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Carmen Castro, La Mujer en La Sociedad de Hoy

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LA MUJER EN LA

SOCIEDAD ATUAL
«Debe reconocerse en la mujer una idéntica imagen v semejanza de Dios que la asemeja e iguala al hombre; pero esa
imagen se realiza en ella de una manera peculiar, que diferencia a la mujer del hombre, por otra parte, no más de lo que
se diferencia el hombre de la mujer: no en dignidad de naturaleza, sino en diversidad de funciones. Por esto es
siecesario precaverse contra una engañosa forma de desvalorización de la condición femenina en la que es posible
incurrir hoy, intentando desconocer los rasgos diversificantes inscritos por la naturaleza en cada uno de los seres
humanos. Pertenece, sin embargo, al orden de la creación que la mujer se realice a sí misma como mujer, no
«■iertssmente en competición de mutua prepotencia en relación con el hombre, sino en armoniosa y fecunda
integración, basada en el reconocimiento respetuoso de las propias funciones de cada uno. Es, por tanto, sumamente
deseable que, en los distintos campos de la vida social en los que está inserta, la mujer ponga ese sello
inconfundiblemente humano de sensibilidad y cuidado que le es propio».
(Pablo VI, 6 de diciembre de 1976.)

Carmen Castro!

Carmen Castro
LA MUJER
EN LA
SOCIEDAD ACTUAL

Cuadernos BAC
Carmen Castro
es doctora en Filosofía y Letras. Escritora.
Biblioteca de Autores Cristianos, de EDICA, S.A. Madrid 1979
Mateo Inurria, 15. Madrid-16
Depósito legal M-30778-1979
ISBN: 84-220-0921-8
Imprime: Mateu Cromo, S.A. Pinto (Madrid)

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Advertencia previa
Quien escribe estas páginas es mujer cristiana católica romana-—. Y siempre cuenta con Dios ante todo, con
los demás después, y... por fuerza ha de contar consigo misma.
Lo que aquí se pretende es pequeña cosa: que quien leyere medite algunos instantes acerca de su vivir
personal, consciente de que es irrepetible, único, y posiblemente feliz si realizado en convivencia con otras
criaturas humanas en constante diálogo, y pocas veces en contienda.
Mi mínimo decir se une humilde al excelente discurso de los grandes sobre la vida para expresar un deseo:
que, a su paso por el mundo, toda mujer deje tras de sí estela de paz, la huella de un encanto perdurable, el
recuerdo de su sonrisa saturada de amor a la vida, de fe en la dignidad humana, y de esperanza en Dios.
Ser mujer: ni un privilegio ni una maldición
La mujer, una criatura puesta en el mundo, creada por Dios a imagen y semejanza suya, como el varón. Tan
exactamente humana como el varón. Tan dignamente humana como el varón.
Si queremos entendernos a nosotras mismas, si queremos bien entendernos con el varón, si queremos
entender el mundo, y que gracias a nuestros vivires se haga más navegable, habremos de considerar nuestros
rasgos propios, genui-namente femeninos, como excelentes bienes naturales que nos fueron conferidos con
vistas a nuestra responsable participación en el cumplimiento del destino por Dios abierto al mundo. Una es
la participación en el acontecer del mundo que compete al varón, otra la que compete a la mujer. Las dos se
implican: ninguna excluye a la otra.
Nuestra feminidad no es privilegio de orden divino. Tampoco es maldición diabólica.

Históricamente, se comprende que en los siglos pasados la mujer haya tenido a veces bajo sus plantas al mundo. Se
consideraba rio a la mujer, sino a una soñada criatura maravillosa, por cuyo amor los varones arrostraban peligros,
realizaban hazañas inauditas, y en todo tiempo estaban dispuestos a dejarse en cualquier empresa la vida, imaginando
que, llegada la ocasión, la ingrata correspondiente vertería por ellos una piadosa lágrima. Lo malo es que por este sentir
los varones a veces morían de repente, y a veces se consumían lentísima-mente —mal de amores causado por una mujer
fantaseada, única entre únicas—. Verdad que, a veces, la víctima de esta instalación varonil en la vida, tan pendiente de
ella, era la mujer real y no ficta. Lo refieren los libros.
También se comprende —con textos en la mano que lo razonan— que haya sido considerada la mujer como maldición
que pesase sobre el género humano, ponzoñosa criatura, envenenadora del vivir de los vivientes todos de ambos sexos.
Dos actitudes que no pueden considerarse más que situadas en su momento histórico correspondiente, y habida cuenta
de las circunstancias del acaecer vital, que explican a veces con claridad —aunque no siempre lo hagan— cómo pudo
suceder lo sucedido.
Pero, en llegando a nuestro siglo, la situación de la mujer resulta —para mí al menos— explicable, sí; aceptable, no.
En el siglo xx se ha discriminado a la mujer por serlo. Contra ello, la voz de la Asamblea General de Naciones Unidas:
«Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración —de Derechos Humanos
(diciembre 1948)—, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquiera otra
índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición» (art. 2, § 1). Sin embargo,
en demasiadas naciones del mundo sigue siendo la mujer la gran discriminada. Y en muchos respectos también sigue
siendo muy discriminada de hecho —aunque las leyes no parezcan consentirlo— en los más exquisitos países. Ello se
debe a esas razones de conveniencia existentes en los planes humanos, y por fortuna no señalados en el mapa de Dios
—ese que todos podemos imaginar si esforzamos nuestra fe.
¿Por qué nos tocó a las mujeres vernos como nos vimos, nos hemos visto, y...?
Esto ha hecho la mujer en el siglo XX: dar prueba manifiesta
de su hombría de bien—cual Ii e II __il_,
sino de toda persona—. Ha cumplido la mujer la condición de vivir su vida sin automarginarse, sino comprometiéndose
a lo largo del sucederse de las guerras, las paces y las revoluciones que le han ido saliendo al siglo de su misma entraña.
Y a pesar de haber tenido que realizar trabajos antihumanos —lo son para ambos sexos los de la guerra y todos cuantos
imponen las dramáticas luchas de personas contra personas—, a pesar de todo, tras su paso por un tiempo de tan
insatisfactorio vivir, la mujer no ha dejado el mundo perdido de madejas de dolor, inundado de lágrimas, atronado de
lamentos. La mujer ha sabido sobrellevar espantos propios, remediar ajenos unida al varón, y continuar viviendo siendo
plenamente mujer. Y ha hecho más todavía: se ha incorporado, en paz como en guerra, al mundo del trabajo con una
seriedad asombrosa y plena, y un eficacísimo rendimiento; de tal modo que entre los inmensos bienes con que los
humanos contamos hoy en este mundo, uno, y no menguado, es el trabajo de la mujer, y por nosotras realizado en todos
los campos que el trabajo ofrece, que el trabajo requiere con demanda inexorable.
En cuanto a los movimientos feministas del siglo XX —aunque algunos hayan alcanzado disparatadas proporciones y
se apoyen en absurdas reivindicaciones—, ha de buscarse su razón de ser en la exasperación provocada por una absurda
situación masculina frente a la mujer.
Por los países más civilizados circuló el juicio de Sóren Kierkegaard sobre nosotras: «¡Qué desgracia ser mujer! Sin
embargo, hay todavía una calamidad mayor: no comprender que el serlo es una desgracia». Con lo cual queda patente

