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Contratos de Prestaciones Futuras, Sobre La Integración Contractual y La Acción in Rem Verso-Rodríguez Grez, Pablo

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P

Este libro trata de tres materias diferentes, pero íntimamente


relacionadas. Las obligaciones que contraen los particulares y
que constituyen la inmensa mayoría de su actividad jurídica
nacen del concurso real de voluntades, pero sufren alteraciones a
lo largo de su existencia, sea por imperativo legal, por la mutación
expresa o tácita de la realidad en que se forjaron, por el ejercicio
de la autonomía de la voluntad, etcétera. Hemos puesto especial
atención en la sistematización y estatuto jurídico de las
obligaciones de prestaciones futuras, no solo porque un
porcentaje elevado de conflictos son consecuencia de esta
característica, sino porque se trata de un tema poco cultivado por
la doctrina. No existe a su respecto ni siquiera un lenguaje
generalmente aceptado. Advertimos que en este tipo de
obligaciones hay un vínculo jurídico que subsiste mucho más allá
del perfeccionamiento de la convención, imponiendo a cada
contratante deberes y responsabilidades que deben
especificarse. No es lo mismo, a nuestro juicio, una obligación de
ejecución diferida que una obligación de cumplimiento
parcializado, ni una obligación que nace de un contrato de tracto
sucesivo que de un contrato de ejecución instantánea. Puede
discreparse de algunas de nuestras observaciones y
conclusiones, pero difícilmente de la necesidad de repensar
algunos de los conceptos comprometidos en esta área del
quehacer jurídico. En lo que concierne a las obligaciones de
cumplimiento futuro el objetivo central de nuestro trabajo es la
sistematización de esta materia, ya las obligaciones de ejecución
instantánea experimentan alteraciones, en cierta medida
fundamentales, como podrá apreciarse en su análisis y
tratamiento.

Nos ocupamos, particularmente, del llamado "contrato de tracto


sucesivo". Lo anterior porque es una figura novedosa (a pesar de
su antigüedad), que rompe algunos estereotipos tradicionales y
que ofrece nuevas perspectivas sobre los esquemas de
contratación.

La segunda parte de este estudio está dedicada a la integración


contractual. Este tema es complejo a la luz de los fines
perseguidos. Se trata de "completar" la regulación contractual sin
encontrar en su texto antecedentes suficientes, y a partir del
principio de "inexcusabilidad" que obliga al tribunal a resolver, sin
que pueda escudarse, "ni aun por falta de ley que resuelva la
contienda o asunto sometido a su decisión" (artículo 76 inciso 2º
de la Constitución Política de la República). Como puede
constatarse la función del órgano jurisdiccional es difícil y
delicada, toda vez que impondrá a las partes en conflicto un
contrato que no nace de una relación previamente consentida.
Para algunos comentaristas, siguiendo el pensamiento de Hans
Kelsen con respecto a las "lagunas legales", si el contrato nada
dice sobre la materia ni es posible presumir fundadamente la
regulación ausente, simplemente no hay ni derecho ni obligación
susceptible de hacerse efectiva. No es esta, por cierto, nuestra
posición, ya que el conflicto existe a propósito de una relación
insuficientemente regulada. Es aquí en donde se constata la
importancia de las llamadas "leyes dispositivas" para distinguirlas
de la clásica trilogía de "leyes imperativas", "prohibitivas" y
"permisivas" contempladas en nuestro Código Civil.
De lo dicho se infiere la necesidad de explicar los alcances de
este problema y la forma de resolverlo, especificando los
elementos de que se desprende una solución. A esta tarea
hemos dedicado varias páginas de nuestro trabajo.

Finalmente, nos abocamos a caracterizar y sistematizar la


llamada "acción in rem verso", que visualizamos como un
instrumento para hacer efectiva la integración contractual,
siempre bajo la premisa de impedir el "enriquecimiento injusto".
Todo lo que concierne a esta acción parece inspirado en la buena
fe y la equidad natural, principios que elevan la categoría moral
del derecho como instrumento superior de convivencia social.

No podríamos desentendernos del momento que vive el


derecho contractual ante fenómenos de tal magnitud como la
"globalización", el avance tecnológico, el desarrollo económico y
el crecimiento exponencial del comercio internacional. No hay
duda de que sobrevendrán innovaciones y transformaciones
profundas que exigirán al legislador respuestas originales y a los
abogados renovados esfuerzos doctrinarios. Es de esperar que
sean capaces de aportar esa dosis de realismo indispensable en
las relaciones humanas y encaren con éxito este desafío.
P C
I. I

Los contratos generan derechos y obligaciones, lo que se


expresa a través de la "prestación", vale decir, lo que se trata de
dar, hacer o no hacer por parte del deudor (obligado), en
provecho del acreedor (pretensor). Así se desprende de lo
previsto en los artículos 1437 y 1438 de nuestro Código Civil.

Recordemos, desde ya, que la "prestación" es la descripción


convencional o legal de un proyecto que se intenta alcanzar,
desplegando la conducta descrita en el contrato o especificada en
la ley. De aquí que sostengamos que todas las obligaciones, sin
excepción alguna, son un "deber de conducta" tipificado en el
contrato o la ley. Por lo mismo, toda obligación lleva consigo,
unido como la sombra al cuerpo, el grado de diligencia y cuidado
que debe emplearse para cumplirla, razón por la cual todas ellas
son de "medio" y no de "resultado", como erróneamente se ha
sostenido por la doctrina y en alguna jurisprudencia. Si toda
obligación, para tener el carácter de tal, debe hallarse unida a un
determinado deber de diligencia y cuidado, no cabe hablar de
obligaciones de resultado, porque ello implicaría admitir un tipo de
obligación que carece de su esencia o elemento subjetivo
fundamental.1 Para que una persona se obligue para con otra
debe asumir un compromiso (ciñéndose a las exigencias y
requisitos dispuestos en la ley), limitar su libertad en función de lo
convenido (particularmente en lo relativo a la administración de su
patrimonio en resguardo del derecho de prenda general
consagrado en el artículo 2465 del Código Civil) y, lo que es más
importante, comportarse con la diligencia y cuidado que la ley o
los contratantes han dispuesto, supliendo la ley su silencio en el
evento de que el contrato no contenga una estipulación a este
respecto. No hay obligación si el deudor desconoce hasta dónde
llega el nivel de diligencia y cuidado que debe emplear en razón
de la obligación asumida.

De lo señalado se desprende que el límite de la responsabilidad


del deudor está dado por el grado de diligencia y cuidado que
debe emplear para cumplir lo convenido. Si desplegando la
conducta debida no se logra alcanzar la prestación establecida,
no se incurre en responsabilidad porque el deber de ejecutar la
conducta respectiva se ha satisfecho. En tal caso, nos
hallaríamos ante un "error de contratación" (el deber de conducta
asumido es insuficiente para lograr la prestación). En otros
términos, se ha cumplido la obligación, aun cuando no se haya
alcanzado el fin perseguido.

Siempre que pensamos en el contrato suponemos que la


conducta descrita en la convención se ejecutará tan pronto se
perfeccione la relación (ejecución instantánea o inmediata), en
circunstancias de que, en una enorme cantidad de casos, ello
debe suceder en el futuro, al cumplimiento de un plazo que, como
se analizará más adelante, puede tener diversas fuentes (la ley, la
costumbre, la naturaleza de la prestación, etcétera). No es
extravagante, entonces, sostener que la libertad contractual es el
medio más eficiente de que dispone un sujeto para los efectos de
limitar y organizar el ejercicio de su libertad a cambio de una
contraprestación, porque ella (la libertad) queda subordinada a
las obligaciones que ha contraído en ejercicio de la autonomía
privada. En un "estado de derecho" todos estamos facultados
para autolimitar la libertad y comprometer el destino de nuestros
bienes, a cambio de otros beneficios que los hallamos preferibles.
La obligación, por ende, exige un cierto comportamiento —como
se dijo— descrito por los contratantes o la ley y que tiende a
lograr una finalidad predefinida. Se actúa ilícitamente toda vez
que se elude el deber de conducirse como corresponde para
lograr el fin que las partes se han propuesto, abriendo espacio a
la responsabilidad contractual.

Hay que tener en consideración, especialmente, la evolución


que ha experimentado la represión ante el incumplimiento de las
obligaciones civiles. Originalmente la responsabilidad se extendía
al apremio y sanción corporal (al punto de perder la personalidad
y quedar el deudor incumplidor sometido a la calidad de objeto de
derecho). Hoy día solo se responde comprometiendo el
patrimonio (artículo 2465 del Código Civil sobre el "derecho de
prenda general"), al punto de excluir de él algunos bienes por
razones humanitarias (artículos 1618 del Código Civil y 445 del
Código de Procedimiento Civil). Todo hace presumir que esta
tendencia se profundizará en el futuro, a medida —se sostiene—
que el derecho patrimonial se humanice, cuestión que merece
mayor reflexión y análisis. Debe partirse de un supuesto
fundamental: en cuanto mayores facilidades y limitación de
responsabilidad se imponen en beneficio del deudor, mayor será
la tasa de incumplimiento y, con ello, los trastornos consiguientes.

En el día de hoy, gran parte de los conflictos en el área


contractual ocurren a propósito del cumplimiento futuro de las
obligaciones, lo cual induce a elaborar una teoría general de los
contratos de prestaciones futuras. No se trata, por cierto, del
retardo culpable de la obligación (mora del deudor), que es una
manifestación de incumplimiento contractual con todas las
consecuencias que de ello se siguen. Se trata de aquellas
prestaciones que el deudor debe ejecutar en el futuro y no antes
de los plazos, condiciones u otras modalidades previamente
acordadas. Como es obvio, este tipo de prestación altera una
serie de caracteres de la convención y de las obligaciones que
ella genera. Nada impide que una obligación de ejecución
instantánea derive en una obligación de futuro o, a la inversa, que
la obligación de futuro derive en una obligación de ejecución
instantánea. Lo anterior revela que, por regla general, este tipo de
elementos no tenga carácter esencial sino accidental, salvo
cuando la naturaleza de la prestación impida esta posible
mutación.

En la estructura de la relación contractual predominan dos


elementos que se complementan e interactúan: la "prestación"
que, como se anticipó, no es más que un proyecto, descrito en el
contrato o en la ley, que las partes procuran alcanzar (finalidad); y
la "obligación" que es un deber de conducta que debe desplegar
el obligado por medio de lo cual se intentará lograr la prestación
(instrumental). Por ende, la obligación es un instrumento, más o
menos exigente (según lo determine el grado de culpa de que se
responde), de cuya idoneidad depende alcanzar el contenido de
la prestación definida por las partes (dar, hacer o no hacer). La
obligación de futuro separa en el tiempo el perfeccionamiento de
la convención y la exigibilidad de la prestación, vale decir, la
ejecución de la conducta debida. Como es natural, de ello se
derivan varios efectos importantes —tanto inmediatos como
remotos— que requieren de una sistematización doctrinaria
destinada a resolver una conflictividad cada día más frecuente.
Bastaría para demostrarlo el hecho de que medie un espacio de
tiempo entre el nacimiento de la obligación y su ejecución, puesto
que ello hace posible la ocurrencia de sucesos y circunstancias
que influirán en su exigibilidad, subsistencia y contenido. Dicho de
otro modo, la prestación queda pendiente, no obstante el
nacimiento de la obligación, y, por lo mismo, expuesta a sufrir
cualquiera de las contingencias propias del retardo.
Capítulo separado exige, por las diferencias anotadas, el
análisis de las características de los contratos y obligaciones
de futuro (terminología adoptada para simplificar las cosas y
eludir una explicación demasiado extensa); los efectos
especiales de este tipo de contratación; el objeto de estos
últimos; el cumplimiento de dichas convenciones; y la
responsabilidad que nace de esta categoría contractual.

Lo señalado excluye los llamados contratos reales que se


perfeccionan por la entrega (real o simbólica) de la cosa sobre
que recae la relación, de manera que el cumplimiento de la
obligación opera simultáneamente como expresión del
consentimiento y cumplimiento de la obligación (se funden ambos
elementos). No puede perderse de vista, sin embargo, que al
abordar esta materia se alude, por lo general, a los contratos
sinalagmáticos imperfectos, que generan obligaciones más allá
de su perfeccionamiento y ejecución. En consecuencia, es
posible que el contrato real arrastre durante su ejecución la
existencia de obligaciones adicionales. Hecho este alcance se
esclarece la sistematización que propondremos en las páginas
siguientes.

Conviene precisar que los contratos que imponen obligaciones a


futuro pueden clasificarse (en un esquema genérico y
simplificado, cuyo sentido no es otro que ordenar la materia del
presente trabajo) en tres grandes categorías: los contratos de
ejecución diferida; los contratos de cumplimiento
parcializado; y los contratos de tracto sucesivo (cuya
naturaleza se analizará en detalle más adelante). Cada una de
estas categorías podría caracterizarse, en una apretada síntesis,
en la siguiente forma:

Los primeros (ejecución diferida) suponen un objeto (descrito


en la prestación) que hace físicamente imposible el cumplimiento
instantáneo, razón por la cual solo pueden ejecutarse a través del
tiempo en partidas parciales preestablecidas. Nada impide que
los contratantes programen las diversas fases de la ejecución,
salvo cuando, por razones reglamentarias, están forzadas a
respetar ciertas pautas, como sucede, por ejemplo, en materia
inmobiliaria y los organismos municipales y gubernamentales
encargados de controlar las obras de construcción. En este tipo
de contratos la autonomía privada tiene un terreno más acotado,
puesto que debe ceñirse a las exigencias de interés público que
nacen del objeto mismo de la prestación. Esta última, por
consiguiente, es generalmente compleja y comprende una serie
de actos de conducta que se complementan y entrelazan con un
mismo fin. Las limitantes que los contratantes deben respetar
derivan, entonces, ya del mandato de la autoridad (leyes y
reglamentos), ya de la voluntad de las partes. La confección de
obra material (con toda la gama de requisitos impuestos por la
legislación inmobiliaria en el día de hoy) es el prototipo del objeto
al cual nos referimos.

La ejecución diferida, en síntesis, es consecuencia directa de la


naturaleza de la prestación, más allá de la intención y propósitos
de las partes. No es infrecuente, tampoco, que muchas de estas
obligaciones, relacionadas con políticas públicas y control del
Estado, se hallen reguladas reglamentariamente. Tal ocurre con
el mercado y las empresas que atienden servicios públicos
(empresas sanitarias, generadoras y distribuidoras de energía
eléctrica, obras viales o sanitarias concesionadas, etcétera).
Nótese que, si bien los consumidores tienen un escaso campo de
acción en ciertos mercados (especialmente cuando atienden
necesidades públicas masificadas) pueden, sin embargo,
reglamentar la forma en que debe cumplirse la obligación a
futuro, como se analizará más adelante.
Los segundos (ejecución parcializada) pueden cumplirse
fácticamente de inmediato, pero, siendo su objeto divisible,
convienen los contratantes una ejecución fraccionada. A la
inversa de lo que ocurre con los casos precedentes, aquí es la
autonomía privada la que determina la forma en que se ejecuta el
contrato. Concurre una serie de circunstancias que hace
conveniente un cumplimiento parcial de la prestación, no pocas
veces, en provecho de ambos contratantes. Para ello es
necesario, entonces, que el contrato dé cuenta precisa de la
división de la prestación y de la secuencia en que se harán
exigibles las diversas cuotas convenidas. En este tipo de
contratos tiene especial importancia la llamada "cláusula de
aceleración" en virtud de la cual el fraccionamiento queda sin
efecto por el hecho de que el deudor deje de dar cumplimiento a
una o más de las cuotas o etapas pactadas (insolvencia), siendo
aplicables lo prevenido en los artículos 1494 y siguientes del
Código Civil en lo concerniente a la caducidad del plazo. Esta
modalidad de contratación ha sido un recurso habitual del
mercado financiero que incrementa los negocios del "retail" en
todas partes del mundo, y que se traduce en la emisión de
instrumentos de pago que generan obligaciones a futuro.

Finalmente, los terceros (contratos de tracto sucesivo) son


aquellos en que la ejecución de cada subprestación extingue la
relación contractual, pero renovándose instantáneamente el
contrato, sin que sea necesaria una nueva expresión de voluntad
o una recontratación. Por lo tanto, el fundamento normativo de
esta categoría se hallará en la ley o en la convención. Como
puede apreciarse, en los contratos de ejecución parcializada y de
tracto sucesivo juega un rol determinante la autonomía privada,
no así en los contratos de ejecución diferida en que el orden
natural de las cosas impide su cumplimiento inmediato. Esta
modalidad, en el fondo, esconde, a nuestro juicio, una
manifestación de voluntad, puesto que en todos ellos se
encuentra implícita dicha expresión de voluntad por el solo hecho
de no expresar intención de poner término a la relación
contractual pudiendo hacerlo. Es esta característica la que tipifica
el contrato de tracto sucesivo. Dicho más claramente, lo singular
de esta categoría contractual es la resurrección automática del
contrato luego de su extinción, como consecuencia del
cumplimiento de una prestación parcial previamente fijada. Lo
que llamamos resurrección opera presumiendo la voluntad de los
contratantes, en virtud de un antecedente que debe deducirse de
acuerdo a lo previsto en la ley o lo estipulado. Asimismo, en esta
categoría contractual se admite el desahucio (decisión unilateral
de disponer el fin del contrato por cualquiera de las partes con o
sin expresión de causa), salvo que se haya convenido no
ejercerlo en un determinado lapso o que la ley, cuando se ocupa
de ello (como ocurre, por ejemplo, en el arrendamiento), lo
hubiere reglamentado, limitándolo. Creemos nosotros que puede
el desahucio estar limitado en cuanto a las causas que lo
justifican en virtud del principio jurídico de que "quien puede lo
más puede lo menos" (si se puede ejercer el desahucio por
cualquier causa, puede hacerse valer también solo en casos
específicos), y de que es dable manifestar la voluntad unilateral
en las hipótesis convenidas por las partes. Pero hay que tener en
consideración que seguirá siendo desahucio en la medida que se
mantenga la facultad de poner término al contrato, aun cuando
ello ocurra solo en determinados espacios de contratación. Si
solo puede ejercerse el desahucio por causas justificadas, dejará
de ser tal y el término del contrato se ajustará al de ejecución
parcializada. Dicho de otra manera, para que exista desahucio es
necesario que, por lo menos en parte, subsista la facultad de uno
o ambos contratantes de poner fin a la relación por voluntad
unilateral y sin expresión de causa.

En suma, para que pueda hablarse de desahucio es necesario


que uno de los contratantes, a lo menos, pueda poner término al
contrato sin sujeción a requisitos o exigencias que impidan esta
determinación. De lo contrario se tratará de una estipulación
convencional sometida a las reglas generales sobre contratación.

Cabe recordar que basada en esta tipología de contratación ha


nacido la mal llamada "teoría de la imprevisión" que solo puede
plantearse en la medida en que medie un espacio de tiempo entre
el perfeccionamiento del contrato y el cumplimiento de la
prestación desfasada en el tiempo. Si se trata de un contrato de
ejecución instantánea desaparece toda posible diferencia entre lo
pactado y lo que, en definitiva, deba pagarse.2 Por consiguiente,
el transcurso del tiempo solo agravará los efectos de la mora
cuando, debiendo cumplirse tan pronto se perfecciona el contrato,
el deudor no ejecuta culpablemente lo convenido. Si la prestación
se encarece de manera sustancial por obra de hechos
imprevistos e insuperables que sobrevienen durante la mora del
deudor, no cabe hablar de "teoría de la imprevisión", puesto que
ello no habría ocurrido en el evento de haberse dado
cumplimiento a la obligación cuando correspondía. Por ende, no
procede hablar en este caso de "teoría de la imprevisión", en
apoyo de un deudor que ve aumentada exorbitantemente su
obligación, por causas ajenas a su voluntad. Por ende, en los
contratos de ejecución instantánea, el deudor que cae en mora
agrava su responsabilidad, sin que le sirva de excusa un
incremento desmesurado de lo debido. No ocurre lo mismo
tratándose de una obligación de cumplimiento futuro, ya que,
como se indicó, el aumento desmesurado de la obligación ocurre
no siendo exigible el cumplimiento, quedando, por lo mismo,
expuesto a alteraciones inesperadas de su objeto.

Por regla general la exigibilidad de la obligación contractual se


produce tan pronto concluye el proceso de celebración de la
convención (ejecución inmediata). Lo excepcional es la existencia
de un lapso que media entre el nacimiento del contrato y la
ejecución de las obligaciones emergentes. Resulta, en cierta
medida, llamativo el hecho de que la relación contractual que
debería subsistir en un escaso espacio de tiempo (nace la
obligación y se cumple), en los contratos a futuro se extienda a
veces por largos períodos al amparo de la negociación original.
Este lapso plantea varios interrogantes que son ajenos al estatuto
de las obligaciones de ejecución instantánea.

Lo indicado permite desprender que el distanciamiento en el


tiempo entre el perfeccionamiento del contrato y el cumplimiento
debe obedecer a una disposición contractual, legal o
deducirse de la naturaleza del objeto de la relación. En otros
términos, lo que hemos llamado "distanciamiento en el tiempo
entre contrato y cumplimiento" ha de tener un antecedente
normativo que lo consigne.

La ejecución de los derechos y obligaciones creados puede ser


consecuencia de una modalidad (plazo) que retarde la exigibilidad
de lo adeudado. En tal supuesto, se aplicará el estatuto del plazo
en cuanto modalidad del acto o contrato (Título V del Libro IV del
Código Civil). Puede, también, justificarse al amparo de una
disposición legal, como sucede, por ejemplo, tratándose de los
contratos regulados en el Párrafo 8º del Título XXVI del Libro IV
del mismo Código (contratos para la confección de una obra
material). Finalmente, puede invocarse la naturaleza de la
prestación, cuando ella supone que razonablemente solo es
dable ejecutarse por etapas, como ocurre con la prestación de
servicios inmateriales regulados en el Título XXVI, Párrafo 9º del
Libro IV del mismo Código (piénsese en la contratación de un
abogado para la defensa de un juicio).

Con todo, la fuente más fecunda de este tipo de relaciones


jurídicas tiene como antecedente la voluntad de las partes,
autorizadas para la celebración de contratos atípicos (conocidos
también como contratos innominados), siempre que se dé
cumplimiento a las exigencias mínimas consignadas en el artículo
1445 del Código Civil. Tal sucede, por ejemplo, con el contrato de
suministro que supone la ejecución sucesiva y por tiempo a veces
indefinido de una cierta prestación.

Enseguida intentaremos describir cada uno de los seis grupos


contractuales específicos más importantes de las relaciones
jurídicas en que la prestación se ejecuta en un espacio de tiempo
que dista de la celebración y perfeccionamiento de la convención.
Hacemos presente que la clasificación genérica antes explicada
absorbe cada una de las categorías invocadas en las páginas
siguientes.
II. C

A. C

El contrato de ejecución instantánea supone que al momento de


perfeccionarse el consentimiento nacen derechos y obligaciones
exigibles que se incorporan, activa y/o pasivamente, al patrimonio
de los contratantes. Por lo tanto, puede reclamarse de inmediato
la ejecución de la prestación convenida (obligación y exigibilidad
se integran). Así, por vía de ejemplo, perfeccionada que sea la
compraventa, atendido su carácter bilateral, podrá el comprador
reclamar la tradición de la cosa vendida y el vendedor el pago del
precio estipulado. La ley castiga el retardo de uno u otro,
permitiendo que se resuelva el contrato, o que se imponga
coercitivamente la prestación adeudada y, en ambos casos, se
reparen los perjuicios que hayan podido causarse (artículo 1489
del Código Civil que consagra la condición "resolutoria tácita").
Atento al equilibrio contractual, el legislador se anticipó a
"suspender" los efectos de la relación cuando, tratándose de
contratos bilaterales (en que ambas partes se obligan
recíprocamente), quien reclama el cumplimiento, por su lado, no
ha cumplido la obligación ni se allana a cumplirla en forma y
tiempo debidos (artículo 1552 del Código Civil que contempla la
llamada "exceptio non adimpleti contractus").3 De acuerdo a ella
ninguna de las partes está en mora dejando de cumplir lo pactado
mientras la otra no cumpla o no se allane a cumplir en tiempo y
forma debidos.

Cabe preguntarse si pueden las partes renunciar


anticipadamente a la facultad de pedir la resolución del contrato y
a la ejecución forzosa de la obligación, dejando subsistente
solamente el derecho a reclamar indemnización de perjuicios.
Incluso más, si puede renunciarse también anticipadamente al
derecho a la reparación indemnizatoria. Anticipémonos a
reconocer que no se trata de un problema inherente al tipo de
contratos de que nos ocupamos, puesto que la cuestión
planteada gravita en todos los contratos bilaterales, al margen de
la época en que deba ejecutarse la prestación. No faltará quien
piense que el problema descrito es, en cierta medida, exótico y
muy rebuscado.

Con todo, conviene hacerse cargo del mismo, especialmente


dado el hecho de que medie un espacio de tiempo entre el
contrato y su cumplimiento. Sobre este particular, creemos
nosotros, que es renunciable el derecho a pedir la resolución (o
en su caso terminación) del contrato por el incumplimiento
culpable del deudor (cuestión de ordinaria ocurrencia en el tráfico
jurídico y que corresponde a la renuncia de la acción resolutoria).
Asimismo, es renunciable el derecho a reclamar el cumplimiento
forzoso de la obligación. La renuncia de ambas facultades no está
prohibida en la ley, se trata de derechos que miran el solo interés
individual del renunciante (artículo 12 del Código Civil), y que no
clausura todos los efectos del contrato, puesto que subsisten las
pretensiones reparatorias. Ahora bien, si las partes convienen en
la renuncia anticipada de los indicados derechos, deben
considerar que la facultad de demandar indemnización de
perjuicios es irrenunciable, porque de lo contrario la obligación
se transformaría en meramente potestativa (artículo 1478 del
Código Civil), ya que el deudor ejecutaría lo pactado solo por su
mera voluntad y, en el supuesto de no cumplir, su conducta
carecería de toda consecuencia jurídica. En otros términos, el
acto o contrato no sería serio, sin perjuicio de quebrantarse
principios de orden público al quedar los efectos definitivos de un
contrato bilateral al arbitrio caprichoso de una de sus partes. Por
ende, la renuncia de las tres facultades concedidas al acreedor
en el artículo 1489 del Código Civil carece de validez originaria
porque desvirtúa y priva de todo efecto a la relación contractual.
Pero puede operar la renuncia de la acción resolutoria y de la
ejecución forzada, mientras perdure la acción de indemnización
de perjuicios. En esta situación vemos comprometido el orden
público, puesto que el sistema jurídico no puede emplearse con
fines que exceden en mucho los intereses cautelados en
provecho de los imperados. Por otro lado, la renuncia a
cualquiera de estos derechos debe excluir la condonación del
dolo futuro (artículo 1465 del Código Civil), por cuanto el acto
jurídico adolecería de objeto ilícito. Todavía más, creemos
nosotros que mientras subsista uno cualquiera de los derechos
conferidos por el artículo 1489 del C.C. al contratante cumplidor,
la contratación es perfectamente válida porque el efecto que
subsiste es compatible con un acto serio celebrado para generar
consecuencias jurídicas.

Pero, volvamos a lo nuestro.

Reiterando lo antes señalado, debe recordarse que respecto de


los contratos unilaterales —definidos como aquellos en que una
de las partes se obliga para con otra que no contrae obligación
alguna— cuando estos se perfeccionan mediante la entrega o
tradición del objeto de la relación (contratos reales), la obligación
se cumple simultáneamente con el perfeccionamiento del
contrato, fundiéndose ambas etapas (celebración del contrato y
cumplimiento de la obligación), todo lo cual no cierra el paso al
estudio de los contratos sinalagmáticos imperfectos que siguen
la suerte de los contratos bilaterales al surgir, después de
perfeccionados, obligaciones para ambas partes (comodato,
depósito, mutuo). Así, por vía ejemplar, cabe citar los
artículos 2191 y 2192 del Código Civil que imponen al comodante
la obligación de reparar los perjuicios cuando las expensas que
se cobran no "han sido de ordinaria conservación" y hayan sido
"necesarias y urgentes, de manera que no haya sido posible
consultar al comodante, y se presuma fundadamente que
teniendo éste la cosa en su poder no hubiera dejado de hacerlas".
Asimismo, el artículo siguiente impone al comodante la obligación
de "indemnizar al comodatario de los perjuicios que le haya
ocasionado la mala calidad" de la cosa dada en comodato,
concurriendo las exigencias contenidas en la misma disposición.
Como puede apreciarse, en los casos citados, el contrato
unilateral se transforma en bilateral, al crearse obligaciones que
pesan sobre quien, al momento de perfeccionarse el contrato, no
contrajo obligación alguna. Lo propio podría agregarse sobre el
depósito, según dispone el artículo 2235 del Código Civil, el cual
señala: "El depositante debe indemnizar al depositario de las
expensas que haya hecho para conservación de la cosa, y que
probablemente hubiera hecho él mismo, teniéndola en su poder;
como también de los perjuicios que sin culpa suya le haya
ocasionado el depósito". Nótese que en los casos propuestos en
la ley nos encontramos ante obligaciones de cumplimiento futuro,
porque ellas surgen cuando el comodato está pendiente y ha
producido todos los efectos que corresponden o fueron previstos
por las partes.
Contrapuesto a los contratos de ejecución instantánea se hallan
los contratos de ejecución diferida y de ejecución
parcializada, que son aquellos en que las obligaciones, sea por
disposición contractual, legal o por la naturaleza misma del objeto
de la obligación, se ejecutan a través del tiempo mediante
partidas sucesivas hasta alcanzarse la prestación proyectada en
su integridad. Como es obvio, pueden los contratantes estipular
que las obligaciones asumidas por el deudor (obligado), se vayan
ejecutando parcialmente o, como se dijo, mediante partidas
limitadas. En tal caso, la ejecución parcializada nace de un
acuerdo convencional (para efectos puramente didácticos las
llamaremos "obligaciones parcializadas"). Si la ejecución
fraccionada proviene de un mandato legal, ella dará lugar a una
obligación de "ejecución diferida", la cual se sobrepone a la
voluntad de los contratantes.

Sobre esta materia los autores no plantean mayores


discrepancias y tipifican de manera regular y uniforme esta
categoría contractual. Messineo dice sobre esta materia:

"Se llama contrato a término o de ejecución diferida (art. 1437)


aquel en que el momento de vencimiento o el momento inicial de la
ejecución es aplazado en el tiempo; por antítesis, es contrato de
ejecución inmediata aquel en que la ejecución es contextual a su
constitución; tal es, necesariamente, el contrato real.

Algunas veces el contrato comporta una sola ejecución en cuanto


esta ejecución agota su razón de ser. En este caso se llama de
ejecución única o instantánea, con lo que se quiere significar, no
que el contrato recibe ejecución inmediata —esta es otra cosa— sino
que el contrato se ejecuta uno actu, es decir, con una solutio única, y
con esto mismo queda agotado. La categoría no presenta ninguna
particularidad y tiene también aplicaciones más bien escasas: venta,
permuta, contrato estimatorio, reporto, mutuo sin interés, descuento,
juego y apuesta, mediación.
En contraposición se perfila la categoría de contrato 'de duración',
de tracto sucesivo o de ejecución continuada o periódica, que es
aquel en que el 'dilatarse' el cumplimiento por cierta duración es
condición para que el contrato produzca el efecto querido por las
partes y satisfaga la necesidad (durable o continuada) que las indujo
a contratar: la duración no es tolerada por las partes sino que es
querida por ellas, por cuanto la utilidad del contrato es proporcional a
su duración.

Sería inconcebible, como contrario a la necesidad y al interés de por


lo menos una de las partes, el que la prestación pudiese ser cumplida
de una manera diversa que mediante la continuidad y la periodicidad;
sería inconcebible, en otras palabras, la ejecución del contrato uno
actu.

Por tanto el elemento tiempo, en cuanto duración, o mejor dicho el


distribuirse la ejecución en el tiempo constituye aquí el carácter
peculiar del contrato: el tiempo no sirve tanto para determinar el
momento de la iniciación de la ejecución (y, por consiguiente, no es
un término o no es solo un término) sino más bien un elemento —
esencial (no accesorio) y esencial para ambas partes— por el que se
determina la cantidad de la prestación, el dilatarse o el retirarse de la
ejecución (la duración es el elemento causal) y también el momento
en que el contrato termina. De esto se sigue que el contrato comporta
o ejecución sin interrupción para el período en que las partes
determinen o ejecuciones repetidas".4

Los hermanos Mazeaud se refieren muy escuetamente a la


clasificación que analizamos, limitándose a señalar:

"El contrato instantáneo es aquel que se cumple de una vez en el


tiempo. Así la compraventa al contado.

Las obligaciones nacidas de un contrato sucesivo —se le llama


también de cumplimiento sucesivo— exige para su cumplimiento,
cierto lapso. Los contratos de arrendamiento, de sociedad, de
trabajo, el contrato de suministro —que es una forma particular del
contrato de compraventa, por obligarse el vendedor a suministrar
mercaderías durante cierto tiempo—, crean relaciones jurídicas que
se prolongan".5

Acto seguido, examinan la importancia de la distinción,


aludiendo a los efectos especiales de la nulidad, al rompimiento
unilateral del vínculo contractual y a la posibilidad de aceptar la
teoría de la imprevisión.

De lo expresado en lo que antecede, puede desprenderse que


los llamados "contratos de ejecución diferida y de ejecución
parcializada" constituyen un género que agrupa diversas
modalidades de contratación en todas las cuales la prestación (lo
que se trata de dar, hacer o no hacer en cumplimiento de la
obligación), se produce mediando un lapso entre la celebración
del contrato y su ejecución. Si lo que afirmamos es efectivo, la
tarea consiste en fijar cuál es el estatuto jurídico común para este
tipo de contratos y en qué difiere de los contratos de ejecución
instantánea. No hay en la doctrina una preocupación especial por
este tipo de contratos, ni una terminología universalmente
aceptada. A nuestro juicio, se hace necesario adoptar una
caracterización común y, especialmente, justificar las diferencias
que admite un contrato de "ejecución diferida" (de cumplimiento
futuro) y de "ejecución parcializada" (que debe cumplirse
mediante el pago fraccionando la prestación única convenida).

Lo que induce al estudio pormenorizado de este tipo de


contratos es el hecho de que el cumplimiento de la obligación
queda pendiente, total o parcialmente, generándose una
"situación jurídica" intermedia entre el perfeccionamiento y el
cumplimiento de lo pactado. En otros términos, surge un período
en el cual la relación jurídica está perfecta, las obligaciones
pendientes, incluso, pudiendo estas hallarse caucionadas, lo cual
no es infrecuente, precisamente porque existe una "expectativa"
no una "certeza" de cumplimiento. Es más, como la obligación
existe y surte todos los efectos previstos en la ley, es posible
negociar los instrumentos en que consta, a fin de anticipar el
beneficio que sobrevendrá y aumentar la liquidez en la economía.
En otros términos, en muchos casos, facilita la cesión de créditos
que concurren en un mercado libre.

De lo referido, entonces, se desprende la necesidad indiscutible


de sistematizar esta situación jurídica, especificando, en cada
supuesto, de qué manera deben comportarse deudores y
acreedores en el desarrollo de esta relación.

B. D

Partiendo del supuesto que los contratos de ejecución diferida y


ejecución parcializada constituyen un género, es necesario
identificar los diversos tipos específicos contemplados en la ley.
Para estos efectos, debemos analizar la génesis de cada una de
estas manifestaciones contractuales. Dejemos constancia, desde
luego, que existen ciertas especies contractuales que se
asemejan mucho a estos tipos y que analizaremos más adelante
(contratos de tracto sucesivo y contratos de suministro continuo).

1. Contratos de objeto divisible en los que se posterga su


cumplimiento por voluntad de las partes y se conviene en el pago
fraccionado de la prestación (ejecución parcializada)

Conviene advertir, desde luego, que cuando nos referimos al


objeto aludimos al "objeto de la obligación", no al "objeto del acto
o contrato". El objeto del contrato está constituido por los
derechos y obligaciones que nacen de esta relación jurídica; en
tanto el objeto de la obligación por el cuerpo o ente material o
inmaterial que se trata de dar, hacer o no hacer. Por lo tanto, no
es aplicable en la especie el Título X del Libro IV del Código Civil,
que regula las obligaciones indivisibles. Dicho más claramente,
nos referiremos al objeto material o inmaterial que comprende la
obligación. Es cierto que el artículo 1526 del Código Civil da pie
para sostener que la indivisibilidad del objeto de la obligación se
traspasa a ella (Nºs. 2 y 5). Pero se trata siempre de la obligación
y de la forma y sujetos que deben cumplirla, sin perjuicio de
reconocer que las llamadas "excepciones a la divisibilidad"
constituyen una normativa singularísima en la regulación de la
responsabilidad contractual. Las excepciones a la divisibilidad de
que trata el artículo 1526 del Código Civil tienen por objeto
asegurar el cumplimiento cuando, tratándose de obligaciones de
objeto divisible que no tienen carácter solidario, deben ejecutarse
como si fueran semejantes a las de esta especie, con diferencias
que se consignan en la ley. Para comprobar lo que señalamos
basta con citar lo que previenen los artículos 1527 y 1528 del
Código Civil. Es innegable que entre el estatuto de las
obligaciones solidarias y el estatuto de las obligaciones
indivisibles hay diferencias que justifican un tratamiento diverso.

Ahora bien, pueden las partes alterar los efectos naturales de un


acto o contrato incorporando una modalidad. Entre ellas el plazo
suspensivo (que posterga la exigibilidad del cumplimiento de la
obligación y el ejercicio del derecho a exigir la prestación, pero
solo por un cierto espacio de tiempo). Para que se presente esta
situación es necesario que consientan los autores del acto o
contrato, que convengan, asimismo, en un cumplimiento
fraccionado, y que se fije una sucesión de prestaciones parciales
que se ejecutarán a través del tiempo, o que ellas se deduzcan
claramente de lo estipulado.
¿Qué ocurre en el evento de que las partes no expresen cómo
debe dividirse el pago en una obligación de cumplimiento
fraccionado? A nuestro juicio, es aplicable con carácter general el
artículo 1593 del Código Civil, según el cual "si la obligación es de
pagar a plazos, se entenderá dividido el pago en partes iguales; a
menos que en el contrato se haya determinado la parte o cuota
que haya de pagarse a cada plazo". Como puede observarse, la
ley reconoce que son los contratantes los encargados de precisar
la "parte o cuota" que se hace exigible y, a falta de este acuerdo,
la obligación se entiende dividida en partes iguales.

Nada impide, en consecuencia, que la exigibilidad de la


prestación nazca en el futuro o se acuerde esta característica en
el curso de su desarrollo. De aquí la importancia de la cláusula de
aceleración y de la caducidad del plazo.

