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Cupido ¡La Madre Que Te Parió! - Vega Manhattan

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Cupido.

¡La madre que te parió!


© Vega Manhattan.
1º Edición: Julio, 2021
Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o
parcial de este libro sin el previo permiso del autor de esta obra. Los derechos
son exclusivamente del autor, revenderlo, compartirlo o mostrarlo parcialmente
o en su totalidad sin previa aceptación por parte de él es una infracción al código
penal, piratería y siendo causa de un delito grave contra la propiedad intelectual.
Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes y sucesos son producto
de la imaginación del autor.
Como cualquier obra de ficción, cualquier parecido con la realidad es mera
coincidencia y el uso de marcas/productos o nombres comercializados, no es
para beneficio de estos ni del autor de la obra de ficción.

Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Prólogo







A ti, quien está leyendo esto y dándome una
oportunidad (por primera vez o de nuevo).
Gracias, tienes un lugar muy especial en mi
corazón.
Es a ti a quien se lo debo todo.












“Al final, lo único que importa es el amor.”
Introducción
Cupido, el dios del amor dicen…
Y una mierda.
¡Si su padre es el dios de la guerra! Así ha salido el niño, todo un cabronazo.
Y lo peor de todo es que la gente lo venera y lo mira con cariño.
Claro que sí…
Porque ¿cómo no vamos a sonreír cuando nos imaginamos a un pequeño crío
de preciosas alas blancas volando a través del mundo? Desnudo, que esa es otra.
Menos mal que hay quienes tienen escrúpulos y le colocan un pañal.
¿O el pañal se lo pusieron porque siempre la caga? Sentido tiene, ¿no?
Como decía, ¿cómo no sonreír al saber que existe un ser que no tiene otra
cosa mejor que hacer que lanzar flechas envenenadas a los pobres mortales?
Y no, no me lo niegues. Lo que esos jodidos cachivaches llevan es veneno
mortal. Porque como te dé, te ha jodido para toda la vida.
Y por si esto fuera poco, resulta que el mocoso volador ¡tiene los ojos
vendados!
Sí, completamente tapados. Es decir, que no ve un pijo. Así que él va
lanzando flechas a diestro y siniestro y donde caigan, oye.
Y es que eso representa que el amor no depende de la razón y por eso no se
ven los defectos del ser amado.
¡Hombre, por Dios! ¿No había excusa más tonta que poner?
¿No puede alguien decirles a esos padres que controlen al dichoso niñato?
¿Es que no se dan cuenta de la clase de elemento que tienen por hijo? ¿Cómo no
va a haber tantas familias disfuncionales sobre la tierra si el prenda este no sabe
a quiénes junta?
A él le da lo mismo, él lanza y allá tú.
Allá tú con quien te toque.
Allá tú si tu corazón empieza a palpitar por el ser más insoportable e imbécil
que hay sobre la faz de la tierra.
Allá tú si te enamoras del sujeto que más odias.
Y allá tú si la flecha es de doble acción o, para joderte aún más la existencia,
solo es de una. Es decir, allá tú si te enamoras unilateralmente y esa persona, a su
vez, de otra.
Que es posible.
Malditas flechas.
Maldito amor.
Maldito Cupido.
¿Por qué no me dejaste en paz?
¡Podías haberte metido mi flecha por el culo!

Capítulo 1
Pasó Cupido y me dijo: Tú no, tú sigue trabajando.
Eva

Tanteé para apagar la alarma del despertador que sonaba, cada mañana, en el
móvil. La alarma no la apagué, pero el móvil se llevó la leche matutina de
siempre.
Daba igual dónde lo colocara (más para una esquina de la mesilla de noche,
más para la otra, más para el fondo, incluso si lo ponía en la cama). El móvil,
siempre, tenía que caerse.
Como para no levantarme e ir a trabajar, si no ganaba para celulares…
Gruñí y, como pude, cogí el móvil del suelo y apagué la alarma. Volví a dejar
la cabeza sobre la almohada y, con la otra mano, me limpié la baba de la barbilla.
Qué asco, por Dios.
Y qué pocas ganas tenía de levantarme.
La culpa la tenían las cervezas de más que me tomé la noche anterior. Sí, lo
admito, me tomé más de la cuenta.
Y es que no pude decir que no, porque fue el primer cumpleaños de la hija de
mi amiga y claro, al final, entre una cosa y otra, aunque no tuviera ganas de ir
porque estaba agotada…
Fui, sin ganas pero fui.
Y tampoco es que quisiera beber.
Bebí, sin ganas pero bebí.
¿No trabajaba muchas veces sin ganas?
¿Cocinaba sin ganas?
¿Tendía sin ganas?
¿Planchaba siempre sin ganas?
Bien, esto ya no porque hacía unos años, una típica noche de insomnio por
una ruptura amorosa, encontré un vídeo donde una ama de casa explicaba cómo
tender la ropa para no volver a planchar nunca más.
Y desde que lo puse en práctica, ni mi madre ni yo habíamos vuelto a tocar
una plancha en nuestra vida.
¿Qué? ¿Que tú eres de las que aun así necesita darle con un poco de vapor a
todo? ¿En serio eres de esas personas que plancha las sábanas? ¿Las bragas?
¡¿Los paños de cocina?!
A ver, corazón, no es mi intención juzgar a nadie, quien me conoce sabe que
nunca lo hago. Y sé que en la villa del señor tiene que haber de todo…
Pero déjame decirte que muy normal no estás. Lo sabes, ¿verdad?
Para todo el que quiera librarse de la maldición de la plancha, que me busque
y que me hable por privado, le mandaré el enlace del vídeo que me cambió la
vida.
Bueno, volviendo al tema que nos atañe y dejando las actividades domésticas
a un lado, decía que si una no tiene más remedio que hacer algunas cosas le
guste o no, ¿por qué no iba a ir, aunque fuera desganada, a tomarme unas birras?
Pues claro que sí, eso no era negociable.
No importaba si después llegaba mi día de descanso y tenía que hacer las
tareas de la casa con un dolor de cabeza impresionante.
A lo hecho, pecho.
Y por esto mismo es que yo decía que la jornada laboral debería de ser más
corta. Porque ni tiempo me daba a descansar si quería tener un mínimo de vida
social.
Y así amanecía cada día, reventada.
“La mejor manera de hacer que tus sueños se hagan realidad, es despertar.”
Eso fue lo primero que leí esa mañana. Me había duchado y vestido, me
estaba tomando mi café y, como siempre, lo hice mientras miraba mis redes
sociales e ignoraba lo que mi madre me estaba contando.
No porque no me interesara, siempre me preocupaba lo que tenía que ver con
mi progenitora. Pero eso mismo ya me lo había contado como tres veces la
noche anterior.
Y volvía a lo mismo.
Es que era muy cansina.
Soltando un “ajá” de vez en cuando, seguí observando el móvil. El primer
cartelito que un conocido había compartido era ese. Con una foto de una mujer
preciosa sonriendo mientras sostenía su taza de café en las manos.
Optimismo puro y duro. Porque vamos a ser claros, nadie se levanta, nunca,
con semejante cara de felicidad.
Mentira cochina.
Es que ni aun habiendo sido empotrada durante toda la noche por el hombre
más sexy y viril del mundo, se despierta alguien así.
Bueno, yo a lo mejor sí. Incluso si es un simple polvo, porque necesitada
estaba un rato.
Tampoco, nadie, nunca, tiene ese cutis.
Bueno… Los orientales parecían ser que sí…
Ni nadie desprende tanta felicidad al despertar por más que le guste su
trabajo.
No dejéis que os vendan la moto que después pasa lo que pasa. Decepciones,
amargura y necesidad de terapia para no coger la baja laboral indefinida por
depresión cuando os dais de bruces con la realidad.
Si lo sabremos todos…
Todo el mundo se levanta con el mismo humor de mierda por el simple
hecho de que trabajar no le gusta a nadie.
Todo el mundo nació para ser rico.
Y yo, como la mayoría de los mortales, no tenía esa suerte. No nací con esa
estrella, más bien estrellada en una familia de lo más normal. Es decir,
normalmente disfuncional.
Mala suerte.
En fin, que con más o menos ganas, tenía que ir a trabajar.
Y aunque podía hacerlo con una sonrisa en la cara porque era una de las
pocas personas afortunadas en este mundo a la que le gustaba su trabajo,
despertar seguía siendo una mierda.
Y punto.
Sobre mi trabajo… Me encantaba, esa era la verdad.
¿Era perfecto? No.
¿Podían mejorar mucho las condiciones laborales? Un rotundo sí.
¿Hacía cosas que no me correspondían? Claro, ¿quién no?
¿Estaba muy mal pagado? Nadie se podía imaginar hasta qué punto. Pero
que con lo que ganaba no pudiera vivir aún, con treinta tacos ya, sola, daba una
idea de mi mala situación económica.
Pero aún con todo eso, ¿cómo no iba a llegar al trabajo sonriendo si era
enfermera?
Y la gente esperaba mucho de un sanitario.
Sí, lo sé, sé lo que estás pensando y que te estás acordando en este momento
de gente que lo que menos desprende es simpatía. Pero gracias a Dios, son
pocos.
Todo el mundo tiene derecho a tener un mal día, eso también es verdad. Pero
hay quienes pueden permitirse demostrarlo menos que otros.
Así que, actitud.
Esperé a que mi madre terminara con el drama y me levanté.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué? —terminé de beberme el café y dejé la taza en el
fregadero.
—Que entonces qué hago, Eva. ¿Es que no me estabas escuchando?
No.
—Claro que sí, siempre lo hago —intenté encontrar en mi mente, según lo
que me había contado la noche anterior, a qué se refería—. Es que no sé qué
decirte, mamá, me parece un tema bastante personal.
No, no tenía buena memoria, pero una frase así siempre quedaba bien, ¿no?
Mi madre, esa mujer con el mismo color de pelo que el mío (el castaño más
típico que te puedas imaginar), con la misma constitución física de su hija (ya
podía la mujer haberme hecho heredar menos curvas) y con los mismos iris color
miel, me miró con los ojos entrecerrados.
—¿Es un “tema personal” —sonó con retintín— que le diga al presidente de
la comunidad que la loca de al lado no limpia nunca el rellano ni la escalera?
Mierda, gemí en mi mente.
Me había pillado, me estaba hablando de otra cosa. Porque la noche anterior
era sobre algo de su trabajo y como siempre era tan intensa, pues creí que lo
repetiría.
Así actuaba siempre, ¿para qué cambiaba ahora?
¡A la vejez!
—¿Qué? —pestañeé.
—¡Nunca lo hace, Eva!
La madre que la parió, que fue mi abuela. No sabía si se estaba quedando
conmigo, como si fuera una especie de escarmiento, a su manera, por no hacerle
caso o qué.
—Tampoco lo hizo nunca —le di un beso en la mejilla, tenía que irme de
allí.
—¡Por eso…!
—Por eso mismo —la interrumpí, era momento de escaquearse—. Es algo
personal tuyo. Claro que sí. Eres la dueña de la casa, yo solo estoy aquí de
prestada, ya lo sabes. Así que haz lo que quieras. Yo siempre te apoyaré.
Y salí rápido de la cocina.
—Eva Santos, no te toques la moral —gruñó mi madre saliendo tras de mí
—. ¡Mucho menos el arco del triunfo!
—Créeme, no es mi intención.
Me paré en el recibidor, cogí la chaqueta del perchero y me la coloqué
mientras mi madre refunfuñaba, a viva voz, cosas como “mierda de vida, ten
hijos para esto.”
Ignorándola de nuevo, me recogí mi media melena castaña en una coleta alta
y tras una sonrisa en el espejo (ya sabes, actitud), cogí el bolso, dispuesta a
marcharme de casa.
—¿Me estás ignorando? —preguntó mi madre, indignada.
—No —mentí rápidamente—. De verdad que no lo hago —suspiré al ver la
cara de mi madre—. Solo es que tengo mucha prisa, hoy me espera mucho
trabajo.
—Está bien —mi madre levantó las manos, se rendía—. Ve entonces, ya te
contaré esta noche.
No hacía falta, quise decir. Pero en lugar de eso, porque le haría daño y nos
llevaría a una discusión, solté un “Vale, adiós”, le di un beso y salí rápidamente
de la casa, antes de que siguiese poniéndome nerviosa o en algún compromiso.
Era mi madre, la conocía bien.
Era la mejor, de eso no cabía duda. Pero pesadita como nadie.
Mi madre no había tenido mucha suerte en la vida, sobre todo en lo que a
relaciones se refería. El capullo de mi padre, porque no se le podía denominar de
otra manera, la engañó. Nunca le dijo que estaba casado y cuando mi madre
llegó con la noticia de su embarazo, él desapareció.
La familia paterna, que se creían de alta alcurnia, fueron a visitar a mi madre
con un cheque en la mano. Perdiera al bebé o lo tuviera, la boca cerradita.
Y se encontraron no solo con los gritos de mi abuela mientras rompía el
cheque en mil pedazos, sino con una mujer corriendo tras ellos con una sartén en
la mano.
Y detrás de ella, medio barrio. Ayudándola. Porque si alguien tocaba a
Martina, los tocaba a todos.
La querían muchísimo.
No por santa, porque menuda era, tenía un carácter… Pero buena gente una
jartá’, como decía todo el que la conocía.
Ay, abuela, cómo te echo de menos.
Y mi madre también lo hacía. Porque había podido sacar adelante a su hija
gracias a su madre. Mi abuela se había encargado de cuidarme mientras mi
madre trabajaba, entre las dos no me había faltado de nada.
Ahora me faltaba ella…
Ley de vida, por desgracia nadie es eterno aunque sería bonito de ser así,
¿verdad?
Sí, sé que también piensas lo mismo. Y perdóname, no fue mi intención
ponerte triste.
Así que vamos a poner una sonrisa en nuestro rostro pensando en esas
personas tan especiales y vamos a recordar esos buenos momentos que quedaron
con nosotros.
Siempre estarán con nosotros. En nuestras mentes y en nuestros corazones.
Volviendo a la historia después de este necesario parón…
La residencia de ancianos en la que trabajaba estaba un poco lejos de mi
casa, siempre tardaba un rato en llegar. Cuando lo hice, entré en el edificio con
una sonrisa natural.
“Levantarse, con l de lograr grandes cosas.”
Esa era otra de las frases que me había encontrado mientras echaba un
vistazo a las redes.
Eso era positivismo, sí señor. Tenía que aplicármelo siempre.
Empezaba un nuevo día, una nueva oportunidad para dar todo lo mejor de mí
misma.
Con ese pensamiento, entré en el despacho de mi supervisor, como hacía
cada mañana antes de incorporarme a mi puesto. Todos hacíamos lo mismo y
nos poníamos al día sobre cómo había pasado la noche cada anciano, si había
alguna novedad importante, etc.
El supervisor siempre tenía la puerta medio abierta. Cuando le interesaba
estaba medio cerrada, así podía reñirnos por entrar sin llamar.
Pues que la cerrase, era fácil, ¿no?
Pues parecía ser que para él no.
Entré y el dicho que tenía en la mente cambió por completo.
La “l” de “levantarse” no era por la de “lograr grandes cosas”, era “l” de
“lamadrequeloparió.”
“L” de “las listas del paro vas a engrosar.”
Joder, ¿por qué tenía que pasarme eso a mí?


Capítulo 2
Pasó Cupido y me dijo: Tú no, tú sigue bebiendo.
Eva

—Así que a la calle.
Dejé caer mi cabeza y la escondí entre mis brazos, apoyados encima de la
mesa.
Frustrada.
—Sabes que es así —María, una de mis amigas, le dio un mordisco al bocata
de jamón que se había pedido—. Seis meses me llevé yo en casa hasta que
volvieron a llamarme para cubrir una baja —dijo con la boca llena.
María era profesora y la contratación de personal en educación estaba casi
igual, o peor, que en la rama sanitaria.
Camila, la otra chica que estaba sentada con nosotras, se quedó mirando a la
mujer con mechas rubias que engullía la comida con ansias y puso los ojos en
blanco.
—¿Se supone que eso es ayudar? —preguntó.
—Es una forma de decirle que tiene que tener paciencia —otro mordisco al
bocadillo—. Su trabajo es como es.
Levanté la cabeza y la apoyé sobre la palma de mi mano. Miré a mis amigas
y suspiré.
No le podía quitar la razón a María, sabía que mi trabajo, mientras no tuviera
una plaza fija, sería así.
Y conseguir un puesto no era pan comido.
Nada que no supiera todo el mundo.
—Otra enfermera más al paro —gemí.
—Tampoco sabes si será por mucho tiempo —dijo María—. Lo mismo no te
dejan en casa ni una semana.
—Vas mejorando a la hora de levantar la moral —rio Camila, bromeando.
—Es que una cosa es ser realista y otra es ser pesimista —todo lo que le
quedaba de bocata, a la boca—. Son cosas diferentes —creí escuchar, porque
con la boca completamente llena no se le entendió con claridad.
María siempre había sido así, desde que la conocía, desde hacía más de una
década. No tenía estómago, sino un pozo sin fondo.
Y lo que yo seguía preguntándome, años después, era dónde leches lo metía.
Ni el embarazo le había cambiado en lo más mínimo ese cuerpazo.
La verdad era que yo no lo entendía. Porque con solo mirar un bote de
Nutella yo ya engordaba, cuanto más si lo comía. Y la lima de María tragaba y
tragaba y en su cuerpo no se quedaba.
Era muy delgada, una bajita y preciosa mujer de ojos azules. Bastante pijilla
a la hora de vestir, le gustaba ir de punta en blanco. Sus mechas rubias perfectas
siempre.
Sino que se lo preguntasen a Camila.
María era muy buena persona. Pero nunca, jamás, se le podía invitar a comer
porque arruinaba a quien fuera.
—Esperemos que no sea por mucho tiempo. De todas formas, el viernes
estoy engrosando las listas del paro. Iré preparando la documentación que
necesito para solicitar la ayuda lo más pronto que pueda.
—¿Cobrarás? —preguntó Camila.
—Sí, tengo cotizado para la prestación por desempleo, pero con eso iré muy
justa. Lo voy ahora, imagina —resoplé y recogí mi melena castaña en una coleta
—. Y menos mal que el máster ya lo pagué, sino tendría que dejarlo a medias.
—Bueno, tu madre te ayudaría.
—No quiero sentirme más carga aún, María. Demasiado hace por mí. La
mitad de las veces ni ayudarla en la casa puedo y con el tema económico…
Corría con todos los gastos cuando yo no trabajaba. La mujer se partía la
espalda limpiando escaleras y oficinas para que a mí no me faltase de nada.
Cuando yo trabajaba estábamos más desahogadas, pero ojalá pudiera tener
un trabajo más estable y un mejor sueldo para ayudar en casa aún más. Ojalá
pudiera hacer que trabajase menos. Del todo no porque ella no lo permitiría,
decía que el día que ya no trabajara, se marchitaría.
Supongo que entiendes de lo que hablo porque hay mucha gente así.
Ojalá pudiera ayudar más y ver a mi madre teniendo una vida mejor. Con
más tiempo libre para salir con quien quisiera, que de un simple café con sus
amigas no pasaba.
—Pero no te dejaría en la estacada —dijo María.
—Lo sé. Pero bueno, ya lo pagué, puedo terminarlo, no tengo que pensar en
dejarlo.
—Sería una putada para ti de ser así—confirmó Camila—. Ese máster te
puede abrir muchas puertas.
—Tanto en la privada como en la pública —confirmó María.
—Eso espero. Ahora tocará volver a entregar currículums. Me da igual en
qué sector.
—Está la cosa jodida en los dos sectores, no te creas tú que hay muchas
plazas disponibles en el privado. A la vista lo tienes, a la calle vas —dijo María,
haciendo que Camila pusiera, de nuevo, sus ojos marrones en blanco. Yo sonreí
—. La prima de la cuñada de mi marido, con todo lo preparada que está, nada.
Cansada de cubrir bajas cortas. Así que a Londres que se ha marchado. Yo
porque teniendo una familia es más complicado, pero tú sí puedes plantearte irte
del país. Hay muchas plazas fuera y no están tan mal.
—Es lógico que quiera intentarlo primero en su país —intervino Camila.
Y lo decía porque tenía experiencia. La guapa y morena mujer de raíces
latinas que se dedicaba a mantener al grupito con el pelo, las uñas y la depilación
en perfecto estado, sabía bien lo que era probar suerte en otro país.
Aunque llevaba muchos años en España, llegó siendo una niña y se
consideraba española (ni el acento se le notaba ya), aún recordaba que no fue
fácil para su madre empezar lejos de su tierra.
Y cuánto la echaba de menos cada día.
Era ella que apenas tenía conocimiento y adoraba a su país natal por sobre
todas las cosas, cuanto más esa mujer.
—No descarto marcharme, nunca lo hice – bebí un poco de mi cerveza—.
Pero es un último recurso para mí.
—Siempre lo tienes ahí como una posibilidad. También podrías dedicarte a
otras cosas, por supuesto. Como la hermana de la cuñada de mi marido, que
harta de querer trabajar en lo suyo, como no le salía nada, terminó por cambiar
de profesión. Una actriz hoy en día no tiene mucho futuro. Le ha quedado la
“gratitud” —hizo el signo de las comillas con las manos— de que, al menos, sale
en televisión.
—¿A qué se dedica ahora? —pregunté.
—Es tarotista.
Camila y yo soltamos una enorme carcajada.
—¿De las que salen en la tele? —preguntó Camila.
—Sí, de las mismas —confirmó María, haciéndonos reír de nuevo.
Buscó en el móvil y nos enseñó la imagen de una mujer con un turbante
verde agua con flores, los ojos extremadamente maquillados, con sus labios
rojos y el tradicional bindi (punto rojo) que usaban muchas mujeres asiáticas.
Había cogido mi jarra de cerveza para beber, no me atraganté de milagro al
verla.
—Me cago en la leche —dije muerta de la risa.
—Pues le va muy bien, ¿eh? No se va a hacer rica porque no es ni Aramis
Fuster ni Esperanza Gracia…
—Si hay algo que te inquieta, te atormenta o te perturba… —dijimos Camila
y yo antes de descojonarnos de nuevo.
—¿A qué vienen tantas risas? —Lara, la que faltaba por llegar, se sentó en la
mesa que compartíamos las chicas y yo.
La morena de corte bob y ojos verdes que hacía que todo el mundo volteara a
mirarla cuando pasaba por su belleza, venía ya con la cerveza en la mano.
Se sentó, puso el bolso sobre sus piernas y se bebió media cerveza del tirón.
—María y sus cosas —rio Camila, limpiándose las lágrimas de los ojos—.
Pero Esperanza Gracia habla de horóscopos, no usa el tarot, ¿no? -dijo
retomando la conversación.
—Ya. Y la hermana de la cuñada de mi marido también. Se dedica a un poco
de todo.
—Ya veo, ya —rio Camila y yo sonreí.
Esta chica…
Miré a Lara y esta enarcó las cejas.
Le había mandado un mensaje a mi amiga al enterarme de que me despedían.
Lara era mi mejor amiga, con quien tenía más complicidad, a quien le contaba
todo.
Las otras también las consideraba buenas amigas, por supuesto, pero siempre
hay alguien con quien se tiene más feeling.
Además, nos conocíamos desde siempre, vivíamos en el mismo barrio.
Teníamos una relación más estrecha que las otras chicas que conocimos en el
instituto.
Incluso llegamos a ser “familia”…
Mejor ni hablar de ello.
En el mensaje que le mandé le contaba la mala noticia y le pedía verla esa
noche para cenar.
Necesitaba ahogar mis penas.
—Vuelves al paro, ¿no? —preguntó, haciendo que el tema volviera a ponerse
serio.
Asentí y bebí.
—Sí.
— Pues mejor —dijo esta.
—¿Mejor? — enarqué las cejas— ¿Para qué o quién? Para mi cuenta
bancaria ya te digo yo que no.
—Mejor para ti —buscó algo en su móvil y lo puso sobre la mesa, frente a
mí.
—¿Qué es esto? —pregunté, cogiéndolo.
—Puede ser la oportunidad de tu vida. Si terminas el máster, claro.
Me encontré con la imagen de un enorme edificio de dos plantas en una gran
extensión de terreno.
—¿Un asilo? —pregunté.
—Una residencia para cuidados paliativos —explicó Lara—. Es un proyecto
privado, pero un centro concertado. Atienden a pacientes en estado terminal que
o bien no tienen recursos o no tienen familia o sí tienen pero, por lo que sea, no
quieren o no les pueden atender…
—O ellos prefieren pasar por eso solos —añadí.
Porque conocía a muchos así.
Ya fuera por no querer sentirse como un estorbo, por no querer molestar o
porque preferían pasar sus últimos días de una manera que ellos consideraban
más digna.
Había tantas posibilidades…
Y ni como sanitaria ni como humana me correspondía a mí juzgar a nadie.
Jamás.
Lara asintió con la cabeza, dándome la razón.
—Sé que necesitarán cubrir un par de vacantes que quedarán libres en los
próximos dos meses.
—A ver —Camila cogió el móvil y miró la fotografía, se la enseñó después a
María, quien hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, apoyando la iniciativa.
—Pues se ve muy bien, ¿eh? —dijo la rubia.
—He oído hablar de ese lugar en las clases —era el primero de esa índole en
la ciudad. Al menos con las características que este ofrecía—. No creo que sea
fácil acceder a una plaza allí —comenté.
—No lo es —aseguró Lara—. Pero con el máster de Atención Paliativa
Integral terminado, lo tendrás más fácil. Sé que las condiciones laborales son
bastante buenas, pensarás lo mismo.
—Parece que trabaja a comisión reclutando gente —rio Camila.
—Pues mira, no se gana mal. Sobre todo si reclutas seguidores para una
secta. Pero eso ya es otro tema —dijo María, dejando a todas calladas.
Pestañeé varias veces.
—¿Para una secta?
—Aja —afirmó ella—. La vecina del hermano del cuñado de mi marido tuvo
que recurrir a eso. O lo hacía, o moría de hambre.
—Madre de Dios —gimió Camila antes de reír.
—¿Pero de qué habla? —Lara me miró a mí al preguntar eso.
Yo no pude más que soltar una estruendosa carcajada, me dolía la barriga ya
de tanto reírme.
—Para qué secta, por Dios —me iba a dar algo.
—No sé, algo del Armagedón o vete tú a saber qué es exactamente. Ella al
principio lo llevaba bien, pero claro, viendo en lo que se podía convertir la vida
de alguien al entrar ahí…
—¿Prefirió dejarlo y morirse de hambre? —preguntó Camila.
—No —dijo María rápidamente—. Pero ahora recluta a menos gente porque
les explica la verdad de la sexta a la que van a ingresar.
—Joder —Lara miró a María con los ojos saliéndosele de las órbitas—. ¿Y
tú permites eso?
—¿Yo? ¿Qué tengo yo que ver con la vecina del hermano del cuñado de mi
marido?
Me iba a mear encima de la risa, te lo prometo. La gente nos miraba y yo ya
no sabía dónde meterme.
¿También te estás riendo? Normal, si a mí casi me da algo.
De verdad que con María una no sabía cuándo hablaba en serio y cuándo no.
Y la verdad era que tampoco quería saberlo.
Por si acaso.
—Este lugar se ve decente —dijo Camila cuando dejamos de reír. Se refería
a la residencia que Lara nos había enseñado.
—Sí, pinta bien —concordé.
—Más de lo que pensáis. Si me llego a ver en el paro, no dudaré en hablar
con el contacto que tengo y en intentar entrar —aseguró Lara—. No tengo el
poder de interceder por nadie, pero sí puedo, al menos, hablarle de ti a la persona
que conozco allí. Joder, ¿cómo no dar las mejores referencias de mi amiga? —
me guiñó un ojo— No te puedo asegurar nada. Pero a lo mejor, con suerte, puede
que te acepten el mes de prueba. Lo demás ya estaría en tus manos.
Lara era, también, enfermera y trabajaba en la UCI. Hasta el momento no
había tenido que quedarse demasiado tiempo en casa, sabía buscarse bien las
habichuelas.
Y si no lo hacía ella, ya lo haría su hermano.
Mierda, gemí en mi mente. No quería pensar en él.
—¿A quién conoces allí? —preguntó María— Porque la prima de la cuñada
de la hermana de mi marido…
—Primero dinos una cosa, María. La familia de tu marido es inmensa, ¿no?
—preguntó Camila, provocando otra carcajada entre nosotras.
Muriendo de la risa y agradecida por ello, disfruté de la cena con mis amigas
y volví a casa con más confianza en que las cosas saldrían bien.
Solo le quedaban unos días trabajando e iba a aprovecharlos al máximo.
Después de eso…
A estudiar y a ponerse las pilas para terminar el máster.
Iba a enviar el currículum a la residencia y rezaría para tener suerte y que,
como bien decía Lara, me diesen una oportunidad.
Al menos ese mes en el que poder demostrar que estaba más que capacitada
para realizar ese trabajo.
Sucediese o no, siempre le iba a estar agradecida a mi amiga por la confianza
y por la ayuda. Era la mejor persona del mundo.
Yo sabía que lo hacía de corazón y porque confiaba en mí. Y si de mí
dependía, nunca la iba a defraudar.
Porque personas como ella, que dieran la cara por una, quedaban pocas. Y
esas poquitas que teníamos la suerte de tener cerca, había que cuidarlas para
siempre.
Porque la gente así, que hace las cosas de corazón y sin ninguna intención
oculta, sin esperar nada a cambio, es la mejor.