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que para el filósofo danés somos no sólo escorias, sino escorias estúpidas.
Para alivio de caminantes cito a continuación la gratísima opinión del poeta Rainer María Rilke: «Llegará un día... en
que aparecerá la mujer. Será mujer un nombre que no signifique cosa opuesta al varón, sino algo independiente y
propio. Nada que haga pensar ni en complemento ni en límite, sino únicamente en vida y en ser: el ser humano
femenino» (Carta a un amigo).
A raíz de la Segunda Guerra Mundial, llegó desde el existen-cialismo perfectamente estructurado el aparato que
sostenía la rebelión de la mujer, puesto que estaba siendo considerada como individuo perteneciente al «segundo sexo».
Quedaba
establecida así la discusión acerca de la fortaleza —y valía— de los sexos, y, en definitiva, el tremendo
carácter «machista» de la civilización humana, manifiesto a lo largo de casi toda la historia. Quedaba
expuesta con claridad la justificación de la lucha emprendida por nuestro sexo contra el «contrario», y se
incitaba a ella. Y quede aquí constancia de que, a mi parecer, esto fue —y sigue siendo— absurdo disparate.
Sin embargo, es del todo evidente que la condición de la mujer en muchos países y sociedades no es la
debida, y por eso, del trabajo inteligente y armonizado de varones y mujeres dentro del marco de Naciones
Unidas, surgió el Año Internacional de la Mujer —1975—. Lo abrió una proclama pertinente, que era al
mismo tiempo una incitación apremiante a remediar la injusta discriminación de que la mujer era demasiadas
veces víctima. Quien conozca más mundo que el español de España, sabe qué tremendas realidades pretende,
cuando menos, paliar esta «proclama». Citaré una sola muestra: En Hanuabada —Nueva Guinea (abril 1970)
—, el Gobierno se ocupa activamente de que el precio de una mujer no sea superior a dos mil dólares
australianos, dado que el de los cuatro mil, recientemente alcanzado, parecía muy excesivo. En 1975
Naciones Unidas pedía:
I. La modificación de leyes y tradiciones discriminatorias para la mujer.
II. La corrección de los desequilibrios existentes en cualquier campo entre el varón y la mujer.
Pedía: equiparación, armonización entre mujeres y varones. Es lo que se buscaba y se busca por todas las
cinco partes del mundo allí en donde hay personas cabales: un nuevo y adecuado ajuste de la mujer a su
mundo inmediato, nuevo él en sí; ajuste imprescindible para que, libre de trabas absurdas, la mujer pueda
cumplir según su deseo, y del mejor modo posible, los cometidos que como mujer —persona plena— le son
propios, y que es claro redundan no sólo en bien suyo, sino en bien de los demás vivientes.
Igualdad de las criaturas humanas creadas por Dios
Esta es la primera igualdad: haber sido todas las criaturas humanas creación de Dios. «Todas las criaturas
son meajas
—migas— que cayeron de la mesa de Dios», dice San Juan de la Cruz. En su día creó Dios al hombre, mujer
y varón los creó; a imagen y semejanza suya los creó. Así tiene el hombre, tenemos cada una de las personas
del género «hombre» —el humano—, libertad, entendimiento, voluntad, amor.
Libres por naturaleza, cada cual podemos escoger en cada instante lo que nos lleva a un punto cardinal —
destino nuestro por nosotros mismos señalado—. Las costas de nuestra selección son cuestión aparte. El caso
es que somos libres hasta el extremo de poder negociar con la propia libertad. Podemos venderla por dinero,
entregarla por amor, perderla por necedad. En conclusión, podemos defenderla para la vida contando con la
muerte, esquivada o aceptada a tenor de las circunstancias.
Se inscribe nuestra libertad entre dos allendes alcanzables para la persona humana: Bien definitivo, Dios;
infierno, mal rotundo. El infierno, lugar —si es lugar—, estado —si es estado—, tiempo —si con el tiempo
guarda conexiones—, es para nosotros una necesaria garantía. Con su realidad ratifica nuestro libre albedrío.
El infierno es el allende opuesto a Dios. Infierno, Dios, dos posibilidades abiertas que acotan la inmensidad
transitable en todas direcciones para la libertad de la persona humana, su fe de vida.
El entendimiento —su inteligencia— le hace al hombre capaz de poseerse a sí mismo, de ser como su
voluntad y razón se lo imponen o se lo consienten.
El amor hace posible la efusión de los grandes bienes que el hombre tiene en sí mismo, y de los que en sí
mismo y por sí mismo puede crear. El amor hace posible la entrega de nuestras vidas en donación constante.
Las personas podemos dar siempre; y nuestro dar se halla siempre en relación con la medida en que sabemos
recibir —recibir y dar, ley primera de humildad—. Podemos darnos radicalmente a los demás. Con ello
ratificamos el haber sido creados a imagen y semejanza de Dios. No es proclama —este darse— que pueda
hacerse a voz en cuello. Dirá San Juan de la Cruz: «Cada criatura, en la música callada, a su manera da su
voz de lo que en ella es Dios». He aquí ¡a «música callada», la armonía compuesta por las cualidades del
hombre —esos sus bienes raíces—. Gracias a estos bienes raíces nos es posible alcanzar una plenitud nues-
tra, y cumplirnos como personas humanas —cumplir nuestro destino en el tiempo—. Y, una vez aceptado
este destino,
vivir, realizarnos en el mundo como mujeres o como varones, cada cual según su sexo. De otro modo

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seremos medios seres, perpetuos inmaduros hasta nuestra muerte.
Fuimos primero —niños o niñas— un gozoso proyecto de personalidad en devenir. Desde el inicio de la
adolescencia, nuestro trabajo vital consistió en componer una personalidad —claramente mujer, o claramente
varón— entreverando entre sí cuerpo creciente, sentimientos, inteligencia, dejando que todo ello fuese
aprehendido por el alma, y entre sí concertado desde dentro —desde la intimidad de cada persona—. Llega
un día en que el alma propia confiere felizmente a cada criatura normal una personalidad auténticamente
suya y diferenciadí-sima con respecto a todas las demás. Entonces la criatura humana da flor cumplida de
sexo —flor de mujer, flor de varón—. Se es mujer —o varón— de modo pleno toda vez que hayan sido
asumidas cuantas inexorables consecuencias condicionantes ello implica. Duras o leves, las condiciones del
vivir de mujer siendo mujer —o de varón siendo varón— siempre son condiciones válidas para el hallazgo
de nosotros mismos y para la realización del imprescindible asentamiento en nuestros goznes personales,
trabajo que ha de cumplirse para evitar que la vida nos desguace al asestarnos el primer golpe directo.
Cuando ha tenido lugar este hallazgo de nosotros para nosotros mismos, su resultado es tan visible que desde
fuera percibimos los demás a la mujer o al varón cumplidos, y los señalamos como personas que «se han
encontrado» a sí mismas. Con ello parece que les extendiéramos un excelente salvoconducto que a todos
satisface, válido para andar por la vida sobre los accidentados aconteceres ofrecidos por el tiempo de nuestro
mundo.
Para este quehacer de acuñar la personalidad propia contamos con Dios. Dios en todo y en todo tiempo nos
sostiene; a lo menos, eso sentimos los cristianos, y esto es lo que reflejan todas las lenguas habladas por la
catolicidad en sus modismos, que aluden a Dios de todas las maneras imaginables.
Dios nos da continua noticia de su presencia. A veces, de modo extraño: Dios nos parece presente en
tremenda lontananza, y al mismo tiempo dudamos de si no estará también en nuestra vecinanza —ventura
grande—. Los creyentes tenemos conciencia de Dios en nuestra intimidad desde el temprano o tardío
despertar de la conciencia. Y sabemos que es Dios con nosotros, desde nuestro primer principio, lo que nos
ayuda a
cumplirnos como personas mujeres —a la parte femenina del género humano— y como personas varones —
a la parte masculina—. Para lo cual, desde hace veinte siglos por lo menos, tenemos al alcance de nuestros
vivires dos paradigmas: Cristo Jesús y María, esa Virgen Madre de Dios. Unos paradigmas no sólo
ejemplares, sino ayudadores personales nuestros. Nos abren la vía, nos patentizan la verdad, nos esfuerzan
sosteniéndonos en la vida.
María. Habla en tierra la primera cristiana
Cuando llegó la plenitud de los tiempos, según la cuenta divina, fue elegida una mujer para Madre de Dios
vivo. Y así, el Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad, una persona al mismo tiempo verdadero Dios
y hombre verdadero, Cristo —ungido—, es Jesús, hijo de María.
A una mujer le fue encomendado el cumplimiento del más impar de los destinos. Y esto refrenda un
concepto de la mujer que a mucho compromete. La mujer, criatura apta para mantener con el mundo una
ligazón firme —considerado y seguidamente aceptado el cumplimiento de cuantas obligaciones, condiciones,
situaciones, deberes, responsabilidades... sean ineludibles en determinadas circunstancias—.
Simultáneamente, la mujer —está sobrentendido— ha de mantener vida adelante su personal ligazón con
Dios.
Y escrito lo tenemos en el Nuevo Testamento. María es una presencia continua en la parte nueva del Libro,
donde en toda palabra se alude a ella de modo tácito o expreso, y en toda página late el ritmo de su
respiración personal. Uno de los secretos literarios mayores de los Evangelios es éste: que sus agonistas no
sólo estén allí vivos por la palabra, en la palabra —lo cual acontece en la gran literatura, aunque no sea
evangélica—, sino que, además, las criaturas que se mencionan —y el hecho sí es insólito— gozan en estas
páginas de un asombroso poder de presencia. De manera que cuando estas personas son requeridas por la
acción en devenir, ahora o luego, jamás surgen como lo hacen los personajes de un drama ficto, sino que
somos nosotros los que hemos de prestarles atención; ellas están pasando por el acontecer reseñado de modo
tan consecuente y sólito como el día surge de la noche, y se hace la noche del día. Lo cual bien sabemos que
en la vida acontece así, pero no es fácil el representarlo con palabras, a menos que la palabra sea más que
palabra: es el caso de la Palabra evangélica.
María está en el acontecer de la redención, ligada a todos sus instantes. Tenía que estarlo, tras haber aceptado
ser correden-tora con Cristo de la humanidad.
Naturalmente que las mujeres no somos corredentoras del género humano. Pero sí estamos dotadas de un
extraño don de presencia continua en el devenir de la vida que cada una haya aceptado. Esto y no otra cosa
es lo que se considera en la mujer virtud de constancia, capacidad de entrega al vivir. Porque bajo estas dos

