dor general de indios. Sin embargo, Callan Poma perdió y de nue-
vo quedó otro pueblo lleno de disensiones, humillado y presto a
continuar sus creencias en la clandestinidad. Luego continuarán
esporádicos estallidos de religiosidad, que se pueden rastrear por
los expedientes que se conservan. En 1661, de nuevo en Acas, el
curaca Alonso Poma Livia fue apresado y conducido a Lima acusa-
do de querer envenenar al cura (AAL (HI), leg. 6, exp. 23).
Es necesario esperar casi cinco años para encontrar de nuevo
un nítido fenómeno de extirpación local: en Maray (provincia de
los checra), los visitadores denuncian una efervescencia de las re-
ligiones andinas: «[...] no solo esta ynfesta esta gente deste mal tan
pestilencial sino las demas doctrinas sircunvecinas por las noti-
cias que me han dado muchos españoles, en especial en los pue-
blos de Rapas, Pachancao y Guacho [...]» (AAL (HI), leg. 5, exp. 15,
fols. 6r-6v). Un año después sucede lo mismo en los pueblos de
Yauyos.

199
Finalmente hay dos hechos que tienen una especial singulari-
dad: en 1665 (Yguari) y en 1680 (Yauyos) dos curacas son acusados
de idólatras y rebeldes. En Yguari, Francisco Gamarra es acusado
de fomentar «motines y conjuraciones de yndios». En Guantán
(Yauyos), Marcos Ascencio es acusado también de «tumulto y
lebantamiento contra los españoles y contra los pobres yndios cris-
tianos que son muy pocos [...]» (AAL(HI), leg. 7, exp. 15, fol. 1r).
Este acusado había atacado al cura, quien a su vez denuncia que el
corregidor Fabián Polanco de Guzmán no podía controlar la situa-
ción. Es una modalidad sorprendente que adquiere la revitalización
de los cultos indígenas durante la parte final de este ciclo: eferves-
cencia religiosa y revuelta anticolonial.
Las campañas de extirpación de idolatrías que se realizan
para combatir este ciclo de revitalización las inicia el mismo arzo-
bispo de Lima, Pedro de Villagómez, en 1646. Luego, el extirpador
que destaca por lo sistemático de su labor en los pueblos de Pimachi,
Otuco, Pariac, Chilcas y Acas fue Bernardo de Noboa, párroco de
Ticllos, en la misma provincia de Cajatambo. El otro religioso que
realiza una labor similar fue Juan Sarmiento de Vivero: comienza
en Lampián en 1659, luego lo encontraremos en Yauyos (1660),
Huarochirí (1661) y en Chancay (1662). Más tarde continuará con
una labor similar, pero esta vez en Lima, juzgando a curanderos,
brujas, vendedores de coca y de chicha. Estos dos últimos productos,
que formaban parte de las costumbres ancestrales del mundo
andino, fueron prácticamente erradicados de Lima entre fines del
XVII y comienzos del XVIII. Hubo visitadores de menor importancia
como Juan Ignacio de Torres y Solís, que recorrió Huánuco hacia
1662, y Antonio Girón de Villagómez, que hizo lo propio en la
región de Huaylas en 1661. De nuevo aquí encontramos la cons-
tante que está presente en casi todos los juicios: el indígena Juan
Tocas, fiscal de Ticllos, un pueblo guari, ayudante de Bernardo de
Noboa, denuncia las idolatrías de los llacuaces de Acas y luego se
inicia una relampagueante campaña extirpadora. En los inicios
casi siempre encontramos enconos o rivalidades que funcionan
como los detonantes de estas campañas.

200
Tercer ciclo: crisis y extirpación (1720-1730)

Después de 1680, los juicios por idolatrías parecen definitivamen-


te extinguirse. Esto lo podemos observar con bastante claridad en
el cuadro anterior: los casos que se presentan entre 1680 y 1720
tienen que ver más con acusaciones de brujería, curanderismo, venta
de coca y de chicha en la ciudad de Lima. En los años 1721-22, una
epidemia parece asolar las provincias del arzobispado de Lima,
quizá como una prolongación de la terrible peste que golpeó dura-
mente las regiones cusqueñas en 1720. En 1723 comenzamos a
observar a poblaciones temerosas que comienzan a revitalizar sus
creencias religiosas como una forma de enfrentar esta fuerza in-
contenible. En Huarochirí se juzgan varios casos en 1723; luego
una corriente de revitalización parece recorrer gran parte de la
provincia de los checras. Vuelven los ritos, las fiestas, los ídolos y
se nombra como visitador a Pedro de Celis, cura de Paccho, que
comenzará a recorrer la provincia a partir de enero de 1725. Juzga
y sentencia indígenas en Pachangara, Rapas, Oyón, Churín, Tinta
y Nava (AAL(HI), leg. 3, exp. 11, fol. 12r). En todas las causas hay
referencias funestas a la peste y a la disminución alarmante de la
población. En mayo de 1725 este visitador destierra a 17 indígenas
y los envía a las haciendas y obrajes de los españoles. Igual que los
anteriores, destruye ídolos, quema objetos y azota públicamente a
los acusados de dogmatizadores. Este parece ser ya el fin de proce-
sos amplios de revitalización de cultos religiosos. Las causas pos-
teriores son insignificantes, por blasfemias o algo similar, lo que
nos permite hablar de un cambio radical en la conducta de los
indígenas. Definitivamente parecen haberse extinguido, por la la-
bor tenaz de los extirpadores, los cultos indígenas como activida-
des públicas y colectivas.
Ahora quisiera dejar el punto de vista de los párrocos rurales
y preguntarme más bien: ¿por qué esta revitalización de los cultos
indígenas? O, mejor aún, ¿qué mecanismos hacían que cíclicamente
la intensidad de las revitalizaciones desembocara en las conoci-
das campañas de extirpación? Considero que difícilmente pode-
mos dar una sola respuesta. Todos están de acuerdo en señalar
muchas causas en estas campañas contra las idolatrías andinas.
La primera y más importante tiene que ver con el mundo de la

201
administración colonial: el espíritu de la Contrarreforma. Pero la
segunda, de orden interno, la encontramos en la avanzada
cristianización de las poblaciones indígenas: fueron los indios cris-
tianizados, generalmente fiscales de las visitas, quienes en la prác-
tica condujeron estas campañas. Si no, ¿cómo es posible explicar
que Chiquián, centro aculturado y residencia de los poderosos
curacas de guaranga, no haya sido afectado en estas campañas de
extirpación? Igualmente, ¿por qué no se realizó ninguna visita
importante en Ticllos, aculturado y residencia del curaca segunda
persona? El derrotero de los extirpadores los llevó a visitar funda-
mentalmente pueblos de llacuaces, los menos cristianizados y los
más apegados a sus creencias y rituales tradicionales. Estos meca-
nismos internos: guaris contra llacuaces/cristianos contra andinos,
constituyeron las fuerzas que impulsaron fundamentalmente el
segundo ciclo de extirpación. Los pueblos quisieron autoextirparse
para terminar así con las ambivalencias religiosas que conducían
a las angustias colectivas. Esto nos hace recordar los estudios de
Evans Pritchard (1976) en los azande y los estudios posteriores de
Alan Macfarlane (1970), que demostró que la caza de brujas fue
más intensa en las regiones más cristianizadas de Europa.
Entonces, lógicamente tenemos que preguntarnos: ¿quiénes y
por qué promovían el mantenimiento de los cultos y de los ritos
indígenas? Podemos elegir algunos testimonios que parecen ofre-
cer algunas respuestas. Juana Julca, india de Pimachi, culpa a los
camachico, curacas de pachaca, de alentar las idolatrías: «[...] dice que
los camachicos les mandaban que no adorasen a los dioses cristia-
nos, sino a los ydolos, guacas y malquis... nos apremian, molestan
y azotan a que los hiziesemos ofrendas» (AAL(HI), leg. 5, exp. 2,
fol. 32r). Esto podría haber sido un testimonio defensivo para elu-
dir una sentencia penosa, pero acusaciones de este tipo se multi-
plican. Pero escuchemos a una mujer que podríamos considerar
como perteneciente al grupo de los aferrados a sus propias creen-
cias, además de ser sacristana de Cochillas (1657). Ella nos dice
que no adoraban al dios cristiano porque «[...] este era para los
españoles y que ellos tenían otro dios que eran sus malquis quie-
nes les daban comida, hacienda, vida, salud, chacara y todo lo que
havian menester y que el dios de los españoles no les daban cosa
alguna [...]» (AAL(HI), leg. 5, exp. 3, fol. 5v). Los sacerdotes, los

202
especialistas del culto y los curacas de pachaca, pequeños jefes étnicos,
son siempre los defensores más tenaces de estas prácticas. ¿Intere-
sados o sinceros creyentes en sus religiones? Ambas cosas a la vez.
Interesados, porque era una forma de legitimar las instituciones de
mando político dentro de los ayllos, y también sinceros, porque
constituían viejas tradiciones andinas que tenían consenso dentro
de las poblaciones indígenas. En consecuencia, la práctica de los
cultos étnicos atravesaba la estructura y función de las poblacio-
nes andinas. La distribución y uso de las tierras y rebaños tenía
una función religiosa: producir excedentes para mantener los ri-
tuales del culto. Las jerarquías sociales, los mandos políticos, se
legitimaban reproduciendo anualmente, durante los rituales, las
historias míticas que recordaban a estos pueblos quiénes eran sus
dioses, sus progenitores y quiénes eran también los descendientes
de esos dioses.

La representación del mito: guaris y llacuaces

Los viejos taquis rituales que cumplían una diversidad de funcio-


nes sociales, políticas, religiosas y calendáricas en la época
prehispánica, con los incas adquieren una definida función políti-
ca. Así lo afirma Pedro Sarmiento de Gamboa cuando nos dice que
Pachacuti Inca Yupanqui «[...] desenterró los cuerpos de los siete
ingas desde Mango Capac hasta Yaguar Guaca Inca, que todos
estaban en la casa del sol, y guarneciéndolos de oro, poniéndoles
máscaras, armaduras de cabezas a que llaman chucos, patenas,
brazaletes, cetros a que llaman yauris o Chambis y otros ornatos. Y
después los puso por orden de antigüedad en un escaño, ricamen-
te obrado en oro, y luego mando hacer grandes fiestas y re-
96
presentaciones de la vida de cada ynga [...]» (1942: 94). Probable-
mente, más que una forma de representación teatral, lo que está
describiendo Sarmiento de Gamboa, con sus herramientas lin-
güísticas y mentales del siglo XVI español, es la secularización de
los viejos rituales andinos para legitimar el gobierno de la dinastía
96
Esta cita ha sido constantemente utilizada por diversos especialistas. Casi siempre
con la finalidad de demostrar la existencia de un teatro o casi-teatro desde mucho
antes de que llegaran los españoles a los Andes. En este sentido la usan C. Hernando
Balmori (1955: 23); Jesús Lara (1957: 7) y, más recientemente, Betty Osorio
(1983: IV).

203
cusqueña. Podría ser caprichoso hacer la diferencia entre ritual y
representación teatral; ambos parecen ser partes de un solo proce-
so. Sin embargo, los antropólogos conocen muy bien sus diferen-
cias. Así, Victor Turner nos recuerda que «[...] any type of ritual
forms a system of great complexty, having a symbolic structure, a
value structure, a telic structure and a role structure» (1981: 4-5).
Más aún, y esto es lo que nos parece fundamental: «Ritual is a
periodic restatement of the terms in which men of particular culture
must interact if there is to be any kind of a coherent social life»
97
(TURNER 1981: 6).
El mismo antropólogo, quien analiza los ndembu de África
(Zambia), distingue los ritos vinculados a los momentos críticos de
la vida (nacimiento, pubertad, matrimonio y muerte), de los ritos
calendáricos que testimonian también momentos de transición de
la escasez a la abundancia o viceversa (TURNER 1977: 169). Estos
rituales cumplen funciones simbólicas e integradoras de los gru-
pos sociales que los practican. Los rituales pueden ser representa-
ciones visibles y materiales de la cosmovisión mítica de un grupo;
desde esta perspectiva, se acercan al teatro y lo preceden. Pero el
teatro moderno, como el que se comienza a representar en España
del siglo XVI, nace cuando las representaciones están orientadas
fundamentalmente a divertir y no a regimentar, a normar y a per-
petuar la memoria de los acontecimientos que organizan la vida de
98
un grupo social.

El mito

Los ritos, mirados simplemente como idolatrías por los españoles,


tenían una función política legitimadora tan igual como las pro-
banzas que elaboraban los curacas de guaranga para mostrar la su-
cesión de sus linajes y los compromisos con los incas y los españo-
les. Los curacas de pachaca, actuando más dentro del mito que de la
historia, buscaban recordar perpetuamente durante sus rituales
97
La precisión de B. J. Isbell es también interesante y complementaria: «A ritual
can be defined as a series of formalized actions that are obligatory and standardized»
(1985:17).
98
Así lo afirma L. Fernández de Moratín (1946: 22-3) cuando sostiene que el paso
de los temas religiosos a los temas seculares y la libertad que consigue el teatro de
la tutela de la Iglesia es lo que permite su nacimiento en su expresión moderna.

204
los orígenes divinos de los linajes gobernantes en cada una de las
pachacas. Ellos eran descendientes de los guaris o de los llacuaces y
mantener el culto a sus mallquis progenitores o a sus huacas, de los
cuales míticamente provenían sus linajes, era una necesaria fun-
ción religiosa legitimadora del ejercicio de su poder político.
Pero mantener el culto a los dioses no era una labor fácil y
excluyente. El culto a sus mallquis o camaquenes se inscribía dentro
de una cosmovisión global compuesta por creencias en grandes
dioses relacionados con la sociedad, dioses menores relacionados
con los ciclos anuales de la naturaleza y el culto de las conopas o
pequeños símbolos totémicos familiares. Estos cultos teóricamente
no eran excluyentes, porque eran prácticas politeístas que organi-
zaban a las grandes deidades en jerarquías verticales y también
horizontales. Los guaris respetaban los dioses llacuaces y viceversa.
Había prácticas rituales de conjunción donde pretendían unirse
sin eliminar las jerarquías.
Las violentas campañas de extirpación dirigidas por el padre
Bernardo de Noboa, entre 1655 y 1662, dejan un doloroso saldo de
numerosos curacas de pachaca desterrados, sacerdotes indígenas
vejados públicamente, tierras y rebaños expropiados y pueblos
minados por las tensiones internas. Pero este extirpador nos dejó
también testimonios que ahora quisiera analizar de manera muy
rápida, para demostrar esa dualidad primordial que organizaba
la vida de estas poblaciones indígenas en dos grupos opuestos y
complementarios: guaris y llacuaces. He seleccionado algunas ver-
siones de los acusados, frecuentemente curacas, para presentar los
rasgos fundamentales de guaris y llacuaces. Don Domingo
Rimachim, curaca de pachaca de Santa Catalina de Pimachi, en una
confesión que hace en agosto de 1656, ofrece una interesante infor-
mación. A la tercera pregunta sobre los guaris, respondió: «[...] oyó
decir a sus antepasados que vinieron de Titicaca que es donde
nace el sol y donde fueron criados» (AAL(HI), leg. 5, exp. 2, fol. 6v).
En la cuarta pregunta, cuando responde sobre «[...] los primeros
pobladores de estas tierras», dice con mucha claridad: «[...] a oido
decir a sus antepasados que los dichos yndios llaquaces fue una
nacion que bibio siempre en las punas y que los guaris fueron una
nacion de gigantes barbados los cuales crio el sol y a los llacuaces
el rayo [...] y que estos guaris les pircaron las patas de las chacaras

205
y hizieron las azequias y lagunas [...]» (AAL(HI), leg. 5, exp. 2, fol.
7r). Esta cita evidentemente deja la impresión, si queremos inter-
pretar el mito como una transfiguración del recuerdo histórico, de
que los llacuaces habitaban en las punas originalmente, que luego
vinieron los guaris trayendo el orden (las pircas) y las acequias; es
decir, la agricultura.
En la quinta, cuando le preguntan dónde están enterrados los
cuerpos de estos guaris y llacuaces, responde diciendo que están
«debajo de la tierra», en un lugar llamado Yarococca, y que se
convierten en lechuzas, tucus, tordos y en culebras. Indica dos
tipos de guaris: los que adoran al ídolo Cápac Guari y los que ado-
ran al Ascay Guari. En la novena pregunta, cuando tiene que res-
ponder por el origen de su pueblo, habla —algo confusamente—
de una conjunción de guaris y llacuaces: «[...] a oido decir a sus
antepasados que bibian en las punas y que estos vinieron del
Titicaca (sic) y que son hijos del Rayo y que bibian en las punas, se
sustentaban de carne de guanaco y llamas y tarucas, y los dichos
yndios Guaris viendo a los dichos llaquazes fueron con tambores
y vailes gentilicios y los redujeron a que viviesen con ellos [...]»
(AAL(HI), leg. 5, exp. 2, fol. 7v). Cuando dice «vinieron del Titicaca»,
si recordamos su respuesta a la tercera pregunta, debe estar ha-
blando de los guaris o se trata simplemente de la mala traducción
del intérprete. Lo importante es resaltar la idea mítica que don
Domingo Rimachim tenía acerca de la fundación de Pimachi: con-
junción pacífica de guaris y llacuaces.
Cuando responde a la pregunta doce explica por qué adoran
al puquio Oco: «[...] el cual trajo el dios Guari de la pampa de
Uchuguanaco de la laguna llamada Conococha y que éste le trajo
por debajo de la tierra veinte leguas de este pueblo y que otro dio al
pueblo de Raham llamado Guayllapa» (AAL (HI), leg. 5, exp. 2, fol.
8v). En muchos otros pueblos, cuyas tierras de maíz son regadas
con agua de puquio, hemos encontrado una explicación similar. En
consecuencia, los guaris no solamente «pircaron las patas», que
probablemente significa que delimitaron las tierras de los ayllos e
introdujeron los sistemas de rotación de los cultivos que acompa-
ñan a los sistemas agrícolas en las regiones altoandinas, sino que
igualmente construyeron las acequias y trajeron las aguas de los
manantiales, también para el regadío, desde la laguna de

