El Arte Escénico
El Arte Escénico
El Arte Escénico
--Espacios rurales
Nos encontramos, por tanto, ante dos realidades que, si bien se alimentan
mutuamente, también tienen limitados sus lugares de actuación. En los espacios
“populares” representarán compañías de la legua o compañías formadas por personas
que se dedican también a otros trabajos y que actúan sólo cuando les llaman de algún
pueblo para festejar las fiestas patronales, por ejemplo. Estos lugares de representación
se caracterizan por su condición plural, pues sólo transitoriamente se convierten en
lugares para la ficción, mientras el resto del año son espacios donde se verifican actos
litúrgicos, administrativos, de justicia, etc. En ellos el cómico ha de adaptar su modo de
representar a las condiciones abiertas del espacio. Sobre la plaza, por ejemplo, se
levantaba un tablado, que podía cubrirse (o no) parcialmente de telas, tafetanes y
telones; la escenografía y el moblaje eran mínimos, como correspondía a las
limitaciones económicas y al tipo de obras representadas: loas, pastoradas, autos, farsas.
1
Como en el caso de los autos sacramentales (prohibidos en 1765), también en las
representaciones populares se encuentran escenarios itinerantes o escenas que se dan en
lugares distintos, de modo que el público, como los actores, ha de moverse a lo largo de
un itinerario que dota de valor simbólico a los diferentes entornos en los que se hace la
parada teatral. Esto que, a pesar de las prohibiciones, era habitual en los siglos
anteriores, siguió siendo una realidad en el XVIII, incluso en las iglesias y catedrales,
como manifestación de la resistencia que la antigua cultura tenía a desaparecer y contra
la corriente ilustrada que pretendía corregir las costumbres religiosas. Todavía en 1787
y desde su periódico Diario Pinciano, José Mariano Beristáin se quejaba de que en las
catedrales españolas se representaban durante Navidad piezas y farsas que, a su parecer,
denigraban los misterios de la fe. Dando noticia de un folleto distribuído a las catedrales
de León, Osma y Valladolid, cuyo objeto era servir para representar el “Nacimiento del
Hijo de Dios”, el periodista comentaba lo siguiente el miércoles 26 de diciembre:
¿Y cómo estamos nosotros en el año de 1787, uno de los más ilustrados o
luminosos de nuestro siglo? ¿Hemos desterrado de nuestro Parnaso aquella chusma
de versificadores bufones que inducían en el templo de Dios, de majestad inefable,
los profanos conceptos y chistes insulsos que los gentiles no hubieran oído sin ira
[...]? ¿Cómo celebramos hoy la Encarnación y Nacimiento admirables del Hijo de
Dios vivo? ¿Todavía halla nuestra consideración devota en el portal glorioso de
Belén al tosco y grosero Pascual, al malicioso y juglar Bato, al atrevido y
desvergonzado Antón? ¡Ah! Allí están llenando de estiercol las pajas limpias
donde está reclinado el Niño Jesús, atormentando los castos y delicados oídos de su
Purísima Madre y del casto esposo José, e irritando a las bestias del establo, que
obsequian con su silencio a aquellos santos huéspedes más dignamente que los
pastores charlatanes con sus coplas. ¿Y esto es verdad? Diré lo que he visto. Se han
impreso en esta ciudad tres juegos de villancicos para la Nochebuena de este año.
Los unos para la catedral de Osma, los otros para la de León, y los últimos para la
de Valladolid. Hay en ellos buenas cosas, no hay duda; pero las hay también de
aquellas que [...] Feijoo llama compuestas al genio burlesco, como si las cosas de
Dios fuesen de entremés. Un tutilimundi en los hombros de un francés, a quien
saludan los pastores con los decentes y urbanos nombres de animal y pollino, se
habrá presentado en el coro de la iglesia de Osma, y [...] habrá dicho un músico:
téngase monsiur (sic) mío,
corra ese lienzo
que animales bastantes
estamos viendo.
Pero qué sería oír en la misma noche en León a aquel pastor de garbo y porte que
dijo al Niño Dios:
si tú vinieras/ a estos parajes
con gran peinado,/ con nuevos trajes,
con muchas cintas/ y hebillas grandes
todos te hicieran/ lugar bastante
(Diario Pinciano, nº 44: 461- 462).
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Beristáin continúa refiriendo lo que vio en la representación de los “villancicos de
Nochebuena”, y su descripción se asemeja a un entremés en el que los distintos personajes
desfilan por la escena, aunque en este caso el escenario es la catedral de León y los actores
a los que pasa revista son personas reales, asistentes a la representación, que exponen sus
cuitas, quejas y necesidades, o que simplemente, como venía sucediendo desde la Edad
Media, trabajan durante el oficio religioso, y así vemos a una gitana que dice la
buenaventura, a un pastor que discute sobre el pleito que tienen sus compañeros con los
labradores vallisoletanos, a un maestro de escuela que pide el aguinaldo con sus alumnos
“porque él no come con cariños”, y a dos ciegos que venden calendarios y almanaques.
El diarista ofrece el panorama de un lugar público y popular de representación,
como son las diversas catedrales a las que se hace llegar el folleto –pero también sucedía
esto en iglesias de pequeñas localidades--, y transmite el tipo de texto y el tono que regía la
sociabilidad del momento, así como el tenor de las obras representadas, rechazando el
contenido burlesco, presente en todo el teatro popular, ya como forma de crítica hacia algo,
ya como terapia de grupo. Tanto el tono como el lugar de representación indican las
actitudes del público "popular" ante el espectáculo y hacia lo sagrado. El testimonio de
Beristáin refleja una realidad viva en el “siglo de la Ilustración”, que solemos olvidar
frente a la consideración prioritaria de los aspectos renovadores y reformistas.
--Espacios particulares
También siguió representándose en universidades, colegios y conventos, lo mismo
que en casas particulares. Éstas últimas funciones, las denominadas particulares, podían
patrocinarlas los gremios o realizarse en los teatros de los palacios –es decir, en locales
pequeños y cerrados--. Actuaban cómicos profesionales pero también intervenían
aficionados al arte escénico. Las representaciones particulares eran una muestra pública del
poder y riqueza de las familias y grupos que pagaban este tipo de funciones, y pudo haber
sido, además, en el caso de los poderosos cultos, una manera de intentar dirigir y controlar
el desarrollo artístico, pero esto sólo puede decirse de Olavide, Samaniego y pocos más.
Pablo de Olavide en Sevilla, el condestable de Castilla en la primera década, el duque de
Híjar, la duquesa de Alba y la condesa- duquesa de Benavente en Madrid son casos de
patrocinadores de este tipo de entretenimiento, del que Ramón de la Cruz, que estrenó
distintas obras en los teatros de la nobleza, nos ha dejado testimonio, en La junta de
aficionados y en La comedia casera, lo mismo que Comella en La señorita irresoluta o la
función casera (1796), Trigueros y otros. En estos sainetes se señala que había sobra de
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interesados para desempeñar todas las ocupaciones: galanes, damas, graciosos,
tramoyistas, poetas, carpintero, guitarrista, sastre y apuntador.
Francesc Curet [1935] daba numerosas noticias, tomadas del Diario de Barcelona y
del dietario de Rafael d’Amat i Cortada, barò de Maldá, de la afición a las representaciones
caseras, no sólo de los barceloneses, puesto que el periódico reportaba también noticias de
Madrid, como una fiesta teatral en la casa del duque de Híjar, en la que se vio la tragedia
Tito Manlio (5 de agosto de 1793). Junto a ésta, otras de esos años, además del anuncio de
la venta de “un teatro de casa particular que contiene salón y bosque” (del 10 de
diciembre). Rafael d’Amat le provee de importantes noticias relativas a la participación de
pintores famosos que realizan los decorados, a la manera de revestir el escenario, al teatro
que Felip Nadal, tintorero, montó con todo esmero en su casa, al repertorio que se ponía en
escena, representando obras de Voltaire, Jovellanos y Comella. Como más tarde hará
Mesonero Romanos en su artículo de costumbres “La comedia casera”, el diario de Amat
reseña los trabajos que se llevaban a cabo para elegir la obra (que resulta ser El delincuente
honrado), montarla y adaptarla, para repartir los papeles y elegir las músicas, tonadillas y
tiranas que se cantarían, el sainete; la pintura de bastidores y telones; y cuenta también de
qué manera se conseguían los objetos de atrezzo necesarios para la función.
Toda la descripción indica que ese tipo de representaciones estaba lejos de las
posibilidades de la gente corriente, a no ser que se realizaran amparadas por algún gremio
[Curet 1935: 89- 98] o se hicieran con menos medios, como recuerda Blanco White en una
de sus Cartas de España: “en los intermedios del baile nos obsequiaron con algunas
escenas dramáticas en las que los mismos actores improvisaban el diálogo [estos actores
eran aficionados]. Esta diversión es bastante popular en los pueblos campesinos y se
conoce con el nombre de juegos, palabra que se corresponde exactamente con la inglesa
plays” [1986: 157].
La información aportada por Curet pone de manifiesto que este entretenimiento
estaba vinculado a menudo a la vida social que se desarrollaba en tertulias y
conversaciones. La época ha dejado numerosos testimonios bibliográficos de
“misceláneas” preparadas para pasar entretenidos las tertulias y, en ellas, tanto había
cuentos, relatos breves, anécdotas, acertijos, juegos de salón, como piezas cortas (sainetes
o no) escritas específicamente para ser representadas por pocas personas. Junto a esta clase
de textos el curioso encuentra otros exclusivamente teatrales publicados para su
representación en casas particulares. Ríos Carratalá [1988; 1994] y Ana Freire [1996] han
dedicado varios trabajos a desentrañar las particularidades de este teatro que, salvo la
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necesidad de brevedad y poca escenografía y la limitación que imponía un más reducido
número de actores (el dramaturgo José Concha pedía que no trabajasen mujeres, aunque se
escribieron obras para ser interpretadas sólo por ellas), en poco se diferencia de las
dedicadas a los teatros públicos: debía tener un argumento que interesara, un verso fluido y
fácil y tratar asuntos similares a los de aquellos teatros. En este sentido, comparativamente,
pocas piezas encontramos escritas sólo para los teatros particulares (algo que será más
habitual en el siglo XIX), siendo frecuente adaptar obras de éxito a las condiciones
concretas de la representación particular.
En los años finales del siglo los nuevos melólogos, escenas mudas y otras obras
similares fueron empleados con frecuencia en fiestas privadas [Álvarez Barrientos, 2002],
mostrando una vez más que los que interpretaban esas piezas no querían reflejar su entorno
(al estilo de las comedias de Moratín, por ejemplo), sino evadirse de la realidad y remedar
el “hecho teatral”. La comedia de costumbres no se desarrollará por esta vía, ni tampoco,
contra la propuesta de Jovellanos, la reforma de la interpretación. El asturiano consideró la
posibilidad de establecer academias dramáticas en las casas de los nobles donde se
representaba [1997: 194].
Conviene recordar también que, además de los teatros oficiales, durante la segunda
mitad del siglo se dieron funciones en locales provisionales o en habitaciones alquiladas,
de lo que tenemos noticia gracias al trabajo de Ada Coe [1947], quien relaciona teatros en
diferentes calles de Madrid, con nombres tan sugestivos como La sortija de Venus o la
Máquina Real. Muchos de estos locales se dedicaban a espectáculos mágicos, de
pirotecnia, títeres y sombras chinescas [Varey, 1972].
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otros que pocas veces se rompería después en los reales coliseos, pero que no se respetó en
los públicos. En el Palacio Real, que se construía por entonces, se quiso levantar también
un teatro, pero no fue posible hasta los años del reinado de Isabel II [Subirá, 1950].
Carlo Broschi, Farinelli, estuvo detrás de las reformas en los reales sitios. Había
sido encargado por Fernando VI en 1746 de dirigir las diversiones y entretenimientos
apropiados a la magnificencia real. Ésta se manifestaba, además de en lo fastuoso de las
puestas en escena e iluminaciones, en la calidad de los edificios que habían de albergar los
festejos, así como en las comitivas que se desplazaban en los traslados de la Corte. Broschi
[1992] dejó constancia, en un manuscrito de 1758, de cúal era la organización de la
“empresa” teatral real, de su estructura, sueldos y sistemas de ensayo, así como de la
necesidad de nuevas atarazanas, tanto en el Retiro como en Aranjuez, donde guardar
bambalinas, muebles y demás objetos relativos a la puesta en escena [véase también
Morales Borrero, 1987]. La obra se acompaña de unas láminas en las que se reproducen
escenas de la preparación de montajes operísticos. Incluso si estas láminas no tienen que
ver con el teatro del Buen Retiro, como sugiere Fernández Muñoz [1988: 54], son útiles
testimonios para saber cómo se trabajaba detrás del telón y antes del estreno. 1 Francisco
Asenjo Barbieri, en el prólogo al libro de Carmena y Millán sobre la ópera italiana, da
noticias acerca de las reformas que se hicieron en este teatro, que constaba
de una platea con taburetes, bancos, gradas, bancos de patio y patio; sobre ella
había tres suelos, el primero con cuatro aposentos (palcos) a cada lado, y en el
frente la llamada cazuela de las mujeres; el segundo suelo con el mismo número de
aposentos a derecha e izquierda, y en medio la luneta alta, destinada por lo regular
a la servidumbre de Palacio; finalmente había debajo de la cazuela tres aposentos
más, conocidos con el nombre de alojeros [1878: XLIX].
El personal del teatro del Buen Retiro era el mismo que trabajaba en el de
Aranjuez, seguramente el más importante después de aquél. Los músicos, cantantes,
virtuosos, comparsas, tramoyistas y pintores se trasladaban de un lugar a otro y entonces
recibían, sobre su sueldo, una gratificación, como indica Farinelli en el manuscrito citado.
En Aranjuez, además de las representaciones teatrales, había espectáculos náuticos en el
río. El traslado de este personal, que se sumaba al de la Corte, influyó para que la
construcción y reconstrucción de los locales se hiciera teniendo en cuenta no sólo
proveerles de espacios para guardar las decoraciones y demás elementos necesarios para el
montaje, sino también de habitaciones para los que se desplazaban, dando cuenta así de la
1
. Urrea [1977: 91- 93], sin embargo, piensa que el autor de las ilustraciones fue el pintor del real coliseo
Francesco Battaglioli. Bonet Correa, en el prólogo a Broschi [1992: XIX] apoya esta suposición y piensa
que los dibujos si corresponden a los trabajos que se realizaban en el Retiro.