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formas se manifiesta al exterior un carácter propio de la condición femenina. Sin él, ¿por qué razón había de
ser mucho más visible siempre una mujer que un varón, en cualquier acción vital —noble o repugnante, no
hace al caso— que ambos realicen? Y nótese que es un don previo al grado de personalidad que la persona
mujer alcance.
La elegida de Dios se llama María, Miryam. En hebreo, mir significa gota, yam es mar. En latín gota es
stilla, pero stilla está muy cerca de stella, estrella. Y el nombre de María pasó a ser Estrella de la Mar —
como aparece en una advocación letánica—. En egipcio, el nombre significa Graciosa y Bienamada. Sin
duda, el nombre personal no prejuzga el carácter de las personas, pero puede ocurrir que las biennombre.
Bienamada, Graciosa, Gota de Mar, Estrella de la Mar, Miryam, María, en fin, de la tribu de Judá, era
descendiente de David. Entre sus ascendientes había habido varias mujeres con personalidad muy extraña y
muy fuerte. Sin embargo, la personalidad de María es de otra índole, y de ella se valió Dios a la hora de
redimirnos a los humanos. María puso su personalidad al servicio de Dios. Dios siempre pide a los hombres
que nosotros pongamos un algo nuestro, para El hacérnoslo todo.
Dios solicita de María que sea ella la que pronuncie la primera palabra, la palabra angular del orden nuevo.
Parece haber sido también mujer quien por vez primera saludó y reverenció la presencia del Verbo
encarnado —el Hijo— en el seno de María. La mujer es Isabel, madre del Bautista. Y ella dijo: «La madre de
mi Señor viene a mí».
Aceptó María, virgen, ser madre, y conoció en aquel punto que era inmaculada. Se lo dijo el ángel —voz de
Dios.
Mucho importa considerar este suceso todo. Dios quiso
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dejar a María exenta del pecado original: había sido escogida en principio y en el principio por Dios mismo
para correden-tora del género humano. A pesar de ello, María no fue Madre de Dios hasta que ella, por sí
misma, con su misma voz, libremente, conscientemente, aceptó su elección, consintió en ser madre, en
concebir al «Hijo del hombre» por obra del Altísimo. ¿Cabe mayor refrendo de la humana libertad? ¿Cabe
mayor respeto hacia la persona humana, en este caso una persona mujer? ¿Hay nada que mejor pueda
contraponerse a una discriminación de la mujer basada en su condición femenina, en su propio sexo?
El «Hágase en mí» de María ratifica nuestra dignidad humana, nuestra condición de libres, y pone de
manifiesto la responsabilidad personal que implica el estar dotado de humana libertad.
Que somos originariamente libres, las mujeres —como los varones— lo sabemos bien. Y en cuanto a
nosotras, creo que es nuestra condición personal humana la que mayor valía confiere a nuestro vivir —si es
coherente—. Pero ser libres implica también que es ineludible la responsabilidad en que incurrimos frente al
mundo, frente a nosotras mismas, frente a Dios, si nuestros actos son incoherentes.
A todos nos llama Dios a la vida, y por eso sentimos una primera y radical vocación: vocación de vivir. La
cual se señala como fuerza de la vida, el tirón de la vida que tanto puede. Y crecemos en el mundo.
Abraham, Samuel... María respondieron en sus vivires a la llamada —vocación—, voz de Dios que les
requería, con un incondicional «Heme aquí, Señor». Eran respuestas expresivas de su libre y voluntaria
entrega a Dios.
No olvidemos, las que ahora vivimos, que la vida verdadera y libre —libre por verdadera— es una hilada de
respuestas afirmativas a las suscitaciones de Dios, fácilmente percibibles a lo largo del acaecer en el tiempo,
si se vive con la atención puesta en Dios.
Esa libertad restallante en la entrega de María a la obra de Dios en el tiempo y mundo de los hombres, el
Evangelio la significa, declara y proclama en un canto —Magníficat—, versión nueva del canto de Ana (1
Sam 2,1-10). Era un canto explicativo del poder y la fuerza, la justicia y el amor de Dios a los hombres, al
que se le confiere ahora significado innovador: manifiesta un sentido social inédito de la justicia, anuncia la
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renovación que Jesús traerá al mundo temporal —explicitada luego en las Bienaventuranzas—, revela cuál
será la misión de la Iglesia.
(Además, dicho sea entre paréntesis, el Magníficat es el canto con el cual el pueblo elegido —Israel— se
vierte en la Nueva Ley, viva, verdadera, liberadora, ley de amor pleno manifestado en auténtica paz —esa
paz dada por Cristo de modo diferente a como la da el mundo—. En la «visitación» —encuentro de María
con Isabel—, momento que el Evangelio considera oportuno para insertar el Magníficat, asistimos al saludo
del último profeta de Israel —profeta de la Ley Vieja, Juan el Bautista— al Señor Jesús que trae el
Evangelio, la Buena Nueva, la Ley Nueva. Una madre, Isabel, y un padre, Zacarías, que el Evangelio cuida