206
Conococha. Esta explicación además nos acerca a una probable
dimensión religiosa que ha debido tener este lugar para los guaris,
así como lo ha podido tener la pampa de Lampas, excelente territo-
rio de pastoreo, para los llacuaces.
En la confesión de don Alonso Ricary, curaca de pachaca de
Otuco, de 80 años, también en agosto de 1656, cuando le pregunta-
ron sobre Choque Runtu y Raupoma, progenitores míticos de sus
ayllos, confiesa: «[...] son malquis de sus conquistadores y antepa-
sados [...]» (AAL(HI), leg. 4, exp. 18, fol. 23r). Luego, en ninguna
otra respuesta de su confesión da más información sobre guaris y
llacuaces; se limita a confesar detalles de procedimiento, de ritual,
pero no dice nada sobre las historias de sus dioses. El laconismo
de don Alonso Ricary nos obliga a utilizar el testimonio de Andrés
Chaupis Yauri, indio ladino de Otuco que declara contra don
Alonso y ofrece una extensa, detallada y a veces confusa versión
sobre las historias míticas de los ayllos que conforman Otuco. Este
testigo, que también era fiscal (el que cuidaba las prácticas cristia-
nas) de Otuco, ofrece una historia detallada de los llacuaces: Apu
Libiac Cancharco «cayó del cielo a modo de Rayo». Tuvo hijos y
los envió por diversas partes. Los que llegaron a Otuco fueron:

a) Libiac Choquerunto y su hermano Libiac Carua Runta, progeni-


tores del ayllo Otuco;
b) Libiac Raupoma y su hermano Vichupoma, progenitores del ayllo
Julca;
c) Libiac Nauim Tupia y su hermano Libiac Guac Tupiac, progeni-
tores del ayllo Allauca.

Libiac Cancharco les entregó a sus hijos un poco de tierra para


que, donde hallasen una semejante, allí se instalaran. En Mangas
no los quisieron; en Guambos se quedaron un año y finalmente se
acercaron a Otuco. Desde las partes altas los hermanos llacuaces
enviaron a un muchacho con una llama para que conversara con
la gente de los dos ayllos de este pueblo: Guari Guachancho y
Taruca Chichoc. Éstos mataron al muchacho, desollaron la llama
y ofrecieron dura resistencia a los recién llegados. Los guaris des-
atan las fuerzas de la naturaleza para detenerlos, neblinas y grani-
zo, pero los llacuaces los conquistaron y quitaron «casas, chacaras,

207
haciendas y comidas y solo dejaron uno vivo [...]» (AAL(HI), leg. 4,
exp. 18, fol. 11r). Éste se llamó Marca Cuipac y su hermano Paria
Putacac, quien probablemente es el mallqui guari del ayllo Guamri.
El testimonio de dicho fiscal indio de Otuco es bastante singular:
muy detallado, bastante coherente pero frecuentemente muy con-
fuso. Aunque de todas maneras nos resuelve las interrogantes que
nos dejó la lacónica confesión de don Alonso Ricary. En Otuco, en
el momento de la visita, había cuatro ayllos: tres llacuaces (Otuco,
Julca y Allauca) y uno guari (Guamri). Los tres primeros conquista-
ron al cuarto, originalmente dos ayllos, para fundar la población
de Otuco. Esta vez la conjunción es más bien violenta.
Seis años más tarde, cuando aún seguía su labor extirpadora
Bernardo de Noboa, encontramos el testimonio de don Alonso
Callan Poma, curaca de pachaca del ayllo Cotos en el pueblo de Man-
gas. En su confesión nos dice: «[...] en su lengua materna cantaban
diciendo que los Ynguaris (sic), que son de su parcialidad y ayllo
sus primeros progenitores, que son malquis, tubieron su pacarina
y nacimiento y descendieron del mar, de allá vinieron a procrear la
gente de su ayllo, y que los yndios que llaman llaquaces tubieron
su nacimiento y pacarina de los serros nevados [...]» (AAL(HI), leg.
5, exp. 6, fol. 48r). Don Alonso Callan Poma está dando respuesta a
una acusación que le han formulado los mestizos de Mangas y se
refiere a que en la lengua quechua del lugar, durante ciertas oca-
siones que no precisa, cantaban relatando los orígenes de este pue-
blo de Mangas por la conjunción de guaris y llacuaces. Mangas —a
pesar de la confusión de estos testimonios— estaba compuesto de
seis ayllos: tres guaris (Cotos, Nanis y Chacos) y tres llacuaces (Julca
Tamborga, Caiao Tamborga y Chamas). Esta simetría, de alguna
manera, puede explicar que aquí no se les considere como con-
quistadores a los llacuaces. En Pimachi, igualmente, existían cuatro
ayllos: Allauca, Sijsi, Chaupis y Julca; aparentemente dos guaris y
dos llacuaces. De esta manera el mito, más que una historia de cada
una de estas poblaciones, guaris y llacuaces, sería una explicación
de la estructura y las funciones sociales de los ayllos que compo-
nían estos pueblos. El mito, de esta manera, no ordenaba necesa-
99
riamente la memoria histórica de estos pueblos sino que, como lo
99
Lorenzo Huertas, en su libro de 1981, intenta hacer una periodificación de la
historia de Cajatambo a través de estos mitos. Propone las siguientes etapas: a)

208
ha propuesto primero R. Tom Zuidema y luego Henrique Urba-
no,100 era un reflejo de los ordenamientos sociales de estas pobla-
ciones. La dualidad podía significar la conquista de los más nu-
merosos, como en Otuco, pero frecuentemente implicaba la comple-
mentariedad entre agricultores y pastores (DUVIOLS 1973: 153).101
Estas historias míticas, sacadas por la fuerza de las confesio-
nes u ofrecidas con el ánimo de acusar a los curacas de pachaca, han
debido constituir una especie de credo no escrito para estas pobla-
ciones, que no necesariamente debían irritar el celo cristiano de los
indígenas convertidos o de los curas doctrineros. Pero las creen-
cias religiosas, como para el buen practicante cristiano, exigían
ritos visibles y ofrendas para aplacar «el hambre de sus dioses», o
ceremonias propiciatorias para mantener la existencia de estos
grupos sociales.

antes de los guaris: desorden, guerra, una especie de Purun Runa local; b) los
guaris traen la agricultura, distribuyen las tierras, construyen canales de regadío
y ponen orden; c) los llacuaces bajan de las alturas y conquistan a los anteriores.
Los pastores conquistan a los agricultores.
Luego Huertas incluye, como período siguiente, a los incas. Según la versión de
Pimachi, los guaris son los recién llegados. En cambio la de Otuco parece sostener
lo contrario. En todo caso, creo que estamos lejos de la historia y muy cerca del
mito al explicar que todos los pueblos de esta región son conglomerados de
pastores y agricultores, que se agrupan así para lograr —muy probablemente— un
manejo más racional de la ecología. En consecuencia, el mito estaría reflejando
la sociedad y la ecología, más que los aspectos cambiantes de la historia.
100
R. Tom Zuidema, en su ensayo de 1977a, propone que toda la historia inca puede
ser más bien un discurso mítico. Ello lleva a decir a Henrique Urbano «[...] que el
discurso mítico, en vez de preocuparse por la “verdad” histórica de los hechos,
enuncia globalmente una imagen de la sociedad, la cual se impone por su propia
lógica y no por la legitimidad cronológica de las acontecimientos» (1981: XII).
101
Este estudio de Pierre Duviols (1973) tiene aún bastante vigencia en sus postulados
fundamentales. Guaris y llacuaces, sin lugar a dudas, constituyen núcleos
demográficos de oposición y complementariedad. Todas las historias míticas
difieren en sus rasgos particulares, en los nombres de los dioses y en la toponimia,
pero no en sus rasgos estructurales. Pero aún cumplen diversas funciones sociales.
Hacia 1920, Julio C. Tello las encontró aún muy vivas: «[...] Wari es el dios de la
fuerza; que según leyenda generalizada en casi toda la región andina construyó
por arte mágico las represas y canales de irrigación de la pasada prosperidad
agrícola [...] Wari, al mismo tiempo, está en el Océano, en las lagunas y en las
cordilleras nevadas [...]» (1923: 95). Este último testimonio, recogido de infor-
mantes de la sierra central, nos permite conocer que el recuerdo de las antiguas
deidades seguía vital en el siglo XX, casi sin cambios fundamentales.

209
El taqui sagrado: la representación

La cita de Sarmiento de Gamboa nos hace recordar a la Pacaricuspa,


o rito de «cabo de año» practicado por los indígenas de Pimachi,
Otuco, Acas y Mangas, que consistía en sacar a sus muertos de los
machayes, vestirlos elegantemente, cachuar o hacerles taquis y recor-
darlos con canciones interpretadas por mujeres. Éstas deben haber
sido las expresiones modestas de los taquis reales realizados para
perennizar la memoria de los reyes cusqueños. Otra prueba que
sirve para enfatizar, como lo han hecho varios autores, que el im-
perio inca era una reproducción ampliada de antiguas organiza-
ciones étnicas andinas. Estos taquis rituales, como rápidamente lo
entendieron los españoles, cumplían una función reproductora
del sistema y por lo tanto había que eliminarlos. Por eso fue una
preocupación fundamental de los extirpadores erradicarlos en to-
das sus manifestaciones: indumentaria, canciones, bailes, borra-
cheras y adoraciones. Así, en el juicio de residencia que Andrés
García de Zurita, por encargo del arzobispado de Lima, hace a los
extirpadores Francisco de Ávila, Diego Ramírez, Fernando de
Avendaño, Rodrigo Hernández Príncipe y Alonso Osorio, en 1622,
pregunta en los diferentes pueblos «visitados» por la conducta de
los extirpadores e insiste en saber si «[...] cuidaron que no ubiese
bayles, cantares o taquies antiguos en lengua maternal o general
de los yndios y si consumieron los instrumentos que para ello tenian
como eran tamboriles, cabezas de venado, cántaros y plumerias
dejándoles solos los tambores que usan en las danzas de la fiesta
del corpus y de otros santos y si prohibieron las borracheras que en
102
semejantes actos suelen hacer [...]». Taqui es definido por Cobo
como «[...] lo que significa todo junto baile y canto». De esta pala-
bra provenía taquirini, que para González Holguín significaba «can-
tar solo sin baylar» o «cantando baylar». Betty Osorio los conside-
ra una representación teatral menor que los cantares, los cuales,
según ella, narraban los grandes momentos históricos del imperio
inca o las circunstancias particulares de sus gobernantes. Consi-
dero que ambos, como lo indican Cobo y González Holguín, eran
una misma cosa: una conjugación de danza y canto donde casi se
102
Información segura contra los visitadores de idolatría hecha en la villa de Carrión
de Velasco (Guaura), noviembre de 1622 (AAL(HI), leg . II, exp. 6, fol. 7r).

210
teatralizaban los acontecimientos. Por eso es que Guaman Poma
les dedica todo un capítulo de su inmensa crónica y además argu-
menta su utilidad (1980: I, 288-302). Ellos deben haber sido los
rituales que acompañaban tanto a las transiciones críticas en la
vida de los individuos, como a los cambios y perpetuación de los
gobernantes y a las grandes festividades calendáricas. Los encon-
tramos usados tanto en el Cusco, en funciones políticas imperia-
les, como en las provincias étnicas del imperio, cumpliendo fun-
ciones semejantes. Por eso es que Bernabé Cobo afirmó que en cada
provincia del imperio se podía encontrar «bailes» diferentes que
las identificaban. Guaman Poma intenta hacer una clasificación
de los taquis: taquis de la realeza cusqueña y taquis correspondien-
tes a cada uno de los cuatro suyos. Además, afirma que provienen
de la tercera edad de la humanidad en su original periodificación
histórica. En conclusión, podríamos decir que los taquis eran festi-
vos, sagrados, políticos o calendáricos. La participación de las
mujeres cantando y tocando el tamborcillo era un elemento estruc-
tural en ellos: así lo encontramos en los que Guaman Poma men-
ciona para cada uno de los suyos incaicos.
En el caso que estamos analizando, Cajatambo, o más particu-
larmente Pimachi, Chilcas, Otuco y Mangas, casi todas las acusa-
ciones de idolatrías están dirigidas a desenmascarar los bailes, «bo-
rracheras» y mochas a sus ídolos. Lo que Domingo Rimachim,
camachico de Pimachi, dice sobre la Pacaricuspa o ritos de «cabo de
año» a sus muertos lo podemos resumir así: sacaban de las iglesias
los cuerpos de sus deudos muertos, o de los machayes, los vestían con
camiseta limpia, les ofrendaban con sangre de llama y luego quema-
ban en una callana grasa, cuyes, maíz y coca y al mismo tiempo «bai-
103
lando al son del tamborsillo al uso gentilico». Estas ceremonias
de recordación a sus antepasados se hacían para evitar su cólera. Se
les sacaba de las iglesias para que no sufrieran enterrados y se les
colocaba en sus machayes étnicos para conservar el mismo orden
(cada ayllo en su machay) en la existencia en el más allá. Contentar-
los —como dice don Domingo Rimachim— les evitaría trabajos, en-
fermedades y muertes. Tres hechos consustanciales con el sistema
103
AAL(HI), leg. 5, exp. 2, fol. 2r. Luego agrega D. Rimachim: «[...] que esto lo
acian porque los dhos cuerpos en la otra bida no les echasen maldiciones y por no
tener travajos, enfermedades y muertes y que asi se lo habian dicho los antiguos
[...]».

211
colonial y que durante el siglo XVII comienzan a ser percibidos más
conscientemente por las poblaciones campesinas.
Cuando el mismo testigo describe la adoración a los ídolos
Capabilca y Caupibilca, dice que lo hacía «baylando encima del
dho Ydolo e ydolos al uso gentilico por tiempo de la limpia de
acequia». Lo que se consumía durante las ceremonias y rituales,
cuando eran para los huacas vinculados a ciertas actividades pro-
ductivas o acontecimiento calendárico, salía de las tierras y reba-
104
ños que se mantenían exclusivamente para este fin. Por eso los
extirpadores se preocuparon de cortar las bases de sustentación de
estos rituales: expropiaron tierras y rebaños sagrados, o señalados
así, y luego los vendieron para fines más profanos y a menudo se
tejieron oscuras tramas para incluir en estas ventas tierras cacicales
y comunales.
En el vecino pueblo de Pariac, según el camachico Juan Guaraz,
cuando se cosecha el maíz, las parianas, las que cuidaban los cam-
pos de este cultivo, que desempeñaban su trabajo vestidas con pe-
llejos de zorros, para la cosecha usaban una camiseta colorada,
ofrendaban primicias al dios guari y luego «beben, bailan y hacen
grandes fiestas a las guacas y ydolos y del mismo maiz dejan en la
chacra cinco mazorcas [...]» (AAL(HI), leg. 6, exp. 10, fol. 8r). Para
la siembra de papas y ocas hacían ofrendas también al guari, que
era el Chacrayoc, y luego hacían sus bailes. Francisca Cocha
Quillay, la testigo de cargo contra don Alonso Ricary, de Otuco, lo
acusó de celebrar dos grandes fiestas anuales a los ídolos Raupoma
y Choqueruntu, de los ayllos Guamri y Otuco respectivamente, pro-
bablemente uno guari y otro llacuaz.
El sorprendente testimonio de Andrés Chaupis Yauri, ladino
y fiscal del pueblo de Otuco, está lleno de detalles, colorido, confu-
siones, ambigüedades y por supuesto pleno de pasión. Nos dice
que cuando techaban una casa bailaban el airigua o airapa: «[...]
ban los hombres por delante y las mujeres les siguen con sus tam-
bores, cogidos de las manos y encadenados [...]» (AAL(HI), leg. 4,
exp. XVIII, fol. 17r). Él mismo dice que durante las ceremonias de
104
Juana Julca Carua, testigo de cargo contra don Domingo Rimachim, lo afirma así:
«[...] y a que les hiciensemos chacaras a todos los dhos ydolos y de sus semillas se
aprovechaban bebiendolas y vendiendolas sustentaban los dhos ritos y ceremonias
para sus granjerias, borracheras y supersticiones [...]» (AAL(HI), leg. 5, exp. 2,
fol. 32r).