Bajé del coche y miré alrededor. Me encontraba en la parte trasera de la
Residencia Del Valle, había seguido las indicaciones de los letreros que me había
encontrado al entrar en la zona vallada que delimitaba el lugar.
En las afueras de la ciudad, un poco más alejado de lo que me esperaba, se
encontraba la moderna y enorme edificación de dos plantas que ofrecía atención
y cuidados paliativos a pacientes terminales.
Cogí el móvil y leí los mensajes que tenía. Hasta entonces solo mi madre
dándome ánimos.
Y cómo no hacerlo si era mi primer día.
Sí, lo había conseguido. Había estudiado duro durante las dos primeras
semanas que estuve desempleada y terminé el máster de Atención Paliativa
Integral a Personas con Enfermedades Avanzadas.
Salí a celebrarlo con mis amigas esa misma noche y un par de días después
me llamaron del centro para concertar una cita. Les había gustado mi currículum,
me explicaron un poco sobre las condiciones laborales que me parecieron muy
buenas y quedamos a la espera de una entrevista personal antes de firmar el
contrato.
Y ahí estaba para ello, para conocer el lugar, para que ellos me conocieran a
mí y esperando gustarles para unirme a ellos lo más pronto posible.
La verdad era que no me lo podía creer.
Aún delante de la puerta trasera del edificio, seguía sin poder creérmelo.
Porque no era real. No lo sería hasta que firmara el contrato. Solo en ese
momento lo haría realidad en mi mente.
Por lo poco que había podido observar aún, el recinto privado contaba con
buena medidas de seguridad. Tuve que dar mi nombre y esperar a que el guarda
lo encontrase en la lista para que me permitiese entrar.
Podía parecer un detalle insignificante, pero yo sabía que era muy
importante. Los pacientes, ante todo, tenían que sentirse seguros.
Y aunque las posibilidades de que apareciese por allí un asesino en serie o
algo por el estilo eran, más bien, nulas (ciencia ficción, cosas de películas
americanas típicas), el contar con medidas de seguridad dentro de unos límites le
ofrecía serenidad a cualquiera.
Tanto a pacientes como a cualquier tipo de persona que trabajase en aquel
lugar.
Cerré la puerta del vehículo, me coloqué el bolso en el hombro y escribí en el
grupo de mensajería que compartía con mis amigas.
Eva: “Ya he llegado, estoy a punto de entrar.”
María: “Joder, hasta que te da por decir algo. Que llevo despierta una hora
esperando a que saludes.”
Eva: “Haberlo dicho, no escribí porque no quise molestar. Pensé que
dormíais.”
María: “Es tu nuevo trabajo, ¡¿cómo iba a dormir con semejantes nervios?!”
Camila: “Pues yo estaba durmiendo plácidamente hasta que me han
despertado vuestros mensajes.”
No la veía, pero sabía que estaría resoplando. A Camila le encantaba dormir
y odiaba que la despertasen.
María: “Haber puesto el móvil en silencio o en modo avión.”
Camila: “En silencio o en modo avión te voy a poner a ti cuando te vea.”
Me reí, vaya par.
María: “Si de paso pones a Lucía (se refería a su hija) en el mismo modo a
ver si me deja dormir algo más, te lo agradecería.”
Eva: “Entonces no estás despierta por mí, ¡te ha despertado la niña!”
María: “El fin justifica los medios.”
Camila: “Jajaja. Pero tendrá morro…”
María: “Morro no sé, pero un sueño impresionante ya os digo yo que sí.
Joder, que no me ha dejado dormir en toda la noche. Que se le caía el chupo y
como digna hija de su padre que es, vaga por naturaleza, no lo cogía y tenía que
ponérselo yo.”
Camila: “Pues no la mimes tanto, que lo coja ella que sabe.”
María: “Ya me diréis, ya. ¡Cuando os toque!”
Lara: “A mí lo que me va a tocar ahora es ponerme el uniforme y trabajar dos
turnos seguidos. También tengo para quejarme. Por cierto, buenos días. Eva, deja
el móvil que aquí todas te conocemos y estarás con los nervios intentando
alargar lo inevitable y como que no. Tira para adentro y cuéntanos después cómo
te fue. Camila, que tengas un buen día. María, eres peor tú que la niña, que lo
sabemos, no necesitas justificarte tanto. Y con esto y un bizcocho, dejad de
tocarme el cho…”
Y menos mal que dejó la palabra así. Pedazo de bruta.
Riéndome a más no poder y guardando el móvil en el bolsillo, me acerqué a
la enorme puerta trasera. Justo en ese momento, una mujer con una bata blanca
se acercó a mí.
—¿Eva Santos?
Llevaba el pelo recogido en un moño alto que dejaba todo su rostro al
descubierto. Tenía un cutis impresionante y unas facciones aún más perfectas.
Joder, pues las modelos de los posts sí que existen en la vida real.
Madre mía.
—Buenos días —sonreí y me paré frente a ella—. Sí, soy yo.
—Llega temprano, mejor —sus ojos azules me miraban con dulzura, una
afable sonrisa en su perfecto rostro—. Soy Marta Domínguez, oncóloga . Y
subdirectora del centro.
Le estreché la mano que me ofrecía y pude sentir la fuerza que esa mujer
emanaba. Era alguien firme y segura, se notaba en cómo apretaba la mano de
una desconocida.
Guapa, inteligente, segura…
Mierda de autoestima teníamos los demás mortales, ¿no?
—Encantada, doctora. ¿Puedo referirme a usted así?
—Siempre y cuando no estemos trabajando, puedes llamarme Marta —
sonrió ampliamente. Bueno, pues también simpática, ¿algo que no tuviera? Para
mí no iba mal, parecía que le había caído en gracia—. Supongo que querrás ver
el lugar. Sígueme, por favor —señaló el camino dentro del edificio y la
acompañé, entrando junto a ella.
—¿Cuánto tiempo hace que se inauguró? —pregunté mientras entraba y me
quedaba impresionada con lo que veía.
Desde fuera ya se veía que el lugar era inmenso, pero desde dentro
impactaba mucho más. Con grandes ventanales por doquier que permitían que la
luz del sol se filtrase por todos lados y no hubiese un lugar oscuro en la enorme
sala de suelo de madera y decoración al más puro estilo escandinavo: funcional,
minimalista, buscando el bienestar de sus habitantes en un ambiente que
transmitía paz y tranquilidad a través de la sencillez que le rodeaba.
—Hace solo seis meses que abrimos las puertas a nuestros pacientes. Este es
el recibidor, como ves es bastante amplio. Es el eje central. Desde aquí, podemos
acceder a cualquier área. Cocina, biblioteca, cine, muchas de las habitaciones…
—comenzó a señalar con el dedo en diferentes direcciones— Te lo mostraré todo
enseguida. Como puedes ver, hay dos escaleras que permiten el acceso a la
segunda planta y dos ascensores también. El tema de las barreras de movilidad
está muy presente aquí y todo cuidado hasta el mínimo detalle. Al menos lo
intentamos —me guiñó un ojo.
No dudaba de eso, me había quedado absolutamente impresionaba y
enamorada del lugar. Nunca me había imaginado algo así y saber que ese sitio
podía ser donde mucha gente pasara sus últimos días me emocionó.
No por el posible lujo, sino porque si un lugar, que era algo inerte y sin
“importancia” o “valor” estaba así de cuidado, daba a entender que el
sentimiento hacia lo que de verdad importaba, que era el ser humano, debería de
estar multiplicado por diez.
¡Por mil!
Al menos esa era la impresión que me estaba dando todo aquello, esperaba
no equivocarme. Porque, por desgracia, había de todo en el mundo. Y gente muy
inhumana también.
Mientras la subdirectora me ofrecía un tour por la residencia, cada vez me
sentía más a gusto allí.
Ese lugar era paz.
La verdad es que todo parecía demasiado “bueno.” Entre comillas porque
una se refería al trabajo, en ningún caso podía ser bueno atender a pacientes en
esa situación. Eso significaba que estaban desahuciados médicamente y era algo
muy duro tanto para la persona en sí, como para los familiares, como para todo
aquel que los atendían día a día.
Porque por muy profesional que fuera un sanitario, ante todo era persona. Y
ver apagarse a la gente era algo muy duro.
Mientras salíamos al jardín delantero, una enfermera se acercó a la doctora.
Como buena profesional, me alejé para respetar la privacidad. Caminé un poco,
disfrutando de las vistas y del olor a hierba y a flores y me paré al lado de un
anciano que estaba sentado en un banquito de madera.
Aún con el pijama puesto y con un libro en las manos, el señor miraba a la
nada.
—Buenos días, ¿se encuentra bien? —pregunté cuando después de
observarlo unos segundos, noté que ni pestañeaba.
—Cada vez me cuesta más dormir —dijo el anciano sin mirarme—. Le he
dicho que me espere, que no tardaré demasiado en estar con ella. Pero está
impaciente.
—¿A quién le dijo? —pregunté siguiendo la dirección de la mirada del
hombre e imaginando su respuesta.
—A mi mujer —sonrió con tristeza y me miró.
—Ah…
—No estoy loco, señorita. Sé que no está ahí de verdad. Pero a veces es
bonito verla.
Con lágrimas en los ojos, sonreí con dulzura. Miré a la doctora, estaba
enfrascada en la conversación y miraba unos documentos.
—¿Le importa que me siente?
El hombre dio unas palmaditas al banco, dándome su permiso.
—No es una paciente, ¿verdad? Es demasiado guapa y joven para eso, la
vida no es tan injusta.
Por desgracia sí lo era, pero bueno.
—No, soy enfermera.
—¿De aquí? No la conocía.
—Aún no —sonrió ella—. Pero espero serlo.
—Le gustará este sitio.
—¿A usted le gusta?
El anciano de escaso y blanco pelo, con su rostro lleno de arrugas, asintió
con la cabeza.
—Me tratan bien, me siento como en casa —y sonaba sincero—. La verdad
es que mejor, porque allí nunca iba nadie a verme —se encogió de hombros. Lo
decía como si no tuviera importancia, pero sabemos que no es así—. Aquí,
además, no tengo tanto dolor. Y tengo muchos amigos. Aunque algunos no están
muy bien de la cabeza —se acercó y me habló en un susurro, contándome un
secreto—. El primero que no está muy normal es el director, así que imagínese.
Reí, no pude evitarlo.
—Aún no conozco al director.
—Ah, ¿no? Pues ya lo conocerá…
—¿Tan malo es? ¿Tengo que asustarme? —pregunté, divertida.
Porque lo que me estaba diciendo era evidente que no lo decía en un tono
serio o por algo por lo que tener que preocuparme.
—No, no es malo. Pero a veces tiene un carácter de los mil demonios. Menos
mal que lo conocemos y no le hacemos caso. Él es así —suspiró.
—Señor Herrero, ¿qué manera es esa de contar chismes? ¿Ya me va a
espantar a la enfermera? —rio Marta, acercándose a mí y al anciano.
—¿Yo? ¡No! —casi gritó— Sabe que soy el mayor defensor del director,
doctora.
Marta enarcó las cejas.
—Entonces será mejor que vuelva a su habitación y que se ponga guapo para
desayunar, no querrá que el director se asuste al ver que no está cuando
comiencen a servir el desayuno en la mesa, ¿verdad?
De un salto se levantó, me dejó alucinando.
—Lorena, vamos —dijo como en una orden a la enfermera que antes había
estado hablando con la subdirectora y que estaba junto a ella en ese momento.
Riendo, Lorena hizo que el señor entrelazase su brazo con el de ella.
—¿Se siente mejor? —le preguntó ella.
—Como una rosa estoy —dijo él, caminando todo lo recto y rápido que
podía.
Riendo, Marta me miró.
—Todo un personaje el señor Herrero. Se levanta todos los días antes de que
cante el gallo, como él dice. Y necesita su momento de hablar con su mujer.
—¿Y sale todos los días?
—Siempre hay alguien que lo acompaña. Si eso lo hace feliz, ¿por qué no
ayudarlo a que lo haga?
Exactamente, ¿por qué no? No hacía daño a nadie.
Después de aquello, supe, sin lugar a dudas, que quería estar en aquel lugar y
ayudar en todo lo que pudiera.
Así que un buen rato después, con el contrato en las manos, no dudé en
plasmar mi firma y en formar parte de una plantilla que, poco a poco, iría
conociendo.
Tenía muchas esperanzas puestas en aquel lugar.
Tenía muchas esperanzas puestas en mí misma, creía poder aportar mucho a
personas que lo necesitaban.
Por eso elegí ser enfermera, porque el paciente, para mí, era lo más
importante.
Cuando vi a mi abuela marchitarse por una enfermedad degenerativa, elegí
no solo mi profesión, sino también la especialidad.
Quería ayudar a gente que veía cómo la vida se les escapaba de las manos.
Quizás no podía ayudarlas como quisiera, pero si de algo servía sostenerles la
mano cuando necesitasen fuerza o cariño, lo haría. Porque otras veces no podía
hacer más que estar ahí, y estaría.
Si podía aliviar su dolor, ¿cómo no hacerlo?
Eso era el principio básico de la humanidad para mí.
Cuando una persona llegaba a ese punto, significaba que había perdido la
batalla. Que la muerte había ganado. Y nada se podía hacer por cambiar eso.
Ojalá fuese posible.
Era muy duro cuando había que dar una noticia así. Muchas veces había
visto cómo los doctores con los que había trabajado no lo decían desde el
principio, sino que le iban contando al paciente, poco a poco, lo que sucedía.
Aunque con algunos no podían evitarlo si les preguntaban directamente si
iban a morir.
“¿Me voy a morir?”
“¿Cuánto tiempo me queda?”
Nadie, por muy profesional que fuera, estaba preparado para responder a ese
tipo de cuestiones.
Tanto como profesionales como personas, sabíamos que necesitaban saber,
que muchos tendríamos esa necesidad, llegado el momento, de dejar todo
“atado”.
Muchos, no todos. También había quienes preferirían no conocer lo que
estaba ocurriendo con ellos.
Y las elecciones eran igual de respetables.
Fuera como fuera, era duro. Todo el que trabajaba en paliativos lo sabía.
Y, para mí, también era a lo que sabía que debía dedicarme. Sentía que esa
era mi vocación.
Y parecía ser que tendría una verdadera oportunidad de ayudar.
Rato después, me marché de la residencia habiéndome convertido en parte de
la plantilla. Había conocido a parte de mis compañeros y a los demás los
conocería al día siguiente, cuando me incorporase al trabajo.
Tenía muchas ganas de hacerlo y de conocer, poco a poco, a todo ser humano
que estuviese allí. Conocerlo de verdad.
La historia de su vida si era necesario.
Solía involucrarme bastante con los pacientes y aunque muchos podían
pensar que eso no era bueno, para mí era inevitable. La empatía era la base de mi
profesión.
Y aunque a veces me pasase factura emocionalmente, porque no había sabido
cortar el lazo que me permitía no llevarme a casa el dolor, estaba dispuesta a
pagar el precio si con ello ayudaba a alguien más.
Contenta por contar con una nueva oportunidad, conduje hasta casa.
Demasiado bien va todo, ¿no?
Puse los ojos en blanco e ignoré a la voz de mi cabeza. Ya iba a gafarme el
momento, como siempre.
Y no podía hacerlo.
Las cosas, a veces, salían bien y no tenía que haber nada oculto, ¿no?

Capítulo 3
A ver, a ver… ¿A quién le jodo la vida hoy? (Autores
múltiples, no solo Cupido)
Eva

—La señora Jiménez no está nada bien hoy.
Miré a Sara, una de las enfermeras del lugar que se estaba convirtiendo, poco
a poco, en más que una simple compañera de trabajo para mí y fruncí el ceño.
—¿Qué le ocurre? ¿Avisaste a la doctora Domínguez?
Sara asintió con la cabeza.
—Fui a buscarla y le dije.
La pequeña y regordeta enfermera de pelo rubio, se sentó en una de las sillas
que teníamos en la sala de enfermería. Mejor dicho, se repantigó en ella. La
carpeta que traía, la dejó a un lado.
—Vete ya a casa, yo me encargo —le dije al verla tan cansada.
—Estoy bien —sonrió agradecida, miró el reloj de su muñeca—. Y prefiero
esperar a que la doctora la vea. A ti te espera un día largo también.
Sí, me tocaba doblar. Sería la primera vez que trabajaría de noche en aquel
lugar.
Hacía una semana que estaba allí y me estaba adaptando bastante bien a ello.
Había más pacientes de los que me imaginé en un principio, pero los había
conocido a todos.
A ellos y a sus dolencias.
Había quienes aún estaban en un grado lejano de la muerte, recién
diagnosticados y podían alargar su vida un poco más.
Había quienes no.
Pero se ayudaban los unos a los otros.
Lo que me había llamado la atención de aquel lugar era que todo se basaba
en el conjunto. Quiero decir, aunque cada paciente tenía su espacio personal y su
atención personalizada, la mayoría del tiempo estaban juntos: comiendo en el
comedor, viendo la película de serie z del mediodía o los programas de cotilleos,
jugando al ajedrez. Incluso trabajando en el huerto.
Si en algo había hecho hincapié el director del centro, por lo que me habían
dicho, era en que ningún paciente se sintiera, nunca, solo.
A no ser que esa fuera su voluntad.
Y tenía que admirarlo por ello, se lo diría el día que lo viera.
Porque ese era otro tema…
El director, al que todo el mundo llamaba así. Ni apellido le ponían como
doctor. Todos y todas, tanto pacientes como personal, lo nombraban, al menos,
una vez al día.
Yo aún no lo había visto.
Así que había veces que no sabía si ese hombre de verdad existía.
Según mis compañeros, quienes hablaban con él, era totalmente real. Según
los pacientes, lo mismo.
Según yo…
Lo que fuera, cualquier queja, problema, opinión o lo que fuera que
sucediera, tenía que comentárselo a la doctora Domínguez.
—¿Señorita Campos? —la doctora Domínguez entró en la sala de
enfermería, Sara se levantó de un salto— ¿Tiene la carpeta? —se refería al
archivador personal de la paciente donde se anotaba toda la atención que se le
había proporcionado, paso a paso.
—Sí —mi compañera asintió rápidamente con la cabeza y se la entregó.
—A ver —la abrió y se quedó observando con detenimiento—. La presión
arterial está más baja que anoche…
—La saturación de oxígeno también —confirmó Sara.
La doctora asintió con la cabeza.
Terminé de preparar la bandeja con los útiles y me quedé observando a la
médica.
Tenía las cejas unidas y cara de preocupación.
—Coloración amarillenta y síntomas de desorientación —leyó en voz baja.
Sentí una presión en el corazón, todo eso solo significaba que a la paciente
no le quedaba demasiado tiempo de vida. Todos esos síntomas adelantaban el
fatal desenlace.
—Es consciente de lo que le ocurre y lo único que pide es no estar sola.
La doctora asintió con la cabeza.
—No lo estará —prometió—. Señorita Campos, márchese a casa, su turno
terminó.
—Pero…
—La avisaré si llega a ocurrir —le prometió—. Por eso mismo necesita
descansar.
No muy convencida, negó con la cabeza.
—Es mi paciente, doctora. Permítame estar aquí en sus últimos momentos.
Tras mirarla fijamente y soltar un sonoro suspiro, la subdirectora del centro
accedió.
—Está bien. No puedo negarle algo así. Señorita Santos —me miró—, es
temprano aún para usted —lo sabía, había llegado antes—. Comience cuando le
toque con la ronda habitual; cualquier eventualidad, me avisa —miró de nuevo a
Sara—. Buscaré al director, nos vemos en un rato en la habitación de la paciente.
Aproveche y coma algo —le guiñó un ojo. La doctora se marchó de la sala de
espera con la carpeta en la mano.
—Qué mierda —suspiró Sara antes de dejarse caer, de nuevo, en la silla—.
Ojalá pudiéramos hacer más por ellos.
Notaba la tristeza en su comentario y sabía, exactamente, cómo se sentía.
Pero no, no podíamos hacer nada más. Hacíamos todo lo que estaba en
nuestras manos. Incluso más. Porque ahí estaba Sara, sin querer dejarla sola,
acompañándola hasta el último momento.
—Estás ahí, estoy segura que para ella eso es mucho —sonreí, intentando
animarla, aunque fuese complicado.
Como pudo, Sara sonrió.
Se levantó con todo el trabajo del mundo, se notaba que estaba dolorida.
Miró el cuadrante de los horarios de los enfermeros y sonrió maliciosamente.
—Bueno, por fin te toca una noche, ¿no?
—¿Por fin? Solo llevo una semana aquí —reí—. ¿Café?
Ella asintió con la cabeza y salimos de la sala donde teníamos todos los útiles
de nuestro trabajo hacia el pequeño salón donde nos reuníamos las enfermeras
cuando queríamos comer o descansar.
Allí podíamos relajarnos sin estar entre guantes y agujas.
—Mi primer día… —carraspeó— Fue de noche.
—¿Solo el primero? ¿Cubrías una baja?
—Sí —confirmó—. Y un poco más y no vuelvo. Qué mal lo pasé —rio.
Entramos en el saloncito y fui directamente hacia la cafetera mientras ella se
dejaba caer en uno de los sofás.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¿En serio me preguntas por qué? ¿No te ha dicho nadie…? —
carraspeó y calló.
La miré de reojo, parecía nerviosa. Entonces giré la cabeza y la observé.
Miraba a todos lados menos a mí.
—¿No me han dicho qué?
—Nada —me miró, carraspeó y volvió a mirar al techo.
Seguí la dirección de su mirada, pero como era lógico, allí no había nada.
Así que el escalofrío que había sentido, porque por su maldita culpa sentí uno,
desapareció.
—Si estás intentando asustarme por eso de que soy la novata, no va a colar
—serví el café y me acerqué a mi compañera con las dos tazas de café en las
manos. Las puse sobre la mesa y me senté en el sofá de enfrente—. No soy
miedosa ni creo en lo que no veo.
—Oh… —Sara cogió la taza de café— Mejor —susurró antes de darle un
sorbo.
Puse los ojos en blanco. Sabía yo que por ahí iba el tema.
Ya me extrañaba que no me hubiesen hecho ninguna broma al ser la nueva.
Estaban esperando a que me tocara el turno de noche para reírse bien, ¿no?
Pues no, no iba a caer. Era una persona inteligente, ¡qué demonios! Que le
hicieran la broma a otro. Yo sabía ser racional.
—¿De qué se trata? ¿Voces? ¿Objetos que se mueven? ¿Fantasmas que
deambulan por los pasillos con sus pijamas de pacientes y sus rostros chupados
cual fiel reflejo de la muerte?
Sí, lo preguntaba todo con escepticismo, porque no iba a creerme nada de lo
que me dijera.
Me quería gastar la novatada del siglo y yo no estaba dispuesta a caer.
Que no, que no.
—Es bueno que no creas —volvió a beber de su café.
Eso mismo pensaba yo.
—Pues sí, lo paranormal y yo no somos muy amigos —ni quería serlo—. Así
que, ¿qué es?
—¿Para qué quieres saber?
Joder, ¿por qué no?
—Porque tendré que saberlo, ¿no? Ya que me lo ibas a contar, pues hazlo.
—No tiene sentido —juntó sus cejas—. Es bueno que seas escéptica y que
no creas. Así no lo pasarás mal. Yo es que soy muy cagona, entonces cualquier
grito que escucho, me pone los pelos de punta.
—¿Gritos? ¿Qué tipo de gritos? —pregunté por curiosidad, como haría
cualquiera.
Una cosa era no creer y otra no ser alcahueta. Seguro que tú me entiendes y
harías lo mismo, ¿verdad?
¿Ves? Gracias por asentir con la cabeza. Me vuelvo a sentir menos anormal
debido a ti.
Y que la voz me hubiese salido ahogada en ese momento era porque me
quemé con el café, no hay que malpensar.
—Bah, no tiene importancia —pues no, no debería tenerla y era mejor dejar
el temita ahí. ¿Para qué darle vuelta a algo tan estúpido?— Además, yo creo que
los que lo escuchamos es porque estábamos ya predispuestos a ello, por el tema
del miedo, ya sabes.
—Aja —en eso le daba la razón, tal cual lo decía.
—Y ya con el tiempo pues hasta crees que es totalmente real y bueno,
aunque te sigue dando miedo porque joder, son gritos que te erizan la piel, pues
llega un momento en el que te acostumbras y en el que en vez de salir corriendo
por estos largos pasillos, pues intentas andar calmadamente y obligarte a no
mirar atrás. Por si acaso, ya sabes.
Lo que yo sabía era que para no querer contarme, bien que estaba soltando
por la boca, ¿eh?
—¿Porque nunca se le ha ocurrido pensar a nadie que trabaja en un lugar con
gente mayor, con enfermos que están en sus últimos momentos y que pueden
tener pesadillas y, por ende, gritar?
—Eso mismo —rio y asintió con la cabeza. Se colocó bien las gafas que se le
habían movido con el meneo y volvió a posar sus ojos marrones en mí—. Pero
eso lo piensas ya con el tiempo, al principio… Joder, es que esos gritos no son
normales. Pero en fin… —suspiró y sonrió ampliamente—. Eso solo nos lo
creemos la gente tonta y asustadiza como yo. Menos mal que tú no eres de esa
clase.
—Jum…
Menos mal, sí. ¡Menos mal!
La gente y sus exageraciones…
—¡La señora Jiménez está en parada! —gritó uno de los enfermeros que
trabajaba allí y que había venido a buscarnos.
No era el momento perfecto para gritar y para llevarme ese susto, así que no
pude controlar ni el grito que di como respuesta ni que la taza que tenía en las
manos volase.
Y menos aún pude evitar echarme encima todo el contenido del café.
¡Maldición!
Mientras mi compañera salía corriendo tras el enfermero, cogí algunas
servilletas e intenté limpiar el líquido que me goteaba por la cara y por el cuello.
Y salí corriendo tras ellos.
No pude ni acercarme a la puerta de la habitación de la paciente. Había gente
por todos lados.
—No deben estar aquí —dijo Carlos, el enfermero que nos había ido a
buscar para darnos la noticia—. Tenemos que desalojar el pasillo —me miró.
Asentí y entre los dos y un par de compañeras más, intentamos convencer a
los demás pacientes de que tenían que marcharse y dejar el lugar despejado.
No nos fue fácil, porque alguno era bastante cabezota. Pero prometiéndoles
mantenerlos informados ayudó a que cooperasen.
Allí estaban todos muy unidos y se preocupaban mucho por los otros. Y
aunque todos sabían el final que iban a correr, ellos incluidos, no era fácil vivir
un momento así.
Les dolía la partida de un ser al que apreciaban y con quienes habían
compartido más o menos momentos. Sobre todo sensaciones y comprensión.
Y les mostraba que a ellos también les tocaría.
Para nada era fácil y necesitaban mucha ayuda psicológica para sobrellevar
por lo que estaban pasando.
Conseguimos que algunos se marcharan a las habitaciones. Los que se
encontraban en mejores condiciones físicas, se quedaron cerca, esperando alguna
noticia.
Y la espera fue lenta. Nadie se movía, nadie entraba ni salía de esa habitación
en la que intentaban revivir a la paciente.
Fue una auténtica agonía. Así que me dediqué a no estar por medio, a no
estorbar. Y estuve pendiente a todos y cada uno de los pacientes que esperaban
cerca de la habitación de la señora Jiménez.
Una tila, una silla para que se sentase. Simplemente compañía…
Un rato después, Sara salió de la habitación. Echó un vistazo al pasillo y al
mirarme, cerró los ojos con lentitud.
Eso solo podía significar una cosa.
Fui a acercarme para apoyarla anímicamente cuando de detrás de ella salió
un hombre a toda prisa.
Con su bata blanca, un gorro y una mascarilla y quitándose los guantes. No
tuve tiempo de ver nada más cuando ya me estaba dando la espalda y
marchándose de allí.
Y un escalofrío sin sentido recorrió mi cuerpo. Algo en mí se activó, como si
se encendiese una especie de alarma en mi cuerpo.
No tenía ningún sentido, ¿verdad?
Me quedé observándolo mientras se marchaba. Se notaba, por cómo
caminaba, que se sentía frustrado. Podía sentir, por lo tenso que lucía, que quería
golpear algo.
Supuse que esa manera que tuvo de tirar los guantes a la papelera que
encontró por el camino era por la frustración que sentía al haber perdido a…
—Director… —suspiró uno de los pacientes.
El hombre que iba tapado de arriba abajo negó con la cabeza, puso su mano
en el hombro del otro paciente, le dio un apretón y continuó caminando.
Así que ese era el director.
Era real.
Mi compañera llegó hasta mí y al ver las lágrimas que intentaba contener, la
agarré de la mano y me la llevé de allí para que llorase lejos de todas las
miradas.
Un abrazo fue lo único que le pude dar. Eso y palabras de consuelo que en
ese momento pudieron resultar vacías.
Ese era nuestro trabajo. Nada fácil, ¿no crees?
Después de eso, fue un día raro. El cuerpo de la señora Jiménez fue llevado
al hospital para que se le realizase la autopsia y la cremación.
Allí mismo, en la residencia, esa misma tarde, todos pudieron darle, a su
manera, el último adiós en la capilla del centro.
Se terminaba la historia de una vida y las demás tenían que seguir su curso.