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mucho de señalar como viejos y como fieles cumplidores de la Ley Vieja, se abrazan con la Madre nueva,
María, la amanecida que lleva en sí misma entrañado al nuevo Amor, Cristo, Jesús el Salvador.)
María con el Hijo: he aquí la instauración entre los hombres de la Ley Nueva de Amor. Donación suprema
de Dios a los hombres que reclama de ellos —de nosotros— la aceptación de una vida nueva.
Bien sabemos lo que ello comportaba para María. Contra la pequeña María estaba en acecho la Ley desde el
primer instante. La Ley Vieja prescribía la lapidación de la madre que llevase en su seno un hijo de quien no
era su marido según la Ley. Y hasta tanto José, el esposo prometido, no la tomase por esposa legalmente,
esta Ley pesaba a plomo sobre María.
Ni siquiera a la elegida de Dios le fue permitido no tener que hacer uso de su valentía ante la ferocidad del
humano vivir.
Después, como una madre, María vive cuanto la acción de los hombres iba exigiendo de ella. Y perdura
siendo madre por los siglos, siendo amparo iluminador para la Iglesia, y para toda criatura humana sin
excepción.
A lo largo de los siglos se ha sabido esto. Salteando siglos y autores, he aquí breve muestra de ello:
El himno acathista —s. iv— de la liturgia oriental se dirige a María con un «¡Salve, desolación constante de
los demonios!»
San Bernardo —1090-1153— dice que en María «El Señor, en verdad, ha hecho algo nuevo en la tierra».
Nicolás de Clairvaux —s. xn— invoca a María como «Virgen que haces la paz entre los ángeles y los
hombres».
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El maestro Gonzalo de Berceo —s. xm— sienta a María a trabajar con los evangelistas, que cuando
escribían, «con la Virgen hablaban». Y así,
«cuanto escribían ellos, Ella se lo enmendaba». «Sólo era bien firme lo que ella alababa».
(Milagros 22.)
Lo que Dios ha pedido a María no es poco. Lo que María ha cumplido no es mucho menos. Y era una mujer
del todo humana.
Los varones mejores tienen —tuvieron— siempre con María un constante diálogo, y hacia ella un infinito
respeto, que acaba siendo inaudito amor.
Y esta mujer única, asumida, ascendida del mundo por el mismo Dios a presencia suya, es la mujer con que
Dios mismo nos enseña a ser mujeres. Enseñarnos, bien nos enseña. ¿Cómo aprendemos?
Nuestra instalación en la sociedad actual
En su trance de Cruz, todos lo sabemos, Cristo nos señaló por madre a María, mujer impar. Y este bien
tenemos los cristianos, o, por mejor decir, esto sabemos los cristianos, porque a nadie le falta nunca la pura
«Gota de Mar», Miryam, a lo largo de su vida. Sin embargo, la pregunta es acuciante: ¿Seremos capaces de
alzarnos, sobre nosotras mismas, a la altura humana que el momento requiere? Yo pienso que sí. No estamos
desguarnecidas de las necesarias cualidades, cualidades universales que en nosotras adquieren notación
peculiar femenina, y con las cuales construimos cada una de nosotras nuestra personalidad.
He aquí siete cualidades nuestras esenciales.
Libertad
Tenemos disponible en nosotras un asombroso caudal de libertad. La afirmación de la libertad humana más
profunda que hay en El Quijote —«Yo libre nací y en libertad me fundo» (I, 12)— está puesta en boca de
mujer, la pastora Marcela. Y por ella defendida como Don Quijote defiende la justicia en tantas ocasiones.
Cervantes sabe de varones y de mujeres los secretos más íntimos.
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De nuestra libertad nos valemos las mujeres con sabiduría. No somos irracionales. Una vez y otra
respondemos como debido a la exigencia que el vivir nos reclama. Pero, no carentes de señorío, la entrega
nuestra es por nosotras libremente consentida. De aquí que a la mujer no la sieguen los trabajos
desmesurados. Las maternidades, dolor, muerte o vida que sobre ella pesan sólo por un momento doblegan a
la mujer. Diríase que es una yerbita que no tronchan los peores vientos. Vive como criatura siempre
recuperable... hasta que Dios un día le confiere su total y auténtica libertad.
Imaginación
Disponible en los momentos cruciales del vivir. Ahora que tanto cunde el lamento: «¡falta imaginación!»,
debería cambiarse de slogan y decirse: «aquí hace falta integrar plenamente a la mujer al vivir del país». La
mujer sabe arriesgar sus pasos en la vida abriendo senderos entre espesuras, recorriendo suelos antes no

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hollados, pero que ella imagina transitables; sabe arriesgar su razón —según dicen los varones— pensando
insensateces que, precisamente por haber sido pensadas, resultan luego eficaces para la realización de esos
imposibles que traen a todas horas los días bien vividos. (Los días a medio vivir no traen nunca más que
hastío.)
Vitalidad
Asombra en muchas ocasiones esa vitalidad que le confiere a * la mujer valentía suficiente para anochecer y
amanecer en dolores, en dificultades, en oquedades angustiosas, en peligros continuos... y a lo largo de la
ristra de días monótonos que son muy malas asechanzas tendidas a las personas por la cotidianidad de la
vida. Del peligroso aburrimiento le saca a la mujer su vitalidad. Si la mujer está constituida de modo que
puede.dar carne, hueso, sangre y cuanto de ella requiere un cuerpo totalmente por hacer, nuevo, en ella
entrañado, también puede dar al día y a la noche de hoy algo que les haga diferenciarse de los ya sidos. La
mujer tiene el don de hacer distintos los días iguales con sólo vivirlos plenamente, ella, con su vitalidad
expresa.
Dulzura
Hay en cada mujer disponible —¿y quién no sabe su uso?— un mar de dulzura —no empalago— más o
menos a flor de piel.
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Con su dulzura da los grados de su feminidad. Traigan lo que traigan, planteen lo que planteen, con dulzura
ha de acoger la mujer a un niño, o un problema (añadido al niño), una alegría..., una muerte. Es gracia,
gentileza, dulzura manifiesta, ese «más» que la vida exige de la mujer en toda hora. Exigencia —ese
«más»— que debe ser considerada don de Dios a la vida femenina y no pesada carga de su condición. Un
«más» que culmina en la maternidad. Y es muy bello.
Inteligencia interior
La mujer está dotada de una clase de inteligencia —debe de ser del corazón— que funciona en respuesta a
determinadas situaciones, en los momentos en que es más oportuna. Siempre he oído decir a claros varones,
pertenecientes a estamentos sociales muy dispares entre sí, que nunca debería ser desatendido el consejo de
una madre cuando se trata de tomar decisiones para un futuro no imaginable que afectará al hijo. Ella sabe de
modo misterioso lo que debe hacerse. El consejo femenino para el futuro inimaginable procede del arcano
personal donde se conciertan saber, querer y poder hacer determinadas predicciones. Es el resultado de una
entrega insólita —muy femenino proceder—, de una atención comprometida con aquello a lo que se está
prestando atención especial —el hijo pequeño, alguna persona queridísima...—. Es un modo de atención
propio de personas que viven con el corazón diríase que fuera de sí mismas, puesto con esmerado sentido en
otras criaturas —lo que hacen las madres—. Para sí mismas, estas personas utilizan su corazón lo
indispensable, como si temieran desgastarlo con ese uso indebidamente.
Intimidad
La mujer tiene en grado máximo intimidad. Es propiedad humana entre las humanas. La más introvertida y la
más extrovertida de las personas posee algo particularísimo en sí misma: su intimidad. En ella radican los
bienes y los males que labran y configuran la personalidad de cada cual. Pero acontece en demasiadas
ocasiones que el género varón olvida que también es consustancial al género mujer ser persona. De aquí que
muchos de ellos consideren demasiadas veces a la mujer como criatura con su intimidad en blanco. Las
equivocaciones
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en este sentido pueden tener dramáticas consecuencias para todos: los ellos y las ellas.
Amor
En este mundo íntimo personal habita —reside, renace a toda hora— el amor. Un amor que es válido —y
necesario— en todas sus modalidades. Y son diversas en extremo. Parece increíble que se llame siempre
amor a todos los amores. Y al mismo tiempo es verdad que todos ellos son amor. Todo lo que alumbra
también es luz. Y son muy varias en sí las luces.
La mujer tiene un amor hacia los suyos, hacia las personas de su círculo familiar, perfectamente matizado.
Amor distinto a éste, y que se cumple a sí mismo en plenitud alcanzando a los hijos, es el amor de la mujer a
su enamorado varón —máximo bienamado—. Sólo coincide con los demás amores en que no se acaba nunca
(si se acaba, es que no fue amor; era pasión amorosa, acaso no mala, pero sí algo muy distinto al amor total y
de fondo que surge entre dos seres de sexo distinto).
El amor de amistad existe también entre personas de sexo contrario. Del apasionado amante amado —y debe
ser a la vez, o llegado el día, el marido propio— se es amiga suya en el mejor de los sentidos. Pienso que hay

