La Bestia (1992) (Peter Benchley)
La Bestia (1992) (Peter Benchley)
La Bestia (1992) (Peter Benchley)
Peter Benchley
1992
Narrativa, Novela, Terror
1979
Capitán Braza
1990
John Wilcox
Homero, La Odisea
ARGUMENTO
Elizabeth sujetó el timón con los pies y se reclinó hacia atrás contra
los almohadones de la cabina. A su izquierda, al Oeste, todo lo que
quedaba del día era una pequeña franja violeta en el borde del mundo. A la
derecha brotaba una delgada luna creciente, cuya franja de oro parecía
rastrearla sobre la superficie del mar.
No hay almas todavía, pensó mientras miraba la luna. Era una idea
árabe —la había leído en Los descubridores, uno de una veintena de libros
que había guardado consigo desde hacía años con la intención de leerlos y
que finalmente había devorado en aquellos últimos seis meses—, y
decidió que le gustaba: La luna nueva era una carcasa celeste vacía que
iniciaba su viaje mensual para recoger las almas de los muertos, y a
medida que pasaban los días se hinchaba e hinchaba hasta que al fin,
atiborrada de almas, desaparecía para depositar su carga en los cielos y
volver a aparecer luego, una carcasa vacía, para empezar de nuevo.
Una razón por la que le gustaba el concepto de una nave de almas era
que por primera vez en su vida estaba empezando a pensar que comprendía
qué era un alma. No era una persona profunda, siempre había desviado las
conversaciones serias antes de que se hicieran demasiado penetrantes.
Además, ella y Griffin siempre habían estado demasiado atareados
viviendo para hacer una pausa y reflexionar.
El llevaba una carrera fulgurante en «Shearson Lehman Brothers»,
ella estaba en la división financiera privada del «Chemical Bank». Los
ochenta habían sido la época en que habían reunido sus juguetes: un
apartamento de un millón de dólares, una casa de medio millón de dólares
en Stonington, dos coches con calefacción en los asientos y luz en los
ceniceros de atrás. El dinero entraba, el dinero salía: veinte mil dolares
para una escuela privada, quince mil al año para comer fuera un par de
veces a la semana, veinte mil para las vacaciones, cincuenta mil para
mantenimiento y manutención.
Veinte mil aquí, veinte mil allá, acostumbraban a bromear, y muy
pronto estás hablando de auténtico dinero.
Era una broma, porque el dinero simplemente seguía entrando.
Y luego, un día, el grifo se cerró. Griffin fue despedido. Una semana
más tarde, a Elizabeth le ofrecieron una elección: media jornada y la mitad
del sueldo, o dejarlo.
Los ahorros de Griffin les hubieran permitido vivir durante un año sin
problemas, mientras él buscaba otro trabajo. Pero otro trabajo
(indudablemente peor retribuido) significaría subirse al mismo molino,
sólo que unos cuantos peldaños más abajo.
La otra opción era tomar el dinero de su despido y comprar un barco
y ver si, de hecho, no había en el mundo más que confit de canard y agua
con gas en botellas de diseño.
Conservaron la casa en Stonington, vendieron el apartamento en
Nueva York, y pusieron el dinero en un fideicomiso para que financiara la
educación de los chicos.
Eran libres, y con la libertad llegó la excitación y el miedo y —día
tras día, casi minuto tras minuto— el descubrimiento. El descubrimiento
de sí mismos, el uno del otro, de lo que era importante y de lo que era
superfluo.
Hubiera podido ser un desastre, dos personas confinadas las
veinticuatro horas del día en un espacio de doce metros de largo por cuatro
de ancho, y durante el primer par de semanas se lo preguntaron. Se
lanzaron el uno sobre el otro y se censuraron esto y aquello.
Pero luego se volvieron competentes, y con la competencia llegó la
seguridad en sí mismos, y con la seguridad en sí mismos la autoestima y la
apreciación de las fuerzas del otro.
Se enamoraron de nuevo e, igual de importante, volvieron a gustarse
a sí mismos.
No tenían ni idea de lo que iban a hacer cuando regresaran a casa.
Quizá Griffin intentaría otro trabajo en el negocio del dinero, aunque por
todo lo que leían —principalmente en la edición caribeña del Time—, el
negocio del dinero estaba de capa caída. Quizás intentaría hallar trabajo en
unos astilleros. Le gustaba hacer reparaciones, no le importaba barnizar y
remendar velas.
¿Y ella? Quizás enseñara navegación a vela, quizás intentara unirse a
las filas de un grupo ecologista. Se había sentido horrorizada por lo que
habían visto de la destrucción de los arrecifes en las Bahamas y de la vida
salvaje en los Windwards y Leewards. Habían buceado a pulmón libre
sobre fondos desolados sembrados con las blanqueadas conchas de
caracolas muertas y los rotos caparazones de espinosas langostas. Isla tras
isla habían visto el entorno oceánico saqueado y destruido. Y, puesto que
habían tenido tiempo para ver y observar, habían empezado a comprender
más completamente el ciclo de la pobreza que alimenta la ignorancia que
alimenta la pobreza que alimenta la ignorancia. Ella había llegado a la
conclusión de que podía haber algo que ella pudiera hacer, algo en lo que
pudiera contribuir…, como investigadora o gestionadora. Aún tenía
contactos con una buena cantidad de gente rica con la que había tratado en
el «Chemical».
No importaba. Encontrarían algo. Y lo que fuese que encontraran
sería mejor que lo que habían sido antes, porque eran gente nueva.
Había sido un viaje maravilloso, sin nada que lamentar.
Bueno, eso no era completamente cierto. Había algo que lamentar.
que hubieran tenido que poner en marcha el motor. Odiaba este constante
rumor, ese absurdo gorgotear mientras el tubo de escape aspiraba y
escupía el agua, el horrible olor de los gases que ascendían desde popa y se
enroscaban en la cabina.
Les tomó una hora cebar y lanzar su sedal profundo. Cuando estuvo
abajo, Darling ató una boya de caucho al extremo del sedal y la lanzó por
encima de la borda, dejándola derivar con la marea mientras la brisa
empujaba el barco hacia el Sudeste.
Mike abrió una lata de jamón polaco y una botella de «Coca-Cola» y
lo llevó todo a proa y se sentó sobre la tapa de la escotilla y trasteó un
poco más con el motor de la bomba.
Darling fue a la timonera y comió una manzana mientras escuchaba
la radio para saber si alguien estaba pescando algo en alguna parte. Un
capitán informó que había atrapado un tiburón. Otro, propietario de un
barco charter allá en el banco Challenger, había atrapado unos cuantos
atunes Alison. Nadie más había visto nada.
El sol empezaba apenas a deslizarse hacia el Oeste desde su cénit
cuando recogieron el sedal. Se turnaron —uno al cabrestante, otro
vigilando el sedal— e intercambiaron suposiciones esperanzadas.
— ¿Lo notas?
— Un par de meros.
— Un tiburón ballena, quizá.
— Un pez tapioca.
— Yo diría que un par de cuberas.
— No querrás…
Los ocho anzuelos habían pescado dos pequeñas cuberas rojas, de
ojos saltones y las vejigas natatorias estrujadas fuera de sus bocas por la
repentina pérdida de presión. Darling las arrojó a la caja del cebo y miró al
cielo, luego al mar. Ni una aleta, ni un pájaro buscando su almuerzo. Nada.
— Bueno, al diablo con ello —dijo, y se secó las manos en los
pantalones y se dirigió a proa para poner en marcha el motor.
Estaba a punto de entrar en la cabina cuando oyó a Mike decir:
— Mira ahí. —Señalaba hacia el cielo meridional.
Un helicóptero de la Marina se encaminaba hacia ellos desde el Sur.
— Me pregunto a dónde irá —dijo Darling.
— A ninguna parte. Nunca lo hacen. Sólo pasan el tiempo.
— Quizá. —Darling saludó con la mano cuando el helicóptero pasó
por encima de sus cabezas y siguió hacia el Norte. Probablemente Mike
tenía razón. Excepto ocasionales misiones de búsqueda y rescate, había tan
poco trabajo para los pilotos de la Marina que a menudo tenían que volar
de un lado para otro en torno a la isla sólo para mantenerse entrenados y
respetar sus horas de vuelo.
Pero este piloto no estaba ocioso: se dirigía al gran vacío del Norte, y
a toda velocidad.
— No lo sé —dijo Darling—. A menos que vaya con retraso para la
cena en Nueva Escocia, diría que va a alguna misión concreta.
Entró en la timonera y cogió el micrófono de la radio.
— Huey Uno… Huey Uno… Huey Uno… Aquí el Privateer…
Responde…
7.
El teniente Marcus Sharp había estado lanzando canastas ese viernes
—fantaseando en un mano a mano con Larry Bird—, cuando el oficial de
operaciones le llamó dentro y le dijo que un piloto de la British Airways
camino de Miami había captado una señal de emergencia a treinta
kilómetros al norte de las Bermudas.
El piloto no había visto nada, dijo el oficial de operaciones, lo cual no
era sorprendente si se consideraba que viajaba a más de ochocientos
kilómetros por hora y a diez mil metros sobre el océano, pero la señal
había sido fuerte y clara en su radio VHF. Alguien estaba en problemas
allá abajo.
Los chicos de la torre en la estación aérea de la Marina habían
comprobado con Miami, Atlanta, Raleigh/Durham, Baltimore y Nueva
York para ver si algún vuelo se había retrasado. Luego operaciones llamó a
Radio Puerto Bermudas y pidió todos los informes de barcos
desaparecidos, retrasados o con problemas.
Todo parecía normal, pero no podían correr el riesgo…, tenían que
seguirle el rastro a la señal.
Sharp se duchó rápidamente y se puso su traje de vuelo, mientras el
oficial de operaciones buscaba un copiloto y un buceador de rescate para
él y se aseguraba de que uno de los helicópteros tuviera el depósito a
rebosar. Luego garabateó las coordenadas informadas por el piloto de las
B.A., se metió una barrita de chocolate y un poco de chicle en sus bolsillos
y trotó por la franja de estacionamiento hasta el helicóptero que
aguardaba.
Cuando se alzó del campo Kindley e hizo girar el aparato hacia el
Norte, Marcus Sharp se sintió vivo por primera vez en semanas. Sus jugos
fluían, su pulso estaba acelerado, se sentía interesado, tenía un objetivo en
el que enfocarse. Estaba ocurriendo algo…, no mucho, no exactamente lo
que él llamaría acción, pero cualquier cosa era mejor que el nada que se
había convertido en su rutina.
Quizá, pensó mientras corregía su rumbo hacia el Noroeste, quizás
hallaran realmente algo en el agua, alguien en peligro. Tal vez incluso
tuvieran que realizar algo…, para variar.
El problema de Sharp no era sólo que estaba aburrido. Era mas
complicado que eso, peor que el aburrimiento. Tenía una extraña y amorfa
sensación de que se estaba muriendo, no físicamente sino de una forma
distinta y menos tangible. Siempre había necesitado aventura, cortejar el
peligro, anhelaba el cambio, tenía la sensación de que no podía vivir sin
ello. Y la vida siempre le había proporcionado suficiente alimentación.
El reclutador de la Marina en el Estado de Michigan había habido
reconocer en Sharp la necesidad de acción, y había jugado con ello. He
aquí un chico que se había roto ambas piernas —una esquiando, la otra
practicando el ala delta—, y sin embargo había persistido en ambos
deportes; buceador con título desde los catorce años cuyo héroe no era
Jacques Cousteau sino Peter Gimbel, el hombre que había filmado las
primeras películas submarinas sobre los grandes tiburones blancos y el
pecio del Andrea Doria—, un soñador que deseaba construir un aeroplano
ultraligero y volar por todo el país con él; un inquieto buscador cuya
ambición era realizarse no acumulando riquezas sino comprobando sus
propios límites. En el test de perfil psicológico de la Marina, había listado
tres hombres a los que admiraba: Ernest Hemingway, Theodore Roosevelt
y James Bond…, todos «porque eran actores, no observadores, vivían sus
vidas». (Sharp notó que, como él, la Marina no era demasiado escrupulosa
a la hora de hacer distinciones entre leyenda y realidad.)