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condición de criados que tenían los artistas en la Corte dieciochesca y del tipo de
sociabilidad cortesana en la que se insertaba el hecho dramático, marcado por la etiqueta
real tanto como por la conversión de la misma Corte en espectáculo.
El papel que jugó Farinelli en el desarrollo del teatro cortesano ha sido señalado
suficientemente; su influencia desapareció cuando Carlos III le relevó de sus obligaciones
y nombró al conde de Aranda Presidente del Consejo, con el encargo además de reformar
la vida teatral. Desde 1767 hasta 1778 el conde hizo una campaña para variar los
repertorios, restaurar locales, etc., tendente a conseguir la verosimilitud en la
representación teatral. Junto a Jaime Marquet, arquitecto, trabajó en la reforma o
construcción de teatros en los reales sitios de Aranjuez, El Escorial, El Pardo y San
Ildefonso, reforma que también alcanzó a los teatros populares, como se verá después.
Aunque mucho de lo previsto por Aranda quedó en proyecto, su cambio en el repertorio de
comedias, el abandono de las óperas, de gusto italiano, los cambios que se dieron en la
manera de interpretar y las mejoras en la infraestructura de los locales supusieron la
llegada de un nuevo orden ideológico al mundo del teatro [Rubio Jiménez, 1998].
Por lo que respecta a la arquitectura de estos locales, se procuró integrarlos en el
entorno urbano para el que estaban pensados, de manera que formaran un todo con las
estructuras clasicistas patrocinadas por la monarquía; de este modo, la asistencia al teatro
podría haberse convertido en una experiencia estética total, si también hubieran cambiado
(como se pretendía) las maneras de interpretar, además del repertorio de las compañías.
Virginia Tovar [1987] recuerda que la estructura de estos teatros era similar de unos a
otros, y que en ellos primaba la racionalidad vitruviana en aras de un más fácil desempeño
de las actividades necesarias para llevar a cabo la función.
--Espacios públicos
A la puerta de los teatros de los reales sitios había día y noche una guardia que
custodiaba los efectos y evitaba desórdenes. Farinelli en su Descripción …del teatro del
Buen Retiro reflexiona sobre el carácter que debía tener el oficial, del cuerpo de inválidos,
que estuviera a su mando, añadiendo expresiones que ofrecen el interesante punto de vista
de un hombre de teatro sobre el tipo de público, “tantas cabezas de chorlito”, que asistía a
las representaciones.
Si las palabras de Carlo Broschi son interesantes desde un punto de vista, las que
escribió tiempo después Blanco White, que se relacionan con el mismo asunto, también lo
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son, pues nos dan una viva imagen de cómo se desarrollaban las representaciones
dramáticas.
Cuando se aproxima el viático a un puesto militar, bate el tambor, los soldados
salen a las calles en formación y en cuanto ven al sacerdote inclinan la rodilla
derecha y rinden armas tocando el suelo con la punta de la bayoneta de los fusiles.
Como en la puerta de los teatros españoles hay siempre un cuerpo de guardia, más
de una vez me he reído para mis adentros de la reacción que produce la llamada del
tambor en actores y espectadores. ¡Dios, Dios!, se repite por la amplia sala, y todo
el mundo cae inmediatamente de rodillas. Se callan los actores, enmudecen los
palillos que acompañan el fandango, y todo queda en suspenso unos minutos hasta
que, perdido en la distancia el tintineo de la campanilla, se reanuda el espectáculo y
los devotos intérpretes se levantan dispuestos a satisfacer al público tras la
inesperada interrupción [1986: 46].
A la entrada, pues, de los corrales había una tropa que vigilaba a los espectadores.
Incluso si estaban cerrados, como sucedía en Valencia y Sevilla [Aguilar Piñal, 1974],
había teatros –corrales—en casi todas las ciudades españolas.2 Los más famosos y los más
estudiados son los de Madrid. Además de los pequeños locales, ya señalados, los más
importantes eran el de la Cruz y el del Príncipe, que existían desde antiguo. A ellos se
añadió a partir de 1708 el de los Caños del Peral, que desde 1738 se dedicó a dar funciones
de ópera italiana, iniciando esta actividad la compañía de los trufaldines. Se reedificó de
nuevo siguiendo el proyecto de los arquitectos Juan Bautista Galucci y Santiago Bonavia,
que le dotaron de mayor amplitud. Se inauguró ese año 1738, pero este teatro, que por sus
reformas estaba llamado a tener una brillante vida, se cerraba al año siguiente, acosado el
marqués de Scotti, que lo regentaba, por problemas económicos. Al mismo tiempo,
Farinelli desarrollaba su labor operística en el teatro del Retiro. Los Caños del Peral tuvo
una vida accidentada: entre 1746 y 1766 permaneció cerrado. Ese año el conde de Aranda
impulsa los bailes de disfraces y los conciertos, que se dieron allí hasta 1773. Se puede
tener una idea de cómo era la sala y el ambiente por el cuadro de Luis Paret.
Posteriormente, el Ayuntamiento intentó ofrecer óperas, ya que la compañía de
ópera de los reales sitios estaba desocupada, al encontrarse la Corte en El Pardo. Apenas se
ofrecieron títulos entre 1776 y 1777, año en que se volvió a cerrar hasta que en 1786 se
abrió concediéndose a los Hospitales el privilegio de celebrar funciones operísticas. Ese
año se restauró, dirigiendo las obras Ventura Rodríguez, que lo ajustó a los cánones
2
. Dadas las limitaciones de espacio, no se puede hacer estudio pormenorizado de todos estos locales.
Remito para ello a la bibliografía, cada vez más abundante, que existe sobre los teatros de ciudades como
Barcelona, Gerona, Valencia, Sevilla, Pamplona, Murcia, Logroño, Valladolid, Málaga, Cádiz, Córdoba,
Granada, Jerez de la Frontera, Ciudad Real, Zaragoza, Oviedo, Gijón, Elche, Orihuela, Alcalá de Henares,
Alicante, Palma de Mallorca, Zamora, Toledo, Vitoria, Soria, Bilbao, Guadalajara, Calahorra, Huesca.
Una síntesis, en Palacios Fernández [1988].
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clásicos. Se mejoró la iluminación y la decoración, además de abrirse nuevos aposentos en
los cuatro pisos. Esta situación perduró hasta la muerte de Carlos III en 1788, en que se
cerraron todos los teatros. La Junta de Hospitales continuó regentando los Caños, mientras
la dirección la llevaban otros empresarios, hasta 1794. Desde ese año hasta final de siglo se
dieron funciones de ópera italiana, aunque comienzan a oírse las voces que pedían una
ópera española. Con el cambio de siglo actuarán en el teatro Isidoro Máiquez, el tenor
Manuel García; se cantarán óperas italianas pero también piezas españolas, como la
opereta El poeta calculista, que incluye el famoso polo “Yo que soy contrabandista”, de
García, que participó en enero de 1807 en una gala en honor de Godoy, que acababa de ser
promovido al grado de almirante [Muñoz, 1946; Turina Gómez, 1997]. Se demolió el
teatro en 1817, y sus restos se emplearon para construir la Casa de la Carnicería de la Plaza
Mayor. Como recuerda Fernández Muñoz [1988: 59], la construcción de este teatro
significó el primer paso para acabar con el sistema de corrales, introduciendo esquemas
que ya estaban asentados en otros países y en los reales sitios.
Los corrales respondían por su estructura y antigüedad a los patios de casas,
rectangulares y abiertos, pues sólo se cubrían con toldos, y tenían una forma bastante
parecida, por no decir similar, de unos a otros. 3 Los de la Cruz y del Príncipe venían
funcionando desde el Siglo de Oro. El primero se reedificó entre 1737 y 1743, según
planos de Juvarra, y, como comenta Fernández Muñoz [1988: 63], supuso la entrada en
Madrid de un modelo de edificio teatral que llegaría hasta el siglo XIX, lo cual parece
lógico si se piensa que Juvarra había trabajado para el teatro durante mucho tiempo
realizando escenografías y diseñando otros teatros. Aun así, el de la Cruz tenía pequeño el
escenario y no parece que se pensara mucho en los espacios necesarios para la puesta en
escena. Se le dio techumbre fija, se mejoró la iluminación y se introdujeron otras mejoras,
que, al parecer, no consiguieron cambiar las costumbres del público [García Martín, 1860].
El teatro del Príncipe se restauró entre 1744 y 1745, obra de Sacchetti, que había
sustituido a Juvarra como arquitecto del Palacio Real. Con esta obra, el corral se convirtió
en moderno coliseo, más bien de estilo francés que italiano, a juzgar por el único plano
conservado.4 En 1802 sufrió un incendio que acabó con él; fue reconstruido por Juan
Villanueva. Las obras que se llevaron a cabo en estos teatros los convirtieron en coliseos,
ya que se acabó con la estructura del corral, a pesar de que, como se ha señalado, las
3
. Varey y Shergold [1951] reproducen un documento sobre la construcción de “un guardián grande que
coge todo el claro del patio”. Cit. por Palacios Fernández [1988: 329].
4
. Los planos de estos tres teatros pueden verse, por ejemplo, en Armona [1988] y en Fernández Muñoz
[1988]. La reconstrucción ideal del Príncipe, en Allen [1983]. En Shergold [1989] hay noticias sobre las
obras que sufrieron los corrales madrileños en la primera mitad del siglo.
9
costumbres, de actores y público, seguían siendo las mismas que en el espacio del corral.
Hacia 1745, Cristóbal del Hoyo Solórzano, refiriéndose a unos años antes, comentaba la
existencia de dos corrales, única “diversión pública en Madrid [y] cosa infame” [1983:
144]. Años más tarde, Moratín haría una descripción de los antiguos corrales, que sin
embargo él no llegó a conocer, que pasa por canónica:
Eran los teatros unos grandes corrales a cielo abierto, con tres corredores alrededor,
divididos con tablas en corta distancia que formaban los aposentos: uno muy
grande y de mucho fondo enfrente de la escena, en el cual se acomodaban las
mujeres; debajo de los corredores había unas gradas; en el piso del corral, hileras
de bancos y, detrás de ellos, un espacio considerable para los que veían la función
de pie, que eran los que propiamente se llamaban mosqueteros. Cuando empezaba
a llover, corrían a la parte alta un gran toldo; si continuaba la lluvia, los
espectadores procuraban acogerse a la parte de las gradas debajo de los corredores;
pero si el concurso era grande, mucha parte de él tenía que salirse, o tal vez
acababa el espectáculo antes de tiempo. La escena se componía de cortinas de
indiana o de damascos antiguos, única decoración de las comedias de capa y
espada. En nuestra niñez hemos oído recordar a los viejos aquel romper de cortinas
de Nicolás de la Calle. En las comedias que llamaban de teatro ponían bastidores,
bambalinas y telones pintados [1944: 310]
Todas estas mejoras a las que me vengo refiriendo, y otras más importantes, al
menos en su intención, propiciadas por el conde de Aranda, no dieron los resultados
previstos, y así, tras su paso por el Consejo, el interés por mantener unos teatros dignos
disminuyó, hasta la llegada del corregidor Armona que hasta 1792, año de su muerte,
trabajó en pro del arte escénico. Sin embargo, como distintos estudiosos han recordado, las
críticas al estado de los teatros madrileños y, por extensión, a los de otras capitales, se
daban por entonces. Tanto autores ilustrados como Jovellanos en su Memoria o Moratín en
su informe dirigido a Juan Morales, nuevo corregidor, como escritores considerados
contrarios al clasicismo, como Comella desde su Diario de las Musas, protestan en la
década de los noventa por la situación en que se encuentran los locales. Si las críticas de
los primeros se centran sobre todo en aspectos de limpieza, decoro, representación de la
dignidad nacional y hacen observaciones generales sobre la declamación, Comella se
ocupa de los aspectos técnicos de la puesta en escena y así denuncia que, por ejemplo, el
de la Cruz no tenía proscenio ni embocadura ni foro, y se dificultaba la audición de las
voces y los instrumentos, además “los balcones de hierro apagan enteramente los ecos de
la voz del actor” [2 de enero de 1791: 140].
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Así, pues, aunque se mejoró lo externo de los locales, las reformas no alcanzaron a
las maneras interpretativas ni a la actitud de los públicos. Se percibe, en todo caso, el
interés de las autoridades por ofrecer al ciudadano una imagen de autoridad y gobierno
unificada, que se proyecta en todos los edificios y obras que se emprenden en aquellos
años. Todas las obras tendían a dar una imagen de la monarquía. Por dentro, los teatros se
dotaban de mayores y mejores maquinarias para producir los efectos que las exitosas
comedias de teatro requerían, pero el público continuaba con sus misma costumbres y
actitudes, ordenado de modo similar a como lo estaba en la época de los corrales: frente al
escenario, bancos, luneta y patio con los mosqueteros de pie; al fondo del teatro la cazuela,
palco ancho donde se colocaban las mujeres. A derecha e izquierda, las gradas, que tenían
una fila de asientos corridos o barandilla y en la parte superior lo que se llamaba corredor.
Encima, tres pisos con los llamados aposentos, más caros, que solían ocupar nobles y
adinerados, siendo el palco primero el del Ayuntamiento. Estos palcos recibían su nombre
según el piso en el que se encontraran (desde principales los del primer piso, hasta
desvanes los del último); y arriba, la tertulia, para clérigos. La luneta, formada por varias
filas de asientos, estaba en la parte delantera del patio [sobre lunetas y taburetes, Davis y
Varey, 1991].
En los teatros españoles se pagaba la entrada en dos veces. La primera, en la
puerta, servía para colocarse en las localidades baratas del patio, donde se estaba de pie.