Por lo tanto, pueden los contratantes no solo dilatar la época de


la exigibilidad de la prestación, sino que, además, dividirla. En tal
evento pueden presentarse dos situaciones diferentes: que cada
cuota tenga existencia propia y, por lo mismo, se independice de
las demás o, por el contrario, que se mantenga la unidad de la
prestación, pero sujeta a un cumplimiento parcializado. Como
puede comprobarse, esta cuestión apunta a lo esencial de la
obligación, sea porque se mantiene la unidad de la prestación (el
objeto de la obligación es el mismo aun cuando su exigibilidad
quede fraccionada), o bien el objeto original se divide en
prestaciones independientes que se sujetan a normas y efectos
propios. En este último caso operaría una novación definida en el
artículo 1631 del Código Civil, conforme el cual la novación
objetiva puede efectuarse "1º Sustituyéndose una nueva
obligación a otra, sin que intervenga nuevo acreedor o deudor".
Conviene dejar sentado, desde luego, que aun en el supuesto de
que no opere la substitución de un nuevo deudor, tienen
aplicación los artículos 1640, 1641 y 1642 del Código Civil
(relativos a la extinción de los intereses, a los privilegios de la
primera deuda y a las prendas e hipotecas de la obligación
primitiva, según lo analizaremos más adelante).

En suma, anticipándonos a materias que se analizarán en las


páginas siguientes, digamos, por ahora, que las partes al
fraccionar una obligación permitiendo su pago en cuotas, pueden
mantenerla como una prestación unitaria, pero pueden también
dividirla, generando varias obligaciones, supuesto en el cual
operará una novación sin cambio de deudor y cada cuota se
constituirá en una obligación independiente que sustituirá la
obligación original. No está de más señalar que en este último
supuesto, la obligación original se extingue por novación aun
cuando no cambie ni deudor ni acreedor (novación objetiva).

Desde otra perspectiva, sin perjuicio de que resulta aplicable lo


que dispone el Código Civil en lo concerniente a las obligaciones
a plazo (Título V del Libro IV), pueden presentarse situaciones
especiales.

Así, por ejemplo, conviene preguntarse en la hipótesis


planteada, de qué modo determinamos si nos hallamos ante una
obligación de objeto único o ante diversas obligaciones (que
nacen del fraccionamiento de la prestación acordada por las
partes). Estimamos que la respuesta se halla en la
interpretación del contrato, ya que en esta materia primará la
intención de las partes por sobre lo literal de las palabras (artículo
1560 del Código Civil), y son los contratantes, a mayor
abundamiento, los llamados a definir la naturaleza de sus
derechos y de sus obligaciones. Prima, entonces, la autonomía
privada.

De más está poner atención a las múltiples consecuencias que


se seguirán en uno y otro caso. Si se tratare de una sola
obligación de objeto único, la caducidad del plazo, en los casos
establecidos en el artículo 1496 del Código Civil, comprometería
todas las cuotas o vencimientos parciales convenidos. A la
inversa, si se considerara que se trata de obligaciones diversas
(nacidas de la descomposición de la obligación original), dicha
caducidad solo podría afectar la fracción respectiva. Otro tanto
podría decirse de la remisión tácita (artículo 1654 del Código
Civil). Finalmente, si se tratare de una obligación de objeto único,
la interrupción de la prescripción afectaría todas las cuotas
pendientes (artículo 2518 del Código Civil), y se computaría a
partir de la exigibilidad de la última cuota incumplida. En el
supuesto contrario, vale decir, que cada cuota fuera constitutiva
de una obligación independiente, la interrupción (civil o natural),
operaría en forma separada y el cómputo de la prescripción se
contaría respecto de cada cuota a partir del momento en que se
hizo exigible.

Corresponde, entonces, aclarar por qué modo se extingue la


obligación original que se divide, dando lugar a varias otras
obligaciones o a la división del objeto. No cabe duda de que
operará, como se anticipó, la remisión si las partes expresan su
voluntad en tal sentido. De lo contrario, en el silencio de las
partes y en el evento de generarse varias otras obligaciones,
como ya se dijo, será aplicable el artículo 1631 Nº 1 del Código
Civil, entendiéndose sustituida la primera por las nuevas
obligaciones debido al fraccionamiento de la obligación original
(novación). En el supuesto de que no se creen nuevas
obligaciones, la modificación de la exigibilidad no compromete ni
la existencia ni el cumplimiento de la obligación primitiva (solo se
hará exigible el cumplimiento de la manera en que las partes lo
hayan convenido que lo fuera).

Como puede observarse, se trata de una estipulación que


acarrea consecuencias de importancia y que supone, en ciertos
casos, la extinción o modificación de la obligación. Si esta última
fuere de objeto materialmente indivisible no cabe constituir a su
respecto un contrato de ejecución de prestaciones parcializadas,
sin perjuicio de lo que dispone la ley, lo cual analizaremos más
adelante. La mera postergación del cumplimiento de la obligación
no constituye una alteración sustancial de su estructura, puesto
que solo se afecta la exigibilidad de la prestación estipulada, no
su existencia. De aquí que el artículo 1649 del Código Civil,
disponga que "La mera ampliación del plazo de una deuda no
constituye novación". No ocurre lo mismo cuando junto con la
postergación de la exigibilidad se fracciona también la prestación
en diversas partidas que se van ejecutando a lo largo del tiempo.

Debemos despejar, por lo tanto, cuál es la situación de las


diversas cuotas en que se dividió la prestación, y si cada una de
ellas debe considerarse una obligación autónoma. No hay duda
sobre que la descomposición del objeto de la prestación principal
da vida a una serie de obligaciones independientes (siempre que
ello, como se anota en las páginas anteriores, se estipule entre
las partes), no conexas, que en el hecho extinguen gradualmente
la obligación original, generando vínculos jurídicos diferentes. Los
efectos de esta operación son varios, principalmente si la
obligación primitiva estaba caucionada, caso en el cual ausente el
consentimiento expreso de los sujetos gravados, se extinguirán
las garantías. Solo podrían ellas subsistir en el evento de la
concurrencia o aceptación del acto divisorio por parte de los
garantes. Incluso más, nada obsta a que el acreedor ceda
parcialmente su derecho conforme las reglas generales que
gobiernan esta materia (antes o después de fraccionada la
prestación).

Conviene preguntarse qué ocurre si los contratantes se limitan a


dividir el objeto de la prestación sin indicar el alcance y extensión
que debe darse a esta estipulación. En tal supuesto, no nacen
obligaciones independientes y la prestación principal se extinguirá
a medida que se vayan solucionando las cuotas convenidas. Lo
anterior sin perjuicio de los efectos en las cauciones afectas a la
prestación original (las que se extinguirán, como lo anticipa el
artículo 1649 del Código Civil, salvo que se acuerde su
subsistencia por las partes contratantes).

Finalmente, digamos que, en el evento de que las partes opten


por reemplazar el objeto de la obligación por una serie de
prestaciones (hasta enterar el objeto originalmente debido), es
esencial precisar si opera una novación en los términos del
artículo 1631 Nº 1, puesto que, en tal supuesto, la obligación
primitiva se extinguirá y con ello las cauciones que no se
renueven expresamente.

¿Qué ocurre en el evento de que, fraccionada la obligación


original y dado nacimiento a dos o más obligaciones
sobrevenidas, se cuestione la validez de la primitiva obligación?
No cabe duda de que la obligación original fue la "causa" de las
obligaciones nacidas al amparo de su fraccionamiento, y que la
circunstancia de que ella adolezca de nulidad compromete la
validez de las obligaciones nacidas al amparo de la novación.
Volvemos a plantearnos el problema de si es posible demandar la
nulidad de una obligación extinguida por el cumplimiento (la
novación del Nº 1 del artículo 1631 equivale al cumplimiento).
Creemos nosotros que la extinción de la obligación impide que se
reclame la nulidad de la misma porque ella no existe en el ámbito
jurídico por efecto de la extinción. Por otro lado, no puede
ignorarse el hecho de que la obligación original —ya extinguida—
forjó una nueva situación jurídica intersubjetiva, que puede
revisarse a la luz de las disposiciones legales que rigen su
constitución y sus efectos. Como puede apreciarse, el problema
que planteamos no es de fácil solución.
2. Obligaciones de ejecución diferida
por disposición legal

Puede la ley, en casos muy excepcionales, disponer la asunción


de obligaciones de ejecución diferida. Tal ocurre, por ejemplo, en
virtud de lo dispuesto en el artículo 66 de la Ley Nº 19.947 sobre
matrimonio civil. En efecto, esta norma está referida al pago de la
compensación económica consagrada en el artículo 61 del mismo
cuerpo legal, que reza como sigue: "Si el deudor no tuviere
bienes suficientes para solucionar el monto de la compensación
mediante las modalidades a que se refiere el artículo anterior, el
juez podrá dividirlo en cuantas cuotas fuere necesario. Para ello
tomará en consideración la capacidad económica del cónyuge
deudor y expresará el valor de cada cuota en alguna unidad
reajustable". Indudablemente se trata de una obligación a futuro,
impuesta en la ley y respecto de una cantidad prefijada. (En
verdad se faculta al juez para practicar la división, pero es la ley
la que lo hace posible, precisando, incluso, los factores que
deben considerarse). Otro caso interesante está dado por las
obligaciones y derechos que corresponden al causante como
consecuencia de la apertura de la sucesión. Si el causante fuere
deudor, la obligación deberá ser cumplida por todos los herederos
a prorrata de su participación en la herencia (artículo 1354 del
Código Civil). En el evento que el causante fuere acreedor, a
pesar de la jurisprudencia contradictoria pronunciada a este
respecto y de las opiniones disímiles de los comentaristas,
estimamos que al fallecimiento del causante opera ipso jure, por
el solo ministerio de la ley, la división de los créditos a prorrata de
la participación del heredero en la sucesión.6

La existencia de este tipo de obligaciones está expresamente


reconocida, tanto a propósito del contrato de confección de una
obra material (artículos 1996 y siguientes del Código Civil), como
del contrato de arrendamiento de servicios inmateriales
(artículos 2006 y siguientes del mismo Código). Si bien se trata
de normas sustituidas en muchos casos por una nueva
legislación especial, ellas sirven para sistematizar la materia,
fijando los principios básicos que la regulan.

Para los efectos de nuestro trabajo, lo que interesa destacar es


el hecho de que los contratos y obligaciones de prestaciones
diferidas están reconocidos en la ley y que se recurre a ellos en
varios casos, sea disponiendo obligaciones de esta especie o
regulando contratos de prestaciones diferidas.

3. Obligaciones de ejecución diferida


por sentencia judicial

Recordemos que, por mandato expreso del artículo 1494 del


Código Civil, no puede el juez, sino en casos especiales que las
leyes designen, señalar plazos para el cumplimiento de las
obligaciones. Solo le es dable interpretar los plazos concebidos
en términos vagos u oscuros, sobre cuya inteligencia y aplicación
discuerden las partes. Por consiguiente, para que el juez pueda
fijar un plazo deberá hallarse habilitado expresamente al efecto.

Entre los casos mencionados, puede indicarse la facultad


concedida al Tribunal en el artículo 904 del Código Civil con el
cual comienza la regulación de las "prestaciones mutuas" y que
reza como sigue: "Si es vencido el poseedor, restituirá la cosa en
el plazo que el juez señalare...". Otro caso digno de mencionarse
se encuentra en el artículo 2201 del Código Civil, según el cual la
obligación del mutuario de restituir, si se ha convenido que pague
cuando le "sea posible", faculta al juez, atendidas las
circunstancias, para fijar un término.

Habida consideración de que la ley, en los casos indicados, no


condiciona esta facultad, nada impide, a nuestro juicio, que el
plazo establecido configure una obligación a futuro o de ejecución
diferida, cuando la restitución comprenda un objeto divisible o
susceptible de restituirse por partes. Piénsese en la restitución de
un predio agrícola a la luz de lo que dispone el artículo 905 del
Código Civil. En este y otros supuestos, es posible constituir una
obligación de ejecución diferida en la medida que el juez esté
especialmente facultado al efecto por la ley.

4. Obligaciones de ejecución diferida en razón


del objeto material de la prestación

Suele el objeto de la obligación determinar la existencia de una


prestación de ejecución diferida. En otros términos, existen
situaciones en que lo pactado por las partes impone
necesariamente una obligación de ejecución diferida. El ejemplo
clásico es la "construcción de una casa", obligación que
paradójicamente el artículo 1524 califica de indivisible. (Lo que
señalamos no implica una contradicción porque, insistimos, para
los efectos de nuestro estudio, aludimos al objeto de la obligación
no al objeto del acto o contrato). Quien encarga la construcción
de un edificio que no existe, no puede pensar que el deudor
asume una obligación de ejecución instantánea, razón por la cual
la prestación se ejecutará por partes debidamente programadas a
través del tiempo. En estos casos la obligación se cumple por
etapas, siendo las partes las llamadas a definir la forma y
oportunidad en que debe ejecutarse la prestación, o un tribunal,
interpretando la voluntad de las partes, atendiendo, además, a los
estándares existentes en el medio en que se desenvuelve la
relación jurídica, quien precise los plazos en que debe
desplegarse la conducta debida.

Este tipo de contratos son fuente de conflictos frecuentes, salvo


cuando se describe rigurosamente el avance de las obras por
medio de especificaciones técnicas detalladas. A la división
obligada de la prestación deben agregarse las dificultades que
surgen en el plazo de ejecución, los costos convenidos y otras
exigencias de similar naturaleza. Es curioso constatar que a estas
dificultades se anticipa el artículo 2003 reglas 1ª y 2ª del Código
Civil, previendo que, por el transcurso del tiempo, puedan
reclamarse partidas que quedan congeladas al perfeccionarse el
contrato.

5. Contratos de tracto sucesivo7

Los cuatro casos propuestos precedentemente configuran, en


razón de la voluntad de las partes, lo dispuesto en la ley, la
sentencia judicial y el objeto de la obligación, casos concretos en
que indudablemente las obligaciones son de ejecución
parcializada o diferida.

Como se señaló en lo precedente y con el ánimo de recapitular,


recordemos que llamamos contratos de "ejecución parcializada"
a aquellos en que, por voluntad de los contratantes, se divide la
prestación y se fija plazo para su cumplimiento fraccionado. A su
vez, llamamos "de ejecución diferida", a aquellos en que ocurre
lo propio, pero en virtud de un factor ajeno a la voluntad de las
partes (ley, sentencia judicial, naturaleza del objeto). Existen otros
casos que plantean dudas desde varios ángulos, entre ellos cabe
mencionar las consecuencias derivadas de los llamados contratos
de tracto sucesivo que también se cumplen a través del tiempo,
pero ofrecen peculiaridades especiales. Esta figura es,
probablemente, uno los capítulos más complejos y difíciles de
sistematizar en lo relativo a esta materia. La literatura jurídica, en
su mayoría, no pone el énfasis en las peculiaridades que ofrece,
considerándolo un contrato de ejecución periódica.

Así, por vía de ejemplo, Puig Brutau, a la hora de clasificar los


contratos, se limita a distinguir los "contratos instantáneos y de
ejecución periódica", contrastando estos últimos en los siguientes
términos: "Los contratos de ejecución instantánea son los que
originan obligaciones de tracto único (como la entrega de la cosa
en la compraventa); los duraderos generan obligaciones que
implican una conducta dotada de cierta permanencia (como
custodiar la cosa en el depósito), y los de ejecución periódica son
los que exigen el cumplimiento de prestaciones reiteradas
durante un tiempo determinado (como pagar la renta de
arrendamiento en los plazos convenidos, o las pensiones de renta
vitalicia, etc.".8 El autor se remite en esta materia a Albaladejo,
Derecho Civil, II, Derecho de las obligaciones. Parte General,
Barcelona, 1970, p. 308.

Alessandri y Somarriva, luego de explicar el funcionamiento del


contrato de ejecución instantánea, aluden a los contratos de
tracto sucesivo en los siguientes términos: "...el contrato es de
ejecución o tracto sucesivo cuando las obligaciones de las
partes, o de una de ellas a lo menos, consiste en prestaciones
periódicas o continuas. Se caracteriza porque una de las
obligaciones de las partes a lo menos, se desarrolla
continuamente en el tiempo, las prestaciones que ella envuelve
se van desarrollando a medida que el tiempo transcurre. La
obligación es como una cinta que se desarrolla a medida que va
transcurriendo el tiempo. Así se van desarrollando las
prestaciones. Es de absoluta necesidad que el tiempo transcurra
para que la prestación se pueda cumplir".9 Más adelante, los
mismos autores, explicando las diferencias entre el contrato de
tracto sucesivo y los contratos de ejecución escalonada o a plazo,
agregan: "No deben confundirse los contratos de tracto sucesivo
con los contratos de ejecución escalonada o a plazo, que son
aquéllos en que las obligaciones de las partes se cumplen por
parcialidades en diferentes oportunidades. Es el caso de la
compraventa de una cosa cuyo precio se paga a plazo, en
cuotas. Este no es un contrato de tracto sucesivo donde las
obligaciones de las partes se van desarrollando minuto a minuto,
sino un contrato en que las obligaciones de los mismos se dividen
en diversas cuotas, cada una de las cuales se cumple llegado el
momento; llegada la primera oportunidad, debe pagarse la cuota
señalada. En la venta de un conjunto de mercaderías que se
entregan por lotes en diversos períodos, hay un contrato de
ejecución escalonada, pues llegada cada una de las
oportunidades, se cumplirá íntegramente la prestación
correspondiente a esa oportunidad. En los contratos de tracto
sucesivo hay tal continuidad en el desarrollo de las obligaciones,
en términos que se van cumpliendo momento a momento, minuto
a minuto. Es así como el arrendador va cumpliendo sus
obligaciones para con el arrendatario".10

Como puede comprobarse, no hay una concepción clara del


contrato de tracto sucesivo, ni se advierte un análisis más prolijo
de su especificidad. Lo que interesa es fijar los rasgos esenciales
del mismo y descubrir aquello que lo distingue de las otras formas
de contratación en que las prestaciones operan a futuro. La
conexión más importante se relaciona con la fragilidad contractual
al extinguirse la relación y renovarse sin que sea necesaria la
expresión de voluntad de las partes. Las opiniones que
trascribimos no ponen acento en lo que realmente identifica un
contrato de tracto sucesivo, pudiendo confundirse con un contrato
de prestaciones parcializadas o diferidas.

¿Qué es lo distintivo en el tracto sucesivo? ¿En qué se


diferencia de los demás contratos de prestaciones futuras? ¿Su
importancia radica en el perfeccionamiento o en la ejecución de
las obligaciones que impone? Esto es, a nuestro juicio, lo que
interesa dilucidar.
Según afirma Jorge López Santa María, "Contratos de tracto
sucesivo o de ejecución sucesiva son aquellos en que los
cumplimientos se van escalonando en el tiempo, durante un lapso
prolongado. La relación contractual tiene permanencia, a
diferencia del contrato de ejecución instantánea, en que la
relación contractual es efímera. Ejemplo de estos contratos son el
arrendamiento; el contrato de trabajo; el contrato de
abastecimiento o suministro; el contrato de licencia para
fabricación y distribución de productos, en que el concedente o
licenciante es el titular de la propiedad industrial correspondiente
y el concesionario o licenciado paga periódicamente un royalty o
regalía a contraparte, etc. En todos estos contratos existe
cumplimiento fraccionado de lo debido.11

Coinciden los autores en la importancia de los efectos de esta


tipología contractual, pero simplifican su estructura hasta el
extremo de confundirla con otros géneros (ejecución diferida o
parcializada y sus especies).

Intentaremos, en las páginas siguientes, formular una


explicación más rigurosa de lo que representa este tipo de
contrato. No podría negarse que se trata de una materia que ha
sido deficientemente sistematizada y, lo que nos parece peor, no
se ha dado una conceptualización precisa y satisfactoria de ella.
El análisis de esta categoría contractual deja en evidencia la
necesidad de profundizar su estudio.

El contrato de tracto sucesivo se ha definido diciendo que


"consiste en un encadenamiento de las sucesivas
transmisiones del dominio, de tal manera que la nueva
transmisión se apoye en la anterior". Esta definición es
claramente insuficiente, porque da cuenta de dos elementos
("sucesivas transmisiones" y "apoyo de una prestación en otra"),
lo cual no permiten descubrir cómo funciona esta especie
contractual y en dónde se halla su singularidad y utilidad práctica.

A nuestro juicio, el tracto sucesivo debe ser definido en los


siguientes términos:

El contrato de tracto sucesivo es aquel en que el vínculo


jurídico que liga a las partes da lugar a una serie de
prestaciones que, si bien provienen de una misma relación
jurídica, son independientes entre sí, se extinguen
separadamente en razón del cumplimiento de cada
prestación específica convenida, renovándose la obligación
en forma automática con análogo contenido si los
contratantes (individual o colectivamente, según proceda),
no le ponen término o la extinción opera por mandato legal.
Con frecuencia se citan como tales el contrato de arrendamiento
y del trabajo. Por lo tanto, en este tipo de relación contractual
opera el mecanismo de los contratos de ejecución instantánea,
con la salvedad de que no es necesaria una expresión de
voluntad explícita para que el vínculo se renueve como si se
contratara expresa y formalmente.

Por consiguiente, el tracto sucesivo supone la concurrencia de,


a lo menos, cuatro requisitos formales ineludibles.

En primer lugar, debe existir un contrato que establezca una


serie de prestaciones que se realizarán en el futuro, haciéndose
exigibles cada cierto tiempo. O sea, las partes deben convenir en
que el objeto del contrato no es uno sino tantos como
prestaciones se realicen en el curso de su ejecución. No se trata,
por cierto, necesariamente, de una estipulación expresa, pero,
por lo menos, deberá deducirse claramente de lo estipulado en
forma tácita. Lo que señalamos implica reconocer que la fuente
de los contratos de tracto sucesivo radica en la voluntad de las
partes (estipulación del tracto sucesivo) o la ley (como sucede en
el arrendamiento o el mandato).

En segundo lugar, no se especificará necesariamente cuántas


prestaciones se ejecutarán, solo la indicación de lo que cada una
de ellas (genéricamente) deberá comprender. Lo indicado permite
sostener que la vigencia del contrato es un hecho incierto,
pudiendo prolongarse en el tiempo, pero dicha incertidumbre
forma parte de la naturaleza de la relación. Este requisito se
vincula directamente con los efectos del tracto sucesivo, como se
demostrará más adelante. Si las partes fijaran el número de
prestaciones que deberían realizarse, transformarían este
contrato en uno de ejecución parcializada, ya que su objeto
quedaría determinado por la suma de las prestaciones parciales
comprometidas. En cuanto al contenido de cada prestación, ello
puede especificarse sin necesidad de afectar la duración incierta
del contrato. Así, por vía de ejemplo, puede precisarse que las
prestaciones que hipotéticamente se ejecuten el año 2020 y hasta
2023 deberán comprender determinados bienes y las siguientes,
a su vez, otra cantidad diferente.

En tercer lugar, no se regulará la terminación del contrato ni se


fijará plazo ni otra modalidad que permita deducir la oportunidad
en que deba cesar. La indeterminación de la vigencia es lo que da
sentido a este tipo de relación. Lo dicho no excluye facultar a una
o ambas partes para desahuciar el contrato o someter su vigencia
a una condición.

En cuarto lugar, la terminación del contrato sobrevendrá por


voluntad de una o ambas partes, sea por medio del desahucio, la
mera voluntad de uno de los contratantes, el cumplimiento de una
condición especificada en el contrato, la revocación prevista en la
ley u otro medio sobreviniente. Mientras ello no ocurra seguirá el
contrato produciendo efectos y hará forzosa cada una de las
prestaciones convenidas. Lo que interesa es constatar que el
vínculo se extingue por efecto de ciertos medios especialmente
previstos para esta categoría contractual y que este último puede
ser ejercido por una de las partes unilateralmente.

Como puede comprobarse, lo fundamental radica en lo incierto


de la extensión de esta singular relación contractual que, como
explicaremos enseguida, se extingue y renueva periódicamente
con autonomía respecto de las prestaciones ya ejecutadas. De
aquí que las prestaciones realizadas queden "a firme" y no
alteren lo ejecutado en el pasado. Podría afirmarse que lo que
tipifica y da identidad propia al tracto sucesivo es el modo de
extinción de esta relación jurídica (voluntad unilateral de las
partes), y que la terminación no afecte a las prestaciones ya
ejecutadas. De aquí que interese fijar sus características más
destacadas.

La "fragilidad" del vínculo contractual que invocamos da pie a


una regulación legal de excepción en algunos contratos de tracto
sucesivo de frecuente celebración. Tal ocurre con las normas
sobre terminación del contrato del trabajo, de arrendamiento de
ciertos bienes que tienen incidencia en la vida social (predios
urbanos), de mandato, etc. En todos estos casos, el Legislador,
para equilibrar la situación de las partes, entra de lleno a
reglamentar la terminación del contrato sin desconocer su
naturaleza jurídica.

En síntesis, se trata de un contrato de extensión incierta, que


puede extinguirse por voluntad unilateral luego de cada
prestación, y en que la extinción opera hacia el futuro de modo
que lo ejecutado no queda afectado por la terminación de la
relación (la extinción no opera con efecto retroactivo).
Resumiremos, a continuación, las características predominantes
de esta figura contractual:

i) Subordinación a la autonomía privada, ya que pueden las


partes trasformar un contrato de ejecución instantánea en de
tracto sucesivo, y este último (como en el arrendamiento a plazo
fijo), en de ejecución parcializada. Así lo reconocen Alessandri y
Somarriva cuando señalan "Las partes pueden hacer de tracto
sucesivo un contrato que por su naturaleza no lo es, y
viceversa.- Por ejemplo, el mandato para vender un objeto por
cuenta del mandante, para percibir dinero del Banco tal, etc., son
contratos de ejecución instantánea, porque las obligaciones se
cumplen en uno solo momento; pero el mandato para administrar
los negocios del mandante, es un contrato de tracto sucesivo,
porque supone una sucesión de prestaciones de parte del
mandatario. A la inversa, contratos que por naturaleza son de
tracto sucesivo a virtud de una convención pueden transformarse
en contratos de ejecución instantánea. El arrendamiento de
servicios inmateriales, que de ordinario es un contrato de tracto
sucesivo, puede ser de ejecución instantánea. Por ejemplo, le
encomiendo a un pintor la ejecución de un cuadro; puede
demorarse mucho o poco, mas su obligación de entregar la
cumple en un solo instante. Lo mismo puede decirse del autor de
una obra literaria".12 La opinión que transcribimos se funda en
una concepción errada de lo que nosotros entendemos por el
contrato de tracto sucesivo, pero tiene la ventaja de describir con
precisión el rol que cabe a la autonomía privada en la materia.

ii) Suele asimilarse el tracto sucesivo a la cláusula de "prórroga


tácita", lo cual constituye un error porque en esta última (prórroga
tácita) es la actual manifestación de voluntad de las partes la que
hace subsistir el contrato, asignando al silencio un efecto volitivo.
En el tracto sucesivo la relación se extingue y resurge sin
intervención ni expresión externa de voluntad. La prórroga tácita
puede desprenderse de actitudes susceptibles de acreditarse
elevando ciertas conductas a expresión del consentimiento. En el
tracto sucesivo cumplida que sea una prestación se entenderá
renovada la obligación si no se pone fin al vínculo o se ejecutan
actos que revelen una categórica negación de continuidad. Por
ejemplo, para los efectos de invocar la prórroga tácita pueden las
partes mantener en su poder los medios de embalaje, vigentes
los contratos de transporte con que se entrega la mercadería,
abonados los costos, actualizadas las pólizas de seguro, etcétera.
Nada de esto es necesario en el tracto sucesivo. ¿Cuál es
entonces la diferencia entre la prórroga tácita y el tracto
sucesivo? En la primera se deduce de ciertos hechos una
manifestación de voluntad real; en el segundo, no es necesaria
expresión alguna, ni expresa ni tácita, y la resurrección de la
obligación opera por sí sola en el silencio de las partes.

iii) Tampoco es admisible confundir el tracto sucesivo con el


llamado "silencio circunstancial" (silencio rodeado de hechos que
hacen presumir razonablemente la manifestación de voluntad
para los efectos de la formación del consentimiento). En el tracto
sucesivo por disposición de la ley se replican todos los elementos
del contrato (voluntad, objeto, causa, solemnidad, etcétera).
Aclaremos, desde luego, que el "silencio circunstancial" supone
que una relación contractual no se ha creado con antelación. De
aquí la diferencia con la "prórroga tácita". En el silencio
circunstancial hay actividad jurídicamente relevante de la cual se
desprende la intención de contratar. Nótese, en todo caso, que no
se trata solo de la actividad propia del contratante. A ella deben
agregarse preponderantemente el marco fáctico en que se
desenvuelven las partes. Puede hablarse, por lo tanto,
paradójicamente, de un "silencio elocuente". No sucede lo mismo
en el tracto sucesivo que solo exige silencio e inmovilidad de las
partes. Dicho de otro modo, en el silencio circunstancial un
conjunto de hechos producidos por las partes, en un cierto
contexto, permite deducir la intención de contratar integrando
cada uno de estos sucesos. Es, por ende, la manera de descubrir
un propósito subyacente que reemplaza la manifestación expresa
de la voluntad. Lo anterior es ajeno al tracto sucesivo en el cual la
"resurrección" del contrato opera por sí misma. Llamamos
"resurrección" al efecto que se sigue del cumplimiento de una
prestación, la cual abre camino a la siguiente y así en forma
continuada mientras se encuentre vigente el contrato.

iv) Apreciamos el tracto sucesivo como una figura novedosa,


excepcional y de rasgos especialísimos. No otra cosa puede
decirse del hecho de que extinguido el vínculo renazca en las
mismas condiciones, operando, como se dijo, una especie de
"resurrección", más allá de la expresión formal de la voluntad y
rompiendo los moldes tradicionales. No se ha prestado, a nuestro
juicio, suficiente atención al hecho esencial de este tipo de
contratación, muy semejante, por lo demás, a otras figuras
relativas a los contratos de prestaciones futuras. Lo que interesa
explicar es cómo una obligación que se extingue puede renovarse
en el silencio de las partes. La raíz de esta figura, a nuestro
entender, radica en el hecho de que las partes no solo guardan
silencio, sino que además no ponen fin al contrato pudiendo
hacerlo (revocación, desahucio, retracto, etc.). De esta
característica se desprenden sus efectos principales.

v) Merece destacarse el hecho de que puedan variar los


elementos que integran el contrato en el curso de su ejecución,
como ocurre con la capacidad, la causa o motivo que induce a
contratar, sin que la alteración de estos elementos impida la
subsistencia del contrato. La fuerza estabilizadora original es
suficiente para que se proyecte en el tiempo y siga produciendo
efecto. Así, por ejemplo, si una de las partes cae en incapacidad
durante la vigencia del contrato, ello no altera la validez y
exigibilidad del mismo, generando derechos y obligaciones de
acuerdo al vínculo contractual vigente. Una opinión contraria nos
llevaría al error de considerar causales de nulidad sobrevinientes
(la capacidad en este caso existe al momento de contratar y de
ello se sigue que el vínculo contractual subsiste durante todo el
período de ejecución, aun cuando dicha capacidad se pierda
hacia el futuro). Lo que señalamos se condice con el hecho de
que, al renovarse la obligación, lo que realmente ocurre es el
cumplimiento de un contrato legalmente celebrado que produce
efectos hacia el futuro. Nótese que la subsistencia del contrato de
tracto sucesivo depende de la ejecución de la prestación y el
silencio que rodea a las partes, ninguna de las cuales formula
reserva o voluntad en el sentido de mantener o poner fin a la
convención.

vi) En el contrato de tracto sucesivo no hay sino un vínculo


jurídico que se va extinguiendo y renovando a medida que sigue
vigente. Una vez agotada la prestación exigible, surge, por sí
sola, una nueva relación jurídica que tiene identidad propia y que
se nutre de la relación original (una especie de matriz). Para que
tal ocurra, según señalamos en lo precedente, se requiere de dos
elementos: silencio de las partes respecto de la futura prestación,
y que ninguna de ellas ejerza la facultad de poner fin a la relación,
lo cual analizaremos más adelante. Por consiguiente, en este tipo
de contratos aparece un rasgo bien notable: al amparo de un solo
vínculo quedan cubiertas múltiples prestaciones, de extensión
indeterminada, que no son parte de lo debido, sino que se
generan y hacen exigibles con una aparente prescindencia de los
contratantes. Lo debido se va renovando continua y
sucesivamente, sin acumularse, porque cada prestación abre
camino a la siguiente, según explicamos en lo precedente.

vii) Especial importancia concedemos a la fuente del tracto


sucesivo. Creemos, al respecto, que este tiene origen o en la ley
(lo que será más frecuente), o en la voluntad de las partes.
Parece obvio sostener que esta tipología contractual requiere de
una fuente que le dé vida, y ella (la fuente) no puede ser otra que
la ley o la voluntad de las partes, como creemos queda en
evidencia en las páginas anteriores. Contratos como el
arrendamiento, del trabajo, prestación de servicios inmateriales,
etc. encuentran en esta figura un soporte que explica la raíz de la
relación. En cuanto a los particulares, ellos son titulares de una
potestad regulatoria (autonomía privada), que les permite generar
esta especie de relaciones y darles los efectos que estimen
conveniente mientras no vulneren las prohibiciones dispuestas en
la ley. Un contrato de tracto sucesivo puede transformarse en un
contrato de prestaciones parcializadas y este en un contrato de
tracto sucesivo. Lo primero ocurrirá al fijarse una cierta cantidad
de prestaciones, lo cual implica limitar el objeto del contrato y
precisar su contenido (la suma de las prestaciones particulares).
Lo segundo, cuando existiendo un contrato de prestaciones
parcializadas, se fija por las partes una sucesión indefinida e
independiente de prestaciones eventuales sin detallar el tiempo
de vigencia. En esta última hipótesis operará una novación
objetiva, conforme lo previene el artículo 1631 Nº 1 del Código
Civil, porque un contrato (obligación dice la ley) remplaza al otro.
En el fondo cuando se sustituye un contrato de ejecución
parcializada por un contrato de tracto sucesivo, las partes
cambian el objeto, indeterminando su cuantía final y sometiendo
cada partida a un tratamiento especial.

viii) Como consecuencia de que en el tracto sucesivo se impone


la autonomía privada, desconociéndose a priori la extensión de la
relación, es esencial reconocer a las partes la facultad de poner
término al contrato manifestando voluntad en tal sentido. En este
supuesto, por lo general, la ley prevé prestaciones adicionales,
como sucede en el contrato de trabajo o de arrendamiento de
predios urbanos. Como es obvio, la relación no puede perdurar
indefinidamente, razón por la cual para ponerle fin se acepta, con
diversas modalidades y exigencias, el desahucio o expresión
unilateral de voluntad para los efectos de extinguir el vínculo
contractual. Otra interpretación tropezaría con el orden público,
puesto que no es dable aceptar una vinculación contractual
permanente y forzosa, a la que no sea posible ponérsele término.
Pero nada impide reglamentar el desahucio, de manera que la
terminación de la relación sobrevenga por acuerdo directo de los
contratantes o de las exigencias previamente establecidas. De
aquí que postulemos la admisión del desahucio, la revocación y el
retracto en todo contrato de tracto sucesivo, elemento esencial
que debe entenderse pertenecerle en el silencio de las partes, sin
que sea necesaria una cláusula especial (elemento de la
"naturaleza" del contrato en los términos del artículo 1444 del
Código Civil). De no admitirse esta incorporación una de las
partes podría quedar cautiva de la relación, obligándola a objetar
la validez del contrato por vía de la nulidad por indeterminación
del objeto. Por ende, en todo contrato de tracto sucesivo debe
entenderse incorporada, en el silencio de las partes, la facultad
de los contratantes de ejercer el desahucio para efectos de dar
por concluida la relación. Insistimos que prevalece, en todo caso,
lo estipulado en el contrato sobre esta materia. La facultad de
desahuciar el contrato, si bien la hemos calificado como elemento
de la "naturaleza" de este contrato, en conformidad con el citado
artículo 1444 del Código Civil, conforma un elemento esencial en
el tracto sucesivo, pero su ausencia no desencadena la nulidad
del contrato, sino que altera la tipología de contrato.

ix) Consecuencia directa de la estructura del tracto sucesivo,


cualquiera que sea la causa de extinción (nulidad, resolución,
caducidad, desahucio, etcétera), ella opera solo hacia el futuro y
no afecta las prestaciones ejecutadas en el pasado. De aquí que
se hable de "terminación" del vínculo contractual y no, por
ejemplo, de resolución. En otros términos, la extinción opera
hacia el futuro, dejando a firme las prestaciones realizadas en el
pasado. A este respecto, Jorge López Santa María, luego de
invocar los artículos 1687, 1689, 1490 y 1491 del Código Civil,
para determinar los efectos de la nulidad judicialmente declarada,
volviendo a los contratos de tracto sucesivo, señala: "En cambio,
en los contratos de tracto sucesivo, como por lo general no es
posible borrar los efectos que ya se produjeron (el arrendatario no
puede restituir al arrendador el goce de la cosa; el empleador no
puede devolver la labor desarrollada por el trabajador), se
entiende que, en principio, la nulidad y la resolución o
terminación de los contratos solo opera para el futuro, a partir de
la fecha que quede ejecutoriada la correspondiente sentencia
declarativa".13 No nos cabe duda que el "orden público" se
encuentra comprometido, puesto que la solución propuesta
permite la consolidación de una situación jurídica intersubjetiva
que, en otras circunstancias, podría verse afectada.

x) Nada señala la ley sobre el alcance que debe darse a la


estipulación en que las partes renuncian al desahucio para dar
mayor estabilidad a la relación o silencian absolutamente la
época de terminación del vínculo. A nuestro parecer, en este
caso, el contrato de tracto sucesivo terminará por causas legales
(incumplimiento, caso fortuito, imposibilidad absoluta en la
ejecución, etcétera). La renuncia anticipada al desahucio y la
omisión de toda referencia sobre la época de terminación del
contrato plantean otros problemas. Si lo anterior ocurriera, en el
silencio de las partes podrá invocarse el desahucio (elemento de
la naturaleza del contrato y esencial para fijar el origen del
vínculo). Sobre la renuncia anticipada regirán las normas
generales y la relación terminará por los modos de extinguir que
procedan, excluido el desahucio. Reiteremos que, en todo
contrato de tracto sucesivo, salvo estipulación expresa en
contrario, debe entenderse incorporado el derecho de ponerle
término mediante el desahucio, el cual podrá hacerse valer, como
se dijo, acatando las exigencias que hayan impuesto los
contratantes al momento de perfeccionarse el consentimiento, si
las hubiere. Fundamos esta premisa en el hecho de que no
puede legitimarse, sin una disposición contractual expresa, un
lazo jurídico permanente e indisoluble, cuando las prestaciones
deben ejecutarse a lo largo del tiempo. Ello atentaría contra la
autonomía privada y la libre circulación de los bienes, ambos
principios jurídicos fundamentales en materia contractual. En
consecuencia, si se renuncia anticipadamente a la facultad de
desahuciar un contrato de tracto sucesivo (sin perjuicio de
desconocer tal carácter), deberán las partes someterse a los
principios jurídicos generales, entendiendo que la vinculación
contractual deberá concluir de la manera que se haya previsto
(cumpliéndose los presupuestos consignados al contratar). En el
supuesto anterior, la forma en que se vinculan las partes puede
prestarse para la consumación de fraudes o simulaciones. Así
sucedió a propósito de las parcelas CORA (Corporación de la
Reforma Agraria), asignadas a trabajadores agrícolas, al ponerse
fin a la denominada "Reforma Agraria", hacia el año 1974. Estos
predios eran intransferibles de acuerdo a la ley, impedimento que
se eludía mediante arrendamientos por 99 años, estipulándose
una renta de arrendamiento ínfima que se pagaba en su totalidad
al suscribirse el contrato y doblegando la voluntad del arrendador
mediante dádivas atractivas. En tal supuesto, puede atacarse el
acto por otros medios, como simulaciones, fraude a la ley, error,
dolo, etcétera. Podría sostenerse también que la renuncia
anticipada al desahucio es nula por infringir la libre circulación de
los bienes, mandato que constituye un principio de "orden
público" en el marco de una economía libre. Desestimamos la
fuerza de esta argumentación, ya que la relación, en el caso
propuesto, como se dijo en lo precedente, puede terminar por
otros medios, de manera que se atenúan las trabas que impiden
el intercambio de bienes y servicios. Finalmente, podría pensarse
que la renuncia anticipada al desahucio es un derecho
irrenunciable, puesto que no mira el "interés individual del
renunciante", como lo exige el artículo 12 del Código Civil, sino el
interés general de la sociedad. Lo que señalamos se funda en la
afectación del principio ya enunciado sobre la libre circulación de
los bienes, ya que una relación jurídica permanente, de difícil
disolución, entraba el comercio y cautiva el derecho de libre
disposición de bienes. En todo caso dejemos a salvo la
advertencia de que pueda desconocerse a un contrato su
carácter de "tracto sucesivo" por el solo hecho de renunciar
anticipadamente al desahucio, la revocación o retracto.