Tres y treinta y tres de la madrugada y yo estaba dándole al botoncito de
videollamada en el grupo que tenía con mis amigas.
— Pero bueno, ¿qué pasa? —preguntó María.
Con los ojos abiertos como platos, acostada en la cama, fue la primera en
unirse a la llamada. Miró la pantalla unas milésimas de segundos y frunció el
ceño, preocupada.
-¿Eva? ¿Qué te pasa? —insistió la guapa rubia que tenía el pelo perfecto
hasta cuando dormía.
—¡¿Estás bien?! —Camila se unió a la llamada, gritando.
—¿Pero qué demonios…? —Lara dejó la frase a medias al encender la luz y
se levantó de la cama de un salto al verme. Se quitó el pelo de la cara.
—Chiquilla, por Dios, ¡habla! —exclamó María.
Y parecía estar en el comedor. No la había visto salir del dormitorio, ni
cuenta me había dado.
—Hay… —me callé, no me salían las palabras.
—¿Qué hay? —preguntó Camila, intentando que continuase la frase.
—Hay alguien aquí —dije acojonada de la vida.
Las tres se quedaron completamente calladas.
—¿Estás trabajando? —preguntó Lara.
—Sí…
—¿Cuando dices aquí te refieres a que hay alguien en la residencia?
—¡Sí! —exclamé y me tapé la boca.
Joder, que me iba a encontrar.
—¿Nos has llamado porque hay alguien en tu lugar de trabajo? —preguntó
María y yo asentí con la cabeza— ¡Lo raro sería que no lo hubiera, almacántaro!
—exclamó— Pero vamos a ver, ¿dónde demonios estás exactamente?
Acercó su cara más a la cámara del móvil, como si así pudiese verme mejor.
—En el pasillo —gemí.
—¿Delante de la puerta de una habitación? —preguntó Camila.
Asentí con la cabeza.
—¿Y quién hay al otro lado de la puerta? —preguntó María, como siempre,
liándola.
Yo no sé si el grito que yo sentí en mi interior llegó a salir a través de mis
cuerdas vocales. Lo que sí sé es que salí corriendo de allí.
¡Echando leches!
—Joder, ¿pero qué haces? —Lara resopló.
Por mí podía quedarse sin aire si quería.
Aunque la única que terminó al final así fui yo. No podía más.
Me paré cuando sentí que había salido de aquel lugar. Miré alrededor y joder,
sentí escalofríos.
Era de noche y todo estaba oscuro.
Y la leche que me metí fue del quince.
—Mi tobillo —gemí mientras me levantaba.
—Chiquilla, relájate, ¡que te va a dar algo! —dijo Camila cuando volvió a
verme la cara. Ya habían dejado todas de gritar al verme caer— Y cuéntanos qué
demonios te pasa ¡que nos tienes nerviosas!
—Yo… Yo… — no me salían las palabras, me faltaba el aire. Me puse de pie
como pude.
—¡¿De quién demonios estás huyendo?! —gritó Lara.
—Escuché un grito —dije cuando ya pude pronunciar.
Y el silencio se hizo. Nadie decía nada. Mis amigas, creo, que ni
pestañeaban.
—¿Hola? ¿Seguís ahí? —pregunté mirando a la cámara y aterrorizada por
haber perdido la señal y sentirme sola.
—Si pudiera estaría allí dándote la hostia del siglo, pero no, aquí estoy —
resopló Lara.
—Vamos a ver que yo me entere. Te has asustado porque has escuchado un
grito, ¿no? —preguntó María.
—Sí —afirmé.
—¿Qué especie de grito? —preguntó de nuevo.
—Esto… —carraspeé— Uno terrorífico.
—Terro… —Camila pestañeó— ¿Qué?
—Terrorífico. Un grito horripilante, ¡de algo que no era de este mundo!
—Lo que de seguro venía de otro planeta y así te dejó de mal es la leche que
tragaste —refunfuñó Lara—. Te han hecho la novatada, ¿no? —resopló— Joder,
Eva. Que te creía más inteligente.
—Que te juro que no es eso, que mi compañera me contó…
—La leche —rio Camila—. Te la han metido doblada. Y seguro que te las
has dado de “a mí no me afecta nada de lo que me contéis porque yo no creo en
esas cosas y soy inmune a esas tonterías.”
—Sí, cuando después eres la más cagona de todas —resopló María.
—No soy cagona. Joder, no me creía nada, pero ese grito…
—La verdad es que viendo la hora a la que había llamado, me había
preocupado. Ya sabéis todas, que te suene el teléfono a las tres y treinta y tres de
la madrugada no es buen agüero. Pero visto lo visto… —María suspiró.
—¿Tres y treinta y tres? —pregunté sin voz.
—Ya sabes, la hora del diablo —explicó ella.
—¡María! —exclamaron las otras dos a la vez.
Mi amiga, como siempre, siendo de ayuda. Si iba a ser así también con su
hija…
Penita me daba, ¿eh?
—No dije nada que no sepamos todas —ella se encogió de hombros.
—También sabemos que esta es una cagona de primera y aquí estamos,
aguantando el tipo —dijo Camila.
Con lo de cagona se refería a mí, sí, lo sé.
—Señor —Lara suspiró—. A ver, cuéntanos qué pasó.
—Con calma —pidió Camila, apoyando la iniciativa.
—¿Con calma? ¿Para qué? Si ya lo sabemos —dijo María.
—Porque la conozco y o la dejamos explicarse o no nos va a dejar dormir en
toda la jodida noche y créeme, yo he doblado turno y ¡quiero dormir! —exclamó
Lara.
—A mí es que ya se me quitó el sueño, con esto de la niña como que no
duermo mucho.
—¡¿Entonces para qué te quejas?! —exclamó Lara.
—Porque es mi papel sacaros de quicio —dijo María con toda la tranquilidad
del mundo, haciendo que las otras dos pusieran los ojos en blanco.
Yo no porque ni las escuchaba, estaba pendiente a cualquier cosa rara que
pudiese ver o escuchar alrededor.
—¡¡¡Eva!!! —terminaron por exclamar las tres a la vez al ver que no las
escuchaba.
—¡Qué! —me puse la mano en el pecho, me había asustado.
Otra vez.
—Cuéntanos, ¿qué pasó? —Camila, haciendo gala de su calma y mayor
empatía aunque en el fondo yo supiera que quería ahorcarme por despertarla por
una tontería así e irse a dormir.
Casi una hora estuvieron allí conmigo. Una hora en la que yo les expliqué
que todo estaba muy tranquilo, que mi compañera de guardia dormía y yo había
decidido dar un paseo por el lugar para asegurarme de que todo estuviese bien.
Sí, también por lo que estás pensando, para no dormirme. No puede una
guardarse nada, ¿eh?
Total, que les estaba explicando eso. Yo estaba de lo más tranquila, o lo
intentaba porque la oscuridad no era mi gran amiga y ya podía haberle dicho lo
que fuera a Sara que era mentira, a mí el tema paranormal me acojonaba
bastante. Por eso prefería quitarle importancia, porque si no mi mente me iba a
jugar muy malas pasadas y cualquier sobra que veía, me haría gritar.
Porque quisiera o no, cualquier comentario sobre ello, ya condicionaba a mi
mente a ver y escuchar más de la cuenta.
Y lo sabía, me conocía bien. Por eso procuraba caminar por sitios iluminados
y tomar precauciones de ese estilo.
Y eso era lo que estaba haciendo, caminaba por el largo pasillo de la planta
baja cuando, de repente, la tenue luz que lo iluminaba se apagó y un horripilante
grito me heló la sangre.
Lo demás ya era historia.
—Ay, señor —rio Camila al entenderlo.
—A ver, iluminada de la vida… —comenzó Lara, pero María la interrumpió.
—Chillaste tú —soltó a bocajarro. Puso los ojos en blanco.
Y por cómo todas asentían con la cabeza, era evidente que pensaban lo
mismo.
¿Que tú también asientes mientras lees? ¿Que has pensado lo mismo desde el
principio?
Vaya por Dios…
—¿Yo? —fruncí el ceño. No creía que…
—¿No se te ha ocurrido pensar eso? —resopló Lara.
Pues la verdad es que no.
—Pero yo no… —todas enarcaron las cejas y me miraron con cara de “te
conocemos, Eva, no intente engañarnos que te hemos visto correr al ver un
simple ciempiés.”
No, eso no era lo mismo ni era comparable. El ciempiés me daba mucho
asquito. Ahí tan regordete y blandito. Me entró un escalofrío.
Joder, qué asco.
—¡Yo no fui!
—¡Entonces quién! —exclamaron a la vez, en el tono de la canción infantil.
—Pues no sé, pero… —me callé porque por la forma en que me estaban
mirando…
¿Y si tenían razón?
¿Y si me había asustado de mí misma?
Porque pensando bien las cosas, ¿quién más iba a haber allí a esa hora? Si yo
había caminado por todo el lugar y no se escuchaba ni un ronquido.
—Puede ser que estuviera sugestionada —carraspeé.
—Ningún puede ser. Anda, tira… —resopló Lara.
—Está bien. ¿Pero no me vais a acompañar hasta…?
—No —dijeron todas a la vez y yo maldije.
Malas amigas.
—Por cierto. Hoy por fin vi al director —dije, por decir algo.
—¿Al director? —preguntó Camila— ¿Entonces existe?
—Pues sí —asentí con la cabeza y comencé a caminar de vuelta al edificio
—. No pude verlo bien porque iba deprisa, falleció una paciente y ya sabéis,
todo era un caos.
—Qué pena —suspiró María—. A la cuñada del primo segundo de mi
marido le pasó una cosa igual. En su primer día de trabajo…
Lara maldijo a los dioses, Camila gimió y se tumbó a escuchar a María y yo
conseguí lo que quería, no volver a ese lugar sola. Me sentía más segura
haciéndolo con ellas.
Alargué el momento todo lo que pude y me despedí de ellas cuando ya no me
quedó más remedio. Iba de camino a la sala de descanso de los enfermeros, ya
no tan asustada porque el pasillo volvía a tener luz y me quedé parada delante de
la pequeña capilla que había en la residencia.
La puerta estaba medio abierta y joder, lo que menos necesitaba yo, después
del susto que me había llevado, era otro más.
Y si a la ecuación le añadíamos cosas religiosas, mal asunto, ¿no?
Porque lo sabes tan bien como yo, donde apareciera un crucifijo, una iglesia,
un cura y el largo etcétera, era donde se liaba. Y las películas no se habían
inventado todo porque sí, es que era así.
Como así de asustada estaba yo.
Con los ovarios en la garganta, metí un poco la cabeza y miré dentro. De pie,
delante de un ventanal, había un hombre con las manos en los bolsillos de su
bata blanca.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
¿Quién era? Porque había algo familiar en él…
En ese momento se me vino a la mente la imagen del director del hospital y
supe entonces de quién se trataba. Por eso me resultaba conocido. Aun no
habiéndolo visto bien, su silueta y su porte lo delataban.
Parecía ensimismado. Quizás necesitando ese momento a solas al haber
perdido a una paciente.
No me di cuenta de que estaba apoyada malamente en la puerta, perdí el
control y solté una maldición cuando casi se abre del todo y me caigo de bruces.
Me agarré a la puerta con fuerza y conseguí mantener el equilibrio. Maldije,
si es que no podía ser…
Joder, Eva, ¿no había un mejor momento para liarla? ¿Crees que esta es
forma de conocer a tu jefe?
Pues a quien está leyendo esto y ha dicho que sí… Mira, no es por nada, no
quiero que nos llevemos mal. Pero no, la respuesta es no.
Y eso lo sabría si hubieras leído el libro “Mil y una maneras de conocer a tu
jefe y no cagarla.”
Ah, ¿que ese libro no existe? Pues ya me encargaré yo de escribirlo, porque
hay cosas que son básicas, ¿eh? Como no andar de madrugada por los sitios y
gritar como posesa (yo sí porque tenía una buena razón).
Lo que sí podía considerarse de manual era el punto “cómo no joderla y
conocer a tu jefe en el momento menos indicado.”
Y en este punto se hablaba de casos como quien ponía verde a un calvo en la
calle porque el idiota le había empujado y consiguió que se cayera al suelo por
culpa de ese imbécil al que maldijo y cuando llegó a su entrevista de trabajo con
la ropa empapada porque el muy subnormal había conseguido que se empapase
al caer en un charco, se dio cuenta de que el calvo mala leche era su jefe.
Y, por supuesto, mi caso sería un capítulo especial. Se titularía “¿Por qué,
Dios? ¿Qué tanto mal hice en otra vida para merecer semejante castigo?”
Y no era solo por la mala pata de cómo había conocido a mi jefe. Sino
porque cuando conseguí mantenerme en pie y no ir a parar al suelo. Cuando, con
la dignidad que me quedaba levanté la cabeza y miré a ese hombre que seguía
con las manos en los bolsillo, pero ya no me daba la espalda. Cuando seguí
levantando la mirada y noté que mi corazón empezaba a latir más fuerte de lo
normal, porque allí algo no andaba bien.
Cuando mis ojos, por fin, se posaron en ese rostro para nada desconocido
para mí…
Sentí que el aire se me atascaba en los pulmones.
Sentí que la garganta se me había cerrado y que no era capaz de respirar.
Apreté los labios con fuerza para intentar evitar el tembleque que se había
apoderado de ellos. Y recé para tragarme las lágrimas que luchaban por salir.
La vida se había detenido para mí en ese momento. Lo único que podía hacer
era mirar ese rostro que tan bien conocía y al que había querido tanto como
odiado.
Durante todo ese tiempo me pregunté si habría cambiado mucho…
No, sigue siendo el mismo de siempre.
Apreté los labios aún con más fuerza. Mis manos, sin darme cuenta, cerradas
en puños.
—Eva.
Esa voz…
No podía.
Corrí, corrí lejos de allí. Corrí buscando la primera salida a la calle. Corrí
hasta que el edificio quedó lejos, a mi espalda. Corrí más que antes cuando
estaba asustada.
Y entonces paré.
Porque me quemaban los pulmones. Y porque no podía soportarlo más.
Me agaché, apoyando las palmas de mis manos en las rodillas y sollocé. Un
lamento que salió de lo más profundo de mí.
Dolía, joder si dolía verlo. ¡Y tanto que lo hacía!
Había sido el único hombre a quien había querido. El único al que le había
entregado mi corazón. Y por eso mismo, había sido el único hombre que me
había destrozado.
El hombre que consiguió que jamás pudiera volver a sentir.

Capítulo 4
Mientras Cupido seguía repartiendo flechas, a mí me
pegaba con el arco.
Eva

Diez de la mañana y yo estaba que me caía de sueño, para qué negarlo. Pero
era incapaz de pegar ojo.
Como no había sido capaz de hacerlo en toda la noche.
Desde que lo vi allí, de pie, frente a mí, sentí que el mundo se me caía
encima. No sé cuánto tiempo estuve fuera, pero me costó volver. Y lo hice
cuando mi compañera vino a buscarme, extrañada al no verme.
Miraba a cada esquina, esperaba encontrármelo en cualquier lado.
Afortunadamente no fue así.
Así que llegué a pensar que me lo había inventado. Que, quizás, todo era una
invención de mi mente. Después del susto, a saber todo lo que había podido
imaginar.
Eso no significaba que sufriera de alucinaciones ni que tuviese un problema
mental, sino que el miedo me podía estar jugando una mala pasada y además del
mundo paranormal, si había algo que podía darme verdadero terror era
encontrármelo a él.
Intenté autoconvencerme de que mi cerebro se había quedado conmigo y de
que nada había sido real.
Pero cuando mi turno terminó esa mañana y fui hasta mi coche, cuando
estuve a punto de sentarme en el asiento del conductor, sentí un hormigueo en el
cuello, un escalofrío extraño.
Me giré un poco y miré alrededor.
Allí arriba, en la segunda planta, en lo que debía de ser su despacho, estaba
él.
Y no, no era ninguna alucinación.
De nuevo con las manos en los bolsillos y mirándome fijamente. Nerviosa,
me monté rápidamente en el coche y me fui de allí.
Sin tener confirmación ninguna de si seguía alucinando o no.
Así que iba a obtener la respuesta que quería.
¿Qué? ¿Cómo dices? ¿Si volví a ver si era verdad que estaba allí?
¡¿Crees que volví a buscarlo?!
Qué poco me conoces aún…
Estaba haciendo algo más efectivo.


Sabía, por cómo se movía, que estaba a punto de despertarse. Habíamos
dormido muchas veces en la misma cama como para saberlo. Observé cómo
abría los ojos y me miraba. Aún no había reaccionado.
Así que me mantuve en mi postura, sentada en el butacón que tenía cerca de
su cama y en el que le gustaba sentarse a leer. Mi codo estaba apoyado en el
reposabrazos. Mi cabeza sobre la palma abierta de mi mano.
Mis ojos rojos, luciendo como inyectados en sangre, porque no había
dormido nada y había trabajado dos turnos seguidos.
Y mi cara… Te puedes imaginar la mala hostia que podía mostrar, ¿verdad?
—Oh, joder —se levantó de un salto—. ¡Me cago en Dios! —exclamó
cuando puso los pies en el suelo, bien lejos de mí.
Menos mal, porque llega a bajarse por el otro lado, en el que yo estaba, y es
cuando la cojo por la melena y la despeluco.
¡La dejo calva!
—A Dios deberías de rezarle…
—¿Pero se puede saber ¡qué haces!? ¿Cómo entraste? —enarqué las cejas,
tenía llaves— Joder, Eva, ¿se te va? ¿Quieres matarme de un infarto? —se pasó
las manos por el pelo y gruñó— ¿Estás loca o qué? ¡Pareces una psicópata! —
exclamó, terminando de soltar todo el susto que tenía en el cuerpo.
Podía parecer una psicópata porque me sentía así. En ese momento solo
pensaba en ahorcarla. O mejor, en rajarla y sacarle las tripas, a ver si viendo un
poco de sangre me sentía mejor.
Me acomodé mejor en el sillón, más recta y la miré.
—¿Es Oliver? —vi cómo su rostro cambió. Se quedó completamente blanca,
intentó decir algo, pero no fue capaz. Sus labios parecían querer moverse, pero
no emitía sonido— ¡Mierda! —exclamé mientras me levantaba de un salto.
Cerré los ojos con fuerza, me tapé la cara con las manos y gruñí con fuerza.
—Lo viste.
¡¿Que si lo vi?! Casi muero del susto, ¡¡¡claro que lo vi!!!
—Maldita sea, Lara —me quité las manos de la cara y la miré—. Dime que
no es lo que estoy pensando. Dime que estaba allí de casualidad.
Mi amiga cerró los ojos unos segundos.
—Es el director del centro —dijo en un suspiro, tras abrirlos.
Eso me había parecido a mí…
Me pasé las manos por el pelo, nerviosa perdida, sin saber qué hacer.
—Joder. No me lo puedo creer.
Por más que me quisiese autoconvencer de que existía esa posibilidad de que
todo fuese una invención de mi mente, una parte de mí sabía que era él, que lo
había visto, que era real y que era el jodido director de ese lugar.
—¿Lo era cuando me hablaste de ese sitio? ¿Me mandaste a ese lugar
sabiendo que él…? —para qué terminar la frase— ¡Por supuesto que lo sabías!
—Eva… Todo tiene una explicación —con las manos levantadas para
pedirme que me relajase con ese gesto, su pelo enmarañado por estar recién
despierta, la cara hinchada aún y pareciendo una vagabunda con ese pijama y yo
solo pensaba en dejarla con peor aspecto.
—¿Sí? Pues dámela —esperé a que dijera algo—. Dime de qué va todo esto,
Lara, porque no lo entiendo. Dime por qué demonios me la jugaste así.
—Yo no te la jugué.
—¡Y una mierda que no! —exploté— Sabías que estaba allí y aun así me
mandaste. ¿Él lo sabía? ¿Sabía sobre mí?
—Eva…
—Dime, Lara. Al menos dime eso. ¿Él era el contacto del que hablabas? ¿Le
rogaste que me contratase?
—No seas idiota —dijo en un tono de “eso no tiene sentido” y resopló.
No, claro que no lo tenía. Ninguno. Pero alguna razón debía de haber, ¿no?
—Desde luego soy la idiota —reí con ironía—. Porque otro sentido no tiene
todo esto.
—Las cosas no son como piensas.
—Entonces explícamelo, a ver si logro entenderlo.
—Eva…
—Vamos —la insté. Me levanté del sofá y me crucé de brazos. Esperando. Y
a la defensiva, por supuesto—. ¿O me vas a decir que te lo pidió él? Porque eso
no cuadra, Lara. Después de cómo me dejó… No sería tan hijo de puta.
O sí. Porque visto lo visto…
Mi amiga, o mejor dicho, esa que pensaba que lo era, suspiró pesadamente.
—Perdóname. Créeme que me gustaría explicarte todo. Pero no soy yo quien
puede responder a eso.
—Joder. No lo entiendo, Lara. Es que nada tiene sentido. Por qué me
mandaste allí estando él, por qué mierda aceptaría él algo así. Te recuerdo que se
fue y que no quería volver a verme. No tendría ningún sentido ahora —no podía
ni terminar de expresar todo lo que sentía.
—Solo puedo decirte que nada de esto es para hacerte daño, Eva. Jamás lo
haría —y me rogó con la mirada que la creyera—. Créeme, todo es por tu bien.
—¿Por mi bien? —abrí los ojos como platos.
—Sí.
—¿Por mi bien? Vamos, ¡no me jodas! —estaba perdiendo la poca paciencia
que me quedaba.
—Eva…
—¿Eva qué, Lara? Joder, eras mi mejor amiga. ¿Cómo puedes hacerme algo
así y decirme que es por mi bien? Alucino.
—Lo soy —dijo con convicción.
—¿En serio crees que puedo seguir considerándote así? —le pregunté con
amargura.
Lara tragó saliva, sabía que le dolía lo que le decía, a mí también el solo
pensamiento de perderla. Pero no quería verla ni escucharla, con lo que sabía era
más que suficiente para, por el momento, querer alejarme de ella.
—Entiendo que estés enfadada y que te estés imaginando decenas de cosas
que no son.
—Entonces explícame por qué me mandaste a ese lugar sabiendo que iba a
estar él. ¡Y por qué demonios él aceptó algo así!
—¿Le preguntaste a él?
—¿A él? ¡¿Qué tiene que ver él?! Por mí puede morirse —vi cómo ese
comentario le hacía daño, pero me daba igual. ¿No me estaba ella haciendo daño
a mí?— Joder, ¿es que no recuerdas cómo lo pasé cuando se marchó?
Fue una tortura.
—¿Cómo olvidarlo? Lo viví contigo. Sufrí igual o más. Porque joder, no solo
viví cómo te destrozó, no solo estuve a punto de perder a mi mejor amiga,
también perdí a mi hermano. Maldita sea, ¡es mi hermano! —se le escaparon
algunas lágrimas— ¿Cómo crees que viví todo eso? ¿De verdad crees que eres la
única que lo pasó mal?
—Y tú, Lara… ¿Crees que a estas alturas, después de todo aquello, yo quiero
o espero verlo? ¿O que quiero una explicación de él? ¿Acaso es eso lo que
busca? ¿Que lo perdone porque se dio cuenta de que se comportó como un
capullo y necesita limpiar su conciencia? ¿Y tú accediste a eso?
—No niegues la realidad, Eva. La necesitas, necesitas una jodida
explicación. Como yo la necesitaba.
—Yo no soy tú. Quizás la necesitaba en su día, pero ya no —dije con tristeza
—. Yo la necesito de ti, Lara. Ahora la necesito de ti. Necesito saber por qué mi
mejor amiga me ha traicionado de esa manera.
—No es una traición.
—Joder, sé que es tu hermano y que, al fin y al cabo, yo no soy nadie.
Siempre lo supe.
—Eso no es así y lo sabes. No digas estupideces.
La ignoré y seguí hablando.
—Sé que también fue duro para ti. Por eso me comí la mayoría del dolor sola
—al principio no quise ni verla, me costó mucho hacerlo y no fue hasta con el
tiempo que logré no tenerla señalada como su hermana—. Pero mierda —me
limpié las lágrimas que me caían por las mejillas—. ¿Te costaba mucho respetar
que no quería saber nada de él?
—Yo solo… —dejó escapar el aire de los pulmones— No puedo
explicártelo, Eva, pero confía en mí.
Reí con ironía.
—¿No puedes explicarme por qué me hiciste semejante putada? ¿No puedes
explicarme por qué me clavaste el puñal por la espalda?
—No hice eso, Eva. Y con el tiempo lo verás.
—¡Con el tiempo voy a ver una mierda! —grité.
—Eva, por favor.
—Dime una cosa, Lara. ¿Cómo le llamas tú a lo que has hecho? ¡¿Hacerme
un favor?! ¡No seas cínica! —me pasé las manos por el pelo y tiré de él— Me
has puesto cerca de la persona que más odio en la vida y eres incapaz de darme
una razón. ¿Qué esperas que haga entonces, Lara? ¿Que siga confiando en ti?
¡Por confiar en ti mira adonde me ha llevado! —exploté.
Dejé que todo el dolor, la frustración y la ira que sentía salieran en forma de
lágrimas. Sollocé mientras sentía mi corazón encogido.
Oliver era el hermano mayor de Lara. Fue mi amor platónico de toda la vida.
Lo que ahora llaman crush, pero una es de la vieja escuela y se queda desfasada
con los términos.
Oliver llegó a convertirse en mucho más. Casi llegó a convertirse en todo mi
mundo.
Era mayor que su hermana y, por ende, mayor que yo ya que las dos nacimos
en el mismo año. Oliver había terminado sus estudios de medicina y ya estaba
trabajando en un hospital cuando yo apenas ingresaba a la facultad de
enfermería.
Fue durante esa época, en la que yo era estudiante, que lo que pensé que era
un sentimiento unilateral, pareció ser mucho más.
Pero como bien se encargó la vida de demostrarme, estaba equivocada.
Cupido no nos había unido a ambos. Todo lo contrario.
Oliver simplemente desapareció.
Sin una explicación, sin un porqué. Solo el adiós.
Y eso que estás pensando es verdad, que el tiempo cura las heridas. Además,
es algo que siempre pienso cuando veo sufrir a la gente. Tiempo. Todo necesita
su tiempo.
Y yo pensé haberlo superado pero, al parecer, sintiendo cómo la herida que
tenía en el fondo de mi corazón volvía a sangrar, era evidente que no.
Ni lo había superado.
Ni lo había olvidado.
—Eva, escúchame.
—¿Me lo vas a explicar?
—No puedo, pero…
—Entonces no tengo nada que escuchar —llené mis pulmones de aire e
intenté relajarme un poco—. Firmé un contrato y sería mi suicidio laboral no
cumplirlo. Supongo que ya sabías eso —escupí y vi el arrepentimiento en su
mirada—. Lo cumpliré. Pero si aún tienes un mínimo de cariño por mí…
—Eva —sonó a ruego.
—Si aún te importo aunque sea un poco —dije con la voz tomada,
intentando llorar de nuevo—. Por favor, dile que se mantenga como hasta ahora.
Lejos de mí.
Lara negó con la cabeza y rio.
—¿No conoces a Oliver?
La que rio esa vez y con fuerza, fui yo.
—Creo que es más que evidente que no —me limpié las lágrimas otra vez—.
Y parece que tampoco te conozco a ti.
—No seas injusta.
—¿Crees que lo soy? Creo que no. Te pido lo mismo que a él, mantente
alejada de mí.
—No puedes pedirme eso, Eva. Somos amigas —dijo llorando también—.
Maldita sea, sé que no me entiendes, pero…
—Lo hago. No a lo mejor del todo, pero entiendo que te has podido ver entre
la espada y la pared. Al que no entiendo es a él. ¿Por qué yo? ¿Qué quiere de
mí? —resoplé con fuerza.
—Esa misma pregunta se la hice yo.
Miré a la que hasta ese momento había sido mi mejor amiga a los ojos y
esperé a que continuase hablando, pero no dijo nada más.
—¿Y qué dijo?
Lara tragó saliva.
—Solo él puede responder esa pregunta, Eva. Entiéndeme, por favor —me
rogó.
Asentí con la cabeza y fui a marcharme. Lara me cogió del brazo cuando
pasé por su lado. Me solté de su agarre con fuerza.
—No entiendo nada, Lara. Te juro que no entiendo nada —la miré a los ojos
con sinceridad, como siempre hacía—. Pero sea lo que sea que busca Oliver…
Ya sea redimirse de sus pecados, ofrecerme una disculpa que ya llega muy tarde
y que no quiero o simplemente pensar que todo puede quedar atrás como si nada
hubiera ocurrido… Sea lo que sea que quiera créeme, no seré yo quien lo vaya a
ayudar.
Me marché mientras lloraba de nuevo.
Sentada en el coche, con los ojos anegados en lágrimas, cogí el móvil y
busqué…
“Todo se acabó. No me llames, no me busques, no me esperes… Solo sé feliz
y olvídate de mí.”
Esa fue su manera de terminar conmigo. De esa forma desapareció de mi
vida por completo.
Nunca hubo un mensaje más, ni una explicación.
Cinco años sin saber de él.
Y ahora volvía ¿para qué?
Llegué a casa y me encerré en mi dormitorio y lloré durante horas.
Oliver Aguilar, ¿por qué has vuelto?
Y lo que aún entendía menos, ¿qué demonios quería de mí?

Capítulo 5
Se solicita Cupido nuevo y responsable, el mío se
droga.
Eva

—Me cago en la madre que me parió.
Me había comido la urna de cristal donde se guardaba el extintor de
incendios. Metafóricamente hablando.
Tú, al otro lado del libro, no hace falta que te rías tanto, ¿eh?
Joder, qué dolor más grande.
Me apreté la frente con la mano y gruñí, porque dolía. Y seguramente me iba
a salir un chichón impresionante.
—Maldición —resoplé, aún con la voz de Manolo el camionero.
Como para no maldecir, si llevaba una mañanita…
Olvidando que casi no aparezco y que mando el trabajo a la mierda…
Menos mal que había llegado antes de tiempo al centro, porque tardé lo más
grande en llegar hasta la sala de enfermeras.
Cómo no hacerlo si me iba escondiendo en cada esquina. Sacaba la cabeza,
miraba alrededor y solo al ver que no me encontraría con ese ser allí, echaba a
correr hasta el siguiente escondite.
Y eso mismo era lo que estaba haciendo en ese momento cuando escuché
cómo pronunciaba mi nombre y al esconderme en la primera esquina que me
encontré y no fijarme qué era lo que había en ese hueco, me había chocado con
la urna del extintor.
Joder, ¡cuando ya estaba a punto de marcharme a casa!
—Serás bruta —gruñó él antes de cogerme del brazo cuando me vio las
intenciones de salir corriendo de nuevo.
—Déjame —intenté soltarme de su agarre.
—Estate quieta —dijo en una orden, agarrándome con fuerza.
Aunque no tuve que forcejear mucho, porque él había sido rápido y
milésimas de segundos después, me seguía sujetando por una mano pero por
detrás de mi espalda, inmovilizándome el brazo por completo con su mano.
Y me había pegado a su cuerpo.
Sentí un escalofrío mucho extraño, sentí que no podía respirar.
—A ver —noté cómo me tocó la mano que tenía sobre mi frente y le di un
manotazo al aire, porque al tener los ojos cerrados, no atiné.
Abrí mis párpados y al levantar la cabeza, porque me sacaba una cabeza, me
encontré con su rostro, demasiado cerca.
Sus ojos verdes seguían luciendo tan intensos como siempre…
Joder, Eva, no hagas eso.
Tragué saliva e intenté separarme de él, pero no me dejó.
—Déjame ver —fue a tocarme otra vez.
—Déjame en paz —gruñí, retorciéndome.
—Cuando vea que estás bien. Déjame ver —repitió la misma orden, incluso
sonó más a orden que nunca, si es que eso era posible.
Así era Oliver.
Esa vez no me dio tiempo a negarme, él ya había quitado mi mano de mi
frente.
—Maldita sea —gruñó, enfadado.
Me miré la mano en el momento en que sentí cómo algo caía cerca de mi ojo
y vi la sangre.
—Oh…
Fue el único sonido que salió de mi garganta cuando sin decir ni una palabra
más, tiró de mí y me hizo correr mientras él caminaba a grandes zancadas.
—Joder, Eva. ¿Es que siempre tienes que estar hiriéndote? —preguntó como
desquiciado.
No sabía si tenía que responder a esa pregunta o no. Como tampoco sabía
¡qué demonios estaba haciendo!
—Suéltame —intenté que lo hiciera, pero el agarre de su mano era fuerte.
—No cambias, ¡es que no cambias! —resopló.
—Nos van a ver —y joder, era nueva allí y lo que menos necesitaba era
armar una escenita con mi jefe.
—Pues que nos vean.
Maldito idiota.
Abrió una puerta y entramos en lo que descubrí, momentos después, que era
su despacho. Estaba tan desorientada que ni cuenta me había dado de que estaba
cerca de allí.
—Oliver, ¿pero qué demonios…?
No pude terminar la pregunta porque él me había dejado apoyada sobre su
escritorio.
Esta es la mía, pensé.
Pero él pareció leerme el pensamiento y antes de que me diera tiempo a
actuar, con su pierna me había forzado a separar las mías y se había colocado
entre ellas.
No puedo respirar…
Abrió el primer cajón del escritorio y sacó un maletín blanco de primeros
auxilios. No tuve que esperar a ver lo que había dentro para adivinarlo.
—Pensé que con el tiempo dejarías de comportarte como una cría —le echó
agua oxigenada al algodón y me miró—. Pero veo que no cambias.
—¿Qué haces? —me eché para atrás cuando acercó la fibra textil a mi cara.
—Ver si necesitas puntos.
—Soy enfermera, no necesito que…
—Tú decides, o me dejas curarte por las buenas o lo haré por las malas —
dijo en un tono de voz bastante serio, era evidente que no estaba bromeando.
Y conociendo a Oliver, sabía que sería capaz de amarrarme de ser necesario.
—No me toques —le advertí – y déjame marcharme.
Eso era lo que elegía, alejarme de él.
Observé cómo suspiraba, como si se sintiese derrotado. El brillo feroz de sus
ojos verdes había cambiado por completo. Lucían entonces como ¿vulnerables?
Negué en mi mente. No, eso no tenía ningún sentido.
—No lo haré de nuevo.
Su respuesta me cogió por sorpresa. ¿De nuevo? ¿Cómo que de nuevo?
Al cogerme desprevenida, colocó el algodón sobre la herida.
—Joder —me quejé, dolía.
Cerré los ojos unas milésimas de segundo y cuando volví a abrirlos, lo
observé. Había cambiado más de lo que en un principio me había parecido.
Claro que no lo había visto tan de cerca como para poder apreciar los detalles.
Tenía algunas arruguitas más en la frente y alrededor de los ojos.
Su rostro mantenía su esencia, sus rasgos duros y marcados, esa barbilla
cuadrada y esa barba de tres días que siempre llevaba.


