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Michele Dolz - Paulo Franciulli

El Anticristo
¿Mito o profecía?

dBolsillo

2
Título original: O anticristo: Mito ou profecia?
© Quadrante, Michele Dolz - Paulo Franciulli, 2018

© Ediciones Palabra, S.A., 2018


Paseo de la Castellana, 210 – 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 – (34) 91 350 77 39
www.palabra.es
palabra@palabra.es
© Traducción: Myriam Ferreira

Diseño y maquetación: Antonio Larrad


Diseño de ePub: Rodrigo Pérez Fernández
ISBN: 978-84-9061-714-4

Todos los derechos reservados


No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la
transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por
registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

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ÍNDICE

LA FIGURA DEL ANTICRISTO –


Un fresco
Un retrato literario
El testimonio del Antiguo Testamento
Múltiples niveles de lectura
El «pequeño apocalipsis»
Una invitación a la esperanza
El hombre de la iniquidad y la barrera de la doctrina
El Anticristo según san Juan
Las bestias
La apostasía final
En resumen

EL ANTICRISTO Y LA HISTORIA
Las persecuciones
Falsas iglesias
Rebeldes que se destruyen
La religión falsificada
La «muerte de Dios»

EL ANTICRISTO, HOY
Tres tendencias
Laicismo
Secularismo
Relativismo

EN EL UMBRAL DEL TERCER MILENIO


¿Por qué?
«Yo he vencido al mundo»
La nueva evangelización

NOTAS

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– LA FIGURA DEL ANTICRISTO –

Un fresco

En 1504, Luca Signorelli concluía los frescos de la capilla de San Brizio, en la


catedral de Orvieto. En ellos representaba, en siete grandes escenas, el fin del mundo.
Una de ellas, la de la actuación del Anticristo, tal vez no sea la mejor del conjunto, pero
es la más conocida.

Luca Signorelli - El sermón y las obras del Anticristo

El punto central de la composición es la figura de un predicador (1). Tiene un


aspecto similar al de muchas imágenes de Cristo, pero su rostro, bello y no carente de
bondad, está, sin embargo, oscurecido por una trágica ambigüedad: presta oídos a
Satanás, que se encuentra a sus espaldas y le susurra algo al oído (2). Casi tenemos la
impresión de oír su voz sibilante.
Con la mano derecha, el Anticristo se señala a sí mismo. A eso se añade que toda la
escena gira alrededor de él. A ambos lados, una multitud dividida en diversos grupos
reflexiona sobre sus palabras y las discute, después de haber depositado a los pies del
predicador sus riquezas. Hay de todo allí: jóvenes gallardos y arrogantes al lado de

5
viejos barbudos, monjes y frailes, ricos ostentosos y gente pobre y descalza, mujeres de
todas las clases –como la que, en el primer plano, recibe de un comerciante el pago de su
pecado (3). Justo detrás, los teólogos discuten con las Escrituras en la mano (4). Y, en el
lado izquierdo, dos «doctores de la ley» con trajes negros supervisan el trabajo de un
verdugo que castiga a los opositores de la nueva doctrina (5).
En el plano del fondo, vemos desarrollarse y consumarse el drama del Anticristo. En
el centro, se realizan milagros de sabor evangélico, como la curación de un enfermo (6) y
algo que parece representar una pseudoeucaristía (7). A la derecha, soldados vestidos de
negro invaden el santuario, para entregar a los justos al linchamiento de la multitud, justo
delante de sus pórticos (8).
Finalmente, a la izquierda, un ángel de Dios –tal vez san Miguel– lanza desde lo alto
un personaje de bellas vestiduras, recordando las palabras del Apocalipsis: fue arrojado
el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del
mundo entero; fue arrojado a la tierra (Ap12, 9), y fulmina con el mismo gesto a los
seguidores del siniestro predicador (9).
Signorelli representa con maestría lo que la tradición cristiana afirma sobre el
Anticristo desde la era apostólica. Ya la literatura más antigua ofrecía un cuadro bien
definido de quién sería y qué haría ese personaje: sacudiría y desviaría a los fieles,
suplantando aparentemente al Mesías; por un breve momento, parecería alcanzar la
victoria, pero el triunfo definitivo de Cristo, en el final de los tiempos, acabaría por
desenmascararlo.
Veamos lo que dice a este respecto un fragmento de la Didaché, el primer
«catecismo» de la historia cristiana, compuesto en las postrimerías del siglo I, que
gozaba de gran prestigio entre las antiguas generaciones cristianas: «En los últimos
tiempos abundarán los falsos profetas y los corruptores, y las ovejas se transformarán en
lobos, y el amor se cambiará en odio. Habiendo aumentado la iniquidad, crecerá el odio
de unos contra otros, se perseguirán mutuamente y se entregarán unos a otros. Entonces
es cuando el Seductor del mundo hará su aparición y, presentándose como el Hijo de
Dios, hará señales y prodigios; la tierra le será entregada y cometerá tales maldades
como no han sido vistas desde el principio. Los humanos serán sometidos a la prueba del
fuego; muchos perecerán escandalizados; pero los que perseverarán en la fe serán salvos
de esta maldición. Entonces aparecerán las señales de la verdad (…). ¡Entonces el
mundo verá al Señor viniendo en las nubes del cielo!».
San Hipólito, que vivió entre finales del siglo II y comienzos del III, describe al
Anticristo como un personaje que asume las apariencias de Cristo y se opone a él como
una imagen especular: «Al igual que nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el Hijo de
Dios, por su carácter regio y glorioso, fue anunciado como un león (cfr. Gn 49, 9), del
mismo modo las Escrituras proclaman por anticipado que el Anticristo será semejante a

6
un león, pero por su carácter tiránico y violento. En efecto, el seductor quiere asemejarse
en todo al Hijo de Dios: León el Cristo, león el Anticristo; Rey el Cristo, rey terreno el
Anticristo. El Salvador fue mostrado como un cordero, y aquel, del mismo modo,
aparecerá como un cordero, cuando en realidad, por dentro, será un lobo. […] El
Maestro envió a sus Apóstoles a todas las gentes, y aquel, de la misma forma, enviará
falsos apóstoles».

7
Un retrato literario

Desde el amanecer de la literatura cristiana, ese inquietante personaje se yergue, por


lo tanto, en el horizonte para señalar tristemente su fin. El escritor ruso Vladimir
Soloviev lo evoca con fuerza en su célebre Breve relato sobre el Anticristo, de 1900. El
autor imagina que, en el siglo XXI, la paz universal será una realidad, pero que un difuso
materialismo se habrá apoderado de las conciencias y de la cultura. Los que aceptan las
realidades espirituales serán poco más que una reducida minoría, y los cristianos, todavía
menos. Entre estos, sin embargo, surgirá un hombre dotado de cualidades excepcionales:
«Su clara inteligencia le señaló siempre la verdad de aquello en lo que se debía creer: el
bien, Dios, el Mesías. Él creía en esto, pero solo se amaba a sí mismo». Las
publicaciones de ese hombre, continúa Soloviev, tendrán un gran éxito. La que se titula
Una vía abierta para la paz y la prosperidad universal, en particular, le abrirá todas las
puertas. Su personalidad superior le llevará a auparse a todos los cargos, hasta llegar a
ser coronado emperador del mundo. Encarnará el hombre del futuro, emancipado y, en el
fondo, apóstata; y no tardará en percibir que es guiado, en lo íntimo, por una voz
diabólica: «Tú eres mi hijo predilecto en quien me complazco. ¿Por qué no me
reconoces? ¿Por qué adoras al otro, al malo y a su padre?» (recordemos que el demonio
invierte todos los valores, pues es el padre de la mentira, como se dice en Jn 8, 44). «Yo
soy tu dios y tu padre. El otro, el mendigo, el crucificado, es un extraño para mí y para ti.
No tengo otro hijo más que tú. Tú eres el único, el unigénito, mi igual. Te amo y no pido
nada de ti […]. Aquel que tú considerabas Dios demandaba a su Hijo obediencia sin
límites, absoluta obediencia –incluso hasta la muerte en cruz– y aun ahí no vino en su
ayuda. Yo no pido nada de ti, al contrario, te ayudaré. […] Recibe mi espíritu».
El personaje de Soloviev es descrito siempre como un hombre bueno, bien
intencionado, filántropo y tolerante. Así parece, al menos; hasta que la sucesión de los
episodios conduce al lector al drama de la apostasía en el seno del último concilio
ecuménico, convocado por el emperador, y, finalmente, la llegada gloriosa de Cristo.
Solo es un cuento, tejido en torno a esa figura de la tradición. Pero ¿en qué se apoya
esa tradición? ¿Podríamos considerarla solo un mito, como hacen algunos autores
modernos? ¿O existirá fundamento bíblico suficiente para ella? Y, en este caso,
¿podríamos interpretar la Escritura de manera unívoca?
Lo veremos enseguida. Pero es preciso decir, como premisa, que la lucha entre el
bien y el mal, la gracia y el pecado, la verdad y el error, la salvación y la condenación,
pertenecen al núcleo del cristianismo. Cristo vino a salvarnos de la esclavitud del pecado
y del poder del demonio. Nos redimió y nos dio una nueva vida, sobrenatural, de hijos de
Dios. Pero eso no eliminó los principios de oposición a Él, que están presentes en cada

8
uno de nosotros y en la realidad que nos rodea.
Vino a su casa, y los suyos no le recibieron (Jn 1, 11): la frase tiene aplicación
universal, incluso aunque san Juan, al escribir el prólogo de su Evangelio, tuviese
presente sobre todo a los contemporáneos de Jesús. Desde que, en el libro del Génesis,
Dios dice a la serpiente: Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su
linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gn 3, 15), está
proclamada la lucha contra el Mesías y sus fieles promovida por Satanás y sus secuaces.

9
El testimonio
del Antiguo Testamento

Cuando san Juan escribe a propósito del Anticristo, presupone que es una figura bien
conocida de la primera generación de cristianos: Habéis oído que iba a venir un
Anticristo (1 Jn 2, 18). Juan es el único autor de las Sagradas Escrituras que usa ese
término. Sin embargo, el tema de la «gran apostasía» y de la derrota final del maligno es
tratado con frecuencia en la época apostólica y en la primera época patrística (siglos II al
VI) y hunde sus raíces en el Antiguo Testamento.
El libro de Daniel, escrito probablemente en el siglo II antes de Cristo, tal vez pueda
ser considerado un precursor del género apocalíptico. Este profeta, en las visiones que
hablan sobre el Tiempo de la cólera o el Tiempo del fin (capítulos 10-12), anuncia la
llegada de un enemigo «vil», «sin ninguna dignidad real», intrigante y dominador, que se
proclamará «dios»: El rey actuará a placer; se engreirá y se exaltará por encima de
todos los dioses, y contra el Dios de los dioses proferirá cosas inauditas; prosperará
hasta que se haya colmado la Ira, porque lo que está decidido se cumplirá (Dn 11, 36).
Profetiza también un tiempo de gran angustia (Dn 12, 1), seguido de la ruina final del
perseguidor (Dn 11, 45) y del reino de los Santos, que se extenderá a todos los pueblos
(Dn 7, 14-18), reino de un Hijo de hombre a quien se le dio imperio, honor y reino (Dn
7, 13-14).
Muchos exegetas juzgan que esas palabras se refieren al rey seléucida Antíoco IV
Epifanes («manifestación de la divinidad»)[*], que gobernó del 175 al 164 a. C. y
oprimió y persiguió a los hebreos. Exasperado por la resistencia de los que no querían
aceptar la cultura helenística, Antíoco mandó martirizar a muchos; y, al ver que no
conseguía nada, hizo expoliar y profanar el Templo de Jerusalén, dedicándolo a Zeus
Olímpico y transformándolo en un centro de prostitución religiosa, según las costumbres
de los griegos. Según narra el autor anónimo del segundo libro de los Macabeos, el rey
helenista murió durante una expedición punitiva en la que se proponía arrasar la ciudad
de Jerusalén: de los ojos del impío pululaban gusanos, caían a pedazos sus carnes, aun
estando con vida, entre dolores y sufrimientos, y su infecto hedor apestaba todo el
ejército (2 M 9, 9).

10
Múltiples niveles de lectura

Ahora, los textos proféticos y apocalípticos inspirados no dicen casi nada respecto a
los acontecimientos históricos concretos y pasajeros. Al contrario, se caracterizan por lo
que podríamos llamar múltiples niveles de lectura: se habla en ellos del presente y del
futuro, se anuncian eventos que aún tienen que acontecer y se alude al final de los
tiempos; pero también se establece una interpretación del significado de la Historia como
un todo, a través de una «tipología» de los protagonistas y de los acontecimientos. En
suma, de una relación entre Dios y los hombres se extrae el «módulo histórico» y ese
modulado es aplicado tanto a los tiempos pasados como al porvenir, en una auténtica
«teología de la Historia».
Así, si Daniel profetizó la llegada de Antíoco IV y la persecución que los hebreos
sufrieron en el siglo II a. C., sus palabras se pueden aplicar también:

a la destrucción de Jerusalén en el año 70 d. C., que representó el «fin del mundo


hebreo» y la caducidad de la Antigua Alianza de Dios con los hombres;

al odio que se levantó contra Cristo durante su vida terrena, en la plenitud de los
tiempos (Ga 4, 4), cumbre y modelo definitivo de la Historia;

a las persecuciones contra la Iglesia, que es el Cuerpo místico de Cristo, a lo largo


de los últimos tiempos (cfr. 2 Tm 3, 1; 2 P 3, 3; etc.) en los cuales está en vigor la
Nueva Alianza;

y, finalmente, la consumación de la Historia humana en los acontecimientos del fin


de los tiempos.

Todavía sería preciso añadir a esas cuatro lecturas una quinta, que podríamos
designar propiamente espiritual: mientras que las anteriores se refieren al gran drama de
la Redención en la medida en que afecta al conjunto de la humanidad, esta quinta se
refiere a la parte de ese drama que se desarrolla en la intimidad de cada uno de nosotros.
Cuando un cristiano peca, dice el autor de la Carta a a los Hebreos, vuelve a crucificar al
Hijo de Dios (cfr. Hb 6, 6), se hace enemigo y perseguidor de Cristo. Cada uno de
nosotros trae en el corazón ese «enemigo vil» que, en nombre del amor propio, se
levanta contra Dios Espíritu Santo instalado en el santuario secreto del alma, y en su
lugar entroniza el propio «yo».