El reclutador persuadió a Marcus de que la Marina le ofrecía una
posibilidad de pasar su carrera haciendo lo que otros podían esperar hacer
sólo en vacaciones ocasionales. Podía escoger su especialidad, cambiarla
regularmente, «extender sus recursos» sobre el mar y el cielo y, en el
proceso —casi incidentalmente—, contribuir a la defensa de la nación.
Firmó antes de la graduación y, en junio de 1983, entró en la Escuela
de Candidatos a Oficiales de Newport, Rhode Island.
Los primeros años llenaron sus expectativas. Se convirtió en un
experto en demolición submarina. Se cualificó como piloto de helicóptero.
Hizo su servicio en la Marina y participó realmente en combate, en
Panamá. Cuando su mente atrapó a su cuerpo y desarrolló intereses
adultos, pasó un año estudiando meteorología y oceanografía en un
programa de intercambio en Halifax.
La vida para Sharp era rica, variada y divertida.
Pero, en el último año y medio, la variedad y la diversión habían
dejado de satisfacerle.
Sabía que parte de su problema era su no disposición a enfrentarse al
espectro de ser un adulto. Tenía veintinueve años y no había pensado
mucho en los treinta, ciertamente no los había temido hasta hacía unos
pocos meses, cuando había sido rechazada su solicitud para unirse a la
élite de la Marina, las guerrillas anfibias de alto riesgo y alta exigencia,
los SEALs. Era demasiado viejo.
Pero en el fondo de su descontento se hallaba la única cosa cana a la
tragedia que Marcus Sharp había conocido nunca. Se había enamorado de
una azafata de la «United Airlines», aficionada al esquí y al buceo, y
habían estado por todo el mundo juntos. Eran jóvenes e inmortales. El
matrimonio era una posibilidad, no una necesidad. Vivían en y para el
presente.
Y luego, un día de setiembre de 1989, estaban buceando a pulmón
libre en una playa en North Queensland. Habían oído advertencias de
rutina acerca de animales peligrosos, pero no se habían sentido
preocupados. Habían nadado entre tiburones y rayas y barracudas; podían
cuidar de sí mismos. El mundo no era un mundo de peligro sino de
aventura y descubrimiento.
Habían visto una tortuga nadando junto a ellos y la habían seguido,
intentando mantenerse a su altura. La tortuga había disminuido su marcha
y abierto la boca, como si fuera a comer algo, aunque no vieron nada, y se
deslizaron hacia ella, atraídos por su gracia y su eficiencia en el agua.
Karen adelantó una mano para tocarla, para acariciar su caparazón, y
mientras Sharp miraba se convulsionó de pronto y se llevó la mano al
pecho como si quisiera desgarrárselo. El snorkel escapó de su boca. Sus
ojos se desorbitaron y gritó, arrancándose su propia carne.
Sharp la agarró y tiró de ella hasta la superficie e intentó hacerla
hablar, pero todo lo que ella consiguió hacer fue seguir gritando.
Cuando consiguió llevarla hasta la orilla, estaba muerta. La tortuga se
había estado alimentando de avispas de mar, una especie de medusas
completamente invisibles en el agua, colonias de nematocistos tan tóxicos
que sólo el rozarlos podía provocar un paro cardíaco. Y así había sido.
Una vez Karen estuvo enterrada en Indiana y el dolor de Sharp
empezó a cicatrizar, se descubrió poseído por los más oscuros
pensamientos, pensamientos sobre el caprichoso azar del destino. No era
un asunto de injusticia o falta de equidad: nunca había considerado la vida
como algo justo o injusto; simplemente era. Pero el destino era
caprichoso. No eran inmortales; nada era para siempre.
Se había sentido atormentado por el vacío de su vida, por la falta de
foco. Había hecho muchas cosas, pero todas carecían de finalidad.
Tenía una imagen de sí mismo como una bola de acero en una
máquina del millón, rebotando arriba y abajo y metiéndose en un agujero
para saltar y meterse en otro, sin ir a ninguna parte.
La Marina le había proporcionado el mejor billete disponible, un tour
de dos años en las Bermudas: soleado, confortable, no muy exigente y a
sólo dos horas de los Estados Unidos. Tranquilidad, sin embargo, no era lo
que necesitaba Sharp. Necesitaba acción, pero ninguna acción por sí
misma era suficiente: tenía que haber una finalidad, un propósito en ella.
En las Bermudas no había hallado mucho que hacer excepto hojear
papeles y ocasionalmente volar de un lado para otro con un helicóptero y
esperar que alguien necesitara ser rescatado.
De tanto en tanto pensaba en abandonar la Marina, pero no tenía la
menor idea de lo que podría hacer luego. La vida civil tenía pocas
especialidades en las que pudieran encajar pilotos de helicópteros expertos
en volar puentes.
Mientras tanto, se presentaba voluntario para cualquier tarea que
mantuviera ocupada su mente.
Los bips eran fuertes y regulares ahora, y Sharp pudo ver algo
amarillo que se deslizaba hacia arriba y hacia abajo en el ondulante mar.
Empujó hacia abajo la palanca de control y el helicóptero descendió a
treinta metros.
Era una balsa, pequeña y vacía y al parecer sin el menor daño. Trazó
un par de círculos sobre ella, tomando buen cuidado de mantenerse lo
bastante alto como para que el viento de sus rotores no la forzara a dar
vueltas sobre sí misma o la volcara en la cresta de una ola.
— Privateer… Huey Uno…
— Sí, Marcus… —le llegó la voz de Látigo.
— Es una balsa. Nadie a bordo. Sólo una balsa. Pudo haber caído de
un barco. Algunas de esas EPIRBs se activan con el agua salada.
— ¿Por qué no me dejas recogerla con mi pescante? Daré un par de
vueltas antes, veré si hay nadadores, luego la llevaré a la orilla. Nadie
necesita mojarse.
— Adelante. Se halla a tres cuatro cero de donde estabas. Deberías
poder llegar en una hora o así. Mientras tanto, efectuaré una búsqueda por
los alrededores y me mantendré por aquí hasta que el combustible nos
mande de vuelta a casa.
— Roger a eso, Marcus.
— Supongo que se trata de una falsa alarma. Pero la tierra de los
libres y el hogar de los valientes te lo agradece de todos modos, Látigo.
— Oh, no tiene importancia. Privateer a la escucha…
8.
— Quizás el día no haya sido tan inútil después de todo —dijo
Darling mientras trepaba por la escalerilla al puente alto.
— ¿Por qué? —Mike estaba guardando el último de los guardacabos
de cable trenzado.
— Nos da la oportunidad de recoger una balsa. Si es una «Switlik» y
nadie la reclama, representa un par de miles, quizá más.
— Alguien la reclamará. Siempre lo hacen.
— Es muy posible…, si sigue la suerte que tenemos últimamente.
Llegaron a la vista de la balsa en menos de una hora, y Darling
efectuó un lento círculo a su alrededor, estudiándola como si fuera un
espécimen sobre una platina de laboratorio.
— Una «Switlik» —dijo, complacido.
— Parece completamente nueva, como si nadie hubiera estado nunca
en ella.
— O eso, o fueron rescatados demasiado rápido. —Darling no veía
ninguno de los signos normales que deja la gente cuando pasa un cierto
tiempo en una balsa: no había suciedad, ni las típicas señales de los
zapatos de suela de caucho, ni sangre de pescado de posibles capturas, ni
trozos de ropa.
— ¿Quieres decir que los rescataron los tiburones? —dijo Mike.
Darling negó con la cabeza.
— Los tiburones hubieran atacado a través del caucho, hubieran
reventado una de las cámaras, quizá la hubieran arañado con su piel. Ya
ves cómo está.
— ¿Qué, entonces?
— Una ballena, tal vez. —Darling siguió trazando un círculo en torno
a la balsa mientras meditaba aquella posibilidad. Se sabía que las oreas
atacaban balsas, lanchas, incluso botes de respetable tamaño. Nadie sabía
por qué, porque nunca habían seguido adelante y habían atacado a la gente:
no se sabía de un solo caso de una orea que hubiera devorado a un ser
humano. Quizá simplemente les gustaba jugar con una balsa y, como un
niño que ha crecido demasiado rápido, no conocían su propia fuerza.
Las ballenas yubarta habían matado a gente, pero siempre por
accidente. Se habían acercado a las balsas sólo por curiosidad, para ver lo
que eran, y se habían situado debajo y les habían dado un golpe inquisitivo
con su aleta caudal, y la gente había salido despedida a la muerte.
— No —dijo Darling, desechando el pensamiento—. Todo estaría
patas arriba.
— Tal vez se deslizó inadvertidamente de la cubierta de algún barco y
cayó al océano —apuntó Mike.
— Entonces, ¿quién conectó la EPIRB? —Darling señaló la
radiobaliza envuelta en estirofoam—. No es automática. Alguien la
conectó.
— Quizás un barco recogió a la gente y olvidó apagarla.
— ¿Y nadie se molestó en informar a Bermudas de ello? —Darling
hizo una pausa—. Apostaría a que su barco se hundió rápidamente bajo sus
pies, y lanzaron la balsa al mar y saltaron a ella, pero fallaron y se
ahogaron.
A Mike pareció gustarle la respuesta, así que Darling no elaboró la
brumosa idea que tenía de otra opción. No servía de nada agitar malos
pensamientos en Mike. Además, en general las especulaciones no eran
más que tonterías.
— Bien —dijo Darling—, la buena noticia es que se trata de una
«Switlik» completamente nueva, que vale lo suficiente como para
mantener a los lobos a raya durante un tiempo.
Engancharon la balsa con un arpón, ataron la cuerda al aparejo de
poleas del pescante, hicieron girar el cabrestante y la izaron a bordo.
Mike se arrodilló y la examinó, abrió la caja de pertrechos en la proa,
palpó por debajo de las cámaras de caucho.
— Será mejor que apagues la EPIRB —dijo Darling mientras retiraba
el arpón y enrollaba la cuerda—. No querremos a un montón de pilotos
atraídos por la señal de emergencia cuando deberían estar ocupándose de
sus resacas.
Mike accionó el interruptor de la radiobaliza y metió la antena. Se
puso en pie.
— Nada —dijo—. No falta nada, no hay nada raro.
— No. —Pero algo preocupaba a Darling, y siguió observando la
balsa, comparando el inventario de lo que veía con lo que sabía que
debería estar viendo.
El remo. Eso era. No había ninguno. Cada balsa llevaba al menos un
remo, y ésta tenía previsto llevarlos; al menos ahí estaban las fijaciones.
Pero no había ningún remo.
Entonces, cuando el barco se bamboleó ligeramente, sus ojos fueron
atraídos hacia un reflejo de la luz del sol en algo sobre una de las cámaras.
Se inclinó y acercó su rostro al caucho. Había marcas como de raspaduras,
como si un cuchillo hubiera cortado el caucho pero no hubiera llegado a
atravesarlo, y alrededor de cada raspadura, brillando al sol, había una
mancha de algún tipo de légamo. Tocó con los dedos el légamo y se los
llevó a la nariz.
— ¿Qué es? —preguntó Mike.
Darling vaciló, luego decidió mentir.
— Aceite bronceador. Los pobres tipos estaban preocupados por
ponerse morenos.
No tenía la menor idea de lo que era. Olía a amoníaco.
Darling llamó a Sharp por la radio y le dijo que tenían la balsa y que
pensaba seguir buscando un poco más hacia el Norte. Una persona en el
agua, viva o muerta, no era impulsada por el viento, no podía haber
viajado tan lejos como debía haberlo hecho la balsa…, de hecho, podía
haberse movido en dirección opuesta a ella, según la corriente.
Así siguieron hacia el Norte durante una hora —quince kilómetros,
más o menos—, luego giraron al Sur e iniciaron un zigzag del Sudoeste al
Sudeste. Mike permanecía de pie en la proa, con los ojos fijos en la
cercana superficie y los primeros metros por debajo de ella, mientras
Darling escrutaba la distancia desde el puente alto.