212
«cabo de año» bailaban el pumayac, el aguac y el curiaj: «[...] y baila-
ban con el baile pumayac y aguac y esto hacian siempre todos en la
puerta del machay una noche entera, yendo amaneciendo le hacian
otro que llaman curiaj asidos todos de las manos dan cinco bueltas
y luego las desasen con otras cinco vueltas y la echicera o el bayle
[...]» (AAL(HI), leg. 4, exp. XVIII, fol. 19r). El testimonio es de gran
valor. Se trata de un ritual sacro anual a los difuntos y consecuen-
temente de bailes sagrados. Pero queremos volver a los tres taquis:
pumayac, aguac y curiaj. Este último, aunque la descripción es muy
simple, parece ser un baile de despedida hasta el próximo año.
Como la pinquida, que tiene una gran importancia en la fiesta pa-
tronal de Chilcas en la actualidad, y que la encontramos también
en Chiquián como pinquichida y en todos los pueblos de la región
formando parte de la comparsa Inca-Capitán. En Chilcas se baila
en la plaza de armas y frente a la iglesia. En Chiquián se baila en el
momento de los encuentros de los funcionarios, como simbolizan-
do la unión y la confraternidad.
Pero debemos hacer un breve resumen para distinguir lo fun-
damental: diferentes bailes para cada ocasión, taquis de purifica-
ción, de recordación, de despedida y de adoración. Todos coinci-
den en señalar que los camachicos o curacas de pachaca los encabezan
y que las mujeres van tocando los tamborcillos y cantando. Las dos
fechas más importantes, mencionadas para el caso de Otuco, pare-
cen ser noviembre (Todos los Santos —pocoy mita) y junio (Corpus
Christi —oncoy mita), las cuales, de acuerdo con los testigos, se
celebran para recordar la conjunción de guaris y llacuaces. Pero aún
nos faltan detalles que nos acerquen a estas dos grandes celebra-
ciones de Cajatambo; para resolver este problema nos trasladamos
a Mangas en 1662.
Este año el cura de Ticllos, Bernardo de Noboa, que venía de
visitar los anteriores pueblos, acusa a don Alonso Callan Poma,
curaca de pachaca, de promover el culto de «[...] un ydolo malqui
llamado Condortocas y a su hermana Coya Guarmi por ser el pri-
mer progenitor de su ayllo llamado Cotos, y del dicho malqui tiene
su etimología el dho ayllo, y en todos los dias de Corpus y cubier-
tas, repaxes de casas nuevas [...]» (AAL(HI), leg. 5, exp. 6, fol. 1r). Es
decir, que promovía la adoración del mallqui guari Condortocas
durante una celebración que los testigos anteriores llamaban el

213
oncoy mita y en las cubiertas o «repajes» de las casas nuevas. La
acusación decía que este curaca hacía traer el «ydolo Coya Guarmi»,
un cántaro vestido y adornado, le «hace bayle supersticioso» y el
mismo Callan Poma se viste lujosamente para encabezar la cere-
monia. La acusación precisa que hacía «[...] año y medio, poco más
o menos, cubriendo de nuevo yzo que los ministros, trayéndolo a
su casa, y tres días, le bailo el dho don Alonso con los ministros,
vestido con las vestiduras referidas, asistiendo todos los yndios y
haziendolos cooperar [...]» (AAL(HI), leg. 5, exp. 6, fol. 1v). Cuando
la acusación dice «cubriendo de nuevo», podríamos pensar que se
trata de «retechar» una misma casa o lugar no identificado o sim-
plemente una casa nueva; pero quería señalar esta ambigüedad.
La segunda testigo de cargo, María Ramírez, informa que este curaca
adoraba sus ídolos «[...] cubriendo su casa de nuebo [...]» (AAL(HI),
leg. 5, exp. 6, fol. 13r). Luego, la misma testigo vio que a mediano-
che trajeron un cantarillo «[...] que paresio que tenia forma de per-
sona y con gargantilla y zarcillos y el dicho yndio lo tenia abrasa-
do con la misma manta y baylaba con el dicho ydolo y le ablaba al
ydolo con voz delgada como quien soplaba y los demas yndios y
yndias que alli estaban yban cochando y baylando con tamborci-
llo y los yndios le cantaban [...]» (AAL(HI), leg. 5, exp. 6, fol. 13v).
María Carhuaque, india llacuaz que habló con intérprete, nos ofre-
ce una interesante versión de la canción que cantaban los
danzantes: «[...] Cusi Cayanman, Llacla cayanman, Pisarcutaman
tatamanqui Coyai Guarmi, Pallay Guarmi, turiquinan Mamay
quihuan ratamurquitacay Mamachapita —que quiere decir en len-
gua española y por tradición antigua que tienen deste ydolo que
bino de la mar y que primero yso su asiento en la pampa y el pueblo
de Cusi y luego izo su descanso en otra pampa questa a un lado
frontero de Gorgorillo que llaman Pisacurta y que este ydolo bino
con su madre y hermana para los indios del ayllo Cotos [...]»
(AAL(HI), leg. 5, exp. 6, fol. 19r). Luego Ysabel Santa, del ayllo Co-
tos, soltera de 50 años, agrega una serie de detalles interesantes.
Entre ellos podemos enumerar los siguientes: que las ceremonias
se hacen en la casa Cayan de los curacas, donde se conserva el maíz
de las tierras rantín, dedicadas al culto de estos ídolos. Este maíz
era distribuido a las doncellas de Cotos para que preparen las
ofrendas, muy probablemente chicha. Agrega además que las ado-

214
raciones se realizaban durante el Corpus Christi, los «repajes» y
San Francisco (4 de octubre), con ayunos de cinco días previos a
las fiestas cristianas. Finalmente, podríamos decir que las adora-
ciones al mallqui guari Condortocas y a su hermana y esposa Coya
Guarmi (un cántaro), que implicaban ayunos previos de cinco días,
se hacían en la casa sagrada Cayan de los curacas, con libaciones,
bailes y cantos que narraban la llegada de este progenitor. Era un
taqui étnico que recordaba los orígenes de un ayllo y que reafirmaba
la filiación divina de los Callan Poma.
Pero Mangas era un pueblo de guaris y llacuaces, en consecuen-
cia tenemos que regresar a esta visita de extirpación de 1662 para
tratar de entender lo que pasaba en los otros ayllos. De manera muy
nítida, en este documento aparece la siguiente organización de
Mangas:

Ayllo Guari Llacuaz

1. Cotos X
2. Nanis X
3. Chacos X
4. Julca Tamborga X
5. Caiao Tamborga X
6. Chamas X

Pero en los documentos no aparecen estos ayllos con la clari-


dad que los presentamos; surgen también otros como Cascas y
Arapayoc, que más bien son pueblos viejos o Ñaupallacta, y los que
más nítidamente aparecen son un ayllo guari (Cotos) y dos llacuaces
(Julca y Caiau Tamborga). Estos últimos ayllos, que no eran los
enjuiciados por el visitador, también tenían sus tradiciones muy
vivas en este año de 1662. Así lo expresa Ana Vequicho, llacuaz
acusada de hechicera: «[...] estos malquis fueron los primeros
progenitores deste aillo Jualca Tamborga que tubieron su pacarina
y nacieron del serro grande de este que es pegado a este pueblo de
Mangas que llaman Apuhurco “San Cristobal” y asi le cantan
quando cachuan en las cubiertas de las casas [...]» (AAL(HI), leg. 5,
exp. 6, fol. 30r). Agregando que también se le adoraba en el Corpus
y San Francisco.

215
Con nitidez hemos podido presentar que los ayllos guaris y
llacuaces, con progenitores míticos que venían de abajo y arriba, del
mar y de las punas, hacían sus rituales en Corpus, San Francisco
(patrón de Mangas) y durante los «repajes» de los techos de las
casas. Estos rituales, donde se recordaba la conjunción de estos
dos pueblos como actos fundacionales de las diversas poblaciones
de Cajatambo, eran sesiones sagradas de danza y canto para tea-
tralizar o representar el mito. Pero los documentos coloniales, he-
chos como acusación o como defensa, no nos permiten mirar de
cerca a estos rituales. La fiesta Masha de Mangas actual, donde aún
se recuerda vivamente este encuentro mítico, nos muestra la com-
plejidad social, la riqueza simbólica y la función política que aún
cumple este ritual. El Masha de la actualidad, tal como lo hemos
visto en la primera parte, aún sigue representando al mito y de esta
manera, a través del canto y de la danza, reavivando una vieja
memoria prehispánica.

Memoria y ritual: transmisión de una identidad

Los estudios de R. Tom Zuidema nos están demostrando, sobre


todo en la última década, la existencia de un calendario inca
prehispánico muy bien estructurado. Un calendario que tuvo raí-
ces andinas muy antiguas y que, principalmente en épocas no im-
periales, se vinculaba esencialmente con el ritmo de las activida-
des agropecuarias. Anne Marie Hocquenghem (1987), a través de
la confrontación del mito, la iconografía mochica y las crónicas
coloniales, propone que en la época moche el calendario y el ritual
andinos ya estaban altamente organizados y que no sufrieron cam-
bios estructurales en la época inca.
R. Tom Zuidema, en un trabajo reciente, define el calendario
inca a partir de sus tres rasgos fundamentales: a) Un calendario de
unidades temporales esquemáticas: «Estas unidades esquemáti-
cas de tiempo son, por supuesto, de importancia para la adminis-
tración de una organización centralizada». Al parecer, como lo
indicaremos oportunamente, el monoteísmo, el calendario, el tri-
buto y el desarrollo del Estado marchan de manera paralela; el
sistema ceque registraba esas unidades esquemáticas. b) Un calen-
dario que medía unidades astronómicas de tiempo. En este caso, el

216
sistema ceque cumplía la misma función que un quipu: de instru-
mento contable. c) Un calendario que utilizaba el sistema ceque
para «observar eventos astronómicos como la salida y puesta del
Sol, las estrellas y posiblemente la Luna» (1977b: 264-5). En defini-
tiva, un calendario mitad cualitativo, mitad cuantitativo, propio
de sociedades sin escritura.
Los estudios de Zuidema aún no han logrado desentrañar
con precisión todas las características del calendario inca y su
relación con el sistema ceque. Sistema que consistía de 41 direccio-
nes (ceques) que partían del centro del Cusco, generalmente del
Coricancha, hacia el horizonte. Las 41 líneas pasaban por 328 si-
tios que son, en la actualidad, toponimia cusqueña, y antes huacas.
Estos ceques, según el mencionado autor, también sirvieron para
el cálculo numérico de los días del año. En consecuencia, el siste-
ma ceque funcionaría como un gran quipu en que cada huaca
(¿nudo?) indicaría un día. El sistema ceque, desde esta perspecti-
va, sería la abstracción de un quipu calendárico: imaginemos un
gran quipu extendido circularmente a partir del centro cusqueño.
Las cuatro fiestas más importantes que ritmaban el curso anual
del calendario inca eran cuatro ceremonias llamadas raymi, que
seguían a los solsticios y a los equinoccios. Los períodos solsticiales,
que marcan el inicio de la estación seca y de la lluviosa, respectiva-
mente, estaban dedicados a Viracocha: la deidad más importante
del mundo andino. Los períodos equinocciales a las deidades
siderales: el Sol (deidad imperial) y el trueno o rayo (deidad preinca
regional).
De acuerdo con el mismo autor, numerosos cronistas dan tes-
timonio de la existencia de dos calendarios a la llegada de los
europeos: uno antiguo, agrícola y sideral, propio de las clases infe-
riores, y un calendario más moderno, de naturaleza política y so-
lar, utilizado por los incas en la administración del imperio (1977b:
274). Cuidar el orden calendárico era una labor muy importante en
la época inca: había especialistas quipocamayocs que se encargaban
de vigilar los ceques locales (hucha quipac), que se llamaban quilla
uata quipac: «Su responsabilidad era llevar las cuentas para fijar
las fechas de fiestas, los domingos, los meses y los años» (ZUIDEMA
1977a: 300).

217
Quisiera indicar, para volver a la región en estudio (Cajatambo),
que las divisiones que hace Zuidema corresponden casi exacta-
mente a la estación seca y a la lluviosa en estas regiones. Además,
de acuerdo con los gráficos de precipitación pluvial elaborados
por Emma Cerrate en 1979, los meses más secos en la provincia
actual de Bolognesi (antes Cajatambo) son junio y julio. Siendo
junio, al parecer, un mes bisagra (CERRATE 1979: 5-8), el más seco
del año, que coincide con la reaparición de las Pléyades y cuando
las lluvias casi se extinguen. Las lluvias aparecerán con bastante
claridad en octubre (uma raymi), época en que se hacían ceremo-
nias propiciadoras de las aguas.
Respecto al calendario inca, no es posible encontrar un acuer-
do entre los cronistas en lo que se refiere a los nombres. Existen
muchísimas discrepancias. Pero en lo que sí hay un consenso es en
que estas unidades no eran estrictamente cronológicas y cuantita-
tivas, sino más bien esquemáticas y estaban simbolizadas por ce-
remonias. Albornoz nos dice: «En particular se ha de advertir que
los yngas pusieron nombres a los meses haziendo diferencia de un
mes al otro y dividiendo sus bayles y borracheras por ellos, trayen-
do de todo el reino las guacas que hallavan a esta ciudad del Cuz-
co para tales fiestas» (1967: 25). En definitiva, estamos frente a un
calendario que reflejaba la naturaleza, los ciclos agrícolas, la so-
ciedad y la religión.
Es bastante difícil, a través de la documentación de idola-
trías consultada, percibir cuáles son los residuos de ese calendario
inca en las provincias del arzobispado de Lima en el siglo XVII.
Casi nunca hay precisión en las confesiones de los indígenas cuan-
do se trata de indicar las fiestas del año. Pero para señalar a las
principales no hay mayores confusiones. El Oncoy mita =
junio=reaparición de las Pléyades=inicio del año andino. Parece
haber perdurado esta importante ceremonia camuflada detrás de
la fachada de una fiesta cristiana permitida. Un indígena de Pariac
dice en 1656:
[...] por tiempo de Corpus que es el Oncoy mita quando salen las
siete cabrillas mochaban todos los yndios de los dehos pueblos a
las dichas estrellas con cuies, sebo, coca y mullo y plumas de
hasto tocto y no llobiendo y abiendo males sementeras bolbian
hazer las mismas ofrendas todos los dhos pueblos y lo mismo

218
bio hacian quando havian enfermedades u que esta adoracion y
culto era porque aumentase la jente y porque no viniesen en
disminución [...]. (AAL(HI), leg. 5, exp. 2, fol. 4v)

Parece ser la misma fiesta que en los relatos de Huarochirí


llaman Auquisna, también en junio, por los días de Corpus Christi.
En esta fecha diez o veinte sacerdotes (huacasa) se presentaban
en los pueblos y ejecutaban danzas apropiadas. Los relatos de
Huarochirí dicen que, dada su importancia, nadie faltaba a esta
ceremonia. Luego de la conquista, en esta misma provincia, al pa-
recer, al Auquisna se le hacía coincidir con cualquier fiesta indíge-
na de junio (TAYLOR 1980: 79-81).
Las otras dos fiestas que se mencionan casi siempre son el
Carguay mita y el Pocoy mita. Esta es la confesión de un indígena de
Otuco: «[...] y en las dichas colcas hay unos patios donde se juntan
y asientan todos los yndios dos veces por año, una para Todos los
Santos que es cuando se empiezan hazer las chacaras que llaman
Pocoy mita y la otra para Corpus Christi quando empiezan a
amarillar las sementeras llaman Caruay mita [...]» (AAL(HI), leg. 4,
fol. 4r). Con toda evidencia, y otros testimonios lo confirman, el
Pocoy mita es en noviembre y, para efectos de camuflarla, la hacen
coincidir con Todos los Santos. El Carguay mita nos crea un proble-
ma: se confunde con el Oncoy mita. Los indígenas de Pimachi,
Cochillas y Otuco hablan de Carguay mita=corpus; y los de Pariac
de Oncoy mita=corpus. No hemos resuelto el problema. Propongo
considerar al Carguay mita una fiesta de inicios de junio, cuando
madura el maíz, y al Oncoy mita como fiesta de inicio del año en la
que el principal de cada pueblo, Alonso Ricary en Otuco o Alonso
Xullca Rique en Ocros, se vestía elegantemente y ofrecía cuies, sebo
de llama, coca, mullo y plumas de asto tocto a sus dioses, sean guaris
o llacuaces.
Existieron otras fiestas de menor importancia. Por ejemplo, en
Ocros un indígena habla de cuatro fiestas en 1615: la más impor-
tante intiraymi, después del corpus, que nos hace pensar en la gran
fiesta inca solsticial; duraba cinco días. Luego aymanaro, entre fi-
nes de marzo y abril, que parece remitirnos al aymoray de los incas.
A la tercera la llamaban moro zancho, después de Semana Santa, y
la última es la que se celebraba los primeros días de mayo, zara