11
El «pequeño apocalipsis»

Examinemos en primer lugar el discurso de Cristo conocido como «el pequeño


apocalipsis sinóptico», presentado por los evangelistas Mateo y Lucas con ligeras
variantes. El Señor no hace referencia directa al Anticristo, pero presenta, por así decir,
un «panorama general» de la Historia y de su consumación al que tendremos que volver
varias veces en el transcurso de estas páginas. Veamos el texto de Lucas:

Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y


diciendo «Yo soy», y «el tiempo está cerca». No les sigáis. Cuando oigáis hablar de
guerras y revoluciones, no os aterréis; porque es necesario que sucedan primero estas
cosas, pero el fin no es inmediato» (…).
Cundo veáis Jerusalén cercada por ejércitos, sabed entonces que se acerca su
desolación. Entonces, los que estén en Judea huyan a los montes; y los que estén en
medio de la ciudad, que se alejen; y los que estén en los campos que no entren en ella;
porque estos son días de venganza y se cumplirá todo cuanto está escrito: ¡Ay de las que
estén encinta o criando en aquellos días! Habrá, en efecto, una gran calamidad sobre la
tierra, y cólera contra este pueblo; y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a
todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el
tiempo de los gentiles.
Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las
gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de
terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de
los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con
gran poder y gloria.
Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque
se acerca vuestra liberación» (Lc 21, 8-33).

Si leemos estas palabras en función de los «múltiples niveles de lectura» que


mencionamos, veremos que el Señor se mueve libremente entre ellos: tan pronto habla
del fin del antiguo Israel, como de las persecuciones a la Iglesia, como del fin de los
tiempos. Veamos cómo se cumplió la profecía referente a Jerusalén.
En el año 66, la Ciudad Santa se levantó contra el corrupto procurador romano Gesio
Floro, y en breve la revuelta se extendió a toda Judea. El experimentado general
Vespasiano recibió de Nerón la orden de una expedición punitiva, y en tres años aplastó
una tras otra las fortalezas de Galilea, Samaria y Perea, con la apisonadora de las
legiones, hasta envolver Jerusalén en un cerco asfixiante. En el 69, sin embargo, fue

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proclamado emperador y se dirigió a Roma, dejando el mando de la expedición a su hijo
Tito.
Tito, entonces, cercó Jerusalén en marzo del año 70. No hay duda de que los cuatro
meses que siguieron fueron días de gran calamidad sobre la tierra, y cólera contra este
pueblo. En la ciudad sitiada, no tardaron en declararse el hambre y la peste. Los que
intentaban escapar eran crucificados, y los romanos levantaron tal cantidad de cruces que
llegó a faltar leña en toda la región. A los que se rendían con la esperanza de salvarse,
los soldados les arrancaban las vísceras buscando las monedas de oro que pudieran tal
vez haberse tragado.
La profecía se cumplió hasta en los detalles más dolorosos: ¡Ay de las que estén
encinta o criando en aquellos días! Tan terrible fue el hambre que los zelotes
encontraron a «María de Eleazar, notable por su nacimiento y riquezas», devorando a su
propio hijo. El pagano Tito, horrorizado, «se declaró inocente de esta infamia delante de
Dios» y juró que «cuidaría de sepultar bajo ruinas el impío crimen (…) no permitiendo
que el sol alumbrase sobre la faz de la tierra una ciudad en que las mujeres tomaban tal
alimento».
Según el historiador judío Flavio Josefo, testigo ocular de los acontecimientos, que
servía de traductor a Tito, el general exhortó diversas veces a la rendición al jefe de la
resistencia, Juan de Giscala, que se atrincheró con sus zelotes en el Templo: «Si estaba
poseído de un criminal deseo de combatir, podía salir fuera de los muros con quien
quisiese y presentar batalla, sin envolver en su ruina la ciudad y el Templo. Así, dejaría
de profanar el santuario y ofender a Dios». Hasta el fin, Tito procuró respetar el
Santuario, dirigiendo las máquinas de guerra contra otros puntos de las murallas.
Finalmente, el día 6 de agosto del año 70, ordenó la invasión, aunque ordenando a los
soldados que no usasen el fuego, sino solo la espada. En el momento del enfrentamiento
final, sin embargo, un soldado –«movido por Dios», dice Josefo– lanzó un tizón ardiente
en el recinto del Santo de los Santos. Así, «el Templo fue destruido por las llamas,
contra la voluntad del César».
A los sacerdotes que ahora se rendían y pedían clemencia, Tito, enfurecido,
«respondió que para ellos ya había pasado el tiempo del perdón, que se estaba
transformando en cenizas la única cosa por la que tendría sentido salvarlos, y que, en fin,
convenía a los sacerdotes perecer junto a su templo, y dio por tanto la orden de llevarlos
a la muerte». Se extinguía el sacerdocio de Israel. Y en breve se extinguiría también la
realeza, pues «después de la caída de Jerusalén, el emperador Vespasiano hizo buscar y
matar a todos los descendientes de la tribu de David, para que no quedase nadie de la
estirpe real».
El emperador Adriano, después de aplastar un segundo intento de revuelta de los
judíos en el siglo II, liderado por el pseudomesías Bar Cocheba, cambió el nombre de

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Jerusalén a Aelia Capitolina, y sobre la explanada del Templo hizo levantar estatuas a
los dioses paganos. Así desapareció el antiguo Israel, privado del sacerdocio, de la
Ciudad Santa, del Templo y de los sacrificios de la Antigua Alianza.
En cuanto a los cristianos que residían en Jerusalén, no dejaron de tomar buena nota
de las palabras de Cristo: los que estén en Judea huyan a los montes. Cuando se
preparaba el cerco, salieron de la ciudad bajo la dirección de su obispo Simeón, hijo de
Cleofás, y se dirigieron a las colinas de Transjordania, escapando de este modo a la
ruina.

14
Una invitación a la esperanza

Aunque sea arriesgado intentar una interpretación excesivamente limitada de las


profecías, tal vez podamos extraer, de acuerdo con las mejores exégesis bíblicas, algunas
directrices generales del discurso de Cristo y de esa «profecía viva» que fue la
destrucción de la Ciudad Santa:

De alguna forma, el fin de Jerusalén tipifica –representa simbólicamente– el


«asedio» promovido por los enemigos de Cristo contra Él mismo en su vida mortal
e, igualmente, contra la Iglesia, de forma parcial en el desarrollo de la historia y
con toda la fuerza en el fin de los tiempos.

Durante algún tiempo, el enemigo dará la impresión de triunfar, y su triunfo se


revestirá de gran crueldad. Así, al pender de la Cruz, en medio de atroces
sufrimientos, Cristo pareció derrotado por esos «anticristos» que fueron los fariseos
y sacerdotes de su tiempo; y también la Iglesia, en cierta medida, «pende de la
Cruz» en todas las épocas, por las persecuciones de que es objeto.

La aparente derrota de Cristo, sin embargo, es transitoria: el Señor resucitó, y


también la Iglesia resucitó mil veces de la agonía que le infligieron sus enemigos
declarados y larvados, opositores externos e hijos traidores. Más aún, esa derrota es
instrumento de victoria: por medio de ella se realiza la Redención, la liberación del
pecado y el acceso a la vida eterna. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras
almas (Lc 21, 19).

El Señor no fija la fecha para los acontecimientos del fin, sino que previene
claramente contra todos los que pretendían hacerlo: Cuando oigáis hablar de
guerras y revoluciones, no os aterréis; porque es necesario que sucedan primero
estas cosas, pero el fin no es inmediato. Además de eso, al contrario de lo que
afirma cierta crítica, para la cual el Maestro fue un «alucinado» que esperaba en
cualquier momento el día del Juicio, no lo considera ni siquiera próximo: no
llegará enseguida el fin.

En cuanto al personaje que nos interesa, el Señor parece aludir a él cuando habla de
que vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo «Yo soy», y «el tiempo está
cerca». El Anticristo (o los anticristos, según sugiere el texto) tiene, por lo tanto, el
carácter de un «falso profeta» que se presenta como Mesías, tal vez hasta en
nombre de Cristo. El Maestro nos advierte explícitamente: Mirad, no es dejéis
engañar… No les sigáis. Lo que es lo mismo que decir que el cristiano tiene la
gravísima responsabilidad de prestar oído a los legítimos pastores instituidos por el
Señor, y solamente a ellos: el Papa y los obispos en comunión con él.

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Es preciso añadir que los acontecimientos sombríos que el Señor menciona no
representan, de forma alguna, una invitación a la desesperación. Llegan a parecer
paradójicas sus palabras cuando termina de describir esas desgracias: «Cuando empiecen
a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra
liberación». Resuena en ellas una invitación, aunque parezca un despropósito, a la
esperanza: mientras que el antiguo orden de las cosas terminaba en humo y sangre, la
Iglesia, depositaria de la Nueva Alianza, crecía en silencio y, bajo la guía infalible de su
Cabeza, se preparaba para «dominar» el mundo, no por la guerra, sino por la paz.
Percibimos aquí algo que tal vez podamos llamar «la estructura íntima de los
apocalipsis», y que volvió y volverá a repetirse en todas las persecuciones y herejías que
vengan a erguirse contra la Iglesia: a la Cruz le sigue la Resurrección; bajo la apariencia
de un desmoronamiento general, se prepara la renovación. Pasó lo viejo, todo es nuevo,
exclama san Pablo (2 Co 5, 17).
Por otro lado, el aspecto terrible de que se reviste el cumplimiento de esas profecías,
realmente durísimas, nos indica sin paliativos que es preciso tomar absolutamente en
serio las enseñanzas del Señor: «Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que
todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Lc 21,
32-33). Las palabras de Cristo tienen la dureza, la firmeza y el peso de la roca (cfr. Mt 7,
25), y no podemos permitirnos el lujo de tomarlas a la ligera. No se puede jugar con la
fe. Alrededor de la Iglesia, depositaria de esa fe, se traba hasta el fin de los tiempos un
combate en el que el cristiano tiene la certeza de vencer, pero que exige de él un esfuerzo
denodado de lucha permanente.
Este esfuerzo personal por encarnar en plenitud las enseñanzas de Cristo es en cierto
modo la lección que él mismo extrae de su discurso profético. En efecto, estas son sus
palabras finales: Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el
libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de
improviso sobre vosotros, como un lazo; porque vendrá sobre todos los que habitan toda
la faz de la tierra. Estad en vela, pues, orando en todo momento para que tengáis fuerza
y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del
hombre (Lc 21, 34-36).

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El hombre de la iniquidad
y la barrera de la doctrina

Pasemos ahora a los textos del Nuevo Testamento en que se menciona


explícitamente al Anticristo. En la segunda Carta a los Tesalonicenses, san Pablo dice:
Por lo que respecta a la Venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con él,
os rogamos, hermanos, que no os dejéis alterar tan fácilmente en vuestro ánimo, ni os
alarméis por alguna manifestación del Espíritu, por algunas palabras o por alguna
carta presentada como nuestra, que os haga suponer que está inminente el día del
Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera. Primero tiene que venir la apostasía y
manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre
todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él
mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios.
¿No os acordáis que ya os dije esto cuando estuve entre vosotros? Vosotros sabéis
qué es lo que ahora le retiene, para que se manifieste en su momento oportuno. Porque
el ministerio de la impiedad ya está actuando. Tan solo con que sea quitado de en medio
el que ahora le retiene, entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con
el soplo de su boca, y aniquilará con la Manifestación de su Venida.
La venida del Impío estará señalada por el influjo de Satanás, con toda clase de
milagros, señales, prodigios engañosos, y todo tipo de maldades que seducirán a los que
se han de condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les hubiera
salvado. Por eso Dios les enviará un poder seductor que les hace creen en la mentira,
para que sean condenados todos cuantos no creyeron en la verdad y prefirieron la
iniquidad (2 Ts 2, 1-12).
Son palabras difíciles, que dieron ocasión a diversas interpretaciones y opiniones
desde la Antigüedad. ¿Quién es ese Hombre impío, que san Pablo relaciona claramente
con aquel que se menciona en la profecía de Daniel? A esta pregunta, se dieron tres
respuestas:

Es un hombre singular, un hombre verdaderamente malo y dotado de cualidades


personales que lo hacen capaz de dirigir o de realizar la «gran apostasía» –la gran
deserción de la fe– que debe preceder el fin de los tiempos.

O, como ocurre frecuentemente en la Biblia, es una figura literaria, una


personificación de la maldad humana, ferozmente opuesta a Cristo.

Pero también se puede pensar, como hacen hoy la mayor parte de los exegetas, en
la totalidad de las «fuerzas del mal», expresadas por medio de un tipo de hombre y

17
de cultura alejados de Cristo y más o menos abiertamente opuestos a Él.

Tampoco se debe excluir que, de acuerdo con los «múltiples niveles de lectura» que
mencionamos antes, los tres significados sean correctos. En todo caso, ese «hombre
impío» está asociado al mundo de los demonios y actúa bajo el impulso de Satanás,
aunque no se confunda con él.
Otro punto delicado del texto es el que menciona lo que ahora le retiene o el que
ahora le retiene. Pablo recuerda que el misterio de la iniquidad ya se encuentra en clara
actividad en el mundo contra los fieles, aunque sea retenido hasta la última gran prueba a
la que el retorno de Cristo pondrá fin. ¿Habrá, por tanto, algo o alguien que retenga la
plena manifestación del Anticristo hasta que tenga lugar la última batalla? ¿Qué será? ¿O
quién?
Tal vez la interpretación más interesante y plausible de los términos «aquello que lo
retiene» (to catecon) y «aquel que lo retiene» (o catecon) sea la de santo Tomás de
Aquino, que interpreta esos versículos de la segunda Carta a los Tesalonicenses en
conjunto con los pasajes convergentes de otros libros del Nuevo Testamento. Veamos
primero estos otros textos.
En la primera Carta a Timoteo, san Pablo advierte: El Espíritu dice claramente que,
en los últimos tiempos, algunos apostatarán de la fe entregándose a espíritus
engañadores y a doctrinas diabólicas, por la hipocresía de embaucadores que tienen
marcada a fuego su propia conciencia (1 Tm 4, 1-2). Esta previsión, por otro lado,
encontró pronta confirmación ya en la herejía gnóstica de los siglos II al IV, y más tarde
en todas las sectas heréticas que deformaron la doctrina de Cristo. Por otro lado, la
convicción de que habrían de surgir «falsos profetas» que causarían grave daño a los
fieles estaba ampliamente difundida ya en la época apostólica, como afirma san Judas
Apóstol: En cambio vosotros, queridos, acordaos de las predicciones de los apóstoles de
nuestro Señor Jesucristo. Ellos os decían: «Al fin de los tiempos aparecerán hombres
sarcásticos que vivirán según sus propias pasiones impías». Estos son los que crean
divisiones, viven una vida solo natural sin tener el espíritu (Judas 17-19).
Apoyado en esos textos, santo Tomás de Aquino afirma que la oposición a Cristo
debe buscarse en la difusión de doctrinas erróneas más aún que en las persecuciones de
los cristianos. Al comentar el «pequeño apocalipsis» del Señor, en la versión de Mateo:
Mirad que no os engañe nadie. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y
diciendo: «Yo soy el Cristo», y engañarán a muchos (Mt 24, 4-5), lo interpreta así:
«Aunque esto se diga principalmente del Anticristo, también puede aplicarse a muchos
otros que, no estando adheridos a la verdad, se entregaron a los errores […]. La verdad
une; el error, por el contrario, divide, y precisamente en esto está el peligro. [Pero estas
palabras] pueden igualmente referirse a la segunda venida de Cristo, a las cosas que
acontecerán en el día del Juicio».

