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La Bestia (1992) (Peter Benchley)

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La Bestia

Peter Benchley
1992
Narrativa, Novela, Terror

Para las cuadrillas del calamar

1979

Billy Mac, Basura Bob,

El Duque, El Molde de Colón,

Capitán Braza

1990

George Bell, Clayton Benchley,

Nat Benchley, Adrián Hooper,


Kyle Jackney, Stan Waterman,

Michele Wernick, Donald Wesson,

John Wilcox

Y, por supuesto, a los Tucker:

Teddy, Edna y Wendv

«Tiene [la Escila] cuatro metros de largo y seis delgados cuellos.


Cada cuello sostiene una obscena cabeza dentuda, con tres hileras de
negros y apretados dientes cargados de muerte… Devora
principalmente seres humanos, y nunca falla en arrebatar a un hombre
con cada una de sus cabezas de cada nave de oscura proa que se le
acerca».

Homero, La Odisea
ARGUMENTO

Peter Benchley, el hombre que creó Tiburón y otros bestsellers, nos


ofrece ahora La Bestia, su más emocionante aventura en alta mar. En el
centro de eta soberbia historia está Látigo Darlin, un reconocido experto
en aguas profundas, y un hombre que ahora tiene que luchar para
sobrevivir en las aguas esquilmadas de peces en torno a las Bermudas.
De pronto, Látigo se ve enfrentado a una serie de extraños
acontecimientos:
Descubre una balsa salvavidas vacía, sin ningún signo de violencia a
bordo excepto unas extrañas marcas.
Un baro parece estallar, inexplicablemente, a la vista de la orilla.
Una mujer que mira a través de un telescopio en busca de ballenas,
afirma haber visto un monstruo.
Cuando Látigo Darling se pregunta por la causa de estos
acontecimientos, la bestia ataca de nuevo.

En La Bestia, Peter Benchley combina su maestría narrativa con su


inmenso conocimiento del mar para crear una novela electrizante.
PRIMERA PARTE
1.
Flotaba en el agua negra como la tinta, y aguardaba.
No era un pez, no tenia vejiga de aire para proporcionarle
flotabilidad, pero debido a la química especial de su piel no se hundía en
el abismo.
No era un mamífero, no respiraba aire, así que no sentía ningún
impulso de moverse hacia la superficie.
Flotaba.
No estaba dormida porque no dormía, el sueño no se contaba entre
sus ritmos naturales. Descansaba, y se alimentaba con oxígeno absorbido
del agua que bombeaba a través de las cavernas de su cuerpo en forma de
bala.
Sus ocho sinuosos brazos flotaban en la corriente; sus dos largos
tentáculos estaban apretadamente enroscados contra su cuerpo. Cuando se
sentía amenazada o presa del frenesí de matar, los tentáculos saltaban
hacia delante, como Látigos erizados de dientes.
Sólo tenía un enemigo: Todas las demás criaturas de su mundo eran
presas.
No tenía consciencia de sí misma, de su gran tamaño o del hecho de
que su capacidad para la violencia era desconocida en otras criaturas de las
profundidades.
Flotaba a ochocientos metros por debajo de la superficie, mucho más
allá del alcance de cualquier rayo de sol, y sin embargo sus enormes ojos
registraban débiles destellos, generados, por el terror o la excitación, por
otros cazadores más pequeños.
De haber podido ser observada por el ojo humano, hubiera sido vista
como una masa marrón purpúrea, pero eso era ahora, relajada. Cuando se
excitaba, cambiaba de color una y otra vez.
El único elemento del mar que su sistema sensorial monitorizaba
constantemente era la temperatura. Se sentía confortable entre los 5 y los
13 grados y, cuando derivaba con las corrientes y hallaba termoclinas y
corrientes ascendentes que calentaban o enfriaban el agua, ascendía o
descendía.
Ahora capto un cambio. Su deriva la había acercado a la escarpada
pendiente de un volcán extinto que se alzaba como una aguja desde los
profundos cañones del océano. El mar barría los alrededores de la
montaña, y el agua fría era impulsada hacia arriba.
Y así, propulsada por sus aletas caudales, la bestia ascendió
lentamente en la oscuridad.
Al contrario que la mayoría de los peces, no necesitaba permanecer
en comunidad; merodeaba los mares sola. Por eso no era consciente de que
existían muchas más como ella de las que nunca habían existido antes. El
equilibrio de la Naturaleza había sido alterado.
Existía para sobrevivir. Y para matar.
Porque, de una forma peculiar —si no única— en el mundo de las
cosas vivas, a menudo mataba sin necesidad, como si la Naturaleza, en un
acceso de perversa maldad, la hubiera programado con ese fin.
2.
Visto desde lejos, el barco hubiera podido ser un grano de arroz en
medio de un enorme campo de satén azul.
El viento había soplado firmemente durante días desde el Sudoeste.
Ahora, en las últimas horas, había cesado —se había marchitado, retirado
—, y la calma era incierta, como si el viento estuviera acumulando su
aliento y agitándose ligeramente como un luchador cauteloso antes de
decidir dónde lanzar su próximo asalto.
Howard Griffin permanecía sentado en la cabina, con un pie desnudo
apoyado sobre una cabilla del timón. El barco, desprovisto de la fuerza
impulsora del viento, se bamboleaba suavemente en las largas olas.
Griffin alzó la vista hacia el aleteo de las velas, luego comprobó su
reloj y se maldijo a sí mismo por su estupidez. No había contado con esto,
no había anticipado la calma. Había calculado su rumbo, su horario, con la
suposición que tendrían siempre vientos del Sur.
Ingenuo. Estúpido. Hubiera debido tener más buen juicio que
limitarse a suponer las condiciones meteorológicas.
Ya llevaban horas de retraso, gracias a haber pasado toda la mañana
en el Arsenal de la Marina Real aguardando a que un oficial de Aduanas
terminara de enseñarle a un aprendiz lo concienzudamente que podía
registrarse un «Hatteras» de quince metros en busca de contrabando.
A estas alturas tendrían que estar ya en alta mar. En vez de ello,
cuando Griffin volvió la cabeza y miró más allá de la bovedilla, pudo ver
el alto señalizador del canal al extremo del Corte Azul Oriental, un
destello blanco que resplandecía a la oblicua luz del sol poniente.
Oyó el silbido de la cafetera abajo y, al cabo de un momento, su
esposa subió por la escotilla y le tendió una taza de té. Le dio las gracias
con una sonrisa y, cuando el pensamiento acudió de pronto a su mente,
dijo:
— Tienes un aspecto estupendo.
Sorprendida, Elizabeth le devolvió la sonrisa.
— Tú tampoco estás tan mal.
— Lo digo en serio. Seis meses en un barco: no sé cómo lo consigues.
— Es una ilusión. —Ella se inclinó y le besó en la cabeza—. Tus
estándares se han ido al diablo.
— Y también hueles bien. —Jabón y aire y piel. Miró sus piernas, del
color del roble aceitado, sin la menor marca de una vena varicosa que
traicionara la edad o los dos chicos nacidos hacía más de quince años, sólo
una cicatriz blanca allá donde se había herido la pantorrilla contra un poste
de cemento una noche allá abajo en los cayos Exumas. Contempló sus
pies, bronceados y callosos y llenos de nudosidades. Le encantaban sus
pies.
— ¿Cómo voy a poder volver a ponerme zapatos? —dijo ella—.
Quizá consiga un empleo en el «Barefoot Bank and Trust Company».
— Si alguna vez llegamos allí. —Hizo un gesto hacia la fláccida vela
principal.
— El viento volverá.
— Quizá. Pero no tenemos tiempo. —Se inclinó hacia delante, hacia
la llave de ignición, para poner en marcha el motor.
— No lo hagas.
— ¿Crees que me gusta? El hombre estará en el muelle el lunes por la
mañana, y será mejor que nosotros estemos allí también.
— Un segundo. —Alzó una mano, sin dejar de mirarle—. Sólo
déjame comprobar.
Griffin se encogió de hombros y se echó hacia atrás en su asiento, y
Elizabeth fue abajo. Oyó el estallido de la estática cuando ajustó la radio,
luego la voz de Elizabeth mientras hablaba por el micrófono.
— Radio Puerto Bermudas. Radio Puerto Bermudas, Radio Puerto
Bermudas…, aquí el yate Severance.
— Yate Severance, aquí Radio Puerto Bermudas… —llegó de vuelta
una voz desde veinticinco kilómetros al Sur—. Pase a seis-ocho, por favor,
y aguarde.
— Severance pasa a seis-ocho —dijo Elizabeth, y hubo silencio.
Griffin oyó un pequeño chapoteo en la popa del barco. Miró por
encima de la borda y vio a media docena de cachos grises nadando en una
mancha de amarillentos sargazos, compitiendo por los diminutos
camarones y otras criaturas que se refugiaban entre los tallos y vejigas. Le
gustaban los sargazos, del mismo modo que le gustaban las pardelas, que
le hablaban de libertad, y los tiburones, que le hablaban de orden, y los
delfines, que le hablaban de Dios. Los sargazos le hablaban de la vida.
Viajaban sobre el agua, empujados por el viento, llenos de comida para los
animales pequeños, los cuales se convertían en comida para los animales
más grandes, y así hacia arriba a lo largo de la cadena alimentaria.
— Yate Severance, aquí Radio Puerto Bermudas…, adelante.
— Sí, Bermudas. Navegamos rumbo norte hacia Connecticut. Nos
gustaría tener la previsión del tiempo. Cambio.
— De acuerdo, Severance. El barómetro está a tres cero coma cuatro
siete y firme. El viento del Sudoeste de quince a veinticinco, cambiando a
Noroeste. Olas entre uno y dos metros esta noche y mañana, con vientos
del Noroeste de veinticinco a treinta. Lluvias dispersas posibles sobre mar
abierto. Cambio.
— Muchas gracias, Bermudas. Severance se mantiene en dieciséis.
Elizabeth reapareció por la escotilla y dijo:
— Lo siento.
— Yo también.
— No es así como se suponía que debía terminar.
— No.
Lo que se suponía que debía ocurrir, ahora que habían planeado su
regreso, era que viajarían con viento del Sur todo el camino hasta la costa,
y luego llegarían a punta Montauk, con la isla de los pescadores al frente y
el puerto de Stonington justo más allá, y alzarían todas las banderolas y
gallardetes y banderas de todos los países y clubs de yates y fondeaderos
que habían visitado durante el último medio año. Cuando alcanzaran la
escollera de Stonington, el viento cambiaría un poco al Este a fin de que
pudieran avanzar triunfantes a lo largo del puerto con todo lo capaz de
ondear ondeando orgulloso y lleno de belleza. Sus chicos estarían
aguardando en el puerto con la madre de Elizabeth y la hermana de Griffin
con sus propios chicos, y tomarían una botella de champán y luego
vaciarían el barco de todas sus cosas personales y lo llevarían al agente
para que lo vendiera.
Un capítulo de su vida terminaría, y empezaría el siguiente. Con
todas las banderas ondeando.
— Todavía hay esperanzas —dijo Griffin—, En esta época del año, el
viento del Noroeste no dura. —Hizo una pausa—. Mejor que no, o se nos
acabará el combustible e iremos de un lado para otro hasta que nos
muramos de viejos.
Hizo girar la llave y apretó el botón que ponía en marcha el motor. El
diésel de cuatro cilindros no era particularmente ruidoso, pero le sonó
como una locomotora. No era particularmente sucio, pero para él olía
como el centro de Manhattan.
— ¡Dios, odio esta cosa! —dijo Elizabeth.
— Es una máquina. ¿Cómo puedes odiar una máquina? A mí no me
gusta, pero no puedo odiarla. No se puede odiar una máquina.
— Yo sí puedo. Soy una persona con un aspecto estupendo. Tú mismo
lo has dicho. Está en la Constitución: Las personas de aspecto estupendo
pueden odiar todo lo que quieran. —Sonrió y se dirigió hacia proa para
enrollar el foque.
— Piensa positivamente —dijo él a su espalda—. Llevamos mucho
tiempo navegando a vela. Ahora lo haremos un poco a motor.
— No quiero pensar positivamente. Quiero sentirme furiosa y
decepcionada y frustrada. Y apreciaría mucho que tú te pusieras furioso
también.
— ¿Por qué tengo que ponerme furioso? —Cuando vio que el foque
estaba bajado, Griffin puso el barco en marcha y orientó la proa hacia la
brisa, que había empezado a refrescar. La aceitosa calma había sido
barrida de las ligeras ondulaciones y remplazada por el salpicar de
pequeñas olas—. Vivo con la más hermosa de las mujeres locas en medio
del Atlántico, tengo un barco que vale el dinero suficiente como para
permitirme pasar un año buscando un trabajo decente, y me estoy
poniendo caliente. ¿Qué más se puede pedir?
Elizabeth volvió a popa y empezó a trabajar con la vela mayor.
— Así que ésta es tu última palabra, ¿eh? Quieres divertirte un poco.
— Eso es —respondió Griffin. Se puso en pie y la ayudó con la gran
vela, mientras sujetaba el timón con el pie para mantener la proa apuntada
al viento—. Pero hay un pequeño problema.
— ¿Cuál? —Se sostuvo sobre un pie y dejó que los dedos del otro
trazaran un círculo en la pantorrilla de Griffin.
— Alguien que maneje el barco.
— Pon el piloto automático.
— Gran idea…, si tuviéramos uno.
— Sí. Pensé que quizá decir las palabras hiciera aparecer uno.
— Estás loca —dijo él—. Estupenda pero loca. —Se inclinó entre los
pliegues de la vela y la besó. Luego tendió la mano hacia un cabo para
asegurar la vela. Su pie resbaló fuera de la rueda, y el barco osciló en el
viento. Una ola golpeó el lado de estribor y salpicó las piernas de
Elizabeth con espuma fría. Dejó escapar una exclamación.
— Espléndido trabajo —dijo—. Sabes cómo ahogar un romance.
Griffin hizo girar la rueda a estribor y situó de nuevo la proa al
viento. El movimiento del barco era incómodo ahora, mientras se abría
camino en el mar ligeramente picado. Dijo:
— Quizá debiéramos aguardar una brisa más agradable.
— Bien…, es bueno saber que tu corazón está en el lugar adecuado.
—Ella le sonrió y agitó las posaderas mientras iba abajo.
Griffin miró hacia el Oeste. El sol había alcanzado el horizonte y
estaba aplastándose en una bola naranja a medida que se deslizaba por el
borde del mundo.
La proa se hundió en una ola, se alzó y golpeó con dureza contra la
siguiente. La espuma voló hacia proa como una lluvia helada. Griffin se
estremeció, y estaba a punto de llamar a Elizabeth para pedirle su
impermeable cuando ella reapareció, con su propio impermeable puesto y
una taza de café en las manos.
— Déjame ocuparme un rato —dijo—. Duerme un poco.
— Estoy bien.
— Lo sé pero, si el viento no cambia, ésta va a ser una larga noche.
—Se deslizó junto al timón y se acomodó en el asiento al lado de él.
— Está bien —dijo él, y alzó una de las manos de ella de la rueda y la
besó.
— ¿Eso por qué?
— Cambio de mando. Una vieja costumbre marinera. Besa siempre la
mano de tu relevo.
— Me gusta eso.
El se puso en pie, se agachó bajo la botavara y fue a la escotilla.
— Despiértame si cede el viento —dijo.
Abajo consultó el loran, llevó sus cifras a un mapa sobre la mesa a
balancines de la cabina y marcó su posición. Utilizó una regla para trazar
una línea a lápiz desde su posición hasta punta Montauk, luego comprobó
la línea con la rosa náutica.
Asomó la cabeza por la escotilla y dijo:
— Tres tres cero tendría que ir bien. —En los últimos minutos el
cielo se había oscurecido de tal modo que la luz procedente del balancín
de la brújula arrojaba un resplandor rojizo bajo la barbilla de Elizabeth. Su
impermeable amarillo brillaba naranja, y su pelo castaño rojizo parecía
como brasas.
— Eres hermosa —dijo, y volvió a la cabina y se dirigió a la letrina.
Mientras orinaba escuchó el motor y los sonidos del agua que pasaba por
el otro lado del casco de madera. Sus oídos estaban alertas a los ruidos
extraños, pero no oyó ninguno.
Siguió hacia proa, se quitó la camisa y los pantalones cortos y se
metió en uno de los dos pequeños camarotes individuales de proa. En el
puerto dormían los dos juntos en la cabina de popa, pero en el mar era
mejor para el que estuviera durmiendo hacerlo delante, mantenerse en
contacto con los movimientos del barco, captar los cambios en el tiempo,
una variación en el viento, sólo por si acaso…
La almohada olía a Elizabeth.
Durmió.

El motor zumbaba. Los inyectores bombeaban el combustible en los


cilindros, los pistones lo comprimían hasta desencadenar la combustión, y
un millar de explosiones cada minuto hacían girar el eje rematado por la
hélice que empujaba al barco hacia el Norte en medio de la noche.
Una bomba sorbía agua del mar a través de un encaje en el casco y la
hacía pasar a través del motor, enfriándolo, para arrojarla después por la
popa con los gases de escape.
El motor no era viejo, tenía menos de setecientas horas de
funcionamiento cuando compraron el barco, y Griffin lo había cuidado
como si fuera otro hijo. Pero el tubo de los gases de escape era difícil de
mantener. Salía del compartimiento del motor a popa y se alojaba
prietamente al lado del eje de la hélice, debajo del suelo de la cabina de
atrás. Era de acero, de buen acero pero, tras un millar de horas o más de
uso del motor, había transportado toneladas de agua salada y gases ácidos.
Y cuando el motor no estaba funcionando, cuando el barco navegaba a vela
o estaba amarrado al muelle, los residuos de sal y las moléculas de los
productos químicos corrosivos se habían ido depositando en el tubo de
escape y habían empezado gradualmente a devorar el acero.
El minúsculo agujero en el tubo podía llevar allí semanas. Habían
tenido buenos vientos durante todo el camino hacia arriba desde las
Bahamas y habían usado el motor sólo para entrar y salir del puerto y el
Arsenal de St. George, y el bombeado de rutina de la sentina se había
ocupado del exceso de agua. Pero ahora, con el motor funcionando
continuamente y la bomba de refrigeración trabajando todo el tiempo y el
barco hendiendo el mar antes que deslizarse suavemente con él, lo cual
tensaba sus entrañas, el agujero fue creciendo. Minúsculos fragmentos de
corroído metal se fueron descamando de sus bordes, y al cabo de poco
tiempo era del diámetro de un lápiz. El agua que había ido goteando a la
sentina formaba ahora un pequeño chorro.

Elizabeth sujetó el timón con los pies y se reclinó hacia atrás contra
los almohadones de la cabina. A su izquierda, al Oeste, todo lo que
quedaba del día era una pequeña franja violeta en el borde del mundo. A la
derecha brotaba una delgada luna creciente, cuya franja de oro parecía
rastrearla sobre la superficie del mar.
No hay almas todavía, pensó mientras miraba la luna. Era una idea
árabe —la había leído en Los descubridores, uno de una veintena de libros
que había guardado consigo desde hacía años con la intención de leerlos y
que finalmente había devorado en aquellos últimos seis meses—, y
decidió que le gustaba: La luna nueva era una carcasa celeste vacía que
iniciaba su viaje mensual para recoger las almas de los muertos, y a
medida que pasaban los días se hinchaba e hinchaba hasta que al fin,
atiborrada de almas, desaparecía para depositar su carga en los cielos y
volver a aparecer luego, una carcasa vacía, para empezar de nuevo.
Una razón por la que le gustaba el concepto de una nave de almas era
que por primera vez en su vida estaba empezando a pensar que comprendía
qué era un alma. No era una persona profunda, siempre había desviado las
conversaciones serias antes de que se hicieran demasiado penetrantes.
Además, ella y Griffin siempre habían estado demasiado atareados
viviendo para hacer una pausa y reflexionar.
El llevaba una carrera fulgurante en «Shearson Lehman Brothers»,
ella estaba en la división financiera privada del «Chemical Bank». Los
ochenta habían sido la época en que habían reunido sus juguetes: un
apartamento de un millón de dólares, una casa de medio millón de dólares
en Stonington, dos coches con calefacción en los asientos y luz en los
ceniceros de atrás. El dinero entraba, el dinero salía: veinte mil dolares
para una escuela privada, quince mil al año para comer fuera un par de
veces a la semana, veinte mil para las vacaciones, cincuenta mil para
mantenimiento y manutención.
Veinte mil aquí, veinte mil allá, acostumbraban a bromear, y muy
pronto estás hablando de auténtico dinero.
Era una broma, porque el dinero simplemente seguía entrando.
Y luego, un día, el grifo se cerró. Griffin fue despedido. Una semana
más tarde, a Elizabeth le ofrecieron una elección: media jornada y la mitad
del sueldo, o dejarlo.
Los ahorros de Griffin les hubieran permitido vivir durante un año sin
problemas, mientras él buscaba otro trabajo. Pero otro trabajo
(indudablemente peor retribuido) significaría subirse al mismo molino,
sólo que unos cuantos peldaños más abajo.
La otra opción era tomar el dinero de su despido y comprar un barco
y ver si, de hecho, no había en el mundo más que confit de canard y agua
con gas en botellas de diseño.
Conservaron la casa en Stonington, vendieron el apartamento en
Nueva York, y pusieron el dinero en un fideicomiso para que financiara la
educación de los chicos.
Eran libres, y con la libertad llegó la excitación y el miedo y —día
tras día, casi minuto tras minuto— el descubrimiento. El descubrimiento
de sí mismos, el uno del otro, de lo que era importante y de lo que era
superfluo.
Hubiera podido ser un desastre, dos personas confinadas las
veinticuatro horas del día en un espacio de doce metros de largo por cuatro
de ancho, y durante el primer par de semanas se lo preguntaron. Se
lanzaron el uno sobre el otro y se censuraron esto y aquello.
Pero luego se volvieron competentes, y con la competencia llegó la
seguridad en sí mismos, y con la seguridad en sí mismos la autoestima y la
apreciación de las fuerzas del otro.
Se enamoraron de nuevo e, igual de importante, volvieron a gustarse
a sí mismos.
No tenían ni idea de lo que iban a hacer cuando regresaran a casa.
Quizá Griffin intentaría otro trabajo en el negocio del dinero, aunque por
todo lo que leían —principalmente en la edición caribeña del Time—, el
negocio del dinero estaba de capa caída. Quizás intentaría hallar trabajo en
unos astilleros. Le gustaba hacer reparaciones, no le importaba barnizar y
remendar velas.
¿Y ella? Quizás enseñara navegación a vela, quizás intentara unirse a
las filas de un grupo ecologista. Se había sentido horrorizada por lo que
habían visto de la destrucción de los arrecifes en las Bahamas y de la vida
salvaje en los Windwards y Leewards. Habían buceado a pulmón libre
sobre fondos desolados sembrados con las blanqueadas conchas de
caracolas muertas y los rotos caparazones de espinosas langostas. Isla tras
isla habían visto el entorno oceánico saqueado y destruido. Y, puesto que
habían tenido tiempo para ver y observar, habían empezado a comprender
más completamente el ciclo de la pobreza que alimenta la ignorancia que
alimenta la pobreza que alimenta la ignorancia. Ella había llegado a la
conclusión de que podía haber algo que ella pudiera hacer, algo en lo que
pudiera contribuir…, como investigadora o gestionadora. Aún tenía
contactos con una buena cantidad de gente rica con la que había tratado en
el «Chemical».
No importaba. Encontrarían algo. Y lo que fuese que encontraran
sería mejor que lo que habían sido antes, porque eran gente nueva.
Había sido un viaje maravilloso, sin nada que lamentar.
Bueno, eso no era completamente cierto. Había algo que lamentar.
que hubieran tenido que poner en marcha el motor. Odiaba este constante
rumor, ese absurdo gorgotear mientras el tubo de escape aspiraba y
escupía el agua, el horrible olor de los gases que ascendían desde popa y se
enroscaban en la cabina.

El agujero en el tubo de escape había empezado a crecer a medida que


diminutos fragmentos de oxidado y debilitado metal se desprendían. Con
ola que cortaba el barco, con cada ligero bandazo, había movimiento, no
sólo del casco sino de todo lo que contenía: no mucho, no algo apreciable,
pero sí lo suficiente para causar tensión, lo suficiente para agravar la
debilidad.
Un ojo no hubiera podido ver crecer el agujero, pero ahora, cuando la
proa sufrió una sacudida entre dos cortas y picadas olas, el tubo de escape
fue atrapado por una ligera torsión. Se dobló y se rompió, y entonces toda
el agua de la bomba de refrigeración se derramó en la sentina. Y, puesto
que el tubo estaba roto, cuando la popa del barco se hundió y la salida del
tubo de escape quedó por debajo del nivel del agua, no hubo nada que
impidiera al mar penetrar en tromba.
Elizabeth estaba medio dormida. El movimiento del barco era el peor
tipo de soporífero: un staccato lo suficientemente pronunciado como para
ser desagradable, pero no lo bastante violento como para obligarla a una a
mantenerse alerta. Quizá debiera despertar a Griffin.
Miró su reloj. No. Sólo llevaba durmiendo una hora y media. Que
durmiera otra media hora. Entonces él estaría despejado y ella podría
dormir un poco.
Se abofeteó ligeramente y sacudió la cabeza.
Decidió cantar. Era imposible quedarse dormida cantando. Era un
hecho científico. Así que cantó las primeras estrofas de «¿Qué haces con
el resto de tu vida?»
Una ola saltó por encima de popa del barco y la empapó.
No había ningún problema. El agua no era fría. Simplemente…
¿Una o/a? ¿Cómo puede una ola saltar por encima de la popa de un
barco cuando avanzas contra el viento?
Se volvió y miró.
La popa estaba a sólo diez centímetros de verse inundada. Mientras
miraba, se hundió de nuevo, y más agua saltó a bordo y se esparció sobre
los almohadones.
La adrenalina irguió su espada y bajó sus brazos. Permaneció sentada
inmóvil por un instante, forzándose a permanecer tranquila, a reunir los
datos. El irritante gorgotear del tubo de escape se había detenido. Los
gases ya no trazaban volutas sobre popa. El mar a ambos lados parecía
más alto. Los movimientos del barco eran más torpes, oscilantes, como si
le pesara el culo.
Adelantó la mano hacia el timón, alzó una tapa de plástico y accionó
el interruptor que ponía en marcha la bomba de la sentina. Oyó arrancar el
motor eléctrico, pero algo iba mal con el sonido. Era distante, débil y
trabajoso.
— ¡Howard! —gritó.
Ninguna respuesta.
— ¡Howard!
Nada.
Un trozo de cabo estaba enrollado sobre la botavara, y sujetó cada
extremo en torno a una cabilla de la rueda, asegurándola, y bajó por la
escotilla.
El hedor de los gases de escape la asfixió e hizo arder sus ojos. Se
filtraban a través del suelo.
— ¡Howard!
Miró la cabina de atrás. Quince centímetros de agua cubrían la
moqueta.
Griffin estaba sumido en un oscuro sueño agorero cuando oyó
pronunciar su nombre desde lo que le pareció una gran distancia. Se
despertó con un esfuerzo de voluntad, con la sensación de que algo iba
mal, mal con él, porque le dolía la cabeza, tenía un sabor horrible en la
boca, parecía como drogado.
— ¿Qué ocurre? —preguntó, y pasó las piernas por encima del borde
de la litera. Miró a popa y vio, a través de una bruma azul, a Elizabeth que
corría hacia él mientras gritaba algo. ¿Qué estaba diciendo?
— ¡Nos hundimos!
— Oh, vamos… —Parpadeó, agitó la cabeza. Ahora pudo oler los
gases del escape, reconoció su sabor.
Elizabeth echó a un lado la moqueta de la cabina principal y alzó la
escotilla que cubría el compartimiento del motor. Ahora Griffin estaba de
pie a su lado. Vieron que el motor estaba medio sumergido. Las baterías
aún estaban secas, pero el agua siguió subiendo mientras miraban.
Griffin se encaminó chapoteando a la cabina de popa, vio el agua y
supo lo que había ocurrido.
— Corta el motor —dijo.
— ¿Qué?
— Ahora.
Elizabeth halló la palanca y ahogó el motor. El retumbar cesó, y con
él dejó de funcionar la bomba de refrigeración. No era forzada más agua a
bordo, y podían oír el reconfortante zumbido eléctrico de la bomba de
achique de la sentina.
Pero aún había una herida abierta en la popa.
Griffin agarró dos paños de secar platos del fregadero y una camisa
de un colgador y se los tendió a Elizabeth.
— Mete esto por el tubo de escape. Prieto. Tan prieto como puedas.
Ella corrió hacia arriba a través de la escotilla.
Griffin rebuscó en un cajón y encontró una llave inglesa. Se arrodilló
en la cubierta y ajustó la llave a uno de los pernos que sujetaban las
baterías en sus monturas. Si podía sacar las baterías del compartimiento
del motor, y alzarlas medio metro, incluso un palmo, podría dar a la
bomba de achique tiempo para impedir que el agua siguiera subiendo.
Había tenido intención ya de trasladar las baterías después de leer un
artículo cautelar en una de las revistas de navegación acerca de lo
peligrosamente dependientes que se habían vuelto los barcos modernos de
la electrónica sofisticada. Pero eso hubiera implicado una reconstrucción
que estaba más allá de sus talentos y que hubiera significado hacer algo
del trabajo en una isla, lo cual les hubiera retrasado.
¿Retrasado de qué?
Maldijo y se afanó con el primer perno. Estaba corroído, y la llave
inglesa patinaba.
Desaparecido su impulso, el barco se deslizó de lado e inició una
serie de rítmicos y pronunciados bamboleos. La puerta de un armario se
abrió y una pila de platos se deslizó fuera y se estrelló contra la cubierta.
Apretó la llave inglesa e hizo presión contra el mango. El perno se
movió. Consiguió dar media vuelta, luego el mango de la llave golpeó
contra la mampara. Sacó la llave, volvió a encajarla y giró de nuevo. El
agua seguía subiendo.
En la cabina, Elizabeth permanecía tendida boca abajo en la
bovedilla, con las piernas abiertas, los brazos apretados contra los
bamboleos. Uno de los trapos de secar los platos formaba una bola en su
puño, y tanteaba a lo largo del casco en busca de la abertura de cinco
centímetros de la salida del tubo de escape. Apenas podía alcanzarla con la
punta de los dedos; intentó encajar el paño dentro. El tubo era demasiado
grande, el paño demasiado delgado. Se deslizó fuera del agujero y se alejó
flotando.
Oyó un nuevo sonido, e hizo una pausa para descifrarlo. Era el sonido
del silencio. La bomba de achique se había parado.
Entonces oyó la voz de Griffin desde abajo:
— Radio Puerto Bermudas…, aquí el yate Severance… Mayday,
Mayday, Mayday… Nos estamos hundiendo…, nuestra posición es…
¡Mierda!
Elizabeth tomó la camisa de debajo de su pecho y la enrolló
formando una bola junto con el segundo paño para los platos, y tanteó de
nuevo en busca del agujero en la popa.
El barco se balanceó fuertemente. El agua se precipitó por encima de
la popa, y resbaló. Sus pies perdieron presa. Estaba cayendo. Agitó los
brazos.
Una mano la sujetó y la ayudó a ponerse en pie, y la voz de Griffin
dijo:
— Ya no importa.
— ¿Ya no importa? ¡Nos estamos hundiendo!
— Ya no. —Su voz era llana—. Estamos hundidos.
— No. Yo no…
— ¡Eh! —dijo él, y la atrajo hacia si y le apretó la cabeza contra su
pecho y acarició su pelo—. Las baterías ya no funcionan. La bomba ya no
funciona. La radio ya no funciona. El barco ya no funciona. Lo que
tenemos que hacer es salir de aquí antes de que se hunda definitivamente.
¿De acuerdo?
Ella alzó la cabeza, le miró y asintió.
— Bien. —Él le dio un beso en la cabeza—. Trae la EPIRB.
Griffin fue hacia proa y destapó la balsa atada al techo de la cabina.
La comprobó para asegurarse de que todas sus cámaras estaban hinchadas,
comprobó la caja cauchutada atornillada a las placas de la cubierta para
estar seguro de que nadie en el puerto de alguna isla había robado sus
bengalas o cañas de pescar o latas de comida. Tanteó su cinturón para
verificar que su cuchillo del Ejército suizo estaba seguro allí en su funda
de cuero.
Había un recipiente de plástico de veinte litros de agua potable atado
a la barandilla del barco, y lo desató y lo metió en la balsa. Dudó de si ir
abajo para recuperar el pequeño motor fuera borda almacenado en la proa,
luego decidió: olvídalo. No deseaba ser atrapado abajo cuando el barco se
hundiera.
Mientras soltaba la última de las fijaciones de la balsa, Griffin sintió
una extraña satisfacción: no se dejaba dominar por el pánico. Estaba
actuando exactamente como debería: metódica, racional,
concienzudamente.
Sigue así, se dijo a sí mismo. Sigue así. Y quizá tengas una
posibilidad.
Elizabeth avanzó hacia proa. Llevaba la bolsa de plástico que
contenía la documentación del barco, sus pasaportes y el dinero en
efectivo, y en la otra mano la EPIRB, la radiobaliza de emergencia, una
caja roja cubierta con estirofoam amarillo y con una antena retraíble en un
extremo.
La cubierta estaba inundada ahora, y les resultó fácil pasar la balsa
por encima de la baja barandilla hasta el mar. Griffin sujetó la balsa con
una mano y ayudó a Elizabeth a mantener el equilibrio con la otra
mientras ella saltaba a bordo. Cuando estuvo sentada en la proa, saltó él de
la cubierta del barco y se dejó caer en la proa de la balsa. Se sentó, accionó
el interruptor de la EPIRB, alzó la antena y encajó el dispositivo en una
correa elástica de una de las cámaras de caucho.
Puesto que la balsa era ligera y el viento del Noroeste vivo, se
alejaron rápidamente del herido barco de vela.
Griffin tomó la mano de Elizabeth, y ambos se contemplaron en
silencio.
La embarcación era una negra silueta contra las estrellas. La popa se
hundió más, luego desapareció lentamente. Entonces, de pronto, la proa se
alzó como un caballo encabritado y se deslizó hacia atrás en el abismo.
Enormes burbujas brotaron a la superficie y estallaron con ahogadas
explosiones.
Griffin dijo:
— Jesús…
3.
Permanecía alerta, llevaba varios momentos así, y sus receptores
sensoriales procesaban señales de creciente peligro.
Algo grande se acercaba desde arriba, desde donde siempre llegaba su
enemigo. Podía sentir cómo eran desplazadas enormes cantidades de agua,
podía sentir las ondas de presión.
Se preparó para defenderse. Los activadores químicos se dispararon a
través del gran cuerpo, enviando energía a la masa de carne. Los
cromatóforos se activaron dentro de su piel, y su color cambió de marrón a
un rojo más claro y brillante…, no un rojo sangre, porque su sangre estaba
tan permeada de hemocianina que de hecho era verde, sino un rojo
diseñado por la Naturaleza sólo para intimidación.
Retrajo y agitó sus dos brazos más largos como si fueran Látigos,
luego se volvió y retrocedió para enfrentarse a la dirección por la que
llegaba el enemigo.
No era capaz de sentir miedo; no tomó en consideración luchar.
Pero estaba confusa, porque las señales de su enemigo no eran las
habituales. No había aceleración, ni agresión. Sobre todo, no había
ninguno de los sonidos normales de la ecolocalización de su enemigo,
ningún clic ni ping.
Fuera lo que fuese lo que se acercaba, se movía erráticamente al
principio, luego se inclinó en ángulo hacia abajo sin ninguna pausa.
Fuera lo que fuese, pasó por su lado y siguió hacia las profundidades,
arrastrando consigo extraños ruidos. Crujidos y pops. Sonidos muertos.
El color de la criatura cambió de nuevo, y sus brazos se desenredaron
y dejaron de agitarse en el mar.
La deriva al azar la había llevado a menos de treinta metros de la
superficie, y sus ojos captaron destellantes reflejos de plata de las
estrellas. Puesto que la luz podía significar una presa, se permitió elevarse
hacia la fuente.
Cuando estaba a seis metros de la superficie y su movimiento
empezaba a verse afectado por sus ondulaciones, captó algo nuevo: una
alteración, una interrupción en el fluir del mar, que se movía y sin
embargo no se movía, flotaba con la corriente, estaba en el agua pero no
formaba parte de ella.
Dos impulsos empujaron ahora a la criatura, el impulso de matar y el
impulso de alimentarse. El hambre dominó, un hambre que se había vuelto
más y más urgente mientras buscaba en vano una presa en las
profundidades. Había habido un tiempo en el que el hambre había sido una
simple indicación, una señal de que debía alimentarse, a la que había
respondido rutinariamente, alimentándose a voluntad. Pero ahora la
comida era una búsqueda, porque las presas se habían vuelto raras.
De nuevo el animal estaba alerta: no para defenderse, sino para atacar.
4.
Llevaban un rato sin hablar.
Griffin había lanzado una bengala y, con las manos unidas, habían
observado el amarillento arco y el estallido de resplandor naranja contra el
negro cielo.
Luego habían vuelto su mirada al lugar donde había estado el barco.
Habían visto unos cuantos restos flotando en el agua: el cojín de un asiento
de la cabina, una defensa de caucho…, pero ahora no había nada, ninguna
señal de que el barco hubiera existido alguna vez.
Elizabeth sintió una opresión, una rigidez, en la mano de Griffin, y la
apretó entre las dos suyas y dijo:
— ¿En qué estás pensando?
— Estaba siguiendo la vieja rutina del «si sólo».
— ¿Qué?
— Ya sabes: si sólo hubiéramos partido un día antes o un día después,
si sólo el viento no hubiera cambiado, si sólo no hubiéramos tenido que
poner en marcha el motor… —Hizo una pausa, luego su voz se hizo
amarga—. Si sólo yo no hubiera sido tan malditamente perezoso para
bajar y comprobar ese tubo…
— No digas eso, Howard.
— No.
— No fue culpa de nadie.
— Supongo que no. —Ella tenía razón. O, aunque no la tuviera, lo
que él dijera era inútil. Peor que inútil.
— ¡Eh! —dijo de pronto, obligándose a sonreír—. Acabo de pensar
en algo. ¿Recuerdas cuando Roger nos vendió el seguro? ¿Recuerdas que
queríamos la póliza más barata que pudiéramos conseguir, y él dijo que
no, que nunca podríamos reconstruir un barco de madera de ese tamaño en
estos días por menos de esa cantidad, y nos hizo aceptar su punto de vista?
¿Lo recuerdas?
— Supongo que sí.
— Seguro que sí. Lo importante es que el barco está asegurado por
cuatrocientos cincuenta mil dólares. Nunca hubiéramos obtenido eso
vendiéndolo.
Elizabeth supo lo que él estaba haciendo. Se alegró por ello, y estaba
a punto de decir algo cuando la balsa cayó desde la cresta de una ola y se
deslizó por su valle.
Iban a volcar. Lo sabía, no podrían evitarlo. Gritó.
Luego la balsa se niveló y se bamboleó con suavidad en la siguiente
ola.
— Tranquila —dijo Griffin, y se inclinó hacia ella y apoyó las manos
en sus hombros—. Todo va bien. Estamos bien.
— No —dijo ella en su pecho—. No estamos bien.
— De acuerdo, no estamos bien. ¿De qué tienes miedo?
— ¿De qué tengo miedo? —restalló ella—. Estamos en medio del
océano en mitad de la noche en una balsa del tamaño de un corcho…, ¿y
me preguntas de qué tengo miedo? ¿Qué opinas de morir?
— ¿Morir de qué?
— Por el amor de Dios, Howard…
— Lo digo en serio. Hablemos de ello.
— No quiero hablar de ello.
— ¿Tienes algo mejor que hacer? Oh, vamos. —Besó su cabeza—.
Saquemos los demonios y aplastémoslos.
— Está bien. —Inspiró profundamente—. Tiburones. Llámame
mojigata, pero me aterran los tiburones.
— Tiburones. Bien. De acuerdo. Podemos olvidar los tiburones.
— Tú puedes olvidarlos, quizá.
— No. Escucha. El agua está fría. Además, los japoneses y los
coreanos han pescado ya la mayoría de ellos de todos modos. Y si algún
tiburón grande se acerca por aquí, mientras permanezcamos en la balsa no
pareceremos ni oleremos a algo de lo que acostumbran a comer. ¿Qué
más?
— Supón que una tormenta…
— De acuerdo. El tiempo. No hay problema. La previsión es buena.
No estamos en la estación de los huracanes. Aunque viniera uno del
Nordeste, esta balsa es lo más parecido a algo insumergible. Lo peor que
puede pasar es que se rasgue. Si lo hace, la repararemos.
— Para seguir flotando hasta que nos muramos de hambre.
— Eso no va a ocurrir. —Griffin se sentía complacido porque se daba
cuenta de que, cuanto más hablaba, más capaz era de alejar atrás sus
propios miedos—. Uno, el viento nos está empujando de vuelta hacia las
Bermudas. Dos, hay barcos yendo de aquí para allá por esta zona a todas
horas del día. Tres, en el peor de los casos, el lunes por la tarde los chicos
y como sea que se llame el agente informarán de nuestra desaparición, y
Radio Puerto Bermudas tiene nuestra última posición. Pero no vamos a
tener que llegar a eso. Este bebé está latiendo por nosotros. —Dio unas
palmadas a la EPIRB—. El primer avión que pase por aquí llamará a la
caballería. Probablemente ya lo haya hecho.
Elizabeth guardó silencio unos instantes, luego dijo:
— ¿Crees en todo esto?
— Por supuesto que creo en todo esto.
— Y no estás asustado.
La abrazó y dijo:
— Claro que estoy asustado.
— Bien.
— Pero si no haces algo con el miedo, si no lo alejas, si no lo
cambias…, termina devorándote.
Ella apoyó la cabeza contra el pecho de él y respiró por la nariz. Olió
a sal y sudor… y confianza. Olió veinte años de su vida.
— Así… —dijo—, ¿quieres jugar un poco?
— ¡Correcto! —Se echó a reír—. Volcar la balsa en un arrebato de
pasión.
Permanecieron así, fuertemente abrazados, mientras la balsa derivaba
lentamente hacia el Sur empujada por la brisa. Las estrellas parecían
danzar en una loca danza al unísono sobre sus cabezas, retorciéndose,
ascendiendo y hundiéndose con el movimiento de la balsa, pero siempre
avanzando inexorablemente hacia el Oeste.
Al cabo de un rato, Griffin creyó que Elizabeth se había quedado
dormida. Luego notó las lágrimas en su pecho.
— ¡Eh! —dijo—. ¿Qué ocurre?
— Caroline —respondió ella—. Es tan joven…
— No, cariño. Por favor…
— No puedo evitarlo.
— Deberías intentar dormir un poco.
— ¿Dormir?
— Está bien. Juguemos entonces al Botticelli.
Ella suspiró.
— De acuerdo. Estoy pensando en… un famoso M.
— M. Déjame ver. Es un… famoso francés…
Elizabeth se sobresaltó de pronto. Se sentó erguida y se volvió hacia
la proa.
— ¿Qué fue eso?
— ¿Qué fue qué?
— Ese ruido raspante.
— No he oído nada.
— Como un raspar de uñas.
— ¿Dónde?
Ella se arrastró hacia delante y tocó el caucho de la cámara delantera
de la balsa.
— Aquí. Como unas uñas raspando contra el caucho.
— Algo del barco, quizás. Olvídalo. Un trozo de madera. Hay todo
tipo de restos flotando por aquí. Podría ser un pez volador. A veces saltan
directamente dentro de los botes.
— ¿Qué es ese olor?
— ¿Qué olor? —Griffin inspiró profundamente, y ahora lo olió—.
¿Amoniaco?
— Eso es lo que pensé.
— Algo del barco.
— ¿Como qué?
— ¿Cómo quieres que lo sepa? Teníamos una botella bajo el
fregadero… A menos que se haya derramado algo aquí dentro. —Se volvió
hacia la popa de la balsa y abrió la cremallera de la caja cauchutada.
Estaba demasiado oscuro para ver, así que se inclinó para oler dentro de la
caja.
Oyó un ruido como un gruñido, y la balsa se sacudió y se bamboleó
hacia un lado. Fue derribado de rodillas, y las latas de la caja tintinearon, y
las placas de la cubierta bajo sus pies crujieron y chirriaron contra el
caucho, y oyó vagos sonidos de chapoteo…, probablemente la balsa
golpeando las confusas olitas.
— ¡Eh! —Mantuvo el equilibrio con una mano a cada lado de la balsa
—. Cuidado aquí.
No había ningún olor extraño en la caja. Cerró la cremallera.
— Nada. —Pero el olor a amoníaco era más fuerte ahora. Se volvió
hacia la proa—. No sé lo que…
Elizabeth había desaparecido.
Desaparecido. Así, simplemente…, desaparecido.
Por una fracción de segundo tuvo la sensación de que se había vuelto
loco, de que estaba alucinando, de que nada de esto ocurría a su alrededor,
de que nada había ocurrido, de que pronto despertaría en un hospital
después de permanecer un mes en coma inducido por un accidente de
automóvil o el golpe de un rayo o un trozo de cornisa que le había caído
encima desde un edificio de oficinas.
— ¡Elizabeth! —llamó. La palabra fue engullida por la brisa. Llamó
de nuevo.
Se sentó e inspiró profundamente y cerró los ojos. Sentía mareo y
náuseas, y su pulso atronaba en sus oídos.
Al cabo de un momento abrió de nuevo los ojos, esperando verla allá
sentada en la proa, observándole interrogativamente, como preguntándose
si había tenido un ataque.
Seguía solo.
Se puso se rodillas y recorrió toda la balsa, con la esperanza —el
deseo— de que hubiera caído por la borda y estuviera aferrándose a la
cuerda de seguridad que colgaba alrededor de la balsa.
No.
Se sentó de nuevo.
Está bien, pensó. Está bien. Enfoquémoslo racionalmente. ¿Cuáles
son las posibilidades? Saltó por la borda. Se volvió repentinamente loca y
decidió nadar hasta la orilla. O matarse. O…, ¿o qué? ¿Fue secuestrada por
terroristas de la galaxia de Andrómeda?
Gritó de nuevo su nombre, y de nuevo.
Oyó un ruido de roce, sintió que algo tocaba el caucho bajo sus
posaderas.
¡Estaba allí! ¡Bajo la balsa! Debía haber caído por la borda y se había
enredado en algo, quizás algunos restos del barco de vela, y ahora estaba
debajo de la balsa, luchando por conseguir algo de aire.
Se inclinó por el lado y tendió los brazos bajo la balsa, tanteando en
busca de su pelo, su pie, su impermeable…, cualquier cosa.
Oyó de nuevo el ruido de roce, detrás de él.
Retiró los brazos y se echó hacia atrás dentro de la balsa y miró hacia
el otro lado.
A la luz gris amarillenta de la estrecha rodaja de luna vio algo que se
movía frente a la balsa de caucho. Parecía estar tanteando su camino en el
caucho, forcejeando por subir a bordo.
Una mano. Tenía que ser una mano. Elizabeth se había liberado y
ahora, agotada, medio ahogada, luchaba por subir a bordo.
Avanzó y tendió las manos, y cuando sus dedos estaban a un par o tres
de centímetros de aquello —tan cerca que pudo sentir su radiante frialdad
— se dio cuenta de que no era una mano, de que no era humano.
Era resbaladizo y ondulante, una cosa extraña que se movía hacia él,
que se tendía en su busca.
Retrocedió hacia la popa de la balsa. Resbaló, cayó. El brusco cambio
de su peso hizo que la proa se alzara, y sintió un segundo de alivio cuando
la cosa desapareció.
Pero entonces observó, horrorizado, mientras reaparecía y se alzaba
centímetro a centímetro hasta que finalmente estuvo enteramente encima
de la celdilla de caucho. Se enderezó verticalmente, se agitó, y ahora,
pensó, su aspecto era el de una cobra gigante. Su superficie estaba llena de
círculos, cada uno de los cuales se estremecía con vida propia y chorreaba
agua como horribles escupitajos.
Griffin gritó. No una palabra, no un juramento, no una maldición o
una súplica, simplemente un visceral alarido de terror, ultraje,
incredulidad.
Pero la cosa siguió avanzando hacia delante, siempre hacia delante,
comprimiéndose en una masa cónica y deslizándose hacia él, caminando,
parecía, sobre sus estremecidos círculos; y cada vez que un círculo tocaba
el caucho producía un sonido raspante, como si poseyera garras.
Siguió avanzando. No vaciló ni hizo ninguna pausa ni exploró.
Avanzó como si supiera que lo que estaba buscando se hallaba allí.
Los ojos de Griffin se posaron en el remo de la balsa, encajado bajo
las cámaras del lado de estribor. Lo agarró y lo sostuvo como un bate de
béisbol, y lo alzó por encima de su cabeza y aguardó a ver si la cosa se
acercaba más.
Se afirmó sobre sus rodillas y, cuando juzgó que el momento había
llegado, gritó:
— ¡Hijo de puta! —Y dejó caer el remo con todas sus fuerzas contra
la cosa que avanzaba.
Nunca llegó a saber si el remo golpeó a la cosa o si ésta, de alguna
forma, anticipó el movimiento. Todo lo que supo fue que el remo fue
arrancado de sus manos y alzado y aplastado y echado a un lado, arrojado
al mar.
Ahora la cosa, captando exactamente dónde estaba Griffin, avanzó
más rápidamente sobre el caucho.
Griffin se tambaleó retrocediendo, cayó a popa. Se empujó hacia
atrás, y hacia atrás, intentando desesperadamente apretarse en el pequeño
espacio entre las celdillas y las placas de la cubierta. Fue en busca —
locamente, ridículamente— de su cuchillo del Ejército suizo, y tanteó con
el cierre de la funda de cuero mientras gimoteaba una letanía de «Oh
Dios… Oh Jesús… Oh Dios… Oh Jesús».
La cosa flotó ante él, sobre él, retorciéndose y rociándole con gotas
de agua. Cada uno de sus círculos se crispaba y contorsionaba como en
hambrienta competencia con sus vecinos, y en el centro de cada uno de
ellos había como un gancho curvado que, al reflejar los rayos de la luna,
parecía una cimitarra de oro.
Eso fue lo último que supo Griffin, excepto el dolor.
5.
Látigo Darling llevó su taza de café al porche para echarle un vistazo
al día.
El sol estaba a punto de salir; ya había un resplandor rosado en el
cielo oriental, y las últimas estrellas se habían desvanecido. Pronto una
tajada naranja aparecería sobre el horizonte, y el cielo palidecería, y el
viento decidiría lo que iba a hacer.
Entonces él también decidiría lo que iba a hacer. Podía salir al mar,
intentar pescar algo que valiera unos cuantos dólares. Por otra parte, si se
quedaba en la orilla, siempre había trabajo que hacer en el barco.
El viento había cambiado durante la noche. Cuando se había
marchado del embarcadero al anochecer, los barcos anclados en la bahía
miraban al Sur. Ahora sus proas formaban una falange dispuesta hacia el
Noroeste. Pero aquel viento no tenía dientes; era poco más que una suave
brisa. Un poco menos, y los barcos se hubieran dispuesto en todas
direcciones agitándose con la marea.
Vio un chapoteo en la bahía, luego otro, y oyó un sonido aflautado:
carnada, un cardumen corriendo para salvar sus vidas deslizándose por
debajo de la vidriosa superficie.
¿Caballas? ¿Lucios? ¿Pequeños tiburones que terminaban su patrulla
del amanecer antes de regresar a los arrecifes?
Caballas, decidió, por el vigor de los remolinos y la inexorabilidad de
la persecución.
Le encantaba esta hora del día, antes de que se iniciara el tráfico al
otro lado en Somerset, y el gruñido de los barcos de excursiones turísticas
en la bahía y todos los demás ruidos de la humanidad. Era un momento de
paz y promesa, cuando podía mirar al agua y dejar que sus recuerdos se
demoraran en lo que había sido todo y su imaginación, en lo que todavía
podía ser.
La puerta mosquitera se abrió a sus espaldas y Charlotte, su esposa —
descalza y con la bata de verano de algodón que mostraba la sombra de su
cuerpo—, salió con su taza de té y, como hacia cada mañana, se detuvo a
su lado, tan cerca que pudo oír la especia del sueño en su pelo. Rodeó su
hombro con un brazo.
— Caballas en la bahía —dijo.
— Bien. La primera vez desde hace… ¿cuánto?
— Seis semanas o más.
— ¿Vas a salir?
— Espero que si. Perseguir arcos iris es más entretenido que rascar
pintura.
— Nunca se puede decir.
— No. —Sonrió—. Y siempre hay esperanza. De todos modos, quiero
recuperar los sedales del acuario.
Terminó su café, echó los posos sobre la hierba y, cuando se volvió
para entrar, los primeros rayos del sol llamearon sobre el agua y se
reflejaron en la encalada casa. Contempló las contraventanas azul oscuro,
la pintura descamada, las tablillas cuarteadas y colgantes.
— Señor, esta casa es una ruina.
— Piden doscientos por cada para hacer nuevas las contraventanas —
dijo Charlotte—, tres mil por todas.
— Ladrones —dijo él, y sujetó la puerta para ella.
— Supongo que podríamos pedirle a Dana… —Hizo una pausa.
— Ni lo sueñes, Charlie. No más. Ya ha hecho suficiente.
— Pero ella desea ayudar. No es como…
— Todavía no hemos llegado a eso —dijo él—. Las cosas no están tan
mal.
— Quizá todavía no, William. —Entró en la casa—. Pero casi.
— Ahora «William», ¿eh? —dijo él—. Todavía es muy pronto para la
artillería pesada.
William Somers Darling recibió su nombre de los Somers que se
establecieron en las Bermudas tras hundirse su barco en 1609. Sir George
Somers iba camino de Virginia cuando su Sea Venture tropezó con las
Bermudas, lo cual Darling consideraba un triunfo de habilidad marinera,
puesto que tropezarse con las Bermudas en medio de dos mil quinientos
millones de kilómetros cuadrados de océano Atlántico era algo parecido,
tenía la impresión, a romperse una pierna tropezando con un sujetapapeles
en un campo de fútbol. Somers no fue el primero ni el último: podía
suponerse sin temor a equivocarse que los sesenta kilómetros cuadrados de
las Bermudas estaban rodeados por más de trescientas naves hundidas.
La mayoría de los bermudianos, blancos y negros, recibieron el
nombre de uno u otro de los primeros colonos: Somers, Darling,
Trimingham, Outerbridge, Tucker y una docena más. Los nombres
retrocedían en la historia, resonaban con tradición. Y, sin embargo, como
si se tratara de una rebelión contra las pretensiones de su país madre, la
mayoría de los bermudianos, blancos y negros, desechaban pronto uno o
dos de sus nombres y adoptaban un apodo que tenía que ver con algo a lo
que se parecían o algo que habían hecho o alguna aflicción.
El apodo de Darling era Látigo, en conmemoración del instrumento
con el que su padre lo azotaba regularmente.
Sus amigos le llamaban Látigo, y también lo hacía Charlotte, excepto
cuando se peleaban o discutían sobre algo que ella consideraba demasiado
serio para liviandades. Entonces le llamaba William.
Era pescador, o más bien lo había sido; ahora era un ex pescador,
porque ser un pescador en las Bermudas se había convertido casi en una
profesión tan práctica como intentar ser instructor de esquí en el Congo.
Resultaba difícil ganarse la vida pescando algo que no estaba allí.
Podían vivir confortablemente, si no espléndidamente, con veinte o
veinticinco mil dólares al año. Eran propietarios de la casa: había sido de
su familia, libre de todo tipo de cargas, desde antes de la revolución
norteamericana. El mantenimiento, incluidos el gas para cocinar y los
seguros y la electricidad, costaba cinco o seis mil dólares al año. El
mantenimiento del barco, que él y su compañero, Mike Newstead, hacían
por sí mismos, costaba otros seis o siete mil dólares. La comida y la ropa y
todos los demás gastos extra que aparecían de la nada y devoraban dinero
consumían el resto.
Pero veinte mil dólares hubieran podido ser muy bien un millón,
porque no los ganaba. Había transcurrido ya la mitad del año, y hasta
ahora había conseguido menos de siete mil.
Su hija, Dana, trabajaba en la ciudad en una empresa contable,
ganando su buen dinero en vez de ir a la Universidad, e intentaba ayudar.
Darling se había negado, más bruscamente de lo que pretendía, pero
incapaz de articular la confusión de amor y vergüenza que la oferta de su
hija había desencadenado en él.
Durante un tiempo, Dana había conseguido hurtar algunas de sus
facturas del correo y pagarlas a escondidas. Cuando, inevitablemente, fue
descubierta y tuvo que enfrentarse a los hechos, planteó la prosaica
defensa que, puesto que la casa iba a ser suya algún día, no veía ninguna
razón por la que ella no contribuyera a su mantenimiento, en especial
puesto que la alternativa para ellos era ir al Banco y pedir una hipoteca,
que no haría más que cargarla con unos pagos extra más adelante.
La discusión se había deslizado de lo razonable a las oscuras regiones
de la confianza y la desconfianza, y había terminado con todo el mundo
dolido y furioso.
Quizá Charlotte tuviera razón. Quizá las cosas estaban tan mal.
Darling había visto un sobre del Banco en el montón del correo sobre la
mesa de la cocina pero, antes de que pudiera preguntar nada al respecto,
había desaparecido, y él lo había apartado de su mente. Pero ahora se
obligó a preguntarse: ¿Estaba ella pidiendo ya hipotecas o préstamos?
¿Iban a dejar que el Banco echara sus garras sobre ellos?
No. No iba a permitir que eso ocurriera. Tenía que haber otros
caminos. La carrera Newport-Bermudas estaba prevista para dentro de
diez días, y un amigo en el negocio del escafandrismo estaba abrumado
por los charters durante las escalas y le había pedido a Darling que le
echara una mano y se ocupara de algunos por él. Representaban mil
dólares cada uno, quizá cinco mil en total.
Luego estaba el contrato con el acuario, que pagaba su combustible a
cambio de que les trajera los animales exóticos que arrancaba de las
profundidades. A cuatro dólares el galón, quemaba veintidós dólares de
combustible cada vez que estaba lejos del embarcadero. El acuario pagaba
también una bonificación si atrapaba algo espectacular. El nunca sabía lo
que había atrapado. Había cosas normales allá abajo, como pequeños
tiburones desdentados con ojos como de gato, y cosas raras, como
pejesapos, que encandilaban a sus presas con sus púas dorsales
bioluminiscentes y las devoraban con unos dientes como agujas que
parecían hechos de cristal. Sabía que en el abismo había criaturas
desconocidas también, animales que nadie había visto nunca. Ésos eran el
desafío.
Finalmente, siempre había la posibilidad —casi tan grande como
ganar las carreras de caballos irlandesas, pero no importaba, una
posibilidad— de hallar un barco hundido con algunas cosas de valor en él.
En la cocina, se comió un plátano mientras calentaba un poco de la
barracuda de la noche anterior. Había dos barómetros en la pared, y los
consultó ambos. Uno era un instrumento aneroide estándar con dos
indicadores, uno de los cuales situabas manualmente, mientras que el otro
respondía a la presión atmosférica. Dio unos golpecitos al cristal. Ningún
cambio.
El otro barómetro era un tubo de aceite de hígado de tiburón. Con
buen tiempo el aceite era claro, de un color ambarino claro. En tiempos de
cambio o descenso de la presión, el aceite se enturbiaba. Su fe residía en el
barómetro de aceite de tiburón, porque no era una máquina, y él
desconfiaba de las máquinas. Las máquinas estaban hechas por el hombre,
y el hombre era un fracaso crónico. La Naturaleza raras veces cometía
errores.
El aceite era claro.
Decidió ir al mar. Quizás hubiera algún robusto mero allá fuera
aguardando ser atrapado, un vagabundo de tiempos ya idos. Un pez de
unos cincuenta kilos le podría proporcionar entre cuatrocientos y
quinientos dólares. Quizá tropezara con un banco de atunes.
Quizá…