Aquí permanecían los mosqueteros. Las otras localidades, desde los bancos de patio en
adelante, se adquirían pagando un suplemento en una “mesa” posterior. Los palcos,
aposentos y balcones podían alquilarse por temporadas. Los espectadores situados en estas
localidades, a menudo familias, en la cazuela y en la tertulia tenían entrada aparte. Había
acomodadores en la cazuela que reservaban asientos. El teatro cobraba precios distintos
según la pieza representada fuera “comedia de teatro” o “comedia sencilla”. Un
mosquetero pagaba en 1737 por ver una de teatro diez cuartos, y ocho si era sencilla,
aproximadamente la quinta parte del sueldo de un herrero. En la década de los ochenta, un
obrero gastaba por función entre el cuarenta y el cincuenta por ciento de su sueldo, según
el tipo de obra que viese. Moratín recuerda que en 1781 sólo pudo asistir al teatro en diez
ocasiones (si se exceptúan aquellas otras en las que le invitó su tío Victorio Galeoti, que
tenía un palco). Estos y otros datos llevan a Andioc [1988] a plantearse el problema de la
composición del público, ya que con tales precios resulta difícil pensar en que comparecía
a las funciones gran cantidad de público poco pudiente. En 1750, Erauso y Zavaleta
señalaba que “el vulgo” asistía muy poco y que las zonas más baratas estaban ocupadas en
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sus dos terceras partes “por sujetos de sobresaliente carácter” [88]. Hay que suponer que en
gran medida esto debía de ser así, sobre todo si tenemos en cuenta los muchos testimonios
sobre los extremos a que se llegaba para conseguir el dinero necesario para acudir al
coliseo. Al tiempo que indican la enorme afición y ganas de divertirse, sirven para
comprobar lo caro de este entretenimiento, la discriminación que se daba y lo bajos que
resultaban los salarios.
Pero, por otro lado, son muchas las noticias que hablan, a menudo desde la crítica,
de la considerable presencia en los teatros de lo que unas veces se llama vulgo, otras
público, otras apasionados, etc.5 Que Jovellanos propusiera en su Memoria la subida de los
precios para evitar la entrada de esta clase de público lo atestigua así, lo mismo que
muchos otros ejemplos, y no es el menos importante, por más famoso y por el uso
“costumbrista” que se ha hecho de ellos, el que “Chorizos” y “Polacos”, es decir, los
grupos de aficionados que defendían a sus respectivas compañías, estuvieran formados por
personas pertenecientes a lo que se llamaba plebe y que se situaban en el patio y en las
gradas, localidades, como se vio, más baratas.
La actitud del público, ya fuera noble o plebeyo, a pesar de la guardia que
custodiaba el orden en el teatro y a pesar del representante de la ley que podía asistir a la
función, era participativa; es decir, tenía una actitud activa respecto de lo que veía y
manifestaba su opinión sin complejos o “participaba” en la representación declamando,
pidiendo que se repitiera algún pasaje que gustara en especial, etc. Esto molestaba a todos
aquellos, de distinta educación, que entendían el teatro como una obra de arte, además de
como un instrumento educativo, y que buscaban conseguir el efecto de la “ilusión
escénica” [Azpitarte Almagro, 1975]. Desde luego, el que gran parte del público estuviera
de pie contribuía al alboroto y a la participación. Jovellanos, en palabras que traslucen una
experiencia personal, sugirió que se acabara con esta costumbre, sentando a todos los
asistentes al teatro:
No he visto jamás desorden en nuestros teatros que no proviniese principalmente
de estar en pie los espectadores del patio. Prescindo de que esta circunstancia lleva
al teatro, entre muchas personas honradas y decentes, otras muchas oscuras y
baldías, atraídas allí por la baratura del precio. Pero fuera de esto, la sola
incomodidad de estar en pie por espacio de tres horas, lo más del tiempo de
puntillas, pisoteado, empujado y muchas veces llevado acá y acullá mal de su
grado, basta y sobra para poner de mal humor al espectador más sosegado. Y en
semejante situación, ¿quién podrá esperar de él moderación y paciencia? Entonces
es cuando del montón de la chusma salen el grito del insolente mosquetero, las
5
. Sobre denominaciones como público, vulgo, plebe, espectador y otras, Hafter [1975] y Álvarez de
Miranda [1988].
12
palmadas favorables o adversas de chisperos y apasionados, los silbos y el
murmullo general que desconciertan al infeliz representante y apuran el sufrimiento
del más moderado y paciente espectador. Siéntense todos, y la confusión cesará.
Cada uno será conocido y tendrá a sus lados, frente y espalda cuatro testigos que lo
observen y que sean interesados en que guarde silencio y circunspección. Con esto
desaparecerá también la vergonzosa diferencia que la situación establece entre los
espectadores: todos estarán sentados, todos a gusto, todos de buen humor; no habrá
pues que temer el menor desorden [1997: 212].
6
. No todas las subidas de precios tuvieron esta causa. En 1782 se subió un cuarto el precio a petición de
las compañías y de los cobradores de los coliseos para aplicar esos ingresos a la subsistencia del
Montepío de actores [Subirá, 1960: 91].
13
tipo de prohibiciones y reglamentos se sucedieron en el siglo, intentando regular el modo
de vestirse, la manera de estar en los locales, en definitiva, modelar desde la urbanidad la
nueva conducta de los españoles que, en esos casos concretos, asistían a la función, pues
era en el teatro donde más y mejor se mantenía la cosmovisión antigua contra la que los
gobiernos ilustrados combatían. Se trataba, al margen los hechos puntuales, de modelar al
nuevo ciudadano, que había de mostrar los efectos de la civilización, la urbanidad y los
resultados de la política borbónica.
Pero, si por algo se caracterizó el teatro hasta recientes fechas, fue por la facilidad
con que el público expresaba sus opiniones: aplausos de compromiso, de aceptación
(anticipación de la futura claque), bullas, pateos, broncas, gritas, han estado a la orden del
día, hasta que los efectos de esa civilización han convertido en ridículas y vituperables
expresiones que no se tenían por tales. Estas prácticas, que podían acabar con una
comedia, como recordaba Moratín en La comedia nueva y en su “Discurso preliminar”,
eran frecuentes entonces y sus partidarios estaban organizados desde 1742 en bandos,
titulados “chorizos” y “polacos”, según favorecieran al teatro del Príncipe o al de la Cruz.
A ellos se añadieron los “panduros”, de los Caños del Peral, cuando se remozó en 1786.
Estaban integrados, como se vio, por personas de baja extracción, pero no solo. A los dos
primeros los protegían la duquesa de Alba y la de Benavente.7
El número de mujeres que asistía al teatro era menor que el de hombres, entre otras
razones porque la cazuela costaba más que el patio. A aquella, en lugar de a los aposentos,
no era infrecuente que acudieran mujeres de “más calidad”, según comenta un anónimo en
un artículo publicado en el Memorial literario de marzo de 1784, en el que también
considera, como causa de alejamiento, el trato que en las piezas teatrales se les daba:
“nombres ridículos y bajos, como gallinas, cotorras, y otras expresiones de poco decoro”
[Armona, 1988: 307].
7
. Igual que antes Jovellanos, Moratín ahora hace una vívida descripción de la vida en los teatros: “Había
un fraile trinitario descalzo, jefe de la parcialidad a que dio nombre, atolondrado e infatigable voceador,
que adquirió entre los mosqueteros opinión de muy inteligente en materia de comedias y comediantes.
Corría de una parte a otra del teatro animando a los suyos para que, dada la señal de ataque,
interrumpiesen con alaridos, chiflidos y estrépito cualquiera pieza que se estrenara en el teatro de los
chorizos, si por desgracia no habían solicitado de antemano su aprobación, al mismo tiempo que sostenía
con exagerados aplausos cuantos disparates representaba la compañía polaca [...]. Otro fraile franciscano
llamado el P. Marco Ocaña, ciego apasionado de las dos compañías, hombre de buen ingenio, de pocas
letras y de conducta menos conforme de lo que debiera ser a la austeridad de su profesión, se presentaba
disfrazado de seglar en el primer asiento de la barandilla inmediato a las tablas, y desde allí solía llamar la
atención del público con los chistes que dirigía a los actores y a las actrices; les hacía reír, les tiraba grajea
y les remedaba en los pasajes más patéticos. El concurso, de quien era bien conocido, atendía embelesado
a sus gestos y ademanes, y el patio cubierto de sombreros chambergos (que parecían una testudo romana)
palmoteaba sus escurrilidades e indecencias” [1944: 315].
14
--Organización administrativa, temporada teatral y formación de compañías
Los teatros estaban bajo la autoridad del Consejo de Castilla, que nombraba entre
sus miembros un superintendente protector de los teatros. Este superintendente o juez de
teatros solía ser el corregidor de Madrid, que delegaba sus funciones en los alcaldes de las
otras localidades. Al mismo tiempo, había una comisión de regidores –regidores
comisarios de comedias—que administraban las salas [Kany, 1933; 1970]. El marqués de
Rafal fue el primer corregidor sobre el que recayó en 1744 esta competencia, aunque
seguramente el que más hizo por el arte escénico fue José Antonio Armona y Murga
[1988], corregidor entre 1776 y 1792, que compiló unas Memorias cronológicas sobre el
origen de la representación de comedias en España, fechadas en 1785, que contienen
numerosas y valiosas noticias teatrales. El Juez Protector se encargaba de formar las
compañías, de examinar las obras que habían de representarse, para lo cual las compañías
le remitían la lista de las que pensaban montar en la temporada –tenían un repertorio pero
habían de estrenar un número de comedias nuevas--, y de todo lo relativo a la marcha del
mundillo teatral.
Las ganancias obtenidas se repartían entre la compañía y el Ayuntamiento, que se
llevaba la tercera parte de los ingresos líquidos; el resto quedaba para la compañía. El
consistorio empleaba ese dinero en obras pías y en los hospitales bajo su cargo. Era una
práctica establecida desde el siglo XVI, que en el caso madrileño se resolvía mediante el
pago de una cantidad fija. Los actores tenían un montepío, una cofradía [Subirá, 1960] y
un hospital en la calle Fúcar de Madrid, que sólo podían emplear los cómicos que
trabajaban en la capital, razón de múltiples quejas por parte de los demás actores que
también contribuían a su mantenimiento.
La temporada teatral se iniciaba el día de Pascua de Resurrección, a menudo con
una obra de Calderón, y acababa el martes de Carnaval; se interrumpían las funciones
durante la Semana Santa, en que trabajaban titiriteros y volatines, además de ofrecerse
conciertos. Hasta su prohibición en 1765, en Corpus se representó un auto sacramental. En
el verano se reducía el número de funciones y variaba el horario de las mismas, que en
invierno comenzaban entre dos y media y tres, y a las cuatro en verano. Durante 1768 y
1773, se dieron funciones de noche, que comenzaban a las ocho, y en Carnaval, bailes,
consecuencia de las reformas del conde de Aranda.
El orden habitual de la función era el siguiente: se comenzaba con una loa o
introducción (al iniciarse la temporada, estrenarse obra nueva o incorporarse un actor), se
continuaba con la comedia, por lo general de tres actos, y entre ellos se representaban
15
sainetes, que se prohibieron en 1780, aunque bajo el título de fin de fiesta se siguió
haciendo uno al final de la obra, sobre todo si ésta era de dos actos. A este esquema se le
podían añadir o quitar otras piezas como bailes, entremeses, tonadillas, según las épocas y
las circunstancias de cada momento.
Las compañías se formaban antes de Pascua, las estables, pues las de la legua y
aquellas formaciones “populares” de las que se hizo mención al comienzo de estas páginas
quedaban fuera de la jurisdicción del Juez Protector, aunque a lo largo del siglo XVIII se
las persiguió y prohibió por los perjuicios que ocasionaban a las compañías estables de las
diferentes ciudades. En 1801 se reiteró la prohibición, aprovechando la nueva Instrucción
de arreglo de teatros, aunque su presencia por los caminos llegó hasta el siglo XX
[Cotarelo y Mori, 1904]. Blanco White describe el modus operandi de una de estas
agrupaciones:
A esta verdadera sala comunal nos llevó el sonido del tambor y pronto supimos por
unos desocupados que vagabundeaban por allí que una compañía de cómicos de la
legua iba en breve a empezar su representación [...]. Nos dijeron que la
representación iba a tener lugar en un corral donde había una vaqueriza abierta por
su parte delantera, que permitía un buen acomodo para el escenario y el tocador de
los actores. Pagamos cada uno algo más de un penique y tomamos asiento bajo un
cielo espléndidamente estrellado, bien embozados en nuestras capas y sin hacer
caso del peligro que corríamos en un teatro tan ventilado. La orquesta estaba
formada por un estridente violín, un violoncelo gruñón y una trompa
ensordecedora. Cuatro colchas cosidas hacían de telón y los decorados eran varias
cortinas rojas pendientes de unos listones y que, cuando estaban sueltas, las movía
el aire, dejando al descubierto los secretos del tocador donde los actores, sin
personal bastante para todos los papeles, tenían que multiplicarse con la ayuda del
sastre [1986: 142].
Las compañías estables tenían permiso para representar sólo en la ciudad o zona
asignada; no podían ir de un lugar a otro, a diferencia de las de la legua, que eran
itinerantes. Todas estaban dirigidas por un “autor”, que era actor, a menudo el primer
galán; las integraban unas treinta personas, incluyendo tramoyistas, partes de por medio,
músicos, apuntadores. Su estructura jerárquica se correspondía con la de los personajes que
interpretaban en las comedias del Siglo de Oro: galán primero, segundo, ...; lo mismo con
las damas; a continuación los barbas que hacían de ancianos y los graciosos. La tercera
dama era la graciosa y ella y el gracioso elegían los sainetes que había que representar
[Cotarelo, 1896]. A final de siglo se cambiaron las denominaciones para adecuarlas a la
realidad del nuevo teatro que se escribía, que ya no respondía a la estructura de las
comedias áureas, y se pasaron a llamar primer actor, primera actriz, actor de carácter
anciano, de carácter jocoso.
16
A los cómicos se les remuneraba por dos conceptos: por “partido”, que era una
cantidad fija y diaria, y por “ración”, sólo los días que trabajaban. La cantidad variaba
según la categoría y puesto del intérprete. Hay que indicar que los actores cobraban
después de haberse descontado del producto líquido los “gastos de tablado”, es decir, lo
relativo a la puesta en escena, carteles, copia de papeles, decorados y pago al autor de la
comedia, cuando era nueva.8 Esto ocasionaba que no siempre cobraran lo estipulado, por
falta de fondos para ello, y por supuesto es una de las razones por las que los cómicos, en
general, prefirieran un tipo de obra comercial a las escritas por los neoclásicos, que no
llevaban público a los coliseos. Desde siempre se dio esa connivencia entre actores,
empresarios y ciertos comediógrafos, capaces de ofrecer lo que esos grupos reclamaban.