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Es patente, por lo tanto, que para santo Tomás el misterio de iniquidad ya está
presente en el mundo y seguirá actuando hasta la segunda venida del Señor en el fin de
los tiempos, sobre todo a través de la propagación del error, de la falsificación de la
doctrina de Cristo. No es difícil tampoco deducir que «la barrera que detiene al
adversario» es la actuación eficaz de los cristianos para proclamar la Verdad revelada, ya
que el Evangelio es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree (Rm 1, 16).

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El Anticristo según san Juan

Finalmente, es san Juan Evangelista quien nos permite contemplar el retrato del triste
personaje. En su primera Carta, afirma: Hijos míos, es la última hora. Habéis oído que
iba a venir un Anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos
damos cuenta que es ya la última hora. Salieron de entre nosotros; pero no eran de los
nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero
sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros. En cuanto a
vosotros, estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo sabéis. Os he escrito, no porque
desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis y porque ninguna mentira viene de la
verdad. ¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ese es el
Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo (1 Jn 2, 18-22).
Este pasaje nos recuerda algo a lo que aludimos de pasada: ya nos encontramos en la
«hora última», en la era escatológica. El punto focal de la historia ya se dio en Cristo. En
palabras del papa Juan Pablo II: «El acontecimiento final, entendido cristianamente, no
es solo una meta puesta en el futuro, sino también una realidad ya iniciada con la venida
histórica de Cristo. Su pasión, muerte y resurrección constituyen el evento supremo de la
historia de la humanidad, que ha entrado ya en su última fase».
Juan menciona explícitamente «anticristos», insinuando que la lucha del Anticristo
contra la acción salvífica del Señor se da de varias maneras distintas y se repite muchas
veces a lo largo de la historia. Veamos lo que dice en su segunda Carta: Muchos
seductores han salido al mundo, que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne.
Ese es el Seductor y el Anticristo. Cuidad de vosotros, para que no perdáis el fruto de
nuestro trabajo, sino que recibáis abundante recompensa (2 Jn 7-8).
Finalmente, una tercera precisión traída por san Juan es que esos anticristos salieron
de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Alude así a los apóstatas y herejes, esto
es, aquellos cristianos que, pudiendo tener acceso a las enseñanzas de Cristo, prefieren
rechazarlas por orgullo y hacerse seguidores –e incluso heraldos– de doctrinas que
niegan o falsifican el mensaje que fue revelado a todos.
El comentario de san Agustín al pasaje de la primera Carta de san Juan que
acabamos de citar merece ser transcrito: «La integridad del cuerpo es resultado de contar
con todos sus miembros. […] Por tanto, si todos los demás miembros gozan cuando uno
es glorificado, también sufren todos cuando sufre uno solo. Entre los miembros
concordes no hay anticristo alguno. Pero hay algunos que, siendo anticristos, están en el
cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, pues su cuerpo aún está sometido a curación y la
salud perfecta solo tendrá lugar tras la resurrección de los muertos. Los tales están en el
cuerpo de Cristo como humores malignos. Cuando se los vomita, el cuerpo se siente

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aliviado. De idéntica manera, cuando salen de ella los malos, la Iglesia se siente aliviada
[…]».
¿Queréis saber, hermanos, que esto se afirma con total certeza? Los que tal vez
salieron, pero vuelven, no son anticristos, no están contra Cristo. Los que no son
anticristos es imposible que permanezcan fuera. Pues solo por propia voluntad se está
contra Cristo o se está en Él. O nos contamos entre los miembros o entre los humores
malignos. Quien cambia a mejor es miembro en el cuerpo; quien, al contrario, se
mantiene en la maldad, es humor maligno y, una vez que haya salido, hallarán alivio
aquellos a quienes oprimía».

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Las bestias

No podemos dar por terminada esta antología de textos inspirados sin hacer
referencia al Apocalipsis, que, en un lenguaje simbólico cuya interpretación no siempre
es fácil, vuelve a proponer los mismos conceptos teológicos acerca del fin de los
tiempos.
En el capítulo 12 del Apocalipsis, aparece el gran dragón infernal que intenta devorar
el hijo a punto de nacer de la Mujer celestial y que, cuando este le es arrebatado, mueve
a la guerra contra sus seguidores. En el capítulo siguiente, la visión se completa y se
complica:
Y vi surgir del mar una Bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas, y en sus
cuernos diez diademas, y en sus cabezas títulos blasfemos. La Bestia que vi se parecía a
un leopardo, con las patas como de oso, y las fauces como fauces de león: y el Dragón
le dio su poder y su trono y gran poderío. Una de sus cabezas parecía herida de muerte,
pero su llaga mortal se le curó; entonces la tierra entera siguió maravillada a la Bestia.
Y se postraron ante el Dragón, porque había dado el poderío a la Bestia, y se postraron
ante la Bestia diciendo: «¿Quién como la Bestia? ¿Y quién puede luchar contra
ella?»(Ap 13, 1-4).
Esta primera bestia, que desde los Padres de la Iglesia de los primeros siglos
normalmente se identifica con el Anticristo, simboliza según la interpretación tradicional
todo el poder político que pretende sustituir a Dios. Los diez cuernos representan la
plenitud de Poder humano; las siete cabezas, la variedad de formas con que lo ha
ejercido a lo largo de la Historia. La cabeza herida de muerte tal vez se aplique al
Imperio Romano, que en cierto modo resurgió tras las invasiones bárbaras del siglo V.
Esta bestia está acompañada por falsos profetas que propugnan la «divinización» de
ese poder mundano: Vi luego otra Bestia que surgía de la tierra y tenía dos cuernos
como de cordero, pero hablaba como una serpiente. Ejerce todo el poder de la primera
Bestia en servicio de esta, haciendo que la tierra y sus habitantes adoren a la primera
Bestia, cuya herida mortal había sido curada (Ap 13, 11-12).
Aunque no sea posible explicar completamente estas imágenes proféticas –siempre
quedará en ellas una dimensión de misterio, que solo comprenderemos plenamente
cuando se cumplan–, no hay duda de que se aclaran cuando pensamos en la tendencia
cesaropapista presente en todos los momentos de la Historia. El cesaropapismo,
podríamos decir, es la gran tentación del Estado: controlar no solo los actos externos de
los ciudadanos, sino su conciencia. La segunda bestia representaría en este caso tanto los
teóricos de la divinización del Estado como los panfletarios y propagandistas que la
defienden.

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Estamos acostumbrados a pensar por medio de abstracciones –«el gobierno», «el
Estado»– y necesitamos recordar que esos entes genéricos no existen de verdad: existen
hombres concretos que gobiernan y hombres concretos investidos de autoridad, y el
gobierno, el Estado, la autoridad valdrán lo que valen esos hombres. La experiencia
histórica enseña que, por muy perfeccionadas que estén las instituciones, no pueden
impedir que quien las controla las use en provecho propio. En cierto sentido, es bastante
indiferente que un Estado sea formalmente republicano o monárquico, parlamentario o
presidencialista: será bueno o malo en la medida en la que sean buenos o malos los
gobernantes.
Pues bien, el principal pecado capital, la gran tentación humana, es la soberbia: el
Seréis como dioses resuena desde el Génesis al Apocalipsis. Y el soberbio, sea cual sea
su color ideológico o religioso, cuando se ve investido de poder se vuelve tirano: quiere
mandar, y mandar integralmente. Por eso, tiene horror a la libertad: no quiere súbditos ni
ciudadanos libres, sino solo esclavos. No tolera que nadie le haga sombra: quiere ser
adorado. El Apocalipsis lo expresa certeramente. La tierra entera siguió maravillada a
la Bestia […] y se postraron ante la Bestia diciendo: «¿Quién como la Bestia?».
Por eso, como veremos mejor en la segunda parte, todos los tiranos de todos los
tiempos quisieron o extirpar a la Iglesia, o al menos controlarla, para usurpar su
autoridad sobre las conciencias. Con las Iglesias separadas, casi siempre tuvieron éxito;
en el Occidente católico, en el que el Papa representó un contrapunto a los excesos del
poder político imperial o nacional, obtuvieron, como mucho, victorias parciales y
transitorias. Por eso, un historiador llega a decir: «El Papado representó, en la Historia
de Occidente, el gran principio de defensa de la libertad de las conciencias y de la
libertad de los ciudadanos».
Detrás de esa soberbia arrogante que aspira a controlar todo y a todos, y que, una y
otra vez, se hunde a sí mismo después de algún tiempo, se encuentra un fondo
demoníaco: Se postraron ante el Dragón, porque había dado el poderío a la Bestia.
Arrogarse el poder de Dios, ser adorado en su lugar, aunque sea a través de un
intermediario, es desde el inicio la principal aspiración del demonio.
Es fundamental recordar, sin embargo, que no es el Estado o el poder público en sí
mismo el representado por la primera bestia, sino desvirtuado en la tiranía. Desde los
Apóstoles, que pedían que se rezase por los gobernantes –incluso por aquellos que los
perseguían–, la Iglesia no ha cesado de recordar que la autoridad humana es buena y
necesaria, teniendo en cuenta que es exigida por la naturaleza social del ser humano.
Todas las realidades humanas –los bienes materiales, la comida, el sexo– representan,
por lo demás, esa misma ambigüedad: en sí mismas, son buenas y pueden ser santas,
camino para Dios; puestas al servicio del egoísmo y de las pasiones desordenadas, sin
embargo, pueden volverse demoníacas. La posibilidad de corrupción del poder humano

23
no debe llevar al cristiano a desconfiar de la autoridad legítimamente constituida, sino a
rezar y a vigilar para que no se desvirtúe; y, si fuese llamado a ejercerla, a hacerlo
teniendo en cuenta los derechos del Señor de todos los hombres.

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La apostasía final

Ya oímos a san Pablo decir, refiriéndose a las manifestaciones del Hombre impío,
que primero tiene que venir la apostasía. Más terrorífica todavía es la profecía de Cristo:
pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra? (Lc 18, 8).
Señal terrible del fin, que llevó a unos a buscar interpretaciones diluidas de ese versículo
y a otros, a sospechar que el Señor acabaría, en última instancia, por fracasar.
Esta última hipótesis pierde de vista que la Iglesia no está compuesta solo por los
fieles que viven hoy sobre la tierra, sino también por aquellos que los precedieron y
gozan ahora de la plenitud de la vida divina en el cielo, o que se están preparando para
ella en el purgatorio. Si los primeros cristianos ya afirmaban, como nos recuerda el
Catecismo de la Iglesia Católica, que «el mundo fue creado en orden a la Iglesia», es
preciso no olvidar que la Iglesia existe en orden a la multitud de justos y pecadores
arrepentidos que, santificados por la gracia del Espíritu Santo, llegan a la eterna
bienaventuranza. En otras palabras, si en su segunda venida Cristo encontrase la
apostasía generalizada, ni siquiera por eso dejaría de poder llamar benditos del Padre a
la multitud incontable de santos que hicieron la Iglesia desde el principio: su misión no
habría fracasado.
En todos los tiempos ha habido apóstatas y herejes dispuestos a sembrar el error y a
incitar así a la defección. Cristo, Palabra o, por así decir, «Verdad de Dios», siempre
tuvo que combatir la oposición de muchos anticristos como dijimos en las páginas
anteriores y tendremos ocasión de detallar en la segunda parte. Ya san Pablo sufría con
una situación semejante, según podemos ver cuando advierte contra los que sembraban
la inquietud entre los hijos espirituales: no que haya otro [Evangelio], sino que hay
algunos que os perturban y quieren deformar el Evangelio de Cristo (Ga 1, 7).
Pero hay un peligro tan grave como el de la incitación a la apostasía por parte de
aquellos que desvirtúan o niegan el Evangelio: es el de la apostasía por relajación. No
fueron pocas las veces en la Historia en que las comunidades vivas dejaron morir su
primitivo fervor; ya en el Apocalipsis, en la carta a la Iglesia de Éfeso –una de las
predilectas de san Pablo–, el Señor advierte contra ese peligro: Tengo contra ti que has
perdido tu amor de antes (Ap 2, 4). Sin dejar de profesar formalmente la fe, los
cristianos pueden entregarse al desgaste de la rutina y el tedio. Insensiblemente, su
oración se va volviendo palabrería vacía y acaba por ser abandonada; la frecuencia de los
Sacramentos se reduce al mínimo, para disolverse en la nada después de algún tiempo.
El sentido del pecado como ofensa a Dios se desvanece, reduciéndose a un «complejo de
culpa» que debe ser combatido por medios «psicológicos», si no tomando Prozac. Las
palabras «mortificación» y «penitencia» ni siquiera figuran en el diccionario, salvo como

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curiosidades ultrapasadas. Y, en la medida en que el apostolado y las obras de
misericordia dejan de pertenecer al horizonte cotidiano de las personas, la sociedad va
siendo tomada por un clima de disensiones y querellas o por una frialdad e indiferencia
escalofriantes.
Fue lo que aconteció, por ejemplo, con las comunidades cristianas en otro tiempo
vivas y pujantes que existían en Asia Menor, en Egipto y en el norte de África: cuando
cayó sobre ellas la ola musulmana, esos cristianos ya no encontraron en sí las fuerzas
necesarias para oponerle una efectiva resistencia, no por las armas, sino por la fortaleza
del espíritu. Duele comprobar que, en esas regiones, hoy no existe prácticamente ningún
cristiano.
Ese mismo peligro amenaza en nuestros días a diversas regiones de la antigua
cristiandad –aunque, ni de lejos, a la Iglesia entera–, bajo la forma de ese materialismo
práctico que invade las conciencias, llevándolas a vivir como si Dios no existiese. En
muchos sectores de la sociedad, asistimos actualmente a una auténtica desbandada
delante de todo lo que signifique esfuerzo, sacrificio, renuncia: Cruz. Esa cobardía
colectiva bien puede disfrazarse bajo pretextos variados: «Hoy en día, ya no se pueden
aceptar dogmatismos infantiles», «la ciencia moderna demostró que las normas de la
Iglesia sobre la castidad están ultrapasadas», «esas oraciones repetitivas, como el
rosario, o esas “autoflagelaciones” masoquistas no pasan de prácticas medievales», etc.:
lo que está detrás de esa actitud son las tres concupiscencias –la concupiscencia de la
carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida– a las que ya se refería el
Apóstol san Juan (cfr. 1 Jn 2, 16).
Ahora bien, si en el final deberá ocurrir la manifestación completa de aquello que
ahora se muestra solo en parte, comprenderemos el significado exacto de la dura palabra
apostasía usada en los textos escatológicos. Y comprenderemos también que el espíritu
acomodaticio prepare el camino para la manifestación plena del misterio del Anticristo.
Cuando los cristianos no asumen en plenitud su misión de llevar a la sociedad la luz de
las enseñanzas de Cristo y el ideal de su vida, no sorprende que sean los negadores,
llenos de odio, quienes se instalen en todos los puestos, desde los gobiernos a los medios
de comunicación.
Llena el corazón de tristeza la imagen de una humanidad que hubiese vuelto las
espaldas al Redentor y que lo reencontrase repentinamente como Juez. Esa es, por lo
demás, la sensación inspirada por la fascinante novela de Robert H. Benson, Lord of the
World [«Señor del mundo»]. Con motivo de su primera publicación, en 1907, ese libro
suscitó en todas partes agrias polémicas, como por otra parte había previsto el propio
autor. ¿Cómo podía Benson prever en qué sentido se orientaría, en el siglo venidero
(para él) la oposición a Cristo? Al leerlo, se tiene la impresión de que describe los
amargos frutos del marxismo y del nazismo; pero también, y sobre todo, el actual nivel