xi) Esta categoría contractual ha dado lugar a demandar —por


sus partidarios— la incorporación de la "teoría de la imprevisión"
al ordenamiento jurídico nacional. No es difícil descubrir las
ventajas que ofrece el contrato de tracto sucesivo para estos
efectos, si se tiene en consideración que las prestaciones pueden
mantenerse por largos espacios de tiempo sin alteraciones
sustanciales, lo cual hace factible un cambio de las condiciones
en que se despliega la relación contractual. Incluso más, algunos
autores han delimitado el campo de la acción de la teoría de la
imprevisión exclusivamente a este tipo de contratos. De la
manera señalada, como se aludió en lo precedente, se sustituye
el principio "pacta sunt servanda" por el principio "rebus sic
stantibus", sustentando con el primero la intangibilidad del
contrato y, con el segundo, la preponderancia de las
circunstancias predominantes al momento de celebrarlo. Dicho de
otro modo, algunos autores entienden que todo contrato se
celebra en el marco de una realidad fáctica, cuya alteración
repercute en su exigibilidad y validez. El esfuerzo indicado,
comoquiera que sea, tropezará con el desahucio, lo cual hace
innecesario cualquier otro medio de revisión del contrato.14 Si,
como hemos postulado, en los contratos de tracto sucesivo se
entiende incorporado (como elemento de la naturaleza del
contrato), la facultad de desahuciarlo, las prestaciones periódicas
quedarán sujetas a lo estipulado por los contratantes y, en su
silencio, a lo que disponga la ley. Así las cosas, la teoría de la
imprevisión carece de todo sustento.

xii) Como lo adelantamos, resulta discutible el efecto de la


nulidad tratándose de contratos de tracto sucesivo. Cabe
preguntarse si es posible demandar la nulidad de un contrato
agotado por efecto de su cumplimiento, cuyos derechos y
obligaciones se hallarían, por consiguiente, extinguidos (lo cual
ocurriría respecto de cada obligación periódica renovada). En
otras palabras, si se aviene con esta categoría contractual el
efecto retroactivo de la nulidad (artículo 1687 del Código Civil). A
este respecto, reconociendo que la materia es discutible, nos
hemos inclinado por rechazar los efectos de la nulidad en lo que
dice relación con las prestaciones ya ejecutadas. Es cierto que
puede anularse (al decir de algunos autores) un contrato agotado
por su cumplimiento. Empero, habida consideración de la
naturaleza del contrato de tracto sucesivo, resulta preferible dejar
a firme lo obrado, y aplicar los efectos de la nulidad solo hacia el
futuro. No se anticipa, tampoco, un resultado muy disímil, puesto
que, aceptando la tesis contraria, por obra de las prestaciones
mutuas, los resultados materiales no difieren sustancialmente.15
En lo demás nos remitimos a lo ya expuesto.

xiii) En el evento de que sobrevenga un caso fortuito, el contrato


se extinguirá por la imposibilidad en la ejecución (pérdida de la
cosa que se debe), salvo que el caso fortuito afecte solo a la
prestación hecha exigible y haga posible las siguientes. En el
supuesto indicado, la extinción alcanzaría a la prestación
impedida, pero no a las siguientes. Tampoco es esta una
afirmación pacífica. ¿Cuántas prestaciones deben dejar de
cumplirse para demandar la terminación del contrato si no hay
acuerdo entre las partes? ¿Cuál es la medida del incumplimiento
que tiene como antecedente la imposibilidad en la ejecución?
Ingresamos, entonces, a un ámbito muy relativo y difícil de
sortear. La única solución posible es fundar la terminación en la
magnitud del daño causado a la víctima del incumplimiento,
puesto que nadie puede ser obligado a sufrir un perjuicio
continuado que no tiene responsable y que era probable evitar.
En tal supuesto, la interrupción en el cumplimiento, cuando
acarrea un daño manifiesto y grave, dará derecho a reclamar la
terminación del contrato. A la inversa, se desestimará tal
pretensión cuando el acreedor no sufra daño o este sea de menor
o ínfima importancia. La solución que proponemos se funda en la
necesidad de integrar un contrato cuando este y el derecho que
lo rige no regula la situación descrita. Por lo tanto, corresponde
aplicar en la especie lo prevenido en el artículo 24 del Código
Civil invocando, para resolver este problema, la analogía, los
principios generales de derecho y, finalmente, la equidad natural.
Esta materia será tratada en detalle en la última parte de este
estudio. Excluimos de esta solución aquellos casos en que la
imposibilidad de cumplimiento, por su naturaleza, afecta
exclusivamente a una o más prestaciones perfectamente
determinadas, ya que, aplicando el principio de la subsistencia de
los contratos, deberá preferirse la continuidad del mismo y la
irresponsabilidad del deudor respecto de las prestaciones no
ejecutadas. Más fácil resulta poner término al contrato cuando
sobreviene el incumplimiento de una o más prestaciones. Dicha
determinación debe ser adoptada por el acreedor, quien es, en
última instancia, el que deberá medir los daños que le afectan.

xiv) Los contratos de tracto sucesivos pueden ser "típicos" o


"atípicos", atendiendo a la reglamentación jurídica de los
mismos. La voluntad de los contratantes en cada uno de ellos
difiere ostensiblemente. En los primeros se aplicarán las normas
legales, sea por mandato imperativo de la ley (disposiciones de
orden público), o como expresión supletoria de la voluntad de las
partes. Tal ocurre, por ejemplo, con los contratos de suministro de
servicios públicos reglamentados en leyes especiales en
resguardo de los intereses del consumidor. En los segundos
(atípicos), impera plenamente la voluntad de las partes en virtud
del principio de libertad contractual. Lo que interesa destacar es
el hecho de que, respecto de ciertos bienes y servicios, las
normas legales que los regulan son de "orden público",
predominando en ellos, además, la figura del contrato forzoso y
por adhesión. Es lo que sucede, como se destacó, con cierto tipo
de prestaciones masivas, relacionadas con los servicios públicos
básicos. Jorge López Santa María introduce una interesante
distinción en relación con los contratos atípicos: "La doctrina
extranjera —comenta— clasifica los contratos atípicos desde
varios puntos de vista. Aquí nos limitaremos a distinguir los
contratos atípicos propiamente tales de los contratos atípicos
mixtos o complejos. Los primeros son los contratos inéditos, en
el sentido que en nada o casi nada corresponde a los regulados
por el legislador en códigos o leyes especiales. Los segundos son
una combinación de dos o más contratos reglamentados en la ley.
Son contratos atípicos propiamente tales, por ejemplo, el contrato
de tiempo compartido para el acceso a inmuebles en zonas
turísticas o de recreo, los contratos informáticos y numerosos
contratos bancarios, el franchising, el know-how y el
engineering. Son en cambio, contratos mixtos o complejos, v.gr.,
el contrato de hotelería u hospedaje que, simplificando las cosas,
es una mezcla de arrendamiento del goce de un recinto
(habitación para el alojamiento), de arrendamiento de servicios
materiales (el aseo, de la alimentación) y de depósito (del
equipaje). Así, el contrato de coche cama es un contrato de
transporte por ferrocarril a larga distancia, al que va unido el
hospedaje en un pequeño dormitorio dispuesto especialmente en
un vagón del tren. Así, el leasing con frecuencia se analiza con
un arrendamiento con promesa u opción de compra".16 El
comentario trascrito abre nuevas perspectivas sobre la regulación
legal de los contratos. En ellos no cabe solo considerar su
reglamentación legal sino, también, su complementación con
otros contratos que, si bien no están referidos directamente al
contrato que suscita el conflicto, tienen, a lo menos, un
parentesco regulatorio inocultable. Esta materia debe analizarse a
propósito de la integración contractual, puesto que su análisis
permite allegar otras disposiciones a su regulación. Por ahora
concluyamos que una larga serie de contratos, que resultan de
combinar contratos típicos, permite enriquecer el material
normativo que rige los contratos atípicos.

xv) Finalmente, hemos observado que al contrato de tracto


sucesivo se superpone y condiciona el cumplimiento de otra
relación jurídica (como la compraventa en el contrato de
suministro continuo, o la constitución de un derecho de uso y
goce como en el arrendamiento de cosa, o la confección de una
obra material en el arrendamiento de servicios). Se trata,
entonces, de una modalidad muy especial que determina la forma
en que se cumple la prestación en ciertos contratos.17 No se
trata de una "superposición contractual", en la que confluyen dos
o más relaciones jurídicas, sino de una manera especial de dar
cumplimiento a una prestación. Lo que sí resulta determinante es
constatar que siempre, invariablemente, el contrato de tracto
sucesivo apunta a la ejecución de otra prestación, derivada de
una obligación que obedece a la ejecución de un contrato que se
cumple de esta forma especial. No se pondera en el contrato de
tracto sucesivo el contenido de la prestación, sino la oportunidad
y forma en que aquella debe ejecutarse y la exigibilidad de la
misma.

Podríamos concluir, atendiendo a las características que hemos


atribuido al contrato de tracto sucesivo, señalando que interesa
destacar que este no es más que la forma de dar vida a un cierto
tipo de relaciones jurídicas, alterando formalmente la ejecución de
la prestación. El contrato de tracto sucesivo es mucho más que
una especie entre los contratos de prestaciones futuras. Lo que
resulta esencial en su estructura y naturaleza es el hecho de que
las obligaciones que este genera se vayan extinguiendo y
renovando periódica y sucesivamente sin necesidad de la
manifestación de voluntad formal de las partes. No hay, por lo
tanto, un objeto unitario y global que comprenda todas las
prestaciones a que dará lugar en definitiva este tipo de
contratación (ni siquiera, en la mayor parte de los casos, puede
pronosticarse su extensión en el tiempo). Mirado desde otro
ángulo, parece asignarse a la voluntad un rol especial y
protagónico, ya que basta el consentimiento original para que
este siga surtiendo efecto, sin perjuicio de cláusulas de
actualización destinadas a corregir distorsiones significativas (es
frecuente encontrar, por ejemplo, contratos de arrendamiento en
que se pacta el precio en Unidades de Fomento o en moneda
extranjera, anticipándose los contratantes a las fluctuaciones
monetarias). Lo señalado es claramente indicativo de que el
tracto sucesivo admite estipulaciones llamadas a actualizar sus
disposiciones, lo cual hace más útil su existencia.

Resta precisar si el contrato de tracto sucesivo es un contrato


de prestaciones futuras o tiene rasgos propios que lo
independizan de los contratos de ejecución diferida y ejecución
parcializada. Dicho de otro modo: ¿cabe considerar el contrato de
tracto sucesivo como una especie dentro del género del contrato
de ejecución diferida o ejecución parcializada, o bien pertenece a
una tipología propia que se basta a sí misma?

A nuestro juicio, no corresponde considerar el contrato de tracto


sucesivo como un contrato de ejecución diferida o parcializada,
atendiendo a sus características esenciales.
Lo fundamental en el tracto sucesivo, en el plano externo,
radica en que cada subprestación tiene vida independiente y un
objeto limitado solo para el cumplimiento de la señalada
subprestación. Lo que lo tipifica, en consecuencia, es el hecho de
que, al cumplirse la respectiva obligación surge, en ese
momento y no antes, una nueva obligación como si se hubiere
pactado en dicho instante. En el plano interno, parece hallarse
envuelto otro contrato cuya prestación se ajusta a la modalidad
del tracto sucesivo, alterando sustancialmente la ejecución de la
prestación y la determinación de su contenido.

En este tipo de contrato, lo que nos parece más original y


llamativo es precisar si el cumplimiento de la obligación actual
(inmediatamente pendiente) es requisito para el nacimiento de la
obligación futura. En otros términos, si el contrato de tracto
sucesivo exige para el surgimiento de la obligación futura el
cumplimiento de la obligación pendiente. Salvo disposición
expresa que regule esta situación (como ocurre en el
arrendamiento), creemos que efectivamente, para que funcione el
tracto sucesivo, debe agotarse (en tiempo y forma) la obligación
pendiente, y de ello dependerá el nacimiento de las obligaciones
futuras. Así las cosas, nos hallamos ante un contrato que surte
efecto solo en la medida que se cumplan las obligaciones
pendientes. No basta, entonces, con la disposición de mantener
la relación. Es necesario dar una demostración objetiva que
consiste en el cumplimiento de la obligación contraída y de allí el
resurgimiento de las obligaciones subsecuentes.

Lo anterior contrasta con los llamados contratos de ejecución


diferida o parcializada, por cuanto en estos últimos, el objeto es
uno, pero se satisface parcialmente mediante prestaciones
fraccionadas preestablecidas que, en conjunto, conforman el
objeto previsto en el contrato.
En síntesis, el contrato de tracto sucesivo es una figura
independiente, autónoma, con rasgos originales, cuya regulación
no puede confundirse con los contratos de prestaciones futuras.
La pauta la marcan la voluntad y el objeto. Ambos elementos
independizan esta categoría de otras remotamente semejantes,
como ocurre con el contrato de ejecución parcializada y de
ejecución diferida. Más claramente, el tracto sucesivo supone
prestaciones limitadas, prefijadas, que se van devengando a
medida que el contrato se cumple y se renueva por períodos
sucesivos e indeterminados como consecuencia del cumplimiento
de aquellas obligaciones que se hacen exigibles. Si cada
prestación, como se dijo, es independiente y, en cierta medida
autónoma, el objeto del contrato de tracto sucesivo no presenta
mayores dificultades, pero con la salvedad de que, para el
nacimiento de una obligación futura debe haberse dado
cumplimiento a la obligación pendiente y exigible. Desde este
punto de vista, si bien es cierto que cada prestación tiene vida
propia, existe un enlace o atadura contractual, puesto que para
que el tracto sucesivo siga operando será necesario que se dé
cumplimiento a la prestación pendiente (anterior a la exigibilidad
de la prestación futura). Es aquí, precisamente, donde se
evidencia la singularidad del tracto sucesivo.

Lo anterior explica la intervención del legislador destinada, no


pocas veces, a evitar una ruptura abrupta de este tipo de
relaciones. Al respecto puede citarse, por vía de ejemplo, la
llamada "tácita reconducción", en el contrato de arrendamiento,
reglamentada en el artículo 1956 del Código Civil. Se presenta,
en este caso, un contrato terminado por desahucio, o de cualquier
otro modo, que se renueva temporalmente, tratándose de una
cosa raíz, por el solo hecho de haberse pagado las rentas de
arrendamiento de cualquier espacio de tiempo subsiguiente a la
terminación, o cuando ambas partes hubieren manifestado por
cualquier otro medio, igualmente inequívoco, su intención de
perseverar en el arrendamiento. En tal supuesto, por mandato de
la ley "se entenderá renovado el contrato bajo las mismas
condiciones que antes, pero no por más tiempo que el de tres
meses en los predios urbanos y el necesario para utilizar las
labores principiadas y coger los frutos pendientes en los predios
rústicos, sin perjuicio de que a la expiración de este tiempo vuelva
a renovarse el arrendamiento de la misma manera". De lo
comentado resulta fácil deducir que existe un interés manifiesto
de la ley por evitar la destrucción del vínculo contractual de modo
demasiado brusco, dándole a las partes la posibilidad de
mantenerse contractualmente enlazadas a pesar de la
terminación del vínculo.

Sin necesidad de forzar las cosas, es dable afirmar, entonces,


que quien celebra un contrato de tracto sucesivo expresa su
voluntad en orden a cubrir con ella todas las prestaciones que se
vayan haciendo exigibles a través del tiempo mientras no opere
un modo de extinguir las obligaciones. Por lo mismo, el tracto
sucesivo, en función de la economía contractual, abre la
posibilidad de asegurar una serie de prestaciones sin necesidad
de recontratar y asegurar la subsistencia del vínculo a medida
que vaya operando la relación. Salvo muy calificadas
excepciones las partes son soberanas para regular este tipo de
contratación. En materia de arrendamiento de predios urbanos,
por ejemplo, los derechos allí contemplados (Ley Nº 18.101) son
irrenunciables, pero en lo no previsto en dicha ley cobra su
vigencia plena el Código Civil (artículo 1º).

A partir de estas ideas es posible caracterizar otras figuras


contractuales semejantes, como ocurre con el contrato de
suministro continuo de habitual celebración.

A modo de conclusión digamos que el tracto sucesivo tiene una


singular importancia por varias razones, que bien merecen
destacarse. Estos contratos nacen, ya sea del mandato de la ley,
ya de la voluntad de las partes y pueden —como se dijo— mutar
su naturaleza, de manera que un contrato de ejecución
instantánea puede transformarse en de tracto sucesivo o este
último en uno de ejecución instantánea o ejecución parcializada,
incluso, de suministro (como se verá más adelante); cada
prestación en esta tipología contractual extingue el vínculo, pero
este se renueva sin necesidad de la intervención de las partes,
automáticamente, y al margen de la voluntad actual de los
participantes (lo que llamamos "resurrección" contractual porque
el vínculo se extingue y renueva continuamente a medida que se
va desarrollando el contrato); el desahucio por medio del cual se
pone fin a un contrato de tracto sucesivo por voluntad unilateral
de las partes es un elemento de la "naturaleza" del mismo (pero
esencial para los efectos de darle su propia fisonomía, como se
explicó precedentemente), sin perjuicio de las modificaciones y
complementos que pueden introducirle los interesados en
ejercicio de la autonomía privada; todo contrato de tracto
sucesivo envuelve otra relación jurídica, ya que su existencia
apunta solo a la forma en que debe hacerse efectiva la
prestación, en consecuencia en este tipo de contrato subyace una
compraventa, o una donación, o una renta vitalicia, etcétera. De
lo dicho se sigue que en la mayoría de los casos se combinan los
contratos para obtener los efectos que procuran las partes. Por
último, el contrato de tracto sucesivo no expresa ni da cuenta del
contenido de la prestación, sino solamente de la oportunidad en
que se hace exigible y debe cumplirse lo estipulado en el contrato
subyacente.

6. Contratos de suministro continuo

En la vida económica, en especial, es frecuente encontrar la


manera de asegurarse que se contará oportunamente con ciertos
insumos indispensables para la ejecución de una obra o la
satisfacción de necesidades de exigencia periódica o
permanente. Se procura, entonces, establecer una fórmula
jurídica que satisfaga este requerimiento. Lo que interesa a las
partes es la certeza de contar con determinados bienes con una
cierta seguridad a través del tiempo, sin comprender en ello
partidas que pueden exceder sus necesidades.

Si el suministro se conviene por un plazo determinado nos


hallaremos ante un contrato de ejecución parcializada, ya que las
partes convendrán en que el objeto del mismo se cumplirá
mediante el pago de partidas previamente fijadas que, en
conjunto (sumadas todas ellas), conformarán el objeto de la
obligación. Más claro aún, si se estipula el número de partidas y
el contenido de cada una de ellas, especificándose la oportunidad
en que deben ponerse a disposición del pretensor, no cabe duda
de que la totalidad de las mismas representa el objeto de la
obligación y la forma en que deberá cumplirse. Así, por ejemplo,
si se conviene en que el proveedor entregará cada semana al
usuario 50 metros de cable eléctrico (de ciertas medidas y
características) durante seis meses, al cabo de 24 semanas se
deberán entregar 1.200 metros, siendo esta última cantidad del
objeto de la obligación. Puede ocurrir que la entrega fraccionada
del objeto se proyecte en beneficio del proveedor o del
consumidor, o de ambos, lo cual determinará uno de sus efectos
importantes. Como puede constatarse, el objeto se precisará en
atención al número de prestaciones o, bien, al tiempo durante el
cual deberá ejecutarse la obligación. Pero en ambos casos es
posible describir y fijar dicho objeto, dando origen a un contrato
de ejecución parcializada.

Pero no sucederá lo mismo si se trata de un suministro continuo


que no se extiende por un plazo fijo y determinado ni a un
espacio de tiempo definido. De aquí arranca, a nuestro juicio, la
singularidad de este y su importancia actual. Siguiendo el ejemplo
anterior, se asume la obligación de suministrar semanalmente 50
metros de cable eléctrico, pero sin que ello quede circunscrito a
un cierto plazo de extensión. En este supuesto, el objeto existe,
se va incrementando semanalmente, pero sin precisarlo al
momento de perfeccionarse el contrato, ni posteriormente durante
su ejecución. No puede sostenerse que en este evento nos
hallamos ante un contrato de "ejecución parcializada" porque este
exige la determinación precisa del objeto y el período de tiempo a
que se extenderán las prestaciones (suministros) parciales que
deben ejecutarse. Así las cosas, esta figura contractual tiene un
objeto prioritario para el suministrado —la seguridad de que
contará con los insumos necesarios para el desarrollo de sus
actividades— y para el suministrador que conocerá con
antelación la demanda de sus clientes.

Es dable preguntarse, si suspendido por una de las partes la


continuidad de la relación, sin comunicarlo con una cierta
anticipación (desahucio), incurrirá en responsabilidad aquel que
causa un perjuicio susceptible de evitarse con un mínimo de
diligencia y cuidado. A nuestro juicio, sin duda existirá
responsabilidad, pero, para que tal ocurra, será necesario un
grupo de antecedentes que revelen que era perfecta y
racionalmente previsible la continuidad y proyección de la relación
en el tiempo. En otras palabras, que el suministrador o el
suministrado, según sea el caso, haya obrado con indicios claros
que hacían prever que el vínculo contractual no se interrumpiría.

Huelga la pregunta sobre cuál es la naturaleza de este contrato,


lo que resultará a la postre decisivo para fijar su estatuto jurídico.
Sostenemos nosotros que el contrato de suministro continuo
deviene en contrato de tracto sucesivo. La aplicación del
contrato revela que la ejecución de las prestaciones periódicas
extingue la obligación y simultáneamente la renuevan abriendo
espacio a su prolongación en el tiempo. Lo anterior siempre y
cuando no se formule manifestación expresa o tácita de voluntad
en contrario, lo cual implica el desahucio del contrato.

O sea, opera el mismo mecanismo analizado a propósito de los


contratos de tracto sucesivo, mencionados en las páginas
precedentes. De más está decir que el tracto sucesivo tiene como
fundamento normativo un elemento de carácter convencional,
cuya extensión temporal dependerá, en definitiva, de la voluntad
e intención de las partes. En este tipo de contratación el silencio
de los contratantes es constitutivo de expresión de voluntad en
orden a que la convención sigue vigente y produciendo sus
efectos, siempre que los hechos y circunstancias que la rodean
sean indicativos de tal propósito y permitan razonablemente
presumirlo. Aquí reside, a nuestro entender, el problema
fundamental. Mientras el contrato no se termine por voluntad de
las partes o se declare judicialmente terminado, las prestaciones
periódicas continúan siendo exigibles en forma indefinida y en los
mismos términos originalmente pactados. Por consiguiente, el
cumplimiento de la prestación extingue y genera, paralelamente,
ambas obligaciones, la que muere y la que nace. De lo señalado
se desprende que cobran una importancia especial las causales
de terminación que ponen fin a las obligaciones periódicas.

Así las cosas, a los contratos de suministro continuo se les


aplicarán las normas que gobiernan los contratos de tracto
sucesivo. Por ende, lo que caracteriza los contratos de suministro
continuo es la ausencia de un acuerdo formal previo sobre su
vigencia y la aceptación tácita de las prestaciones periódicas que
se realizan.

Lo señalado, como es obvio, da a este tipo de contratación una


inevitable inestabilidad, ya que cualquiera de las partes puede
ponerle fin, salvo que existan antecedentes concluyentes de los
que se derive la exigencia de una obligación pendiente. Podría
decirse de esta especial tipología contractual, que el suministro
continuo exhibe una manifiesta "levedad", por cuanto está
expuesto a ponérsele fin por mera voluntad de suministrador o
suministrado, sea porque se altera cualquier elemento de la
convención (precio, oportunidades de entrega, obstrucción de la
competencia u otras circunstancias), o se afecta de uno u otro
modo los intereses de las partes. Lo anterior, insistimos, sin
perjuicio de las estipulaciones de los contratantes en el sentido de
dar una cierta continuidad a esta relación, lo cual redunda en la
necesaria estabilidad que requieren determinadas actividades.

En definitiva, lo que hace conflictiva esta figura radica en la


terminación del contrato, porque la decisión de ponerle fin deberá
acreditarse y fundarse en manifestaciones que razonablemente la
justifiquen. Incurre en responsabilidad el contratante que ejecuta
actos equívocos —positivos o negativos—, encaminados a
confundir a su contraparte o permite conscientemente que se
mantengan las erradas proyecciones del contratante lesionado.

Para justificar nuestra afirmación basta representarse el hecho


de que exista responsabilidad "precontractual". Con mayor razón,
entonces, deberá admitirse una responsabilidad contractual
nacida a la luz de un error, si bien no estimulado por la parte del
que pone fin a la relación, al menos pasivamente tolerado. En
otros términos, la responsabilidad tiene origen en el contexto
general en que se desarrolla esta relación, cuando todo indica
que las obligaciones subsisten, pero ellas son repudiadas por una
u otra parte.

Concluimos, por consiguiente, que la terminación unilateral del


suministro puede afectar la responsabilidad de las partes. Con
todo, cabe reiterar, como se señaló precedentemente, que deben
existir suficientes antecedentes de los cuales se desprenda, a lo
menos, un proyecto de acuerdo previsible de continuidad. No hay
duda, por lo tanto, que puede incurrirse en responsabilidad
contractual por una u otra parte. Si la terminación o suspensión
del suministro —ya ordenada por el juez o aceptada por los
contratantes— tuvo por objeto causar daño a la otra parte o
deriva de un comportamiento culposo, se infringirá el deber de no
causar daño a nadie (artículo 2329 del Código Civil),
configurándose un ilícito civil. Conviene advertir que no estamos
optando por un determinado estatuto jurídico de responsabilidad
(cúmulo u opción), por cuanto el hecho en que se funda la
responsabilidad no nace del contrato sino de la circunstancia de
valerse del suministro continuo para provocar el perjuicio. La
responsabilidad no la desencadena el incumplimiento, sino el
daño. Lo anterior, por cierto, en el evento de que el vínculo
contractual se declare previamente terminado. Si bien es cierto
que, en tal supuesto, prevalecerá la responsabilidad contractual,
la reparación del daño causado estará en directa relación con la
extinción del vínculo.

No escapará al lector el hecho de que esta materia está


íntimamente ligada a la regulación de la libre competencia,
atendidas las normas sobre barreras de entrada y funcionamiento
del mercado, lo cual transforma el contrato de suministro continuo
en un instrumento de uso habitual.

La mayoría de los autores se refiere al suministro continuo con


otra visión. Se trataría de una forma particular de ejecutar las
obligaciones que impone el contrato, comprometiéndose un
cumplimiento periódico y parcial del objeto debido. La finalidad
que se perseguiría consiste en asegurar el abastecimiento
mediante el cumplimiento parcial del objeto de la obligación. La
particularidad indicada en nada difiere de los contratos de
ejecución parcializada según se desprende de lo señalado en las
páginas precedentes. De aquí nuestro desacuerdo y el intento de
configurar una especie contractual diferente. Así, por ejemplo,
Barbero escribe:

"I.- Las cosas suministradas deben ser entregadas a los vencimientos


debidos: los cuales pueden ser previamente establecidos en el
contrato, y en tal caso se presume pactado en interés de las dos
partes, de manera que ni la una puede exigir ni la otra imponer una
entrega fuera del plazo, anticipada o retrasada: o puede remitirse a la
determinación del acreedor del suministro mismo, en cuyo caso tiene
él que comunicar al suministrante las fechas predeterminadas,
mediante un oportuno preaviso (art. 567).

II.- El pago, cuando el suministro tiene carácter periódico, debe


efectuarse en el acto de las prestaciones singulares, y por el monto
de ellas; cuando el suministro es de carácter discontinuado, a los
vencimientos de uso (art. 1562).

III.- a) No cumpliendo una parte o alguna de las prestaciones en que


subdivide la ejecución, si este incumplimiento es de notable
importancia y tal que menoscabe la confianza en la exactitud de los
cumplimientos siguientes, la otra parte puede pedir la resolución del
contrato, con las consecuencias del caso (art. 1564).

b) Si el incumplimiento es de leve entidad y proviene de aquel que


tiene derecho al suministro, la otra parte, no sólo no puede resolver el
contrato, sino que no puede siquiera, sin un oportuno preaviso,
suspender la ejecución de las prestaciones ulteriores (art. 1565)".18

Hemos trascrito la descripción anterior porque da cuenta de una


convención que no ofrece más novedades que la forma en que
debe operar el cumplimiento de un contrato en que el objeto de la
obligación se satisface mediante prestaciones singulares que en
conjunto conforman el objeto de la obligación. No se advierte
ninguna diferencia fundamental con los contratos de cumplimento
parcializado. Lo peculiar en los contratos de suministro continuo
se relaciona con su perfeccionamiento y ejecución. En ellos el
consentimiento se forma, al menos respecto de las prestaciones
futuras, por la voluntad tácita de las partes, y mientras se
ejecutan, a pesar de no existir estipulación expresa, las
obligaciones se reproducen indefinidamente. Por lo mismo, el
suministro continuo propiamente tal se asimila al contrato de
tracto sucesivo, lo cual importa sostener que se sujeta a igual
estatuto jurídico. Con lo dicho queda en evidencia que la ventaja
de este tipo de contratación radica en la seguridad que gana el
acreedor respecto del abastecimiento que demandan sus
necesidades.

El estudio de los contratos analizados en el presente capítulo


tiene por objeto fijar el estatuto jurídico a que deben someterse y
los rasgos característicos que ofrece cada uno de ellos.

C. E

Recordemos que bajo esta denominación hemos considerado


seis tipos diversos de prestaciones futuras: prestaciones diferidas
por voluntad de las partes; prestaciones diferidas por disposición
legal; prestaciones diferidas por sentencia judicial; prestaciones
diferidas en razón del objeto material de la obligación;
prestaciones provenientes de los contratos de tracto sucesivo; y
prestaciones provenientes de contratos de suministro continuo.

Como puede observarse, son numerosos los casos en que al


perfeccionamiento del contrato no le sigue la ejecución inmediata
e íntegra de lo convenido, lo cual determina un sinnúmero de
consecuencias y efectos susceptibles de analizarse
sistemáticamente. Si nos fuera dable investigar la conflictividad
que deriva de este tipo de contratos, se constataría que ellos
suscitan un porcentaje muy significativo de los juicios en actual
tramitación.

1. Obligación diferida por voluntad de las partes


o en virtud de una disposición legal

Trataremos en conjunto ambos tipos de obligaciones por cuanto


obedecen a un estatuto común.

Comencemos por reconocer que hablamos de "obligación a la


deuda", o sea, de la determinación de la persona que se obliga
ante el acreedor, sin perjuicio de las relaciones y obligaciones que
proceden entre los codeudores (contribución a la deuda).

Desde luego, estas obligaciones están referidas a un objeto


divisible, susceptible de pagarse naturalmente por parcialidades
en la forma convenida por las partes o dispuesta en la ley.
Quedan excluidas todas las obligaciones de objeto materialmente
indivisible en las cuales no es posible cumplir por partes o en
cuotas. Dicha indivisibilidad puede disponerse en la ley en forma
excepcional. Por vía de ejemplo, se hallan consideradas en los
numerales 1, 2, 3, 5 y 6 del artículo 1526 del Código Civil (la
acción hipotecaria o prendaria se dirige contra aquel de los
codeudores que posea, en todo o en parte, la cosa hipotecada o
empeñada; si la deuda es de una especie o cuerpo cierto, aquel
de los codeudores que lo posea es obligado a entregarlo; aquel
de los codeudores, por cuyo hecho o culpa se hizo imposible el
cumplimiento de la obligación, es exclusivamente responsable de
todo perjuicio al acreedor; si se debe un terreno, o cualquier otra
cosa indeterminada, cuya división ocasionare grave perjuicio al
acreedor, cada uno de los codeudores podrá ser obligado a
entenderse con los otros para el pago de la cosa entera; y cuando
la obligación es alternativa, si la elección es de los acreedores,
deben hacerla todos de consuno, y si es de los deudores, deben
hacerla también de consuno todos ellos). Las llamadas
excepciones a la divisibilidad constituyen, sin duda, el capítulo
más importante en lo que dice relación con la ley y la divisibilidad
del pago de las obligaciones.

Desde luego, puede distinguirse, entre los casos contemplados


en la ley (artículo 1526), aquellos en que la indivisibilidad es
consecuencia de la materialidad del objeto de la obligación
(Nºs. 1, 2 y 5), y aquellos en que la indivisibilidad tiene origen en
la conducta y actividad de los interesados (Nºs. 3, 4 y 6). En
todas ellas se confieren derechos en favor del sujeto activo de la
obligación (pretensor), quien puede exigir la totalidad de lo
debido, a cualquiera de los obligados, por el solo hecho de estar
así previsto en el mandato normativo.

Surge, entonces, una pregunta necesaria: ¿son renunciables los


derechos que le confieren al acreedor los seis numerales del
artículo 1526? A nuestro juicio, son renunciables los derechos
que nacen del numeral 3º (porque corresponde a una obligación
que pueden asumir en conjunto los demás codeudores sin alterar
la naturaleza de la relación); del numeral 4º (por la misma razón,
al no quedar excluida la voluntad de los interesados, sin perjuicio
de las excepciones contempladas en favor del acreedor); y del
numeral 5º (porque el elemento que determina la indivisibilidad es
de libre apreciación de las partes). En las restantes tres hipótesis
contenidas en esta disposición (artículo 1526), no es posible
alterar la regulación legal por cuanto se desnaturaliza lo esencial
del mandato legal y su eficiencia práctica en desmedro del orden
público. Se trata, entonces, de una disposición en favor del
acreedor para asegurar el cumplimiento de una obligación que se
vería afectada por la divisibilidad de la prestación pendiente. Así,
por vía de ejemplo, puede el deudor y el acreedor pactar que la
indivisibilidad de que trata el numeral 4º del artículo 1526 operará
solo en vida del deudor, pero en el evento de su muerte la
obligación deberá servirse como simplemente conjunta, entre
todos sus herederos. No se afecta, con este pacto, ningún
derecho consagrado en función del interés general. Lo propio
puede decirse de los demás casos mencionados en lo que
antecede.

Varias disposiciones legales, además, regulan el acuerdo


relativo al pago fraccionado de las prestaciones adeudadas, pero
en favor, esta vez, del deudor. En nuestro Código Civil, cabe citar
lo que dispone el artículo 1792-21 referido al pago del crédito de
participación en los gananciales. Si el pago en dinero "causare
grave perjuicio al cónyuge deudor o a los hijos comunes, y ello se
probare debidamente, el juez podrá conceder plazo de hasta un
año para el pago del crédito". Para evitar que la cantidad
respectiva se desvalorice, ella se expresará en unidades
tributarias mensuales.

El artículo 1569 del Código Civil, a propósito del pago efectivo


en general dispone: "El pago se hará bajo todos respectos en
conformidad al tenor de la obligación, sin perjuicio de lo que en
casos especiales dispongan las leyes. El acreedor no podrá ser
obligado a recibir otra cosa que lo que se le deba ni aun a
pretexto de ser de igual o mayor valor la ofrecida". Como puede
comprobarse, se reafirma el principio "pacta sunt servanda", base
fundamental del derecho contractual, recogido en el artículo 1545
del Código, según el cual todo contrato válidamente celebrado es
ley para los contratantes. Si las partes han convenido que el pago
se hará por cuotas, fraccionando el objeto de la obligación, deben
las partes someterse a esta modalidad. Inciden en la materia,
además, los artículos 1570, 1592 y 1593, todos los cuales se
sustentan en la hipótesis del fraccionamiento de la obligación. El
mencionado artículo 1569 del C.C. se remite a las disposiciones
de la ley en los casos especiales en que se ordene un
cumplimiento fraccionado. Finalmente, ratifica lo que señalamos
lo que expresa el artículo 1591 del mencionado Código Civil,
según el cual "El deudor no puede obligar al acreedor a que
reciba por partes lo que se le deba, salvo el caso de convención
contraria; y sin perjuicio de lo que dispongan las leyes en casos
especiales". En otras palabras, el pago debe ser íntegro, salvo
cuando las partes han convenido en fraccionarlo o cuando ello se
desprende del mandato legislativo, como ocurre en el artículo
1792-21 antes trascrito.

Surgen, a propósito de esta modalidad, varias cuestiones del


mayor interés.

Desde luego, debemos definir si la obligación es una o se trata


de varias obligaciones de pago sucesivo, cuestión ya propuesta
en las páginas anteriores.

a) Dar respuesta a este interrogante obliga a remitirnos, en


primer lugar, al contenido de la convención que dio origen a la
relación si la hubiera. Para estos efectos son aplicables las
normas contenidas en el Título XIII del Libro IV del Código Civil
sobre interpretación de los contratos (artículos 1560 a 1566).
Pueden las partes haber dividido el objeto de una misma
obligación con el fin de obtener un pago parcializado, o bien
haberse constituido tantas obligaciones como cuotas se hayan
considerado. En esta materia predomina la intención de las partes
por sobre lo literal de las palabras, sin perjuicio del alcance que
corresponda dar a las demás normas sobre interpretación de los
contratos. Cuando es la ley la que determina el fraccionamiento
debemos someternos a ella sobre la materia y su silencio suplirlo
por medio de la interpretación o integración de una laguna legal.
b) Si por este medio no fuere posible determinar el alcance
preciso de la convención, deberá considerársele como una sola
obligación, siendo aplicable el artículo 1593 del Código Civil que
señala: "Si la obligación es de pagar a plazos, se entenderá
dividido el pago en partes iguales; a menos que en el contrato se
haya determinado la parte o cuota que haya de pagarse a cada
plazo". Nótese que el citado artículo 1593 alude a pagar "a
plazos", lo cual anticipa un acuerdo convencional sobre la
división de la obligación.

c) Si por disposición de la ley el pago debe realizarse por


parcialidades, no tiene aplicación ninguna de las normas
precitadas y la obligación debe considerarse una (regla general).
Para ejemplarizar lo indicado, basta citar lo previsto en el artículo
2007 del C.C., ubicado a propósito del contrato de arrendamiento
de servicios inmateriales, que expresa: "Los servicios inmateriales
que consisten en una larga serie de actos, como los de los
escritores asalariados para la prensa, secretarios de personas
privadas, preceptores, ayas, histriones y cantores, se sujetan a
las reglas especiales que siguen". Nótese que en estos casos se
superpone la norma legal a la voluntad de las partes.