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amistad llana, auténtica, entre los jóvenes de ambos sexos. La amistad es un seguro de vida concedido por
Dios al género humano, capaz de rebajar la temperatura de una tragedia y de realzar la fuerza de una alegría.
Otro amor —diferente a todos— y que se expresa, sin embargo, con las mismas palabras que todos, porque
no hay otras posibles —ya lo han dejado expuesto los místicos de todos los tiempos y religiones—, es el
amor a Dios. En este amor, es justo consignarlo, no hay distinción alguna por razón de sexo entre el modo
como amamos las personas a Dios. La entrega a Dios por parte de quien le ama es radical —procede de la
raíz misma que nos iguala a todos los humanos—. Este amor a Dios se significa como verdadero si revierte
sobre todo cuanto Dios ama; diríase que es imposible amar a Dios si no se tiene amor a todas y cada una de
las cosas de Dios: de su Creación.
Todos los modos de amor que nos habitan a las personas son tan necesarios para nosotros que sin ellos la
vida no sería viable —ni tampoco vivible—. Imposible sería la convivencia, esa relación entre los humanos
que no es un sentimiento de uno-a-uno como lo es el amor al amado, al hijo, al amigo... Es un sentimiento de
uno-a-varias-personas-a-la-vez. Y éste es el secreto que permite realizar la convivencia: no personalizar
apenas el tipo de relación establecida con los demás. Por ello, la convivencia requiere un subsuelo con muy
alto grado de civilización —cosa distinta a cultura—. La convivencia se da tanto en grupos no culturizados
como en los más cultivados, pero falla casi siempre allí donde un mínimo de cultura superficial ha sustituido
a la fundamental civilización —que puede haber sido máxima o mínima, si su mínimo ha sido un punto cima
para ella—. Todo grupo social existe siempre en razón de una convivencia tangible, viva, y en la cual le cabe
inmensa parte a la mujer.
Libertad, imaginación, vitalidad, dulzura, inteligencia interior, intimidad, amor: he aquí siete magníficas
pertenencias que tiene en propio la mujer por el hecho de serlo. Repito que gracias a ellas adquiere la mujer
personalidad señalada. Gracias a ellas vive su propia vida ya como soltera, ya como casada, y puede
consagrarse a una vocación religiosa, social, o de otra índole, que reclame soledad o soltería, si con ello
siente que se cumple en plenitud.
Como soltera, como casada, como madre —y como hija o nieta—, como abuela, como amiga de sus amigos,
y en todo tiempo y en todo estado viviendo, apoyada en sus pertenencias, mantiene la mujer una ligazón con
Dios. ¿Cómo? Bien sabe la mujer que en su vida, tiempo adelante, tiene que hacer verdadera esta norma: «Lo
difícil es lo que puede hacerse inmediatamente; lo imposible lleva un poco más de tiempo» (J. Santayana).
(Importa señalar que esto se leía en un muro del famoso mayo 68 en París.)
Educación de la mujer para la vida actual
Educar es contribuir a que las personas adquieran poder razonable sobre sí misma: sobre su cuerpo, en las
relaciones de ese cuerpo con el exterior, sobre sus sentimientos, respuestas, reacciones, acciones... y, mucho
más, a lo largo del vivir.
Avezada y capacitada para vivir con arreglo a sus posibilida-

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17

des en tanto que persona, la mujer debe estar preparada para realizar un trabajo —el que fuere—. Pronta a la
consagración de su vida a una vocación —si su personalidad la acusa—. Y, además, preparada para el amor,
el matrimonio, la maternidad y la creación de una familia —la suya, la iniciada por ella y su desposado.
Hoy sabemos que el grado de cultura alcanzado por una civilización se mide por el puesto que ocupe en ella
la mujer. Todo alto grado de cultura tiene en cuenta y se apoya sobre las cualidades propias de cada sexo: las
traba en armonía y de este modo las potencia. No es más cultivada ni de más quilates una sociedad porque
borre las diferencias sexuales. Con ello, por el contrario, coarta el desarrollo de la personalidad —que es el
sexo fuente de personalidad extremada—. En las civilizaciones que esto hacen —o hicieron—, mujeres y
varones quedan despersonalizados —hasta donde ello es factible— y con ello relegados al rango de meros
individuos socialmente útiles y entre sí intercambiables. Y esto ni fue, ni es, ni puede ser un ideal cristiano.
Pienso que tampoco es un ideal en verdad humano, sino grave contrasentido. Pero nadie entienda que con mi
juicio quiero seriar la calidad de la dignidad humana. Para mí, toda persona tiene plena dignidad humana
siempre y cuando su aportación a la sociedad en que vive sea entrega de la mejor parte de sí misma. De
manera que tampoco hay en este punto razón válida para que se considere a la mujer —ni ella a sí misma se
considere— como inferior ni como superior al varón.
En consecuencia, puede decirse que es mujer educada aquella cuya presencia en el tiempo es una nota bien
timbrada, capaz de crear un acorde de grata sonoridad con el varón —que, por su parte, también ha de hacer
posible el acorde—. La estridencia, pienso, es un elemento armónico válido tan sólo dentro del arte de la

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música; nunca válido en el arte de vivir la vida perteneciendo a un grupo social, en el arte de la convivencia.
La mujer y la familia
La familia: el mejor trabado de los hombres en sociedad, nudo seguro que hace posible la malla social. Antes
no había mujer que no supiera hacer malla —como los pescadores saben todavía—. Antes eran escasísimas
las mujeres que no aspira-
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ban a tener una familia, es decir, un marido —cualquier marido— y unos hijos a los que las más veces les
decían «mis hijos», y las menos «nuestros hijos». Con ello, a veces se creaba realmente una familia; a veces,
un mal simulacro. ¿Responsables? El y ella, los dos. Responsable de fondo, el clima social, que calificaba a
la soltera de «solterona», despectivamente.
Socialmente, la mujer ha sido «cosa», antes, con exceso. En general, lo era en medios poco cultos. En
particular, no sucedía así: la historia lo refiere. El mundo aparece como obra de los dos sexos; sin embargo,
no siempre fue verdad la invocación egipcia —vieja de cincuenta siglos— que saluda a la diosa Isis
diciendo: «Diste a la mujer el mismo poder que al varón» —es la diosa que reconstruyó el cuerpo
despedazado de Osi-ris—. La obra de la mujer en el mundo: gestar y dar a luz a los hombres todos —¡sin
excepción!—, alimentarlos, lavarlos, enseñarles a andar, a sonarse la nariz —con o sin pañuelo—, a llevarse
la comida a la boca por sí mismos, a hablar, a palotear... Pocas veces se halló al padre de sus hijos ocupado
en alguno de estos menesteres. Socialmente se daba por sentado, hace todavía menos de un siglo, que este
guiar al niño por la vida no era de incumbencia varonil.
Vengo a la familia. Siempre fue juicio exacto que cual es la familia, tal es el grupo social —ya sea minúsculo
pueblo, ya supernación—. Porque el modo de ser y la calidad persona] de quienes integran todo grupo
depende en grado máximo de cómo sea la familia a que pertenecen.
La familia es para los humanos un ámbito exterior, distinto, pero simultáneo y complementario al del
claustro materno. La familia —una sola persona de la familia— en torno a la madre gestante es el amparo
exterior del ser humano que está creciendo; llegado su tiempo, es el ámbito del mundo que recibe al nacido.
Lo recibe con amor, aunque en ocasiones sea amor rezongante. De aquí que el padre del que nace debe estar
solícitamente presente —si es factible— durante el alumbramiento. De aquí también que sea bueno dejar al
bebé sobre el cuerpo de la madre en el tiempo primerísimo de su alentar en la atmósfera: se conforta su
cuerpecillo con el latido de la sangre madre, para él ritmo conocidísimo y tranquilizador. Está me-drosico,
recién dado a luz, el bebé: caricia de padre y madre las necesita.
Espera la familia al nacido como puerto seguro a la nave.
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Puerto de asilo seguro, que se alegra con una arribada feliz, y acude con solicitud a los medio naufragados.
Pero este tal puerto, la familia, posee una cualidad peculiar suya, única: se viene con nosotros tiempo
adelante; nos llevamos la familia entrañada en nosotros, vayamos donde vayamos, sin que ella necesite
cambiar de lugar. Es la dependencia que nunca falla —nuestro clavo ardiendo de bien querer—, es la clave
de bóveda que sostiene al alma personal.
La parábola del hijo pródigo me parece la mejor descripción posible de lo que es la familia. Siempre presente
en la aventura del hijo que se desgaja de ella, y al cabo maroma de sirga que le arrastra hasta el padre —
morada de paz—. La casa, como en la parábola evangélica, se viste siempre de fiesta para recibir con la
mejor gracia al hijo —a cualquiera de sus miembros, pródigo o viajero tan sólo— que se fue y a la sazón
torna. Hay un lazo —dícese que es la sangre ese lazo— que en la separación no se deshace, que en
situaciones extremas sostiene a las personas para que no se les descuartice el alma, que en lo peor y en lo
mejor está misteriosamente con nosotros y en nosotros. Esto es la familia: realidad imprescindible.
La vida se ha mudado del aire libre al abrigo de la ciudad. Y las ciudades, ellas, quieren ser millonadas de
todo; para serlo de familias, han de achicarlas primero.
Sin embargo, la familia nueva sigue siendo una realidad esencial en que se apoya la vida del país, la vida de
la sociedad —hoy urbana por excelencia, cuando menos en Europa.
Nuevas leyes han venido a ser respaldo de la familia. Y si Dios no nos entontece, seguirán llegando en su
momento cuantas del caso sean. Cierto que contra toda mala ley es posible hacer que sea bueno en su raíz el
vivir de la familia —el íntimo latir familiar—. Aunque duro quehacer, es posible y ha sido hecho, se hace, se
seguirá haciendo. La estructura de la familia lo permite.
Empieza la familia sólo con tres elementos: dos personas —varón y mujer— y un seguro amor concertante.
He aquí lo escuetamente necesario, pero absolutamente imprescindible, para iniciar una familia. Pero lo
escueto, a veces, exige un vivir excesivamente duro —y hay un límite de dureza vital que los humanos no

