Morse Richard - El Desarrollo Urbano de La Hispanoamérica Colonial
Morse Richard - El Desarrollo Urbano de La Hispanoamérica Colonial
Morse Richard - El Desarrollo Urbano de La Hispanoamérica Colonial
UNIVERSIDAD DE CAMBRIDGE
CAPÍTULO 1
MORSE, RICHARD M.
CAPÍTULO 1
MORSE, RICHARD M.
EL DESARROLLO URBANO DE LA HISPANOAMÉRICA COLONIAL
La idea urbana
Primero, algunos han hecho hincapié en que la colonización ultramarina española fue
parte de un gran proyecto imperial, hecho posible por la anterior consolidación de España
como Estado nacional. El plano cuadricular para las ciudades, que resultaba impracticable
para el crecimiento irregular de las ciudades españolas bajomedievales, fue concebido para
racionalizar la apropiación del vasto territorio ultramarino. La disposición geométrica
simbolizaba la voluntad imperial de dominación, y la necesidad burocrática de imponer el
orden y la simetría. Esta interpretación toma como paradigma del urbanismo español en
ultramar el plano rectangular de Santa Fe de Granada, ciudad fundada por los Reyes
Católicos en 1491, para el asedio final de los musulmanes del sur de España. Se ha querido
hacer remontar las influencias de este trazado hasta la Antigüedad, principalmente a
Vitrubio, muchos de cuyos preceptos sobre la ciudad ideal están presentes en las
1
Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias, dadas por Felipe II en
1573, edición facsimilar del Ministerio Español de la Vivienda, Madrid, 1973.
La estrategia urbana
llevaría a la evacuación de las poblaciones del norte y oeste en 1605-1606 y la cesión del
sector oeste de La Española a los franceses.
En Cuba, el gobernador Diego Velázquez escogió siete enclaves urbanos, cuyo
establecimiento en 1511-1515 obedecía, como en el caso de La Española, al
aprovechamiento de los recursos económicos regionales. A diferencia de Santo Domingo,
La Habana fue desplazada de la costa sur a la norte, después que el descubrimiento de
México acentuase la importancia de la ruta marítima del norte. Con el tiempo, La Habana
superaría a Santiago, la capital anterior, y se convertiría en punto de encuentro de todos los
convoyes españoles al Caribe.
En la fase caribeña de la conquista, se produjo el triunfo de la unidad municipal como
instrumento agrourbano de colonización, y la experiencia de Ovando fue tenida en cuenta
por la corona en las instrucciones que en 1513 hizo llegar a Pedrarias Dávila para la
colonización de la Castilla de Oro.2 Para entonces, los obstáculos para el establecimiento de
una próspera red de centros eran manifiestos: ausencia de una red viaria utilizable, rápido
agotamiento de los recursos mineros, diezma de la población indígena y atractivo de las
expediciones a tierra firme. Los inconvenientes de hacer depender la planificación de toda
una zona de la supervisión directa de un funcionario al servicio de la corona también eran
evidentes. Tanto en Cuba como en La Española, las asambleas de procuradores empezaron
muy pronto a hacer valer sus prerrogativas municipales. A pesar de que la corona se
opusiese siempre a la consolidación de un tercer estado, las juntas de procuradores de las
ciudades sólo se convocaron esporádicamente a lo largo del siglo XVI en Hispanoamérica.
En la práctica, era mucho más eficaz para el procurador convertirse en representante
municipal en las cortes. Podía de este modo eludir la burocracia y gestionar directamente
frente a la corona los remedios para sus quejas.
La acción protagonizada por Hernán Cortés y sus compañeros al negarse a
reconocer la autoridad de su inmediato superior, Diego Velázquez, al dar comienzo a las
campañas mexicanas, es un clásico ejemplo de cómo las elites municipales podían, llegado
el caso, elegir un caudillo a través del cual entraban en relación vasallática con el rey. La
llamada «primera carta» que Cortés envió desde Veracruz el 10 de julio de 1519 dirigida a la
corona, decía que, aunque Velázquez había enviado la expedición sólo en busca de oro y
había ordenado la vuelta inmediata a Cuba, «que lo mejor que a todos nos parecía era que
en nombre de vuestras reales altezas se poblase y fundase allí un pueblo en que hubiese
justicia, para que en esta tierra tuviesen señorío... » . Cortés decía que «le placía y era
contento» de designar los «alcaldes» y «regidores» que a su vez debían nombrarle máxima
autoridad judicial y «alcalde mayor», completándose así el proceso de legitimación.3
Estas dos vertientes del gobierno de la ciudad -la justicia administrada por alcaldes o
magistrados y el «regimiento» en manos de los regidores- tenían sus precedentes en
Castilla. En el siglo XIV, la corona había conseguido refrenar la libertad municipal
convirtiendo dichos oficios en prebendas («regalías» ). En principio, la corona controlaba los
regimientos americanos, pero hacía concesiones a los colonos en materia de justicia. Dada
la inmensidad del territorio y la diversidad de circunstancias concretas que se planteaban en
el Nuevo Mundo, la corona era incapaz de implantar el sistema castellano, viéndose forzada
a aceptar varias fórmulas intermedias con tal de reconciliar sus intereses con los de los
conquistadores y los colonos. Aunque el municipio se concebía como un elemento inserto
en la estructura del Estado, y a pesar de estar el cabildo parcialmente burocratizado, la idea
regalista dejaba abierta la posibilidad de conceder regimientos a perpetuidad. Los cabildos
gozaban de una considerable autonomía durante los años iniciales, autonomía que no
perdieron aquellos cabildos más distantes aún después de imponerse las más altas
estructuras del gobierno real.
2
Instrucción real de 1513 a Pedrarias Dávila, «Ynstrucción para el governador de Tierra Firme, la
qual se le entregó 4 de agosto DXIII», en M. Serrano y Sanz, ed., Orígenes de la dominación
española en América, Madrid, 1918, pp. CCLXX-XCI
3
En J. B. Morris, ed., 5 Letters of Cortés to the emperor, Nueva York, 1962, pp. 1-29 (existen varias
ediciones en castellano; para este texto hemos utilizado Hernán Cortés, Cartas de la Conquista de
México, Madrid, 1985, pp. 23-381.
Caballeros, soldados y compañeros míos y los que presentes estáis, aquí señalo
horca y cuchillo, fundo y sitio la ciudad de Sevilla, o como la quisiere nombrar, la cual guarde
Dios por largos años, con aditamento de reedificarla en la parte que más conviene, la cual en
nombre de su majestad, y en su real nombre guardaré y mantendré en paz y justicia a todos
los españoles, conquistadores, vecinos y habitantes y forasteros y a todos los naturales,
guardando y haciendo tanta justicia al pobre como al rico, al pequeño como al grande,
amparando las viudas y huérfanos.