219
morana (AAL(HI), leg. 4, exp. 4, fol. 35r). De manera muy curiosa,
todas estas fiestas de Ocros —que, según el testigo, son las más
importantes— se celebran en el período dedicado al trueno del
calendario de Zuidema. Y todas estas regiones, como lo hemos
comprobado al estudiar las historias míticas, tenían como deidad
principal al rayo o trueno.
Otra fiesta de una cierta importancia, por su relación con el
calendario inca, sería la del Oncoy Llocsiti, correspondiente al mes
de agosto (HUERTAS 1981: 53). En el calendario cusqueño era Tarpuy,
la época en que el inca iniciaba simbólicamente los cultivos; según
Zuidema, lo hacía vestido con un traje que representaba al trueno
(probablemente negro). Para el Oncoy Llocsiti, en Cajatambo, el sa-
cerdote llevaba una cusma negra.
Todos los documentos coinciden en señalar las fiestas de la
limpia de acequia que se hacían generalmente en octubre y que
eran dedicadas a los guaris. También eran importantes las fiestas
que se hacían para la cosecha del maíz, destinadas a propiciar la
fertilidad de la tierra. En el pueblo de Otuco, la fiesta de la Nativi-
dad de Nuestra Señora se aprovechaba para, clandestinamente,
hacer sacrificios de llamas a sus ídolos. Ello podría tener alguna
vinculación con la gran fiesta inca solsticial del mes de diciembre.
Un hecho siempre presente, el cual de alguna manera se en-
cuentra en el inicio de las campañas de idolatrías, cuando Ávila
descubre la esencia pagana bajo un tamiz cristiano, es la superpo-
sición de fiestas; lo más generalizado parece ser Oncoy mita=Corpus
Christi y Pocoy mita=Todos los Santos. Además, en cada celebra-
ción de las fiestas patronales se celebraba paralelamente a sus
huacas. Esto lo confirma con toda claridad un testigo de Otuco, en
1656: «[...] y assi mismo a visto este testigo que quando hazen la
fiesta de los patrones del pueblo diziendo que los hazian a ellos
son a sus malquis para lo cual matan llamas y las reparten entre
los yndios y en esta ocasión bio muchas bezes que los echiceros
mandan a sus yndios no coman más que carne de llamas y cuies y
no lo que comen los españoles [...]» (AAL(HI), leg. 4, exp. 18, fol.
14r). Esto lo observamos en casi todos los casos analizados, lo que
nos permite afirmar que las fiestas calendáricas andinas en la se-
gunda mitad del siglo XVII ya se encontraban a la sombra de las
fiestas cristianas. Habían perdido la movilidad de su vinculación

220
con los astros y el clima y, por lo tanto, eran un pálido reflejo del
calendario anterior. Más aún, la imposición del año cristiano occi-
dental, que tenía dos grandes fiestas, por razones fiscales, San Juan
(junio) y Navidad (diciembre), estaba muy vinculada a las obliga-
ciones tributarias de los indígenas. Además, la labor constante de
los párrocos rurales para imponer calendarios de fiestas cristianas
hizo perder vigencia al calendario andino. En consecuencia, sola-
mente quedaron residuos de las fiestas principales: comienzo del
año, inicio de las labores agrícolas, inicio de la siembra, la cosecha
de maíz, llegada de las aguas y la gran fiesta de diciembre.
Durante las fiestas que hemos descrito, se realizaban ritos que
se referían a un sistema de creencias religiosas. Las fuentes consul-
tadas no ofrecen la posibilidad de concordar rituales y fiestas, por
esto tendré que ocuparme de los rituales como algo independiente
y referido más bien al ciclo de vida de una persona. Se practicaba el
bautismo indígena con la finalidad de recibir un nuevo nombre,
dejar el cristiano, y llevar el que los huacas le asignaban (AAL(HI),
leg. 6, exp. 2, fols. 7r-7v). También hay descripciones muy específi-
cas del matrimonio indígena: una etapa de prueba, consulta a los
huacas y aceptación de los padres. En caso de una negativa de
éstos, nueva consulta a los huacas y aceptación definitiva y bailes
(AAL(HI), leg. 4, exp. 18, fol. 18r).
Durante el Oncoy mita o el Carguay mita, realizados casi para-
lelamente al Corpus Christi, se celebraba una ceremonia de purifi-
cación colectiva: muchos jóvenes sentados en filas, llevando unas
varas de quinua en las manos, daban cinco gritos muy fuertes y
salían de la plaza corriendo en todas las direcciones. Luego vol-
vían a la plaza del pueblo y danzaban toda la noche sin dormir:
«[...] todo lo referido era por el tiempo de Corpus y quando se saca-
ban las papas y hacian todas las ceremonias por decir que con
ellas echaban la peste del pueblo y enfermedades, y porque no les
cayese el gusano a las chacras [...]» (AAL(HI), leg. 4, exp. 18, fol.
19v). Los ayunos precedían a estas ceremonias. También se hacía
un ritual de purificación y de reincorporación a la sociedad indí-
gena a aquellos que momentáneamente habían pasado a la «socie-
dad española» a cumplir con sus mitas: los purificaban por haber
comido racchay micuna o yana micuna, comida de los españoles, y
haber tomado vino (AAL(HI), leg. 4, exp. 18, fol. 12v).

221
Así como tenían una concepción andina de la vida (bautismo,
matrimonio y purificaciones anuales), tenían también una con-
cepción semejante para la muerte. Al quinto día de la muerte el
alma del indígena se trasladaba al Titicaca (donde nace el Sol)
o a yarocaca, y debía pasar por un puente de cabellos llamado
Pachachaca. Para lograr el aligeramiento de las almas, se hacían
cinco días de ceremonias funerarias (Pacaricuspa o Piscapunchau).
Además, hacían una ceremonia de «cabo de año» durante la cual
sacaban a sus muertos de los machay y los vestían con cusmas y
mantas nuevas, hacían sacrificios y luego danzaban los bailes lla-
mados pumayac y aguac (AAL(HI), leg. 4, exp. 18, fol. 7r).
Otros ritos importantes tenían que ver con la agricultura, otros
con el techado de las casas, parte del trabajo que siempre se reali-
zaba de manera colectiva y que era motivo de fiestas importantes y
de adoración a sus deidades. Tanto para la cosecha como para el
techado de las casas se bailaba el airigua. Otro rito muy difundido,
que se hacía en determinadas fechas del año, estaba dirigido a
proteger a los indígenas de los españoles. Además, usaban pututos
y trompetas para convocar a las ceremonias y también para ahu-
yentar a las plagas, males o enfermedades.105 Estos instrumentos
cumplían en las regiones andinas el mismo papel que las campa-
nas en la edad media europea: convocar a ceremonias y alejar a los
106
males.
Cristóbal de Albornoz, especialista en extirpaciones, afirma-
ba que en todas las fiestas se hacían bailes y que estos bailes tenían
una finalidad idolátrica; es decir, servían para estos rituales: vesti-
dos, cusmas, queros, trompetas, máscaras y pellejos de animales que
105
Existía una gran variedad de trompetas rituales. Así lo atestigua un indígena de
Pachangara (Checras) en 1725:«[...] que para echar la peste tocan una trompeta
antigua; para echar las aguas otra; para echar las viruelas otra; para hir a la mita
plasa se toca una caña, a la qual le da de comer Lucas Medrano, carne de llama, de
carnero; para sus bailes y sembrar sus sementeras sus comunes se toca otra caña,
todo con fin de acordarse de sus antepasados y dhas cañas y pifanos se heredan de
hijos [...]» (AAL(HI), leg. 3, exp. 11, fol. 10r).
106
«Fueron los monjes los que hicieron florecer el arte de fundir campanas. Su
primitivo destino, el de ahuyentar a los demonios, siguió vivo en la mente de las
gentes. No más allá del siglo XVIII, el repique de campanas era extremadamente
popular. Con él se intentaba ahuyentar a la tormenta que se avecinaba. Una
costumbre ciertamente peligrosa, pues más de un campanero era a veces matado
por el rayo que trata de ahuyentar, hasta tal punto que en Baviera se prohibió en
1784 tocar las campanas contra la tormenta» (WEDEL 1983: 19).

222
les permitían disfrazarse (1967: 21-2). Para el caso de Huarochirí,
Taylor nos dice: «Estas tradiciones han sido perpetuadas en las
danzas acompañadas de cantos —los taquis— que se celebraban
en la época de las grandes fiestas agrícolas» (1980: 15). Podríamos
agregar que cada ceremonia, cada fiesta, cada momento importan-
te de la vida, sagrada o profana, de los indígenas estaba acompa-
ñado con danzas especiales.
Las fiestas, las danzas y las libaciones rituales eran los aspec-
tos visibles, casi materiales de los cultos indígenas, de la misma
manera que los ídolos, los mallquis, las conopas y otros objetos que
servían en las ceremonias. Todos ellos conformaban los principa-
les objetivos contra los que los extirpadores dirigieron su vandálica
—desde la perspectiva indígena— labor evangélica. Esto explica
las sucesivas prohibiciones de vender chicha, vino y aguardiente
dentro de las poblaciones nativas porque consideraban —las au-
toridades coloniales— que la embriaguez conducía a las prácticas
religiosas: provisión real del virrey Esquilache, 12 de setiembre de
1617 (ESQUILACHE 1923: 72). En esta misma provisión, expresamen-
te dirigida a los corregidores, se manda: «Ni que so color de fiestas
casamientos, baptismos, ni mingas, ni otro alguno, haya juntas de
yndios para beber, ni hacer taquis, ni cachuas, ni otros bailes inde-
centes, teniendo en todo lo que se ha referido particular cuidado»
(ESQUILACHE 1923: 72). En la relación de 1619, donde se evaluaba la
primera campaña de extirpación de idolatrías, se decía que los
elementos más importantes de los cultos indígenas eran: a) la ado-
ración de los huacas; b) las fiestas y ceremonias para celebrarlos; y,
c) los «maestros de idolatrías» o sacerdotes. Esto hizo que los
visitadores se preocuparan fundamentalmente de tres aspectos:
quemar los huacas, prohibir las fiestas y apresar a los sacerdotes
indígenas.
Así, en un juicio que se hace a los visitadores de idolatrías, en
1622, para saber si fueron eficaces sus actividades, se dice que H.
de Avendaño, en Huacho, decomisó máscaras, varas, cabezas de
venado, cántaros y tambores que se usaban en las danzas al estilo
«gentilico» en esta región: «[...] y les mandó a todos que de ninguna
manera usasen de las cosas referidas ni baylasen bayle antiguo
sino solamente las danzas y fiestas de los santos [...]» (AAL(HI),
leg. 2, exp. 6, fol. 8v). Este celo de los religiosos por reprimir o extir-

223
par todas las manifestaciones externas de esta religiosidad campe-
sina explica fácilmente por qué el antiguo calendario de ritos tuvo
que camuflarse detrás de las fiestas cristianas.
La música, la danza y el canto, de carácter sagrado o profano,
estaban profundamente arraigados en las costumbres andinas,
formaban parte de su cosmovisión religiosa. Por ejemplo, en el mito
sobre el origen de Pariacaca, las pruebas que tuvo que afrontar
Huatyacuri y el marido de la hermana de su mujer, la primera y la
tercera tienen que ver con el baile: en la primera, embriaguez y baile
y se inventan los instrumentos musicales; en la tercera, Huatyacuri
107
baila con una piel roja de puma. El testimonio de Bernabé Cobo,
de mediados del siglo XVII, es muy elocuente: en el libro 14, capítulo
17, dice que estando en una aldea cercana al lago Titicaca, en la
fiesta del Corpus Christi, contó cuarenta bailes diferentes que pa-
recían representar a diferentes grupos étnicos regionales.
He tenido especial cuidado, al revisar los expedientes de ido-
latrías, en anotar los bailes que acompañaban a los rituales, pero lo
único que he conseguido es una información muy dispersa. Uno
de los bailes más frecuentes, para expresar el jolgorio y la alegría
por una buena cosecha o la terminación de una casa, era el airigua,
que lo bailaban los hombres delante y las mujeres detrás con sus
tamborcillos. Los hombres llevaban, amarradas a unas varas, las
mejores espigas (mazorcas) de maíz. En la historia mítica I se hace
mención a tres bailes: upaca, yirigua (quizá airigua) y llamalla. El
baile tenía un poder enorme: recordemos de nuevo a Huatyacuri, o
al puma que se cruza con Cuniraya Viracocha o a los ciervos que
bailan una cachua en el mito de origen de Pariacaca (TAYLOR 1980:
55). En las tradiciones de Huarochirí también encontramos otras
danzas: el ayno, el huancaycocha y el casayaco, en el cual los hombres
bailan desnudos para felicidad de Chaupiñamca, la mujer sexual-
mente insaciable (TAYLOR 1980: 90).
Existían danzas dedicadas a determinados personajes míticos.
Como el chanco, que se bailaba para celebrar a Tutayquiri, el hijo de
Pariacaca (TAYLOR 1980: 93). Llocllahuancupa, al ponerse el Sol, en
107
Esta es probablemente la danza Pumayac que hemos mencionado páginas atrás y
que la encontramos en el mito de Cuniraya Viracocha cuando, en su persecución
de Kawillaka, la mujer bella que lo despreció se encontró con el león (puma) y le
dio una buena noticia y, en agradecimiento, Cuniraya Viracocha le dijo que bailaran
con un pellejo de él sobre la cabeza.

224
los mitos de Huarochirí, comenzaba a bailar la danza ina (TAYLOR
1980: 147). Hay también, para esta misma región, la referencia a la
machua, que se bailaba en una procesión lenta y serpenteante e
imitando el movimiento de las ondas (TAYLOR 1980: 175). Otra dan-
za frecuente fue el guacón: «[...] vaylando el vayle guacon y chiflan-
do como con luchas, dando palmadas en la boca [...]» (AAL (HI),
leg. 3, exp. 12, fol. 222v). Todos los bailes tenían una coreografía,
un ritmo y una música especiales, pero progresivamente se van
deformando al incorporar nuevos motivos, nuevas formas y otros
instrumentos musicales. Por ejemplo, en 1656, en la fiesta de la
Asunción en Chilcas, un indio salió dando grandes saltos en un
caballo de palo, teniendo sobre las ancas el manto de la Virgen.
Esto fue considerado como una irreverencia y sancionado (AAL(HI)
leg. 3, exp. 12, fol. 175r). Estos elementos nuevos, el caballo y la
Virgen, como parodia a lo español, poco a poco se irán introdu-
ciendo en las danzas y representaciones coreográficas indígenas.
Pero estas danzas no eran solamente movimiento y música,
sino también canto. Eran tres elementos de una misma estructura
ritual que tenían una profunda vinculación con el sistema total.
Por ejemplo, dice Hernando Acas Poma, uno de los grandes sacer-
dotes, que durante las fiestas de San Pedro (patrón de Acas) y del
Corpus Christi se recitaba la historia:
[...] y a la noche deste dia de fiesta hasian la vecochina que era
salir todos los aillos y parsialidades yendo delante dellos los
sacerdotes y ministros de ydolos y las viejas que los acompaña-
ban con tamborsillos tocandoles por todas las calles cantando
cantares y taquies en su idioma a su usanza antigua refiriendo las
historias y antiguallas de sus malquis y guacas y entrando en las
casas de los alferes de las cofradias donde bebian,
emborrachandose hasta el amanecer estaban en este ejercicio,
hasiendose oposiciones... y bandos de unas parsialidades a otras
sin dormir toda la noche en este abuso que la parcialidad o bando
que primero se durmiese quedase vencido y era entre ellos como
modo de ofensa que no sabian bien adorar a sus ydolos y en el
bando que no se durmiese quedaba victorioso y en gran
estimacion porque era rito y seremonia de su gentilidad. (AAL(HI),
leg. 6, exp. 11, fols. 10-10v)