José de Cañizares, en la primera mitad del siglo, fue uno de ellos, pero después otros, que a
veces eran también actores, como Moncín, Concha, Fermín del Rey, Valladares de
Sotomayor o Comella. Estos escritores, como Ramón de la Cruz, escribían para el público
y llegaban a tener con las compañías arreglos mediante los cuales les proporcionaban
piezas a buen precio, asegurándose así la continuidad de una siempre precaria subsistencia
como autores. Moratín [2000] lo recordó en diversas ocasiones.
Si esta era la lamentable situación económica de los cómicos, en el caso de los de
Madrid, se agravaba aún más porque cobraban indefectiblemente menos que sus
compañeros de otras provincias. La Junta de Teatros tenía potestad para traer a la Corte a
aquellos actores que triunfaran en otras localidades, a menudo de los teatros gaditanos, lo
que suponía siempre un recorte en el sueldo, junto al honor, pues se interpretaba como un
progreso en la carrera profesional, de acudir a los teatros de la capital. Es cierto, por otro
lado, que, como señalaba el Diario de Madrid del 4 de julio de 1790, las casas eran más
baratas que en Cádiz y que en la capital se trabajaba menos que en provincias, al no tener
que ensayar tantas obras, pues duraban más tiempo en cartel (argumento que hay que
relativizar).
Sin embargo del corto partido que logran en los teatros de esta Villa los primeros
papeles, y que en el de Cádiz percibe un galán y una dama seis, ocho y aun diez
pesos diarios, aspiran aquellos cómicos a colocarse en Madrid porque en Cádiz
trabajan comedia por día, y aquí les dura una misma función ocho, doce y aun
quince días, libertándose de esta suerte de estudiar y asistir a múltiples ensayos. 9
8
. Sobre el pago a los autores de comedias, Herrera Navarro [1996a]. El precio de las obras dependía de
su tipo: de teatro (entre 1200 y 1500 reales), sencilla (unos 900), sainete (de 300 a 500), zarzuela (unos
1200), etc., y, desde luego, del nombre del autor; la evolución de los precios no fue en relación con la del
coste de la vida. Hasta 1807, con el nuevo reglamento, los autores cobraban sólo por la venta de su obra;
con el Reglamento se inició un sistema nuevo, consistente en cobrar por días representados. Este método
no gozó del favor de los escritores, que prefirieron la seguridad del modelo anterior.
9
. Según la cartelera madrileña, las obras duraban como media cinco días [Andioc y Coulon, 1996].
17
Demás de esto, una casa en Madrid cuesta cuatro reales diarios, en Cádiz cuesta
quince o más; a este tenor suben allí los salarios de criados, peluqueros, etc., y
tienen las cómicas que costearse por sí las sillas en que van al coliseo, de lo que
aquí están exentas. Llégase a esto que en la Cuaresma, rogativas públicas,
enfermedad y demás días que no hay comedia no perciben un maravedí, siendo así
que los de Madrid gozan su ración en cualquier vacante y suspensión de teatros –y
añade--. Y lo que es más que todo, consiguen los cómicos de esta Villa su
jubilación en caso de enfermar o imposibilitarse, cuando los de otros teatros,
aunque gocen mayor partido, suelen morir miserablemente en un hospital.
Esta imagen más bien positiva del ascenso a Madrid no era compartida por todos
los representantes. Precisamente en 1788 se publicaba la Carta de un cómico retirado a los
Diaristas sobre los teatro en la que el anónimo analiza diversos asuntos relacionados con la
profesión cómica, denunciando que corrieran por cuenta de los actores muchos aspectos
que debían ser competencia de la organización, como vestirse adecuadamente, etc. Sobre
el aspecto económico del traslado de los cómicos de unas ciudades a Madrid, escribe que a
menudo, cuando eran llamados a la Corte, además de cobrar menos, bajaban en el
escalafón, pues de primeros galanes que eran en Cádiz o Barcelona pasaban a cuartos o
quintos. No había “recurso ni apelación a esta providencia, porque con esta condición
entramos todos y se nos permite el ejercicio. Este cómico, con los 12 reales, ha de poner
casa, ha de comer él y su familia y a de mantener la decencia diaria del teatro, de lo que
llaman cabos menores, como zapatos, medias, buen sombrero, peluquero, barbero diario,
etc. (y no hago esta cuenta con las mujeres, porque éstas para su adorno y lucimiento en el
teatro necesitan lo que cuatro hombres)” [en Aguilar Piñal, 1986: 16].
A.2) La interpretación
Las palabras que en el siglo XVIII se empleaban habitualmente para referirse al
actor eran cómico y representante. Actor es mucho menos frecuente y parece aludir a la
profesión de una forma más digna, mientras las otras dan buena cuenta del carácter
despectivo de su actividad, a la que los mismos comediantes denominaban “ejercicio” y no
profesión. Los actores, como se sabe, no tenían derecho a ser enterrados en sagrado,
representaban el pecado y la promiscuidad al vivir juntos hombres y mujeres a menudo sin
estar casados, aunque estaban obligados a ello, mostraban lo privado ante el público, lo que
les degradaba, servían de entretenimiento y viajaban de un lugar a otro (las de la legua y
las “conformes” o ambulantes), pues, salvo las de Madrid, ninguna podía permanecer más
18
de dos meses en el mismo sitio. 10 Su carácter itinerante, el hecho de mostrar el cuerpo y los
sentimientos íntimos, su desenvoltura, les hacía representantes del pecado ante los ojos de
los moralistas, de lo que hay abundantes testimonios a lo largo de la historia recopilados
por Cotarelo y Mori [1904].
--Consideración social
Aunque un noble protegiera a una actriz o cantante y ésta se presentara en público
con el aspecto propio de una aristócrata, la consideración pública de los cómicos era
negativa. Pero esta tradicional perspectiva sobre los actores chocaba con la consideración
en que las autoridades tenían al teatro, puesto que se le entendía como un medio de
reforma y educación. La reforma de la literatura y de los escritores acabó alcanzando,
aunque tardía y minoritariamente, a los actores [Dowling, 1995; Álvarez Barrientos, 1996].
Para que el teatro fuese esa escuela de moral que se pretendía había que cambiar los textos
y, por consiguiente, había que lograr que los autores abandonaran su antigua estética en
beneficio de las nuevas ideas. Por su parte, era necesario que los que iban a representar
esos nuevos textos adoptaran maneras más acordes con los nuevos tiempos.
Pero esa reivindicación que a menudo tiende a verse como exclusiva de una
minoría ilustrada, se dio también desde la órbita del teatro, no sólo desde la de las
autoridades. El Correo de los ciegos del 7 de noviembre de 1786 pedía que se considerara
a los comediantes como personas dignas de aprecio y “tan agradables como necesarias a la
sociedad” [34a]. El periódico recogía una línea reivindicativa que tenía sus orígenes
mucho antes y a la que se añadieron voces como la del actor García Parra, que reivindicaba
lo honroso de su profesión, pues, como en otras a las que sí se consideraba dignas, se
conseguía vivir con la “paga de su arte. Tantos otros profesores en materias mecánicas son
acreedores a cobrar sus trabajos sin incurrir en infamia, aun cuando son de puro lujo, con
poca necesidad y de ninguna utilidad, ¿y serán de peor condición aquellos a quien la patria
fía la corrección de las costumbres?” [1788: 33]. Manuel García de Villanueva y Parra, que
se hacía eco de la corriente que quiso reivindicar el trabajo manual y aquellas actividades
útiles pero mal consideradas por los prejuicios de clase, señalaba también otro importante
aspecto de la cuestión: ¿por qué, si los cómicos ofrecían modelos de conducta válidos,
habían de ser considerados culpables de ejercer una actividad que, sin embargo, se
10
. En 1742 Benito Pereira escribía al duque de Medina Sidonia comunicándole que se encontraba cerca
con su compañía y ofreciéndose a divertir al duque si le paga el viaje, que le envíe para ello 100 pesos.
Llevaba Pereira un repertorio de treinta y una obras y su compañía la formaban diecisiete personas,
incluidos el apuntador y el contador (Archivo Ducal de Medina Sidonia, leg. 2288).
19
entendía como útil? ¿Por qué no era deshonor escribir una obra y sí lo era representarla?
Claro que, en la consideración de muchos cercanos al poder, dedicarse a las letras podía ser
un desdoro, según lo que saliera de la pluma del autor y, desde luego, si ganaba dinero, en
lugar de ocuparse de las letras como si se tratase de un adorno de otra actividad más seria,
reconocida y remunerada.
Juan Francisco Plano, a finales de siglo, daba quizá la mejor expresión a este
argumento, a pesar de que los intentos de mejorar la profesión se habían sucedido a lo
largo de la centuria, tanto en la época de Aranda, como luego con Armona:
El deshonor de los actores, la indiferencia o desprecio con que se mira su ejercicio
por los que debían fomentar sus progresos y la construcción de la economía del
teatro son las verdaderas causas de la impropiedad y grosería en que se halla la
representación [...]. El que escribe un drama, lo hace con el objeto de que se
represente; y si el representarlo lleva consigo una deformidad moral, capaz de
producir deshonor legal, el escribirlo no será cosa de mucha decencia ni gloria,
porque da causa a un hecho que se considera torpe y suministra los medios de
realizarlo. [...] no me parece muy moral tratar al uno con elogio y al otro con
infamia, cuando ambos concurren al mismo efecto [1798: 85- 86].
Detrás de esta realidad está la idea, compartida por muchos entonces y después, de
que lo importante en el teatro es el texto. Nadie discutirá esta importancia, pero es obvio
que sin actores no hay representación. Como se verá después, desde la misma gente del
teatro, tanto como desde el gobierno, se pusieron en marcha distintas iniciativas para
mejorar la situación económica, laboral y de preparación de los representantes. Plano,
dando espacio a los argumentos sensibles y sentimentales que estaban de moda en los años
finiseculares, añade en su defensa crítica de los actores que nada puede adelantar una
persona que es considerada vil, no por sus delitos, sino por el tipo de vida y profesión que
ha elegido. Esta posición, así como la de García Parra y otros, contrasta con la de quienes,
desde el bando contrario, sólo tienen para los actores palabras críticas y reproches [Álvarez
Barrientos, 1988]. Entre estos, se puede recordar a Urquijo, Jovellanos y Moratín, a
Trigueros [2001], que ya en 1785 había escrito contra la antología dramática de García de
la Huerta y de paso contra los cómicos, con argumentos repetidos una y mil veces, y que
volvió a tener una agria disputa con ellos en 1788 [Aguilar Piñal, 1986].
A pesar de haber señalado antes ejemplos de frailes y eclesiásticos que acudían a
los teatros y lideraban facciones de aficionados, en la posición contraria a los cómicos
tienen un papel destaco sobre todo miembros de la Iglesia como el Padre Gaspar Díaz,
autor en 1742 de una Consulta teológica en la que los actores se presentaban como vagos,
inmorales y resultaban una amenaza para el catolicismo y para la sociedad. Actores de
20
Cádiz y Madrid pidieron amparo al Juez de Teatros, que castigó al padre Díaz, mientras
que el jefe de compañía Manuel Guerrero escribió una Respuesta al año siguiente, que es
en cierto modo avance de lo que años más tarde publicó García Parra. Pero los ataques de
eclesiásticos no cesaron y a mediados de siglo el jesuita Francisco Moya y Correa, bajo
pseudónimo, publicó el Triunfo sagrado de la conciencia en el que arremetía contra los
actores y contra el teatro en general, insistiendo en los tópicos de siempre: escurrilidades,
falta de pudor, incitaciones al pecado, deshonestidad, itinerancia, etc. Las posturas se
mantienen inalterables hasta el siglo XIX, y así el congregacionista murciano Simón López
publicaba en 1814, aunque lo había escrito en 1789, Viva Jesús Amén. Pantoja o
resolución histórica teológica de un caso práctico de moral sobre comedias. Son dos
voluminosos tomos en los que castiga a la profesión cómica del modo más injusto y al
teatro en general, pues su origen es gentílico y supersticioso [extractos de estas obras, en
Cotarelo y Mori, 1904].
Conviene recordar que esta actitud contraria a la profesión cómica no era exclusiva
de España y que era la moneda corriente en Europa, si se exceptúan algunas figuras
concretas, ya entre siglos, que trabajaron en Francia e Inglaterra, pero también en España,
como Isidoro Máiquez. Al actor se le aplaudía en el coliseo pero era un apestado en
sociedad. Legalmente, los cómicos sólo consiguieron estatuto de igualdad cuando las
Cortes de 1812 les equipararon a los demás ciudadanos, pero ni aun así lograron
consideración social. Baste recordar que sólo cuando en 1830 se creó el Conservatorio de
Música y Declamación de María Cristina, se les permitió el tratamiento de “don”.
21
parlamento [McCleland, 1952]. De este modo, el actor, como recuerda Cotarelo [1897:
420- 423], se adelantaba para decir sus frases o su monólogo, que repetía si gustaba al
público, y lo recitaba dirigiéndose a éste no a su interlocutor.
Los cómicos, ya se señaló, se especializaban en determinados tipos de papeles, y
así unos eran galanes, otras damas, otros vejetes, otros graciosos, según la secuencia de la
comedia del Siglo de Oro, a la que se ajustaba su interpretación. Este hecho daba pie a que
el actor pudiera interpretar sin apenas conocer su texto, puesto que representaba un tipo
que conocía bien, y además tenía la ayuda inestimable del apuntador, figura que Moratín
retrató con gorro y vela, tras el telón agujereado [1944: 316].