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«materialista» y «humanitarista».
En esa novela, la acción se desenvuelve a principios del siglo XXI, en un mundo
evolucionado y exquisito (en realidad, menos de lo que es hoy en día), en el cual la fe
católica, la única que sobrevive, representa una minoría tolerada a duras penas por el
establishment «humanitario». El Papa se encuentra refugiado en Roma con todos los
cardenales, en una especie de último enclave católico a la espera de los dramáticos
acontecimientos que se seguirán. Una figura carismática, Julian Felsenburg, conquista
primero la simpatía y después el poder en todo el mundo, instaurando la paz universal y
el nuevo culto materialista, en virtud del cual se autoproclama hijo de Dios y es adorado
como Dios.
Veamos una breve exposición de la nueva fe:
«¿No entiendes que todo lo que prometió Jesucristo se ha realizado, pero de otro
modo? El Reino de Dios ha comenzado de verdad; solo que ahora sabemos de verdad
quién es Dios. Me decías hace un momento que solo deseabas el perdón de los pecados;
bien, lo has obtenido porque no existe eso del pecado. Lo que existe es el crimen. Y la
Comunión universal. Tú solías creer que la Comunión te hacía un copartícipe de Dios;
bien, todos somos copartícipes de Dios por el hecho de ser seres humanos. ¿No
comprendes que el Cristianismo es solamente una de las maneras de decir todo esto? Yo
te concedo que fue la única manera durante un tiempo; pero eso ya pasó. ¡Y cuánto
mejor es la de ahora!».
De aspecto físico muy semejante a Felsenburg, Percy Franklin es un sacerdote inglés
de treinta y tres años, encargado de la correspondencia con la Curia romana, un hombre
de oración y, por eso mismo, alguien que está en condiciones de hacer un análisis agudo
de los acontecimientos. Llamado a Roma, es nombrado cardenal protector de Inglaterra
y, poco después, elegido Papa. Pero la hostilidad latente contra los poco católicos que
permanecen comienza a manifestarse en la prohibición de practicar el culto, para poco
después desembocar en una persecución abierta. Roma es bombardeada. Habiendo
escapado providencialmente de la destrucción de la Ciudad Eterna, Franklin se establece
en Nazaret. Descubierta la existencia y el domicilio del Papa, Felsenburg lanza el último
y definitivo ataque. En ese momento, sin embargo, llega la Parusía, la segunda venida de
Cristo.
A pesar de las semejanzas que pueda haber entre la trama de la novela y algunos
aspectos de nuestros tiempos, sobre todo entre el «nuevo evangelio» de Felsenburg y la
actual ideología dominante, no es el caso de afirmar que estamos presenciando la
apostasía final. Pero no es difícil notar que en nuestros días la oposición a Cristo ha
abandonado la mayor parte de las veces la confrontación abierta, para asumir esa forma
insidiosa de un vaciamiento del cristianismo, equiparado a las otras creencias («En el
fondo, todas las religiones son iguales, todas conducen a Dios»…) o interpretado de

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manera relativista, hasta el punto de reducir el dogma y la moral a los «buenos
sentimientos». Si en las décadas pasadas se intentó absorber la fe cristiana en el
marxismo, ahora se procura ahogarla en el pensiero debole, en el «pensamiento débil»…

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En resumen

Tras esta larga excursión por las Sagradas Escrituras, tal vez podamos intentar
responder ahora a alguna de las inquietudes más frecuentes sobre la figura del Anticristo.

¿Quién es el Anticristo?

Como vimos, el término se puede aplicar a todos los hombres que, desde la venida de
Cristo, se oponen a Él, sobre todo a los que desertaron de las filas de la Iglesia: son los
anticristos de los que habla Juan. Al mismo tiempo, designa al tipo de cultura y de
sociedad que esos hombres suscitan o encarnan –la primera y la segunda Bestias
apocalípticas–, y que incita a los cristianos a la apostasía formal o práctica, por medio de
la persecución, la herejía y el cismo, o del clima amodorrado y corruptor del
materialismo. En el fin de los tiempos, esa oposición llegará hasta límites insospechados,
sin que podamos decir con certeza si habrá un Anticristo humano, una persona que
resuma en sí toda esa oposición, o si simplemente será el conjunto de los enemigos de
Cristo el que se levantará contra la Iglesia.

¿Cuándo va a aparecer el Anticristo?

Si pensamos en los anticristos y en la cultura que fomentan, debemos responder que


ya apareció: está en acción desde el principio de la era cristiana, siempre contenido por
la formación catequética y doctrinal que la Iglesia ofrece, así como por el fervor personal
de los cristianos.
Si pensamos en el anticristo, es como preguntar cuándo será el fin del mundo o el día
del Juicio. Ahora bien, san Pablo afirma que Cristo volverá como un ladrón en la noche
(1 Ts 5, 2), y el Señor nos advierte que no nos es dado conocer ni el día ni la hora (Mt
25, 13); simplemente nos incita a vigilar y orar, sin prestar atención a los locos o
embusteros que pretendan marcar una fecha concreta. Por lo tanto, tanto podría ser en el
momento exacto en que el lector está leyendo estas líneas… o de aquí a mil o cincuenta
mil años. No lo sabemos, y no nos compete saberlo.

¿Qué señales lo caracterizan?

La de presentarse, a semejanza de su mentor, Satanás, como un ángel de luz (2 Co


11, 14), esto es, pretextando motivos humanitarios, progresistas, etc., para disfrazar el
odio mortal con que persigue a Cristo en su Iglesia, y la de ser inspirado, en realidad, por
el amor a sí mismo, por el deseo de ser adorado en el lugar de Dios.

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Ahora bien, después de haber examinado lo que las Sagradas Escrituras dicen acerca
del tema, será provechoso que veamos rápidamente cómo la oposición a Cristo se ha
manifestado a lo largo de la Historia, a fin de cumplir mejor el precepto de vigilar que el
Señor nos dio.

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– EL ANTICRISTO Y LA HISTORIA –

Las persecuciones

La Historia de la Iglesia es rica en persecuciones. Muchas y muchas veces se creyó


reconocer al Anticristo en personas o instituciones y ver llegado el fin. Ya el libro de los
Hechos de los Apóstoles nos relata cómo la Iglesia naciente pasó a ser perseguida
inmediatamente después de Pentecostés por el Sanedrín, el órgano máximo de la nación
judía, y por los reyes y gobernadores, como el Señor profetizó en el «pequeño
apocalipsis». Y la historiografía posterior completaría ese elenco, desde el terrible inicio
que supuso la persecución de Nerón, que culminaría con el martirio de san Pedro y san
Pablo, hacia los años 66-67, hasta las persecuciones del siglo XX.
La primera, sobre todo, fue tan cruenta que se llegó a pensar que exterminaría
enteramente a la Iglesia. No admira que las primeras generaciones de cristianos hayan
identificado al emperador loco con el Anticristo, hasta el punto de que la antigua
literatura cristiana, para referirse al último anticristo, habla de un Nero redivivus.
La persecución por parte del Imperio Romano se prolongará «a estallidos» bajo los
sucesores de Nerón, hasta el Edicto de Milán, en el 313. E incluso después de esa fecha,
en que, bajo Constantino, el cristianismo se volvió religión de Estado, no dejó de haber
persecuciones esporádicas. El emperador Constante (284-350), convertido a la secta
arriana, volvió a perseguir a los cristianos ortodoxos en el Oriente. Juliano el apóstata
(361-363) promovió una efímera tentativa de retorno al paganismo, pero fue detenido
por su prematura muerte en la campaña contra los persas. Las tribus bárbaras que
invadieron el Imperio Romano a partir del 536 persiguieron también a los cristianos de
diversas maneras, algunas de ellas, como las tribus vándalas, echando mano a la táctica
del exterminio programado de poblaciones enteras.
Tampoco la Edad Media es tan uniformemente cristiana como a veces se puede
pensar, ni el cliché del «poder de la Iglesia medieval» es muy verdadero. El conflicto
que enfrentó a los emperadores germánicos con los papas y que culminó en el duelo
entre Federico II (1194-1250) y el papa Inocencio IV llevó a muchos contemporáneos a
pensar que había llegado el fin de los tiempos.
Con el Renacimiento, llegamos al período en que rebrota con los regímenes
absolutistas, incluso los formalmente católicos, la tendencia al cesaropapismo,

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inaugurándose una nueva modalidad de persecución, que solo raramente echará mano de
los métodos sanguinarios, prefiriendo las «medidas administrativas» y la pretendida
«colaboración con los auténticos intereses del cristianismo».
Así llegamos a la Revolución Francesa, con su tentativa explícita de subordinar la
Iglesia al Estado, y con ella, al comienzo de las persecuciones modernas. Al principio,
todo esto no pasó de un conjunto de «medidas administrativas»: nacionalización de los
bienes de la Iglesia, transformación del clero en funcionarios del Estado, etc. Pero, como
la inmensa mayoría de los sacerdotes y de la población se mostró refractaria a la
Constitución Civil del Clero, de 1790, la Asamblea Legislativa endureció su actitud y,
con el predominio de los jacobinos de la izquierda, la máscara tolerante acabó por caer:
de septiembre de 1792 a julio de 1794, una ola espantosa de masacres llevadas a cabo
por las milicias populares y por los tribunales revolucionarios barrió Francia. Millares de
sacerdotes y una multitud incontable de seglares fueron guillotinados, ahogados,
descuartizados por caballos o muertos a golpes por sustentar una «superstición
abominable».
La persecución religiosa fue llevada a cabo con el rigor lógico del que los franceses
parecen tener la primacía: se abolió el calendario cristiano, sustituido por semanas de
diez días (para hacer olvidar los domingos) y festividades conmemorativas de los
«mártires» de la Revolución y de las grandes personalidades de la Humanidad; se
prohibió el uso de los nombres cristianos, pasando los niños a llamarse Batavia,
Concordia, Brutus…; se proclamaron un «Credo» y un «Decálogo» republicanos, y no se
olvidó el detalle de prohibir la venta de pescado en los días de abstinencia. Y el 10 de
noviembre de 1793, se celebró en Notre-Dame de París la fiesta de la «diosa Razón», en
la que esta era personificada por una cortesana.
Con la muerte de Robespierre, en 1794, cesó la persecución oficial por agotamiento
de los perseguidores, pero volvería a rebrotar en 1797-1798, y ni siquiera Napoleón, que
llevó al papa Pío VI a Francia como prisionero, puede ser considerado un «defensor de la
fe». El ejemplo y los métodos que la Revolución Francesa inauguró volverían a ser
aplicados en la España republicana, en 1936-39, una persecución que costó la vida a más
de 4.000 sacerdotes seculares y 2.500 religiosos; en Rusia y en los países satélites, de
1917 hasta la caída del comunismo, haciendo un número literalmente incontable de
víctimas, cuya historia aún está por escribir; en la Alemania nazi, que sacrificó más de
4.000 sacerdotes y religiosos. El siglo XX parece haber sido, en toda la Historia de la
Iglesia, el que más víctimas causó: según el historiador David Barrett, más del doble que
en todos los diecinueve precedentes.
Esos números no representan, sin embargo, más que la punta de un iceberg. Don
Esteban Bettencourt apunta a tres características propias de las persecuciones modernas,
que contribuyeron a disfrazarlas a los ojos de la opinión pública:

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El siglo XX fue en el que las autoridades más se preocuparon por no hacer
mártires cristianos: prefirieron procesar a los fieles por motivos políticos o por
crímenes comunes falsamente imputados, como hicieron los nazis, u obligarles a
confesar una actividad política inexistente, como hicieron los regímenes
comunistas.

Un número incontable de fieles, seglares y sacerdotes, fueron sometidos a tortura


física, psíquica y moral en campos de concentración y «clínicas de reeducación»,
pero liberados poco antes de morir.

Finalmente, muchísimos murieron desconocidos, como víctimas de la violencia y


de los malos tratos sufridos en el contextos de un genocidio más amplio, como el
que se abatió sobre Polonia, por parte de los nazis, o sobre Ucrania, por parte del
régimen estalinista.

A estas características es preciso añadir la fortísima censura sobre todas las noticias
que los regímenes totalitarios aplicaron y –en el caso de China, Cuba, Sudán y otros–
continúan aplicando; y el clima descristianizado que caracteriza buena parte de la mitad
occidental, que simplemente boicotea las noticias relativas a la Iglesia o interpreta en
clave política todas las persecuciones.
De este brevísimo resumen, se deduce con toda claridad que, desde el día de
Pentecostés hasta hoy, no hay ningún momento histórico en que la Iglesia, o más
exactamente Cristo en la Iglesia, no haya sufrido persecución. Puede haber sido más o
menos cruenta, localizada o general, explícita o velada, pero está presente en todo
momento, y no parece que quepa esperar que algún día se llegue a una época dorada en
que el cristianismo goce de una aceptación y benevolencia universales. Ante este cuadro,
que no siempre es debidamente tenido en cuenta en los manuales de Historia y en los
medios intelectuales, no admira que los promotores de esas persecuciones hayan sido
identificados, a lo largo de los diversos períodos, con el Anticristo.
La actitud de los cristianos, a su vez, siempre tuvo dos vertientes. Según las palabras
del Señor, las persecuciones fueron ocasión para que sus discípulos diesen testimonio.
Como vemos ya en los Hechos de los Apóstoles, Pedro y Juan tuvieron palabras de una
firmeza admirable y serena delante del Sanedrín: Juzgad por vosotros mismos si es justo
delante de Dios que obedezcamos a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar
de hablar de lo que vimos y oímos (Hch 4, 19-20).
Y la segunda actitud siempre ha sido aquella que Cristo recomendó a los que le
siguen: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen (Mt 5, 44).