Acababan de girar hacia el Este, alejándose del sol, cuando Mike
llamó:
— ¡Ahí! —y señaló hacia babor.
A veinte o treinta metros de distancia, algo grande y reluciente
flotaba en medio de una maraña de sargazos.
Darling redujo la marcha y giró el timón hacia allá. A medida que se
acercaban vieron que la cosa, fuera lo que fuese, no era de fabricación
humana. Ondulaba lentamente, tenía un brillo húmedo y se estremecía
como gelatina.
— ¿Qué demonios es eso? —preguntó Mike.
— Parece como una medusa de dos metros que se hubiera enredado
entre las algas.
— ¡Maldita sea! No quiero meterme dentro de eso.
Darling puso el motor en punto muerto y observó desde el puente alto
cómo la cosa se deslizaba de costado. Era una enorme masa gelatinosa
oblonga, con un agujero en el centro, y parecía tener alguna especie de
vida, porque giraba como para exponer nuevas partes de ella a la luz del
sol cada pocos segundos.
— No se parece a ninguna medusa que yo haya visto nunca —dijo
Mike.
— No —admitió Darling—. Me desconcierta. Supongo que será
algún tipo de freza.
— ¿Quieres que recojamos un poco?
— ¿Para qué?
— Para el acuario.
— No. Nunca me han pedido freza de ningún tipo. Si es freza,
dejemos que las huevas se desarrollen y vivan, sean lo que sean.
Darling reanudó su rumbo hacia el Sudeste. Cuando alcanzaron la
zona donde habían recuperado la balsa, habían hallado dos cojines de
asiento y una defensa de caucho.
— Me pregunto cómo Marcus no vio esto —dijo Mike mientras subía
la defensa a bordo—. No estaba bajo el agua precisamente.
— Un helicóptero es un aparato maravilloso, pero tienes que volar
realmente lento sobre el agua o superas la capacidad de los escáners del
ojo humano. —Darling miró al agua. No había signos de vida, presentes o
pasados—. Bien, eso es todo, creo.
Se orientó hacia el impreciso montículo en la distancia llamado
Bermudas y se encaminó a casa.
— Sí…, supongo.
— No tiene por qué ir. No es ninguna vergüenza.
— Vamos a ir —dijo Scott—. Ella estará bien.
Lucas miró a Susie, que asintió con la cabeza.
— Eso depende de ustedes. —Serio ahora, continuó—: Naden por la
superficie hasta la cuerda del ancla. Sujétense a ella y compruébenlo todo
y aguarden hasta estar tranquilos y con la cabeza despejada. No importa si
necesitan una semana, no hay prisa. No quiero que empiecen a bajar
ansiosos. Cuando estén preparados, uno de ustedes vaya primero, el otro
inmediatamente después, y les repito, directos al fondo, no se entretengan.
El tiempo del que disponen es preciosamente escaso. Todo el tiempo que
consigan ahorrar utilícenlo para volver a subir tranquila y lentamente.
Asintieron y limpiaron sus mascarillas y se las pusieron. Lucas les
pasó sus cámaras: una de vídeo en su alojamiento hermético para Scott,
una «Nikonos V» para Susie.
Se hicieron el uno al otro un signo con el pulgar levantado.
— ¡Eh! —dijo Lucas, y los dos alzaron la vista hacia él—. Una
última cosa: No asusten a nada ahí abajo. —Sonrió, para indicarles que
estaba haciendo un pequeño chiste.
No le devolvieron la sonrisa.
Tan pronto como golpearon el agua, hincharon sus chalecos de
flotación y se tendieron de espaldas y agitaron los pies contra el oleaje en
dirección a la proa del barco.
Lucas se dirigió a proa y estuvo observando mientras se reunían junto
a la cuerda del ancla. Trastearon con esto y comprobaron aquello y se
dijeron algo el uno al otro. Luego se pusieron las boquillas en la boca,
vaciaron sus chalecos y se hundieron bajo la superficie.
Lucas miró su reloj: las 10:52. A las once sería dos mil dólares más
rico o tendría un lío entre las manos en el que no quería pensar.
Estaba viva, fuera lo que fuese aquella cosa, y era lenta y torpe.
Se acercaba.
La criatura preparó sus tentáculos y agitó sus aletas caudales y, muy
lentamente, empezó a salir de las sombras hacia la presa.
Susie no podía ver nada arriba, nada abajo. Estaba luchando por
mantener el control, por no dejarse dominar por el pánico. ¿Por qué no la
había esperado Scott? Se suponía que debían bajar juntos. Lucas había
insistido; ellos habían estado de acuerdo. Pero no, Scott había tenido que ir
por su propia cuenta. Impaciente, egoísta. Como siempre.
Comprobó el indicador del aire: 700 kilos, y la profundidad: 33
metros. Nunca lo conseguiría. Jadeaba, y casi podía ver el aire desaparecer
con cada aliento. Se sentía rodeada, comprimida, aprisionada. Ni siquiera
podía volver a la superficie. ¡Iba a morir!
¡Tranquilízate!, se dijo. Todo va bien. Tú vas bien.
Se aferró a la cuerda del ancla y cerró los ojos, obligándose a respirar
con lentas y profundas inspiraciones. El oxígeno la alimentó, su cerebro se
aclaró, el pánico se alejó.
Abrió los ojos y miró de nuevo el indicador del aire: 680 kilos.
Decidió bajar otros quince metros. Quizás al menos pudiera ver el
pecio desde allí. Luego subiría.
Aferrada aún a la cuerda, se dejó caer. Treinta y seis metros, cuarenta,
cuarenta y dos, luego…, ¿qué era eso? Algo se movía allá abajo. Algo
subía hacia ella.
Tenía que ser Scott. Había visto el pecio y había tomado sus fotos, y
ya venía de vuelta.
Nunca iba a poder verlo. Tendría que conformarse con la descripción
de Scott…, interminablemente repetida, inevitablemente embellecida.
Tendría que soportar sus insinuaciones acerca de que aquello era «un
buceo para hombres, demasiado duro para una chica».
Lástima, pero…
Aquella cosa que se movía, aquella cosa purpúrea, no era Scott que
subía hacia ella. Era algo enorme, tan enorme que no podía estar vivo.
Pero, ¿qué era? ¿Qué podía…?
Su última sensación fue de sorpresa.
Lucas miró su reloj: las 10:59. Sería mejor que estuvieran ya de
vuelta en los próximos sesenta segundos. Si no, iba a tener que llamar por
radio y averiguar dónde estaba la cámara de descompresión más cercana.
Porque aquellos dos iban a estar más retorcidos que unos sacacorchos.
Es decir, a menos que nunca hubieran llegado hasta allá abajo, a
menos que hubieran sentido miedo, se hubieran detenido quizás a 40
metros o así, desde donde pudieran ver el pecio. Era bastante común: los
grandes barcos bajo el agua asustaban a un montón de gente.
Eso era, tenía que serlo. Habían descendido hasta mitad de camino y
decidido que después de todo estaba fuera de su alcance. Estaban a 35
metros, a 40. Podían permanecer allí otros cinco minutos.
Las 11:02.
Se tendió en la proa y escudó los ojos y miró fijamente hacia abajo
siguiendo la cuerda del ancla, buscando el más leve indicio del brillo de
uno de aquellos llamativos trajes.
Oyó un ruido a popa. ¡Jesús! Los malditos estúpidos habían subido
sin seguir la cuerda del ancla, probablemente faltos de aire y sin
preocuparse por la descompresión. Sería una suerte si ninguno de los dos
sufría una embolia.
O quizás habían hecho la descompresión a tres o cinco metros de
profundidad, luego habían subido por debajo del barco. Seguro. Eso tenía
sentido.
Pero, ¿por qué no los había visto? El agua era tan clara como la
ginebra.
Se puso en pie y se dirigió a popa. El ruido seguía todavía, un ruido
extraño, una especie de ruido húmedo, sorbiente.
Entonces olió algo.
Amoniaco. ¿Amoniaco? ¿Allí?
Mientras rodeaba un lado de la cabina, el barco se inclinó
bruscamente a estribor.
¡Cristo! ¿Qué era eso?
Oyó crujir y astillarse la madera.
El barco estaba escorando peligrosamente ahora, tuvo que luchar para
mantener el equilibrio. Saltó a la cabina. El palo grúa había desaparecido,
arrancado a un metro por encima de la cubierta.
Miró por encima del yugo de popa, y lo que vio le inmovilizó y le
dejó sin aliento. Era un ojo, un ojo tan grande como la luna, más grande
aún, en un campo de estremecido légamo del color de la sangre arterial.
Gritó —no palabras, sólo ruido— y se irguió bruscamente para huir
del ojo. Se inclinó hacia la derecha, dio un paso, pero el barco osciló de
nuevo, y fue arrojado hacia atrás. Sus rodillas golpearon el yugo, agitó
desesperadamente los brazos y cayó por la borda.
13.
Marcus Sharp comprobó los indicadores de combustible y vio que en
otros quince o veinte minutos iba a tener que regresar a la base.
Llevaba fuera un par de horas, ostensiblemente en una patrulla de
entrenamiento de rutina, de hecho intentando descubrir barcos hundidos.
Había rodeado la isla, volando bajo sobre los arrecifes en el Norte y
Noroeste, buscando pilas de lastre. Había divisado los pecios conocidos, el
Cristóbal Colón y el Caraquet, pero nada nuevo.
Esperaba hallar algún pecio virgen para Látigo, preferiblemente un
barco español de finales del siglo XVI cargado con lingotes y cadenas de
oro y quizás algunas esmeraldas sin tallar. Pero tenía que encontrar algo
viejo y no hallado jamás por nadie, para volver a llenar las rápidamente
vaciadas reservas de entusiasmo, esperanza y dinero de Látigo.
Sharp se sentía culpable, porque él le había prometido a Látigo que
podría conservar aquella balsa, y luego había oído que la Policía la había
confiscado siguiendo órdenes de aquella engreída mierdecilla, St. John.
Y era culpa de Sharp, al menos en parte, porque —como había
señalado el capitán Wallingford en su forma más condescendiente— Sharp
no tenía autoridad para delegar en Látigo Darling nada, y menos aún
entregarle a Darling lo que resultaba ser una prueba. La lógica de la
defensa de Sharp había fracasado en conmover a Wallingford, que le había
sometido a una conferencia de media hora sobre el comportamiento
adecuado que se esperaba de los hombres norteamericanos de servicio
estacionados en un país extranjero.
Ahora Sharp avanzaba a lo largo de la orilla sur, más allá de Elbow
Beach. Podía ver a docenas de personas retozando entre las olas, y unos
cuantos buceadores a pulmón libre explorando el pecio del Pollockshields.
Carnada para los tiburones, pensó Sharp…, si es que quedaba algún
tiburón.
El Pollockshields había sido una amenaza durante generaciones. Era
un buque de vapor cargado con municiones de la primera Guerra Mundial
que se había hundido en los arrecifes someros en 1915. Aunque buena
parte de la munición aún era activa, no era ése el problema. El problema
era el hierro. Los buceadores acudían desde Elbow Beach y merodeaban en
torno al pecio y eran atrapados por las olas que se estrellaban sobre él, y a
veces eran golpeados contra los afilados rebordes de hierro. Sufrían cortes
y sangraban y se veían obligados a nadar cientos de metros de vuelta a la
orilla, a través de los tranquilos y lodosos bajíos que eran terreno de caza
de los tiburones de los arrecifes…, o, más bien, lo habían sido.
A ciento cincuenta metros, Sharp trazó un lento círculo sobre los
buceadores y se tranquilizó al comprobar que no se veían sinuosas formas
oscuras acechando por las inmediaciones, luego se encaminó hacia el
oeste.
Látigo le había dicho que el amigo de un amigo había estado
hurgando en los Archivos de Indias en Sevilla, buscando detalles de una
flota española que se había hundido en las inmediaciones de la isla
Dominica en 1567, cuando había visto una referencia —casi un paréntesis
— acerca de que una de las naves se había visto separada de las otras al
principio del viaje y había puesto rumbo al lado sur de las Bermudas.