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resistimos sin descoyuntarnos—. Pero lo imprescindible exige para realizarse la ley del todo o nada: total
amor, total fusión recíproca de dos personas: he aquí el primer orden familiar.
20

Matrimonio
«Dos personas en el amor» —dice el papa Wojtyla, el amigo de San Juan de la Cruz.
«Amor hace sensibles para el corazón el tiempo y el espacio», dice Marcel Proust desde otro extremo.
El sacramento del matrimonio ratifica, santifica, vivifica y confiere perduración en este mundo a ese
encuentro verdadero de dos personas en el amor, encuentro de por sí ya inquebrantable, pero en sí mismo
también vulnerable. De aquí que sea buena la apelación inicial a Dios: eso es el sacramento.
Es grave cosa casarse. Nadie debe casarse sin tener clara prueba de la autenticidad de su amor. El
sentimiento que una persona de sexo contrario suscita en otra tanto puede ser amor pleno como puede ser tan
sólo grandísima y fiel amistad, o entrañable cariño, o incitación sexual profunda. Todo ello —con todavía
más pensares y sentires— forma parte del amor pleno que el matrimonio requiere, pero ninguno de esos
pensares y sentires es de por sí—ni tampoco todos ellos conjuntados lo son— el amor pleno, seguramente
válido para llegar hasta el sacramento del matrimonio.
Es inmensa la responsabilidad recíproca que contraen en él dos personas, y en la que incurren con respecto a
terceros —los hijos—. El matrimonio se hace entre personas, las cuales —ambas, mujer y varón— pueden
correr riesgo de transmutarse en cosa, puesto que sean consideraciones superficiales, y no amor pleno lo que
les lleve a casarse. Un matrimonio en el que se ha renunciado al amor es un estado personal peligroso,
deficitario. Porque en él se carece de unas de las grandes claves del ser humano —amor—, pueden ir
faltando las demás: libertad, juicio, inteligencia..., y con ello ir convirtiéndose las personas en cosa-cuerpo,
cosa-sexo, cosa-violencia, cosa-trapo... Triste, pero no insólita mudanza.
Porque el matrimonio es un sacramento, y los sacramentos debidamente recibidos no se borran, la Iglesia
católica no puede divorciar a los casados. Puede anular un matrimonio —darlo por no haber sido existente—
si el sacramento no fue administrado, o no fue recibido —o ambas cosas a un tiempo— en las condiciones
debidas.
Ha llegado para nosotros, en España al menos, el tiempo de vivir libremente la fe que cada cual profese.
Libremente significa responsablemente, aceptando el compromiso que para la
21
persona implica la profesión de una fe. No hay razón actualmente para falsear nada de cuanto atañe a la fe
personal, ni tampoco es hora de despreciar ninguna otra fe ajena, o la carencia de fe. Quien vive con
autenticidad, esto es, con rectitud de conciencia, la línea limpia de su ideología, va por recta vía hacia la
verdad.
En el caso de fieles católicos, dos personas de sexo distinto se casan ante la Iglesia; dos personas enteras y
verdaderas, con sus cuerpos, con sus almas, con sus espíritus, con sus pasiones, con sus sexos. Deben casarse
ya cuando amor les enciende, y uno a otro se ven en su verdad, dicen sí a sus verdades personales y las aman
conjuntadas; ya cuando ven sus libertades personales, y las ponen recíprocamente uno en manos del otro,
seguros de que ambas se acrecentarán sumándolas; ya cuando, al ver discurrir sus vidas con sus sombras a lo
largo del tiempo, desean que no sean dos, sino que unidas las dos vidas proyecten una sola sombra a la luz;
ya cuando al darse una vez la mano saben que no dejarán de dársela mientras sus almas estén latiendo en sus
cuerpos; ya cuando saben que sus cuerpos —gozosos o dolientes— jamás se hastiarán el uno del otro. Amor
significa todo esto y más. Pero cuando amor es un episodio sexual, carente de perduración posible, mejor es
que los emparejados no se otorguen entre sí el sacramento del matrimonio, porque no son dos personas libres
las que comparecen ante la Iglesia, sino dos cuerpos esclavizados. («La carne es triste...» —lo sabemos—,
pronto aburre en demasía.)
El misterio del matrimonio es que borra entre las personas la conciencia de la propiedad personal. Tuyo y
mío es un nuestro para quienes han fundido en amor sus personas —y con ello les han conferido un modo de
plenitud que rebasa con mucho imaginables límites—. Por mi parte, no entiendo qué sentido puede tener un
matrimonio realizado en régimen de «separación de bienes». En tales casos, muchas más cosas que el
pecunio quedan implícitamente marginadas del matrimonio, las cuales, debiendo ser compartidas por los
casados, va sobrentendido que no lo serán. Diríase que estas leyes matrimoniales son medidas previsoras
ante el posible fracaso matrimonial. Entiendo que se hallan muy próximas a las leyes de divorcio, que
muchos casados no piensan utilizar, pero gustan de saber que están disponibles. Los hechos del amor total
siguen distinto rumbo. ¿Y? Los misterios son misterios. En el matrimo-
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nio acontece que dos personas se entregan recíprocamente lo mejor de sí mismas —y lo peor, si peor tienen
—, sin que por ello lo dado quede perdido para sí mismas. Antes bien, con su donación ven acrecentarse los
límites de la propia personalidad. En su unión, las personalidades —la mía con la tuya, y la tuya con la mía
— crecen y se perfilan con mayor firmeza y con nueva, insólita gracia.
Yo no sé cómo una mujer —acaso desesperada, pero muy inteligente— ha podido escribir que «casarse es
encerrarse en los límites de otro». Casarse no es encerrarse, sino extenderse hasta el punto de que la vida,
saturada de amor, crece en tanto, adquiere tal grado de realidad, que se materializa en una nueva persona
viva; dentro de la vida, el amor crea seres humanos. Son los hijos.
Nota
Las experiencias sexuales prematrimoniales. Naturalmente, no forman parte de la moral católica, ni de muchas otras...
Pero, aunque moralmente tuvieran franquicia, estas experiencias son inútiles pruebas con respecto al matrimonio, dado
que no pueden realizarse —por imposible— habida cuenta de la situación vital en que los casados se hallan. La
situación de la persona desligada —suelta— de todo lazo humano definitivo nunca es equiparable —tampoco en la
realización del acto sexual— a la situación enlazada que es la de los casados. La educación sexual no consiste en ellas;
es menester más complejo, no fácil, muy larga tarea pedagógica. Debe empezarse en la infancia, proseguirse en la
adolescencia y prolongarse en la juventud. Tras el matrimonio, corre a cargo de la pareja. La educación sexual ha de ir
imbricada en la educación total de la persona. Una persona está madura —educada— cuando distingue las calidades y
el sentido de todas las manifestaciones de su personalidad, las utiliza voluntariamente todas —y no sólo las sexuales—.
Una persona está madura cuando es consciente de lo que ella es y de cómo está inserta en su mundo propio. Sólo
entonces sabe en verdad ser persona libre, y puede no dejarse doblegar ni por el sexo, ni por ninguna otra de esas
exigencias que, pareciendo al pronto signos de extremada libertad, lo son de esclavitud. Exigencias que impiden al cabo
vivir a fondo el personal destino. Impiden la realización de eso que, ahora, se llama «realizarse».
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Los hijos
Llegan a la Creación de Dios, ese devenir abierto a toda novedad, personas nuevas en la vida.
Padre y madre entregados, en busca del hijo, es el primer momento. Tras él, la entrega mayor corresponde a
la madre; sobre ella recae el peso no leve de la maternidad. Concebir, gestar y dar a luz, fisiológicamente no
es trabajo vital excesivo para la mujer: para ello ha sido prodigiosamente dotada por naturaleza. Se lee en la
expresión de serena plenitud manifiesta en el rostro de la mujer que ha concebido; luego, en la conmovedora
presencia de una madre y su criatura pequeña, cuando de la menos agraciada de las mujeres irradian especial
gracia su postura y su expresión si está mirando al hijo. Y, por eso, es su madre siempre mujer de máxima
belleza para los hijos.
En nuestro tiempo, cuando la mujer —con pocas excepciones— está bien preparada para la maternidad,
llegada su hora de concebir da en sus hijos la medida exacta de sí misma. Y está dándola muy buena entre
nosotros.
Los hijos, la mejor obra de los hombres —mujer y varón conjuntados en perfecto acorde armónico—. A
padre y madre les llena de gloria la vida de sus hijos. Ambos son responsables directos de cómo se cumplan
los hijos suyos en tanto que personas. Ambos, al tiempo de ser padres, pierden una de las barreras de sus
límites personales. Alcanzan otro espacio y otro tiempo. Perduran en sus hijos, en ellos se sienten prolon-
gados. Y esto se dice siempre. Menos se dice —y es cosa buena— que los padres enraizan renovadamente —
tienen novedad personal propia— en cada uno de sus hijos. Para quien tiene hijos, el horizonte del vivir se
abre gracias a ellos como el día nuevo, en vez de irse cerrando irremediablemente en este mundo.
El más grave problema que los hijos crean es el del tiempo. El tiempo es un conjunto de plazos
insoslayables. Los niños necesitan crecer entre hermanos, con padres, y a ser posible con abuelos y otros
familiares. Y esto exige, además de todo, tiempo. Sepámoslo —la prueba ha sido hecha debidamente—: los
niños crecidos en kibbutz adquieren muy bue'na educación y sociabilidad; pero los niños que viven en
familia adquieren una personalidad mucho más señalada. ¿No son personas con gran personalidad lo que
necesitan las sociedades humanas? Por eso, la sociedad tiene que hacer posible la familia, y para
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ello organizar mejor no sólo el trabajo, sino el espacio y el tiempo en las ciudades...
Nota
La maternidad.—Debe ser conscientemente deseada por los desposados. La madre debe querer serlo, y esperar al hijo
como un hijo desea siempre ser esperado —cuando ya es grande, inclusive— por sus padres.