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Falsas iglesias

The devil cannot make, but only mock, «el diablo no puede crear, solo hacer el
mono», dicen los ingleses con mucha sabiduría. Y, verdaderamente, traduciendo un viejo
adagio teológico: Diabolus simia Dei, «el demonio es un mono de Dios». Efectivamente,
es propio de los anticristos ser solo unas pálidas y distorsionadas imitaciones de Cristo, y
las anti-iglesias que crean son malos reflejos de la verdadera Iglesia.
Podemos observarlo en todos los casos de los que hemos hablado. Respecto a los
primeros siglos, basta mencionar lo que comúnmente se sabe, esto es, que los cristianos
fueron perseguidos, la mayoría de las veces, por negarse a prestar culto al emperador,
que se consideraba una divinidad, encarnación del Estado todopoderoso. La misma
característica está presente en los movimientos revolucionarios modernos, que
pretendieron, sin excepción, hacer pseudoiglesias.
La Revolución Francesa no fue ni de lejos un simple cambio de estructuras políticas
impulsada por factores económicos, como a veces se dice; al contrario, «debe su
importancia justamente a su carácter antirreligioso». Precisamente su primer cronista,
Jules Michelet, poco sospechoso de simpatías católicas, afirma: «La Revolución no
podía aceptar ninguna Iglesia, porque ella misma era una Iglesia».
Todo el movimiento liberal-revolucionario se resiente de ese sabor de rebelión contra
Dios y la Iglesia: su precursor y propagandista Voltaire, en el Siglo de las Luces,
proclamaba ya: «Jesucristo necesitó de doce Apóstoles para propagar el cristianismo. Yo
voy a demostrar que basta uno solo para destruirlo». Y en el siglo XIX el conocido
escritor republicano Giuseppe Mazzini (1808-1872) escribía: «Si la vista no me engaña,
la era cristiana llegó a su fin».
Lo mismo ocurrió con el nazismo y el marxismo, esos «hermanos gemelos»
generados en el propio seno de la tendencia liberal. Veamos al primero: Joseph
Goebbels, identificado algunas veces con la Bestia que hablaba como un dragón (porque
era el Ministro de Propaganda del régimen), afirmó delante del círculo de los adeptos
más íntimos del Partido, en 1933, justo después de haber conquistado el poder:
«También nosotros seremos una Iglesia». Expresivo es también el testimonio de un
oficial superior de las SS: «No podemos consentir que a nuestra lado haya otra
organización con un espíritu distinto al nuestro: tendríamos que destruirla. Con toda
seriedad, el nacional-socialismo proclama: “Yo soy el señor tu Dios, y no tendrás otros
dioses delante de mí. Porque mío es el Reino, el Poder y la Gloria”».
A continuación, el marxismo: Lenin, que de niño fue un cristiano fervoroso, se
rebeló contra Dios cuando un hermano suyo fue fusilado por conspirar contra el
gobierno del zar. Algunos años después, escribía: «El marxismo es un materialismo […].

34
Tenemos que combatir la religión. Este es el ABC de todo el materialismo y, por
consiguiente, del marxismo». De hecho, no tardaría en poner en práctica esos principios.
Y, para remontarnos a los orígenes de la ideología marxista, veamos el caso de su
«profeta», algunas veces identificado como el Anticristo, aunque a fin de cuentas
demostró que como mucho era un anticristo. Marx fue bautizado en el cristianismo
luterano. Era un alumno modelo, y brillaba en las redacciones sobre temas religiosos, en
una de las cuales escribió: «La unión con Cristo proporciona satisfacción interior,
consuelo en el dolor, tranquila certeza, y abre el corazón al amor al prójimo y a todas las
cosas nobles y grandes, no por mera ambición o ansia de gloria, sino por amor a Cristo».
Después, sin embargo, la vida del joven Marx pasó por un viraje profundo; durante
los años universitarios, años en que fue alumno de Hegel y tuvo contacto con el ateísmo
militante de Feuerbach –cuyo «efecto libertador» produjo en él y en su colega Engels un
«entusiasmo unánime»–, y en que pasó a perder dinero con el juego y las mujeres,
comenzó a escribir versos negros:

«Puede alcanzar mi pensamiento


lo más alto y también lo más profundo;
por eso soy tan grande como un dios
y en tinieblas, como él, me oculto».

Más tarde, en el Prefacio de su tesis doctoral, escribía: «La Filosofía no puede


ocultarlo. La frase de Prometeo: “En suma, odio completamente a todos y cada uno de
los dioses” es su declaración personal, su acto de fe propio contra todos los dioses del
cielo y de la tierra, que no quieren admitir que el hombre consciente de sí mismo es la
suprema divinidad […]. Prometeo es el más eminente de los santos y mártires del
santoral de la Filosofía». Prometeo representa, en la mitología griega, la hybris, la
arrogancia del hombre que desafía la orden divina.
Ante todo esto, es imposible negar que, en las raíces más profundas de las ideologías,
tocamos aquello que la imagen de Signorelli representaba: un predicador que presta
oídos a Satanás.
Los resultados históricos producidos por esas pseudoiglesias, bien conocidos, han
demostrado con absoluta coherencia lo que decía el poeta Hölderlin, heraldo de la
modernidad, en su novela-carta Hyperion, de 1799: «Siempre que el hombre pretendió
hacerse un paraíso, lo transformó en un infierno». O, como resumía el cardenal
Ratzinger:
«El “bien absoluto” (es decir, la edificación de la sociedad justa, socialista) se
convierte en la norma moral que justifica todo lo demás, incluso la violencia, el crimen y
la mentira, si necesario fuere. Es este uno de tantos aspectos que muestran cómo,
renegando de su arraigo en Dios, cae la humanidad en poder de las más arbitrarias

35
consecuencias. […] Es el Tentador quien, en el primer libro de la Escritura, seduce al
hombre y a la mujer con la promesa: seréis como Dios (Gn 3, 5). Es decir, libres de las
leyes del Creador, libres de las leyes mismas de la naturaleza, dueños absolutos de
nuestro destino. Pero, al final de este camino, no es precisamente el Paraíso terrenal lo
que nos espera».

36
Rebeldes que se destruyen

En su conocida novela Los hermanos Karamazov, Dostoievski afirmaba que, cuando


los hombres hubiesen llegado a derrumbar todos los templos y a cubrir la tierra con un
baño de sangre, se darían cuenta por fin de que son «unos rebeldes furiosos que se
destruirán entre sí». Efectivamente, y esta es tal vez la principal lección de la Historia,
los pobres anticristos y sus falsas iglesias no tardan en arruinarse a sí mismos; pero no
sin antes haber causado enormes daños, que después toca a los cristianos reparar.
En palabras de Juan Pablo II, protagonista directo de los acontecimientos que
llevaron a la caída del Muro de Berlín, «el comunismo como sistema, en cierto sentido,
se ha caído solo. Se ha caído como consecuencia de sus propios errores y abusos. Ha
demostrado ser una medicina más dañosa que la enfermedad misma. No ha llevado a
cabo una verdadera reforma social, a pesar de haberse convertido para todo el mundo en
una poderosa amenaza y en un reto. Pero se ha caído solo, por su propia debilidad
interna».
Pero, si el cristiano debe tener bien presente la odiosa realidad escondida bajo la
superficie de unas doctrinas políticas y sociales, y no dejarse llevar por cualquier viento
de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente
al error (Ef 4, 14), no debe de ninguna forma odiar a sus protagonistas, esos pobres
«candidatos a Anticristo» que se dejaron arrastrar por su orgullo.
Además de todo esto, el sufrimiento que sus propias actitudes atraen sobre la persona
de esos pobres «rebeldes que se destruyen» es terrible y digno de compasión. Para no
asustarnos ni del caso de Marx, la historia de la familia que constituyó es reveladora:
además de haber perdido tres niños por desnutrición, una de sus hijas se suicidó junto a
su marido, y la quinta, la predilecta Eleanor –cuyo esposo, Edward Aveling, se dedicaba
a dar conferencias en las sociedades teosóficas sobre la «Perversidad de Dios»– también
se mató. Todos los amigos se alejaron de él, uno después de otro, excepto el fiel Engels,
a cuyas expensas vivía. Y en su entierro tan solo había ocho personas.
En el opúsculo El 18 de brumario de Luis Bonaparte, Marx había escrito: «La
eternidad no es otra cosa que un inmenso dolor». Lo más doloroso para quien se rebela
contra Dios no es el sufrimiento físico, sino la desesperación helada y sin salida. La vida
se vuelve realmente esa «pasión inútil» de la que hablaba Sartre, y que el poeta Theodor
Fontane pintó sentidamente:

Poco a poco, sin que nada lo impida,


se estrecha el horizonte de la vida,
disipando jactancia y vanidad.

37
La esperanza, y el odio, y el amor
se esfuman, sin dejar de su fulgor
más que un punto final de oscuridad.

38
La religión falsificada

Una de las facetas del Anticristo es, como vimos, la dimensión de «falso profeta». La
disolución doctrinal, más que las persecuciones, es la manera que se ha demostrado más
eficaz de actuar contra Cristo y sus seguidores. Por eso, merecen especial atención y
cuidado todas las fuerzas que alejan al hombre de la idea religiosa y de la doctrina
evangélica del amor por todos los hombres, sea cual fuere su clase social.
En el pasaje de la Carta a Timoteo, que ya citamos en parte, san Pablo afirma
incluso:
El Espíritu dice claramente que, en los últimos tiempos, algunos apostatarán de la fe
entregándose a espíritus engañadores y a doctrinas diabólicas, por la hipocresía de
embaucadores que tienen marcada a fuego su propia conciencia; estos prohíben el
matrimonio y el uso de alimentos que Dios creó para que fueran comidos con acción de
gracias por los creyentes y por los que han conocido la verdad. Porque todo lo que Dios
ha creado es bueno y no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con acción de
gracias, pues queda santificado por la Palabra de Dios y por la oración (1 Tm 4, 1-5).
Al hablar de impostores que prohíben el matrimonio y el uso de alimentos que Dios
creó, el Apóstol se refiere claramente al gnosticismo, una herejía que surgió ya en los
primeros tiempos del cristianismo, bajo la influencia de doctrinas venidas de la India y
de Persia y que se encontraban bastante difundidas en el ambiente pagano greco-romano.
En la versión creada por Manes es denominada maniqueísmo, fue la religión oficial del
Imperio Persa, rival del Romano, y más tarde del Bizantino.
Sobre diversos ropajes, el movimiento gnóstico fue una corriente más o menos
subterránea que subsistió a lo largo de todos los siglos cristianos: tras un primer
surgimiento en los siglos III-IX, volvió a irrumpir violentamente en el sur de Francia, en
el siglo XVII, con los cátaros; en plena Ilustración, resurgió con Swedenborg (1688-
1772), en Suecia; entre los siglos XVIII y XIX, generó el movimiento Rosa-Cruz, el
espiritualismo inglés y el espiritismo francés de Allan Karde, la teosofía de Mme.
Blavatski, la antroposofía de Rudolf Steiner, además de una infinidad de otras pequeñas
sociedades y sectas mágicas, ocultistas, neopaganas, satánicas, etc.; y todas esas
ramificaciones desembocaron más o menos directamente en el New Age actual. Una
carrera, si no exitosa, al menos tenaz.
¿Por qué esa atracción? A pesar de su opalescente variedad a lo largo del tiempo, el
gnosticismo presenta una serie de doctrinas comunes: Dios es concebido como idéntico
al Universo, como «Energía» o «Alma Cósmica» o «gran Todo»; la materia sería
principio de todo el mal; el alma humana, teniendo pecado cuando era todavía espíritu
puro, estaría desterrada en este mundo, que sería una prisión y un castigo del cual

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necesitaría liberarse en sucesivas encarnaciones; esa liberación se daría por medio de una
«Sabiduría Superior» reservada a los «Elegidos», sabiduría esa oriunda del Antiguo
Egipto, de la India, del Tíbet, de la Milenaria Sabiduría Oriental, de espíritus superiores,
eventualmente de Cristo, pero transmitida solo a los Apóstoles y por estos a los
«Iniciados» (siendo la doctrina católica, enseñada siempre pública y abiertamente, solo
una versión rebajada para «imperfectos»)…
El atractivo de esas doctrinas es evidente. Si el mal en el hombre es producto de la
materia, del cuerpo, necesita ser combatido con una serie de prácticas materiales
(vegetarianismo, yoga, terapias con cristales, aromas, etc.). El pecado se confunde con la
enfermedad y todo tipo de sufrimiento, y deja de ser responsabilidad de la libre decisión
humana («es mi cuerpo que peca en mí», o es «resultado del karma»). El infierno es
diluido en la serie, mayor o menor, de encarnaciones, lo que permite aplazar
indefinidamente las decisiones morales; estas, por otro lado, no precisan ser puestas en
práctica por un esfuerzo de la voluntad, sino que proporcionan automáticamente y sin
esfuerzo un crecimiento en la «Sabiduría».
Pero nada iguala –y en esto reside el gran estímulo y al mismo tiempo el peligro que
atrae a muchos al gnosticismo– el orgullo vanidoso de sentirse un «Elegido», un
«Iniciado», un «Sabio», separado de los ignorantes e imperfectos. Y la insistencia en la
salvación por la sabiduría hace de los gnosticismos una trampa perfecta para los
pseudointelectuales. Es curioso registrar cómo las falsas iglesias que mencionamos
tienen vínculos subterráneos con las más diversas sectas gnósticas: Voltaire pertenecía a
la Logia de los Nueve Hermanos, de París; Marx fue afiliado a la logia francesa de los
Filadelfos (nacida de la masonería) y tuvo frecuentes contactos y correspondencia con
Annie Besant, que sucederá a Mme. Blavatski en la dirección de la Sociedad Teosófica
que esta fundara; la misma Mme. Blavatski, a esas alturas, dejó la teosofía para unirse a
la lucha de Garibaldi por derribar el Papado, en Italia. Proudhon y Bakunin, exponentes
del movimiento socialista internacional, eran miembros de la secta demoníaca de
Southcott. La influencia del esoterismo y del ocultismo antroposófico en el Tercer Reich,
que, por otro lado, se propuso reinstaurar el antiguo paganismo germánico, está siendo
estudiada cada vez más. Y la lista podría prologarse casi indefinidamente.
No sorprende que diversos movimientos gnósticos hayan prometido también sus
«anticristos», aunque en clave pacifista. Esos movimientos y sus propagadores no se
colocan, normalmente, en oposición directa a Cristo. Más bien esfuman la figura del
Señor como uno de los grandes «avatares» de los siglos pasados y uno de los grandes
Maestros de la Humanidad, en el mismo plano que Mahoma, Moisés, Buda, Confucio,
Tolstoi, Marx… No niegan directamente la doctrina cristiana, pero la consideran
«superada» por una sabiduría nueva y «superior».
El aspecto siempre suave y bondadoso, característico de esos movimientos y sus

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avatares, no debería hacernos olvidar una realidad bastante grave: en esas sectas, «el
misterio o lo sobrenatural no se niega directamente, sino que viene falsificado. […] Se
convierten los carismas en fuerzas mágicas, lo sobrenatural en fuerzas preternaturales, lo
soteriológico en esoterismo y el misterio en ocultismo. […] No estamos ante la
indiferencia y el ateísmo, sino ante la manipulación y la caricatura de lo divino. He aquí
la paradoja del drama sectario: se despoja al hombre de lo divino en el nombre del
mismo Dios».