Buscar esta oveja perdida era disparar a la oscuridad, pero qué
demonios…, no tenía nada mejor que hacer.
El copiloto de Sharp, un teniente de grado subalterno llamado
Forester, terminó el ejemplar de People que había estado leyendo y dijo:
— Me estoy meando en los pantalones. —Ya casi estamos en casa —
respondió Sharp. Estaba a punto de abandonar, de ganar altitud y dar la
vuelta hacia el Nordeste, cuando la radio cobró vida.
— Huey Uno… Kindley…
— Adelante, Kindley…
— ¿Qué le parece una pequeña patrulla, teniente?
— Si no toma más de diez minutos. De otro modo a Forester le
estallará la vejiga y vamos a tener que volver a nado. ¿De qué se trata?
— Una mujer llamó a la Policía, dijo que vio un barco hacerse
pedazos a un par de kilómetros al sudoeste de los Rompientes.
— ¿Hacerse pedazos? ¿Qué quiere decir, saltó por los aires?
— No, eso es lo más extraño. Dijo que estaba mirando por su
telescopio en busca de ballenas yubarta, a veces puede verlas desde su
casa…, y vio ese barco de pesca, de ocho o doce metros, dice…,
simplemente hacerse pedazos. Nada de llamas, ni humo, nada de nada.
Simplemente se hizo pedazos.
— Seguro…, ocurre todos lo días. Está bien, iré a echar un vistazo.
De todos modos, está camino de casa.
Empujó la palanca hacia la izquierda, y el helicóptero se inclinó hacia
el Sur.
— Hazlo rápido —dijo Forester—, o me mearé de veras en los
pantalones.
— Agárratela y estrangúlala —dijo Sharp—. Es una orden.
Sharp dejó el Rompiente del Sudoeste a su derecha, de modo que el
sol estaba casi directamente sobre su cabeza y ligeramente detrás, y no
había ningún reflejo en el agua. Podía ver perfectamente.
Pero no había nada que ver.
Voló en dirección sur durante dos minutos, luego giró hacia el
Sudeste. Nada. Nada flotaba, nada se bamboleaba, nada rompía el
interminable ondular de las azules olas.
— Kindley… Huey Uno… —dijo Sharp a través de la radio—.
Regreso. No hay nada ahí abajo.
— De acuerdo, Huey Uno. Probablemente no sea nada.
Sharp giró hacia el Este.
— ¡Eh! —exclamó Forester, y dio unos golpecitos en el plexiglás de
su lado y señaló hacia abajo.
Sharp inclinó el aparato hacia la izquierda y miró. Vio dos defensas
de caucho blanco, luego algunas planchas, luego, medio sumergida, con el
aspecto de una sábana blanca cubierta por una bruma azul, todo el techo de
la cabina de un barco.
— No puedo detenerme ahora —dijo Sharp—, o iremos a parar ahí
abajo con todo eso. —Fijó su rumbo a 040, directo a la base.
Había cruzado la línea de arrecifes y estaba a punto de sobrevolar
tierra firme, cuando miró a su derecha y vio al Privateer avanzando
lentamente hacia el Oeste a lo largo de la orilla.
— Vete a casa, se dijo, no hagas esto. No necesitas darle a
Wallingford una excusa para mordisquearte el culo una segunda vez.
Luego pensó: que lo jodan a Wallingford. A Sharp le habían
mordisqueado el culo algunos de los grandes, y Wallingford era
decididamente de los pequeños. ¿Qué otra cosa podían hacerle, colgarle
del palo mayor? Estaba formulando nuevas prioridades, y la Marina se
estaba alejando rápidamente del primer puesto.
Pulsó el botón de «habla» de su micrófono y dijo:
— Privateer… Privateer… Privateer… Aquí Huey Uno…
Darling estaba en la timonera, bebiendo una taza de té y
preguntándose cuánto podría conseguir si vendía su botella de «Masonic»
—era una buena botella, rara, de 170 años—, cuando le llegó la llamada
por el canal 16.
Tomó el micrófono de su gancho.
— Privateer… Pasa a veinte siete, Marcus.
— Pasando a veinte siete…
— ¿Más tonterías? —dijo Mike.
— Lo de la balsa no fue culpa suya —dijo Darling—, Intentó
hacernos un favor.
— Privateer… Huey Uno… —dijo Sharp—. Látigo, hay un barco
hundido a unos tres kilómetros directamente delante tuyo, a dos tres cero
de donde estás. A dos kilómetros de la playa.
— ¿Hundido cómo?
— No lo sé. Hay restos en y debajo de la superficie. No tengo
suficiente combustible para buscar supervivientes. La lancha de la Policía
probablemente esté ya de camino, pero tú estás más cerca.
— Roger a eso, Marcus. Iré a echar un vistazo. —Darling fue a
colgar, pero entonces se le ocurrió algo y apretó de nuevo el botón—, Eh
Marcus…, probablemente vamos a salir este fin de semana, si estás
interesado.
Hubo alivio en la voz de Sharp cuando respondió:
— Estupendo…, es decir, si no me tienen fregando letrinas.
— Ahí —dijo Mike, y señaló una madera flotante. Tenía como metro
por metro y medio, con un trozo de moqueta de interior-exterior clavado a
ella y dos trozos pequeños de cadena colgando de los lados.
— Una plataforma de natación —dijo Darling—. Tráela a bordo.
Mike salió, agarró el bichero y fue a popa mientras Darling trepaba la
escalerilla a la cubierta superior.
Desde allí, a casi cuatro metros sobre la superficie, podía ver restos
por todas partes, algunos a un palmo bajo la superficie, otros
bamboleándose en ella. Eran defensas, planchas, almohadones, chalecos
salvavidas.
El agua estaba manchada con iridiscencias arco iris: el aceite que se
había derramado del motor cuando el barco se hundió.
— Tráelo todo a bordo —indicó a Mike.
Durante una hora fueron arriba y abajo por entre los restos mientras
Mike agarraba trozo tras trozo de madera flotante y lo arrojaba todo dentro
del barco.
— ¿Quieres eso también? —preguntó, señalando un rectángulo de
madera blanca de cuatro metros de ancho por cinco de largo que flotaba a
un palmo o dos por debajo de la superficie.
— No, eso es el techo —dijo Darling desde la cubierta superior.
Luego se le ocurrió algo y dijo—: Agárralo —y puso el barco al pairo,
dejándolo derivar, y bajó la escalerilla. Recogió un arpón de cuatro garfios
unido a seis metros de cuerda y lo lanzó a la madera. Lo dejó hundirse
hasta que atrapó el borde más alejado, entonces tiró de él y atrajo la
esquina del techo fuera del agua. Tuvo un atisbo de un color verde sopa de
guisantes en la parte inferior del techo.
— Es el barco de Lucas Coven —dijo, y dejó caer la madera y enrolló
la cuerda hasta recuperar el arpón.
— ¿Cómo lo sabes?
— Le vi pintar el barco la primavera pasada. Pintó todo el interior de
ese color verde mierda de bebé. Dijo que había comprado la pintura en
unas rebajas.
— ¿Qué demonios estaría haciendo ahí fuera?
— Ya conoces a Lucas —dijo Darling—, Probablemente tenía algún
loco plan para ganar un par de dólares en un abrir y cerrar de ojos.
Conocían a Lucas Coven desde hacía más de veinte años, y siempre
pensaban en él como alguien que sufría un caso crónico de «casis»:
cualquier cosa que Coven emprendiera casi le permitía ganarse la vida,
casi pero no del todo. Nunca pudo permitirse suficientes trampas para
peces como para cubrir los gastos de su barco, y cuando las trampas fueron
declaradas fuera de la ley no tuvo otra cosa a la que dedicarse. Hacia
cualquier cosa por unos pocos pavos —transportar agua, pintar casas,
construir embarcaderos—, pero nunca duraba en na el tiempo suficiente
como para permitirle ganarse la vida con ello.
— ¿Cómo ganarías dos dólares ahí fuera? No hay nada.
— No —admitió Darling—, Nada excepto el Durham.
— Nadie bucea en el Durham…, nadie con un poco de buen sentido.
— De acuerdo otra vez. Echemos una mirada. —Darling cogió una
defensa de caucho de la cubierta. No había marcas en ella, ni rayadas, ni
cicatrices, ni quemaduras.
— Iba equipado con un GM, ¿verdad? —dijo Mike.
— Sí. Un seis setenta y uno.
— Así que no voló. ¿La cocina de propano?
— Quizá. Pero Cristo, hubieran oído la explosión en todo St. George.
—Darling cogió un trozo de plancha con la cabeza de un clavo de cobre
avellanado en él.
— Así que, ¿qué le hizo saltar? ¿Llevaba explosivos?
— Nada lo hizo saltar —dijo Darling—. Mira aquí. Nada quemado, ni
humo, ni desintegración como puede verse en cualquier explosión. —Se
llevó la madera a la nariz—. No huele. Olería si hubiera habido calor en
ella. —Lanzó la madera sobre la cubierta—. Fue reventado… de alguna
forma.
— ¿Por qué? No hay nada ahí fuera contra lo que chocar.
— No lo sé. ¿Oreas? Era un barco de madera. Las ballenas asesinas
pueden hacer pedazos un barco de madera.
— ¡Oreas! ¿A esta distancia de la playa?
— Entonces encuentra tú algo. —Darling se dio cuenta de que la furia
estaba creciendo de nuevo. Mike siempre deseaba respuestas, y cada vez
parecía que tenía menos y menos de ellas—. ¿Qué otra cosa hay? ¿OVNIs?
¿Marcianos? ¿El Soplo Errante? —Dio un golpe a la madera con el pie.
— ¡Eh!, Látigo… —dijo Mike.
Irritado ahora consigo mismo, Darling dijo:
— ¡Mierda! —Y pateó un chaleco salvavidas, que hubiera salido
disparado por encima de la borda si Mike no lo recoge.
Mike estaba a punto de echarlo de nuevo a un lado cuando reparó en
algo.
— ¿Qué es esto?
Darling miró. La tela color naranja que cubría el kapok estaba
desgarrada, y el material flotante de debajo quedaba al descubierto. Había
marcas en él, círculos, de unos quince centímetros de diámetro. El borde
de cada círculo era irregular, como si hubiera sido marcado raspándolo, y
en el centro había como una profunda cuchillada.
— Por el amor de Dios —dijo Darling—. Parece una marca de
ventosa.
— Seguro. —Mike pensó que Darling estaba bromeando. ¿Un pulpo?
—. Una ventosa malditamente jodida —dijo—. Además ¿has visto alguna
vez una ventosa con dientes en su interior?
— No. —Mike tenía razón. Las ventosas de los brazos de un pulpo
eran blandas, podían doblarse. Un hombre podía despegarlas de su brazo
tan fácilmente como quien se quita un vendaje.
Pero, ¿qué era, entonces? Se trataba de un animal, seguro. Este barco
no había estallado, no había golpeado contra nada, no había sido alcanzado
por un rayo, no se había desintegrado mágicamente. Había tropezado con
algo y había sido destruido.
Darling arrojó el chaleco salvavidas sobre cubierta y apartó con el pie
unos cuantos trozos de madera para abrirse camino. Una de las planchas
golpeó la mampara de acero y, cuando cayó de nuevo sobre cubierta, algo
se desprendió de ella y golpeó el suelo con un clic.
Era una garra, igual que la otra, con forma de creciente de luna, de
cinco centímetros de largo y afilada como una navaja.
Miró por encima de la borda a las inmóviles aguas. Pero las aguas no
estaban realmente inmóviles, estaban vivas, y, como si quisieran
recordárselo a Darling, le enviaron una suave ola que pareció mecer el
barco.
Cuando el barco se asentó de nuevo, algo flotó de debajo de él:
caucho, azul, con un galón amarillo a cada lado.
La capucha de un traje de inmersión.
Darling cogió el bichero y lo pasó por encima de la borda y pescó la
capucha. Subió como una copa, llena de agua, y en el agua había dos
pequeños peces a franjas amarillas y negras: sargentos mayores. Se
estaban alimentando de algo.