4
Las instrucciones de B. Vargas Machuca a los fundadores de ciudades se encuentran en el libro 4
de su Milicia y descripción de las Indias [1599] , 2 vols., Madrid, 1892.
les preguntaban quiénes eran, de dónde venían, adónde iban y qué querían. Los españoles
se lo dijeron. Los indios respondieron que no debían ir más allá y que les entregarían a sus
hijas para hacerlos parientes suyos porque parecían buena gente. Este trato satisfizo a los
5
españoles y permanecieron allí.
Sin embargo, la obra de Vargas Machuca pone en evidencia tres aspectos: primero,
los amplios poderes discrecionales que disfrutaban los caudillos y el principio jerárquico que
regía su relación con sus seguidores; segundo, la omnipresencia de la autoridad real y
eclesiástica en cualquier nueva empresa municipal; tercero, el papel de los centros urbanos
en la apropiación del territorio y el reclutamiento de los indígenas para atender las
necesidades económicas de los colonos y para servir a las intenciones políticas y
«civilizadoras» del imperio. Con el paso del tiempo, el liderazgo personalista cedió al control
de la elite municipal, ejercida con frecuencia desde fuera del mecanismo formal del cabildo.
En cierto momento, los historiadores convinieron en la idea de que esta soberanía
oligárquica regional, reforzada por los «cabildos abiertos» en épocas de tensión, convirtió al
municipio en el único ámbito donde los criollos llegaron a desarrollar su autonomía. Este
punto de vista tiene en cuenta la considerable autonomía de que gozaba el patriciado local
en las áreas periféricas, pero exagera la discontinuidad que pudiera existir entre la base
social y la superestructura del gobierno. Es cierto que los criollos ocupaban puestos de
autoridad en el seno de la burocracia real, y también que las propias ciudades no eran
enclaves herméticos, sino puntos de tensión entre las ambiciones locales y el proyecto
imperial. Es decir, las pretensiones sobre un territorio de aquellos que querían apropiarse de
sus frutos y del trabajo indígena se enfrentaban a las pretensiones de la Iglesia y del Estado,
suavizadas mediante prebendas y franquicias, que trataban de ganarse la condescendencia
de las elites y así absorber la unidad agrourbana dentro de un esquema imperial.
Cuando se define la sociedad y la economía colonial hispanoamericanas como
arcaicas y resistentes a los cambios, se olvida frecuentemente que, tras la fase caribeña de
la conquista, unos pocos miles de españoles fijaron, en el plazo de dos generaciones, el
modelo urbano de un continente y medio, y que éste ha perdurado en gran medida hasta
nuestros días. Hacia 1548, se habían creado centros de control urbanos, tanto en la costa
como en el interior, desde el altiplano mexicano hasta Chile. Muchos de ellos ahora son
conocidos como capitales de naciones modernas: Ciudad de México, Ciudad de Panamá
(que cambió de emplazamiento en 1671), Bogotá, Quito, Lima, La Paz, Asunción y Santiago.
Caracas fue fundada en 1567, mientras que Buenos Aires lo fue definitivamente en 1580,
tras haber sido una población de carácter efímero de 1535 a 1541. El vasto alcance del
modelo de poblamiento refleja la necesidad de los colonizadores de contar con centros de
control para las incursiones en busca de mano de obra indígena y tributos. Sin indios, dice el
refrán, no hay Indias. Tras las primeras experiencias, en las Indias españolas se
abandonaron los enclaves comerciales, que caracterizaron la expansión en ultramar de
portugueses, ingleses y holandeses, y se potenció la apropiación directa de los recursos
mineros y agrícolas. En palabras de Constantino Bayle:
5
«Informe de um Jesuita anónimo», en J. Cortesáo, ed., Jesuítas a bandeirantes no Guairá
(1549-1640), Río de Janeiro, 1951.
andanzas. El reparto, pues, de tierras entre los vecinos fue de necesidad: complemento
6
indispensable del municipio.
que las nuevas ciudades que se fundaran debían ocupar 4 leguas y distar 5 leguas de los
centros preexistentes. Más tarde, a medida que el tesoro real se fue agotando y que las
mejores tierras cercanas a las ciudades y a lo largo de las carreteras fueran ocupadas, la
corona favoreció cada vez más el valor de cambio de la tierra sobre su valor de uso. En una
cédula del 1591, que Ots Capdequí denomina una «reforma agraria», las tierras que no ha-
bían sido concedidas a nadie habían de revertir a la corona, según se estipulaba en un
tercer tipo de disposiciones, la venta por subasta, Incluso entonces, un cabildo podía
conseguir la tenencia colectiva de la tierra como persona jurídica o, en caso de una subasta,
aparecer como un simple postor y redistribuir entonces la tierra libremente. El ideal que la
corona mantuvo en un principio, de establecer colonias agrícolas independientes, fue
eclipsado por una concentración latifundista en posición de privilegio frente a los recién
llegados y los no propietarios. Los ingresos que esperaba obtener la corona mediante la
venta de las tierras no llegaron a recaudarse totalmente, dadas las dificultades para realizar
un plano y un deslinde sistemáticos de las tenencias, y también al hecho de que los jueces,
formados en el derecho justiniano, eran reacios a dictar normas que amenazasen la
propiedad absoluta. En una segunda «reforma agraria», la corona intentó, mediante una
«instrucción de 1754», recuperar el control de la venta de tierras y «composiciones»,
prescribió una política indulgente ante las reivindicaciones de los indios, y exigió la
legalización de los títulos de tenencia obtenidos después de 1700. Sin embargo, para
entonces los arreglos territoriales establecidos por los cabildos ofrecían una fuerte
resistencia al cambio.
La fórmula que perduró, de hecho, no fue un proyecto unitario y rígido, sino toda una
serie de alternativas. Muchas fundaciones no pasaron de ser meras tentativas efímeras
debido a una elección desafortunada del emplazamiento; a desastres como terremotos,
erupciones volcánicas o enfermedades; ataques indígenas; recursos naturales y
posibilidades económicas insuficientes; o simplemente el señuelo de nuevas prospecciones.
Los fundadores de Jauja, en Perú, estipularon que su primer asentamiento sólo sería
ocupado hasta que se encontrara otro más conveniente. Algunas ciudades fueron fundadas
seis o incluso más veces. Nueva Burgos, en Nueva Granada, era una verdadera ciudad
portátil, transportada a lomos de sus habitantes de aquí para allá, en busca de un lugar
donde los indios les dejaran cultivar sus campos en paz. Algunas ciudades se convirtieron
en manzanas de la discordia entre caudillos rivales, que se arrebataban su control de unos a
otros, redistribuyendo las tierras a sus respectivos favoritos. Otras ciudades tenían
jurisdicción sobre territorios mucho más vastos de los que eran capaces de poblar. Buenos
Aires tenía pretensiones sobre gran parte de los territorios actuales de Argentina, Quito
sobre la totalidad del moderno Ecuador y parte de Colombia, Asunción sobre un radio de
más de 500 km.