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La «muerte de Dios»

Finalmente, entre los anticristos de los últimos siglos merece mencionarse a


Friedrich Nietzsche (1844-1900). Aunque una persona de fragilidad patente, que a partir
de 1889 perdió definitivamente la razón, no fue simplemente «un loco más», teniendo en
cuenta que sus obras comienzan hoy a estar de moda en las Universidades de Occidente.
Rebelado contra el protestantismo liberal en el que se educó, Nietzsche fue, sobre
todo, un destructor. No elaboró un sistema de pensamiento, porque es demasiado
contradictorio y confuso para eso; se cuenta que sus filósofos contemporáneos decían de
él: «Las ideas no son gran cosa, ¡pero qué estilo!», y los literatos: «El estilo no sirve para
nada, ¡pero qué ideas!»…
Para él, el hombre sería solo el escenario de la lucha incesante entre los instintos, que
se suceden unos a los otros en la conciencia; la moral estaría determinada por las
relaciones de esas fuerzas en lucha: no habría nada bueno o malo en sí, sino solo útil o
perjudicial para la conservación de la vida; y el único sentido para la vida sería la
voluntad de poder, para la cual unos estarían espléndidamente dotados y otros no, siendo
los primeros llamados a dominar, y los otros, a ser esclavos. El otro mundo no pasaría de
una invención del hombre, debido a su debilidad psicológica; y el cristianismo no sería
sino la más imponente «superestructura», la más mentirosa fachada creada por el hombre
para disfrazar la impía realidad. Liberarse del cristianismo sería, pues, una necesidad
para poder llegar finalmente al principio del inmoralismo. En suma, se trata de una
exaltación del cinismo, de la ley del más fuerte –el «superhombre», tal y como Nietzsche
lo esboza en Así habló Zaratustra– y de la vida glandular, hormonal, corrientes bastante
difundidas en la intelectualidad actual.
La doctrina nietzscheana desemboca en el nihilismo, esto es, la negación de todos los
valores morales y hasta de la propia verdad. La negación de Dios es el paso siguiente,
inevitable. Ese paso fue dado en las últimas obras de ese pensador, Ecce Homo y Der
Antichrist.
Los títulos de los capítulos del Ecce homo son reveladores: «¿Por qué soy tan
sabio?», «¿Por qué soy tan sagaz?», «¿Por qué escribo libros tan buenos?»… Y el
nombre de la obra sugiere la comparación entre Cristo, flagelado y coronado de espinas
y presentado así por Pilato a los judíos, y el propio Nietzsche, el modelo del nuevo
hombre, el hombre perfecto.
El 30 de septiembre de 1888, el autor termina por fin El Anticristo, en el cual añade
una «ley contra el cristianismo», datada ese mismo día, el primero del primer año de la
nueva cronología… Esa ley ordena una guerra contra ese «vicio», y es firmada por el
«Anticristo», que, de ahí en adelante, se identifica ya plenamente con la divinidad y pasa

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sin transiciones a la locura, en los primeros días de 1889. En las cartas que escribió en
esa época, firma con el nombre de Dionisos o Crucificado.
«Dios ha muerto» es la frase con que se acostumbra a resumir su pensamiento. Pero
ni la idea ni la palabra son de él, ya que eran relativamente comunes entre los pensadores
racionalistas del siglo XIX, impresionado con la casi total descristianización de la
sociedad promovida por el protestantismo liberal. El propio Nietzsche no proclama la
muerte de Dios con una especie de falsa tranquilidad satánica y sí, como es típico de él,
con una angustia contradictoria y desvariada. En el conocido fragmente del «hombre
loco», por ejemplo, lo vemos pintar de manera hiriente el retrato del hombre extraviado
de Dios:
«¿No oísteis hablar de aquel loco que, en pleno mediodía, se pone a correr por el
mercado llevando una linterna encendida y gritando sin parar: “¡Busco a Dios! ¡Busco a
Dios!”? Como allí se habían juntado muchos de los que no creen en Dios, ese hombre
provocó una estruendosa carcajada. “¿Será que Dios se perdió?”, dice uno. “A lo mejor
se ha extraviado como un niño”, añadió otro. Y, entre gritos y risas, unos y otros
siguieron preguntando: “¿No se habrá escondido? ¿Será que nos tiene miedo? ¿Habrá
partido en un barco? ¿Emigró?…”. De repente, el hombre loco saltó en medio de ellos y
clavó su mirada en cada uno, en todo el círculo a su alrededor. “¿Dónde está Dios?”,
exclamó. “Os lo voy a decir: ¡nosotros lo matamos, vosotros y yo! Todos nosotros somos
sus asesinos. Pero ¿cómo pudimos hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿De quién
tomamos la esponja que secó todo el horizonte? ¿Qué hicimos al soltar esta tierra de su
Sol? ¿Hacia dónde irá ahora? Y nosotros, ¿por dónde caminamos, lejos de todos los
soles? ¿No vamos tropezando y cayendo sin cesar, dando pasos para atrás, para los
lados, para el frente, en todas las direcciones? ¿Por ventura existe todavía un arriba y un
abajo? ¿No vagamos acaso en una nada interminable? ¿No es verdad que sentimos en el
rostro el aliento del vacío? ¿No es cierto que cada vez hace más frío, y que a cada
momento la noche se vuelve más negra para nosotros? ¿Veis por qué tenemos que
encender las linternas a mediodía? ¿Será que ya no escucháis el ruido de los sepultureros
que enterraron a Dios? ¿No os llega el olor de un Dios en corrupción? ¡Sí, también los
dioses se corrompen! ¡Dios murió, y permanece muerto! ¡Y somos nosotros los autores
de su muerte! ¿Qué consuelo puede haber para nosotros, asesinos entre todos los
asesinos? Aquel que era el más Santo y el más Poderoso, Aquel que poseía todo el
Universo, yace ahora desangrado por nuestras puñaladas, ¿y quién podrá limpiarnos de
su sangre?”».
No son pocas las influencias del nihilismo nietzscheano sobre la sociedad moderna:
la exaltación cruda de los instintos, especialmente esa especie de «pseudomística» del
sexo, para algunos erigida aparentemente en «ortodoxia»; el cinismo más desaforado,
que se practica sin disimulo en bastantes medios empresariales o políticos, y que

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determinados medios proponen cotidianamente en los hogares; la violencia creciente en
las relaciones humanas, que las autoridades se empeñan en vano por contener, ya que no
quieren diagnosticar las verdaderas causas. «Haz el mal y verás cómo te sientes libre»,
dice un personaje de Jean-Paul Sartre en El diablo y el buen Dios: ¿no es lo que las
novelas, telenovelas, músicos y obras de teatro, toda la intelectualidad que se dice
«avanzada», se empeña en pregonar denodadamente?
Corruptio optimi, pessima, «lo óptimo, corrompido, se vuelve pésimo», dice un viejo
adagio teológico, refiriéndose a los nobles ideales y grandes personalidades que, puestas
al servicio de herejías e ideologías corruptoras, se transforman en su contrario.
Chesterton, siempre genial, completa esa frase: Corruptio pessimi, nihil; «la corrupción
de lo peor no es nada en absoluto, simplemente termina, y ya no vuelve a corromper».
La corrupción inducida por el nihilismo es autodestructiva, en la medida en que elimina
todas las estructuras sociales y la vida intelectual; y la sociedad de pobres bárbaros
frustrados que de ella resulta –como la del paganismo decadente antiguo– vuelve a sentir
necesidad de la Redención, que solamente la Iglesia de Cristo puede ofrecer.
Según se cuenta, en la década de los cincuenta apareció pinchado en el metro de
Nueva York: «Dios ha muerto. Firmado: Nietzsche». Al día siguiente, otra mano pinchó
debajo: «Nietzsche ha muerto. Firmado: Dios». Esta es, en último análisis, la mejor
respuesta, y tal vez la única que merezca darse, al pobre «anticristo» desequilibrado.

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– EL ANTICRISTO, HOY –

Tres tendencias

No llegó ese «fin de los tiempos» insistentemente marcado para el siglo XX. Sin
embargo, no se puede negar que cupo a ese siglo asistir a un crescendo en la oposición a
Cristo bajo todas las formas. En el momento en que se abría la centuria, san Pío X
escribía, en la que sería la encíclica programática de su pontificado, E supremi
apostolatus, de 1903:
«Ahora, en todo el mundo se promueve y se fomenta contra Dios; puesto que
verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones
planes vanos (Sal 2, 1); parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a
Dios: Apártate de nosotros (Jn 21, 14). Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor
al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en
público ni en privado: aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de
maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios. Es
indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión
de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en
el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la
perdición, de quien habla el Apóstol (2 Ts 2, 5).
«En verdad […], esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol: el
hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por
encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que –aunque no es
capaz de borrar dentro de sí la noción que de Dios tiene–, tras el rechazo de Su majestad,
se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos
lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios».
Incluso ahora, que los totalitarismos y la persecución directa a los cristianos parecen
alejados en la mayor parte del mundo occidental, no podemos embarcarnos en una falsa
seguridad. La situación de la Iglesia, mientras dure este mundo, es una situación de
guerra: guerra no contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las
Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del
Mal que están en las alturas (Ef 6, 12); guerra espiritual, entablada con las armas del
espíritu –la oración, la doctrina, el amor al sacrificio y al apostolado–, pero no por eso

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menos real. Sería triste que los cristianos, olvidados de esa realidad, se desentendiesen
de la lucha, o, peor aún, hiciesen de quintas columnas[*].
El fermento que generó las persecuciones recientes continúa presente en la sociedad
actual a través de una serie de fenómenos o tendencias anticristianas, que se pueden
resumir bajo tres conceptos: laicismo, secularismo y relativismo. Veámoslos uno por
uno.

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Laicismo

En el quinto libro de Los hermanos Karamazov, Dostoievsky introduce la Leyenda


del Gran Inquisidor, texto perturbador por su fuerte expresividad. El ateo Iván
Karamazov expone a su hermano Aliosha, cristiano fervoroso, la trama de un texto
teatral que pretende escribir: Cristo en persona habría vuelto al mundo imprevista y
secretamente, en la Sevilla de la época de la Inquisición. Por su misericordia, sus
enseñanzas, sus milagros, rápidamente lo habrían reconocido entre los fieles, que lo
seguirían entusiasmados. Hasta que, cierta noche, sería apresado por el propio Gran
Inquisidor.
En la cárcel, se desenvuelve el dramático monólogo del acusador (monólogo, porque
también esta vez Cristo permanece callado), en el que el Salvador es acusado de haber
perturbado el orden de la Iglesia con su gesto:

«¿Eres tú, eres tú? No respondes, callas. ¿Y qué podrías decir? Sé muy bien lo que
podrías decir. Aparte de eso, no tienes derecho de añadir ninguna cosa a lo que ya
dijiste una vez. ¿Por qué viniste a incomodarnos? […] Vienes a perturbarnos y,
sobre todo, vienes fuera de hora. ¿Tienes derecho a revelar un solo secreto sobre el
mundo del que viniste? No, no lo tienes, si no quieres añadir nada a lo que ya fue
dicho y quitar a los hombres aquella libertad que tanto defendiste cuando estabas
sobre la tierra».

A primera vista, podría pensarse que es una pena que Dostoievski haya acogido tan
acríticamente los clichés difundidos sobre la Inquisición y la visión algo un tanto
resentida contra el catolicismo que caracterizaba a la Iglesia ortodoxa rusa. Sin embargo,
en un segundo momento, se percibe que alude a una realidad diferente, mucho más
profunda que la de los clichés: en cierto modo, la leyenda es una alegoría de la
modernidad, en la medida en que esta pretende hacer el juicio de Cristo.
Efectivamente, acompañando un poco más el texto, descubrimos que el viejo
inquisidor en realidad alimentaba dentro de sí un malicioso resentimiento contra aquel
amor de Cristo por los hombres pecadores que le parecía excesivo e intangible. Él y
otros como él habría querido a toda costa apagar aquella exagerada pasión de Cristo por
la libertad de las almas, que conducirá al Señor a la Cruz. Según él, Cristo habría hecho
mejor en seguir los consejos del diablo en las tentaciones (cfr. Mt 4, 1-11): tendría que
haber alimentado, pacificado y gobernado a los hombres Él mismo, poniendo su poder
sobrenatural al servicio de fines humanos.
¿Pero no fue precisamente alimentar, pacificar y gobernar a los hombres lo que
Cristo hizo por el sacrificio de la Cruz? Ahí está el punto en el que se revela la verdadera

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naturaleza del odio del Gran Inquisidor: es el odio a la Cruz, la rebelión del hombre que,
vuelto por el horror al sufrimiento y cansado de esperar en Dios, se cree capaz de curar
el mundo mejor que el Creador. «Nosotros tomamos la espada de César, pero,
naturalmente, al tomarla, te repudiamos a Ti y le seguimos a él. Transcurrirán todavía
siglos de libre pensamiento, de ciencia humana y de antropofagia –porque, habiendo
comenzado a construir su torre de Babel sin nosotros, es con la antropofagia con lo que
la terminarán–. Y entonces la Bestia se arrastrará junto a nosotros y nos lamerá los pies y
los aspergerá con las lágrimas de sangre de sus ojos. Y nos sentaremos sobre la Bestia y
levantaremos en alto una copa en la que estará escrito “¡Misterio!”. Y en esa hora, solo
en esa hora, despuntará para los hombres el reino de la paz y de la felicidad».
En esas palabras misteriosas resuena una alusión a la bestia del Apocalipsis, o sea, al
Anticristo. El significado pleno se esclarece cuando pensamos en la moderna tendencia
laicista, que representa un desinterés o indiferencia ante lo sobrenatural y principalmente
ante el «principio de la Cruz», que es y siempre será la máxima señal de contradicción
(Lc 2, 34) del cristianismo. Ese movimiento difuso consiste en el esfuerzo hecho a lo
largo de los últimos siglos por construir un pensamiento humano autónomo, filosófico y
científico, enteramente desvinculado de Dios; una economía pretendidamente científica,
a la cual se confiaría la misión de conducir a los hombres al «reino de los cielos»,
entendido como mero bienestar económico; un ordenamiento jurídico del que se
eliminaría cualquier referencia a la ley natural y a la moral revelada por Dios; y una
política que prescindiese completamente de toda referencia a un orden superior. En
suma, su finalidad es la construcción de toda una sociedad completamente al margen de
Dios.
Pero la realidad es que, escalón a escalón, esta tendencia se ha enredado en
contradicciones cada vez más indisolubles. La filosofía sin Dios solo llevó a dudar de
toda y cualquier posibilidad de conocimiento, a un suicidio de la razón. La moral sin
Dios se disolvió en una serie de «éticas» inocuas que no son capaces de entenderse entre
sí, y que a fin de cuentas se descartan sin el menor escrúpulo cuando entran en juego los
egoísmos personales. La ciencia sin Dios se fragmentó en una infinidad de recetas para
la felicidad –químicas, como el Prozac; genéticas, como la planificación genética y la
clonación del ser humano; psicológicas, como el psicoanálisis…– que solo producen una
única certeza: ninguna de ellas funciona a largo plazo. El derecho sin Dios se limitó a
justificar los desmanes de quien estuviese en el poder. Y la política sin Dios –el
pragmatismo de Maquiavelo (El Príncipe es el libro de cabecera de casi todos los
estadistas modernos), la Realpolitik de Bismark–, ¿a qué ha conducido sino a las guerras
modernas, de una sanguinolencia sin precedentes, a las masacres de poblaciones civiles,
al desprecio de todos los tratados internacionales?
Y cuando pensamos en ciertas manifestaciones recientes, como la guerra contra los