Años atrás.
—Estate quieto —le pedí cuando me besó en el cuello, provocándome un
escalofrío y un gemido. Me había movido encima de su cuerpo y me había
colocado mejor sobre él. Sobre su miembro erecto—. Oliver… —le advertí,
aunque no soné demasiado convincente.
—Está bien —sonrió pícaramente y carraspeó—. Me quedaré quieto.
Lo miré con desconfianza, pero como hasta quitó las manos de mi cintura, lo
creí. Así que extendí la espuma de afeitar por su rostro y, con todo el cuidado del
mundo, comencé a afeitarlo.
Notaba su mirada en mí, fija. Un par de veces mis ojos se encontraron con
los suyos y sentí cómo ardía mi cuerpo al ver el fuego en los suyos.
Pero seguí con lo mío.
Un rato después, con una toalla limpia, limpié su cara de los restos de la
espuma de afeitar.
—Perfecto —sonreí, orgullosa.
—Perfecta eres tú para mí —dijo con la voz ronca. Metió las manos por
dentro de mi pantalón de pijama y acarició la piel desnuda de mi trasero.
Un gemido salió de mi garganta, sentí temblar todo mi cuerpo cuando me
movió sobre su erección, esa que había intentado no rozar mientras lo afeitaba.
Movió una de sus manos hasta que la dejó sobre mi sexo.
—Oliver…
—Joder, Eva, no sabes cómo me gusta sentirte así —metió un dedo dentro de
mí y me hizo temblar—. Prométeme que esto que hay entre nosotros no
terminará nunca —otro dedo más dentro, yo estaba empapada.
Mordía mi labio inferior mientras lo miraba. Sus ojos me miraban con una
intensidad que daba miedo. Levanté una mano y acaricié esos perfectos labios
suyos, esos que eran tan duros como suaves al besar. Esos que sabían adictivos
para mí.
Metió mi dedo en su boca y lo lamió. No dejó de mirarme en ningún
momento.
Sexy.
—Oliver —gemí.
—Prométemelo, mi vida—así era como siempre me llamaba—. Prométeme
que siempre estarás conmigo.
Tragué saliva y lo dije, sin dudar.
—Siempre —juré antes de que devorase mis labios y me hiciese suya de
nuevo.


Carraspeé cuando volví a la realidad y sentí su mirada sobre mí.
Quemándome.
Sentí mis mejillas arder y rogué a Dios porque no hubiese notado que había
estado divagando.
Recordando.
Miré hacia otro lado, avergonzada por lo traicionera que era mi mente.
Cómo no serlo si lo tengo tan cerca. Si un poco más y lo siento en mi
entrepierna.
Joder, Eva, ¡¿pero en qué demonios estás pensando?!, me regañé a mí
misma.
Maldita mente de mierda.
Además, ni que a él le pusieras aún. Te dejó, ¿lo recuerdas? Y si lo hizo fue
por algo. No eras para tanto. Así que deja de inventar.
—Por suerte no necesitas puntos.
Y por suerte también, parecía ser que él no había notado nada.
Fui a moverme para quitármelo de encima, pero no se movía. Cogió una
tirita del botiquín y me la puso en la frente.
—Me alegra ver cómo te desvives por tu trabajo —dijo de repente, sin venir
a cuento—. Siempre supe que serías una gran profesional.
Sí, siempre me lo había dicho. Siempre me había animado a todo. Siempre
había confiado en mí.
Como yo en él, pero me traicionó.
Así que de poco me valía lo que él pensara en ese momento de mí.
—Siempre quise trabajar contigo —me recordó.
Cuántas veces habíamos hablado de eso…
Me puse en tensión y él lo notó. Supo que era el momento de dejarme
marchar.
Y es lo que hice, alejarme de él a toda prisa.
—Deberías curarte un par de veces al día. No es una herida profunda y
curará en nada. Esperemos que no te salga un chichón.
Llegué hasta la puerta y puse la mano en la manilla. Solo tenía que abrirla y
salir corriendo de allí. Solo intentar no coincidir con él en las poco más de dos
semanas que me quedaban allí. Podía hacerlo, los primeros días ni lo había visto.
Pero por idiota, no fue eso lo que hice.
—¿Por qué? —pregunté en un susurro, sin saber si me había escuchado o no.
Cerré los ojos con fuerza, sintiéndome idiota por no salir corriendo y hacer lo
que debía.
Me sentí imbécil por preguntar. ¿Desde cuándo necesitaba una respuesta a
nada?
Desde siempre, Eva.
Sí, supongo que Lara tenía razón.
Lo sentí tras de mí. Su energía era demasiado poderosa, siempre me había
resultado así.
Con Oliver mi cuerpo reaccionaba de una manera especial, como no lo hacía
con nadie más.
Y me odié tanto por ello.
Me odiaba tanto en ese momento, porque por eso estaba aún ahí, haciendo lo
que me prometí no hacer jamás: pidiendo un porqué.
—¿Por qué qué? —me cogió del brazo y me hizo girarme. Quedé frente a él
de nuevo— ¿Por qué qué, Eva?
Había tanto que preguntar. Tenía tanto que responder que ni él mismo sabía
por dónde empezar.
—¿Qué hago aquí? —pregunté, mirando al suelo.
Oliver suspiró y eso me hizo mirarlo.
—¿De verdad no lo sabes? —preguntó cuando nuestros ojos se encontraron.
Negué con la cabeza, ¿acaso no era evidente que no tenía ni idea de nada?
Que nada tenía sentido allí.
¿Saber qué, Oliver? ¿Qué podría saber yo después de todo?, pensé, pero no
lo dije.
No tenía que estar hablando con él, tenía que estar lejos. Eso era lo único que
sabía.
Pero no podía.
Maldito fuera él y lo que provocaba en mí.
Malditos fueran mis sentimientos por él y maldita fuera la necesidad de
respuestas que tenía y que siempre negué sentir.
—Estás donde tienes que estar —dijo serio—. Conmigo —su voz ronca y
dura—. No puedo dejarte marchar, Eva.
Perdona, ¡¿qué?!

Capítulo 6
Quieto, Cupido. ¿Me quieres destruir la vida otra vez?
Eva

Me había quedado completamente en shock.
Blanca.
De piedra.
No sé qué expresión usas tú, quien está leyendo esta historia. Pero sea la que
sea, me vale igual.
Yo voy a usar la que mejor lo expresa y es que se me había quedado cara de
gilipollas.
¿A que sí? ¿A que estás de acuerdo conmigo en que es la mejor manera de
explicarlo?
Totalmente, lo sé.
No sé qué había esperado escuchar, me podía haber imaginado veinte mil
cosas diferentes. Desde un “mi conciencia no me deja dormir por las noches y
tengo que disculparme” a un “no tengo ni idea de qué estoy haciendo” pasando
por un “Lara me pidió el favor de contratarte y se lo hice” o “eres buena en tu
trabajo y por eso te busqué.”
A saber lo que podía decirme. Pero definitivamente, si había algo que no me
esperaba, era eso.
¿Que yo tenía que estar dónde?
¿Con él?
¿Que no me iba a dejar marchar?
Era médico, así que tenía acceso a un montón de sustancias y estaba
drogado, seguro. O era yo la que no estaba bien de la cabeza y escuchaba lo que
no era.
¿Qué dices? ¿Que has vuelto a leer la frase en el capítulo anterior y no es
majadería mía? ¿Dijo exactamente eso?
—Estás donde tienes que estar. Conmigo. No puedo dejarte marchar, Eva.
Sí, vale, eso mismo había dicho. Y se había quedado tan pancho, oye.
¿Y eso era así? ¿Tan fácil?
¡¿Se estaba quedando conmigo o qué?!
—Sé que tengo mucho que explicarte…
Mejor no…
Levanté una mano y negué con la cabeza. No quería ni escucharlo. Porque
demasiadas estupideces había oído en tan corto espacio de tiempo.
Ese tío era idiota o le faltaba un tornillo o a saber qué demonios era lo que
pasaba por su mente. Lo único que tenía claro era que muy normal no estaba.
—No quiero oír nada —le advertí.
—Eva…
—Y no es algo para hablar aquí.
—Eva —gruñó de nuevo.
—¿Eva qué, Oliver? ¿Eva, qué? —quería gritarle y no podía, por respeto a
mi trabajo y a cada paciente de allí. Pero era normal perder la compostura al
escuchar algo así. Sobre todo cuando me decía algo como eso. ¿Estaba loco o
qué? — ¿Pero de qué vas? ¿Crees que puedes reírte de mí de nuevo o qué es lo
que te pasa?
—No es eso —dijo con firmeza—. No digas estupideces. ¿Alguna vez me reí
de ti?
—Hombre, pues no sé yo —sonaba irónica—. Si no te reíste de mí, ¿qué es
lo que hiciste entonces? Me dejaste hace cinco años con un puto mensaje de
texto y ahora apareces en mi vida, ¡en mi trabajo! y lo primero que me dices es
que ¿de repente te has dado cuenta de que mi lugar es contigo y que no vas a
dejarme marchar? ¿Dejarme marchar? —escupí con rabia— Eso es imposible
porque para dejarme marchar tendría que estar contigo y no lo estoy porque me
abandonaste hace cinco putos años —quise gritar a pleno pulmón.
—Eva —intentó coger mi mano, supongo que para acercarme a él, pero no
se lo permití.
Sentía que me llevaban los demonios.
—¿Te ríes de mí? ¿Es esto una especie de broma o algo? —miré alrededor—
¿Hay alguna cámara oculta?
—No —resopló.
—No me lo puedo creer.
Iba a tirarme del pelo. O quizás a darme manotazos en la cara a ver si todo
aquello era real.
—¿Qué es lo que no puedes creer, Eva? ¿Que haya vuelto a por ti?
Sí, ¡eso mismo!
—Por Dios, ¿cómo se puede ser tan cínico?
—Yo diría sincero, Eva.
—La sinceridad y tú no vais de la mano.
Vi cómo apretó la mandíbula, había metido el dedo en la llaga, ¿eh?
—Jamás he mentido sobre lo que sentía por ti.
Gilipollas.
—Sé que no, Oliver. Supongo que por eso me abandonaste, ¿no? Para no
mentir sobre tus sentimientos.
—No —dijo con rapidez—. ¿Es eso lo que crees? ¿Que murió lo que sentía
por ti?
—¡¿Por qué me abandonaste si no?! —exploté y me limpié las lágrimas con
rabia.
—No por no amarte —dijo con firmeza—. Y porque no he dejado de hacerlo
estoy aquí.
No podía creerme lo que estaba escuchando.
—Joder, no me lo puedo creer… ¿Y qué es lo que esperas, Oliver? ¿Que te
crea? —ni siquiera le di tiempo a contestar— ¿Crees que puedes actuar con
semejante prepotencia y que yo caeré rendida a tus pies?
Se pasó las manos por ese abundante pelo negro y se lo dejó hecho un
desastre.
—No es así.
—¿Esperas que esté feliz de oírte? —increíble— Esperará el señor que ahora
deje mi vida, mis planes, a mi pareja y vuelva corriendo a sus brazos.
No me expresé literalmente, solo era una forma de hablar.
—No tienes pareja, Eva —resopló—. Créeme, lo sé bien.
—¿Por qué demonios sabrías tú nada de mí? —pregunté con toda la rabia
que sentía.
Gemí al darme cuenta de que podía haber gritado y me pasé las manos por el
pelo, frustrada.
Estaba agobiada. Mucho.
—Porque aunque no me creas, no he dejado de estar pendiente a ti, nunca —
dijo, sorprendiéndome.
—¿De qué hablas?
Eso no era verdad…
—Sé que tengo muchas explicaciones que darte.
—No las quiero —lo interrumpí.
—Las necesitas, Eva. Tanto como yo necesito dártelas —negué con la
cabeza.
No, eso no era así.
—Lo único que necesito es no verte más.
Me agarró cuando fui a darme la vuelta, impidiéndomelo.
—Sabes que es mentira.
—Suéltame —le pedí.
—Necesitas la verdad. Como sé que necesito lograr que vuelvas a confiar en
mí y que no será fácil. Pero créeme —dijo con firmeza y con seguridad en su
voz—. Lo haré. Haré lo que sea para que vuelvas a creer en mí —no sé cómo lo
hizo, pero aprovechó un momento en que me cogió con la guardia baja y cogió
mi cara entre sus manos—. Me pondré de rodillas y te pediré perdón cada día si
es necesario, Eva. Haré lo que sea para que me perdones.
¿Así que de eso se trataba todo?
No hacía falta semejante teatro para ello.
—Si es eso lo que necesitas, te perdono —dije rápidamente; tenía que
quitármelo de encima. Puse mis manos sobre las suyas—. Y ahora déjame en paz
— intenté que me soltara, pero no lo hizo.
—¿De verdad es eso lo que quieres?
—¿No verte más? Sí.
Ignoró mi respuesta y acercó su cara más a mí y sentí un escalofrío recorrer
mi cuerpo.
—¿De verdad me olvidaste? —me miró a los ojos, buscando la respuesta en
los míos.
Caminó e hizo que apoyase mi espalda en la pared y pegó su cuerpo al mío.
Fue entonces cuando lo sentí, su erección sobre mi vientre. No me esperaba eso
y no me esperaba que mi cuerpo se deshiciera tan pronto ante él.
¡Traidor!
— No lo creo, Eva —dijo con la voz ronca. Acercó más aún sus labios a los
míos y los rozó. Suavemente, un rápido roce—. Y por cómo tiemblas aun
cuando te toco, sé que tengo razón.
Me sentí lo peor.
—Maldito seas. No es por ti —mentí, temblando por su cercanía, por mi
enfado, por mi indignación, porque me excitara tanto.
¡Por todo!
—Pues yo sí tiemblo por ti —movió sus caderas, clavándome su erección—.
Siempre ha sido por ti.
—Mentira —dije casi sin voz.
Maldiciéndome a mí misma por excitarme con ese simple contacto.
—¿Mentira? ¿Lo que me provocas es mentira? Ojalá lo fuera, Eva, porque
siempre ha sido una tortura. No he podido tenerte cerca sin pensar en hacerte
mía. Siempre. Y lo sabes. Sabes lo que siempre has significado para mí. Joder.
No he sido capaz de no pensar en ti ni un minuto en estos cinco años de mierda
—juró.
Reí con amargura y lo empujé, separándolo de mí.
—¿Y esperas que te crea?
—Es la verdad.
—Nunca te faltaron mujeres para desahogarte —dije con rabia.
—Solo hay una mujer a la que he deseado y lo sabes. Y sigues siendo la
única.
Y sentí como si me hubieran cogido el corazón con las manos y me lo
estrujasen.
Cómo dolía oír algo así.
Cómo dolían las mentiras.
—No te creo —dije con sinceridad.
—Lo sé —dijo con pesar—. Y es lo que merezco.
Hombre, qué mínimo después de comportarse como un capullo.
—Y ya no siento nada por ti —y hasta soné convincente, o eso pensé yo.
Oliver apretó los labios, noté la tensión en su barbilla.
—No me digas eso, por favor —me pidió con dolor en su voz.
—¿Qué esperabas oír, Oliver? ¿Tan tonta me crees como para esperar a
quien me abandonó o como para seguir amándote después de todo? ¿Después de
todo este tiempo?
Lo vi tragar saliva. Carraspeó antes de hablar.
—Incluso de ser así, incluso si logré matar los sentimientos que tenías por mí
por lo que hice… Lucharé, Eva —juró.
Y ahí me derrumbé. Esa fachada que estaba manteniendo hasta el momento,
cayó.
No puede evitar llorar. Y no sabía si era por el dolor, por la rabia, por la
frustración o por todo un poco, pero las lágrimas salieron de mis ojos sin control.
—Mi vida, no llores —me pidió.
Y escuchar ese apodo cariñoso me enfureció aún más. No tenía derecho a
hablarme de esa manera. Ya no.
—¿Luchar por qué, maldita sea? —mis manos en sus antebrazos, intentando
que dejase mi cara libre, intentando que dejara de tocarme.
—Por ti. Por nosotros.
—¿Nosotros? —reí entre lágrimas— No hay ningún nosotros, ¿no lo ves?
¿No recuerdas que fuiste tú quien me abandonó? Terminaste con todo lo que
éramos con un jodido mensaje. Me destrozaste sin una maldita explicación —me
costaba respirar.
—Eva… —limpió las lágrimas con los pulgares, acariciando mi rostro de esa
manera que solo él sabía hacer.
Le temblaban las manos.
Vi el dolor y la tristeza en los suyos y me sentí aún peor.
—Lo siento.
Era la primera vez que lo escuchaba decir algo así y dolía, dolía mucho.
Sentía que me faltaba el aire.
—No sabes cuánto lo siento —yo no podía hablar—. No sabes cuánto me he
arrepentido cada día de lo que hice. No tienes ni idea de cuánto te he necesitado.
No sabes cuánto me odio por ello — para mi sorpresa, sus ojos también
anegados en lágrimas—. De verdad que lo siento.
—No es suficiente —lloré.
—Lo sé. Tengo tanto que explicarte. Tanto que demostrarte.
—Oliver, no —negué.
—Por favor. Al menos dame esa oportunidad. Sé que ni eso merezco, pero
por favor. Aunque sea por lo que vivimos, al menos no me niegues eso —me
rogó—. Lo sabes, en el fondo sabes que no me marché porque no te quisiera.
Necesitas escucharme, Eva. Déjame explicarte.
Negué con la cabeza. En ese momento no quería nada de él, ya no quería ni
una respuesta. Ya no serviría de nada. El daño estaba hecho.
Solo quería huir de allí. Tenerlo lejos.
Porque cada segundo que lo tenía cerca era un suplicio para mí.
—No, Oliver —lo miré, la sinceridad en mis ojos—. Porque no servirá de
nada. Ni siquiera estoy aquí por mi currículum, hasta para eso me has usado.
—Eva…
—No solo mataste lo que sentía por ti, me acabas de hundir como
profesional.
—No seas idiota, no rebujes las cosas.
—¿Fui yo quien lo hice, Oliver? No. Yo soy quien debería de poner la carta
de renuncia encima de la mesa y yo soy la mujer cobarde que no lo hará porque
podría joder mi carrera. Y tú sabías todo eso. Y sigues jugando conmigo.
—Las cosas no son como crees.
—Digas lo que digas… Tú mismo lo dijiste, ni siquiera te creeré —cogí aire
—. Solo déjame ir, por favor. Ya me hiciste demasiado daño, no más.
Se quedó observándome unos segundos y no podía imaginar qué era lo que
pasaba por su cabeza.
Asintió.
—Lo haré. Por ahora —matizó—. Pero no voy a rendirme, Eva. Esta vez no
lo haré —dijo con firmeza.
Soltó mi rostro y no tardé en girarme y en abrir la puerta.
Tenía que irme de allí. Tenía que alejarme de él.
—Te haré recordar —y esa última frase suya sonó a juramento.


—¿Oliver? ¿Oliver Aguilar volvió? ¡¿El cabrón que te abandonó?!
Camila y yo pusimos los ojos en blanco cuando María gritó. Nos había
mirado todo el que estaba en la cafetería.
Sí, yo también me había preguntado muchas veces cómo siendo tan pija
podía ser tan ordinaria.
Así era ella.
Íbamos por la segunda cerveza, yo les había contado con pelos y señales lo
que había pasado con Oliver.
Esa había sido la primera bomba, decirles que él había vuelto, porque aún no
había sido capaz de hacerlo. Primero porque estaba esperando que todo fuera
una alucinación. Segundo porque después de la discusión con Lara, lo que
menos ganas tenía era de hablar de ello.
Pero llegados ya a ese punto…
Tenía que desahogarme con alguien. Y eso fue lo que hice, contarles todo
con lujo de detalles.
Obviando la parte de mi alucinación con el afeitado, por supuesto.
—No sé qué es lo que quiere de mí —gemí y dejé caer la cabeza encima de
la mesa.
—Pues él parece tenerlo muy claro —dijo Camila.
La miré.
—¿Tocarme los ovarios? —pregunté con ironía y levanté la cabeza. Volví a
sentarme bien.
—Bueno, supongo que no en ese sentido, pero en el otro me da a mí que sí,
¿eh? —fue María quien habló.
Yo maldije. Camila rio.
Pues yo no le veía la gracia, sobre todo porque volvía a recordar el momento
del afeitado y me entró un calor…
—Pues por lo roja que te has puesto se ve que piensas igual —rio María.
La miré, entonces, con ganas de asesinarla. A ella le daba igual, seguía a lo
suyo.
—Dejando ese tema evidente a un lado…
—¿Evidente? —enarqué las cejas al interrumpir a Camila.
—Eva, no has tenido una relación en todos estos años. En la mayoría de los
casos no has pasado de un primer polvo, y eso contando que llegaras a echar
alguno y no se quedaran en más que unos besos porque a todos los tíos les
encontrabas fallos.
—¿Y eso qué tiene que ver? El patio está muy malo, a ver si ahora va a ser
culpa mía que ninguno merezca la pena.
—Cariño, que no todos son malos. Es que tú jamás has sido capaz de olvidar
a ese hombre. No lo olvidaron ni tu corazón ni tu vagina, admítelo ya —Camila
siendo clara.
—Eso no es así —gruñí.
Pero lo era. Para mi desgracia, lo era y yo lo sabía muy bien.
Mi vibrador y mi satisfayer también, pero eso era secreto, algo privado entre
nosotros y mi mente. Además, una cosa eran las fantasías y otras la realidad.
Y eso lo sabe todo el mundo.
—Y parece que él tampoco te ha olvidado a ti —dijo María.
—¿Estáis de su parte? —estaba alucinando.
—Qué parte ni qué ocho cuartos, Eva. Esto no se trata de estar en un bando o
en otro. Somos tus amigas, no seas idiota —resopló Camila.
—Pues como seáis igual de amigas que Lara… —me callé al ver cómo me
miraron.
—Ya sabíamos que algo pasaba cuando no escribiste sobre vernos en el
grupo. Además, las dos habéis estado muy calladas estos últimos días. Lo hemos
respetado y estamos aquí. Pero también es nuestra amiga, no vamos a
posicionarnos —me advirtió Camila.
María asintió con la cabeza, dándole la razón. Y las entendía. Era algo entre
Lara y yo, no podía arrastrar a las demás.
—Entiendo que ahora estés demasiado enfadada y en caliente como para
sentarte a hablar con ella —continuó Camila—. Nosotras tampoco sabemos por
qué actuó así, pero sí sabemos cuánto significas para ella. Así que alguna razón
debe haber para actuar como lo hizo. Y no —ni me dejó expresarme—, no
saques que él es su hermano, que estamos hablando de Lara —eso era
exactamente lo que iba a decir, me había leído la mente—. Ella no te haría daño.
—Por nada del mundo —confirmó María.
Sentí un nudo en la garganta al escucharlas decir eso porque sabía que era
verdad. Pero lo había hecho y me había dañado siendo consciente.
—Algo tiene que haber de fondo —María estaba de acuerdo—. Pero ya lo
descubriremos. Ahora lo que nos interesa es la vuelta de ese capullo.
—Un capullo que te ha dejado muy claro lo que quiere —Camila me miró
fijamente, sus cejas enarcadas.
—¿Joderme la vida? —gruñí.
—Joderte seguro, en otro sentido —rio María.
No le veía la gracia, la verdad. Pero ella se descojonaba con el tema.
—A ti —dijo Camila—. Parece que te quiere a ti.
Resoplé.
—Eso no tiene ningún sentido.
—Sin explicaciones de por medio no —concordó ella.
—Ni con explicaciones tampoco —aseguré—. Que no soy un objeto, qué
coño. ¿Qué se cree? ¿Que puede dejarme cuando quiera y como quiera y
aparecer cuando le salga de los huevos y reclamar mi atención? Una mierda —
resoplé—. Y bien grande, sin explicación y con ella. No creo que nada justifique
lo que me hizo. Y menos aún que use mi trabajo, eso sí que no se lo voy a
perdonar.
—Pues no —dijo María, apoyándome—. Nunca está justificado el hacerle
daño a otra persona. Ahora, lo del enchufe tampoco exageres tanto, que la
mayoría en este país necesita de buenas opiniones extra. Ya sabes, quien no tiene
padrino… Sobre lo de Oliver y su huida, algo hay ahí, Eva.
—Algo que no sabes. Que no sabemos. Algo de lo que parece ser, Lara sí
tiene conocimiento y la hizo entender y apoyar a su hermano hasta el punto de
jugártela de una manera que ninguna de las tres entendemos. La pregunta es para
ti ahora. ¿Quieres saberlo? —preguntó Camila.
—No —dije con rapidez.
Demasiado deprisa para sonar creíble.
—Venga ya. Llevas años preguntando por qué, quejándote de que te dejó sin
una explicación. ¿Y ahora que te la quiere dar no la quieres? —María rio— No
te creo.
No me creía ni yo misma, como para creerme ella.
—¿De qué serviría ahora?
Camila se encogió de hombros antes de hablar.
—A lo mejor de nada, porque el daño está hecho. Pero también sabemos que
no cerrarás ese capítulo hasta que lo escuches.
Sabía que Camila tenía razón en lo que decía. Pero no por ello iba a ceder.
—Pues yo me muero de la curiosidad —suspiró María.
Miré al cielo, ¿por qué tenía a esa mujer como amiga?
—Mentiría si dijera que yo no quiero saber —dijo Camila para mi sorpresa
—. Porque a mí nunca me cuadró la situación.
—A mí tampoco —María opinaba igual—. Ese tío siempre estuvo loco por
ti. No hacía falta que lo dijera, se le veía en los ojos. Me habría jugado el cuello
a que te amaba con locura.
—Pues lo habrías perdido —aseguré.
—No sé, Eva. Pero yo tampoco entendí, nunca, lo que ocurrió —intervino
Camila.
Desde un “se aburrió de mí” hasta un “jugó conmigo” o un “había otra”.
A saber.
—Lo que ese hombre demostraba sentir por ti no fue un juego. Lo que lo
llevó a tomar esa decisión solo él lo sabe. Pero yo no creo que fingiera. Los
sentimientos no se pueden fingir, Eva y para ese hombre tú lo eras todo. ¿O
acaso tú sentiste que no era sincero?
Tragué saliva, no quería llorar. Y no quería oírlas, porque me hacían dudar.
No, nunca sentí que me mintiera. Habría metido las manos en el fuego por él.
Pero…
—Lo que sea… Es evidente que necesita explicarse —dijo Camila.
—Lo gana bien, que se pague un psicólogo. Porque yo no pienso ayudarlo.
No quiero volver a revivir el dolor.
—¿Y prefieres no saber? Si es así, hazlo. Pero si por casualidad hay algún
motivo de peso para lo que hizo y lo descubres después de darle la patada… —
Camila puso una mueca de disgusto— No sé, Eva, ¿al menos deberías
escucharlo?
—No voy a pensar una mierda —dije enfadada.
Nada podía justificarlo.
—Él no parece estar muy por la labor de ayudarte a no remover la mierda ni
a no hablar del pasado —María habló, esa vez, bastante seria—. ¿Cómo lo vas a
hacer? Porque aquí todas conocemos a Oliver.
Puse una mueca al escucharla. Sabía a lo que se refería. Oliver y su
cabezonería.
—Tendrá que entender que no es no —dije con firmeza.
¿Qué mínimo?
—Ya… La cuestión no es que él no te respete en eso, no es un capullo
integral—Camila resopló—. Vamos, lo sabes, jamás te obligaría a nada, no seas
idiota. Ni a ti ni a nadie —suspiré, sabía que era así—. Pero sabrá jugar bien sus
cartas.
—¿A qué te refieres? —fruncí el ceño.
—A que no es tonto, Eva. Y a que con él y con todo lo que tenga que ver con
él nunca has sabido disimular. Y tú a ese hombre no lo has olvidado. Y él lo
sabe.
—Lo odio —dije con rabia, sintiendo ganas de llorar por lo que oía.
Porque me odiaba a mí misma por ello. Porque ni siquiera podía creerme esa
mentira que acababa de decir.
—¿A él o a ti? —preguntó María, haciéndome apretar los dientes al dar en el
clavo.
—Mientras Oliver sienta que tiene una oportunidad, ¿crees que se rendirá?
—preguntó Camila, haciéndome volver atrás.