El compañero de Darling, Mike Newstead, apareció un poco después


de las siete. A Darling le gustaba bromear diciendo que un genetista
hubiera concedido a Mike un premio como el bermudiano auténtico,
porque contenía todas las características étnicas presentes en la colonia.
Tenía el pelo negro y rizado de un negro, la piel rojo oscura de un indio —
un recuerdo de los tories del siglo XVIII llevando a los indios mohawk a la
isla como esclavos—, los brillantes ojos azules de un inglés (pero de
forma casi almendrada como un asiático), y la taciturna resignación de un
portugués. Tenía treinta y seis años, cinco años más joven que Darling,
pero parecía carecer de edad. Su rostro mostraba siempre unos rasgos
como tallados al cincel y un ceño profundamente fruncido, como si
hubiera sido esculpido a partir de una roca de la montaña. Un extranjero
hubiera calculado su edad en cualquier punto entre los treinta y los
cincuenta años.
Algunas personas se referían a él, a sus espaldas, como Tutti-Fruttí,
pero nadie le llamaba ya así a la cara, porque medía metro noventa de
estatura y pesaba por encima de los cien kilos, sin un gramo de grasa en
ellos. Aunque Mike era lento en enfurecerse, se decía que poseía un
temperamento explosivo que era mantenido a raya por su diminuta esposa
portuguesa, y por Darling, al que adoraba.
Darling lo consideraba el perfecto compañero. A Mike no le gustaba
tomar decisiones, sino que prefería que le dijeran lo que tenía que hacer.
Respondía instantáneamente y sin hacer preguntas a las órdenes…,
siempre que respetara a quien se las daba. No hablaba mucho —de hecho,
apenas hablaba— y, si tenía alguna opinión, la guardaba para sí mismo. Se
comunicaba de una forma íntima y alegre con los más odiados enemigos
de Darling: las máquinas. Absolutamente sin escolarización, parecía intuir
la forma en que trabajaban los aparatos y motores, ya fueran accionados
por gasóleo, gasolina, queroseno, aire o electricidad. Hablaba con ellos,
los apaciguaba, los engatusaba y los seducía hasta conseguir que hicieran
lo que él deseaba.
Darling le sirvió a Mike un poco de café y salieron fuera, y se
detuvieron en el embarcadero y contemplaron un cormorán trazar círculos
sobre la bahía en busca de comida.
— Supongo que iremos a recoger las trampas para el acuario —dijo
Darling—. Si las dejamos ahí abajo demasiado tiempo, los bichos pueden
morir o ser devorados…, y las trampas pueden romperse.
— Sí.
— Podemos llevarnos un poco de cebo…, sólo por si acaso.
Mike asintió, terminó su café y fue al congelador del cobertizo de las
herramientas para coger un poco de caballa como cebo.
Darling subió al barco, puso en marcha el gran diésel «Cummings» y
dejó que se calentara.
El Privateer era un barco langostinero que Darling había comprado
en unos astilleros en Houma, Luisiana, y había convertido en un barco
multiuso de las Bermudas. Su nombre antes había sido Miss Daisy, pero
con sólo verlo había sabido que no era un Miss Daisy. Era grande y ancho
y fuerte, revestido de acero, con mamparos de acero, cubiertas de acero,
una plataforma firme y estable que navegaba confortablemente en buen
tiempo y se enfrentaba al mal tiempo con desafío, y golpeaba sin piedad el
mar como incitándole a que se atreviera a abrirle un agujero o hacer saltar
sus remaches.
Te derribará por cubierta, decía Darling, pero no te ahogará.
Tenía un habitáculo seco y espacioso, dos compresores, dos
generadores, y alojamientos para veinte equipos de inmersión.
Darling era tan supersticioso como su vecino, pero se defendió contra
la ofensa de cambiar el nombre del barco declarando que, puesto que había
sido mal bautizado desde un principio, todo lo que había hecho había sido
adjudicarle su nombre correcto.
De todos modos, sólo para asegurarse, en el mamparo dentro de la
timonera había clavado una pequeña figurilla obeah de Antigua, y en los
momentos difíciles —como el día que un pequeño ciclón se encaminó
directamente sobre las Bermudas y el viento pasó de 8 a 120 nudos en
cinco minutos y sopló como las jaurías aullantes del infierno durante una
hora— la frotaba.
Mike subió a bordo y soltó las amarras de proa y popa. Darling
engranó la marcha y se encaminó hacia la entrada de la bahía Mangrove y
en torno a la punta hacia el Corte Azul.
Mike se aposentó sobre una escotilla en la popa y empezó a
murmurarle cosas al recalcitrante motor de una bomba mientras lo
acunaba en su regazo.
Darling había tendido los sedales para el acuario al Noroeste, a unos
diez kilómetros mar adentro, bajo quinientas brazas de agua. Hubiera
podido encontrar quinientas brazas más cerca en la orilla sur, porque allí
los arrecifes terminaban y el agua profunda empezaba a sólo dos o tres
kilómetros de tierra firme. Pero por alguna razón los animales que
interesaban al acuario parecían vivir sólo en el borde noroeste.
Ahora, mientras avanzaban por entre los arrecifes, el agua
permanecía tranquila pero con suficientes ondulaciones como para cortar
el resplandor y dar definición a los distintos colores de los corales, lo cual
daba a Darling ocasión de alejarse del corte y abrirse camino por entre las
altas cabezas. Había verdad en la vieja sabiduría popular de que, cuanto
más oscura era una cosa, más profunda estaba, así que, mientras pudiera
ver a los amarillos villanos debajo de la superficie, podría evitarlos.
De pie en el puente alto, refrescado por la brisa del Noroeste y
calentado por el aún joven sol, Látigo Darling se sintió un hombre feliz.
Podía olvidar, por un momento, que no tenía dinero y podía soñar sueños
de enormes fortunas. Se permitió fantasear acerca de montones de
monedas de plata y serpentinas cadenas de oro. Seguro, era fantasía, pero
también era realidad, se sabía que había ocurrido: el tesoro Tucker, el
tesoro Fisher del Atocha, el negocio de mil millones de dólares del Central
America. ¿Quién podía decir que no ocurriría de nuevo?
Y el oro y la plata no eran los únicos tesoros que aguardaban a ser
descubiertos. Había animales, desconocidos y no imaginados,
especialmente en las profundidades, que podían cambiar las ideas de la
gente acerca de todo, desde la biología a la evolución, que podían
proporcionar indicios de curas para todo, desde la artritis al cáncer. Hallar
una o dos de esas criaturas no llenaría los bolsillos de Darling, pero eran
las cosas que alimentaban su espíritu.
Su mirada derivó de los agujeros de arena blanca a los intersticios
entre los arrecifes, y sus ojos buscaban siempre signos reveladores de un
barco hundido que pudiera ser tan viejo como los tiempos del primer rey
Jaime.
Nadie sabía cuándo se había hundido la primera nave en el volcán de
las Bermudas: al menos tan atrás como Isabel, puesto que había evidencias
de que un desventurado español había pasado unas vacaciones no
planeadas allí durante el reinado de la Reina Virgen. El hombre pasó
mucho tiempo y esfuerzos tallando una inscripción en una roca que
todavía era legible: F.T. 1543.
Las Bermudas habían sido siempre una trampa para barcos, y aún lo
eran, incluso con los milagros modernos como el RDG, el loran y los
satélites de navegación, porque el volcán, aunque extinto, se asomaba
desde el fondo del mar como una varita llena de anomalías
electromagnéticas. Las máquinas, electrónicas o magnéticas, lo captaban y
se volvían locas en torno a las Bermudas. Nada funcionaba, no de una
forma que inspirara confianza. Las brújulas iban hacia delante y hacia
atrás como borrachas. Un marinero que le preguntara a un loran dónde
estaba, podía recibir la respuesta de que se hallaba en las montabas encima
de Barcelona.
Los caprichos del volcán de las Bermudas ayudaban a difundir las
leyendas del Triángulo de las Bermudas, porque, cuando 3 mente del
hombre capta un asomo de verdad y lo retuerce en Un bucle de fantasía,
conjura cualquier cosa, desde la Atlántida hasta los OVNIs y hasta
monstruos omnívoros que viven en el centro del planeta.
Darling no ponía objeciones a la gente que se dedicaba a elaborar
idioteces en torno al Triángulo de las Bermudas, pero le parecía una
pérdida de tiempo. Si la gente hiciera el esfuerzo de averiguar más cosas
acerca de las maravillas que existían, pensaba, su apetito hacia los
dragones quedaría satisfecho. El setenta por ciento de la superficie de la
Tierra estaba cubierta de agua, y el noventa y cinco por ciento de ese
setenta por ciento nunca había sido explorado por nadie. En vez de ello, el
hombre seguía gastando miles de millones de dólares en explorar lugares
como Marte y Neptuno, hasta el punto de que ya era un hecho establecido
que sabíamos más sobre la cara oculta de la Luna que de tres cuartas
partes de nuestro propio mundo. Una locura.
Incluso él —un don nadie en un diminuto rincón de la nada— había
visto lo suficiente en sus veinticinco años en el océano como para saber
que el mar albergaba enormes dragones capaces de prender las pesadillas
de toda la raza humana: tiburones de diez metros que vivían en el lodo,
cangrejos tan grandes como motocicletas, peces sin aletas con cabezas
como caballos, anguilas víboras que lo devoraban todo, incluso unas a
otras, peces que salían a pescar con pequeñas linternas que colgaban de sus
frentes, y cosas así.
Estos días, la trampa para barcos de las Bermudas se cobraba una o
dos víctimas cada par de años, normalmente un petrolero registrado en
Liberia o Panamá, propiedad de un consorcio de dentistas o pediatras de
algún lugar como Altoona, Pensilvania, cuyo capitán taiwanés no hablaba
ni una sola palabra de inglés. Partía de Norfolk, digamos, y trazaba su
rumbo hacia el estrecho de Gibraltar, y conectaba el piloto automático.
Luego bajaba a tomarse una taza de té o a echar una cabezada o a que le
dieran un masaje shiatsu, sin molestarse en prestar atención a un
insignificante blip en su mapa a unos mil kilómetros al este de Carolina
del Norte.
Un par de noches más tarde, las ondas se veían de pronto inundadas
con llamadas de SOS. A veces, si la noche era tranquila y clara, Darling
sólo tenía que salir por su puerta trasera y mirar hacia el Norte o el
Noroeste, y allí, en el horizonte, podía ver las luces de la nave en apuros.
Su primer pensamiento era siempre: Señor, no dejes que vaya cargado
con petróleo. El segundo era: Si va cargado con petróleo, Señor, no dejes
que lo suelte.
Allá en los viejos días, los arrecifes capturaban tantos barcos que
había surgido una industria de gente que se ganaba la vida remando a mar
abierto y rescatando todo lo que había en los barcos que se estaban
hundiendo. Algunos no se contentaban con esperar; deseaban tentar la
suerte, y colocaban luces falsas para atraer a los barcos hacia los arrecifes.
Darling siempre se había sentido divertido ante lo que consideraba
como una hermosa ironía: los marineros eran quienes habían convertido
las Bermudas en una trampa para barcos. Podrían haber evitado las
Bermudas; el problema era que las necesitaban.
Hasta la década de los 1780 no había ninguna navegación longitudinal
de confianza. Los marineros podían calcular su latitud por el ángulo del
sol sobre el horizonte, como habían hecho durante miles de años con
ballestillas, astrolabios, octantes y sextantes. Pero, para decir dónde se
hallaban sobre el eje este-oeste, necesitaban un cronómetro exacto,
realmente exacto. Y no había ninguno.
Las Bermudas eran un punto fijo en el océano y, una vez descubierto,
sabían exactamente dónde estaban. Y, así, abandonaban las Indias
Occidentales o La Española o La Habana y navegaban hacia el Norte por la
Corriente del Golfo, luego hacia el Nordeste, hasta que alcanzaban los 32
grados de latitud norte. Entonces giraban hacia el Este y buscaban las
Bermudas, que les proporcionarían el rumbo exacto para encaminarse a
casa.
Pero si tropezaban con una tormenta, con vientos tan fuertes y mares
tan altos que no podían ver, o si había niebla, o si su navegante se
confundía un poco, cuando finalmente veían las Bermudas tenían todas las
posibilidades de estar ya sobre las Bermudas.
Charlotte había leído en una ocasión a Darling un verso que escribió
un poeta: «…una nave a medianoche, y todos sus tripulantes gritando». Le
gustaban las palabras, porque despertaban en él una visión de lo que podía
haber sido estar a bordo de uno de esos viejos barcos enfrentados a su
destino: navegando a toda vela, seguro como un ave sobre sus alas, el
oscilar de la proa alzándose y luego hundiéndose, y el plomo de la sonda
sin encontrar fondo, y luego de pronto… ¿qué es eso?… el sonido de la
resaca… ¿resaca?… ¿cómo puede haber resaca en medio del océano?…, y
fuerzan sus ojos pero no pueden ver, y el retumbar de la resaca se hace
más fuerte… y luego el plomo de la sonda encuentra fondo, y hay un
momento de horror cuando todos ellos se dan cuenta…

Hoy, Darling no vio ninguna señal de barcos hundidos en las aguas


someras, pero lo que vio —porque fue todo lo que vio— vació de él la
felicidad como una jeringuilla vacía la sangre: un pez papagayo, un pez
aguja andando sobre su cola por la superficie, media docena de peces
voladores que se alejaban a toda prisa de la proa del barco, y unos cuantos
pageles errantes.
Los arrecifes, que hubo un tiempo que hormigueaban con vida,
estaban ahora tan vacíos como una estación de tren después de una
amenaza de bomba.
Se sentía como si estuviera presenciando el funeral de una forma de
vida…, su propia forma de vida.
Pronto los bajíos quedaron atrás y el fondo se hundió a doce metros, a
quince metros, a treinta metros, y dejó de contemplar el fondo y empezó a
buscar su boya.
Estaba allá donde la había dejado, lo cual medio le sorprendió, porque
durante el último par de años pescadores desesperados habían empezado a
abandonar el código de honor que decía: Ningún hombre tocará las cosas
de otro hombre. E, incluso sin intervención humana, los cebos estaban tan
profundos que algún gran superviviente podía haberlos tomado y alejado
con ellos —un tiburón de seis agallas quizá, o un basurero de grandes ojos
—, arrastrando las trampas kilómetros y kilómetros antes de librarse de
ellas.
— Estamos encima —llamó a Mike, y éste depositó su motor de la
bomba a un lado y tendió la mano hacia el bichero.
La boya naranja y blanca se deslizó por el lado del casco y, cuando
llegó a la popa, Mike la enganchó y tiró de ella a bordo y la arrastró hacia
proa y enrolló la cuerda en torno al cabrestante.
Darling puso el barco en punto muerto y lo dejó cabecear en el suave
mar y bajó del puente alto.
— Adelante —dijo Mike, y Darling tiró de la palanca y dio vueltas al
cabrestante, y mientras la cuerda empezaba a ascender Mike preparó un
bidón de plástico de doscientos litros.
Habían bajado mil metros de cuerda de polietileno, con la boya en la
parte superior y un saco con doce kilos de contrapesos en el otro extremo
para mantenerla tensa hacia el fondo. Empezando a ochocientos metros,
habían unido, a intervalos de treinta metros, tiras de seis metros de cable
de acero para aviones de cuarenta y ocho hilos, y al extremo de cada cable
había uno de los artilugios del acuario. Algunos eran pequeñas cajas de
malla, algunos artificios de red muy fina. La mayoría tenían dentro trozos
de restos de pescado para atraer a las criaturas que vivieran allá abajo en la
oscuridad. Puesto que Darling no sabía —nadie lo sabía— qué podían ser
aquellas cosas o lo que les gustaba comer, había basado su teoría en los
basureros del océano: lo que huele peor es lo que funciona mejor, y había
cebado las trampas con la carne más podrida y apestosa que pudo
encontrar.
En algunas de las trampas no había puesto ningún cebo, sólo luces
químicas de cialume, siguiendo otra de sus teorías: que la luz era una
novedad tan grande en un mundo de noche perpetua que algunos animales
se verían atraídos hacia ella por simple curiosidad.
Su esperanza era traer los animales vivos a la superficie y
mantenerlos vivos en un bidón de agua fría en el barco. Cada semana o así,
un científico del acuario acudía a examinar la pesca, y se llevaba los
ejemplares raros o desconocidos para estudiarlos en el laboratorio en
Flatts.
Darling estimó que un veinte por ciento de los animales sobrevivían
al viaje y a la transferencia al acuario; no era un gran número quizá, pero
la forma mejor y más barata de reunir nuevas especies.
Y pagaba sus facturas de combustible, lo cual importaba realmente en
estos días.
Darling sujetaba la palanca y mantenía los ojos fijos en la cuerda.
Estaba tensa, chirriaba y escupía agua, pero así debía ser, considerando el
peso de ochocientos metros de cuerda y doce kilos de lastre de plomo y las
trampas y los cables y los cebos.
Apoyó el pie en la defensa para protegerse contra el bamboleo y miró
por la borda, hacia la extensión azul, con la esperanza de ver pasar algún
pez.
No era malditamente probable, pensó. Si quedaba alguno en el mar,
seguro que hacía mucho que se había marchado de las Bermudas.
— Algo no va bien —dijo Mike. Tenía una mano sobre la cuerda,
palpando la tensión con las puntas de sus dedos.
— ¿Qué?
— Tiembla. Siéntelo. —Pasó la cuerda a Darling y se echó hacia atrás
para sujetar la palanca por él.
Darling tocó la cuerda. Temblaba erráticamente. Había un
estremecimiento en ella, como un motor que funcionara mal.
La cuerda estaba marcada en secciones de cien brazas, y cuando hubo
pasado la tercera Darling alzó una mano, indicándole a Mike que redujera
la marcha del cabrestante, y se inclinó sobre la borda para ver la primera
trampa surgir a la superficie. Si estaba enredada en la cuerda, deseaba
liberarla antes de que golpeara contra el barco. Algunos de los pequeños
animales abisales eran tan delicados que el más ligero trauma los mataba.
Vio el brillo del primer eslabón giratorio que sujetaba la tira de cable,
vio el cable, y luego… nada.
La trampa había desaparecido.
Imposible. El único animal lo bastante grande como para arrancarla
era un tiburón, y no había nada en la trampa que interesara a un tiburón. Y,
si uno se hubiera lanzado contra ella, se hubiera llevado todo el conjunto,
cuerda incluida. No había forma alguna de que un tiburón pudiera haber
roto el cable.
Dejó que el cabrestante llevara el cable hasta él, y lo soltó de la
cuerda, y contempló su extremo. Luego lo alzó para mostrárselo a Mike.
— ¿Reventado? —preguntó Mike.
— No. De ser así, los hilos del cable estarían enroscados, como los
pelos de la cabeza cuando metes los dedos en un enchufe. Mira, estos hilos
están tan apretados en el cable como cuando salió de la fábrica.
— ¿Y?
Darling acercó el extremo del cable a sus ojos. Había sido cortado,
tan limpiamente como por un escalpelo. No había marcas de haber sido
roído, ninguna laceración.
— Mordido —dijo—. Mordido limpiamente.
— ¿Mordido?
Darling miró al agua.
— ¿Qué, en nombre de Cristo, tiene una boca que puede partir de un
mordisco cuarenta y ocho hilos de acero inoxidable sin dejar ninguna
marca?
Mike no dijo nada. Darling le hizo un gesto de que siguiera
accionando el cabrestante, y al cabo de un momento apareció el segundo
cable.
— Desaparecida —dijo, porque la segunda trampa se había
volatilizado también, con el cable limpiamente mordido.
— Desaparecida —repitió cuando apareció el siguiente cable, y el
siguiente, y el siguiente. Todas las trampas habían desaparecido.
Entonces vio llegar el saco con los contrapesos, y había algo extraño
allí, así que le dijo a Mike que detuviera el cabrestante y tiró del resto de
la cuerda a mano.
— Dulce Jesús —murmuró—. Mira esto.
Una de las trampas había sido enroscada en torno a los contrapesos,
encajada en ellos tan fuertemente que era como si todo el conjunto hubiera
sido fundido en un horno.
Alzaron la informe masa y la depositaron en cubierta; era una
confusión de varillas de acero reforzado, cable y plomo.
Mike se lo quedó mirando durante un largo momento, luego dijo:
— Jesús, Látigo. ¿Qué clase de hijo de puta ha hecho esto?
— No un hombre, seguro —dijo Darling—. Y tampoco un animal. Al
menos, no un animal que yo haya visto nunca.
6.
No hablaron mientras desmontaban la cuerda, enrollaban las tiras de
cable y las aseguraban con nudos, desechaban las luces químicas y metían
las últimas brazas de cuerda en el bidón de plástico.
Darling estaba revisando mentalmente su catálogo de animales,
intentando pensar en qué podía tener el poder y la inclinación necesarios
para destruir aquella instalación.
Incluso tomó en consideración la idea de Mike de que podía haberse
tratado de un hombre, algún pescador furioso, resentido, celoso…, aunque
Látigo Darling era incapaz de imaginar Qué podía tener él estos días que
hiciera sentir celos a nadie. O quizá simplemente alguien se había
dedicado a destruir por destruir. No. No creía que ningún hombre pudiera
hacer aquello, y estaba seguro de que a nadie le importaba. No había
ninguna lógica en ello.
Así pues, ¿qué quedaba? ¿Qué podía haber mordido un cable trenzado
con cuarenta y ocho hilos de acero inoxidable hasta partirlo limpiamente?
Una parte de él esperaba no llegar a saberlo nunca.
No le era extraño el hecho de que la Naturaleza tenía un lado oscuro.
En una ocasión, hacía más de dos décadas, había formado parte de la
tripulación de un petrolero en Sudáfrica cuando, surgida de la nave —un
mar tranquilo y un barómetro inmóvil— había aparecido una ola
vagabunda que había lanzado un muro de treinta metros de agua contra la
nave. El capitán nunca había visto algo así, nadie a bordo lo había visto, y,
puesto que no sabían qué hacer, enfilaron directamente hacia el muro de
agua, que se cerró sobre el barco, sumergiéndolo, enviándolo directamente
al fondo. Si Darling no hubiera sido enviado a la cofa tres minutos antes
para buscar algo, se hubiera hundido con el barco. En vez de ello, fue
arrastrado y derivó sobre una tapa de escotilla durante dos días hasta que
un barco de cabotaje lo recogió.
Otra vez, en Australia, él y algunos compañeros desertaron de un
barco después de descubrir que el capitán era adicto al ouzo y a los
muchachos, y se habían embarcado en una fútil caza del tesoro en las
llanuras desiertas del interior. Se habían encontrado con una familia de
vacaciones en una pequeña caravana, y una tarde regresaron para encontrar
a toda la familia muerta, matada por una taipán, una serpiente que ataca
por el placer de atacar, que mata por el placer de matar.
Darling había llegado gradualmente a la conclusión de que no se
podía confiar en la Naturaleza; a menudo te revelaba su lado siniestro.
Mike no había tenido tales experiencias, y no se sentía feliz con lo
desconocido. No le importaba demasiado no tener respuestas, pero no le
gustaba cuando Látigo no las tenía. Odiaba oír a Látigo decir: «No lo sé».
Prefería la seguridad de saber que alguien estaba al cargo, alguien en quien
podía confiar.
Así que ahora estaba preocupado.
Darling vio los signos de ansiedad. Mike se negaba a mirarle a los
ojos; estaba enrollando las tiras de cable demasiado meticulosamente.
Darling sabía que tenía que aliviarle de algún modo.
— He pensado en ello —dijo—. Creo que fue un tiburón.
— ¿Qué te hace decirlo? —preguntó Mike, deseoso de creer pero
necesitado de algo convincente.
— Tiene que serlo. Acabo de recordar el National Geographic:
algunos tiburones pueden aplicar una presión de tres toneladas por
centímetro cuadrado cuando muerden. Eso es más que suficiente para
cortar esos cables.
— ¿Por qué no se fue con todo?
— No tenía por qué hacerlo. No tenía ningún atractivo. Se limitó a
nadar a su alrededor una y otra vez y a morder los cables uno por uno. —
Darling empezaba incluso a convencerse a sí mismo.
Mike pensó durante unos instantes, luego dijo:
— Oh.
Darling alzó la vista al cielo. Sentía un extraño deseo, el deseo de
abandonar aquel lugar y marcharse a casa. Pero el sol aún estaba
ascendiendo, ni siquiera era mediodía, y ya habían quemado veinticinco o
treinta dólares de combustible. Si volvían a casa ahora, tendría que
presentar una nota de cincuenta pavos sin nada que ofrecer al acuario a
cambio excepto una torpe explicación. Así que se obligó a decir:
— ¿Qué te parece si intentamos ganarnos el jornal del día?
— Buena idea —respondió Mike, y entre ambos empezaron a montar
una larga cuerda con grandes anzuelos bien cebados.
Quizás atraparan algo digno de vender, tal vez solamente algo digno
de ser comido. Aunque sólo capturaran algo, sería mejor que encaminarse
de vuelta al embarcadero y reconocer un día más la derrota.
El pensamiento le deprimió. En estos días, el propio acto de pensar,
que en su tiempo había sido algo digno de disfrutar incluso en las peores
ocasiones, se había convertido en algo deprimente. Era como regresar al
lugar donde habías crecido, donde habías pasado buenos momentos y del
que tenías buenos recuerdos, y descubrir que había sido pavimentado y
convertido en un aparcamiento.
Todo lo que pescaba hoy le recordaba lo buenas que acostumbraban a
ser antes las cosas.
Había leído todos los viejos relatos de cómo habían sido las
Bermudas cuando llegaron los primeros colonos. La isla estaba llena
entonces de pájaros y cerdos. Los pájaros pertenecían al lugar, y algunos
de ellos eran tan estúpidos que se posaban sobre las cabezas de la gente y
esperaban a ser agarrados y metidos en la olla. Los cerdos no pertenecían
al lugar. Algunos habían sido desembarcados en la orilla por capitanes de
barcos, anticipando el momento en que algún náufrago pudiera necesitar
algo que comer. Otros nadaron hasta la orilla desde barcos naufragados, y
medraron a base de pájaros y huevos.
Pero lo que hechizaba a los habitantes de los tiempos antiguos, lo que
explicaba el casi religioso entusiasmo de sus relatos, era la vida marina.
Había de todo en torno a las Bermudas, desde tortugas a ballenas, y en un
número inconcebible para la gente del Viejo Mundo, donde incluso en el
siglo XVII muchas especies habían sido ya masacradas hasta casi la
extinción.
Darling no era de los que se dedicaban a lloriquear acerca de los
buenos viejos días. Veía el cambio como algo inevitable y la destrucción
como parte de él, en especial cuando el hombre se entrometía, y así es
como eran las cosas.
Pero lo que le enfurecía, lo que le avergonzaba y disgustaba, era el
cambio que había visto en las Bermudas en tan sólo veinte años. Según
este cálculo, las Bermudas habían sido arruinadas en el transcurso de la
vida de un gato doméstico.
A finales de los años sesenta y principios de los setenta, todavía podía
salir a los arrecifes y atrapar su cena. Había langostas bajo cada roca,
bancos de peces papagayo, peces ballesta, peces cirujano, peces damisela,
escorpenas, pagros, incluso algunos meros ocasionales. Cuando trabajaba
en una nave hundida, los mújoles escarbaban en la arena a su lado, las
rayas se deslizaban por el fondo, y siempre había el pequeño peligro de
que algún labro corto de vista te diera un mordisco en la oreja. Más de una
vez, los tiburones de los arrecifes lo habían echado de un pecio,
mordisqueando las puntas de sus aletas.
Justo en el borde de aguas más profundas había colonias enteras de
meros: meros de Nassau, meros moteados, meros negros, y de tanto en
tanto meros de 200 y 300 kilos. Había morenas y tiburones tigre, tiburones
toro y cuberas. Las tortugas asomaban sus cabezas como niños pequeños
nadando en la superficie.
Y en las profundidades, ponerse un traje de inmersión e ir a dar una
vuelta era una invitación a la excitación. Los petos luchaban con las
barracudas por el cebo. Los bonitos y los atunes Alison se arracimaban en
torno a la popa del barco. Los delfines navegaban en su estela, con sus
aletas dorsales cortando el agua como cimitarras, y los enormes tiburones
pelágicos destellaban debajo del barco y mostraban el brillante azul de sus
lomos.
Un buen día era quinientos kilos de escorpinas y quinientos más de
atún, y los hoteles se enorgullecían de relacionar como plato del día el
pescado fresco de las Bermudas.
Ahora ya no. Algunos de los hoteles aún incluían pescado de las
Bermudas en sus menús, pero no con orgullo, porque lo que servían ahora
era lo poco que quedaba, la escoria, los peces que habían sobrevivido
porque nadie los deseaba. Si un pescador atrapaba un mero de algún
tamaño, era un acontecimiento que salía en los periódicos.
El océano de las Bermudas se hallaba a un paso de estar tan
desprovisto de vida como las contracorrientes occidentales de Long Island
Sound.
Darling escuchaba con amargo regocijo las explicaciones de los
pescadores. ¡Polución!, exclamaban, y a eso replicaba: Tonterías.
Lo que había matado la industria pesquera de las Bermudas —creía,
sabía, se consideraba capaz de documentar— eran los propios pescadores.
No sólo los pescadores de las Bermudas, sino la especie en general. La
gente. La gente que no se sentía contenta ganándose la vida y deseaba
hacer auténticas matanzas, tratando el océano como si fuera un profundo
pozo al que despojar de mineral. Incluso les había dado un nombre
científico: Humo imbecilis.
Bueno, habían hecho sus matanzas, sí, pero no de la forma que habían
pensado.
Y el villano jefe era una pieza de equipo que habían inventado: la
trampa para peces.
En tiempos pasados, los pescadores habían pescado —con sedal de
mano—, y lo que limitaba sus capturas era su resistencia. Se detenían
cuando se derrumbaban presas del torpor, con las manos hinchadas como
una convención de salchichas.
Luego, alguien pensó en bajar jaulas de alambre con cebo en su
interior y boyas en la superficie. Los peces entraban nadando y, gracias a
la construcción de las trampas, no conseguían hallar su camino de salida.
Así, pronto todo el mundo estaba poniendo trampas, tantas como
deseaban. Se suponía que tenía que haber un límite, pero nadie prestaba
ninguna atención a él.
¡Y atrapaban peces! Tantos peces que volvían a arrojarlos todos
excepto los mejores —muertos o agonizantes, pero, ¿a quién le importaba?
—, y si el precio bajaba porque había demasiado, bueno, no había por qué
preocuparse, simplemente atrapaban más para compensar.
Darling nunca había usado trampas, no le gustaban, no a causa de
algún alto propósito moral sino porque para él poner trampas no era
pescar, era matar y recoger, en absoluto entretenido. Y, pensaba, si no
puedes disfrutar con lo que haces para vivir, entonces busca alguna otra
cosa que hacer. No tenía intención de terminar sus días sentado en el patio
con un gato sobre las rodillas y un pájaro en su hombro, contándoles a los
visitantes que había vivido una larga vida y había odiado cada uno de sus
minutos.
El primer problema con las trampas era que hacían demasiado bien su
trabajo. Lo atrapaban todo: grande, pequeño, joven, viejo, lleno de huevas,
todo. Un pescador de caña podía elegir entre sus presas y devolver al agua
los peces que eran demasiado pequeños o demasiado jóvenes o estaban
demasiado cargados con huevas o simplemente no eran los que deseaba.
Pero con trampas, una vez los peces llevaban varios días encajonados en
su prisión de malla de acero, llenos de golpes y arañazos y mortalmente
asustados y maltratados unos por otros y por la misma jaula, tenían pocas
posibilidades de sobrevivir ni siquiera aunque el pescador se tomara la
molestia de devolverlos al agua, cosa que la mayoría de ellos no hacían.
El segundo problema eran las trampas perdidas. Si la boya se soltaba
o la cuerda se rompía o una tormenta marina empujaba la trampa por
encima del borde a las profundidades y la hundía más allá de todo alcance,
la trampa seguiría matando. Los peces dentro morirían y se convertirían en
cebo para otros peces, los cuales entrarían y serían atrapados y morirían
también y se convertirían en cebo para más peces, por siempre y siempre
jamás amén.
Todo el mundo tenía un remedio. Intentaron una cuerda biodegradable
para mantener cerradas las puertas de las trampas, incluso puertas
biodegradables, bajo la teoría de que, si la trampa se perdía, finalmente el
material se pudriría y la puerta se abriría y los peces podrían salir. Pero
«finalmente» era algo que tardaba tanto en llegar que generaciones enteras
de animales podían ser barridas antes de que las puertas se abrieran
mágicamente.
Darling había hallado trampas perdidas en el fondo que parecían el
metro de Tokio a la hora punta, atestadas con todo desde anguilas a peces
papagayo, pulpos y cangrejos. La visión le había entristecido y enfurecido
porque, aunque no era un sentimentalista con respecto a la muerte, aquélla
era una muerte sin ningún propósito en absoluto…, una pérdida definitiva.
Más de una vez había parado el barco y perdido tiempo y dinero buceando
hasta las trampas profundas para cortar las cuerdas que las unían a las
boyas en la superficie y arrancar las puertas con unos cortaalambres. Los
perplejos, agotados y heridos prisioneros —algunos con escamas
arrancadas por el alambre, algunos con heridas abiertas por sus frenéticas
luchas— merodeaban en torno a la ahora abierta trampa durante varios
momentos, como si fueran incapaces de creer en su repentina buena
fortuna, y sólo cuando él se alejó parecían compartir alguna silenciosa
intuición y se marchaban rápidamente.
Por fin, en 1990, casi diez años demasiado tarde, el Gobierno de las
Bermudas declaró fuera de la ley la pesca con trampas y pagó
indemnizaciones a los setenta y ocho pescadores comerciales de la isla…,
demasiado espléndidas, opinó Darling, aunque los pescadores se quejaron
estentóreamente de que las cantidades eran con mucho insuficientes por la
pérdida de un derecho concedido por Dios.
La farisaica queja contra la pérdida de sus derechos enfureció a
Darling. ¿Qué derechos? ¿Dónde estaba escrito que cualquier hombre
tuviera derecho a matar a todos los peces de las Bermudas? Tenía la
sensación de que, según esta lógica, el robo de Bancos debería ser una
profesión protegida: si un hombre tenía derecho a alimentar a su familia, y
si eso le costaba unos pocos cientos de miles de dólares al año a las
compañías aseguradoras, bueno, ése era el coste de la libertad.
Ahora que las trampas habían sido declaradas fuera de la ley, se
esperaba que volvieran los peces, pero Darling tenía sus dudas. Las
Bermudas no eran como las Bahamas, una cadena de setecientas islas que
tenían la posibilidad de repoblarse unas a otras si alguna resultaba
esquilmada…, aunque algunos bahamianos parecían incluso más
inclinados que los bermudianos a destruirse a sí mismos. Habían
empezado a pescar con clorox: se bombea un poco en un arrecife, y todos
los peces y langostas salen de sus refugios, donde son fáciles de recoger.
Por supuesto, el clorox mataba también el arrecife, todo él, para siempre.
Pero un hombre tenía que ganarse la vida.
Las Bermudas eran una simple roca en medio de la nada. Lo que
estaba allí estaba allí, y lo que no estaba no estaba.
Y como si el hombre no trabajara lo suficientemente rápido para
convertir las Bermudas en un erial, la Naturaleza estaba lanzando todos
sus rayos y centellas sobre la isla. Darling tenía un amigo, Marcus Sharp,
estacionado en la base naval de los Estados Unidos, que sabía algo de
meteorología y le había mostrado algunas cifras de la NOAA que llegaban
a la conclusión de que la temperatura del agua en torno a las Bermudas
había aumentado dos grados en los últimos veinte años.
Algunos científicos decían que era debido a la desforestación de la
jungla del Amazonas y al hecho de que se quemaban demasiados
combustibles fósiles. Otros decían que formaba parte de un ciclo natural,
como la llegada y la retirada de las eras glaciales. Pero la razón no era tan
importante como el hecho: estaba ocurriendo.
Para un hombre en una ciudad, dos grados podían no ser nada. Para
los corales en el mar, dos grados señalaban la diferencia entre la vida y la
muerte. Un diez por ciento de los corales de las Bermudas estaban ya
muertos. Darling veía la prueba cada día: grandes manchas de arrecifes
blanquecinos, como un osario. Si el diez por ciento se convertía en un
veinte por ciento, si luego todos los corales desaparecían, las Bermudas se
irían erosionando gradualmente hasta desaparecer, porque los corales eran
la defensa de las islas contra el mar abierto.
Los pólipos del coral no eran los únicos animales afectados por la
temperatura. Algunos otros animales habían desaparecido, algunos habían
ido a mayor profundidad, y habían aparecido algunos nuevos. Había un
nuevo perforador, por ejemplo…, un gusano o piojo microscópico que
vivía en la arena. Cuando los buceadores removían la arena, liberaban a
los perforadores, que se fijaban en la piel humana y empezaban a perforar.
Excretaban un veneno que causaba llagas pustulosas y un picor infernal
que duraba una semana.
El último caballo en la troika de la destrucción eran los extranjeros.
Mientras los bermudianos mataban los peces de sus arrecifes, los
japoneses y los coreanos estaban masacrando las especies de aguas
profundas. Estaban fuera cada día, instalando redes de cincuenta
kilómetros de largo para interceptar a los jnigradores, y lo atrapaban todo:
atunes y meros, caballas y petos, tiburones y bonitos y lucios y delfines.
Los pescadores que no usaban redes utilizaban largos sedales:
kilómetros y kilómetros de sedal, con anzuelos cebados cada pocos
centímetros, que conseguían lo mismo: matarlo todo, sin selección ni
discriminación.
Darling pensaba en ello como en el equivalente de una carnicería.
Pescar le había proporcionado en una ocasión a Darling una sensación
de vitalidad, una maravillada apreciación de la riqueza y diversidad de la
vida.
Ahora en todo lo que le hacía pensar era en la muerte.