Darling sostuvo la capucha en su mano. El olor llegó hasta él, agudo y
ácido. Como amoníaco.
Su cuerpo hacía sombra sobre la capucha, así que se volvió hacia el
sol y dejó que la luz cayera sobre la oscura bolsa.
Lo que estaban devorando los peces parecía como una canica grande.
Mike avanzó detrás de Darling y miró por encima de su hombro.
— ¿Qué has…? ¡Dulce Jesús! —jadeó—. ¿Es eso humano?
— Lo es —dijo Darling, y se apartó a un lado para dejar a Mike
vomitar al mar.
14.
La mujer observó por el telescopio hasta que le dolió la cabeza y su
visión empezó a nublarse. Había visto el helicóptero de la Marina llegar y
marcharse, y había visto a Látigo Darling aparecer con su destartalado
Privateer. Pero, ¿dónde estaba la Policía? Ella había cumplido con su
deber cívico informando de lo que vio; lo menos que podía hacer la Policía
era seguir las investigaciones.
Ahora parecía como si alguien estuviera vomitando por encima de la
borda. Probablemente una resaca. Los pescadores eran todos iguales:
pescaban todo el día y bebían toda la noche.
Si la Policía no pensaba responder, quizá debiera llamar al periódico.
A veces los periodistas eran más diligentes que la Policía. La única razón
de que no hubiera llamado al periódico antes era que estaba preocupada de
que una de sus ballenas yubarta hubiera podido hundir el barco —por
accidente, por supuesto— y un periodista ignorante pudiera sentirse
tentado a decir cosas malas de las ballenas. Pero había mirado y mirado, y
no había visto ningún signo de ballenas, ningún surtidor, ninguna aleta
caudal alzándose sobre el agua, así que, probablemente lo mejor sería
llamar al periódico.
El eco del sonar era inconfundible: una presa. La madre empujó hacia
abajo con su cola, acelerando, apartándose de su cachorro mientras se
sumergía cada vez más profundo.
El cachorro luchó por mantenerse a su altura y en su ansia —aunque
todavía no sentía la caza, no se veía impulsado por la urgencia— consumía
oxígeno demasiado rápido.
Aunque la presa estaba ya localizada y no había hecho ningún
esfuerzo por escapar, el cerebro de la madre lanzó proyectiles de sonar una
y otra vez, porque estaba decidida a que ésta iba a ser la primera caza
madura de su cachorro. La presa era grande y debía ser atontada por los
martillos del sonar antes de que el cachorro cayera sobre ella.
De vuelta a sus aposentos, Sharp preparó una bolsa con unas cuantas
mudas, un walkman, unas cuantas cintas y un libro. Cuando se hubo dado
una ducha, puesto unos téjanos y una camisa de dril, ya eran casi las tres
de la tarde. El Arsenal estaba al otro lado de Bermudas, a una hora de
camino en moto, así que tomó su bolsa y salió de la habitación. En la
puerta recordó que había quedado en ir a bucear al día siguiente con
Darling, así que volvió a entrar y cogió el teléfono.
Respondió la esposa de Darling, y antes de que Sharp pudiera dejar un
mensaje le dijo que Látigo estaba abajo en el barco y que iba a buscarle.
Mientras aguardaba, Sharp pensó en si debía decirle a Darling dónde iba.
Sabiendo la pasión de la Marina por el secreto, suponía que aquel viaje era
un asunto clasificado, aunque implicara a una revista de alcance nacional
que planeaba hacer un documental de todo ello. Pero a la Marina le
gustaba clasificarlo todo, desde el número de patatas traídas para el rancho
hasta el precio pagado por los calcetines de los reclutas.
Al diablo el secreto, decidió. De todos modos, había muchas
posibilidades de que Darling ya estuviera al tanto del asunto.
— Me alegra que llamaras, Marcus —dijo Darling cuando cogió el
teléfono—. Iba a llamarte yo. ¿Qué te parece si dejamos lo del buceo de
mañana para otro día? Hay ahí un puñado de gente de una revista que
desean enviar un submarino para que tome fotos del calamar. Me han
contratado como escolta.
— ¿Vas a ir? ¿Qué quieres decir con eso de «como escolta»?
— Ellos no saben dónde buscarlo. No saben dónde empieza a
descender el fondo, o dónde se nivela, o dónde empieza la auténtica
profundidad. Tienen un sondímetro y un sonar lateral, y si se toman su
tiempo pueden descubrirlo por sí mismos, pero ese barco les debe costar
diez mil al día cuando está en operación, así que me utilizarán a mí como
atajo.
— ¿Y has aceptado ir? Creía que…
— Marcus. Son mil dólares al día. Pero todo lo que haré será
mostrarles dónde ir, decirles dónde apuntar sus cámaras y mantenerme
cerca de su submarino en caso de que tenga que emerger lejos del barco.
—Darling se echó a reír—. Puedes estar malditamente seguro de que no
voy a bajar en él.
— Látigo —dijo Sharp, e hizo una pausa, sintiendo que su entusiasmo
empezaba a enfriarse—. Se supone que yo iré con ellos.
— ¿Tú? ¿Para qué?
— La Marina está preocupada de que puedan curiosear nuestros
equipos de sonar, quizá de que decidan justificar sus gastos elaborando
una historia de cuánto dinero malgastamos monitorizando unos
submarinos soviéticos que no existen.
— ¿Qué hace a Wallingford sentirse tan seguro de que no van a
encontrar el calamar?
— La Marina piensa que se ha ido de aquí —dijo Sharp—, Y lo
mismo piensan la gente de la Administración Oceanográfica y Scripps.
— Bueno, yo no. Y Talley tampoco, o de otro modo hubiera vuelto a
Canadá. No, es probable que ese bicho esté todavía ahí abajo, Marcus.
Estoy casi seguro de que está ahí abajo en alguna parte. —Por un momento
hubo silencio en la línea, luego Darling dijo—: Has dicho que ibas con
ellos. No querrás decir abajo en el submarino.
— Por supuesto que sí —dijo Sharp—, Ahí está todo el asunto.
— No lo hagas.
— Tengo que hacerlo, Látigo.
— No tienes por qué hacerlo, Marcus. —Darling hizo una pausa,
luego dijo—: Hay una cosa que los dos tenemos que recordar: Hay una
gran diferencia entre ser valiente y ser estúpido.
23.
El Arsenal de la Marina Real había sido construido en el siglo XIX
por convictos, llamados «transportes», porque habían sido transportados
desde Inglaterra y alojados en cascos de barcos embarrancados en el
lodoso fondo de la bahía Grassv y convertidos en prisiones. Sus muros de
piedra tenían más de tres metros de grosor, sus calles habían sido
adoquinadas a mano. Ocupaba, todo el extremo norte de la isla Ireland, y
en su tiempo había sido una civilización en sí mismo. Había habido
barracones para cientos de soldados, cocinas, celdas, graneros, talleres de
reparación de velas, cererías, fabricantes de cajones y armarios de cuerda.
Ahora, mientras Sharp caminaba a lo largo del embarcadero hacia el
barco amarrado en el muelle, un muelle que ocasionalmente albergaba
barcos de línea británicos y norteamericanos, pasó junto a boutiques,
cafés, tiendas de souvenirs, un museo.
Las letras a popa identificaban el barco como el Ellis Explorer, de
Fort Lauderdale. Midiendo sus pasos, Sharp caminó a lo largo del muelle
junto al barco. Tenía 50 metros de largo, más o menos, y la mayor parte de
él era popa abierta. Casi a la mitad de camino entre la bovedilla y la
cabina, el submarino descansaba en su alojamiento, cubierto por una lona
embreada. Evidentemente el barco era nuevo, construido, calculó tras
apreciar sus esbeltas líneas, en Holanda o Alemania, y estaba
meticulosamente atendido. No había ni un asomo de óxido en el casco, ni
un golpe o una rascada en la pintura. Las cuerdas sobre la cubierta estaban
perfectamente enrolladas, y la superestructura de acero y aluminio brillaba
al sol de la tarde. Quienquiera que fuese el propietario del barco, pensó, no
se preocupaba por el dinero.
Había una mujer en la proa, lanzando trozos de pan a un banco de
pequeños peces.
— Hola —dijo Sharp.
La mujer se volvió y le miró.
— Hola —respondió. Debía estar a punto de cumplir los treinta años,
alta y esbelta y profundamente bronceada. Llevaba unos téjanos cortados,
una camisa Oxford de hombre con los faldones atados a la cintura y un
reloj «Rolex» de bucearon Llevaba el pelo castaño descolorido por el sol
muy corto y atado atrás para mantenerlo apartado del rostro. Unas gafas de
sol colgaban de un cordón en torno a su cuello.
— Soy Marcus Sharp…, el teniente Sharp.
— Oh —dijo ella—. Está bien. Suba a bordo.
Sharp subió la pasarela y pisó la cubierta.
— Soy Stephanie Carr —dijo la mujer con una sonrisa, y le tendió la
mano—. Tomo fotos. —Le condujo a popa, a la cabina.
La cabina era amplia y confortablemente amueblada. Había dos
mesas plegables sobre balancines, dos sofás tapizados en vinilo atados al
suelo, un cierto número de sillas de plástico, hileras de libros de bolsillo y,
en un estante, un conjunto de televisión y vídeo. Unos escalones ascendían
al puente por la parte delantera y descendían a la cocina y a los camarotes
por la parte de popa.
Un hombre bajo y nervudo con el pelo cortado a cepillo, que podía
tener entre los treinta y los cuarenta y cinco años, estaba sentado en
cubierta y contemplaba una cinta de una película de James Bond.
— Ése es Eddie —dijo Stephanie—. Conduce el submarino. Eddie,
éste es Marcus.
Eddie hizo un gesto distraído y dijo:
— Hola.
Sharp observó que una de las mesas estaba sembrada con cámaras,
estroboscopios, fotómetros y cajas de películas.
— ¿Llevan un guionista con ustedes? —le preguntó a Stephanie.
— No —dijo ella—. Yo lo hago todo. Además, si conseguimos
imágenes de este monstruo, a nadie le preocuparán las palabras. —Señaló
hacia la escalera de popa—. Hay un par de camarotes vacíos abajo. Puede
poner sus cosas en el que quiera.
Sharp depositó su bolsa sobre una silla.
— ¿Quién es Ellis? —preguntó—. El nombre…, Ellis Explorer.
— Barnaby Ellis…, Productos Ellis…, la Fundación Ellis…,
Publicaciones Ellis. Los productos fundaron la fundación, ésta es la
propietaria del barco. Cuando una de las publicaciones necesita el barco,
lo toman prestado de la fundación.
— ¿Trabaja usted para él?
— No. Soy free lance. Trabajo para el Geographic, para Traveler,
para quien quiera pagarme.
— Eh, marino —dijo una voz desde el puente.
— Venga a conocer a Héctor —dijo Stephanie, y se dirigió hacia el
puente.
Héctor parecía estar en mitad de los cuarenta. Tenía la piel oscura y el
cuerpo rollizo pero musculoso, y llevaba una camisa blanca almidonada
con los galones de capitán en los hombros pantalones negros con raya y
relucientes zapatos negros. Estaba trabajando con una regla y un lápiz
sobre un mapa de las aguas en torno a las Bermudas.
— Ese Darling me dice que debo anclar ahí fuera —dijo, y golpeó un
punto en el mapa—, pero ahí fuera no hay fondo.
— ¿Le ha dicho cómo llegar allí? —preguntó Sharp.
— Paso a paso. Rodeando la punta de aquí, luego al Norte desde aquí
hasta la boya, luego al Noroeste hasta aquí. Pero el mapa dice que no hay
fondo hasta las quinientas brazas. No puedo anclar en quinientas brazas.
— Haga lo que dice —indicó Sharp—. Si él dice que hay fondo ahí,
entonces hay fondo ahí. Puede que sea un montículo submarino, o puede
ser un reborde. Tal vez forme parte de la plataforma.
— Pero el mapa…
— Capitán —dijo Sharp—, en las Bermudas, si yo tuviera que elegir
entre algún mapa del Servicio de Estudios Costeros y Geodésicos y Látigo
Darling, escogería a Látigo Darling cada vez.