Pero la preocupación por mejorar la profesión nació casi con los orígenes del
teatro. Son muchos los testimonios que encontramos entre los autores clásicos;
centrándonos en España, desde la Edad Media pero sobre todo desde el Siglo de Oro se
reflexiona sobre las condiciones que debe reunir un actor, insistiendo por supuesto en su
buena memoria, pero además en su vistoso aspecto físico, en su desenvoltura y buen
recitar, así como sobre la representación natural. Además de Cervantes y otros, 11 López
Pinciano [1973] dejó importantes páginas a este respecto en la “Epístola trece y última. De
los actores y representantes”. Pero, por lo general, los testimonios se refieren a aspectos
externos y a cualidades naturales. El debate en el siglo XVIII se va a enriquecer con
nuevos elementos, porque el cómico deberá saber leer y escribir, como recuerda Ramón de
la Cruz en La cómica inocente, de 1780, pero deberá así mismo saber conmover al
espectador y habrá de poseer otros conocimientos complementarios. Todos los que
proponen planes de reforma –Jovellanos, Nifo, Moratín, Díez González, Urquijo [Herrera
Navarro, 1996b]--, ya sea en escritos ex profeso o en aquellos que son sólo reflexiones
sobre el teatro hablan de que los cómicos han de aprender historia, geografía, lengua,
dicción, declamación, esgrima, canto, baile. Todos estos requisitos, lo mismo que la propia
reflexión sobre el arte del cómico, llevaban aparejada la conciencia de la dignidad y
utilidad del actor, el reconocimiento por parte de la administración de la responsabilidad
que tenía ante la sociedad, a la que se quería educar. La reforma de la profesión cómica iba
en paralelo con el proceso de civilización de la sociedad y, como en otros aspectos de la
reforma, apenas se contó con los que iban a ser reformados, siendo por lo general políticos
y literatos los encargados de dar las directrices que se habían de seguir. Seguramente no
tener en cuenta la opinión de los afectados fue una de las causas del fracaso de las
11
. Véase Rodríguez Cuadros [1998], para todo lo relativo al actor barroco.
22
reformas, a menudo propuestas por personas que sólo conocían el teatro desde fuera o que
valoraban más al autor que al actor.
La idea de la reforma se canalizó a menudo desde el establecimiento de escuelas
dramáticas, lo que se hizo realidad cuando el conde de Aranda, encargado de la reforma de
los teatros en 1766, abrió una para los de los reales sitios. Esta escuela la dirigió Louis
Reynaud, que había sido el encargado de la que en Sevilla montó Pablo de Olavide. Según
detalla Aguilar Piñal [1974: 92- 104], en 1769 el Intendente de Sevilla escribía a Aranda
noticiándole su proyecto y poniendo su compañía a disposición de los reales sitios. 12 Las
noticias sobre Reynaud son de lo más gráficas para hacernos ver que se consideraba el
ejercicio cómico una profesión vejatoria, pues el francés, comerciante en Cádiz, no quiso
recibir sueldo por ese trabajo para que no se pensase que vivía de él. Olavide comentaba
también que la preparación de este hombre no era mucha y que más bien era él mismo
quien guiaba sus pasos. La realidad de este comentario queda atestiguada cuando
conocemos que, ya en Madrid, acabó relevado por Clavijo y Fajardo, dada su
incompetencia. A ella suma Deacon [1991], como motivos de su exoneración, el ambiente
antifrancés del momento –1774— y el deseo de muchos de ocupar su puesto. Lo cierto es
que desde esta escuela sevillana y madrileña, que debía su ser a la afición de Olavide por el
teatro, se enseñaba la declamación “a la francesa”, que no gustaba, como anotó más tarde,
por ejemplo, el Correo de los ciegos el 8 de diciembre de 1790: “la comedia de hoy es muy
a la moda francesa, todo lloritos, y todo pasitos de caramelo” [68a]. Se acusaba a Reynaud
además de no conocer las costumbres españolas, ni la historia del país ni su lengua. Los
testimonios de figuras como Nicolás Moratín y de actores como Juan Ponce, José Espejo,
Manuel Martínez fueron en esta dirección. Pero hubo otros que, sin desdeñar estos
argumentos, enfatizaron el hecho de que existía un modo español de declamar, del gusto
de la mayoría, pues todos entendían sus convenciones, que no aceptaba las maneras
francesas “por no ser congenial a la nación, antes bien diametralmente opuesta a nuestro
carácter y genio”, como tampoco agradaron los mixtos que Reynaud intentó para lograr
cierta aceptación:
Conocían [los actores] que ni bien el modo era como los franceses recitan sus
tragedias, ni como los ingleses los expresan manifestando su crueldad, ni bien
como los italianos su expresión amorosa, ni como nosotros nuestra entereza en
sostener con la expresión la integridad de nuestro genio y costumbres, sino es que
hacía una mezcla que no podían conocer qué carácter era el que había de sostenerse
en la pieza que se representaba [Deacon, 1991 : 170].
12
. Consúlyese también Defourneaux [1990] y Bolaños [1984].
23
El resultado fue, como ya adelanté, que a Reynaud se le relevó del puesto en 1776
y que más tarde se ocupó Clavijo de los teatros reales. Tanto Aranda como Olavide
intentaron dar un giro a la organización teatral española mediante el cambio de repertorio,
que se encargó a Bernardo de Iriarte, y mediante la transformación del modelo
interpretativo, que debía ser el francés. Aunque no lo consiguieron, sembraron algunas
simientes que fructificaron más adelante.
Su intento de aplicar la declamación a la francesa no debe ser identificado con la
declamación interior o naturalista, reclamada por muchos desde los tiempos de Lope de
Rueda. Se conservan testimonios de la época según los cuales la declamación a la francesa
era afectada, lánguida, lenta, y más frecuente en la tragedia. Por otro lado, de haberse
seguido con la práctica de las escuelas –a finales de siglo o a comienzos del siguiente,
desde planteamientos más realistas y conociendo bien el mundillo teatral, se quiso crear en
Madrid una ”Casa- Escuela” que no prosperó [Álvarez Barrientos, 1987]--, cabe pensar
que se habría introducido la figura del director de escena, pues no otra cosa era Reynaud,
del mismo modo que habrían variado las costumbres teatrales y todo lo relativo a la
producción escénica.
En este panorama de propuesta de reformas y escuelas, Jovellanos presenta algunas
peculiaridades. Ya se indicó que era partidario de abrir escuelas en los teatros particulares,
porque pensaba que “la gente noble y adinerada” difundiría los modelos adecuados del arte
de la declamación, pero al mismo tiempo, como considera que el teatro es una “escuela de
educación para la gente rica y adinerada”, lo que justifica la reforma de los actores es que
han de trabajar para ellos [1997: 206]. Por otro lado, reconociendo la necesidad de
reformar el gremio de representantes, considera que muchos desempeñan su trabajo mejor
de lo que cabía esperar, a la vista de las condiciones en que lo realizan. Matiza además
que, por lo general, hacen bien los “caracteres bajos” que están cercanos a su condición,
mientras que no sucede lo mismo con los altos y pide premios y ayudas para aquellos
cómicos que desempeñen cabalmente su trabajo, además de ocupaciones dignas para los
que deban jubilarse y hayan desempeñado con corrección sus papeles. Es definitiva,
medidas tendentes a dignificar la profesión de actor.
Como en otros asuntos, las opiniones acerca de la necesidad de establecer escuelas
de declamación eran contrarias. Salvo la excepción de la Casa- Escuela, propuesta que
proviene del mundo de la farándula, suelen ser ilustrados los que quieren esta vía para
reformar y dar una norma al arte de la declamación. Era una manifestación más de la fe en
la educación, propia de la época, pero es también un ejemplo de que España estaba al día
24
de los movimientos europeos de entonces, porque la creación de escuelas era recurso
habitual en la época, consecuencia de la noción universalista del arte. La idea era que los
cómicos que hubieran cursado en estos centros tuvieran un diploma que les acreditara a la
hora de encontrar trabajo y les diera prioridad sobre los representantes que no habían
pasado por sus aulas. Juan Francisco Plano [1798: 98] pensaba que en la Academia
Dramática los profesores habían de ser miembros de la Academia de la Historia, y los
alumnos, además de a leer y escribir, “bajo el gobierno de un director hábil” aprenderían a
decir con finura y entenderían que “cada pasión tiene su gesto y tono de voz propio, y que
aun la misma pasión lo tiene diferente en cada persona. Aprenderán la pronunciación, en
que tan atrasados están, porque sus defectos no se corrigen sino en la primera juventud, y
sobre todo la dirección y flexibilidad de la voz, en la que, y no en los gritos, reside lo
afectuoso”. Plano consideraba también que era necesario un cambio en las estructuras
económicas, pues nunca se lograría la reforma, si los beneficios que se obtenían en los
escenarios se empleaban en cosas diferentes de la mejora teatral.
Cuando de creó en 1800 la Junta de Reforma de Teatros, se estableció que los
profesores de la escuela habrían de pasar un examen previo para formar parte del claustro.
Subirá [1932] recuerda que se dejó vacante la plaza de declamación porque no se encontró
a nadie que reuniera las condiciones necesarias y que, finalmente, ganó el puesto “el
primer hombre bueno” que pasó por allí.
Los actores, por lo general, desdeñaron los proyectos de escuela y repitieron que el
suyo es un “ejercicio” que se aprende con la práctica, subidos al escenario, o viendo cómo
se trabajaba. La famosa actriz Mme. Clairon, cuyas Reflexiones se tradujeron en 1800,
representa bien la opinión más extendida entre la “República de los actores”. Tras calificar
de obsesión la tendencia a crear escuelas dramáticas, consecuencia de que los gobernantes
“no tienen la menor idea de lo que constituye un gran cómico” [131], reconoce que en esas
escuelas se puede aprender a leer y escribir, a cantar, pero “no conozco reglas ni
convenciones que puedan enseñar todos los géneros de espíritu y sensibilidad que necesita
indispensablemente un gran cómico: no hay reglas para aprender a pensar y a sentir” [131-
132]. En consecuencia, esta importante actriz defiende la escuela práctica, las compañías
de provincias, en las que, estimulado por el deseo de emular a los compañeros, por la
necesidad de ganarse la vida y el respeto de los públicos, con el constante uso de la
memoria, el aspirante a actor adquiere el desembarazo y la seguridad necesarios para salir
al escenario. Sobre las tablas tiene la posibilidad de “hacerse el oído a todos los tonos y
desenvolverse las ideas viendo las piezas enteras y el efecto que producen en el público” y
25
en ellas aprenderá más en seis meses que en dos años de lecciones [132]. El traductor de la
obra de Clairon no participa de las opiniones de la actriz y, en nota, defiende la necesidad
de que los representantes aprendan, pues siguen un método de interpretación que no es más
que “ciega rutina, admitida sin reflexión”, y añade un detalle importante sobre el modo que
tenían de entender la puesta en escena:
Un maestro cualquiera pudiera a lo menos decirles que están allí todos haciendo un
papel interesante, que deben tomar parte en la situación y manifestarlo así en su
cara, sus gestos, sus actitudes, que no ha concluido su trabajo porque han cesado de
hablar, etc. [204- 205].
26
los tiempos de Lope de Rueda, como se ha adelantado. Al llegar al XVIII se complica con
otros elementos y se le añade un componente emocional y sentimental propio de la época y
de parte de la producción literaria de entonces [Álvarez Barrientos, 1996]. Cervantes en
Pedro de Urdemalas hizo uno de los más elaborados llamamientos a este tipo de
interpretación [Vellón Lahoz, 1993], inspirado en López Pinciano, y de él parecen derivar
muchas de las ideas que se expusieron en el siglo que llaman ilustrado. Uno de los que
insistió en esta línea fue Francisco Mariano Nifo [1996], periodista y autor teatral, que ha
dejado, además de un plan de reforma de los teatros de interés e influjo en otros proyectos
que le sucedieron [Domergue, 1980], abundantes noticias sobre las maneras de representar
y las puestas en escena. Nifo es partidario de lo que llama “acción natural”, que no consiste
sino en adecuar la interpretación al entorno, al momento, al hecho y a la situación que se
representa. Así pondrá como modelo a Manuel Guerrero por su “hablar natural y sin
resabios de aldea o lugarcillo” [Diario Extranjero, IV, 26 de abril de 1763, 58]. Su teoría es
que el actor español es un diamante en bruto que está esperando quien le enseñe y corrija.
Estamos en fechas inmediatamente anteriores a la creación de la escuela de Olavide y
luego de los reales sitios, pero ya entonces las críticas eran tantas y las soluciones tan
pocas que los cómicos, dice, no tienen “maestros ni ejemplares que imitar”, y aun así
“hacen cosas buenas que no conocen, y muchas malas porque el gusto, hasta aquí
desabrido, lo apetece” [56].
Nifo, en los años sesenta, nos sitúa ante un momento de cambio gracias a la
conciencia de actores como Guerrero y María Ladvenant, que consiguen que el público
guarde silencio mientras interpretan, incluso si ésta lo hace con errores. Es cierto que el
silencio no fue lo corriente, pero él se hace eco de la nueva situación, en la que los actores
parece que son capaces de mover el ánimo del espectador gracias a la expresión bien
regulada, es decir, natural, de las pasiones. En 1763 el ideario cervantino de naturalidad, de
“industria y cordura”, se pone al día mediante la interpretación racional, “bien regulada”,
de las pasiones, que son el elemento nuevo que se añade a la representación. Pero este
panorama favorable que observaba Nifo, se vuelve imagen pesimista veinte años después,
en 1781, cuando las facciones sobre la manera de representar parecen más fuertes entre los
mismos actores, como lo identifica desde la Introducción para la temporada de invierno.
Refiriéndose a Garrido, la actriz Francisca Martínez pregunta: “¿Sabe él más en nuestro
oficio/ que hacer gestos y hacer muecas/, fruncir la boca y el cuello/ a manera de cigüeña?”
[60]. Todo sirve para entretener al espectador y era frecuente que al iniciarse la temporada
se representaran este tipo de obras en las que los actores hacían de sí mismos. En este caso,
27
el debate sobre el modo de interpretar se lleva al escenario para plantearlo de modo
efectivamente burlesco. La Martínez se hacía eco de un modo de actuar que gustaba
mucho al público, los “primores”, del que tenemos una buena descripción en el Memorial
literario de noviembre de 1784, aunque era moneda corriente desde antes, a juzgar por la
cantidad de pliegos de cordel que reproducen estas relaciones para que en las tertulias se
divirtieran los actores aficionados:
Donde es muy frecuente este estilo pomposo es en las relaciones que suelen hacer
los personajes de su historia y lances, instruyendo a sus graciosos y confidentes en
los principios de las primeras jornadas, donde parece ha sido costumbre afectar lo
maravilloso, tanto que se sacaban aparte sus relaciones para el entretenimiento de
las tertulias, y para presumir de saber pintar la lucha de una sierpe, de un toro, de
un león..., la carrera de un caballo, la caza de un jabalí, de una garza, de un
halcón... ¿Quién no se reirá de ver ejecutar con las manos, y aun con los pies, el
paseo y trote de un caballo, con los quiebros del cuerpo y esfuerzo de brazos la
lucha del Negro más prodigioso con la serpiente? [...] No ha mucho tiempo que
nuestros cómicos se juzgaban haber llegado a la perfección de su arte, si en una
relación imitaban con el mayor escrúpulo estas titererías; no es mucho que
esperasen un grande aplauso de palmadas del vulgo, si éste juzgaba que semejantes
gestos eran primores [103- 104].