Les tomó una hora cebar y lanzar su sedal profundo. Cuando estuvo
abajo, Darling ató una boya de caucho al extremo del sedal y la lanzó por
encima de la borda, dejándola derivar con la marea mientras la brisa
empujaba el barco hacia el Sudeste.
Mike abrió una lata de jamón polaco y una botella de «Coca-Cola» y
lo llevó todo a proa y se sentó sobre la tapa de la escotilla y trasteó un
poco más con el motor de la bomba.
Darling fue a la timonera y comió una manzana mientras escuchaba
la radio para saber si alguien estaba pescando algo en alguna parte. Un
capitán informó que había atrapado un tiburón. Otro, propietario de un
barco charter allá en el banco Challenger, había atrapado unos cuantos
atunes Alison. Nadie más había visto nada.
El sol empezaba apenas a deslizarse hacia el Oeste desde su cénit
cuando recogieron el sedal. Se turnaron —uno al cabrestante, otro
vigilando el sedal— e intercambiaron suposiciones esperanzadas.
— ¿Lo notas?
— Un par de meros.
— Un tiburón ballena, quizá.
— Un pez tapioca.
— Yo diría que un par de cuberas.
— No querrás…
Los ocho anzuelos habían pescado dos pequeñas cuberas rojas, de
ojos saltones y las vejigas natatorias estrujadas fuera de sus bocas por la
repentina pérdida de presión. Darling las arrojó a la caja del cebo y miró al
cielo, luego al mar. Ni una aleta, ni un pájaro buscando su almuerzo. Nada.
— Bueno, al diablo con ello —dijo, y se secó las manos en los
pantalones y se dirigió a proa para poner en marcha el motor.
Estaba a punto de entrar en la cabina cuando oyó a Mike decir:
— Mira ahí. —Señalaba hacia el cielo meridional.
Un helicóptero de la Marina se encaminaba hacia ellos desde el Sur.
— Me pregunto a dónde irá —dijo Darling.
— A ninguna parte. Nunca lo hacen. Sólo pasan el tiempo.
— Quizá. —Darling saludó con la mano cuando el helicóptero pasó
por encima de sus cabezas y siguió hacia el Norte. Probablemente Mike
tenía razón. Excepto ocasionales misiones de búsqueda y rescate, había tan
poco trabajo para los pilotos de la Marina que a menudo tenían que volar
de un lado para otro en torno a la isla sólo para mantenerse entrenados y
respetar sus horas de vuelo.
Pero este piloto no estaba ocioso: se dirigía al gran vacío del Norte, y
a toda velocidad.
— No lo sé —dijo Darling—. A menos que vaya con retraso para la
cena en Nueva Escocia, diría que va a alguna misión concreta.
Entró en la timonera y cogió el micrófono de la radio.
— Huey Uno… Huey Uno… Huey Uno… Aquí el Privateer…
Responde…
7.
El teniente Marcus Sharp había estado lanzando canastas ese viernes
—fantaseando en un mano a mano con Larry Bird—, cuando el oficial de
operaciones le llamó dentro y le dijo que un piloto de la British Airways
camino de Miami había captado una señal de emergencia a treinta
kilómetros al norte de las Bermudas.
El piloto no había visto nada, dijo el oficial de operaciones, lo cual no
era sorprendente si se consideraba que viajaba a más de ochocientos
kilómetros por hora y a diez mil metros sobre el océano, pero la señal
había sido fuerte y clara en su radio VHF. Alguien estaba en problemas
allá abajo.
Los chicos de la torre en la estación aérea de la Marina habían
comprobado con Miami, Atlanta, Raleigh/Durham, Baltimore y Nueva
York para ver si algún vuelo se había retrasado. Luego operaciones llamó a
Radio Puerto Bermudas y pidió todos los informes de barcos
desaparecidos, retrasados o con problemas.
Todo parecía normal, pero no podían correr el riesgo…, tenían que
seguirle el rastro a la señal.
Sharp se duchó rápidamente y se puso su traje de vuelo, mientras el
oficial de operaciones buscaba un copiloto y un buceador de rescate para
él y se aseguraba de que uno de los helicópteros tuviera el depósito a
rebosar. Luego garabateó las coordenadas informadas por el piloto de las
B.A., se metió una barrita de chocolate y un poco de chicle en sus bolsillos
y trotó por la franja de estacionamiento hasta el helicóptero que
aguardaba.
Cuando se alzó del campo Kindley e hizo girar el aparato hacia el
Norte, Marcus Sharp se sintió vivo por primera vez en semanas. Sus jugos
fluían, su pulso estaba acelerado, se sentía interesado, tenía un objetivo en
el que enfocarse. Estaba ocurriendo algo…, no mucho, no exactamente lo
que él llamaría acción, pero cualquier cosa era mejor que el nada que se
había convertido en su rutina.
Quizá, pensó mientras corregía su rumbo hacia el Noroeste, quizás
hallaran realmente algo en el agua, alguien en peligro. Tal vez incluso
tuvieran que realizar algo…, para variar.
El problema de Sharp no era sólo que estaba aburrido. Era mas
complicado que eso, peor que el aburrimiento. Tenía una extraña y amorfa
sensación de que se estaba muriendo, no físicamente sino de una forma
distinta y menos tangible. Siempre había necesitado aventura, cortejar el
peligro, anhelaba el cambio, tenía la sensación de que no podía vivir sin
ello. Y la vida siempre le había proporcionado suficiente alimentación.
El reclutador de la Marina en el Estado de Michigan había habido
reconocer en Sharp la necesidad de acción, y había jugado con ello. He
aquí un chico que se había roto ambas piernas —una esquiando, la otra
practicando el ala delta—, y sin embargo había persistido en ambos
deportes; buceador con título desde los catorce años cuyo héroe no era
Jacques Cousteau sino Peter Gimbel, el hombre que había filmado las
primeras películas submarinas sobre los grandes tiburones blancos y el
pecio del Andrea Doria—, un soñador que deseaba construir un aeroplano
ultraligero y volar por todo el país con él; un inquieto buscador cuya
ambición era realizarse no acumulando riquezas sino comprobando sus
propios límites. En el test de perfil psicológico de la Marina, había listado
tres hombres a los que admiraba: Ernest Hemingway, Theodore Roosevelt
y James Bond…, todos «porque eran actores, no observadores, vivían sus
vidas». (Sharp notó que, como él, la Marina no era demasiado escrupulosa
a la hora de hacer distinciones entre leyenda y realidad.)
El reclutador persuadió a Marcus de que la Marina le ofrecía una
posibilidad de pasar su carrera haciendo lo que otros podían esperar hacer
sólo en vacaciones ocasionales. Podía escoger su especialidad, cambiarla
regularmente, «extender sus recursos» sobre el mar y el cielo y, en el
proceso —casi incidentalmente—, contribuir a la defensa de la nación.
Firmó antes de la graduación y, en junio de 1983, entró en la Escuela
de Candidatos a Oficiales de Newport, Rhode Island.
Los primeros años llenaron sus expectativas. Se convirtió en un
experto en demolición submarina. Se cualificó como piloto de helicóptero.
Hizo su servicio en la Marina y participó realmente en combate, en
Panamá. Cuando su mente atrapó a su cuerpo y desarrolló intereses
adultos, pasó un año estudiando meteorología y oceanografía en un
programa de intercambio en Halifax.
La vida para Sharp era rica, variada y divertida.
Pero, en el último año y medio, la variedad y la diversión habían
dejado de satisfacerle.
Sabía que parte de su problema era su no disposición a enfrentarse al
espectro de ser un adulto. Tenía veintinueve años y no había pensado
mucho en los treinta, ciertamente no los había temido hasta hacía unos
pocos meses, cuando había sido rechazada su solicitud para unirse a la
élite de la Marina, las guerrillas anfibias de alto riesgo y alta exigencia,
los SEALs. Era demasiado viejo.
Pero en el fondo de su descontento se hallaba la única cosa cana a la
tragedia que Marcus Sharp había conocido nunca. Se había enamorado de
una azafata de la «United Airlines», aficionada al esquí y al buceo, y
habían estado por todo el mundo juntos. Eran jóvenes e inmortales. El
matrimonio era una posibilidad, no una necesidad. Vivían en y para el
presente.
Y luego, un día de setiembre de 1989, estaban buceando a pulmón
libre en una playa en North Queensland. Habían oído advertencias de
rutina acerca de animales peligrosos, pero no se habían sentido
preocupados. Habían nadado entre tiburones y rayas y barracudas; podían
cuidar de sí mismos. El mundo no era un mundo de peligro sino de
aventura y descubrimiento.
Habían visto una tortuga nadando junto a ellos y la habían seguido,
intentando mantenerse a su altura. La tortuga había disminuido su marcha
y abierto la boca, como si fuera a comer algo, aunque no vieron nada, y se
deslizaron hacia ella, atraídos por su gracia y su eficiencia en el agua.
Karen adelantó una mano para tocarla, para acariciar su caparazón, y
mientras Sharp miraba se convulsionó de pronto y se llevó la mano al
pecho como si quisiera desgarrárselo. El snorkel escapó de su boca. Sus
ojos se desorbitaron y gritó, arrancándose su propia carne.
Sharp la agarró y tiró de ella hasta la superficie e intentó hacerla
hablar, pero todo lo que ella consiguió hacer fue seguir gritando.
Cuando consiguió llevarla hasta la orilla, estaba muerta. La tortuga se
había estado alimentando de avispas de mar, una especie de medusas
completamente invisibles en el agua, colonias de nematocistos tan tóxicos
que sólo el rozarlos podía provocar un paro cardíaco. Y así había sido.
Una vez Karen estuvo enterrada en Indiana y el dolor de Sharp
empezó a cicatrizar, se descubrió poseído por los más oscuros
pensamientos, pensamientos sobre el caprichoso azar del destino. No era
un asunto de injusticia o falta de equidad: nunca había considerado la vida
como algo justo o injusto; simplemente era. Pero el destino era
caprichoso. No eran inmortales; nada era para siempre.
Se había sentido atormentado por el vacío de su vida, por la falta de
foco. Había hecho muchas cosas, pero todas carecían de finalidad.
Tenía una imagen de sí mismo como una bola de acero en una
máquina del millón, rebotando arriba y abajo y metiéndose en un agujero
para saltar y meterse en otro, sin ir a ninguna parte.
La Marina le había proporcionado el mejor billete disponible, un tour
de dos años en las Bermudas: soleado, confortable, no muy exigente y a
sólo dos horas de los Estados Unidos. Tranquilidad, sin embargo, no era lo
que necesitaba Sharp. Necesitaba acción, pero ninguna acción por sí
misma era suficiente: tenía que haber una finalidad, un propósito en ella.
En las Bermudas no había hallado mucho que hacer excepto hojear
papeles y ocasionalmente volar de un lado para otro con un helicóptero y
esperar que alguien necesitara ser rescatado.
De tanto en tanto pensaba en abandonar la Marina, pero no tenía la
menor idea de lo que podría hacer luego. La vida civil tenía pocas
especialidades en las que pudieran encajar pilotos de helicópteros expertos
en volar puentes.
Mientras tanto, se presentaba voluntario para cualquier tarea que
mantuviera ocupada su mente.

Ahora se encaminaba hacia el Noroeste, con la intención de


establecer un esquema de búsqueda desde el Noroeste hacia el Norte y
hacia el Nordeste y luego hacia el Este, todo ello por la parte Norte de la
isla. Conectó su radio UHF a 243,0 y su VHF a 121,5, las dos frecuencias
sobre las que radiaban los equipos de emergencia. Volaba a ciento
cincuenta metros.
A diez kilómetros de la isla, donde terminaban los arrecifes y el agua
cambiaba de turquesa moteado a cerúleo profundo, oyó un bip: muy débil,
muy distante, pero persistente. Miró al copiloto, se dio unas palmadas en
los auriculares, y el copiloto asintió y le hizo un signo con los pulgares
hacia arriba. Sharp observó sus instrumentos y giró lentamente el
helicóptero de lado a lado hasta que halló la dirección en la que el bip de
orientación de su radio era más fuerte. Tomó el rumbo por la brújula.
Entonces le llegó una voz por su radio de la Marina.
— Huey Uno… Huey Uno… Huey Uno… Aquí el Privateer…
Responde…
— Privateer… Huey Uno… —Sharp sonrió—. Eh, Látigo…, ¿dónde
estás?
— Inmediatamente debajo de ti, muchacho. ¿Acaso no te fijas en la
carretera?
— Tenía mis ojos en el futuro.
— ¿Alguna salida?
— Un piloto de las B.A. informó de la señal de una EPIRB hace poco.
¿Has oído algo?
— Ni un bip. ¿A qué distancia?
— Quince, veinte kilómetros. Ahora lo tengo a uno veinte uno cinco.
Sea lo que sea, el viento del Noroeste lo está empujando en esta dirección.
— Quizá voy a seguir tu estela.
Sharp dudó, luego dijo:
— De acuerdo, hazlo, Látigo. ¿Quién sabe? A lo mejor tu ayuda me
es útil.
— Hecho y hecho, Marcus. Privateer a la escucha.
Bien, pensó Sharp. Si había algún barco hundiéndose por allí, Látigo
llegaría mucho más rápido que cualquier otro barco llamado de la base. Si
era un barco abandonado, un bote salvavidas, digamos, podía pedirle que
mandara a un buceador a investigar. El tiempo era decente, pero lanzar a
un buceador desde un helicóptero en mar abierto bajo cualquier condición
implicaba un riesgo. No dudaría en hacerlo él mismo, pero no confiaba en
lanzar a un chico de diecinueve años completamente solo allá abajo.
Látigo podría comprobar por él mientras él iba en busca de flotadores. Si
hallaban gente, viva o muerta, tendría que dejar al buceador, y deseaba que
el muchacho estuviera fresco.
Además, quizás hubiera algo valioso para Látigo si nadie lo
reclamaba. Una balsa. Una radio. Una pistola de señales. Algo que valiera
la pena de vender o usar, algo que le proporcionara a Látigo dinero o le
ahorrara dinero. Y Sharp sabía que Látigo lo necesitaba.
Además, pensó Sharp, le debo una.
¿Una? Demonios, le debía a Látigo Darling casi un centenar.
Látigo había salvado la cordura de Sharp en unos momentos en los
que éste tenía más posibilidades que nunca de convertirse en una masa
informe, un adicto a entretenimientos tales como Los nazis surfistas deben
morir y Amazonas en la Luna. Sus fines de semana se habían vuelto
insoportables. Había buceado con todos los grupos turísticos comerciales
de la isla, había recorrido en moto hasta el último centímetro cuadrado del
lugar, había visitado cada fuerte y cada museo, había gastado en todos los
bares —no sentía ninguna objeción moral a emborracharse, pero no
toleraba el licor y no le gustaba cómo sabía—, y había visto todas las
películas de vídeo de la base excepto las que implicaban el asesinato a
hachazos de niñeras. Leía cuatro horas cada día, hasta que sus ojos se
rebelaron y su culo se atrofió. Estaba a punto de hacer lo impensable —
dedicarse al golf— cuando conoció a Látigo en una conferencia de la base.
Escuchó, fascinado, la exposición de Látigo sobre las técnicas de
descubrir barcos hundidos, e hizo las suficientes preguntas inteligentes
como para garantizarse una invitación a ir a su barco algún domingo…, lo
cual se convirtió rápidamente en cada domingo y la mayoría de los
sábados. Mientras escuchaba a Látigo fue aprendiendo y, curiosamente,
descubrió que empezaba a sentirse avergonzado de su educación. Porque
allí delante tenía a un hombre con seis años de escolarización que había
aprendido por sí mismo a ser no sólo pescador y buceador sino también
historiador y biólogo y numismático y…, bueno, una enciclopedia viviente
del mar.
Sharp se ofreció a contribuir a los gastos de combustible de Darling y
su oferta fue rechazada; se ofreció a ayudarle a pintar el barco y su oferta
fue aceptada, lo cual le complació porque le hizo sentirse un participante
en vez de un parásito. Luego Látigo le mostró fotografías del aspecto que
tenían los viejos pecios desde el aire, y de pronto —como si una puerta se
hubiera abierto una rendija, iluminando un rincón de su mente que no
sabía que estuviera allí— vio la perspectiva de nuevos intereses, nuevas
metas.
Látigo le enseñó a no buscar la imagen clásica de cuento de hadas de
una nave hundida: el barco erguido y apoyado sobre su quilla, las velas
dispuestas, los esqueletos tocados con sus tricornios sentados allá donde
murieron jugando a las cartas sobre un montón de doblones. Los viejos
barcos eran de madera y, en su mayor parte, los que se hundieron en las
Bermudas lo hicieron en aguas poco profundas. Las tormentas los hicieron
pedazos, y siglos de movimientos de las aguas dispersaron esos pedazos y
los apretaron contra el fondo, y el fondo los absorbió y los corales
crecieron sobre ellos, reteniendo a los muertos en sus senos.
Había tres detalles reveladores, le dijo Látigo, de la existencia de un
pecio en el fondo. Cuando una embarcación era traída hacia los arrecifes
—empujada por el viento, arrastrada por el embravecido mar—, chocaba
contra ellos, mataba a los frágiles corales y dejaba una clara marca que,
vista desde cincuenta metros en el aire, daba la impresión de la marca de
un gigantesco neumático.
Unos ojos atentos podían ver uno o dos cañones, cubiertos de
crecimientos vegetales e incrustados de corales y con el aspecto de una
masa improbable que formaba una línea recta innatural. Había mucho de
verdad en el viejo dicho de que a la naturaleza no le gustan las líneas
rectas. Pero la presencia de un cañón no siempre significaba que el barco
en sí estuviera cerca, porque, cuando un barco se hallaba en sus últimos
estertores, a menudo la tripulación lanzaba por la borda todo lo que
encontraba para no volcar. Era posible encontrar un cañón aquí, un áncora
allá, y ningún barco en absoluto si el mar lo había arrastrado varios
kilómetros antes de hundirlo y hacerlo pedazos en su último lugar de
descanso.
Lo que era un premio seguro —visible desde el aire pero muy difícil
de identificar— era una pila de lastre, porque Látigo insistía en que allá
donde un barco dejaba caer su lastre era donde había muerto. Sí, su
cubierta podía haber sido arrastrada, o sus velas, llevándose consigo a uno
o dos supervivientes, pero su corazón y su alma —su carga, su tesoro—
reposaban junto con su lastre. Normalmente, en los viejos tiempos se
lastraban los barcos con piedras de río del Támesis o el Ebro o de algún río
cercano a sus puertos de origen. Las rocas eran lisas y redondeadas y lo
bastante pequeñas como para que un hombre pudiera alzarlas. Piensa en
los adoquines, le dijo Látigo a Sharp, porque todos los adoquines en
lugares como Nantucket habían sido piedras de lastre, transportadas en las
entrañas de un barco para mantenerlo estabilizado en su viaje desde
Inglaterra, luego remplazadas por barriles de aceite en el viaje de vuelta a
casa.
Así que Sharp se condicionó a buscar montones de piedras muy
redondeadas apiladas muy juntas, a menudo en un agujero de arena blanca
entre oscuras puntas de coral, porque Látigo le había enseñado que un
viejo barco podía haber golpeado una punta de coral y quedar encajonado
allí hasta que otra tormenta arrancara y lo hiciera pedazos y lanzara sus
entrañas la arena, que las abrazaría y las cubriría.
Ahora Sharp nunca se perdía una oportunidad de volar, y cada vez que
lo hacía —ya fuera supuestamente para mantener sus horas de vuelo, o
para entrenar nuevos pilotos, o para probar un equipo nuevo—, siempre
permanecía atento a la posible presencia de pecios. Volaba tan bajo como
le era posible, yendo de un lado para otro para mantener los rayos del sol
en ángulo a través de las zonas poco profundas del mar, y si alguien de su
tripulación le preguntaba alguna vez qué demonios estaba haciendo,
respondía con algo vago como que lo estaba poniendo a prueba.
Hasta ahora había hallado dos montones de lastre, dos barcos
hundidos. Uno, decía Látigo, había sido explorado en los años sesenta. El
otro era nuevo. Irían a investigarlo uno de estos días.

Los bips eran fuertes y regulares ahora, y Sharp pudo ver algo
amarillo que se deslizaba hacia arriba y hacia abajo en el ondulante mar.
Empujó hacia abajo la palanca de control y el helicóptero descendió a
treinta metros.
Era una balsa, pequeña y vacía y al parecer sin el menor daño. Trazó
un par de círculos sobre ella, tomando buen cuidado de mantenerse lo
bastante alto como para que el viento de sus rotores no la forzara a dar
vueltas sobre sí misma o la volcara en la cresta de una ola.
— Privateer… Huey Uno…
— Sí, Marcus… —le llegó la voz de Látigo.
— Es una balsa. Nadie a bordo. Sólo una balsa. Pudo haber caído de
un barco. Algunas de esas EPIRBs se activan con el agua salada.
— ¿Por qué no me dejas recogerla con mi pescante? Daré un par de
vueltas antes, veré si hay nadadores, luego la llevaré a la orilla. Nadie
necesita mojarse.
— Adelante. Se halla a tres cuatro cero de donde estabas. Deberías
poder llegar en una hora o así. Mientras tanto, efectuaré una búsqueda por
los alrededores y me mantendré por aquí hasta que el combustible nos
mande de vuelta a casa.
— Roger a eso, Marcus.
— Supongo que se trata de una falsa alarma. Pero la tierra de los
libres y el hogar de los valientes te lo agradece de todos modos, Látigo.
— Oh, no tiene importancia. Privateer a la escucha…
8.
— Quizás el día no haya sido tan inútil después de todo —dijo
Darling mientras trepaba por la escalerilla al puente alto.
— ¿Por qué? —Mike estaba guardando el último de los guardacabos
de cable trenzado.
— Nos da la oportunidad de recoger una balsa. Si es una «Switlik» y
nadie la reclama, representa un par de miles, quizá más.
— Alguien la reclamará. Siempre lo hacen.
— Es muy posible…, si sigue la suerte que tenemos últimamente.
Llegaron a la vista de la balsa en menos de una hora, y Darling
efectuó un lento círculo a su alrededor, estudiándola como si fuera un
espécimen sobre una platina de laboratorio.
— Una «Switlik» —dijo, complacido.
— Parece completamente nueva, como si nadie hubiera estado nunca
en ella.
— O eso, o fueron rescatados demasiado rápido. —Darling no veía
ninguno de los signos normales que deja la gente cuando pasa un cierto
tiempo en una balsa: no había suciedad, ni las típicas señales de los
zapatos de suela de caucho, ni sangre de pescado de posibles capturas, ni
trozos de ropa.
— ¿Quieres decir que los rescataron los tiburones? —dijo Mike.
Darling negó con la cabeza.
— Los tiburones hubieran atacado a través del caucho, hubieran
reventado una de las cámaras, quizá la hubieran arañado con su piel. Ya
ves cómo está.
— ¿Qué, entonces?
— Una ballena, tal vez. —Darling siguió trazando un círculo en torno
a la balsa mientras meditaba aquella posibilidad. Se sabía que las oreas
atacaban balsas, lanchas, incluso botes de respetable tamaño. Nadie sabía
por qué, porque nunca habían seguido adelante y habían atacado a la gente:
no se sabía de un solo caso de una orea que hubiera devorado a un ser
humano. Quizá simplemente les gustaba jugar con una balsa y, como un
niño que ha crecido demasiado rápido, no conocían su propia fuerza.
Las ballenas yubarta habían matado a gente, pero siempre por
accidente. Se habían acercado a las balsas sólo por curiosidad, para ver lo
que eran, y se habían situado debajo y les habían dado un golpe inquisitivo
con su aleta caudal, y la gente había salido despedida a la muerte.
— No —dijo Darling, desechando el pensamiento—. Todo estaría
patas arriba.
— Tal vez se deslizó inadvertidamente de la cubierta de algún barco y
cayó al océano —apuntó Mike.
— Entonces, ¿quién conectó la EPIRB? —Darling señaló la
radiobaliza envuelta en estirofoam—. No es automática. Alguien la
conectó.
— Quizás un barco recogió a la gente y olvidó apagarla.
— ¿Y nadie se molestó en informar a Bermudas de ello? —Darling
hizo una pausa—. Apostaría a que su barco se hundió rápidamente bajo sus
pies, y lanzaron la balsa al mar y saltaron a ella, pero fallaron y se
ahogaron.
A Mike pareció gustarle la respuesta, así que Darling no elaboró la
brumosa idea que tenía de otra opción. No servía de nada agitar malos
pensamientos en Mike. Además, en general las especulaciones no eran
más que tonterías.
— Bien —dijo Darling—, la buena noticia es que se trata de una
«Switlik» completamente nueva, que vale lo suficiente como para
mantener a los lobos a raya durante un tiempo.
Engancharon la balsa con un arpón, ataron la cuerda al aparejo de
poleas del pescante, hicieron girar el cabrestante y la izaron a bordo.
Mike se arrodilló y la examinó, abrió la caja de pertrechos en la proa,
palpó por debajo de las cámaras de caucho.
— Será mejor que apagues la EPIRB —dijo Darling mientras retiraba
el arpón y enrollaba la cuerda—. No querremos a un montón de pilotos
atraídos por la señal de emergencia cuando deberían estar ocupándose de
sus resacas.
Mike accionó el interruptor de la radiobaliza y metió la antena. Se
puso en pie.
— Nada —dijo—. No falta nada, no hay nada raro.
— No. —Pero algo preocupaba a Darling, y siguió observando la
balsa, comparando el inventario de lo que veía con lo que sabía que
debería estar viendo.
El remo. Eso era. No había ninguno. Cada balsa llevaba al menos un
remo, y ésta tenía previsto llevarlos; al menos ahí estaban las fijaciones.
Pero no había ningún remo.
Entonces, cuando el barco se bamboleó ligeramente, sus ojos fueron
atraídos hacia un reflejo de la luz del sol en algo sobre una de las cámaras.
Se inclinó y acercó su rostro al caucho. Había marcas como de raspaduras,
como si un cuchillo hubiera cortado el caucho pero no hubiera llegado a
atravesarlo, y alrededor de cada raspadura, brillando al sol, había una
mancha de algún tipo de légamo. Tocó con los dedos el légamo y se los
llevó a la nariz.
— ¿Qué es? —preguntó Mike.
Darling vaciló, luego decidió mentir.
— Aceite bronceador. Los pobres tipos estaban preocupados por
ponerse morenos.
No tenía la menor idea de lo que era. Olía a amoníaco.
Darling llamó a Sharp por la radio y le dijo que tenían la balsa y que
pensaba seguir buscando un poco más hacia el Norte. Una persona en el
agua, viva o muerta, no era impulsada por el viento, no podía haber
viajado tan lejos como debía haberlo hecho la balsa…, de hecho, podía
haberse movido en dirección opuesta a ella, según la corriente.
Así siguieron hacia el Norte durante una hora —quince kilómetros,
más o menos—, luego giraron al Sur e iniciaron un zigzag del Sudoeste al
Sudeste. Mike permanecía de pie en la proa, con los ojos fijos en la
cercana superficie y los primeros metros por debajo de ella, mientras
Darling escrutaba la distancia desde el puente alto.
Acababan de girar hacia el Este, alejándose del sol, cuando Mike
llamó:
— ¡Ahí! —y señaló hacia babor.
A veinte o treinta metros de distancia, algo grande y reluciente
flotaba en medio de una maraña de sargazos.
Darling redujo la marcha y giró el timón hacia allá. A medida que se
acercaban vieron que la cosa, fuera lo que fuese, no era de fabricación
humana. Ondulaba lentamente, tenía un brillo húmedo y se estremecía
como gelatina.
— ¿Qué demonios es eso? —preguntó Mike.
— Parece como una medusa de dos metros que se hubiera enredado
entre las algas.
— ¡Maldita sea! No quiero meterme dentro de eso.
Darling puso el motor en punto muerto y observó desde el puente alto
cómo la cosa se deslizaba de costado. Era una enorme masa gelatinosa
oblonga, con un agujero en el centro, y parecía tener alguna especie de
vida, porque giraba como para exponer nuevas partes de ella a la luz del
sol cada pocos segundos.
— No se parece a ninguna medusa que yo haya visto nunca —dijo
Mike.
— No —admitió Darling—. Me desconcierta. Supongo que será
algún tipo de freza.
— ¿Quieres que recojamos un poco?
— ¿Para qué?
— Para el acuario.
— No. Nunca me han pedido freza de ningún tipo. Si es freza,
dejemos que las huevas se desarrollen y vivan, sean lo que sean.
Darling reanudó su rumbo hacia el Sudeste. Cuando alcanzaron la
zona donde habían recuperado la balsa, habían hallado dos cojines de
asiento y una defensa de caucho.
— Me pregunto cómo Marcus no vio esto —dijo Mike mientras subía
la defensa a bordo—. No estaba bajo el agua precisamente.
— Un helicóptero es un aparato maravilloso, pero tienes que volar
realmente lento sobre el agua o superas la capacidad de los escáners del
ojo humano. —Darling miró al agua. No había signos de vida, presentes o
pasados—. Bien, eso es todo, creo.
Se orientó hacia el impreciso montículo en la distancia llamado
Bermudas y se encaminó a casa.

A las seis habían dejado atrás la parte profunda, y la agitación del


océano se había reducido y el color del agua había cambiado de azul acero
a verde oscuro. Desde el puente alto podían ver los agujeros de arena en el
fondo y las manchas oscuras de hierba y coral.
— ¿Qué es eso? —preguntó Mike, y señaló hacia un barco silueteado
contra el sol poniente.
Darling se escudó los ojos y miró hacia el barco, evaluando la curva
de la proa y la forma de la timonera y el tamaño de la cabina.
— Es Cari Frith —dijo.
— ¿Qué demonios está haciendo? ¿Pescar?
— ¿En los bajíos? No es probable.
Siguieron mirando. Podían ver movimiento a bordo del barco, que se
bamboleó como si estuviera cargando un peso y luego se bamboleó hacia
el otro lado como si lo hubiera soltado.
— ¿No crees que…? —empezó a decir Mike—. No, no es tan
estúpido.
— ¿Estúpido? Quizá no —dijo Darling, y viró hacia el otro barco y
empujó hacia delante la palanca de la válvula de admisión de la gasolina
—. Pero, ¿qué hay de la codicia?
Mike miró a Darling. La mandíbula de Látigo estaba encajada de una
forma peculiar, y había una fría y entrecerrada dureza en sus ojos.
Cari Frith había sido un pescador con trampas, y uno de los que
protestaron haciendo más ruido cuando las trampas fueron declaradas
fuera de la ley. Siempre estaba hablando de libertad, independencia y los
derechos del hombre, pese a haber recibido más de 100.000 dólares de su
acuerdo con el Gobierno…, suficientes para cualquier hombre, opinaba
Darling, suficientes para permitirle cambiar a la pesca con sedal o
empezar algún negocio completamente distinto. Pero empezaba a parecer
como si Cari Frith lo quisiera de las dos maneras.
Puesto que se aproximaban desde el Noroeste, contra el viento,
habían llegado a menos de un centenar de metros de Frith antes de que éste
oyera el motor del Privateer. Tuvieron una clara visión de cómo alcanzaba
y enganchaba con el bichero de su barco la boya sumergida, alzaba la
cuerda hasta su cabrestante, izaba la primera y enorme trampa para peces a
bordo de su barco, abría la puerta y vaciaba las capturas en la bodega.
— Miserable hijoputa —dijo Darling.
— ¿Lo embestimos?
— Vamos a darle un susto al bastardo.
— Estupendo.
Darling sentía la rabia ascender por la boca de su estómago. No le
importaba el hecho de que lo que Frith estaba haciendo era ilegal: en lo
que a Darling se refería, la mayoría de las leyes eran putas asignadas para
servir a los políticos. Lo que ardía en él —le ultrajaba, le enfermaba— era
el absoluto egoísmo del nombre, su ciega precipitación hacia la
destrucción y el desperdicio. Y no era sólo el que Frith siguiera pescando
con trampas; usaba boyas sumergidas para que la Policía marítima no las
viera en la superficie. Un barco que pasara podía atrapar la boya en su
hélice y romperla o cortarla, o una tormenta podía variar la posición de la
trampa de tal modo que Frith no pudiera encontrarla. En cualquier caso, la
trampa se perdería en el fondo, donde, día tras día, semana tras semana,
mataría y mataría y mataría.
Frith le oyó llegar ahora. Tenía una trampa colgando del lado, y tan
pronto como se volvió y vio al Privateer avanzar hacia él sacó un cuchillo
de una funda en su cinturón y cortó la cuerda que sujetaba la trampa, y la
trampa chapoteó en el agua y se hundió.
Darling mantuvo la velocidad hasta que estuvo a diez metros del
pequeño barco de Frith, y entonces giró rápidamente el timón y echó hacia
atrás la palanca reguladora del combustible, creando una ola que se
estrelló contra el costado del barco de Frith e hizo tambalearse a éste.
— ¡Eh! —gritó Frith—. ¿Qué crees que estás haciendo?
Darling dejó que su barco se balanceara al lado del de Frith. Se
inclinó sobre la barandilla del puente alto y miró hacia abajo. Frith se
hallaba en la cincuentena, tenía barriga de barril y estaba calvo. Su piel era
tan oscura y carcomida como una vieja silla de montar, sus dientes estaban
amarillos por la nicotina.
— Sólo he venido a echar un vistazo a lo que estabas haciendo, Cari
—dijo Darling.
— Nada que sea asunto tuyo.
— No estarás pescando, ¿verdad?
— No te preocupes por ello.
— Y no estarás pescando con trampas.
— Lárgate, Látigo.
— Veamos, Cari… —La sonrisa de Darling era helada—. Supongo
que estás pescando principalmente…, ¿qué?…, peces papagayo y pageles.
¿Correcto?
Frith no dijo nada.
Darling se volvió a Mike.
— Echa una mirada, Michael, ve lo que ha conseguido.
Mike empezó a bajar la escalerilla del puente alto. Frith extrajo de
nuevo su cuchillo y lo alzó.
— Nadie sube a mi barco.
Desde su percha en la escalerilla, Mike se inclinó y miró a la bodega
de Frith. Luego alzó la vista a Darling y asintió.
Darling siguió sonriendo y dijo:
— Peces papagayo y pageles. Vas a venderlos a los hoteles, ¿verdad,
Cari? ¿Como pescado fresco de las Bermudas? ¿Sacarás unos cinco
dólares el kilo?
— No puedes probar nada —dijo Frith. Abrió los brazos e hizo un
gesto hacia la vacía cabina—. ¿Trampas? ¿Dónde ves trampas?
— No tengo que probar nada, Cari. No voy a denunciarte.
— Oh. —Frith se relajó—. Bueno, entonces…
Mike pareció sobresaltarse, pero permaneció quieto.
— ¿Sabes lo que hacen los peces papagayo y los pageles, Cari?
Comen las algas que crecen en los corales, limpian los arrecifes. Sin ellos,
el coral se asfixia y muere.
— Oh, vamos, Látigo…, un hombre, unas cuantas trampas, no
hagas…
— Por supuesto, Cari. —Darling dejó que su sonrisa se desvaneciera
—. Un hombre que recibió cien mil dólares del Gobierno y dio su palabra
de que había dejado de pescar, un hombre que no necesita el dinero pero es
demasiado testarudo como para hacer nada más, un hombre a quien no le
importa una mierda…
— Eh, que te jodan, Látigo.
— No, Cari —dijo Darling—, Que te jodan a ti. —Giró el timón hacia
la derecha y empujó la palanca reguladora, y el Privateer saltó hacia
delante y hacia la derecha y golpeó el barco de Frith, y su proa de acero
hizo pedazos la plataforma de natación de popa de Frith.
— ¡Eh! Maldita sea… —exclamó Frith.
Darling siguió girando, y su proa empujó el barco de Frith en un
círculo. Frith corrió hacia proa y dio la vuelta a la llave del contacto y
apretó el botón que ponía en marcha el motor. El motor tosió, protestó,
empezó a girar.
Darling invirtió la marcha de su motor, retrocedió y apuntó la proa a
la popa de Frith. Golpeó la bovedilla de Frith y la aplastó.
Entonces Frith consiguió engranar el motor y saltó hacia delante, en
un intento de escapar.
Mike trepó la escalerilla y se situó de pie al lado de Darling en la
cubierta superior.
— ¿Vamos a hundirle?
— El va a hundirse. —Darling miró el sol a sus espaldas: todavía
estaba bien por encima del horizonte, todavía era una brillante bola
amarilla.
Frith huyó en dirección este. Darling permaneció diez metros detrás
de él, amenazándole con colisionar contra él pero no forzando la colisión,
cortando a Frith cada vez que intentaba variar de rumbo, forzándole
siempre hacia el Este.
— No lo capto —dijo Mike.
— Lo captarás.
— Lo estás llevando al corte.
— No exactamente a él.
Mike pensó por un momento, y luego lo captó, y sonrió.
Durante cinco minutos Darling persiguió a Frith, comprobando
siempre el sol a sus espaldas y los arrecifes delante. Luego, suavemente,
echó hacia atrás la palanca reguladora. El Privateer redujo su velocidad, y
Frith fue ganando gradualmente distancia.
Frith miró hacia atrás y vio que estaba ganando. Le gritó algo que fue
arrastrado por el viento, y le alzó a Darling un dedo.
Darling colocó la palanca en punto muerto y el Privateer se detuvo.
— Adiós, Cari —dijo—. Que tengas un buen día. —Señaló hacia
proa. A menos de metro y medio de distancia, apenas cubierta por las
aguas, estaba la primera de una dentada falange de puntas de coral.
— ¿Crees que funcionará? —preguntó Mike—. Se conoce estos
arrecifes.
— Nadie conoce estos arrecifes, Michael, si no puede ver.

Cari Frith eludió una punta de coral, luego otra.


Tómatelo con calma, se dijo. Puede que tu calado sea de sólo un
metro, pero algunos de esos sodomitas están a poco más de un palmo de
profundidad.
Echó la palanca hacia atrás, disminuyendo la marcha, dejando que sus
pulmones se acompasaran a su corazón.
Maldita sea, el muy jodido farisaico. ¿Quién era Látigo Darling para
decirle a un hombre cómo debía ganarse la vida? Látigo no lo estaba
haciendo muy bien con la suya, por lo que había oído. Uno pensaría que
tendría que sentir una cierta simpatía. ¿Importantes los peces papagayo?
¿Los pageles? Era para reírse. Eran peces basureros, todo el mundo sabía
eso.
Látigo estaba dolido porque él sencillamente no había tenido ninguna
trampa con la que sacarle algo al Gobierno.
No importaba. No había ningún problema. Látigo había dicho que no
iba a denunciarle y, fuera lo que fuese Látigo, era un hombre de palabra. Si
deseaba que esto se convirtiera en algo personal, Frith lo convertiría en
algo personal. Un día saldría ahí fuera y quizá simplemente cortaría todas
las boyas de Látigo, toda esa mierda que hacía para el acuario. Ni siquiera
era trabajo para un hombre.
De todos modos, era evidente que Látigo no había sido demasiado
serio, o hubiera hecho algo más que perseguirle simplemente hasta los
bajíos. No era ningún problema. Todo lo que tenía que hacer era dar media
vuelta y…
Frith miró hacia el Oeste. No pudo ver nada, sólo los cegadores
destellos amarillos del sol sobre el moteado mar. Ninguna definición en el
agua, ninguna punta de coral, nada. Era como mirar una lámina de
aluminio en pleno mediodía.
Se dio cuenta de que estaba atrapado. No podía ir hacia el Este porque
al lá las puntas de coral rompían realmente el agua. No podía ir hacia el
Oeste porque no podía ver: ciego, tenía garantizado un desgarrón en el
fondo de su barco. Y la marea estaba bajando, recordó esto de la mañana,
cuando comprobó las tablas de marea para asegurarse de que podría
encontrar sus boyéis.
Podía aguardar hasta la puesta del sol…, ¿y qué? ¿Intentarlo en la
oscuridad? Mejor olvidarlo.
Tendría que esperar hasta la mañana. Echaría el ancla y esperaría,
tomaría una cerveza y dormiría y…
Pero no se atrevió. Si se alzaba viento, podía verse obligado a
moverse en medio de la noche. ¿Qué se suponía que haría el viento? No se
había molestado en comprobarlo, no le había parecido importante.
No podía ver el barco de Látigo, estaba ahí fuera en alguna parte en la
luz del sol. Gritó:
— ¡Maldito seas…!

Darling observó cómo el barco de Frith reducía su marcha, Juego se


detenía. Imaginó a Frith pensando que todo estaba bien, luego volviéndose
y mirando al sol.
— Esperará a que amanezca —dijo Mike.
— No Cari. No tiene tanta paciencia.
Aguardaron unos pocos minutos más, derivando al borde del somero
arrecife.
— Quizá tengas razón —dijo al fin Darling, y adelantó la mano hacia
la palanca.
Justo entonces oyeron el rugir del motor de Frith.
— No —dijo Mike con una sonrisa.
Escucharon el ruido del motor a través de las tranquilas aguas, lo
oyeron aumentar, luego disminuir sus revoluciones, avanzando y
retrocediendo.
— Está buscando —dijo Darling—. Como un ciego.
Un momento más tarde captaron un ligero temblor en sus pies,
enviado por el agua a través de las planchas de acero del Privateer, y luego
oyeron un ruido bajo y chirriante, seguido de pronto por el aullar del
motor de Frith.
— Lo hizo —dijo Darling, y se echó a reír y palmeó a Mike en el
hombro—. Se lanzó contra el arrecife, duro y rápido.
— ¿Quieres que llame a la Policía? —preguntó Mike—. Pueden
enviar el bote de caucho.
— Déjale que nade. Le irá bien esforzarse un poco. —Darling hizo
girar su barco hacia el Oeste—. Además, tenemos un deber que cumplir.
— ¿Cuál?
— Inutilizar las trampas de ese hijoputa.
— Nos denunciará —dijo Mike. Luego hizo una pausa—. No, ahora
que lo pienso, no creo que lo haga.