El estudio realizado sobre Tunja en el siglo XVIII, muestra cómo se desarrolló el plan
de poblamiento y se ramificó hasta consolidarse.8 Fundada en 1559, Tunja fue la segunda
ciudad de importancia de las tierras altas de Nueva Granada, sólo superada por Bogotá. En
el acta de fundación, se justificaba la elección del emplazamiento porque contaba con
«caciques e indios y tierras disponibles para mantener a los españoles». En 1623, la ciudad
tenía 476 edificios, incluyendo 20 iglesias y conventos, pero solamente 7 «edificios públicos
o industrias». La población ascendía a 3.300 varones españoles adultos y una cifra
indeterminada de indios, negros y mestizos. El funcionariado procedía de las 70 familias de
encomenderos que ocupaban ostentosas residencias con cubierta de tejas y doble planta
rodeando patios interiores, y que lucían en sus fachadas filigranas de piedra y blasones. Los
españoles más humildes -mercaderes, maestros artesanos- vivían en casas hacinadas de
techumbre de paja. Los no europeos y las castas medias vivían en bohíos fuera del núcleo
urbano, y generalmente debían soportar diversas cargas.
Se practicaba el comercio en tres niveles. Los quince mercaderes más importantes
importaban tejidos finos y modestos objetos de lujo desde España. Estos mismos
mercaderes, junto a otros menos importantes, comerciaban por toda Nueva Granada,
sirviéndose de los 30 caballos y mulas con que contaba la ciudad para exportar productos
8
V. Cortés Alonso, «Tunja y sus vecinos», Revista de Indias, 25, 99-100 (1965), pp. 155-207.
agrícolas y ganaderos, frazadas, sandalias, artículos de piel y harina. Dos veces por
semana, los tiangues abastecían un mercado local de productos locales y de las frazadas de
algodón y las cerámicas que confeccionaban los indios. Se han descrito sistemas análogos
en Nueva España. Las principales ciudades de Yucatán contaban con mercaderes que
actuaban sobre largas distancias, generalmente inmigrantes bien relacionados con los
encomenderos; con comerciantes criollos o, a veces, mestizos que abastecían el comercio
local y trataban con el campo; y con tratantes, normalmente mestizos, indios o mulatos, que
traficaban con las comunidades indígenas. También el comercio de Querétaro operaba en
tres niveles: el primero en manos de agentes de Ciudad de México, el segundo actuaba en
el ámbito provincial y proporcionaban créditos a la industria y a la agricultura, y el tercero
suministraba a la ciudad el género al por menor.
En el caso de Tunja, el estado rudimentario de la manufactura y de las finanzas y la
orientación agrícola del patriciado sugieren que el comercio era secundario en la definición
funcional de la ciudad. Fueron más decisivas las directrices de los vínculos políticos y de
control. La jerarquía social, representada en el estilo arquitectónico basado en círculos
concéntricos de Tunja, simbolizaba otras jerarquías, extendidas en el espacio, pero
centradas siempre entorno a la plaza. Las funciones políticas se correspondían sutilmente
con los tres niveles de la actividad comercial. En primer lugar, Tunja era un punto de
equilibrio precario entre las reivindicaciones y favores de la Iglesia y el imperio y el
separatismo de los encomenderos, muchos de los cuales descendían de los soldados
amotinados que siguieron a Pizarro. Si bien nueve de las mayores encomiendas pertenecían
a la corona, no era menos cierto que los encomenderos de Tunja representaban el
patriciado más poderoso de Nueva Granada, siendo los únicos capaces de resistirse
seriamente a las recaudaciones de impuestos reales de la década de 1590. En segundo
lugar, la ciudad era la base administrativa de las ciudades coloniales de su entorno, distando
algunas de ellas 150 km. En tercer lugar, Tunja era el centro de control de 161
encomiendas, que comprendían poblados de 80 a 2.000 indios.
Tunja ilustra claramente la manera en que esquemas de dominación sobreimpuestos
podían interferirse, produciendo unos patrones de colonización ordenados jerárquicamente.
También revela dos aspectos de la historia urbana de Hispanoamérica -relaciones
interétnicas y actividad comercial-; esas eran las claves no sólo de la sociedad urbana sino
también en la formación de modelos de poblamiento interurbano.
Ciudades e indios
rango político o social, mientras que la plaza no era sino un «espacio vacío vagamente
definido, dominado por una iglesia, su única distinción arquitectónica».9
Las implicaciones de la colonización española para los pueblos indígenas de Nueva
España están bastante claras. En vísperas de la conquista, las grandes concentraciones
urbanas, como Tenochtitlan eran raras, y los indios vivían generalmente en asentamientos
pequeños, a menudo contiguos. Los asentamientos mayores tenían un mercado, un templo
y residencias para el clero y la nobleza, con agregados para el pueblo llano en el extrarradio.
Éstos estaban a menudo fortificados y situados en elevaciones, como refugio para la
población de los alrededores en tiempos de guerra. Otros centros eran principalmente
ceremoniales, habitados solamente por el clero. En muchas regiones, pequeños agregados
compuestos de unas cuantas casas. estaban diseminados por todo un amplio territorio de
cultivo.
Durante la generación posterior a la conquista, las devastadoras epidemias,
especialmente de viruela y de paperas, tuvieron un efecto mucho más negativo sobre la
población indígena -en particular la que se encontraba en centros populosos y en las tierras
bajas-, que los esquemas de poblamiento que portaron los españoles. Los conquistadores
se apropiaron y reconstruyeron algunas ciudades, como en el caso de Tenochtitlan. Sin
embargo, como emplazamiento de las nuevas ciudades se preferían precisamente las
regiones de los valles, considerar das por los indios como poco defendibles e inadecuadas.
Durante dichos años, los españoles impusieron su visión urbanística, basada más en
cambios de localización que en una redefinición institucional. Antes de la conquista, el valle
de México estaba formado por numerosas «ciudades-estado» unidas por vínculos culturales
y lingüísticos. Éstas se organizaban entorno a una comunidad central de varios miles de
habitantes dividida en grupos familiares (calpullec), donde residía el soberano local (tlatoani;
plural tlatoque), cuyas comunidades satélite componían un calpulli que controlaba el
territorio. Esta ciudad-estado, o altepetl, era mayor que una aldea y menor que una cuenca
fluvial; en palabras de Lockhart, era «no tanto un complejo urbano como una asociación
entre grupos de pueblos con un territorio dado», significando el término altepetl «agua y
colina» en un principio. Fue sobre esta estructura de grupos de linaje, que los españoles
elaboraron su nomenclatura política. Es decir, la comunidad central se convirtió en
«cabecera», subdividida a su vez en «barrios», mientras que los agregados del extrarradio
se convirtieron en «estancias» o «sujetos». Todo este complejo poblamiento podría
denominarse pueblo, aunque careciese de la estructura apiñada y la configuración física
asociadas al prototipo español. El llamado pueblo fue a su vez sustraído del lugar que
ocupaba dentro de la organización tributaria del Imperio Azteca, e incrustado en la jerarquía
administrativa europea de partidos y provincias. Los jefes indios pronto aprendieron las
nuevas normas y empezaron a rivalizar en la adquisición de privilegios para sus cabeceras,
o bien para que sus sujetos fuesen ascendidos a la categoría de cabecera. El patrón de
poblamiento disperso precolombino perduró ampliamente hasta 1550, e incluso se extendió,
debido a la huida de grupos indígenas a lugares remotos. Lo que consiguieron los españoles
fue acomodar las instituciones peninsulares -la encomiendaa un modelo preexistente de
poblamiento y a un sistema de extracción de tributos y de trabajo. Se crearon pueblos de
españoles como centros de control suplementarios, mientras los tlatoque, a los cuales los
españoles denominaron con el término caribeño caciques, actuaron como intermediarios
para los nuevos señores. Se mobilizó un contingente considerable de mano de obra
indígena para la construcción de obras públicas, iglesias, conventos y centros
administrativos de Ciudad de México y los pueblos de españoles.