Diez años antes, Cadalso se hacía eco de estas maneras, en una excelente
descripción que reconstruye bien el ambiente que se vivía en los coliseos madrileños a la
altura de los años setenta:
Figuraos que en vez de pronunciarse esta relación por un actor de bella presencia,
propiamente vestido y comedido en sus gestos teatrales, en vez, digo, de todo esto,
figuraos que sale Nicolás de la Calle con un vestido bordado por todas las costuras
y su sombrero puntiagudo, que toma la punta del tablado, que cuelga el bastón del
cuarto botón de la casaca, que se calza majestuosamente el un guante, y luego el
otro guante, que se estira la chorrera de la muy blanca y almidonada camisola y que
(habiendo callado todo el patio, convocada la atención de la tertulia, suspenso el
ruido de la cazuela, asestados al teatro los anteojos de la luneta, saliendo de sus
puestos los cobradores y arrimados a los bastidores todos los compañeros) empieza
a hablar, manotear y sobre todo cabecear, a manera de azogado [1772: 40- 41].13
28
las tablas, ésta se rompía con este tipo de “salidas de tono”; pero lo cierto es que se trataba
de lo habitual porque gustaba. Se comprueba la tendencia a la tradición y a la repetición
por parte de los actores y que no cambiaba tampoco en demasía el gusto del público. En
este ámbito resultaba difícil actualizar el modelo interpretativo, como pedían Nifo y otros
por los años sesenta e intentaron desde Sevilla y los reales sitios Olavide y el conde de
Aranda.
No hubo una campaña más decidida, aunque de poca aceptación, hasta que cambió
el estilo de las obras que se representaban. Al disminuir la representación de comedias en
la órbita del teatro del Siglo de Oro e iniciarse otras de tono sentimental, neoclásico o más
moderno, empezó a cambiar el modo de interpretar, pues las maneras y técnicas de los
cómicos no servían para dar cuenta de papeles que no se ajustaban a los tantas veces
repetidos. Este cambio llevó á que también aquellas obras antiguas que se montaban se
hicieran de un modo más moderno, pues las expectativas de ciertos sectores del público
variaban. Estos intentos de fin de siglo, que apenas prosperaron, coincidieron con la
reactivación de la reforma teatral de 1799 y con el plan de una Casa- Estudio de actores. El
objetivo era, además de proponer un nuevo modo de interpretar, crear un actor de buenas
costumbres con una preparación que le hiciera capaz de enfrentarse a los papeles que se le
proponían y desentrañarlos.
Como se observa, se perseguía hacer de la representación un oficio más intelectual
de lo que era; es decir, si los cómicos representaban de modo intuitivo y repetitivo sus
papeles, llegar a que pudieran colocarse en la situación de los personajes que iban a
interpretar (ya no tipos sólo) y poder dar la respuesta adecuada en el momento adecuado.
Este planteamiento se situaba en la polémica sobre si el actor debía o no sentir el personaje
que interpretaba. En Francia la plantearon los Riccoboni, padre e hijo, pero fue Diderot
quien mejor la expresó, tomando partido por la frialdad del actor, en su valiosa Paradoxe
sur le comedien (escrita entre 1770 y 1773 y conocida en múltiples copias manuscritas,
pero sólo impresa en 1830). Además de las necesarias dotes memorísticas y de soltura
sobre el escenario, lo que debía predominar en el cómico era la inteligencia y la capacidad
de observación, necesarias para poder reproducir en el momento preciso no las emociones
que sentía el personaje, sino los signos externos de gesto, voz, etc., que transmitieran hábil
y efectivamente al público lo que debía sentir.
--Tratados de declamación
29
Cualquiera que se acerque a los testimonios de las últimas décadas del siglo
comprobará que se mezclan y confunden diversas cosas. Simplificando, por un lado, están
los que persiguen el mantenimiento de una “manera española”, si bien puesta al día; por
otro, los que persiguen la naturalidad, y por último los que identifican esta naturalidad con
las maneras francesas, principalmente en la representación de las tragedias. En este caso,
se quiere cambiar unas convenciones por otras.
Este estado de cosas se debió en parte a la publicación de varios tratados de
declamación. Aunque entre los intérpretes parece que tuvieron poca o ninguna aceptación,
no sucedió lo mismo entre periodistas y escritores de la órbita ilustrada. En 1751 Ignacio
de Luzán publicó las Memorias literarias de París donde incorporaba noticias en este
sentido, además de traducir parte de L’art du théâtre de François Riccoboni, hijo de Luigi,
autor de tratados sobre el teatro que defendían la naturalidad interpretativa, alguno de ellos,
como De la réformation du théâtre, publicado por Nifo en el Diario Extranjero en 1763. En
1783 Ignacio Meras y Queipo de Llano, con el pseudónimo de José de Resma, publicaría
del mismo autor El arte del teatro. Quizá, en España, las páginas que Luzán dedica al arte
del actor, a mostrar cómo ha de interpretar, sean las primeras de una época que iba a dar
mucha información al respecto. Más entrado el siglo encontramos, ya sea en periódicos y
parcialmente, ya de forma total, la traducción de textos sobre el arte del actor, de gran
importancia para asentar cierta idea de realismo escénico, que tiene que ver con la
naturalidad tanto como con el cambio de unas convenciones por otras. En 1789 José
Francisco Ortiz tradujo El teatro de Francesco Milizia; Resma, el citado Arte del teatro;
entre 1789 y 1790 el Espíritu de los mejores diarios publicó fragmentos de la obra de
Engel; y en 1800, un desconocido Zeglirscosac daba a las prensas su Ensayo sobre el
origen y naturaleza de las pasiones, del gesto y de la acción teatral, basado en las Idées sur
le geste et l’action théâtrale de Lebrun. En realidad estos textos programáticos se hacían
eco de lo que Cicerón en sus obras sobre oratoria, Quintiliano en el libro VI de sus
Instituciones y Horacio en el Arte poética, entre otros autores de retóricas y poéticas,
habían señalado. Y no deberíamos olvidar al ya citado López Pinciano, en su Philosophia
antigua poetica. Éstos escribieron sobre cómo estar en escena, cómo atender al que habla,
sobre el tono adecuado a la expresión de los afectos y al carácter del personaje, sobre el
empleo de las distintas partes del cuerpo. Estos tratadistas antiguos pidieron dos cosas
sobre todo para poder llevar a cabo una buena actuación: aprenderse el papel e imitar con
exactitud. Naturalidad
30
Casi todos los textos modernos hacían un elenco de las pasiones, emociones y
sensaciones humanas, y de cómo habían de expresarse. Son tratados influidos por la
fisignómica de Lavater y por las convenciones clásicas del arte de la escultura y las de la
iconografía de tratados como el de Cesare Ripa y los diseños de Lebrun, como se
comprueba al repasar las láminas que acompañan las descripciones a las que ilustran, casi
todas, en especial las de Lebrun, publicadas también en l’Éncyclopedie junto al artículo
sobre declamación. Como en otros casos, aquello que pretendía ser orientación se tomó
como modelo y se enquistó en tratados que siguieron apareciendo en el siglo XIX [Rubio
Jiménez, 1988; Álvarez Barrientos, 1997]. De modo que es posible encontrar, aunque sin
citarlos, trozos de tratadistas como Engel, Zeglirscosac y otros en obras de profesores de
declamación del XIX como Andres Prieto [2001] y Antonio Capo Celada.
Después de reflexiones generales sobre el teatro y el arte de la declamación, a
veces también de la oratoria, los autores explican las condiciones que debe poseer un actor,
para terminar asimilándolo a los requisitos necesarios a cualquier artista: ha de conocer el
corazón humano. Después pasan a describir las pasiones y emociones y los medios
mejores para representarlas: cómo mover brazos y piernas, la postura del torso, la
expresión de la cara mediante el empleo de las cejas, ojos, frente, etc. La pasión se ha
vuelto fundamental para los escritores y por lo tanto también para los actores que deben
expresarlas. Resma, siguiendo a Riccoboni, describe así la pasión del furor:
Es, de las situaciones raras, a la verdad más chocantes y para las cuales apenas se
podrán dar reglas [...] porque en semejante caso es cuando un personaje se halla
arrebatado de sí y debajo de la humanidad [...]. Los movimientos [del cuerpo del
actor] deben mostrar una fuerza superior a todos los que le rodean. Sus ojeadas
deben encenderse y pintar el descarriamiento. Su voz necesita ser algunas veces
vigorosa y algunas veces sofocada, mas siempre sostenida de una extrema fuerza
de pecho. Sobre todo deberá moverse continuamente, pero nunca extendiendo los
brazos y temblando sobre sus pies, que de esta suerte demuestra el retrato de un
loco [1783: 72- 73].
Resma describe también los diferentes tonos de voz, según el carácter que se
interprete: “La timidez da una voz débil y turbada; la necedad produce un tono dominante
y de una confianza irritante. El hombre grosero tiene la voz llena y la articulación tosca; el
avaro, que pasa sus noches contando las monedas, debe tener una voz ronca” [88]. Pero no
se queda sólo en esto; su tratado, como algunos otros, enlaza reflexión psicológica con
observación de los signos externos que acompañan a esas características psicológicas y
explica desde éstas últimas sus peculiaridades fisiológicas. Son tratados para hacer que el
actor saque de sí mismo aquello que debe expresar, potenciando su penetración psicológica
31
y su capacidad de observación, aquellas cualidades que tanto ponderó Diderot, pero que ya
los Riccoboni habían destacado, y antes López Pinciano en su ya citada Philosophia
antigua poetica y antes aún Quintiliano, Horacio y otros clásicos
Al hablar de la risa, Riccoboni/ Resma hacen una serie de distinciones sutiles y
útiles para que el actor exprese las variantes que van desde la risa a la alegría o a lo
placentero, etc. No sin razón le aconsejan que no se ría cuando está diciendo algo que debe
provocar risa, “porque es un defecto casi insoportable el reír él mismo, cuando hace reír a
los demás”, puesto que destruye la ilusión escénica [1783: 105]. Los tratadistas se
colocaban en la situación ideal de representación teatral, no en la habitual. Riccoboni es
también un teórico de la “unidad de tono”. Aunque no la enuncie, se refiere varias veces a
la necesidad de que exista “proporción” entre las partes, algo que después señalará
Samaniego, por ejemplo, pero también muchos otros, pues, como ya se indicó, se tendía a
ver la interpretación como un todo, en el que era necesario emplear la indumentaria y los
decorados correctos, pero también importaba saber hablar tanto como saber estar callado.
Por ello denunciaba el teórico que, mientras no declamaban, realizaban “movimientos
desarreglados frecuentemente y siempre violentos, cuya extravagancia divierte algunas
veces a los espectadores, y desazona a las personas de gusto” [111]. Sin embargo, el autor
de las “Reflexiones sobre el estado de la representación o declamación en los teatros de
esta corte”, publicadas en el Memorial literario de marzo de 1784, sí nombraba esa unidad:
no debe perderse “la unión del todo –escribía--. En todo debe haber unidad: unidad de
trajes, según el tiempo y lugar; unidad de adorno, según las personas; unidad de tono,
según los afectos y demás circunstancias” [Armona, 1988: 307].
Desde la reflexión sobre el modo de mostrar la risa y la alegría, los teóricos dan
señales del cambio que se vivía en la sociedad de entonces. Ortiz, el traductor de Milizia,
hace un análisis sociológico de las clases o grupos del Estado, al que adapta la manera de
expresar la risa, y así distingue un cómico “noble”, que muestra las “costumbres y los
vicios de los grandes”; otro “ciudadano”, que acoge tanto al “figurón” como a los tipos
burgueses urbanos, y que “consiste en el aire falso y pretensiones desproporcionadas. El
progreso de la cultura y gusto lo han aproximado al cómico noble, pero sin juntarlos ni
confundirlos” [1789: 54], y por último, el “plebeyo”, que reproduce las costumbres del
vulgo, pero que es capaz de honestidad y delicadeza, cualidades que se encuentran en ella.
Las recomendaciones para expresar lo cómico incluyen también la relativización o
adaptación al entorno mediante lo que llama “cómico local”, que al tiempo que asegura
una rápida comunicación con el público, asegura el efecto cómico y de reconocimento de
32
la figura abstracta que se burla. La imitación natural no desdeñaba nacionalizar la
expresión de los sentimientos [Álvarez Barrientos, 1999].
Por lo general, las pasiones son las que organizan los tratados, hasta el punto de
que Fermín Eduardo Zeglirscosac [1800] desgrana veintiséis, entre ellas la admiración, la
compasión, la tranquilidad, los celos, el deseo, la alegría, etc. Como puede verse, más que
de pasiones, se trataba de emociones.
Una de las peculiaridades más importantes y notables de estos tratados es que se
acercan al teatro considerándolo arte autónomo, una expresión moderna desvinculada de la
literatura, como se entendía casi siempre, tanto por los preceptistas como por muchos
gobernantes. Esta condición autónoma contribuía también a dar importancia a la unidad
como criterio de representación. Por otro lado, al ser moderna, se hacía necesario un
intérprete capaz de dar cuenta de las nuevas experiencias y modelos, un actor dúctil y con
la técnica suficiente para expresar la variedad de reacciones y sentimientos del hombre
moderno, que ya no se comportaba como el ser de una pieza que gran parte de la literatura
anterior había mostrado. La representación natural y la declamación interior (más emotiva)
habían de dar cuenta del hombre moderno, marcado por las circunstancias espacio-
temporales del momento en que vivía, lo que hacía necesaria gran capacidad de reacción y
expresión, pues los personajes dejaban de ser el galán, la dama, el padre de ésta y el
gracioso que acompañaba al protagonista. Ahora, cuando había cambiado el concepto de
imitación, la literatura dramática (y no sólo ésta) representaba a padres de familia, a
comerciantes, toda una galería de personajes cercanos, siguiendo los dictados teóricos que
Diderot desarrolló en sus Entretiens sur le fils naturel.