11
Aborto.—Puesto que un óvulo fecundado es en sí el primer principio de una persona—criatura humana—, como indican
los patrones y claves a que responde su crecimiento, es evidente que no es lícito suprimir a una persona ya concebida,
aunque no nacida. En todo caso, debe saberse que al hacerlo se mata a una persona. Lo cual es ir contra natura, contra la
vida misma..., contra Dios.
Los derechos del niño.—La legislación española actual equipara a los hijos todos, y exige de los padres respectivos —
casados o sin casar entre sí— el cumplimiento de los deberes que para con sus hijos tienen. Pero las personas humanas
tenemos una sensibilidad compleja, frágil en extremo, y es mejor para una persona nacer de padres entre sí casados. La
mujer que desea ser madre a toda costa —conociendo o desconociendo a quien la fecunda, fecundada por
procedimientos de laboratorio y quirófano, o como fuere...— debe reflexionar y considerar detenidamente que los hijos
no son para los padres, sino los padres para los hijos. Sólo en creciendo, hijos y padres hallan una relación mutua y
recíproca en la que ya no se sabe quién es para quién. Pero los derechos del niño —y son graves, varios, y empiezan
siendo deberes para sus padres.
Trabajo
Ya la marcha del mundo no puede prescindiT—gm grave trastorno del trabajo de la mujer. En cuanto a la
mujer, cuenta con el trabajo como elemento ineludible para su propia vida, con el cual no sólo paga su coste,
sino «compra» —por así decirlo— su propia vida personal y la mejora, como es usual hacer con toda
pertenencia.
Su inserción en el mundo del trabajo supuso un cambio absoluto en la vida de la mujer. Adquirió autonomía
con respecto a su grupo social y a su círculo de familia. Conoció también el peso de la personalidad doble: la
que siempre exige todo trabajo, y la que reclama el vivir con independencia económica. Todos —mujeres y
varones— trabajamos cons-
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cientes de de que lo hacemos a la vez en beneficio propio y en beneficio del país a que pertenecemos. Valga
lo que valiere en cada caso, nuestro trabajo personal supone un aporte al fondo de respaldo de nuestro país.
Trabajo: oro humano; en otro tiempo el oro cotizable era sólo el amarillo.
Gracias al trabajo pudo la mujer ser libre en sus decisiones fundamentales. Soltería y matrimonio —claustro
al fondo— no estuvieron ya condicionados por exigencias ineludibles, demasiadas veces impuestas por el
entorno social. Ahora la sociedad ha conferido dignísimo rango a la soltera, que perdió con ello su condición
—disparatada— de «casadera», es decir, de mercaduría muy especial, pero sin duda negociable. El matri-
monio dejó de ser necesario como situación económica y, a la vez, como situación requerida para el ajuste
social correcto de la mujer.
Su nueva economía personal es una de las novedades señaladas que el siglo trajo a la mujer.
En principio, las cosas están bien para la mujer y para el trabajo suyo, aquí y ahora. En principio, sí; de
hecho, tal vez no lo estén. Culpables, muchos: nosotras y el trabajo mismo, el varón y los usos incrustados...
Nosotras mismas nos hemos retrasado con respecto a Europa en llegar al trabajo. El trabajo no se abrió del
todo a nosotras —y del todo tampoco lo está hoy— hasta hace breves años.
Lejano me parece el día en que al varón —en general— no le importe depender profesionalmente de una
mujer. Y ésta es la razón por la que hay apenas mujeres —todavía— en puestos directivos claves. Y si las
hay, se intenta desmujerizarlas con finos trucos —y esto se hace aquí y allende nuestras fronteras igualmente
—. Ño sé si la mujer está capacitada para desempeñar puestos directivos en muchas ocasiones; si sé que en la
mayoría de los casos lo está tanto o tan poco como el varón que los desempeña.
Pero vengo a la cuestión esencial. Y es que la mujer debe trabajar conservando su calidad femenina, y el
varón debe aceptar el hecho con naturalidad. Porque lo que irradia la mujer es más que sexo, es su específica
personalidad. La mujer mantiene en el trabajo la presencia de su misma persona: sólo una mujer es capaz de
aportar algo más que esfuerzo, habilidad y saber profesionales al trabajo que está realizando en cualquier
campo que lo haga. Para decir toda la verdad, a la mujer
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le es difícil disfrazarse de ente neutro en ningún puesto de trabajo. Y pienso que es una garantía excelente
para el devenir del mundo: seguirá habiendo personas, y no individuos números, a medida que la humanidad
crezca sin restricciones.
Es cosa evidente —conviene señalarlo— que toda mujer debe trabajar en un trabajo idóneo para ella,
personalmente. Y éste es un privilegio, pero beneficioso para todos: las privilegiadas y los demás. Desde
luego, la mujer no debe realizar ninguno de aquellos trabajos que comprometan el feliz logro de sus posibles
maternidades. Y este privilegio no es tampoco exclusivamente para sí misma, sino para sus hijos, los futuros
hombres —varones y mujeres—, valores sociales nuevos, esperados y necesarios.
Toda mujer —y entiendo yo que así lo exige la condición femenina— debe ser capaz de renunciar a su