Este modelo precolombino modificado cedió inevitablemente ante el proyecto más
nuclearizado, que desde un principio había preferido la corona española. Hubo una causa
de tipo demográfico. La drástica mortalidad sufrida por la población indígena hizo inviable la
vida en centros dispersos integrados, y exigió la concentración de los supervivientes en
agregados accesibles y maleables. Tras la epidemia de 1545-1548, la corona ordenó
9
S. D. Markman, «The gridition town plan and the Gaste system in colonial Central America», en R.
P. Schaedel, J. E. Hardoy y N. S. Kinzer, eds., Urbanization in the Americas from its beginnings to the
present, La Haya, 1978, p. 481.
10
J. A. y J. E. Villamarín, « <<Chibcha settlement under Spanish rule, 1537-1810» en D. J. Robinson,
ed., Social fabric and spatial structure in colonial Latin America, Ann Arbor, 1979, pp. 25-84.
encontró fuertes resistencias después de 1549, y hacia 1600, de los 100 asentamientos
indígenas con los que aproximadamente contaba la sabana, las tres cuartas partes estaban
intactas. El mestizaje y la hispanización de los caciques no se produjo tan pronto como en
México. La hacienda ganadera española fue mucho más efectiva que la política real para
forzar la recolocación de los indios y expulsarlos de sus tierras por los europeos. Las
poblaciones con trazado cuadriculado fueron más corrientes en el siglo XVII, a pesar de que
los indios siguieron prefiriendo permanecer en sus hábitats dispersos, dejando la ciudad
como marco interminante de las funciones religiosas y fiscales, y como lugar de residencia
de los blancos y mestizos.
En cuanto a sus consecuencias sobre los patrones de poblamiento indígenas, la
colonización del Perú también fue análoga al caso mexicano, aunque las diferencias en
cuanto a las condiciones geográficas y a los recursos, a las instituciones indígenas, y las
soluciones concretas adoptadas por la conquista, dieron pie a diferencias significativas. Un
rasgo central del sistema urbano implantado en esta zona fue que mientras los españoles
ocuparon y reconstruyeron Cuzco, la capital inca, su propia capital fue emplazada en Lima,
en la costa. Por otra parte, el auge minero de Potosí, adentrada en las tierras altas, atrajo
una población que excedía en mucho la de sus homólogas mexicanas. Hacia 1557, doce
años después del descubrimiento de la plata, se registraron 12.000 españoles; hacia 1572,
la población había ascendido a 120.000 habitantes de todas las razas, y hacia 1610, en
vísperas de la crisis, a 160.000, cifra que convertía a Potosí en la mayor ciudad del
hemisfero. A diferencia de México-Tenochtitlan, Cuzco perdió sus funciones políticas y su
identificación cosmológica como «ombligo» del mundo incaico, para convertirse en un punto
de enlace entre dos nuevos polos de atracción. La preferencia de los españoles por la zona
costera y sobre todo por Lima, condicionó lo que Wachtel ha denominado
«desestructuración» del dominio andino.
A nivel regional, los españoles se toparon de nuevo con una población dispersa,
cuyos territorios eran regidos por linajes (ayllus), bajo la supervisión de curacas, que se
convertirían en los caciques. Sin embargo, el impacto de la economía de mercado europea
debió tener unas consecuencias más drásticas en los Andes que en Mesoamérica. En el
caso andino, el sistema precolombino de intercambio de productos entre regiones de distinto
clima no dependía tanto de las relaciones mercantiles como del control de microhábitats
situados a diferentes altitudes, mediante reuniones de grupos de parentesco, y que
integraban lo que se ha denominado «archipiélagos verticales» -solución también presente,
si bien en un grado rudimentario, entre los chibchas-. En contradicción con estas delicadas
redes de producción complementaria, los españoles impusieron sus criterios sobre la tierra
como bien de consumo, sobre la exacción tributaria, y sobre la urbanización en núcleos
compactos, todo ello intensificado por todos los complementos de la vida urbana europea.
Estos criterios recibieron un impulso decisivo gracias a la actuación del virrey Francisco de
Toledo (1569-1581), apodado el Solón peruano, quien ordenó, por ejemplo, que 16.000
indios de la provincia de Contisuyu fueron desplazados desde 445 poblados v concentrados
en 45 «reducciones», o que 21.000 indios del Cuzco, repartidos entre 309 poblados, fuesen
llevados a 40 reducciones.
Para América Central, es posible trazar la erosión a largo plazo de la dicotomía entre
ciudades indígenas y ciudades españolas, a través de la mezcla de razas y del cambio
económico. A partir de los contingentes étnicos originarios, el mestizaje produjo una serie de
grupos intermedios de mestizos, mulatos y zambos, cuya identidad quedó desdibujada a
finales del período colonial en una amalgana indefinida de «pardos» o «ladinos». Las
ciudades, tanto españolas como indígenas, al frente de zonas productivas y situadas en
lugares favorables para el comercio, atrajeron a grupos étnicos de todas clases,
convirtiéndose en «pueblos de ladinos». Si bien las ciudades indígenas aisladas,
especialmente las de origen dominico y franciscano, se estancaron conservando sus rasgos
iniciales, muchas otras, por ejemplo las de las zonas productoras de índigo en la costa del
Pacífico, desarrollaron una población mixta. Dichos centros experimentaron
transformaciones arquitectónicas añadiendo arcadas alrededor de la plaza y monumentales
construcciones eclesiásticas y civiles. Igualmente, un centro vital español como Santiago de
los Caballeros atrajo a una población étnicamente mixta, que fue acomodándose en una
progresivamente ampliada traza oficial. Por otra parte, otras ciudades españolas nunca
llegaron a prosperar y perdieron el dominio regional que ostentaron un día. En la sabana de
Bogotá, los pueblos de indios o «resguardos» vieron cómo se iban infiltrando poco a poco
gentes de raza blanca, mestizos y algunos pardos y negros, una transformación que a
menudo marcó la conversión de los resguardos en parroquias. El fracaso de la segregación
:étnica también ha sido descrito por Marzahl en la región de Popayán, zona incluida en los
actuales términos de Colombia, donde los latifundios y la minería atrajeron hacia
poblaciones indias a muchos individuos de otras razas. En la propia ciudad, los españoles
se mezclaron cada vez más con artesanos y pequeños campesinos de extracción indígena o
mestiza.