El nuevo actor debía escindir su yo para poder controlar los sentimientos y las
emociones, y debía poseer la frialdad necesaria para mostrar las diferentes y nuevas
maneras del hombre. El intérprete no podía identificarse con la situación del personaje,
pero sí debía saber producir sobre el espectador la emoción o la alegría de la acción, y para
ello había de ser capaz, no de sentir, sino de presentar de modo teatral y creíble los
sentimientos, porque ya se sabe que en el escenario es más verosímil la convención que la
expresión “real”.
Los tratados de declamación, como se señaló ya, apenas tuvieron eco entre la
profesión cómica, pero tampoco fueron un fracaso en el intento reformista. Sus ideas sobre
la interpretación se filtraron en las diferentes capas de la “familia cómica”, si bien no con
la prontitud que muchos desearon. Se trataba de imitar a la naturaleza, pero no del modo
clasicista universal que muchos tratados ofrecían, sino “como se acostumbra a expresar
33
entre nosotros”, según declaraba el Memorial literario de junio de 1786 [248], y eso había
que hacerlo con métodos intelectuales, con la inteligencia y no de un modo repetitivo.
García Parra sintetizó bien la idea, tal vez en un eco de la polémica diderotiana que
intentaba congeniar la sensibilidad con la frialdad del observador, cuando escribió que el
actor había de mostrar el interior de los hombres, sus pasiones, y explicar sus sentimientos
e ideas. Para ello había de “poseerse” de las características del personaje.
“¿Cómo persuadirá, aun repitiendo el papel más excelente, si no penetra tan
vivamente su sentido que supla las expresiones en caso de faltarle? ¿Cömo se revistirá del
carácter proporcionado sin discernimiento, y le explicará con la acción, el movimiento y la
voz o cadencia cómica?” [1788: 31]. Para esas fechas, el trabajo del actor “está ceñido a
manifestar vivamente con la parte muda [los] sentimientos de la misma situación […]
porque la acción es el alma” [30].
14
. Por este “Reglamento” se sabe que cada compañía madrileña tenía una “casa- ensayo que habita el
autor”, para las que Armona destina tres mil reales a cada una [1988: 320- 321].
34
galán de la compañía. A la hora de ensayar la pieza, de tener las primeras lecturas para
conocer su contenido, los cómicos solían no acudir, o hacerlo sólo a la primera jornada, y
esto “distribuidos en corro, leyendo el diario”. De modo que apenas se hacían con el
argumento de la obra y a menudo rechazaban piezas importantes, como había ocurrido con
El señorito mimado, que pasó tres años de lectura en lectura, y con El viejo y la niña, que
antes de representarse pasó cuatro de una compañía a otra [en Armona, 1988: 295- 296].
El anónimo autor --Herrera Navarro [1996c] considera que se trata de Gaspar
Zavala y Zamora-- repara en que en el extranjero las obras se estudiaban y ensayaban con
cuidado durante dos o tres meses, y sobre la escena unas quince veces, cosa que no era
cierta, mientras que aquí estudian sólo dos o tres días y los ensayos se reducen a
uno en las piezas ya representadas, y dos o tres, cuando más, en las absolutamente
nuevas [...] ¿Este o estos ensayos se hacen sobre la escena? No, por cierto, sino en
casa de los autores. Peor es esto. Y, apuremos más, ¿se hacen con la seria atención
y formalidad que exige un punto tan importante? Ni por pienso. Veamos, pues,
narrativamente una de sus acostumbradas pruebas. La primera de una comedia
nueva, que ellos llaman ensayar por papeles, se reduce a leerla precipitadamente el
primer apunte, y cotejar sus papeles los pocos actores que asisten a ella. Los demás
encargan el cotejo de los suyos a algún compañero [...]
Al segundo, y las más veces último ensayo, asisten algunos más individuos,
pero nunca todos. El uno canta, el otro baila, el otro fuma, el otro lee, el otro
duerme, el otro se hace llevar allí el desayuno sin el menor escrúpulo. Llama el
apuntador al que le corresponde hablar, dice éste sus versos y vuelve a su
distracción primera, imitándole sus compañeros. Con esta continuada greguería da
fin esta ceremonia de ensayo, interrumpida repetidas veces por cualquier fútil
accidente, y con tan sólidos preparativos presentan esta obra en el teatro [Armona,
1988: 296- 297].
Esta costumbre no permitía, desde luego, llevar adelante ninguno de los ramos
pretendidos de la reforma, ni alcanzar la “declamación espiritual”, como la denomina el
autor. Cuando la obra era de “teatro” o requería tramoyas y decoraciones más complejas se
añadía un elemento que complicaba los ensayos, ya que el tramoyista no estaba obligado a
llevar las decoraciones hasta la misma mañana del estreno, de manera que no ensayaban
sobre las tablas y con toda la tramoya hasta esa mañana [299], con lo cual no había manera
ni tiempo de corregir, ajustar, etc., aquello que fuera necesario.
Puesto que no tenían tiempo para ensayar y memorizar, ni costumbre, los cómicos
confiaban mucho en su improvisación, en las “morcillas” que introducían para suplir las
lagunas de memorias y para conseguir la risa del público mediante alusiones a hechos
contemporáneos --de lo que nos deja constancia entre otros el autor de las “Reflexiones”
sobre el estado de la declamación--, y en el apuntador, al que se ha hecho alguna referencia
35
anteriormente. Jovellanos y Moratín lo presentan con vela y gorro; ellos mismos y
Samaniego aluden a que los públicos oían dos veces la obra, una en boca de los actores y
otra en la del apuntador, destruyendo toda posibilidad de ilusión escénica. Pero todos ellos
lo colocan en los laterales del escenario, entre bambalinas. Agustín de Montiano y
Luyando, en 1753, nos ofrece las mismas informaciones sobre su función de eco, además
de otras de carácter erudito que lo relacionan con el monitor clásico, pero también sobre su
ubicación, casi ya en la famosa “concha”, no en las salidas del escenario. Repárese en que
para Montiano el teatro aún era sobre todo un texto, un poema que se escuchaba, no un
todo en el que la palabra formaba parte del espectáculo que podía verse.
El apuntador, según se valen comúnmente de su auxilio nuestros actores, no sólo
choca y distrae al auditorio, precisándole a oír recitado a dúo el poema, sino que
hace ver que es fingido cuanto escucha, pues no puede ser real ni parecer verdadero
que en cosas graves y lastimosas hablen dos casi a un mismo tiempo una misma
cosa.
En los dramas que vulgarmente se llaman de teatro, esto es, en los de mutaciones y
tramoyas que se ejecutan con luz artificial, ya se ha introducido el ponerse el
apuntador de espaldas a los oyentes y de cara a los actores en un escotillón pequeño
abierto en la mediación extrema del tablado, que se disfraza con un respaldo o
nicho, no muy sobresaliente, bastante a ocultarle a él. En esta situación se percibe
menos porque no necesita de levantar tanto la voz [1753: 47- 48].
36
parte principal en la representación. Rezano propone una puesta en escena tosca y estática,
pero que soluciona los problemas de entrada y salida de los actores. Si consideramos que, a
menudo, éstos no desaparecían del escenario una vez terminada su intervención, sino que
continuaban sobre él, la solución de Rezano, aunque deficiente, implica haberse planteado
la cuestión, a la búsqueda de una unidad de expresión y efecto que pusiera orden en el
escenario. Para conseguir esa unidad, y esto es una peculiaridad de su propuesta, proyecta
sobre el escenario una disposición piramidal de la estructura social que responde aún, tanto
a la España monárquica en que vivía como a la jerarquía de los personajes de la comedia
del Siglo de Oro. “La postura que se arregla al natural”, según Antonio Rezano, es esta:
El rey [estará] en medio, o persona que domine la acción y, si no, el anciano o
ancianos, dándole la derecha a la dama, si es hija o pariente. Pero si no, deberá el
anciano ceder, dándosela con la mayor política. Por su orden, todos los demás
actores ocuparán lugares y posiciones, de forma que no se oculten al auditorio; esto
es, que a vista de la luneta, que es el frente del teatro, descubran todos los
personajes, sin que por muchos que hayan (sic) en las salidas quede ninguno
oculto a la vista, para lo cual el galán deberá arreglar la ocupación del teatro de
manera que unos a otros no se confundan, ni hablen por detrás, sino a la vista del
auditorio [1768: 19- 20].
37
“relación”, en la idea de que el teatro era un mundo de convenciones en el que público y
actores pactaban sin atender necesariamente a la suspensión de la incredulidad, ni
participar de la clasicista “ilusión escénica”. Esto, sin embargo, no le impedía atacar a los
histriones que manoteaban y gritaban los versos, porque en su opinión había de ser la
presencia y no la voz la que distinguiera a unos actores de otros. Por eso
debe ser […] la postura del galán perfilada, de manera que ni esté de lado al objeto
que habla, ni tampoco al auditorio, sino colocado en tal disposición que sólo el
juego de la cabeza en un discurso parado haga los movimientos. En una relación
hará el dibujo o acciones de ella retirándose o adelantándose conforme pida, pero
siempre perfilado; y en los apartes, aspiraciones, imaginaciones y demás actos que
pide la comedia podrá mantenerse en la postura perfilada.
Si es aparte, con mirar al frente del auditorio y cesar sin desarreglar el
cuerpo, puede hacerlo; si son aspiraciones, el aliento lo ejecuta; si es imaginación,
lo hace el movimiento de bajar un poco la cabeza y poner la mano en la frente,
guardando todo lo más natural de estas acciones. Si hace personaje de autoridad y
debe tomar el frente del tablado, será en una postura recta proporcional, nada vana
ni afectada, sino con la mayor propiedad […], sin que desdiga del que procura
imitar [1768: 21- 22].
Este modo de interpretar podía darse en el caso de montar una comedia sencilla, no
una de teatro, en las que los actores, más bien, eran parte de la decoración, y el mismo
montaje, incluida la música y el ruido de las mutaciones, podía justificar sus gritos y
manoteos [Álvarez Barrientos, 1996]. En cualquier caso, nada se conseguiría si antes no
se desechaban ciertas costumbres, como la ya señalada de estar los actores sobre el
escenario o “el gran defecto” que se recuerda en el Memorial literario de marzo de 1784,
consistente en estar los boquetes de los bastidores llenos de personas, lo cual contrastaba
de modo notable en los pasajes serios o cuando el rey estaba solo en su tienda o al pedir el
galán celos reservadamente a la dama, etc. En esos casos había “cinco o seis” actores
acechando o “lo que es peor, algunos sirvientes del teatro, estropeados o mal vestidos” [en
Armona, 1988: 308].
Por otro lado, también se hacían puestas en escena que sobrepasaban el espacio de
las tablas. Al menos desde el siglo XVII parece que existía una maroma que atravesaba el
patio, desde el escenario, y acababa en la cazuela. Además de funambulistas y objetos,
también los actores volaban gracias a ella. Esta práctica, relativamente común en ciertas
obras de teatro, continuó en el XVIII, pero se amplió dando lugar no ya sólo a un efecto
escenográfico sino a ciertos montajes, pues fue frecuente que, sobre todo en los sainetes,
unos actores hablaran desde el escenario mientras otros lo hacían entre los asistentes, ya
fuese en el patio, barandillas, cazuela, aposentos o foro, “de suerte que el público se ve
38
metido dentro y fuera de la escena, entre espectadores y actores, lo que es la mayor
ridiculez y disparate que puede haberse inventado para acabar de arruinar nuestros teatros”
[Armona, 1988: 307].
Por si hiciera falta algún elemento más que indicara la ausencia de “ilusión
escénica” en el teatro y mostrara hasta qué punto no existía límite entre el espacio del actor
y el del espectador, aunque estuvieran marcados arquitectónicamente, en el mismo
Memorial se aconsejaba a los cómicos que no saludaran al público ni le agradecieran los
aplausos porque se desnudaban del personaje que representaban y rompían, una vez más,
la “ilusión escénica”. Como se observa, se están enfrentando dos maneras de entender el
hecho teatral diametralmente opuestas: la de aquellos que veían el teatro como un espacio
para la educación, para la propaganda ideológica y como medio de civilización; y la de los
que lo entendían como un entretenimientoy como forma de reconocimiento, aunque
hubiera quienes desde este lado también quisieran reformar el espectáculo teatral.
15
. Aunque centrado en el XVII, véase Castillejo [1984].
39
que acordaba con el tramoyista y con Farinelli, la iluminación de las mutaciones y todo lo
que tenía que ver con bastidores y telones.
Junto a estos estaban dos sastres, que tenían un grupo de ayudantes y mantenían el
vestuario que había en el teatro, además era su responsabilidad vestir a los cantantes y que
cada virtuoso y comparsa se presentara con la propiedad necesaria. Al acabar la función,
debían guardar los trajes, cada cual con el nombre del actor, en arcones.
Los teatros de los reales sitios, en especial los del Buen Retiro y Aranjuez, tenían
un grupo de doscientas personas para hacer de extras o comparsas. No siempre trabajaban
todos, pero era el número de que se disponía para que no faltasen cuando había necesidad
de ellos. El encargado o sobrestante reunía los necesarios, siempre bajo la indicación de
Farinelli, y se ocupaba de prepararlos para que desempeñaran correctamente su papel: les
adiestraba “en sus evoluciones y movimientos, y en las salidas y entradas, según el
contexto de la ópera” [1988: 227]. El sobrestante debía tenerlos a tiempo, preparados y
vestidos, y había de recoger las ropas una vez acabada la función. Cada comparsa cobraba
cinco reales de vellón por noche y se le daban unos guantes, y lo mismo, salvo los guantes,
cobraba por los ensayos.