Fue después de las cinco cuando dejaron atrás la punta del Astillero y
se encaminaron al Norte hacia los señalizadores del canal. Sharp y
Stephanie estaban de pie en la cubierta de observación encima de la cabina
y observaban los pequeños cúmulos cambiar de color a medida que el sol
poniente los iluminaba desde distintos ángulos.
— ¿Dónde vive usted? —preguntó Sharp.
— En San Francisco, más o menos. En realidad en ninguna parte.
Mantengo un pequeño apartamento allí, pero sólo para tener un lugar
donde volver, pero estoy fuera entre diez y once meses al año.
— No está usted casada.
— Difícilmente. —Sonrió—. ¿Quién me soportaría? No me vería
nunca. Cuando empecé en este negocio, recién salida de la Universidad,
trabajaba para un pequeño periódico en Kansas, y además hacía fotos de la
vida salvaje…, sabía que tenía que tomar una decisión. No podía hacer las
dos cosas a la vez. Muchos de mis amigos son fotógrafos que se
especializan en lo mismo que yo: deportes, aventura, animales…, y, de
ellos, un noventa por ciento de los que se casaron están divorciados.
— ¿Vale la pena?
— Hasta ahora sí. He viajado por todo el mundo, mi pasaporte es tan
grueso como un listín telefónico. He conocido a un montón de gente, he
hecho un montón de locuras, lo he fotografiado todo, desde tigres hasta la
marabunta. Pero estoy empezando a sentirme cansada de ello. De tanto en
tanto pienso en asentarme en algún sitio. Pero, cada vez que lo hago, suena
el teléfono, y ya estoy detrás de algo nuevo. —Agitó la mano hacia el mar
y dijo—: Como ahora.
— ¿Cuánto sabe acerca del calamar gigante?
— Nada. Bueno, casi nada. Leí un par de artículos en el camino hacia
aquí. Supongo que nadie ha conseguido nunca una foto de uno, y eso es
suficiente para mí; no ocurre a menudo que se nos dé la oportunidad de
hacer algo que nunca se había hecho antes.
— Hay una razón, ¿sabe? Son raros, y son peligrosos.
— Bueno —dijo ella—, eso es lo divertido del asunto, ¿no? Mírelo de
este modo, Marcus. Nos pagan para hacer lo que otra gente no podría hacer
si tuviera todo el dinero del mundo: correr riesgos y descubrir cosas. A eso
se le llama vivir.
Cuando Sharp la miró, sintió una repentina punzada de dolor que no
sentía desde hacía muchos meses, el dolor de recordar a Karen.
— ¿Qué es ese ruido? —siseó St. John. Sonaba como si una áspera
lima estuviera raspando el casco.
La cápsula estaba boca abajo ahora, y los tres se arrodillaban en el
techo y se sujetaban unos a otros con las manos.
— Está jugando con ustedes —dijo Darling por el micrófono—.
Como un gato con un juguete. Con un poco de suerte, se cansará y les
soltará.
St. John inclinó hacia un lado la cabeza, al parecer escuchando en
busca de algún otro sonido.
— Nuestro motor se ha parado —dijo.
— Tan pronto como ese bicho les suelte, les izaremos. Ya no tardará
mucho.
Sharp aguardó hasta que Darling retiró el dedo del botón de «habla»,
luego dijo:
— ¿Crees realmente en eso?
Darling hizo una pausa antes de contestar.
— No. El hijoputa va a encontrar alguna forma de entrar.
La bestia.
Darling sintió un agudo dolor detrás de sus ojos, provocado, sabía,
por la furia y la sensación de impotencia. Se apretó las sienes, intentando
estrujar el dolor fuera de su cabeza. Deseaba golpear a Manning, pero
Manning estaba en lo cierto: había hallado el precio de Darling, y lo había
comprado, y no servía de nada fingir otra cosa.
— ¿Cuándo quieren partir? —preguntó.
— Tan pronto como podamos —respondió Manning—. Todo lo que
tenemos que hacer es cargar el equipo.
— Tendré que conseguir combustible también. Podemos partir
mañana.
— Combustible —dijo Manning, y rebuscó en su maletín y extrajo un
paquete de billetes de cien dólares enfajados—. ¿Habrá suficiente con diez
mil para empezar?
— Debería.
— Ahora las condiciones. —Manning cerró el maletín con un seco
chasquido—. El doctor Talley confía en ser capaz de localizar y atraer el
calamar dentro de un plazo de setenta y dos horas, así que aprovisionará
usted el barco para tres días. Atrapemos o no al animal, a nuestro regreso,
destruiré el pagaré y le daré el saldo de los doscientos mil. Tras asegurar
su casa, debería quedarle una cifra bastante por encima de los cien mil. —
Se puso en pie—. ¿De acuerdo?
— No —dijo Darling.
— ¿Que quiere decir con «no»?
— Estas son mis condiciones —dijo Darling, mirando fijamente a
Manning—, Quemará el pagaré ahora, delante de mí. Antes de que
abandonemos el muelle, me dará cincuenta mil dólares en efectivo, que se
quedarán en tierra firme aquí, con mi esposa. El saldo será ingresado en el
Banco a su nombre, en depósito, por si acaso no volvemos.
Manning vaciló, luego abrió de nuevo su maletín y tomó el pagaré y
un encendedor «Dunhill» de oro.
— Es usted un hombre honorable, capitán —dijo, mientras sostenía el
pagaré sobre el césped y lo rozaba con la llama—. Sabemos esto de usted.
Pero yo también lo soy. Una vez hecho un trato, no me echo atrás. No
debería desconfiar de mí.
— Esto no tiene nada que ver con la confianza —dijo Darwing—.
Quiero velar por mi esposa.
Darling necesitó casi tres horas para bombear siete mil quinientos
litros de gasóleo y dos mil quinientos de agua potable en los tanques del
Privateer, y comprar seis cajas llenas de alimentos: fruta fresca y seca,
verduras, carne en lata, atún en conserva, bloques de queso cheddar,
hogazas de pan, carne para guisar y un surtido de legumbres. Cuando
hubieran terminado toda aquella comida, imaginó, estarían de vuelta a
casa o estarían muertos.
Regresó a su casa al atardecer. Retiró del barco todas las cosas
inútiles para su viaje: trampas rotas, botellas de inmersión, componentes
de un compresor desmantelado. Llegó a la bomba en la que Mike había
estado trabajando. La sostuvo entre sus manos y la miró, y creyó sentir la
energía de Mike en ella.
No seas estúpido, se dijo, y llevó la bomba a la orilla.
Les tomó una hora bajar el equipo, al que Talley se refería como Fase
Uno de su operación. A lo largo de cien metros de cuerda de dos
centímetros se abrían seis sombrillas a diferentes niveles, cada una de
ellas con diez cebos en guías de titanio. El cable era irrompible, los
anzuelos imposibles de doblar y de diez centímetros en su base…, tan
grandes que el único otro animal que podía sentirse tentado a morder uno
podía ser un tiburón. Si un tiburón resultaba atrapado, razonaban, su
debatir enviaría señales de angustia que se añadirían al cebo. Y si el
Architeuthis se lanzaba sobre uno de los cebos, agitaría sus muchos brazos
y (o al menos eso teorizaba Talley) se enredaría en muchos de los anzuelos
hasta que, finalmente, quedaría inmovilizado.
— ¿Cuánto puede pesar la bestia? —preguntó Darling cuando Talley
delineó su plan.
— No hay forma de decirlo. He pesado la carne de algunos calamares
muertos; pesa casi exactamente lo mismo que el agua. Así que es posible
que un calamar auténticamente grande pueda pesar tanto como cinco o
diez toneladas.
— ¡Diez toneladas! No puedo cargar diez toneladas de carne muerta
en este barco, y lo más probable es que esa cosa no esté muerta. Puedo
arrastrar diez toneladas, pero…
— Nadie le pide que lo haga. Lo izaremos y, cuando Osborn lo haya
matado, cortaré muestras de él.
— ¿Con qué, con su navaja de bolsillo?
— Vi que tiene usted una sierra de cadena ahí abajo. ¿Funciona?
— Es usted ambicioso, doctor, le concedo eso —dijo Darling—. Pero
suponga que la criatura no desea jugar según sus reglas.
— Es un animal, capitán —respondió Talley—. Sólo un animal. No
olvide nunca eso.
Cuando la cuerda estuvo bajada, Darling y Sharp ataron tres boyas de
amarre de plástico rosa de un metro en línea, las unieron al final de la
cuerda y las arrojaron por la borda.
— ¿Y ahora qué? —preguntó Sharp.
— No tiene objeto tirar de ella en un par de horas —dijo Darling—.
Comamos.
Tomó más de tres horas preparar el artilugio de Talley, que era una
obra maestra de complejidad que implicaba miles de metros de cuerda,
cientos de metros de cable y una videocámara de vigilancia de gran
sensibilidad alojada en una esfera de plexiglás del tamaño de la bola de
cristal de una adivina. Talley no había tenido en cuenta que los objetos
sujetos a largas cuerdas bajo el agua tienden a girar impredeciblemente, y
había supuesto erróneamente que su cámara colgaría al lado del señuelo y
se enfocaría en él, de modo que Darling tuvo que sacar su sierra de cadena
de abajo y encontrar un listón adecuado y cortarlo y sujetarlo entre la
cámara y el señuelo como brazo de conexión.
— ¿Durante cuánto tiempo funcionará la cámara? —preguntó Darling
mientras Talley conectaba el enchufe a la batería.
— La cinta es de ciento veinte minutos —dijo Talley—, y la batería
de litio en la base hará funcionar la cámara y las luces durante todo ese
tiempo. Pero no la vamos a conectar y dejar…, estableceré un control
automático de tiempo de un minuto de grabación cada cinco minutos. O yo
puedo conectarla manualmente desde aquí arriba en cualquier momento
que quiera.
Anochecía ya cuando el equipo estuvo finalmente preparado. El
viento había cesado, y el mar era un prado de ondulaciones plateadas.
Sharp observó un par de gaviotas trazar círculos sobre popa, buscando
alguna oferta de pan o carnada, luego alejarse. Mientras su mirada las
seguía hacia el ocaso, vio algo en la distancia, algo en la superficie del
mar. Al principio pensó que estaba viendo los chapoteos de algunas aves
buceadoras, pero no actuaban como chapoteos: duraban demasiado, y el
agua fluía demasiado alta, más como espuma. Entonces supo lo que eran.
— Mira, Látigo —dijo, señalando—. Ballenas.
— Estupendo —murmuró Darling—, Al menos aún quedan algunas.
— ¿Qué son, yubartas?
— No. Cachalotes. Las yubartas no retozan de este modo, siguen
avanzando. Los cachalotes siempre se reúnen al anochecer, no sé por qué,
quizá sólo sea por el placer de estar juntos.
Talley observó las ballenas, luego juntó las manos formando bocina y
les gritó:
— ¡Marchaos!
Darling se echó a reír.
— ¿Qué tiene usted contra las ballenas, doctor? —preguntó.
— Nada. Simplemente no quiero que asusten al Architeuthis. Comen
calamares, ¿sabe?
— Yo no me preocuparía por eso —dijo Darling—. No conozco nada
creado por Dios que pueda asustar a esa bestia. Las ballenas no son tan
estúpidas como nosotros…, saben cuándo han de dejar a alguien tranquilo.
Talley fue a la cabina y, cuando volvió, las ballenas ya se habían
sumergido, y el mar se había cerrado sobre ellas.
Talley llevaba en sus manos un frasco de doscientos gramos de un
líquido claro. Siguiendo sus indicaciones, Darling y Sharp mantuvieron el
señuelo de pie y echaron dentro cubos de agua de mar. Luego Talley
desenroscó el tapón del frasco y lo alzó hacia ellos.
— Por la ciencia —dijo.
Darling vaciló, luego se encogió de hombros y dijo:
— Qué demonios…, no es cada día que doy una olida a un elixir
sexual de calamar. —Sujetó la muñeca de Talley, acercó su nariz al
frasco…, y tuvo la sensación como si sus mucosas nasales se incendiaran.