Como sugiere el ejemplo anterior, el principio de las «dos repúblicas» se aplicó
internamente en las ciudades biétnicas tanto como a los sistemas con un lugar central y sus
satélites. Incluso en una ciudad como Querétaro, donde indios, negros, mestizos y
españoles estaban mezclados en el modelo original de residencia, finalmente se
desarrollaron barrios en los cuales se conservaron la lengua, costumbres y hábitos
familiares indígenas. Un caso típico de segregación lo proporciona Ciudad de México, donde
se proyectó una traza central con trece manzanas rectangulares en cada dirección y
rodeadas por cuatro barrios indígenas en forma de ele, aunque irregulares, gobernados por
oficiales indígenas, y que suponían una reserva de mano de obra para la ciudad central.
Siguiendo una evolución inevitable, los límites se desdibujaron debido el mestizaje y a
medida que la proporción de indios respecto al número de blancos pasó de ser de diez a
uno a mediados del siglo XVI, a ser de uno a dos a finales del siglo XVIII. En varias
ocasiones estallaron conflictos con indios y mestizos, como en el caso de las revueltas de
1624 y 1692, dando pie a nuevos intentos de restaurar la distribución dicotómica original.
Después del levantamiento de 1692, una comisión en la que figuraba el estudioso Carlos
Sigüenza y Góngora informaba sobre los « inconvenientes de vivir los indios en el centro de
la ciudad» y de la necesidad de concentrarlos en «sus propios barrios, vicarías y distritos,
donde puedan ser organizados para su mejor gobierno, sin que sean admitidos en el centro
de la ciudad». Los documentos hablaban de la «insolente libertad» de que gozaban los
indios en la ciudad, quienes abandonaban sus casas, entorpeciendo la administración civil y
eclesiástica, y dificultando la recaudación de impuestos, y llenaba «esta república» de
«vagos, vagabundos, inútiles, insolentes y gente vil», predispuestos al crimen y «confiados
en la impunidad que les aseguraban el anonimato y la confusión». Las culpas se atribuían
en dos direcciones. Primero, los barrios indios eran infiltrados por negros, mulatos y
mestizos, que eran díscolos, deshonestos, ladrones, aficionados al juego y al vicio, los
cuales corrompían a los indios, o bien les forzaban a buscarse otro lugar de refugio.
Segundo, los españoles que vivían en la traza no dudaban en proteger a los renegados
indios, alquilándoles una habitación o una cabaña, obedeciendo a las leyes del
compadrazgo y siguiendo un «comportamiento indecente que desafía nuestra paciencia».11
La tendencia hacia la integración étnica, tanto biológica como espacial, era irreversible. Las
nuevas subdivisiones eclesiásticas y civiles a que fue sometida la ciudad a finales del siglo
XVIII, sólo aparentemente reforzaron la segregación indígena, pero no introdujeron elemento
alguno para restaurarla.
Una reciente investigación sobre Antequera, en el valle de Oaxaca, hace hincapié en
el papel de la ciudad como ámbito de integración cultural a lo largo de todo el mundo
colonial.12 Un censo urbano del año 1565 diferenciaba diez categorías étnicas de indígenas,
siete de las cuales pertenecían al grupo náhua, distribuidos dentro de la traza, en sus
márgenes, en la comunidad satélite de Jalatlaco, o en granjas cercanas. Gradualmente las
identidades culturales se difuminaron, a medida que los barrios de indios perdieron su
carácter étnico, que las lenguas aborígenes cayeron en desuso, que desapareció la
distinción entre la nobleza india y los plebeyos, y que se fueron asentando individuos no
indios en Jalatlaco. Los indios, considerados en un principio como «naborías», es decir,
11
«Sobre los inconvenientes de vivir los indios en el centro de la ciudad», Boletín del Archivo Genera!
de la Nación, México, D.F., 9, 1 (1938), pp. 1-34.
12
J. K. Chance, Race and class in colonial Oaxaca, Stanford, 1978.
enclaves centrífugos para la acometida de la tierra y de sus recursos. Las primeras eran
campos de cultivo de un nuevo orden económico y jurídico; las segundas eran vehículos
para establecer un orden imperial.
El contraste se hace menos rígido cuando se reconoce que, por aquel entonces, el
desarrollo comercial adquirió impulso en las Indias a partir de un crecimiento de los
mercados locales, se definieron los géneros de consumo comercializables y se
incrementaron las oportunidades para el comercio de ultramar Incluso así, estas tendencias
no minaron el viejo orden, y coadyuvaron al surgimiento de una nueva «burguesía», con una
ideología distintiva. Los consulado, de las grandes ciudades, aunque eran grupos cerrados
con espíritu corporativo eran, en palabras de Veitia Linaje en Norte de la contratación de las
Indias occidentales, «ayudados, protegidos y favorecidos por los reyes y sus consejeros».
En ciudades basadas en economías mixtas como Arequipa y Popayán. las elites tenían el
recurso, para mitigar el embate de las dificultades económicas, de diversificar sus
actividades entre el comercio, la minería o la agricultura, según cambiasen las condiciones.
La Habana colonial, puerto de encuentro de las flotas de regreso a la península, no era una
ciudad mercantil, sino de servicios, con sus funciones portuarias, a merced de la confusa
organización del sistema de navegación. Para compensar a La Habana por su utilidad en el
esquema mercantilista, la corona reconoció los intereses agrarios de sus notables,
concediendo a su cabildo -uno de los dos únicos que gozaron en las Indias de dicho
privilegio- el derecho a distribuir las tierras de forma directa, sin contar con la aprobación
real.
En general, los inmigrantes españoles fueron favorecidos en todas las Indias en las
carreras comerciales por encima de los criollos, aunque su capital fuera a menudo
reinvertido en propiedades rurales, y en donaciones a la Iglesia. Según parece, Medellín fue
una excepción, dadas las escasas posibilidades que allí existían para adquirir tierra de labor;
aquí los hijos tendieron a seguir a los padres en la minería o el comercio, actividades que
ofrecían ocupaciones de elevado estatus.13 Pero en el caso de Ciudad de México, tras la
década de 1590, aunque hay ejemplos de familias que desarrollaron las actividades
comerciales durante dos generaciones, la norma fue la circulación constante de la elite
mercantil, más que su consolidación.14 Incluso en Buenos Aires, la importante ciudad
comercial de finales del período colonial, donde las tierras agrícolas más allá de las
«quintas» suburbanas no eran aún atractivas para los inversores, los comerciantes, según
parece, no constituyeron una clase estable. No sólo porque sus hijos prefiriesen la carrera
eclesiástica, militar o burocrática, sino porque las instituciones para el respaldo de las
iniciativas comerciales se encontraban en un estado tan rudimentario, y las leyes sobre la
herencia ofrecían tan pocas garantías, que las empresas comerciales rara vez sobrevivían
más de dos generaciones.15 Otras ciudades situadas en zonas de crecimiento más lento
progresaron aún menos. El viajero Depons pudo comprobar que Caracas, en las
postrimerías de la etapa colonial, guardaba más semejanzas con un taller que con un centro
comercial; se desconocían las funciones del intercambio, del papel moneda o del descuento.