En el momento en que Darling rodeó la punta hacia el interior de la


bahía Mangrove, el azul del cielo se estaba volviendo rápidamente violeta,
y el sol ya desaparecido había teñido las nubes occidentales del color del
salmón.
Sólo ardía una luz en el embarcadero, y debajo de ella, amarrada a un
pilote, había una lancha con motor fuera borda blanca de nueve metros con
la palabra policía pintada en los costados con letras azules de un palmo de
largo.
— Cristo —dijo Mike—. Ya nos ha denunciado.
— Lo dudo —dijo Darling—. Cari es un estúpido, pero no está loco.
Dos policías jóvenes estaban de pie en el muelle, uno blanco, el otro
negro, ambos llevando camisas de uniforme, pantalones cortos y
calcetines hasta la rodilla. Observaron mientras Darling acercaba el barco
al muelle, y le pasaron a Mike los cabos de proa y popa.
Darling conocía a los policías, no tenía ningún problema con ellos…,
no más de los que tenía con la Policía marina en general, a la que
consideraba mal entrenada, mal equipada y sobrecargada de trabajo. A
esos dos los había llevado consigo a mar abierto en sus días libres, les
había ayudado a aprender a leer los arrecifes, les había mostrado atajos por
los pocos canales de aguas profundas para entrar y salir de las Bermudas.
Sin embargo, prefirió permanecer en el puente alto, con la sensación
instintiva de que la altitud reforzaba su autoridad.
Se inclinó sobre la barandilla, alzó un dedo y dijo:
— Colin… Barnett…
— Eh, Látigo… —respondió Colin, el policía blanco.
— ¿Subimos a bordo? —añadió Barnett.
— Adelante —dijo Darling—. ¿Qué os trae aquí fuera en plena
noche?
— Hemos oído que encontraste una balsa —dijo Barnett.
— Cierto.
Barnett subió a bordo y señaló con el dedo la balsa colocada de través
sobre la cabina.
— ¿Es ésta?
— Esta es.
Barnett dirigió el haz de su linterna a la balsa y se inclinó hacia ella.
— ¡Dios, apesta!
Colin permaneció donde estaba y dijo, vacilante:
— Látigo…, tenemos que llevárnosla.
Darling hizo una pausa.
— ¿Por qué? ¿Alguien ha denunciado haberla perdido?
— No…, no exactamente.
— Entonces es mía, ¿no? Primera ley de salvamento: lo que
encuentras te lo quedas.
— Bueno… —Colin parecía incómodo. Miró a sus pies—. No esta
vez.
— Así que es eso. —Darling aguardó, sintiendo un bullir de rabia en
la boca del estómago, luchando para que no ascendiera—. ¿De qué se
trata?
— El doctor St. John —dijo Colin—, La quiere.
— El doctor St. John. —Ahora Darling sabía que iba a perder, y que
su temperamento iba a vencer—. Entiendo.
Liam St. John era uno de los pocos hombres en las Bermuuas a quien
Darling se tomaba la molestia de odiar. Era un inmigrante irlandés de
segunda generación, que había ido a la escuela en Montana y se había
graduado en algún molino de diplomas que le premió con un doctorado.
Exactamente de qué, nadie lo sabía, y él nunca lo había dicho. Todo lo que
sabía seguro la gente era que el pequeño Liam había abandonado las
Bermudas pronunciando su nombre «Saint John», y había regresado
pronunciándolo (e insistiendo en que todos los demás lo hicieran también)
«SINjin».
Armado con un alfabeto pegado detrás de su nombre, St. John había
atosigado a unos cuantos amigos poderosos de sus padres y asediado al
Gobierno, argumentando que ciertas disciplinas, como la historia marítima
y el control de la vida salvaje, estaban siendo manejadas terriblemente mal
por aficionados, y que deberían ser encomendadas a expertos titulados y
cualificados…, lo cual quería decir él, puesto que era el único con status
bermudiano con un doctorado en alguna otra cosa distinta a Medicina. No
importaba que su graduación correspondiera a un campo desconocido,
probablemente algo absolutamente inútil como peines druidas.
Los políticos, a los que no les preocupaban los barcos hundidos y se
sentían atosigados por pescadores vocingleros, se sintieron complacidos
de retirar ambas cosas de sus agendas, y crearon, para el doctor Liam St.
John, doctor en Filosofía, el nuevo cargo de ministro de herencia cultural.
No se preocuparon en formular una descripción exacta del trabajo, lo cual
le iba de perlas a St. John, porque él definió y expandió el trabajo sobre la
marcha, asumiendo más y más autoridad y reforzando las reglas y
regulaciones que más le convenían.
Por todo lo que a Darling se refería, todo lo que habían hecho St. John
y sus regulaciones era convertir a centenares de bermudianos en
criminales. Había decretado, por ejemplo, que a nadie se le permitía tocar
ningún pecio sin sacar primero una licencia para él y aceptar pagar a un
miembro de su personal doscientos dólares al día para supervisar el
trabajo sobre el pecio. El resultado fue que todo el mundo dejó de
informar haber hallado algo, y si sacaban algunas monedas u objetos,
joyas de oro o cerámica española, lo ocultaban hasta que podían sacarlo de
contrabando de las Bermudas.
Gracias al ministro de herencia cultural, la herencia de las Bermudas
se estaba vendiendo en las galerías de la avenida Madison en Nueva York.
Los científicos que en su tiempo habían considerado las Bermudas
como un laboratorio de aguas profundas de primera calidad, una pizca de
tierra única en medio del Atlántico, ya no se molestaban en venir, porque
St. John insistía en que todos los descubrimientos fueran entregados y
examinados por su personal, el cual preparaba informes (siempre
pedestres, normalmente erróneos) para que él los presentara a los
cónclaves académicos.
Durante casi un año, Darling y sus amigos buceadores habían
fantaseado en formas de librarse de St. John. Alguien había sugerido
informar del descubrimiento de un pecio, llevar a St. John a echar un
vistazo y hundir su barco (se decía que St. John no sabía nadar). La idea
fue vetada, sobre todo debido a que sabían que St. John nunca iría
personalmente: siempre enviaba a uno de sus esbirros.
Alguien más sugirió simplemente matarlo…, golpearlo en la cabeza y
echarlo al mar en aguas profundas. Pero, aunque todo el mundo estuvo de
acuerdo en que el resultado sería deseable, nadie se presentó voluntario
para cumplir el encargo.
Darling no se hubiera sorprendido, sin embargo, si hubiera ocurrido
alguna noche…, si St. John simplemente se hubiera desvanecido. Y estaba
seguro de que no hubieran habido muchos lamentos en las noticias.
— Colin —dijo—. Quiero que me hagas un favor.
— Dímelo.
— Ve y dile al doctor St. John que entregaré la balsa…
— Sí.
— …si él acude a buscarla en persona y me enseña su culo.
— Oh. —Colin miró a Barnett, luego de nuevo a sus pies, luego,
reluctante, a Darling—, Sabes que no puedo hacer eso, Látigo.
— Entonces tenemos un problema, ¿no es así, Colin? Porque hay otra
cosa que no puedes hacer, y es llevarte la balsa.
— ¡Pero tenemos que hacerlo! —Había una nota gimoteante en la voz
de Colin.
Barnett se apartó de la balsa y avanzó y se detuvo en el fondo de la
escalerilla, con la vista alzada.
Mientras Darling le miraba desde arriba, captó movimiento en las
sombras a popa. Era Mike, que se movía en silencio hacia donde
guardaban los palos y garfios para dominar los peces grandes.
— Látigo —dijo Barnett—, tú no querrás hacer esto.
— Esta balsa es mía, Barnett, y tú lo sabes. —Darling deseó decir
algo más, decir que no se trataba de la balsa, que ni siquiera era un asunto
de principios, que era tan sólo cosa de los dos o tres o cuatro mil dólares,
unos dólares que podían significar mucho para él, unos dólares que no
estaba dispuesto a dejar que Liam St. John le robara. Pero no dijo nada de
ello; no iba a lloriquearle a un policía.
— No si St. John desea estudiarla como dice.
— El imbécil no quiere estudiarla. Quiere quedársela. Sabe lo que
vale.
— Eso no es lo que él dice.
— ¿Y desde cuándo se ha convertido en un jodido parangón de la
sinceridad?
— Látigo… —suspiró Barnett. Algo le hizo mirar a proa: un destello
de luz quizás, o un sonido, y vio a Mike de pie en la oscuridad, sujetando
cruzado sobre su pecho un garfio de un metro con una afilada punta de
diez centímetros al extremo—. Sabes lo que tenemos que hacer.
— Sí, volver y decirle al doctor St. John que vaya chupando huevos.
— No. Vamos a volver y reuniremos a una docena más de policías, y
volveremos y nos llevaremos la balsa.
— No sin que alguien salga lastimado.
— Puede que sea así, Látigo, pero piensa en ello: si ocurre eso, tú
acabarás en la cárcel, nosotros acabaremos llevándonos la balsa, ¿y quién
va a reír el último? El doctor St.-jodido- sea-John.
Darling apartó la vista a través de las oscuras aguas de la bahía
Mangrove y la posó en las luces de los coches que cruzaban el puente
Watford, el resplandor de las farolas en los porches de Cambridge
Beaches, el cercano hotel, donde algún cantante pasado de moda estaba
balbuceando estrofas junto a su banda, diciéndole al mundo que había
Encontrado el Camino.
Darling deseaba luchar, deseaba enfurecerse y desafiar y lanzar rayos
y centellas a su alrededor. Pero lo tragó todo, porque sabía que Barnett
tenía razón.
— Barnett —dijo al fin, y empezó a bajar la escalerilla—, eres el
alma de la sabiduría.
Barnett miró a Colin, que dejó escapar un gran suspiro y devolvió una
sonrisa.
— El doctor SINjin quiere mi balsa —dijo Darling mientras avanzaba
a largas zancadas hasta popa y cogía el garfio de Mike— El doctor SINjin
tendrá mi balsa.
Se dirigió a la balsa, y alzó el garfio por encima de su horneo y lo
dejó caer en un movimiento cortante contra la proa. El garfio se hundió en
el caucho y, con un pop y un silbido, la cámara se deshinchó.
— ¡Oh! —dijo Darling—. Lo siento. —Y arrastró la balsa hacia
cubierta. Extrajo el garfio y lo dejó caer sobre otra cámara, que se
deshinchó, y arrastró el colgante caucho de nuevo por la cubierta. Algo
pequeño cayó de la balsa y golpeó la cubierta de acero con un clic y rebotó
con una serie de pequeños sonidos. Retiró el garfio otra vez y retrocedió y
lo dejó caer sobre la celdilla posterior. Los músculos de sus hombros le
ardían y los tendones de su cuello asomaban como cables—. ¡Oh! —dijo
de nuevo, y dejó caer la balsa sobre el bote de la policía, donde aterrizó
como un montón de siseante caucho. Se volvió hacia los dos policías, dejó
caer el garfio sobre la cubierta y dijo—: Ya está. El doctor St. John puede
quedarse su maldita balsa.
Los dos policías se miraron.
— Está bien —dijo Colin, mientras retrocedía rápidamente al muelle
—. Le diremos al doctor St. John que así es como la encontraste.
— Exacto —dijo Barnett, y siguió a Colin—. A mis ojos parece como
si lo hubiera hecho un tiburón.
— Y había un montón de ellos —dijo Colin—. No deberías salir
después de eso, con tantos tiburones por ahí fuera… Buenas noches,
Látigo.
Darling observó a los dos policías mientras apilaban la balsa en la
popa de su bote y ponían en marcha su motor y se alejaban hacia la
oscuridad. Se sentía vacío y dominado por las náuseas, medio complacido
consigo mismo y medio avergonzado.
— Siempre habrá los charters de escafandrismo durante la escala de
la gran carrera —dijo Mike—, Nos dejarán unos cuantos dólares.
— Seguro —respondió Darling—. Seguro.
Mientras limpiaban el barco, guardaban las cosas y fregaban la
cubierta, Darling notó algo pequeño y puntiagudo bajo su pie. Lo recogió y
lo miró, pero la luz era mala, así que se lo metió en el bolsillo.
— ¿Te veré por la mañana? —preguntó Mike mientras se preparaba
para bajar a tierra.
— De acuerdo. Le daremos al acuario la mala noticia, veremos si
desean confiarnos más equipo. Si no, empezaremos a rascar pintura.
— Buenas noches entonces.
Darling siguió a Mike sendero arriba hasta la casa, aguardó hasta que
Mike puso en marcha su moto y se alejó, luego cerró las luces de fuera y
entró.
Se sirvió un par de dedos de oscuro ron y se sentó en la cocina. Dudó
en si poner las noticias, pero decidió no hacerlo: todas las noticias eran
malas noticias, por definición, de otro modo no valía la pena pasarlas por
televisión. Y no necesitaba más malas noticias.
Entró Charlotte, sonrió y se sentó al otro lado de la mesa. Dio un
sorbo de su vaso, luego cogió una de sus manos y la mantuvo entre las de
ella.
— Eso fue infantil —dijo suavemente.
— ¿Lo viste?
— La Policía no se detiene ahí todas las noches.
Él sacudió la cabeza.
— El jodido bastardo hijo de puta irlandés.
— ¿Qué conseguiste con ello?
— ¿Sabes lo enfermo que me pone sentirme tan indefenso? Tenía que
hacer algo.
— ¿Hizo que te sintieras mejor?
— Por supuesto.
— ¿De veras?
— Más o menos… —La miró. Estaba sonriendo—. Está bien, tienes
razón. Soy un viejo idiota con el cerebro de un niño.
— Bueno…, pero eres listo pese a todo. —Se inclinó sobre la mesa y
cogió su barbilla y la atrajo hacia ella.
Cuando él se levantó para besarla, algo se clavó en su muslo, y lanzó
un grito y se echó hacia atrás y se dejó caer de nuevo en la silla.
— ¿Qué te pasa? —preguntó ella.
— Me he pinchado. —Metió la mano en su bolsillo y extrajo lo que
había pisado en el barco y lo puso sobre la encimera.
Era una especie de gancho en forma de media luna, no de acero sino
de alguna sustancia dura, brillante, marfileña.
— ¿Con qué demonios me he pinchado ahora? —Lo cogió y lo apretó
contra la madera de la mesa, intentando doblarlo. No cedió.
— Parece como una garra —dijo Charlotte—. De tigre, quizá. O
incluso un colmillo. ¿Dónde lo encontraste?
— Cayó de esa balsa —respondió él. Dudó, como si recordara las
marcas que había visto en la balsa, como cortes en el caucho. Alzó la vista
a Charlotte, luego a la cosa, y frunció el ceño y dijo—: ¿Qué demonios…?
9.
Flotaba en las profundidades y aguardaba.
Inmóvil, invisible en la negrura, escrutaba con sus sentidos las
vibraciones que señalarían la aproximación de una presa.
Estaba acostumbrada a ser servida, porque las frías aguas ricas en
nutrientes a trescientos metros siempre habían sido morada de incontables
animales de todos los tamaños. Nunca había conocido la paciencia, nunca
la había necesitado, porque la comida siempre había sido abundante. Había
podido alimentar su enorme cuerpo de una forma refleja, sin tener que
esforzarse demasiado.
Sus habilidades eran las de un asesino, no las de un cazador, porque
nunca había necesitado cazar.
Pero ahora los ciclos rítmicos que impulsaban a la criatura a través de
la vida se habían visto alterados. La comida ya no era abundante. Debido a
que no tenía capacidad de razonamiento, no sabía nada de pasado o futuro,
se sentía confusa ante la incomodidad causada por la sensación poco
familiar del hambre.
El instinto le decía que debía cazar.
Sintió una interrupción en el fluir del mar, una repentina e irregular
estática en el pulsar del agua.
Presas. En buen número. Moviéndose.
No estaban cerca, se hallaban un poco distantes, en alguna parte allá
arriba.
La criatura hizo pasar cantidades de agua a través del collar
musculoso de su manto, luego la expelió a través del tubo de su vientre, y
se impulsó hacia arriba y hacia atrás con la fuerza de una locomotora a
toda máquina.
Se orientó hacia las señales y hendió el agua con espasmódicas
convulsiones de su tubo ventral. Reconoció la signatura de las señales:
peces, muchos peces, muchos grandes peces.
Las materias químicas recorrieron su carne y alteraron sus colores.
Cuando consideró que estaba lo bastante cerca, giró e hizo frente a la
dirección donde deberían estar sus presas. Sus enormes ojos registraron un
destello plateado, y lanzó hacia delante sus tentáculos. Las mazas al
extremo de sus tentáculos golpearon carne, sus dentudos círculos la
desgarraron, los garfios en forma de creciente en el interior de cada
círculo la hicieron pedazos. Al cabo de unos segundos, todo lo que
quedaba del pez era una lluvia de escamas y una ondulante nube de sangre.
Sin embargo, el hambre de la criatura no estaba saciada…, se había
incrementado. Necesitaba más, mucho más.
Pero la onda de presión generada por el desplazamiento de tanta agua
debido al movimiento de un cuerpo tan enorme había alarmado al banco
de atunes de aleta azul, que había huido apresuradamente como un solo
animal.
Y, así, los inquisitivos tentáculos no hallaron nada. Los brazos más
cortos en la base de su cuerpo cesaron gradualmente de moverse; el
rechinante pico cerró sus mandíbulas y se retiró a la cavidad corporal.
El hambre consumía ahora a la criatura, pero el agotamiento también
la frenaba. Había gastado enormes cantidades de energía, y sin embargo
había hallado tan poco con lo que alimentar sus enormes necesidades.
Derivó, hambrienta y confusa.
El fondo, allá muy abajo, era escabroso, y la corriente que brotaba
hacia arriba desde el abismo propulsó lentamente a la criatura a lo largo de
una pendiente hasta una meseta a ciento cincuenta metros. El agua fría se
arremolinaba allí, de modo que la criatura no subió más.
En otra pendiente, allá delante, había algo grande e innatural, algo
que sus sentidos le dijeron que estaba muerto, excepto la vida rutinaria que
crecía sobre él.
La criatura lo ignoró y aguardó, acumulando fuerzas.
10.
Lucas Coven estaba tan aburrido, y tan impaciente por terminar la
jornada, que puso su barco en marcha y empujó la palanca reguladora del
combustible antes de que el ancla hubiera acabado de subir. Oyó el golpear
de las grandes uñas del ancla contra el casco, y pudo imaginar las feas
marcas en la fibra de vidrio, y aquello le puso más furioso aún.
Siempre hacía lo mismo, meterse ideas en la cabeza y luego, cautivo
de su obstinado orgullo, negarse a retroceder. Era pescador, por el amor de
Dios —lo había sido, al menos—, así que, ¿por qué tenía que jugar al
Jacques malditasea Cousteau?
Era su bocaza la que lo traicionaba cada vez. Se juró que, si conseguía
salirse del día sin ninguna calamidad ni demanda, nunca volvería a entrar
en un bar…, o, si lo hacía, mantendría los labios cosidos y bebería su
vodka con una pajita.
Una vez fuera del puerto de Ely giró hacia el Sur. Miró desde la
cubierta superior para asegurarse de que sus dos pasajeros no se habían
caído por la borda o ensartado el uno al otro o dejado caer algo pesado
sobre sus propios pies. Estaban allá abajo en la popa reuniendo su equipo
de buceo: brújulas, cuchillos, ordenadores, reguladores, chalecos de
flotación, cámaras submarinas de fotos y de vídeo…, buen Dios, llevaban
material suficiente para equipar a un astronauta durante un mes en la cara
oculta de la Luna.
Habían dicho que eran buceadores expertos, habían insistido en
mostrarle las tarjetas que les acreditaban como expertos en aguas
profundas. Pero, para Lucas, la gente que se servía de toda esa maquinaria
no eran buceadores, eran tenderos. De acuerdo, bucear podía ser
complicado, si deseabas liarte con toda esa parafernalia, pero no tenía por
qué ser así. Una persona lista lo hace de la manera sencilla: te ponías un
traje de baño para que nada pudiera agarrarte por las pelotas, unas aletas
como motor, mascarilla para poder ver, una botella de aire comprimido
para a respirar, unos cuantos kilos de plomo para mantenerte. Y un
indicador de profundidad por si eras del tipo distraído.
Además, esa chica, Susie, parecía como si no necesitara ningún
equipo…, tenía un juego de pulmones que deberían poder llevarla a
trescientos metros con una sola inspiración. Su equipo sólo estropeaba el
cuadro, cubría toda aquella piel entre broncínea y dorada, la mata de pelo
amarillo que cuando la vio por primera vez le hizo contener el aliento. Era
una candidata de primera para la portada del número especial del Sports
Illustrated.
Pero eran tecnócratas de altura, los dos. Como casi todo el mundo en
estos días, confiaban en que los artilugios electrónicos hicieran el trabajo
por ellos. El sentido común y el instinto de las tripas se estaban
convirtiendo en algo del pasado.
Bueno, esperaba que uno de ellos, el chico o la chica, tuvieran todavía
una ración de sentido común, porque, allá donde iban, lo único que podían
proporcionarles aquellos costosos juguetes era pruebas de apoyo para el
forense.
Ese pensamiento provocó en Lucas otro acceso de irritación. Quizá
necesitara a alguien que le extirpara las cuerdas vocales.
Su primer error había sido ir al pub del «Penique Recortado» para su
sonrisa de las cinco. Nunca iba a ninguno de los bares de turistas de Front
Street: las bebidas eran tan caras como poco generosas. Pero una hermosa
chica se había parado en su moto para pedirle direcciones, y le había dicho
que iba al «Penique Recortado» cada día, y que por qué no iba a tomar una
copa con ella más tarde, y así él se había lavado la cara y cambiado de
camisa y se había dejado caer por allí. Naturalmente, la chica nunca lo
hizo.
Su segundo error había sido quedarse allí el tiempo suficiente para
destruir un billete de veinte dólares, porque, incluso a precios de turista,
veinte dólares le proporcionaron suficiente combustible como para generar
calor a su vientre y anular su calma nativa.
Su tercer error —y con mucho el más serio— había sido meter su
bocaza allá donde no le correspondía, en una conversación entre dos
personas jóvenes a las que no conocía.
Se había sentido impresionado por la muchacha desde el momento
mismo en que la vio, pero no albergó ambiciones acerca de ella porque el
muchacho con el que estaba era exactamente igual de apuesto que ella, a
su propia manera, igual de alto y rubio y bronceado. Lucas imaginó que
eran una pareja tipo de alguna granja científica de procreación,
programada para dar nacimiento a una raza de bellezas. Se parecían tanto
que podían ser hermano y hermana…
…cosa que, supo más tarde, eran exactamente: gemelos, recién
salidos de la Universidad, y pasando una temporada en la casa de sus
padres junto al club del Océano Medio. Supo que su padre era un pez
gordo de los medios de comunicación allá en los Estados Unidos y que
nadaba en dinero.
Puesto que el doctor Smirnoff tenía ya por aquel entonces a Lucas
bien por la mano y le estaba engañando diciéndole que era tan
conquistador como Tom Cruise, Lucas empezó a acariciar la idea de que
tal vez tuviera una posibilidad con aquella chica alucinante. Sólo su
aspecto hubiera debido ser suficiente advertencia: ninguna chica con un
Rolex auténtico en la muñeca, un anillo de oro labrado y una de esas
camisas de golf de cinco dólares con el jugador de polo de cincuenta
dólares en ella —sin contar su piel de satén y unos dientes tan perfectos
como teclas de piano— iba a dedicar el menor pensamiento a un jockey de
barcos delgado y de pelo alborotado con unos tejanos sucios. Pero el
doctor Smirnoff se hallaba al volante.
Estaban consultando un juego de cartas de descompresión,
preguntándose en voz alta si hubieran debido efectuar una descompresión
después de su última inmersión y planeando hasta qué profundidad podían
ir en las inmersiones de mañana…, todo lo cual hubiera debido hacer
sonar timbres de alarma en la cabeza de Lucas puesto que, en primer lugar,
los visitantes nunca efectuaban inmersiones en aguas profundas en las
Bermudas y, en segundo lugar, las inmersiones en aguas profundas no eran
algo que la gente sensata hiciera por elección propia.
Lucas no dijo nada mientras los dos hablaban de la profundidad de los
distintos pecios en los que habían estado, comparando el Constellation con
el L'Henninie, el North Carolina con el Virginia Merchant. Ninguno de
ellos estaba a una profundidad mayor de doce metros…, al alcance del
pulmón libre para cualquiera excepto un tísico. No intentó corregirles
cuando hablaron acerca del Cristóbal Colón frente al Pollockshields, dos
barcos de hierro a tan poca profundidad que tenías que ir con cuidado para
no chocar con ellos con el fondo de tu barco.
Había hallado su apertura cuando el muchacho —Scott, se llamaba—
dijo algo como:
— El tipo del barco dijo que el pecio más profundo de por aquí es el
Pelinaion.
— ¿Dónde está? —preguntó Susie—, ¿Nos llevará hasta él?
Lucas se inclinó hacia delante, volvió la cabeza hacia ellos y dijo:
— Disculpen. No es asunto mío, pero me temo que alguien les está
tomando el pelo.
— ¿De veras? —Susie abrió mucho los ojos, y Lucas decidió que
tenía las pestañas más largas que hubiera visto nunca.
— Ajá. Como he dicho, no es asunto mío, pero no me gusta ver que
reciben ustedes información falsa.
— ¿Cuál es, entonces? —dijo Scott—. El pecio más profundo.
— El pecio más profundo en las Bermudas —dijo Lucas con una
sonrisa encantadora, complacido de descubrir que su boca actuaba con
precisión aunque notara los labios un poco entumecidos— es el Admiral
Durham. Se halla en la orilla sur. Al menos, es el más profundo de los
descubiertos hasta ahora.
— ¿A qué profundidad está? —La expresión de Scott decía que no
creía ni una palabra de aquello, pero que por el momento no tenía nada
mejor que hacer que seguirle la corriente a Lucas Coven.
— Empieza a cincuenta y ocho metros, luego se inclina por la
pendiente hasta casi los noventa.
Susie dijo:
— ¡Oooh!
Scott dijo:
— Oh, vamos…
En retrospectiva, Lucas deseaba que hubiera dicho algo más
definitivo, como «Lárgate, muchacho», algo que hubiera hundido
definitivamente la expedición allí y entonces.
Pero Susie le dio a Scott un puñetazo en el hombro y dijo:
— ¡Scott! Escucha por una vez en tu vida. —Lo cual significaba que
estaba interesada.
Así que Lucas dejó que su bocaza siguiera trabajando.
— Embarrancó en la orilla sur en medio de una tormenta y estuvo allí
durante un día o más mientras intentaban reflotarlo. Consiguieron
liberarlo, pero estaba tan lleno de agujeros que antes de que pudieran
parchearlo se llenó de agua y se hundió, deslizándose colina abajo.
— Y usted lo ha visto —dijo Scott.
— Una vez, hace años. No es fácil de encontrar.
— ¿Cómo era? —quiso saber Susie, toda ansia.
— Hace que te corra la sangre. Yo lo llamo el Enviudador——No era
cierto, pero sonaba bien—. Durante mucho rato no ves absolutamente
nada. Luego, de pronto, parece brotar de las profundidades, y tu primer
pensamiento es: Vaya, he pillado la narcosis. Porque lo que ves es un
enorme barco de hierro que parece avanzar directamente hacia ti. Luego,
lo que te convence definitivamente de que has atrapado los vapores es que
no te queda la menor duda de que hay una locomotora allá justo al lado del
barco, caída de la proa. Justo cuando consigues aclarar tu cabeza ya es
hora de irse. Sólo dispones de cinco minutos a aquella profundidad.
— No lo creo —dijo Scott.
— Es su privilegio —se encogió de hombros Lucas, y pidió que
volvieran a llenarle la copa.
Susie apoyó una mano en el brazo de Lucas, le tocó realmente y, con
una mirada a su hermano que decía que se mantuviera callado, indicó:
— Déjenos invitarle. —E hizo un gesto al camarero de que les trajera
otro par de cervezas y a Lucas un nuevo vodka.
Aquél fue el momento en que Lucas supo que los tenía. Y, puesto que
estaba disfrutando con ello mientras intentaba imaginar dónde llevar a
Susie cuando pudieran librarse de Scott, no pensó en que llegaría el
momento en que lamentaría todo aquello.
Cuando llegaron las bebidas, Susie dijo:
— Discúlpenos un momento —y agarró a Scott del brazo y se lo llevó
junto a algunas mesas vacías. Permanecieron allí, susurrando, durante tres
o cuatro minutos, haciéndose gestos el uno al otro, y cuando regresaron
fue Scott quien lanzó primero la pelota.
Y ya no hubo forma de detenerla.
¿Creía Lucas que podría encontrar el Admiral Durhain de nuevo?
Probablemente, con el nuevo equipo electrónico del barco.
¿Estaría dispuesto a intentarlo?
¿Por qué?
Porque (dijo Susie) estaban cansados de bucear por las Bermudas; ya
lo habían visto casi todo, y deseaban efectuar alguna auténtica inmersión
antes de que terminara el verano y se vieran ambos atrapados en un trabajo
en lugares cerrados o por culpa de la graduación o lo que fuera. Además,
no podían ir a bucear a alguna otra isla en estos momentos, porque estaban
guardando a que sus padres regresaran de Nueva York.
Bueno…, no sabía, estaba bastante atareado.
Harían que valiera la pena, le dijeron.
Debía ser honesto con ellos, les dijo: tenía un grupo charter que llevar
mañana. (¡Un grupo charter! ¿De dónde había sacado aquello? Nunca
había llevado a un grupo charter en su vida; ni siquiera tenía la menor idea
de qué hacer con él o cuánto dinero cobrarle.) Desearía poder ayudarles,
parecían buenos chicos y todo lo demás, pero no podía sacrificar lo que le
proporcionaría ese grupo.
¿Y cuánto era eso?
Bueno…, todo el día…, mil quinientos (una cifra excesiva, cogida del
aire).
No había ningún problema. De hecho, si podía garantizarles que les
situaría sobre el pecio, le pagarían dos mil. Pero si no lo encontraba (Scott
estaba jugando al Hombre Importante) le pagarían su tarifa normal.
Era justo, pero Lucas tenía que preguntar: ¿Estaban seguros de que se
hallaban preparados para descender a sesenta metros? ¿Lo habían hecho
alguna vez antes? ¿Conocían la aeroembolia, que podía dejarles tullidos e
incluso matarles? ¿Sabían de la narcosis, la célebre «exaltación» que podía
hacer que perdieran el sentido de la orientación y la cordura? ¿De todas las
demás cosas que ocurrían a partir de una cierta profundidad?
Oh, por supuesto, ellos eran supercautelosos, conocían toda la
química y la física. Y aunque en realidad nunca habían bajado hasta los
sesenta metros, ambos tenían suficiente experiencia en bajar a más de
treinta (Scott estaba seguro, Susie casi), y en realidad no había mucha
diferencia, ¿verdad?, sólo nueve o diez pisos de un edificio de oficinas.
Y tres atmósferas más de presión, pensó Lucas…, tres escalones en la
escalera del estrujamiento, tres veces las posibilidades de un paso en falso
que podía terminar en funeral. Pero no dijo nada de eso, porque por aquel
entonces estaba convencido de que Susie le miraba con buenos ojos, y
además Scott estaba hablando de lo experto que era.
Scott listó todos los lugares en los que habían practicado el
escafandrismo y bajo qué condiciones. Exhibieron sus tarjetas de expertos
y sus libros de registro de cada vez que se habían mojado los pies.
De acuerdo entonces, les llevaría, pero debería enviarles solos a lo
largo de la cuerda del ancla, no podría ir con ellos porque no tenía
compañero y no podía dejar el barco sin nadie a bordo…, la seguridad era
su principal preocupación, tenía una reputación en la isla que debía
mantener. Porque, si ocurría que el barco se soltaba de su anclaje, no
querrían tener que nadar hasta la orilla después de un buceo de sesenta
metros…, a menos que no les importara gastarse otro par de cientos para
contratar a un compañero por un día.
Susie dijo, oh vamos, no necesitaban una niñera, bajarían
directamente por la vieja cuerda del ancla, tomarían un montón de fotos y
estarían de vuelta antes de que él se diera cuenta.
Scott dijo, brindemos por la inmersión de toda una vida.
Y eso fue lo que hicieron, varios brindis de hecho, hasta que llegó el
momento en el que Lucas decidió hacer sus avances con Susie y sugirió
que se fueran a cenar discretamente a alguna parte.
Ella se rió de él —no una risa burlona o despectiva sino una especie
de risa maternal ante la que no pudo ponerse furioso—, le revolvió el pelo
y le dijo que le verían mañana.

Lucas se mantuvo alejado de los rompientes del sudoeste. No había


brisa propiamente hablando, tan sólo una leve del Sudoeste, pero el mar
aún hervía alrededor del traidor colmillo de roca que se alzaba desde el
fondo, ansioso por perforar a todo el que pasara por allí.
El aire fresco aclaró la cabeza de Lucas, un puñado de caramelos de
menta había matado el regusto a podrido de su boca y una cerveza con el
desayuno había hecho que pudiera volver a mirar el lado alegre de las
cosas.
Dos mil dólares eran más de lo que podía conseguir en un mes
pescando peces voladores con red o ayudando a un compañero a
transportar agua.
Quizá los chicos habían alardeado un tanto, quizá tenían demasiada fe
en todo su equipo Ratón Mickey, pero estaban siendo ciertamente
cuidadosos, comprobando y volviendo a comprobar cada encaje y cada
hebilla.
Podía decir, con sólo mirarles, que estaban nerviosos, lo cual era
saludable. Podían chupar el aire tan aprisa que jamás llegarán a
aproximarse al fondo, pero no era eso lo que le preocupaba.
El día parecía prometedor, después de todo. Con un poco de suerte,
podía estar de vuelta en el embarcadero a la hora de comer. Si tenían éxito,
si les proporcionaba la inmersión de sus vidas, Susie tal vez, todavía…
Uno nunca sabía con estas cosas.
La línea de arrecifes estaba cerca de la orilla sur, las aguas profundas
empezaban aprisa, así que no pasó mucho tiempo antes de que Lucas
empezara a buscar sus referencias de tierra firme. Las había anotado —sin
ninguna razón en particular, pero ahora le habían servido estupendamente
— la primera y única vez que estuvo en aquel pecio, lo cual había sido
hacía diez años.
Había una casa púrpura con dos altas casuarinas gemelas
directamente detrás. Se suponía que sus ojos debían alinear los árboles
como el punto de mira de un rifle, triangulando al mismo tiempo de modo
que el edificio principal de la colonia de cabañas color melocotón al Oeste
quedara situada a los pies del faro de la colina Gibbs.
La marea estaba retirándose, de modo que Lucas avanzó un poco más
hacia mar abierto, luego dio la vuelta y apuntó la proa a la orilla mientras
aceleraba lentamente el motor y ajustaba las referencias.
Las referencias no eran a prueba de tontos, sin embargo, con un pecio
a aquella profundidad. No podías verlo desde la superficie, tenías que
tomar tus marcas después de haber vuelto de él, y quizá por entonces el
barco se había movido de su posición y girado con respecto al ancla.
Y situarse cerca no era suficiente con el Admiral Durham. La luz era
escasa ahí abajo, la visibilidad no era probablemente superior a los diez o
doce metros en el mejor de los casos, y con cinco minutos de tiempo en el
fondo —lo cual significaba cinco minutos desde que abandonabas la
superficie hasta el momento en el que tenías que volver a empezar a subir
—, no había muchas posibilidades de buscar de un lado para otro. Lucas
tenía que anclar encima, dejar caer el ancla sobre la cubierta y derivar
hasta que hallara un asidero en una barandilla o alguna cadena o quizás
incluso aquella vieja cómoda oxidada en la cubierta delantera, sentado en
la cual le habían tomado la foto.
Conectó el detector de peces y ajustó la profundidad y protegió la
pantalla con la mano. La lectura de líneas y protuberancias no mostraba
nada, un vacío, entre la superficie y el fondo. Hizo girar el timón, enfiló el
barco un par de puntos a babor, luego un par a estribor, y de pronto allí
estuvo, una masa gigante que brotaba del fondo.
Lucas maniobró el barco hasta que la masa estuvo en el centro exacto
de la pantalla. Luego avanzó un pelo, lo suficiente para compensar el
empuje de la corriente que afectaría el ancla y combaría la cuerda, y pulsó
el botón que soltaba el ancla.
Cerró los ojos y siguió el ancla todo su camino hasta abajo, viéndola
en su mente caer a través del azul cada vez más oscuro y golpear el acero
con un sonoro clang.
11.
La criatura estaba en un estado cercano a la hibernación. Su
respiración —la ingestión y expulsión de agua— había disminuido a
quince ciclos por minuto. Su color se había apagado a un pardo grisáceo.
Sus brazos y tentáculos flotaban libremente, como serpientes gigantes.
Y estaba recuperando fuerzas, como si sorbiera su sostén de la fría y
silenciosa oscuridad.
De pronto el silencio fue roto por vibraciones de sonido que cayeron
sobre ella y fueron amplificadas por el agua salada. Para un oído humano
el sonido hubiera sido denso, resonante, metálico, el sonido de acero
sólido golpeando acero hueco con peso y velocidad.
Para la criatura, el sonido era desconocido…, extraño y alarmante, y
así su respiración se incrementó, se dobló muy pronto. Sus brazos se
enroscaron, sus tentáculos se envararon. Su color cambió, se hizo más
brillante, las tonalidades pardas desaparecieron y fueron remplazadas por
púrpuras y rojos.
Localizó el ruido como procedente de arriba, así que empezó a
alzarse por la pendiente hacia la cosa grande, innatural y carente de vida
que había captado allí antes.
El sonido se inició de nuevo, pero alterado, una serie de ciertos
choques en staccato. Luego se detuvo por completo.
La criatura avanzó hacia la cosa innatural, luego flotó sobre ella,
buscando la fuente del sonido. Cualquier sonido, cualquier cambio en los
ritmos normales del mar, podía significar presas.
Y la necesidad más abrumadora de todas, ahora que se movía y
consumía energías, era el hambre.
12.
Lucas permaneció de pie en la proa y dejó que la cuerda del ancla se
deslizara entre sus manos hasta que vio el aro de cinta que señalaba
cincuenta brazas. Entonces le dio una vuelta en torno a una cornamusa y
observó el balanceo de la proa y el ángulo de la cuerda. Si le daba
demasiado poco margen, corría el riesgo de que el ancla se soltara; si le
daba demasiado, el viaje hacia abajo de los buceadores sería demasiado
largo y se les agotaría el aire.
Mejor darles una oportunidad equitativa, pensó, ahora que los dos mil
dólares estaban ya prácticamente en su bolsillo.
Cuando se sintió satisfecho con el emplazamiento, calzó fija la
cuerda y fue a popa.
— ¡Inmersión, inmersión, inmersión! —dijo con una sonrisa a Scott y
Susie, que tenían el aspecto de superhéroes de cómic.
Llevaban trajes de inmersión idénticos, azules con galones del color
del pelo rubio de ella, y sujetos a sus piernas cuchillos de mango rojo lo
bastante grandes como para derribar a un búfalo. Sus aletas italianas eran
tan largas que los chicos parecían una especie de extraños patos mutantes.
Los dos iban repletos de cintas, anillas y mosquetones.
— ¿Está seguro de que ha encontrado el Durham? —pregunto j Scott.
— ¿No ha oído el bong del ancla en la cubierta de abajo?
No sabían si creerle o no, así que se limitaron a sonreír, ambos con
aspecto insectoide.
Lucas los condujo a la plataforma de natación en la popa bronceado
de Susie parecía haberse desvanecido, y su rostro había adquirido una
tonalidad cenicienta.
— ¿Se encuentra bien? —preguntó Lucas, apoyando una mano en su
brazo.

— Sí…, supongo.
— No tiene por qué ir. No es ninguna vergüenza.
— Vamos a ir —dijo Scott—. Ella estará bien.
Lucas miró a Susie, que asintió con la cabeza.
— Eso depende de ustedes. —Serio ahora, continuó—: Naden por la
superficie hasta la cuerda del ancla. Sujétense a ella y compruébenlo todo
y aguarden hasta estar tranquilos y con la cabeza despejada. No importa si
necesitan una semana, no hay prisa. No quiero que empiecen a bajar
ansiosos. Cuando estén preparados, uno de ustedes vaya primero, el otro
inmediatamente después, y les repito, directos al fondo, no se entretengan.
El tiempo del que disponen es preciosamente escaso. Todo el tiempo que
consigan ahorrar utilícenlo para volver a subir tranquila y lentamente.
Asintieron y limpiaron sus mascarillas y se las pusieron. Lucas les
pasó sus cámaras: una de vídeo en su alojamiento hermético para Scott,
una «Nikonos V» para Susie.
Se hicieron el uno al otro un signo con el pulgar levantado.
— ¡Eh! —dijo Lucas, y los dos alzaron la vista hacia él—. Una
última cosa: No asusten a nada ahí abajo. —Sonrió, para indicarles que
estaba haciendo un pequeño chiste.
No le devolvieron la sonrisa.
Tan pronto como golpearon el agua, hincharon sus chalecos de
flotación y se tendieron de espaldas y agitaron los pies contra el oleaje en
dirección a la proa del barco.
Lucas se dirigió a proa y estuvo observando mientras se reunían junto
a la cuerda del ancla. Trastearon con esto y comprobaron aquello y se
dijeron algo el uno al otro. Luego se pusieron las boquillas en la boca,
vaciaron sus chalecos y se hundieron bajo la superficie.
Lucas miró su reloj: las 10:52. A las once sería dos mil dólares más
rico o tendría un lío entre las manos en el que no quería pensar.

La criatura había cubierto dos veces la longitud y la anchura de


aquella cosa grande e innatural. Las vibraciones de sonido habían cesado y
no se habían visto seguidas por otros signos de ninguna presa.
Sus ojos registraban una débil luz arriba. Allí el agua fría se mezclaba
con otra más cálida, así que se apartó de la cosa innatural y empezó a
dejarse caer de vuelta a la oscuridad.
Pero entonces captó de nuevo movimiento, algo que se acercaba, y un
sonido que señalaba una forma de vida.
Se dejó caer de nuevo sobre la cosa innatural, permitió que su enorme
cuerpo descansara entre las sombras y aguardó.
Cuando se aproximó el momento y el sonido raspante de cosas vivas
y que respiraban se hizo más fuerte, el color de la criatura empezó a
cambiar.
Scott se impulsó hacia abajo con la cuerda del ancla, mano tras mano,
con la videocámara sujeta a su cinturón de contrapesos flotando tras él.
Ahora se hallaban en una imprecisa penumbra, rodeados de azul. Hizo una
pausa para comprobar su indicador de aire: 1.200 kilos, suficiente, y el de
profundidad: 40 metros. No veía ningún pecio allá abajo, ningún fondo.
La sensación era extraña, solitaria, pero no aterradora, porque había
solaz en la tensión de la cuerda del ancla. Había algo allá abajo; el ancla
estaba atrapada en ello. Si era el pecio, estupendo; si no, bueno…, se
ahorrarían dos mil dólares. Aún no había pensado en cómo le explicaría al
viejo los mil dólares de adelanto en efectivo que él y Susie habían retirado
cada uno de sus tarjetas de crédito.
¿Dónde estaba Susie?
Se dio la vuelta y miró hacia arriba a lo largo de la cuerda del ancla.
Su hermana se había quedado atrás, sujeta a la cuerda a unos quince o
veinte metros…, asustada quizá, o con problemas con los oídos.
No había nada que pudiera hacer por ella. Mientras estuviera por
encima de él estaría bien. Coven podría ocuparse de ella.
Limpió una mancha de condensación de su mascarilla, se inclinó
hacia abajo y pateó hacia el fondo.
A cincuenta metros lo vio, y contuvo la respiración. Era exactamente
como Coven lo había descrito…, una nave fantasma que parecía navegar
directamente hacia él, enorme mas allá de toda imaginación. Y, tendida en
el fondo por el lado de estribor, por la parte de proa, como un monstruo
herido mirando ciegamente con su ojo ciclópeo, estaba el plano rostro de
una locomotora.
¡Fantástico!
Deseó detener su descenso el tiempo suficiente para tomar la cámara
de vídeo de su cinturón, conectar la antorcha y ajustar su enfoque. Pero
aunque pateó con fuerza, empujando hacia arriba con las palas de sus
aletas, se dio cuenta de que seguía hundiéndose. Estaba sobrepesado para
aquella profundidad: su traje de neopreno se había comprimido, había
perdido flotabilidad, y él era demasiado pesado, descendía demasiado
rápido. Apretó el botón que inyectaba aire a su traje, y una vez más se
sintió casi neutral en el agua. Comprobó el indicador del aire: casi 900
kilos, y se dijo que tenía que controlar su respiración.
Luego apuntó su cámara a la proa del barco, pulsó el disparador y se
dejó derivar gradualmente hacia abajo.

Estaba viva, fuera lo que fuese aquella cosa, y era lenta y torpe.
Se acercaba.
La criatura preparó sus tentáculos y agitó sus aletas caudales y, muy
lentamente, empezó a salir de las sombras hacia la presa.

Scott se dejó caer sobre la proa del barco. Todavía respiraba


demasiado aprisa, podía oír su corazón, pero no le importaba. ¡Aquello era
increíble! ¡Y su tamaño!
Halló algo a lo que sujetarse con las piernas para estabilizarse —era
un aseo, por el amor de Dios, ¡ahí en medio de la cubierta!—, y acercó el
visor de su cámara a su mascarilla, con la intención de encuadrarlo todo de
algún modo.
Su mundo se convirtió en un pequeño cuadrado con una luz verde en
una esquina y algunos números en el fondo.
Sintió un cambio en el ritmo del agua a su alrededor, pero no se
volvió para mirar: tenía que ser una agitación en la corriente, o quizá Susie
que llegaba.
Vio un movimiento vago y sombrío en el extremo izquierdo más
alejado del marco, pero supuso que era una ilusión causada por la moteada
luz.
Algo le tocó. Se sobresaltó, se volvió, pero todo lo que pudo ver fue
una mancha púrpura.
Entonces ese algo le rodeó el pecho y empezó a apretar.
Dejó caer la cámara, se retorció, pero lo que fuera siguió apretando.
Ahora había cosas punzantes en ello, como cuchillos. Oyó un crac…, sus
costillas, rompiéndose como palillos.
Lo último que vio, en su máscara, fue una burbuja de sangre.

Susie no podía ver nada arriba, nada abajo. Estaba luchando por
mantener el control, por no dejarse dominar por el pánico. ¿Por qué no la
había esperado Scott? Se suponía que debían bajar juntos. Lucas había
insistido; ellos habían estado de acuerdo. Pero no, Scott había tenido que ir
por su propia cuenta. Impaciente, egoísta. Como siempre.
Comprobó el indicador del aire: 700 kilos, y la profundidad: 33
metros. Nunca lo conseguiría. Jadeaba, y casi podía ver el aire desaparecer
con cada aliento. Se sentía rodeada, comprimida, aprisionada. Ni siquiera
podía volver a la superficie. ¡Iba a morir!
¡Tranquilízate!, se dijo. Todo va bien. Tú vas bien.
Se aferró a la cuerda del ancla y cerró los ojos, obligándose a respirar
con lentas y profundas inspiraciones. El oxígeno la alimentó, su cerebro se
aclaró, el pánico se alejó.
Abrió los ojos y miró de nuevo el indicador del aire: 680 kilos.
Decidió bajar otros quince metros. Quizás al menos pudiera ver el
pecio desde allí. Luego subiría.
Aferrada aún a la cuerda, se dejó caer. Treinta y seis metros, cuarenta,
cuarenta y dos, luego…, ¿qué era eso? Algo se movía allá abajo. Algo
subía hacia ella.
Tenía que ser Scott. Había visto el pecio y había tomado sus fotos, y
ya venía de vuelta.
Nunca iba a poder verlo. Tendría que conformarse con la descripción
de Scott…, interminablemente repetida, inevitablemente embellecida.
Tendría que soportar sus insinuaciones acerca de que aquello era «un
buceo para hombres, demasiado duro para una chica».
Lástima, pero…
Aquella cosa que se movía, aquella cosa purpúrea, no era Scott que
subía hacia ella. Era algo enorme, tan enorme que no podía estar vivo.
Pero, ¿qué era? ¿Qué podía…?
Su última sensación fue de sorpresa.
Lucas miró su reloj: las 10:59. Sería mejor que estuvieran ya de
vuelta en los próximos sesenta segundos. Si no, iba a tener que llamar por
radio y averiguar dónde estaba la cámara de descompresión más cercana.
Porque aquellos dos iban a estar más retorcidos que unos sacacorchos.
Es decir, a menos que nunca hubieran llegado hasta allá abajo, a
menos que hubieran sentido miedo, se hubieran detenido quizás a 40
metros o así, desde donde pudieran ver el pecio. Era bastante común: los
grandes barcos bajo el agua asustaban a un montón de gente.
Eso era, tenía que serlo. Habían descendido hasta mitad de camino y
decidido que después de todo estaba fuera de su alcance. Estaban a 35
metros, a 40. Podían permanecer allí otros cinco minutos.
Las 11:02.
Se tendió en la proa y escudó los ojos y miró fijamente hacia abajo
siguiendo la cuerda del ancla, buscando el más leve indicio del brillo de
uno de aquellos llamativos trajes.
Oyó un ruido a popa. ¡Jesús! Los malditos estúpidos habían subido
sin seguir la cuerda del ancla, probablemente faltos de aire y sin
preocuparse por la descompresión. Sería una suerte si ninguno de los dos
sufría una embolia.
O quizás habían hecho la descompresión a tres o cinco metros de
profundidad, luego habían subido por debajo del barco. Seguro. Eso tenía
sentido.
Pero, ¿por qué no los había visto? El agua era tan clara como la
ginebra.
Se puso en pie y se dirigió a popa. El ruido seguía todavía, un ruido
extraño, una especie de ruido húmedo, sorbiente.
Entonces olió algo.
Amoniaco. ¿Amoniaco? ¿Allí?
Mientras rodeaba un lado de la cabina, el barco se inclinó
bruscamente a estribor.
¡Cristo! ¿Qué era eso?
Oyó crujir y astillarse la madera.
El barco estaba escorando peligrosamente ahora, tuvo que luchar para
mantener el equilibrio. Saltó a la cabina. El palo grúa había desaparecido,
arrancado a un metro por encima de la cubierta.
Miró por encima del yugo de popa, y lo que vio le inmovilizó y le
dejó sin aliento. Era un ojo, un ojo tan grande como la luna, más grande
aún, en un campo de estremecido légamo del color de la sangre arterial.
Gritó —no palabras, sólo ruido— y se irguió bruscamente para huir
del ojo. Se inclinó hacia la derecha, dio un paso, pero el barco osciló de
nuevo, y fue arrojado hacia atrás. Sus rodillas golpearon el yugo, agitó
desesperadamente los brazos y cayó por la borda.
13.
Marcus Sharp comprobó los indicadores de combustible y vio que en
otros quince o veinte minutos iba a tener que regresar a la base.
Llevaba fuera un par de horas, ostensiblemente en una patrulla de
entrenamiento de rutina, de hecho intentando descubrir barcos hundidos.
Había rodeado la isla, volando bajo sobre los arrecifes en el Norte y
Noroeste, buscando pilas de lastre. Había divisado los pecios conocidos, el
Cristóbal Colón y el Caraquet, pero nada nuevo.
Esperaba hallar algún pecio virgen para Látigo, preferiblemente un
barco español de finales del siglo XVI cargado con lingotes y cadenas de
oro y quizás algunas esmeraldas sin tallar. Pero tenía que encontrar algo
viejo y no hallado jamás por nadie, para volver a llenar las rápidamente
vaciadas reservas de entusiasmo, esperanza y dinero de Látigo.
Sharp se sentía culpable, porque él le había prometido a Látigo que
podría conservar aquella balsa, y luego había oído que la Policía la había
confiscado siguiendo órdenes de aquella engreída mierdecilla, St. John.
Y era culpa de Sharp, al menos en parte, porque —como había
señalado el capitán Wallingford en su forma más condescendiente— Sharp
no tenía autoridad para delegar en Látigo Darling nada, y menos aún
entregarle a Darling lo que resultaba ser una prueba. La lógica de la
defensa de Sharp había fracasado en conmover a Wallingford, que le había
sometido a una conferencia de media hora sobre el comportamiento
adecuado que se esperaba de los hombres norteamericanos de servicio
estacionados en un país extranjero.
Ahora Sharp avanzaba a lo largo de la orilla sur, más allá de Elbow
Beach. Podía ver a docenas de personas retozando entre las olas, y unos
cuantos buceadores a pulmón libre explorando el pecio del Pollockshields.
Carnada para los tiburones, pensó Sharp…, si es que quedaba algún
tiburón.
El Pollockshields había sido una amenaza durante generaciones. Era
un buque de vapor cargado con municiones de la primera Guerra Mundial
que se había hundido en los arrecifes someros en 1915. Aunque buena
parte de la munición aún era activa, no era ése el problema. El problema
era el hierro. Los buceadores acudían desde Elbow Beach y merodeaban en
torno al pecio y eran atrapados por las olas que se estrellaban sobre él, y a
veces eran golpeados contra los afilados rebordes de hierro. Sufrían cortes
y sangraban y se veían obligados a nadar cientos de metros de vuelta a la
orilla, a través de los tranquilos y lodosos bajíos que eran terreno de caza
de los tiburones de los arrecifes…, o, más bien, lo habían sido.
A ciento cincuenta metros, Sharp trazó un lento círculo sobre los
buceadores y se tranquilizó al comprobar que no se veían sinuosas formas
oscuras acechando por las inmediaciones, luego se encaminó hacia el
oeste.
Látigo le había dicho que el amigo de un amigo había estado
hurgando en los Archivos de Indias en Sevilla, buscando detalles de una
flota española que se había hundido en las inmediaciones de la isla
Dominica en 1567, cuando había visto una referencia —casi un paréntesis
— acerca de que una de las naves se había visto separada de las otras al
principio del viaje y había puesto rumbo al lado sur de las Bermudas.
Buscar esta oveja perdida era disparar a la oscuridad, pero qué
demonios…, no tenía nada mejor que hacer.
El copiloto de Sharp, un teniente de grado subalterno llamado
Forester, terminó el ejemplar de People que había estado leyendo y dijo:
— Me estoy meando en los pantalones. —Ya casi estamos en casa —
respondió Sharp. Estaba a punto de abandonar, de ganar altitud y dar la
vuelta hacia el Nordeste, cuando la radio cobró vida.
— Huey Uno… Kindley…
— Adelante, Kindley…
— ¿Qué le parece una pequeña patrulla, teniente?
— Si no toma más de diez minutos. De otro modo a Forester le
estallará la vejiga y vamos a tener que volver a nado. ¿De qué se trata?
— Una mujer llamó a la Policía, dijo que vio un barco hacerse
pedazos a un par de kilómetros al sudoeste de los Rompientes.
— ¿Hacerse pedazos? ¿Qué quiere decir, saltó por los aires?
— No, eso es lo más extraño. Dijo que estaba mirando por su
telescopio en busca de ballenas yubarta, a veces puede verlas desde su
casa…, y vio ese barco de pesca, de ocho o doce metros, dice…,
simplemente hacerse pedazos. Nada de llamas, ni humo, nada de nada.
Simplemente se hizo pedazos.
— Seguro…, ocurre todos lo días. Está bien, iré a echar un vistazo.
De todos modos, está camino de casa.
Empujó la palanca hacia la izquierda, y el helicóptero se inclinó hacia
el Sur.
— Hazlo rápido —dijo Forester—, o me mearé de veras en los
pantalones.
— Agárratela y estrangúlala —dijo Sharp—. Es una orden.
Sharp dejó el Rompiente del Sudoeste a su derecha, de modo que el
sol estaba casi directamente sobre su cabeza y ligeramente detrás, y no
había ningún reflejo en el agua. Podía ver perfectamente.
Pero no había nada que ver.
Voló en dirección sur durante dos minutos, luego giró hacia el
Sudeste. Nada. Nada flotaba, nada se bamboleaba, nada rompía el
interminable ondular de las azules olas.
— Kindley… Huey Uno… —dijo Sharp a través de la radio—.
Regreso. No hay nada ahí abajo.
— De acuerdo, Huey Uno. Probablemente no sea nada.
Sharp giró hacia el Este.
— ¡Eh! —exclamó Forester, y dio unos golpecitos en el plexiglás de
su lado y señaló hacia abajo.
Sharp inclinó el aparato hacia la izquierda y miró. Vio dos defensas
de caucho blanco, luego algunas planchas, luego, medio sumergida, con el
aspecto de una sábana blanca cubierta por una bruma azul, todo el techo de
la cabina de un barco.
— No puedo detenerme ahora —dijo Sharp—, o iremos a parar ahí
abajo con todo eso. —Fijó su rumbo a 040, directo a la base.
Había cruzado la línea de arrecifes y estaba a punto de sobrevolar
tierra firme, cuando miró a su derecha y vio al Privateer avanzando
lentamente hacia el Oeste a lo largo de la orilla.
— Vete a casa, se dijo, no hagas esto. No necesitas darle a
Wallingford una excusa para mordisquearte el culo una segunda vez.
Luego pensó: que lo jodan a Wallingford. A Sharp le habían
mordisqueado el culo algunos de los grandes, y Wallingford era
decididamente de los pequeños. ¿Qué otra cosa podían hacerle, colgarle
del palo mayor? Estaba formulando nuevas prioridades, y la Marina se
estaba alejando rápidamente del primer puesto.
Pulsó el botón de «habla» de su micrófono y dijo:
— Privateer… Privateer… Privateer… Aquí Huey Uno…
Darling estaba en la timonera, bebiendo una taza de té y
preguntándose cuánto podría conseguir si vendía su botella de «Masonic»
—era una buena botella, rara, de 170 años—, cuando le llegó la llamada
por el canal 16.
Tomó el micrófono de su gancho.
— Privateer… Pasa a veinte siete, Marcus.
— Pasando a veinte siete…
— ¿Más tonterías? —dijo Mike.
— Lo de la balsa no fue culpa suya —dijo Darling—, Intentó
hacernos un favor.
— Privateer… Huey Uno… —dijo Sharp—. Látigo, hay un barco
hundido a unos tres kilómetros directamente delante tuyo, a dos tres cero
de donde estás. A dos kilómetros de la playa.
— ¿Hundido cómo?
— No lo sé. Hay restos en y debajo de la superficie. No tengo
suficiente combustible para buscar supervivientes. La lancha de la Policía
probablemente esté ya de camino, pero tú estás más cerca.
— Roger a eso, Marcus. Iré a echar un vistazo. —Darling fue a
colgar, pero entonces se le ocurrió algo y apretó de nuevo el botón—, Eh
Marcus…, probablemente vamos a salir este fin de semana, si estás
interesado.
Hubo alivio en la voz de Sharp cuando respondió:
— Estupendo…, es decir, si no me tienen fregando letrinas.

