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Deconstruyendo A Ayn Rand

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Deconstruyendo a Ayn Rand (hada

madrina de Greenspan, Reagan y


Tatcher)
Andrés Herrero|15/09/2014

“Quien lucha por el futuro ya lo vive en el presente»


Ayn Rand

De origen judío, la novelista y filósofa Ayn Rand


era apenas una adolescente cuando estalló la Revolución Rusa que expropió
los bienes a su familia. Un trauma que nunca olvidó ni logró superar:

“Intenten ustedes imaginar lo que es vivir bajo un terror permanente desde la


mañana a la noche, y por la noche seguir esperando que suene el timbre en
cualquier momento, en un país en el que se tiene miedo de todo y de todos, donde
la vida no cuenta nada, menos que nada…”.
Vacunada de por vida contra cualquier planteamiento colectivo, marchó a
EEUU, tierra de promisión y de promoción, donde recuperó la libertad perdida y
descubrió un lugar lo más cercano al paraíso que en este mundo era posible
hallar:

“Para gloria de la humanidad existió por primera y única vez en la historia, un país
del dinero, Estados Unidos, en el que reinan la razón, la justicia, la libertad, la
producción y el progreso, donde la riqueza no se adquirió con el robo, sino con la
producción, y no por la fuerza, como botín de conquista, sino por el comercio. Los
americanos fueron los primeros en comprender que la riqueza debía ser creada”.
Y con tanto ímpetu se aplicaron a ello, que no vacilaron en exterminar a los
pieles rojas, esclavizar a los negros, practicar la segregación racial y arrebatar
a Méjico más de la mitad de su territorio (Arizona, California, Colorado, Nevada,
Nuevo Méjico, Tejas y Utah), utilizando a los marines como aguerridos agentes
comerciales del imperio del bien. Creación de riqueza a lo bestia que chocaba
frontalmente con su principio de que “la moralidad termina donde empieza la
pistola”, pero que bien merecía hacer una excepción en beneficio de tan noble
causa.

Si el comunismo era la suma de todos los horrores, el capitalismo tenía que ser
la suma de todas las bendiciones. La obra de Ayn Rand constituye una
apología del individuo frente a la colectividad y una defensa a ultranza de la
libertad, encarnada en el capitalismo, frente al totalitarismo representado por el
comunismo.

Sectaria e intransigente hasta la médula, Ayn Rand combate fuego con fuego y
extremismo con extremismo, y aunque su discurso esté bien construido y
argumentado, no consigue evitar que sus prejuicios derroten a su inteligencia.
Su renuncia a una reflexión ponderada, equilibrada y ecuánime, hace que sus
análisis resulten esquemáticos, superficiales y maniqueos. Tan sesgados,
estereotipados y caricaturescos como los personajes de cartón piedra  de sus
novelas, meros mensajeros de sus ideas.

Nuestra autora se comporta en todo momento con la rígida coherencia,


ceguera y determinación del fanático que niega la evidencia y no aprende nada
de la experiencia. Aunque tanto Bertrand Rusell como ella se apoyan en la
razón y los hechos, media entre ambos la misma distancia que separa la
búsqueda de la verdad de su posesión indiscriminada, la altura de miras de la
estrechez mental y la honestidad insobornable de la soberbia intelectual.

Fue ella misma la que bautizó con el nombre de “objetivismo” a su filosofía, una
escuela de pensamiento presuntamente racional, fundada en lo material, que
obtuvo enorme popularidad gracias a la televisión, inspirando a premios Nobel
de Economía como Hayek y Milton Friedman, presidentes de la Reserva
Federal como Alain Greespan, gobernantes como Ronald Reagan y Margaret
Tatcher, personalidades de la talla de Larry Ellison de Oracle, Steve Jobs de
Apple, Hugh Hefner de Playboy, Jimmy Walles de Wikipedia, y artistas como el
arquitecto Frank Lloyd Wright. Toda una superproducción hollywoodiense para
un reparto estelar de lujo porque la taquilla se lo merecía.

Cuando en 1957 publicó su novela más famosa, La rebelión de Atlas,


considerado por muchos norteamericanos como el libro más influyente que
habían leído en su vida después de la biblia, el economista von Mises, la felicitó
con estas palabras: «Usted ha tenido el coraje de decirle a la gente lo que
ningún político se atreve a decirle: que sois inferiores y que cualquier progreso
en vuestras vidas que consideráis normal, se lo debéis al esfuerzo de hombres
mejores que vosotros”.

La tesis de la obra era que la mayoría de la gente se dedica a obstaculizar y


perseguir a los más dotados, y reflejaba fielmente la mentalidad elitista de su
creadora. La semilla de la desigualdad ya estaba plantada, solo faltaba esperar
que germinara.

Políticamente incorrecta, espíritu independiente y mujer liberal poco


convencional para su época (“elegiré amigos entre los hombres, pero no
esclavos ni amos, elegiré sólo a los que me plazcan y a ellos solo amaré y
respetaré, pero no obedeceré ni daré órdenes”), Ayn Rand acierta cuando se
libra de sus obsesiones y examina las cosas objetiva y desapasionadamente:

“¿Qué por qué apoyo el aborto? Por la simple razón de que apoyo los derechos
individuales. Porque ni el Estado, ni nadie, tiene derecho a decirle a una mujer lo
que debe hacer con su vida.

Y también porque un embrión no es una vida. Si algunos están confundidos o


fueron engañados con el argumento de que las células de un embrión son células
humanas vivas, recuerden que también lo son el resto de células de su cuerpo,
incluyendo su cabello o sus uñas, por lo que cortarlas sería un asesinato.