Años atrás.
Sentada entre las piernas abiertas de Oliver, con mi espalda apoyada en su
pecho. Él abrazándome con fuerza por la cintura. Mirando cómo anochecía
mientras estábamos sentados en el porche de una cabaña que habíamos
alquilado para pasar el puente.
—A veces me da miedo que esto se acabe —susurré.
Oliver me abrazó con más fuerza y me dio un beso en la cabeza.
—A veces me da miedo que seas tan tonta —me giré y lo miré de muy mala
manera. Él rio, haciéndome reír a mí.
Hacía unos meses que estábamos juntos y entre la universidad para mí y su
trabajo en el hospital, lo teníamos muy complicado para vernos.
Pero conseguimos organizar una escapada juntos.
Solos.
—Con lo que me costó enamorarte, ¿crees que te dejaría así como así? —
preguntó.
Me giré entre sus brazos y me puse de lado. Mis piernas por encima de una
de las suyas.
—¿Te costó enamorarme? ¿O me costó a mí hacerlo?
Él sonrió.
—Sabes que siempre estuve loco por ti.
—Pues supiste ocultarlo muy bien mientras andabas con una y con otra —
resoplé.
Oliver soltó una carcajada.
—Eras la mejor amiga de mi hermana y, para colmo, soy cinco años mayor
que tú. Me sentía como un enfermo. Además de que me daba miedo quedarme
eunuco si Lara me daba una patada en las pelotas —rio—. En realidad lo que
me ayudó fue pensar en eso.
—¿En qué? —pregunté, divertida.
—En pensar que de todas formas iba a quedarme eunuco, así que mejor
hacerlo por la venganza de una hermana y sufrir el dolor del golpe de una vez
que sufrir a diario de “pelotas azules” cuando te veía —resopló.
Solté una carcajada.
—Exagerado…
—¿Exagerado? —me miró seriamente— Era verte y ponerme malísimo, ¿por
qué crees que la mayoría de las veces huía?
—Y yo pensando que te caía mal.
—Oh, lo hacías —rio al ver mi cara—. ¿Qué quieres? Era incapaz de
sacarte de mi cabeza y mis fantasías contigo cada vez iban a peor.
Sus ojos verdes brillaban, divertidos. Pero también lucían sinceros.
—Yo nunca imaginé nada de eso —sonreí, algo avergonzada.
—Pues Lara lo supo desde el principio, así que no fui tan bueno
escondiéndolo. Lara y todos los demás.
—Menos yo.
—Menos tú —me cogió la nariz—. Yo también pensé que no te interesaba —
eso me había contado varias veces—. Y nunca iba a intentar nada. Hasta que
escuché que quedaste con ese gilipollas y escuché la palabra preservativo y casi
me dio el soponcio.
Había quedado con un compañero de la universidad. Se lo estaba contando
a Lara y el tema de la protección salió a flote. Ella, que era así.
Porque yo aunque nadie lo entendiese, no tenía prisa ninguna por perder la
virginidad. Por extraño que pareciera, ¡ni siquiera había salido con chicos
antes!
Estaba centrada en mis estudios.
Y en mi amor platónico.
—La verdad es que muchas veces lo pasé mal imaginándote con otro —
resopló—. A veces pensé que iba a volverme loco, pero tenía que aceptarlo.
—Para mí tampoco fue fácil verte…
Me callé porque no me gustaba hablar de eso.
—Lo sé —cogió mi cara entre las manos y me besó con dulzura—. Fui un
tremendo idiota.
—Pues sí —le aseguré, haciéndolo reír—. Ojalá siempre sea yo.
Sonrió con dulzura.
—¿De verdad lo dudas?
—La vida da muchas vueltas, Oliver. Los sentimientos cambian y…
—Y quizás seas tú quien se aburra antes de mí —me interrumpió.
—Lo dudo —era sincera.
—No creo que haya nada que pueda separarme de ti. Solo la muerte.
Lo dijo tan serio, tan tremendista, que hasta me asusté.
—Idiota, no digas esas cosas —le di en el hombro.
Oliver soltó una carcajada antes de besarme.
—Siempre lucharé por nosotros, te lo prometo. Siempre lucharé por ti,
incluso si con quien tengo que luchar es contigo misma.
—¿Me obligarías a estar contigo? —no estaba entendiendo lo que quería
decir.
Vi el horror en su mirada.
—Jamás. Por más que me doliera, si no sientes nada por mí… —suspiró,
parecía que le hacía daño hasta decirlo— Pero si por cualquier jugarreta la
vida nos intentara separar y yo sintiera que aún hay algo entre los dos créeme,
lucharía por ti hasta mi último aliento. Quiero verte feliz, Eva, siempre.
Conmigo o sin mí—me dio un dulce beso en los labios— Pero como no te pienso
dejar, no tiene sentido lo demás, ¿no?
Y tras un guiño de ojo, me besó.


—¿Crees que se rendirá? —había preguntado Camila.
Por las palabras que él mismo me había dicho en el pasado, la respuesta era
un rotundo no.
Pero también me había jurado y rejurado que nunca, jamás, me dejaría. Y lo
hizo.
Y de la peor manera que podía llegarme a imaginar.
Me infringió el peor de los daños.
Así que…
—No lo sé —dije con sinceridad—. No lo sé.
Porque hacía mucho que Oliver se había marchado de mi vida convertido en
el capullo que prometió no ser.
Y a este nuevo Oliver no lo conocía.
Así que a saber con lo que me saldría.

Capítulo 7
Cupido, por favor, ¿puedes flecharnos a los dos?
Oliver

Miré mis manos, temblaban. Como aún me temblaba todo el cuerpo. Y es
que después de cinco años, después de haberla visto tantas veces en la lejanía
volví, de nuevo, a tocarla.
No imaginé que sería semejante tortura.
No quería soltarla, no quería separarme de ella. No otra vez.
Metí las manos en los bolsillos de mi pantalón y me acerqué al ventanal de
mi despacho. Me quedé mirando a la nada mientras en mi mente rememoraba
cada segundo que había pasado con ella.
Estaba dolida, mucho. La había destrozado por completo. Y sentí que el
corazón se me partía en mil pedazos al verla tan rota.
Maldito fuera, le hice daño.
Le hice lo que le juré… Lo que me juré no hacerle nunca.
No podías haber hecho otra cosa.
O tal vez sí, nunca lo sabría.
“No te creo.”
“Y ya no siento nada por ti.”
“No solo mataste lo que sentía por ti.”
Esas palabras me habían dolido más que todo lo que había pasado durante
esos años atrás. ¿Pero qué esperaba que hiciera? ¿Que corriera a mis brazos?
No, por supuesto que no. Y ni siquiera sabía si iba a poder recomponer todo
el daño que había causado. Y tampoco podía volver atrás.
Si fuera por mí, cogería cada pedacito de ella y lo pegaría con cuidado. La
abrazaría hasta que lograra hacer desaparecer todo el dolor que le infligí.
La besaría hasta borrar cada lágrima que había derramado por mí.
Y eso era lo que iba a hacer, para eso había vuelto. Para eso había dado la
cara.
Se acabó el mirarla desde lejos, se acabó el observarla en la distancia. Eva
merecía que, por fin, luchara por ella.
Por nosotros.
Como no hice en el pasado.
Sabía que no iba a ser fácil, la conocía. Sabía que me iba a costar que
volviera a confiar en mí. Sobre todo porque también había dañado su orgullo
profesional.
Pero para mi fortuna, tenía algo a mi favor. Y lo noté nada más tocarla.
Por cómo tembló.
Lo noté por cómo su cuerpo se encendió al tenerme cerca, como lo había
hecho el mío. Reconociendo a la otra persona.
El deseo puro.
Y lo vi en sus ojos.
Ella no me había olvidado. Como yo no la había olvidado a ella.
Pero por si acaso, iba a hacerla recordar.
Solo esperaba que me permitiese hacerlo.
Un movimiento me sacó de mi ensimismamiento y bajé la mirada. Ahí
estaba Eva, en el jardín. Con las manos apoyadas sobre sus rodillas y la cabeza
agachada.
Maldito cabrón, otra vez haciéndola llorar.
Me odiaba por ello, me había odiado los últimos cinco años. Me preguntaba
cada día si estaba haciéndolo bien, si había tomado la decisión correcta.
Me preguntaba cada noche, entre lágrimas, si volvería a verla.
Y el miedo a no hacerlo fue lo que me ayudó a luchar.
Le rogué a Dios no solo porque me diera fuerzas, sino porque ella no me
quisiera tanto, así no lo pasaría tan mal.
—Eva —suspiré, poniendo la mano sobre el cristal.
Entonces ella se irguió, se recompuso y se marchó de allí.
Apoyé mi frente en el cristal, ojalá pronto me perdonase. Si lo conseguía, si
volvía a lograr tenerla conmigo, me encargaría de que no volviese a llorar nunca
más.


Años atrás.
—Ey, ¿qué pasa? —le pregunté una noche, preocupado al sentir sus
lágrimas sobre mi pecho.
La levanté de encima de mi cuerpo y observé su rostro mientras limpiaba sus
lágrimas.
Era la primera vez que la hacía mía. Era la primera vez que la amaba. Era
la primera vez que le demostraba todo lo que ella significaba para mí.
—Eva, por Dios, ¿qué pasa? ¿Hay algo mal?
—No —sonrió—. Solo estoy contenta —me dio un beso en los labios—. Me
he sentido querida y deseada.
—Porque eso es lo que siento por ti —y era así.
Quizás la gente podía pensar que se necesitaba muchas veces más para que
alguien expresara sus sentimientos por otra persona. Pero entre Eva y yo no fue
necesario ni el acostarnos una vez.
Se lo dije antes, le dije lo que mi corazón guardaba justo antes de entrar en
ella. Porque era lo que sentía, porque teníamos historia. Porque lo nuestro era y
fue, siempre, mucho más.
—¿No es muy pronto para decirnos que nos queremos? —preguntó,
nerviosa.
Sonreí y negué con la cabeza.
—Para nosotros no.
Y la besé. Y la hice mía otra vez.
Y la amé esa noche y todos los días después de eso. Mientras la vida me lo
permitió.
Hasta que la vida nos jodió.
¿O lo hice yo?


No sabía si podía recuperar lo que alguna vez fuimos. No sabía si ella me iba
a permitir hacerlo.
Pero de que lo iba a intentar, lo iba a intentar.
Lucharía por Eva hasta mi último aliento.


Esa misma noche…
Ahí estaba, de noche, dentro del coche y mirando a la ventana de su
dormitorio. Como un jodido acosador.
Tenía un maldito problema, lo sabía.
No sabía cuánto tiempo llevaba ahí, ni siquiera cómo había llegado hasta ese
lugar. Solo que sentí la necesidad de saber que estaba bien y no pensé en lo que
hacía.
Suspiré y fui a arrancar el coche cuando un movimiento me hizo mirar hacia
el portal. Entonces la vi, entrando en él.
¿Habría estado con sus amigas? Esperaba que sí y de que ser así, se hubiese
divertido. Yo a Eva la quería ver siempre con una sonrisa en la cara, jamás
llorando.
Y menos si yo era el culpable de esas lágrimas.
Ya lo había sido durante demasiado tiempo. Y fue en ese momento cuando
entendí que había vuelto a meter la pata de nuevo.
Me había vuelto a comportar como un cabrón.
No tenía que haber forzado nuestro encuentro, no tenía que haberla forzado a
estar conmigo entre esas cuatro paredes.
No tenía que haber dicho muchas de las cosas que dije.
No tenía que haber hecho y dicho tantas cosas… Empezando por aquel
maldito mensaje de texto con el que me fui de su vida.
Y ella tenía razón, ¿ahora qué pretendía? ¿Qué iba a conseguir con esa forma
de actuar?
Solo alejarla más. Y no era eso lo que quería.
Quería que me escuchara. Quería que me diera la oportunidad de explicarme
pero porque ella quisiera hacerlo, porque ella quisiera escucharme. No porque yo
necesitase hacerlo.
Y hasta el momento, solo estaba haciendo lo que necesitaba yo.
Otra vez volvía a fallar en lo mismo, otra vez volvía a tropezarme con la
misma piedra.
Otra vez volvía a ser un capullo egoísta.
Y no podía permitir eso.

Capítulo 8
Cupido, ¿por qué?
Eva

Llegué a casa, le di las buenas noches a mi madre que estaba medio dormida
en el sofá y entré en el dormitorio. No me había dado tiempo a mucho más
cuando mi móvil sonó.
Una llamada.
El corazón me dio un vuelco al ver de quién se trataba. Aún seguía
conservando el mismo número.
Me quedé con el móvil en la mano, mientras esta me temblaba. No supe si
aceptar la llamada o no.
¿Y si era algo de trabajo?
Acepté rápidamente.
Sí, lo sé, era una maldita excusa que me ponía. Como si no lo supiera bien.
¿Pero qué podía hacer? Necesitaba usar alguna para no odiarme por seguir
ahí cuando él quisiera. Necesitaba alguna excusa para no reconocer que mis
amigas me habían hecho dudar y que, a lo mejor, tenía que escucharlo.
Debía hacerlo para pasar página, como decían.
Necesitaba una excusa para no odiarme al reconocer que necesitaba hacerlo
y encontrar una respuesta lógica para su abandono.
De verdad que me odiaba por ello, por ser tan débil cuando de él se trataba.
Por no poder odiarlo a él por más que lo intentara.
—Eva —pronunció mi nombre después de un par de segundos en los que los
dos nos mantuviéramos en silencio.
Sonaba emocionado. ¿Por qué?
—¿Ocurre algo? —no pude evitar preguntar, sin poder evitar sentirme
preocupada por él.
Así de idiota era. Después de todo lo que había sufrido por su culpa, ahí
estaba. Cogiéndole una llamada.
—¿Qué?
—¿Ocurrió algo en la residencia? —pregunté esa vez.
—No, no —carraspeó—. Esto, yo… Solo necesitaba oír tu voz.
—Oliver —suspiré—. Voy a colgar.
—No, Eva, por favor —la súplica en su voz—. Por favor. Solo un momento
—me quedé con el móvil en la oreja, sin poder cumplir lo que había dicho que
iba a hacer—. Yo… Lo siento. Sé que no tengo derecho a pedirte nada y que
volví a comportarme como un imbécil hoy.
Tal cual, no podía negárselo.
—No hace falta que lo jures —me salió del alma.
Escuché cómo reía un poco y no pude evitar sonreír.
—Sé que lo hice mal. Perdóname.
—Ya te dije que si es eso lo que necesitas…
—Te necesito a ti —me interrumpió y yo tragué saliva, sintiendo un nudo en
la garganta—. Pero no por ello puedo comportarme como un capullo. Yo…
Escuché cómo soltaba el aire de sus pulmones, sabía que le estaba costando
y, conociéndolo, seguramente se estaba pasando las manos por el pelo,
dejándoselo hecho un desastre.
—¿Tú qué? —pregunté en un susurro, aun sabiendo que no debía.
Siendo consciente de que tenía que cortar todo eso de raíz.
Estuvo un rato en silencio, hasta que habló. Y lo que dijo me partió el alma.
—Te echo de menos —dijo con la voz tomada, como si estuviera llorando.
—Oliver —me quejé, con mis ojos anegados en lágrimas.
No era justo que me hiciera eso.
No tenía derecho a decirme algo así cuando fue él quien me dejó tirada como
a una colilla.
—Necesitaba que lo supieras. Como necesito contarte lo que pasó.
—Oliver, yo no…
—No forzaré nada, Eva. Pero piénsalo, por favor.
Me limpié las lágrimas que me caían por las mejillas.
Tenía que mandarlo a la mierda. Bien lejos.
Malditas mis amigas por hacerme dudar. Porque por eso estaba haciendo lo
que no debía, ¡porque me habían plantado la semilla de la duda en la cabeza!
Joder.
—Está bien —fue lo que dije en su lugar.
Así de débil era cuando se trataba de ese hombre.
—Gracias. No dejarás el trabajo, ¿no?
—¿Debería?
—No —dijo rápidamente—. Jamás jugaría con tu trabajo. Al menos eso lo
sabes, ¿verdad?
¿Lo sabía?
—Cumpliré con el contrato —aseguré.
—Bien —dijo, aliviado y fui a colgar—. Ah, ¿Eva?
—¿Sí?
—Te he prometido no forzar nada y no lo haré. Pero ¿puedo, al menos,
insistir? ¿Aunque sea un poco? —preguntó con ¿timidez?
Increíble.
Como increíble era la pregunta que me estaba haciendo.
Sonreí, no pude evitarlo. Era el mismo tonto de antaño, parecía que en
algunas cosas no había cambiado.
Esa pregunta iba con segundas y ambos lo sabíamos.
La respuesta podía condenarme.
Si quería cortar por lo sano, tenía que decir no.
Si quería que él sintiera que había una esperanza, una puerta abierta,
entonces sería un sí.
Después de todo lo que había pasado, la respuesta era evidente, ¿no?
—Sí —y colgué a toda prisa.
¿Pero qué has hecho, jodía?

Capítulo 9
Cupido, ¿jugando sucio?
Eva

—Buenos días —sonreí al entrar en la habitación de mi primera paciente esa
mañana.
Había que sonreír, siempre. Aunque costase. Porque los pacientes nos
necesitaban así. Dando fuerza, apoyo y ánimo.
Nuestros problemas personales había que dejarlos fuera.
Para quien podía, claro. Porque mi mayor problema personal, para mi
desgracia, era mi jefe. ¿Se podía tener más mala suerte en la vida?
Sí, que además de mi jefe, era mi ex. Uno que me había abandonado y que
ahora decía querer recuperarme.
Pero qué desgraciadita soy.
—¿Qué tal pasó la noche? —le pregunté a Lola, la paciente que me tocaba
atender.
—Pues parece que mejor que tú —enarqué las cejas, divertida, al escucharla.
Lola era así, ella soltaba por la boca todo lo que quería y más. Como decía,
ser anciana le daba derecho a ello. Siempre sin ofender, claro. Pero sin mentir.
Así que si alguien se molestaba por escuchar la verdad, ya ese no era su
problema.
—¿Tanto se me nota? —puse una mueca.
Sabía de más que sí. Porque tenía espejos en casa y me miraba en ellos, no
necesitaba que nadie me dijese cómo de mal lucía.
Me había levantado esa mañana con unas ojeras que ni un oso panda. Había
intentado disimularlas con el corrector, pero nada.
Y desde aquí aprovecho para hacer un llamamiento a todos los fabricantes de
maquillaje porque vamos a ver, ¿vosotros en quiénes testeáis los productos?
Porque en pieles normales de una desgraciadita mujer de la calle como yo no,
¿eh? No hay nada que me ayude a tapar los jodidos círculos negros crónicos que
tengo alrededor de mis ojos.
¿A ti te pasa igual? Pues gracias; mal de muchos, consuelo de tontos.
Es que de verdad, ¿eh? Sacad algo que sea efectivo, hombre, que las mujeres
panda estamos cansadas de serlo.
Volviendo a la historia, me acerqué a la paciente para tomarle la tensión.
—¿Quién es él?
Joder, pues sí que era inteligente la mujer.
—¿Quién es quién? —me hice la tonta.
Como me lo había hecho con mi madre esa mañana, pero tampoco coló.
Claro que mi madre me miró. Y me miró. Y me miró aún más y me preguntó:
¿Es Oliver?
Y yo solo pude ponerme a llorar. Y ella solo pudo abrazarme. Y así nos
quedamos, empeorando mis ojeras mientras el rímel se me corría y lloraba como
tonta y le explicaba lo que había pasado.
Las madres, mujeres inteligentes donde las hubiera.
—¿Cómo se llama el hombre que te hizo llorar? —preguntó Lola, la anciana
que estaba sentada en la cama de su habitación.
Me reí. Porque no iba a llorar con ella.
—¿Por qué cree que es un hombre?
—Más sabe el diablo por viejo que por diablo—dijo ella.
Tras tomarle la tensión y anotarla, metí la mano por debajo de la almohada y
saqué una bolsa con chocolates. Enarqué las cejas mientras se la enseñé.
Ella resopló.
—No me gustas.
Solté una carcajada. Y volví a poner la bolsa donde estaba.
—¿Seguro que no? —pregunté divertida.
—Está bien, entre mujeres nos entendemos. Yo no preguntaré nada y tú
tampoco. Sobre todo porque las dos sabemos las respuestas, ¿verdad?
Hizo un gesto con los ojos y señaló a la puerta. Miré en esa dirección y sentí
que me quedaba sin aire.
Dios, qué guapo era ese hombre.
No, Eva, eso no. ¡Por ahí no!
Joder, es que no lo podía evitar.
—Doctor, ¿cuánto tiempo lleva ahí? —preguntó la anciana.
Oliver, tan imponente, tan bien peinado, con sus manos en los bolsillos de la
bata, miró a la anciana y sonrió.
—El suficiente para saber que no cambia y que sigue chantajeando a mis
enfermeras.
—¿Chantaje? Por Dios, ¡qué palabra más fea! —exclamó la anciana,
fingiendo sentirse ofendida.
—¿Entonces cómo llamamos a eso?
—¿A qué? —preguntó inocentemente, con un pestañeo digno de una actriz.
Aún con la mala leche que sentía al verlo, aún con los nervios que me
producía tenerlo cerca, porque se había acercado a mí, me tuve que reír.
—Déjame ver —me cogió la carpeta donde anoté los datos de la paciente y
le echó un vistazo. Cogió el bolígrafo que yo tenía en las manos y escribió el
cambio de medicación en el informe de la paciente.
Intenté ser profesional y mantenerme todo lo quieta que podía, sin que se me
notara nada. Pero el simple roce de sus dedos me había puesto nerviosa.
Porque joder, las emociones de los últimos días me estaban sobrepasando.
Y las palabras de mi amiga volvieron a mi mente.
“Lo que ese hombre demostraba sentir por ti no fue un juego. Lo que lo llevó
a tomar esa decisión solo él lo sabe. Pero yo no creo que fingiera. Los
sentimientos no se pueden fingir, Eva y para ese hombre tú lo eras todo.”
—¿Eva?
—¿Qué? —pregunté, saliendo de mi más que obvio atontamiento. Lo miré y
vi cómo me ofrecía tanto la carpeta como el boli— Oh…
Con las mejillas ardiéndome, lo cogí. Carraspeé y me quise meter debajo de
la cama.
—Hoy vamos a hacerle un electro y entonces decidiré si le disminuyo un
poco la medicación para que no se sienta tan fatigada. ¿Le parece? —preguntó
Oliver.
La mujer, además del cáncer que sufría, tenía problemas cardíacos y el
aumento de la dosis de la medicación la había dejado algo desganada. Oliver era
el especialista en cardiología además del director del centro, así que estaba en
buenas manos.
—Yo siempre estaré de acuerdo con todo lo que me quite la fatiga —dijo la
mujer.
—Si es para comerse los chocolates que tiene escondidos, todavía y la dejo
como está —bromeó Oliver, haciéndola resoplar.
Lola me miró a mí y me habló en un susurro. Al menos esa era su intención,
que lo consiguiera ya era otro tema. Porque no solo se enteró Oliver de lo que
decía, lo hizo todo el hospital.
—¿Y este es el que te quita el sueño a ti? —abrí los ojos como platos, ¿pero
cómo…? La anciana resopló y al final sonrió— Buen gusto, chica —y me guiñó
un ojo.
Yo me quedé sin poder moverme y ella miró a Oliver muy seria.
—No la mereces si la haces llorar.
Él asintió con la cabeza, sin sorprenderse porque la anciana mujer se hubiera
dado cuenta.
—Lo sé. Espero poder compensarla —dijo mirándome, antes de darse la
vuelta y marcharse.
Y yo sentí como si me faltase el aire.
La mujer soltó una risita.
—Es un buen hombre.
La miré, aún alucinando.
—¿Cómo lo supo?
—Ay, cariño. Somos energía y eso es lo que desprendemos. Y en vuestro
caso es demasiado evidente.
—Pero…
—Es muy difícil encontrar a alguien así, que vibre en la misma frecuencia
que una. Por eso si aparece, hay que agarrarlo con fuerza.
Bueno, las cosas no eran tan fáciles.
—¿Incluso si hace daño?
—No —negó—. El amor no hace daño. El daño lo hacemos nosotros porque
somos imperfectos y tomamos decisiones equivocadas. Después llegan el ego, el
orgullo. El tú hiciste, yo hice… —chasqueó la lengua— ¿Y eso de qué sirve?
Cuando te ves como yo, a las puertas de la muerte y arrugada como una pasa y
miras atrás en tu vida es cuando te das cuenta de que muchas cosas no servían de
nada. Solo lo de aquí —se señaló al corazón—. Es a este al único que hay que
escuchar porque este —se señaló la cabeza, refiriéndose al cerebro—, este sabe
bien cómo jodernos la vida. Y lo esencial solo se siente, no se piensa.
Me quedé pensando en lo que decía y sonreí.
—Es usted muy sabia.
—No, soy vieja —soltó una carcajada y yo reí. Y de repente la sonrisa se le
apagó—. Perdí a quien quería por el orgullo. A lo mejor si lo hubiera escuchado,
podría haber solucionado las cosas. O a lo mejor no, ¿quién sabe? ¿Pero sabes
cuál es la diferencia?
—No —dije con la voz emocionada, porque me estaba tocando la fibra
sensible.
—Que de una manera me pude quedar en paz y al final me quedé con el alma
envenenada —sonrió con tristeza—. Quizás en mi siguiente vida, a esa a la que
me voy pronto, sea más sabia y menos orgullosa.
No pude evitar derramar algunas lágrimas al escucharla.
Por ellos, por la gente, adoraba mi trabajo. Y la gente con el alma rota, la
gente con miedo, la gente que veía la muerte cerca… Ese tipo de personas era de
quien más aprendía.
Porque sabían valorar lo que de verdad importaba y siempre me daban una
buena guantá’ sin manos, como decía mi abuela.
—Vamos, vamos —me había cogido la mano y me estaba dando palmaditas
—. Ya tienes bastantes ojeras como para empeorarlo más. ¿Un chocolate? —
preguntó, haciéndome soltar una carcajada.
Me comí uno. Y dos. Mientras disfrutaba de la compañía de alguien tan
especial.
Al salir de la habitación, miré la carpeta para leer lo que Oliver había escrito
y seguir sus instrucciones. Y me quedé a cuadros cuando al final de todo, había
dibujado un corazón y la palabra Vida.


Años atrás.
—Me voy a hacer un tatuaje.
Enarqué las cejas y miré al guapísimo hombre que estaba a mi lado.
Habíamos cenado en un restaurante italiano y me acompañaba a casa,
paseando, cogidos de la mano.
—¿Un tatuaje? —pregunté.
Con Oliver era así. No había nada previsible. Y eso me encantaba.
—Sí, ¿no te gustan?
—¿Los tatuajes o que te lo hagas tú?
—Que me lo haga yo no va a afectarnos en nada, te seguiré poniendo como
una moto —dijo con aire de superioridad.
—Serás creído —bufé—. ¿No tienes el ego demasiado subidito, Oliver
Aguilar?
—Pues no —dijo tan tranquilo—. Se apoyó en la parte trasera de un banco,
casi sentándose y me puso entre sus piernas abiertas—. Sé que te gusto y me
encanta —puso las manos en mis caderas—. Disfruto de ello. Y disfruto de cómo
me miras —las manos en mi trasero ya—. Y haré todo lo que esté en mi mano
porque siempre sea así —apretó mis nalgas y me acercó a él, su erección
comenzaba a hacer acto de presencia.
Con él, eso, también era así. En cualquier momento, en cualquier lugar.
—Eso no es algo que podamos controlar, quizás algún día ya no se te levanta
conmigo.
Él bufó.
—Si eso no pasa es porque estoy muerto, Eva, créeme. Eres una maldita
tortura. Un castigo para mí —le di en el hombro, por idiota y él rio—. Castigo
divino, nunca me dejas terminar, pedazo de bruta —dijo divertido.
—¿Entonces no tienes miedo de que dejes de gustarme?
Se puso serio.
—Miedo siempre, supongo. Como humano que soy. Pero prefiero confiar en
que nunca pasará. Y mejorar para que eso no pase.
—¿Mejorar en qué?
—En cómo follarte, para cada vez hacerte gritar más y más —dijo con la voz
ronca, los ojos encendidos y con una erección de caballo.
Gemí.
—Eres un capullo —y tuve que reírme, siempre estaba bromeando.
Así era Oliver y yo no quería cambiarlo. Aunque algunas veces me sacara de
quicio porque no se daba cuenta de que necesitaba hablar en serio.
—Por eso te gusto. Y creo que también te va a gustar mi tatuaje.
—Ah, ¿sí? ¿Qué te vas a tatuar?
—Un corazón —una de las manos subió hasta mi rostro y la puso sobre mi
mejilla—. Y la palabra Vida. Por ti —dijo emocionándome—. Te quiero llevar en
la piel, Eva. Y que sepas que pase lo que pase, mi corazón siempre será tuyo.
Y por esas cosas, estaba enamorada de él hasta los huesos.
Muy poco tiempo después y sin llegar a tatuarse, me dejó.


Salí de mi ensimismamiento y levanté la cabeza al notarlo cerca. Estaba
frente a mí, en mitad del pasillo. Con su típica postura de las manos en los
bolsillos.
No demasiado cerca, pero tampoco demasiado lejos como para no poder
observar la expresión con la que me miraba.
Sonrió, pero fue una media sonrisa bañada en tristeza.
Limpié la lágrima que cayó por mi mejilla.
—Eva…
Hizo el amago de acercarse a mí, levantando la mano, suponía que para
limpiar esa lágrima traicionera.
Negué con la cabeza. No quería que se acercara en un momento así porque si
lo hacía, podía derrumbarme por completo.
Dudó de si hacerme caso o no y al final se quedó en el sitio. Con sus manos
cerradas en puños a ambos lados de su cuerpo. Sabía que estaba en tensión.
—No llores —me pidió y resopló, como desesperado.
¿Por qué haces esto?, pregunté en mi mente y él pareció entenderme porque
habló, como respondiendo a mi pregunta silenciosa.
—Yo tampoco olvidé nada de lo que vivimos —dijo con la voz tomada por la
emoción— No lo olvidaré nunca.
Maldita vida, quería llorar.
Maldito fuera, ¿por qué me decía algo así?
Y no podía hacerlo delante de él.
Me giré y me fue de allí a toda prisa, por miedo a que todas mis barreras
cayeran en ese momento y con tanta facilidad.
¿Así que eso era a lo que había accedido cuando le dije que podía insistir?
¿A ese tipo de tácticas? ¿Ese sería su juego?
Desde luego mis amigas tenían razón, lo conocían.
Oliver sabía bien cómo hacerlo.
“Te haré recordar.”
Eso era lo último que me había dicho el día anterior antes de salir de su
despacho y lo había hecho con ese dibujo. Si su juego iba por ahí, de antemano
podía decir que yo había perdido la batalla.
Porque en cualquier momento, podía encontrar una grieta en el muro que yo
intentaba mantener erguido entre los dos.
Porque siendo sincera de una vez y dejando de intentar maquillar lo obvio,
Oliver Aguilar era la debilidad de mi corazón.
No, por Dios, no vale aquí el chiste fácil de “normal, es que es cardiólogo”,
pero venga, como te ha hecho gracia, te dejo reírte mientras yo sigo con mi
drama personal.
Porque drama era, ¿eh?


Los días pasaban y Oliver continuaba actuando igual. Lo mismo me dejaba
mi café favorito en la sala de descanso que me encontraba una margarita (mi flor
favorita) cogida con los limpiaparabrisas del coche y con una nota que decía:
“Aún soy incapaz de deshojar ninguna pensando en ti por miedo a que el
último pétalo diga que no me quieres.”
Sonreí con tristeza al leer la nota.


Años atrás.
—Me quiere, no me… —Oliver se calló de repente, nada más empezar a
deshojar la margarita y lo miré— A la mierda —gruñó, lanzándola lejos.
Pestañeé varias veces. Él y sus neuras.
—¿Qué haces?
—Mandarla a la mierda.
—Sí, de eso ya me di cuenta. ¿Pero por qué? Con lo bonita que es.
—¿Bonita? —resopló— A esas flores las carga el diablo.
—Qué diablo ni qué ocho cuartos —reí.
¿De qué estaba hablando?
—¿Cómo va a saber una margarita si me quieres o no?
—No es que lo sepa, solo… Es así y ya, no es ciencia.
—Pues por eso mismo, no sirve —me cogió del brazo y me sentó encima de
él, que estaba sobre el césped de la facultad—. Sé que me quieres porque tu
corazón bombea como un loco cuando estoy cerca.
—¿Y eso es ciencia? —me divertía de lo lindo con él y con sus cosas.
—¿Hay algo más científico para demostrarlo que los orgasmos que te doy?
—preguntó con suficiencia.
Solté una carcajada.
—Siempre con lo mismo.
Él se encogió de hombros.
—¿Pero tengo razón o no?
Sí, mucha. Pero no se lo dije.