Darling volvió a colocar el micrófono en su horquilla, volvió la radio


al canal 16 y le dijo a Mike:
— ¿Lo ves? Hazle un favor a un amigo, y antes de que te des cuenta
te encuentras con un cambio de destino. El mundo es una mierda. —
Empujó la palanca hacia delante y contempló la aguja del tacómetro
ascender de 1.500 rpm a 2.000.
— ¿Por qué la Marina debería meterse con Marcus? —preguntó
Mike.
— ¿Por qué crees? Porque el conde de los jodidos St. John se metió
en los suyos.
Darling se daba cuenta de que se ponía furioso tan a menudo estos
días, que estaba empezando a hacerse preguntas. Iba a tener que ir con
cuidado para no dejarse deslizar más allá del borde de la paranoia.
Él y Mike habían devuelto el equipo dañado al acuario y habían
explicado lo poco que sabían acerca de lo que le había ocurrido. Darling
había empezado a detallar cómo creía que podía ser mejorado el nuevo
equipo, cuando el director ayudante —un negro delgado y nervioso cuya
barba a lo Van Dyck, había creído siempre Darling, era un disfraz para su
grisácea personalidad dijo:
— Me temo que no.
— ¿Se teme que no qué?
— Bueno, esto…, vamos a rescindir nuestro acuerdo con usted.
— ¿Qué? ¿Por qué?
— Bueno, éste era…, hum… —no miraba a Darling—, un equipo
caro, después de todo.
— Los tiburones son animales grandes… después de todo. Jesús,
Milton, si desea usted que cuelgue el equipo a tres metros, nada lo tocará.
Pero si quiere que lo cuelgue allá abajo donde hay acción, si quiere atrapar
algo realmente interesante, hay que correr riesgos. Ahí reside todo el
asunto.
— Sí, pero…, me temo que eso es todo.
— ¿Quién va a atraparles los bichos?
— Bueno…, eso aún está por decidir.
Darling inspiró profundamente y cerró los ojos, intentando reprimir
la rabia —y el miedo, tenía que admitirlo— ante el pensamiento de
ochocientos dólares al mes desvaneciéndose en el éter.
— Es St. John, ¿verdad?
Milton desvió la vista hacia el teléfono, como si estuviera rezando
para que sonara.
— Yo no…
— La dirección de vida salvaje. Ha decidido que la dirección de vida
salvaje se haga cargo también del acuario, ¿verdad?
— Está saltando usted a…
— Va a tomar mis ochocientos dólares al mes y saldrá con una red y
una caja de Budweisers y, cuando vuelva sin una mierda, echará la culpa a
los vertidos de petróleo de California. —Darling tenía razón, lo sabía.
Milton sudaba; sus ojos iban de un lado para otro.
— Por el amor de Dios, Látigo…
— Tiene usted razón, Milton. Me estoy precipitando. —Se dirigió a
la puerta y la abrió. Pudo ver a Mike fuera, hablando con una tortuga tan
vieja que se decía que había sido un regalo a las Bermudas de la reina
Victoria—. Pero, ¿sabe una cosa? Siento pena por usted. Puede que yo no
me gane muy bien la vida, pero al menos no tengo que ganarme la paga
besándole el culo a ese lagarto irlandés.
Darling estaba convencido de que St. John veía en él una amenaza a
su poder, un rebelde contra la construcción de su pequeño imperio. St.
John estaba decidido a dominar a Darling…, o a destruirle.
Y lo que más enfurecía a Darling, lo que devoraba sus entrañas, era el
hecho —más evidente a cada día que pasaba— de que St. John estaba
teniendo éxito. Tenía todas las armas en su mano.

— Ahí —dijo Mike, y señaló una madera flotante. Tenía como metro
por metro y medio, con un trozo de moqueta de interior-exterior clavado a
ella y dos trozos pequeños de cadena colgando de los lados.
— Una plataforma de natación —dijo Darling—. Tráela a bordo.
Mike salió, agarró el bichero y fue a popa mientras Darling trepaba la
escalerilla a la cubierta superior.
Desde allí, a casi cuatro metros sobre la superficie, podía ver restos
por todas partes, algunos a un palmo bajo la superficie, otros
bamboleándose en ella. Eran defensas, planchas, almohadones, chalecos
salvavidas.
El agua estaba manchada con iridiscencias arco iris: el aceite que se
había derramado del motor cuando el barco se hundió.
— Tráelo todo a bordo —indicó a Mike.
Durante una hora fueron arriba y abajo por entre los restos mientras
Mike agarraba trozo tras trozo de madera flotante y lo arrojaba todo dentro
del barco.
— ¿Quieres eso también? —preguntó, señalando un rectángulo de
madera blanca de cuatro metros de ancho por cinco de largo que flotaba a
un palmo o dos por debajo de la superficie.
— No, eso es el techo —dijo Darling desde la cubierta superior.
Luego se le ocurrió algo y dijo—: Agárralo —y puso el barco al pairo,
dejándolo derivar, y bajó la escalerilla. Recogió un arpón de cuatro garfios
unido a seis metros de cuerda y lo lanzó a la madera. Lo dejó hundirse
hasta que atrapó el borde más alejado, entonces tiró de él y atrajo la
esquina del techo fuera del agua. Tuvo un atisbo de un color verde sopa de
guisantes en la parte inferior del techo.
— Es el barco de Lucas Coven —dijo, y dejó caer la madera y enrolló
la cuerda hasta recuperar el arpón.
— ¿Cómo lo sabes?
— Le vi pintar el barco la primavera pasada. Pintó todo el interior de
ese color verde mierda de bebé. Dijo que había comprado la pintura en
unas rebajas.
— ¿Qué demonios estaría haciendo ahí fuera?
— Ya conoces a Lucas —dijo Darling—, Probablemente tenía algún
loco plan para ganar un par de dólares en un abrir y cerrar de ojos.
Conocían a Lucas Coven desde hacía más de veinte años, y siempre
pensaban en él como alguien que sufría un caso crónico de «casis»:
cualquier cosa que Coven emprendiera casi le permitía ganarse la vida,
casi pero no del todo. Nunca pudo permitirse suficientes trampas para
peces como para cubrir los gastos de su barco, y cuando las trampas fueron
declaradas fuera de la ley no tuvo otra cosa a la que dedicarse. Hacia
cualquier cosa por unos pocos pavos —transportar agua, pintar casas,
construir embarcaderos—, pero nunca duraba en na el tiempo suficiente
como para permitirle ganarse la vida con ello.
— ¿Cómo ganarías dos dólares ahí fuera? No hay nada.
— No —admitió Darling—, Nada excepto el Durham.
— Nadie bucea en el Durham…, nadie con un poco de buen sentido.
— De acuerdo otra vez. Echemos una mirada. —Darling cogió una
defensa de caucho de la cubierta. No había marcas en ella, ni rayadas, ni
cicatrices, ni quemaduras.
— Iba equipado con un GM, ¿verdad? —dijo Mike.
— Sí. Un seis setenta y uno.
— Así que no voló. ¿La cocina de propano?
— Quizá. Pero Cristo, hubieran oído la explosión en todo St. George.
—Darling cogió un trozo de plancha con la cabeza de un clavo de cobre
avellanado en él.
— Así que, ¿qué le hizo saltar? ¿Llevaba explosivos?
— Nada lo hizo saltar —dijo Darling—. Mira aquí. Nada quemado, ni
humo, ni desintegración como puede verse en cualquier explosión. —Se
llevó la madera a la nariz—. No huele. Olería si hubiera habido calor en
ella. —Lanzó la madera sobre la cubierta—. Fue reventado… de alguna
forma.
— ¿Por qué? No hay nada ahí fuera contra lo que chocar.
— No lo sé. ¿Oreas? Era un barco de madera. Las ballenas asesinas
pueden hacer pedazos un barco de madera.
— ¡Oreas! ¿A esta distancia de la playa?
— Entonces encuentra tú algo. —Darling se dio cuenta de que la furia
estaba creciendo de nuevo. Mike siempre deseaba respuestas, y cada vez
parecía que tenía menos y menos de ellas—. ¿Qué otra cosa hay? ¿OVNIs?
¿Marcianos? ¿El Soplo Errante? —Dio un golpe a la madera con el pie.
— ¡Eh!, Látigo… —dijo Mike.
Irritado ahora consigo mismo, Darling dijo:
— ¡Mierda! —Y pateó un chaleco salvavidas, que hubiera salido
disparado por encima de la borda si Mike no lo recoge.
Mike estaba a punto de echarlo de nuevo a un lado cuando reparó en
algo.
— ¿Qué es esto?
Darling miró. La tela color naranja que cubría el kapok estaba
desgarrada, y el material flotante de debajo quedaba al descubierto. Había
marcas en él, círculos, de unos quince centímetros de diámetro. El borde
de cada círculo era irregular, como si hubiera sido marcado raspándolo, y
en el centro había como una profunda cuchillada.
— Por el amor de Dios —dijo Darling—. Parece una marca de
ventosa.
— Seguro. —Mike pensó que Darling estaba bromeando. ¿Un pulpo?
—. Una ventosa malditamente jodida —dijo—. Además ¿has visto alguna
vez una ventosa con dientes en su interior?
— No. —Mike tenía razón. Las ventosas de los brazos de un pulpo
eran blandas, podían doblarse. Un hombre podía despegarlas de su brazo
tan fácilmente como quien se quita un vendaje.
Pero, ¿qué era, entonces? Se trataba de un animal, seguro. Este barco
no había estallado, no había golpeado contra nada, no había sido alcanzado
por un rayo, no se había desintegrado mágicamente. Había tropezado con
algo y había sido destruido.
Darling arrojó el chaleco salvavidas sobre cubierta y apartó con el pie
unos cuantos trozos de madera para abrirse camino. Una de las planchas
golpeó la mampara de acero y, cuando cayó de nuevo sobre cubierta, algo
se desprendió de ella y golpeó el suelo con un clic.
Era una garra, igual que la otra, con forma de creciente de luna, de
cinco centímetros de largo y afilada como una navaja.
Miró por encima de la borda a las inmóviles aguas. Pero las aguas no
estaban realmente inmóviles, estaban vivas, y, como si quisieran
recordárselo a Darling, le enviaron una suave ola que pareció mecer el
barco.
Cuando el barco se asentó de nuevo, algo flotó de debajo de él:
caucho, azul, con un galón amarillo a cada lado.
La capucha de un traje de inmersión.
Darling cogió el bichero y lo pasó por encima de la borda y pescó la
capucha. Subió como una copa, llena de agua, y en el agua había dos
pequeños peces a franjas amarillas y negras: sargentos mayores. Se
estaban alimentando de algo.
Darling sostuvo la capucha en su mano. El olor llegó hasta él, agudo y
ácido. Como amoníaco.
Su cuerpo hacía sombra sobre la capucha, así que se volvió hacia el
sol y dejó que la luz cayera sobre la oscura bolsa.
Lo que estaban devorando los peces parecía como una canica grande.
Mike avanzó detrás de Darling y miró por encima de su hombro.
— ¿Qué has…? ¡Dulce Jesús! —jadeó—. ¿Es eso humano?
— Lo es —dijo Darling, y se apartó a un lado para dejar a Mike
vomitar al mar.
14.
La mujer observó por el telescopio hasta que le dolió la cabeza y su
visión empezó a nublarse. Había visto el helicóptero de la Marina llegar y
marcharse, y había visto a Látigo Darling aparecer con su destartalado
Privateer. Pero, ¿dónde estaba la Policía? Ella había cumplido con su
deber cívico informando de lo que vio; lo menos que podía hacer la Policía
era seguir las investigaciones.
Ahora parecía como si alguien estuviera vomitando por encima de la
borda. Probablemente una resaca. Los pescadores eran todos iguales:
pescaban todo el día y bebían toda la noche.
Si la Policía no pensaba responder, quizá debiera llamar al periódico.
A veces los periodistas eran más diligentes que la Policía. La única razón
de que no hubiera llamado al periódico antes era que estaba preocupada de
que una de sus ballenas yubarta hubiera podido hundir el barco —por
accidente, por supuesto— y un periodista ignorante pudiera sentirse
tentado a decir cosas malas de las ballenas. Pero había mirado y mirado, y
no había visto ningún signo de ballenas, ningún surtidor, ninguna aleta
caudal alzándose sobre el agua, así que, probablemente lo mejor sería
llamar al periódico.

El periodista observó la luz parpadeante de su teléfono mientras se


apresuraba a sacar un bloc de notas del cajón de su escritorio, y bendijo su
buena suerte. Había intentado localizar a aquella mujer desde hacía una
hora, desde que había oído los Primeros informes en la radio de la sala de
prensa de la Policía, Pero Radio Puerto se había negado a darle su nombre.
Esta historia podía ser su billete fuera de las trincheras, su Pasaporte
a la fama. Había pasado los últimos tres años escribiendo sobre temas tan
anodinos como la controversia relativa a la pesca con trampas y a la
subida de los aranceles de importación, y había empezado a desesperar de
que pudiera salir alguna vez de aquella roca olvidada de la mano de Dios.
El problema con las Bermudas era que nunca ocurría nada allí, al menos
nada de interés para los servicios cablegraficos o las revistas de noticias o
los canales de televisión.
Pero esto era diferente. Las muertes en el mar, en especial las
muertes bajo circunstancias misteriosas, eran dinamita. Si sabía jugar bien
el misterio, imponiéndole quizás un toque Triángulo de las Bermudas,
podía llamar la atención de la AP o del Plain Dealer de Cleveland, o, sueño
de sueños, del Alew York Times.
Estaba a punto de renunciar a hallar a la mujer y salía ya para ir a
Somerset, a aguardar a Látigo Darling, cuando la telefonista le pasó la
llamada.
Pulsó el botón parpadeante y dijo:
— Soy Brendan Eve, señora Outerbridge. Gracias por su llamada.
Escuchó durante unos minutos, luego dijo:
— ¿Está usted segura de que no estalló?
Ella habló de nuevo, y él siguió escuchando. ¡Señor, cómo podía
hablar aquella mujer! Cuando hubo terminado, Brendan vio que había
garabateado cuatro páginas de notas. Podía escribir un tratado sobre la
historia de las ballenas yubarta.
Pero había detalles valiosos en el monólogo de la mujer. Observó que
había una frase que había escrito varias veces, y la subrayó: «monstruo
marino».
SEGUNDA PARTE
15.
El doctor Herbert Talley hundió los hombros y escudó su rostro
contra el viento, un rugiente viento del Nordeste que arrancaba agua salada
del océano y la mezclaba con la lluvia, creando una precipitación salina
que quemaba y amarronaba las hojas. Pisó un charco y notó cómo la
helada agua chapoteaba sobre los dedos de sus pies y se infiltraba entre
ellos.
Podría ser muy bien invierno. La única diferencia entre verano e
invierno en Nueva Escocia era que en invierno habían caído todas las
hojas.
Cruzó el cuadrángulo, se detuvo en la sala común para recoger su
correo y subió las escaleras hasta su diminuta oficina. Estaba sin aliento
por el esfuerzo, lo cual le irritaba, pero no le sorprendía. No hacía
suficiente ejercicio. No hacía ningún ejercicio. El tiempo había sido tan
malo durante tanto tiempo que no había sido capaz de nadar o hacer un
poco de jogging. Se había enorgullecido de ser un joven cincuentón, pero
ahora empezaba a sentirse como un viejo de cincuenta y un años.
Se prometió empezar a hacer ejercicio mañana, aunque cayeran
chuzos de punta. Tenía que hacerlo. Dejar que le colgaran las carnes sería
admitir su derrota, aceptar la pérdida de sus sueños, resignarse a
abandonar sus días como maestro. Algunos podían decir que la academia
era la tumba de la ciencia, Pero Herbert Talley no estaba dispuesto a
dejarse enterrar todavía.
Los días como hoy no ayudaban. Un total de seis estudiantes han
acudido a su conferencia sobre los cefalópodos: seis asombrosos
estudiantes de la escuela de verano, inadaptados a quienes se les había
negado su diploma hasta que superaran sus requisitos científicos. Había
hecho todo lo posible por infundirles su entusiasmo. Se consideraba uno
de los principales expertos mundiales en cefalópodos, y hallaba increíble
que no pudieran compartir su apreciación de esos maravillosos animales
Quizá la culpa fuera suya. Era un maestro impaciente, que prefería mostrar
que instruir, hacer que decir. En las expediciones de campo era un mago.
Pero ya no había más expediciones, no con la economía del mundo
occidental a punto de implosionar.
La oficina de Talley tenía espacio suficiente para un escritorio y una
silla, un sillón y una lámpara de lectura, una librería y una mesa para su
radio. Una pared estaba ocupada por el mapamundi del National
Geographic, que Talley había salpicado con agujas de colores que
representaban acontecimientos en malacología: expediciones cuya huella
había seguido, avistamientos de especies raras, depredaciones a causa de
la polución y calamidades cíclicas como mareas rojas y floraciones de
algas tóxicas, que podían ser naturales u obra del hombre. Las otras
paredes contenían enmarcados sus títulos, premios, citaciones y
fotografías de las celebridades de su campo: pulpos y calamares y ostras y
almejas y conchas marinas y cipreidos y nautilus con sus múltiples
cámaras.
Talley colgó su sombrero y su impermeable detrás de la puerta,
encendió la radio, enchufó la tetera eléctrica y se sentó con su ejemplar del
Boston Globe enviado por correo aéreo, el único periódico al que tenía
acceso que reconocía la existencia de otros temas distintos a la pesca y los
crímenes miserables.
En realidad no había noticias, al menos nada para excitar a un
malacólogo envejecido atrapado en los páramos de Nueva Escocia. Todo
era más o menos lo mismo de siempre.
Mecido por la suave interpretación de Bruno Walter de la Sexta
Sinfonía de Beethoven y por el golpetear de la lluvia y el susurrar del
viento, calentado por su té, Talley luchó por permanecer despierto.
De pronto, sus ojos se abrieron de golpe. Una frase —una frase entre
todos los miles de palabras en la enorme página sobre sus rodillas— se
había infiltrado en su somnolencia y se había grabado a fuego en su mente.
Lo había despertado como un timbre de alarma.
Monstruo marino.
¿Qué pasaba? ¿Qué monstruo marino?
Escrutó la página, no pudo hallar nada, recorrió cada columna de
arriba abajo, y luego… Ahí estaba, una diminuta noticia a pie de página,
una noticia de relleno, de las que se utilizan para acabar de llenar una
página.

TRES MUERTOS EN EL MAR


Bermudas (AP)—Tres personas murieron ayer cuando se
hundió su barco por causas desconocidas frente a las costas de
esta isla colonia en el océano Atlántico. Las víctimas incluían a
los dos hijos del magnate de los medios de comunicación Osborn
Manning.
No hubo evidencias de explosión o fuego, y algunos
residentes del lugar especulan que el barco pudo haber sido
golpeado por un rayo, aunque no se informó de ninguna tormenta
eléctrica en la zona.
Otros, recordando los misterios del Triángulo de las
Bermudas, culparon del incidente a un monstruo marino. Los
únicos indicios señalados por la Policía fueron extrañas marcas
sobre las planchas de madera, y un cierto olor a amoníaco en
algunos de los restos.

Talley contuvo el aliento. Leyó de nuevo la noticia, y de nuevo, y de


nuevo. Se levantó de su silla y se dirigió al mapa en la pared. Sus agujas
estaban codificadas según colores, y buscó los rojos. Sólo había dos,
ambos en las inmediaciones de Terranova, ambas marcadas con fechas de
referencia de principios de los 1960. Junto a las Bermudas no había nada.
Hasta ahora.
Evidentemente, el periodista no sabía de qué estaba escribiendo.
Había reunido una serie de hechos y los había puesto todos juntos, sin
darse cuenta de que estaba incluyendo inadvertidamente la clave del
rompecabezas.
Amoniaco. El amoníaco era la clave. Talley se estremeció ante el
descubrimiento, como si de pronto hubiera tropezado con una nueva
especie.
Esta especie no era nueva, sin embargo; era la vieja némesis de
Talley, su presa, una criatura que había estado buscando durante gran parte
de su vida profesional, una criatura sobre la que había escrito libros.
Recortó la noticia del periódico y la leyó de nuevo.
— ¿Es posible? —se preguntó en voz alta—. Bondadoso Señor haz
que lo sea. Después de todos estos años. Ya es hora.
Era cierto, tenía que serlo. No podía ser ninguna otra cosa. Y estaba
sólo a mil quinientos kilómetros de distancia, un par de horas en avión,
aguardándole.
Pero, con la misma rapidez con que se exaltó, se sintió abrumado por
la melancolía. Tenía que ir a las Bermudas, pero ¿cómo? Debía organizar
una búsqueda, una profunda búsqueda científica, pero, ¿cómo la pagaría?
La Universidad no financiaba nada estos días: los fondos para
investigación se habían terminado. Él no tenía dinero propio, y ninguna
familia a quien pudiera pedírselo.
Tuvo una visión de sí mismo como un escalador, con la cima de sus
aspiraciones apareciendo de pronto por una brecha entre las nubes. Tendría
que luchar para alcanzarla, pero lucharía.
Tenía que hacerlo. Si se perdía esta oportunidad, estaría reconociendo
que era el más despreciable de los fraudes académicos, un recitador de los
datos de los demás, un amalgamador de las teorías de otra gente.
La solución era simple: dinero, el mundo estaba lleno de dinero.
¿Cómo podría conseguir algo de él?
De la radio le llegaron unos compases de música que conocía pero no
podía nombrar, una melodía rítmica, una canción, persistente y triste pero
de alguna forma también esperanzadora. ¿Qué era? El vacío en su
memoria le irritaba, así que apartó de su mente todo pensamiento y se
concentró en identificarla.
La canción terminó, hubo una breve pausa, y entonces empezó otra
canción —igual de persistente, igual de esperanzadora—, y Talley la
reconoció: el Kindertotenlieder de Mahler, el ciclo de canciones sobre la
muerte de los niños. Una estupenda ironía, pensó Talley, que de la más
terrible de las tragedias pudiera nacer una maravillosa obra maestra. Se
necesitaba un gigante espiritual para crear belleza de la muerte de los
niños.
La muerte de los niños…
Contuvo el aliento.
Ahí estaba. Su respuesta.
Sacó el recorte de periódico de su bolsillo y lo alisó en el escritorio
ante él. Manning, leyó: «el magnate de los medios de comunicación
Osborn Manning».
Tomó el teléfono y pidió a la operadora el servicio de información
telefónica de la ciudad de Nueva York.

Osborn Manning estaba sentado en su oficina e intentaba enfocar su


atención en un informe de uno de sus vicepresidentes. Las noticias eran
buenas. Con la economía encaminándose al estercolero, la gente no estaba
dispuesta a pagar siete dólares por una película o cincuenta para ir al
teatro, no salían de excursión los domingos ni visitaban los parques de
diversiones. Optaban por diversiones más baratas, su diversión, la
televisión por cable. Las suscripciones estaban aumentando en todo el
país, y su gente había conseguido comprar media docena de nuevas
franquicias a precios de liquidación de operadores que no podían sostener
sus deudas bancarias. Manning no tenía deudas bancarias. Había visto
venir los problemas, y había llegado a la conclusión de que, en los años
noventa, el dinero en efectivo sería el rey. Había vendido la mayor parte de
sus compañías marginales a finales del 88, cuando el mercado estaba al
máximo, y ahora tenía más dinero en efectivo que algunas naciones
recientes.
¿Y qué? ¿Podía el dinero en efectivo devolverle a sus hijos? ¿Podía el
dinero en efectivo hacer que su vida fuera completa de nuevo? No había
sabido hasta qué punto importaba la familia hasta que la perdió. ¿Podía el
dinero en efectivo devolverle a su familia?
El dinero ni siquiera podía comprarle la venganza, y la venganza era
una cosa que ansiaba, como si pudiera ayudarle a expiar su pecado de
haber sido un padre distante, casi ausente. En sus deseos privados, jamás
expresados, deseaba que sus hijos hubieran sido asesinados por algún
drogadicto. Entonces hubiera podido matar al drogadicto él mismo,
personalmente, o contratar a alguien para que lo hiciera.
Pero ni siquiera disponía del lujo de poder imaginar la venganza,
porque no tenía la menor idea de qué había matado a sus hijos. Nadie lo
sabía. Un extraño accidente. Muy lamentable. El dolor roía su estómago,
un espasmo crispaba sus carnes justo debajo de su caja torácica y
descendía hasta sus entrañas. Quizás estaba desarrollando una úlcera.
Dios, pensó. Se la merecía.
Echó el informe a un lado, se inclinó hacia atrás en su silla y miró por
la ventana a la extensión del Central Park. El sol de última hora del día
resplandecía dorado en las ventanas de la Quinta Avenida. Era una vista
que siempre había amado, hasta ahora. Ahora ya no le importaba.
El intercomunicador de su escritorio zumbó. Se dio la vuelta, pulsó el
botón y dijo:
— Maldita sea, Helen, le dije que…
— Señor Manning…, es acerca de sus hijos.
— ¿Qué pasa con ellos? —Y entonces, para ver qué sabor tenían las
palabras en su boca, añadió—: Están muertos.
Hubo una pausa, y con el ojo de su mente Manning vio a su secretaria
tragar saliva.
— Sí, señor —dijo la mujer—. Pero está este científico canadiense al
teléfono.
— ¿Quién?
— Un hombre que dice que sabe qué mató a sus hijos.
Manning sintió de pronto mucho frío. Fue incapaz de hablar.
— ¿Señor Manning…?
Adelantó la mano hacia el teléfono, y vio que estaba temblando.
16.
Habían descansado, madre y cría, en la superficie del mar con los
otros de la pequeña manada, puesto que el sol había descendido en el cielo
occidental y la luna había aparecido como un disco pálido por el Este.
Era la reunión diaria, que cumplía con las necesidades de
socialización. No importaba donde estuvieran, no importaba lo que se
hubieran dispersado durante el día, cuando empezaba a caer la noche la
manada se reunía, no para alimentarse, no para procrear, sino para
experimentar el confort de la comunidad.
En tiempos pasados, hacía mucho pero aún dentro de los recuerdos
del más viejo de la manada, había habido muchos de ellos. No había
discusión al respecto, porque aquellos cetáceos con los cerebros más
grandes de toda la Tierra no discutían, aceptaban. Aceptaban su número
cada vez más pequeño, aceptaban la futura e inevitable disminución aún
mayor, lo aceptarían incluso cuando la manada se viera reducida quizás a
dos o tres.
Pero esos sofisticados cerebros, únicos entre los animales, reconocían
la pérdida, conocían la tristeza, de hecho, a su manera, sentían. Y
aceptaban, aunque quizá también, en el fondo, lamentaran.
Ahora, mientras descendía la oscuridad, la manada se desbandó. En
grupos de uno y dos y tres, se dispersaron lentamente y lanzaron chorros
desde lo alto de sus cabezas, un coro de huecos suspiros; llenaron sus
enormes pulmones y se sumergieron en la oscuridad. El instinto los
empujaba hacia el Norte, y hacia el Norte irían, hasta que meses más tarde
los ritmos del planeta cambiaran y los enviaran de nuevo al Sur.
Madre y cría se sumergieron como uno; hacía tan sólo unos meses,
eso hubiera sido imposible. Cuando la cría era más joven, sus pulmones
todavía se estaban desarrollando, y carecían de la capacidad de mantener
un buceo de una hora en las profundidades. Pero ahora el cachorro tenía ya
dos años, había crecido hasta ocho metros de largo y más de veinte
toneladas de peso. Los dientes de su mandíbula inferior habían brotado en
puntiagudos conos eficientes para atrapar y engullir. Ahora la cría había
dejado de mamar y se alimentaba de presas vivas.
Mientras se sumergían hacia aguas profundas, impulsándose con
poderosos movimientos de sus colas horizontales, emitían de sus romas
cabezas los pings y los clics de impulsos de sonar que, a su regreso,
identificarían sus presas.

La criatura flotaba en la oscuridad, sin hacer nada, sin anticipar nada,


sin temer nada, dejándose arrastrar por la corriente. Sus brazos y
tentáculos flotaban libres, ondulando como serpientes; sus aletas apenas se
movían, pero la mantenían estable.
De pronto recibió una sacudida, y otra, y lo que pasaba por ser el oído
de la criatura registró un agudo y penetrante ping. Contrajo los brazos, los
tentáculos se enroscaron y tensaron.
Su enemigo se acercaba.

El eco del sonar era inconfundible: una presa. La madre empujó hacia
abajo con su cola, acelerando, apartándose de su cachorro mientras se
sumergía cada vez más profundo.
El cachorro luchó por mantenerse a su altura y en su ansia —aunque
todavía no sentía la caza, no se veía impulsado por la urgencia— consumía
oxígeno demasiado rápido.
Aunque la presa estaba ya localizada y no había hecho ningún
esfuerzo por escapar, el cerebro de la madre lanzó proyectiles de sonar una
y otra vez, porque estaba decidida a que ésta iba a ser la primera caza
madura de su cachorro. La presa era grande y debía ser atontada por los
martillos del sonar antes de que el cachorro cayera sobre ella.

Asediada, la criatura retrocedió. Los disparadores químicos se


desencadenaron, alimentando la carne, galvanizándola y estriándola con
luminiscencia. Como en contradicción con el despliegue de color, otros
reflejos vaciaron un saco dentro de la cavidad corporal, lanzando una nube
de negra tinta a las negras aguas.
Los golpes impactaron una y otra vez, martilleando la carne,
confundiendo el pequeño cerebro.
El impulso de defensa cambió a un impulso de ataque. Se revolvió
para luchar.

Cuando la madre se cernió sobre la presa, redujo su marcha y


permitió que su cachorro se pusiera a su altura, luego la rebasara. Lanzó
un estallido final de golpes de sonar, luego giró y empezó a trazar círculos
sobre la presa.
El cachorro se lanzó hacia delante, excitado por la perspectiva de
matar, impulsado por un millón de años de condicionamiento genético.
Abrió la boca.

La criatura captó la onda de presión, fue empujada hacia atrás por


ella. El enemigo estaba encima.
Agitó con violencia sus tentáculos. Fustigaron ciegamente, luego
hallaron carne, dura y lisa. La rodearon automáticamente, y sus círculos se
pegaron a ella y sus garfios se clavaron en ella.
Los músculos en los tentáculos se tensaron y atrajeron al enemigo
hacia la criatura y a la criatura hacia el enemigo, como dos boxeadores en
un cuerpo a cuerpo.

El cachorro abrió su boca sobre… nada. Se sintió perplejo. Algo iba


mal. Notó una presión detrás de su cabeza, confinándola, frenando su
movimiento.
Se debatió, agitando con fuerza la cola, retorciéndose, frenético por
librarse de lo que fuera que lo estaba reteniendo.
Entonces sus pulmones empezaron a enviarle señales de necesidad.

La madre trazó un círculo, alarmada, captando el peligro para su


cachorro pero incapaz de ayudarle. Conocía la agresión, conocía la
defensa, pero en la programación de su cerebro no había ningún código
para responder a una amenaza a otro, aunque ese otro fuera su propio hijo.
Emitió ruidos…, agudos, desesperados y fútiles.