En consecuencia, en este tipo de convenciones debe


distinguirse entre aquella obligación fraccionada por disposición
de la ley y aquella fraccionada por acuerdo o voluntad de las
partes.

d) Cabe preguntarse qué ocurre en el evento de que se deje de


cumplir con la obligación de pagar una o varias cuotas
(morosidad). Para solucionar este problema debe distinguirse si el
fraccionamiento de la obligación es convencional, caso en el cual
podrá el acreedor demandar la resolución del contrato o el
cumplimiento forzoso de lo que reste de la obligación, con más
indemnización de perjuicios. Si el fraccionamiento de la obligación
se encuentra en una disposición legal solo puede exigirse el
cumplimiento forzoso de las cuotas que resten, quedando la
obligación parcialmente extinguida (la resolución no opera con
efecto retroactivo). La diferencia que advertimos es sutil, pero con
efectos prácticos de importancia. Nótese que en el segundo caso
(fraccionamiento legal), se trata propiamente de "terminación" y
no de resolución, puesto que lo dado o pagado queda "a firme",
produciéndose un pago parcial. No ocurre lo mismo en el primer
caso (fraccionamiento convencional), ya que puede demandarse
la resolución y afectarse las prestaciones ya realizadas (las que
deberán restituirse conforme las normas de las prestaciones
mutuas en la oportunidad y casos en que ello sea procedente). La
solución que proponemos puede resultar discutible. Ella se funda
en la naturaleza de la obligación y lo previsto sobre su
cumplimiento. Si es la ley la que dispone el fraccionamiento de la
obligación, cada cuota cobra vida propia sin que sea procedente
desconocer los efectos que, en su oportunidad, produjo cada
prestación efectuada. Recuérdese, además, que puede cederse
una o más cuotas adeudadas y, aun, operar una compensación
parcial cuando concurren los presupuestos legales. No ocurre lo
mismo, si el fraccionamiento es consecuencia de un acuerdo
entre las partes en el marco de un contrato bilateral. Dicho más
claramente, se puede resolver el acuerdo entre las partes, pero
no se pueden modificar los efectos ya producidos en virtud de la
ley. Respecto de aquellas obligaciones cuyo objeto no puede
restituirse en especie (atendida su naturaleza), operará la
indemnización de perjuicios o el pago por equivalencia cualquiera
que sea su origen.

e) Puede ocurrir que sobrevenga un caso fortuito que destruya


la cosa debida parcialmente o haga imposible el cumplimiento del
saldo adeudado. En tal caso, por regla general, subsiste la
obligación en lo que resta de su objeto. Así, por ejemplo, el
artículo 1864 del C.C. dispone: "Vendiéndose dos o más cosas
juntamente, sea que se haya ajustado un precio por el conjunto y
por cada una de ellas, solo habrá lugar a la acción redhibitoria por
la cosa viciosa y no por el conjunto; a menos que aparezca que
no se habría comprado el conjunto sin esa cosa; como cuando se
compra un tiro, yunta o pareja de animales, o un juego de
muebles". Como es dable apreciar, la ley reconoce las
obligaciones de prestaciones fraccionadas y las considera
separadamente, aun en el supuesto de tratarse de una
convención en que se haya estipulado un precio único por un
objeto múltiple. Recuérdese, a este respecto, lo expresado en los
artículos 1549 y 1550 del C.C., a propósito del riesgo de la cosa
debida.

f) Si la convención en que se establece el fraccionamiento de


las prestaciones adolece de un vicio que la invalida, la nulidad
alcanza a todas ellas, sea que se hayan cumplido o se
encuentren pendientes, salvo el caso a que se refiere la letra
siguiente. Si se ha pagado una o más cuotas, todo ello estará
sujeto a restitución (prestaciones mutuas). Si una o más
prestaciones parciales se encuentran pendientes, la nulidad
operará como causal de extinción de la obligación. Lo anterior
obedece al hecho de que el objeto es uno —de naturaleza
divisible— y la validez de cada cuota estará subordinada al poder
vinculante de las demás. Por ende, la nulidad es una sanción que
afecta el objeto aun cuando este se haya cumplido parcialmente.
Por otra parte, no hay que perder de vista la circunstancia de que
en la nulidad está comprometido el orden público y, por lo mismo,
existe un interés general en que no prevalezca el vínculo jurídico
que ata a las partes.

g) Los contratos en que se pacte un pago parcial o fraccionado


de la prestación no llevan consigo la facultad de ponerles término
por decisión unilateral. A la inversa, si el contrato otorga la
facultad de desahuciarlo, ello implica reconocer que lo pagado
con antelación queda a firme y los efectos de la terminación no
alterarán los pagos parciales realizados. Esta conclusión resultará
dudosa para algunos lectores, sin embargo, nos parece ajustada
a la realidad. La sola circunstancia de que puedan las partes
ponerle fin al contrato por voluntad unilateral, entrega a cada una
de ellas la potestad suficiente para disolver el vínculo en el
supuesto de que estime que se ha vulnerado algún precepto que
provoca la disolución del mismo. El hecho de realizar o de
aceptar la prestación parcial constituye una especie de
ratificación de lo obrado, razón por la cual parece de toda justicia
mantener aquellas prestaciones mientras subsista el vínculo
jurídico por voluntad de los contratantes. Por cierto, lo
manifestado no alcanza a la nulidad absoluta, puesto que se halla
comprometido el interés superior de la sociedad. De lo dicho se
sigue que hemos optado por un camino intermedio. La nulidad
acarreará la invalidación de las prestaciones ejecutadas solo
cuando las partes carecen de la facultad de desahuciar el
contrato, en este último evento, los pagos realizados quedarán a
salvo. Lo que sostenemos se basa en el hecho de que, existiendo
autoridad suficiente para poner fin al contrato por voluntad
unilateral, se opta, sin embargo, por el cumplimiento de lo
convenido, lo cual implica una verdadera ratificación.

h) Si durante el desarrollo del contrato una de las partes cae en


incapacidad, ello solo tendrá efecto para el cumplimiento de las
formalidades del pago, pero no respecto de las obligaciones
pendientes. Recuérdese que el artículo 1578 Nº 1 del C.C.
sanciona con la nulidad el pago que se hace al acreedor que no
tiene la administración de sus bienes, norma aplicable a la
tradición (artículo 673 del C.C.). Sin embargo, la primera de las
disposiciones mencionadas contempla una calificada excepción.
En efecto, el citado artículo 1578 Nº 1 señala que el pago hecho
al acreedor es nulo, cuando se hace a un acreedor que no tiene
la administración de sus bienes, salvo que se probare que la cosa
pagada ha sido empleada en provecho del acreedor, y en cuanto
este provecho se justifique con arreglo al artículo 1688. Esta
excepción es plenamente aplicable a los contratos de ejecución
parcializada por voluntad de las partes y se funda en la
inexistencia del daño, puesto que se atiende a la circunstancia
"de haberse hecho más rica con ello la persona del incapaz", lo
cual ocurre cuando "las cosas pagadas o las adquiridas por
medio de ellas, le hubieren sido necesarias; o en cuanto las
cosas pagadas por medio de ellas, que no le hubieren sido
necesarias, subsistan y se quisiere retenerlas". La importancia de
esta norma está representada por el hecho de que la utilidad del
pago se mide por un criterio objetivo instituido en la ley para los
efectos de regular la nulidad cuando ella se decreta en perjuicio
de un incapaz relativo. Desde otro punto de vista, no podemos
preterir el hecho de que la parte que cae en incapacidad pudo
haber obrado válidamente al momento de perfeccionarse el
contrato, cuando la inhabilidad es sobreviniente. En
consecuencia, no se halla afectado el vínculo que justifica las
prestaciones realizadas.

i) Tratándose de obligaciones fraccionadas por disposición legal,


los principios recogidos en la ley son diferentes. A partir del
artículo 2006 del C.C. se pueden deducir algunos de ellos.

i.1) Si la convención no ha dispuesto el precio del contrato del


cual nace la obligación, pero se autoriza expresamente su
existencia y validez en la ley, este (el precio) debe determinarse
por aquel que se pague ordinariamente por la misma prestación y,
a falta de este, por el que se estimare equitativo a juicio de
peritos. Esta norma es aplicación del artículo 2º del Código Civil,
ya que la ley se remite a la costumbre (nacional o local),
transformándola en fuente formal de derecho. Asimismo, como se
dijo en las páginas precedentes, la invocación al juicio de peritos
implica que el precio lo fijará el juez, apreciando los informes
periciales de acuerdo a las normas de la sana crítica (artículo 425
del Código de Procedimiento Civil). Este principio lo extraemos de
lo previsto en el artículo 1997 del C.C. aplicable a los contratos de
confección de una obra material y al arrendamiento de servicios
inmateriales. Corresponde entonces plantearse el siguiente
interrogante: ¿Puede el juez fijar la forma de pago y dividir
esta obligación en dos o más cuotas? ¿Debe aplicarse el
principio de quien puede lo más (fijar el precio) puede lo
menos (dividirlo en cuotas)? ¿Puede invocarse la costumbre
para justificar un cumplimiento fraccionado? Cabe señalar
que no existe en nuestro sistema legal una disposición general
que se refiera derechamente a la materia que nos ocupa. Nos
hallamos, por consiguiente, ante una "laguna legal". Para
integrarla debe recurrirse preferentemente a la analogía, ya que
sería impropio invocar una solución que contrastara con normas
que, para otros casos particulares, están expresadas en el
sistema normativo. No puede perderse de vista que el derecho es
esencialmente armónico y coherente, razón por la cual el
intérprete debe cuidar dicha unidad lógica para hacer efectivo el
principio de igualdad ante la ley. En este caso, lo previsto en los
artículos 1997 y 2006 del C.C. contrasta con lo que disponen los
artículos 1943 y 1809 del mismo Código, lo cual reafirma la
ausencia de un principio único al cual asirse en procura de una
necesaria integración contractual. Por ende, deberá recurrirse a
los principios generales de derecho y, en último término, a la
equidad natural.

i.2) Siguiendo el mismo criterio, pero invocando esta vez el


artículo 1998 en relación con el artículo 2006, ambos del C.C., si
las partes contratantes han dado a un tercero la facultad de fijar el
precio, deberá estarse a lo ordenado en el contrato. Pero si el
tercero muriera antes de procederse a la ejecución de la
obligación, el contrato será nulo (carece de un elemento
esencial). Si la obligación se hubiere cumplido total o
parcialmente, el precio lo fijará el juez sobre la base del informe
de peritos. La justificación de lo que afirmamos es la misma que
la expresada en el párrafo precedente. No se divisa razón alguna
para restringir las facultades del juez, razón por la cual admitimos
que puede ordenarse pagar el precio en cuotas si ello fuere
posible y procedente.

i.3) La obligación parcialmente incumplida da lugar a la


resolución del contrato o su ejecución forzosa, en ambos casos
con más indemnización de perjuicios. Este principio puede
extraerse de lo prevenido en el artículo 1999 en relación con el
tantas veces mencionado artículo 2006 del C.C. Nótese que en la
disposición citada (artículo 1999) se alude a las "reglas generales
de los contratos" para efectos de la reparación de los perjuicios
que se siguen del incumplimiento, y que en el inciso 2º se habilita
al acreedor para ponerle término al contrato cuando fallece el
artífice estando pendiente la obligación. Lo anterior revela que en
esta materia es relevante la voluntad de las partes y que, por lo
mismo, debe dársele primacía a la hora de fijar el alcance y
contenido de la obligación impuesta en el contrato.

i.4) En este tipo de contratos, como queda indicado, se aplican


los principios generales, considerando que, si se ha pagado una o
más cuotas de una obligación divisible, cabe la resolución
(verdadera terminación). En este supuesto, como puede
constatarse, la obligación, por lo general, no se extingue
parcialmente, salvo en la hipótesis contemplada en el inciso 2º del
mismo artículo 1999, como consecuencia de ejercerse un
derecho excepcional. De lo que llevamos dicho se desprende que
los efectos de la resolución dependerán —desde luego— de la
voluntad del acreedor y de la circunstancia de que se reconozca
la unidad o pluralidad de los vínculos jurídicos. En el primer caso
(unidad de vínculo), procederá la resolución al disolverse el
vínculo jurídico que ata todas las prestaciones parciales
(cumplidas e incumplidas). En el segundo caso (pluralidad de
nexos contractuales), cada una de estas operará como si hubiere
tantas obligaciones como prestaciones. Las cuotas pagadas
extinguirán parcialmente la obligación cuando el incumplimiento
no afecte el valor del objeto originalmente debido; y no la
extinguirá, si el valor del todo es superior a la suma considerando
los pagos parciales.

i.5) A modo de síntesis, a este tipo de obligaciones se les


aplican las normas generales; si existen normas especiales se las
preferirá (artículo 4º del C.C.); si se paga solo una parte del objeto
divisible se extinguirá la obligación parcialmente; si las cuotas por
separado tienen proporcionalmente un valor inferior al que debe
asignarse al objeto en su totalidad, la obligación no se extingue
quedando a salvo el efecto retroactivo de la resolución. Las
disposiciones especiales, contenidas a propósito de ciertos actos
regulados en la ley, servirán para integrar las lagunas legales que
puedan presentarse.

j) Finalmente, cabe preguntarse en qué medida pueden las


partes contratantes modificar las normas citadas cuando la ley
regula las obligaciones diferidas en ciertos contratos. A nuestro
juicio, las facultades que detenta cada contratante son
amplísimas, tanto para establecer los pagos fraccionados como
para asignar los efectos de cada uno de ellos. Salvo que se
afecte el "orden público", en cuyo caso la regulación convencional
será nula y de ningún valor.

No podemos negar que se trata de una materia compleja, difícil


de sistematizar, pero que requiere de este esfuerzo para su recta
aplicación. Quizás sea esta complejidad lo que explique la falta
de literatura jurídica sobre la materia.

2. Obligación diferida por sentencia judicial


Trataremos de fijar en este acápite los principios que rigen en
los casos especiales en que es la sentencia judicial la que
determina la forma en que debe ejecutarse la prestación,
respecto de su unidad o divisibilidad.

Tal cual señalamos en lo precedente, la intervención del juez


solo procede cuando se halla expresamente facultado en la ley
para fijar plazos (artículo 1494 del Código Civil). Puede también
interpretar los plazos convenidos cuando ellos han sido
concebidos en términos vagos u oscuros, sobre cuya inteligencia
y aplicación discuerden las partes, como lo indica la ley. Lo
anterior no excluye la posibilidad de que lo pedido al tribunal
permita al juez fraccionar las prestaciones que ordena realizar en
virtud del principio de inexcusabilidad que, como se dirá más
adelante, le impone el deber de resolver lo reclamado en el
ámbito del proceso. Así, por ejemplo, si la demanda deducida
reclama un pago de varias cuotas, aun cuando las partes no lo
hayan previsto, debe el juez conceder o negar lo demandado sin
exceder sus facultades.

a) ¿Pueden las partes facultar a un juez a fin de fijar plazos a su


arbitrio? Para dar respuesta a esta pregunta, hay que distinguir
entre los jueces ordinarios y los jueces árbitros y, en este último
supuesto, si se trata de un árbitro de derecho, mixto o arbitrador.
Tratándose de jueces ordinarios no cabe facultarlos
especialmente a fin de ampliar sus atribuciones en lo que
concierne a la fijación de plazos para el cumplimiento de una
obligación. Reiteremos que ello demanda una disposición legal
que expresamente asigne tal atribución. La jurisdicción es una
materia de orden público que no admite, en general, ampliaciones
ni restricciones por quienes se hallan sometidos a ella. Lo propio
puede sostenerse respecto de los árbitros de derecho y mixtos,
sometidos al mismo estatuto jurídico que los jueces ordinarios en
todo lo relativo a la legislación de fondo. Solo cabe una calificada
excepción: la situación de los árbitros arbitradores o amigables
componedores, cuyas atribuciones son fijadas por las partes,
incluso pudiendo fallar contra la ley de acuerdo a lo que les dicte
su prudencia y equidad (artículo 223 del Código Orgánico de
Tribunales).19 No existe impedimento, entonces, para que el
árbitro arbitrador fije la forma en que debe cumplirse la obligación
que reconoce, pudiendo fraccionarla a su personal parecer.

b) ¿Pueden las partes facultar al juez para fraccionar el objeto


de la obligación de modo que el pago se realice en cuotas? Para
dar respuesta a este interrogante, debe considerarse que el juez
está facultado para resolver la cuestión que se promueve ante él,
pero respetando el principio que enuncia el artículo 160 del
Código de Procedimiento Civil: "Las sentencias se pronunciarán
conforme el mérito del proceso, y no podrán extenderse a puntos
que no hayan sido expresamente sometidos a juicio por las
partes, salvo en cuanto las leyes manden o permitan a los
tribunales proceder de oficio". Nada impide, por consiguiente, que
una o ambas partes pidan al tribunal fraccionar la prestación
demandada, ni al juez ordenarlo cuando entiende que ello es
procedente. Si el juez se extralimita concediendo más de lo
pedido (ultra petita) o extendiendo su decisión a materias no
comprendidas en la controversia (extra petita), incurrirá en una
causal de nulidad formal (artículo 768 del Código de
Procedimiento Civil). El juez, ante la pretensión deducida, tenga o
no tenga ley que resuelva el caso, está sometido al "principio de
inexcusabilidad", de orden constitucional (artículo 76 de la Carta
Fundamental y 10 del Código Orgánico de Tribunales), que exige
que el Tribunal obre en el ámbito de su competencia y que sea
requerido en forma legal. No obstante lo manifestado, cabe la
posibilidad de que las partes pongan fin a un litigio pendiente
mediante una transacción (sustituto jurisdiccional), fijando las
prestaciones que estimen convenientes, incorporándose, por
cierto, prestaciones periódicas o fraccionadas (artículos 2446 y
siguientes del Código Civil). Se trata de una convención que,
autorizada por el Tribunal, tiene fuerza de sentencia judicial
pasada en autoridad de cosa juzgada (artículo 2460 del Código
Civil).

c) A medida que el deudor pague la parte o cuota que


corresponde (de acuerdo a lo establecido en la sentencia
respectiva), irá extinguiendo parcialmente la obligación. Si deja de
cumplir, solo cabe aplicar los apremios que contempla la ley
(cumplimiento forzoso), pero no cabe la resolución con efecto
retroactivo porque una sentencia judicial pasada en autoridad de
"cosa juzgada" es inmutable e inamovible. Lo que se da o se
paga en virtud de una sentencia judicial ejecutoriada queda
definitivamente consolidado y sus efectos no se retrotraen.

d) Finalmente, lo propio sucederá en el evento de que el deudor


caiga en incapacidad o que lo debido perezca sin culpa del
obligado, todo lo cual deberá ventilarse en el procedimiento de
cumplimiento forzoso.

3. Obligación diferida en razón


del objeto de la prestación

Tratándose de este tipo de obligaciones, a nuestro juicio, está


implícito el carácter diferido de la misma. Siguiendo lo dispuesto
en el artículo 1524 del Código Civil, la divisibilidad o indivisibilidad
de la obligación dependerá del objeto de esta última (cosa sobre
la cual recae el deber de conducta asumido), debiendo
considerarse desde una doble perspectiva: la división "física" del
objeto de la obligación y la división "intelectual o de cuota". Hay
objetos que no admiten división, tales como la de hacer construir
una casa o la concesión de una servidumbre de tránsito
(ejemplos contemplados por el Código). No cabe duda de que
todo sujeto que asuma una obligación de esta naturaleza sabe,
anticipadamente, que el objeto de la obligación no admite
fraccionamiento ni físico ni intelectual y, por lo mismo, el pago
deberá comprender todo aquello que se adeude indivisiblemente.
En este contexto, la ley, en el artículo 1526 de Código Civil,
establece algunos casos de indivisibilidad legal, en que el objeto
es divisible, pero por mandato legal la obligación recae en un
objeto indivisible. Se trata —como se dijo en lo precedente— de
casos excepcionales, de interpretación restrictiva y que no
admiten aplicación por analogía. En otros términos, no se
extienden sino a los casos descritos por el legislador.

a) El Título X del Código Civil, denominado "De las obligaciones


divisibles e indivisibles", que consagra los casos señalados de
indivisibilidad legal, resuelve muchos de los problemas que
genera este tipo de prestaciones. Así, por ejemplo:

a.1) Cuando una persona ha contraído unidamente una


obligación indivisible, es obligada a satisfacerla en el todo,
aunque no se haya estipulado solidaridad, lo propio ocurre
respecto de los acreedores de la obligación indivisible, ya que
cualquiera de ellos puede exigir el total de la obligación (artículo
1527). La ley resuelve el problema de la "obligación" a la deuda,
quedando pendiente entre los obligados lo relativo a la
"contribución" a la deuda.

a.2) Tratándose de una sucesión hereditaria, cada uno de los


herederos del deudor que ha contraído una obligación indivisible
es obligado a satisfacer la obligación en el todo y cada uno de los
herederos del acreedor puede exigir su ejecución total (artículo
1528). Recordemos que al fallecimiento del causante cada
heredero responde de las deudas hereditarias a prorrata de su
participación en la herencia, razón por la cual se vuelve en esta
disposición a regular la "obligación" a la deuda.
a.3) La prescripción interrumpida respecto de uno de los
deudores de la obligación indivisible, lo es igualmente respecto de
los otros (artículo 1529). Se sigue en esta materia la misma
normativa que la que corresponde a las obligaciones solidarias.

a.4) Si se demanda a uno de los deudores de una obligación


indivisible, tiene derecho a pedir un plazo para entenderse con los
demás obligados, a fin de cumplirla entre todos, salvo cuando la
obligación es de tal naturaleza que él solo pueda cumplirla
(artículo 1530).

a.5) El cumplimiento de la obligación indivisible por cualquiera


de los obligados, la extingue respecto de todos (artículo 1531),
sin perjuicio, por cierto, de las relaciones entre los diversos
deudores de la obligación indivisible. (Vuelve a quedar pendiente
la contribución a la deuda, materia que deben resolver los
deudores de acuerdo a las relaciones que los ligan).

a.6) Cuando son dos o más los acreedores de la obligación


indivisible, ninguno de ellos puede, sin el consentimiento de los
demás acreedores, remitir la deuda o recibir el precio de la cosa
debida (artículo 1532). La ley impone a todos ellos un
comportamiento colectivo unitario. Como ninguno de los deudores
es titular de la obligación, está impedido de disponer de la misma
y de recibir el monto de lo adeudado. En otros términos, cada
codeudor carece de facultades liberatorias.

a.7) Si de hecho ocurriera lo indicado en el párrafo anterior, los


demás coacreedores podrán demandar todavía la cosa
adeudada, abonando al deudor la parte o cuota del acreedor que
haya remitido la deuda o recibido el precio de la cosa (segunda
parte del artículo 1532).
a.8) Es divisible la acción de perjuicios que resulte de no
haberse cumplido o de haberse retardado la obligación indivisible
(artículo 1533). Como parece obvio la indivisibilidad está referida
al objeto de la obligación y la indemnización destinada a reparar
el incumplimiento o el retardo es otra obligación que no se
confunde con la primera.

a.9) Si por el hecho o culpa de uno de los deudores de una


obligación indivisible se ha hecho imposible el cumplimiento de
ella, ese solo será responsable de todos los perjuicios (artículo
1533). En el fondo esta norma esconde una verdadera sanción
contra aquel de los codeudores a quien le es imputable la
infracción contractual.

a.10) Finalmente, si dos codeudores de un hecho que deba


realizarse en común, estando uno de ellos pronto a cumplirlo, y el
otro lo rehúsa o retarda, este último será solo responsable de los
perjuicios que de la inejecución o retardo del hecho resultaren al
acreedor (artículo 1534).

Como puede constatarse, nuestro Código Civil, se hace cargo


de muchos de los problemas que plantea este tipo de
obligaciones. A primera vista podría pensarse que surgen en el
supuesto de una obligación indivisible varios vínculos jurídicos
independientes. Pero no es así. El vínculo jurídico es uno, razón
por la cual la ley fija efectos excepcionales, como queda de
manifiesto en la normativa antes comentada. Aquí radica, a
nuestro entender, la peculiaridad de este tipo de obligaciones
que, a pesar de derivar de un solo vínculo, parecieran generar
vínculos independientes.

b) La mayor parte las obligaciones son divisibles, sea física o


intelectualmente. De este hecho se sigue que el estatuto antes
resumido tenga poca aplicación práctica. Ahora bien, la
divisibilidad intelectual no es siempre posible. Para que ella sea
procedente la obligación no puede fraccionarse, determinándose
partes equivalentes. El ejemplo dado por el Código es elocuente.
Hacer construir una casa no admite razonablemente una división
intelectual. No tiene sentido alguno sostener que un deudor
deberá construir un 25% y otro un 75%. En tal supuesto la
obligación de uno y otro es indeterminada y, por ende, nula. Si se
contrata un conjunto musical, por ejemplo, ocurrirá otro tanto,
esta obligación es indivisible física e intelectualmente (carece de
sentido sostener que pueda fraccionarse lo que ejecutan los
diversos intérpretes): o actúa el conjunto o la obligación queda
incumplida. Avala lo que señalamos el artículo 1591 del C.C. que
dispone: "El deudor no puede obligar al acreedor a que reciba por
partes lo que se le deba, salvo el caso de convención contraria; y
sin perjuicio de lo que dispongan las leyes en casos especiales.
El pago total de la deuda comprende el de los intereses e
indemnizaciones que se deban". La disposición que trascribimos
constituye un verdadero resumen de la reglamentación legal que
comentamos.

c) Puede aun presentarse el caso que el cumplimiento parcial


de una obligación que ha sido intelectualmente fraccionada
disminuya el valor económico de la prestación. Por ejemplo, se
contratan tres afamados músicos para una presentación artística.
Si dos de ellos cumplen la obligación, ¿deberá entenderse que
solo se adeuda un tercio de la obligación contraída, en
circunstancia de que la conjunción de los artistas en el mismo
espectáculo constituía lo más valioso de su contratación? Otro
caso susceptible de considerarse se encuentra en el artículo 1526
Nº 5, el cual reafirma nuestra aseveración. Dicho de otro modo, el
valor de la prestación puede ser un factor que determine la
indivisibilidad de la obligación cuando la valoración del objeto está
ligada a su integridad material. En el caso propuesto es dable
afirmar que lo debido es la concurrencia de los tres artistas y que
la ausencia de uno de ellos desnaturaliza la prestación. Por ende,
nos hallaríamos ante un objeto indivisible cuyo origen es la
naturaleza de la prestación convenida por las partes al contratar.
Que quede clara nuestra opinión, en el sentido que la
indivisibilidad deriva no solo físicamente del objeto de la
obligación, sino también de su valor patrimonial, como lo revela el
ejemplo que hemos utilizado. Reconozcamos sí, que la cuestión
propuesta no es pacífica y que la indemnización de perjuicios es
el instrumento mediante el cual es posible corregir los
desequilibrios y dificultades que puedan presentarse. Con todo,
este criterio "economicista" es de enorme utilidad, a pesar de que
se invoca escasamente en nuestros tribunales. No puede
negarse, tampoco, que la tecnología obligará, a corto plazo,
atender con mayor cuidado sus raíces.

d) En otras palabras, lo que prevalece en el mandato de la ley, a


mi juicio, es el interés del acreedor. Si este último acepta una
solución fraccionada de las pretensiones, por retorcida que esta
sea, dando por extinguida la obligación una vez enteradas las
cuotas respectivas, nos hallaremos ante un pago que extinguirá la
deuda. Una solución como la indicada —como ya se dijo— puede
conducir a la novación, caso en el cual entenderemos que se ha
sustituido la obligación sin la intervención de un nuevo deudor o
acreedor (artículo 1631 Nº 1 del C.C.).

4. Obligaciones provenientes
de los contratos de tracto sucesivo

Siguiendo el planteamiento que antecede puede decirse que las


obligaciones que nacen de un contrato de tracto sucesivo son
independientes y, para los efectos del presente trabajo, ellas
quedarán asimiladas a las obligaciones civiles en general. En
consecuencia, las obligaciones que tienen origen en un tracto
sucesivo, siendo de objeto divisible, pueden fraccionarse por
voluntad de las partes, como si se tratare de una obligación civil
cualquiera.

La peculiaridad de las obligaciones que provienen de un tracto


sucesivo deriva de su origen y la forma en que ellas nacen a la
vida del derecho, no de su naturaleza, contenido o ejecución
posterior. Una vez perfeccionada la obligación ella queda
sometida al estatuto contractual que corresponde, sin referencia
especial a la fuente que le dio vida. Dicho de otro modo, una vez
que la obligación derivada de un tracto sucesivo se hace exigible
queda sometida a las disposiciones generales, pudiendo las
partes dividir la prestación sin restricción derivada de su origen.

Por ende, tratándose de un contrato de tracto sucesivo pueden


las partes modificar la prestación convenida como si se tratare de
una obligación civil de objeto divisible. Empero, podría ocurrir que
una disposición legal hiciere indivisible la prestación originada en
el cumplimiento de dicho contrato. Lo que interesa, para los
efectos del análisis, es precisar que lo determinante en los
contratos de tracto sucesivo es el nacimiento de la obligación y su
exigibilidad. Resueltas ambas cuestiones, nos hallaremos ante
una obligación civil sometida a las normas generales relativas a
su cumplimiento. Lo anterior no excluye un problema importante.
¿Qué ocurre si cada prestación nacida del tracto sucesivo, tiene
el carácter de indivisible? En efecto, puede suceder que la
prestación establecida por las partes sea compuesta y que el
acreedor no reciba la totalidad de las partes que la integran,
incluso aplicando el principio "economicista" antes referido. Sin
perjuicio de que, en tal caso, habría un incumplimiento
contractual, la obligación no ofrece distinción alguna y seguirá
siendo una obligación civil sometida a la regulación antes
indicada, pudiendo, en consecuencia, exigirse la ejecución
forzada o ponerle término por decisión unilateral.
5. Obligaciones provenientes
de un contrato de suministro continuo

Como se señaló en las páginas anteriores, las obligaciones que


nacen de estos contratos deben asimilarse a las que tienen
origen en los contratos de tracto sucesivo, atendida la similitud
entre ambas figuras. Es fácil llegar a esta conclusión cuando el
suministro es pactado por un determinado espacio de tiempo. Lo
que interesa, en este caso, es caracterizar y darle fisonomía
especial a la prestación, lo cual nos aproxima a las obligaciones
de cumplimiento parcializado por voluntad de las partes. En otros
términos, cada prestación derivada de este tipo de contratos se
independizará para los efectos de su oportuna ejecución y
calificación, tal como ocurre en el tracto sucesivo.

Se complica el problema cuando el suministro no se conviene


por un determinado plazo o con una determinada finalidad. En
este supuesto, la única solución posible es reconocer a cada
parte el derecho de desahuciar el contrato cuidando no afectar
indebidamente (con dolo o culpa) los intereses de cualquiera de
ellos. Cabe preguntarse si es posible reclamar una reparación
indemnizatoria si el suministrador o el suministrado no realiza o
no acepta la prestación, sin que haya mediado notificación, aviso
o comunicación previa. Sin perjuicio de lo que disponga el
contrato, previa interpretación del mismo, creemos que cabe
responsabilidad en la medida que se haya obrado, como se dijo,
con ánimo de perjudicar o sin la diligencia y el cuidado debidos
(nada de lo cual puede entenderse incorporado al interés
jurídicamente protegido aludido en lo precedente).

En consecuencia, el suministro continuo se nos presenta como


una convención de vínculo extremadamente frágil, reiteremos, sin
perjuicio de hacer valer un tipo de responsabilidad poscontractual
en los supuestos antes invocados.
Esta clase de contratos es especialmente sensible a
infracciones a la libre competencia por cuanto podría abusarse de
su ejecución para afectar los intereses del mercado. De aquí la
importancia de regular contractualmente esta categoría de
relaciones jurídicas.

Hasta aquí las deducciones que pueden desprenderse de


nuestra legislación y los recursos de que disponen las partes y los
jueces para los efectos de precisar las prestaciones, cuando ellas
revisten características especiales, como sucede en cada uno los
casos analizados. Como puede apreciarse, en cada una de estas
categorías contractuales la división del objeto de la obligación
puede jugar un rol importante a la hora de dar cumplimiento al
contrato, lo cual hace necesario sostener la división que
proponemos.
III. I

¿Es posible invocar y analizar algunas instituciones que sean


comunes a los contratos celebrados para producir efectos hacia
el futuro?

Al parecer existen, a lo menos, seis instituciones susceptibles


de aplicarse a esta categoría de contratos: el desahucio, la
revocación, inexistencia del objeto al tiempo de contratar, la
imposibilidad en la ejecución, la responsabilidad y la regulación
en algunas materias de orden público. Analizaremos brevemente
cada una de ellas para una mejor sistematización de la materia,
dejando constancia de que pueden existir otras tantas
instituciones, pero, en todo caso, de menor importancia.

A. E

Muchos contratos y otros tipos de relaciones jurídicas de


prestaciones futuras se basan en la confianza que una de las
partes dispensa a otra, o bien en la incierta percepción de
beneficios que se proyectan al momento de ligarse
contractualmente. Se trata sí de vínculos que generan
prestaciones futuras. Lo característico de esta institución es la
incertidumbre en que se encuentran las partes sobre la
conveniencia de mantener o poner término a dichas relaciones.
Ante esta realidad el derecho sale en auxilio de las partes para
allanarles el camino y favorecer la vinculación.

El desahucio se nos presenta, entonces, como un recurso de


que puede disponer uno o más de los sujetos ligados
convencionalmente, para los efectos de poner término al vínculo
contractual por medio de la expresión unilateral de voluntad. De
acuerdo a lo manifestado, el desahucio es el anuncio o
determinación de una o más personas ligadas en una
relación jurídica para ponerle término por su sola voluntad,
sin la anuencia o consentimiento de los demás
intervinientes. Por consiguiente, el desahucio no tiene aplicación
sino tratándose de prestaciones futuras, ya que en los contratos
de ejecución instantánea la relación se agota al momento de
perfeccionarse el consentimiento y el retardo en el incumplimiento
de la obligación u obligaciones contraídas es contrario a derecho.

El desahucio puede ser causado (cuando para darlo es


necesario justificar la decisión por un motivo aceptado en la ley o
en el contrato), o incausado (cuando la facultad de ejercerlo
depende de la sola voluntad del que lo da). En el primer caso
(desahucio fundado), la relación puede no agotarse ni el aviso de
terminación producir efecto en el evento de que no existiere
motivo suficiente. En el segundo caso (desahucio libre), la
relación se extingue, por el hecho de comunicarlo de la manera
convenida, si la hubiere. Todo ello subordinado a las demás
formalidades y regulaciones estipuladas al momento de forjarse la
relación.

De la misma manera, pueden los sujetos ligados jurídicamente


admitir la prolongación del vínculo, pero ello no lo hace perdurar
más allá del plazo pactado, debiendo entenderse que la extinción
opera una vez agotado dicho plazo (extintivo). Es frecuente, en
esta materia, observar la intromisión de la ley en la procedencia y
justificación del desahucio, particularmente visible en el campo
laboral (contrato de trabajo) y de arrendamiento inmobiliario
(contrato de tracto sucesivo). Dejemos constancia de que en el
supuesto planteado (se conviene entre las partes un plazo en que
deberá ejecutarse la prestación), el desahucio pierde su eficacia,
extinguiéndose la facultad de poner fin unilateralmente al
contrato, transformándose este en un contrato de cumplimiento
parcializado.

Conviene recordar que la intromisión de la ley en los efectos


extintivos del desahucio obedece a la desigual posición jurídica
en que quedan las partes una vez que este ha operado. Ello se
manifiesta especialmente en la relación laboral y en el mercado
de aquellos bienes y servicios imprescindibles para la vida diaria.
Son numerosas las situaciones en que se ampara al sujeto pasivo
del desahucio desprovisto de recursos para enfrentarse a la
cesación de la relación jurídica. Puede, a este respecto,
invocarse, por ejemplo, la antigua ley sobre arrendamiento de
predios urbanos (Ley Nº 11.622) sobre arrendamiento de
habitaciones y locales comerciales promulgada el año 1954. Pero
ha sido en materia laboral en donde esta tendencia ha cobrado
mayor fuerza y extensión, llegándose al extremo de consagrarse
la propiedad del cargo o función para la cual el trabajador ha sido
contratado.

Volviendo al problema que nos convoca, la circunstancia de que


exista en una relación jurídica la facultad de ponerle término
mediante el desahucio no impide que operen otras causales de
terminación (incumplimiento culpable, destrucción del objeto de la
obligación, nulidad, etcétera). Con todo, puede la nulidad afectar
la validez del desahucio si se cuestiona su procedencia.
En los contratos de prestaciones futuras el desahucio es una
herramienta esencial para facilitar este tipo de relaciones, puesto
que su ausencia puede afectar la seguridad jurídica o dejar en la
penumbra la continuidad del vínculo.

El desahucio no es un modo de extinguir las obligaciones. La


extinción de la relación, que sobreviene luego de que este se ha
producido, es equivalente a la terminación por el cumplimiento del
plazo. El rol del desahucio, entonces, no es otro que precisar la
duración histórica del respectivo contrato, plazo indeterminado
que queda en manos de las partes prefijar. No tiene su naturaleza
otra explicación posible, si se considera que el desahucio
proviene de una decisión que surge durante la vigencia de la
relación contractual y que se exterioriza por voluntad unilateral.
No nos cabe duda de que la razón de ser del desahucio, o lo que
justifica su existencia, es la intención de consagrar un instrumento
que permita determinar el plazo durante el cual se entenderá
subsistente la relación.

El desahucio constituye una modalidad que las partes integran


voluntariamente a la convención, alterando los efectos que
normalmente debería esta generar. En el evento que el desahucio
se encuentre contemplado en la ley puede tener otro alcance, sea
como elemento esencial o natural del contrato, lo cual dependerá
de la voluntad del legislador. En todo caso, insistimos en que se
trata de un aviso que tiene una consecuencia especifica:
circunscribir o limitar la duración de la relación contractual, lo cual
se deduce de lo estipulado originalmente y de lo manifestado en
el desahucio.

Si el desahucio no es un elemento integrado al contrato en


virtud de la ley (como esencial o natural), interesa dilucidar si se
trata del ejercicio de un derecho causado (de ejercicio relativo), o
incausado (de ejercicio absoluto). Desde luego, y en primer lugar,
ello dependerá, en un principio, de lo que se haya estipulado en
el contrato. Así, por ejemplo, puede haberse acordado que se
ejercerá libremente, sin sujeción a limitación alguna, o que solo
se dará en determinadas circunstancias o condiciones,
susceptibles de revisarse e interpretarse. En segundo lugar, a
falta de estipulación, se procederá de acuerdo a lo que disponga
la ley, la cual, de la misma manera, podrá condicionar su
expresión a un cierto estado de cosas. En tercer y último lugar, se
gestará un derecho absoluto (desahucio incausado), que el titular
podrá poner en movimiento por su sola voluntad sin necesidad de
justificar su determinación.