Años después me enteraba de la verdadera razón por la que no deshojó la
margarita.
Por inercia, miré hasta la ventana de su despacho en la segunda planta.
Y cómo no, ahí estaba él con las manos en los bolsillos, mirándome.
Eran detalles que me hacían recordar preciosos momentos del pasado que
habíamos vivido juntos. Estaba cumpliendo, de esa manera, su promesa de
hacerme recordar.
Pero dos días después todo cambió…

Capítulo 10
Ven aquí, Cupido, que te voy a meter la flecha por el
culo.
Eva

Me tocó librar dos días seguidos y no tuve noticias de Oliver. Nada, ni un
mensaje, nada de nada.
Y no es que tuviera obligación de hacerlo pero joder, ¿no se suponía que
estaba intentando convencerme de que le diera una oportunidad? ¿De que al
menos lo escuchara?
¿Entonces?
Además, los últimos días había tenido decenas de detalles y no faltaba su
mensaje de buenas noches.
¿No que iba a hacer lo que fuera por recuperarme?
Pues qué poco le había durado la resolución, ¿no?
¿Qué pasaba, que se pensó que sería presa fácil y al no serlo volvió a pasar
de mí?
¿O como no tenía que verme se tomó también esos días libres? Y a saber lo
que estaría haciendo por ahí y con quién.
Desde luego, la culpa era mía, por creer que tal vez…
Mentiroso. Eso era, un mentiroso de primera.
¡Grandísimo embustero!
Así que después de dos días y dos noches sin saber nada sobre él, llegué al
trabajo con un humor de perros. Solo esperaba no encontrármelo y que me
soltase alguna idiotez porque iba a cagarme en todos sus antepasados.
Las horas pasaban y ni rastro de Oliver. Terminó mi jornada laboral y estaba
a punto de abandonar el edificio cuando al pasar por delante de la puerta del
despacho de Oliver, esta se abrió.
—Como siempre, un placer —dijo la subdirectora del centro mientras salía.
Detrás de ella, con la mano en la puerta, Oliver.
Con media camisa metida por dentro de los pantalones y media camisa fuera.
Abrochándose los botones y su pelo hecho un desastre.
Lo que aquello parecía me heló la sangre.
Así que mi instinto no se equivocaba, ¿eh?
Joder, aunque siempre tuviera la duda de si él…
No me lo esperaba.
Tierra, trágame.
—Supongo que, después de todo, no iba muy desencaminada.
La doctora miró hacia atrás, hacia Oliver y después me miró a mí.
—Eva, no es lo que piensas —dijo rápidamente la doctora.
Me reí como una loca. Como lo suelen hacer las actrices que hacen de
enfermas mentales en televisión. Así me salió.
¿Que no era lo que pensaba? ¡¿Qué sabía ella, siquiera, qué era lo que yo
pensaba?!
—Continuad con lo vuestro.
—Eva —me advirtió Oliver.
Sí, su tono de voz me advertía. ¿Se podía tener más morro?
¿A mí? ¿Iba a advertirme a mí después de todo?
—Renuncio —dije antes de girarme para marcharme.
Harta, estaba muy harta de todo.
—Maldita sea —masculló mientras yo hice el amago de alejarme.
Sí, todo se quedó en eso, en solo un intento porque el muy neandertal ya me
había cogido.
—Suél… tame —terminé de decir cuando ya me había metido en su
despacho, había cerrado la puerta y me tenía acorralada entre la pared y su
cuerpo— . ¿Pero qué haces?
Mis ojos abiertos como platos.
Me moví frenéticamente, pero él me aprisionó aún más con sus caderas.
—Déjame en paz, maldito cavernícola.
Oliver resopló. Cogió mis manos, esas con las que intentaba separarlo de mi
cuerpo y las sujetó con las suyas.
—Relájate —me pidió, mirándome a los ojos.
—¿Que me relaje? Voy a gritar si no me sueltas ahora mismo —lo amenacé,
indignada—. No tienes ningún derecho a…
—No pasó nada con Marta —me quedé completamente quieta. Suspiró,
como si se sintiera cansado y dejó caer su cabeza en mi hombro—. Nunca he
tenido nada con Marta ni la he mirado de esa manera. Ni a ella ni a ninguna otra.
—No me interesa tu vida privada— haciéndome la digna, como si eso no me
importara en absoluto.
Como si no hubiera sentido, al verlos e imaginar, que se me rompía el
corazón.
Levantó la cabeza y volvió a mirarme.
—La única vida privada que he tenido los últimos años es contigo.
Me miraba sin apartar sus ojos de los míos.
Sí, claro. ¿Y yo tenía que creerme eso?
Oliver era un guaperas, rompía corazones allá por donde iba y antes de estar
conmigo había estado con media ciudad. Así que, ¿qué demonios me estaba
contando?
—Por mí como si te tiras a media población femenina, no me importa.
Sentía rabia, mucha.
Lo odiaba, mucho más que nunca.
—¿De verdad que no te importa? ¿Y por qué estuviste a punto de llorar al
vernos e imaginar burradas?
—¿Yo? ¿Llorar por ti?
Cínico.
—Tanto como yo he llorado por ti imaginándote con otros —apretó los
dientes y cerró los ojos unos segundos—. No me interesa esa mujer. No me
interesa nadie. Y no me ha interesado nadie en todos estos años.
Me reí, una risa amarga que salió desde lo más profundo de mi alma dolida.
—Porque solo existo yo, ¿verdad? —usaba la ironía, demostrándole que no
creía sus palabras.
—Sí —dijo tan serio que sentí como si me estrujasen el corazón.
Y sin poderlo evitar y porque la rabia me podía, pasó lo peor que podía pasar.
Lloré.
Me derrumbé por completo.
Ya no podía más.
—Mi vida, no —cogió la cara entre mis manos.
—Maldito seas —por existir, por fallarme, por dejarme, por volver y poner
mi mundo patas arriba—. No me toques —le pedí en un susurro.
Sus manos en mis mejillas, sus dedos limpiando las lágrimas que caían.
—No llores. Sabes que no lo soporto.
Una corta risa entre las lágrimas. Para no soportarlo, bien que me había
hecho llorar durante los últimos años.
—¿Por qué? ¿Por qué has vuelto? —sollocé— ¡¿Por qué no te vas?! —grité,
perdiendo el control.
Cerré los ojos con fuerza al sentir cómo apoyaba su frente sobre la mía.
—No puedo. No puedo dejarte.
—Lo has hecho por cinco años —lloré. Se separó de mí y me miró a los ojos
—. ¿Por qué volviste?
Sentí cómo le temblaban las manos.
El cuerpo.
—Porque te quiero —dijo con firmeza—. Porque no puedo vivir estando
separado de ti, ¿es que no lo ves?
—No me mientas más. No más mentiras –casi supliqué.
No podía más con eso.
—¿Crees que miento? —me hizo mirarlo a los ojos— ¿No puedes, por un
momento, dejar lo que pasó a un lado, mirarme y ver la jodida verdad? ¿De
verdad piensas que todo lo que vivimos fue una mentira? ¿Por qué, sino es
porque te quiero, que estoy aquí?
—No lo sé —dije con sinceridad, sintiéndome agotada—. No lo sé.
—Idiota —gruñó—. Tendrá que ser a mi manera.
Y sin que me diera tiempo a nada, se abalanzó sobre mí.
Su boca cayó sobre la mía con un ansia que no había sentido nunca antes. Ni
siquiera con él.
Me besó con fuerza. Entre gemidos de deseo que salían de la garganta de
ambos.
Me besaba para marcarme.
Me besaba para demostrarme que lo que decía sentir era real.
Mi boca solo podía aguantar el ataque de la suya y responderle de la misma
manera, hambrienta de él. Como lo estaba mi lengua por volver a saborearlo.
Sentía mis labios magullados y, sin embargo, no quería que parara. No quería
que lo hiciera.
Mis dedos entre su pelo, tirando de él.
Ansiándolo.
Mis caderas moviéndose por inercia mientras él me clavaba su erección en el
vientre.
Se separó de mí. Gemí al sentir la pérdida.
Soltó mi cara y colocó sus manos en mi cintura. Me movió un poco para
adelante, bajó hasta mi trasero y lo asió con ambas manos. Y me cogió en peso.
Mi gesto fue inercia. Enrosqué las piernas alrededor de su cintura y gemí de
placer cuando me clavó su erección en mi entrepierna.
—Joder, cómo echaba de menos ese sonido —y para demostrarme cuánto le
gustaba escucharlo, embistió contra mí un par de veces más, haciéndome morder
su hombro para no gritar.
Alargó una de las manos y cerró el pestillo del despacho.
Conmigo en peso, caminó hasta el sofá que había en un lateral del despacho
y me tumbó en él, dejándose caer encima de mi cuerpo.
Se colocó entre mis piernas abiertas y volvió a besarme.
Esa vez más lento, pero igual de dominante. Oliver era un experto besando,
no había nadie como él cuando se trataba de eso. Con él había llegado a tener un
orgasmo sin que rozara mi sexo, solo con su boca sobre la mía.
Haciéndome el amor con ella.
Hasta ese punto conocía mi cuerpo y cada una de las sensaciones que se
apoderaban de mí.
Su lengua, húmeda y caliente, bajó por mi cuello. Lamió con lentitud para
terminar mordiéndome, haciéndome gemir de deseo.
Volviéndome loca cuando una de sus manos se posó sobre mi sexo, piel con
piel.
—Dios, Eva —los sonidos se le atascaron en la garganta y yo sentí que iba a
correrme allí mismo.
Hacía tanto tiempo.
Había soñado tanto con eso…
—Oliver —soné a súplica, porque así lo sentía. Tenía una necesidad
imperiosa de sentirlo dentro de mí.
—Estás empapada —acarició la entrada de mi vagina antes de meter dos
dedos hasta el fondo.
—Mierda —me tembló todo el cuerpo—. Oliver… Por favor, fóllame —era
un ruego, una súplica dicha en tono de gemido.
En ese momento no importaba nada, ni la mente ni el maldito pasado.
En ese momento lo quería a él. A su miembro erecto dentro de mi cuerpo
mientras me embestía una y otra vez.
Me sentía vacía y quería sentirme llena. De él.
Un sonido de deseo y tortura salió de su garganta, nuestros ojos mirándose
los unos a los otros, nuestros cuerpos tensos por el deseo más primitivo que se
podía sentir.
—No era así como había imaginado nuestro reencuentro —resopló—. Te
quería durante horas para mí. Pero no vas a tener paciencia, ¿verdad?
Sonaba divertido y, por qué no, emocionado por ello. Él podía haber
imaginado lo que quisiera, tampoco iba a aguantar mucho más.
No si seguía siendo el Oliver de siempre.
—No —más claro, agua.
Se rio.
—Pues a la mierda mis planes de una primera vez perfecta.
Se incorporó, sobre sus rodillas, a ambos lados de mis caderas y se quitó la
camisa, yo hice lo mismo con mi blusa.
Algo llamó mi atención y me fijé en su brazo. Me incorporé un poco, para
verlo mejor.
No podía creerme lo que estaba viendo.
Con mis ojos anegados en lágrimas, giré la cabeza y me encontré con esa
preciosa sonrisa que tanto me había gustado ver siempre. El corazón me dio un
vuelco.
—Oliver… —iba a llorar.
—Me lo hice tras mandarte ese mensaje que sabía iba a jodernos la vida —vi
el dolor en sus ojos al recordar y el arrepentimiento en ellos—. Te eché de mi
vida, pero nunca de mi corazón —dijo emocionado.
Algunas lágrimas cayeron mientras mis dedos tocaban el tatuaje que tenía en
su brazo. La palabra Vida con un corazón entrelazado.
—¿Pero por qué…?
No entendía nada. ¿Qué demonios había pasado cinco años atrás?
Si, como decía, me quería, ¿por qué me había dejado?
—Te lo explicaré todo cuando quieras escucharme.
Eso era lo único que me había pedido en todo momento. Solo que lo dejara
expresarse porque, al parecer, las cosas no eran como parecían.
Y ni eso le había permitido por mi maldito orgullo.
Pero después de años pensando y pensando… No había nada que justificara
lo que hizo.
¿O sí?
Levantó una mano y acarició mi mejilla con sus dedos.
—¿Estás bien? ¿Quieres que paremos? —preguntó con dulzura.
Negué rápidamente con la cabeza. Y aunque sentía un nudo en la garganta,
pude hablar.
—Bésame —le rogué, llorando.
—Dios, Eva. Siempre —juró antes de hacernos caer a los dos, de nuevo,
sobre el sofá y devorar mis labios.
Esa vez mientras sentía su piel sobre la mía. Mis dedos sobre su espalda y
sobre su brazo, acariciando el lugar que había marcado por mí.
Volvió a ponerse sobre sus rodillas minutos después. Se desabrochó el
cinturón y su pantalón.
—Dios —dijo mirándome, embobado, el pecho cubierto por el sujetador azul
de encaje.
Oliver siempre había alabado mis pechos. Yo podría quitarme tallas, porque
la verdad era que tenía bastante y eran un incordio. No podía una ponerse boca
abajo con tanto volumen.
Y ya ni te cuento sobre el dolor de tetas que acaba una cuando corre o salta o
cosas así.
Horroroso lo que duele, ¿eh?
Pero aún no me había decidido a pasar por el quirófano. Porque en el fondo,
estaba a gusto con mi pecho.
Y él también.
Bufó, saliendo de su embobamiento, sacó la cartera del bolsillo trasero de su
pantalón y cogió un preservativo.
Lo miré con las cejas enarcadas.
Me miró con una media sonrisa en la cara, avergonzado.
—Tenía la esperanza de que sucediera.
Y antes de dejarme pensar mucho más, antes de que mi mente divagara y nos
fastidiara el momento, Oliver fue rápido y ya estaba sobre mí, bajando la copa de
mi sujetador, dejando mis pechos, uno a uno, al aire.
Y dándose un festín con ellos mientras su miembro pujaba por entrar, poco a
poco, en mí.
—Eva… Cómo te he echado de menos —entró en mí con una rápida
estocada que me hizo arquearme por el placer—. No sabes cuánto he soñado con
esto.
Fuera.
Adentro de nuevo, haciéndome gemir.
—Dios —apenas podía hablar mientras él me embestía con calma y hasta el
fondo.
Profundo.
Se movía adentro y afuera y, a la vez, moviendo en círculos su pelvis,
estimulando mi clítoris.
—Si sigues así… —no pude terminar la frase porque hizo ese movimiento y
sentí que mi cuerpo iba a llegar a un punto sin retorno pronto.
—¿Qué, Eva? ¿Si sigo así qué?
Otra vez.
Dios santo…
Abrí los ojos y me encontré con su mirada, sabía que esperaba una respuesta.
Y sabía qué era exactamente lo que le gustaría escuchar.
Exactamente lo que estaba sintiendo.
—Me voy a correr —lo dije mirándolo a los ojos.
Vi el destello de orgullo en los suyos al saber que iba a lograr hacerme
disfrutar así.
—Pues me alegro, porque si no iba a ser vergonzoso para mí —abrió la boca,
gimiendo tras otro de esos movimientos—. Tampoco voy a poder aguantar más.
Y supo cómo moverse para hacerme gritar. Mi vagina se contrajo, habían
llegado los tan deseados espasmos del orgasmo. Apreté su erección con fuerza
mientras se derramaba dentro de mí y dejé que mi cuerpo disfrutara de cada
sensación mientras los dos temblábamos por haber alcanzado el éxtasis.


Me había vestido y estaba delante del enorme ventanal del despacho de
Oliver, mirando a la nada, dejando a mi mente divagar.
Volviéndome loca por no tener las respuestas.
Mi cuerpo loco por haberlo vuelto a sentir. Lo había necesitado tanto…
Lo noté antes de sentir cómo sus manos me acariciaban hasta dejarlas sobre
mi vientre. Su pecho pegado a mi espalda y su cabeza sobre mi hombro.
Por un momento me puse rígida, pero se me pasó rápidamente.
—¿Estás bien? —preguntó tras darme un beso en el cuello que me provocó
un escalofrío.
Asentí con la cabeza y la moví para darle mejor acceso y que me besara más
si era lo que quería.
Porque yo lo necesitaba.
—Necesito saber —ya no podía negarlo más.
Estábamos en un punto en el que era imperioso conocer qué fue lo que pasó.
Por qué hizo lo que hizo.
Antes de que todo se me fuese de las manos.
Porque después de haber vuelto a sentir al Oliver de antaño conmigo, no
sería muy difícil hacerme perder la determinación de mantenerlo lejos.
Sería casi imposible lograr eso.
Levantó la cabeza, la puso sobre la mía y me apretó con más fuerza.
—Entonces sabrás —me hizo girarme entre sus brazos y me dejó frente a él
—. Te contaré toda la verdad.
Hice un gesto de asentimiento, eso era lo que quería, no podía esconderme
nada.
Entonces su móvil sonó, con un suspiro, lo cogió y miró la pantalla.
—Tengo que irme, necesito ver a un paciente.
Lo entendía.
Además, aquel no era el momento ni el lugar.
—¿Nos vemos esta noche? —preguntó.
Me lo pensé unos segundos antes de responder.
—Sí.
Una enorme sonrisa en su rostro, como la que ponía cuando conseguía lo que
quería. Seguía luciendo como un crío en momentos así.
—Te llamo entonces, no desaparezcas —me advirtió y me dio un beso que
me dejó con ganas de mucho más.
Sin poderlo evitar, levanté mis manos y coloqué bien su pelo. Era un gesto
cariñoso y que demostraba la confianza que había entre nosotros.
Y supe, por cómo me miró, que no le había pasado desapercibido el
significado de ese simple movimiento.
—Gracias, Eva —dijo con la voz ronca.
—¿Por qué?
—Por seguir sintiendo conmigo. Y por darme la oportunidad de explicarme.
Sonreí para no llorar.
Me dio otro beso, fue a marcharse pero volvió a acercarse, cogió mi cara
entre sus manos y me besó de nuevo, haciéndome reír.
—Vete —dije entre risas.
—No quiero dejarte —otro beso.
—No me iré a ningún lado —le prometí.
Y me creyó. Sin dudar. Lo supe por la sonrisa que me regaló antes de
marcharse.
Suspiré cuando salió del despacho y me apoyé en el cristal, me tapé la cara
con las manos y dejé salir todas las emociones que sentía.
No sé el tiempo que estuve así.
Me paré en mitad de la habitación cuando estaba a punto de marcharme. El
color de la sangre llamó mi atención. Miré hasta la papelera y vi un algodón
manchado.
Fruncí el ceño, ¿Oliver se había hecho daño?
Al mirar un poco más, no solo me vi el algodón, sino también la mosqueta
que se utilizaba para sacar sangre y unos guantes.
¿Pero qué…?
Me acerqué a la papelera, sin poder evitarlo, sin darme cuenta de que me
había acercado demasiado al escritorio, tirando una carpeta con papeles.
Maldije, me llamé patosa varias veces y me agaché a recogerlos.
No tenía ninguna intención de mirar más de la cuenta, Dios sabe que era así,
pero mientras volvía a ponerme en pie, con los papeles que intentaba ordenar en
las manos, el nombre de Oliver llamó mi atención y no pude más que mirar un
poco más.
Tú también lo harías, ¿verdad?
Claro que sí, cualquiera.
La curiosidad mató al gato. Nunca, en mi vida, había tenido tanto sentido ese
refrán.
Porque lo que vi estuvo a punto de provocarme un jodido infarto.
“Si eso no pasa es porque estoy muerto, Eva, créeme.”
Solo entonces esa frase tomó sentido.

Capítulo 11
Cupido… ¡Eso no!
Eva

La cara de horror y preocupación que puso mi amiga al verme cuando abrió
la puerta de su casa me confirmaba cómo de mal debía de verme en ese
momento.
—Dios, Eva, ¿qué te pasa?
—¿Puedo pasar? —pregunté entre lágrimas.
—Claro que sí —dijo rápidamente.
¿Qué esperaba que dijera? ¿Que no quería verme después de cómo la traté?
Lara no era así y yo lo sabía.
Pasé por su lado y escuché cómo cerró la puerta a mi espalda.
Sin una palabra, llegué hasta el salón y me giré a mirarla.
—Me estás asustando, ¿qué ocurre?
Aun cuando el cuerpo me temblaba y las manos aún más (no sabía cómo
había sido capaz de conducir hasta allí sin matarme), conseguí buscar en mi
móvil y dárselo.
Con el ceño fruncido, lo cogió y miró la pantalla. Vi el horror, la pena y el
dolor en sus ojos cuando volvieron a encontrarse con los míos.
—No te lo ha contado él —esas fueron sus palabras.
Negué con la cabeza.
—No le dio tiempo —lloré—. Ni siquiera sabe que yo…
No pude acabar, solo llorar.
—Ay, Eva —dejando también salir sus lágrimas, se acercó hasta mí y me
abrazó.
Terminamos en el sofá, aferradas la una a la otra, sin decir nada. Siendo un
consuelo silencioso para el dolor de nuestra amiga.
Cuando se separó de mí, me cogió la cara como solía hacer su hermano y
limpió mis lágrimas, después limpió las suyas.
—Él está bien ahora —me aseguró.
—¿Bien? No lo está ¡si le hacen estas malditas pruebas! —estallé.
Dios mío, me quería morir en ese momento.
—Hay que confiar, Eva.
—Una mierda confiar —me levanté de un salto, sintiendo que me iba a dar
algo—. Fue por esto, ¿verdad? Fue tan imbécil que cuando peor lo estaba
pasando, ¡me echó de su lado!
—A ti y a todos —me recordó—. Ni mi madre supo nada.
—Maldito idiota —no dejaba de llorar—. ¡Cuán solo se tuvo que sentir!
Lara se tapó la boca con la mano para acallar un sollozo y cerró los ojos con
fuerza. Aun así, las lágrimas continuaban saliendo.
—Supongo que era esto lo que no quería —dijo Lara cuando volvió a
mirarme—. Vernos sufrir, saber que era por él por quien estábamos así.
—¿Y por eso prefirió que lo odiase? – cogí aire, necesitaba relajarme o iba a
sufrir un maldito infarto. Volví a sentarme junto a Lara— ¿Cuándo te enteraste?
—Hace poco, cuando volvió. El contacto que habíamos tenido últimamente
era mayor, llamaba a mi madre casi a diario. Y cuando me dio la cara, me lo
contó todo. Por eso lo ayudé contigo.
Ahora entendía todo.
Y su afán de una explicación.
Pero lo que no llegaba a comprender del todo era por qué actuó así.
—Y yo no lo he querido escuchar —me sentía tan culpable.
—Es normal, Eva. Y te aseguro que si él culpa a alguien de algo es a él
mismo por la decisión que tomó y por habernos echado a todos de su lado.
—Es un idiota —lloré.
—Lo es —confirmó ella—. Pero no lo puedo juzgar por actuar así. Era la
única manera que encontró de no partirnos el corazón de lo que él consideraba la
peor manera.
—No lo entiendo, Lara.
Siempre lucía tan saludable, tan perfecto. Tan sano.
Tan él.
—Ni yo, pero tampoco podemos ponernos en su pellejo, ¿no?
No, claro que no. Solo él sabía todo lo que había vivido.
Lo mal que lo había pasado.
Dios santo, se tuvo que sentir tan solo, tan asustado, con tanto dolor…
—Mi madre lo supo antes y para ella debió ser muy duro callarse algo así.
Sobre todo cuando me escuchaba criticar lo cabrón que era mi hermano —dijo
con tristeza—. No lo hizo bien, pero si me pongo a pensar qué habría hecho yo,
¿quién sabe?
—Ay, Lara…
—Cuando me lo contó, mientras lloraba, lo único que me pedía era que lo
ayudara a recuperarte. Debió haber sido un infierno para él saber que te hizo
daño. No me puedo ni imaginar… —se le fue la voz, las lágrimas no la dejaban
continuar— Tuvo que ser muy duro para él.
—Tenía que haberme dejado estar con él.
Ella negó con la cabeza.
—Te adora, Eva. Lo habría matado verte sufrir mientras él podía morirse.
—Y prefirió que lo maldijera por cinco años.
Imbécil.
—Así es Oliver —una sonrisa entre lágrimas—. ¿Dónde está? ¿Cómo te
enteraste?
—Casualidad, se me cayeron los papeles cuando estaba en su despacho.
Y sin poderlo evitar, me puse roja como la grana.
Lara soltó una carcajada.
—Vale, no necesito detalles. Recuerda que es mi hermano —puso una mueca
de asco—. ¿Así que le habías dado una oportunidad incluso antes de saber nada?
—Se me fue de las manos —dije con sinceridad—. Dos malditos días en mi
vida y la puso patas arriba.
—Eso sois Oliver y tú, supongo —sonrió ella con dulzura.
Volví a dejar salir alguna lágrima.
—No sé qué hacer, Lara —dije con sinceridad—. Me siento tan mal… Ni
siquiera sé cómo mirarlo a la cara.
—Ey —cogió mis manos y las apretó—. No es tu culpa. En realidad ni la de
él. La vida nos jugó a todos una mala pasada.
Eso estaba muy claro.
—¿Y las pruebas de ahora?
—No lo sé. No me contó nada. ¿Rutinarias?
—No lo sé —tendría que esperar a que él me contase—. ¿Me has odiado
mucho?
Lara sonrió.
—Un poco —dijo bromeando.
—¿Servirá de algo un “lo siento”?
Ella negó con la cabeza.
—No lo necesito, Eva. Te entiendo —una sonrisa más grande.
Sin pensármelo, la abracé. Era mi mejor amiga, lo había sido siempre.
Incluso cuando se trataba de su hermano, había estado ahí para mí. Y yo la había
tratado mal demasiado rápido.
—¿Qué harás? —me preguntó, refiriéndose a Oliver.
Suspiré, porque ¿qué más podía hacer?
Había que enfrentar la situación.

Capítulo 12
Cupido, afloja un poco el arco, ¿no?
Oliver

No había sido capaz de concentrarme en toda la tarde, no había podido
quitarme a Eva de la cabeza.
Ni a ella de la cabeza.
Ni a su sabor de mi boca.
Ni a su olor de mi cuerpo.
Ni el recuerdo de cómo volvía a hacerla mía.
Así era siempre con Eva, su simple cercanía era una tortura para mí.
Entré en mi despacho después de una dura tarde de trabajo y sentí su
presencia. La sentía como si de verdad estuviese allí.
Estaba obsesionado con esa mujer. Lo había estado siempre.
Dejé la bata sobre el perchero, me acerqué al escritorio para dejar unos
documentos y me di cuenta de que estaba todo desordenado.
Cogí un post it que había encima de mi informe médico. “Lo siento” ponía,
era la letra de Eva.
¿Lo siento? ¿Qué sentía?
Y entendí rápidamente lo que había ocurrido allí.
Joder, así no. ¡Enterarse así no!
Al menos le debía eso.
Maldita vida, ¡al menos tenía que permitirme eso!
Salí del despacho a toda prisa mientras marcaba su número inútilmente, no lo
cogía.
Le escribí un mensaje, pero parecía no llegarle.
Maldición, ¡se había enterado de todo y ni siquiera se lo había dicho yo!
Corriendo como alma que lleva el diablo, llegué hasta mi coche y conduje a
toda prisa, sin importarme nada más que verla.
Si es que la encontraba.
¡Porque seguía sin cogerme el maldito móvil por más que la llamaba!
Eva, ¿dónde estás?
“Lo siento”, había escrito. ¿Lo siento? ¿Qué era, exactamente, lo que sentía?
¿Era una maldita despedida de nuevo?
Porque no iba a permitir eso. No iba a soportarlo.
Frustrado, llegué hasta su edificio. Casi quemo el timbre de su casa y ¡joder!,
allí no había nadie.
Volví a montarme en mi coche y di vueltas por el barrio, a ver si la veía
paseando por allí, como solía hacer cuando se sentía mal.
Pero no la encontré. No estaba ni en el parque donde nos sentábamos muchas
veces, ni en la plazoleta, ¡ni en ningún lado!
Cuando más agobiado me sentía, dando vueltas y vueltas con el coche, mi
teléfono sonó.
Ni siquiera miré la pantalla del vehículo donde se vería el nombre de quién
llamaba, solo le di al botón el volante que la aceptaba.
—¿Eva? —pregunté, esperanzado.
Habría visto mis llamadas y se ponía en contacto conmigo. Seguro.
—No, no soy Eva —dijo mi hermana. Joder—. Pero está bien, no te
preocupes.
—¿Dónde está?
—Se fue hace un rato. Lo sabe todo… —suspiró ella.
Claro que lo sabía, era más que evidente.
—¡¿Dónde está?! —pregunté desesperado.
—Me dijo que necesitaba aire.
—¡¿Y la dejaste ir sola, por el amor de Dios?! —le di un golpe al volante con
las dos manos, estaba perdiendo la paciencia.
Tenía que estar mal y yo no estaba con ella para ayudarla.
—Oye, relájate, también la quiero, es mi amiga. No hará ninguna locura,
pedazo de idiota —dijo enfadada.
Y yo suspiré.
—Lo siento —me disculpé por perder los nervios.
—Está bien —suspiró ella.
—¿Cómo está? —estaba muy preocupado.
—Mentiría si te digo que bien. Supongo que tendrás que aguantar una buena
regañina.
No me importaba eso, además, lo merecía. Aguantaría lo que fuera mientras
estuviera bien y conmigo.
Sin darme cuenta, había llegado hasta mi barrio. Y sin poder creérmelo, allí
estaba ella. Sentada en la puerta del edificio donde vivía.
—Está aquí —suspiré, aliviado al verla.
—En tu casa, ¿no?
—¿Lo sabías? —iba a matar a mi hermana.
—Claro, me pidió tu dirección. Pero no iba a decírtelo hasta que te relajaras.
Por idiota.
Iba a asfixiarla lentamente con las manos, casi muerto de un ataque al
corazón por su culpa.
¡Por culpa de las dos!
—Oliver.
—¿Qué? —le pregunté mientras aparcaba el coche.
—Te quiere, nunca dejó de hacerlo. Lo sabes, ¿verdad?
Sentí que el pecho iba a estallarme y asentí con la cabeza.
Claro que lo sabía.
Siempre lo supe.
Aunque a veces tuviera miedo de que no fuera así.
Sin decir ni una sola palabra, colgué la llamada y bajé del coche.
Eva estaba sentada en el descansillo del portal, con la cabeza entre sus
piernas.
Llegué hasta ella sin hacer ruido y me agaché, frente a ella. Le temblaba el
cuerpo, estaba llorando.
Y eso me partía el corazón.
—Eva —susurré.
Levantó la cabeza y me miró. Sus ojos rojos por haber llorado tanto, la
tristeza en su mirada y en su rostro.
—Dime que estás bien —hipó, entre lágrimas.
Sabía a qué se refería. Sabía de lo que hablaba.
—Todo saldrá bien —le prometí.
Y se vino abajo, lloró como nunca antes la vi hacerlo.
Maldije y la levanté, la cogí en brazos y la solté minutos después, sobre mi
sofá. Ella no sacaba su cabeza del hueco entre mi hombro y mi cuello. No dejaba
de agarrarme con fuerza.
Y yo no iba a pedirle que me soltara. No cuando había necesitado ese abrazo
tantas veces.
Así que la senté encima de mí y la dejé llorar todo lo que necesitase mientras
yo le acariciaba la espalda.