La criatura siguió apretando, anclada a su enemigo. El enemigo se


debatía, y en sus movimientos la criatura captó un cambio en el equilibrio
de la batalla: el enemigo ya no era el agresor; ahora intentaba escapar.
Aunque allí, en la ausencia de luz, no había colores, los componentes
químicos en el cuerpo de la bestia cambiaron su composición de defensa a
ataque.
Cuanto más se debatía su enemigo para ascender, más agua introducía
la criatura en su cuerpo y la expelía por el conducto Debajo de su vientre,
impulsándose a ella misma y a su enemigo hacia abajo, hacia el abismo.
El cachorro se estaba ahogando. Privada de oxígeno, la musculatura
en su tejido se cerraba poco a poco. Una agonía descocida aferraba sus
pulmones. Su cerebro empezó a morir.
Dejó de debatirse.
La criatura sintió que su enemigo dejaba de forcejear y empezaba a
hundirse por sí mismo. Aunque todavía seguía aferrando la carne, relajó
gradualmente la tensión y se dejó caer con su víctima, en lentas espirales.
Los tentáculos desgarraron un trozo de grasa y lo pasaron a los
brazos, que a su vez lo pasaron al protuberante y restallante pico.
La madre, aún trazando círculos, siguió a su cachorro con pings de
sonar. Envió clics y silbidos de inquietud, un berrido de impotente
desesperación.
Finalmente sus pulmones también mostraron signos de agotamiento
y, con un estallido sónico final, se lanzó hacia el aire de arriba, dador de
vida.
17.
Marcus Sharp estaba sentado en la playa y deseaba estar en algún otro
lugar. No podía recordar la última vez que había ido a la playa,
probablemente no desde que fuera con Karen. No le gustaban mucho las
playas; no le gustaba permanecer sentado en la arena y contemplar el agua
mientras su piel se freía bajo el sol tropical. Un impulso mal conducido,
nacido de la desesperada frustración, lo había impulsado a saltar a su moto
y conducir los veinticinco kilómetros desde la base hasta la bahía
Horsehoe.
Era sábado; estaba fuera de servicio y había esperado ir a bucear con
Látigo Darling. Pero cuando llamó a las ocho de aquella mañana, Darling
le dijo que él y Mike tenían intención de rascar pintura todo el día. Sharp
se había ofrecido a ayudar, pero Darling había dicho que no, que estarían
trabajando en un lugar estrecho en la popa del barco, donde no había sitio
para tres personas.
Sharp había leído durante una hora y luego, a las once, se descubrió
examinando los títulos en una tienda de vídeos. Había mirado su reloj y se
había dado cuenta; con una deprimente sensación que rozaba la náusea,
que para pasar el resto del sábado tendría que alquilar no una, no dos, sino
al menos tres películas.
¿Es esto tu vida?, se dijo. ¿Decidir entre Las vacaciones navideñas
del National Lampoon y Mira quién habla? ¿Todo lo que te queda es elegir
entre pasar tu tiempo con un adulto infantil o con un niño listo del culo?
¿Qué hubiera dicho Karen? Hubiera dicho: Vive, Marcus. Ve a robar un
Banco, vuela en un avión, córtate las uñas de los pies, cualquier cosa.
¡Simplemente haz algo!
Había salido de la tienda de vídeos y había intentado jugar al tenis
con alguien, pero todos los jugadores de tenis a los que conocía estaban
jugando al soccer, y no le gustaba el juego: era todo técnica con muy
pocos resultados; a él le gustaban los juegos de puntuaciones altas. Había
llamado a un par de tours operadores de buceo: los barcos habían partido
ya para todo el día. Se había ofrecido voluntario para pilotar un
helicóptero; no había ninguno disponible.
Así que había ido a la playa, impulsado, suponía, por alguna vaga
esperanza de que pudiera hallar a alguna chica con la que valiera la pena
hablar, comer, quizás incluso establecer una cita para ir a bailar. No era
que supiera bailar, pero cualquier cosa era mejor que permanecer sentado
en las dependencias de oficiales solteros viendo reposiciones de Gagney &
Lacey.
Había sido un error. Mientras permanecía sentado en la playa y
observaba a los niños jugar con las olas y a las parejas caminar por el
borde del agua y a las familias preparar las mesas de picnic bajo las
palmeras, se había sentido más y más solitario, más y más
desesperanzado. Se preguntó si habría algún club de solitarios en la isla.
Quizá debiera darle un poco a la botella y unirse a los Alcohólicos
Anónimos, sólo para conseguir compañía.
Había visto a dos muchachas con potencial. Turistas norteamericanas,
hermosas y vivaces, con unos bikinis lo bastante revés como para
despertar el interés pero no tan breves como para anunciar que estaban de
caza. Incluso se habían parado y han hablado con él. Por qué, no estaba
seguro; posiblemente porque parecía seguro: treintañero, y evidentemente
no un semental de oficio, con su bronceado de trabajador…, todo blanco
excepto brazos y rostro. Una tenía piel clara y pelo rojo, otra estaba muy
bronceada y tenía un pelo ala de cuervo.
Deseó hablarles; su mente se llenó con temas de conversación: la
Marina, los helicópteros, los barcos hundidos, el buceo, las Bermudas.
Pero había perdido la práctica en el arte de establecer citas, y después de
responder a sus preguntas acerca de los restaurantes de precio moderado
en Hamilton las dejó marchar. Al cabo de cinco minutos, por supuesto,
había pensado en varias estratagemas que hubieran podido intrigarlas, y se
maldijo como el estúpido corto de luces que era.
Quizás habían ido al agua, y tuviera una segunda oportunidad. Se les
acercaría y, como solían decir los del lugar, establecería un poco de
palique.
Luego pensó: ¿Por qué molestarse? ¿Qué conseguiría? No se sentía
impulsado por sus glándulas. No se sentía impulsado por nada.
Y ése, hermano, es tu problema, concluyó.
Miró hacia el agua y vio, a centenares de metros mar adentro, a un
surfista intentando valientemente atrapar un soplo de brisa e hinchar la
vela y avanzar unos pocos metros. Pero no había brisa, así que seguía
cayendo hacia atrás y arrastrando una y otra vez la vela encima de él.
Sharp se preguntó cuál sería la profundidad del agua allá donde
estaba el hombre. Lo que fuera que había destruido aquel barco y matado a
los buceadores estaba en aguas profundas.
Sharp halló interesante que no hubiera habido pánico, especialmente
después de que el periódico hubiera citado a aquella entrometida palabra
por palabra, incluidas todas sus idiotas afirmaciones acerca de un
monstruo marino. La gente todavía seguía nadando, seguía navegando a
vela, seguía practicando el surf. Él todavía no había cumplido los veinte
años cuando Tiburón barrió los Estados Unidos, y tenía vividos recuerdos
de padres negándose a dejar que sus hijos se mojaran los pies, aun siendo
playas cerradas, y de adultos, por otro lado completamente racionales,
negándose a nadar en lugares donde el agua les cubriera más allá de la
cabeza… en lagos.
Quizá la actual falta de pánico debiera atribuirse a la fe de
conocimiento. Nadie sabía qué tipo de cosa podía haber ahí fuera, pero no
era un tiburón y no era una ballena, así que ni siquiera existía una
especulación creíble. Sharp sospechaba que Látigo tendría alguna idea al
respecto, pero Látigo no era un hombre que hiciera suposiciones. Las
suposiciones, decía Látigo, eran una pérdida de tiempo y energías.
Estaba hambriento, así que se puso en pie y echó a andar hacia el
merendero. Estaba a punto de meterse entre los árboles cuando vio a las
dos muchachas norteamericanas. Se estaban atando el pelo en la nuca con
bandas de goma. Le vieron observarlas y le saludaron con la mano,
corrieron al agua y se pusieron a nadar.
Está bien, pensó, qué demonios… Aguardaría hasta que se cansaran
de nadar, entonces se metería en el agua y nadaría hasta ellas e intentaría
pensar en algo ingenioso que decir.
Cuando estuvieron a unos treinta o cuarenta metros de la orilla, las
muchachas se detuvieron y patalearon suavemente para mantenerse a flote.
Sus cabezas estaban separadas como un metro, y hablaban y reían.
Sharp se dirigió hacia el borde del agua. Vio a una de las muchachas
saludarle con la mano, y respondió al gesto.
La muchacha saludó de nuevo, con ambas manos, y luego desapareció
bajo el agua, y ahora la otra agitaba los brazos también y gritando. Ño, no
gritando, se dio cuenta Sharp. Chillando.
— Oh dios mío —dijo, y corrió hacia el agua y se lanzó y empezó a
nadar cuando aún no le llegaba a la cintura, al sprint. Hacía hervir el agua
a su alrededor, respirando sólo cada tres o cuatro brazadas.
Alzó la vista para ver su objetivo; ya casi estaba allí. Vio a la
muchacha pelirroja agitando los brazos y chillando, y cada vez que alzaba
los brazos fuera del agua se hundía. La otra muchacha intentaba sujetarla,
cogerla por debajo de los brazos como molinos de viento, para detener su
histeria.
Sharp se situó detrás de la pelirroja y clavó los brazos de la
Muchacha a sus costados y la rodeó con los suyos y se echó hacia atrás,
pateando con fuerza para mantenerse a flote y la cabeza de ella fuera del
agua. Buscó a su alrededor el tiburón, la barracuda o lo que fuera. Buscó
sangre.
— La tengo —dijo—. Está bien. Tranquilícese, está bien.
Los chillidos de la muchacha disminuían ahora a sollozos.
— ¿Está herida? ¿Qué ha ocurrido?
La otra muchacha dijo:
— De pronto empezó a gritar y a agitar los brazos.
Sharp notó que la muchacha se relajaba y aflojó su presa y una mano
bajo su espalda para mantenerla a flote.
— Algo… —dijo ella.
— ¿La mordió? —preguntó Sharp.
— …horrible y legamoso y grande…
— ¿Qué, la picó?
— No, fue… —Giró sobre sí misma y se aferró a Sharp, sollozando y
casi hundiéndole.
— Vayamos a la orilla —dijo Sharp. La agarró por un brazo, e hizo
gesto a la otra muchacha para que la cogiera por el otro. Juntos y nadando
de lado la condujeron hasta la orilla, manteniéndola a flote entre los dos.
Pronto tocaron fondo.
— Estoy bien —dijo la muchacha—. Es sólo que… me sentí… —
Miró a Sharp, intentó sonreír y dijo—: Gracias.
— Vuelvo en un minuto —indicó Sharp, y regresó a la parte profunda
y nadó hacia mar abierto con recias brazadas. Cuando calculó que había
llegado al punto donde habían estado las muchachas, dejó de nadar y giró
en un lento círculo, escrutando el agua. No sabía qué era lo que estaba
buscando. No existían medusas urticantes en las Bermudas; no había
avispas de mar. Además, la muchacha no había sufrido ningún daño, sólo
estaba asustada. Había carabelas portuguesas, pero eran inconfundibles:
sus vejigas púrpuras flotaban en la superficie. Suponía que había grandes
medusas inofensivas que flotaban debajo de la superficie, pero las habría
visto, y partes de ellas hubieran quedado pegadas a su piel.
Regresó lentamente a la orilla, dando pausadas brazadas, y entonces
su mano tocó algo; la retiró rápidamente, pataleó hacia atrás. Allá, a un
palmo bajo la superficie, había algo blanco cremoso y redondeado, más o
menos del tamaño de una sandía. Adelantó torpemente la mano y lo tocó.
Era legamoso, rasgado, pulposo. Parecía como carne podrida. Puso su
mano debajo. La parte inferior era dura y lisa. Lo alzó hasta la superficie,
y tan pronto como el aire lo tocó sus fosas nasales se vieron asaltadas por
un horrible hedor a putrefacción que hizo que le lagrimearan los ojos.
No era carne, era grasa. Grasa de ballena. De un blanco rosado y
hecha jirones.
Le dio la vuelta. El lado de la piel era negroazulado y lleno de
arañazos recientes, cerca del centro, formando un círculo de unos doce a
quince centímetros de diámetro de lo que parecían cortes. En el centro del
círculo había un solo y profundo tajo que atravesaba toda la piel hasta la
grasa. En uno de los bordes había la mitad de otro círculo.
— Dulce Jesús… —murmuró Sharp.
Manteniéndolo ante él, nadó hasta la orilla.
En la orilla, los niños se habían reunido en torno a algo que había sido
arrastrado por las olas. Lo hurgaban con un palo y lo empujaban los unos
contra los otros diciendo: «¡Uf!» y «¡Argh!».
Sharp miró y vio que era otro trozo de grasa, más pequeño, con dos
medios círculos, uno a cada extremo.
Cuando se alejaba, un padre se acercó a los niños y vio lo que tenían;
dijo:
— ¡Madre mía! —y luego llamó—: ¡Eh, Nelson, ven a ver esto!
Sharp mantuvo lo que tenía en las manos tan alejado de su rostro
como pudo. Las muchachas estaban sentadas juntas, la pelirroja envuelta
en una toalla, la otra con un brazo rodeando sus hombros.
— Está bien —le dijo a Sharp la chica del pelo negro; sonrió y añadió
—: Queríamos darle las gracias. Podríamos… —La brisa llevó hasta ella
el hedor del trofeo de Sharp—. ¿Qué es eso?
— Será mejor que me vaya —dijo Sharp. Cogió su toalla, envolvió el
pedazo de grasa con ella, se puso sus gafas de sol y se dirigió al
aparcamiento donde había dejado la moto.
18.
Darling y Mike estaban de rodillas en la bodega de popa del
Privateer, lijando las asperezas que había dejado en la madera el proceso
de rascar la pintura vieja. Llevaban mascarillas de cirujano para impedir
que el polvo de pintura penetrara en sus pulmones, y gafas de motorista
para proteger sus ojos.
Hacía seis años que Darling era propietario del barco, y el casco
resistía bien. No había filtraciones significativas, ni siguiera en torno a la
caja de estopas, pero la bodega atrapaba la humedad, y la humedad y la sal
del aire terminaban devorándolo todo.
Estaba de un humor de perros. Odiaba rascar pintura, hulera preferido
dejar que lo hicieran en el astillero cuando el arco era izado fuera del agua
para pintar el fondo en otoño. Pero el astillero cargaba cuarenta dólares
por hombre y hora, y Darling empezaba a preguntarse si podría conseguir
alguna vez que le izaran el barco fuera del agua para que él pudiera
pintarse el fondo.
Notó que el barco oscilaba ligeramente cuando un peso subió a bordo,
oyó ruido de pasos en la cubierta de arriba. Alzó la vista y vio a Sharp de
pie junto a la escotilla abierta.
— Eh, Marcus…
— Lamento interrumpir.
— No te preocupes. Daría la bienvenida a Lucifer en persona si me
permitiera escapar un rato de este maldito trabajo.
— ¿Podrías echarle un vistazo a algo por mí?
— Apuesta a que sí. —Darling se quitó la mascarilla y las gafas
protectoras y empezó a subir la escalerilla.
Mike siguió lijando hasta que Darling dijo:
— Ven tú también a echar un vistazo, Michael, muchacho. No
desaproveches la ocasión de respirar un poco.
Sharp había depositado el fardo que llevaba sobre una mesa de cortar
en medio del barco y permanecía de pie algo alejado de ella, para evitar el
olor.
Cuando Darling se acercó, el hedor le golpeó; exclamó:
— ¡Por Cristo, muchacho! ¿Qué me has traído, algo muerto?
— Muy muerto —dijo Sharp, y le contó a Darling lo que había
ocurrido en la bahía Horsehoe.
Darling sujetó un extremo de la toalla mientras Mike la desenrollaba.
Las moscas se materializaron de la nada, y dos gaviotas que habían estado
posadas en el agua alzaron el vuelo y empezaron a trazar círculos sobre el
barco.
— Ballena —dijo Mike.
Darling asintió.
— Y joven.
— ¿Qué te hace decir eso? —preguntó Sharp.
— La grasa es delgada; todavía no ha acumulado toda la ración
completa. ¿Ves cómo se vuelve rosada tras unos pocos centímetros?
— ¿Cachalote?
— Apuesto a que sí.
— ¿Lo alcanzó alguna hélice?
— No —dijo Sharp—. Dale la vuelta.
Darling usó la hoja de un cuchillo para dar la vuelta al trozo de grasa.
A la luz directa del sol, el círculo de marcas brillaba como una gargantilla,
y la carne putrefacta rezumaba por la cuchillada en el centro.
Mike y Darling se miraron, luego Darling dijo suavemente:
— Hijo de puta…
Se dirigió a la cabina, rebuscó algo en un estante, luego volvió
sujetando una garra de color ámbar en forma de creciente de luna. Deslizó
la garra en la cuchillada en la piel negroazulada. Encajaba perfectamente.
— Hijo de puta… —dijo de nuevo.
— ¿Qué es todo eso, Látigo? —murmuró Sharp—, ¿Qué hizo esto?
— Espero que no sea lo que pienso que es —dijo Darling.
— ¿Qué?
Darling señaló el trozo de grasa y le dijo a Mike:
— Tira esta asquerosidad por la borda, dejemos que los pageles se
den un festín. —Luego se volvió a Sharp—. Ven conmigo.
— ¿A dónde?
— Necesito consultar un libro o dos.
Mientras Darling se dirigía sendero arriba hacia su casa, vio el coche
de su hija en el camino.
— Dana está aquí —indicó—. Me pregunto para qué.
Sharp nunca había estado dentro de casa de Darling antes, y miró
rápidamente a su alrededor. Era una casa clásica bermudiana del siglo
XVIII, construida como un barco puesto del revés. Recios codos de
madera sostenían los techos; vigas de treinta por treinta sujetaban las
paredes. Los arcones, cómodas, mesas y suelos eran todos de tablones
anchos de cedro de las Bermudas, reliquias de los días anteriores a la plaga
que había matado todos los cedros. Las habitaciones eran frías y oscuras y
olían intensamente a cedro.
Las dos mujeres sentadas en el comedor se sobresaltaron cuando
vieron a Darling en el umbral.
La mujer más joven —bronceada y de rasgos finos, con el pelo
descolorido por el sol— revolvió rápidamente los papeles de la mesa
delante de ellas, cubriendo algunos con otros.
Darling fingió no darse cuenta. Dijo:
— Eh, Lagartija —y fue hacia ella y la besó en la mejilla—. ¿Qué te
trae por aquí?
— Planear y complotar —dijo ella—. ¿Qué otra cosa?
— Ésa es la forma, mantener a raya a los hijoputas. ¿Conoces a
Marcus Sharp? Marcus, ésta es Dana.
— He oído hablar de usted —dijo Dana, y sonrió y estrechó la mano
de Sharp.
— Encantado de conocerla —respondió Sharp. Tuvo la impresión de
que Dana parecía inquieta, nerviosa. Se mantenía de espaldas a la mesa,
bloqueando el montón de papeles.
Darling condujo a Sharp a través de la sala de estar hasta una pequeña
habitación más allá, flanqueada con estanterías de libros y amueblada
solamente con un enorme escritorio de cedro y dos sillas.
— Debería sentirme avergonzado —dijo Darling al encender la luz.
— ¿Por qué?
— Depositar mi fe en la ciencia. Lo único que admiten los científicos
es lo que saben. Lo que no saben: lo que puede ser, todo lo que entra
dentro del reino de lo posible pero no demostrado, lo desdeñan como
mitos.
Sharp dejó que sus ojos recorrieran los títulos en los estantes. Parecía
que hasta el último libro escrito sobre el mar estuviera allí, desde Rachel
Carson hasta Jacques Cousteau, desde Samuel Eliot Morison hasta Mendel
Peterson, desde Peter Freuchen hasta Peter Matthiessen. Y no sólo libros
sobre el mar, sino libros sobre monedas, cerámica, vidrio y cristal, naves
hundidas, tesoros, armas.
— Ahora veamos. —Darling extrajo un grueso volumen en un
estuche de un estante, y leyó el título en voz alta—: Misterios del mar.
Retiró el estuche y abrió el libro.
— Hará unos diez años —dijo, mientras pasaba las páginas—, yo
estaba en un barco en el Mar de Cortez, ayudando a recoger bichos
extraños. Una noche vimos a algunos mexicanos pescando con luces, y
fuimos hacia allá para echar una mirada. Iban a pescar calamares grandes.
Calamares Humboldt, de metro a metro y medio de largo, entre veinte y
veinticinco kilos.
Nunca antes había visto calamares tan grandes, así que decidí
meterme en el agua con ellos. Tan pronto como mi mascarilla se aclaró,
uno de los malditos hijoputas se arrojó contra mí. Le lancé un arponazo y,
más rápido de lo que yo jamás hubiera creído, uno de sus tentáculos salió
disparado hacia mí y me agarró la muñeca. Tuve la impresión como si me
estuvieran clavando un centenar de agujas. Le pinché en el ojo y me soltó,
y yo me lancé hacia arriba, con el convencimiento de que aquél no era un
lugar saludable donde permanecer. Luego, de pronto, me sentí arrastrado
hacia abajo. Tres de las malditas cosas me habían agarrado y estaban
tirando de mí hacia la oscuridad. Te lo juro, el Señor ha de tener un lugar
especial en Su corazón para los estúpidos bermudianos, porque todo lo que
agarraron se rompió: una de mis aletas, mi medidor de profundidad, una
bolsa para muestras. Partí hacia la superficie. Por alguna razón no me
persiguieron, y yo volví al bote. Pero tuve pesadillas durante todo un mes.
—Jesús —dijo Sharp. Darling volvió una página, luego dijo: —Aquí —y
empujó el libro hacia Sharp.
— ¿Qué es eso? —preguntó Sharp mientras contemplaba el dibujo
que llenaba la página. Era un grabado en boj del siglo XIX de una horrible
criatura, una bestia de aspecto prehistórico con un enorme cuerpo bulboso
que terminaba en una cola modelada como una punta de flecha. Tenía ocho
estremecidos brazos, dos tentáculos de dos veces la longitud del cuerpo y
dos ojos gigantescos. En el grabado, la bestia se alzaba del mar y destruía
un barco de vela. Los cuerpos volaban hacia todas partes, y una mujer, con
los ojos desorbitados por el terror, colgaba del pico de la criatura.
— Eso —dijo Látigo— es el abuelito del bicho que me agarró. Es el
Architeuthis dux, el calamar gigante oceánico.
— Hablando de pesadillas. No puede ser real…, ¿verdad? —Es real;
de acuerdo, raro, pero real. —Darling hizo una pausa—, De hecho,
Marcus, es más que real. Está ahí fuera ahora. Lo tenemos aquí.
Sharp miró a Darling.
— Oh, vamos, Látigo… —murmuró.
— ¿No me crees? —dijo Darling—. Está bien. Quizá creas a Merman
Melville. —Adelantó una mano y cogió un ejemplar de Moby Dick, y lo
hojeó hasta que encontró la página que buscaba. Leyó en voz alta—: «…
entonces contemplamos el más maravilloso fenómeno que los mares
secretos han revelado hasta ora a la Humanidad. Una enorme masa
pulposa, que medía estadios de longitud y anchura, de un color crema
natural, flotaba sobre las aguas, e innumerables y largos brazos irradiaban
de su centro, que se retorcían y agitaban como un nido de anacondas, como
si quisieran aferrar ciegamente cualquier objeto que se pusiera a su
alcance…».
Cuando Darling cerró el libro, Sharp dijo:
— Látigo, Moby Dick es ficción.
— No del todo. La ballena es un hecho, basado en un incidente real
que le ocurrió a un barco llamado Essex.
— Pese a todo…
— ¿Quieres hechos? Está bien, encontraremos tus hechos. —Darling
extrajo otro libro, y frunció los ojos mientras leía las descoloridas letras
del lomo—. El último dragón —dijo—, por Herbert Talley, doctor en
filosofía. Esto debería servir. —Años antes, había doblado las esquinas de
algunas páginas del libro como marcas, y ahora lo abrió por la primera
marca—. El calamar gigante ha sido descrito desde el siglo XVI, quizás
incluso desde antes. ¿Has oído alguna vez la palabra kraken? Es una
palabra sueca que significa «árbol desarraigado». Ése es el aspecto que ese
pueblo creía que tenían estos monstruos, con todos esos tentáculos
enrollándose a su alrededor como raíces. Hoy en día, a los científicos les
gusta la palabra cefalópodo, que es una descripción bastante buena.
— ¿Por qué? —preguntó Sharp—, ¿Qué significa?
— «Los pies en la cabeza». Es debido a que sus brazos, que la gente
creía que eran sus pies, brotan en torno a su cabeza. —Pasó a otra marca
—. Éste, Marcus —dijo—. Uno de los bichos apareció en el océano índico
y arrastró hacia el fondo una goleta llamada la Pearl, exactamente igual
que en ese grabado. Mató a todo el mundo. Hubo más de un centenar de
testigos. —Darling cerró el golpe de libro—. Maldita sea —exclamó—.
No puedo creer que no pensara en ello antes. Resulta tan obvio. No hay
nada más que pudiera haber roto nuestro equipo de aquella manera.
Ninguna otra cosa. Ningún tiburón es lo suficientemente grande ni tiene
los suficientes recursos como para hacer astillas un barco de doce metros.
—Hizo una pausa—. Y nada más tiene una fuerza tan profunda, tan
maligna.
— Pero Látigo. Mira la fecha. —Sharp señaló el libro—. Mil
ochocientos setenta y cuatro. Eso no es hoy.
— Marcus, esas marcas en la piel del cachalote, tú mismo las viste.
—Darling tomó una de las garras de su bolsillo y la alzó— ¿Qué tipo de
animal tiene unos cuchillos así? —Darling sintió una creciente sensación
de urgencia. Supongamos que tenía razón. Supongamos que ahí fuera
había un calamar gigante. ¿Que podían hacer? ¿Atraparlo? Difícil.
¿Matarlo? ¿Cómo? Pero, si no lo mataban, ¿qué otra cosa podían hacer,
qué podía hacer nadie, para librarse de él?
Extrajo más libros de los estantes, tendió unos cuantos a Sharp, luego
se sentó en la silla y abrió uno.
— Lee —dijo—. Será mejor que averigüemos todo lo que podamos
sobre esta bestia.
Examinaron los libros de Darling sobre el mar. Las referencias al
calamar gigante eran cortas y a menudo contradictorias, algunos expertos
afirmaban que los animales no crecían hasta más de quince o dieciocho
metros de largo, otros insistían en que cefalópodos de treinta metros, o
más, nadaban por todos los océanos del mundo. Algunos decían que los
discos chupadores del calamar gigante contenían garfios y dientes;
algunos decían que contenían lo uno o lo otro; algunos que ninguna de las
dos cosas. Algunos decían que tenían fotóforos en su piel, los cuales les
hacían brillar con bioluminiscencia; otros decían que no.
— Nadie parece estar de acuerdo en nada —dijo Sharp después de
leer durante un rato—. Ésta es la mala noticia. La buena noticia es que
todos los ataques registrados contra gente tuvieron lugar en el siglo
pasado.
— No —dijo Darling, y le pasó el libro de Talley a Sharp—, Con esta
bestia, parece que no hay buenas noticias.
Sharp miró la página abierta.
— Mierda —dijo—. ¿Mil novecientos cuarenta y uno?
— Y no lejos de aquí además. Doce marineros torpedeados en un bote
salvavidas. Estaba sobrecargado, y un par de ellos tenían que ir sentados
en la borda. La primera noche, en medio de una absoluta oscuridad, hubo
un grito, y uno de los hombres desapareció. La segunda noche, lo mismo.
Así que entonces todos se apiñaron en el centro del bote. La tercera noche,
oyeron un ruido raspante en la regala y olieron algo. Bueno, parece Que el
calamar gigante que les había estado siguiendo, sumergido durante todo el
día y saliendo a la superficie por la noche, estaba tanteando con uno de sus
tentáculos. Tocó a uno de los hombres, se enrolló a su alrededor tan rápido
como el rayo, y tiró de él por encima de la borda. Ahora sabían lo que era,
y a la noche siguiente estaban preparados para ello, así que cuando
apareció el tentáculo y empezó a buscar, saltaron sobre él y lo cortaron,
pero no antes de que uno de los hombres resultara seriamente golpeado. El
calamar se alejó, no volvió más. Descubrieron que el tipo que fue
golpeado tenía trozos de carne arrancados del tamaño de un cuarto de
dólar norteamericano Imaginan que el animal medía…, ¿cuánto?
Sharp recorrió con el dedo la página hasta encontrar la cifra.
— Siete metros —dijo—. El tamaño de un carro grande.
Darling pensó unos instantes, luego dijo:
— ¿Qué tamaño dirías que tenían esas marcas en la piel de esa
ballena?
— ¿Quince centímetros?
— Maldita sea. —Darling se puso en pie—. Este jodido calamar
puede ser tan grande como una ballena azul.
— ¡Una ballena azul! —exclamó Sharp—. Por el amor de Dios,
Látigo, esto es dos veces el tamaño de tu barco. Es más grande que un
maldito dinosaurio. La ballena azul es el animal más grande que jamás
haya existido.
— En masa quizá sí, pero tal vez no en longitud. Y puedes estar
malditamente seguro que no en maldad.

Cuando salieron cruzaron de nuevo el comedor, y Charlotte alzó la


vista y dijo:
— Látigo, ¿qué es esto acerca de un calamar gigante?
— ¿Un calamar gigante? ¿Qué eres, una persona dotada de poderes
psíquicos?
— Acaban de darlo por la radio hace un momento. Alguien encontró
algo en una playa, y uno de los científicos del acuario dijo…
— Sí, Charlie —asintió Darling—. Parece que tenemos un calamar
gigante por ahí.
— Van a celebrar una gran reunión sobre el asunto mañana por la
noche. En el depósito de pescado. Pescadores, buceadores, tripulaciones.
Toda la isla está alterada.
— No me extraña.
— ¿Qué tamaño puede tener una cosa así?
— Grande.
— William —dijo Charlotte, y se levantó de la mesa y avanzó hacia
él y tomó a Darling del brazo—. Prométemelo.
— Oh, vamos, Charlie. Nadie excepto un culo de asno perseguiría una
bestia así.
— Como Liam St. John, por ejemplo.
— ¿Qué quieres decir?
— St. John dijo por la radio que él iba a atraparlo. Para salvar las
Bermudas. Dijo que él y lo que llamó «su gente» saben cómo hacerlo.
— Como si tuviera alguna oportunidad —dijo Darling—. El doctor
St. John terminará en la barriga de la bestia, y que le aproveche. —Se
inclinó y la besó y miró más allá de ellas, al montón de papeles sobre la
mesa—. ¿Qué estáis haciendo, chicas, comprando la «General Motors»?
— Nada —dijo Charlotte, y le devolvió el beso—. Vete. —Se dirigió
de vuelta a la mesa, se detuvo y dijo—: Tuviste una llamada.
— ¿De quién? ¿Qué querían?
— No lo dijeron. Extranjeros. El hombre con el que hablé sonaba
canadiense. Sólo deseaban saber si estabas disponible.
— ¿Disponible para qué? —dijo Darling—. No importa, puedo
suponerlo. Si vuelven a llamar, puedes decirles que estaba disponible hasta
hace como unos diez minutos. Ahora, de pronto, creo que me he retirado.
19.
Vaya chiste, pensó Darling mientras abandonaba el depósito de
pescado. Lo habían llamado un foro de toda la isla, pero en realidad no
había sido más que una charada, un vehículo para que el premier, Solomon
Tucker, mostrara a los ciudadanos que estaba preocupado, sin tener que
hacer nada. No es que hubiera algo que alguien pudiera hacer; pero el
premier no había ido tan lejos como para admitir eso: como la mayoría de
los políticos, había hecho una retirada estratégica, sin rendirse en ningún
momento.
Todo el mundo había tenido la oportunidad de liberar un poco de
vapor y ofrecer absurdas sugerencias para enfrentarse a un monstruo del
que poca gente había oído hablar nunca y nadie había visto jamás. Ahora,
si las cosas se calmaban y regresaban a la normalidad, el viejo Solly
podría acreditar «democracia en acción»; si las cosas iban a peor, podía
echar al menos la mitad de la culpa sobre la gente, que había pedido
participar pero no había ofrecido ninguna solución. Era un ganador en
cualquiera de los dos casos.
Darling inspiró profundamente el aire nocturno y decidió caminar de
vuelta a casa. Eran sólo unos tres kilómetros, y necesitaba el ejercicio
después de haber permanecido dos horas sentado. Imaginó que la reunión
podía seguir al menos durante otra hora, con la gente diciendo tonterías
acerca de cómo redactar las advertencias que deberían ser formuladas.
Probablemente ya era demasiado tarde para preocuparse. Gracias a
Liam St. John y su eterna cruzada de publicidad personal, el periódico de
aquella mañana llevaba el titular: el monstruo es un calamar gigante,
confirma st. john. A estas alturas, la noticia debía arder en todos los
teletipos de todo el mundo.
Algunas personas habían expresado la confianza de que la carrera
Newport-Bermudas, que se hallaba ya en marcha, no resultara afectada,
pero la parte de ella que beneficiaba a las Bermudas ya lo había sido. Las
reservas de hoteles estaban bajas; los abastecedores se encontraban con
pocas cosas que abastecer; los taxistas se sentaban ociosos, jugando al
cribbage en las capotas de sus coches.
Incluso Darling había conseguido perder un montón de dinero que no
tenía. Mediada la reunión, Ernest Chambers, el buceador que le había
ofrecido a Darling trabajo charter durante la escala de la carrera, había
saltado en pie y había anunciado que dos tercios de sus excursiones
submarinistas habían sido canceladas, y que deseaba saber qué pensaba
hacer el Gobierno al respecto.
Predeciblemente, Liam St. John había aguardado hasta que las cosas
parecieron llegar a un callejón sin salida antes de ponerse en pie de su
asiento en la fila de ministros del gabinete y, después de un vano intento
de hacer parecer que era más alto que su metro sesenta revolviendo
ligeramente los rizos de su pelo color calabaza, pidió el apoyo del público
para su plan de acción.
Puesto que nadie sabía lo suficiente acerca del monstruo como para
enjuiciar el plan de St. John, brotó el clamor de que Darling dijera lo que
pensaba al respecto. Después de todo, alguien había apuntado:
— Látigo ha capturado al menos un ejemplar de cada cosa que Dios
haya puesto nunca en el océano por estos alrededores.
Y Darling les dijo lo que había leído, y sus conclusiones: que la
aparición de un calamar gigante en torno a las Bermudas era
probablemente una casualidad, un accidente natural; que, puesto que
barcos y seres humanos no constituían su alimento natural, con toda
probabilidad terminaría marchándose; y que lanzarse a capturar o destruir
era inútil, porque en su opinión nadie podía hacerlo, pese al ambicioso
plan del doctor St. John. En resumidas cuentas, había dicho Darling, lo
mejor era dejarlo tranquilo por un tiempo y esperar.
St. John calificó el enfoque de Darling de «derrotismo inactivo», y
eso despertó una nueva ronda de discusiones.
Cuando Darling se fue, abriéndose paso con los codos entre la
multitud de pie, oyó a alguien mencionar el emitir un comunicado a todos
los hombres de mar, alguien más sugerir una conferencia de Prensa para
señalar que resultaba más gente muerta cada año por picaduras de abeja
que por todas las criaturas marinas puestas juntas, y al premier anunciar la
formación de un comité para explorar las opciones…, que sería presidido
por el doctor St. John.
Darling siguió el camino hasta Somerset y se preguntó qué hacer.
Parte del problema con toda aquella gente, decidió, lo constituían los
tiempos modernos. Allá en los viejos días, hubieran aceptado el
advenimiento de algo como el Architeuthis sin ninguna pregunta. Lo
inexplicable e imprevisible formaban parte de la vida, y la gente aprendía
a vivir con ello. Ahora ya no. La gente se había estropeado; no podía
aceptar una situación que exigía paciencia y no ofrecía soluciones fáciles.
Cuando llegó a una parte estrecha del camino, delimitada a ambos
lados por altos muros de piedra caliza, un coche se aproximó por detrás.
Se apartó de la calzada y se pegó contra la pared para dejarlo pasar, pero el
coche, apenas hubo pasado, frenó su marcha y se detuvo justo delante de
él.
¿Y ahora qué?, pensó. Observó la tapa del portamaletas y vio la
insignia BMW. Alguien rico…, y estúpido: en un país con un límite de
velocidad de 35 km/h, un «BMW» no era un medio de transporte, era un
trofeo.
Un hombre bajó del lado del pasajero y echó a andar hacia él.
— ¿Capitán Darling? —preguntó.
Darling vio una chaqueta de tweed y unos pantalones tostados y unas
botas bajas de montaña, pero no pudo ver el rostro del hombre.
— ¿Le conozco? —preguntó a su vez.
— Soy el doctor Herbert Talley, capitán.
Talley, pensó Darling. Talley. Había algo familiar en ese nombre, pero
no conseguía situarlo.
— ¿Doctor en qué?
— En malac…, bueno, en calamares, capitán. Doctor en calamares,
podría decir usted.
— No necesita hablar en vulgo conmigo. Conozco la palabra
«malacología».
— Lo siento. Por supuesto. ¿Podemos llevarle hasta su casa?
— Me gusta andar —dijo Darling, y fue a pasar junto al coche, pero
entonces recordó; se detuvo y dijo—: Talley. Doctor Talley. Usted escribió
ese libro, ¿verdad? El último dragón.
Talley sonrió y dijo:
— Sí, fui yo.
— Un buen libro. Lleno de hechos. Al menos, yo los tomé por hechos.
— Gracias. Esto…, capitán, nos gustaría hablar con usted. ¿Podría
dedicarnos unos pocos minutos?
— ¿Hablar sobre qué?
— Sobre el Architeuthis.
Un timbre de alarma sonó en la parte de atrás del cerebro de Darling:
éste debía ser el hombre que había telefoneado. Charlotte había dicho que
sonaba a canadiense, y la pronunciación de Talley era decididamente
canadiense. Murmuró:
— Ya he dicho todo lo que tengo que decir.
— Quizás, entonces, pueda escuchar durante unos minutos…, ¿una
copa?
— ¿Quiénes son «nosotros»?
Talley hizo un gesto hacia el coche.
— El señor Osborn Manning. —Cuando Darling no dijo nada, como
si no le hubiera oído, Talley añadió—: Manning…, el padre de los…
— Oh, sí. Lo siento.
— Nosotros…, él…, apreciaría tener unas palabras con usted —
Darling vaciló, deseoso de que Charlotte estuviera con él— Nunca había
sido bueno tratando con gente de mundo. Por otra parte, no quería ser
rudo, no con un hombre que acababa de perder a sus dos hijos. ¿Cómo se
sentiría él si Dana hubiera sido devorada por… alguna cosa? No podía
imaginarlo y ni siquiera deseaba hacer el intento. Finalmente dijo:
— Supongo que no me hará ningún daño.
— Estupendo —dijo Talley, y mantuvo abierta la portezuela de atrás
del coche—. Hay un hermoso hotel después de…
Darling negó con la cabeza.
— Un centenar de metros carretera arriba, paren bajo un cartel que
dice «Shilly's». Me encontraré con ustedes allí.
— Le llevaremos.
— Caminaré. —Darling pasó junto al coche.
— Pero…
— «Shilly's» —dijo Darling, y siguió andando.
En sus tiempos «Shilly's» había sido una estación de gasolina; luego,
sucesivamente, una discoteca, una boutique y una tienda de alquiler de
vídeos. Ahora era un restaurante con una sola sala, propiedad de un
pescador de tiburones retirado. Se anunciaba publicitariamente como «el
hogar de la famosa fritura de caracolas de las Bermudas», lo cual era un
chiste local, puesto que las últimas caracolas de las Bermudas habían sido
pescadas hacía años. Si se le apretaba, Shilly servía a su clientela algo que
llamaba pescado frito, pero se ganaba la vida sirviendo alcohol barato. El
esqueleto de la vieja bomba de gasolina aún se alzaba en medio del patio,
pintada de púrpura.
Darling hubiera podido dejar que le llevaran hasta el hotel; no tenía
nada en contra de los hoteles. Pero ellos hubieran estado cómodos allí, y
no deseaba que se sintieran cómodos. Deseaba que estuvieran nerviosos,
que su conversación fuera breve y centrada en el asunto.
Cuando entró en el aparcamiento, vio que el «BMW» estaba
estacionado entre dos destartaladas camionetas.
Entró en el local y se detuvo unos instantes, mientras dejaba que sus
ojos se acostumbraran a la oscuridad. Olía a cerveza rancia y a humo de
cigarrillo y al especiado y dulce aroma de la Marihuana. Había una docena
de hombres apiñados en torno a la mesa de snooker, gritando y haciendo
apuestas. Unos pocos más discutían junto a una antigua máquina del
millón. Todos ellos eran hombres duros, con poca cuerda. Todos eran
negros.
Había varias mesas vacías cerca de la puerta, pero Talley y Manning
estaban de pie juntos en un rincón, como si hubieran sido enviados allí
como castigo por un maestro.
Un hombre enorme, negro como un haitiano y amplio como un
defensa de rugby, se deslizó de un taburete y avanzó con paso tranquilo
hacia Darling.
— Látigo… —dijo.
— Shilly…
— ¿Están contigo? —Shilly señaló con la cabeza hacia el rincón.
— Sí.
— Está bien. —Shilly se dirigió al rincón y dejó que su rostro se
cuarteara en una sonrisa—. Caballeros —dijo—, siéntense, por favor. —
Cogió una silla de la mesa más cercana y se la tendió a Manning.
Cuando estuvieron sentados, preguntó:
— ¿Qué quieren tomar?
— Me gustaría un Stolichnaya con hie… —empezó a decir Manning.
— Ron o cerveza.
— Haz que sean tres Oscuros y Tormentosos, Shilly —indicó Darling.
— Tú mandas —dijo Shilly, y regresó a la barra.
Darling miró a Osborn Manning, que parecía haber cumplido
recientemente los cincuenta. Su aspecto era impecable: las uñas
manicuradas, el pelo cuidadosamente cortado. Su traje azul parecía como
si hubiera sido planchado mientras aguardaba a sentarse. Su camisa blanca
estaba almidonada e impoluta, su corbata de seda azul se mantenía en su
lugar gracias a un alfiler de oro.
Pero eran los ojos de Manning lo que Darling no podía dejar de mirar.
En sus mejores tiempos hubieran parecido hundidos; su frente se detenía
en un reborde óseo sobre sus ojos, y sus cejas eran gruesas, densas y
oscuras. Pero ahora parecían dos túneles negros, como si los ojos en sí
hubieran desaparecido.
Quizás es simplemente que está oscuro aquí, pensó Darling. O quizás
eso es lo que le hace el dolor a un hombre.
Manning se dio cuenta de la mirada fija de Darling y dijo:
— Gracias por venir.
Darling asintió con la cabeza e intentó pensar en algo educado que
decir, pero no pudo hallar nada mejor que:
— No tiene importancia.
— ¿Vive usted cerca? —preguntó Talley, iniciando la conversación.
— Bastante cerca. —Darling señaló con la cabeza hacia la pared
norte—. Al otro lado de la bahía Mangrove.
Shilly trajo las bebidas, y Talley dio un sorbo y dijo:
— Espléndido.
Darling observó la reacción de Manning mientras daba a su vez un
sorbo; hizo una mueca, pero la reprimió de inmediato. Para una boca
acostumbrada al vodka con hielo, pensó Darling, ron y cerveza de jengibre
debían saber como anchoas con mantequilla de cacahuete.
Hubo entonces un incómodo silencio, como si Talley y Manning no
supieran cómo empezar. Darling tenía una noción bastante realista de lo
que deseaban de él, y tenía que esforzarse por resistir la tentación de
decirles que dejaran todo aquello, que fueran directamente al meollo. Pero
no deseaba parecer ansioso; a lo largo de los años había hecho más de un
dólar manteniendo la boca cerrada y escuchando. Como mínimo, siempre
se aprendía algo.
Manning permanecía sentado rígido, con la chaqueta de su traje
abrochada, las manos cruzadas frente a él, y contemplaba la luz de la única
vela sobre la mesa.
Qué demonios, pensó Darling, no hace ningún daño ser educado. Le
dijo:
— Siento lo de sus hijos.
— Sí —fue todo lo que respondió Manning.
— No puedo imaginar lo que…, nosotros tenemos una hija…, debe
ser… —No supo qué más decir, así que calló.
Manning apartó la vista de la vela y alzó la cabeza hacia ellos. Sus
ojos aún parecían ocultos en el fondo de sus cuevas.
— No, no puede, capitán. No puede imaginarlo. No hasta que le
ocurra. —Manning se agitó en su silla—. ¿Sabe cuál es la peor sensación
que experimenté hasta entonces? Fue cuando solicitaron su ingreso en la
Universidad. Fue la primera vez en que mis hijos se vieron amenazados
por algo de lo que yo no podía protegerles. Sus vidas, sus futuros, estaban
en manos de unos desconocidos sobre los que yo no tenía ningún control.
Nunca me he sentido tan frustrado en mi vida. Un día descubrí que estaba
perdiendo la visión en un ojo. Fui a los médicos, me hice todo tipo de
pruebas, no había nada mal. Pero estaba perdiendo la visión de un ojo.
Entonces solía jugar al squash con un amigo, y le hablé de ello, una
excusa, supongo, porque estaba perdiendo constantemente, y él dijo que
cuando sus hijos solicitaron su ingreso en la Universidad él desarrolló una
colitis ulcerosa. Lo que yo tenía era ceguera histérica. Tan pronto como
fueron admitidos, desapareció. Entonces me juré que nada así volvería a
pasarme nunca. —Apretó con fuerza las manos una contra otra y agitó la
cabeza—. ¿Quiere saber cuál es la sensación? Me siento como si estuviera
muerto.
Talley dio otro sorbo a su bebida y dijo:
— Capitán Darling, nos gustó lo que dijo usted en la reunión.
— ¿Estaban ustedes allí? ¿Por qué?
— En el fondo de la sala. Deseábamos ver cómo está reaccionando la
gente a todo esto.
— Eso es fácil —dijo Darling—, Están mortalmente asustados. A un
paso del pánico. Ven que su mundo es amenazado por algo que ni siquiera
pueden comprender, y mucho menos hacer nada al respecto.
— Pero usted no está… asustado, quiero decir.
— Ya oyó lo que dije ahí dentro. Es como cualquier otra cosa grande
y de naturaleza horrible. La dejas tranquila, y ella te dejará tranquilo. —
Pensó en los hijos de Manning y añadió—: Como regla general.
— El doctor de ahí dentro, St. John… Es un estúpido.
— Ésa es una forma de decirlo.
— Pero hay algo en lo que no estoy de acuerdo con usted. Lo que está
ocurriendo aquí no es un accidente.
— ¿Qué es, entonces?
Darling vio a Talley mirar a Manning, luego Talley dijo:
— Dígame, capitán, ¿qué sabe usted del Architeuthis?
— Lo que he leído, lo que usted escribió, otras cosas. No demasiado.
— ¿Qué piensa de ello?
Darling hizo una pausa.
— Cada vez que oigo hablar de monstruos —dijo—, pienso en
Tiburón. La gente olvidó que Tiburón era una ficción, lo cual es lo mismo
que decir que…, bueno, ya sabe, se lo tomaron en serio. Tan pronto como
salió la película, cada capitán de barco desde aquí hasta Long Island y
hacia abajo hasta el sur de Australia empezaron a fantasear acerca de
tiburones blancos de diez y doce y quince metros. Mi regla es: cuando
alguien me habla de un bicho tan grande como un camión con remolque,
automáticamente recorto un tercio o la mitad de lo que dice.
— Juicioso —dijo Talley—. Muy juicioso. Pero…
— Pero —dijo Darling—, con esta bestia, me parece que, cuando uno
oye historias sobre ella, lo más juicioso es no recortar nada en absoluto.
Lo más juicioso es doblarlo.
— ¡Exacto! —exclamó Talley. Le brillaban los ojos, y se inclinó
hacia Darling, como si estuviera complacido de haber descubierto un
espíritu afín—. Le dije que soy malacólogo, pero mi especialidad es la
teutología…, los calamares…, específicamente el Architeuthis. He pasado
mi vida estudiándolo. He usado ordenadores, hecho gráficos, disecado
tejidos, olido, gustado…
— ¿Los ha probado? ¿A qué saben?
— A amoníaco.
— ¿Ha visto alguna vez uno vivo?
— No. ¿Y usted?
— Nunca —dijo Darling—. Y me gustaría seguir así.
— Cuanto más he estudiado, más me he dado cuenta de lo poco que
sabe nadie acerca del calamar gigante. Nadie sabe hasta qué tamaño
crecen, el tiempo que viven, por qué a veces se extravían y aparecen
muertos en alguna costa…, ni siquiera cuántas especies hay: algunos dicen
tres, otros diecinueve. Es un ejemplo clásico del viejo dicho de que, cuanto
más sabes, más cuenta te das de lo poco que conoces realmente. —Talley
se detuvo, pareció azarado y dijo—: Lo siento. Me he dejado llevar. Puedo
dejarlo si usted…
— Siga —dijo Manning—. El capitán Darling necesita saber.
Están preparándome, pensó Darling: me están tendiendo el cebo,
incitándome como si yo fuera un pez vela hambriento.
— Tengo una teoría —dijo Talley— tan buena como la mayoría y
mejor que algunas. Hasta mediados del siglo pasado, nadie creía en
absoluto en la existencia del Architeuthis o de ningún calamar gigante.
Los pocos avistamientos eran desechados como los desvaríos de marineros
que se habían vuelto locos. De pronto, en los años 1870, hubo un aluvión
de avistamientos y calamares varados e incluso ataques contra botes y…
— He leído sobre ellos —indicó Darling.
— El asunto es que hubo tantos testigos que, por primera vez, la
gente creyó en ellos. Luego todo se detuvo de nuevo, hasta principios de la
década del 1900, cuando, sin ninguna razón, hubo más avistamientos y
calamares varados. Me pregunté si había alguna pauta en todo ello, así que
recogí informes de cada avistamiento y cada calamar hallado en una playa,
y los metí en el ordenador con todos los datos de los principales
acontecimientos climáticos, variaciones en las corrientes marinas y cosas
así, y le dije al ordenador que hallara algún ritmo o razón a todo aquello.
»La respuesta del ordenador fue que el esquema de avistamientos y
cadáveres en las playas coincidía con fluctuaciones cíclicas en ramales de
la Corriente del Labrador, la gran corriente de agua fría que barre en
sentido ascendente toda la costa atlántica. Durante la mayor parte del
ciclo, el Architeuthis no es nunca visto, ni vivo ni muerto. Pero, en los
primeros años del cambio, por la razón que sea: temperatura del agua,
abundancia de alimento, no pretendo saberlo, la bestia se deja ver.
— ¿Cuál es la longitud de los ciclos? —preguntó Darling.
— Treinta años.
— Y el último empezó en… —Supo la respuesta antes de que las
palabras salieran de su boca.
— Mil novecientos sesenta…, duró hasta el sesenta y dos.
— Entiendo.
— Sí —dijo Talley—. Sé que entiende. Está aquí porque es el
momento. —Talley se inclinó hacia delante, con las manos sobre la mesa
—. Pero la verdad es que puedo darle un buen volumen de hechos, y
documentarlos para usted, y ni por un segundo puedo decirle por qué son
así. Alguna gente cree que el Architeuthis puede quedar atrapado en
corrientes de agua cálida y asfixiarse por falta de oxígeno y morir e ir a
parar a alguna playa. Otras personas piensan que puede ser el agua fría la
que lo elimine, el agua a una temperatura inferior a, digamos, menos diez
grados centígrados. Nadie lo sabe.
Este hombre, pensó Darling, está enamorado del calamar gigante.
— Doctor —dijo—, todo esto es muy interesante, pero no dice nada
acerca de por qué la bestia ha empezado de pronto a devorar gente.
— ¡Pero si lo hace! —exclamó Talley, y se inclinó más hacia delante
—. El Architeuthis es lo que llamamos un devorador adventicio. Se
alimenta por accidente, come todo lo que encuentra. Su dieta normal, he
mirado en sus estómagos, es tiburones, rayas, peces grandes. Pero puede
comer cualquier cosa. Digamos que las corrientes cíclicas lo arrastran
hacia arriba desde el nivel de seiscientos-novecientos metros donde
permanece normalmente. Y digamos que descubre que sus fuentes
habituales de comida han desaparecido. Usted sabe acerca de esto, capitán.
Por lo que he oído, las Bermudas carecen casi por completo de peces. Y
digamos que todo lo que encuentra para comer es…
Hubo un seco restallar que sonó como un disparo de rifle, y algo pasó
volando junto al rostro de Darling.
Osborn Manning había estado aferrando su palito de cóctel de
plástico con tanta fuerza que lo había partido.
— Lo siento —dijo—. Disculpe.
— No —dijo Talley—. Yo lo siento. Oh, Señor…
— Doctor —dijo Darling tras una pausa—, hay una cosa de la que no
ha hablado…, la regla número uno de la Naturaleza, el equilibrio. Cuando
empieza a haber demasiados leones marinos, aparecen los tiburones
blancos para mantenerlos a raya. Cuando empieza a haber demasiada
gente, aparece alguna epidemia como la Peste Negra. Tengo la impresión
de que el hecho de que este bicho esté pululando por aquí nos dice que la
Naturaleza se ha salido de cauce. ¿Por qué?
— Tengo una teoría —dijo Talley—. La Naturaleza no se ha salido de
cauce, es la gente la que ha puesto a la Naturaleza fuera de cauce. Sólo hay
un animal cuya presa es el Architeuthis, y ese animal es el cachalote. El
hombre ha estado matando cachalotes…, están prácticamente extintos. Así
que es posible que sobrevivan calamares más y más gigantescos, y ahora
se están mostrando. Aquí.
— ¿Quiere decir que piensa que hay más de uno?
— No lo sé. Mi suposición es que no, porque no hay suficiente
comida para alimentar a más de uno. Pero podría estar equivocado.
Más preguntas se apiñaban en la mente de Darling, más teorías
hormigueaban e intentaban cuajar. De pronto se dio cuenta de que estaba
mordiendo el cebo, y se forzó a retroceder, a impedir que Talley acabara
de clavarle el anzuelo.
Hizo todo un espectáculo de mirar su reloj, luego echó su silla hacia
atrás y la separó de la mesa.
— Es tarde —dijo—, y acostumbro a levantarme temprano.
— Ah…, capitán —dijo Talley—, Lo importante es que este animal
tiene que ser atrapado.
Darling negó con la cabeza.
— Ninguno lo fue nunca.
— Bueno, no, no un auténtico Architeuthis. No vivo.
— ¿Qué le hace pensar que usted puede?
— Sé que podemos.
— ¿Por qué, en nombre de Dios, desea hacerlo?
Talley se sobresaltó.
¿Por qué? ¿Por qué no? Es único. Es…
— Capitán Darling —interrumpió Manning—, esta…, esta criatura,
esta bestia… mató a mis hijos. Mis únicos hijos. Ha destruido mi vida…,
nuestras vidas. Mi esposa tiene que ser sedada constantemente desde…
Intentó…
— Señor Manning —dijo Darling—, Esa bestia es sólo un animal.
Es…
— Es un ser sintiente. El doctor Talley me ha dicho…, y yo le creo…,
que conoce una forma de rabia, conoce la venganza. Bien, yo también.
Créame. Yo también.
— Es sólo un animal. No puede usted vengarse de un animal.
— Sí puedo.
— Pero, ¿por qué? ¿Qué bien reportará…?
— Es algo que debo hacer. ¿Prefiere que me siente y culpe al destino
y diga: «Así son las cosas»? No lo haré. Mataré a esta bestia.
— No lo hará. Todo lo que conseguirá será…
— Capitán, podemos —dijo Talley—, Puede ser atrapada.
— Si usted lo dice, doctor. Pero déjeme fuera de ello.
— ¿Cuánto cobra usted por un charter de un día? —preguntó
Manning.
— Yo no…
— ¿Cuánto?
Ahí estamos, pensó Darling. Nunca hubiera debido venir aquí.
— Mil dólares —dijo.
— Le daré cinco mil dólares al día, más gastos.
Cuando, al cabo de un momento, Darling siguió sin responder, Talley
dijo:
— Esto no es sólo algo personal, capitán. Este animal tiene que ser
atrapado.
— ¿Por qué? ¿Por qué no dejar simplemente que se marche?
— Porque estaba usted equivocado respecto a otra cosa allá en la
reunión: no se detendrá. Seguirá matando gente.
— Hace cinco minutos esto era una teoría, doctor. Ahora es un hecho,
¿verdad?
— Una probabilidad —admitió Talley—. Si halla una fuente de
comida, no veo ninguna razón por la que deba trasladarse. Y no creo que
haya ninguna cosa viva ahí fuera que pueda detenerle.
— Bueno, yo tampoco puedo. Busquen a alguien distinto.
— No hay nadie más —dijo Manning—, Excepto ese imbécil de St.
John…
— …con su plan maestro —terminó Talley—. ¿Piensa realmente ese
hombre que puede atrapar al Architeuthis arrojando explosivos al océano?
Es ridículo…, ¡es jugar a la gallina ciega!
Darling se encogió de hombros.
— Pero conseguirá que su nombre aparezca en los periódicos. Mire,
señor Manning, usted tiene suficiente dinero, puede contratar a los
expertos que quiera, traer un buen barco.
— No crea que no lo he intentado. ¿Piensa que quiero trabajar con
ustedes…, con los locales? Conozco a los isleños, capitán, conozco a los
bermudianos. —Manning apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia
Darling. Su voz era baja, pero su tono tenía una intensidad que la hizo
parecer como un grito—. He tenido una casa aquí durante años. Lo sé todo
acerca de las islas pequeñas y las mentes pequeñas; sé cómo su gente se va
pavoneando por ahí y alardeando de su independencia; sé lo que piensan
de los extranjeros. Por todo lo que a ustedes se refiere, yo sólo soy otro
yanqui rico tonto del culo.
Talley pareció impresionado. Darling se reclinó hacia atrás en su
silla, sonrió y le dijo a Manning:
— Sabe emplear usted las palabras.
— Estoy cansado de toda esta mierda, capitán. Así es como están las
cosas: Hubiera podido contratar cualquier barco, hay gente arriba y abajo
por toda la costa muriéndose por venir. Pero su obcecado Gobierno tiene
tantas reglas y reglamentaciones, tantos permisos y licencias, tanto
papeleo y depósitos e impuestos, que hubiera necesitado meses para
arreglarlo todo. Así que tengo que usar a los locales, y eso significa usarle
a usted. Usted es el mejor. Tal como lo veo, usted y yo tenemos sólo un
problema, y es el dinero. Todavía no he dado con la cifra correcta. Así que
dígamela usted. Dígame su precio.
Darling le miró durante un largo momento, luego dijo:
— Permítame decirle cómo lo veo yo, señor Manning. Es usted rico y
es usted un yanqui, pero no esgrimo ninguna de estas dos cosas contra
usted. Lo que le hace un tonto del culo es que piensa usted que su dinero le
devolverá a sus hijos. Piensa usted que matar a la bestia lo hará. Bien, pues
no es así. No puede comprarse la paz de este modo.
— Tengo que intentarlo, capitán.
— Está bien —dijo Darling—. Ha puesto usted sus cartas sobre la
mesa; ahí van las mías. Tengo invertidos doscientos cincuenta mil dólares
en mi barco, y no discuto que necesito su dinero. Pero la única otra
propiedad que tengo se halla debajo de estas ropas que llevo, y si pierdo
esa propiedad mi valor personal es cero. —Se puso en pie—. Así que
gracias pero no gracias. —Hizo una inclinación de cabeza a Talley y salió.
— Piense en ello, capitán —dijo Manning a sus espaldas.