Sus ojos lagrimearon, su estómago sufrió una convulsión; retrocedió
tambaleante, tosiendo.
Talley se echó a reír y dijo:
— ¿Qué le ha parecido?
— ¿Parecerme? —Darling se atragantó—. ¡Dios santo! Amoniaco,
azufre…, esas cosas que utilizan los idos para hacer que sus corazones
trompeteen…, nitrato de amilo…, y algo, no sé qué, algo simplemente
malo.
— ¿Malo? —dijo Talley—. ¿Quiere decir malvadamente malo? No
existe la maldad en los animales.
— Eso es lo que usted dice, doctor. Yo estoy empezando a creer de
forma distinta.
Talley vació el frasco en el agua que habían metido en el señuelo y
enroscó fuertemente el anillo de metal. Sujetaron el anillo al cable y
luego, con Darling sujetando un extremo y el listón y Sharp el otro,
bajaron todo el conjunto por la popa y lo soltaron. Flotó por un momento,
hasta que todo el aire de su interior fue expulsado, y entonces se deslizó
hacia abajo en un torbellino de burbujas.
Darling y Sharp manejaron los dos cabrestantes manuales situados a
ambos lados de la popa. Simultáneamente, fueron soltando primero los
cables, luego las cuerdas, al mar, haciendo una pausa cada cinco metros
para permitir a Talley asegurar el cable de la cámara a la cuerda.
Luego cayó la oscuridad; las estrellas lanzaron su resplandor plateado
sobre el tranquilo océano, y la luna se asomó por el horizonte y trazó un
sendero dorado desde el límite occidental del mar hasta la popa del barco.
De sus espaldas les llegaba el cálido resplandor de las luces de la cabina.
Finalmente, a las nueve, las marcas de las 480 brazas en las cuerdas
se deslizaron por sus manos, y detuvieron el descenso, enrollaron las
cuerdas en los cabrestantes y las ataron a un poste de remolque de hierro
que atravesaba la cubierta hasta la quilla.
— ¿Quiere comer algo, señor Manning? —preguntó Darling mientras
él y Sharp echaban a andar hacia proa.
Manning negó con la cabeza y siguió mirando fijamente el agua.
Talley se sentó a la mesa de la cabina y ajustó la videograbadora y el
monitor y la caja de control. Darling se situó detrás de él y miró al
monitor: el señuelo estaba encuadrado, oscilando ligeramente hacia
delante y hacia atrás, y de los centenares de agujeros de su piel brotaban
volutas de brillante llamada química que se alejaban hacia la oscuridad.
Darling se dio cuenta de que Talley estaba sudando y de que le
temblaba la mano cuando movió los diales de la caja de control.
— ¿Se está dejando dominar, doctor? —dijo—, A veces es mejor si
nuestros sueños no se convierten en realidad.
— No tengo miedo, capitán —dijo Talley secamente—. Estoy
excitado. He estado aguardando esto durante treinta años. No, no tengo
miedo.
— Bueno, pues yo sí —dijo Darling, y subió a la timonera. Miró por
las ventanas al tranquilo mar nocturno. No había ninguna otra luz allá
fuera, ni barcos de pesca ni cargueros o transatlánticos que pasaran.
Estaban solos. Un estremecimiento recorrió su espalda, y lo sacudió con
un encogimiento de hombros.
Se volvió hacia el sondímetro. Una aguja trazaba un dibujo en una
hoja de papel milimetrado, y Darling leyó la profundidad. El fondo estaba
a 900 metros de distancia, así que si él y Sharp habían medido
correctamente las cuerdas, el señuelo y la cámara se hallaban suspendidos
a unos 30 metros encima de él. Empezó a bajar hacia la cabina, luego se
detuvo, adelantó la mano y conectó el detector de peces y calibró su
lectura a una profundidad de quinientas brazas. Cuando la pantalla se
calentó, el fondo resplandeció como una línea recta. Aparte esto, estaba
vacío.
— Ese producto suyo lo está alejando todo desde aquí a las Azores —
dijo Darling cuando entró en la cabina—. No hay ni un pagro ni un tiburón
entre nosotros y el fondo.
— No —dijo Talley—, ni lo habrá. Saben mantenerse alejados. —
Apagó la cámara y conectó el temporizador.
Darling fue a la puerta y accionó un interruptor a su lado. Las
lámparas halógenas montadas en el puente alto llamearon, y la cubierta de
popa se vio inundada de luz. A través de la ventana Darling vio que
Manning no se había movido, como si no hubiera notado la repentina
explosión de luz. Estaba sentado en la tapa de la escotilla del centro del
barco, los hombros hundidos, el rifle cruzado sobre sus rodillas.
Sharp pasó a Darling un bocadillo. Hizo una seña hacia Manning y
dijo:
— ¿Le llevo uno?
— No está interesado en la comida —murmuró Darling—. Se está
devorando a sí mismo por dentro.
— Osborn es un desgraciado —comentó Talley cuando tendió la
mano hacia un trozo de pan y un poco de queso—. Ha perdido la
perspectiva. Hace tres semanas era un hombre que tenía poder y sabía
cómo usarlo. Hicimos un trato que podía proporcionarle una venganza. Lo
consideró un buen trato. Pero ahora el proyecto se ha convertido en una
obsesión.
— ¿Puede usted culparle por ello? —preguntó Sharp.
— Por supuesto. Se está volviendo irracional.
— Peor que irracional —dijo Darling—, Es peligroso.
— Pasará. Le dejaremos disparar su rifle al Architeuthis, y será lo
que siempre ha sido: un vencedor.
— Eso suena muy simple, ¿no?
— Todos los animales son predecibles, capitán, incluso los humanos.
— ¿Incluso el Architeuthis?
— Oh, sí. Está programado de una forma tan segura como una
máquina. Una vez conocemos los códigos, su comportamiento es
predecible. Absolutamente.
Darling y Sharp miraban por la proa, cuando de pronto les llegó desde
atrás la voz de Talley en un estentóreo grito:
— ¡No!
Giraron en redondo y miraron hacia proa, y se quedaron helados.
Algo estaba trepando por encima de la defensa. Por un momento
pareció rezumar como una gigantesca babosa púrpura. Luego su parte
frontal se enroscó hacia atrás como un labio, y empezó a ascender y a
abrirse hasta que tuvo más de un metro de ancho y casi tres de alto y
bloqueó los rayos del sol. Estaba cubierto por estremecidos círculos, como
bocas hambrientas, y en cada uno Darling pudo ver una brillante cuchilla
ámbar.
— ¡Dispárale, Marcus! —gritó—. ¡Dispárale!
Pero Sharp permanecía inmóvil, con la boca abierta, hipnotizado, el
rifle inútil en sus manos. Luego, debajo de ellos, Talley oyó algo, y se
volvió hacia su izquierda y gritó. En el centro del barco, deslizándose a
bordo, estaba el otro tentáculo de la bestia.
El grito sobresaltó a Sharp, y giró y disparó tres tiros. Uno fue
demasiado alto; otro golpeó el mamparo y rebotó; el tercero impactó
contra la maza del tentáculo en su mismo centro. La carne no reaccionó,
no sangró, no se estremeció ni retrocedió. Pareció tragar la bala.
Más y más de ambos tentáculos subieron a bordo, agitándose como
serpientes y cayendo en montones de carne púrpura, cada átomo de la cual
se movía y pulsaba y se estremecía como si tuviera meta propia. Parecían
captar la vida a bordo, y el movimiento, porque las mazas se inclinaron
hacia delante y empezaron a avanzar trazando círculos, como arañas
inquisitivas.
Talley parecía paralizado. No retrocedió, no hizo ningún movimiento
para huir, sino que permaneció completamente inmóvil, helado.
— ¡Doctor! —gritó Darling—, ¡Salga de aquí, maldita sea!
Cuando ambos tentáculos estuvieron aposentados en la popa, dejaron
de moverse por un momento, como si la criatura dudara, y luego, de
pronto, ambos se expandieron con una fuerte tensión muscular, y la popa
fue empujada hacia abajo. Detrás del barco, el océano pareció alzarse,
como si estuviera dando nacimiento a una montaña. Hubo un sonido
sorbiente, y un rugir.
— ¡Jesucristo! —exclamó Darling—. ¡Está subiendo a bordo! —
Retrocedió unos pasos, sujetando el bichero al nivel del hombro, como una
lanza.
Vieron primero los tentáculos más cortos, los siete agitantes brazos
que aferraban la popa y, como un atleta izándose a unas barras paralelas,
empujaban hacia abajo para que el cuerpo ascendiera.
Entonces vieron un ojo, blanco amarillento e imposiblemente
enorme, como una luna ascendiendo debajo del sol. En su centro había un
globo de insondable oscuridad.
La popa fue forzada hacia abajo hasta que se inundó. El agua penetró
a bordo y avanzó hacia proa, penetrando por las escotillas.
Va a hacerlo, pensó Darling. El hijoputa va a hundirnos. Y luego nos
cogerá uno a uno.
El otro ojo apareció entonces y, mientras la criatura volvía su cabeza
y se enfrentaba a los tres, los dos ojos parecieron posarse en ellos. Los
brazos se estremecían y agitaban entre los ojos, y en la unión de los
brazos, como la diana de un blanco, el pico de medio metro, afilado y
protuberante, restallaba de forma reflexiva, esperando ser alimentado. El
sonido era el de un bosque azotado por una tormenta, como grandes
troncos crujiendo en un rugiente viento.
Talley recobró bruscamente los sentidos. Se dio la vuelta y corrió
hasta la escalerilla y empezó a subirla. Estaba a medio camino del puente
alto cuando la criatura le vio.
Uno de los tentáculos se enroscó, se alzó en el aire y saltó hacia
delante en su busca. Talley lo vio llegar y, mientras intentaba esquivarlo,
sus pies resbalaron de la escalerilla y quedó colgado por las manos de uno
de los peldaños. El tentáculo se enrolló en torno a la escalerilla, la arrancó
del mamparo y la mantuvo suspendida sobre el puente alto, con Talley
colgando de ella como una marioneta.
— ¡Suéltese, doctor! —gritó Darling, mientras el otro tentáculo
siseaba por encima de su cabeza y se lanzaba contra Talley.
Talley se soltó, y cayó, y sus pies golpearon el borde exterior del
puente alto, y por un segundo permaneció vacilante allí, agitando alocado
los brazos mientras intentaba agarrarse a la barandilla. Tenía los ojos
desorbitados y su boca colgaba muy abierta. Luego, casi a cámara lenta,
cayó hacia atrás, al mar. El tentáculo estrujó la escalerilla y la arrojó a lo
lejos.
Sharp disparó el rifle contra la bestia hasta que el cargador estuvo
vacío. Las balas trazadoras marcaron la rezumante carne y se
desvanecieron en ella.
La cola de la criatura empujó hacia delante, impulsando el cuerpo
más encima del barco, hundiendo más la popa. La proa se alzó fuera del
agua, y desde abajo les llegó el sonido de herramientas y sillas y cacharros
estrellándose contra los mamparos de acero.
— ¡Vete, Marcus! —gritó Darling.
— Vete tú. Déjame…
— ¡Vete, maldita sea!
Sharp miró a Darling, deseó hablar, pero no había nada que decir.
Saltó por la borda.
Darling se volvió a popa. Apenas podía mantenerse en pie; la cubierta
resbalaba bajo sus pies, y se agachó y se apoyó con un pie contra la
barandilla.
La criatura estaba haciendo pedazos el barco. Los tentáculos se
agitaban al azar, aferrando todo lo que tocaban —un rollo de cuerda, la
tapa de una escotilla, el mástil de una antena— y estrujándolo y
arrancándolo y lanzándolo al mar. Cada vez que introducía aire en su
manto y lo expelía a través de su tubo ventral, la criatura producía sonidos
como los gruñidos de un cerdo.