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no nacidos –que ya cuenta con más víctimas que todas las guerras mundiales juntas–; el
odio encarnizado a la infancia, que se manifiesta en el esfuerzo impresionante por parte
de ciertos medios de comunicación por corromperla por todos los medios; el uso de
embriones humanos para la investigación científica y el suministro de órganos…, es
preciso reconocer que ya no estamos lejos de la antropofagia, del canibalismo.
Se ha pregonado mucho que la gran conquista de los gobiernos laicos sería la
tolerancia, llave para la convivencia social pacífica. Esa era precisamente, como
recordamos, una de las notas características de los anticristos de Soloviev y Benson…
porque se trata de una tolerancia de fachada, descartable a gusto del cliente, lo que salta
a la vista cuando se contemplan sus curiosos criterios. Veamos lo que dice un pensador
brasileño en un artículo reciente:
«Ninguna discriminación, en Brasil, supera a aquella que se vuelve contra las
personas apegadas a las tradiciones de su cultura religiosa […]. Contra los católicos y los
evangélicos, todo está permitido: excluir sus doctrinas del universo intelectual
respetable; referirse a ellos con un lenguaje hecho para humillar y herir sus sentimientos;
ridiculizar públicamente a su Dios, su moral, sus profetas; hacer parodias grotescas de
sus ritos, símbolos y oraciones; anatematizar el empeño proselitista que les fue ordenado
por el propio Cristo; obligarlos a aceptar, con presteza solícita, a los hostiles a sus
creencias; subestimar como detalle irrelevante la masacre de millones de ellos en los
países comunistas; despreciar sus gestos de generosidad y autosacrificio mediante
explicaciones peyorativas y atribución maliciosa de intenciones; aplastarlos en un
torniquete de retahílas contradictorias, acusando a su Iglesia de represiva cuando castiga
las conductas inmorales, y de corrupta cuando las tolera».
«Quien mueve esos ataques no son individuos aislados o grupos clandestinos: es el
establishment, son los medios chics, son los profesores en las cátedras, son los artistas en
los escenarios y en los cuadros, delante de los ojos del mundo, con la aprobación risueña
de las autoridades y de los biempensantes. […] Y, si quieren estadísticas, digan: ¿cuál es
el porcentaje de cristianos tradicionales en la población brasileña y en las cátedras de las
universidades? […] ¿En los cargos de jefes de medios? Hagan las cuentas y sabrán lo
que quiere decir exclusión».
Será conveniente, sin embargo, hacer una precisión: sociedad laica no es lo mismo
que Estado democrático o Estado aconfesional. No se trata de propugnar la vuelta al
Estado confesional católico, solución hoy superada por la Historia; el laicismo es una
cuestión de mentalidad, no de estructuras políticas.

49
Secularismo

Pero hay una resistencia a Cristo que es peor que la que nace de la situación social
descristianizada: es la que aportan los cristianos que perdieron de vista los horizontes de
su fe. Lo que el laicismo representa para la sociedad civil, el secularismo lo representa
en el interior de la Iglesia.
«Un nuevo peligro asalta a la Iglesia; es el peligro de un cristianismo que, a fuerza de
subrayar su inserción en lo temporal y al servicio del mundo, corre el riesgo de
secularizarse hasta el punto de traicionar su origen y su esencia religiosa. Esta amenaza
de deslizamiento del cristianismo hacia lo que se podría llamar “secularización de la
Buena Nueva de Cristo” no es ilusoria».
Ayer era la teología de la liberación la que pretendía aplicar los criterios marxistas de
«opresores y oprimidos» y la «lucha de clases» al cristianismo, reduciendo así el
mensaje de Cristo a una mera cuestión de economía y de partidismo político y
arrastrando por el barro uno de sus principales preceptos, el que manda amar a todos los
hombres como a nosotros mismos, hasta a los que se consideran nuestros enemigos.
Todavía hoy, hay quienes hacen piña con los huérfanos del marxismo, aplicando
conceptos que falsifican la comprensión del verdadero rostro de la Iglesia: usan
oposiciones artificiales como «progresistas vs. tradicionalistas» que suenen como si
quisieran dividir la Iglesia en «cowboys vs. pieles rojas», hablan de «centro» (Roma) vs.
«periferia» (tercer mundo); promueven movimientos reivindicativos que, si bien tienen
fines excelentes y justos, no dudan en echar mano de medios dudosos…
En otra vertiente, aliados a los «formadores de opinión» no creyentes, no faltan hoy
sacerdotes que claman por la «modernización» de la Iglesia que, para atraer al «hombre
moderno», debería mimetizarse con la sociedad civil en todos los campos: formas de
gobierno democráticas (¿será que esos señores pretenden seriamente ver «candidatos a
Papa» lanzados en campaña electoral, con todos los fenómenos más o menos ridículos
que acompañan esas campañas en todos los países donde reina la democracia por las
urnas?), sacerdocio femenino, nuevos matrimonios de los divorciados, aceptación de los
métodos de control de natalidad contrarios a la naturaleza, supresión de temas
incómodos como «oración», «mortificación», «lucha interior», «confesión» (sustituida
por inocuas liturgias penitenciales comunitarias)…
En una carta abierta a un conocido teólogo de esos «de vanguardia», el periodista
italiano Vittorio Messori dice: «Leyendo sus cosas –por lo menos desde hace quince
años siempre iguales, pero con un índice de agresividad que a veces se convierte en
insulto–, uno tiene realmente la impresión de que usted quiere atribuirse ese carisma de
infalibilidad que niega a aquel y a aquellos a los que Cristo ha garantizado la asistencia

50
del Espíritu». Un diagnóstico doloroso, pero, desdichadamente, muy verdadero.
Aunque con consecuencias menores, también encontramos esa actitud en muchos
seglares a quienes parece faltar un mínimo de conocimiento propio, y que, desde lo alto
de su ignorancia, se consideran con derecho a ridiculizar la Historia de la Iglesia,
desfigurar sus dogmas y desacreditar las directrices de conducta propuestas por el
Magisterio sin sentirse mínimamente obligados a averiguar la profundidad de las
verdades que proclama. Con un dogmatismo digno del «Gran Inquisidor» de
Dostoievski, se instalan en la cátedra de jueces de la verdad y del error, del bien y del
mal, sin percibir que muchas veces están solo cegados por sus pasiones o imbuidos de
los lugares comunes que proveen los enemigos de la Iglesia. Hacen a veces de meros
«repetidores del error», y en esa medida de auténticos, aunque muchas veces
inconscientes, seguidores del Anticristo.
El orgullo y la hipocresía religiosa –que tiene, si no un hipócrita, aquel que se vale
del prestigio que la Iglesia le confiere para atacar esa misma Iglesia– son la negación de
la propia religión. El temor a caer en alguno de esos pecados debería estar presente en
todos los que trabajan por el Señor, no les suceda que, queriendo ayudar a Cristo, hagan
el juego al Anticristo.

51
Relativismo

Finalmente, fruto tanto de la mentalidad laicista como de la confusión que algunos


siembran dentro de la Iglesia, está el relativismo, hoy arraigado en muchas conciencias.
Formalmente, se trata de la actitud mental de quien considera que hay «múltiples
verdades» equivalentes entre sí; cada cual tendría «su verdad» personal.
Ocurre que esa actitud es tan contraria a la lógica, imposibilita de tal forma cualquier
tentativa racional que, en la práctica, nadie la aplica en serio en la vida real y en todo
aquello que verdaderamente le interesa. Por regla general, las personas se limitan a
repetirla como un cliché que les ahorra el esfuerzo de pensar por cuenta propia. En suma,
equivale a una actitud de indiferencia peligrosa ante la verdad: lo que interesa es
satisfacer las necesidades fisiológicas; todo lo demás es una falsedad.
Un corolario de ese principio es que «todas las Iglesias y hasta todas las religiones
serían verdaderas», afirmación que no resiste ni la lógica más elemental, teniendo en
cuenta que, si ellas se diferencian, es justamente por el hecho de enseñar cosas
contradictorias e incompatibles entre sí acerca de Dios, de la vida tras la muerte, etc.
Pero es evidente que, tras esa afirmación tan insistentemente propalada, está el empeño
por reducir a Cristo al nivel de un sabio humano, si no de uno de esos fundadores de
sectas algo descentrados que aparecen de vez en cuando.
Sin embargo, el cristiano sabe que su conocimiento de la verdad es siempre limitado;
como decía uno de los sencillos vaqueros en Tutameia[*], de João Guimarães Rosa:
«¿Qué sabe la gente de la vida, doctor? Lo que la ostra del mar y de las rocas». Sabemos
poco, pero aquello que sabemos, porque la Sabiduría divina se dignó revelárnoslo, eso
tiene la firmeza de la roca, al contrario de las teorías científicas siempre cambiantes y
sujetas a las modas intelectuales de su tiempo.
Pero, principalmente, el cristiano sabe que la verdad no es un conjunto de enunciados
fríos y secos que es preciso decorar, sino una Persona a la que se puede amar: el Verbo
de Dios, Jesucristo. Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6). Y sabe por eso que
esa Verdad se encuentra, por así decir, «encarnada» en aquella institución que el Maestro
de los hombres fundó para que continuase su misión y fuese Maestra de la Humanidad a
lo largo de los siglos: la Iglesia.
En la Declaración Dominus Iesus, la Congregación para la Doctrina de la Fe vino a
recordarlo expresamente: «El Señor Jesús, único Salvador, no formó una simple
comunidad de discípulos, sino que constituyó la Iglesia como misterio salvífico: Él
mismo está en la Iglesia y la Iglesia en Él. […] Y, así como la cabeza y los miembros de
un cuerpo vivo, aunque no se identifiquen, son inseparables, Cristo y la Iglesia no
pueden confundirse ni tampoco separarse, constituyendo por el contrario un único

52
“Cristo total”. [En consecuencia, ] “esta es la única Iglesia de Cristo […] que nuestro
Salvador, después de su resurrección, confió a Pedro para apacentarla (cfr. Jn 21, 17),
encargándole a Él y a los demás Apóstoles de difundirla y gobernarla (cfr. Mt 28, 18 ss.),
levantándola para siempre como columna y pilar de la verdad (cfr. 1 Tm 3, 15). Esta
Iglesia, como sociedad constituida y organizada en este mundo, subsiste en la Iglesia
católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en Comunión con él”
(Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, n. 8)».
El tumulto causado por estas palabras serenas y firmes muestra hasta qué punto el
relativismo religioso tuvo en cuenta la llamada opinión pública. Se anunció que esa
declaración destruía todos los avances habidos en el diálogo de la Iglesia católica con las
otras Iglesias cristianas y las otras religiones, como si el diálogo debiese conducir a
disolver todas las diferencias en una especie de sopa común. Sin embargo, es evidente
por sí mismo que, si Cristo es Dios, y los otros fundadores de religiones (según sus
propias declaraciones) no, no se puede poner el mensaje de Cristo en el mismo plano que
las manifestaciones de mera sabiduría humana –a veces, grande y noble, pero solo
humana–. Y si la Iglesia católica es la Iglesia fundada por Cristo y unida a Él, ¿cómo
equipararla a las comunidades eclesiales que rompieron la unión con ella?
El relativismo se muestra un auténtico ardid del padre de la mentira, como ya
tuvimos ocasión de ver tantos a lo largo de estas páginas. Se presenta como una solución
para los conflictos religiosos que dividen a la Humanidad, en la medida en que promete
eliminar todas las diferencias; pero en realidad destruye los fundamentos de toda la
religiosidad: si todas las religiones son igualmente verdaderas, se sigue en buena lógica
que todas son igualmente falsas, y la conclusión a la que se llega es que no vale la pena
seguir ninguna.
En la reciente Carta apostólica Al comienzo del nuevo milenio, Juan Pablo II deshacía
esos engaños y volvía a colocar la cuestión en sus verdaderos fundamentos: «El diálogo
no puede basarse en la indiferencia religiosa, y nosotros como cristianos tenemos el
deber de desarrollarlo ofreciendo el pleno testimonio de la esperanza que está en
nosotros (cfr. 1 P 3, 15). No debemos temer que pueda constituir una ofensa a la
identidad del otro lo que, en cambio, es anuncio gozoso de un don para todos, y que se
propone a todos con el mayor respeto a la libertad de cada uno: el don de la revelación
del Dios-Amor, que tanto amó al mundo, que le dio su Hijo unigénito (Jn 3, 16). Todo
esto, como también ha sido subrayado por la Declaración Dominus Iesus, no puede ser
objeto de una especie de negociación dialogística, como si para nosotros fuese una
simple opinión. Al contrario, para nosotros es una gracia que nos llena de alegría, una
noticia que debemos anunciar».

53
– EN EL UMBRAL
DEL TERCER MILENIO –

¿Por qué?