Cuando Darling se hubo ido, Talley terminó su copa, suspiró y dijo:


— Debo decir, Osborn, que fue usted…
— No me diga cómo llevar mis negocios —gruñó Manning—, El
encanto personal no hubiera funcionado mejor. Nos comprendemos el uno
al otro, Darling y yo. Puede que no nos gustemos, pero nos
comprendemos. —Hizo una seña a Shilly para que trajera la cuenta.
Talley estaba furioso. Esto no podía estar ocurriendo. Todo había ido
tan bien. Tenía un cheque en blanco de Manning, había mezclado su propia
obsesión con la de Manning y había creado un propósito común. Podía
comprar cualquier cosa que deseara, y lo había hecho: el mejor equipo, el
más nuevo, el más sofisticado.
Lo mejor de todo, tenía un plan.
Pero ahora lo último que necesitaba, el último engranaje de su
elaborada maquinaria, no estaba disponible.
Tenía que ocultarle su desánimo a Manning, no fuera que se volviera
contagioso. Si Manning cancelaba su cheque, treinta años de
investigación, de esperanzas, de sueños, se desvanecerían como vapor.
No hablaron de nuevo hasta que estuvieron en el aparcamiento, y
entonces Manning dijo:
— ¿Cuánto sabemos acerca de Darling?
— Sólo su reputación. Es el mejor de por aquí.
— No…, acerca de él…, personalmente.
— Nada.
— Husmee por ahí, vea lo que puede averiguar. No hay ningún
hombre vivo que no tenga enemigos. Encuentre uno. Dele dinero. Dígale
que quiere saber todo lo que se pueda saber: cosas feas, habladurías,
mentiras, rumores. Empiece con los pescadores. Es una pequeña
comunidad, sin trabajo, sin dinero… Apuesto a que son peores que los
actores: venderían a sus propias madres por la posibilidad de arruinar a un
competidor.
— ¿Quiere destruir a ese hombre? ¿Por qué?
— No. Quiero controlarlo, pero no puedo hasta que sepa lo que hay
que saber. Un viejo axioma, Talley: El conocimiento es poder. Iré a la
ciudad por la mañana, hablaré con algunas personas, dejaré caer unas
cuantas monedas.
— ¿Hablar de qué?
— Debilidades…, obligaciones. Otro viejo axioma: Cada hombre
tiene su precio. Todo lo que tenemos que hacer es descubrir el de Darling,
y entonces será nuestro.

Charlotte le aguardaba en la cocina cuando Darling llegó a casa.


Cuando terminó de contarle los acontecimientos de la tarde, ella le besó y
dijo:
— Estoy orgullosa de ti.
— Cinco mil al día. —Darling sacudió la cabeza—. Podría sacarle
diez días de trabajo, quizá más.
— Sí, pero, ¿y si…?
Darling la rodeó con un brazo.
— Hubieras podido hacerme un espléndido funeral.
Charlotte no sonrió. Alzó la vista hasta sus ojos y dijo:
— Sólo recuerda tu promesa, William. No te dejes involucrar con
gente que no tiene nada que perder.
20.
La rueda del timón era enorme, y necesitó ambas manos y toda su
concentración para controlarla. Era un arco de acero inoxidable de metro
veinte de diámetro y parecía tener vida propia, como si deseara arrancarse
de su control y dejar que el barco cayera a merced del viento y las olas. Le
recordaba un caballo indócil. La respuesta era demostrar quién era el jefe;
entonces se comportaría.
Katherine no iba a cometer un error ahora, no después de haber
aguardado durante tres días y tres noches la oportunidad de hacerse cargo
del timón, tras escuchar a su padre y a Timmy y a David y a los otros
hablar de lo duro que era gobernar un barco en un mar picado, de que se
necesitaba la fuerza de un hombre para controlarlo, de cómo deberían
aguardar a que amainara el viento y las condiciones fueran las correctas,
bla bla, bla.
Se sentó envarada y apretó las rodillas contra el poste de la rueda y
agarró el timón tan fuerte que empezaron a agarrotársele los dedos. Los
músculos de sus brazos ya le dolían, y sabía que pronto empezarían a
picotearle.
Timmy estaba recostado en los almohadones a su lado. Arriba, a proa,
David y Peter permanecían tendidos en la cubierta, mimando sus
bronceados. No tenían nada que hacer ahora, en líneas generales, excepto
aguardar al cambio de turno.
— Suelta un poco —dijo Timmy.
— ¿Por qué?
— Porque hay un aleteo en el borde de la mayor. —Timmy señaló
hacia la parte de arriba de la vela mayor—. ¿Por qué creías?
Ella alzó la vista y frunció los ojos ante el brillo de la blanca vela
contra el cielo azul. Timmy tenía razón, y eso la irritó; era algo que
hubiera debido haber visto por sí misma. U oído. Observado, al menos.
Pero el aleteo era tan pequeño, tan insignificante, que no podía creer que
representara ninguna diferencia.
Se inclinó sobre el timón y lo giró hacia la derecha hasta que vio que
el borde de la vela dejaba de vibrar. El bote viró a estribor, y tuvo que
afirmar los pies para mantener el equilibrio.
— Eso es —dijo Timmy.
— Gracias al cielo. Me alegro de que lo vieras. Ahora ganaremos,
seguro.
— Eh, Kathy…, es una carrera.
— Vaya, no me había dado cuenta.
No había ningún otro barco a la vista. ¿Cuántos habían tomado la
salida? ¿Cincuenta? ¿Un centenar? No tenía ni idea. Los bastantes como
para que la línea de salida hubiera parecido un tumulto, con barcos
zigzagueando arriba y abajo y la gente chillándose y las bocinas sonando.
Pero, a medida que pasaban las horas, el número parecía haber ido
disminuyendo: cada vez menos y menos barcos cerca, luego menos y
menos a la vista, como si uno tras otro fueran siendo tragados por el mar.
Sabía que todo lo que ocurría era que cada capitán estaba intentando su
propia estrategia, siguiendo su propio rumbo, usando ordenadores y
experiencia y suposiciones y, por todo lo que sabía, vudú para hallar la
combinación perfecta de viento y marea y corrientes que le proporcionara
una victoria.
De todos modos, resultaba extraño hallarse solos en un océano como
aquél. El barco tenía casi quince metros de largo, y visto desde abajo
parecía tan grande como una casa, pero desde aquí arriba —con las olas a
ambos lados y el horizonte extendiéndose interminable y el cielo
completamente vacío— parecía tan diminuto como un bicho sobre una
alfombra.
Su padre asomó la cabeza por la escotilla.
— ¿Cómo va eso, Bizcochito?
Ella le había suplicado que la llamara Katherine. Sólo durante este
viaje. O Kathy. Cualquier cosa menos Bizcochito.
— Bien, papá.
— ¿Cómo se porta, Tim?
Sé bueno, rezó ella. No seas el típico hermano de mierda.
— Muy bien… —dijo Tim.
Gracias…
— …sólo un poco distraída de tanto en tanto.
¡Sesos de mierda!
— Acabamos de captar las Bermudas en el radar…, al borde del
límite de las cincuenta millas.
— ¡Estupendo! —dijo Katherine, confiando que fuera lo correcto de
decir.
— Claro que sí. Significa que podemos seguir navegando toda la
noche, y si tenemos suerte alcanzar el canal justo antes del amanecer. No
querremos intentarlo en la oscuridad.
— Dios, no —dijo Tim—. ¿Recuerdas el año pasado?
— No me lo recuerdes.
Por supuesto, pensó Katherine. El año pasado. Cuando yo no estaba
aquí. Entonces es cuando ocurren las cosas excitantes: cuando yo no estoy
allí.
Su padre empezó a retirar la cabeza, luego se detuvo y dijo:
— Es curioso…, Radio Puerto Bermudas está emitiendo un
comunicado a todos los hombres de mar acerca de algún animal que ataca
a los barcos.
— ¿Una ballena? —dijo Katherine—. Quizás esté enferma.
— No lo sé, creo que simplemente intentan exprimir el turismo, jugar
un poco con esa cosa del Triángulo de las Bermudas. De todos modos, no
sirve de nada correr riesgos. Átate a la cuerda salvavidas cada vez que
vayas a algún sitio.
— Papá, el mar ni siquiera está agitado.
— Lo sé, Bizcochito, pero mejor ser prevenido que lamentarlo luego.
—Sonrió—. Prometí a tu madre que cuidaría especialmente de ti. —Le
hizo un gesto a Tim, luego volvió a meterse en la cabina.
Tim se enderezó en su asiento, tendió la mano al chaleco salvavidas
de Katherine, soltó el extremo de la cuerda salvavidas que llevaba
incorporada y encajó el mosquetón en el anillo de acero del poste de la
rueda.
— ¿Y qué hay de la tuya? —dijo ella—. Ni siquiera llevas chaleco
salvavidas.
— He hecho esta carrera tres veces —dijo Tim—. Creo que sé cómo
ir de un lado para otro por el barco.
— ¡Yo también!
— Entonces discútelo con papá, no conmigo. Yo sólo cumplo
órdenes. —Tim le sonrió y volvió a recostarse en los almohadones.
Elizabeth flexionó los dedos para aliviar los calambres y cambió su
peso de uno a otro pie para relajar la tensión de sus brazos y hombros. No
llevaba reloj, y no tenía la menor idea de cuánto tiempo debía seguir aún
ante aquella estúpida rueda. No demasiado, esperaba, o iba a tener que
pedirle a Tim que la sustituyera, y él haría alguna broma que la
hundiría…, nada malicioso en realidad, sólo alguna observación machista.
No iba a renunciar. Había suplicado venir en este viaje, y estaba
decidida a hacer su parte, incluidas las guardias. Sabía que sus hermanos
se habían puesto en contra de que viniera, y que si su madre no hubiera
tenido una sentada con su padre y hubiera hablado seriamente con él
acerca de justicia e igualdad y todas las demás cosas ella estaría allá atrás
en Far Hills enseñando tenis a niños de diez años. Le debía a su madre, y a
ella misma, demostrar que podía ser una ayuda, no una responsabilidad.
Pero estaba impaciente porque todo terminara, por llegar a las
Bermudas y pasar un par de días tendida en la playa y dando vueltas de un
lado para otro con una moto, mientras su padre y los otros hablaban de
vela sobre sus bebidas allá en el Club de Yates…, no, el Club de Botes, lo
llamaban aquí. Curioso.
Luego volaría de vuelta a casa, ése había sido el trato. Gracias a Dios.
No podía captar la mística de la navegación a vela, aunque fingía
entusiasmo e intentaba hacer todo lo posible por dominar oscuros
términos, como «gaza de garrucho» y «atesar la burda».
Disfrutaba navegando de día en pequeños botes junto a la orilla. Era
divertido pasar un par de horas en el agua, haciendo carreras con los
amigos, haciendo el tonto, a veces incluso volcando…, pero yendo luego
de inmediato a casa para darse una ducha caliente y comer una comida
decente y disfrutar de una buena noche de sueño.
Pero esto: Esto era una maratón de aburrimiento, incomodidades y
fatiga. Nadie dormía más de cuatro o cinco horas al día. Nadie se bañaba.
En una ocasión había intentado tomar una ducha, pero se había caído dos
veces y se había hecho un corte en la cabeza con la jabonera, así que había
renunciado y se había resignado a lavarse con una esponja hasta allá donde
pudiera alcanzar cada vez que pudiera. Todo estaba siempre empapado.
Todo olía a sal y moho. Todo, de cubierta para abajo, olía como una
gigantesca zapatilla mojada. Necesitabas haberte graduado en ingeniería
para poder utilizar los lavabos. Ambos se atascaban al menos una vez al
día, y la culpa recaía inevitablemente sobre Katherine y la única otra
mujer a bordo, la presumida amiga de David, Evan…, como si las mujeres
no hicieran más que conspirar contra las cañerías de las embarcaciones.
Katherine había sido nombrada «cocinera ayudante jefe y criada para
todo», lo cual resultó ser un mal chiste porque, ¿cómo podías cocinar algo
decente cuando todo el barco se halla siempre inclinado hacia uno u otro
lado de modo que apenas podías mantenerte en pie? Todo lo que había sido
capaz de hacer era mantener caliente el café y tener sopa disponible día y
noche, e ingredientes para bocadillos metidos en un bol de «Tupperware»
en el fregadero para quien quisiera algo más.
No le hubiera importado ninguno de estos acontecimientos si hubiera
habido algo lo suficientemente bueno como para compensar, pero por todo
lo que podía decir, las carreras oceánicas —con buen tiempo, al menos—
consistían en un montón de charla, un montón de sentarse por ahí, y más o
menos media hora al día de frenética acción, durante la cual su
contribución era permanecer fuera del camino.
Katherine había llegado a la conclusión de que todo aquello tenía algo
que ver con el chauvinismo masculino, y aunque se alegraba de haberlo
visto de primera mano, a partir de ahora se sentiría perfectamente feliz de
limitarse a escuchar sobre ello y sonreír educadamente ante los heroicos
relatos de sus hermanos sobre sus hazañas en alta mar.
Sus brazos y hombros le chirriaban ya; no tenía otra elección; debía
cederle la rueda a Tim.
Pero entonces, de pronto —una bendición— cambió la guardia. Su
padre y su tío Lou subieron por la escotilla para relevarla a ella y a Tim, y
los dos chicos de Lou fueron delante para remplazar a David y Peter.
— Buen trabajo, corazón —dijo su padre mientras se deslizaba detrás
de la rueda—. Perfectamente en rumbo.
— ¿Tienes alguna idea de cómo vamos? —preguntó Tim.
— Es difícil decirlo. Creo que nos hemos situado segundos o terceros
en nuestra categoría. Hay montones de barcos en el radar, pero no puedo
decir qué son.
Katherine soltó su cable salvavidas del anillo de acero y fue abajo. Se
quitó el chaleco y lo arrojó sobre su litera. Tim se apretujó junto a ella
para pasar y fue al camarote de proa y se dejó caer en una de las literas. Ni
siquiera se quitó los zapatos. No era extraño que el lugar oliera como un
gimnasio.
Katherine decidió tomar una taza de sopa y leer un poco, hasta que le
entrara sueño. No había otra cosa que hacer.
— ¡Atención todo el mundo! —oyó gritar a su padre. Resonaron
pasos en la fibra de vidrio sobre su cabeza.
Se agarró a la barandilla de la litera superior, donde Evan dormía
roncando como una sierra de cadena, y se preparó.
— ¡Viramos a sotavento! —siguió su padre, y el barco se ladeó, se
enderezó de nuevo y pareció colgar allí por un segundo, y luego, cuando la
botavara giró y la vela atrapó el viento con un ¡bump!, se ladeó a babor.
Hubo un resonar de vajilla en el fregadero, cuando las tazas sucias
acumuladas allí se movieron y cayeron unas sobre otras.
Debería lavar aquellas tazas. Era su trabajo. Pero también era el
trabajo de Evan, y Evan no se había molestado en hacerlo, se había ido
simplemente a dormir. Al diablo con ello; las lavaría más tarde. Enjuagó
una taza y se sirvió un poco de sopa y la bebió.
En el camino de regreso a su litera, se detuvo y miró la pantalla del
radar. Brillaba como la pantalla de un videojuego verdoso. Una línea
amarilla la barría en un círculo siguiendo la dirección de las manecillas
del reloj, dejando tras ella blips dorados que sabía eran otros barcos. En la
parte superior de la pantalla había una mancha irregular.
Hola, Bermudas, dijo. Guarda un poco de diversión para mí. Y quizá,
puesto que estás en ello, algún salvavidas apuesto. Uno que odie los barcos
de vela.
Se alegró de haber mirado…, la hizo sentirse menos sola.
Se tendió en la litera y encendió la pequeña luz de lectura sobre su
cabeza y cogió su ejemplar de La momia de Anne Rice: elegido por su
madre para ella, y perfecto para un viaje como éste: romántica, capaz de
provocar miedo, lo bastante larga como para durar varios días y fácil de
dejar y volver a coger más adelante sin perder la trama. Halló el lugar
donde había terminado de leer. Ramsés había devuelto a Cleopatra a la
vida, y Cleopatra se las entendía con todos los hombres que encontraba y
luego los mataba y…
Tenía que ir al lavabo. Suspiró y se levantó y se dirigió a proa, más
allá de la mesa de mapas, y abrió la puerta. El olor la asaltó, peor que el de
los servicios públicos de la estación Penn. No tenía que mirar, pero lo
hizo, y seguro, estaba atascado. Pisó el pedal de descarga y probó una vez
la bomba de mano, pero el sonido —un gorgotear estrangulado— la
advirtió de que no volviera a intentarlo.
Fue a proa, al otro lavabo. Había un trozo de cinta adhesiva pegado a
la puerta, con el aviso fuera de servicio escrito con rotulador.
Estupendo.
Regresó a su litera y abrió el cajón de debajo y cogió su retrete de
emergencia: un frasco de mayonesa vacío.
Regresó a popa y contuvo la respiración mientras orinaba en el
frasco, pensando tan sólo: Por favor, que llegue mañana, déjame dormir y
no despertarme hasta que estemos en el muelle.
Cuando hubo terminado, enroscó fuertemente la tapa y se dirigió a la
escotilla.
— Chaleco salvavidas —dijo su padre.
— Sólo voy a… —Le mostró el frasco.
— ¿Los dos ahora?
— Ajá. De nuevo.
— Señor… Bueno, los arreglaremos cuando entremos.
— Mujeres… —dijo el tío Lou con una leve sonrisa burlona.
— Tío Lou… —respondió Katherine—. Nunca he sido muy fuerte en
biología, pero creo que los hombres van al lavabo también…, a veces.
— Enterado y corregido —dijo tío Lou con una sonrisa más amplia.
— Dame —indicó su padre, y tendió la mano para coger el frasco.
— Yo lo haré —dijo ella.
— Bizcochito…
— Yo lo haré.
— Entonces ponte el chaleco salvavidas.
— Papá… Oh, está bien. —Volvió a bajar la escalerilla y fue a su
litera y tomó su chaleco salvavidas. Estaba furiosa, azarada, irritada.
Nadie más llevaba chaleco salvavidas, y todos iban de un lado para otro de
la cubierta como monos. Sólo tenía que dar tres pasos para vaciar el frasco
por encima de la borda, y él la hacía vestirse como un astronauta.
Se puso el chaleco salvavidas y pensó: ¿Quién es la estúpida ahora?
¿Por qué no le dejas que lo eche por ti? Porque… ¿Porque qué? Porque
es… personal. Estúpida. Él cambiaba tus pañales. No importa, ahora ya es
demasiado tarde.
Volvió a cruzar la escotilla y rodeó el timón y se dirigió hacia proa,
hacia el lado de sotavento del barco. El sol estaba bajo en el cielo
occidental, lo bastante bajo como para que las olas lo bloquearan y allí,
velada además por la gran vela, la luz era tan escasa como en el anochecer.
— Engánchate —dijo su padre.
— Sí, señor. —Enganchó la cuerda salvavidas al cable de medio
centímetro que unía dos montantes.
— Sé que te resultará difícil de creer, pero no estoy siendo tan pesado
sólo por divertirme.
— No, señor. —Sabía que sonaba malhumorada, pero no podía
evitarlo.
Desenroscó la tapa del frasco y, con las rodillas apoyadas contra un
montante, se inclinó hacia fuera para vaciar el frasco.
E| frasco era grande para su mano y, cuando le dio la vuelta, le
resbaló. En un movimiento reflejo tendió la otra mano para cogerlo, y dejó
caer la tapa, y quiso cogerla también, y entonces de pronto hubo un
pequeño cambio en el viento, una bocanada que empujó el bote más hacia
un lado. Y entonces, de pronto, no hubo nada en lo que apoyar sus piernas,
y puesto que la mayor parte de su peso estaba inclinado sobre la borda
perdió el equilibrio y cayó con una voltereta.
En aquella décima de segundo supo que la cuerda de salvamento la
detendría y la traería de vuelta al barco, y se tensó y se llevó las manos a
la cabeza. Hubo una sacudida cuando la cuerda se tensó. Se oyó a sí misma
gritar, y algo más, un extraño sonido desgarrante, y entonces, cuando
hubiera debido sentir el golpe contra el costado del barco, sintió… agua.
Estaba en el agua, boca abajo, y entonces el chaleco salvavidas la
enderezó y la empujó hacia arriba y salió bamboleante a la superficie. No
podía ver…, el pelo se le había pegado ante los ojos. Lo apartó con la
mano, y siguió sin poder ver nada excepto agua, grandes olas ondulantes
de agua negroazulada.
¡Esto no podía ser cierto! ¿Qué había ocurrido? Miró su chaleco
salvavidas, y había un agujero irregular allá donde el cable había sido
arrancado.
Podía oír a su padre gritar, y a otra gente también, una confusión de
palabras, así que usó sus manos para darse la vuelta y allá, silueteado
contra el sol poniente, estaba la parte superior del mástil, alejándose de
ella, la vela chasqueando, las voces haciéndose más débiles.
Una ola se hinchó debajo de ella y la arrastró alta sobre su cresta, y
entonces pudo ver todo el mástil e incluso la parte superior de la cabina.
Gritó, pero tuvo la sensación —no, supo— que el viento se llevaba sus
palabras y las lanzaba hacia el Este, a la noche.
La ola la rebasó y Katherine se deslizó en el valle, y entonces no vio
nada del barco, ni siquiera la parte superior del mástil.
Notó algo en el agua que la hizo vibrar, una pulsación, muy débil pero
definitiva.
El motor. Habían puesto en marcha el motor. Bien. Ahora podrían
maniobrar y hallarla rápido. Antes de que cayera la noche.
Llegó otra ola, y desde su cresta vio de nuevo el mástil, algo más
lejos que antes, y todas las luces estaban encendidas —las del palo mayor,
las de dirección, las del ancla— así que podía verlo.
Gritó de nuevo y agitó los brazos, pero no podían oírla por supuesto
que no podían, no con el motor.
¿Por qué seguían alejándose de ella? ¿Por qué no daban la vuelta?
Entonces el barco dio la vuelta, hacia la derecha; empezó a trazar un
círculo hacia ella. Bien. Ahora la encontrarían.
La ola la dejó caer en un valle, desde donde no pudo ver nada excepto
agua.
Si no podía verles, ¿cómo iban a verla ellos? Ellos estaban a quince
metros de altura. ¿Cuánto asomaba ella del agua? ¿Medio metro?
Reserva tus energías, pensó. No grites, no agites los brazos hasta que
estés en la cima de una ola, donde puedan verte.
Una ola la alzó, y vio el barco, casi todo él…, ¡pero estaba alejándose
de ella, avanzaba en dirección equivocada! Gritó.
Cuando la ola la dejó caer de nuevo, volvió la cabeza hacia el Oeste.
El sol había desaparecido, dejando sólo un resplandor naranja en el
horizonte y nubes orladas de rosa contra el oscuro cielo. Sobre su cabeza
podía ver las estrellas.
Pronto sería oscuro. Tenían que encontrarla…, tenían que hacerlo…
o…
Ni siquiera pienses en ello.
¡Dios, hacía frío! ¿Cómo podía hacer tanto frío tan pronto? Sólo
llevaba en el agua unos pocos minutos, pero sus brazos y sus piernas
estaban temblando, y su garganta y su mandíbula se estremecían de tal
modo que tenía problemas para respirar.

Flotaba en la fría capa media del agua oceánica, no amenazada, no


perturbada, sólo derivando.
Se había alimentado recientemente, se había atiborrado, así que ahora
no sentía ninguna urgencia de cazar.
Existía, simplemente existía.
Y entonces, desde algún lado, muy lejos, sintió el tamborilear de una
pulsación, débiles ondas que viajaban a través del agua y golpetearon su
piel.
Curiosa antes que preocupada, agitó sus aletas caudales y se elevó
lentamente.
Si hubiera hallado aguas más cálidas se hubiera detenido, porque la
comodidad era su único imperativo. Pero la capa fría continuó, y así siguió
subiendo.
Ahora captó luz, y la pulsación estaba más cerca, y había algo más,
algo separado de la pulsación, alterando el agua de arriba.
Algo vivo.

Una ola alzó a Katherine, y cuando alcanzó la cresta vio el barco,


todo el barco —¡cerca!—, una forma oscura contra el cielo del anochecer,
con las luces blancas y rojas y verdes brillando en el mástil.
Gritó y agitó los brazos, luego se deslizó de la cresta de nuevo al
interior del valle.
No la habían visto, no la habían oído. ¿Por qué? ¡Estaban tan cerca!
Ella les había oído a ellos, había oído el motor e incluso quizás una voz.
Estaba a favor del viento, por eso no la habían oído. El sonido de
ellos llegaba a ella pero no el de ella a ellos.
Era oscuro. Casi de noche. Y hacía frío. Y el agua era profunda.
¿Cuán profunda? Eternamente profunda.
Ahora, al fin, la golpeó el terror, un auténtico miedo primigenio que
se aferró a sus entrañas y fluyó por sus venas y desgarró cada terminación
nerviosa.
Su padre había hablado de monstruos, y ahora ella sabía que estaba a
su merced. Imágenes de pesadilla llamearon en su mente, imágenes que no
había visto en años, desde que tenía seis u ocho, todas las bestias que
habían vivido debajo de su cama y en el armario y en los susurrantes
árboles al otro lado de su ventana. Su madre siempre había acudido a su
habitación para confortarla, para decirle que todo estaba bien, que los
monstruos eran una fantasía.
Pero nadie acudía a confortarla ahora. La fantasía era real.
Se sentía tan sola, una soledad que nunca había sabido que existiera,
como si ella fuera la única cosa viva en el planeta.
Los pensamientos se atropellaban unos a otros en su cabeza: ¿Por qué
había insistido en participar en este viaje? ¿Por qué no había dejado que su
padre vaciara el frasco por ella? ¿Por qué, por qué, por qué?
Intentó rezar, pero en todo lo que pudo pensar fue en: Ahora me
tiendo para dormir…
Iba a morir.
¡No!
Gritó de nuevo…, no a propósito, no para que repararan ella, sino el
grito de un ser vivo protestando ante la muerte.
Fue arrastrada a la cresta de otra ola, y vio que el barco es taba allí,
más cerca aún, pero había algo diferente. No se movía; se había detenido.
No podía oír el ruido del motor.
Mientras se deslizaba al valle oyó una voz: su padre, hablando a
través de un megáfono.
— ¡Katherine, ¿puedes oírme?! ¡No podemos verte, pero hemos
apagado el motor, lo hemos apagado todo, a fin de poder oírte! ¡Si puedes
oírme, tan pronto como yo deje de hablar, grita, amor, grita con todas tus
fuerzas, ¿de acuerdo?…! ¡Ahora grita!
Me ha llamado Katherine, pensó.
Gritó.

Estaba a treinta metros por debajo de la superficie. Flotaba, mientras


dejaba que sus sentidos acumularan información.
La pulsación de arriba se había detenido, pero había una alteración en
la superficie, y algo pequeño que se movía.
La cosa viva.
Subió lentamente.

— ¡Te oigo, Katherine! ¡Grita otra vez! ¡Otra vez!


Gritó de nuevo, con voz ronca, no tan fuerte, pero reunió todas sus
fuerzas y se obligó a gritar otra vez, y otra.
Una ola la atrapó, y desde su cresta vio un foco que giraba hacia ella.
Rezó para no caer en el valle hasta que la vieran, pero estaba cayendo,
cayendo. Agitó los brazos. ¡Iban a perderla!
En el último instante, la luz atrapó sus brazos alzados —vio el haz
iluminar sus crispados dedos— y dejó de girar, y oyó la voz a través del
megáfono:
— ¡Te tenemos!
Entonces oyó el motor ponerse en marcha de nuevo.
La pulsación había empezado otra vez…, más cerca, más, avanzando
hacia la pequeña cosa viva.
Excitada ahora, subió, y su color cambió. Estaba excitada no por el
hambre, no por la sensación de una inminente batalla o una inminente
amenaza, sino por un deseo de matar.
Empezó a sentir las olas, porque estaba cerca de la superficie.
Cuando Katherine alcanzó la cresta de una ola, la luz golpeó su rostro
y la cegó. Pero el barco estaba allí, podía sentir el latir del motor, podía
oler los gases de escape.
Algo chapoteó a su lado, algo grande, y sintió que un brazo rodeaba
su cintura y oyó una voz que decía:
— Te tengo…, todo está bien…, todo está bien.
Timmy. Lo rodeó con sus brazos y luego sintió que era izada, y su
mano tocó el duro costado del barco.

Estaba allí, la cosa viva, directamente encima, pateando.


Un animal herido.
Una presa.
Más que una presa.
Comida.
La criatura introdujo una masa de agua en las cavernas de su cuerpo y
la expelió a través del tubo en su vientre, y partió disparada hacia arriba.

Unas manos agarraron a Katherine y tiraron de ella tan bruscamente


que pensó que sus brazos iban a descoyuntarse, pero luego estuvo entre los
brazos de su padre, y él la aplastaba contra su pecho y decía:
— Oh, cariño…, oh, pequeña…, oh Bizcochito…
Otras manos izaron a Timmy a bordo, y se dejó caer sobre cubierta,
tosiendo.
Entonces alguien dijo:
— ¿Qué es este olor?
Oyó el clunc de los engranajes del motor con la hélice, y notó que el
barco se movía de nuevo.
Luego, mientras su padre la llevaba hacia la escotilla de popa, voces:
— ¡Hey, mirad!
— ¿Qué?
— Ahí atrás.
— ¿Dónde?
— Algo en el agua.
— No veo nada.
— ¡Ahí! ¡Exactamente ahí!
— ¿Qué? ¿Qué es?
— No lo sé. Algo.
— Probablemente sólo nuestra estela. —No, no lo creo.
— No es nada. Ya la tenemos de vuelta. Olvídalo.

La pulsación se desvanecía de nuevo, la cosa viva había desaparecido.


La criatura flotó entre las olas y escrutó el agua con uno de sus
enormes ojos blancoamarillentos. Alzó sus tentáculos y barrió con ellos la
superficie, buscando. Pero no encontró nada, así que volvió a hundirse
hacia las profundidades.

Envuelta en mantas, Katherine estaba tendida en su camastro y dejaba


que su padre le diera un poco de sopa. El hombre reía y lloraba al mismo
tiempo, y su mano temblaba tanto que finalmente ella le cogió la sopa.
Evan le había quitado la ropa —ya no engreída, sino más bien solícita
— y la había lavado con agua caliente y le había dado uno de sus propios
chándales.
Timmy se detuvo en su camino a la ducha y no dijo nada,
simplemente se inclinó y le dio un beso en la frente.
David y Peter y el tío Lou, todos, vinieron en uno u otro momento y
le dijeron algo, y no hubo ninguna observación condescendiente entre
ellos.
Se sentía una celebridad, y le gustaba. Por una vez, tenía una historia
que contar, cuando todos los demás estuvieran vanagloriándose. Por una
vez, la excitación la había incluido a ella.
Se le cerraban los ojos. Pensó que le gustaría dormir todo el camino
hasta las Bermudas.
21.
Cuando inspiró, Látigo Darling se dio cuenta de que el aire le llegaba
lento, reluctante, como si estuviera sorbiendo una botella de soda vacía. Su
botella estaba casi vacía. Podría conseguir una inspiración más, dos
quizás, antes de tener que subir a la superficie.
No importaba, sólo estaba a metro y medio. Si respiraba en vacío,
escupiría la boquilla, exhalaría y subiría.
Pero no deseaba tener que subir ahora y cambiar la botella y volver a
bajar, sólo para terminar este estúpido y abominable trabajo que hubiera
debido tomarle veinte minutos y en el que llevaba ya su segunda hora.
Remplazar las boyas del Gobierno era fácil; cualquiera que dominara unas
tenazas podía hacerlo; él lo había hecho centenares de veces. Todo lo que
tenías que hacer era soltar la boya de la cadena, poner un flotador temporal
en la cadena, llevar la boya a bordo, dejar caer la boya de remplazo por la
borda, unirla a la cadena y recuperar tu flotador. Sencillo.
No esta vez. En primer lugar, Mike le había dado la argolla del
tamaño equivocado para la cadena, luego el pasador del tamaño
equivocado para la argolla. Luego a Darling se le había caído el pasador
correcto y había tenido que subir a buscar otro, porque Mike estaba tan
preocupado de que Darling estuviera allá abajo solo que no podía ni
encontrarse el culo con ambas manos. Luego, mientras Darling estaba a
bordo buscando el pasador, Mike había dejado caer el bichero con el que
sujetaba la boya, y la boya había derivado en la marea, y habían tenido que
levar el ancla y perseguirla, porque ningún hombre iba a echarse al agua y
arrastrar una boya de acero de ciento cincuenta kilos a la que le gustaba
viajar.
Hubiera debido ser Mike quien estuviera ahí abajo, y Darling
pasándole el equipo adecuado pieza a pieza…, y hubiera sido Mike si
Darling no hubiera llegado a la conclusión de que Mike estaba demasiado
dominado por el pánico ante la idea de ser masticado por algún gran
villano que fácilmente hubiera podido olvidar el respirar con la
consecuencia obvia de sufrir una embolia y morir. De modo que Darling
había decidido hacer el trabajo él.
Contuvo el aliento y metió el pasador en la argolla y lo remachó con
el martillo. En el agua, el martillo se movía como a cámara lenta, y la
mayor parte de su fuerza se gastaba antes de golpear, así que tuvo que
golpear el pasador de nuevo. Su visión estaba distorsionada por el agua y
la mascarilla y los movimientos de la boya hacia uno y otro lado, así que
golpeó el pasador de lado, y se deslizó fuera de la argolla y cayó, abajo
hacia el azul.
— ¡Mierda! —gritó Darling dentro de su boquilla, mientras lo
contemplaba desaparecer hacia abajo. Hizo su última inspiración de la
botella, sorbiendo hasta el último átomo de aire, y sacó el pasador de
repuesto del cinturón de su traje de baño. Lo golpeó con el martillo, y se
deslizó en su agujero como un cuchillo afilado en un pez recién pescado.
Lo sujetó por el otro lado con las tenazas, luego miró a su alrededor para
asegurarse de que nadie estuviera cruzando por el lugar y pudiera chocar
contra él cuando saliera a la superficie. Escupió su boquilla y exhaló el
aire y pateó hacia el sol.
Mike le aguardaba en la plataforma de buceo.
— ¿Listo? —preguntó mientras cogía la botella de Darling y el
cinturón del lastre y lo izaba todo a cubierta.
Darling asintió y se subió a la plataforma de buceo y permaneció allí
tendido boca abajo, recuperando el aliento.
— ¿Qué estamos haciendo aquí fuera, Michael? —dijo cuando
finalmente pudo hablar—. Deberíamos estar sentados en un apartamento
en Vero Beach, bebiendo «Pink Ladies» y contemplando la puesta de sol,
en vez de lanzarnos al mar y casi ahogarnos, todo por una miserable
factura de tres al cuarto.
— Paga el combustible.
— Apenas —dijo Darling, y pensó en añadir algo agradable para
hacer que Mike se sintiera mejor acerca de no haber efectuado él la
inmersión—. Sólo gracias a ti.
Mike había conseguido eso con algunos arreglos menores en el
motor, que habían conseguido que funcionara bien con una mezcla de
aceite diésel y queroseno, lo cual disminuía el coste del combustible en
más de un tercio. Y eso significaba que podían conseguir realmente una
ganancia de un par de dólares en trabajos miserables como éste.
Darling no había tenido que trabajar en las boyas del Gobierno desde
hacía años, y esperaba no tener que volver a hacerlo nunca de nuevo. Pero
cuando había oído que el Gobierno deseaba cambiar las boyas de uno de
los canales principales y que iba a poner el trabajo a licitación, se había
presentado a la licitación y, ante su sorpresa —y casi embarazo— había
descubierto que era el que había presentado el precio más bajo.
Ahora estaban haciendo el trabajo, por 500 dólares, y puesto que
gastaban un combustible más barato podían realmente ganar 250 dólares
en un día…, no exactamente un dinero a espuertas, pero mejor que
permanecer sentado en el patio contando los pelos del gato del vecino.
No había otro trabajo, al menos no un trabajo que Darling quisiera
hacer. Lo del acuario se había perdido, y la escala de la carrera había
pasado sin un solo charter de buceo para nadie, porque tan pronto como los
participantes llegaron a la orilla y vieron el artículo en Newsweek, con la
foto del calamar gigante del Museo de Historia Natural de Nueva York,
habían llegado a la conclusión de que el buceo quedaba fuera de sus
intereses…, ni siquiera en los arrecifes más someros, donde la peor cosa
que podía pasarles era cortarse en la rodilla con un coral. Habían
transcurrido cerca de dos semanas desde que alguien había visto algún
signo del calamar, y ni un solo buceador se había adentrado aún en las
aguas.
No tenía sentido, pero de todos modos, pensaba Darling, muchas
cosas no lo tenían. Pronto habría informes de gente que se negaba a
ducharse por miedo a que un calamar gigante brotara de la roseta o se
asomara por el agujero del desagüe y la devorara.
Otras personas, sin embargo, conseguían trabajo. Uno de los barcos
con fondo de cristal había pintado un nuevo nombre en su yugo de popa,
cazador de calamares, y llevaba a los turistas al borde de los arrecifes y les
dejaba mirar a una profundidad de unos treinta metros de agua, mientras el
capitán, vestido como Indiana Jones, asustaba hasta las entrañas a sus
pasajeros con absurdas afirmaciones a través del sistema de amplificación
con su mejor voz a lo Vincent Price.
Era una tontería, pero Darling no culpaba al hombre; era una forma
de ganarse la vida. Algunos de los barcos que llevaban fuera a los
buceadores a pulmón libre estaban prácticamente en dique seco. Los
visitantes temían acercarse al agua, y no estaban dispuestos a pagar treinta
dólares para que se les dijera lo que podían ver.
Una tienda de recuerdos emprendedora estaba vendiendo una línea de
joyería, en realidad bisutería hecha con conchas marinas y alambre de
plata, sobre el tema del calamar. Y se hablaba de que uno de los
pescadores estaba haciendo una fortuna atrapando pequeños bancos de
calamares y congelándolos y encajándolos en bloques de lucita y
vendiéndolos como Genuinas Miniaturas de los Monstruos del Triángulo
de las Bermudas.
Habían empezado a llegar representantes de lejanos grupos
ecologistas, y estaban yendo puerta por puerta pidiendo dinero para su
campaña Salvad al Calamar. Le habían pedido a Darling que fuera el
portavoz local de la campaña, pero él se había negado, con el argumento
de que el Architeuthis estaba haciendo ya un espléndido trabajo para
salvarse a sí mismo sin ninguna ayuda ni de él ni de nadie.
Los Salvad al Calamar permanecieron en las Bermudas durante
cuarenta y ocho horas antes de enzarzarse en una pelea con la oposición,
algunos pescadores deportivos influyentes que estaban enviando sus
Rybovitches y Hatterases y Merritts desde todos los puntos del Oeste para
acudir a la caza del monstruo. Un par de ellos se habían vuelto
impacientes aguardando sus barcos y habían intentado alquilar el de
Darling, pero éste había rechazado sus ofertas, del mismo modo que había
rechazado la de Manning y ese doctor como se llamara…, Talley.
A veces lamentaba haber rechazado a Talley, en especial los días
como hoy, cuando le dolía la boca de morder la boquilla del regulador,
cuando se sentía helado como un polo y azotado de un lado para otro hasta
el punto del coma…, todo por un par de cientos de pavos que tendría que
repartir con Mike.
Pero, como decía el dicho, Talley y Manning eran gente a la que había
que dar de comer con una cuchara larga. Charlotte había señalado que cada
uno a su manera eran el tipo de persona más peligroso con el que uno
podía mezclarse: una persona que no tenía nada que perder. Darling nunca
se había parado a pensar exactamente por qué valía la pena arriesgar su
vida, aparte Charlotte y Dana, pero sabía seguro que no era ninguna
criatura que se comía a la gente para desayunar y sus barcos para el
almuerzo.
Además, no había perdido por completo las esperanzas. Un
restaurante de la ciudad necesitaba reparar su embarcadero, y si conseguía
el encargo podía ser una semana de trabajo a mil dólares diarios. Había
oído que la compañía telefónica deseaba lanzar un nuevo cable…, un
trabajo no muy agradable, bombear lodo para cavar una trinchera donde
depositar el cable, ero un trabajo honesto y que le dejaría algunos billetes
sin destruir nada.
Eso era todo lo que deseaba…, trabajo. No sabía cómo Charlotte
seguía poniendo comida en la mesa y las luces se encendían cada vez que
accionabas el interruptor y eran pagados los seguros, pero así era, de
alguna forma.
Darling se lavó la sal en la ducha y se puso unos pantalones cortos
mientras Mike guardaba el equipo de inmersión y freía una caballa de la
nevera. Habían pensado utilizar la caballa como cebo, pero puesto que no
había nada que pescar por los alrededores, supusieron que era mejor
comérsela.
Después de comer se dirigieron hacia el Sudoeste a lo largo del borde
exterior de los arrecifes, en dirección a casa. Darling tenía la intención de
detenerse en el muelle de la ciudad y presentar su factura a Marina y
Puertos. Tenía un amigo allí que le había prometido pagarle en efectivo.
— Mira ahí —dijo Mike, y señaló desde el puente alto. Dos cuberas
flotaban inmóviles con la barriga al aire, y el bote pasó entre ellas.
Un momento más tarde vieron dos más, luego un pagel y un angelote
y cuatro o cinco róbalos. Todos muertos, todos hinchados.
— ¿Qué demonios está pasando? —murmuró Darling.
Entonces oyeron un ruido en la distancia, un profundo y resonante ka-
BOOOM, y sintieron un estremecimiento a través del acero a sus pies,
como si alguien estuviera martilleando el casco con un mazo.
Luego, casi a un kilómetro al frente y un poco a la derecha, en aguas
profundas, pudieron ver un barco, y frente al barco un torrente de espuma
que descendía sobre lo que parecía ser una jiba de agua. Mientras
observaban, la jiba se redujo, sorbida por el mar, y la espuma se convirtió
en una mancha blanca en la superficie.
Mike tomó los binoculares y los enfocó en el barco.
— Es el barco del acuario —dijo.
— Dios santo —murmuró Darling—. Liam se ha concedido permiso
para bombardear la bestia.
Herbert Talley lamió la salada espuma de sus gafas de sol y las secó
con el faldón de su camisa. Descubrió el pequeño pez gris que había sido
arrojado fuera del agua y le había golpeado en la nuca, y lo arrojó por la
borda donde los otros —las docenas, veintenas, que habían resultado
muertos por la concusión— flotaban bamboleándose en la superficie, con
sus blancas barrigas vueltas al sol.
— Eso fue cerca —dijo, y se contuvo de usar las otras palabras que
deseaba decir, como «estúpido» e «idiota».
— En realidad no, doctor —dijo St. John, cuyos rizos, empapados por
el agua y alborotados, colgaban como lianas en una jungla por los lados de
su cabeza—. He hecho un estudio de los explosivos. Estamos
completamente seguros.
St. John miró por la borda, escudando los ojos para ver hacia abajo,
más allá de la capa de peces muertos. Se enderezó, dio un paso hacia
delante y gritó a los hombres en la proa:
— ¡Preparad otra! Y ajustad ésta a cien brazas.
El timonel, un musculoso estudiante graduado con el aspecto de la
estrella de una película de surf y sexo, asomó la cabeza por la cabina y
dijo:
— ¿Hasta dónde debemos ir para encontrar cien brazas?
— Utiliza el sondímetro, por el amor de Dios. Ya sabes cómo, ¿no?
¿O tengo que hacerlo yo todo?
— Acaba de estropearse.
— ¡Entonces hacia ahí! —dijo St. John, y agitó el brazo en la
dirección general del agua más oscura.
Se volvió hacia Talley y dijo:
— Estará usted de acuerdo en que, cuando matemos al animal,
flotará.
— Si mata usted al animal, sí —dijo Talley. ¿Estar de acuerdo? Era
Talley quien se lo había dicho a St. John, que no tenía la menor idea acerca
de la biología del Architeuthis.
— ¿Aunque lo volemos en pedazos?
— Sí. —Talley no vio ninguna utilidad en explicar su afirmación,
puesto que St. John parecía tener tantas posibilidades de matar al
Architeuthis como un niño de diez años de acertarle a un gorrión con un
tirachinas.
— ¿Saldrá a la superficie incluso desde una profundidad de cien
brazas…, casi doscientos metros?
— Desde cualquier profundidad. Como le he dicho, el contenido en
amoníaco de su carne la hace más ligera que el agua del mar. Flotará como
si fuera aceite, como si fuera…
— Lo sé, lo sé —dijo St. John, y se volvió hacia la proa.
Talley tragó bilis e intentó pensar en cómo escapar de ese diminuto
fanfarrón que le estaba tratando como un aprendiz. Nunca hubiera debido
aceptar la invitación de St. John a ir con él.
Por teléfono, sin embargo, St. John había sido educado, receptivo,
incluso ansioso por conseguir que Talley presenciara su intento de matar al
calamar gigante. Había dado la bienvenida a Talley a bordo del barco de
once metros del acuario, lo había presentado a su tripulación de cuatro
hombres —incluido el joven a cargo de los explosivos, que parecía
dominado por las náuseas, ya fuera por nerviosismo o por mareo
anticipado—, y luego procedió a darle a Talley una conferencia sobre el
tema al que Talley había dedicado el trabajo de su vida, una conferencia
plagada de pseudohechos espigados, imaginó Talley, de libros de cómics,
películas de horror y revistas de supermercado.
Cuando Talley contradijo uno de los hechos putativos de St. John —
no rudamente, no didácticamente; simplemente afirmó que no había
pruebas concluyentes que confirmaran la afirmación de St. John de que
había sólo tres especies de Architeuthis, que muchos científicos creían que
de hecho podía haber tantas como diecinueve especies, todas ellas con
sutiles características diferenciadoras—, la respuesta de St. John había
sido un seco «¡Ridículo!» y había cambiado de tema, convencido de que
Talley no tenía interés en aprender nada, y que esperaba que Talley se
limitara a aprobar y aplaudir todo lo que él hiciera.
Lo más sorprendente era que St. John fuera tan ignorante de su propia
ignorancia; realmente creía en las estupideces que decía. Era como si su
cerebro reuniera datos de todas las fuentes —las de confianza, las
marginales y las fantásticas— y seleccionara lo que le gustara y desechara
todo lo demás y modelara con ello su propio evangelio.
St. John había permanecido alejado de Talley durante la mayor parte
del viaje, le había dado instrucciones a Talley de que permaneciera a popa
—«donde es más seguro»—, mientras él adoctrinaba a su tripulación sobre
calamares gigantes y explosivos submarinos. La única razón por la que se
molestó en decir algo más a Talley —y no lo había planteado como una
pregunta sino como una meditación especulativa acerca de la flotabilidad
de ciertos tipos de carne— fue cuando uno de los miembros de su
tripulación había preguntado cómo sabrían si habían matado al monstruo
porque, si no tenía vejiga natatoria probablemente se hundiría hacia el
fondo…, ¿no?
St. John había parecido desconcertado hasta que Talley apuntó
voluntariamente que la carne del Architeuthis tenía flotabilidad positiva,
información que St. John transmitió entonces como si hubiera brotado
entera de la cornucopia de su mente.
A Talley no le importaba ofrecerle datos a St. John. Por ahora, todo lo
que deseaba hacer era salir de este barco, antes de que St. John hiciera
algún disparate y todos volaran en pedazos.
Si tan sólo él y Manning hubieran conseguido alquilar un barco para
ellos. Lo habían intentado, pero no había nada disponible de un tamaño
adecuado excepto un viejo transbordador que necesitaba un
reacondicionamiento completo. Había unos cuantos barcos del Gobierno
de tamaño mediano, pero cuando preguntaron por ellos se encontraron ante
una maraña de confusiones burocráticas, todas ellas maquinadas, estaba
cada vez más convencido Talley, por St. John, que deseaba a la criatura
para sí.
Manning había hecho otro intento de hacer traer un barco de los
Estados Unidos, pero el tiempo de viaje y los permisos y las inspecciones
y los trámites amenazaban con mantenerlo amarrado en el puerto durante
la mayor parte del año.
Mientras tanto, sabía Talley, su única posibilidad, quizá la única
posibilidad que tuviera nunca, de ver y estudiar y filmar al animal que le
había obsesionado durante treinta años, se iba desvaneciendo un poco más
a cada día que pasaba. Los cambios estacionales en las corrientes y la
temperatura del agua y el fluir de la Corriente del Golfo podían empujar al
Architeuthis a moverse hacia otro lado.
Su única esperanza, evidentemente, era Látigo Darling. Por lo que
había oído de él y averiguado de su conversación con él, sabía que era el
hombre perfecto para el trabajo: experto, ingenioso, sensato, duro y
decidido. Su barco era perfecto también. Talley y Manning habían
alquilado una chalana y cruzado a remo la bahía Mangrove una tarde,
después de ver a Darling y a su esposa marcharse de casa en un taxi.
Habían abordado el barco bajo las largas sombras del atardecer, habían
estudiado su ancha popa, que evidentemente era capaz de guardar enormes
rollos de cable, su motor y las estanterías de piezas de repuesto, habían
aprobado el equipo elevador y el equipo de arrastre, incluso la inclinación
de la proa y la forma del fondo, que hablaban de la resistencia y
estabilidad del barco.
Habían discutido intentar comprarle el barco a Darling, pero, tras
unas cuantas conversaciones artificialmente casuales con el personal de
Cambridge Beaches y con los trabajadores del astillero, Talley había
descubierto que barco y hombre eran inseparables. Comprar el barco sería
lo mismo que comprar al hombre, y el hombre había dejado bien claro que
no estaba a la venta.
Todavía tenían que descubrir en Darling una debilidad que pudieran
explotar, pero Osborn no estaba dispuesto a ceder. Insistía en que, dado el
tiempo suficiente, era capaz de hallar el talón de Aquiles incluso en un
santo. Aún tenía que hablar con algunas personas, recordar unos cuantos
favores.
Talley, por otra parte, no podía pensar en nadie más a quien
interrogar, nada más que intentar. Tenía que encontrarse con otra persona
esta tarde, pero suponía que la conversación no produciría nada excepto
una petición de dinero a cambio de una promesa de jugosas habladurías
sobre Darling. Había habido unos cuantos de ésos, pero Talley se había
negado a pagar hasta oír la información, y en ningún caso lo que había
oído valía un centavo.
Luego, la última noche, había recibido una llamada telefónica de
alguien que decía que se llamaba Cari Frith y que era pescador. Dijo que
había oído que Talley estaba husmeando en torno a Látigo Darling, y que
quizás él pudiera ayudar. La única razón por la que Talley no se había
negado tajantemente al encuentro fue que Frith empezó diciendo que no
deseaba ningún dinero. Todo lo que deseaba era justicia…, significara eso
lo que significase.
— ¡Preparados! —gritó una voz desde proa.
— ¿Estamos en posición? —preguntó St. John al timonel.
— Sí, señor.
— ¿A qué distancia nos hallamos de la carga?
— A unos cien metros.
— Acércate más. Quiero estar seguro de que llega la señal.
— Pero…
— ¡Acércate más, maldita sea! Quieres trabajar, ¿no? ¿O no quieres?
— Sí, señor. —Mientras el timonel engranaba el motor y daba
potencia, Talley se alejó hacia popa tanto como pudo. Tambaleó en la fibra
de vidrio y se preguntó si dentro llevaría algún elemento flotador.
Entonces St. John gritó:
— ¡Fuego! —Y el hombre encargado de los explosivos accionó el
interruptor de disparo.
Por un momento no ocurrió nada, sólo hubo silencio, y luego se oyó
un sonido retumbante y una sensación como si una mano gigantesca
hubiera agarrado el bote y estuviera intentando alzarlo en el aire. Y luego
el agua entró en erupción a su alrededor.
Finalmente el bote cayó de nuevo, y la espuma se disipó, y St. John se
acercó a popa y se inclinó sobre el costado. Pequeños peces —rosados y
rojos y grises y marrones— flotaban en la superficie.
— Más profundo —dijo—. Debe de estar más profundo. Tendremos
que intentar que vaya más abajo.
El timonel salió de la cabina y dijo:
— Doctor. Ned dice que tenemos una vía de agua.
— ¿Una vía? ¿Dónde?
— La fibra de vidrio se ha rajado. En las portillas de observación de
abajo.
— ¿Por qué nos has llevado tan cerca?
— ¿Qué? Usted me dijo…
— La seguridad de esta embarcación es responsabilidad tuya. Si
pensaste que era peligroso acercarte tanto, tenías la obligación de negarte.
El timonel se limitó a mirarle.
— ¡Idiota! —exclamó St. John, y echó a andar hacia proa—. ¿Es seria
la vía?
— Quizá debiéramos volver a casa, sólo por si acaso.
— Tonterías. Arréglalo con epoxy —dijo St. John, y desapareció en la
cabina.
Estupendo, pensó Talley; ahora nos hundiremos, y yo probablemente
me ahogaré ahí fuera en medio de la nada. Miró a su alrededor, buscando
algo que pudiera flotar. Vio una tapa de escotilla de madera, y la soltó a fin
de que flotara libre si la popa se hundía bajo el agua. Miró hacia la orilla,
estimando la distancia… ¿Cinco kilómetros? ¿Seis? No podía decirlo, pero
parecía un largo, largo camino.
Luego, cuando se volvió, vio un barco a poca distancia. No hacía
nada: estaba simplemente allí, con la proa apuntada hacia ellos. Un barco
grande.
Agradécelo, pensó. Al menos quizás alguien acuda a rescatarte.
Oyó que su motor se ponía en marcha y se dio cuenta de que el barco
giraba para apuntar la proa hacia la orilla.
St. John salió de la cabina, sudoroso, y su rostro tenía un tinte
purpúreo, ya fuera por el ejercicio o por la furia.
— Hay un barco ahí —señaló Talley—. Quizá debiéramos…
— Lo he visto. —St. John golpeó el mamparo de la cabina y gritó—:
¡Eh!
El timonel asomó la cabeza por la puerta.
— ¿Sí, señor?
— ¿Ves ese barco de ahí? Llámales por radio y diles que nos sigan
hasta el puerto.
— ¿Decirles, doctor?
— Sí, Rumsey…, decirles. Diles quiénes somos y diles que nos sigan,
por si acaso necesitamos ayuda. Lo harán. Puedes apostar a que sí.
— Sí, señor.
Cuando el timonel iba a meterse de nuevo en la cabina, St. John dijo:
— ¿Reconoces quiénes son?
— Sí, señor.
— ¿Qué barco es?
— El Privateer…, el barco de Látigo Darling.
— Oh —dijo St. John, y dudó un segundo antes de añadir—:
Olvídalo.
— ¿Señor?
— Olvídalo. No les llames. Simplemente llévanos a casa.
El timonel frunció el ceño, luego se encogió de hombros y se metió
dentro.