La Habana, a pesar de la vitalidad económica que le conferían las exportaciones de azúcar
después de 1760, no dispuso de bancos permanentes hasta la década de 1850. El
Guayaquil de 1790, con unas exportaciones de cacao en pleno auge, era una pequeña
ciudad de 8.000 habitantes «escasamente familiarizada con las instituciones financieras o
con las casas comerciales especializadas».16 Un estudio sobre el mercado crediticio del
siglo XVIII en Guadalajara pone de manifiesto lo que debe entenderse cuando se habla de
capacidad financiera arcaica de las ciudades hispanoamericanas.17 En esta ciudad, el
crédito estaba estrechamente controlado por la Iglesia, especialmente a principios de siglo, y
13
A. Twinam, «Enterprise and elites: eighteenth-century Medellín», HAHR, 59, 3 (1979), pp. 444-475.
14
L. S. Hoberman, «Merchants in seventeenth century Mexico City: a preliminary portrait», HAHR, 57,
3 (1977), pp. 479-503.
15
S. M. Socolow, The merchants of Buenos Aires, 1778-1810, Cambridge, 1978.
16
M. L. Conniff, «Guayaquil through independence: urban development in a colonial system», The
Americas, 33, 3 (1977), p. 401.
17
L. L. Greenow, «Spatial dimensions of the credit market in eighteenth century Nueva Galicia», en
Robinson, Social fabric, pp. 227-279.
ésta poseía un potencial de préstamo derivado de las donaciones legadas para misas, las
dotes de los conventos, cofradías, recaudaciones de diezmos y los ingresos procedentes de
sus propiedades. Contando con tales reservas, la Iglesia podía ejercer el préstamo con
regularidad, mientras que otros individuos -comerciantes, clérigos, viudas- tan sólo llegaron
a hacer préstamos una o dos veces en espacio de décadas. El capital circulaba entre un
pequeño grupo de hombres de negocios y de clérigos, llegando a los territorios
dependientes del la ciudad a través de los hacendados. Prueba de que el mercado del
dinero no llegó a tomar impulso a finales del período colonial, es el hecho de que los
892.000 pesos a que ascendían los beneficios proporcionados por el préstamo en
Guadalajara durante la década de 1760, descendieron a 773.000 en el período comprendido
entre 1801 y 1810.
Aunque ninguna Amsterdam o Filadelfia se erigió en las Indias, un rasgo distintivo de
la historia urbana es la variada actividad comercial que aumentó su volumen, ratificando,
extendiendo o reorientando el proyecto inicial del imperio y sus soluciones para la conquista.
Debido al tamaño del escenario en que se desarrolló, el episodio más dramático fue el
ascenso a la hegemonía comercial de la desolada Buenos Aires, favorecida por su situación
estratégica, pero aislada por la política mercantilista española, a expensas de Lima, la
Ciudad de los Reyes y capital comercial del virreinato del sur.
Al escribir sobre el «comercio, esplendor y riqueza» de Lima, el observador
contemporáneo Bernabé Cobo, en su Historia de la fundación de Lima, daba una pequeña
muestra de una ciudad donde la estructura de clases, las normas de comportamiento y las
decisiones económicas estaban condicionadas por los imperativos comerciales. Hablaba,
para ser exactos, del «tremendo volumen» de los negocios y del comercio que tenía como
«capital, emporio y permanente feria y bazar» del virreinato y de las regiones cercanas. La
mayoría de la población de la ciudad obtenía ingresos suplementarios del comercio con
Europa, con China y con Nueva España. Pero la riqueza privada era absorbida por un
consumo lujoso y extravagante. Las modestas cuatro o cinco carrozas que pudo contar
Cobo al llegar a Lima en 1599, se habían convertido, al cabo de 30 años, en más de 200,
todas ellas forradas con seda y oro, y con un valor de 3.000 pesos o más, suma equivalente
a los ingresos anuales de un mayorazgo. Incluso los más acaudalados, con fortunas de
300.000 0 400.000 ducados pasaban «esfuerzos y angustias» para mantener cesta pompa
vacía». Se consideraba pobres a personas con una riqueza de 20.000 ducados. Una amplia
porción de la riqueza de la ciudad se gastaba en muebles y joyas; incluso los indigentes
poseían alguna gema o algún plato de oro o de plata. Se calculaba que la provisión de joyas
y metales preciosos con que contaba Lima ascendía a 20 millones de ducados, siendo 12
millones la suma invertida en esclavos, y ello tan sólo en atavíos, tapices y artículos de culto.
Estaban tan generalizadas las costumbres lujosas en el vestir, que apenas podían
distinguirse los grupos sociales. Los mercaderes en España, donde regían leyes suntuarias,
estaban encantados con esta lejana demanda de sedas, brocados y telas finas. El mayor
volumen de las fortunas de la ciudad estaban depositadas en propiedades (granjas, viñedos,
ingenios azucareros, ranchos), obrajes y encomiendas. Pero los ingresos totales obtenidos
como fruto de los, aproximadamente, quince mayorazgos, se veían superados con mucho
por el millón de ducados que circulaba en salarios de eclesiásticos, burócratas y militares.
Buenos Aires, que había sido abandonada en 1541, fue definitivamente fundada en
1580 como salida atlántica de las poblaciones del interior. A través de su procurador en
Madrid, las gentes de la ciudad hicieron sentir sus quejas por la pobreza de la región y por la
falta de pólvora, ropas y vino para la misa. El comercio con Perú no era viable porque
Tucumán podía abastecerlo de productos agrícolas y ganaderos desde mucho más cerca.
Por lo tanto, España autorizó el comercio entre Buenos Aires y Brasil (bajo soberanía
española por aquel entonces), primero (1595) para la importación de esclavos destinados a
extender la producción agraría, después (1602) para la exportación a Brasil de harina, carne
seca y sebo. Los comerciantes obtenían los mayores beneficios de la reexportación de
esclavos y productos tropicales hacia Tucumán, puesto que el mercado brasileño era
limitado. Pronto apareció una clase acomodada engrosada con los inmigrantes portugueses.