No faltará quien sostenga que en la actualidad los derechos, en


general, solo pueden ejercerse cuando existen motivos
justificados y nunca con el ánimo de perjudicar a otro,
adhiriéndose, de este modo, a la "teoría del abuso del derecho".
Dicha teoría, a nuestro juicio, es una falacia, porque todo derecho
subjetivo es un "interés jurídicamente protegido", y mientras el
titular procure alcanzar los beneficios que nacen de dicho interés,
tutelado por el derecho objetivo, obra legítimamente, cualquiera
que sea su motivación interior y el perjuicio que pueda provocar.
Los límites para el ejercicio del derecho subjetivo están dados por
el interés protegido y no por la intención del titular.20 En
consecuencia, en la tercera hipótesis propuesta, el contrato
generará lo que hoy se llama un derecho absoluto, lo cual
permitirá a su titular ejercerlo libremente sin otra limitación que
satisfacer el interés protegido por el derecho objetivo.

Dicho de otra manera, el titular del derecho subjetivo obra


legítimamente mientras se mantenga en la órbita del interés
protegido, cualquiera que sea el perjuicio que pueda causar. Más
allá del interés jurídicamente protegido se actúa sin derecho, en
el ámbito delimitado de los hechos, asumiendo el pretensor plena
responsabilidad por el daño que pueda provocar. El ejercicio de
todo derecho produce, sea directa o indirectamente, un perjuicio
al obligado, quien realizará un sacrificio para satisfacer al
acreedor, el cual consistirá, casi siempre, en un desplazamiento
patrimonial en su favor. No cabe, entonces, restringir las
facultades de que es titular el pretensor a pretexto de
consideraciones políticas o sociales.

No se piense que el derecho es frío e inhumano. Quien contrae


una obligación se compromete a obrar de "buena fe" (artículo
1546 del Código Civil), y poner en la ejecución de este
compromiso un cierto grado de diligencia y cuidado (artículos 44 y
1547 del mismo Código). Por lo tanto, no se impone al obligado
una conducta ajena a su voluntad o de contornos excesivos.

Así las cosas, el desahucio incausado libera a quien lo da de


toda responsabilidad, sin que corresponda acudir a excusas tan
vanas como las construidas al alero de la mal llamada "teoría del
abuso del derecho". Hemos sostenido e insistimos en ello, que el
interés es una aspiración de obtener un provecho o beneficio que
aprecia libremente su titular. Si esta aspiración está reconocida o
amparada jurídicamente, nos hallamos ante un derecho
subjetivo, lo cual nos permite exigir al obligado un determinado
comportamiento (diligencia y cuidado) y un resultado previsto al
momento de contratar. A la inversa, si el interés no está
reconocido y amparado en la norma, se obra al margen del
derecho y se responderá de todo daño que se cause.

Tarea difícil de acometer es precisar, con cierto rigor, cuál es la


naturaleza jurídica del desahucio. De acuerdo a lo señalado en lo
precedente, el desahucio puede tener dos fuentes diversas: una
convencional y otra legal. En otras palabras, la facultad de poner
término unilateralmente a un contrato, y con ello extinguir sus
efectos, puede pactarse convencionalmente o hallarse
contemplada en la ley. Si el desahucio es convencional puede
ejercerse sin expresión de causa (libremente), eludiendo incurrir
en responsabilidad, o ceñirse, en su caso, a las justificaciones
contempladas en la ley. En este último caso, un ejercicio que no
se ajusta a lo convenido, impone responsabilidad al autor porque
excede el interés protegido en la norma.

Lo manifestado en lo precedente queda plenamente confirmado


de acuerdo a lo dispuesto en los artículos 1951 y 1954 del Código
Civil, que regulan el "arrendamiento de cosa". El primero de ellos
dispone que "Si no se ha fijado tiempo para la duración del
arriendo, o si el tiempo no es determinado por el servicio especial
a que se destina la cosa arrendada o por la costumbre, ninguna
de las partes podrá hacerlo cesar sino desahuciando a la otra,
esto es, noticiándoselo anticipadamente". Esta norma se
complementa con lo previsto en el segundo de los artículos
citados el cual señala, por su parte, "Si en el contrato se ha fijado
tiempo para la duración del arriendo, o si la duración es
determinada por el servicio especial a que se destinó la cosa
arrendada, o por la costumbre, no será necesario desahucio".
Resulta evidente que el desahucio es un medio a través del cual
se determina la duración del contrato cuando ello no está
precisamente establecido en el contrato. En un caso procede el
desahucio, no así en el otro, porque se ha fijado el tiempo del
arrendamiento.

En síntesis, la naturaleza jurídica del desahucio es diferente,


según se trate de un desahucio convencional (así sea causado o
incausado), o de un desahucio legal. En el primer caso, se invoca
una facultad concedida a una de las partes para poner fin al
contrato, determinando, unilateralmente, su duración. En el
segundo caso, se trata de una facultad concedida en la ley que
puede constituir un elemento de la naturaleza o esencial del
contrato. No nos parece posible unificar ambas situaciones que,
como puede advertirse, tienen un origen y un alcance distinto.
B. L ( )

A la inversa de lo que ocurre con el desahucio, la revocación sí


es una causal de extinción no convencional de las obligaciones,
aun cuando pueden las partes de un contrato incorporarla a sus
estipulaciones.

La revocación la hemos definido diciendo que "es la facultad


que la ley o la misma convención asigna a una de las partes
ligadas por el vínculo obligacional (contratantes), para poner fin
ipso jure a la relación jurídica por su sola voluntad, con los
efectos que en cada caso se especifican".21

De lo dicho se sigue que, al igual que el desahucio, la


revocación puede ser causada (solo opera cumpliéndose los
requisitos consagrados en su fuente original) e incausada (se
ejercerá por el titular soberanamente sin necesidad de justificar
su determinación). De la misma manera, puede ser legal (se
encuentra contemplada en la ley como ocurre con el artículo 3º
ter de la Ley Nº 19.496 sobre protección del consumidor) o
convencional (se constituye en el acto o contrato). Además,
puede ser unilateral (corresponde a uno de los sujetos ligados
jurídicamente) o multilateral (corresponde a varios de los sujetos
comprometidos en la relación).

Los efectos de la cláusula revocatoria dependerán de su


naturaleza, según sean los rasgos antes definidos, con una
importante salvedad: tratándose de una revocación incausada, el
vínculo jurídico debe producir efectos antes de activar la
revocación porque, si así no fuere, se estaría consagrando una
condición meramente potestativa de la persona que se obliga
(sancionada con la nulidad absoluta en el artículo 1478 inciso 1º
del Código Civil). No cabe duda de que, en este caso, se
sanciona la falta de seriedad, porque un sujeto se obligaría
solamente si quiere, lo cual no pasa de ser una mera declaración
sin alcances jurídicos.

Tratándose de contratos de prestaciones futuras (ejecución


diferida, tracto sucesivo, suministro continuo), el fundamento de la
revocación es la necesidad de poner término inmediato y de
pleno derecho a la relación cuando las partes han perdido la
confianza que originalmente las llevó vincularse, o bien optan por
prescindir de la contraprestación, sea por innecesaria o inútil,
pero siempre que se halle, quien opte por la revocación, facultado
en el contrato o en la ley.

No admite discusión el hecho de que la revocación debilita la


relación jurídica, especialmente cuando ella es de carácter
contractual, a cambio de encontrar una salida a una continuidad
que se rechaza.

Insistamos en el hecho de que la revocación exige un texto legal


expreso que la instituya. Solo opera cuando la ley o la convención
la contemplan, y en los casos en que es jurídicamente
procedente. De lo contrario se vulneraría el principio según el cual
el contrato es una ley para las partes contratantes (pacta sunt
servanda), pero en el ámbito de los principios de orden público
que gobiernan la contratación entre particulares. Dicho de otro
modo, a nuestro juicio, opera la revocación bajo el supuesto de
que la ley expresamente autorice pactarla o cuando la reglamenta
directamente, pudiendo basarse en la convención o en la
regulación de la misma ley.
La revocación genera efectos importantísimos. Desde luego,
opera poniendo fin a la relación jurídica, de manera que el juez
solo constata la extinción de las obligaciones (semejante a lo que
ocurre con la constatación de la condición resolutoria ordinaria
cumplida). Tratándose de obligaciones de tracto sucesivo, de
suministro continuo o de ejecución diferida, surte efectos hacia el
futuro, sin que puede signársele efecto retroactivo (terminación),
quedando a salvo las prestaciones ejecutadas. El derecho a
revocar (cuando existe) es indivisible. Esto implica que no puede
un acto o contrato ser parcialmente revocado. Por ende, si son
varios los titulares del derecho deberán obrar de consuno. Lo
propio sucederá si el titular deja de existir, en tal caso, sus
herederos deberán obrar de común acuerdo.

La revocación, sea legal o convencional, cobra importancia


tratándose de los contratos de prestaciones a futuro, por cuanto
es una manera de precisar la época en que esta relación se
mantendrá vigente. Pero, como se advirtió, debilita la subsistencia
del vínculo, dejándolo a merced del titular de la facultad de
ponerle fin, no pocas veces, a su soberano arbitrio.

¿En qué se diferencia la revocación del desahucio? Hay que


reconocer que nos hallamos ante dos instituciones estrechamente
emparentadas. Sin embargo, el desahucio puede convenirse
libremente, sin restricciones, cayendo de lleno en el terreno de la
libertad contractual, sin perjuicio, por cierto, de la responsabilidad
que es posible hacer valer; en tanto la revocación debe pactarse
solo en los casos y materias expresamente contempladas en la
ley. Lo más importante, a nuestro juicio, es el hecho de que la
revocación extingue el vínculo contractual de pleno derecho y
directamente, en tanto el desahucio es el antecedente que hará
posible poner fin a las obligaciones convenidas. Más claro,
mientras el desahucio afecta a las obligaciones pendientes
(extinguiéndolas), la revocación ataca la fuente de dichas
obligaciones. De aquí que el titular del derecho de desahucio
pueda desistirse una vez ejercida esta facultad, pero no pueda
hacer lo propio el titular del derecho de revocación.

Ratifican nuestras apreciaciones lo preceptuado en los


artículos 2164 y 2165 del Código Civil e incorporados a las
normas sobre extinción del mandato. En el primero se declara
que "la revocación del mandante puede ser expresa o tácita. La
tácita es el encargo del mismo negocio a distinta persona". En
tanto, en el segundo se dispone que "El mandante puede revocar
el mandato a su arbitrio". Nótese que es la ley la que autoriza la
revocación, excluyendo obstrucciones al ejercicio de esta
facultad.

En conclusión, mientras el desahucio es un anuncio anticipado


de terminación de aquellas convenciones que se cumplen por
medio de prestaciones futuras y, por ende, un instrumento que se
invocará para extinguir la relación; la revocación es la facultad
concedida a uno de los contratantes para ponerle fin por su sola
voluntad.22 El desahucio es un antecedente importante para dar
curso a la extinción de la relación que se calificará, en definitiva,
por quien corresponda en el ejercicio del vínculo contractual (un
tribunal o los contratantes); la revocación acarrea dicha extinción
de pleno derecho, haciendo cesar todos los efectos de la misma.
De aquí que uno sea antecedente de la extinción (desahucio), y la
otra una causal directa de ella (revocación).

Finalmente, consignemos que el elemento distintivo esencial


entre el desahucio y la revocación radica en el efecto directo e
inmediato de una y otra manifestación de voluntad. No es dable,
en consecuencia, confundir lo instrumental con lo sustancial,
como queda de manifiesto en lo precedente.
C. E ,

Reenfocando los contratos de prestaciones futuras en el marco


de la teoría general de las obligaciones, debemos reconocer que,
en la mayor parte de los casos, el objeto de la obligación no
existe al momento de generarse el vínculo obligacional, pero se
espera que exista, debiendo ello deducirse de los términos de la
contratación y de las estipulaciones respectivas. Si el objeto de la
obligación no existe ni tampoco es razonable esperar que exista,
la convención será irremediablemente nula por la ausencia de un
elemento esencial. El artículo 1461 del C.C. se refiere
expresamente a esta materia, diciendo que "no solo las cosas
que existen pueden ser objeto de una declaración de voluntad,
sino las que se espera que existan; pero es menester que las
unas y las otras sean comerciables, y que estén determinadas, a
lo menos, en cuanto a su género". Si los contratos de
prestaciones futuras disponen obligaciones cuyo objeto ha de
darse, hacerse o no hacerse en el futuro (a veces remoto), no
cabe duda de que el objeto de la obligación puede no existir al
instante de perfeccionarse el consentimiento.

Procede preguntarse cómo debe entenderse la exigencia legal


de que el objeto de la obligación no exista, pero "se espera que
exista". Se alude, a nuestro juicio, a una cuestión esencialmente
objetiva, de lo cual se sigue que se requiere de un objeto que
conforme las leyes de la física, la experiencia productiva y el
desarrollo tecnológico puede crearse, extraerse o ejecutarse por
quien se obligó a proporcionarlo o realizarlo. Si la existencia del
objeto se opone a las leyes de la física, a la experiencia
productiva o al desarrollo tecnológico, la obligación será nula o se
extinguirá por la imposibilidad en la ejecución.

Párrafo especial destina nuestro Código Civil (artículo 1461


inciso final) para describir el objeto cuando este consiste en un
"hecho". En tal caso, "es necesario que sea física y moralmente
posible. Es físicamente imposible el que es contrario a la
naturaleza, y moralmente imposible el prohibido por las leyes, o
contrario a las buenas costumbres o al orden público".

El legislador, en esta materia, recurrió a una clara distinción


entre el objeto en la obligación de dar y en las obligaciones de
hacer o de no hacer. En la primera, el objeto debe ajustarse a un
condicionamiento práctico de carácter físico, a la experiencia
productiva y el desarrollo tecnológico, en tanto, en las otras dos
(hacer y no hacer), debe adicionarse, además, un elemento
subjetivo que aprecia el juez libremente (remitiéndose a la ley, las
buenas costumbres y orden público). Estos conceptos constituyen
un recurso para resguardar tanto la organización de la comunidad
como los principios morales prevalecientes. Se trata de dos
conceptos abiertos, cuya interpretación corresponde al juez en
ejercicio de sus facultades jurisdiccionales.

Por consiguiente, en todo contrato de prestaciones futuras debe


admitirse la posibilidad de que el objeto de la obligación no exista
al momento de forjarse el vínculo jurídico, pero se espera que
exista, caso en el cual deben darse las exigencias que dejamos
consignadas en los párrafos anteriores. En la inmensa mayoría
de los contratos de prestaciones futuras el objeto no existe al
momento de perfeccionarse la convención. El obligado, en tal
supuesto, deberá procurarse el objeto. Lo que en verdad interesa
a la ley es que la obtención del mismo se encuadre en la realidad,
tanto moral como legalmente, lo cual importa aplicar los criterios
objetivos ya mencionados.
En esta materia se entrecruza la naturaleza del objeto, la validez
de la respectiva convención y la imposibilidad en la ejecución. La
ausencia de las exigencias legales mencionadas en lo precedente
puede conducir a varios resultados. Corresponde a la parte
afectada determinarlo, aun cuando es de toda evidencia que lo
primero será considerar la validez o nulidad del contrato por la
falta o ilicitud del objeto, para, posteriormente, siempre que ello
sea procedente, determinar si opera un modo de extinguir las
obligaciones. En el fondo, si el objeto de la obligación no existe al
momento de perfeccionarse el consentimiento, tratándose de
contratos de prestaciones futuras, ello implica que el obligado
(deudor) debe procurarse los medios para dar cumplimiento a lo
pactado, de suerte que aquello queda comprendido en sus
deberes contractuales. El derecho regula el cumplimiento de la
obligación contraída entre pretensor y deudor, no la actividad de
este último encaminada a obtener los medios para hacer posible
dicho cumplimiento, salvo, como se observará, casos
excepcionales. Así, por ejemplo, si una persona se obliga a
suministrar una cierta partida de insumos a lo largo de un período
determinado (contrato de suministro continuo), solo
excepcionalmente el derecho entra a calificar el deber que pesa
sobre el deudor de obtener los medios necesarios para dar
cumplimiento a la obligación.

D. I

Nuestro Código Civil no se refiere a la imposibilidad en la


ejecución, sino a una de sus manifestaciones: "la pérdida de la
cosa que se debe" (artículo 1567 Nº 7). La regulación legal está
referida a un especie o cuerpo cierto, quedando al margen todas
las demás obligaciones. Este vacío se supera por la aplicación
del artículo 534 del Código de Procedimiento Civil, a propósito de
los procedimientos ejecutivos en las obligaciones de hacer y no
hacer (Título II del Libro III del Código citado). El referido artículo
alude a las excepciones que puede oponer el ejecutado, entre las
cuales se menciona especialmente "la imposibilidad absoluta para
la ejecución actual de la obra debida", sin perjuicio de las
indicadas en el artículo 464 del mismo Código en que se
mencionan los medios de extinción de las obligaciones. Esta
norma plantea al menos dos problemas interpretativos: qué
debemos entender por "imposibilidad absoluta"; y por qué
interpretamos extensivamente en el artículo 534 del C.P.C. que
aparece en la reglamentación de la ejecución forzosa de las
obligaciones de hacer y no hacer y no en las obligaciones de
"dar".

Lo primero alude a la "imposibilidad absoluta" lo cual,


provisionalmente, hace pensar que se trata de aquello que no
puede ocurrir de acuerdo a las leyes de la física y/o morales. Sin
embargo, en derecho la concepción de "imposibilidad" es
diferente, por cuanto lo imposible es aquello que no puede
exigirse ni existe la obligación de ejecutar. Un sujeto solamente
está obligado a realizar la conducta a la cual se obligó él o su
causahabiente (sea de dar, hacer o no hacer), lo demás le es
ajeno y, por ende, un imperativo imposible de cumplir.
Corresponde observar que la conducta debida, además, está
tipificada en la ley, de modo que queda aún más circunscrita la
"imposibilidad" de que habla la norma. En definitiva, la
imposibilidad consiste en un deber de conducta que no me es
exigible. Otra deducción reduce la "imposibilidad absoluta" a un
marco estrecho de escasa o ninguna aplicación práctica, lo cual
no cuadra con el espíritu de la ley.

Como puede comprobarse, se parte del supuesto de que la


obligación es un deber de conducta típica y no una curiosa
"necesidad jurídica", como lo postula la teoría tradicional. Por lo
tanto, la imposibilidad absoluta está enmarcada en el grado de
exigibilidad del deber de diligencia y cuidado que impone el
contrato o la ley. Será imposible una prestación cuando ella
sobrepasa el deber impuesto al obligado o deudor. En otros
términos, la imposibilidad absoluta, en el ámbito del derecho
contractual, es siempre relativa y está condicionada y se mide por
el deber de conducta que se impone al obligado. Otra visión
resulta desproporcionada. Más allá de la obligación, esto es del
deber de conducta impuesto en el contrato o la ley, no hay
relación jurídica ni vínculo que determine lo que es o no es
posible.

En suma, la posibilidad o imposibilidad de ejecutar una conducta


está determinada por el deber de diligencia y cuidado que la ley
exige al obligado, y no por los hechos de la naturaleza o el
acatamiento ciego a los principios morales previsto en la norma.
Asignamos a este concepto una especial importancia, porque
hablar de imposibilidad "absoluta" es casi extravagante. Si ello
fuera atinado nos estaríamos refiriendo a un extremo que carece
de toda aplicación práctica, ya que constituiría la regulación de
una conducta inexistente. De lo manifestado se infiere que los
conceptos empleados en la ley no se pueden comprender sino
dentro de un contexto general y de una teoría que supone el
dominio de las principales instituciones del sistema jurídico.

El segundo problema interpretativo se relaciona con la extensión


que debe asignarse a esta disposición (artículo 534 del C.P.C.),
asimilando en ella las obligaciones de dar. Sin perjuicio de lo
manifestado en el párrafo precedente, hay que destacar que la
obligación de "dar" contiene la de entregar la cosa (artículo 1548
del Código Civil), vale decir, contiene una obligación de hacer
(claro está que la ley alude al modo de adquirir), de lo cual resulta
lógico que, como dice el brocardo jurídico, "donde hay la misma
razón debe existir la misma disposición". Por otra parte, el
mencionado artículo 464 del Código de Procedimiento Civil,
referido a las excepciones que pueden oponerse en el juicio
ejecutivo de las obligaciones de "dar", alude a la pérdida de la
cosa debida (numeral 15º), y se remite al Título XIX del Libro 4º
del Código Civil. A su vez, el artículo 534 del mismo Código
Procesal Civil, ampliando la excepción mencionada, se refiere "a
más de las excepciones expresadas en el artículo 464", lo cual
revela que la excepción reglamentada en el Código Civil se aplica
a toda imposibilidad en la ejecución y no solo a la pérdida de la
cosa debida.

Finalmente, no puede desconocerse el hecho de que este modo


de extinguir las obligaciones radica en la imposibilidad de
desplegar la conducta requerida en virtud de un compromiso que
liga a un sujeto activo con otro sujeto pasivo, y ello puede tomar
muchas formas o modalidades. Si aquella conducta no puede o
no debe realizarse, opera la extinción del vínculo porque nadie
puede ser obligado a lo imposible.

En los contratos de prestaciones futuras está presente, con


cierta frecuencia, la imposibilidad en la ejecución, sea porque se
agota un bien determinado, o la escasez del mismo aumenta
desproporcionadamente su costo (sobrepasando el grado de
culpa de que se responde), o deja de producirse por las más
diversas razones de carácter económico, ambiental, seguridad,
sanitarias, etcétera.

Interesa hacer presente que la imposibilidad de la prestación


puede coexistir con la constitución de la obligación o tratarse de
un hecho sobreviniente. Si la imposibilidad es coetánea al
nacimiento de la obligación, ella adolecerá de nulidad, salvo que
su existencia sea condición de la misma; si la imposibilidad
adviene, en un momento determinado, a lo largo del contrato, nos
hallaremos ante esta causal de extinción de la obligación. De lo
manifestado puede desprenderse la importancia que este modo
de extinguir tiene en los contratos de prestaciones futuras, ya que
en todos ellos el objeto de la obligación deberá estar presente y
ser física y moralmente posible a medida que se va ejecutando el
contrato (se vayan devengando las prestaciones periódicas), lo
que deberá ocurrir a través del tiempo.

A manera de conclusión podemos sostener, entonces, que las


obligaciones de prestaciones futuras quedan sujetas a la
imposibilidad en la ejecución. Cuando esta imposibilidad se
presenta al momento de contratar y es irreversible (insubsanable)
el contrato será nulo por falta de objeto (artículo 1460 del Código
Civil). A la inversa, si se espera que el objeto exista, el contrato
será condicional y su fuerza vinculante quedará sujeta a la
existencia futura del objeto de la obligación.

Réstanos, aún, precisar qué ocurre en el evento de que la


imposibilidad afecte a una o más prestación periódica, pero
siendo posible ejecutar las siguientes prestaciones. Así, por vía
de ejemplo, en un contrato de suministro continuo, suspender
algunas prestaciones por imposibilidad, pero pudiendo ellas
renovarse al cabo de la discontinuidad. Desde luego, primará lo
que señale el contrato, puesto que a las partes corresponde fijar
los efectos de la relación contractual. A falta de una estipulación
que resuelva el caso, estimamos que procede la terminación del
contrato, ya que él no puede extenderse arbitraria e
interrumpidamente sin un respaldo convencional o legal. Lo que
anotamos está confirmado por los contratos que atienden
servicios públicos. En la legislación que los regula se contemplan
normas destinadas a reponer los servicios, incluso fijándose
sanciones por el hecho de una interrupción injustificada. Si
aquellas normas no existieran, ciertamente podría hacerse valer
la imposibilidad de ejecutar la prestación, porque se ha
contratado sobre una obligación que se hace exigible
regularmente a través del tiempo. Si ella no puede cumplirse de la
manera estipulada por las partes, esta imposibilidad da margen a
su extinción. En tal supuesto, no cabe otra solución que la
terminación de la relación, quedando a firme, como se señala en
lo precedente, lo ya ejecutado. Pero insistamos en el hecho de
que, tratándose de servicios públicos, esta materia está
especialmente regulada, reconociéndose la primacía del interés
colectivo por sobre los principios generales ya comentados. El
Derecho Económico y Administrativo ha absorbido esta cuestión,
abriéndose nuevas perspectivas jurídicas, en función de un
derecho moderno.

E. L

Atendidas las especificidades de los contratos de prestaciones


futuras, debemos resolver lo concerniente a la responsabilidad de
quienes forman parte de esta relación.

En este tipo de contratación impera la legislación común con


algunas particularidades especiales.

Los contratos de prestaciones futuras pueden ser gratuitos


cuando tienen por objeto la utilidad de una de las partes,
sufriendo la otra el gravamen; u onerosos cuando tienen por
objeto la utilidad de ambos contratantes, gravándose cada uno a
beneficio del otro, según reza el artículo 1440 del Código Civil.
Esta distinción tiene importancia en función del grado de
diligencia y cuidado que impone la ley. Desde luego, son las
partes las llamadas a precisar qué grado de culpa corresponde a
cada una de ellas. Si estas nada dicen se aplicará la fórmula
prevista en el artículo 1547 del mismo Código.

Lo que nos ha interesado destacar especialmente es el hecho


de que no existe obligación civil sin precisar, en cada caso, el
grado de diligencia y cuidado que el contrato o la ley impone al
obligado y, lo que es más interesante, que en la relación
contractual no solo se obliga el sujeto pasivo sino también el
sujeto activo o pretensor, el cual no puede obstruir el
cumplimiento y, en mayor o menor medida, cooperar, según sea
la naturaleza de la obligación, con la actividad del obligado.

Reiteremos lo señalado a propósito de la culpa de que responde


el acreedor y que se traduce en invertir el nivel de diligencia y
cuidado que corresponde al deudor. Así las cosas, si el deudor
responde de culpa grave, el acreedor responderá de culpa
levísima; si el deudor responde de culpa levísima, el acreedor
responderá de culpa grave; finalmente, quien responde de culpa
leve puede exigir el mismo grado de diligencia y cuidado de su
contraparte. Nos detenemos en este punto porque la obligación
implica el comportamiento de todos quienes intervienen en la
relación, asumiendo los deberes impuestos en la ley. Cada día es
más frecuente observar que el acreedor incurre en
responsabilidad al obstruir el cumplimiento de la obligación, o
aminora la responsabilidad del deudor, situación cuyo estudio
parece postergado por la doctrina y la jurisprudencia.

Los principios enunciados son aplicables a los contratos de


prestaciones futuras con las respectivas adaptaciones. Desde ya,
indiquemos que cualquiera sea el contrato de prestaciones
futuras (de ejecución diferida, de cumplimiento parcializado o de
tracto sucesivo) y el número o la cantidad de las prestaciones a
que dé origen, el grado de culpa de que responden el deudor y el
acreedor quedará inmutable y gravitará durante todo el tiempo de
ejecución del contrato. El grado de culpa no variará, incluso si la
prestación que corresponde cambia su cuantía o calidad del
objeto. Asimismo, el incumplimiento de una o más cuotas deberá
calificarse conforme los términos del contrato y supletoriamente
según la normativa citada.

Si se declarara la nulidad del contrato se aplicarán las reglas


generales, procediéndose a las prestaciones mutuas (artículo
1687 del C.C.), como si se tratare de una obligación común de
ejecución instantánea. Pero no sucederá lo mismo si, por
incumplimiento culpable del deudor, se declara la resolución
(terminación) del contrato (por haberse dejado de pagar una o
más cuotas en que se divide el objeto de la obligación). En este
supuesto la resolución opera solo hacia el futuro y no tiene efecto
retroactivo (de lo cual se sigue que lo ejecutado queda a firme,
esto es, no se alterará). Cabe preguntarse por qué razón
asignamos efectos diversos a la nulidad y la resolución
(terminación atendidos sus efectos). La respuesta no puede ser
otra que reconocer que en el evento de la nulidad está
comprometido el interés público, en tanto en el caso de la
terminación predomina un interés privado.

Como se anticipó en páginas precedentes, ni la nulidad podría


sanearse (sin perjuicio de lo previsto en el artículo 1688 del C.C.),
ni la terminación desaparece una vez que se haya renovado el
cumplimiento (se trataría entonces de un nuevo contrato
desligado del anterior).

Reglas especiales podrían deducirse para los efectos de


adaptar las instituciones generales a la modalidad de los
contratos a futuro. Así, por vía de ejemplo, cómo debe apreciarse
la cláusula penal enorme cuando la obligación se cumple
fraccionadamente o se renueva por el tracto sucesivo; cómo debe
entenderse regulada la evicción y los vicios redhibitorios en la
compraventa si el objeto de la obligación se entrega por
parcialidades; cuál es la fórmula para el cálculo de las
reparaciones indemnizatorias tratándose del daño emergente y el
lucro cesante; de qué manera debe computarse la prescripción;
etcétera. Como puede comprobarse, existe, a partir del
fraccionamiento del objeto de la obligación, la posibilidad de que
cada cuota constituya una obligación individual y autónoma, en
cuyo caso no surgirán los problemas planteados. Pero puede
también ocurrir lo contrario, obligándonos a detallar el respectivo
estatuto jurídico.

F. R

No podría concluir el presente análisis sin aludir a una nueva


regulación propia del mercado moderno, el cual se ha
transformado en el centro de la actividad económica y en el
instrumento más sensible para el desarrollo y crecimiento del
producto. A esta materia dedicamos un estudio en el que se
analizan diversos aspectos de lo que se ha dado en llamar
"derecho del consumidor".23 La mayor parte de estas
disposiciones son de orden público e irrenunciables, limitándose
severamente la libertad contractual (artículo 4º de la
Ley Nº 19.496).

La tesis central de esta monografía radica en la necesidad de


dejar de manifiesto que el propósito del Legislador fue alterar los
términos de la "relación de consumo", poniendo fin al predominio
del proveedor, y colocando al consumidor en situación de
preeminencia respecto de su contraparte. Pensamos nosotros
que la filosofía que anima esta legislación especial debió ser
diferente: equilibrar la posición de cada uno de los intervinientes
en el acto de consumo (proveedor y consumidor), de manera de
contrapesar los intereses y defensa de los derechos de una y otra
parte. De lo obrado se sigue que se adoptó un camino muy
distinto, generando verdaderas presunciones en perjuicio del
proveedor. A tal extremo se llegó en este propósito, que las
facultades de que se dotó al Servicio Nacional del Consumidor
(Sernac) lo transforman en una verdadera "fiscalía pública" (sin
perjuicio de que la tendencia predominante es la de aumentar las
atribuciones de los órganos públicos al margen de las funciones
jurisdiccionales), promoviendo juicios y acciones infraccionales y
de indemnización de perjuicios.

La Ley Nº 19.496 es el ejemplo típico de la indebida injerencia


del Estado —a través de los órganos públicos— en una relación
que debe definirse y controlarse sobre la base de la equidad. La
intervención de los órganos públicos debería limitarse
delicadamente para no obstruir la libre competencia y la
superación de las expectativas propias de un sistema de libertad
económica. Lo propio acontece con el sentido, alcance y utilidad
del "contrato por adhesión" que se juzga a priori con ánimo
condenatorio, como si fuera un instrumento de sometimiento y
abuso. Repetimos lo sostenido con antelación: este tipo de
contratación es un instrumento insustituible para el
funcionamiento de un mercado masificado. Puede, ciertamente,
perfeccionarse, pero no remplazarlo por un "contrato dirigido".

A lo dicho debe agregarse la circunstancia de que esta ley


(sobre protección de los derechos del consumidor) es un ejemplo
típico del carácter reglamentario que acusan muchas normas que
solo pueden operar adecuadamente en la medida que sean
mandatos generales y abstractos, sujetos a su aplicación por
medio de la interpretación jurídica, tarea encomendada
esencialmente a los Tribunales de Justicia. De aquí que hayamos
sostenido con énfasis que, al abocarse la ley a resolver
cuestiones concretas o particulares, se arrebata la competencia y
las prerrogativas del Poder Judicial para resolver las contiendas
particulares, sin perjuicio de sobrepasarse las facultades del
Poder Legislativo y las potestades reglamentarias del Poder
Ejecutivo. Este fenómeno se presenta en todo su esplendor
tratándose de los contratos de prestaciones futuras,
especialmente para los efectos de regular las prestaciones
derivadas de los servicios públicos, área en la cual predomina el
contrato por adhesión que, como se dijo, constituye una pieza
esencial para el funcionamiento del mercado.

Muchas de estas normas regulan la relación del acto de


consumo cuando ello deriva o tiene origen en contratos de
prestaciones futuras. Pero se trata de normas especiales de
limitado horizonte y propias de un derecho en formación. Por lo
mismo, nos remitimos a ellas y los estudios realizados.

Por último, en este orden de cosas, debe destacarse el hecho


de que este novel sistema jurídico ha arrasado con principios
jurídicos fundamentales, lo cual, a nuestro juicio, debilita el estado
de derecho, como consecuencia de la complejidad cada día más
evidente de un sistema normativo, cuyas bases, a lo menos,
deben ser conocidas por la ciudadanía. La complejidad que
advertimos, proveniente especialmente de la legislación
económica, ha alcanzado tal grado de profundidad, que ni
siquiera los especialistas son capaces de dominarla. Este factor
erosiona la aplicación y prestigio del derecho, transformando
muchas de sus ramas en laberintos ajenos a la realidad y buena
organización social.

De más está decir que se aplican a los contratos de


prestaciones futuras las normas que rigen la responsabilidad
contractual. Es interesante tener en consideración que tratándose
de los contratos de tracto sucesivo y de suministro continuo
podría invocarse, en ciertos casos, la responsabilidad
precontractual. En efecto, cuando contra la voluntad de una de
las partes se entiende extinguida la obligación (mediante
desahucio, por ejemplo), podrían invocarse dichos principios para
reclamar una reparación indemnizatoria. Recordemos que el
contrato se agota una vez realizada cada prestación para revivir
instantáneamente si no lo impide el estatuto jurídico vigente. Es
posible que de los antecedentes hechos valer se desprendan los
presupuestos de la responsabilidad precontractual.
IV. P

Aun cuando no es fácil, intentaremos consignar las conclusiones


que nos parecen más evidentes y claras tratándose de contratos
de prestaciones futuras.

1) La fuente fundamental de este tipo de relaciones jurídicas se


halla en la voluntad de las partes (cuando el objeto es por
naturaleza divisible), o en la disposición de la ley. Son los
contratantes los llamados a convenir el pago parcializado del
objeto de la obligación siempre que ello sea físicamente posible y
cuando la ley no lo impide. Por consiguiente, la prestación diferida
es una modalidad en los términos del artículo 1444 del Código
Civil, que altera los efectos que normalmente está llamada a
producir la convención. Esta modalidad opera, además, cuando el
contrato es de ejecución instantánea, vale decir, las obligaciones
deben cumplirse tan pronto se haya perfeccionado el
consentimiento, pero las partes o la ley dilatan su cumplimiento a
través del tiempo.

2) Para calificar los efectos de esta relación, es esencial


distinguir si las prestaciones parciales conforman una obligación
derivada de un contrato matriz, o bien, individualmente, tienen
vida propia, generándose tantas obligaciones como partidas
parciales se hayan convenido. De esta distinción se desprenden
los efectos que deberán atribuirse a las prestaciones futuras,
según queda señalado en las páginas precedentes. Una
obligación (matriz) puede dar lugar a varias obligaciones
fraccionadas (caso en el cual operará una novación descrita en el
artículo 1631 Nº 1 del Código Civil) o, a la inversa, varias
obligaciones, pueden dar lugar a una obligación (fusión de
obligaciones). Esta decisión corresponde exclusivamente a los
contratantes. Supuesto necesario de esta posibilidad es la
divisibilidad del objeto, porque tratándose de prestaciones
indivisibles la autonomía privada queda limitada por la naturaleza
del objeto.

3) Los llamados contratos de tracto sucesivo y de suministro


continuo dan origen a obligaciones independientes. En
consecuencia, lo que caracteriza esta categoría contractual es la
manera en que dan vida a nuevos derechos y obligaciones, no lo
concerniente a la prestación liberatoria. Tanto el tracto sucesivo
como el suministro continuo se fundan en la especial
manifestación del consentimiento para efectos de hacer surgir
nuevas relaciones contractuales. Lo que los singulariza es el
procedimiento de que se valen para efectos de generar nuevas
obligaciones sin subordinarlas a las exigencias propias de su
objeto. De lo dicho se deduce que, en materia de cumplimiento,
cada una de dichas obligaciones tiene existencia independiente.
Lo anterior no modifica el hecho de que en los contratos
indicados hay, según lo disponga la ley o la voluntad de las
partes, relaciones de dependencia que morigeran la citada
autonomía, como se evidencia, por ejemplo, en el arrendamiento
de predios urbanos y rústicos a propósito de la llamada "tácita
reconducción" (artículo 1956 del C.C.). Ciertamente, pueden los
contratantes unir, condicionar o vincular las obligaciones que
nacen en esta modalidad contractual, pero desde la perspectiva
de su estructura jurídica, queda sentado el principio de que las
obligaciones que nacen de los contratos de tracto sucesivo o
suministro continuo son independientes y se bastan a sí mismas.
4) No corresponde al juez diferir el cumplimiento de las
obligaciones, salvo cuando ello sea una pretensión incluida o que
forme parte de la controversia que motiva su intervención. Si bien
es cierto que los jueces no fijan plazos si no se encuentran
expresamente facultados para este efecto, no cabe duda de que
pueden y deben hacerlo si dichos plazos integran aquello que se
reclama en el ejercicio de su ministerio (forman parte del
conflicto). De lo contrario, se privaría al ente jurisdiccional de sus
facultades más esenciales. Choca en esta materia el principio
según el cual los jueces no fijan plazos sino en los casos
expresamente señalados en la ley, con el principio de
"inexcusabilidad" que los obliga resolver la cuestión sometida a
su conocimiento, incluso cuando no existe norma que resuelva la
contienda (artículo 76 inciso 2º de la Constitución Política de la
República y 10 del Código Orgánico de Tribunales). En esta
disyuntiva prevalece el mandato constitucional que conforma una
de las bases fundamentales del sistema normativo. Por lo tanto,
los jueces están habilitados para fijar plazos cuando se hallan
autorizados en la ley y cuando la determinación del plazo forma
parte de la controversia de que conocen en el ejercicio de la
jurisdicción.

5) Las prestaciones parciales cumplidas, que derivan de los


contratos de tracto sucesivo y de suministro continuo, no quedan
afectadas por la nulidad o resolución (terminación) de dichos
contratos. A este respecto, cabe observar que las prestaciones
ejecutadas en cumplimiento de la obligación, extingue la relación
jurídica, razón por la cual carece de justificación anular o poner
término a un vínculo obligacional inexistente. Agréguese la
circunstancia de que las prestaciones realizadas han creado una
nueva situación jurídica intersubjetiva que puede extenderse más
allá de las partes y afectar intereses de terceros. Es cierto, como
se advirtió en las páginas anteriores, que hay quienes consideran
factible anular un contrato cumplido (y por ende extinguido), pero
ello implica atribuir al vínculo una subsistencia de la cual carece.
Estas razones nos llevan a afirmar que las obligaciones nacidas
de los contratos de tracto sucesivo y de suministro continuo, que
nacieron y se extinguieron en virtud del cumplimiento, no se
hallan afectadas por la nulidad ni la resolución del contrato matriz
del cual arrancan su validez.