Uno de los más repugnantes fraudes es que los enemigos del aborto se llamen a
sí mismos ‘defensores de la vida’, y apoyen los derechos del embrión, una entidad
no nacida, rechazando reconocer los derechos de la persona viva, la mujer. No
existe tal cosa como el derecho del no nacido a sacrificar al vivo”.
Bingo. Tan absurdo resulta atribuirle derechos al feto como reclamarle
obligaciones, al no ser un sujeto con conciencia de sí, racionalidad y libre
albedrío. Nuestra amiga se declara atea, pero lo estropea al hacer del yo su
dios, y de la razón el valor absoluto, la piedra sobre la que edificar su iglesia:

“Antes que una defensora del capitalismo, lo soy del egoísmo; y antes que del
egoísmo, de la razón. La supremacía de la razón, era, es y será, el principal
interés de mi trabajo y la esencia del objetivismo.

Me atrevería a decir que el único mandamiento moral que tiene el hombre es:
pensarás. Pero un ‘mandamiento moral’ es una contradicción en sus términos. Lo
moral es lo escogido, no lo forzado; lo comprendido, no lo obedecido. Lo moral es
lo racional, y la razón no acepta mandamientos.

Que nadie diga que tiene miedo de confiar en su mente porque sabe tan poco.
Vive y actúa dentro de los límites de tu conocimiento y continúa aumentándolo
hasta el fin de tus días. Acepta que no eres omnisciente, pero que convertirte en
un zombi no te aportará más sabiduría; que tu mente puede equivocarse, pero que
abandonarla no te proporcionará infalibilidad; que un error al que hayas llegado
por ti mismo es mejor que diez verdades aceptadas por la fe, porque mientras que
aquel puedes corregirlo, éstas destruyen tu capacidad para distinguir lo verdadero
de lo falso.

El misticismo es la creencia en lo sobrenatural que desprecia lo material, el


bienestar y la felicidad en la tierra. Cada uno puede creer lo que quiera, pero como
no hay evidencia de la existencia de un dios, creer en él constituye una señal de
debilidad sicológica, propia de alguien que tiene miedo de confiar en su propia
mente. No apruebo la religión porque se basa en la fe y no en la razón, en algo
que no se elige racionalmente.

Lo moral, lo bueno y lo correcto es perseguir tu propia felicidad, que consiste en


escoger tus valores, establecer tus propios objetivos y luchar por conseguirlos. La
razón es el instrumento de supervivencia del hombre, la que tiene que guiar su
vida y sus decisiones, y la racionalidad la virtud básica de la que nacen todas las
demás. La moralidad consiste en seguir tu razón hasta donde seas capaz”.
Pero que algo sea racional, no implica ni mucho menos que sea santo, justo o
correcto. La moralidad no es una cuestión de racionalidad, ni de coeficiente
intelectual, sino de responsabilidad, y depende de nuestro comportamiento, no
de nuestras capacidades.

Si lo moral es lo elegido sin coacción, ¿cómo puede sostener de buena fe


que “una sociedad libre es una sociedad capitalista”, refiriéndose a una
sociedad que hace de la gente una mercancía obligada a venderse, expuesta
permanentemente a la zozobra de la presa frente al depredador?, ¿qué importa
que al esclavo negro lo vendan traficantes, o al asalariado él mismo, si la
compraventa de humanos se mantiene tan pujante hoy como el primer día, con
el agravante de que, el resto de mercancías, como un saco de patatas o un
cargamento de ladrillos, no sufren ni padecen, mientras que el ser humano sí
siente y acusa ese trato denigrante y vejatorio?

“El sistema económico ideal es el capitalismo laissez faire, porque en él los


hombres tratan unos con otros no como amos y esclavos, sino como
comerciantes, mediante intercambio libre y voluntario, en beneficio mutuo, y sin
que ninguno pueda obtener nada de otro mediante el uso de la fuerza”.
Denominar libertad a una relación de fuerza entre desiguales, pretendiendo que
la precariedad nos colmará de felicidad, desprende un tufillo cínico, aunque
Ayn Rand lo proponga con la sana intención de que todos podamos disfrutar de
las magníficas oportunidades de devorar o ser devorados, de enriquecernos o
arruinarnos, que nos brinda el capitalismo. Juego perverso de ganadores y
perdedores que para mayor escarnio está trucado, porque las reglas se
confeccionan al dictado y los árbitros están comprados, pero que ella parece
tomarse en serio.

Basta, según ella, que en cualquier relación haya consentimiento mutuo,


rubricado mediante acuerdo o contrato, para que automáticamente cese la
explotación, aunque se trate de una oferta como las de la Mafia de las que no
se pueden rechazar. Su capitalismo de buen rollito opera en un mundo ideal,
donde los “productores” (asalariados y empresarios), intercambian entre sí libre
y voluntariamente el fruto de su esfuerzo… ¡y qué hermosa estampa componen
el fiero león hermanándose con la tierna gacela y el débil negociando de tú a tú
con el fuerte, sin arrugarse!… Un pacto de caballeros tan exquisito,
conmovedor y falso como una película de Disney.

Si eso no es misticismo, será un hechizo. Porque lo que la realidad muestra es


que mientras solo unos pocos tenga la existencia asegurada, miles de millones
de veces, incluso antes de nacer, y los demás no, en vez de un mercado de
productores “libres” (sin ventajas para nadie y en igualdad de condiciones como
el que ella suscribe), lo que tendremos en su lugar será una merienda de
negros.