225
Esto es lo que Lorenzo Huertas bautizó con el nombre de
Vecosina (1981: 92). Además, en este relato, que corresponde a la
práctica de sus ceremonias rituales, encontramos el sustento real
de las historias o cómo el mito es ritual y viceversa: en este caso,
como en las historias III (Otuco) y IV (Pimachi), la rivalidad entre
ayllos, sean guaris o llacuaces, podía resolverse a través del baile y el
canto.
La Vecosina, al parecer, formaba parte de muchas de las cere-
monias anuales y correspondía a un momento determinado de las
fiestas. Probablemente el más importante, en que se hacía un re-
cuento de las historias míticas de cada ayllo, aquellas que hemos
analizado en el segundo capítulo. He tomado una cita correspon-
diente a San Pedro de Acas; Lorenzo Huertas tomó otra que corres-
ponde a Otuco (1981: 52); se podría hacer así de manera indefini-
da. Había un momento en la danza en que empezaba la Vecosina: el
relato cantado de la historia mítica. En la historia mítica VI (Cotos)
hemos transcrito un modelo de canto ritual. Allí, de manera sucin-
ta, se cuenta la historia de Condortocas y su viaje de la costa hasta
Mangas. De la misma manera, si nos trasladamos a la historia I
(Huánuco), 1617, dice el testigo: «[...] que en los bayles que acen y
aun an hecho de la llaspa en la upaca, en la yrigua y en la llamalla.
En estos bailes de continuo ynbocan y adoran a Yanaraman al
cual dan por origen [...]» (AAL(HI), leg. 4, exp. 4, fol. 2r). De la
misma manera, cuando se celebra a Tutayquiri, bailan la masoma y
luego cuentan su historia (TAYLOR 1980: 165). Por lo tanto, podría-
mos decir que los mitos, los ritos, las danzas y los cantos constitu-
yen los elementos integrantes de una misma estructura religiosa
global. Afectar cualquier elemento de este sistema podía afectar la
totalidad.
La religión, a través del mito y los rituales, permitía una re-
constitución anual de la identidad étnica individual de cada uno
de los ayllos: aquí la Vecosina jugaba el papel fundamental. Pero
también hemos visto que los enfrentamientos rituales permitían
recordar las diferencias entre los diversos ayllos que conformaban
una población. En consecuencia, la identidad se construía y se
reproducía por un doble mecanismo: 1) por el reconocimiento de
divinidades propias de un ayllo; 2) por los enfrentamientos ritua-
les, guaris y llacuaces, que reconstituían los hechos fundacionales

226
de cada uno de estos pueblos. El mito y los rituales constituían, por
lo tanto, la memoria viva de estos pueblos. Mientras tenían rituales
podían tener memoria y conservar sus identidades. En los dos pri-
meros capítulos hemos visto cómo perdieron el recuerdo de sus
grandes dioses y luego, progresivamente, se iría erosionando la
memoria colectiva hasta perder el recuerdo de sus historias míticas
y quedarse solamente con sus linajes de curacas, que al final termi-
na siendo el único vínculo con su historia pasada.
La relación de R. Hernández Príncipe trae la historia de los
curacas de Ocros desde la época mítica hasta el momento en que ese
religioso pasó por este pueblo. Se recordaba, con bastante exacti-
tud, los descendientes de los tres progenitores míticos, en una lí-
nea que iba hasta una época anterior a la inca. Además, se recorda-
ba con mayor nitidez a Caque Poma, quien tuvo siete hijos y una
hija (Tanta Carhua), quien fue ofrecida al inca (capacocha) en señal
de alianza y subordinación. Con esta capacocha este linaje ganó
legitimidad y Tanta Carhua se convirtió en una divinidad. Estos
linajes, como ya lo ha señalado Ana M. Mariscotti, vinculan a los
hombres con los dioses. Eran descendencias de origen divino que
van a mantenerse hasta el siglo XVIII por todas las regiones del
virreinato del Perú: los Callan Poma en Mangas, los Rimachim en
Pimachi, los Apoalaya en Huancayo y los conocidos linajes
cusqueños que participarán en las grandes sublevaciones indíge-
nas del siglo XVIII. Así como las noblezas feudales de la Europa
medieval, tal como lo sugirió M. Halbwachs (1925), aquí, en las
regiones andinas, las descendencias de curacas constituyeron: a)
descendencias de gobernantes étnicos que buscaban su legitimi-
dad por su filiación con las deidades progenitoras en línea pater-
na; b) autoridades étnicas que para mantener su legitimidad de-
bían mantener los mitos y ritos que reproducían anualmente los
hechos legendarios; y, c) descendencias que funcionaron como un
mecanismo social de memorización del pasado y de identificación
étnica.
¿Qué es lo que quedaba de las religiones andinas a fines del
siglo XVII? Es difícil dar una respuesta precisa, pero sí podemos
decir que los cultos públicos se habían convertido en prácticas
clandestinas, lo colectivo en individual y las jerarquías sacerdotales
(la burocracia que mantiene viva una religión) estaban casi liqui-

227
dadas. Las religiones andinas se habían degradado, por la
aculturación y la prédica cristiana, hasta convertirse en magia,
brujería y cosas del demonio. Como recapitulando podríamos de-
cir que, a fines del siglo XVI, desaparece el culto a las grandes dei-
dades andinas como Viracocha, el Sol u otros astros (A). Las pobla-
ciones indígenas veneraban y celebraban solamente a las deida-
des regionales (B), como Pariacaca, Carhua Huanca, Cancharco o
Yanaraman, hijos del anterior. Conservan mejor aún el recuerdo
de sus progenitores míticos (C), hijos de las deidades (B), como
Parana, Caha Yánac, Chirao Ichoca y Ninac Pócoc de la historia
mítica II. El culto a sus mallquis (D), aquellos cuerpos que conserva-
ban en cuevas secretas y que correspondían a sus curacas antiguos,
los eslabones entre los hombres y los dioses, se mantenía dinámico
y visible. En un momento de las fiestas cristianas, cuando el
doctrinero cristiano se ausentaba, se iniciaba la fiesta indígena y
en el momento de la Vecosina en cada pueblo se recitaban las histo-
rias míticas que acabamos de estudiar. Así, cada campesino en-
contraba su identidad por su referencia a las grandes deidades,
guaris o llacuaces, y luego por su pertenencia a un grupo étnico
conducido por un determinado linaje indígena. La identidad de
los pueblos andinos, dentro del proyecto unificador de los incas,
se podría representar de la siguiente manera:

X: A+B+C+D

Luego de la conquista, los grandes dioses, preincas o incas


desaparecen del panteón de los campesinos del Perú central. En
este último capítulo hemos demostrado que los rituales andinos
subsistentes, donde se recitaban las historias míticas locales, per-
mitían conservar solamente identidades fragmentadas. Las gran-
des deidades regionales (B) adquirían nombres diferentes en cada
región. Los hijos de estas deidades, los progenitores míticos (C),
eran aún más diferenciados. Finalmente los mallquis (D), antiguos
curacas, eran la referencia precisa a la unidad mínima, pachaca o
ayllo.
Durante el siglo XVII, por el efecto combinado de las extirpacio-
nes y el avance de la cristianización de las poblaciones andinas, la
ecuación antes mencionada, que idealmente pudo haber transmi-

228
tido una identidad panandina, sufre un notable proceso de ero-
sión. Éste lo podríamos representar de la siguiente manera:

X=B+C+D
X=C+D
X=D

Al final, cada grupo se cohesionará solamente alrededor de


las familias de curacas. Ellos eran los últimos vínculos con una
identidad indígena. Cuando la religión andina, los mitos y los
ritos se degradan, el gobierno de estos jefes étnicos pierde legitimi-
dad. Les quedaban dos opciones: volverse colaboracionistas o afe-
rrarse a sus costumbres tradicionales, alentar los rituales y correr
el riesgo de las persecuciones.
De manera general podríamos decir que durante el siglo XVI
las noblezas indígenas se deciden por la primera opción. Luego,
en el siglo siguiente, y cuando la explotación colonial aparece con
más claridad en la conciencia, ensayan la recuperación de lo per-
dido y comienzan a revitalizar la cultura andina. Este parece ser el
drama central del siglo XVII: la búsqueda de soluciones. No era
posible mantener una identidad étnica local; pero como cristianos
tampoco eran iguales que los españoles, criollos o mestizos. Todo
esto los conducía a ser pueblos sin identidad, sin pasado y sin
memoria. La opción fue «vivir separados». Esto significará clan-
destinidad, disimulo, sincretismo en la búsqueda de una nueva
identidad.

229
230
II
TRIUNFO DEL CRISTIANISMO:
CULPABILIDAD, BUENA CONCIENCIA
Y PIEDAD INDÍGENA

Las capellanías: evolución y geografía del cristianismo colonia

La capellanía era una hipoteca sobre cualquier tipo de propiedad,


cuya renta anual tenía una finalidad de carácter eminentemente
religioso. Esta hipoteca religiosa funcionaba de la misma manera
que los censos o hipotecas seculares y estaba normada por las
mismas tasas de interés que afectaban a la moneda de la época y a
cualquier transacción mercantil o financiera. De manera sucinta
podríamos definirla como una hipoteca que se imponía sobre una
propiedad urbana, rural, mercantil o monetaria y cuya renta anual
se destinaba, casi en todos los casos, al pago de misas para recor-
dar al fundador, para aligerar sus pecados y permitir el descanso
eterno de su alma, de sus familiares y de la cristiandad en general.
Otras veces se trataba de capellanías colativas que estaban desti-
nadas a crear rentas permanentes para el mantenimiento de los
hijos u otro tipo de familiares del fundador, quienes habían optado
por la carrera religiosa como monjes, monjas o sacerdotes secula-
res. En este caso, las hipotecas religiosas tenían la finalidad muy
práctica de crear rentas fijas que permitían financiar el desarrollo
de las vocaciones religiosas en los grupos más pudientes de la
sociedad colonial. Las capellanías se creaban, casi siempre, en los
testamentos al morir y, en casos muy singulares, a través de cartas
especiales en vida de los fundadores.
Podríamos también indicar que las capellanías eran instru-
mentos del derecho canónico a través de los cuales los fieles cris-

[231] 231
tianos podían expresar su piedad religiosa y tratar de encontrar
un «eterno descanso cristiano», propio y de sus familiares, me-
diante la creación de rentas permanentes que permitirían la finan-
ciación de las actividades religiosas de la Iglesia colonial. Éstas
serían las dos caras de las capellanías. Para el fundador, servía
como un instrumento que le permitía expresar su religiosidad, y
para la Iglesia, como institución de hombres vivientes, significaba
la multiplicación de rentas terrenales que financiarían la liturgia
católica y la existencia material de los que habían optado por una
carrera religiosa. Las rentas, en casi todos los casos estudiados,
servían para pagar al capellán, quien decía las misas, o para el
mantenimiento de determinados religiosos que provenían de los
sectores más pobres de la sociedad. En el caso de las capellanías
del arzobispado de Lima, en los siglos XVI y XVII, no creemos que
lograran generar una liquidez monetaria tan importante como para
que el juzgado de capellanías actuara como una empresa financie-
ra. Esta liquidez monetaria parece haber tenido una considerable
importancia en México del siglo XIX, estudiado por Michael Costeloe
(1967), no así en el Perú de estos dos primeros siglos coloniales. En
todo caso, no nos interesa el aspecto puramente económico de las
capellanías sino más bien su significado religioso, como expresión
de un tipo determinado de mentalidad que buscaba la salvación
comprometiendo eternamente sus bienes terrenales. Este tipo de
inversión, en la sociedad colonial peruana de esta época, irracio-
nal desde el punto de vista estrictamente económico, es una forma
muy eficaz de «salvarse y ganar el descanso eterno» en los jardines
del paraíso. Era un problema de conciencia del fundador y de legi-
timidad cristiana frente a los demás. Desde esta perspectiva, consi-
deramos que la capellanía ofrece datos interesantes para «medir»
la evolución de la religiosidad colonial y para tener magnitudes
estadísticas que nos acerquen a un conocimiento más preciso de la
aculturación de las poblaciones andinas.
¿Quiénes fueron los fundadores? ¿Españoles, criollos, mesti-
zos o indígenas? ¿Es posible hacer una estadística de la evolución
del número de misas como un indicador para medir la religiosidad
en la época colonial? Muchas preguntas como éstas y otras que
podamos formularnos no encontrarán una respuesta exacta por la
desigualdad de los datos que hemos hallado para cada capellanía.

232
Hemos trabajado 43 legajos de la sección Capellanía del Archivo
Arzobispal de Lima (AAL). La información de cada capellanía se
transcribió en fichas matrices con dieciséis variables cada una. En
total se lograron reunir 975 capellanías de un valor muy desigual.
De esta cantidad se depuró aproximadamente un 27 por ciento y se
trabajó con una muestra de 728 capellanías que ofrecían una infor-
mación más completa y más confiable. Esta depuración debe haber
corregido muchos errores cometidos en el momento del trabajo con
los documentos, ya que eliminamos todas las capellanías dudo-
sas, incompletas o repetidas. La muestra restante de 728 la hemos
considerado y trabajado como una magnitud cuantificable que ofre-
ce solamente cifras relativas, pero que de todas maneras nos per-
mitirá conocer las grandes tendencias que afectan al movimiento
real de las fundaciones de capellanías en los siglos XVI y XVII. De un
total de dieciséis variables para cada capellanía, por la desigual-
dad de la información, solamente hemos podido trabajar las seis
más confiables: fundador, fecha, lugar, principal, renta anual y
bienes afectados.
La evolución del cristianismo colonial la podemos observar
en el gráfico 4, donde se representan las fundaciones de capellanías
en todo el arzobispado de Lima. Esta delimitación territorial, como
ya lo hemos indicado en otro estudio a propósito de los diezmos,
comprendía una amplia región del Perú central, que incluía costa,
sierra y algunas zonas de la ceja de selva. Por esta gran extensión
y variedad geográfica, la muestra que utilizamos puede ser tam-
bién válida para conocer las otras regiones andinas del virreinato
colonial de entonces, que posiblemente hayan tenido —en el caso
preciso de las hipotecas religiosas— semejanzas estrechas con la
región que estamos estudiando. En el gráfico mencionado ante-
riormente, donde se representa el número de fundaciones por dé-
cadas, podemos ver claramente la tendencia progresiva que parece
alcanzar una mayor magnitud en la segunda mitad del siglo XVII.
En el gráfico 5, donde las fundaciones se agrupan en tres grandes
períodos, podemos observar con mayor nitidez esta tendencia pro-
gresiva suprimiendo la caída final, que podría ser una falsa ima-
gen producto de un trabajo incompleto con los documentos. Si tra-
ducimos las cifras de estos gráficos a porcentajes, tendríamos la
siguiente evolución:

233
Porcentaje de fundaciones sobre el total:

1550-1599 9%
1600-1643 40
1644-1689 51

En el último período, 1644-89, se fundan el 51 por ciento de las


728 que debían teóricamente existir a fines del siglo XVII. Además,
debemos indicar que es muy notoria la pequeñez de las capellanías
fundadas en el siglo XVI. En este período destacan claramente la de
Francisco Pizarro, la del arzobispo Gerónimo de Loayza y las de
algunos encomenderos. Es el período de la conciencia culpable
creada por la prédica lascasiana y en el cual se recurrió a otras
modalidades para morir como buen cristiano.
El salto que se produce en el siglo XVII es evidentemente una
consecuencia de la política de la Contrarreforma europea, que pa-
rece traducirse en las extirpaciones en las regiones andinas y en la
multiplicación de las capellanías en los sectores sociales más cris-
tianizados. El progreso de estas hipotecas religiosas —tal como lo
indicamos desde el título— significó un indudable éxito del cris-
tianismo en este siglo: muchísimas propiedades comienzan a pro-
ducir rentas eternas para el fomento del culto divino. Lo prioritario
era la salvación espiritual, incluso si esto implicaba incrementar
las hipotecas y poner en peligro la seguridad material de las gene-
raciones futuras de parientes. Lo importante era el cielo, no la tie-
rra. Lo segundo tenía sentido solamente en función de conseguir lo
primero. Ésta era la racionalidad que permite entender uno de los
mecanismos que impulsa la difusión de una economía rentista que
invade casi todos los espacios de la sociedad de entonces.
Hemos elaborado también el cuadro 1, donde se muestra la
distribución geográfica dentro del proceso de las fundaciones. En
Lima, durante el período estudiado, se fundan 432 capellanías, lo
que representa el 59 por ciento del total. Esto nos permite, sin lugar
a dudas, afirmar que las capellanías eran fundamentalmente
limeñas y urbanas. Pero mejor veamos la distribución de los por-
centajes en las diferentes regiones:

234
235
236
Región Capellanías fundadas %

1. Los Reyes y Callao 465 64


2. Costa sur (de
Pachacamac a Nasca) 141 19
3. Costa norte (de Chancay a
Santa) 45 6
4. Sierra norte (Áncash) 11 2
5. Sierra central 57 8
6. Sierra sur 9 1
____ _____
TOTAL 728 100

Estas cifras nos muestran que el 64 por ciento eran fundado-


res que residían en Lima y que el 89 por ciento de las capellanías se
habían fundado en la costa. Solamente un 11 por ciento pertene-
cían a las provincias de la extensa región altoandina, donde se
ubicaba un porcentaje mucho más alto de la población total, y un
ocho por ciento en la sierra central, nuestro territorio de estudio.
Estos porcentajes de distribución geográfica nos permiten concluir
que el cristianismo colonial era en primer lugar limeño, luego cos-
teño. La sierra, ésta también es una conclusión importante, apare-
ce como un territorio marginal a este tipo de expresión de la piedad
cristiana. Estas conclusiones ratifican lo que ya conocíamos, pero
la diferencia porcentual entre la costa y la sierra sorprende por su
magnitud.
Debemos también indicar que, en el caso de Lima y Callao, el
79 por ciento de las capellanías fundadas pesaban sobre las pro-
piedades urbanas. Contrariamente, las capellanías de las provin-
cias alejadas de Lima, ubicadas tanto en la costa como en la sierra,
muestran una situación inversa: en ellas las capellanías rurales
representaban un 78 por ciento del total. Estos porcentajes son
coherentes con la realidad de las situaciones en estas sociedades
coloniales: en las zonas urbanas se hipotecaba la casa y en las
zonas rurales las tierras. Lo más rentable se puso al servicio de
Dios.