6) Para los efectos del presente estudio, hemos considerado la


existencia de tres categorías contractuales relacionadas con
prestaciones futuras: ejecución diferida, cumplimiento
parcializado y tracto sucesivo. La ejecución diferida se funda en la
naturaleza del objeto de la obligación; el cumplimiento
parcializado en la voluntad de las partes contratantes; y el tracto
sucesivo en el mandato legal o la autonomía privada. Las demás
modalidades de contratación se asimilan a los tres modelos
referidos. En otros términos, los factores que determinan la
existencia de prestaciones futuras son o la naturaleza de lo
debido, o el mandato legal o la voluntad de las partes que
intervienen en la relación. A partir de este supuesto es posible
asimilar los diversos tipos de contratos a los modelos descritos.

7) Existen instituciones comunes a las tres categorías


señaladas. A este respecto, tanto el desahucio como la
revocación, la imposibilidad en la ejecución, la responsabilidad, la
existencia del objeto y la regulación fundada en el "orden público"
permiten flexibilizar el estatuto jurídico que estudiamos,
debilitando el vínculo cuando este aparece demasiado hermético.
Especial atención merece el tratamiento del "orden público",
habida consideración al hecho de que ha surgido una nueva rama
del ordenamiento jurídico (derecho del consumidor), basada en
los intereses superiores de la sociedad y la defensa del
consumidor en un mercado masificado. Lamentablemente, en lo
concerniente a la contratación masiva, se han sacrificado
principios esenciales, desfigurando el derecho contractual y sus
fuentes principales. Existen, fuera de los casos que destacamos,
otras instituciones comunes a los contratos de prestaciones
futuras, pero son las indicadas las que mayor gravitación
presentan en este tipo especial de contratación.

8) En los contratos reales y en los de ejecución instantánea no


caben las prestaciones diferidas. En los primeros un acuerdo,
postergando el cumplimiento que debe ejecutar el acreedor,
desnaturaliza este tipo de contratación, configurándose una
relación diferente (un mutuo de dinero se transforma, por ejemplo,
en una operación de crédito que se perfecciona
consensualmente). Si el contrato es de ejecución instantánea, y
se produce un retardo en el cumplimiento, se constituye al deudor
en mora con todos los efectos que ello implica.

9) La ley, excepcionalmente, contempla casos de indivisibilidad


(o excepciones a la divisibilidad), destinados a asegurar el
cumplimiento de las obligaciones. Se trata de casos
excepcionales, de interpretación y aplicación restrictiva, que
impiden un pacto de divisibilidad del objeto de la obligación. La
finalidad que se procura alcanzar, a nuestro juicio, es asegurar la
prestación, sin perjuicio de la intervención de los contratantes en
algunas hipótesis, pero siempre cuidando no lesionar los
intereses de terceros. Prueba de lo que sostenemos es el hecho
de que los seis numerales del artículo 1526 del C.C. se basan en
la defensa de los intereses del acreedor. Además, a propósito de
esta disposición, se sienta el principio de que la indivisibilidad
puede fundarse en el "grave perjuicio al acreedor" como
consecuencia del fraccionamiento del objeto de la obligación
(numeral 5º del artículo 1526 precitado).

10) Entendemos que existe indivisibilidad forzosa en aquellos


casos en que, atendida la naturaleza del objeto de la obligación,
este no puede satisfacerse por parcialidades. Lo anterior queda
de manifiesto en los ejemplos a que recurre el Código Civil al
describir las obligaciones divisibles e indivisibles (artículo 1524).
Cabe observar que, atendidas las características de las
prestaciones a futuro, la mayor parte de las mismas corresponde
a aquellas en que el objeto de la obligación no existe, pero se
espera que exista, cuestión resuelta en la normativa de nuestro
Código Civil y que, sin duda, facilita la contratación y libre
circulación de los bienes, principio rector en nuestra legislación
civil.

Hasta aquí nuestras conclusiones.

1 No deja de ser curioso el hecho de que en nuestro Código Civil no exista


referencia alguna a obligaciones "de resultado" y que ello sea creación de la
jurisprudencia fundada en un autor francés (Demogue). A nuestro juicio, la utilidad de
esta distinción se remite a los efectos probatorios de la obligación, lo cual no puede
desnaturalizar el sentido, significado y alcance de la misma. A esta materia hemos
dedicado un capítulo en nuestro libro Responsabilidad contractual, Editorial Jurídica
de Chile, 2003. Convendría preguntarse a este respecto qué sentido tendrían —si
existieran obligaciones de resultado— la diligencia y cuidado prescritos en la ley, y la
conducta desplegada por el obligado, si la responsabilidad se impondría en todo
caso, con prescindencia del comportamiento del deudor y solo en función de la
ejecución de la prestación.

2 La "teoría de la imprevisión", a nuestro juicio, carece de toda sustentación


normativa si se considera, como corresponde, el verdadero alcance de la obligación
en cuanto deber de conducta tipificada en la ley. Esta materia está latamente
analizada en el nuestro libro La obligación como deber de conducta típica. (La teoría
de la imprevisión en Chile), Ediciones Universidad de Chile, 1992. A nuestro parecer,
la "teoría de la imprevisión" es consecuencia de una errada concepción de la
obligación. Bastaría aceptar, como nosotros lo proponemos, que toda obligación lleva
aparejada la exigibilidad de un cierto grado de diligencia y cuidado, para concluir que,
por este medio, es posible corregir inequidades sobrevinientes que las partes al
contratar no pudieron razonablemente representarse. Para justificar la teoría de la
imprevisión se ha confrontado el principio "rebus sic stantibus" con el principio "pacta
sunt servanda". La jurisprudencia, salvo escasos fallos de árbitros arbitradores, ha
mantenido incólume este último principio sin intervenir el contrato. Excepcionalmente,
en un fallo de 14 de noviembre de 2006 (rol Nº 6812.2001 de la Corte de Apelaciones
de Santiago), se sigue la doctrina, a nuestro juicio, correcta. Este fallo aparece
comentado por Enrique A R en la Revista Chilena de Derecho,
vol. 34 Nº 2, 2007, pp. 361-372.

3 La excepción del contrato no cumplido ha sido vastamente debatida por diversos


autores, respecto de su alcance y consecuencias. Parte del debate está recogido en
la revista Actualidad Jurídica de la Facultad de Derecho de la Universidad del
Desarrollo, Ediciones Nºs. 8, 9, 10 y 32.

4M , Francesco, Doctrina General del Contrato, tomo I, Ediciones Jurídicas


Europa-América, Buenos Aires, 1986, p. 429.

5L , Henri y M , Jean, Lecciones de Derecho Civil, Parte Segunda,


volumen I, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1960, p. 120.

6 En nuestro libro sobre Instituciones de Derecho Sucesorio, volumen 2, Editorial


Jurídica de Chile, 3ª edición, 2002, p. 199, damos varias razones para concluir que
por la sola apertura de la sucesión se produce la división de los créditos, lo cual
constituye un principio general, sin perjuicio de las excepciones que puedan
invocarse como consecuencia de las decisiones del juez partidor o por acuerdo de los
comuneros.

7 A esta tipología contractual dedicamos un artículo publicado en la revista


Actualidad Jurídica, edición Nº 29 correspondiente al segundo semestre de 2012.

8P B , José, Fundamentos de Derecho Civil, tomo II, volumen I, 3ª edición,


Doctrina General del Contrato, p. 403.

9Curso de Derecho Civil, A R , Arturo y S


U , Manuel, redactado y puesto al día por Antonio V H., tomo IV,
Fuente de las obligaciones, Editorial Nascimento, Santiago-Chile, 1942, p. 68.

10A , Arturo; S , Manuel y V , Antonio, obra citada,


p. 69.

11L S M , Jorge, Los Contratos. Parte General, tomo I, 2ª edición


actualizada, Editorial Jurídica de Chile, 1998, p. 135.

12A , Arturo; S , Manuel y V , Antonio, obra citada,


p. 69.

13L S M , Jorge, obra citada, tomo I, p. 136.

14 Véase nota Nº 2 del presente trabajo.


15 No es esta la posición que se sostiene en el artículo "El contrato de tracto
sucesivo: una tipología especial", publicado en la revista Actualidad Jurídica, Nº 26,
p. 169, correspondiente al mes de julio de 2012, de la Facultad de Derecho de la
Universidad del Desarrollo. Nuestro cambio de posición obedece a una reflexión más
acabada sobre el tema.

16L S M , Jorge, obra citada, tomo I, p. 131.

17 Hemos seguido en esta materia el texto de nuestro trabajo "El contrato de tracto
sucesivo: una tipología especial", publicado en la revista Actualidad Jurídica de la
Facultad de Derecho de la Universidad del Desarrollo, antes citado.

18B , Doménico, Sistema de Derecho Privado, tomo IV, Contratos,


Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1967, p. 82.

19 Por nuestra parte, hemos impugnado repetidamente esta regulación (existencia


de árbitros arbitradores), facultados para fallar contra lo que dispone la ley,
obedeciendo solo a su sentido de la equidad y prudencia (artículo 223 del Código
Orgánico de Tribunales). Nos parece incompatible este tipo de tribunal con el
ordenamiento normativo y el sentido de lo jurídico. Los jueces, a nuestra manera de
ver, son creadores de derecho, pero en el delimitado campo de la interpretación
(aplicación) de la norma o su función integradora, esto es, cuando no existe norma
que se aboque a la solución de la controversia de que conocen. La sentencia judicial,
así emane de un tribunal ordinario o arbitral, debe incorporarse al sistema normativo y
formar parte de él para los efectos de atribuirle validez. Pugna contra todo sentido
jurídico que pueda introducirse en un ordenamiento esencialmente armónico y
coherente una fuente reconocidamente contradictoria. Es curioso constatar, sin
embargo, que esta modalidad haya generado una extendida aceptación, siendo
muchos los casos en que se opta por este tipo de tribunal, todo lo cual hace pensar
que no se tiene suficiente confianza en el imperio de la norma.

20 Sobre esta materia versa nuestro libro El abuso del derecho y el abuso
circunstancial, Editorial Jurídica de Chile, 1997.

21 La revocación es tratada en nuestro libro Extinción no convencional de las


obligaciones, vol. 2, Editorial Jurídica de Chile, 2008, pp. 77 y ss.

22 En nuestro libro Extinción no convencional de las obligaciones (vol. 2)


desarrollamos un estudio más detallado de la revocación y de sus incidencias en
otros modos de extinguir. Se trata de una materia que no ha sido profundizada por la
literatura jurídica y que deberá, más adelante, estudiarse con mayor rigor.

23 El trabajo citado se denomina Derecho del Consumidor. Estudio crítico, Editorial


Thomson Reuters-La Ley, 2015.
S I
I. I .S

Llamamos integración contractual al procedimiento por medio


del cual, para resolver un conflicto sobreviniente, se extiende lo
estipulado por los contratantes a materias que no se hallan
reguladas, ni expresa ni tácitamente, en la letra de la convención.

Para explicarnos este fenómeno es necesario partir de un


supuesto básico: la intención de las partes es someter una
determinada relación jurídica a lo que se ha estipulado,
extendiéndolo en todo cuanto diga relación con el objeto del acto
o contrato que se ha celebrado y sus ulteriores efectos.

Generalmente, en la vida práctica, este propósito se


complementa con la designación, para el evento de suscitarse la
controversia, de un árbitro arbitrador que falla aplicando lo que le
dicta su prudencia y equidad, lo cual, en todo caso, no es
condición de la integración como se verá más adelante. En otros
términos, las partes aspiran a darse un "estatuto contractual"
propio, excepcional, pleno, llamado a regir lo obrado más allá,
incluso, de lo que se expresa en el texto de lo convenido y que
les permite sustraerse hasta de la judicatura ordinaria. No es
esto, por cierto, lo más frecuente. Lo que sí ocurre es el hecho de
que, comprobada la ausencia de una estipulación expresa, las
partes invocan todo aquello que trasunta del contrato y que es
posible capturar por medio de su interpretación.
Es fácil, entonces, confundir la integración con la interpretación
contractual, tanto más cuanto que el Título XIII del Libro IV del
Código Civil, sobre "De la interpretación de los contratos",
contiene elementos que, sin duda, enriquecen el contenido de lo
convenido. Al parecer el autor del Código no consideró la
integración independientemente de la interpretación y, en cierta
medida, confundió ambas cosas o bien prefirió asimilarlas.

La diferencia entre interpretación e integración surge de un


hecho esencial: la primera (interpretación) se funda en el
contenido del contrato, en aquello que se puede extraer de un
análisis cuidadoso de lo estipulado y que, de alguna manera, ha
dejado huellas en su texto, sea por alusión u omisión; la segunda
(integración) implica incorporar nuevos elementos al contrato,
ajenos a su contenido implícito o explícito, pero vinculados a la
relación jurídica generada y particularmente a sus efectos. El que
interpreta lo hace en el marco del contrato, sin salirse de sus
linderos; el que integra se abre a todo el sistema, desconociendo
limitaciones y restricciones, pero solo una vez agotada la fase
interpretativa.

De lo indicado se sigue que la interpretación precede a la


integración y que esta última opera agotada que se halle la
primera. Explicado de otro modo, por sobre la integración
prevalece la interpretación, lo cual equivale a sostener que
siempre se dará primacía a la autonomía privada (autonomía de
la voluntad), prefiriendo lo convenido por encima de lo
incorporado por ausencia de estipulación formal. Lo señalado
está plenamente confirmado, creemos nosotros, por lo
preceptuado en el Código Civil, al disponer, en el artículo 1561,
que "Por generales que sean los términos de un contrato, solo se
aplicarán a las materias sobre que se ha contratado". Con todo,
hay que reconocer que las normas del citado Código sobre
interpretación del contrato tratan sobre ambas cosas (integración
e interpretación) como si fueran lo mismo, lo cual, por cierto,
acarrea dificultades y confusiones. Lo que interesa, entonces, es
describir y precisar de qué manera debe proceder cada uno de
los contratantes y de qué recursos dispone para alcanzar sus
fines (extraer una regulación ajena a los términos en que está
concebida la convención).24

La autonomía privada, como potestad creadora de mandatos


jurídicos, puede limitarse por las partes contratantes, sea
especificando criterios interpretativos (diferentes de los descritos
en el Código), sea impidiendo la integración. Así, por ejemplo,
disponerse que el contrato solo podrá aplicarse sobre
determinadas bases o definiciones y no se extenderá sino a los
derechos y obligaciones que se especifican textualmente en su
texto. No es extraño encontrar contratos celebrados bajo esta
premisa, limitándose la posibilidad de integrarlos con elementos o
recursos ajenos.

La doctrina jurídica ha formulado una importante distinción,


atendiendo a los recursos de que disponen los contratantes
cuando se trata de integrarlo (susceptible de aplicarse a la
interpretación). Se distingue al efecto entre autointegración y
heterointegración. Lo primero implica prevalerse de lo convenido,
extrayendo de ello los elementos que servirán para llenar las
lagunas contractuales, siempre de acuerdo al derecho interno y a
los elementos que este proporciona. Lo segundo, a la inversa,
permite, con el mismo propósito, acudir a elementos ajenos a la
relación y al ordenamiento jurídico interno. Por cierto, la
autointegración restringe los elementos de que se dispone, en
tanto la heterointegración amplía este horizonte enriqueciendo
dicho instrumental. De lo anotado se desprende que la
autointegración tiene como fundamento el texto de lo convenido y
todo cuanto pueda deducirse del mismo por medio de un
razonamiento expansivo que se funda en la naturaleza, sentido y
realidad fáctica de que el contrato forma parte. Por su lado, la
heterointegración es consecuencia de la inserción del contrato en
el sistema jurídico en general, el derecho comparado, los
antecedentes y precedentes históricos y elementos que este
proporciona.25

Especial atención merece el fenómeno de la "globalización", que


ha sacado al contrato de los estrechos ámbitos del reducido
mundo local, para proyectarlo a las relaciones que imperan en el
campo internacional, dando lugar a nuevos vínculos económicos
entre las naciones. A través del tiempo se ha ido perfilando un
campo jurídico renovado que integran leyes, tratados, convenios,
protocolos, acuerdos, etcétera, cada día más gravitantes en el
ámbito de la producción y el intercambio económico.

¿A qué sistema adhiere nuestra legislación? En Chile, como se


examinará más adelante, al parecer, hemos optado por la
heterointegración, ampliando, entonces, el arsenal de recursos
que se hallan a merced de quien busca llenar una laguna
contractual. Esta afirmación, sin embargo, no es pacífica y está
sujeta a discusión y controversia, por cuanto los elementos de
que se vale quien reclama la integración, si bien están
contemplados en la ley, exceden estrictamente el ámbito de la
legalidad vigente.

No debe omitirse el hecho de que toda relación intersubjetiva se


estructura en un determinado marco y que su nacimiento y
validez dependen de que puedan insertarse en él cumpliendo las
exigencias que se contemplan en el sistema, lo cual constituye
una de las bases esenciales del ordenamiento jurídico. Creemos
que se ha puesto poca atención en ello, lo cual hace pensar que
se prescinde de uno de los aspectos más sensibles de lo que
conforma lo netamente jurídico.26
Es incuestionable que la interpretación e integración contractual
están en directa relación con el sistema jurídico en su totalidad, y
que las escasas normas que se refieren a esta cuestión no se
hallan aisladas, sino que forman parte de un mecanismo más
amplio y totalizante. El contrato, por lo tanto, así sea por el
contenido que se le atribuye o la extensión que provoca su
integración, se inserta orgánicamente en el ordenamiento jurídico,
sin contradicciones ni antinomias, pasando a formar parte de él,
con todas las consecuencias que de ello se siguen.

De cuanto llevamos dicho podemos extraer una conclusión


anticipada que puede resumirse diciendo que la integración
implica la reincorporación del contrato al sistema jurídico, de
acuerdo con un texto amplificado que se ocupa, precisamente, de
resolver los vacíos y falencias que motivaron su integración. Se
trata de una tarea compleja puesto que la renovación contractual
podría contaminar de nulidad, por ejemplo, las nuevas
estipulaciones que representan el resultado de la integración.
Más claro aún, ninguna de las nuevas disposiciones adolecerá de
un vicio de nulidad y se incorporarán a la relación contractual
cumpliendo todas las exigencias que surjan de la naturaleza de la
convención afectada. Todo contrato se integra al cuerpo orgánico
de que forma parte cumpliéndose los presupuestos contemplados
en la ley para estos efectos.

A propósito de esta materia, mucho se comenta entre los


juristas —como se dijo— que el sistema legal es "pleno", incluso
sosteniendo la tesis de que esta característica es presupuesto de
un "estado de derecho" en forma. Por mi parte, he afirmado que
el "estado de derecho" está representado por la aptitud del
sistema normativo para regular la totalidad de las conductas que
pueden desplegarse en el ámbito social.27 Desde esta
perspectiva, la integración contractual es un recurso encaminado
a dar regulación normativa a una situación no prevista por los
contratantes. Asimismo, si el derecho es "pleno", porque somete
al sistema jurídico toda conducta social (sea regulándola u
omitiendo su regulación), ello hace posible otra exigencia para el
establecimiento del "estado derecho", ya que, por su intermedio,
se fortalece el principio de inexcusabilidad antes comentado.

De lo manifestado se desprende que la integración contractual


complementa la plenitud del sistema y contribuye, por lo tanto, a
hacerla posible.

En apretada síntesis, podría decirse que el problema relativo a


la integración surge cuando el contrato, que no establece
prestación alguna en favor del reclamante, se invoca como
fundamento de lo pedido. La médula del problema, entonces,
radica en la admisibilidad y procedencia de la pretensión
formulada, cuestión que deberá resolverse a la luz de las normas
dispositivas que regulan esta materia. Se parte de la premisa que
el contrato no solo impone aquellas obligaciones que se
describen en la literalidad de su texto y de lo que se deduce del
análisis lógico de su contenido (materia propia de la
interpretación). Lo singular y fundamental de la integración radica
en que acarrea, como se verá, la existencia de obligaciones que
no aparecen en el contrato, sino en el marco jurídico en el cual se
insertó.
II. E

Como demostramos en lo precedente, nuestro sistema jurídico


puede calificarse como de heterointegración, vale decir, utiliza
elementos ajenos al contrato mismo para resolver los conflictos
que nacen de la falta de regulación dada por las partes (sin que
puede desprenderse una solución fundada en el tenor literal de lo
convenido o en las llamadas leyes supletorias de la voluntad). Es
esta, sin duda, la primera exigencia para hallarnos ante un
problema de integración contractual.

Dos disposiciones son las que proporcionan los elementos que


procuramos identificar: los artículos 1546 y 1563 del Código Civil.
Las demás normas vinculadas a esta materia, a nuestro juicio, no
se encuentran relacionadas directamente con la integración del
contrato.

La primera de las normas citadas es del tenor siguiente:

"Los contratos deben ejecutarse de buena fe, y por consiguiente


obligan no solo a los que en ellos se expresa, sino a todas las cosas
que emanen precisamente de la naturaleza de la obligación, o que
por ley o la costumbre pertenecen a ella".

Salta a la vista, primordialmente, el hecho de que el contrato no


es una figura hermética, cercada forzosamente por lo estipulado
por las partes. Por consiguiente, el contrato obliga i) a lo que en él
se expresa; ii) a lo que emana de la naturaleza de las
obligaciones que se crean; iii) a lo que por ley o la costumbre
pertenecen a dichas obligaciones. Nótese que para precisar el
alcance del contrato se recurre a las obligaciones que este
genera. De esta manera se independizan absolutamente
interpretación (la cual fija lo que en el contrato se expresa) e
integración (que complementa lo estipulado). Del mismo modo, la
ejecución de las obligaciones creadas es el conducto para
precisar el contenido del contrato y la medida de la buena fe que
se exige a los contratantes. Así, por ejemplo, la aplicación
práctica del contrato (que para muchos es la regla de oro en
materia interpretativa) puede alumbrar no solo la intención de las
partes, sino el alcance de su voluntad al contratar (artículo 1564
inciso final del Código Civil).

Nos topamos, en este punto, con uno de los problemas más


complejos de este análisis. Si las partes nada han convenido
respecto de un punto determinado, imponerles una cierta
regulación implica sobrepasar el principio "pacta sunt servanda",
una de las bases esenciales de nuestro derecho contractual,
recogido principalmente en el artículo 1545 del Código Civil. Entre
esta disposición y el artículo 1546 —antes transcrito— no
visualizamos contradicción alguna, aun cuando pudiera pensarse
otra cosa. Se trata de dos fenómenos diversos: la fuerza e
intangibilidad del contrato, por una parte, y la forma en que este
debe ser ejecutado y sus alcances, por la otra.

La integración, en el fondo, nace de una verdadera presunción,


de la cual desprendemos que si las partes hubieren atendido al
problema que la provoca y respecto del cual nada han estipulado,
habrían obrado de la manera que determina la integración. Por
ende, lo que en definitiva se incorpore al contrato, deducimos que
debió formar parte del mismo en el evento de que sus
estipulaciones se hubieren extendido a la materia no regulada.
Hay, en este sentido, una manifiesta similitud con la analogía
como elemento llamado a la integración de las "lagunas legales".
Como puede apreciarse, se trata de una materia ajena a la
interpretación, según la cual la solución del problema queda
comprendida en el mismo contrato, tanto en su tenor literal como
en su contenido tácito. La función del intérprete dista
absolutamente de la función del que integra: el uno descubre el
contenido del contrato; el otro le incorpora aquello que debiendo
decir, pero calló.

El principio citado (pacta sunt servanda) apunta a la


intangibilidad, certeza y estabilidad del contrato, no al alcance
(mayor o menor) de su contenido.

El artículo 1546 del Código Civil, antes de señalar los elementos


de que se vale el contratante para integrarlo, advierte que la
"buena fe" implica no limitar lo convenido a lo que en el contrato
se expresa, sino también a lo que se deduce de las obligaciones
generadas. Lo anterior importa reconocer, a lo menos, dos cosas:
que la interpretación es anterior a la integración, y que el contrato
cubre un espacio más amplio que aquello que se expresa en su
texto. A partir de esta premisa se especifican los elementos de
integración, pero con una salvedad importantísima, que consiste
en la remisión a la naturaleza de las obligaciones generadas. Lo
que parece extraordinario es esta remisión a la "naturaleza" de
las obligaciones creadas. En suma, ello implica reconocer que los
efectos del contrato (creación de obligaciones) sirven para
integrarlo, atendiendo a su naturaleza. Por lo tanto, el contrato es
una unidad de efectos directos y de efectos reflejos.

Analizaremos, a continuación, los elementos de integración,


advirtiendo que ellos se aplican sobre la base de que el acto o
contrato se insertó válidamente en el ordenamiento jurídico,
pasando a formar parte de él; que los elementos de integración
operan a través de las obligaciones generadas por el mismo
contrato; y que la tarea del llamado a integrar el contrato no
consiste en extraer de su tenor la disposición faltante, sino
incorporar al contrato articulaciones que se presume habrían sido
acordadas por las partes en el evento de que al consentir se
hubieran representado la controversia no resuelta.

A. N

El primer elemento de integración atiende a la naturaleza de las


obligaciones que genera el contrato. Debe recordarse que esta
figura jurídica solo crea obligaciones (ni las extingue ni las
modifica), y que ellas consisten en un "deber de conducta típica",
concepción que despeja toda duda respecto de su naturaleza. De
lo que se trata, entonces, es de precisar (así lo dice la ley) este
deber que puede consistir en dar, hacer o no hacer alguna
cosa.28 Estos tres tipos de obligación tienen un estatuto propio y
una finalidad perfectamente definida. De la misma manera, puede
una obligación ser pura y simple o estar sujeta a modalidad
(condicionales, modales o a plazo); ser de género o de especie o
cuerpo cierto; ser de objeto simple o de objeto múltiple; de objeto
divisible o indivisible; etcétera. Por otra parte, hay obligaciones
reguladas en la ley (como la obligación de dar, hacer o no hacer
de conformidad a los artículos 1548, 1553, 1555 del Código Civil),
que permiten definir la "naturaleza" de las obligaciones y sus
principales características, enriqueciendo de este modo la
aplicación del artículo 1546.
En consecuencia, quien integra el contrato deberá atender a
estas y otras características de las obligaciones que se contraen
para los efectos de extenderlo y resolver aquello que no fue
materia de regulación por los interesados. Debe tenerse siempre
en consideración que la naturaleza del contrato viene dada por
las obligaciones que se generan con su celebración. Así se
desprende de lo previsto en el inciso primero del artículo 1563 del
Código Civil que, si bien está ubicado a propósito de la
interpretación, puede proyectarse al campo de la integración.

A mayor abundamiento, hay una norma de carácter general que


respalda lo que hemos indicado. El artículo 1444 del Código Civil
afirma que en cada contrato hay cosas "que son de su esencia"
(aquellas sin las cuales o no produce efecto alguno o degenera
en otro contrato diferente); de "la naturaleza" (aquellas que no
siendo esenciales, se entienden pertenecerle sin necesidad de
una cláusula especial); y "accidentales" (aquellas que sin ser
esenciales ni pertenecerle naturalmente se le agregan por medio
de cláusulas especiales). Esta disposición incorpora, como
elemento de integración, toda la normativa supletoria de la
voluntad de las partes. Recuérdese que los contratos pueden ser
típicos (cuando están regulados por el derecho) y atípicos
(cuando no tienen una regulación legal). En tal supuesto, este
último se somete a las estipulaciones dadas por las partes y a
aquellas disposiciones legales que rigen los contratos que
parecen más semejantes, atendido su objeto y sus efectos. No es
infrecuente, tampoco, en este orden de cosas, que un contrato
sea una unión de contratos típicos, tal ocurre, por vía de ejemplo,
con el contrato de leasing, en donde se une la promesa de
compraventa, el arrendamiento, e incluso derechos cautelares.
No es difícil, en este contexto, deducir cuáles son las normas que
lo regulan.
Cabe preguntarse por qué razón para llevar adelante la
integración del contrato se atiende a las obligaciones que este
genera. La respuesta es simple. El efecto fundamental y la razón
de ser del contrato radica en las obligaciones que nacen con su
celebración. Si el contrato no hiciera surgir obligaciones civiles
carecería de toda importancia jurídica y no sería más que un
envoltorio sin contenido. Ratifica esta opinión lo que manifiesta el
artículo 1562 del Código Civil, según el cual "El sentido en que
una cláusula puede producir efecto, deberá preferirse a aquel en
que no sea capaz de producir efecto alguno".

Finalmente, cabe destacarse lo que sobre este punto dispone el


artículo 1563 del Código Civil. Desde luego, en materia
interpretativa la naturaleza del contrato juega también un rol
fundamental: "En aquellos casos en que no apareciere voluntad
contraria deberá estarse a la interpretación que mejor cuadre con
la naturaleza del contrato". Nótese que la ley alude a la
"naturaleza del contrato", no a la naturaleza de las obligaciones
que "emanan precisamente" de él (como lo señala el artículo
1546). No se trata de un detalle, sino de una valiosa orientación
para quien interpreta y para quien integra. El primero atenderá a
la naturaleza del contrato (oneroso o gratuito; unilateral o
bilateral; conmutativo o aleatorio; principal o accesorio; etcétera),
el segundo a la naturaleza de las obligaciones que este genera
(pura o simple o sujeta modalidad; divisible o indivisible; civil o
natural; etcétera). Lo anterior demuestra que la interpretación
está circunscrita al contrato como un todo, en tanto la integración
específicamente a las obligaciones que este genera.

El inciso segundo del artículo 1563 del Código Civil, precitado,


agrega: "Las cláusulas de uso común se presumen aunque no se
expresen". Desde esta perspectiva, puede sostenerse, en
consecuencia, que todos los contratos se integran, a pesar de
invocarse una norma ubicada a propósito de la interpretación.
¿En qué consiste el "uso común" a que alude este artículo? A
nuestro juicio, se refiere a aquellas cláusulas que aparecen en la
mayor parte de los contratos y que tienen como objeto, por lo
general, facilitar el cumplimiento de las exigencias de carácter
administrativo para que lo estipulado surta efectos (facultades
para inscribir el contrato en los registros públicos o dar a conocer
su existencia, referencia a índices relativos a materias
financieras, adopción de medidas de resguardo respecto de su
existencia o contenido). Jamás una cláusula de "uso común"
podrá invocarse para contradecir o impugnar una cláusula
expresa o aquello que la ley dispone en relación con la cuestión
disputada. No puede preterirse el hecho de que trata de un
instrumento auxiliar que cede ante los demás antecedentes de
mérito directo.

En resumen, tanto la naturaleza del contrato como las


obligaciones que aquel gesta, colocan al interesado en situación
de identificar una serie de normas que, si bien no se refieren a la
situación que se trata de resolver, permiten "completar" el
ordenamiento jurídico contractual, incorporando a su estructura
un conjunto de normas cuya principal característica es la
coherencia y armonía entre las instituciones que coexisten en él.

Como se verá más adelante, esta conclusión está amparada por


el artículo 1546 del Código Civil.

B. E
El mencionado artículo 1546 del Código Civil recurre a la "buena
fe" para destacar la importancia de las obligaciones que nacen
del contrato, derivando de estas últimas el alcance e identidad del
mismo. A nuestro juicio, lo que destacamos está claramente
referido en la disposición. Reafirmemos que para integrar el
contrato se recurre a la naturaleza de las obligaciones a que da
origen. A su vez, las obligaciones están condicionadas por otros
elementos, entre ellos la ley. ¿A qué ley alude el artículo 1546 del
Código Civil cuando se refiere a aquello que por ley pertenece a
la naturaleza de la obligación? No cabe la menor duda de que la
referencia está hecha a toda ley relativa a las obligaciones
emergentes, particularmente a las llamadas "leyes supletorias de
la voluntad de las partes", normas de carácter dispositivo (no
imperativas), que sustituyen la voluntad de los contratantes frente
a su silencio. El comercio jurídico es cada día más veloz de modo
que muchos contratos solo requieren para perfeccionarse de un
acuerdo sobre sus requisitos esenciales.

Un ejemplo de lo que destacamos es el contrato de


compraventa (el más importante en el ámbito civil). El artículo
1801 del Código Civil escuetamente expresa en su inciso 1º, "La
venta se reputa perfecta desde que las partes han convenido en
la cosa y en el precio, salvas las excepciones siguientes". En
consecuencia, por regla general, basta un acuerdo de voluntad
circunscrito a la "cosa" y el "precio" para que las normas
supletorias de la voluntad complementen la convención en todos
sus detalles.

Las leyes supletorias de la voluntad de las partes conforman,


además, las llamadas cosas de la naturaleza de un contrato en la
terminología del artículo 1444 del Código Civil, ya citado, y se
entienden pertenecer al mismo "sin necesidad de una cláusula
especial". En otros términos, esta normativa enriquece las
estipulaciones cuando la regulación es magra o carece de
precisión. Es, por lo tanto, el mejor auxilio para la función
integradora de la regla contractual.

Quien asuma la tarea de integrar el contrato contará, por


consiguiente, con todo cuanto pertenece a la obligación por
mandato de la ley, pudiendo valerse de ello en la ejecución y
justificación de su objetivo. Lo que consignamos tiene como
fundamento la unidad, coherencia y armonía del sistema, ya que
lo que se procura es evitar contradicciones en el silencio de las
partes, debilitando el funcionamiento del ordenamiento jurídico.
De aquí la importancia que asignamos en lo precedente a los
llamados contratos típicos, fuente que enriquece las normas
supletorias de la voluntad de las partes.

Puede ocurrir que se descubra una contradicción entre los


diversos elementos de que dispone quien practica la integración,
especialmente cuando se trata de situaciones concretas y
específicas. Así, por ejemplo, si se determina la naturaleza del
contrato a través del contenido de las obligaciones a que dio
origen, pero ello se contrapone a las normas supletorias de la
voluntad de las partes, nos hallaríamos ante un conflicto que nos
obliga a dilucidar a qué elemento debe ocurrirse preferentemente.
A nuestro entender, hay un solo elemento que prevalece sobre
los otros: las normas supletorias de la voluntad. Llegamos a esta
conclusión porque los contratantes, al dejar sin regular una
situación, tácitamente están sometiéndose a lo que disponen
aquellas normas auxiliares de carácter dispositivo que
complementan el plan contractual.

Dejemos definitivamente sentado que las obligaciones creadas


por el contrato son el medio de que se vale el llamado a integrarlo
para precisar su contenido, siguiendo lo dispuesto en el artículo
1546 del Código Civil. Agréguese a lo señalado el hecho de que,
al conocerse la naturaleza de las obligaciones, será posible
desentrañar, además, la naturaleza de su fuente (el contrato),
materia que incidirá en su interpretación. Lejos de suscitarse una
contradicción se produce una plena complementación entre lo
previsto respecto de la interpretación y la integración.

C. L

Siguiendo, finalmente, las pautas que proporciona el artículo


1546 del Código Civil, tantas veces invocado, aludimos a la
costumbre como medio para desentrañar la naturaleza del
contrato y, por este medio, lograr su integración.

Desde luego, es necesario invocar el artículo 2º del Código Civil,


según el cual "La costumbre no constituye derecho sino en los
casos en que la ley se remite a ella". De lo previsto en esta norma
se infiere que todo lo concerniente a la integración contractual
está regulado por las disposiciones legales citadas y por la
costumbre jurídica, ya que, si bien esta última influye en el
contenido de las obligaciones, son ellas (las obligaciones) lo que,
a su vez, determina la naturaleza del contrato, desprendiéndose
de esta el contenido que debe dársele. Más claro aún, para
integrar el contrato se recurrirá —según el artículo citado— a
todas las cosas que emanan de la naturaleza de las obligaciones
que se han generado o se desprendan de la ley o la costumbre
jurídica.

Si bien es cierto que nuestra legislación no trata separadamente


de la integración contractual (como sucede con la interpretación
del contrato), es el artículo 1546 del Código Civil el que describe
los elementos que deben invocarse en la función integradora. La
dificultad deriva de la remisión a la "naturaleza de la obligación", y
no directamente a la "naturaleza del contrato" que es lo que
interesa. Pero la aplicación de esta norma permite llegar a ella,
como queda demostrado en las páginas anteriores.

Nuestra tesis puede discutirse, partiendo de la premisa de que


parece asignarse demasiada importancia al tenor literal de la
disposición en que se funda. Sin embargo, lo que no puede
desconocerse es el hecho de que el artículo 1546 del Código
Civil, tantas veces invocado, es el que determina de qué modo
debe proceder quien sostiene la integración. En una palabra, la
integración se basa en la naturaleza de las obligaciones que se
generan, las cuales deben considerar lo que dispone la ley y la
costumbre.

La Excma. Corte Suprema, en fallo de 7 de noviembre de 2016,


ha resuelto:

"Que el artículo 1546 del Código Civil consagra una verdadera pauta
de interpretación de los contratos, toda vez que, según ella, estos
últimos dictan más allá de su letra todos los componentes que
emanan precisamente de la naturaleza de la obligación o que por ley
o la costumbre pertenecen a ella. Esta disposición, no obstante su
ubicación en el Título XII del Libro IV del Código Civil, a propósito del
efecto de las obligaciones, más parece un canon de integración del
contrato, básico de considerar para el proceso interpretativo
posterior".29

Como puede constatarse, las reflexiones de la Excma. Corte


Suprema concuerdan con nuestra apreciación sobre la función
que concierne a las obligaciones a que da vida el contrato, las
cuales constituyen un elemento de integración, como se ha
explicado. En suma, lo que interesa, siempre para efectos de la
integración, es precisar la "naturaleza del contrato", y ello es
posible alcanzar considerando la "naturaleza de las obligaciones",
como ha quedado dicho. No implica esto un salto al vacío, porque
la "naturaleza del contrato" puede develarse analizando el deber
de conducta que este impone, su extensión, su objeto, su
extinción, etcétera. Una adecuada ponderación de estos
elementos conducirá, sin dificultades, a la fuente de la cual
emanan.

Recordemos, aun cuando sea de paso, a lo menos, tres


cuestiones capitales. La costumbre en el ámbito civil no
constituye derecho sino en los casos en que la ley se remite a
ella. En el campo del derecho mercantil opera en el silencio de la
ley (artículo 4º del Código de Comercio). La prueba de la
costumbre en el derecho común se somete a las reglas generales
como si se tratara de hechos comunes; en tanto en el derecho
comercial se halla reglada en los artículos 5º y 6º del mismo
Código. Por último, la interpretación en materia civil está regulada
en la ley (artículos 1560 y siguientes del Código Civil), en el
derecho mercantil las costumbres "servirán de regla para
determinar el sentido de las palabras o frases técnicas del
comercio y para interpretar los actos o convenciones
mercantiles". Cabe preguntarse si estas tres diferencias permiten
distinguir la integración contractual en uno u otro campo del
derecho. A juicio nuestro, ello no es posible. No hay en esta
materia diferencias fundamentales, sin perjuicio de reconocer que
una laguna contractual será siempre más escasa en el campo
mercantil, atendido, precisamente, el rol que desempeña la
costumbre (en el silencio de la ley). Más aun, las normas
mercantiles se complementan con las normas civiles, según
prescribe el artículo 2º del Código de Comercio, conforme al cual
"En los casos que no estén especialmente resueltos por este
Código, se aplicarán las disposiciones del Código Civil". Ninguna
de estas diferencias justifica una normativa diferente en relación
con la integración, ni neutraliza las aseveraciones que anteceden.
D. L

Desde luego, tratándose de un árbitro arbitrador no cabe la


menor duda que puede integrar un contrato cuando estima, luego
de su interpretación, que tiene vacíos o lagunas insalvables,
empleando para estos efectos la equidad natural (artículo 223 del
Código Orgánico de Tribunales). Es necesario advertir que lo que
le está vedado es decidir sin fundamento o erradamente la
existencia de una laguna contractual, puesto que en tal caso
excede su competencia (al marginarse del contrato, intervenirlo y
modificarlo a su arbitrio), e incursiona a un ámbito que no
corresponde a la relación jurídica en que le es dable intervenir.
Pero, constatada que sea la existencia de una laguna contractual,
puede llenarla invocando la equidad natural.