El ser humano es un animal que razona, no una criatura racional, como tuvo
ocasión de comprobar ella misma, cuando incapaz de controlar sus
sentimientos, expulsó del movimiento objetivista a su amante, 25 años más
joven que ella y número dos de la organización, Nathaniel Branden, por
engañarle con una estudiante, pese a ser “una mujer racional, que sólo desea
objetivos racionales, persigue valores racionales y encuentra su alegría en
acciones racionales”. Los celos y el orgullo herido traicionaron su mentalidad
liberal – tanto ella como su amante estaban casados y sus respectivas parejas
lo sabían y les autorizaban a verse una vez a la semana – jugándole una mala
pasada. Un golpe muy duro que no logró digerir y amargó su existencia.

No existe culto alguno sin sacrificios humanos y el de la razón tampoco se libra


de ellos. Madame reniega de dios, ese señor que se pasa la vida jugando al
escondite con los humanos, pero confía incondicionalmente en el capitalismo,
del que proclama a bombo y platillo sus excelencias y milagros, tan verídicos
como los de cualquier otro credo, pese a que la realidad demuestra que el
capitalismo constituye un sistema perverso mediante el cual una élite explota y
esclaviza al resto en su exclusivo beneficio, para su capricho y a mayor gloria
suya.

Sin  para miss Rand es a esa minoría selecta que lo tiene todo a la que hay
que proteger de la tiranía de la mayoría para que no aplaste sus derechos,
porque “los derechos no están sujetos al voto público; la mayoría no tiene
derecho a eliminar los derechos de la minoría, y la minoría más pequeña del
mundo es el individuo. El comunismo propone esclavizar al hombre mediante
la fuerza, y el socialismo mediante el voto; entre ambos hay la misma
diferencia que separa el asesinato del suicidio”.

El voto esclaviza, el dinero no.

Nuestra autora equipara intereses con derechos, haciendo de enriquecerse, no


de subsistir, el derecho humano por excelencia. Y acusa “al comunismo de ser
un sistema en el que todos son esclavizados por todos… ¿es el hombre un
individuo soberano, dueño de su persona, su mente, su vida, su trabajo y los
productos que fabrica, o es el hombre propiedad de la tribu (estado, sociedad,
colectividad) que puede disponer de él a su antojo, dictar sus convicciones,
prescribir el curso de su vida, controlar su trabajo y expropiar sus productos?”

Miss Rand describe todos los vicios del capitalismo atribuyéndoselos al


comunismo, obviando que tanto puede ser el hombre esclavo de la colectividad
(“la tribu”), como de otros hombres (“los ricos”), y que tanto puede esclavizar el
grupo como el individuo, sin que ninguno de los dos sea garantía de libertad.

Que “en una sociedad capitalista ningún hombre, grupo o gobierno tenga


derecho a utilizar la fuerza física contra otros hombres”, se debe a que la
violencia económica, infinitamente más eficaz, la sustituye con ventaja. Aún
así, la historia nos recuerda que las dos guerras mundiales, más las de Corea,
Vietnam, Irak, Afganistán, etc., fueron emprendidas por democracias
capitalistas, con protagonismo y liderazgo destacado de Estados Unidos que
no se ha perdido ni una. Para no gustarle a esa nación el empleo de la fuerza,
su presupuesto militar supera al de los demás países juntos, su índice de
encarcelamiento es el más elevado del planeta, y la cantidad de armas de
fuego y de víctimas de ellas, no tiene rival, dentro y fuera de sus fronteras. Pero
como la violencia va por barrios, se comprende que hasta las elevadas
cumbres filosóficas de miss Rand, no llegara lo que sucedía en los inframundos
de Harlem o el Bronx.

“Nunca se puede justificar racionalmente el daño hecho a otros, porque cada


vida humana constituye un fin en sí misma y ningún individuo debe ser
sacrificado por el bien de otros”.Una verdad obvia, indiscutible… ¿pero qué
hace el capitalismo, más que sacrificar al hombre al lucro y la producción?….
Sustituyendo a los dioses paganos (Zeus, Osiris, Odín) por los tecnológicos
(competitividad, eficiencia, productividad), lo único que hemos conseguido ha
sido intensificar el ritmo de explotación hasta cotas nunca antes alcanzadas. El
deterioro galopante de la naturaleza, la mitad de la humanidad en la miseria y
mil millones de hambrientos lo corroboran.

“Altruismo no significa benevolencia o consideración hacia otras personas, sino


odio al éxito y adoración del sacrificio. Odio al individuo y adoración del grupo.
Cualquiera que sea débil adquiere valor, pero cualquiera que tenga éxito, tiene
que ser atacado.

Altruismo es una teoría que predica que el hombre debe sacrificarse por otros y
poner el interés de ellos por encima del suyo propio. Pero es inmoral que el amor a
los demás sea colocado por encima del de uno mismo, y más que inmoral, es
imposible.

Cada ser humano debe existir por sí y para sí, por su propio esfuerzo, sin
sacrificarse por otros ni sacrificar a otros. Los discapacitados deben depender de
la caridad ajena, ya que la desgracia no otorga derechos. La verdadera moralidad
ni te sacrifica, ni te permite sacrificar”.
Desde luego que no es la desgracia, sino la humanidad, la que otorga
derechos; autoridad que ella cede al dinero para que sea él el que determine
quién debe o no sobrevivir. Porque, al igual que en la selva, quien no pueda
mantenerse a sí mismo, debe ser abandonado a su suerte, y que el mercado
se apiade de él. El egoísmo de Ayn Rand significa “odio al grupo y exaltación
del individuo”; o lo que es lo mismo, que cada cual se apodere de todo lo que
pueda, cuanto más mejor, y a los demás que los zurzan. Los leones piensan
igual que ella.