Perdí la noción del tiempo, incluso me quedé dormido con ella entre mis
brazos.
Sentí su aliento en mi cuello y suspiré cuando noté sus labios sobre mi piel.
—Eva —suspiré, dando gracias a Dios de que estuviera ahí, conmigo. Me
moví un poco y conseguí ver su rostro.
Cuánto había llorado por mi culpa.
—Lo siento —dije con tristeza, limpiando una lágrima que caía por su
mejilla.
Ella negó con la cabeza y se movió hasta sentarse a horcajadas sobre mí.
Puso un dedo sobre mis labios, no quería hablar en aquel momento.
Acercó sus labios a los míos y me dio un beso dulce.
Dios, cuánto quería a esa mujer.
La abracé y le devolví el beso, intentando dejar que fuera ella quien marcara
el ritmo.
No me sería fácil, porque mi cuerpo sentía una necesidad tremenda por
hacerla mía salvajemente. Pero eso no era lo que ella necesitaba. Y su bienestar
era primero.
—Eva —gemí.
Había dejado mis labios y besaba mi cuello. Con dedos temblorosos y torpes,
desabotonó mi camisa. Sentí morir cuando posó sus manos sobre mi pecho,
sentía que se me iba a salir el corazón.
La observé mientras ella miraba sus manos sobre mi pecho, se quedó como
ensimismada.
—Te eché de menos —Dios, eso me hizo temblar. Levantó los ojos y quise
llorar al ver la emoción en los suyos—. Necesito…
—¿Qué necesitas? —le pregunté, animándola a hablar cuando calló.
Conmigo no tenía que sentir vergüenza y ella lo sabía.
—¿Puedes hacerme el amor? —me quedé sin aire, ¿iba a decir…?— ¿En
nuestra cama?
Sí, joder, ¡sí! Lo había dicho.
Un gruñido salió de mi garganta antes de perder el control y de devorarla
como quería hacerlo.


Años atrás.
—¿Y si nos vamos a vivir juntos?
Se quedó tiesa, completamente en shock al escucharme. Sonreí, me
encantaba sorprenderla así.
Dejó la porción de pizza sobre la caja de cartón y me miró.
—¿Juntos? ¿Tú y yo? —preguntó tartamudeando.
—Sí. Después seremos tú, yo, el perro, la tortuga, los niños y quién sabe qué
más.
Había perdido el color y yo quise soltar una carcajada. Pero no porque me
estuviera quedando con ella, hablaba muy en serio.
—¿Perro? —preguntó casi sin voz.
Preguntó por eso porque la palabra hijos no se atrevía ni a pronunciarla. La
conocía demasiado bien.
Sonreí.
—¿No quieres?
Estábamos cenando en su casa, su madre trabajaba esa noche, así que
aprovechamos para estar juntos.
Y yo quería estar así, con ella, siempre. Lo más normal del mundo, ¿no?
Cogí su pedazo de pizza y la obligué a morderla.
—No es que no quiera —dijo con la boca llena—. Aún estoy estudiando y
con lo que gano dando clases particulares no me da ni para pipas y lo sabes.
Me encogí de hombros.
—Yo no lo gano mal.
Me miró como si quisiera matarme.
—No vas a mantenerme. No voy a vivir de ti.
—No sería de mí, sería conmigo.
—No y no —dijo rotundamente.
Cabezota era un rato.
—Pues no lo entiendo —resoplé—. Somos una pareja, es decir, que en todo
somos dos. Entonces habrá momentos en los que uno pueda dar y aportar más y
otros en los que lo haga el otro. ¿Qué hay de malo en eso? ¿No es así para
todos?
—Sí.
—¿Entonces?
—Pero para empezar… —resopló— Me gustaría aportar, entiende eso. Al
menos haber terminado de estudiar o me sentiría mal.
Por una parte la entendía, mi parte egoísta de querer estar con ella no.
—Está bien, esperaremos entonces. Pero no creas que voy a esperar mucho
para que compartamos cama.
Rio.
—¿No la compartimos ya?
—Me refiero a tener nuestra propia cama, de los dos. De saber que llegaré a
casa y que podré abrazarte ahí y de que aunque mi día sea una mierda, podré
dormir con la persona que más quiero en el mundo.
Se engollipó.
Mejor dicho, se atragantó.
Morada se puso la pobre y joder, hasta me asustó. Menos mal que era
médico y reaccioné rápido…
—¿Estás bien? —le pregunté al ver que volvía a tener color, después de
escupir el trozo de pizza con el que casi muere.
—¿Cómo puedes decir esas cosas con tanta naturalidad?
—¿Qué cosas? —me hice el tonto, sabía a qué se refería porque siempre le
pasaba lo mismo cuando me ponía romántico.
Que para mí era decir lo que pensaba y expresar lo que sentía, nada más.
—Esas —resopló.
—¿Nuestra cama? —pregunté, bromeando y reí al ver su cara— Algún día
la tendremos, Eva. Y cuando eso ocurra, seré el hombre más feliz del mundo.
Porque no volverás a dormir en otro lado que no sea junto a mí.
Azul, esa vez se puso azul.


Sabía lo que significaba lo que había dicho, lo sabía muy bien. Y yo también.
Y como le dije en el pasado, me sentí el hombre más feliz sobre la faz de la
tierra.
La llevé en brazos hasta el dormitorio y la dejé de pie, al lado de la cama.
Con el dorso de la mano, acaricié su mejilla. Ella movió su rostro y cerró los
ojos, disfrutando de la caricia.
—Yo también te eché de menos —dije y me miró—. Cada maldito día.
Entonces me besó, de nuevo con dulzura. Con movimientos lentos, suaves,
dolorosamente dulces.
Así mismo nos desnudamos, dejando nuestros cuerpos libres de cualquier
barrera que pudiera separarnos para acabar, los dos, tumbados en la cama.
Desnudos.
Unidos.
Piel con piel.
Temblando…
Tener a Eva entre mis brazos siempre había sido perfecto, cada sensación que
experimentaba con ella lo era.
Su cuerpo lo era.
Desde sus preciosos ojos hasta cada parte de su exuberante cuerpo. Sus
pechos generosos, esas caderas voluptuosas que eran un reclamo para poseerla,
esos labios que incitaban al pecado.
No era ciego, nunca lo fui. Y Eva era la maldita tentación personificada. Y
conociendo la historia del paraíso y de la manzana, semejante mujer no podía
tener un nombre más apropiado.
Éramos, en ese momento, dos bocas que se saboreaban la una a la otra. Dos
cuerpos entrelazados que necesitaban expresar, por el contacto, que eran uno.
Así lo sentía siempre con Eva. Eso no iba a cambiar jamás, como no lo
harían mis sentimientos por ella.
Tomándome por sorpresa, me hizo ponerme sobre mi espalda y se colocó
sobre mí. Se veía majestuosa, mostrándome su cuerpo sin atisbo de vergüenza.
Cogió mi pene con su mano y lo puso en la entrada de su vagina y me miró.
—No hubo nadie —le juré.
Porque sabía qué era lo que esperaba, sabía qué preguntaba sin palabras. Y
dije la verdad. Pero no estaba seguro de querer escuchar…
Me metió dentro de ella sin decir nada más. Mejor así, pensé, mejor no saber.
Y si hacía eso era porque sabía que no había peligro para ninguno de los dos,
confiaba en Eva ciegamente.
Como también significaba que desde ese momento no habría nadie más.
Solo ella y yo.
La agarré por las caderas con fuerza para que no se moviera, necesitaba
mantenerla quieta porque aquello era demasiado intenso. Ella quemaba
demasiado.
Iba a correrme a la mínima y no podía ser tan patético, joder.
Cuando la tensión abandonó mi cuerpo, solté el agarre de sus caderas y subí
las manos. Acaricié su vientre, sus costillas y agarré sus pechos. Pellizqué sus
pezones y la hice gemir de placer.
No logró moverse mucho sin caer sobre mí y lo preferí así, notando la
fricción de sus pechos contra mi torso con cada movimiento y pudiendo besar
sus perfectos labios mientras ella se movía con delicadeza, buscando su placer.
Mis manos sobre su trasero, acariciándolo, apretándolo de vez en cuando
para escucharla gemir.
Siseé cuando se movió en círculos, haciéndome temblar.
Como temblaba todo su cuerpo porque el orgasmo estaba cerca.
Agarré sus nalgas con fuerza y la ayudé a moverse un poco más rápido, lo
suficiente para que gritara y me arrastrara a mí con ella provocándome el mejor
orgasmo de mi vida.
Algo que solo me podía dar ella.
Solo Eva.


Me apoyé en el marco de la puerta del pasillo y la miré, dormida en el sofá.
Me había despertado y me había asustado al no verla en la cama.
Me puse el bóxer y salí rápido del dormitorio. Y suspiré de alivio al
encontrarla.
Se habría despertado y no habría querido molestarme, seguro. La conocía
muy bien.
Como si hubiese sentido mi presencia, abrió los ojos lentamente.
Y sonrió.
Me dolió el pecho al sentir tanta felicidad con ese simple gesto.
Levantó una mano, pidiéndome que me acercase a ella. Y yo no iba a
negarme ni a hacerme de rogar.
Segundos después, estaba tumbado a su lado y ella acariciaba mi rostro.
—Descubrí que algo no iba bien por casualidad —sentí cómo su cuerpo se
ponía en tensión y me odié por ello, por hacerla sentir mal, pero necesitaba
explicarle lo que ocurrió, por qué me marché de esa manera.
Me miró a los ojos y habló con cautela.
—No me importa esperar.
Joder, cómo la quería. Era capaz de dejar todo de lado sabiendo que podía
hacerme daño recordar.
—Necesito hacerlo. Porque hoy desconfiaste de mí por mi culpa. Si no te
hubiera fallado, jamás habrías malpensado.
—Oliver —sonó a disculpa.
Negué con la cabeza, ella no tenía que disculparse por nada.
—Me sentía más cansado, lo hablé contigo.
—Lo recuerdo —dijo ella.
—Pensé que era por el cansancio, así que no le hice demasiado caso a las
señales que mi cuerpo me daba. Ya sabes, así somos los médicos —intenté
bromear, pero ella me miraba muy seria—. En una de las analíticas rutinarias me
di cuenta de que algo no iba bien y terminé en la consulta de una oncóloga.
—Marta -adivinó.
—Sí —afirmé—. Tenía cáncer de riñón y la cosa no pintaba bien.
Cerró los ojos unos segundos. Sabía que no sería fácil escuchar algo así.
—Dios mío y yo pensando… Soy una persona horrible, lo siento -lloró.
-Ey, no. Eva, por favor, no digas eso. No se trata de eso.
-Tenía que haber estado ahí, yo…
-Mi vida, por favor -la besé hasta que se calmó-. Si te hará daño
escucharme…
-No, está bien -dijo tras un suspiro. Por eso estuviste raro los últimos días -
volvió a retomarlo donde lo había dejado.
Asentí.
—Intenté que no se me notara nada, pero era difícil ocultarte algo a ti —
acaricié su rostro—. Me sometí a todo tipo de pruebas y no me dieron muchas
esperanzas. Así que tenía una decisión que tomar. Y mantenerte a mi lado
cuando a lo mejor yo no sobreviviría… Solo pensar en eso me rompía el alma.
No me di cuenta de que estaba llorando hasta que Eva limpió mi rostro de
lágrimas.
—Y me dejaste.
Era un hecho.
—Sí. Prefería que me odiases pensando lo peor de mí a verte sufrir día a día
por un enfermo que podía morir.
—No tenías ningún derecho a elegir por mí —me reprochó—. Tenía que
haber sido mi decisión.
—No me habrías dejado solo, Eva.
-Por supuesto que no lo habría hecho -dijo con seguridad.
Yo lo sabía.
-Y yo no habría tenido fuerzas para luchar si era la causa de que estuvieras
muriéndote en vida.
—¿Y no crees que fue eso lo que conseguiste al final? ¿No crees que elegiste
huir más por ti que por mí? ¿No me pones de excusa porque era a ti a quien le
daba miedo tenerme a su lado?
Sí, también había parte de ello en eso. Fui egoísta, no podía negarlo. Pero no
podía dejar que ella me viera débil, consumiéndome y luchando contra la
muerte.
Y a lo mejor perdiendo la batalla.
Por mi salud mental, no podía verla sufrir estando a mi lado.
—Sí, hay un poco de todo eso también, Eva —no le iba a mentir.
—No tenías derecho —lloró.
Limpié su rostro.
—Lo sé —y de verdad lo hacía—. Para mí también fue una tortura. No solo
por la enfermedad en sí, que fue bastante dura de sobrellevar, sino porque te
necesitaba tanto… —no pude continuar.
Me vine abajo.
Eva me abrazó con fuerza y lloró conmigo.
—Un simple mensaje y había corrido hacia ti, Oliver. Fuiste muy cruel
conmigo. Sobre todo dejándome con esas palabras.
—Lo sé y lo siento, de verdad que lo siento —dije con sinceridad.
—¿La cicatriz que toqué antes es de la operación? —me preguntó
mirándome de nuevo a los ojos.
Había notado cómo sus dedos se quedaron parados sobre ella mientras me
acariciaba cuando la hacía mía. Y cómo después la acarició una y otra vez.
—Sí. Fue duro, fue un proceso largo, pero conseguimos erradicarlo.
—Y no le dijiste ni a tu familia.
—No. No le conté a mi madre hasta que no salí del quirófano y supe que
todo iba a salir bien.
—Idiota, no te lo perdonaré nunca —dijo con rabia.
Me hizo sonreír.
—Me disculparé cada día si es necesario entonces. Lo que sea que necesites
mientras estés conmigo —dije con sinceridad.
Con un suspiro largo, acarició mi rostro.
-No tienes que disculparte por nada. Soy yo quien tiene que hacerlo por no
estar ahí.
-Eva, eso no -le rogué.
Se me partía el corazón al escucharla.
-Tenía que haber estado contigo, no tenías que haber pasado por todo eso
solo. Joder, Oliver… No vuelvas a pedirme perdón después de cómo lo pasaste -
dijo enfadada.
-Dios, cómo te eché de menos -dije besándola.
Ella aceptó mi beso y suspiró al acabar.
—¿Y cómo terminaste dirigiendo entonces un sitio como la residencia? -
preguntó, intentando cambiar un poco el tema para controlar las emociones.
—Sabes que la cardiología me fascina, pero cuando te ves a punto de tener
un pie en el otro barrio, muchas cosas cambian. Conocí a mucha gente que
estaba como yo o peor, porque ellos ya tenían por seguro que no iban a poder
sobrevivir por más que quisieran —era muy triste, pero era así—. Así que igual
que me juré que si me recuperaba, haría lo que fuera por recuperarte, supe que si
volvía a ejercer, quería hacer algo diferente.
—¿Y cómo llegaste a ese proyecto?
—Marta lo tenía en mente y me lo explicó. Me dediqué, con uñas y dientes a
hacerlo realidad. A buscar financiación. Quería hacer algo por los demás y
siempre pensé en ti para acompañarme en este proyecto —sonreí—. Marta
conocía nuestra historia y tu currículum no la decepcionó.
Eva sonrió y acarició mi cara en un gesto cariñoso.
—¿Qué hay de ahora? ¿Por qué esas pruebas? ¿Te sientes mal? Y no me
mientas.
Resoplé.
—Estoy bien, pero Marta es muy pesada y como me sentí mal estos días,
pues prefiere prevenir. Lo que viste fue a una doctora que me había sacado
sangre y me había hecho algunas pruebas en mi despacho para que nadie se
enterase de nada —sonreí al ver su cara avergonzada—. Pero me gustó que
sintieras celos —dije con orgullo.
—Yo no soy celosa —resopló, haciéndome reír.
—Yo tampoco —reí aún más.
Y le di un beso dulce y rápido en los labios.
—¿Por eso no me escribiste? ¿Pensabas desaparecer de nuevo si había algo
mal? –preguntó, poniéndose seria de nuevo.
Sabía que responder a esa pregunta me iba a suponer un problema, pero no
iba a mentirle.
—Sí.
Eva se levantó del sofá como un resorte. Estaba en ropa interior, así que era
un espectáculo digno de ver cómo comenzó a caminar de un lado para otro
mientras despotricaba.
Y me insultaba.
—Maldito imbécil. ¡Serás idiota! —era el principio de un largo etcétera que
no hace falta mostrar— Olvida eso, Oliver. ¡Olvídalo desde ya!
—¿El qué? —pregunté, levantándome del sofá.
—El volver a huir. ¿Me entendiste? Ocurra lo que ocurra contigo, ¡tengo
derecho a saberlo! —gritó.
—¿Por qué? —le pregunté, acercándome.
—¿Por qué? ¡¿Por qué?! —exclamó— ¡Porque te quiero, imbécil! —
entonces se derrumbó.
Cayó al suelo y comenzó a llorar. Me agaché a su lado y la abracé con
fuerza.
—Te quiero y no puedes dejarme otra vez. ¡No tienes derecho a elegir por
mí! ¡¡¡No te lo permito!!! —gritó.
Me levanté, con ella, y la acuné en el sofá. Dejé que soltara todo el dolor y la
frustración que sentía.
La rabia.
El odio hacia mí.
—Vamos —le rogué—. Deja de llorar, sabes que odio verte así.
—¡Entonces no me hagas llorar, pedazo de imbécil! —exclamó, separándose
de mí y dándome un golpe en el pecho.
Que dolió, ¿eh? Pero no tuve más remedio que reír.
—Bruta.
—Y tú imbécil —dijo, furiosa—. Prométemelo, Oliver. Prométeme que pase
lo que pase, no volverás a echarme y a lidiar con ello tú solo.
—¿Sea lo que sea? —sonreí con dulzura.
—¡Claro que sea lo que sea! —exclamó, desquiciada y solté una carcajada.
—No quiero que sufras —dije entonces, serio.
—Entonces no me hagas sufrir.
Y solo entonces la entendí.
—Lo siento. De verdad que lo siento. Y tengo miedo —reconocí—. Tengo
miedo de que vuelva a repetirse.
—Entonces lo superaremos juntos. Los dos, ¿lo entiendes?
Asentí con la cabeza y me aferré a ella. La abracé con fuerza y me quedé ahí,
sin querer soltarla.
Esos años atrás la había necesitado tanto…
Pensé que hacía lo correcto al echarla de mi vida, pero estaba equivocado.
No tenía que elegir por ella, tenía derecho a saberlo y se lo oculté. No la dejé
elegir.
Y no volvería a hacerlo.
—Pensé que te había perdido para siempre. Gracias por volver a mí, Eva.
—¿Gracias? ¿Estás seguro de darme las gracias?
La miré al escuchar la diversión en su voz.
—Sí —le aseguré.
Sabía que iba a intentar destensar el ambiente y la iba a ayudar. Nos hacía
falta un poco de humor.
—Me voy a convertir en un grano en el culo, Oliver. No sé yo si debes de
darme las gracias o salir corriendo antes de que me agarre a tu cuello, cual mono
Amedio y no te deje solo nunca más.
Sonreí. Como si yo quisiera librarme de ella.
Nunca.
—Vale, porque no tengo ningún pensamiento de separarme de ti hasta que
me muera.
Eva resopló y lloró. Y solo entonces me di cuenta de que había metido la
pata.
Hasta el fondo.
—Joder, ¿pero por qué usas esa expresión? ¡Nadie se va a morir! —volvió a
levantarse del sofá, ya la había liado.
—Mierda, lo siento —me levanté tras ella—. La culpa es del idioma, a ver
por qué existen esas expresiones —la agarré y la pegué a mí—. Vamos, no
llores.
—Me vas a pagar cada lágrima que me hiciste derramar, te lo juro —pero
llorando no sonaba muy convincente, solo me hizo reír de nuevo.
—Vale.
—Prepara tu tarjeta de crédito, porque es lo primero que va a sufrir.
—¿Y eso? —pregunté, divertido.
—Porque tendré que redecorar esta casa, ¿no? —dijo, sorprendiéndome—
Porque mira que la tienes fea, ¿eh?
—Espera, Eva —me puse serio de repente—. ¿Eso significa…?
Ella sonrió entre lágrimas.
—Perro, tortuga, niños… Si aún es lo que quieres, claro.
¿Lo dudaba?
¿Acaso lo dudaba?
Quería todo.
Con ella.
Siempre.
—Te quiero a ti. Siempre —le dije antes de besarla y de llevármela a la
cama.
Iba a hacerle el amor toda la noche, iba a demostrarle cuánto la había echado
de menos y cuánto la quería.
Se lo dije una y otra vez y le prometí no volver a dejarla nunca más.
Pasase lo que pasase.

Capítulo 13
Así me gusta, Cupido. Olvídame a mí y juega un poco
con los demás.
Eva

—¡¿Que te vas a qué?!
Las dos, tanto María como Camila gritaron lo mismo, a la vez.
Lara no dijo nada, solo gimió.
Les había mandado un mensaje pidiendo verlas y las dos se sorprendieron al
encontrarse, también, con Lara allí. Aún no le habíamos contado que habíamos
hecho las paces.
—Me voy a vivir con Oliver —repetí.
Se miraron entre ellas, miraron después a Lara, quien levantó las manos
como diciendo que no sabía nada del tema y que tampoco iba a opinar y después
me miraron a mí.
—¿Con el capullo que te abandonó? Con perdón, Lara —dijo María,
contrita.
No fue ella quien miró malamente a María, sino yo.
—Respeto, ¿no? —le advertí.
—Habrase visto —Camila soltó una carcajada—. Volvió y ¿en solo cuánto la
lio el prenda?
—¿En una semana? —intervino María.
—Hace más —dijo Lara.
—Creo que no ha tenido contacto con Eva ni tres veces.
Yo no iba a contradecir a Camila, porque día arriba, día abajo… Tenía razón.
Como quien dice, Oliver acababa de volver y ya había puesto mi mundo
completamente del revés.
—¿Y esta decisión cuándo se tomó? —preguntó mi amiga la pija.
—Pues visto lo visto y teniendo en cuenta que aquí la señora estaba llorando
ayer en mi casa, que mi hermano me llamó desquiciado de la vida porque no la
encontraba y yo temía que el muy imbécil fuese a tirarse de un puente si no daba
con ella pronto e imaginando, porque tampoco se me ha confirmado nada, que
pasaron la noche juntos porque aquí la señora me pidió su dirección… —Lara
me miró— ¿Os ha dado tiempo a tanto?
Me puse roja como la grana al recordar a todo lo que nos había dado tiempo.
—A tanto y más, parece ser —Camila soltó otra carcajada—. No me lo
puedo creer.
—Ni yo —María seguía con los ojos como platos—. Así que no sé si
felicitarte o darte de hostias. Porque alguien no vuelve así de rápido con su ex
después de que la abandone y suelta que se va a ir a vivir con él ¡de la nada! —
se bebió media cerveza de un sorbo antes de continuar— Te lo digo porque lo sé
de buena tinta, porque la vecina del primo de…
—Ay, señor —gimió Lara, mirándome—. Por ahí sí que no paso, ¿eh?
Me reí.
—María —la interrumpí—. Hoy la familia, amigos y conocidos de tu marido
no nos van a ayudar.
—Oh… —suspiró— Pero siempre es bueno que sepas que hay quien vivió lo
mismo que tú para no cometer los mismos errores.
Sí, errores había cometido muchos, más de los que seguramente sabía.
—¿A qué se debe ese cambio de actitud hacia el hombre que decías odiar
hace solo unas horas? —preguntó Camila.
Tras un sonoro suspiro, les conté toda la historia. Y ahí estaban las dos,
llorando a moco tendido.
Lara y yo no éramos menos, agarradas de la mano para darnos fuerza la una
a la otra y con alguna que otra lágrima que no pudimos controlar.
—¡Te lo dije! —exclamó María, entre lágrimas— Te dije que ese Dios
griego estaba enamorado de ti y que no te dejaría sin una buena razón —
carraspeó—. Que tampoco es que esta lo sea, vamos a ver si me explico, pero
para él en su momento tenía sentido, aunque eso tampoco le quita que siga
siendo un gilipollas de primera —terminó resoplando. Para dentro lo que
quedaba de la cerveza— ¡Otra! —le gritó al camarero.
—María, ¿estás bien? —porque ella no era así, algo raro había.
—¿Yo? Claro que sí, ¡estoy perfectamente bien hasta el coño! —y nada más
coger la cerveza que le trajo el camarero, si no llega a ser porque Camila, que
estaba a su lado, se la quita, se la habría empurrado de una sentada.
—Pero bueno, ¿qué quieres que te dé hoy? ¿Un coma etílico? —se quejó la
de raíces latinas.
—Pues no vendría mal. Porque estoy harta, ¡mu’ harta! —lloró.
—¿Pero muy harta de qué? —preguntó Lara.
—De todo. ¡De todos! —otra vez a llorar— Y voy a hacer lo mismo que la
prima hermana del cuñado de mi marido.
Carraspeé, ni preguntar quería. Pero tenía que hacerlo.
—¿Qué hizo?
—¡Divorciarse! —exclamó.
Señor, lo que nos faltaba, mal de amores…
—María… —no sé qué pensaba decirle, menos mal que me interrumpió.
—O me divorcio o me tiro de un puente —moqueó—. Pero algo tengo que
hacer porque como de verdad esté embarazada de nuevo…
—¡¿Qué estás qué?!
En ese momento, las que gritamos, a la vez, la misma pregunta, fuimos
Camila, Lara y yo.
—Me cago en to’ —gruñó Camila— ¿Y qué demonios haces bebiendo
cerveza entonces?
Fue a quitarle la jarra, pero Lara se adelantó y se la bebió de un trago, sin
respirar, dejándonos a todas con la boca abierta.
Lara controlaba. Cuando quería, claro. Pero en general lo hacía. No era
propio de ella…
—¡Otra! —gritó al camarero— Mejor ¡otras cuatro!
—¿Y a esta qué le pasa? —preguntó María, dejando de lado sus penas y su
posible embarazo porque un chisme era un chisme.
Y si había algo en el mundo más importante que un cotilleo, María no lo
conocía.
Y las demás que estábamos allí tampoco, para qué mentir. Yo ya había
llegado a un punto en mi vida en el que había entendido que las cosas no había
ni que ocultarlas ni que maquillarlas y menos negar lo evidente.
Y allí éramos todas unas alcahuetas de primera.
Y porque no estaba Oliver allí que si no… Con lo que al amor de mi vida le
gustaba un chisme, lo que iba a disfrutar esa noche cuando se lo contara.
El camarero dejó esa vez las cuatro jarras de cerveza en la mesa.
—Tú no puedes beber —dije cogiendo la de María antes de que la liara.
—Aún no sé si estoy embarazada.
—Por si acaso —me la puse para mí. Punto.
Lara cogió la suya y p’adentro.
—¿Pero qué haces, so’ bruta? – se la quité, pero ya estaba vacía— ¿Quieres
que tu hermano me mate cuando venga a buscarme y te vea medio borracha?
¿Eso es lo que quieres?
—¿El guaperas, ese adonis va a venir a buscarte? —preguntó María, con los
ojos haciéndole chiribitas.
Siempre le había encantado Oliver, más de lo que me gustaría a mí porque
ella no se cortaba ni en decirme que fantaseaba con mi novio.
“Entiéndeme, con el que duermo yo… Ni comparación. Al menos déjamelo
en sueños”, dijo una vez cuando le pedí que con mi novio, ni así.
Me tuve que reír, porque la mujer tenía razón. No iba a compararse esos
brazos y ese abdomen perfecto de Oliver con…
—Joder, María —solté—. Tu marido tiene complejo de semental, ¿o qué?
Acabamos todas riendo, medio piripis ya.
—Media población estéril y el calvo con solo mirarla… —Camila no pudo
terminar, soltó una carcajada.
—Para semental mi jefe.
Nos callamos, todas lo hicimos. Todas miramos a Lara.
—¿Tu qué? —le pregunté, no la había escuchado bien, ¿verdad?
—Mi jefe. Me he acostado con mi jefe.
—¡¿Que has hecho qué?! —gritamos las otras tres a la vez.
—Yo también.
Esa persona que había dicho eso, cogió la jarra de cerveza que era de María y
que yo tenía para mí.
No podía ser ella, ¿verdad?
Me giré y sí, sí que lo era. Era mi madre quien había hablado y quien estaba
bebiéndose la cerveza de un tirón.
—Mamá, por Dios —no me lo podía creer.
Terminó de beber y se limpió la boca con el dorso de la mano, como hacían
en las películas.
—Siempre quise hacer esto —dijo antes de coger una silla y sentarse—. Pues
eso —me miró—. ¿Hay hueco para un drama más?
Todas asintieron con la cabeza, yo negué.
Camarero, ¡otra!
—Yo me he acostado con una de mis clientas, a estas alturas voy a salir del
armario —soltó Camila, dejándonos a todas completamente anonadas.
Pues nada, oye. Después de todo, ¿a quién le iba a escandalizar lo mío?
¡Si estaban todas como putas cabras, locas!
Como cencerros.


—Oliver Aguilar, eres un capullo, pero te quiero un montón —puse los ojos
en blanco al escucharla.
—Yo también la aprecio mucho.
—¿Me estás llamando vieja?
—Jamás —dijo el amor de mi vida rápidamente.
—Entonces no me llames de usted, menos aun cuando vamos a ser familia
otra vez. Tienes que llamarme mamá.
—¿Mamá? —eso era para alucinar.
—Tú no, Eva. Le digo a él. Eso para demostrarle que tiene mi permiso para
formar parte de esta familia.
—Ah…
—Gracias —dijo Oliver y maldijo cuando casi se le escurre.
La llevaba agarrada, intentando dejarla sana y salva en casa. Pero mi madre
no cooperaba.
Así había acabado la noche, con mi madre con una tranca del quince.
—Te portaste como un capullo y quise arrancarte las pelotas —el pobre
apretó las piernas y yo quise reír—. Pero tuviste tus razones.
—Mamá… —suspiré.
—Si le vuelves a hacer daño a mi hija —se paró y Oliver y yo hicimos lo
mismo—, sí que te las arrancaré, ¿me entiendes?
—Perfectamente —dijo él con eficacia.
—Bien. Porque si le haces daño volverá a casa y de verdad que la quiero
mucho, pero ya va siendo hora de que se vaya, ¿eh? Que también necesito un
picadero.
Dios mío… ¿En serio?
Nos costó la vida dejar a mi madre en casa, se cayó de bruces en la cama, le
quité los zapatos y la dejé allí.
Anda y duerme la mona, pensé antes de marcharme con Oliver.
Qué desastre de noche.
—¿Picadero? —Oliver no podía dejar de reír.
Estaba en mi habitación, esperándome. Entré a coger ropa para irme con él.
Lo fulminé con la mirada, pero para lo que sirvió. Terminó soltando una
sonora carcajada y tuvo que limpiarse las lágrimas de los ojos.
—Se ha liado con su jefe —resoplé.
—Joder. Os viene en los genes, ¿eh?
Me acerqué y le di una galleta en la cabeza.
—¿Desde cuándo eres mi jefe?
—¿Desde que trabajas en mi residencia?
Pestañeé varias veces, la verdad que nunca lo había visto así porque bueno,
era Oliver. Teníamos historia.
—También es verdad —suspiré—. Mira por dónde, y sin pretenderlo, he
cumplido una de mis fantasías.
Mía y de muchas personas más. Porque qué mayor fetiche que liarse con un
jefe o una jefa, ¿eh?
Liarse con el fontanero y el butanero ya no pone tanto, no pienses en eso. Sí
tú, quien me lee.
En fin… Cada quién con sus fantasías.
—Ven aquí —me cogió de la mano cuando pasé por su lado y tiró,
acercándome a él—. ¿Qué tipo de fantasías tienes tú?
—A ti te las voy a contar…
—¿A quién si no? —preguntó ofendido— Eva… —me advirtió.
Me agaché y le dije algo al oído. Lo escuché gemir, lo había excitado.