Temiendo por sus intereses fiscales, la corona decidió suprimir el comercio con Brasil en
1622, limitando anualmente el tráfico de Buenos Aires con España a dos barcos de 100
18
M. Carmagnani, Les mécanismes de la vie économique dans une société coloniale: le Chili
(1680-1830), París, 1973.
obra indígena por los esclavos africanos; y a nivel externo, por el auge de Cartagena como
puerto receptor (en detrimento de Buenaventura) y el desarrollo de manufacturas textiles en
la zona de Quito. En el siglo XVII, muchos centros se convirtieron en ciudades fantasma,
quedando Popayán, Pasto y Cali como principales soportes urbanos. Popayán tomó la
cabeza no por ser un modelo de racionalidad administrativa -puesto que la zona donde se
encontraba estaba hendida por una superposición de jurisdicciones civiles, eclesiásticas,
fiscales y militares-, sino por su emplazamiento privilegiado para las actividades
comerciales, mineras y agropecuarias, lo que a su vez contribuyó a consolidar su papel
político.19
En Mesoamérica, Ciudad de México es el centro histórico del dominio burocrático,
comercial, financiero e industrial. Esta ciudad supo interiorizar, a través de los siglos, una
serie de transformaciones, que fueron tomadas como ejemplo por otras tres ciudades de
sudamérica: Lima (período del mercantilismo colonial), Buenos Aires (período del
capitalismo comercial) y Sáo Paulo (período del desarrollo industrial, financiero y
tecnológico). Pero la geografía, recursos y patrones de poblamiento de Nueva España
creaban reticencias a la aceptación de formas tan dispersas de organización espacial como
la que se daba en los casos de Buenos Aires, Sáo Paulo o Montevideo, que finalmente se
impusieron en sus respectivos territorios. Como ha dicho James Lockhart, la
occidentalización del México colonial no siguió una pauta clara de etapas concéntricas,
«puesto que la actividad de la capital saltaba grandes distancias hasta las zonas de interés,
dejando las más cercanas relativamente aisladas e indemnes». Es posible hacer un
seguimiento de la resistencia creciente contra las imposiciones «desde fuera» sobre la
organización espacial y el trazado de las rutas. Es cierto que las exigencias económicas y
administrativas de la madre patria remodelaron las pautas prehispánicas de poblamiento en
el altiplano central, o que, en zonas mineras y ganaderas, se impusieron sin más. Esto han
escrito Moreno Toscano y Florescano:
De ahí que algunos novohispanos imaginaron ese sistema como una gran boca
sentada en España, que era alimentada por un grueso conducto que corría de México a
Cádiz, pasando por Jalapa y Veracruz, el cual a su vez se nutría, por conductos menores, de
los centros y ciudades del interior. El sistema de caminos que vinculaba a los centros y
20
ciudades reproducía fielmente ese esquema.
19
P. Marzahl, Town in the empire: government, politics and society in seventeenth century Popayán,
Austin, 1978.
20
A. Moreno y E. Florescano, «El sector externo y la organización espacial y regional de México
(1521-1910)», en J. W. Wilkie, M. C. Meyer y E. Monzón de Wilkie, eds., Contemporary Mexico,
Berkeley y Los Ángeles, 1976, p. 67.
21
W. B. Taylor, «Town and country in the valley of Oaxaca, 1750-1812», en 1. Altman y J. Lockhart,
eds., Provinces of early Mexico, Berkeley y Los Ángeles, 1976, p. 74.
22
Gamelli Carreri expone sus impresiones sobre el México del siglo XVII en Las cosas más
considerables vistas en la Nueva España, México, D.F., 1946.
Nunca se tuvo en consideración este consejo (aunque apareció una propuesta similar en
fechas tan tardías como 1858 en la Constitución de la República Dominicana), pero es
expresión significativa de una interpretación de la ciudad como centro patrimonial destinado
simultáneamente a fomentar, controlar y jerarquizar las fuerzas impulsoras del cambio
económico.
Desde mediados del siglo XVIII hasta la era de la independencia nacional 75 años
después, la urbanización de Hispanoamérica guarda relación con tres tendencias: un más
rápido crecimiento demográfico, la política reformista de los Borbones, y los cambios
económicos.
Tras un siglo o más de haber permanecido estancada en torno a los diez millones de
habitantes, la población hispanoamericana se había duplicado hacia 1825. El crecimiento
natural llegó con la mejora de las condiciones sanitarias, y la recuperación de la población
india contribuyó en gran medida al aumento; también lo hizo la inmigración. Los datos
recogidos hasta el momento acerca de los inmigrantes europeos o de los nacidos en Europa
y residentes en América, son demasiado fragmentarios como para extraer conclusiones de
la valoración de Mörner, quizás demasiado moderada, que cifra en 440.000 el volumen total
de españoles que atravesaron el Atlántico entre 1500 y 1650. La afluencia fue ciertamente
constante. En cuanto a las importaciones de esclavos africanos, Curtin estableció un
promedio de 3.500 anuales para el período de 1601-1760, reflejando un crecimiento a 6.150
para 1761-1810.
Cuadro 2
23
«Medidas propuestas para poblar sin costo alguno (de) la Real Hacienda de la Isla de Santo
Domingo», en E. Rodríguez Demorizi, ed., Relaciones históricas de Santo Domingo, Ciudad Trujillo,
1942, pp. 345-359.
Fue notable el esfuerzo para la creación de nuevas ciudades en las zonas cada vez
más productivas de Chile y el noroeste de Argentina, después de 1735 bajo la Junta de
Poblaciones creada al efecto, y desde 1783 a 1797, bajo los auspicios del intendente de
Córdoba, marqués de Sobremonte. La nueva política de población se propuso reunir a una
población rural dispersa en poblados o ciudades, concentrando a los indios en
«reducciones», centros de composición racial mixta. Además de fundarse nuevas ciudades,
algunas fueron reorganizadas o incluso reconstruidas y repobladas, mientras otras, como
Concepción, fueron trasladadas de lugar. El objetivo de todas estas medidas era contribuir al
control escolar y administrativo de la población rural, mejorar la productividad, catequizar a
los indios, y reforzar las defensas contra los indios hostiles. En total, arraigaron unas 80
ciudades nuevas. Se emprendieron iniciativas similares en Nueva Granada, como la
creación en 1753 de una ciudad exclusivamente para presidiarios a la que se llamó San
Antonio, patrón de los delincuentes, o como la autorización a una comunidad de negros
fugitivos para que eligiesen a sus propios funcionarios y para no permitir la residencia a
ningún blanco, excepto el cura. Casos particulares entre las poblaciones fronterizas en las
provincias interiores del norte de México, fueron las 21 misiones establecidas en California
entre 1769 y 1823, y el nuevo estilo de presidios, proyectados según el reglamento de 1772.
Estos dos elementos, habrían de determinar el futuro trazado de la frontera entre México y
Estados Unidos. Aunque no era precisamente moderno, según los parámetros europeos de
la época, el sistema de presidios se asentó sobre lo que dos siglos antes había constituido
la red de puestos de control en el territorio chichimeca. Eran ahora enormes complejos de
cientos de metros cuadrados, cercados por baluartes angulares, y plataformas saledizas
para los cañones. Los presidios se convirtieron en centros de internamiento de indios
hostiles, pero también atrajeron, además de a las familias de los soldados allí destacados, a
familias de blancos, mestizos e indios pacificados, que buscaban protección y mercados
para sus productos. En 1779, el de San Antonio, en Texas, con su villa adyacente, reunía a
240 militares, incluidas las familias, y 1.117 civiles.