Evidentemente, todo éxito obtenido a costa de la desgracia ajena resulta


inaceptable; y aunque sacrificio no implique virtud, peor todavía que
sacrificarse en favor de otros, es ser sacrificado por ellos. Si en su sistema
cada cual debe existir por su propio esfuerzo, no caben las herencias, ni el vivir
de lo ajeno o acumulado por otros. La eficiencia social, que todo el mundo
pueda desarrollar su vida sin penurias ni estrecheces, debe ostentar prioridad
absoluta sobre la eficiencia económica, la producción de bienes y beneficios.
Importa más repartir bien que producir mucho, si no queremos que las
acumulaciones de riqueza corran parejas con las de miseria. La vida es algo
más que posesión y lucro, aunque miss Rand pretenda reducirla a eso,
aceptando que el hombre se sacrifique por dinero, pero no por sus semejantes.

“Cada hombre es dueño de su propia vida, no de la de ningún otro, por lo tanto


tampoco la tiene un grupo, ni una nación. La sociedad no tiene responsabilidad
alguna con nadie, ni tiene nada que ver con la vida y la suerte de ninguna persona
en particular, no existe tal cosa como la sociedad, nosotros los individuos somos la
sociedad”.
Un tópico que suena a estas alturas demasiado gastado, manoseado y rancio,
porque toda existencia humana discurre en sociedad, no en medio del planeta
Marte ni en un erial. Esa identidad que tanto estimamos y de la que tan
orgullosos nos sentimos (americano, chino, ruso, judío, católico, musulmán,
funcionario, fontanero, abogado, ingeniero, socio del Atletic…), nos la
proporcionan los demás, la pertenencia a un colectivo. Cualquier libertad que
podamos imaginar, sea de asociación, de expresión, de manifestación, política,
religiosa, artística, empresarial, etc., solo tiene sentido y es posible dentro de la
sociedad humana; fuera de ella, la única libertad existente es la de la jungla.

Ayn Rand intenta hacer del individuo un dios autosuficiente, soberano y sin
ataduras, que con su egoísmo se basta y sobra a sí mismo, y cuya voluntad es
ley. No existe nada más que él, ni nada fuera de él. Cero responsabilidades.
Cero obligaciones. Y después de él, el diluvio. La sociedad constituye tan solo
el marco para su medro y lucimiento. Un trampolín.

Pero, le guste o no, todos necesitamos de todos y dependemos de los demás.


Por eso vivimos juntos. No por benevolencia o simpatía, sino porque nadie se
basta para satisfacer por sí mismo todas sus necesidades, salvo ella, que
abandonada en una isla desierta, se las apañaría mejor incluso que el
mismísimo Robinsón Crusoe, superando a generales como Napoleón que,
pese a su genio, necesitaron un ejército para demostrar sus habilidades.

El valor del individuo no anula el del conjunto ni a la inversa, e igual que existen
necesidades individuales, existen necesidades colectivas. El ser humano no
flota en el vacío, sino que su suerte se halla estrechamente vinculada a las
personas que la rodean, como la propia Ayn Rand tuvo ocasión de comprobar
cuando huyó de Rusia para establecerse en EEUU. Y lo mismo sucede a niños,
ancianos, enfermos, lisiados, víctimas de catástrofes, epidemias, guerras y
accidentes, heridos, emigrantes, refugiados, pobres, parados, hambrientos y
vagabundos sin hogar. Los podemos ocultar bajo la alfombra para no que no
molesten, pero ahí están. A lo largo de nuestra existencia todos atravesamos
por alguna situación de dependencia.

Somos interdependientes y por eso, hoy por ti, mañana por mí, es la norma de
funcionamiento de la sociedad humana; no por un malentendido espíritu de
sacrificio, sino como estrategia de cooperación dirigida a reforzar los lazos del
grupo e incrementar sus posibilidades de supervivencia. Recibimos y damos, a
diferencia del reino animal, donde los progenitores cuidan de sus crías, pero
éstas se desentienden de ellos cuando, ya adultas, se valen por sí mismas.

Los humanos en cambio somos con los demás, y en ese lote entra todo: cargas
y beneficios, derechos y deberes. Cuando se vive en sociedad existen
derechos y deberes individuales, pero también colectivos. Por eso nuestra
responsabilidad no empieza y termina en nosotros mismos, sino que abarca
también al grupo. Ni la responsabilidad personal anula la social, ni la social la
individual. Individuo y grupo se complementan mutuamente entre sí, y es por
esa doble condición, por lo que nuestras responsabilidades son compartidas: ni
todas colectivas, ni todas individuales.

Un planteamiento que, Branden, su discípulo bien amado y luego repudiado,


rechaza tajantemente:

«Nadie tiene porque asumir la responsabilidad de mantener a otros. Si tengo


derecho a comida, alguien estará obligado a crearla. Si no puedo pagarla, alguien
deberá comprarla para mí. Y lo mismo sucede con la sanidad o la educación. Los
defensores del estado de bienestar argumentan que esa obligación es impuesta a
la sociedad como un todo, pero al final, recae sobre individuos concretos. No se
debe usar al estado ni a la sociedad para expropiar la riqueza que han producido
otros y les pertenece exclusivamente a ellos.
Nadie puede reclamar el derecho a que otros lo sirvan en contra de su voluntad,
aunque su propia vida dependa de ello. Para un egoísta la generosidad solo es
uno más de sus valores, entre los que se encuentra el bienestar de otros.