¿Qué ocurre en los demás casos?

Partiendo del supuesto de que existe un vacío contractual que


no ha podido superarse por medio de los elementos antes
comentados, y obligado el juez a resolver (principio de
inexcusabilidad), puede y debe recurrirse a la equidad natural
para estos efectos.

Las razones sobre las cuales apoyamos esta conclusión son las
siguientes:

i) El artículo 1546 del Código Civil —el más importante en lo que


dice relación con la integración contractual— consagra el principio
de la "buena fe" para efectos de ejecutar (cumplir) el contrato y
describir su extensión cuando el texto de lo estipulado es
insuficiente para abordar una determinada situación. Por
consiguiente, la "buena fe" es el instrumento básico para lograr la
integración del contrato;

ii) La equidad natural se ha conceptualizado como "un sentido


(en cuanto entendimiento o razón o modo particular de entender
una cosa o juicio que se hace de ella) intuitivo de justicia aplicada
a un caso o situación concreta, con prescidencia del derecho
positivo".30 Otro autor ha sostenido que "es un sentimiento de
justicia presente en todo ser humano que se traduce en sentir lo
que es o debería ser el derecho, constitutivo de una categoría
determinada de nuestra vida espiritual que, con suprema
evidencia y abstracción hecha de toda institución positiva, nos
permite distinguir entre lo justo o lo injusto, en la misma forma
que distinguimos entre el bien o el mal, lo verdadero y lo falso, lo
hermoso y lo feo".31 Comoquiera que sea, la equidad natural
constituye un componente de la buena fe, puesto que no se
vislumbra de qué manera, en ausencia de una cláusula
contractual, podría esta suplirse al margen del sentido intuitivo de
justicia de quienes participan en la relación. La buena fe está
indisolublemente ligada a la corrección, la lealtad, honradez y la
rectitud, sea que se acepte una concepción ética o psicológica.
De lo anterior se sigue que la equidad no puede divorciarse de la
buena fe ni esta de aquella en la tarea de complementar una
convención fundada en derecho;

iii) Desde otro punto de vista la equidad natural constituye un


elemento de clausura en el sistema adoptado por nuestro Código
Civil en materia de integración de las "lagunas legales",
reconocido como tal expresamente en el artículo 24 de dicho
cuerpo legal. Si el legislador le asignó un rol de tanta
trascendencia y, todavía más, entendió que el contrato era una
ley particular para los contratantes (artículo 1545), no cabe duda
de que es el instrumento más idóneo en la función de integración
contractual;

iv) Coinciden los autores en afirmar que la buena fe (por tanto


sus componentes y entre ellos la equidad) constituye un "principio
general de derecho", lo cual, por cierto, amplía su radio de
influencia al momento de determinar el contenido y alcance de
una convención que, por cierto, no puede contravenir un principio
general de derecho, fijándose, de este modo, límites y horizontes
a la función integradora;

v) La buena fe y la equidad natural, a su vez, son llamadas a


resolver una controversia que nace en la ejecución de un contrato
que no aborda la cuestión debatida. Se trata, por ende, directa o
indirectamente, de la incorporación de una regla dispositiva
(resuelve la disputa), sea negando o declarando un derecho
subjetivo.

Estas y muchas otras razones nos llevan a la conclusión de que


la equidad natural, como ingrediente necesario de la buena fe, es
un elemento que debe considerarse y emplearse en la integración
contractual.

Reafirma lo que señalamos la opinión de algunos autores,


especialmente al referirse a la buena fe y su influjo en el
ordenamiento jurídico, a este respecto se ha escrito: "Si bien
consideramos que la buena fe es un elemento ético-social que no
es creado por el Derecho, sino que utilizado por el ordenamiento
jurídico para lograr sus fines, estimamos que a su vez el Derecho
le da una cierta forma (el contenido es anterior a él), y así la
buena fe pasa a ser, en el campo del Derecho, un concepto ético-
social y jurídico que el juez deberá considerar a la hora de
determinar si una conducta se ajusta o no a Derecho. Entonces,
la buena fe, en el campo del Derecho, pasa ser un patrón de
conducta que éste exige a todos los miembros de la comunidad
jurídica, en cuanto todos ellos, en todas sus actuaciones —ya
ejercitando un derecho, ya cumpliendo una obligación— deben
comportarse según los dictados que impone la buena fe, esto es,
con corrección, lealtad, honradez y rectitud. Quien no ajuste su
conducta a la buena fe, recibirá una sanción, como por ejemplo,
la imposibilidad de ejercer un derecho subjetivo del cual el sujeto
es su legítimo titular. En resumen, el Derecho hace suyo un
concepto que es anterior a él, imponiendo un padrón de conducta
obligatoria para todos los sujetos en todas sus obligaciones".32

El contenido de la buena fe revela que la integración de un


contrato no puede pasarla por alto, razón por la cual la equidad
natural, que forma parte de aquella, se transforma en un
elemento de integración a disposición del juez o autoridad
respectiva. El mismo autor, en un apartado de la obra citada, bajo
el título de "función integradora de la buena fe", manifiesta lo
siguiente:

"La buena fe, como principio general de derecho, también va a actuar


en el ámbito de la integración del ordenamiento, siendo fuente formal
de Derecho en los casos en que no exista una norma expresa que dé
solución a un caso determinado.

De este modo el juez, obligado en virtud del principio constitucional


de inexcusabilidad a pronunciarse siempre acerca de los asuntos que
se le presenten aun a falta de ley, se verá en el deber de recurrir al
contenido ético de la buena fe, para dar solución al problema. El
ejercicio lógico que deberá realizar el juez para determinar si cierta
conducta se ajusta o no a la buena fe consistirá en recurrir a los
conceptos de lealtad, honradez y otros elementos análogos de
carácter axiológicos. Como veremos más adelante, la función
integradora alcanza una de sus máximas expresiones en las
relaciones contractuales intersubjetivas donde existirán múltiples
vacíos, tanto en la ley que regula el contrato específico como en la
regulación dada por las mismas partes.

Cabe agregar que la buena fe tiene una real fuerza normativa, la que
en opinión de Betti (se especifica la cita) se manifestará tanto en su
aspecto negativo como positivo. Bajo un aspecto puramente
negativo, la buena fe se presenta como una obligación de respeto, de
conservación de la esfera de los intereses ajenos. Por su parte,
desde una perspectiva positiva, la buena fe impondrá una activa
colaboración entre los co-contratantes, encaminada a promover sus
intereses. Desde este segundo aspecto surgirán deberes jurídicos
para los sujetos, los cuales son plenamente exigibles por los
acreedores de los mismos. De este modo, si existe un deber de
comportarse conforme a la buena fe, todo acto en contrario será
considerado un ilícito".33

Como puede observarse, la buena fe arrastra con ella a la


equidad natural, permitiendo que la función integradora la utilice
para completar una regulación contractual inexistente.

Suele objetarse esta posición, sobre la base de que el juez


(quien asume la tarea de integrar el contrato) pasaría por sobre la
voluntad de las partes, vulnerándose lo dispuesto en el artículo
1545 del Código Civil que consagra el principio "pacta sunt
servanda". Para disipar las dudas debemos precisar e insistir en
que la integración tiene un carácter dispositivo y opera solo en la
medida en que ella sea necesaria para resolver un conflicto de
interés a propósito del contenido, alcance y efectos de un
contrato, y para el solo efecto de resolverlo. No se trata,
entonces, de intervenir el contrato ni de dar al juez facultades
para modificarlo o imponer obligaciones arbitrariamente. Como
puede apreciarse, quien se empeña en integrar una laguna
contractual está premunido de varios elementos que le ayudarán
en su tarea.
Desde luego, se ha planteado una cuestión accesoria de
importancia: ¿tiene alguno de los elementos analizados prioridad
sobre los demás? ¿Está, quien realiza la función integradora,
obligado a respetar ciertas prioridades? A nuestro juicio, no hay ni
en la ley ni en la doctrina una preferencia que deba respetarse.
Es cierto que la descripción de los elementos de integración está
dada por el artículo 1546 del Código Civil, pero no puede
extraerse de su texto una cierta preferencia que obligue a seguir
un orden prioritario. Por el contrario, la disposición citada parece
empeñarse en definir aquellos elementos incorporándolos a una
noción unitaria: "la naturaleza de la obligación". Es este elemento
el que parece gobernar el procedimiento, tanto más si se
considera la letra del artículo 1563 del Código Civil, según el cual
"En aquellos casos en que no apareciere voluntad contraria
deberá estarse a la interpretación que mejor cuadre con la
naturaleza del contrato". Como advertimos con antelación, el
contrato se incorpora al sistema, pasa a formar parte de él, y es
fuente de las obligaciones creadas. A lo que sí debe atender el
encargado de la integración contractual es al fin que persiguen
las partes al contratar y este ánimo o propósito influye en todos
los elementos analizados (naturaleza de las obligaciones, leyes
supletorias de la voluntad, costumbre asociada a la contratación y
equidad natural como expresión de la buena fe). Lo que decimos
está abonado por la letra del artículo 1564 del Código Civil que
alude al "sentido que mejor convenga al contrato en su totalidad".
Sería vano integrar el contrato prescindiendo del objetivo que se
proponen quienes participan en él.

En suma, la integración contractual es un mecanismo o


procedimiento, fundado en elementos dispensados por el
ordenamiento jurídico, que apunta a una finalidad querida y
compartida por quienes participan en la creación del derecho.
Ahondando las reflexiones sobre esta materia, cabe recordar
que la buena fe y la equidad natural están presentes en nuestro
derecho permanentemente por medio de elementos que se
expresan de manera constante y a los cuales parece no damos la
debida importancia. En efecto, las leyes aluden frecuentemente a
las "buenas costumbres", al "orden público", a la "moral" (por
ejemplo, artículos 1461, 1467, 1683, 1717 del Código Civil). Las
citadas disposiciones, y varias otras, evocan estos conceptos,
para aproximar las disposiciones de la ley a la rectitud, la
corrección, el respeto por el derecho ajeno. Todas ellas son
expresión de la equidad y la justicia y el arsenal de que dispone el
juez a la hora de resolver una disputa intersubjetiva. El
dinamismo y flexibilidad de este instrumental impide el
anquilosamiento de instituciones de tanta importancia como los
elementos de los actos jurídicos, las convenciones matrimoniales,
la nulidad, etcétera. Con razón más de alguien los ha calificado
como una especie de "lubricante" entre la realidad circundante y
la normativa que rigen la conducta de los sujetos de derecho.
Lamentablemente los jueces no emplean estos recursos con la
habitualidad que fuera de desear. Los referidos conceptos
desempeñan, en los períodos de cambios y efervescencia social,
un rol particularmente importante, por cuanto actualizan el
derecho vigente sin que sea necesario modificar las normas. No
puede dejarse pasar la circunstancia de que el derecho siempre
sucede a las transformaciones sociales, y no podría ser de otra
manera porque su función consiste en institucionalizar las
grandes transformaciones que operan en el seno de la
comunidad. La norma, por lo mismo, está llamada a recoger una
realidad social que el legislador debe transformar en norma
jurídica. Esta trama hace posible lo que se denominado
"realización espontánea del derecho" que es un elemento
fundamental del sistema jurídico y que se afinca en la identidad
entre norma y realidad social.
Lo señalado nos permite afirmar que los conceptos indicados
("orden público", "moral", "buenas costumbres") aproximan la
aplicación del derecho a la buena fe y la equidad, ya que son
expresión de los valores que predominan en los diversos estadios
de la comunidad. Por otro lado, se refuerzan los elementos de
integración contractual, aun cuando esta operación sea
excepcional y solo se utilice para completar la regulación dada
por las partes respecto de la aplicación de las convenciones.
III. E

La integración contractual, quienquiera que la practique, tiene


efectos relativos, esto es, solo alcanza a la controversia que se
ha suscitado respecto de su contenido. Una vez establecida la
extensión de las regulaciones que corresponden, lo resuelto solo
puede invocarse con carácter obligatorio en el caso de que se
trata y no respecto de otras estipulaciones, incluso si ellas son
semejantes y afectan a las mismas partes. El juez resuelve el
caso a que es convocado, y su decisión tiene efecto de cosa
juzgada, pero limitada a la controversia resuelta.

No debe esta tarea confundirse con la interpretación, que


permite invocar lo resuelto en casos semejantes respecto de
contratos celebrados por las mismas partes y sobre la misma
materia. En efecto, el artículo 1564 del Código Civil, recién citado,
al tratar de la interpretación, señala: "Las cláusulas de un contrato
se interpretarán unas por otras, dándose a cada una el sentido
que mejor convenga al contrato en su totalidad (inciso 1º). Podrán
también interpretarse por las de otro contrato entre las mismas
partes y sobre la misma materia". (inciso 2º). Como lo hemos
advertido a lo largo de todo este trabajo, la actividad descrita
apunta a descubrir la intención de las partes, pero sobre la base
de lo expuesto en su texto y su inserción en el ordenamiento
contractual. Reiteremos, entonces, la diferencia ya mencionada
entre interpretación e integración.
Cabe preguntarse, a estas alturas, si puede un juez, en
cumplimiento de su cometido, resolver una controversia
integrando un contrato sin que ello forme parte de la pretensión
hecha valer ante él. En otras palabras, integrar de oficio un
contrato, solucionando, de este modo, el conflicto sometido a su
decisión. Como se reconoció en lo precedente, tratándose de un
árbitro arbitrador, no existe problema alguno, atendido el hecho
de que este falla obedeciendo a lo que le dicta su prudencia y
equidad. ¿Pero qué ocurre en los demás casos? A nuestro juicio,
el juez, sujeto al principio de inexcusabilidad, puede dar o negar
lugar a una pretensión hecha valer en juicio, integrando un
contrato, porque la integración no forma parte de la pretensión,
sino que es una razón, argumento o fundamento de la decisión.

La causal de nulidad formal (recurso de casación en la forma)


consiste, como lo dispone el artículo 768 Nº 4 del Código de
Procedimiento Civil, en pronunciar sentencia incurriendo en "ultra
petita, esto es, otorgando más de lo pedido por las partes, o
extendiéndola a puntos no sometidos a la decisión del tribunal,
sin perjuicio de las facultades que éste tenga para fallar de oficio
en los casos determinados por la ley". Si la pretensión no
comprende la petición concreta de integrar un contrato, la
determinación de hacerlo por parte del juez se transforma en un
razonamiento, un argumento o una consideración fundante de lo
que se resuelva. La "ultra" y "extra petita" se deduce de lo
reclamado por medio de la pretensión hecha valer y no de las
reflexiones (consideraciones) que realiza el juez para acceder o
denegar aquello que se reclama.

Podemos concluir, entonces, que la sentencia que se pronuncia


sobre la integración tiene efecto relativo, o sea, solo empece a
quienes han intervenido en el juicio respectivo. La similitud con
otros casos puede ser útil en el campo de la interpretación, según
señalábamos en lo precedente. Si la integración no cabe en el
marco de la pretensión, ella debe ser tenida como un recurso del
sentenciador para justificar lo resuelto, sin comprometer la validez
de lo obrado.
IV. I :

La integración contractual, como ha quedado dicho, es la


extensión de lo estipulado por las partes (hacia áreas que no
fueron objeto de regulación), que resulta indispensable para la
resolución de un conflicto a propósito de su ejecución. De la
misma manera, creemos nosotros, que el encargado de la
integración debe emplear alguno de los elementos antes
analizados para estos efectos. No se trata, entonces, como
pudiere pensarse, de un acto espontáneo o arbitrario, sino de la
complementación de un estatuto jurídico que se funda en uno de
los elementos que lo hace posible (naturaleza de la obligación,
ley, costumbre, equidad natural).

Sin embargo, no todos los contratos pueden ser objeto de


integración. Existen categorías contractuales que impiden realizar
esta operación a su respecto. Lo que señalamos se explica por la
importancia que se asigna a algunas figuras convencionales. Tal
ocurre, a nuestro juicio, cuando por disposición de la ley una
cierta materia es de regulación excepcional. Lo que decimos se
explica porque toda excepción es de aplicación restrictiva y no
puede extenderse más allá de lo previsto en la ley. Si se aceptara
la integración contractual en este caso, se burlaría el alcance
dado por el legislador a la normativa de excepción. Lo propio
puede decirse de los contratos en que se infringe el orden
público, vale decir, aquellos en que se afecta la construcción
fundamental de las estructuras políticas, económicas, sociales o
culturales de la Nación.

Para facilitar la compresión de nuestro planteamiento citaremos


dos ejemplos prácticos.

El artículo 150 del Código Civil, consagra, como es sabido, el


llamado "patrimonio reservado de la mujer casada" en régimen de
sociedad conyugal. Todo acuerdo entre los cónyuges sobre esta
materia, ampliando o restringiendo los efectos asignados en la
ley, adolecerá de nulidad. Si los cónyuges alteran dichos efectos,
invocando la ausencia de regulación legal y contractual, incurrirán
en un acto ilícito sancionado con la ineficacia jurídica. Lo
referente a la ley se aplica, con igual o mayor razón, a la
contratación. Como se dijo en lo precedente, la excepción no
admite una aplicación extensiva o analógica, razón por la cual
queda clausurada toda posibilidad de extenderla a través de la
integración contractual.

El artículo 1467 del mismo Código dispone que no puede haber


una obligación sin una causa real y lícita, definiendo la causa
ilícita como "la prohibida por la ley, o contraria a las buenas
costumbres o el orden público". En el supuesto de que se integre
un contrato en contravención al orden público, se infringiría
abiertamente la ley, incurriéndose en una nulidad radical.
Confirma lo manifestado el artículo 1462 del Código Civil, al
preceptuar que "hay objeto ilícito en todo lo que contraviene el
derecho público chileno", por consiguiente, dicha integración sería
absolutamente nula. Otro tanto podría decirse de lo prevenido en
el artículo 8º de la Ley Nº 18.010 que establece normas sobre
operaciones de crédito.

Hernán Corral Talciani en una de sus últimas obras afirma, al


tratar de la interpretación de la ley, "existen ciertas leyes sobre las
cuales hay consenso en que, en caso de duda, debe optarse por
una interpretación restringida", enumerando, acto seguido, las
normas que imponen sanciones (leyes penales e infraccionales,
incluso aquellas que imponen sanciones civiles); leyes que
establecen inhabilidades o incapacidades; leyes que establecen
causas de invalidación o ineficacia de ciertos actos; leyes que
imponen que ciertos actos deben cumplir con algunas
formalidades; leyes que establecen limitaciones a las libertades o
derechos constitucionales; leyes que establecen cargas públicas;
y leyes de excepción.34

Resulta evidente que ninguna de estas normas puede invocarse


para integrar un contrato, puesto que con ello se sobrepasaría el
"orden público", logrando fines y resultados repudiados por el
derecho. Esta limitación resta herramientas al juez en su delicada
tarea de aplicar la ley, pero su función esencial es proteger el
"estado de derecho" lo que supone el cumplimiento estricto de
toda normativa de excepción.

No cabe duda de que la tendencia actual es, precisamente,


limitar las facultades de los jueces, apoderándose el legislador de
la regulación del cumplimiento, interpretación e integración,
primero de la ley y luego de las reglas a que ellas dan lugar
(contrato, reglamento de ejecución, resolución administrativa).
Esta tendencia se ha manifestado en todo su esplendor en la
legislación especial. Basta para ello analizar la Ley Nº 19.496
sobre protección de los derechos del consumidor. Como es ya
tradicional entre nosotros, a pesar de la distorsión que esto
implica, no han reaccionado como correspondía los organismos
sobrepasados ni se visualiza tampoco una actitud coherente
sobre este particular. Hay en nuestro sistema jurídico una
gravísima confusión entre la norma (que se caracteriza por ser
un mandato general y abstracto) y la regla (mandato particular y
concreto). Como lo demuestra la legislación más reciente, los
poderes colegisladores arrebatan para sí la función de
singularizar el mandato legal, restando facultades a la judicatura.
De aquí las leyes reglamentarias que representan un
contrasentido en el sistema jurídico.

Es de la esencia del ordenamiento jurídico que la


singularización del mandato legal a una situación particular y
concreta corresponde a la Administración al dictarse un
"reglamento de ejecución" o a los tribunales de justicia al
pronunciar sentencia. Ocurre, empero, que las leyes, en cierta
medida, sustituyen al reglamento y este, a su vez, a la sentencia
judicial, al elaborarse leyes y reglamentos casuísticos,
arrebatando la facultad jurisdiccional a quien corresponde.
Desgraciadamente no se ha reparado esta anomalía en
desmedro del "estado de derecho". A este problema atribuimos
nosotros la máxima gravedad, porque entre las ventajas de un
"estado de derecho" se encuentra, en lugar preponderante, la
separación de los poderes del Estado, principio esencial del
derecho público, el cual permite armonizar la función legislativa,
ejecutiva y jurisdiccional. Pero volvamos a nuestro tema, no sin
antes dejar sentada la observación que precede.

En el supuesto de que no sea posible integrar un acto o


contrato, por algunas de las razones expuestas, se verá el juez
enfrentado al dilema de resolver una materia sin el apoyo u
orientación que le proporciona la ley y/o el contrato. En tal caso,
obligado por el principio de inexcusabilidad (hoy de rango
constitucional y al cual asignamos máxima primacía), deberá
fallar, ciñéndose al mandato del artículo 24 del Código Civil,
aplicando el espíritu general de la legislación y, en último término,
la equidad natural. Es, además, lo que ordena el artículo 170 del
Código de Procedimiento Civil, según el cual las sentencias
definitivas de primera o de única instancia y las de segunda
instancia que modifiquen o revoquen en su parte dispositiva las
de otros tribunales, contendrán "5º La enunciación de las leyes, y
en su defecto de los principios de equidad, con arreglo a los
cuales se pronuncia el fallo". Como es obvio, esta última
invocación corresponde a la falta de regulación legal o contractual
aplicable al caso. No se trata en la especie de una integración
legal ni contractual, sino de la aplicación de la equidad natural
como último recurso para salir al encuentro de falta insubsanable
de regulación.

¿Puede un juez, tan pronto advierte la ausencia de una norma o


una cláusula contractual que le permita resolver el caso sometido
a su conocimiento, invocar la equidad natural? Creemos nosotros
que el juez está obligado a realizar un esfuerzo por integrar el
contrato y resolver sobre esa base (dando aplicación a los
elementos ya analizados). Solo una vez agotada esta posibilidad
podrá invocar la equidad natural para fundar su decisión. No
puede negarse que las obligaciones que genera el contrato, su
naturaleza, las leyes supletorias de la voluntad de las partes y la
costumbre, en el fondo, tienen su raíz en la voluntad de los
contratantes, en tanto la integración implica una forma de
extender aquella voluntad a situaciones no reguladas en el
contrato, sirviéndose de la coherencia del sistema jurídico. En
consecuencia, al aplicar los principios de equidad al margen del
contenido de las estipulaciones convencionales, se emplea un
recurso ajeno a la voluntad de los afectados. En cierta medida en
la integración se observa un cierto acatamiento al principio "pacta
sunt servanda", respetando la voluntad de los intervinientes y
sometiéndose al dictado de su presunta intención.
V. L

Finalmente, debe dejarse establecido que la integración, de la


manera que queda explicada, solo puede darse en el marco de
una sentencia judicial, puesto que solo es dable aceptarla cuando
ella es obra de una decisión jurisdiccional.

Si la integración fuere el resultado de un acuerdo habría


operado una modificación de contrato (que lo extiende a materias
no reguladas originalmente), o una transacción (equivalente
jurisdiccional), o un nuevo contrato sobre cuestiones omitidas en
el contrato original.

Tampoco podría calificarse de "integración contractual" el


ejercicio que el juez hace de sus facultades, a lo cual se refiere el
artículo 170 Nº 5 del Código de Procedimiento Civil precitado.

No podríamos concluir estas reflexiones sin reconocer que los


jueces son poco inclinados a abordar en sus sentencias esta
cuestión, pasando por encima de lo atingente a la integración y
optando por la interpretación. Lo que observamos tiene origen en
la circunstancia de que esta última está cuidadosamente regulada
en la ley, dando al juzgador muchos y variados elementos para
enfrentar el problema, en tanto la integración resulta, como ha
podido comprobarse, de un análisis de lo previsto principalmente
en el artículo 1546 del Código Civil. Ni la ley ni la doctrina ha
profundizado este tema que, sin duda, tiene cada día mayor
importancia. Piénsese en las debilidades de un contrato para
abordar, por ejemplo, los avances tecnológicos, en la ampliación,
día a día, de los mercados y en la movilización de miles de
productos que se transan en el comercio mundial. Desde otra
perspectiva, hay que reparar en el aumento desmesurado de los
mercados y el intercambio, lo cual hace suponer que un
desarrollo paralelo afecta a las instituciones jurídicas encargadas
de recepcionar este aporte. Reiteremos que el derecho,
desgraciadamente (no podría ser de otro modo), no marcha
siempre a la vanguardia de los avances sociales, tecnológicos y
económicos. La realidad, a medida que evoluciona, se va
institucionalizando, dejando un vacío que se llena a medida que
el legislador y los jueces se ven forzados a resolver nuevas
situaciones no previstas en la ley.

El derecho deberá hacer —en el futuro inmediato— un esfuerzo


para afrontar esta exigencia, enriqueciendo la regulación
contractual y dotando a los jueces de mejores herramientas al
efecto.

En todo caso, vale la pena dejar sentado que la integración no


es un terreno de nadie en que puede ampliarse el contenido
contractual a situaciones no previstas en la convención. Como
quedó dicho, el encargado de esta tarea debe ceñirse a los
elementos de que dispone y que, como creemos haber
demostrado, se hallan reconocidos en la ley. Lo que no puede
dejarse pasar es el hecho de que la verdadera integración la
realiza exclusivamente el juez competente, enfrentado al deber
que le impone la Constitución y la ley de resolver las pretensiones
que se reclaman ante él (inexcusabilidad), puesto que, si ello es
realizado por las partes de consuno, se trataría de una
modificación de contrato y no de una integración contractual,
como se señaló en lo precedente. Con todo es discutible el caso
que se plantea a propósito de una transacción, equivalente
jurisdiccional y cuyo efecto principal es la "cosa juzgada" (artículo
2460 del Código Civil). La circunstancia de hallarnos ante un
equivalente jurisdiccional hace pensar que podría considerarse lo
acordado —si con ello se extiende la regulación contenida en el
contrato a situaciones no contempladas ni expresa ni tácitamente
en su texto—, como un caso de integración contractual. Por
nuestra parte rechazamos este planteamiento, porque la
transacción es un contrato que exige la voluntad de las partes,
fundándose en ella su existencia y validez.
VI. C

A modo de conclusiones, podemos proponer las siguientes:

a) Existe una marcada diferencia entre interpretación e


integración contractual. La primera se caracteriza por extraer del
contrato la regulación que, en un momento determinado, se
considera ausente de su texto. La segunda implica incorporar al
contrato una regulación que las partes no manifestaron ni expresa
ni tácitamente al suscribir su contenido. En consecuencia, lo que
se suma a la convención por vía de interpretación es material
extraído del acuerdo de voluntades, nada se crea, solo se devela
y desentraña por los medios y mecanismos consagrados en la
misma ley (interpretación del contrato). No ocurre lo propio en la
integración, ya que lo que se suma al contrato es ajeno a la
voluntad de los contratantes y creación de quien ejecuta la
función de integrar. En cierta medida la integración es intrusiva
porque genera una situación original que las partes no
consideraron al contratar, lo cual contrasta con la interpretación
en que se extiende lo convenido, pero siguiendo la huella de los
que intervienen en la convención y lo que declararon al contratar.
En la interpretación se "descubre", en la integración se "crea".

b) De lo anterior se desprende que existe una secuencia lógica


entre interpretación e integración. La última solo opera agotada
que sea la interpretación, y ante la constatación de que las partes
nada han convenido respecto de la regulación ausente. Por ende,
la interpretación es inquisitiva y la integración creativa. El que
interpreta averigua, investiga y descubre la regulación que falta;
el que integra genera una regulación que los interesados nunca
tuvieron en mente, ni al contratar ni al ejecutar lo convenido.
Admitiendo que la fuente más importante del derecho contractual
es la voluntad de las partes (artículos 1545, 1437 y 2284 del
Código Civil), es de toda lógica que se examine este factor hasta
agotar el indicado recurso, y se acceda a la integración solo
cuando no hay vestigio de voluntad, intención o reserva de los
contratantes sobre la regulación que se demanda.

c) Sostenemos que en nuestro país se optó por la


heterointegración, aun cuando esta afirmación resulte discutible.
Ello implica reconocer que pueden emplearse todos los medios
que se encuentren al alcance del llamado a integrar, así se trate,
incluso, del derecho comparado. Lo que pudiera parecer
exagerado se ve ostensiblemente morigerado por el hecho de
que la integración se hace subsumiendo el contrato en el sistema
jurídico y admitiendo que todo contrato debe ejecutarse de buena
fe con el alcance precedentemente analizado a propósito del
artículo 1546 del Código Civil. Por lo tanto, la integración resulta
ser fruto de un proceso en que el contrato ampliado (integrado)
pasa a formar parte del sistema jurídico, sin que aquello que es
adicionado choque con sus principios y lineamientos esenciales.
La garantía más efectiva de respeto a los principios superiores
que rigen la actividad jurídica está dada por el hecho de que el
contrato (integrado), pasa a formar parte del sistema normativo,
quedando sometido a todos los controles que corresponden.

d) Al amparo de los artículos 1546 y 1563 del Código Civil, es


posible precisar los elementos a los cuales puede y debe recurrir
el juez llamado a integrar el contrato. Entre ambas disposiciones
pareciera existir una dicotomía, ya que uno alude a la naturaleza
de las obligaciones que emanan del contrato, en tanto el otro,
a la naturaleza del contrato. No hay, por lo tanto, una plena
identidad entre ambas cosas. A nuestro juicio, ambos elementos
deben considerarse, sin perjuicio de que uno conduce al otro. Así,
por ejemplo, las obligaciones que nacen de un contrato
determinan su naturaleza, de manera que contrato y obligación
terminan fundidos en la misma fragua. A lo más podría afirmarse
que una mira a lo especifico y la otra a lo genérico. Por
consiguiente, quien integra deberá servirse, esencialmente, de
ambos elementos. No debe perderse de vista el hecho de que las
indicadas disposiciones no se hallan contempladas a propósito de
la misma materia. El artículo 1546 se ocupa de la ejecución de las
obligaciones; en tanto el artículo 1563 de la interpretación de los
contratos. Reiteremos, entonces, lo antes expuesto, en el sentido
de que las normas sobre interpretación contemplan elementos
que sirven la tarea de integración, porque no existe en nuestro
Código una reglamentación precisa y sistemática sobre ambas
cosas.

e) Otro elemento de integración, que no puede soslayarse, es la


aplicación de la "buena fe" a que alude el artículo 1546, ya que
ella permite dar a la ejecución del contrato un sentido ético e
incorporar otros elementos, como se destacó en las páginas
precedentes. A través de la "buena fe" es dable incorporar la
función que corresponde a la equidad natural en diversas áreas,
entre las cuales, como se observará más adelante, se encuentra
la integración legal y contractual. No puede preterirse el hecho de
que la buena fe extiende, en este caso por medio de la equidad
natural, el campo de la integración, lo cual facilita la tarea del
pretensor. Creemos nosotros que la "buena fe" incorpora la
equidad, concepto amplísimo, como se explicó, presente en toda
tarea así sea de integración o de interpretación.

f) Rol trascendental en la integración corresponde a las


llamadas leyes supletorias de la voluntad, aludidas directamente
a propósito de la ejecución del contrato. Pueden ellas
proporcionar una orientación decisiva en la tarea integradora,
toda vez que están concebidas para superar, precisamente, los
vacíos que las partes han dejado al regular sus relaciones
contractuales. Este tipo de leyes no tiene otra finalidad que no
sea adecuar la regulación convencional cuando es insuficiente
aquello que fue estipulado. La aplicación de las leyes supletorias
de la voluntad de las partes a un determinado contrato, cancela,
instantáneamente, el proceso de integración, porque su sola
existencia excluye la ausencia de regulación. Pero esta
circunstancia no impide buscar orientación en sus disposiciones y
deducir de ellas los elementos que demandan la integración,
siempre y cuando las indicadas leyes no se refieran a la cuestión
planteada.

g) De la misma manera, no puede omitirse la importancia de la


"costumbre", invocada en el tantas veces citado artículo 1546 del
Código Civil. Esta norma, a nuestro juicio, implica incorporar la
costumbre al derecho contractual, asignándole, en consecuencia,
una principalísima importancia en la función de integración.
Fuerza reconocer que la costumbre en estas circunstancias se
transforma en derecho, a la luz de lo previsto en el artículo 2º del
Código Civil, según el cual "la costumbre no constituye derecho
sino en los casos en que la ley se remite a ella". La remisión
contemplada en el artículo 1546 amplía, entonces, el ámbito de la
costumbre, pudiendo invocarse a propósito de la integración
contractual. No es difícil descubrir la importancia que puede
adquirir esta circunstancia en la tarea integradora. Se abre un
espacio que merece un recuento más riguroso. No es errado
sostener, en esta hipótesis, que la aplicación de la costumbre
elimina el sentido y alcance de la integración, la cual no puede
operar al margen de la costumbre jurídicamente reconocida.
Como es obvio, desaparece la ausencia de regulación y la norma
aplicable surge de la costumbre como si se tratara de leyes
supletorias de la voluntad de las partes. Digamos, aun cuando
sea de paso, que la prueba de la costumbre, en materia civil, se
asimila a la prueba de los hechos, debiendo ajustarse a las
normas generales que gobiernan esta materia. Dejemos a salvo
la posibilidad de que la integración se plantee en el ámbito de
derecho comercial, caso en el cual tienen aplicación las
disposiciones especiales contenidas en los artículos 4º y
siguientes del Código de Comercio.

h) Los elementos invocados no generan prioridades ni


preferencias, pudiendo el intérprete desplazarse libremente entre
todos ellos, buscando lo más próximo a la concepción contractual
que debe integrarse. Lo que sí interesa es superar
contradicciones. Por lo tanto, podrá invocarse la buena fe, la
equidad natural, la naturaleza de la obligación y del contrato,
etcétera.

i) No cabe la integración respecto de las normas de "orden


público", entendiendo como tales aquellas que constituyen los
pilares del ordenamiento jurídico y las instituciones
fundamentales.

j) Finalmente, la integración tiene un alcance relativo y debe


realizarse por medio de una sentencia judicial o arbitral,
resguardando la seguridad y certeza jurídica. Sobre esta materia
no debe olvidarse que el juez, en no pocos casos, debe resolver
así carezca de norma que solucione el conflicto a que se halla
avocado (principio de inexcusabilidad), de todo lo cual resulta que
su competencia comprende un pronunciamiento sobre todas las
pretensiones que se hacen valer ante él. De aquí arrancan sus
facultades integradoras en el ámbito del derecho contractual.
24 Sobre esta materia es necesario conocer lo señalado por D H ,
Carmen, en su interesante trabajo "Aspectos de la integración del contrato", publicado
en Estudios de Derecho Civil VI. Jornadas Nacionales de Derecho Civil. Olmué, 2010,
Editorial AbeledoPerrot, p. 251.

25 A esta materia se refiere V O , Álvaro, en un trabajo titulado "La


construcción de la regla contractual en el derecho civil de los contratos", publicado en
la Revista de Derecho de la Universidad Católica de Valparaíso, Nº XXI (Valparaíso,
Chile), p. 209. Citando a Joaquín Rams Albesa señala al respecto: "La tarea de
interpretación es una parte del cometido más complejo de discernir la entera
virtualidad del contrato, producto éste de la interacción de la voluntad, las leyes, y las
otras fuentes de integración del arreglo de intereses convenido entre las partes".
Afirma, en seguida, que el autor distingue entre autointegración y heterointegración
del contrato; con la primera, los vacíos producidos por la carencia de regulación
privada pueden llenarse en virtud de la propia fuerza expansiva de la misma
regulación, con exclusión de las fuentes externas; y conforme a la segunda, tales
vacíos se suplen con las fuentes externas enumeradas en el artículo 1258 del C.C.
español.

26 Sobre esta materia hemos publicado tres libros con diversos enfoques, pero con
la misma finalidad: comprender el sistema jurídico a través de su funcionamiento y
generación. Dichos trabajos son los siguientes: El derecho como creación colectiva,
de 1999, Estructura funcional del derecho. Diálogos, de 2001 y Sobre el origen,
funcionamiento y contenido valórico del derecho, de 2006. Todas estas publicaciones
se realizaron con el patrocinio de la Facultad de Derecho de la Universidad del
Desarrollo.

27 A esta materia me he referido extensamente en mi libro El derecho como


creación colectiva, publicado en 1999 por Ediciones Jurídicas de la Universidad del
Desarrollo. En el capítulo respectivo (p. 121), se describe cuál es mecanismo de que
se vale el derecho para lograr la plenitud del ordenamiento jurídico.

28 Sustentamos sobre esta materia la teoría de "la obligación como deber de


conducta típica" que la describe como la imposición de una actividad unida siempre a
un cierto grado de diligencia y cuidado. Puede consultarse sobre esta concepción
nuestros libros La obligación como deber de conducta típica (La teoría de la
imprevisión), Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, 1992, y
Responsabilidad contractual, Editorial Jurídica de Chile, 2003.

29 Sentencia recaída en el rol Nº 52838-2016, de 7 de noviembre de 2016,


considerando sexto.
30R G , Pablo, Teoría de la interpretación jurídica, 2ª edición, Editorial
Jurídica de Chile, 1995, p. 86.

31S , Pablo, Traité de Droit Civil Neerlandais, Partie Géneral, p. 173.

32B G , Cristián, La buena fe contractual, Ediciones Universidad


Católica de Chile, 2015, p. 41.

33B , obra citada, p. 76.

34C T , Hernán, Curso de Derecho Civil. Parte General, Thomson


Reuters, 2018, p. 191.
T A
I. C

La llamada acción in rem verso es aquella que corresponde a


quien ha sido víctima de un empobrecimiento sin que exista para
ello una causa justa. En otros términos, como resultado de una
disposición patrimonial, sea por acción u omisión, el patrimonio
de una persona disminuye, en tanto el de otra persona aumenta
correlativamente, sin una razón jurídica que lo legitime ni un
gravamen o beneficio que lo justifique.