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trabajo —-dado que sea en principio posible— en beneficio de otra persona, allegada suya, que reclame su
presencia y su ayuda; y aunque el hacerlo le cause perjuicios inmediatos, no comporta para ella daños
definitivos.
Como en el matrimonio, y en el hogar, y en la familia, también en el trabajo le llegan a la mujer virutas extra
que barrer, destrozos ajenos que paliar. Pero esto es algo que viene entrañado en el ser mujer. Es un don
femenino por excelencia la atracción que la mujer ejerce sobre las situaciones incómodas, que se le vienen a
las manos en busca de remedio. Diríase que las situaciones saben que la mujer es remediadora de grandes y
pequeñas desolaciones humanas... y no humanas. Y el hecho está muy comprobado a lo largo de Sos siglos
de trabajo rendido por la mujer, en condiciones muy varias.
Y, en fin, acaso fuera honesto por mi parte señalar que «el hombre —varón y mujer— no está hecho para el
trabajo; lo prueba claramente el que se cansa trabajando». Lo decía un sabio francés. Y es cierto. Sólo que, a
veces, es todavía más cansado no trabajar.
Trabajo de paz
Hay un trabajo pendiente en el mundo, que exige mano de obra especializada en la realización de imposibles,
y de utopías: es el trabajo de hacer la paz entre todos los hombres. Trabajo, sin duda, muy de mujer.
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La primera obra de paz, la reconciliación de los sexos entre sí, ya va muy adelantada. Amigos, colegas, camaradas,
compañeros, enamorados auténticos, mujer y varón se enlazan bien y avanzan tiempo adelante. Es un hecho joven, que
hace increíble la existencia de aquellas barreras, tajantes separaciones de los modos de vivir de la mujer y del varón,
base de contienda para el enfrentamiento, y la llamada guerra de los sexos. Cosa fue de un tiempo ya pasado, absurdo y
antañón. La armonía parece hoy la clave entre los jóvenes de ambos sexos, conscientes de sus diferencias —en cuanto a
sexo—■ y alegres con ellas. A ninguno le pesa, por su parte, ser lo que es —varón o mujer.
Varones y mujeres —hombres nuevos— realizan buen trabajo en beneficio de la paz. La utopía de la paz que se busca,
magna paz, no es quimérica. Y se hallará. El cuándo, es otra cuestión. La vida, gracias a este nuevo modo de haberse
integrado la mujer a la marcha de los tiempos, se ha hecho para todos más libre, más responsable, y manifiesta una
intrínseca coherencia.
Al llegar a este punto, es justo reconocer lo que han logrado en España, hasta el día de hoy, las mujeres —la mujer, que
venía desde su antigua condición.
— Empezó por entenderse a sí misma como mujer, y emprendió su vida responsable a ritmo con el tiempo, sin dar
muestra de rancios complejos, ni tampoco de orgullo arrogante por los logros bien logrados por ella y para ella, y para
los vivientes del otro sexo.
— Ha sabido esforzarse por alcanzar en cada caso la plenitud de su personalidad sin morder para ello en la masculina,
sin anejarse caracteres ajenos a su sexo. Lo cual es buena prueba de que está bien asentada en sí misma.
— Centrada en su condición, dueña consciente de su libertad, de su razón, la mujer se ha respetado a sí misma, y desde
su propia identidad femenina ha sabido respetar al varón como es de ley respetar a toda persona humana. Frente al
varón, no siente la mujer ahora el viejo vago temor, ni el constante desasosiego que tuvo mientras era considerada como
una menor frente a él, aunque le sobrepasase en edad, capacidad y
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gobierno... La relación mujer-varón dejó de ser de menor ;i mayor, y no se ha hecho de mayor a menor. De igual a igual
lo es ya por lo que respecta a la dignidad de la persona humana.
— Consciente, libre, capaz de sensatez, discretísima—así la desearon siempre los varones mejores, y le ayudaron a que
lo fuera en nuestro país—, la mujer ha aprendido una nueva lección de amor, que entre nosotros pocas mujeres
supieron, o a lo menos pocas practicaron. Ahora saben las más de las mujeres amar y responder al amor como criatura
amante bien amada. Recibir y dar: dos contrarios que, cueste ello lo que fuere, deben armonizarse entre sí, sobre todo en
amor.
— Creo, en fin, que la mujer de fe en Dios ya no es tampoco como ha sido en demasiadas ocasiones. Su fe está liberada
ante toda cosa de superstición; también ha sido abandonado aquel trato establecido entre ella y... sabe Dios quién
suponía que con ella estaba tratando aquel do ut des incongruente —del tanto por tanto—. Hay una entrega a Dios en
comprensión, que además se manifiesta en una entrega de amor —vario y siempre disponible— a las criaturas de Dios,
las cuales reclaman ser tratadas, ayudadas, como es de ley —humana y divina a un tiempo— lo sean. Y ésta es una ley
que no puede incumplir ningún cristiano ni ningún hombre, a menos de que renuncie a ese título de «persona humana»
—aunque implica redundancia en sus términos— con que todos venimos a la vida bien titulados. A veces, nadie lo
ignora, es duro cumplir el mandato de Cristo: «Amaos los unos a los otros —sí— como yo os he amado. En esto os
reconocerán por míos, por este amor que tendréis los unos hacia los otros» (Jn 13,34-35). Para cumplir la ley de amor es
preciso llegar a cimas de humildad en las cuales se logran máximos de eficacia social. Lo que se tuvo por misión
expresa de mujeres consagradas monacalmente a Dios, se tiene hoy por misión tácita de toda mujer que se integra al
vivir de su mundo, y participa de la vida plena en ese mundo.
Todo esto —a mí se me antoja al menos— contribuye eficazmente a que se vaya realizando por el mundo nuestro un
buen trabajo de paz. En definitiva —¿acierto?—, nuestra misión en el mundo es misión de paz. Una misión tan

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adecuada a nosotras que me parece radicalmente inherente al hecho de ser persona mujer. ¿No es la mujer —por serlo—
la criatura humana que más de cerca, y más hondamente en sí misma —en su propia entraña—, siente y entiende a la
vez con todas
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sus capacidades lo que es en sí una persona viva? ¿Cómo puede querer la mujer nada contrario a la paz?
Paz, raíz de vida esencial, armonía pura concertada, razón de la sonrisa de la mujer en el tiempo.
En nuestro tiempo
Hemos llegado «a la tarde» de nuestra condición femenina. Una «tarde» naturalmente de aquí y de ahora.
Pero grave es el anochecer para cada criatura humana: hora de remanecer un instante al fin de cada tranco de
vida. No, no es éste el anochecer de cada día, sino el de los subsiguientes períodos de nuestra vida.
«A la tarde, te examinará en el amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado, y deja tu condición».
Esto escribió San Juan de la Cruz en uno de los papelillos que solía entregar a sus hijas espirituales, las
carmelitas descalzas del monasterio de Beas.
Leído fuera del monasterio, también vale el aviso. Tiene clara traducción al lenguaje de nuestro día:
Dejémonos de luchas incongruentes y deshumanizantes, y sea este tiempo recuperado para el aprendizaje de
una lección de amor. Dios nos enseña esa lección a toda hora para que —ellos y nosotras, palma de la mano
sobre palma de la mano— lleguemos todos a esa tarde de ocaso con la lección de amor aprendida, sabida,
practicada y... también contagiada de modo... ¿De qué modo? No lo sé, pero contagiada sin remedio alguno a
los demás.
Santa María,
Luz del día,
Tú me guia todavía... Siempre.
(Arcipreste de Hita.)
■-, ■/ ■>

SUMARIO
Págs.
Advertencia previa.............................................. 3
Ser mujer: ni un privilegio ni una maldición..................... 3
Igualdad de las criaturas humanas creadas por Dios .............. 6
María. Habla en tierra la primera cristiana........................ 9
Nuestra instalación en la sociedad actual ......................... 13
Libertad .................................................... 13
Imaginación ................................................. 14
Vitalidad .................................................... 14
Dulzura ..................................................... 14
Inteligencia interior .......................................... 15
Intimidad ................................................... 15
Amor ....................................................... 16
Educación de la mujer para la vida actual ....................... 17
La mujer y la familia ........................................... 18
Matrimonio..................................................... 21
Los hijos ...................................................... 24
Trabajo ........................................................ 25
Trabajo de paz ................................................. 27
En nuestro tiempo .............................................. 30
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