Esa misma noche …
Oliver no iba a perder el tiempo y si yo le había dicho que quería algo, lo iba
a tener.
Me lo demostró nada más llegar a su casa.
A nuestra casa, como él la llamaba ya.
Soltó la maleta que llevaba con mis cosas en medio del salón y tiró de mí.
No paró hasta que los dos estuvimos dentro de la ducha, con el agua ya cayendo
por nuestros cuerpos.
Aún vestidos.
Me besó mientras el agua nos empapaba a ambos, cogió mi camiseta y la
rompió, dejando mi sujetador a la vista.
Me excitaba verlo así, tan salvaje.
Unos segundos después, y a lo bestia, estábamos los dos completamente
desnudos.
Su boca sobre la mía, su erección clavada en mi vientre, una de sus manos
apretando mi pecho y la otra jugando con mi sexo.
—¿Es esto lo que querías, Eva? —me preguntó cuando sus dedos entraban y
salían de mí con rapidez, cuando sintió que mis piernas comenzaban a
temblarme—. ¿Que te follara en la ducha?
—Sí —era lo que quería y era lo que le había pedido.
Porque me excitaba la simple idea de ver su cuerpo desnudo, de pie, frente a
mí y mojado por el agua.
Era una visión de lo más perfecta.
—Te follaré por aquí —los dedos muy adentro de mí—. También por aquí —
su otra mano había bajado hasta mi trasero, sus dedos separando mis nalgas para
que uno de ellos entrara por el lugar que él sabía que me gustaba.
—Dios, sí —gemí cuando metió el dedo.
Con Oliver disfrutaba de todo. Siempre.
Bajó para morder mi pezón y subió lamiendo por mi cuello, hasta que su
boca llegó a mi oído.
Sus dedos entrando y saliendo de mí por los dos orificios.
—Follaré tu boca también, Eva. No sabes cuántas ganas tengo de que me
aceptes en ella y follártela hasta correrme dentro.
Mierda, no iba a aguantar mucho más. Si había algo que me llevaba al límite,
era Oliver hablando así de sucio.
—¿Quieres que lo haga? —mordió mi cuello.
—Sí —gemí y soné ansiosa.
—Lo haré. Pero antes vas a darme lo que quiero.
Fuerte, más fuerte.
Bajó su boca de nuevo hasta mis pechos y los lamió, los mordió mientras me
penetraba, con sus dedos, por delante y por detrás.
Sabía cómo llevarme al límite, sabía cómo hacerme disfrutar.
Levantó la boca hasta mis labios y me besó, acallando el gemido de puro
placer que salió de mi garganta cuando comencé a convulsionar por el orgasmo
que estaba teniendo.
Él me aguantó, sus dedos quietos dentro de mí, sabiendo que en ese
momento no podía quitarlos, no podía moverme.
Me besó con delicadeza y yo suspiré.
Completamente extasiada.
—No, Eva. Aún no —me advirtió antes de salir de mí, de cogerme y de
llevarme a la cama.
Lo que él tenía en mente no era, precisamente, dormir.

Capítulo 14
Al final Cupido también va a tener su lado bueno.
Oliver

Eva era adictiva para mí, siempre había sido así.
Cuanto más la tocaba, más quería hacerlo.
Cuanto más la besaba, más quería probarla.
Cuanto más la follaba, más necesitaba hacerla mía.
Y cuanto más la saboreaba, menos quería parar.
La había sacado de la ducha y nos había secado a ambos un poco. Eva estaba
laxa, saciada.
Pues le quedaba una larga noche de orgasmos por delante. Aquello no había
hecho nada más que empezar.
Me tumbé en la cama y tiré de ella.
Vi la pregunta en su rostro y sonreí.
—Ven —la guie—. Sobre mi cara. Hace demasiado que no te pruebo.
Si había algo que siempre me gustó de Eva era que en el sexo no se cortaba.
Ella no decía que no a algo que sabía que le podía dar placer. Y confiaba en mí.
Eso era básico.
Con sus piernas abiertas sobre mi rostro, al observar su sexo, gemí.
Levanté una mano y abrí sus labios para descubrir la carne rosada que
escondía.
Era perfecta, la mirara por donde la mirara.
La acaricié un poco y sonreí al encontrármela, de nuevo, mojada.
Eva siempre estaba así y no había nada mejor en todo el jodido mundo.
Levanté un poco la cabeza y lamí su sexo. Ese sonido que salió de su
garganta fue lo mejor que pude escuchar.
Acomodándome mejor, agarrándola por las caderas para hacerla bajar un
poco comencé a lamerla y Dios, el sabor de esa mujer era una maldita droga para
mí.
—Oh, Oliver…
La escuchaba gemir, gritar. Incluso maldecir. Sabía que estaba disfrutando,
como lo estaba haciendo yo mientras bebía de ella.
Sin parar.
Metí mi lengua en su vagina y ella gritó.
Pero con un movimiento brusco, ella se separó de mí.
¿Pero qué…?
Y antes de que pudiese reaccionar, no solo volvía a tener su sexo sobre mi
boca, sino que Eva tenía mi pene en la suya.
Maldición, iba a correrme con el simple contacto de su lengua caliente y
húmeda sobre mi polla.
Estaba muy excitado, mi erección dolía, pidiendo alivio. Y su boca iba a ser
mi perdición.
—Dios, Eva —gemí antes de levantar mi cabeza y comenzar a follármela
con la boca, como estaba haciendo ella conmigo.
Me lamía y me succionaba con un ansia… Tal vez con el mismo que sentía
ella que la besaba yo.
Agarrándola por las caderas, comencé a comérmela con más frenesí. Ella
hizo lo propio y me metía y me sacaba de su boca con más y más rapidez. A un
ritmo constante.
Sentí el momento exacto en el que su orgasmo llegó y apreté mi boca contra
su sexo, succionándolo. A la vez, ella agarró mis testículos y los hizo rodar.
Estallé.
Me corrí en su boca mientras lamía hasta la última gota de su jugo.
Me vacié en su boca hasta que me exprimió por completo.
—Ven aquí —la hice tumbarse encima de mi cuerpo minutos después y la
besé. Ella con mi sabor en sus labios, yo con el suyo.
¿Podía existir algo mejor que eso?
—Joder, Eva. Eres jodidamente perfecta —dije sobre sus labios.
—Lo somos estando juntos —dijo ella, haciéndome volver atrás…


Años atrás.
Una de nuestras primeras escapadas, llevábamos poco tiempo juntos y Eva
no estaba en la cama. Me desperté a mitad de la noche, preocupado.
¿Le habría pasado algo? ¿Le dolería algo y no me quiso despertar? Porque
conociéndola, no me extrañaría.
Pero conmigo le servía de poco, no dejaba que lo hiciera. Éramos una
pareja y éramos dos para todo.
Para lo bueno y para lo malo.
Qué ironía de la vida, ¿no? Es eso lo que estás pensando, ¿verdad?
Lo sé, mientras recordaba, yo he pensado lo mismo.
Al final fui yo quien actuó de esa manera, como no me gustaba. Y todo
porque quería protegerla.
Por eso nunca hay que decir “de esta agua no beberé”, supongo. Porque a
todos nos llega.
A todos, en algún momento, nos cae lo menos pensado. Eso que criticamos,
eso que no nos gustó de otro o eso que dijimos “yo jamás”.
Pues hala, tú sí.
Y yo también.
La vida sabe muy bien cómo cerrarnos las bocas, ¿no te parece? Aunque a
veces se pasa de dura, pero ese es otro tema.
Y a mí me pasó, como a ti, quien seguramente estarás recordando algún
momento igual.
Lo cierto era que yo actuaba así con Eva y esa noche me levanté de la cama
para buscarla.
Estaba en el salón, delante del espejo, en ropa interior, mirando su cuerpo.
Sacaba barriga, metía barriga.
La había notado algo extraña esos días, pero no le di importancia.
Fruncí el ceño, ¿qué pasaba ahí?
Porque, al parecer, sí había un problema.
—¿Eva?
Dio un salto por el susto, menudo respingo.
—¿Qué haces despierto?
—¿No soy yo el que debería de preguntar qué haces tú? —señalé al espejo.
—Fui a por agua.
—Ya…
Me acerqué a ella y me puse a su lado.
—Mejor, nos vamos.
—Ven aquí —la cogí, la puse delante del espejo y me puse tras ella. Apoyé la
cabeza en su hombro y la miré a través del cristal—. ¿Cuál es el problema?
—Ninguno —dijo rápidamente.
Enarqué las cejas.
Puse las manos en su vientre y noté cómo se tensó.
¡Bingo!
—¿No me lo vas a contar? —la toqué, esa vez, con más cuidado, para que
no lo pasara mal.
—Son tonterías.
—Bueno, si tienen que ver contigo, quiero saberlo.
Resopló.
—No me vas a dejar hasta que lo diga, ¿verdad?
—Exactamente —sonreí.
—Joder. He puesto algo de peso y me siento gorda.
—No estás gorda.
—Pues yo me veo así.
—Y aunque lo estés, no es un problema.
—¡Ese es el problema!
—¿El problema es que no sea un problema?
—El problema es que si para mí es un problema, tú me digas que no es un
problema.
—Ah… Pero es que yo no veo el problema, ¿qué te digo?
—Arg —gruñó y se separó de mí, fue hasta el dormitorio y se tumbó en la
cama.
Me tumbé a su lado, frente a frente para verle la cara.
—Todos nos sentimos inseguros, Eva.
—¿Eso me lo dice el guaperas mojabragas?
—¿El qué? —pregunté con los ojos abiertos de par en par y solté una
carcajada.
—Oh, vamos, no te rías. Sabes que eres así.
—No, Eva, no lo sé y tampoco es que me importe. Mientras lo sea contigo,
bien.
—Oliver…
—Yo también tengo mis inseguridades, no soy perfecto. Pero tengo que vivir
con ellas.
Eva suspiró.
—No es lo mismo.
—¿Por qué no?
—¿Me has visto? ¿Te has visto?
Puse los ojos en blanco.
—¿Ese es el problema, Eva? ¿En serio? Claro que te he visto y muy bien,
por cierto —dije poniéndola colorada—. Y me gusta lo que veo. Me pone a cien
lo que veo, lo que beso y lo que toco —le acaricié el trasero—. Y me pone igual
si tienes algún kilo de más o no porque joder, a estas alturas creo que ya es más
que evidente que estoy enamorado de ti y de que quiero estar contigo. ¿A qué
vienen esos miedos?
La vi tragar saliva, nerviosa.
—No lo sé —susurró—. No puedo evitar tenerlos.
—Lo entiendo, es humano. Pero por favor, háblalo conmigo antes de hacerte
daño a ti misma, ¿vale? A ninguno nos gusta lo que vemos en el espejo, pero la
persona que tenemos al lado a lo mejor nos ve perfectos. Para mí eres
jodidamente perfecta y ¿sabes por qué?
—No —dijo con la voz tomada, tenía ganas de llorar.
—Yo tampoco sé por qué, pero lo eres y ya.
La cara de horror que puso me hizo soltar una carcajada. Y a ella la hizo
llorar.
No era lo que buscaba, solo poner un poco de humor (aunque a veces se me
iba de las manos), pero le vino bien.
—Vamos, mi vida —la abracé—. Te quiero y para mí lo eres todo. Somos
más que un físico, Eva y aunque nuestras inseguridades pueden jugarnos a
veces una mala pasada, aprendamos a no darles demasiada importancia. Si algo
no te gusta, intenta cambiar. ¿Que quieres perder dos kilos? Hazlo, pero sin
obsesionarte y si te apetece un chocolate y te saltas la dieta, pues no pasa nada.
Se te caerán las tetas, a mí el pene no se me levantará, se nos caerán los dientes
y en el mejor de los casos no nos saldrá joroba —dije, haciéndola reír—. Pero
aun así quiero estar contigo. Porque te quiero. No sé, Eva, eres perfecta para
mí.
—Y tú para mí.
—Ya, obvio —me reí cuando me llevé un cate, pero volví a ponerme serio—.
Lo somos estando juntos y para mí eso es lo que importa.


—Mi niña hermosa —dije antes de abrazarla con fuerza.
No quería soltarla jamás.
Habíamos vivido muchos momentos buenos y también había habido malos.
La eché de mi vida durante años y la había podido perder para siempre.
Estaba agradecido porque después de todo, después de comportarme como
un cabrón, ella aún estuviera ahí.
Después de todo.
A pesar de todo.
—¿Eva?
—¿Sí? —preguntó medio dormida.
—¿Te quieres casar conmigo?

Capítulo 15
Cupido, tenías que reírte de mí hasta el final, ¿verdad?
Eva

Se me fue todo el sueño de golpe.
Joder, no me abrí la cabeza de milagro al bajarme al caerme de la cama.
—Mierda, Eva.
No, si encima era mi culpa, ¡faltara más!
—Me cago en la puta —me quejé—. No me toques —le advertí.
Oliver resopló.
—Eva —lo escuché gruñir, enfadado.
Me la pela, oye.
Así de vulgar soy.
En maldita hora le respondí. ¿Por qué demonios no me hice la dormida?
—Dios… —me encogí al intentar levantarme, agarrando mi tobillo.
—¡Eva! —volvió a intentar ayudarme, preocupado, imagino, por mi mueca
de dolor— ¿Estás bien? —preguntó. Ignoró mi negativa a ayudarme y me cogió
en brazos.
—Déjame —le di un manotazo en la mano, no quería que me tocara.
—¿Vamos a discutir mientras te retuerces de dolor y no sabemos si te has
jodido el tobillo? —resopló.
Me dejó sobre la cama, se puso de rodillas a mi lado, me quitó la mano sin
ninguna consideración y…
Por cierto, todo esto como Dios nos trajo al mundo, que no se te olvide lo
bochornosa que era la situación.
—¿Duele? —preguntó al tocar.
¿Que si dolía? Joder, pues sí.
Lo movió de diferentes maneras y aunque el dolor no era insoportable, sí
molestaba.
—No está roto —se levantó y me ayudó a ponerme en pie—. Intenta
apoyarlo.
Con su brazo alrededor de mi espalda, aguantando casi todo mi peso, me
dejé guiar para apoyar el pie.
Puse una mueca de dolor, pero la segunda vez ya no molestaba tanto.
—Estoy bien —intenté deshacerme de su agarre.
—Estate quieta —me regañó—. Vamos a vendarlo.
—Oliver —le advertí.
Y como siempre, como el que oía llover.
Intentó hacer que yo me moviera, pero como me mantuve en el sitio, bufó y
sin pensárselo, se agachó y me cogió en brazos.
—¿Pero qué demonios…? —me callé al darme cuenta de que estaba
gritando. Y desnuda— Oliver, ¡que estoy desnuda!
—Créeme, lo sé, siempre soy consciente de tu desnudez. Y mi entrepierna
también.
—No seas cerdo —bufé.
—Tú sacaste el tema, no yo. Tú te lo buscaste.
—Bájame, Oliver.
Como si eso funcionara con él…
Me dejó sobre el sofá y apareció un segundo después con el botiquín.
—¿Puedes, al menos, taparte? No puedo concentrarme con tu pirindolo ahí.
Y bien erecto que estaba, madre de Dios.
—¿En serio, Eva? —pasó de mí, como solía hacer siempre. Se agachó entre
mis piernas y cogió mi tobillo-. Un esguince, no es grave, pero habrá que
vendarlo.
Y cual médico, venda en mano, se puso a ello.
—No me duele, ¿para qué tanta venda? —pregunté cuando lo vi dándole
vueltas y vueltas al asunto.
Levantó la mirada y fijó sus ojos feroces sobre los míos.
—¿Te respondo a eso, Eva? ¿A qué puedo hacer con la venda?
So’ tonta, ¿por qué no era capaz de mantener la boca cerrada? ¿Aún no me
daba cuenta de que no podía provocarlo ni mínimamente?
Tuve que aguantar y esperar a que él sintiese que mi tobillo estaba lo
suficientemente sujeto como para dejar de vendarme.
—Reposo absoluto —dijo mientras ponía el esparadrapo.
—Ni de coña —me salió del alma—. ¿Pero qué dices?
—Soy el médico, tienes un esguince y te quedas en casa. Punto. Además de
ser tu novio y tu futuro marido y es mi obligación hacer que te cuides. Y por si
eso fuera poco —se levantó y se puso de pie frente a mí, en todo su esplendor—,
soy tu jefe y si te digo que guardarás reposo absoluto, ¡pues guardarás reposo
absoluto y punto!
Lo miré con ganas de asesinarlo.
—No lo haré.
Oliver resopló. Yo me levanté, mejor volvía a la cama.
—Eva —me advirtió, pero a la vez que me ayudaba a que no dejara caer el
peso sobre el pie lastimado.
—He dicho que no y es no. Al médico, al novio y a mi jefe.
—¿Entonces no has dicho que no al futuro marido? —preguntó, con una
sonrisa en la voz.
—No sé de qué proposición hablas —bufé—. ¿Has visto alguna velada
especial? ¿Algún momento especial?
—Acabábamos de tener un orgasmo, claro que era un momento especial.
—¿Flores? —continué, ignorándolo.
—No te gustan las flores, siempre dices que son para los muertos.
Eso era verdad, pero no era el tema.
—Un anillo. ¡¿Algo?!
—Ya, bueno, no me dio tiempo, pero todo se andará.
—En momentos de pasión se dicen muchas cosas sin sentido —me tumbé en
la cama y le di la espalda cuando se tumbó a mi lado.
Me abrazó con fuerza y noté cómo su pecho se movía por la risa silenciosa.
—Tendrás la pedida de tus sueños, Eva. No lo dudes. Después de todo… —
dijo con seriedad— Pero no pude evitar expresar un pensamiento en voz alta.
Sonreí, emocionada.
En realidad lo había estado desde que lo oí, pero con la hostia que me llevé
por el susto, me fue fácil dejar el tema a un lado.
Porque la verdad es que me había dado hasta miedo.
No porque no lo quisiera, sino por todo lo contrario. Porque me había
asustado la intensidad de mis sentimientos por ese hombre.
Oliver me abrazó con más fuerza y me dio un beso en el cuello.
—Sí quiero —susurré.
Noté cómo su cuerpo se tensaba, me abrazó con más fuerza.
—Te quiero, Eva. No te imaginas cuánto.
Me hacía una idea. Después de lo que habíamos pasado y si aún estábamos
ahí, comenzaba a ver hasta qué punto sentíamos el uno por el otro.
—Yo también te quiero —susurré antes de dormir.

Capítulo 16
A Cupido también le gustan los finales felices.
La boda
Eva

Si unas semanas atrás alguien me hubiese dicho que estaría casada le habría
dicho que estaba loco. O loca.
Si, para colmo, me hubiese dicho que, además, el hombre al que me uniría
sería Oliver, habría buscado una camisa de fuerza para esa persona, porque
necesitaba un hospital psiquiátrico.
Sin embargo ahí estaba, frente al amor de mi vida, jurándole amor eterno.
—Eva —Oliver cogió mi mano, me puso el anillo y sin soltarme, mirándome
a los ojos, dijo—. El mayor infierno al que tuve que enfrentarme fue al estar sin
ti y no quiero pasar por eso nunca más. Por eso prometo que no soltaré, jamás,
esta mano —me dio un apretón—. La vida nos ha dado una nueva oportunidad y
voy a demostrarte, cada día, lo agradecido que estoy por ello. Gracias por volver
a mí, prometo no volver a soltarte nunca.
Sonó un exagerado Oh… entre los asistentes y yo allí, llorando como idiota.
—Mi vida —Oliver cogió mi cara entre las manos y me limpió las lágrimas
—. No llores. Sabes que no lo soporto.
—¡Entonces no me hagas llorar!
Me salió del alma, no lo pude evitar.
La gente comenzó a reírse. Normal.
El primero que soltó una carcajada fue Oliver, me dio un beso en la frente
antes de separarse de mí.
Cogí su mano y le coloqué el anillo.
—¿Qué te digo yo? —no me había preparado nada, no quería hacerlo.
Tampoco lo necesitaba. Con Oliver todo debía de fluir. Todo debía de ser,
siempre, natural. Por eso era especial—. No puedo prometer no enfadarme y
cosas así porque me sacas de quicio rápidamente —dije, haciendo reír a todos—.
Pero sí puedo prometer que pase lo que pase, lo que siento aquí —me señalé el
corazón—, por ti, no va a cambiar. Es mi tesoro más preciado y es lo que te
ofrezco. Mierda, no llores —me quejé, al verlo. Y lloré yo también, más aún, si
eso era posible.
¿Tú también lloras al leerlo? Lo entiendo, cómo no hacerlo.
Y entre lágrimas besé al hombre que se convirtió en mi esposo.
Parecía que la vida no nos quería juntos, pero lo logramos. O tal vez sí lo
quería y solo nos puso a prueba.
No sabía qué era, lo único que sabía era que, por fin, iba a ser feliz junto a él.
Como no podía ser de otra forma porque los pacientes y nuestros
compañeros, cuando se enteraron de nuestra historia, no nos dejaron otra opción,
la boda civil se celebró en los jardines de la residencia.
Y aunque te cueste imaginarlo, te aseguro que fue la ceremonia más bonita
del mundo. Porque celebrar algo así con gente como ellos fue lo más especial
que hice en la vida.
Después de que mi contrato de prueba terminó, Oliver me puso otro por
delante. Dudé por la relación que nos unía, pero por la presión de mis
compañeros y pacientes, terminé firmando y me convertí en enfermera oficial
del lugar.
Todos habían hecho un esfuerzo para estar ese día allí, en el jardín,
compartiendo ese momento con nosotros. Ataviados con sus mejores galas y
deseándonos toda la felicidad del mundo, nos despidieron ya convertidos en
marido y mujer.
“Volved pronto de la luna de miel, director y directora”, nos gritaron a coro
cuando, después de que nos felicitasen y de que celebrásemos el momento con
una tarta preciosa que compartimos con ellos, nos marchamos de allí.
Era el momento de la fiesta y eso sería algo nuestro y privado.
O eso pensé…


—¿Qué hacen aquí? —pregunté cuando entré en mi casa y me encontré con
el tinglado.
Oliver había vendido su piso y entre él y yo decidimos comprar uno un poco
mayor. Al final terminamos con un adosado sencillito en las afueras de la ciudad,
felices de la vida.
Y ahí era donde estaba, pero para nada feliz.
—No sé —carraspeó Oliver al ver la que habían montado.
—Ay, Eva —María me abrazó con fuerza. Bueno, como pudo porque con el
barrigón que tenía ya, tampoco podía hacer burradas.
—¿Qué hacéis aquí? —le pregunté.
—¡¡¡Sorpresa!!! —gritaron todos al escucharme.
Estaban María con su bombo, su marido y su niña.
Lara con su jefe que ya era su novio oficial. Le sacaba a ella como veinte
años pero oye, ¿a quién le importaba eso?
Camila con su nueva pareja, una chica encantadora. La madre de Camila y el
hijo de estas se habían tomado muy bien la elección de su madre, como debía ser
a estas alturas de la vida.
Los padres de Oliver, que parecían ser los más normales pero ya te digo yo
que no. Para creerme solo tenías que ver a sus hijos.
Y, cómo no, mi madre con su jefe o novio o mi nuevo padre, como quieras
llamarlo.
Y me habían preparado una fiesta en el jardín.
Iba a matar a quien fuera que se le ocurrió.
Porque no quería celebraciones. Pero se lo pasaron por el forro.
—¡¡¡Fiesta!!! —gritó la madre de Oliver.
Sí, esa misma.
—¿Y si nos encerramos en el dormitorio y hacemos cosas más interesantes?
—me preguntó Oliver, guiñándome un ojo.
Oliver, el hombre más guapo, sexy y perfecto del mundo.
Oliver Aguilar, mi marido. Ese que preparó la mejor pedida del mundo una
noche en la misma cabaña donde íbamos años atrás. El suelo lleno de rosas y de
velas y él de rodillas, haciéndome llorar.
Oliver, el hombre que había luchado contra una horrible enfermedad y que
siempre tendría miedo a volver a recaer, pero que gracias a Dios estaba bien
(nada de lo que preocuparse de las últimas pruebas).
Era un luchador.
Oliver, el amor de mi vida.
Sonreí como una tonta, no lo pude evitar.
—¿Como follar? —le pregunté sinuosamente al oído.
—Eva, por Dios —fue a reñirme, pero terminó soltando una carcajada—.
Eso, para exactamente eso.
Lo besé allí, delante de todos y al final terminamos uniéndonos a la fiesta y
disfrutando de la vida.
Al fin y al cabo, para eso es para lo que estamos en este mundo, ¿no?
Para ser felices.
—Te quiero —le dije en uno de esos abrazos espontáneos que me daba.
—Y yo a ti, Eva. Y yo a ti…
Después de todo, Cupido algunas veces acierta, ¿no crees?

Prólogo
Cupido, ¿era necesario tanto azúcar hasta el final?
Oliver

Años atrás.
En esa cabaña.
—Ven aquí —me senté en la hamaca, puse a Eva entre mis piernas, con su
espalda en mi pecho y la tapé con la manta que había traído. La había notado
tiritar, así que no esperé para ir a buscar con qué taparla.
Mirando las estrellas, escuchando la nada. Solo existiendo. Juntos.
—¿Cómo te imaginas nuestra vida dentro de unos años? —preguntó.
Sonreí, me encantaban ese tipo de conversaciones con ella.
—Nos imagino aquí, exactamente como estamos ahora, recordando lo
mágico que este lugar es. Aquí —continué—, donde te pedí matrimonio. Aquí, en
esta cabaña que al final tuvimos que comprar porque tenía demasiados
recuerdos nuestros. Aquí, donde una noche me diste la mejor noticia de mi vida,
además del “sí quiero”.
—¿Y qué noticia es esa?
—Que nunca más volveríamos a ser dos.
Eva se giró a toda prisa, con la cara descompuesta. Yo me reí.
Cómo me gustaba verla así, era divertido.
La tapé de nuevo y esperé a que hablase.
—¿Todo eso te imaginas?
—Y muchas cosas más. Nos imagino felices. Y juntos. Siempre juntos.
Ella sonrió.
—Me gusta eso —dijo—. Ojalá se haga realidad.
—Lo haremos realidad —juré.


Presente

Apoyado en el marco de la puerta de la cabaña, miraba a Eva. Estaba
preciosa. Siempre lo era, pero últimamente tenía un brillo especial en la mirada.
O eso me parecía a mí al saber que llevaba a mi hija en su vientre.
Sí, estaba embarazada de cinco meses y sería una niña. Y yo era el hombre
más feliz del mundo.
Con una sonrisa en la cara, recordé cómo años atrás, Eva y yo hablábamos,
en ese mismo lugar, de nuestro futuro.
Muchas veces, mientras me sentía con un pie en el otro mundo, cuando la
echaba de menos y creía haberla perdido para siempre, recordé ese momento.
Y soñé tanto porque se hiciera realidad…
¿Quién me iba a decir a mí, después de todo lo que había pasado entre
nosotros, que sí sería posible?
Lo que es la vida, ¿eh?
Enarqué las cejas cuando la vi acercarse a mí con una pícara sonrisa en los
labios.
—Hola —dijo al llegar hasta mí. Juguetona.
—Hola —sonreí. Feliz de verla, de tenerla cerca.
De que me hubiera elegido.
—¿Cómo estás? —me preguntó.
—Bien, ¿y tú?
—Bueno… Bien, pero tengo antojo.
—¿De qué?
Por esa sonrisa, supe exactamente lo que iba a decir y mi entrepierna
también.
—De ti —dijo con la voz ronca.
Y joder, cómo me ponía esa mujer con una simple mirada, con una simple
palabra.
¡Incluso sin decir nada!
Tenía un maldito problema cuando de Eva se trataba, ya lo tenía más que
asumido. Como sabía, de más, que no era algo que quisiera cambiar.
Todo sobre ella y sobre nosotros era perfecto.
Podía ser más bueno o menos, pero éramos nosotros y eso lo hacía perfecto.
La cogí por la cintura y la acerqué a mi cuerpo. Le di un beso en los labios
que fue más tortura para mí que para ella.
—¿Y qué te apetece comer exactamente? —le pregunté, buscándole la
lengua.
Y Eva, como siempre, no me defraudó. No se achantó. Acercó su boca a mi
oído y me hizo gemir.
—Joder, Eva, no puedes decir esas cosas —me quejé, porque iba a correrme
allí mismo.
Un rato después, tras dar rienda suelta a nuestra pasión en la intimidad de la
cabaña, Eva estaba boca arriba en la cama y yo a su lado, acariciando su vientre.
Cada vez que pensaba en todo lo que pude haber perdido…
—No pienses más en el pasado —me dijo.
Levanté la cabeza y la miré a los ojos.
—¿Cómo sabías en qué pensaba?
Ella se encogió de hombros.
—Porque te conozco.
¿Y no es suficiente explicación?, era la pregunta que no se pronunció, pero
que se sobreentendió.
—Siempre me has dado las gracias por volver a ti. Pero en realidad fuiste tú
quien volvió a mí, Oliver. Y soy yo quien tiene que agradecerte que no te
rindieras. Ni contigo mismo ni conmigo.
—Eva —la emoción en mi voz.
—Gracias por seguir. Gracias por luchar. Gracias por estar aquí. Y aunque
nunca te lo haya dicho porque siempre doy por hecho que lo sabes, te admiro,
Oliver. Admiro tu fuerza y tu determinación. Eres un luchador. Y te quiero por
ello.
Las lágrimas anegaron mis ojos.
—Eva, por favor. No llores —le pedí, aunque el que lloraba era yo.
—¡Pues no me hagas llorar! —exclamó ella, guiñándome un ojo.
Solté una carcajada y la besé.
Cuánto adoraba a esa mujer.
—Te quiero, Eva.
—Y yo a ti. Y yo a ti…
Y eso, querido lector, querida lectora… Al final, es lo único que importa, ¿no
te parece?

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