237
La renta de Dios:
Dimensión económica de la espiritualidad colonial

En el plano estrictamente secular —como ya lo indicamos—, la


capellanía tenía una importante dimensión económica: era evi-
dentemente una «renta de Dios» que servía para cuidar el culto
divino y alentar vocaciones religiosas. En este caso, como en la
feudalidad europea de la época medieval, podemos encontrar una
clarísima determinación —al margen de cualquier lógica de la ga-
nancia o del beneficio mercantil— que provenía de las mentalida-
des obsesionadas por una salvación a la manera cristiana. A pesar
de que la multiplicación de este tipo de rentas era una consecuen-
cia del peso de las ideologías religiosas, su funcionamiento más
bien se ajustaba a lo secular, a la vida cotidiana y a las regulacio-
nes que afectaban a la vida económica en general. La capellanía
era un instrumento legal, instituido por un fundador ante un nota-
rio, en donde se disponían numerosos detalles como la cantidad
de renta anual, el principal de la capellanía, los bienes afectados,
el capellán, el patrón y el número de misas que se debían de decir
cada año. El capellán era un religioso que contraía la obligación de
decir las misas, recordar al fundador, «purificarlo» a través del
oficio divino, y que a la vez ganaba —por su condición de cape-
llán— el derecho de vivir con estas rentas eternas. El patrón, gene-
ralmente un pariente del fundador, era el encargado de cobrar la
renta, entregarla al capellán y vigilar que se cumpla la voluntad
del fundador. Este ordenamiento era muy secular, legal y generaba
un control autónomo, por obligaciones y derechos compartidos, al
interior de cada capellanía.
Las rentas de una capellanía podían provenir de la produc-
ción de una hacienda andina, de los frutos de una chacra limeña,
de las tierras de un curaca como el de Supe o de los viñedos de los
curacas de guaranga de Lunahuaná. Las casas de Lima y de algunos
centros poblados importantes de la época, como Pisco, soportaban
numerosas capellanías. Pero además se podía fundar una cape-
llanía con barras de plata o con dinero en efectivo que, a su vez, se
debía imponer sobre cualquier propiedad urbana o rural. En todos
los casos, ya fuera que el dinero del principal de la capellanía fuera
impuesto sobre determinados bienes, o que se depositara en algún

238
banco local, lo importante era la renta anual que producía. En las
propiedades rurales esta renta se extraía del valor de la produc-
ción y se confundía con la renta de la tierra; en las propiedades
urbanas se confundía con el precio de los alquileres; y cuando el
principal se depositaba en un banco, la renta que producía era
igual al interés de los préstamos monetarios. Las capellanías, por
ser hipotecas de carácter religioso y estar destinadas a la salvación
del alma de sus fundadores, creaban por lo general rentas eternas
y solamente redimibles para volver a imponerse sobre otros bienes
más seguros. Las capellanías, teóricamente, se iban acumulando
de manera indefinida; eran indestructibles. Eran una renta de Dios.
Por otro lado, la renta de las capellanías estaba normada por
el interés general del dinero en esta época. En la evolución de este
interés podemos distinguir hasta tres períodos: 1) 1550-1589, un
interés oscilante entre el 10 y el 7%; 2) 1590-1622, un interés fijado
en el 7%; y, 3) 1622-1689, un interés reducido al 5%. Esta tasa de
interés se deprimirá por efecto de una diversidad de fenómenos,
108
hasta llegar al 3% en la segunda mitad del siglo XVIII. Es muy
probable —para el período que estudiamos— que la evolución de
esta tasa de interés, que afectaba a los préstamos, censos (hipote-
cas seculares) y a las capellanías (hipotecas religiosas), estuviera
directamente relacionada con la escasez-abundancia de dinero y
con la rentabilidad en general. La escasez del siglo XVI produjo un
interés alto, el cual descenderá a un 5% a partir del 22 de octubre de
1622, por una norma de la administración española que respondía
a una normalización de los flujos monetarios en las zonas urba-
nas. Esta reducción de la rentabilidad del dinero traerá fatales con-
secuencias a los primitivos bancos de la época, tal como el de Juan
de la Cueva, que parece quebrar en el segundo lustro de la década
109
de 1620. Esta medida, al mismo tiempo, significó una reducción
108
El problema del nivel de las rentas que generaban los censos, las capellanías y
otras hipotecas, en este siglo XVIII, producirá un duro enfrentamiento entre los
propietarios y la Iglesia. En el caso de Trujillo, tal como se observa en el documento
de visita a las haciendas de Chicama para fines de este siglo, el endeudamiento de
las haciendas había llegado a cubrir casi el precio de muchas propiedades.
109
Paralelamente, y aún antes del «banco» de Juan de la Cueva, parecen haber
existido otros similares. Tal como el de Bernardo de Villegas (AAL(CP), leg. 5,
exp. XV), que también debe haber tenido dificultades por esta reducción del interés.
Tenemos la impresión de que luego de la quiebra del «banco» de Juan de la Cueva,
sus bienes fueron vendidos en subasta pública para cancelar a sus acreedores.

239
de la rentabilidad de todas las hipotecas y un probable estímulo a
las actividades productivas. La «renta de Dios», por acción de los
profanos principios económicos, no ya de las ideologías, sufrirá
una reducción que desencadenará una serie de litigios entre cape-
llanes y patrones de capellanías. Pero la respuesta cristiana a esta
pérdida de rentabilidad será la multiplicación de estas hipotecas
religiosas: a la racionalidad económica se respondía con la lógica
del fervoroso creyente.
Desde fines del siglo XVI, los censos, capellanías y las hipote-
cas en general comienzan a gravar aceleradamente a las propieda-
des rurales. El hambre monetario y el hambre espiritual del grupo
dominante impulsarán este proceso. Nuestros gráficos y cuadros
anteriores, que muestran el crecimiento de las capellanías, ilustran
muy bien este proceso, pero de manera muy fría y sin el dramatis-
mo que debe haber acompañado a la vida cotidiana de los perso-
najes implicados. Ahora trataré de completar este aspecto con el
recurso a lo anecdótico, a «l’histoire evénementielle» de la renta de
Dios. Las propiedades de doña Inés de Orellana, quien deja las
angustias de la vida laica para enclaustrarse en el monasterio de la
Concepción, son un buen ejemplo del crecimiento vertiginoso de
este tipo de hipotecas sobre las propiedades rurales. Ella era due-
ña de las haciendas Chuquitanta, Punchauca y de dos casas gran-
des en Lima. Luego de su conversión en monja de velo negro, hacia
1590, funda una capellanía sobre sus propiedades. Entre este año
y 1604 las cargas hipotecarias sobre sus bienes aumentan a siete
mil pesos. Pero este proceso adquiere una velocidad inusitada en-
tre 1604 y 1620, en que se firman 15 contratos hipotecarios —ocho
a favor de religiosos y siete de laicos— que elevan a 53 mil pesos el
valor de las nuevas hipotecas. En este último año, el total de las
cargas hipotecarias ascendía a 60 mil pesos; un 56% de estas hipo-
tecas beneficiaban a religiosos. El total de los bienes de doña Inés
de Orellana escasamente sobrepasaba los 80 mil pesos (AAL(CP),
leg. 5, exp. XXV). Éste es un ejemplo del dramático crecimiento de la
«renta de Dios» sobre las propiedades rurales de la élite limeña de
inicios del siglo XVII.
Mientras tanto, hacia 1622, si nuestra información es precisa, parece haber con-
tinuado en funcionamiento el «banco» del capitán Bernardo de Villegas (AAL(CP),
leg. 33, s/n exp. 1674). Por esta época, mercaderes como Diego de Ribas,
funcionaban también como banco de depósito (AAL(CP), leg. 17, exp. s/n).

240
Sin embargo, el caso anterior, de ninguna manera constituye
un ejemplo atípico y singular. Así, tenemos que hacia 1598 las
propiedades del curaca García Nanasca, en Ica, se valorizaban en
16 mil pesos y los censos y capellanías que pesaban sobre ellas
sumaban 8.011: el 50% de su valor (AAL(CP) leg. 5, exp. IV). Los
bienes de Antonio Días de Rivadeneira, un español residente en
Nasca, sumaban 37.333 pesos y los censos y capellanías sobre
ellos 16 mil pesos. Es decir, un 43% del valor de sus viñedos
(AAL(CP) leg. 3, cdo. I). En Lima, Juan Gonzales, en 1621, poseía
una chacra valorizada en 35 mil pesos, con censos que sumaban
12.700; un 36% del valor total (AAL(CP), leg. 8, exp. 4). En 1672,
Gabriel del Castillo y Lugón, propietario de una extensa chacra en
Carabayllo (Lima), pedía se imponga un censo de 10 mil sobre su
propiedad, argumentando que las hipotecas sobre sus bienes sola-
mente representaban el 45% del valor total de los mismos (AAL(CP),
leg. 43, exp. 18). Podríamos, a partir de nuestras estadísticas y de
estos ejemplos, afirmar que las hipotecas afectaron rápidamente a
las propiedades rurales y esto motivó que las nuevas imposiciones
hipotecarias se dirigieran de preferencia a gravar las propiedades
urbanas.

Distribución geográfica de las capellanías


1550-1689

1550-99 1600-43 1644-89 TOTALES

1. Los Reyes 25 65 242 432


2. Callao 14 19 33
3. Nazca 3 14 9 26
4. Ica 9 16 18 43
5. Pisco 1 26 28 55
6. Cañete- 6 6 12
Chincha
7. Pachacamac 2 3 5
8. Santa y Norte 10 4 14
9. Pativilca/ 3 5 14 22
Huaura/
Supe

241
1550-99 1600-43 1644-89 TOTALES

10. Chancay/
Huaraz 1 4 4 9
11. Sierra Norte:
Áncash/
Cajamarca 1 3 7 11
12. Sierra
Central: Jauja
Huamanga,
Lunahuana,
Huarochirí,
Huamantanga 20 26 11 57
13. Sierra
Sur: Cusco,
Puno, Potosí,
Caylloma 3 6 9
____ ____ ____ ____
63 294 371 728
9% 40% 51%

El incremento desmedido de estas hipotecas, que creaban ren-


tas permanentes sobre las propiedades, condujo —en algunos ca-
sos— a duras pugnas familiares que terminaron en litigios públi-
cos. Así lo encontramos en el caso de una familia Acosta. A la
muerte del padre, uno de los hijos, Juan Luis de Acosta, clérigo de
evangelio, trata de vender los bienes familiares para que se le pa-
guen los corridos del censo que su padre fundó a su favor. El recla-
mo de Leonor Medel es desesperado: «[...] digo que a pedimento
mío VM. mandó citar a Juan Luis de Acosta, hijo, i le citaron para
que estubiese a derecho conmigo, en una causa que contra mi a
tratado ejecutandome y asiendome por justicia bender asta la casa
en que bibo, para lanzarme de ella [...]» (AAL(CP), leg. 5, exp. XXXV,
fol. 6r). El hijo religioso exige le paguen los siete años que le adeu-
daban de una renta anual de 250 pesos, sin medir las consecuen-
cias prácticas que esto podría tener para su madre y sus cuatro
hermanos menores. Al final, Leonor Medel tuvo que vender un
esclavo para pagar la deuda de su hijo. Un enfrentamiento similar,

242
entre Ana Guisado, la madre, y su hijo Blas de Vargas, se produce
cuando ella incumple con el pago de la renta anual que le corres-
ponde a su hijo. Éste era sacerdote y ella, la madre, tenía que cuidar
a varios hijos menores, pero esto no disuadía a Blas de Vargas en
sus reclamos. Ana Guisado, interpretando su situación, acusaba a
su hijo de estar guiado por móviles diferentes: «[...] y no es de me-
nor consideración el que notoriamente se vale de esos medios el
dho. mi hijo, no tanto por las necesidades que afectan quanto por
hacerme todas las molestias posibles, vengando en esto el haver
nombrado a un hermano suyo en una capellanía que vaco por
muerte del señor obispo don Fernando Balcasar, mi primo [...]»
(AAL(CP) leg. 33, exp. s/n., 1674). En ambos casos, uno de 1621 y
el otro de 1664, podemos observar duros enfrentamientos familia-
res por la imposibilidad de pagar la renta de la capellanía para el
mantenimiento de los hijos que habían optado por la vida religio-
sa. Estos dos casos ejemplifican la gravedad del peso de los censos,
las dificultades que traía consigo el incumplimiento en los pagos y
la ruda sensibilidad de los hijos en la disputa de una renta de esta
naturaleza.
Una multitud de casos particulares nos muestra una situa-
ción muy semejante afectando a las propiedades urbanas en un
período inmediatamente posterior. Esto lo podemos constatar ob-
servando que cuando doña Beatriz de Sossa, en 1649, compra la
casa de Diego de Alcázar, las hipotecas sobre ella representaban el
77% de su valor (AAL(CP), leg. 41-A, 1688-90). En 1662, cuando se
impone una capellanía sobre la casa de Fernando de la Fuente, los
censos representaban el 58% sin considerar la sobrevaloración
hecha por el propietario para ganar la imposición (AAL(CP), leg.
33, exp. s/n, 1674). Por esta época era ya difícil encontrar una
buena finca urbana donde imponer un censo o capellanía; la ma-
110
yoría parecen estar ya considerablemente gravadas. Este mismo
problema se presenta en 1661, cuando se redime la capellanía de
110
Así lo demuestra el caso de la capellanía del Lic. García Ortiz de Cervantes cuando
fue redimida: el patrón no encontraba un lugar seguro donde imponer los 4.280
pesos: «[...] aunque hizo muchas diligencias en horden a buscar fincas seguras de
su satisfacción para volver a imponer el dho censo no lo pudo conseguir por estar
todas las que asi hallo muy cargadas con diferentes censos [...]» (AAL(CP), leg.
25, exp. 24). Al final, en 1662, tuvo que imponerlo —en su propio provecho,
por supuesto— sobre sus mismas propiedades rurales en Lurigancho.