Si debiésemos elegir entre una sociedad colectivista en la que nadie es libre pero
nadie padece hambre, y una sociedad individualista en la cual todos son libres
pero un puñado de personas perecerán de hambre, yo sostendría que la segunda
sociedad, es moralmente preferible”.
Hombre, Branden, los demás no van a reventar para que usted sea libre, ¿no le
parece?… … aunque, en todo caso, si hubiera que decidir quiénes deberían
sacrificarse en favor de la libertad ajena, tendría que hacerse de forma
equitativa por sorteo (un bombo en el que estuviéramos todos), y a lo mejor
entonces la idea ya no le seducía tanto. No se ve igual el cadalso con los ojos
del reo que del verdugo.

Libertad y hambre se repelen, son incompatibles: cuando la necesidad entra


por la puerta, la libertad huye por la ventana. Hablar de libertad cuando no se
tienen cubiertas las necesidades elementales, constituye una trampa dialéctica,
un sofisma, una estafa. Manifiesta usted que aunque se perdiesen unas pocas
vidas no pasaría nada, y yo le respondo que una sola sería demasiado (aunque
si fuera la suya me lo pensaría). Parafraseando a Bertrand Rusell, con eso
sucede como con la persecución de los delitos, que mejor que algunos queden
impunes, que condenar a muerte a un solo inocente, aunque resulte un método
más eficaz para prevenir el delito e imponer el respeto a la ley. La única libertad
digna de ese nombre es la de todos y para todos. Ya ve que a libertario no me
gana usted, Branden

Los objetivistas niegan que tengamos obligación de socorrer a quienes perecen


de hambre, aunque exista comida de sobra para todos. Alegan que esa es una
decisión que debe dejarse a la magnanimidad y arbitrio de cada cual. Fórmula
de tan amplio radio de acción como escaso seguimiento, porque lo que el
capitalismo manda es atesorar, no regalar. Y dado que su caridad mata,
observando lo poco que les cunde la generosidad, sospecho que han debido
guardársela toda para ustedes. Por no compartir, no quieren compartir con los
demás ni sus virtudes.
El derecho absoluto de propiedad que ustedes se arrogan sobre sus bienes
solo tendría justificación en el caso de que nadie más hubiera intervenido en su
elaboración, cosa materialmente imposible. En un mundo como el que ustedes
preconizan, no pueden existir cargas familiares, sociales, ni de ningún tipo,
para evitar que los derechos de unos se conviertan en deberes para otros, y
solo cabe establecer relaciones comerciales, sin control alguno, para que
triunfen los mejores.

“Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no


producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no
bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y
por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos
sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando
repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en
autosacrificio, entonces podrá afirmar, sin temor a equivocarse, que su sociedad
está condenada.

El bienestar del hombre depende de su éxito en la producción. El derecho a la vida


es la fuente de todos los derechos, y el derecho de propiedad su realización. Sin
derecho de propiedad ningún otro derecho es posible. Como el hombre tiene que
sostener su vida por su propio esfuerzo, el hombre que no tiene derecho al
producto de su esfuerzo no tiene medios de sostener su vida. El hombre que
produce mientras otros disponen de su producto es un esclavo”.
El destino fatal del asalariado en el capitalismo… La propiedad privada de los
medios de producción, engendra inexorablemente explotación laboral,
esclavitud. La propiedad de los recursos deviene en propiedad de las personas;
el derecho de posesión de unos, en cadenas para otros.

La producción en este sistema no garantiza el bienestar de todos, sino la


opulencia de una minoría. Pero tanto sobrevalora Ayn Rand la actividad
productiva, que llega incluso a hacerla prevalecer sobre el inviolable derecho
de propiedad, como se aprecia en su observación de que “los árabes no tienen
derecho a su suelo (petróleo) si no hacen nada con él”… lo que significa que
tenemos derecho a arrebatárselo por las buenas o por las malas… Una
declaración increíble viniendo de ella… porque díganos, ¿a los terratenientes y
latifundistas les quitaremos también sus tierras de caza y fincas improductivas
de recreo?, ¿en qué quedamos, se puede o no expropiar?, ¿y solo a los pobres
o también a los ricos?, ¿para producir más sí, pero para salvar a la gente no?

Sus criterios resultan tan elásticos como sus beneficiarios.

Según miss Rand cuanto más fabriques, mayor valor (utilidad) humana tienes,
siendo “el dinero el barómetro de las virtudes de una sociedad, ya que ningún
hombre puede ser menor que su dinero porque lo destruye. Un hombre puede
enriquecerse solamente si es capaz de ofrecer mejores valores (mejores
productos o servicios), a un precio menor que otros”.

No es pues el dinero el que corrompe al hombre, sino el hombre el que


corrompe al dinero. La riqueza imparte justicia: acude a quienes la merecen y
penaliza a quienes no la adquieren honradamente haciendo que se
autodestruyan al entrar en contacto con ella. Castigo atroz, mil veces peor que
el infierno, pero que no solo no disuade a nadie, sino que cada día atrae más
vocaciones, sea por masoquismo, sea porque el martirio purifica y los millones
redimen de toda falta. Ayn Rand se sirve de la realidad a modo de guión para
hacer con ella el montaje del director y la verdad es que por falta de
imaginación no le negarán la estatuilla.