Persecuciones abiertas o veladas, una multitud de mártires, herejías y cismas,


apostasías que a veces asumen proporciones de una auténtica hemorragia: no es fácil
encarar como providencia de Dios todas las contradicciones que se han abatido sobre la
Iglesia a lo largo de los siglos. Ahora que terminamos el examen de la figura del
Anticristo en la Historia y en la actualidad, ha llegado el momento de preguntarnos por
qué: ¿por qué el Señor, en su voluntad salvífica, permite una oposición tan eficaz y
continuada?
Cuando formulamos esta pregunta, enseguida tenemos la impresión de «oír» el
silencio de Cristo delante de sus acusadores, Cristo víctima inocente de la vileza de
aquellos hombres, de su mentira, de su venganza. Jesús seguía callado y no respondía
nada (Mc 14, 61).
Visto con la perspectiva de su Pasión, ya inminente, el silencio de Jesús se presenta
como la respuesta más sabia, tanto más cuando queda iluminada por su pensamiento:
Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Es misterioso ese silencio
delante de la desbandada, de la rebelión o de la burla, como es misteriosa toda la Pasión,
toda la Redención a través del sacrificio del Hijo de Dios encarnado.
San Pablo lanza aquí una luz definitiva: Ahora me alegro por los padecimientos que
soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo,
en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24). Pero ¿será que puede faltar algo a
los padecimientos de Cristo? Sí y no. Su sacrificio es único y sobreabundante, pero el
Señor sigue viviendo y redimiendo a lo largo de la Historia, hecho una sola cosa con los
suyos: es el cuerpo místico de Cristo, cabeza y miembros, y lo que san Agustín llamaba
el Christus totus. Y el misterio de la Redención –por la persecución, por el sufrimiento,
por la Cruz y por el martirio– continúa.
Vale la pena detenernos a contemplar un diseño conmovedor pero poco conocido de
Odilon Redon. Es de 1887 y se encuentra hoy en Nueva York. El Hijo de Dios tiene el
rostro de un adolescente. Las pupilas dilatadas irradian compasión y bondad, pero

54
también una especie de admiración bajo la joven frente ceñida por la corona de espinas.
Rara belleza e intensa comunicación, como solamente el gran arte puede proporcionar.
Cristo joven está atento y sufre. Jesús aguarda, en esta lucha contra el mal. Sí, no hay
duda de que concede siempre nuevas fuerzas a los cristianos para que reordenen hacia
Dios las realidades temporales, pero se trata de una misión fundada sobre la Cruz. Cristo
es siempre Christus patiens, Cristo sufriente que redime.
Pero ¿por qué tiene que ser así?
Solo lo comprenderemos por completo en la otra vida. En cuanto a eso, Jesús nos
pide que asimilemos su lógica divina: que tomemos la Cruz y lo sigamos. Hay un
comentario de san Juan Crisóstomo a la inquietante afirmación de Cristo: Id; mirad que
os envío como corderos en medio de lobos (Lc 10, 3) que vale la pena que citemos aquí:
«Mientras somos ovejas, vencemos y superamos a los lobos, aunque nos rodeen en
gran número; pero, si nos convertimos en lobos, entonces somos vencidos, porque nos
vemos privados de la protección del Pastor. Este, en efecto, no pastorea lobos, sino
ovejas, y, por esto, te abandona y se aparta entonces de ti, porque no le dejas mostrar su
poder. […] Es como si dijera: “No os alteréis por el hecho de que os envío en medio de
lobos y, al mismo tiempo, os mando que seáis como ovejas y como palomas. Hubiera
podido hacer que fuera al revés y enviaros de modo que no tuvierais que sufrir mal
alguno ni enfrentaros como ovejas ante lobos, podía haberos hecho más temibles que
leones; pero eso no era lo conveniente, porque así vosotros hubierais perdido prestigio y
yo, la ocasión de manifestar mi poder”».
Cristo manifiesta esta realidad singular en otros pasajes: No penséis que he venido a
traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada (Mt 10, 34); o: Entonces os
entregarán a la tortura y os matarán, y seréis odiados de todas las naciones por causa
de mi nombre (Mt 24, 9). El Señor promete una paz que el mundo no puede dar, promete
dar ciento por uno en este mundo y la vida eterna, pero con persecuciones (cfr. Mc 10,
30). Es decir, anuncia que el Anticristo siempre actuará al mismo tiempo que la acción
santificadora de la gracia; más aún, que el mal causado por los anticristos de todos los
tiempos será la oportunidad para la santificación de muchos cristianos.
«Mi enemigo me creó, como Dios creó el mundo», dice un autor que no era cristiano,
pero que estaba muy cerca de la conversión al escribir esas palabras, poco antes de
morir: Antoine de Saint-Exupéry. El enemigo es necesario porque nos obliga a
superarnos: extrae de nosotros lo que tenemos de mejor, hasta límites que nosotros
mismos no nos creíamos capaces. Necesitamos de él –del Anticristo– para conseguir
llegar a ser «otro Cristo» que Dios quiere esculpir en nosotros, pero que solo se revelará
en plenitud en la vida eterna. Por eso, san Pablo decía: Nos gloriamos hasta en las
tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud
probada; la virtud probada, esperanza (Rm 5, 3-4), y aún más: La leve tribulación de un

55
momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna (2 Co 4,
17).
Así son las cosas en el plano divino. El cristiano sueña, naturalmente, con que la
Buena Nueva llegue a todos y que todos vivan la vida de la gracia; pero también sabe
perfectamente que eso no podrá ser conquistado sin obstáculos, que nunca se instaurará
en este mundo una mítica «sociedad redimida» libre de toda la rebelión contra Dios, o
sea, sin el pecado.

56
«Yo he vencido al mundo»

Nos ayuda mucho recordar, en este combate que sobrepasa de lejos las fuerzas de
cada uno de nosotros, que Cristo nunca pierde batallas: En el mundo tendréis
tribulaciones; pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo (Jn 16, 33), declaraba el Señor en
vísperas de su aparente derrota en la Cruz. Y su promesa se extiende a la Iglesia que
fundó: Las puertas del Hades no prevalecerán contra ella (Mt 16, 18). De todas las
persecuciones, la Iglesia salió purificada y engrandecida, sobre todas las falsedades
triunfó. Mientras los anticristos se desintegraban ellos solos a lo largo de estos veinte
siglos, la Iglesia les sobrevivía. Porque, aunque los hombres mueran, la Iglesia, como su
Fundador y Cabeza, resucita incesantemente.
Georges Chevrot, en su obra Simón Pedro, tiene unas palabras que merecen
reproducirse aquí: «Ya en tiempos de san Agustín los enemigos de la Iglesia afirmaban:
“La Iglesia va a morir, los cristianos ya han terminado”. A lo cual replicaba el Obispo de
Hipona: “Sin embargo, yo los veo morir cada día y la Iglesia permanece siempre en pie,
anunciando el poder de Dios a las sucesivas generaciones”. “De aquí a veinte años –
decía Voltaire– ya habrá fenecido la Iglesia católica…”. Y veinte años después moría
Voltaire y la Iglesia católica seguía viviendo […]».
«Así, desde Celso hasta el siglo XIX, no hubo una generación en que los
enterradores no se hayan aprestado a sepultar la Iglesia, y la Iglesia vive siempre.
Montalembert lo afirmaba magníficamente en el Parlamento de París, en 1845: “La
Iglesia católica tiene la victoria y la venganza aseguradas desde hace dieciocho siglos
contra todos aquellos que la calumnian, la encadenan o la traicionan: su venganza es
pedir por ellos y su victoria es sobrevivirles”».
Por doloroso que sea el espectáculo de los mártires, no debe desanimarnos, sino que
su ejemplo debe servirnos de estímulo y orientación. Martirio significa «testimonio» y,
realmente, se trata del máximo testimonio de fe; por eso el Señor asoció a él las más
sentidas promesas de glorificación y fecundidad. Refiriéndose a los mártires de este siglo
que acaba de pasar, Juan Pablo II decía:
«La Iglesia ha encontrado siempre, en sus mártires, una semilla de vida. Sanguis
martyrum - semen christianorum (Tertuliano, Apo- logeticum 50, 13: PL 1, 534). Esta
célebre “ley” enunciada por Tertuliano se ha demostrado siempre verdadera ante la
prueba de la historia. ¿No será así también para el siglo y para el milenio que estamos
iniciando? Quizá estábamos demasiado acostumbrados a pensar en los mártires en
términos un poco lejanos, como si se tratase de un grupo del pasado, vinculado sobre
todo a los primeros siglos de la era cristiana. La memoria jubilar nos ha abierto un
panorama sorprendente, mostrándonos nuestro tiempo particularmente rico en testigos

57
que, de una manera u otra, han sabido vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y
persecución, a menudo hasta dar su propia sangre como prueba suprema. En ellos la
palabra de Dios, sembrada en terreno fértil, ha fructificado el céntuplo (cfr. Mt 13, 8.23).
Con su ejemplo nos han señalado y casi “allanado” el camino del futuro. A nosotros nos
toca, con la gracia de Dios, seguir sus huellas».
Pero el martirio que Dios pide a la inmensa mayoría de los cristianos no es el
cruento, y sí el cotidiano. El seguimiento de Cristo en la Pasión, muy probablemente, no
se traducirá para nosotros en derramamiento de sangre, sino en soportar con firmeza y
alegría pequeñas persecuciones por causa de nuestra fe: la pérdida de un empleo por la
firmeza en no colaborar con negocios o asociaciones turbias, la hostilidad de algún
profesor o compañero de oficina, bromas en el ambiente de trabajo… Son pequeños
alfilerazos, pero a veces continuos y por eso mismo dolorosos. Lo que nos toca, en esos
casos, es dar ejemplo del mismo espíritu que animó esos testigos de la fe: no nos
acobardemos de confesar nuestra fe, en público si fuere el caso, incluso aunque eso
pueda acabar por perjudicarnos: mantener erguida nuestra cabeza en los pequeños
sufrimientos que pasemos por Cristo; y perdonar siempre a los que nos los hayan
causado.

58
La nueva evangelización

La ola secularizante y laicista es sin duda el peor obstáculo que la Iglesia tendrá que
enfrentar en los próximos años. Pero, lejos de encerrarse en una lamentación estéril, el
papa Juan Pablo II fue haciendo una urgente invitación a emprender la reevangelización
de las sociedades descristianizadas, apoyado en la firme convicción de que «Cristo es
siempre joven» y de que el Evangelio no es cosa del pasado, sino que puede y debe
vivificar también la cultura contemporánea, como tantas veces ocurrió en la Historia.
Corresponde hoy a los cristianos edificar esa barrera contra el hombre de la iniquidad,
hecha al mismo tiempo de doctrina firme y de vida santa, que necesariamente irritará a
los enemigos de Cristo, pero que sustentará a tantos otros en la fe.
Así se expresaba el Papa: «La Iglesia renueva cada día, contra el espíritu de este
mundo, una lucha que no es otra cosa que la lucha por el alma de este mundo. Si de
hecho, por un lado, en él están presentes el Evangelio y la evangelización, por el otro,
hay una poderosa antievangelización, que dispone de medios y de programas, y se opone
con gran fuerza al Evangelio y a la evangelización. La lucha por el alma del mundo
contemporáneo es enorme allí donde el espíritu de este mundo parece más poderoso. En
este sentido, la Redemptoris Missio habla de modernos areópagos […]. Estos areópagos
son hoy el mundo de la ciencia, de la cultura, de los medios de comunicación; son los
ambientes en que se crean las élites intelectuales, los ambientes de los escritores y de los
artistas».
El primer paso es la firme decisión de buscar esa santidad personal que Cristo pide a
sus discípulos. ¿Cómo podríamos combatir por Cristo si no nos santificásemos en el
propio combate? San Pablo nos urge a enfrentar la lucha contra el Anticristo con la
armadura de Dios: Ceñida vuestra cintura con la Verdad y revestidos de la Justicia
como coraza, calzados los pies con el celo por el Evangelio de la paz, embrazando
siempre el escudo de la Fe, para que podáis apagar con él todos los encendidos dardos
del Maligno. Tomad, también, el yelmo de la salvación y la espada del espíritu, que es la
Palabra de Dios (Ef 6, 14-17).
En la Carta apostólica Al inicio del nuevo milenio, Juan Pablo II trazó todo un
programa para esa nueva evangelización, haciendo especial hincapié en la
responsabilidad que cabe a los cristianos laicos, bien situados en la línea de frente de esa
alegre batalla de paz y de amor. Vale la pena hacer mención a ese programa:
«Ha pasado ya, incluso en los países de antigua evangelización, la situación de una
“sociedad cristiana”, la cual, aun con las múltiples debilidades humanas, se basaba
explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una
situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la

59
globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la
caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la llamada a la nueva
evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en
nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación
apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento
apremiante de Pablo, que exclamaba: ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! (1 Co 9,
16).
«Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser
delegada a unos pocos “especialistas”, sino que acabará por implicar la responsabilidad
de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo
no puede tenerlo solo para sí, debe anunciarlo. […] La propuesta de Cristo se ha de hacer
a todos con confianza. Se ha de dirigir a los adultos, a las familias, a los jóvenes, a los
niños, sin esconder nunca las exigencias más radicales del mensaje evangélico,
atendiendo a las exigencias de cada uno, por lo que se refiere a la sensibilidad y al
lenguaje, según el ejemplo de Pablo cuando decía: Me he hecho todo a todos para salvar
a toda costa a algunos (1 Co 9, 22). Al recomendar todo esto, pienso en particular en la
pastoral juvenil. Precisamente por lo que se refiere a los jóvenes, como antes he
recordado, el Jubileo nos ha ofrecido un testimonio consolador de generosa
disponibilidad. Hemos de saber valorizar aquella respuesta alentadora, empleando aquel
entusiasmo como un nuevo talento (cfr. Mt 25, 15) que Dios ha puesto en nuestras
manos para que los hagamos fructificar […]».
«Para la eficacia del testimonio cristiano, […] es importante hacer un gran esfuerzo
para explicar adecuadamente los motivos de las posiciones de la Iglesia, subrayando
sobre todo que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de
interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano. […]
Todo esto tiene que realizarse con un estilo específicamente cristiano: deben ser sobre
todo los laicos, en virtud de su propia vocación, quienes se hagan presentes en estas
tareas […]».
«Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven
esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su “reflejo”».
Y concluía proponiendo como lema las palabras que Cristo dirigió a Pedro, después
de haber hablado a las multitudes desde su barca, invitándolo a emprender
generosamente las faenas de la pesca: Duc in altum (Lc 5, 4), «¡Mar adentro!». Sabemos
cómo Pedro y los primeros discípulos, confiando en la palabra de Cristo, lanzaron las
redes y cogieron una gran cantidad de peces (Lc 5, 6).
«¡Duc in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a
recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza
al futuro: “Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre”(Hb 13, 8)».

60
NOTAS

[*] Los seléucidas fueron los descendientes de Seleuco, uno de los generales de
Alejandro Magno, a quien tocó en suerte «Asia» –que iba del Mediterráneo hasta la
India– con ocasión de la muerte del conquistador macedonio. Promovieron la
helenización de los países sometidos (N. del A.).
[*] Conjunto de personas potencialmente desleales a la comunidad en la que viven y
susceptibles de colaborar de distintas formas con el enemigo (N. del E.).
[*] Traducida al castellano como Menudencia (N. del T.).

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Índice
La figura del Anticristo 5
Un fresco 5
Un retrato literario 8
El testimonio del Antiguo Testamento 10
Múltiples niveles de lectura 11
El «pequeño apocalipsis» 12
Una invitación a la esperanza 15
El hombre de la iniquidad y la barrera de la doctrina 17
El Anticristo según san Juan 20
Las bestias 22
La apostasía final 25
En resumen 29
El Anticristo y la historia 31
Las persecuciones 31
Falsas iglesias 34
Rebeldes que se destruyen 37
La religión falsificada 39
La «muerte de Dios» 42
El Anticristo, hoy 45
Tres tendencias 45
Laicismo 47
Secularismo 50
Relativismo 52
En el umbral del tercer milenio 54
¿Por qué? 54
«Yo he vencido al mundo» 57
La nueva evangelización 59
Notas 61

62

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