Y de pronto su furia cesó, como si repentinamente hubiera recordado
algo, y la gran cabeza, con su rostro como un nido de víboras, se volvió
hacia Darling. Los tentáculos partieron hacia delante; cada uno se sujetó a
un montante de acero del puente alto. Darling vio la carne hincharse en
una bola cuando los músculos se contrajeron. Los tentáculos tiraron, y la
criatura avanzó por encima del barco.
Darling equilibró un pie en la barandilla y el otro en cubierta, y alzó
el bichero por encima de su cabeza como un arpón. Intentó calcular lo
lejos que estaba del pico.
La criatura parecía estar cayendo hacia él. Los brazos se tendieron
hacia delante. Darling tenía la atención enfocada únicamente en el
chasqueante pico, y golpeó.
El bichero fue arrancado de sus manos, y él lanzado hacia atrás contra
la barandilla de hierro. Vio uno de los tentáculos alzar el bichero y
arrojarlo al mar.
Su único pensamiento fue: Voy a morir.
Los brazos se tendieron hacia él. Se agachó, sus pies resbalaron
debajo de él y cayó, y resbaló por encima del borde del puente alto y fue a
parar a la inclinada cubierta de popa.
Se halló con agua hasta la cintura. Empezó a chapotear hacia la
barandilla. Si podía saltar por la borda, alejarse del barco, quizá pudiera
ocultarse entre los restos, quizá la criatura perdiera interés, quizá…
La bestia apareció entonces por un lado del borde de la cabina,
gravitando sobre él, agitando sus tentáculos como danzantes cobras. Los
siete brazos más cortos, e incluso el rezumante muñón del octavo, se
tendieron hacia él para empujarle en dirección al ambarino pico.
Se volvió y se debatió hacia el otro lado del barco. Uno de los brazos
golpeó el agua a su lado, y fintó hacia un costado, tropezó y recuperó el
equilibrio. ¿Cuántos pasos le faltaban? ¿Cinco? ¿Diez? Nunca lo
conseguiría. Pero siguió avanzando, porque no había ninguna otra cosa que
pudiera hacer, y porque algo muy profundo dentro de él se negaba a
rendirse.
Un obstáculo bloqueó su paso. Intentó apartarlo fuera de su camino,
pero era demasiado pesado, no se movía. Lo miró, preguntándose si podría
pasar por debajo de él. Era la gran tapa de la escotilla central, que flotaba.
Encima de ella estaba la sierra de cadena.
Darling no consideró, no vaciló, no pensó. Cogió la sierra de cadena y
tiró del cordón de arranque. Se puso en marcha al primer intento, y el
pequeño motor cobró vida, tosiendo con un gruñido amenazador. Pulsó el
embrague y la hoja de la sierra empezó a girar, escupiendo gotitas de
aceite.
Se oyó a sí mismo decir:
— Está bien, allá vamos —y se volvió y se enfrentó a la bestia.
Ésta pareció hacer una momentánea pausa, luego, con un gruñido de
aire expelido, se lanzó hacia él.
Darling pulsó el embrague de nuevo, engranando otra marcha más
rápida, y el sonido de la sierra creció a un agudo chillido.
Uno de los agitantes brazos se enroscó allá delante, y Darling lanzó la
sierra contra él. Los dientes de la sierra mordieron la carne, y Darling fue
bañado por el hedor a amoníaco. El motor se esforzó, pareció frenar su
velocidad, como si estuviera cortando madera, y Darling pensó: ¡No! ¡No
me falles, no ahora!
El sonido del motor cambió de nuevo, ascendió, y los dientes cortaron
más profundo, lanzando fragmentos de carne contra el rostro de Darling.
El brazo fue cercenado y cayó a un lado. Un horrible sonido brotó de
la bestia, un sonido de rabia y dolor.
Otro brazo asaltó a Darling, y otro, y cortó con la sierra. Cuando los
dientes tocaban cada uno, los brazos se estremecían y se retiraban y luego,
como aguijoneados por el frenético cerebro de la criatura, atacaban de
nuevo. Una lluvia de carne explotó en torno a Darling, y quedó empapado
de líquido verde y tinta negra.
De pronto sintió que algo tocaba una de sus piernas por debajo del
agua y empezaba a arrastrarse pierna arriba y rodeaba su cintura.
Uno de los tentáculos le había cogido. Se volvió, intentando
descubrirlo, con intención de atacarlo con la sierra antes de que pudiera
asegurar su presa sobre él, pero en medio de la retorciente masa fue
incapaz de distinguirlo de los brazos.
Cuando el tentáculo hubo rodeado su cintura empezó a apretar, como
una pitón, y Darling sintió un punzante dolor cuando los garfios en cada
disco chupador desgarraron su piel. Sintió que sus pies abandonaban la
cubierta cuando el tentáculo lo alzó, y supo que, una vez estuviera en el
aire, estaba muerto.
Retorció su cuerpo a fin de poder enfrentarse al restallante pico.
Mientras el tentáculo apretaba y expulsaba el aire de sus pulmones,
Darling se inclinó hacia el pico, sujetando la sierra ante él. El pico se
abrió, y por un segundo Darling pudo ver una agitada lengua dentro, rosa y
cubierta de vellosidades como diminutos dientes.
— ¡Toma! —gritó, y empujó la sierra hacia las profundidades del
abierto pico.
La sierra resbaló hacia un lado cuando sus dientes de acero no
consiguieron cortar el recio pico óseo. Mientras Darling alzaba de nuevo
la sierra para otro ataque, uno de los brazos se agitó ante su rostro, rodeó
sus manos, le arrancó la sierra de ellas y la lanzó lejos.
Ahora, pensó Darling, ahora estoy realmente muerto.
El tentáculo seguía apretando, y Darling se dio cuenta de que la
bruma que empañaba sus ojos eran los primeros síntomas del
desvanecimiento. Se sintió elevar, vio el pico tenderse hacia él, olió un
hedor rancio.
Vio uno de los ojos, negro y vacío, despiadado.
Entonces, de pronto, la bestia pareció alzarse, como si fuera
impulsada por una poderosa fuerza desde abajo. Hubo un sonido como
Darling nunca había oído antes, un sonido precipitado y rugiente, y algo
enorme y negroazulado estalló del mar, sujetando al calamar en su boca.
El tentáculo que lo tenía cogido se contorsionó violentamente, y se
sintió volar, luego caer en la nada.
53.
— ¡Tire! —gritó Sharp.
Talley rebuscó en el agua y tanteó en busca del cinturón de Darling.
Lo encontró y tiró de él, y con Sharp sujetando su brazo lo subieron
encima de la volcada tapa de escotilla. Estaba inundada, pero su madera
era gruesa y recia, y era lo bastante grande como para albergarlos a los
tres.
La camisa de Darling estaba hecha jirones, y rastros de sangre
entrecruzaban su pecho y vientre allá donde los garfios de la criatura
habían desgarrado su piel.
Sharp palpó una arteria en el cuello de Darling. El pulso era fuerte y
firme.
— A menos que tenga alguna lesión interna —dijo—, debería estar
bien.
En medio de una oscura bruma, Darling oyó la palabra «bien» y se
sintió nadar hacia la luz. Abrió los ojos.
— ¿Cómo estás, Látigo?
— Como si me hubiera atropellado un camión. Un camión lleno de
cuchillos.
Sharp alzó a Darling y sujetó su espalda.
— Mira —dijo.
Darling miró a su alrededor. El movimiento de la tapa de la escotilla
le hacía sentir náuseas, y agitó la cabeza para aclararla.
El barco había desaparecido. El animal había desaparecido.
— ¿Qué fue eso? —preguntó Darling—, ¿Qué lo hizo?
— Uno de los cachalotes —dijo Sharp—, Se ocupó completamente
del maldito calamar. Le mordió justo detrás de la cabeza.
Hubo un repentino movimiento en el agua, y Darling se sobresaltó.
— Todo está bien —dijo Talley—. Es sólo la vida, sólo la Naturaleza.
La superficie del mar estaba sembrada con carne, masas de ella, y
cada una estaba siendo asaltada. El tumulto en torno al barco había sido
como la campana de la comida, que llamaba a las criaturas tanto de aguas
someras como profundas. La aleta dorsal de un tiburón cruzó los restos. La
cabeza de una tortuga asomó, miró a su alrededor, luego se sumergió de
nuevo. Los bonitos hacían ondular la superficie mientras se congregaban
en torno a la fresca e indefensa presa. Peces ballesta, colas amarillas y
lucios se ignoraban unos a otros mientras se lanzaban sobre el rico festín.
— Encantador —dijo Darling, y se echó hacia atrás—. Ése es el tipo
de vida que me gusta.
— No sé dónde estamos ni a dónde vamos —dijo Sharp—. No puedo
ver tierra. No puedo ver nada.
Darling se humedeció un dedo y lo alzó.
— A casa —dijo—. Hay viento del Norte. Vamos a casa.
54.
Había sido creada en el abismo, y había permanecido allí durante
semanas, adhiriéndose a una roca que se proyectaba sobre la ladera de la
montaña. Luego se había liberado, como la Naturaleza había planeado que
haría y, mantenida su flotabilidad por una concentración de iones de
amoníaco, había empezado a derivar lentamente hacia la superficie. En
tiempos pasados hubiera sido devorada en su camino hacia arriba, porque
era una rica fuente de alimento.
Pero nada se había sentido atraído hacia ella; nada había roto su
integridad y había permitido penetrar la oleada de agua del mar que
hubiera matado a las diminutas criaturas de su interior, así que llegó sana
y salva a la superficie y se bañó en la luz del sol, vital para su
supervivencia.
Flotaba en las quietas aguas, ignorante del viento y el clima, tan fina
que era casi transparente. Pero su piel gelatinosa era notablemente fuerte.
Era ovalada, con un agujero en su centro, y seguía eones de
instrucciones genéticas y giraba lentamente al sol, exponiéndose toda ella
a los nutrientes enviados desde 150 millones de kilómetros de distancia.
Sin embargo, era vulnerable. Una tortuga hubiera podido alimentarse
de ella, un tiburón hubiera podido rasgarla al pasar. La Naturaleza había
ordenado que muchos de sus miembros murieran, alimentando a otras
especies y manteniendo así el equilibrio de la cadena alimentaria.
Pero, puesto que la propia Naturaleza estaba desequilibrada, el óvalo
gelatinoso siguió girando durante días y noches hasta que se completó su
ciclo. Al fin, maduro ya, se rompió y dispersó en el mar miles de pequeños
saquitos, cada uno de los cuales contenía una criatura completa. Cuando
cada criatura sintió que había llegado el momento de la vida, luchó por
liberarse de su saco e inmediatamente empezó a buscar alimento.
Aquellas criaturas eran caníbales, y podían volverse contra sus
propias hermanas y devorarlas. Pero había tantas, y se dispersaban tan
rápido en el agua, que la mayoría sobrevivieron y se hundieron en busca
del confort del frío abismo.
Casi todas hubieran debido ser devoradas antes de alcanzar el fondo o
la seguridad de las grietas en las laderas del volcán sumergido; como
máximo, una criatura de cada cien hubiera debido sobrevivir.
Pero los predadores habían desaparecido, y aunque aparecieron
algunos cazadores solitarios, y se cobraron su parte, ya no había las
grandes aglomeraciones que en su tiempo habían actuado como monitores
naturales. Los enormes bancos de bonitos y caballas, las bandadas de
pequeños calamares blancos, los lucios pelágicos, las hordas de atunes, los
voraces petos y barracudas, todos habían desaparecido.
Y así, cuando las criaturas hubieron cruzado mil metros de agua
abierta y buscado refugio en los riscos, cerca del diez por ciento —casi un
centenar de animales individuales, quizá dos o trescientos— vivían aún.
Flotaron, cada uno de ellos solo, porque cada uno de ellos era
autosuficiente por completo, e introdujeron agua en sus mantos y la
expulsaron por los tubos de sus vientres. Su confianza creció con cada
respiración. Sus cuerpos madurarían lentamente, y durante un año o más
serian cautelosos ante la presencia de otros predadores. Pero llegaría el
tiempo en que serían conscientes de su unicidad, de su superioridad, y
entonces se aventurarían al mundo exterior.
Mientras tanto, flotaban y aguardaban.
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