Este fenómeno ("enriquecimiento sin causa") ha sido objeto de


una constante preocupación de ciertos autores que aspiran a
incorporar a sus códigos una consagración legislativa de la acción
in rem verso. Así, por vía de ejemplo, el artículo 62 del Código
suizo dispone: "El que, sin causa legítima, se enriquece a
expensas de otro, está obligado a la restitución". Algo semejante
ha ocurrido en Francia, país en el cual, luego de una serie de
vaivenes jurisprudenciales, se ha señalado "que la jurisprudencia
es constante y reconoce amplio lugar a la noción de
enriquecimiento sin causa, que se ha convertido en una fuente de
obligaciones en el derecho positivo francés".35 Los autores
citados, conscientes de las proyecciones de esta institución,
destacan que la misma ha sido rodeada de requisitos, algunos de
los cuales fueron ya previstos por Aubry y Rau, "pero que la Corte
de casación, en el caso de los abonos, había descuidado
formular, pretendiendo incluso que el ejercicio de esta acción 'no
está sometida a ningún requisito determinado'. Gracias a esta
exigencia nueva, los tribunales han podido limitar estrictamente el
enriquecimiento sin causa, y evitar que invada todas las esferas
del derecho y que la acción de rem verso permita eludir todas las
reglas jurídicas".36 Como puede apreciarse, existe un justificado
temor de que los tribunales, abusando de sus prerrogativas,
extiendan el campo en que gravita esta acción, al extremo de
poner en peligro la juridicidad.

No se divisan discrepancias entre los autores nacionales


respecto de esta materia. Alessandri, Somarriva y Vodanovic,
afirman que "El enriquecimiento sin causa consiste en el
desplazamiento de un valor pecuniario de un patrimonio a otro,
con empobrecimiento del primero y enriquecimiento del segundo,
sin que ello esté justificado por una operación jurídica (como la
donación) o por la ley".37 Daniel Peñailillo, por su parte, sostiene
"En cuanto principio, consiste en que el derecho repudia el
enriquecimiento a expensas de otro sin una causa que lo
justifique. Y en cuanto fuente de obligaciones, consiste en una
atribución patrimonial sin una justificación que la explique, de
modo que, constatado, se impone la obligación de restituir". El
autor citado se adelanta a advertir que este concepto puede
tenerse por provisorio, ya que surgen divergencias en razón de
matices.38 Finalmente, René Abeliuk, escuetamente,
conceptualiza la acción in rem verso diciendo que "es la que
corresponde a quien ha experimentado un empobrecimiento
injustificado para obtener una indemnización de aquel que se ha
enriquecido a su costa sin causa".39

La Corte Suprema ha reconocido explícitamente el alcance de


esta acción declarando que "conforme a lo señalado se concluye
que la acción in rem verso funda su existencia en el provecho
obtenido por el patrimonio de una persona a costa del de otra, la
cual se empobrece. Así, es el carácter injustificado del
desequilibrio económico producido lo que da lugar a la obligación
de restituir por quien no tiene causa jurídica que lo justifique para
retener".40

El estudio de esta acción se ha concentrado en el análisis y


procedencia de los requisitos que deben concurrir para que la
acción sea admisible. Siguiendo los planteamientos de los
hermanos Mazeaud —precitados— los requisitos de la acción in
rem verso, serían los siguientes: 1º empobrecimiento y
enriquecimiento correlativos; 2º ausencia de culpa del
empobrecido; 3º ausencia de interés personal en el empobrecido;
4º ausencia de causa; 5º ausencia de otra acción, lo cual se
expresa por el carácter subsidiario de la acción in rem verso.
II. R

Estimamos que el carácter subsidiario de la acción es una


exigencia esencial, cuya inconcurrencia inhabilita su
reconocimiento. En este sentido si el daño que se pretende
restaurar proviene de un acto regulado en la ley (delito y
cuasidelito civil, pago de lo no debido, gestión de negocios
ajenos, cuasicontratos, etcétera), la interposición de la acción in
rem verso es improcedente y debe ser rechazada. De lo contrario
se pone en grave riesgo el sistema jurídico al permitir la revisión
de los efectos de todos los actos susceptibles de ejecutarse al
margen de su regulación legal. Si se admitiera que la acción in
rem verso fuere compatible con cualquier otra acción
genéricamente considerada, se alterarían los elementos de cada
institución y los efectos de los actos jurídicos quedarían
sometidos a una doble regulación, incluso, probablemente,
contradictoria. Piénsese, por ejemplo, en los plazos de
prescripción que podrían concurrir respecto de una misma
materia. La acción in rem verso es aceptable como instrumento
subsidiario, llamado a suplir la ausencia de regulación legal para
corregir una disposición patrimonial manifiestamente injusta, pero
en ningún caso, a sustituir el derecho u obrar como una opción
complementaria de la legalidad vigente.

Los autores se inclinan por considerar este antecedente (la


subsidiariedad de la acción in rem verso) como un requisito más
de la acción. Por nuestra parte, creemos que se trata de una
exigencia básica y fundamental que determina —como se dijo—
la procedencia de la acción, y que debe evaluarse previamente
para los efectos de su interposición.

Daniel Peñailillo sobre este punto expresa lo siguiente: "Como


fuente de obligaciones, la mayoría de la doctrina contemporánea
reserva su aplicación para situaciones en que falta una regla
específica que solucione el conflicto y, por tanto, permanece su
inhibición en aquellas ocasiones en que por negligencia o pura
decisión se ha dejado de ejercitar la acción específica respectiva
que el orden jurídico tiene diseñada".41 Confirmando nuestra
apreciación el Código Civil Italiano, por ejemplo, en su artículo
2042, dice que "No es admisible entablar la acción de
enriquecimiento cuando el perjudicado puede ejercer otra acción
para hacerse indemnizar por los perjuicios sufridos". En el mismo
sentido el código portugués, boliviano y peruano.

Como lo destacan los autores "el punto es francamente


discutible" y toca cuestiones de fondo en la estructura del sistema
jurídico.

No se piense, por lo mismo, que esta acción tiene un campo


demasiado amplio. Un ejemplo bastará para comprobar lo
contrario. El artículo 2297 del Código Civil, a propósito del pago
de lo no debido, dispone que "Se podrá repetir aun lo que se ha
pagado por error de derecho, cuando el pago no tenía por
fundamento aun una obligación puramente natural". En
consecuencia, todo pago, proveniente de cualquier contrato
queda al margen de la acción in rem verso, debiendo ajustarse a
lo prevenido en el párrafo 2º del Título XXXIV del Libro IV del
Código Civil sobre pago de lo no debido.

En suma, el carácter subsidiario de la acción in rem verso no es


un requisito más para su interposición, sino la base fundamental
en que se halla emplazada. Podría decirse, entonces, que se
trata de una condición de procesabilidad de la cual depende la
admisión de la acción respectiva.
III. L

Analizaremos, a continuación, los cuatro requisitos que hacen


posible la interposición de la acción, según se ha precisado por la
jurisprudencia.

A. E

La mayor parte de los autores sostienen la relación que debe


existir entre el patrimonio de quien se enriquece y el patrimonio
de quien se empobrece (tendencia tradicional). El primero
experimentará un aumento que corresponde precisamente a la
disminución del segundo. Lo anterior demuestra la ruptura del
equilibrio patrimonial que conlleva todo acto jurídico que da
cuenta del desplazamiento de bienes y derechos. Creemos
nosotros que se trata de un efecto pecuniario que debe calcularse
y acreditarse en el evento que se invoque un daño tanto de
carácter patrimonial como extrapatrimonial. Sobre este punto se
ha señalado: "Aubry y Rau enlazaban íntimamente el
enriquecimiento con el equilibrio pecuniario de los patrimonios: el
enriquecimiento debía consistir, para ellos, en un valor pecuniario.
En la actualidad se admite, con mucha mayor amplitud, que
enriquecimiento intelectual y moral —el de los niños a los que se
consagra un maestro— debe ser tomado en consideración como
un enriquecimiento pecuniario... El enriquecimiento debe ser
consecuencia del empobrecimiento; pero importa que el
enriquecimiento se realice directamente o a través del patrimonio
de un tercero".42

A nuestro juicio, para hacer valer una acción de rembolso, debe


existir un empobrecimiento como consecuencia de una
disposición patrimonial, unida al enriquecimiento —correlativo al
empobrecimiento—, todo lo cual determina la cuantía de la
reparación y la titularidad de la acción que se deduce. Por ende,
no compartimos la tendencia moderna que exige para la
interposición de la acción in rem verso solo el enriquecimiento y la
ausencia de causa.

Desde luego, surge a propósito de esta cuestión un problema


interesante. ¿Puede la interposición de esta acción ocultar un
juicio sobre indemnización de perjuicios? No cabe duda, por
ejemplo, de que podrían burlarse los efectos de la prescripción o
la extensión de la responsabilidad, asilándose en una acción
ordinaria y esquivando las normas especiales sobre la regulación
de las consecuencias provenientes de un ilícito civil. De aquí que
postulemos como presupuesto de la acción, no como un mero
requisito, su carácter subsidiario. Asimismo, cabe preguntarse
¿qué es lo que debe reembolsarse, el incremento del patrimonio
de aquel que se enriquece o la disminución que sufre aquel otro
que se empobrece? Esta cuestión se resuelve, a nuestro
entender, por el sentido y los fines que persigue esta acción. Lo
que debe rembolsarse es el empobrecimiento que afecta a uno
de los patrimonios de manera de restaurar el equilibrio que se
rompió, sea por efecto de un daño que debe indemnizarse o de
una atribución patrimonial que ha alterado tanto el activo como el
pasivo de los patrimonios en juego. Es posible que el
desplazamiento económico produzca consecuencias distintas
para el sujeto que se enriquece y para el sujeto que se
empobrece. De aquí la importancia que asignamos a la
correlación entre enriquecimiento y empobrecimiento, lo cual
debe apreciarse al momento de operar las alteraciones
patrimoniales para uno y otro. Lo que interesa, en definitiva, es
restablecer el equilibrio original, no distribuir los beneficios o las
pérdidas que pueden seguirse de la operación cuestionada.

Como puede apreciarse, lo que caracteriza la acción in rem


verso es la corrección de un desequilibrio entre dos patrimonios
que no tiene justificación ni respaldo jurídico. La utilidad o
beneficio que recibe una de las partes que interviene en la
relación solo se respeta cuando se sustenta en una causa
legítima, no así cuando ella carece de causa. Durante mucho
tiempo se ha hablado con insistencia de la llamada "lucha por la
conmutatividad" que corresponde al esfuerzo de los juristas por
hacer realidad el principio de la "equivalencia de las prestaciones"
derivadas de los actos jurídicos onerosos. Sin duda, uno de los
instrumentos más eficaces para la realización de este principio
dice relación directa con el ejercicio y extensión de la acción in
rem verso. Más aun, ciertas instituciones, como la "lesión
enorme", procuran este mismo efecto (equilibrio), en casos
excepcionales, regulados en la ley.

B. E

Sobre este requisito existen discrepancias de fondo. A este


respecto se ha señalado: "La controversia es explicable porque,
por una parte, si el empobrecido ha sido culpable en la
producción de la situación, no parece digno de posterior
protección, pero, por otra, la institución funciona
fundamentalmente en base a elementos objetivos de un
enriquecimiento que surge en un patrimonio, a costa de otro, sin
causa que lo justifique y, generalmente, la situación se produce
con algún grado de error o descuido del empobrecido, porque,
excluyendo el ánimo de liberalidad, es muy difícil que alguien se
empobrezca para enriquecer a otro actuando diligentemente. De
ese modo, si la culpa es obstáculo, se restringiría enorme e
inconvenientemente la aplicación".43

Comoquiera que sea, parece exagerado admitir el rembolso de


aquello que se perdió por negligencia, ineptitud o falta de cuidado
del perjudicado. Todos tenemos el deber de proteger nuestros
bienes y parece legítimo sancionar a quien por sus propios actos
se expone a la privación de los mismos. Lo que sí interesa es
precisar qué grado de culpa es exigible a una persona en la
administración y custodia de estos bienes. No parece existir
discrepancia en esta materia. Lo que determina el rembolso está
ligado a los estándares imperantes en la comunidad (lo que
resolverá en cada caso el juez, atendiendo a las circunstancias
objetivas predominantes). Así se reconoce que los descuidos
leves no impiden reclamar la restitución y que las negligencias
graves sí son un impedimento para obtener el rembolso. Los
autores ven, en ciertos casos, manifestaciones evidentes de
descuido inexcusable, tal ocurre, por vía de ejemplo, cuando la
situación se produce por la ilicitud conductual del empobrecido; o
cuando esta (la situación) ocurre con pleno conocimiento del
riesgo que culmina con el perjuicio. Se trata, entonces, de una
cuestión relativa que debe juzgarse a la luz de los hechos
acreditados. Recordemos sobre este particular que lo usual será
la interposición de las acciones que resuelven un conflicto de esta
especie y que la acción in rem verso debe considerarse siempre
subsidiaria, presupuesto básico de su admisibilidad.

C. A

Como lo reconoce la doctrina, es posible que el


empobrecimiento sea consecuencia de la conducta del afectado
en su propio provecho. Dicho de otro modo, se trataría de un
sujeto que, realizando ciertas actividades en función de sus
intereses personales, termina favoreciendo a otra persona, sin
que quepa inducción o influencia de este último. Para explicar
este requisito se ha señalado: "Un propietario construye para su
exclusivo interés, un dique o presa, que protege a sus vecinos; un
inquilino realiza en el inmueble alquilado algunos trabajos, de los
que espera sacar provecho. Aun cuando no obtenga el provecho
calculado, no podrían pedir cuentas a nadie por sus
empobrecimientos, porque han obrado en su propio interés y
por su cuenta y riesgo" (se cita jurisprudencia francesa).44
Puede suceder que el provecho que se obtenga se distribuya
entre el autor del acto y uno o más terceros, sin que medie
acuerdo convencional de ninguna especie. Esta materia se ha
discutido en la doctrina. A nuestro juicio, en esta hipótesis, no
cabe hablar de acción de rembolso, porque el creador de los
beneficios (supuesto empobrecido) ha debido calcular, con un
mínimo de diligencia y cuidado, los resultados de su actividad y
sobre quién recaerá, en definitiva, la titularidad del provecho.
Agréguese el hecho de que no existe empobrecimiento que sea
necesario reparar sino una distribución igual o desigual del
enriquecimiento. Ni la existencia del provecho ni la distribución
del mismo pueden conciliarse con la naturaleza y los fines de la
acción in rem verso.

No debe dejarse de lado el que en toda actividad económica los


beneficios se expanden, ya sea directa o indirectamente, y no
recaen en uno sino en varios sujetos. Admitir la acción de
rembolso sobre la base del provecho compartido podría llevar a
una especie de revisión de todas las actividades lucrativas, lo
cual resulta absurdo. Daniel Peñailillo invita a dilucidar "la
naturaleza del provecho obtenido" (materia a la cual no nos
abocaremos), incorporando una nota que describe varios casos
bien ilustrativos:

"Varios ejemplos son relatados a este propósito: el dique que un


sujeto construye para proteger su fundo y que, simultáneamente,
protege un pueblo vecino; el de un agricultor que efectúa obras en un
río que aumenta captaciones de agua para su molino, beneficiando a
otros molineros río abajo; el del sujeto que efectúa mejoras forestales
en su predio, que confieren beneficio meramente estético al
vecindario. No todos parecen tener igual solución".45

Para concluir este análisis no puede omitirse la importancia que


esta materia ha cobrado en el Derecho Administrativo. Muchos de
los efectos que experimentan los terceros por obras ejecutadas
por el Estado y sus numerosos organismos o que derivan de
planificaciones centralizadas están reguladas por leyes o
reglamentos especiales. Lo propio ocurre con las obras
emprendidas por los particulares con la aprobación o autorización
de los organismos públicos.

En síntesis, para que pueda invocarse la acción in rem verso


debe estar ausente un interés personal del sujeto empobrecido y
no ser consecuencia de los actos ejecutados por este en procura
de un provecho previamente proyectado.
D. A

Finalmente, el último requisito para la interposición de la acción


in rem verso, como se anticipó, consiste en que no exista una
causa que justifique el enriquecimiento. Si ello ocurre, es justo y
legítimo el aumento de un patrimonio y la disminución correlativa
del otro. Sobre este particular se ha escrito: "Ahora bien, es cierto
que todo enriquecimiento no debe convertir al enriquecido en
deudor con respecto al empobrecido. Un comerciante honrado se
enriquece con las operaciones que hace con sus clientes; pero no
se ha enriquecido sin causa y la acción in rem verso no podría
otorgársele ni a los clientes ni a los competidores que hayan
tenido que sufrir por la diligencia puesta por aquel otro en sus
negocios. Por lo tanto, se ha conducido a limitar la noción de
enriquecimiento sin causa, a buscar una definición más
restringida que la admitida en su origen".46Parece obvio que toda
la actividad comercial (intercambio de bienes) tiene como
motivación fundamental el ánimo de obtener un lucro
excedentario, pero ello no puede implicar un enriquecimiento
indebido. Por lo mismo, esta noción debe precisarse. Los autores
citados agregan: "Se ha intentado precisar la esfera de la acción
de in rem verso diciendo que el enriquecimiento debe ser injusto.
Pero la expresión es peligrosa: es susceptible de hacer que
nazca la idea de que la acción se concede cuando el
enriquecimiento es contrario a la equidad. El vendedor que vende
muy caro un objeto de escaso valor, realiza una operación que no
es conforme con la equidad, pero que es lícita, salvo la aplicación
de las reglas excepcionales de la lesión (...) Cuando los romanos
decían que uno no debía enriquecerse injuria a expensas de
otro, entendían esa palabra en el sentido de contrario al
derecho (in jure). El enriquecimiento no debe ser contrario al
derecho; pero la cuestión consiste en saber cuándo es contrario
al derecho. Hay que responder: cuando carece de causa
legítima. ¿Cuál es el sentido exacto de este requisito? La palabra
causa se toma aquí en el sentido que tenía en el derecho
romano; se trata de la fuente del enriquecimiento... El
enriquecimiento tiene una causa legítima cuando su fuente
es regular. Sucede así cuando resulta, ya sea de un acto
jurídico válido, ya sea de la aplicación de una regla legal o
consuetudinaria".47
IV. S

No nos cabe la menor duda de que los requisitos examinados


apuntan al concepto de "enriquecimiento injusto", tras el cual,
por cierto, se esconde una concepción de la justicia y de las
relaciones políticas de los miembros de la comunidad. De aquí
que prefiramos, para abordar una acción in rem verso, vincularla
de un acto jurídico o bien al mandato de una norma legal (ley) o
consuetudinaria (cuando tiene fuerza legal). Lo que proponemos
permite el examen y valorización de un intercambio pecuniario y
la aplicación de la norma legal por los medios consagrados en el
sistema. Dicho de otro modo, constituye una muy legítima
aspiración el que todo aumento o empobrecimiento de un
patrimonio sea consecuencia de una causa reconocida por el
derecho y provenga de un acto susceptible de examinarse y
valorizarse a la luz de los mandatos que lo reglamentan.

Especial énfasis se ha puesto en la recepción de este principio


en la legislación chilena, atendida la circunstancia de que no
existe una norma general que expresamente lo recoja, lo que
ocurre en otras naciones jurídicamente más avanzadas. Hay
quienes abogan por darle una expresión formal, como sucede en
varios países. Otros comentaristas parecen inclinarse por
mantener este principio sin mención especial a fin de aplicarlo,
ante la ausencia de una solución razonable, cuando nos
enfrentemos a un caso de enriquecimiento injusto. Es lo que ha
sucedido en Chile en los últimos años. Lo anterior tiene como
barrera la necesidad de contar con jueces estudiosos, avanzados
en materia de aplicación del derecho, y que no se dejen intimidar
por desafíos de este orden, nada de lo cual resulta fácil.

Creemos nosotros que nadie puede negar el principio


enunciado, su gravitación en la jurisprudencia, y la acción (in rem
verso) que emana de él. El enriquecimiento injusto está presente
en numerosas disposiciones que vale la pena citar, aunque solo
sea referencialmente.

El artículo 890 del Código Civil alude a las cosas que pueden
reivindicarse, disponiendo que ello ocurre con todas ellas sean
raíces y muebles. El inciso 2º agrega que se exceptúan las cosas
muebles cuyo poseedor las haya comprado en una feria, tienda,
almacén, u otro establecimiento industrial en que se vendan
cosas muebles de la misma clase. "Justificada esta circunstancia,
no estará el poseedor obligado a restituir la cosa, sino se le
rembolsa lo que haya dado por ella y lo que haya gastado en
repararla y mejorarla". Si no existiera este inciso quien compró la
cosa en un establecimiento de comercio se empobrecería (al
tener que restituirla y hacerse cargo de las mejoras introducidas
en ella), y quien la vendió se enriquecería a costa del primero (al
percibir el precio sin estar obligado a devolverlo). La solución
dada en la ley no hace más que aplicar el principio que
comentamos.

El artículo 730 del Código Civil se refiere al que tiene una cosa
en lugar y a nombre de otro. Si este último la usurpa, dándose por
dueño, no se pierde por una parte la posesión ni se gana por la
otra. Pero si la enajena a su propio nombre, "... la persona a
quien la enajena adquiere la posesión de la misma, y pone fin a la
posesión anterior". Queda de manifiesto que en este supuesto
habría un empobrecimiento del dueño de la cosa y un
enriquecimiento para el que enajenó dándose por dueño.
Recordemos que la posesión da lugar a la adquisición del bien
por prescripción y que se le presume dueño mientras otro no
justifica serlo.

Finalmente, el artículo 1576 del mismo Código regula el pago


hecho de buena fe "a la persona que estaba entonces en
posesión del crédito", validándolo, aunque después aparezca que
el crédito no le pertenecía. En este caso, el acreedor se
empobrece y se enriquece el poseedor aparente del crédito que
recibió el pago.48

Estas y otras disposiciones permiten afirmar que el principio del


enriquecimiento injusto está presente en nuestra legislación civil y
que no cabe exigir necesariamente una norma expresa que
regule esta materia. Del principio enunciado surge la acción in
rem verso previo cumplimiento de los requisitos antes
mencionados. Coinciden con esta conclusión Alessandri,
Somarriva y Vodanovic, quienes señalan: "Nuestro Código Civil,
al igual que el francés y otros dictados en el siglo XIX, no
formulan expresamente el principio del enriquecimiento sin causa;
pero éste inspira varias disposiciones. Entre ellas se encuentran
las que establecen las prestaciones que se deben el reivindicante
de una cosa y el poseedor vencido (artículos 904 y siguientes),
tendientes a evitar el enriquecimiento injusto de aquél o de éste;
por el mismo principio está animada la regla que obliga al
incapaz, en caso de nulidad del acto o contrato, a restituir aquello
en que se hubiere hecho más rico (Código Civil, artículo 1688).
Las disposiciones anteriormente citadas y otras por el estilo no
pueden calificarse de excepcionales, sino por el contrario,
representan manifestaciones indudables del espíritu general de la
legislación que repudia el enriquecimiento a costa ajena no
justificado por la ley o un acto jurídico. Dicho repudio se funda en
un principio de equidad y, como se sabe, a falta de ley que
resuelva un caso dado, los jueces pueden fallar conforme a esos
principios (Código de Procedimiento Civil, artículo 170, Nº 5)".49

Como puede constatarse, coinciden los autores en que no es


necesario consagrar legalmente este principio para aplicarlo en
aquellos casos en que no exista ley que trate la materia. Nadie se
ha planteado, a esta altura, el alcance que debe asignarse a una
institución, basada en el enriquecimiento injusto y que tiene una
larga data en el Código Civil chileno, materia a la cual nos
abocaremos en lo que sigue.
V. P

Nuestro Código Civil se ha ocupado de regular tres


cuasicontratos —agencia oficiosa, comunidad y pago de lo no
debido—, reconociendo la importancia de los hechos lícitos, no
convencionales, de los cuales nacen obligaciones civiles. Los
artículos 1437 y 2284 ratifican directamente que el cuasicontrato
es fuente de derechos y obligaciones. La última de estas
prescripciones pone acento en la circunstancia de que la
obligación nace "sin convención", que se trata del "hecho
voluntario de una de las partes", y que este hecho es "lícito" (vale
decir no contraviene el derecho).

Ahora bien, el enriquecimiento injusto (que da lugar a la acción


in rem verso) inspira uno de los cuasicontratos más importantes
en nuestra legislación: el pago de lo no debido.

Lo primero que salta a la vista en este orden de cosas es el


hecho de que el artículo 2295 del Código Civil, formula un
principio general, no una excepción. En efecto, la norma señala:
"Si el que por error ha hecho un pago, prueba que no lo debía,
tiene derecho para repetir lo pagado". Todavía más, puede ocurrir
que el error sea de derecho (recuérdese que nuestra legislación
no admite el error en materia de derecho, constituyendo su
alegación una presunción de mala fe que no admite prueba en
contrario, según dispone el inciso final del artículo 706).50 Se
trata, entonces, de una regla general que consagra una sanción
severa al enriquecimiento injusto y un reconocimiento formal de la
acción in rem verso.

De lo ordenado en la ley se infiere que el enriquecimiento sin


causa está contemplado en nuestra legislación en términos
perentorios y como principio general de derecho con todas las
consecuencias que de ello se siguen, especialmente en materia
de interpretación e integración contractual. Con el objeto de
restringir la extensión de este principio se ha pensado que la
parte empobrecida ha debido realizar un "pago" (prestación de lo
debido), lo cual supone la existencia de una relación jurídica
anterior de carácter convencional o un mandato legal expreso.
Esta interpretación es manifiestamente errada si se atiende a lo
prevenido en el artículo 2299 del Código Civil, según el cual "Del
que da lo que no debe, no se presume que lo dona, a menos de
probarse que tuvo perfecto conocimiento de lo que hacía, tanto
en el hecho como en el derecho". Por lo tanto, la alusión al "pago"
no está vinculada a los artículos 1567 y siguientes del Código
Civil. Lo que la ley describe es el desplazamiento de bienes de un
patrimonio a otro, en términos de romper el equilibrio que provoca
el enriquecimiento injusto. La entrega de bienes que realiza el
empobrecido puede hacerse a cualquier título, incluso sin
necesidad de precisarlo.

Lo concreto y definitivo es que el Código Civil chileno condena


el enriquecimiento injusto en forma expresa, pudiendo aplicarse
sus correctivos con carácter general en todo orden de materias,
salvo que el enriquecido pueda excepcionarse mediante una
norma expresa que lo ampare. Recuérdese, sobre este punto, lo
que dispone el artículo 2268 del Código Civil, ubicado a propósito
de la renta vitalicia, en que se permite fijar a título de renta
vitalicia la pensión que se quiera, agregándose textualmente: "La
ley no determina proporción alguna entre la pensión y el precio".
De lo dicho se desprende que no cabe alegar, en virtud de los
valores en juego, una desproporción sancionada en la ley.

Así las cosas, lo que señalamos revela que la situación es


inversa a lo que se sostiene, porque la regla general expresa es
el reconocimiento del principio, y la subsistencia de los efectos
del enriquecimiento injusto la excepción. Los artículos 2296 y
2297 se empeñan en dejar a salvo los efectos de las obligaciones
naturales (artículo 1470), puesto que quien recibe el pago de una
obligación natural tiene derecho a retener lo dado o pagado en
virtud de ella. No hay, por ende, enriquecimiento injusto, sino el
cumplimiento de una obligación plenamente válida.

Pero nuestro Código va mucho más allá porque fija ciertas


reglas que pueden considerarse el estatuto jurídico a que se
somete la acción in rem verso. Analizaremos someramente
dichas disposiciones.

Prueba. El artículo 2298 del Código Civil, inciso 1º, se pone en


el caso de que el "demandado" (quien obtiene el provecho del
pago de lo no debido, porque recibe lo que no se le adeuda),
confiesa el pago (en el sentido antes propuesto). En tal supuesto
el demandante (empobrecido) "debe probar que no era debido"
aquello que pagó. Lo exigido no es fácil si se tienen en cuenta las
dificultades que acarrea la prueba de los hechos negativos. A su
vez, la misma disposición, en el inciso siguiente, se pone en el
caso que el demandado niegue el pago, ante lo cual "toca al
demandante probarlo; y probado se presume indebido". En su
último inciso, este artículo consagra una presunción que se
desprende del hecho de negar la recepción del beneficio, lo cual
implica obrar de mala fe. En parte se sanciona al que procura
hacerse fuerte con la percepción de un falso pago y, en parte, es
del todo lógico lo ordenado, puesto que si el sujeto falta a la
verdad para conservar lo dado, dicha dación o pago ha de ser
indebido. Por último, la citada presunción indudablemente es de
derecho (no admite prueba en contrario), en razón de ser una
norma excepcional y una deducción directa de la ley.

Intención de donar. Tratándose del pago de lo no debido


existe, a nuestro juicio, una presunción válida de donar.
Comencemos por recordar que el artículo 1393 del Código Civil,
preceptúa que "La donación entre vivos no se presume, sino en
los casos que expresamente haya previsto la ley". Por lo tanto, la
intención de donar debe ser expresa y no presuntiva. A su vez, el
artículo 2299 declara que el que da lo que no debe "no se
presume que lo dona", pero agrega textualmente que lo anterior
ocurre "a menos de probarse que (se) tuvo perfecto conocimiento
de lo que hacía, tanto en el hecho como en derecho". Por
consiguiente, nos hallamos ante una presunción de la intención
de donar, que opera cuando se acredita que el que pagó lo que
no debía obraba con pleno conocimiento de lo que hacía. El
donante, en la hipótesis indicada, no dona, pero paga lo que no
debe, teniendo plena conciencia de las consecuencias que se
siguen de sus actos, lo cual, a lo menos, induce a reconocer que
su intención fue transferir el dominio gratuitamente como si se
tratara de una mera liberalidad.

Buena y mala fe. Al igual que tratándose de las prestaciones


mutuas (artículos 904 y siguientes del Código Civil), la legislación
regula los efectos del pago de lo no debido sobre la base del
principio de la buena fe, vale decir, de la convicción íntima del
sujeto de obrar conforme a derecho sin contravenir su mandato.
Puede suceder que una especie que ha sido recibida de buena
fe, sufra en manos de su receptor deterioros o pérdidas por
factores externos o por obra del propio detentador que ha
procedido negligentemente. ¿Quién responde de dichos
perjuicios? El artículo 2301 del Código Civil dispone que "el que
ha recibido de buena fe no responde de los deterioros o pérdidas
de la especie que se le dio en el falso concepto de debérsele,
aunque haya sobrevenido por negligencia suya; salvo en cuanto
se haya hecho más rico". Este último concepto está referido al
artículo 1688 del mismo Código sobre los efectos de la
declaración de nulidad de un contrato celebrado por un incapaz,
sin los requisitos que la ley exige. El inciso 2º del citado artículo
1688 prescribe: "Se entenderá haberse hecho ésta [la persona
del incapaz en favor de quien se declaró la nulidad] más rica, en
cuanto las cosas pagadas o las adquiridas por medio de ellas, le
hubiesen sido necesarias; o en cuanto las cosas pagadas o las
adquiridas por medio de ellas, que no hubieren sido necesarias,
subsistan y se quisiere retenerlas". Esta es, sin duda, la expresión
más fiel del equilibrio que se procura imponer por medio de la
acción in rem verso, ya que se intenta dejar a las partes en la
misma situación anterior al pago de lo no debido. A la inversa, en
el evento de que quien recibe obre de mala fe (en conocimiento
de la improcedencia del pago o dación de la cosa), el inciso 2º del
artículo 2301, lo sanciona asignándole el carácter de poseedor de
mala fe para todos los efectos de las prestaciones que se deben
junto a la restitución (se aplican las reglas de las prestaciones
mutuas ya citadas).

El artículo 2302 parte de otro supuesto, que consiste en que


quien recibió de buena fe venda la especie recibida en la misma
condición (de buena fe). En tal caso, "es solo obligado a restituir
el precio de la venta, y a ceder las acciones que tenga contra el
comprador que no le haya pagado íntegramente". En otros
términos, se restablece la situación del empobrecido, como si la
venta hubiera sido realizada por él. De la misma manera, el
inciso 2º de la invocada disposición sanciona al que obra de mala
fe, obligándolo, "como todo poseedor que dolosamente ha dejado
de poseer".
Esta regulación concluye en el artículo 2303 que fija algunos
principios importantes. "El que pagó lo que no debía, no puede
perseguir la especie poseída, por un tercero de buena fe, a título
oneroso". Esta norma tiene por objeto amparar los derechos
legalmente constituidos en favor de un tercero, cuando este
último la ha adquirido a título oneroso. Pero no sucede lo mismo
cuando la especie se adquiere a título gratuito, caso en el cual
tiene derecho el empobrecido a exigir la restitución "si la especie
es reivindicable y existe en su poder".

Todas y cada una de estas disposiciones pueden invocarse


tratándose de la acción in rem verso, porque el pago de lo no
debido, reglamentado como cuasicontrato en nuestra legislación
civil, es una especie en el amplio marco del enriquecimiento
injusto. Es esta, muy probablemente, la conclusión más
importante desde una perspectiva práctica, ya que los principios
enunciados permiten una efectiva protección a los afectados por
el enriquecimiento injusto.

Como puede apreciarse, existe una serie de expresiones para


caracterizar esta situación: enriquecimiento injusto,
enriquecimiento sin causa, pago de lo no debido, etcétera. Todas
ellas apuntan a reparar el desequilibrio patrimonial que provoca
una prestación que es fruto ya del error ya del dolo, y respecto de
lo cual no existe una acción específica para superarlo. De aquí la
necesidad de insistir en que acción in rem verso no es
meramente subsidiaria, sino complementaria de un sistema
jurídico basado en la justicia y el equilibrio de las prestaciones.

Existe claramente una tendencia a prestar protección y amparo


a la parte más débil de una relación jurídica. Ello ha redundado,
en algunos casos, en excesos que han debilitado al derecho.
Teorías como el "abuso del derecho" o la "teoría de la
imprevisión", marchan por un camino errado. No ocurre lo mismo,
con la acción in rem verso, fundada en un principio de justicia
inocultable, lo cual representa un avance significativo. No cabe ni
es necesaria una reforma legislativa sobre la materia. Mayor
estabilidad, extensión e importancia tiene su reconocimiento y
aplicación por medio de la jurisprudencia, la cual sí debe
esmerarse por darle la proyección y extensión que corresponde.
VI. C

Intentaremos, muy brevemente, enunciar las principales


conclusiones que se desprenden de nuestro trabajo.

a) Existe un requisito principal para la interposición de esta


acción: ausencia de una norma que, explícita o tácitamente,
administre un correctivo para resguardar el equilibrio que
caracteriza el enriquecimiento injusto (como sucede, por ejemplo,
en los artículos 1888 y siguientes del Código Civil a propósito de
la lesión enorme y la posibilidad de rescatar esta causal de
nulidad). Los autores coinciden en darle un carácter subsidiario,
significando con ello un vacío normativo o convencional que
resuelva esta situación. Por nuestra parte, este requisito lo
elevamos a la categoría de exigencia esencial. Desde esta
perspectiva la acción in rem verso resuelve un caso de
integración, puesto que la transferencia de riqueza no se
encuentra sancionada ni en el contrato ni en la ley.

b) Los demás requisitos, como puede constatarse fácilmente,


tienden a encontrar un equilibrio que sea expresión de la equidad
que se trata de alcanzar a favor del sujeto dañado cuando su
empobrecimiento carezca de causa o se rompa groseramente el
principio de conmutatividad de los actos y contratos onerosos. El
derecho aspira a hacer realidad la efectiva equivalencia de las
prestaciones en las relaciones intersubjetivas, lo cual se alcanza
sea por medio de una disposición legal (como ocurre en las
diversas aplicaciones de la "lesión enorme"), sea mediante el
ejercicio de una acción in rem verso.

c) La acción in rem verso, tras la cual subyace la corrección del


enriquecimiento injusto, puede considerarse una sanción o una
meta (en tanto propósito de lograr un objetivo previamente
proyectado). Desde esta última perspectiva se acentúa la
ambición de perfeccionar el derecho y, con ello, nos aproximamos
a ideales de justicia más ambiciosos y permanentes. De allí que
hayamos optado por considerarla una meta más que un
correctivo (sanción). Para demostrar la efectividad de esta
conclusión basta revisar la evolución del sistema legal en función
del amparo que se dispensa a la parte más débil de la relación
contractual.

d) La regulación del cuasicontrato del pago de lo no debido


debe considerarse como un verdadero principio general de
derecho y una demostración de la importancia que se asigna a la
equidad, a la legítima obtención de beneficios y a las causas del
enriquecimiento.

e) Finalmente, debe reconocerse que la validez de todo acto


jurídico se halla condicionada por una causa real y lícita, la cual
constituye el motivo que induce a contratar, como lo señala el
artículo 1467 del Código Civil. La causa permite juzgar la eticidad
del acto y sancionar aquellos casos que, como el pago de lo no
debido, impiden que el derecho sirva para expoliar a unos en
beneficios de otros o explotar el error o el dolo en provecho
propio. La causa no solo debe existir, sino que, además, ajustarse
a la ley, al orden público y a las buenas costumbres. La acción in
rem verso debe apreciarse sobre la base de que todo acto de
disposición reconoce y satisface un interés que el derecho se
encarga de proteger y realizar. Así nacieron y se desarrollaron los
derechos subjetivos y con ellos se profundizó la utilidad del
sistema jurídico en el campo social. Para apreciar lo que
destacamos basta con recordar que para evitar el enriquecimiento
injusto se sacrifica, incluso, la presunción de conocimiento de la
ley, admitiéndose el "error de derecho" para fundar un pago de lo
no debido. Este solo hecho da la medida de su importancia.

35L , Henri y M , Jean, Lecciones de Derecho Civil, Parte Segunda,


volumen II, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1960, p. 495.

36L , Henri y M , Jean, obra citada, p. 495.

37A , Arturo; S , Manuel y V , Antonio, Tratado de la


Obligaciones, volumen de las obligaciones en general y sus diversas clases, 2ª
edición, Editorial Jurídica de Chile, 2001, p. 61.

38P A , Daniel, Obligaciones. Teoría General y Clasificaciones,


Editorial Jurídica de Chile, 2003, p. 102.

39A M , René, Las obligaciones, tomo I, 5ª edición, Editorial


Jurídica de Chile, 2008, p. 195.

40 Considerando cuarto, primera parte, de la sentencia pronunciada por la Corte


Suprema con fecha 4 de enero de 2017, rol Nº 38343-2016.

41P A , Daniel, obra citada, p. 116.

42L , Henri y M , Jean, obra citada, p. 497.

43P A , Daniel, obra citada, p. 112.

44L , Henri y M , Jean, obra citada, p. 498.

45P A , Daniel, obra citada, nota marginal, p. 115.

46L , Henri y M , Jean, obra citada, p. 499.

47 Ídem.

48 Los casos citados se hallan comentados en el libro de P A ,


Daniel, antes citado, p. 122.
49A , Arturo; S , Manuel y V , Antonio, obra citada,
p. 62.

50Dejemos constancia de que esta disposición, a nuestro juicio, solo opera


respecto de materia posesoria, de lo cual se desprende que quien alega error de
derecho en otras materias, simplemente no será oído y, por lo mismo, se desestimará
de plano su alegación.

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