La creación de nuevas ciudades, misiones y presidios tuvo un doble efecto: la
concentración urbana y la descentralización sistemática. Guardando las distancias, equivalía
a un resurgimiento de la conquista y la colonización. Sin embargo, esta «descentralización»
de finales de la época borbónica no se correspondía con la concepción idealizada por los
modernos proyectistas, a través de la cual los centros locales incrementaban su autoridad
en la toma de decisiones cotidianas. Se trataba más bien de una política encaminada a
disolver las jerarquías emergentes del Nuevo Mundo y someter a sus componentes al
control metropolitano. Así pues, después de 1760 se impuso en Nueva España el sistema
de intendentes, como medio para incrementar el poder real a expensas de las corporaciones
y de los privilegios personales. Con la creación de doce entidades administrativas
dependientes del poder real más que de las elites locales, se consiguió interponer entre
Ciudad de México y sus distritos una serie de subcapitales dotadas de nuevas funciones
administrativas, fiscales y judiciales. Al debilitar el poder virreinal, la corona consiguió la
centralización valiéndose de una ostensible descentralización. Una serie de reformas
comerciales simultáneas acabaron con el monopolio de Ciudad de México, favoreciendo a
los comerciantes de Veracruz y Guadalajara, donde se instalaron consulados
independientes en 1795.
Si bien las últimas décadas borbónicas representaron un desafío para las viejas
capitales administrativas, los centros que hasta entonces habían sido periféricos vieron
acrecentadas y consolidadas sus funciones. En el caso ya tratado de Buenos Aires, su
ascenso al rango virreinal legitimó el control comercial que previamente ostentaba sobre su
territorio. En el otro extremo del continente, Caracas dependía en mayor grado del respaldo
oficial en su marcha hacia la primacía. En vísperas de la independencia, Humboldt observó
que la riqueza de Venezuela no estaba «orientada hacia un solo punto» y que tenía varios
centros urbanos de «comercio y civilización». Sin embargo, a lo largo de los siglos, algunas
ventajas marginales de las que gozaba Caracas; como el clima y la localización, habían
contribuido a un incremento paulatino de sus funciones burocráticas y culturales. La
evolución de la ciudad puede interpretarse como una interacción entre ventaja económica,
favor político y monopolio burocrático. Después de 1750, en palabras de John Lombardi, «el
centralismo de Caracas fue creado por el gobierno imperial español para servir a las
necesidades económicas y militares de su imperio agonizante». Una serie de decisiones
administrativas tomadas entre 1777 y 1803 convirtieron a Caracas en sede de una nueva
capitanía general, una audiencia, una intendencia, un consulado y un arzobispado. El control
político de Caracas sobre Venezuela seguía siendo problemático en la práctica: las
comunicaciones con las zonas rurales, incluso con las más cercanas, eran deficientes y, por
otra parte, había otras ciudades con una situación más estratégica para el comercio
ultramarino. Pero el crecimiento de sus funciones administrativas confirió a la ciudad un
magnetismo que sobrevivió a la confusión de la independencia y al divisionismo político y
económico de las primeras décadas de la república, para consolidarse después de 1870
como eje de la integración nacional.
Una fuente importante del cambio de los patrones de asentamiento fue el crecimiento
de la producción destinada a la exportación, posibilitada por la expansión de los mercados
metropolitanos y por la mayor capacidad y rapidez de las embarcaciones empleadas en el
comercio oceánico. Las ciudades portuarias que no eran meros «estibadores», sino que
estaban al frente de un territorio productivo, se activaron de una manera particular: el puerto
azucarero de La Habana, el puerto exportador de cacao de Guayaquil, el puerto
agropecuario de Buenos Aires. También prosperaron muchas ciudades isleñas, como
Antequera, que se aprovecharon del comercio de cochinilla y de una revitalización de la
industria textil, para evolucionar después de 1740, en palabras de J. K. Chance, «desde una
pequeña ciudad agrícola y cerrada, hacia un importante centro comercial exportador de
tamaño considerable». Aunque podríamos reseñar muchos más enclaves urbanos que
respondieron a estímulos agrícolas, mineros, industriales y comerciales, debemos limitarnos
aquí a algunas generalizaciones sobre los efectos penetrantes de la comercialización sobre
los patrones de poblamiento.
El siglo XVIII presenció una intensificación y especialización de la producción
agropecuaria para los mercados exteriores, que se ha mantenido hasta la actualidad. Esta
tendencia comportó varios cambios en el modo de producción: un paso de un sistema
basado en la explotación intensiva de la mano de obra a otro basado en una mayor
tecnificación, racionalización y capitalización; una reorientación de los beneficios desde el
consumo hacia la reinversión en infraestructura productiva; nuevas necesidades de
intermediarios, facilidades crediticias y abastecedores en los centros urbanos; y, a excepción
de las plantaciones esclavistas, el paso de la sujeción de la fuerza de trabajo, mediante
controles paternalistas o coercitivos, a un «proletariado rural» desarraigado y subocupado.
Estos cambios tuvieron diversas implicaciones sobre el desarrollo urbano. Los puertos
marítimos estratégicos se reactivaron. Las grandes ciudades prosperaron gracias a su
actividad comercial y financiera. Los patriciados se sintieron atraídos por los centros urbanos
de poder, donde pasaron a engrosar la clientela de las diversiones y los mejorados
servicios. En las zonas rurales, sin embargo, las economías de exportación no consiguieron
consolidar redes de poblamiento, ya que su poder y sus recursos provenían de las ciudades
privilegiadas. Fueron los latifundios, y no las pequeñas poblaciones, los que se beneficiaron
de las nuevas diversiones y servicios. La afluencia de artículos de consumo siguió los
canales de exportación, debilitando las redes urbanas regionales. Los poblados tradicionales
y los resguardos se vieron dislocados, sin ser reemplazados por pequeñas poblaciones
comerciales. Los trabajadores rurales que abandonaron sus asentamientos tradicionales, sin
ser absorbidos por el peonaje, ganaron mobilidad y entraron en la economía monetaria,
aunque como emigrantes subempleados, como miembros del lumpen urbano, o como
residentes de poblados empobrecidos. Como Woodrow Borah ha descrito, los improvisados
asentamientos rurales de finales de la época colonial fueron a menudo producto de «una
concentración de habitantes en cruces de caminos, ranchos o haciendas ya existentes», y
se adaptaron a las rutas irregulares existentes, sin obedecer a una planificación formal.
Las tendencias que se apuntaban no se han consolidado hasta ahora, y los efectos
típicos del sistema urbano exportador, el incremento de la primacía exclusiva del capital y la
proletarización de los trabajadores rurales no han tenido una influencia definitiva hasta el
período de la integración nacional y la acentuación de la dependencia exportadora de finales
del siglo XIX Uno planificador moderno transportado al último período de la Hispanoamérica