243
doña Inés de Sossa y el capellán no encuentra dónde imponerla de
nuevo: «[...] y aunque tengo hechas grandes diligencias para ha-
llar fincas sobre que se imponga el dicho principal no se a podido
conseguir por los muchos censos que estan cargados sobre todas
las cassas y chacaras que hay en esta ciudad y su distrito [...]»
(AAL(CP), leg. 25, exp. 16). Esta situación se agravará aún más a
consecuencia del terremoto que afectó a la ciudad de Lima el 20 de
octubre de 1687, cuya onda destructiva parece ser que alcanzó
toda la costa central comprendida entre Pisco y Huaura.
Luego de este desastre, acompañado por otro temblor de regu-
lares proporciones en 1688, el impactante estado ruinoso de las
casas limeñas desorganiza el funcionamiento de las hipotecas ur-
banas, y los ojos de los patrones de capellanías y de la Iglesia en
general se vuelven al mundo rural, en búsqueda de propiedades
seguras. Pero las regiones agrarias, como de alguna manera se
sabe, también habían sido duramente afectadas. El caso de Anto-
nio de Zifuentes, acusado de pleitista y mal pagador, lo ilustra
muy bien. Éste era un hacendado de Pisco que quedó imposibilita-
do de pagar la renta luego del terremoto de 1687: «[...] y asi mesmo
supo este testigo como cuando salió el mar en dha. villa de Pisco el
año passado de ochenta y siete lo dejo mas aniquilado de vienes al
dho. Don Antonio de Cifuentes de lo que estava por haverle arrui-
nado la cassa y perdido alhajas que tenia y que las cortas cosechas
de su hacienda apenas le daban para el sustento de su familia [...]»
(AAL(CP), leg. 43, exp. 1-1688).
Los desastres naturales, según los testigos, habían convertido
a este hacendado en un vulgar granuja. Los problemas agrarios se
seguirán acentuando en los años siguientes, pero de todas mane-
ras —impactados por la destrucción material de las propiedades
urbanas— los censos y capellanías se dirigirán fundamentalmen-
te a las propiedades rurales, sin querer aceptar que los males en el
campo agrario eran semejantes a los que afectaban a los centros
urbanos. Así lo demuestra un testimonio de mayo de 1696:
[...] y es de menor aprecio la representación que se hace cerca de
que el deseo de los contradictores es que dha. cantidad se haya de
imponer sobre algún predio del contorno de esta ciudad porque
las cassas están sujetas a la ruina de los terremotos y si las hacien-
das de campo no tubieran su azote con los contratiempos, como las

244
casas con los terremotos, fuera muy probido (sic) el reparo. Mas
habiendo experimentado en cinco años continuos tanta variedad
en los tiempos y por su causa infructifera las tierras, perdidos los
dueños de las haciendas del campo, assi por haverle malogrado el
costo de la labor de los campos, como el de las semillas, que repe-
tidos años han comprado y que todos uniformes lamentan las
desgracias y no saven lo que sucederá del presente y venideros,
por cuya causa temerosos ni quieren comprar semillas, ni sem-
brar, como se puede en este concurso decir mejor, los predios
rústicos que las fincas urbanas y mas tal por la fabrica y barrio a
que se allega que no se hallara chacra, ni huerta que no esté grava-
da con censos [...]. (AAL(CP), leg. 42, exp. 18-1676)

Esta extensa y enrevesada cita final nos muestra con dramático


patetismo la triste situación de fines del siglo XVII: destrucción en las
ciudades, malas cosechas consecutivas y alteraciones climáticas
afectando a las regiones agrarias de la costa central. En resumen, las
fuerzas de la naturaleza, o simplemente los factores naturales, ha-
bían puesto en marcha un creciente proceso de empobrecimiento de
los propietarios-productores y consecuentemente una reducción de
la «renta de Dios». En esta situación, los pagos se incumplían, las
deudas se acumulaban y las tensiones entre laicos y religiosos ten-
dían a incrementarse. La piedad cristiana parecía fallar ante las
desgracias naturales que Dios no podía evitar.
El crecimiento de las capellanías, tal como lo hemos mostrado,
está acompañado por una tendencia decreciente del valor prome-
dio de los principales y por una asfixia de las propiedades urba-
nas y rurales. Hemos querido saber cómo evolucionó el principal
de las capellanías y para esto, de las 728, hemos seleccionado 517
con información completa sobre esta variable. Los resultados, si
los agrupamos en los tres períodos que estamos trabajando, nos
dan las siguientes cifras:

Muestra Promedio del principal


(en pesos)
1550-1599 28 4.317
1600-1643 190 4.284
1644-1689 299 3.904

245
La tendencia decreciente del valor promedio del principal de
las capellanías se puede apreciar mejor si ordenamos nuestros datos
del siglo XVII en décadas:

Muestra Promedio del principal


(en pesos)
1600-1909 27 3.495
1610-1619 42 5.375
1620-1629 61 3.980
1630-1639 40 4.575
1640-1649 68 4.084
1650-1659 68 4.242
1660-1669 82 3.805
1670-1679 64 3.672
1680-1689 37 3.308

Evidentemente, observamos una tendencia decreciente en el


valor promedio del principal, lo que lógicamente redujo la renta
que beneficiaba a los capellanes. Esta reducción, casi insensible
pero real, es otro indicador del deterioro de la situación a fines del
siglo XVII, lo que —de alguna manera— afectará el buen funciona-
miento de la liturgia católica.
Este crecimiento desmesurado de las hipotecas (censos y
capellanías) —más dramático cuando lo analizamos en la vida co-
tidiana de los actores— canalizó casi todos los excedentes hacia
una economía rentista y un consumo improductivo. La renta bene-
ficiaba a prestamistas, comerciantes, religiosos y por supuesto que
permitió —en su mejor momento— una fastuosa liturgia católica.
La «renta de Dios», muy probablemente, representaba el 50% de las
rentas en general. Las bases económicas de la Iglesia colonial, que
se ajustaban en su funcionamiento a los profanos principios de la
economía, se reproducían dinámicamente como consecuencia de
una creciente piedad cristiana. Las desgracias incrementaban la
religiosidad y ésta multiplicaba las donaciones y obras pías de los
más pudientes cristianos. Los hombres de la sociedad colonial esta-
ban capturados en la trampa de las mentalidades de la época: para
alcanzar el «descanso eterno» había que ser rico, pero al alcanzarlo
frecuentemente se «empobrecía» a los descendientes. Esta vocación

246
por el don piadoso, vieja herencia del feudalismo europeo, obstacu-
lizaba la acumulación en la población civil, pero contrariamente la
potenciaba en las instituciones religiosas. El «camino hacia Dios»
generaba, en esta época, una economía cada vez más rentista y más
favorable al enriquecimiento de la Iglesia colonial.

De la culpabilidad a la buena conciencia

Es bastante conocida la repercusión que tuvieron las propuestas


de Bartolomé de las Casas en la población conquistadora, y espa-
ñola en general, durante la segunda mitad del siglo XVII.111 Mala
conciencia, culpabilidad y necesidad de aligerar los pecados con-
dujeron a numerosos conquistadores del primer momento, y a
encomenderos que llegaron después, a recordar a «sus indios» en
sus voluntades testamentarias y, más aún, a «restituir» o devolver
a los indígenas una parte de las riquezas acumuladas como con-
quistadores, colonizadores o predicadores en los territorios de los
Andes centrales. Esta actitud «restitutiva» fue, indudablemente,
un buen indicador de la toma de conciencia de la culpabilidad de
los españoles frente a las desgracias de las poblaciones indígenas
112
conquistadas.
Bartolomé de las Casas (1474-1566), en su Brevísima relación y
en El confesionario, ambas publicadas en 1552, llega a formular la
idea de restituir los bienes injustamente obtenidos para tranquili-
dad de las conciencias cristianas y como único camino para ganar
la paz eterna. En los territorios andinos la prédica lascasiana estu-
vo a cargo fundamentalmente de fray Tomás de San Martín, fray
Domingo de Santo Tomás y fray Gerónimo de Loayza. Con este úl-
111
Es particularmente interesante el ensayo de Guillermo Lohmann Villena, «La
restitución por conquistadores y encomenderos: un aspecto de la incidencia
lascasiana en el Perú» (1966: 21-89). Este tema es también tratado por Efraín
Trelles en su libro sobre Lucas Martínez Vegaso... (1983) y por Alejandro Lipschutz,
El problema racial en la conquista de América (1963).
112
Así lo entiende Lohmann Villena cuando dice que la prédica lascasiana arrastró a
varios conquistadores a vivir «[...] en pleno drama y hacer pasar por las horcas
caudinas del arrepentimiento y de la congoja [...]» (1966: 21). Lohmann elogia
abiertamente este espíritu «restitutivo» que —según su opinión— es el otro
rostro del conquistador: «Lección de cristiano amor al prójimo de una raza
diferente, que de hecho en multitud de casos se había transformado en una auténtica
hermandad de sangre como consecuencia del mestizaje» (1966: 29).

247
timo, quien fue arzobispo de Lima, a través de los Avisos breves para
todos los confesores destos reynos del Pirú..., de 1560, se da respuesta a
las preguntas de por qué, cuándo y cómo había que «restituir» los
bienes usurpados a los indígenas (LOHMANN 1966: 33). Estas nor-
mas reglamentan la restitución y, a la vez, exigen un descargo de
las malas conciencias: cualquier modesto confesor debía negar la
absolución a todo español o conquistador que hubiera participado
en el botín de Cajamarca y Cusco, o a cualquier encomendero que
se hubiera excedido en las exigencias a «sus indios». El problema
era fundamentalmente en el ámbito del alma cristiana, ya que la
prédica lascasiana constituyó una especie de «presión sobre las
conciencias», como diría Demetrio Ramos (en BATAILLON y SAINT-LU
1971: 49), pero de ninguna manera una norma legal.
Sin lugar a duda, existe una relación entre la prédica lascasiana
y la culpabilidad que empezó a invadir las conciencias españolas.
Esto parece que fue un fenómeno muy nítido y apreciable aun an-
tes de El confesionario, de 1552, y la Reglamentación de Lima de
1560. Pero hacia la década de 1550 la restitución aparece aún con
mayor claridad, como el caso de Nicolás de Ribera, el Viejo (1556)
y Francisco de Fuentes (1558). La publicación de De Thesauris (1562),
donde Las Casas reafirma con dureza que lo tomado en Cajamarca
y Cusco es ilegal y lejano de una buena conducta cristiana, pone en
marcha un proceso de arrepentimiento colectivo donde destacan
los actos restitutivos de encomenderos como Juan Castellanos
(1563), Lucas Martínez Vegazo (1565), Juan de San Juan (1567),
Diego de Maldonado (1570), Rodrigo Niño (1571), Juan de Pancorbo
(1573), Polo de Ondegardo (1575) y Pedro de Villagra (1577). Pero
tendríamos que indicar que en la época toledana (1569-1581), en
que se emprende un organizado programa para justificar la con-
quista, las voluntades restitutivas son muy escasas y casi sin im-
portancia. El mismo Guillermo Lohmann, quien despliega un ima-
ginativo esfuerzo para demostrar que los conquistadores o
encomenderos no fueron tan crueles, solamente menciona aisla-
dos casos de restitución que no representan ni el 3% de los 500
113
encomenderos que existían en el virreinato de entonces; no men-
113
James Lockhart afirma que los encomenderos, hacia 1550, eran aproximadamente
500 y sin embargo representaban una minoría dentro de una población española
que por esta época oscilaba entre cuatro y cinco mil personas (1982: 21). Estas

248
ciona ninguna restitución posterior a Toledo y, en pleno desacuer-
114
do con Lipschutz, indica que el testamento de Mancio Sierra de
Leguizamo, de 1589, es un buen ejemplo del español pícaro y del
falso arrepentimiento.
Por otro lado, el crecimiento de las capellanías entre 1550 y
1689, como ya lo hemos indicado, puede ser un testimonio del
avance del cristianismo, de las angustias crecientes por expiar las
culpas y del éxito de la Contrarreforma europea. En todo caso,
tanto el ascenso de las capellanías como la noción de «restitución»
nos muestran a poblaciones asediadas por la culpabilidad y urgi-
das por una salvación en la «vida eterna». En la mayoría de funda-
dores de capellanías, sin ninguna duda, la vida (las riquezas obte-
nidas) tenía sentido solamente en función de una cristiana vida
espiritual.
En consecuencia, lo espiritual tenía una gran importancia en
estas poblaciones y nos interesa conocer esta sensibilidad y descu-
brir sus permanencias y cambios. No nos hemos detenido en exa-
minar los testamentos de los españoles no residentes en el Perú,
como lo eran los comerciantes que incidentalmente fallecían en
Lima. Bastaría con señalar el caso de Sebastián Pérez, piloto de la
«Mar del Sur», nacido en Portugal, que firma su testamento en
1597 (AAL(CP) leg. 1, exp. 11) y expresa —de alguna manera—
una piedad cristiana muy al estilo europeo, sin un apego particu-
lar a los nuevos territorios. Este marino portugués expresa su cato-
licismo a la manera tradicional de entonces: funda una capellanía
cifras, a pesar de que podrían aparecer nuevos testamentos restitutivos para este
período, invalidan el esfuerzo de Lohmann, pero no niega la crisis de culpabilidad
que invadió la conciencia de los españoles de entonces en los Andes.
114
Alejandro Lipschutz transcribe un fragmento del testamento de Sierra de
Leguizamo: «Y que entienda su Magestad que el intento que me mueve a hacer
esta relación, es por descargo de mi conciencia, y por hallarme culpado en ello,
pues habemos destruido con nuestro mal ejemplo gente de tanto Gobierno como
eran estos naturales, y tan quitados de cometer delitos ni excesos, así hombres
como mujeres [...] y con esto suplico a mi Dios me perdone; y muéveme a decirlo
porque soy el postrero que muere de todos los descubridores y conquistadores, que
como es notorio ya no hay ninguno, sino yo sólo en este Reyno, ni fuera de él,
y con esto hago lo que puedo para descargo de mi conciencia» (1963: 86).
Podemos creer, con Lohmann Villena, que Mancio Sierra de Leguizamo es sim-
plemente un pícaro que finge arrepentirse, pero es indudable que expresa un
problema de culpabilidad, de mala conciencia frente a las consecuencias de la
presencia de los europeos en los territorios andinos.

249
de misas, deja limosnas a monasterios y hospitales de menesterosos
e instruye para liberar a algunos de sus esclavos. Pero cuando
encontramos testamentos de españoles adinerados que se enrique-
cieron en el Nuevo Mundo, tenemos que esperar una piedad cris-
tiana también diferente. Así, en la capellanía fundada por el arzo-
bispo de Lima Gerónimo de Loayza, un ardoroso lascasiano, ha-
bía una importante referencia a los indígenas, ya que una parte de
las misas que financiaban sus capellanías debían decirse por «[...]
la combersion de los yndios de este arzobispado a nuestra Santa Fe
y para que Dios, Nuestro Señor, tenga de su mano a los ya con-
bertidos [...]» (AAL(CP), leg. 30, exp. 15). Gonzalo Fernández de
Heredia, en 1593, residente en Huaura y descendiente de enco-
menderos de las provincias vecinas, funda una capellanía de seis
mil pesos de principal, para que se digan misas por su alma, la de
sus padres y las de los indios de Cajatambo (AAL(CP), leg. y exp.
s/n). Un caso muy interesante lo encontramos en el testamento de
Juan Ruiz de Flores, cura de San Gerónimo de Surco (Huarochirí),
que manda se digan 500 misas, en diferentes lugares, luego de su
fallecimiento: «[...] y estas quinientas misas las aplico por mi ani-
ma y por las animas de mis padres y difuntos y por las animas de
personas a quien tengo obligación y de los yndios [...]» (AAL(CP),
leg. 19, exp. XIII). También deja, probablemente a nombre de la cono-
cida «restitución», 500 pesos a los indígenas de San Gerónimo de
Surco, San Juan de Matucana y San Bartolomé de Soquiacancha,
todos en su doctrina.
Una interesante referencia de transición la encontramos en el
testamento de Antonio de Ureña de 1618 (AAL(CP) leg. 5, exp. XVII).
Este español, natural de Villalpando, funda una importante cape-
llanía y a la vez deja bienes a los jesuitas expresando su argumen-
tación: «[...] e por el grande fruto que hace assi en Españoles como
en yndios e negros, que desde que entraron los de la Compañia de
Jesus en este reyno y yo entre en el e visto, en especial con los
naturales, gente a quien todos estamos obligados [...]». Aquí se pre-
mia a los que han tratado bien a los indígenas, no a ellos mismos,
por eso la consideramos un modelo de transición. Para las déca-
das posteriores ya no se encuentra ningún tipo de mención a los
indígenas, ningún español o criollo «restituye», ni siquiera se acuer-

250
dan —como lo hace Antonio de Ureña— de los servicios recibidos
de los indígenas.
Contrariamente a la actitud de los españoles, los curacas prin-
cipales tienen muy presente a los «indios del común». Hemos en-
contrado numerosos testamentos de este tipo. Entre ellos podría-
mos mencionar los de Diego Allaucan (1599), Diego Camaluana
(1601) y Gerónimo Macha (1605), principales de Lunahuaná, quie-
nes muy cristianamente fundan capellanías con la producción de
sus viñedos, pero no se olvidan del bienestar de sus poblaciones.
Así, Gerónimo Macha les deja cien pesos anuales en una singular
capellanía: «[...] se les den y paguen de mis bienes atento a que lo
doy por bía de restitución, buen servicio que me han hecho»
(AAL(CP), leg. 1, exp. III, fol. 124r). La disposición de don Diego Ca-
maluana está aún más cargada de dramatismo y emoción. Él fun-
da una capellanía para que anualmente se distribuyan cincuenta
pesos a los indígenas de Santiago de Pariaca, «[...] repartiéndolos
entre todos por cantidad conforme a lo que cada uno cupiere en-
cargandoles se acuerden de mi alma [...]» (AAL(CP), leg. 1, exp. III,
fol. 11r). Este curaca dejó dinero para que no lo olviden, una situa-
ción totalmente contraria a lo que ocurría en el mundo de los espa-
ñoles. Esta misma sensibilidad la podemos encontrar en el testa-
mento de don Francisco Chumpi, curaca de Supe, quien en 1592
dejó la chacra de Guyan, «[...] de 15 fanegadas [...] lo dejo para que
los yndios de Supe siembren para pagar sus tributos[...] por quanto
la hago a los dhos yndios porque me han servido y obedecido
como a cacique y Señor que he sido de ellos [...]» (AAL(CP), leg. 1,
exp. II, fol. 4v).
Lo mismo hemos encontrado en otras regiones, como en el
testamento de Juan Flores Guaina Mallqui (Ocros-1634), en el cual
los indígenas son beneficiarios de bienes materiales y de capellanías
que les abrirían las puertas del cielo. Los curacas principales no
solamente recordaban a «sus indios», o pretendían únicamente
salvarlos espiritualmente fundando capellanías de misas, sino que
—siguiendo normas andinas o la española restitución de bienes—
repartían su riqueza entre sus familiares y las poblaciones de quie-
nes habían recibido «servicios».
Si nos preguntamos ¿por qué se funda una capellanía?, po-
dríamos ofrecer muchísimas respuestas, pero finalmente tendría-