“Creo en un capitalismo totalmente libre sin regulaciones ni controles, basado en el


reconocimiento de los derechos individuales y de propiedad. Defiendo la
separación total del estado y la economía, igual que ocurrió antes con el estado y
la iglesia. Creo en carretas privadas, escuelas privadas, correos privados,
hospitales privados e impuestos voluntarios»
(y que cada cual mantenga su trozo de calle, carretera o alcantarillado, se
preocupe de recoger y eliminar sus basuras y residuos y de cobrar a los
viandantes el canon de paso. En un planeta de 7.000 millones de habitantes sin
duda la mejor forma de organizarse).

«El gobierno debe limitarse exclusivamente a proteger los derechos de los


hombres de quienes intentan arrebatárselos por la fuerza, como hacen los
criminales, los ladrones, o los invasores extranjeros. Se necesita policía para
mantener la paz interna, ejército para salvaguardar la paz externa y tribunales para
mantener a salvo la propiedad privada, hacer que se respeten los contratos y
conseguir que los ciudadanos diriman justa y pacíficamente sus diferencias: esas
son sus únicas funciones”.
Con un mercado perfecto que todo lo resuelve por inspiración divina, sobran los
humanos. Fuera lo público, privaticémoslo todo, la tierra, el agua y hasta el aire
que respiramos. Eso sí, el dinero de la gente ni tocarlo, ya que recaudar
impuestos implica “expropiarle” (palabra tabú) parte de la riqueza adquirida
(“producida” diría ella)… ¿pero entonces con qué recursos sostendremos a los
gobernantes, funcionarios, policías, jueces, carceleros y soldados que su
sistema demanda?… ¿con colectas y rifas benéficas?… ¿va a estar el estado
compitiendo con los mendigos a ver quién ablanda más el corazón de la gente?
… Hasta la fecha ningún país del mundo lo ha hecho, ni se plantea hacerlo, por
considerarla una idea inviable, aberrante, descabellada… aparte de que, si no
podemos privar a nadie ni de un palmo de tierra, ¿las carreteras, aeropuertos,
ferrocarriles, cárceles y vertederos, los construiremos en el aire, donde no
molesten a sus “propietarios” o donde sean necesarios?

O ha vuelto a subirle la fiebre o le ha dado una insolación. Miss Rand delira,


aunque puede estar tranquila, porque su propuesta de tributos voluntarios ha
calado en la sociedad y es ya una realidad, aunque solo para los ricos.

Su fracaso a la hora de recaudar se multiplica a la hora de adjudicar destino a


los fondos públicos: ¿por qué con el dinero de todos se puede proveer
seguridad e infraestructuras, pero no sanidad y educación?, ¿acaso protege
más a la población el policía que el médico, o son más necesarias carreteras
que hospitales?, ¿por qué el estado puede sostener el ejército pero no a los
parados, si ambos producen lo mismo, es decir nada? La respuesta es de
nuevo ideológica: son buenos los impuestos que favorecen a los ricos: ley y
orden, y malos los que cubren necesidades generales: sanidad, educación,
vivienda, desempleo o pensiones. Lo único que deben recibir gratis los de
abajo es palo.

Aunque ni todo puede ser público, ni todo privado; ni todo voluntario, ni todo
obligatorio, para miss Rand “el concepto de bien común carece de significado,
salvo que se tome como la suma del bien de todos (algo que carece de sentido
como criterio moral), porque nadie sabe en qué consiste, o cual es el bien de
los individuos concretos”.

El que un número cada vez mayor de actividades se efectúen a nivel general y


no particular, prueba que hacerlo así presenta ventajas sustanciales sobre
intentar solucionar cada cual los mismos problemas por separado. Existen
economías de escala, del mismo modo que las compras hechas al por mayor
resultan mejor que al detalle, o resulta más rentable contratar un seguro que
pagar una casa nueva si se incendia la que tenemos, aunque para miss Rand
que solo cree en la iniciativa individual, el trabajo en equipo, las sinergias y
soluciones colectivas, le suenen a herejía.

El bien común se ocupa de valores que consideramos universales, como la


defensa de la vida, la salud, la libertad, la seguridad, la dignidad y el respeto a
los demás. Y lógicamente si hay valores generales, existirán también reglas y
bienes generales y, al revés, males generales a evitar, como la guerra, el
crimen, el soborno, el fraude, el abuso o la corrupción. Porque si no fuera así,
se permitiría violar, robar y matar, no habría leyes ni instituciones, y todo
quedaría al humor y talante de cada cual, o a merced de la delincuencia
organizada. Dejar la convivencia en manos del mercado es la mejor forma de
acabar con ella.

“Cuanto menos eficiente sea el trabajo de vuestro cerebro, menos obtendréis de


vuestra labor física. El hombre que no ejecuta más que trabajo físico, consume lo
que produce y no crea valor para los demás. El que trabaja como portero de una
fábrica, recibe un pago enorme en proporción al trabajo mental que su labor
requiere y lo mismo sucede en los demás niveles. El asalariado situado debajo,
abandonado a su propia suerte se moriría en su total ineptitud, y no contribuye en
nada al beneficio de las personas situadas por encima de él»
[que sin duda lo mantienen allí por filantropía empresarial, para que se sienta
útil].