Cuando Farinelli dejó el cargo y Carlos III ocupó a Aranda en la gestión de los
teatros, cambiaron tanto las obras (se pasó a las piezas francesas), como el tipo de
montajes, prefiriendo trabajos de menor envergadura. Ya se indicó que estos teatros,
gracias a las reformas de Farinelli y Aranda, habían mejorado notablemente.
En los teatros públicos, el panorama era diferente, y lo fue también de una mitad a
otra del siglo, gracias a las reparaciones y reedificaciones que cambiaron la estructura de
los locales aunque no las costumbres, como también se indicó ya. Pero las mejoras en los
escenarios permitieron pasar de los telones a las perspectivas escénicas, lo que sólo se
logró tras cerrarlos. Esto implicó también cambios en la iluminación del espacio escénico.
Conviene recordar que todas estas mejoras no duraban demasiado porque pronto se
acababa el presupuesto o porque la tradicional desidia que parece congénita al mundo
teatral de aquellos años se apropiaba de las compañías cuando desaparecían las personas
que, como Aranda o Armona, impulsaban los cambios, a pesar de estar obligados los
directores de compañía a mantener en buen estado los telones y demás utillería del teatro.
Por ejemplo, como parte de esa reforma, Aranda mandó pintar nuevos telones en 1767,
siguiendo los cánones clásicos, y se sirvió de Villanueva, Carnicero, Rivelles, los
hermanos González Velázquez y los Tadei [Arias de Cossio, 1991], pero este trabajo, que
cambió el aspecto de la decoración teatral, no tuvo continuidad, entre otras cosas porque se
40
seguían representando piezas que requerían decorados e imágenes distintos. Las comedias
militares, las de santos y mágicas, además de los vuelos de los actores por el escenario, de
las transformaciones de los objetos, necesitaban perspectivas de ciudades, marinas,
bosques, cuevas, incendios; es decir, espacios que, para producir su verdadero impacto, no
daban cabida al juego clasicista y sí a una manera de hacer más imaginativa, de manera
que la pintura de esos nuevos telones sí renovó otros lugares, los de la privacidad: salones,
gabinetes, interiores. El resto de los espacios sufrió cambios al aplicarse a su
representación los criterios de perspectiva.
En 1777 José Antonio Armona dotó a las compañías de un “Reglamento sobre las
obligaciones del autor y del guardarropa”, en el que destinaba a las dos compañías de
Madrid unas cantidades para mejorar las condiciones de representación y en el que
detallaba las obligaciones del director de la compañía y las del guardarropa. Con las
cantidades que recibiría el primero, había de “servir todo lo necesario” para el teatro, en
cuanto a muebles y demás elementos, entre los que figuran los soldados de guardia, la
iluminación de faroles, las velas de los músicos y los carteles del apuntador. La lista de
objetos necesarios es extensa, y va desde almohadas, armas, instrumentos musicales, sillas,
distintos tipos de coronas, cuadros, tapices, peñascos, libros, animales y cabezas de pasta
(que eran muy importantes para el teatro de efecto), cofres, calderos, jarros, hasta el mayo
para sainetes, espejos, pesos, linternas, carros y carretas, escaleras, troncos de árboles,
ataúdes, palanganas, cunas, botellas, cencerros, “la estatua para El asistente de Sevilla” y
muchas cosas más que pueden verse en Armona [1988: 322- 327]. Por lo que respecta al
guardarropa, de su obligación era “el alumbrado de la punta del tablado” y trasladar de la
casa del autor al teatro lo que se requiriera para la representación.
Estos cambios que, junto a otros, racionalizaban la vida teatral cayeron pronto en
desuso y así es posible volver a encontrar protestas ya desde la década de los ochenta sobre
las malas maneras en los montajes. Samaniego en 1786 desde El censor comentaba las
decoraciones bárbaras y desconocidas que iban arrumbando los lienzos de Velázquez
González y Villanueva, que, en lugar de copiarlos o arreglarlos, se dejaban estropear y se
sustituían por otros de peor calidad. Tampoco se le escapaban las limitaciones de la
maquinaria teatral, de gran lentitud, que evitaban cualquier sorpresa, pues, si un burro
había de volar, por ejemplo, se veía un cuarto de hora antes la maroma en que había que
engancharlo.16 Esto, además de los ruidos ensordecedores de poleas, contrapesos y demás
16
. Este testimonio de Samaniego pone de manifiesto que a las obras “populares” no acudía sólo el
“vulgo”; otros “neoclásicos, como Leandro Moratín, han dejado constancia de su presencia en ese tipo de
espectáculos.
41
elementos de las tramoyas [2001: 619- 620]. Jovellanos, ya en 1792, sobre quejarse como
Samaniego de la arquitectura “riberesca” de los coliseos y del gusto bárbaro empleado en
las perspectivas de telones y bastidores, reparaba en “la impropiedad, pobreza y desaliño
de los trajes; la vil materia, la mala y mezquina forma de los muebles y útiles; la pesadez
de las máquinas y tramoyas”. En una palabra, “la indecencia y miseria de todo el aparato
escénico” [1997: 209]. El informador anónimo del corregidor Armona le trasladaba pocos
años después de haber redactado su “Reglamento” que las decoraciones estaban ya
maltratadas y rotas y que no se arreglaban, lo que ocasionaba desajustes en la ilusión
escénica, pues por los agujeros de los telones se veía asomarse a otros actores, a criados,
etc. Este informante señala también que los tramoyistas no tenían instrucción y que por lo
mismo utilizaban indistintamente unas decoraciones u otras, ya se tratase de argumentos
que sucedían en la India o en Grecia o en Rusia. La consecuencia es que el corazón no se
mueve y el espectáculo no produce “el menor efecto de los que debía” [Armona, 1988:
298].
Claro que otros no lo veían tan mal, quizá por ser menos exigentes, tal vez por no
dejarse llevar por argumentos que, de tan repetidos, parecen tópicos a los que había que
ajustarse cada vez que se hablaba de la escena. Entre ellos, el corregidor que sustituyó a
Armona, Juan Morales [Cabañas, 1944], o algunos espectadores que consignaron por
escrito sus impresiones ante lo que veían, precisamente en los tiempos en que lo hacían el
satírico Samaniego y el estricto Jovellanos. Hace años Joaquín Muñoz Morillejo [1923]
proporcionó dos textos que cambian el panorama negativo de las escenografías a final de
siglo. Del 11 de julio de 1788 es la “Carta de un español desapasionado que quiere enseñar
a ver y a sentir”, publicada en el Diario de Madrid; y del 15 de enero de 1790 son las
“Leyes y reglas teatrales que han de observarse en las decoraciones, mutaciones y
tramoyas de los dramas”, aparecidas en el mismo periódico. Ambos artículos ensalzan los
avances en la pintura de telones en el logro de los efectos de la perspectiva y señalan como
positivo el uso de la maquinaría al servicio de conseguir los efectos de verosimilitud sobre
las tablas. El texto de 1790 comenta también, como defecto, que se iluminaba en exceso
las tramoyas y los transparentes y que se corría peligro, además, cuando los efectos
lumínicos semejaban rayos, incendios o llamas del infierno.
Como se ve, disparidad de opiniones sobre el estado de la escena. Lo cierto es que
se habían dado pasos para dignificar los locales y para mejorar la representación. Cada vez
más la verosimilitud, la ilusión escénica, la satisfacción por una declamación correcta
dependía del interés personal de los que participaban en el montaje, puesto que había más
42
medios para que su realización fuese mejor que en épocas anteriores. Por un lado, a finales
de siglo, las corrientes literarias y filosóficas, predisponían hacia un gusto más sentimental,
de manera que el cómico había de interpretar de una manera interior; por otro, se
procuraba una literatura de lo que sucedía alrededor, de costumbres, lo que requería del
cómico una declamación natural. Al mismo tiempo, se continuaban representando piezas
del teatro clásico español y espectáculares, lo que exigía, sobre todo en estas últimas, un
modo interpretativo más exagerado. Junto a esto, según el tipo de obra a la que se
enfrentara la compañía, había que proponer una escenografía u otra, pero siempre lo más
proporcionada a la acción, tanto en los vestidos como en las decoraciones y música.
Si durante la primera mitad del siglo primó de manera general lo italiano, por
influjo de la Corte, con Aranda, entre otros, el modelo será francés, volviendo a primar las
decoraciones de gusto menos clasicista desde finales de la década de los ochenta, cuando
los hermanos Tadei presentan sus nuevas decoraciones. Por eso, en 1788, “el español
desapasionado” del Diario de Madrid (Jovellanos comenzó a escribir su Memoria para el
arreglo de la policía de espectáculos en esas fechas) puede alabar precisamente que se ha
acabado con la uniformidad clasicista de las decoraciones en beneficio de perspectivas y
telones que sugieren e insinúan más que muestran: “yo estaba hecho a ver un templo, un
palacio, una tienda, entera y exenta, y aun le sobraba cielo por encima y los costados”
[Muñoz Morillejo, 1923: 68], pero esto le parece ya un error de perspectiva porque esos
elementos exentos y enteros sólo tienen razón de ser cuando están al fondo de la
decoración y no en los primeros planos de la misma, porque, así, parecen pequeños y
mezquinos. Por eso admira el otro tipo de decoración:
Pero, me dirá Vmd., ¿cómo puede ser que se comprenda una enorma mole, por
ejemplo, cien veces mayor que el foro del teatro? Pintando tan solo una esquina, un
ángulo o un trozo en aquella grandiosa forma y dimensión, dejando que la
imaginación de los espectadores tire sus líneas y acabe la fábrica que el pintor no
pudo cerrar entera en tan corto espacio. Esta es la magnificencia teatral [74].
43
la luz del sol lo evitaba. Fue al cerrarse los teatros, cuando se pudo producir efectos de
iluminación. En las comedias de teatro se describen las acotaciones y mutaciones, pero no
se explica cómo se habían de iluminar, todo lo más se encuentran expresiones como éstas:
“vistosa iluminación”, “mutación (sin alumbrado) del templo”, “rayos resplandecientes”, el
“teatro estará a oscuras”, “arroja algunos rayos”. Los personajes portarán antorchas,
palmatorias, etc. Por otro lado, al interpretarse obras sentimentales, la iluminación
contribuyó a producir ese tipo de efecto emotivo y dramático, que se reflejó en prisiones y
paisajes, por ejemplo, seguramente bajo el influjo visual de las Carceri de Piranesi
[Blanco, 1986: 48]. La iluminación de telones dotaba de más relieve a su entidad
bidimensional, pero no suelen describirse los medios de que se valía la gente del teatro
para iluminar de uno u otro modo, aunque existían libros que explicaban los trucos y
maneras para ello, y no sólo para iluminar. Uno de los más extendidos fue el de Nicola
Sabbatini, Prattica di fabricar scene e macchine ne´teatri de 1638.
Los testimonios sobre música suelen referirse a la que se empleaba en las
tonadillas, melólogos y sainetes y al descaro de las cantantes. Moratín, por otro lado,
recordando las reformas que se hicieron en los teatros, apunta que, a pesar de esos
cambios, “siguió la miserable orquesta, que se componía de cinco violines y un contrabajo;
siguió la salida de un músico viejo tocando la guitarra cuando las partes de por medio
debían cantar en la escena algunas coplas, llamadas princesas en lenguaje cómico” [1944:
311]. Jovellanos, por su parte, considera que el baile y la música teatrales son dos objetos
atrasados; en especial la última, “conjunto de insípidas e incoherentes imitaciones sin
originalidad”, pero tanto ésta como el baile eran para él atractivos fundamentales para el
éxito del teatro, porque entre el público “siempre habrá muchos de aquellos que sólo tienen
sentidos” [1997: 210], insistiendo así en una larga polémica sobre el uso y función de la
música en el teatro; uso vilipendiado por muchos ilustrados, que lo entendían como una
forma de inverosimilitud. La música era un elemento muy atractivo para el público, como
ya recordara Lope de Vega en su Arte nuevo, y los cómicos le daban gran importancia
hasta el punto de que había en las compañías actrices especializadas en canto, que no
actuaban. La composición en forma de “cuatro” era muy frecuente –cuatro personajes que
cantaban— y se empleaba a menudo como elemento de transición o para pasar de una
mutación a otra. Según Samaniego, en la música para las tonadillas, Luis Misón había
introducido notables mejoras, pero no tuvo seguidores [2001: 619].
A menudo se empleaba música para disimular el ruido de las máquinas durante las
mutaciones, pero más frecuente era que hubiera pasajes musicales en diferentes momentos
44
de las piezas, porque, salvo en las neoclásicas, la música era fundamental y muy del gusto
público; no era sólo un adorno, pues se insertaba en la acción. Ya se dijo que dentro de las
compañías había quien sólo cantaba. Algunas de las más famosas actrices del momento
recogen en sus apodos la dimensión musical de su actividad, así Antonia Vallejo, La
Caramba, pero no Mª Rosario Fernández, La Tirana, cuyo apodo le vino por casarse con
un actor especializado en hacer tiranos. La Tirana era sobre todo actriz de tragedias.
Además de los instrumentos señalados por Moratín, en las comedias de teatro encontramos
alusiones a clarines, timbales, trompetas, chirimías, tambores, que acompañan efectos
mágicos, transformaciones, vuelos, momentos militares y heroicos, desfiles o salidas de
personajes.
Cerrar los teatros, darles la forma italiana, perseguía terminar con la actitud
participativa del público, conseguir que actor y espectador tuvieran sus espacios, de
manera que el último no interfiriera en el desarrollo de la obra y se pudiera alcanzar la
ansiada “ilusión escénica” como efecto, la imitación realista que perseguían todos los
géneros literarios desde las últimas décadas del siglo. Esta actitud era manifestación del
programa de reformas ilustradas. En consecuencia con estos cambios en la expectativa
literaria y en la vida civil, el actor se debatió entre mantener sus “tradiciones”, cada vez
más criticadas y fuera de lugar; interpretar según una visión universalista, clasicista, de los
sentimientos, propia de los tratados; o hacerlo atendiendo a cierta libertad de imitación, es
decir, favoreciendo el modo natural, fruto de la observación de la realidad. Junto a la línea
española que reivindicaba esta interpretación, el sensismo y el sentimentalismo, aliados
con el realismo costumbrista finisecular, trabajaron en favor de la naturalidad y no del
universalismo. Todo lo demás, carpintería, decoraciones, indumentaria, etc., contribuía en
esa misma dirección.
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