251
mos que decir que todas las capellanías tenían una motivación
religiosa. Más bien nos interesa saber si hay alguna modificación
en los textos, aparentemente convencionales, que se usaban en la
fundación de estas capellanías. En estos textos, aunque con una
cierta limitación, se puede encontrar ciertas expresiones que refle-
jan las ideas o emociones del fundador, las que —de alguna mane-
ra— pueden ser ideas y emociones colectivas. Aquí tenemos que
decir que hemos realizado un breve estudio cuantitativo-cualitati-
vo de la evolución de estos textos, aunque casi siempre éstos son
incompletos o simplemente están ausentes en las fundaciones. Sin
embargo, un 5% de las 728 capellanías nos ofrecen datos intere-
santes para estudiar estos textos y analizar las desapariciones, las
continuidades y los elementos nuevos que aparecen en su cons-
trucción, cosas que representan, de algún modo, ciertas pautas
para medir la evolución de la espiritualidad cristiana en los siglos
XVI-XVII.
En estos textos de fundación, hacia la segunda década del
siglo XVII, desaparece la mención a indios cuando se trata de fun-
dadores españoles o similares. Por esta misma época, los textos
más frecuentes expresan que se fundan las capellanías para el
fomento del culto, de la Iglesia y para la salvación de las ánimas
del purgatorio. Luego, en la segunda mitad de ese siglo, los textos
se vuelven más breves y los más frecuentes expresan que las
capellanías se fundan para la salvación personal, de la familia, los
servidores y de las ánimas del purgatorio. Por esta misma época, y
con bastante precisión, aparece la frase de que «la ley de caridad»
obliga a fundar estas capellanías por las «ánimas cautivas del
purgatorio». En conclusión, podríamos decir que en estos textos de
fundación de capellanías se pasa de una voluntad expresa de fo-
mentar a la Iglesia y salvar a los otros (españoles o indios), a una
actitud más individualista de una salvación personal, de sus fami-
liares y también de las «ánimas del purgatorio» por mandato de la
«ley de caridad». Esta evolución no es matemática, ni corresponde
a períodos claramente definidos; más bien se presenta como una
serie de tendencias donde los hechos más sobresalientes serían la
desaparición del indio, la continuidad de la búsqueda de una sal-
vación colectiva y la aparición frecuente de la «ley de caridad»
que, al parecer, nos indica el surgimiento de un cierto grado de

252
imposición que antes no era necesario para multiplicar las cape-
llanías. A esta sutil transición de los textos tendríamos que agregar
la reducción del valor promedio del principal de las capellanías,
para tener dos indicadores que anuncian el inicio, si no de un
proceso de descristianización de la espiritualidad colonial, al me-
nos de secularización de las conciencias colectivas de la época.
Los españoles parecen olvidarse de los indios, olvidar la culpabi-
lidad creada por la prédica lascasiana, desarrollar una buena con-
ciencia y preocuparse —casi de manera individual— por una obli-
gada salvación cristiana. Este proceso, de la culpabilidad a la bue-
na conciencia, es paralelo a la desaparición de los conquistadores,
al deterioro del sistema de encomiendas y a la instalación definiti-
va del dominio colonial. El olvido del indio puede ser también
consecuencia de la desaparición de la noción de explotación de la
conciencia de los colonizadores. La segunda mitad del siglo XVII,
como es bien conocido, es la época de decadencia minera y de
dinamismo de las grandes propiedades rurales. La ideología que
normaba estas relaciones sociales de producción ocultaba el fenó-
meno de explotación y creaba condiciones mejores para la difu-
115
sión de una buena conciencia entre los colonizadores.

Las capellanías de indios: crisis del catolicismo indígena

Es muy difícil conocer el verdadero significado de las capellanías


para los indígenas, sean nobles o «indios del común». De haber
sido concebidas como lo entendían los europeos, es decir, como un
instrumento para expresar la piedad cristiana y ganar una con-
ciencia tranquila, estas capellanías constituirían un buen indica-
dor de una sincera conversión al catolicismo, tal como lo expresó
textualmente el curaca de Supe Francisco Chumpi en su testamento
116
de 1592. Mas por los olvidos posteriores, o por el incumplimien-
to en respetar estas capellanías —como en el mismo caso del curaca
Chumpi o de Juan Flores Guaina, de Ocros—, podríamos pensar
115
Este olvido de los indios podría ser también una consecuencia de la política
española que mandaba vivir separados y que ha sido ampliamente estudiada por
Magnus Mörner (1970).
116
«[D]espués dellos [los españoles] venidos siendo alumbrado en la fe catolica y en
dho. nombre me bautize y entre en el gremio de la Santa Iglesia [...]» (AAL(CP),
leg. 1, exp. II, 1592).

253
que estas fundaciones de capellanías de indios obedecían también
117
a un sentimiento de emulación al estilo europeo de vida. En otros
casos, como en el de Alonso Ramírez de Berrío, cura de las doctri-
nas de Paulo y Pariaca (Lunahuaná), las fundaciones de estas cape-
llanías pueden haber obedecido al dinamismo y a los malos mane-
jos de un astuto doctrinero en regiones indígenas. Las tres situa-
ciones, sincera conversión, emulación o imposición violenta, pue-
den ser válidas para muchas capellanías indias. Pero no nos inte-
resa —y tampoco podemos— hacer refinadas distinciones en este
aspecto; lo cierto es que numerosos indígenas comprometían sus
bienes, rurales o urbanos, para crear rentas a la Iglesia colonial y
morir como buenos cristianos.
Pero ¿quiénes fueron los fundadores indios de capellanías?
En primer lugar, tendríamos que decir que encontramos numero-
sos curacas principales que imponen censos sobre sus tierras, viñe-
dos y rebaños, sin una precisa determinación de los valores mone-
tarios del principal y de la renta. En cambio, en las modestas cape-
llanías de indios, cuyas rentas oscilaban entre los diez y cincuenta
pesos anuales, casi siempre se precisan los valores monetarios, el
número de misas y los bienes afectados. En una muestra de doce
capellanías de curacas, hemos encontrado que el promedio del prin-
cipal era de 3.935 pesos, es decir, muy cercano al promedio general
de las capellanías. Mientras que las fundadas por los indios po-
bres, a partir de una muestra de ocho casos, modestamente llega-
ban a un promedio de 1.798 pesos.
En Lunahuaná, perteneciente a las doctrinas del dinámico
doctrinero Alonso Ramírez de Berrío, hemos encontrado una si-
tuación sui géneris: cuatro curacas, Diego Allaucan, Gerónimo
Macha, Diego Camaluana y Catalina Hirbay Ympa, fundan suce-
sivamente, entre 1595 y 1606, numerosas capellanías que casi hi-
potecan todas las propiedades de la familia indígena principal en
esta zona y en las tierras bajas de Cañete. Hemos encontrado tam-
bién a modestos fundadores mestizos, como Ysabel Escobar en
117
La capellanía fundada por don Francisco Champi en su testamento de 1592 sólo
entrará en funcionamiento hacia la segunda década del siglo XVII (AAL(CP), leg.
2, exp. XVIII). De la misma manera, don Rodrigo Flores Guaina Caxamallqui, hijo
de don Juan Flores Guaina, tendrá que afrontar problemas cuando desatiende
destinar los cincuenta vacunos para la capellanía que había fundado su padre
(Ocros, 1634).

254
Pisco y Juana de Carbajal en Ica, ambas hijas de negros libres y de
mujeres supuestamente de estirpe noble cusqueña (AAL(CP), leg.
5, exp. XXX / leg. 16, exp. s/n). En consecuencia, los fundadores in-
dios provienen de los diferentes grupos de las poblaciones andinas,
pobres, ricos y mestizos muy cercanos a la población indígena.
El peso de los censos y capellanías sobre las propiedades de
los curacas, en general, parece haber sido bastante considerable.
Así, tenemos que la viña en el pago de Los Mochicas (Ica), de pro-
piedad de Cristóbal Olloscos, uno de los descendientes del curaca
Lurín Ica García Nanasca, cuando se vendió, en 1598, costaba 16
mil pesos y el comprador García de Córdova pagó 8.011 pesos,
asumiendo el compromiso de pagar anualmente las rentas que
provenían de los 7.989 restantes. El 50% del valor del viñedo esta-
ba hipotecado (AAL(CP), leg. 5, exp. IV). Una situación semejante
parece haber afectado a las propiedades de Juan Machicao, curaca
principal de Palpa, propietario de varios viñedos que fueron afec-
tados por una anormal inundación ocurrida en 1604. Esto motivó
el pedido de reducción de las rentas que debían pagar sus descen-
118
dientes Miguel Asllana y Diego Yapxi.
La presencia considerable de censos y capellanías que comen-
zaron a gravar las propiedades de curacas principales puede ser un
buen signo de la temprana aculturación de esta élite social. Pero
debemos agregar que ello significa aculturación en múltiples sen-
tidos y no sólo como conversión religiosa. Los curacas optaron por
un estilo occidental de vida y lo desarrollaron de diversas mane-
ras. Por ejemplo, no es raro encontrar curacas propietarios de escla-
vos, como don Juan Flores Guaina Mallqui y Antonio Paytaguala,
curaca principal Luringuanca hacia 1627, quien dejó una esclava
para venderla y con ese dinero fundar una capellanía (AAL(CP),
leg. 21, exp. 26, 1655-56). Don Juan Panaspaico, curaca principal de
Huarmey, se había convertido —al margen de cualquier conducta
andina— en beneficiario de la renta producida por las tierras de
118
«[Y] como es público y notorio el río bajo de este valle asoló y llevó el parral de
Yagama, de que se cogía 200 arrobas, como el dho. mi padre declaro en su
testamento, el qual daño fue general en todos los parrales que por alli habian, sin
que por diligencia de los dueños pudiese ser prevenido ni remediado, y solo quedo
el parral de Jauranga, de que se cogeran quando los años acudan bien ciento
arrobas de mosto, que es lo que declaro el dho. mi padre [...]» (AAL(CP), leg. 41-
A, exp. s/n, 1686, fol. 3r).

255
sus indios muertos. Así se comprueba cuando, en 1647, Joseph de
Cáceres y Ulloa visita Huarmey: «[...] en el pueblo de Laupaca (sic),
poco más de una legua de este dicho pueblo hay muchas tierras
baldías que hace tiempo les estaban repartidas a los indios del
dicho pueblo de Laupaca y que hoy no más que hay tan solamente
dos indios por cuya causa el gobernador las arrienda las dichas
tierras a personas particulares y se aprovechan de su procedido
sin que su magestad sea interesada en cosa alguna siendo como es
el verdadero dueño de todo por haberse muerto de los indios que
había en el dicho pueblo [...]» (AAL(CP), leg. 14, exp.1, 1648). Así
tenemos que los curacas principales, al mismo tiempo que funda-
ban capellanías e imponían censos sobre sus tierras, también eran
propietarios de esclavos y se convertían en rentistas tan pronto
como la oportunidad se presentaba. Ello significa que los podero-
sos señores andinos participaban tanto en la economía, es decir,
en lo profano, como en la vida religiosa, lo sagrado, traídas por los
europeos a los territorios andinos.
Este apego y emulación al estilo de vida impuesto por el con-
quistador no fue nunca un fenómeno permanente y sin alteracio-
nes. En el siglo XVI, deslumbrados por lo desconocido y la veloci-
dad de los acontecimientos de la conquista, todos trataron de emu-
lar, adular y seguir la conducta de los barbados viracochas. Pero
luego del deslumbramiento del primer momento se inicia un lento
período de toma de conciencia, de fricciones y de aparente regreso
a sus propios patrones culturales, el cual será liquidado por la
dura represión toledana (1569-1581). Esta evolución, que pertene-
ce más bien al casi inaccesible mundo de las mentalidades indíge-
nas y a la historia de la aculturación en los Andes, trataremos de
presentarla con la ayuda de nuestra estadística de capellanías para
el período 1550-1689.
Ya hemos indicado que las fuentes utilizadas no nos permiten
conocer las cifras exactas de las capellanías de indios fundadas en
todo el extenso arzobispado de Lima de esa época. Muchas deben
haberse instituido en provincias, otras pueden haber simplemente
escapado al control del arzobispado y un tercer tipo debe haber
funcionado como simples compromisos orales. Por eso debemos
insistir en el hecho de que las fuentes de capellanías son incomple-
tas y por lo tanto inexactas, pero que sin embargo pueden mostrar

256
muy bien tendencias válidas que apoyan las hipótesis y las ideas
fundamentales que se desarrollan en este libro.
En el gráfico 3, las capellanías de indios parecen seguir una
tendencia contraria a la que observamos en la evolución de las
capellanías en general (gráfico 4). La época de mayores fundacio-
nes de las capellanías indias la encontramos entre fines del siglo
XVI y la cuarta década del siglo siguiente. Numerosos curacas prin-
cipales comprometen sus propiedades rurales, urbanas, casas y
rebaños en la fundación de capellanías. Lo mismo, pero a otra
escala económica, sucede con los «indios del común». No quisié-
ramos hacer una lectura fácil de nuestros gráficos y llegar a con-
clusiones que podrían ser arbitrarias. Esta época de la historia
peruana evidentemente pertenece a un período preestadístico y
nos ha costado mucho esfuerzo hacer una aproximación cuantita-
tiva a la piedad cristiana colonial. Si bien el resultado final no es
una impecable arquitectura de series estadísticas, en cambio po-
seemos valiosa información cuantitativa que nos aproxima al co-
nocimiento de tendencias significativas y de una serie de coinci-
dencias importantes.
El gráfico de las capellanías de indios, como lo habíamos indi-
cado, nos muestra un descenso notable de las fundaciones en la
segunda mitad del siglo XVII. Entre 1644 y 1689 solamente cuatro
curacas principales y tres indios del común fundan modestas
capellanías. Esta reducción puede ser una consecuencia —muy
lógica y comprobable— del empobrecimiento de las familias no-
bles indígenas y de las poblaciones andinas en general. Pero esta
tendencia decreciente, que podría obedecer a este empobrecimien-
to general, puede también implicar un real alejamiento de un pa-
trón de conducta occidental y un distanciamiento consecutivo en-
tre las poblaciones indígenas y la Iglesia colonial en la segunda
mitad del siglo XVII. Existe una cierta coherencia en este esquema
de relaciones: reducción de las capellanías de indios, empobreci-
miento de la población indígena y finalmente un cierto distancia-
miento de la Iglesia colonial.
Las conocidas «extirpaciones de idolatrías» originarán casi
una situación opuesta a la que se observa en el occidentalizado
mundo de las poblaciones costeñas: aquí encontramos un creci-
miento sostenido de las capellanías, aunque con un cierto opaca-

257
miento final que hemos mencionado oportunamente. ¿Qué sucede
dentro de las poblaciones indígenas? ¿Cómo explicar esta reduc-
ción de las capellanías indias o de la piedad cristiana indígena?
¿Todo lo debemos explicar por la deficiencia de las fuentes? ¿O nos
encontramos frente a una real comprobación de la nueva actitud
que asumen los indígenas en un período de crisis de las religiones
andinas, como consecuencia de las violentas «extirpaciones»? Una
de nuestras ideas fundamentales es que los indígenas, nobles y
población común, como respuesta a las prohibiciones coloniales,
comienzan a buscar una salida original a sus problemas religio-
sos. Es evidente que no desarrollan un catolicismo a la manera
occidental, sino que comienzan a mirar sobre sus propias institu-
ciones —vinculadas a sus rituales y a la naturaleza de sus autori-
dades— con la finalidad de encontrar soluciones que les permitan
conjugar lo andino y lo occidental dentro de una nueva praxis
religiosa. Una conducta que sea permitida por la burocracia colo-
nial, una religiosidad sincrética, prácticas legales donde los dio-
ses sean cristianos, los rituales andinos y el resultado final la re-
producción indefinida del ordenamiento tradicional de estas
sociedades rurales.
Nuevos dioses, nuevos mensajes, transportados por viejos ri-
tuales, comienzan a invadir las poblaciones andinas. El alejamiento
de sus antiguos huacas, tal como lo hemos mostrado en el capítulo
anterior, no los llevará a acercarse mecánicamente a la autoritaria
e intolerante Iglesia colonial. Esa búsqueda de soluciones los lle-
vará, sin que conscientemente hubiera existido un programa polí-
tico-religioso, a un nuevo proceso de integración de las poblacio-
nes andinas. Se olvidarán de los huacas para optar por los dioses
cristianos, se dejarán de lado las identidades locales vinculadas a
esas divinidades para poner en marcha la construcción de una
identidad india. Éste será un paso fundamental en el nacimiento
de la utopía andina.

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