«Si los trabajadores luchan por mayores sueldos, se consideran ‘beneficios


sociales’, si los empresarios luchan por mayores beneficios, se conceptúan como
‘codicia egoísta’. El hecho es que algunos hombres nacen con mejores cerebros y
hacen mejor uso de ellos que otros, sin embargo la ‘teoría de la justicia’ exige que
los hombres contrarresten las ‘injusticias de la naturaleza’ privando a las personas
con talento, inteligentes, creativas, del derecho al fruto de su trabajo, y
concediendo a los incompetentes, los estúpidos y los vagos, el derecho al disfrute
de bienes que no podrían producir, no podrían imaginar y ni siquiera sabrían qué
hacer con ellos”.
Solo vale el sudor cerebral. Las neuronas trabajan a destajo; el músculo no.
Todo lo hace el cerebro; las manos podrían amputárnoslas. Afirma Ayn Rand
que el albañil, el campesino o el obrero de la cadena de fábrica que solo
realizan trabajo físico, se automantienen sin aportar nada a sus semejantes. Y
son los de arriba, esos titanes que cargan el mundo sobre sus hombros, los
que lo hacen todo, sacando a los de abajo las castañas del fuego. Porque
abandonados a su suerte, los asalariados estarían perdidos y hundidos en la
miseria (aunque menos que con sus patronos). Pero que no se quejen. Los que
no sean unos torpes ni deseen seguir siendo unos mantenidos, que se
conviertan en emprendedores, y ascenderán por la escala social tan rápido
como Tarzán por la liana.

Miss Rand divide a la humanidad en dos bandos irreconciliables: el de los


“productores” que crean riqueza, y el de los “saqueadores” que se la confiscan
y la consumen sin habérsela ganado. No hace falta decir en cuál de ellos milita
nuestra ilustre diva. Miss Rand constituye un caso clínico incurable de clasismo
en estado puro que deja chiquito al mismísimo Mandeville y cual redivivo
Nietszche con faldas, desprecia olímpicamente a la masa, glorificando al
empresario como el auténtico superhombre de nuestro tiempo:

“Los empresarios son alegres, benevolentes, optimistas»


[un dechado de virtudes humanas, las mismas que les faltan a los
subordinados que trabajan para ellos].

«Los empresarios no se sacrifican por otros»


[los sacrifican que es mejor]

«pero aunque la esencia de su trabajo es su constante esfuerzo por mejorar la


vida humana»
[gracias por avisarnos],
«nadie les defiende cuando son atacados»
[y los antidisturbios se ensañan con ellos y los masacran] .

«Los grandes industriales han logrado la hazaña de elevar el nivel de vida de la


humanidad, creando nueva riqueza con el talento productivo de hombres libres.
Ellos dieron al pueblo mejores trabajos, salarios más altos y bienes más baratos
con cada nueva máquina que inventaron, con cada descubrimiento científico, con
cada avance tecnológico”.
Ovación de gala. Si algo caracteriza a los capitanes de la industria es que son
unos blandos y bonachones que se matan por pagar salarios más altos. Los
empresarios de miss Rand son los héroes de nuestro tiempo, paladines del
bien, dotados de unas cualidades tan excelsas que superan las de los propios
ángeles. Poseen tantas que no dejan ninguna para los demás. A la riqueza,
suman la perfección. Lo que sigue siendo un misterio es cómo, durante miles
de años, la humanidad fue capaz de vivir sin ellos, forjando civilizaciones
espléndidas. Sin duda, tuvo que ser un accidente, felizmente remediado ahora.

Lógicamente tenía que ser una filósofa la que diera con la piedra filosofal,
aunque en su caso se trate más bien de un muro de hormigón. Porque, por
“creación de riqueza”, ¿tenemos que entender extraer hasta el último gramo de
utilidad de los asalariados y agotar todos los recursos de la tierra?… ¿en lujo
para unos y desnutrición para otros?… ¿crea más riqueza el industrial que
fabrica calcetines, o el científico que descubre la cura de una enfermedad?…
¿riqueza es lo que beneficia a unos pocos o lo que beneficia a todos?…

“Las compañías petrolíferas ganan muy poco y aguantan demasiado, pero o


producimos petróleo nosotros mismos, algo que ningún gobierno ha hecho, o
tenemos que aceptar que ganen lo que puedan”.
Bravo. De nuevo nuestra ilustre intelectual está mal informada, yerra, o falta a
la verdad. Todo el mundo sabe que existen empresas estatales, tanto en el
sector del petróleo como en otros, y tanto en naciones comunistas como
capitalistas, cuyo buen o mal funcionamiento depende de su gestión, no de que
su propiedad sea privada o colectiva.
Más para alguien de ideas fijas como ella, todo mal económico proviene del
estado, ya que “una economía libre nunca entra en crisis. Todas las recesiones
son causadas por la intervención del gobierno”.

Otro mantra tan repetido y cacareado como falso.

Con los empresarios convertidos en ángeles, a la iglesia de miss Rand le


faltaba un demonio, el gobierno, para estar completa. Que las hipotecas basura
las concedieran los bancos y no los estados (que bastante hicieron con
salvarlos), desatando el año 2008 la mayor crisis económica mundial desde el
crack bursátil del 1929, sin duda tuvo que ser un lapsus, la excepción que
confirma la regla. Pero para nuestra irreductible y contumaz Ayn Rand, mejor
morir que rectificar. Si San Pedro negó a Jesucristo tres veces, a ella ninguna
cantidad le basta.

Inasequible al desaliento, no se cansa de pregonar a los cuatro vientos que  “en


una sociedad libre nadie puede convertirse en un monopolista. Es un error muy
difundido pensar que el mercado libre conduce a la formación de monopolios,
cuando todos los monopolios han sido establecidos con ayuda del gobierno,
concediéndoles una legislación favorable o un privilegio especial y bloqueando
a sus potenciales competidores”.

La cuestión es, ¿para qué diablos querría el gobierno crear monopolios?…


¿qué gana con ello?… ¿y los lobis también los ha inventado él?… ¿para qué,
para complicarse la vida innecesariamente?… Miss Rand debe ser la única que
aún no se ha enterado de que no es el gobierno el que regula la economía,
sino la economía la que regula al gobierno, pese a que su maestro Von Mises
ya le explicó que “no existen partidos políticos, sino grupos de presión, y toda
la vida política está determinada por la lucha sin cuartel que libran entre ellos”.

Nuestra amiga se obstina en rechazar que puedan surgir monopolios en un


“mercado libre”… ¿pero donde ha visto uno donde no los haya?… ¿entre los
maorís?… ¿sumergido en la Atlántida quizá?… De nuevo olvida que Von Mises
definió “mercado libre como aquel que no manipula el gobierno (fijando precios,
salarios y tasas de interés), ni los sindicatos»(haciendo huelgas para
incrementar las retribuciones y mejorar las condiciones laborales), y que solo
manipulan los empresarios. Como debe ser.

“Bajo las leyes antimonopolio, si un empresario cobra precios demasiados altos,


puede ser procesado por monopolio, si cobra precios más bajos que sus
competidores, puede ser procesado por competencia desleal, y si cobra los
mismos precios puede ser juzgado por colusión”.
Otra sarta de falacias convenientemente aliñadas.

Una empresa solo puede cobrar precios demasiado altos si es la única en ese
sector o produce una mercancía insustituible, ya que si no la competencia
acabaría con ella vendiendo lo mismo más barato. Pero imaginemos que una
corporación fuera dueña de todo el petróleo de la tierra, o descubriera el
remedio para el cáncer, ¿le permitiríamos que nos pidiera lo que quisiese por
él, o le obligaríamos a ajustar razonablemente su margen de beneficios para
que fuera asequible a todos?

Intentar aplicar precios más baratos que la competencia es lo habitual y no


supone ningún problema para ninguna compañía: el consumidor elige lo que
más le conviene con arreglo a su presupuesto y preferencias. Lo que no se
permite es el dumpin, vender bajo coste, práctica comercial fraudulenta
destinada a labrarse una posición de monopolio y dominio del mercado
eliminando la competencia. Malas artes que tampoco ha inventado ningún
gobierno.

Por lo que se refiere al tercer supuesto, cobrar los mismos o similares precios
repartiéndose el mercado, es la tónica común… perro no come carne de
perro… no nos vamos a hacer daño, ¿verdad?… Las mafias y cárteles aplican
este principio a rajatabla, y las guerras estallan cuando alguna intenta meterse
en corral ajeno. De lo único que se puede acusar al estado en este campo, es
de inacción, por no intervenir para frenar las concertaciones de precios y cortar
de raíz los abusos de las empresas.

Como tampoco son los poderes públicos los interesados en pagar salarios de
miseria a los trabajadores, imponerles condiciones laborales inhumanas,
contaminar, producir artículos de mala calidad o engañar al fisco: artes todas
ellas reservadas a los emprendedores.

Y todo ello con independencia de que las economías de escala abocan


inevitablemente a las concentraciones y adquisiciones de empresas,
contribuyendo así a la creación de monopolios. Y otro tanto ocurre en el campo
tecnológico cuya mecánica de funcionamiento (patentes, investigación,
mercado global, inversión, etc.), no permite siquiera que exista la competencia
en diversos ámbitos.

Está claro que si de moralidad Ayn Rand sabe poco, de economía, nada.

“El hombre no puede sobrevivir en el estado de naturaleza que los ecologistas


sueñan, es decir, al nivel de los erizos de mar o de los osos polares, porque para
producir lo que necesita, tiene que alterar su ambiente. Su petición es vive
suficientemente bien sin nada, no molestes a las aves, los bosques, los pantanos,
los océanos… pero incluso si la contaminación fuese un riesgo para la vida
humana, debemos recordar que la vida en la naturaleza, sin tecnología, es un
matadero al por mayor”.
Y aquí estamos nosotros dispuestos a llegar adonde no llega ella, que para eso
somos la primera especie de la clase y no se nos pone nada por delante.
Declaremos la guerra a la naturaleza, en vez de buscar el equilibrio con ella.

Un análisis medioambiental tan profundo como el de miss Rand solo puede


haberle salido del inconsciente. Su tríada «razón-individualismo-
capitalismo» avanza como una apisonadora desbocada que todo lo arrolla a su
paso. Y es esa concepción suya de malentendida superioridad, la que nos
pone en riesgo y nos aboca a la catástrofe. No los ecologistas. Respetar la
naturaleza es respetarnos a nosotros mismos: somos usuarios del planeta, no
dueños de él, aunque ella opine lo contrario.

La evolución humana no fue generosa con su persona. Pese a su exceso de


capacidad cerebral, le falló la conciencia como a otros el riego o la memoria.
Abusó tanto la razón que al final ésta la traicionó convirtiéndose en su peor
enemiga.
Sorprende que Ayn Rand rechace que el hombre sea propiedad del Estado,
pero le parezca estupendo que lo sea de las corporaciones; que se oponga al
uso de la fuerza física, pero apoye sin reservas el uso de la fuerza económica,
tan letal o más que aquella.

Su egocentrismo la cegó, y el capitalismo la remató. Su filosofía de saldo


constituye un cúmulo de despropósitos con el que alcanzó “objetivamente” su
nivel de incompetencia. Se ofuscó y perdió el norte, y si su mensaje no hubiera
sido concebido a medida de los intereses dominantes, hubiera permanecido en
el anonimato como una iluminada más.

Ya que no fue así, confíemos que este exorcismo haya sido suficiente para
dejar de estar poseídos por sus nefastas teorías.

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