— Mira cómo avanza —dijo Mike.


— Hundido… —murmuró Darling—. Se ha hecho un agujero.
— ¿Lo seguimos?
— Si desean ayuda, ya nos llamarán —dijo Darling—. Me gustaría,
pero no creo que Liam lo haga.
Hizo girar fuertemente la rueda, empujó la palanca hacia delante y se
encaminó hacia el marcador que señalaba el Corte Azul Occidental.
Permaneció en aguas profundas, y durante varios minutos la proa del barco
hendió el agua entre los cadáveres de pequeños peces.
— Seguro que ha hecho volar hasta la última mierda de rata —dijo
Mike.
— Es una vergüenza que ser idiota no sea un crimen —murmuró
Darling—. Si lo fuera, podríamos encerrar a ese hombre de por vida.
— ¿Qué usaba?
Darling se encogió de hombros.
— No creo que él lo sepa. Mientras haga bang, eso es todo lo que le
importa. Gelatina para agua, C-4…, quizás incluso vieja y simple
dinamita.
— No se pueden comprar estas cosas en la droguería.
— Claro que sí. Mira en toda la pólvora que hemos conseguido. Todo
lo que tienes que hacer es decir que necesitas efectuar unas voladuras para
unos pilotes o unos cimientos. El hombre que da los permisos nunca tiene
en cuenta el factor tonto del culo.
— Sin embargo, estas cosas hacen que te preguntes… ¡Eh! —Mike
había estado mirando hacia el Norte, y señaló algo brillante que flotaba
entre dos olas.
Darling hizo girar el timón, y el barco osciló cuando recibió las olas
en su cuarto de babor.
— Que me maldiga —dijo Darling mientras se acercaban al objeto
flotante—. Más de esa freza…, si es eso.
Era otro donut gelatinoso, una forma oblonga que mediría dos metros
o dos metros y medio por uno o uno y medio, ondulando sobre las olas,
con un agujero en el centro.
Darling puso el barco al pairo y se inclinó sobre la barandilla del
puente alto y miró hacia abajo.
— Diría que es vómito de ballena —murmuró—. Ya sabes, gris
ambarino…, es decir, si quedan todavía ballenas por aquí.
— No es lo bastante oscuro —dijo Mike—. Y no huele mal.
— No…, debe de ser freza, pero que me maldiga si sé que clase de
freza es. —Darling hizo una pausa—. Deberíamos recoger un poco y
llevársela al doctor Talley para que le eche un vistazo.
— ¿Quieres que tome una muestra?
— ¿Por qué no?
Mike descendió por la escalerilla, cogió la redecilla de cuchara de
mango largo y fue a popa, donde la cubierta era más baja y podía alcanzar
fácilmente el agua.
Darling hizo girar el bote en un estrecho círculo y maniobró de modo
que la masa gelatinosa quedara cerca del costado del barco.
Mike se inclinó sobre la borda y metió la red en el agua. Cuando tocó
la masa gelatinosa, ésta se fragmentó.
— Maldita sea —dijo—. Se disgrega.
— ¿Has cogido algo?
— Déjame intentarlo de nuevo.
Darling retrocedió un poco, y Mike mantuvo sujeto el mango de la
red por su extremo y estiró el brazo.
Cuando la red tocó el agua, algo la agarró y tiró de ella. Los tobillos
de Mike golpearon contra la defensa y, puesto que buena parte de su peso
estaba fuera borda, empezó a caer.
— ¡Eh! —chilló, y agitó su mano libre sin hallar más que aire.
— ¡Suéltala! —gritó Darling, pero Mike no lo hizo. Como si su mano
estuviera soldada a ella, aferró el mango de aluminio de la red de cuchara,
y fue lanzado por encima de la borda. Su cuerpo dio media voltereta y
golpeó de espaldas contra el agua. Sólo entonces soltó la red.
Darling corrió a la parte de atrás del puente alto y medio saltó, medio
se deslizó por la escalerilla que conducía abajo y corrió hacia popa. El
barco estaba parado, así que no había ningún peligro para Mike por parte
de la hélice, pero Darling estaba preocupado de que le entrara el pánico y
tragara agua y se ahogara.
Y Mike estaba realmente dominado por el pánico. Había olvidado
cómo nadar. Gritaba incoherentemente y agitaba los brazos como las aspas
de un molino de viento…, a menos de metro y medio de la popa del barco.
Darling agarró una cuerda, ató un extremo y sujetó el otro.
— ¡Michael! —gritó.
Pero Mike no le oía, seguía simplemente chapoteando y gritando.
Darling enrolló el extremo suelto de la cuerda y apuntó a la cabeza de
Mike y lo lanzó. Le golpeó en pleno rostro, pero Mike ignoró hasta que sus
manos lo encontraron y, en un reflejo, agarraron a él. Entonces Darling tiró
de la cuerda y lo atrajo hasta la plataforma de buceo en la popa del barco,
se inclinó y lo agarró por el cuello de la camisa y lo izó sobre la
plataforma.
Mike permaneció tendido allí, lloriqueando y escupiendo agua. Luego
tosió y jadeó y se puso de rodillas y dijo:
— Que lo jodan.
— Vamos, Michael —dijo Darling con una sonrisa—. Era sólo una
vieja tortuga grande, eso es todo. La vi…, debió decidir luchar contigo por
la posesión de la freza.
— Que la jodan. Que te jodan a ti. Que lo jodan todo. Para siempre.
Darling se echó a reír.
— ¿Estás bien?
— Voy a dedicarme a taxista.
Cuando Mike se hubo quitado la ropa y envuelto en una toalla,
Darling regresó al timón y trazó un círculo hasta donde la red de cuchara
flotaba en la superficie. Puso el motor en punto muerto y dejó que el
impulso del barco lo llevara hasta la red. La recogió con el bichero y la
trajo de vuelta a bordo.
La tortuga había hecho un agujero en la red, pero unos cuantos
glóbulos gelatinosos habían quedado pegados a lo que quedaba de ella.
Darling alzó uno de los glóbulos a la luz del sol y lo miró de cerca. Había
pequeñas cosas dentro, demasiado pequeñas para distinguirlas. Pensó si
rasparlos de la red y guardarlos en un frasco, pero probablemente no había
suficientes como para que tuvieran algún valor. Así que lavó la gelatina en
el agua, dejó caer la red sobre cubierta y regresó al puente alto.
Unos minutos más tarde, cuando Darling había regresado a la boca
del Corte Azul Occidental, Mike apareció en el puente alto con dos tazas
de té.
— No me gusta esto —dijo Mike, mientras le tendía a Darling una de
las tazas.
— Caer por la borda puede estropearte el día, sí.
— No, me refiero a todo. Todo esto hace que me sienta como una
mierda de mono. He caído por la borda otras veces antes, y nunca me he
sentido como una mierda de mono.
— No dejes que esto te domine. Todo el mundo tiene un mal día.
— Sin embargo, no todo el mundo se siente como una mierda de
mono. El que esos bichos puedan procrear me pone frenético. Casi
desearía que Liam hubiera volado en pedazos al maldito bastardo. ¿Quién
hubiera pensado que un jodido calamar pudiera volverme loco?
— Deja ya esto, o te volverás realmente loco…, habla contigo mismo
sobre esto.
— No puedo hacer lo que ya he hecho.
Darling miró a Mike, arrebujado en una toalla, las manos temblando,
y pensó: Esta cosa ha abierto una puerta oscura dentro de este joven. Es
extraño cómo las cosas que no comprendemos pueden hacer surgir
demonios que ni siquiera sabíamos que tuviéramos.

Estaban ya en los bajíos, con la fortaleza del Arsenal gravitando sobre


ellos a su izquierda y las cabañas rosadas de Cambridge Beaches
asomando por entre las casuarinas a la derecha, cuando Mike, que estaba
inclinado sobre la barandilla y mirando a popa, dijo:
— Nunca había visto ese tipo antes.
Darling miró atrás. Hacia el Norte, al menos a cinco kilómetros de
distancia, acercándose a la entrada del profundo Canal Norte, había un
barco de tamaño mediano, de unos cuarenta a cincuenta metros de largo,
con un casco blanco y una sola chimenea negra.
— No es local —dijo Mike.
— Evidentemente.
— Y tampoco de la Marina. Parece como uno de esos barcos
particulares de investigación.
Darling cogió los binoculares, apoyó los codos en la barandilla y los
enfocó en el barco. Pudo ver un bote salvavidas suspendido de sus
pescantes en el lado de estribor y, a popa de la cabina, una enorme grúa de
acero. En una especie de hornacina debajo de la grúa había algo ovalado,
algo con portillas en ello.
— Que me maldiga, Michael —dijo Darling—. Sea lo que sea, trae
consigo un submarino, uno de esos sumergibles pequeños, montado en su
popa.
TERCERA PARTE
22.
El capitán Wallingford estaba inclinado sobre su escritorio, firmando
formularios de pedido, cuando llegó Marcus Sharp, golpeó dos veces con
los nudillos en la jamba de la puerta y dijo:
— ¿Capitán?
— Sharp. ¿Qué ocurre? —Wallingford habló sin alzar la vista—. No,
espere, no me lo diga. Ha oído el rumor de que hay un barco de
investigación por aquí, cargado con equipo de la era espacial, incluido lo
último y más nuevo, un submarino de dos millones de dólares, y que han
venido para echarle un vistazo al calamar gigante. Ha oído que vamos a
situar a un hombre de la Marina en ese barco y en el submarino cuando
bajen al fondo, y viene a presentarse voluntario. Cree usted que es el mejor
hombre para el trabajo. —Wallingford alzó finalmente la vista y sonrió—.
¿Bien?
— Yo…, sí. Señor. —Sharp entró en la oficina y se detuvo delante del
escritorio del capitán.
— ¿Por qué usted, Sharp? Usted es un jockey de helicópteros, no de
submarinos. ¿Y por qué debería yo enviar a un oficial, y no simplemente
un marinero? Todo lo que necesito ahí abajo es un par de ojos, alguien que
se asegure de que esos pollos no se ponen a picotear allá donde no deben, o
se cargan por accidente uno de los cables acústicos de la Marina.
— Soy buceador, señor —dijo Sharp—, Conozco el mundo
submarino. Sé el aspecto que tiene todo ese equipo sensible nuestro ahí
abajo. Puedo ser capaz de ver cosas que otra gente no vería. —Hizo una
pausa—. Tengo entrenamiento en demoliciones submarinas.
— ¿Entrenamiento en demoliciones submarinas? —exclamó
Wallingford—. Cristo, Sharp, esa gente no está aquí para volar nada. Son
grandes personalidades del mundo de la Prensa que quieren ser los
primeros en tomar fotos de un calamar gigante vivo…, un calamar que,
por lo que he oído, a estas horas estará probablemente a miles de
kilómetros de aquí.
— ¿Cuál ha sido el trato con el Gobierno de las Bermudas? Tenía
entendido que lo último que deseaban las Bermudas era más publicidad.
— Dinero. ¿Qué otra cosa? Todo esto ha hecho daño a las Bermudas.
El turismo ha ido a parar a la basura. Los hoteles tienen problemas, los
restaurantes tienen problemas, la pesca deportiva prácticamente ha cesado.
El negocio del buceo está juera del negocio. Cuando esa gente de la
Voyager…
— ¿La Voyager?
— Es la revista. Es nueva, iniciada por algún tipo en el negocio de los
rodamientos a bolas con una tonelada de dinero. Tenían su submarino
finlandés recién estrenado en las islas Caimán, tomando fotos de cosas
extrañas en aguas profundas, y cuando oyeron lo del calamar de aquí
vieron que ésa era la oportunidad de dar el golpe…, algo que iba a
colocarles en línea con el National Geographic. El Geographic no tiene un
submarino de estas características. Nadie lo tiene, nadie norteamericano al
menos, excepto la Marina, y nosotros sólo tenemos uno que además no
vale una mierda. En cualquier caso, lo que se dijeron las Bermudas fue:
Eh, ¿por qué no dejarles hacerlo? Si encuentran el calamar, estupendo,
quizá puedan imaginar una forma de matarlo. Si no, dejemos que gasten su
tiempo y su dinero mirando por aquí y, cuando no encuentren el calamar,
podremos hacer publicidad a los cuatro vientos del hecho de que esa
maldita cosa se ha ido, y decirle al mundo que las Bermudas son seguras
de nuevo.
— ¿Dónde encaja en eso la Marina? Quiero decir, éstas son aguas de
las Bermudas, así que parece…
— ¿Dónde encajamos? Vamos, Sharp…, las Bermudas no tienen
aguas. Éstas son aguas de la OTAN, por ley. Pero de hecho son
norteamericanas. Hasta la última gota. ¿Cree usted que fueron los
bermudianos quienes pusieron realmente todos esos rastreadores de sonar
ahí abajo? ¿Cree usted que los bermudianos tendieron todos esos cables,
los que siguen el rastro de los submarinos soviéticos? Esto de ahí fuera es
Norteamérica, Sharp. Y cuando el Pentágono supo de este trato, acerca de
ese barco con todo su equipo de alta tecnología, estuvieron todos sobre mí
como gotitas de sudor, para asegurarse de que yo tuviera a un hombre de la
Marina de los Estados Unidos en el barco y en el submarino. Nadie, no
importa si son ciudadanos norteamericanos o muniqueses, nadie va a
huronear por nuestras aguas profundas sin que nosotros estemos a su lado,
mirando por encima de su hombro.
Wallingford se reclinó hacia atrás en su silla.
— De modo que así están las cosas, Sharp —dijo—. Ahora, en cuanto
a usted, ¿por qué debería querer ir ahí abajo en esa cosa? ¿Cree usted que
así podrá localizar algunos pecios para su amigo Látigo Darling?
— No, señor —dijo Sharp rápidamente, azarado. Nunca se le había
ocurrido que Wallingford pudiera saber algo acerca de cómo usaba el
tiempo de helicóptero para explorar por encima de los arrecifes y buscar
barcos hundidos. Hubiera debido darse cuenta de ello, sin embargo, puesto
que nunca estaba solo en el helicóptero, siempre había al menos una
persona con él, y la base de la Marina era una comunidad reducida llena de
gente con todo el tiempo del mundo para chismorrear—. ¿De qué serviría,
además? —añadió—. Aunque viera algo a ciento cincuenta o a trescientos
metros, no habría forma de recuperarlo.
— ¿Qué es, entonces? —preguntó Wallingford—. ¿Qué le hace desear
bajar más de ochocientos metros hacia el fondo del océano, con gente a la
que no conoce, en un pequeño ataúd de acero, para buscar algo que
probablemente no esté allí, y que si está puede matarle?
— Porque… —Sharp vaciló, sabedor de que la mayoría de la gente
tendría problemas en comprender su razonamiento—. Es algo que nunca
había hecho antes. Quiero ver a qué se parece.
— Tampoco ha estado nunca en la Luna antes. ¿Iría a la Luna si
alguien se lo pidiera?
— Sí, señor. Por supuesto que lo haría.
— Dios santo, Sharp —exclamó Wallingford, y agitó la cabeza. De
acuerdo, adelante. Vaya al Arsenal a las dieciséis en punto. Van a partir
esta noche y anclarán fuera, y lanzarán el submarino mañana por la
mañana a primera hora.
— Gracias, señor —dijo Sharp—, ¿Es oficial la cosa? ¿Debo llevar
uniforme?
— No. Pero lleve un suéter y algunos calcetines gruesos. He oído que
a novecientos metros ahí abajo en la oscuridad hace frío.
— Sí, señor. —Sharp saludó y se volvió para marcharse.
— Sharp —dijo Wallingford, deteniéndole en la puerta.
— ¿Señor?
— Iba a enviarle a usted de todos modos, aunque no se hubiera
presentado voluntario. —Wallingford sonrió—. Sólo deseaba oírle exponer
su caso.

De vuelta a sus aposentos, Sharp preparó una bolsa con unas cuantas
mudas, un walkman, unas cuantas cintas y un libro. Cuando se hubo dado
una ducha, puesto unos téjanos y una camisa de dril, ya eran casi las tres
de la tarde. El Arsenal estaba al otro lado de Bermudas, a una hora de
camino en moto, así que tomó su bolsa y salió de la habitación. En la
puerta recordó que había quedado en ir a bucear al día siguiente con
Darling, así que volvió a entrar y cogió el teléfono.
Respondió la esposa de Darling, y antes de que Sharp pudiera dejar un
mensaje le dijo que Látigo estaba abajo en el barco y que iba a buscarle.
Mientras aguardaba, Sharp pensó en si debía decirle a Darling dónde iba.
Sabiendo la pasión de la Marina por el secreto, suponía que aquel viaje era
un asunto clasificado, aunque implicara a una revista de alcance nacional
que planeaba hacer un documental de todo ello. Pero a la Marina le
gustaba clasificarlo todo, desde el número de patatas traídas para el rancho
hasta el precio pagado por los calcetines de los reclutas.
Al diablo el secreto, decidió. De todos modos, había muchas
posibilidades de que Darling ya estuviera al tanto del asunto.
— Me alegra que llamaras, Marcus —dijo Darling cuando cogió el
teléfono—. Iba a llamarte yo. ¿Qué te parece si dejamos lo del buceo de
mañana para otro día? Hay ahí un puñado de gente de una revista que
desean enviar un submarino para que tome fotos del calamar. Me han
contratado como escolta.
— ¿Vas a ir? ¿Qué quieres decir con eso de «como escolta»?
— Ellos no saben dónde buscarlo. No saben dónde empieza a
descender el fondo, o dónde se nivela, o dónde empieza la auténtica
profundidad. Tienen un sondímetro y un sonar lateral, y si se toman su
tiempo pueden descubrirlo por sí mismos, pero ese barco les debe costar
diez mil al día cuando está en operación, así que me utilizarán a mí como
atajo.
— ¿Y has aceptado ir? Creía que…
— Marcus. Son mil dólares al día. Pero todo lo que haré será
mostrarles dónde ir, decirles dónde apuntar sus cámaras y mantenerme
cerca de su submarino en caso de que tenga que emerger lejos del barco.
—Darling se echó a reír—. Puedes estar malditamente seguro de que no
voy a bajar en él.
— Látigo —dijo Sharp, e hizo una pausa, sintiendo que su entusiasmo
empezaba a enfriarse—. Se supone que yo iré con ellos.
— ¿Tú? ¿Para qué?
— La Marina está preocupada de que puedan curiosear nuestros
equipos de sonar, quizá de que decidan justificar sus gastos elaborando
una historia de cuánto dinero malgastamos monitorizando unos
submarinos soviéticos que no existen.
— ¿Qué hace a Wallingford sentirse tan seguro de que no van a
encontrar el calamar?
— La Marina piensa que se ha ido de aquí —dijo Sharp—, Y lo
mismo piensan la gente de la Administración Oceanográfica y Scripps.
— Bueno, yo no. Y Talley tampoco, o de otro modo hubiera vuelto a
Canadá. No, es probable que ese bicho esté todavía ahí abajo, Marcus.
Estoy casi seguro de que está ahí abajo en alguna parte. —Por un momento
hubo silencio en la línea, luego Darling dijo—: Has dicho que ibas con
ellos. No querrás decir abajo en el submarino.
— Por supuesto que sí —dijo Sharp—, Ahí está todo el asunto.
— No lo hagas.
— Tengo que hacerlo, Látigo.
— No tienes por qué hacerlo, Marcus. —Darling hizo una pausa,
luego dijo—: Hay una cosa que los dos tenemos que recordar: Hay una
gran diferencia entre ser valiente y ser estúpido.
23.
El Arsenal de la Marina Real había sido construido en el siglo XIX
por convictos, llamados «transportes», porque habían sido transportados
desde Inglaterra y alojados en cascos de barcos embarrancados en el
lodoso fondo de la bahía Grassv y convertidos en prisiones. Sus muros de
piedra tenían más de tres metros de grosor, sus calles habían sido
adoquinadas a mano. Ocupaba, todo el extremo norte de la isla Ireland, y
en su tiempo había sido una civilización en sí mismo. Había habido
barracones para cientos de soldados, cocinas, celdas, graneros, talleres de
reparación de velas, cererías, fabricantes de cajones y armarios de cuerda.
Ahora, mientras Sharp caminaba a lo largo del embarcadero hacia el
barco amarrado en el muelle, un muelle que ocasionalmente albergaba
barcos de línea británicos y norteamericanos, pasó junto a boutiques,
cafés, tiendas de souvenirs, un museo.
Las letras a popa identificaban el barco como el Ellis Explorer, de
Fort Lauderdale. Midiendo sus pasos, Sharp caminó a lo largo del muelle
junto al barco. Tenía 50 metros de largo, más o menos, y la mayor parte de
él era popa abierta. Casi a la mitad de camino entre la bovedilla y la
cabina, el submarino descansaba en su alojamiento, cubierto por una lona
embreada. Evidentemente el barco era nuevo, construido, calculó tras
apreciar sus esbeltas líneas, en Holanda o Alemania, y estaba
meticulosamente atendido. No había ni un asomo de óxido en el casco, ni
un golpe o una rascada en la pintura. Las cuerdas sobre la cubierta estaban
perfectamente enrolladas, y la superestructura de acero y aluminio brillaba
al sol de la tarde. Quienquiera que fuese el propietario del barco, pensó, no
se preocupaba por el dinero.
Había una mujer en la proa, lanzando trozos de pan a un banco de
pequeños peces.
— Hola —dijo Sharp.
La mujer se volvió y le miró.
— Hola —respondió. Debía estar a punto de cumplir los treinta años,
alta y esbelta y profundamente bronceada. Llevaba unos téjanos cortados,
una camisa Oxford de hombre con los faldones atados a la cintura y un
reloj «Rolex» de bucearon Llevaba el pelo castaño descolorido por el sol
muy corto y atado atrás para mantenerlo apartado del rostro. Unas gafas de
sol colgaban de un cordón en torno a su cuello.
— Soy Marcus Sharp…, el teniente Sharp.
— Oh —dijo ella—. Está bien. Suba a bordo.
Sharp subió la pasarela y pisó la cubierta.
— Soy Stephanie Carr —dijo la mujer con una sonrisa, y le tendió la
mano—. Tomo fotos. —Le condujo a popa, a la cabina.
La cabina era amplia y confortablemente amueblada. Había dos
mesas plegables sobre balancines, dos sofás tapizados en vinilo atados al
suelo, un cierto número de sillas de plástico, hileras de libros de bolsillo y,
en un estante, un conjunto de televisión y vídeo. Unos escalones ascendían
al puente por la parte delantera y descendían a la cocina y a los camarotes
por la parte de popa.
Un hombre bajo y nervudo con el pelo cortado a cepillo, que podía
tener entre los treinta y los cuarenta y cinco años, estaba sentado en
cubierta y contemplaba una cinta de una película de James Bond.
— Ése es Eddie —dijo Stephanie—. Conduce el submarino. Eddie,
éste es Marcus.
Eddie hizo un gesto distraído y dijo:
— Hola.
Sharp observó que una de las mesas estaba sembrada con cámaras,
estroboscopios, fotómetros y cajas de películas.
— ¿Llevan un guionista con ustedes? —le preguntó a Stephanie.
— No —dijo ella—. Yo lo hago todo. Además, si conseguimos
imágenes de este monstruo, a nadie le preocuparán las palabras. —Señaló
hacia la escalera de popa—. Hay un par de camarotes vacíos abajo. Puede
poner sus cosas en el que quiera.
Sharp depositó su bolsa sobre una silla.
— ¿Quién es Ellis? —preguntó—. El nombre…, Ellis Explorer.
— Barnaby Ellis…, Productos Ellis…, la Fundación Ellis…,
Publicaciones Ellis. Los productos fundaron la fundación, ésta es la
propietaria del barco. Cuando una de las publicaciones necesita el barco,
lo toman prestado de la fundación.
— ¿Trabaja usted para él?
— No. Soy free lance. Trabajo para el Geographic, para Traveler,
para quien quiera pagarme.
— Eh, marino —dijo una voz desde el puente.
— Venga a conocer a Héctor —dijo Stephanie, y se dirigió hacia el
puente.
Héctor parecía estar en mitad de los cuarenta. Tenía la piel oscura y el
cuerpo rollizo pero musculoso, y llevaba una camisa blanca almidonada
con los galones de capitán en los hombros pantalones negros con raya y
relucientes zapatos negros. Estaba trabajando con una regla y un lápiz
sobre un mapa de las aguas en torno a las Bermudas.
— Ese Darling me dice que debo anclar ahí fuera —dijo, y golpeó un
punto en el mapa—, pero ahí fuera no hay fondo.
— ¿Le ha dicho cómo llegar allí? —preguntó Sharp.
— Paso a paso. Rodeando la punta de aquí, luego al Norte desde aquí
hasta la boya, luego al Noroeste hasta aquí. Pero el mapa dice que no hay
fondo hasta las quinientas brazas. No puedo anclar en quinientas brazas.
— Haga lo que dice —indicó Sharp—. Si él dice que hay fondo ahí,
entonces hay fondo ahí. Puede que sea un montículo submarino, o puede
ser un reborde. Tal vez forme parte de la plataforma.
— Pero el mapa…
— Capitán —dijo Sharp—, en las Bermudas, si yo tuviera que elegir
entre algún mapa del Servicio de Estudios Costeros y Geodésicos y Látigo
Darling, escogería a Látigo Darling cada vez.

Fue después de las cinco cuando dejaron atrás la punta del Astillero y
se encaminaron al Norte hacia los señalizadores del canal. Sharp y
Stephanie estaban de pie en la cubierta de observación encima de la cabina
y observaban los pequeños cúmulos cambiar de color a medida que el sol
poniente los iluminaba desde distintos ángulos.
— ¿Dónde vive usted? —preguntó Sharp.
— En San Francisco, más o menos. En realidad en ninguna parte.
Mantengo un pequeño apartamento allí, pero sólo para tener un lugar
donde volver, pero estoy fuera entre diez y once meses al año.
— No está usted casada.
— Difícilmente. —Sonrió—. ¿Quién me soportaría? No me vería
nunca. Cuando empecé en este negocio, recién salida de la Universidad,
trabajaba para un pequeño periódico en Kansas, y además hacía fotos de la
vida salvaje…, sabía que tenía que tomar una decisión. No podía hacer las
dos cosas a la vez. Muchos de mis amigos son fotógrafos que se
especializan en lo mismo que yo: deportes, aventura, animales…, y, de
ellos, un noventa por ciento de los que se casaron están divorciados.
— ¿Vale la pena?
— Hasta ahora sí. He viajado por todo el mundo, mi pasaporte es tan
grueso como un listín telefónico. He conocido a un montón de gente, he
hecho un montón de locuras, lo he fotografiado todo, desde tigres hasta la
marabunta. Pero estoy empezando a sentirme cansada de ello. De tanto en
tanto pienso en asentarme en algún sitio. Pero, cada vez que lo hago, suena
el teléfono, y ya estoy detrás de algo nuevo. —Agitó la mano hacia el mar
y dijo—: Como ahora.
— ¿Cuánto sabe acerca del calamar gigante?
— Nada. Bueno, casi nada. Leí un par de artículos en el camino hacia
aquí. Supongo que nadie ha conseguido nunca una foto de uno, y eso es
suficiente para mí; no ocurre a menudo que se nos dé la oportunidad de
hacer algo que nunca se había hecho antes.
— Hay una razón, ¿sabe? Son raros, y son peligrosos.
— Bueno —dijo ella—, eso es lo divertido del asunto, ¿no? Mírelo de
este modo, Marcus. Nos pagan para hacer lo que otra gente no podría hacer
si tuviera todo el dinero del mundo: correr riesgos y descubrir cosas. A eso
se le llama vivir.
Cuando Sharp la miró, sintió una repentina punzada de dolor que no
sentía desde hacía muchos meses, el dolor de recordar a Karen.

— Se lo digo —gruñó Héctor, y señaló el sondímetro—; no hay fondo


aquí. —Una débil luz naranja giraba en una pantalla circular, lanzando un
blip más brillante cuando pasaba la marca de las 480 brazas.
— ¿Está usted seguro de que se halla en el lugar correcto? —
Preguntó Sharp.
— El SatNav dice que estoy en el centro de la diana, exactamente
donde él dijo.
Sharp miró por la ventana. No había nada en el color del agua que
sugiriera un lugar menos profundo; el mar era uniformemente gris, como
acero pulido.
— Eche el ancla —dijo.
— Es fácil para usted decirlo, marino —gruñó Héctor—, N0 son sus
dos de los grandes de ancla y cadena.
— Échela. Si la pierde, yo personalmente bucearé para recuperarla.
—Sharp sonrió.
Héctor le miró, luego dijo:
— Mierda —y pulsó el botón que soltaba el ancla. Oyeron un
chapoteo, seguido por el matraquear de la cadena a través del escobén de
proa. Un tripulante con una camisa de marinero a rayas permanecía sobre
la bodega de proa y contemplaba descender la cadena.
— ¿Le importa si conecto su sonar lateral? —preguntó Sharp.
— Adelante.
Sharp accionó el interruptor del sonar lateral y apretó su rostro contra
el visor de caucho. La pantalla gris se iluminó y apareció una línea blanca,
creada por los impulsos de sonar reflejados, que mostraba el contorno del
fondo a más de ochocientos metros de distancia. ¿Dónde está?, se
preguntó. ¿Dónde se encuentra el reborde secreto que agarrará el ancla
antes de que desaparezca en las profundidades?
— Que me maldiga —oyó decir a Héctor, y justo entonces una
pequeña mancha blanca apareció en la esquina superior izquierda de la
pantalla del sonar, reflejando un pequeño saliente del risco. El resonar de
la cadena del ancla se detuvo—. Sesenta y tres metros —dijo Héctor—,
¿Cómo demonios sabía Darling eso?
— Veinticinco años en el mar ahí fuera, así lo sabía —dijo Sharp con
una sonrisa—. Látigo conoce cada accidente en el reborde; y sabía cómo
empujaría la marea su ancla.
— ¿Sabe dónde está el calamar gigante?
— Nadie sabe eso —dijo Sharp, y bajó los peldaños en dirección a la
cabina.

Cenaron en la cabina: hamburguesas al microondas, pasta humeante y


ensalada. Después de lavar los platos, Eddie y los dos tripulantes se
reunieron en torno al televisor y vieron un vídeo de La caza del Octubre
Rojo, y Héctor volvió al puente.
Stephanie sirvió café para ella y Sharp, tomó un cigarrillo de una de
las bolsas de sus cámaras y le condujo fuera, a la parte abierta de la popa.
La luna era tan brillante que extinguía las estrellas a su alrededor; el mar
estaba tan llano como el cristal.
— ¿Qué hay acerca de usted? —le preguntó—. ¿Está casado?
— No —dijo Sharp, y entonces, no estuvo seguro de por qué, le habló
de Karen.
— Es duro —dijo ella cuando él hubo terminado—. No creo que yo
pudiera soportar ese tipo de dolor.
Antes de que Sharp pudiera decir nada, oyeron a Héctor gritar desde
el puente:
— ¡Eh, marino!
Recorrieron la cubierta del lado de babor hasta la proa y subieron los
cuatro escalones de metal hasta la puerta exterior del puente.
— Venga aquí —dijo Héctor.
Sharp entró en el puente. En la oscuridad se parecía a un club
nocturno abandonado, porque las únicas luces eran los resplandores rojos,
verdes y naranjas del equipo electrónico.
— ¿Qué opina usted de eso? —preguntó Héctor, e hizo un gesto al
sonar lateral.
— ¿De qué?
— Hemos estado meciéndonos al ancla. Creo que quizá nos hemos
situado encima de un barco hundido.
Mientras se inclinaba sobre el aparato, Sharp pensó en la estupenda
ironía que sería que descubrieran un viejo pecio, no descubierto ni tocado
desde hacía cientos de años. Tenían el submarino, así que podían
alcanzarlo, fotografiarlo, quizás incluso recuperar algo de él. Látigo se
asombraría.
Sharp cerró los ojos, luego los abrió de nuevo y dejó que se enfocaran
en la pantalla gris. Sabía que las imágenes del sonar podían ser
notablemente exactas, si el objeto reflejado estaba en buenas condiciones,
aislado sobre un fondo plano. Había visto una imagen de sonar en el
National Geographic de un arco que se había hundido en el Ártico. La nave
permanecía erguida en el fondo, los mástiles y la superestructura
claramente visibles, con el espacio de estar preparada para emprender la
marcha en cualquier momento. Pero ese barco se había hundido al ancla en
cien metros de agua. Si había algún barco aquí, había dado vueltas durante
ochocientos metros, probablemente haciéndose pedazos mientras caía.
Puede que no fuera más que un montón de restos.
Lo que vio fue una mancha informe. Observó los números de
calibración a un lado de la pantalla: la mancha parecía tener veinte o
treinta metros de largo, posiblemente el tamaño adecuado para un pecio.
— Podría ser —dijo.
— Echaremos una mirada desde el submarino mañana —dijo Héctor
—. Muchos barcos se perdieron por aquí durante la guerra. Quizás éste sea
uno de ellos. Deme las cifras del loran, ¿quiere?
Sharp se apartó de la pantalla del sonar y cruzó el puente hasta el
loran. Leyó las cifras en voz alta a Héctor, que las anotó en un trozo de
papel.
Ninguno de ellos volvió a mirar la pantalla del sonar. Si lo hubieran
hecho, hubieran visto un cambio en la mancha informe. Hubieran visto
algunas líneas desvanecerse, otras aparecer, como si la cosa a mil metros
debajo de ellos empezara a moverse.
24.
Los brazos de Karen estaban abiertos, tendidos hacia él; sus ojos
suplicaban ayuda, y estaba gritando, pero en un lenguaje que él no podía
comprender. Intentó alcanzarla, pero sus piernas no le obedecían. Tenía la
sensación como si estuviera chapoteando a través de lodo transparente o
siendo retenido por algo que le obligaba a moverse con tremenda lentitud.
Cuanto más se acercaba, más lejana parecía ella. Y luego algo la estaba
persiguiendo, algo que no podía ver pero que debía ser enorme y aterrador,
porque su miedo se convirtió en pánico y sus gritos se hicieron más
fuertes. De pronto ella desapareció, y la cosa que la perseguía desapareció
también, y todo lo que quedó fue un intenso y penetrante zumbido.
Sharp despertó, y por un momento no supo dónde estaba. La cama era
pequeña, no era la suya, y la luz muy tenue. Solo permanecía el zumbido,
una urgente llamada desde alguna parte muy cerca de su cabeza. Rodó
sobre sí mismo y vio un intercomunicador en el mamparo. Tomó el
micrófono y murmuró su nombre.
— Arriba, Marcus —dijo Stephanie—. Es hora de irnos.
Mientras colgaba el micrófono, Sharp sintió una oleada de adrenalina.
Se había presentado voluntario para aquello, pero lo que había parecido
excitante ayer se estaba convirtiendo rápidamente en algo aterrador. Nunca
había viajado en un submarino, y menos aún en un submarino de un tercio
del tamaño de un vagón de Metro. No le gustaban los ascensores atestados
—¿y a quién sí?—, y se sentía incómodo en el interior de los camarotes de
los barcos. De pronto se preguntó si no acababa de descubrir que sufría
claustrofobia.
Bien, pensó, pronto lo averiguarás.
Mientras se afeitaba y se vestía con unos téjanos, una camisa, unos
calcetines de lana y un suéter, su aprensión dejó paso una vez más a la
excitación. Al menos esto era acción, un desafío. Al menos esto era algo
nuevo. Como diría Stephanie, esto era vivir.
El sol apenas había limpiado el horizonte cuando Sharp llegó a la
cabina y se sirvió una taza de café. A través de las ventanas de la parte
posterior de la cabina vio a Eddie y a uno de los tripulantes retirando la
lona del submarino. Stephanie estaba en la cubierta posterior, montando
una cámara de vídeo en un alojamiento hermético. Luego, cuando su
mirada derivó hacia la derecha, vio que el Privateer estaba amarrado al
lado de babor del barco. Fue a salir de la cabina, pero se detuvo cuando
oyó la voz de Darling a sus espaldas, arriba en el puente, hablando con
Héctor.
— Buenos días, Marcus —dijo Darling cuando Sharp apareció en el
puente—. ¿Estás seguro de que todavía deseas ir ahí abajo y helarte las
pelotas?
— Sí —dijo Sharp—, Estoy seguro.
Darling se volvió hacia Héctor y dijo:
— Haré que mi compañero se mantenga aquí hasta el lanzamiento,
luego seguirá al submarino con mis instrumentos.
— ¿Qué vas a hacer tú, Látigo? —preguntó Sharp.
— Mantenerte vigilado, Marcus —dijo Darling, y sonrió—, tres
demasiado valioso para perderte. —Abandonó el puente y se dirigió a popa
para hablar con Mike en el Privateer.
Sharp llevó su café abajo a popa. En la parte de arriba de una
escalerilla se topó con Stephanie que subía, y ella le hizo gesto de que la
siguiera a través de una compuerta estanca encima de la cabina principal y
a popa del puente.
Era la sala de control para el submarino, y estaba oscura iluminada
tan sólo por una bombilla roja sobre sus cabezas y cuatro monitores de
televisión que mostraban franjas verticales de color. Uno de los miembros
de la tripulación, al que Sharp recordaba como Andy, estaba sentado
delante de un panel salpicado de luces de colores y un teclado lleno de
botones, con unos auriculares en la cabeza y un micrófono ante los labios.
— Andy mantiene controlados todos nuestros sistemas —dijo
Stephanie—. Su amigo Látigo estará aquí dentro con él…, podremos
hablar con él en cualquier momento.
Sharp señaló los monitores de televisión.
— ¿El submarino está conectado con cables a la superficie?
— Todo es grabado en vídeo, para la fundación. Un cable de fibra
óptica se encarga de todo. He instalado cámaras de vídeo dentro y fuera
del submarino, además de mis cámaras fotográficas. ¿Puedo darle a usted
una? Estaremos en distintas portillas, podemos ver cosas diferentes.
— Por supuesto —dijo Sharp—, si tiene alguna cámara a prueba de
idiotas. ¿De qué desea fotos? ¿Corales gorgónicos? ¿Extensiones de algas?
— En absoluto —sonrió Stephanie—, Monstruos. Nada excepto
monstruos. Los más grandes.

Visto de cerca, el submarino le pareció a Sharp una gigantesca


cápsula histamínica con brazos. Cada brazo tenía pinzas de acero en un
extremo, y montada entre ellos había una video-cámara en un alojamiento
globular.
El sol estaba más alto ahora, y ni siquiera había un soplo de brisa.
Sharp se dio cuenta de que sudaba mientras se metía por la escotilla
redonda en la parte superior del submarino. El tripulante que manejaba la
grúa le hizo un signo con los dos pulgares hacia arriba, y él sonrió
quedamente en respuesta.
Stephanie estaba ya dentro, al igual que Eddie, vestido con un traje de
inmersión y acuclillado en la parte de delante para comprobar
interruptores e indicadores.
El interior de la cápsula era un tubo de cuatro metros largo, dos de
ancho por uno y medio de alto. Había tres pequeñas portillas, una en la
proa para Eddie, una a cada lado para Stephanie y Sharp. Un almohadón
cuadrado delante de la portilla de Sharp señalaba su sitio. Se dejó caer de
rodillas y se arrastró hasta allá. Descubrió que podía sentarse con las
piernas dobladas a un lado, o arrodillarse con el rostro apretado contra la
portilla, o tenderse con los pies alzados. Pero no había forma alguna de
ponerse en pie.
¿Qué ocurriría si le daban calambres? ¿Cómo se los quitaría de
encima? No pienses en ello, se dijo. Simplemente hazlo.
— ¿Cuánto tiempo se necesita para llegar al fondo? —preguntó.
— Media hora —dijo Stephanie—. Descenderemos a treinta metros
por minuto.
No estaba demasiado mal. Podría sobrevivir durante una hora, al
menos.
— ¿Y cuánto tiempo pasaremos ahí abajo?
— Hasta un máximo de cuatro horas.
— ¡Cuatro horas! —Nunca, pensó Sharp. Ni por asomo.
Oyó la escotilla cerrarse sobre su cabeza, y un silbido metálico
cuando fue asegurada.
Stephanie le pasó una pequeña cámara de 35 mm con una lente gran
angular y dijo:
— Está cargada y preparada para disparar. Simplemente apriete el
botón.
Sharp intentó coger la cámara, pero resbaló de sus sudorosas palmas,
y Stephanie la atrapó un par de centímetros antes de que golpeara la
cubierta de acero.
— Parece usted como muerto —dijo.
— No bromee. —Sharp se secó las manos en los pantalones y tomó la
cámara.
— ¿Qué es lo que le preocupa? Esto es lo más nuevo en vehículos de
gran profundidad, y Eddie es el más experto de los pilotos. —Sonrió—.
¿No es así, Eddie?
— Una jodida A —dijo Eddie con orgullo. Murmuró algo al
micrófono suspendido de sus auriculares, y de pronto la cápsula sufrió una
sacudida y empezó a elevarse cuando la grúa la alzó de su alojamiento y la
hizo girar más allá del borde del barco. Por un momento se balanceó
adelante y atrás como una atracción de parque de diversiones, y Sharp tuvo
que agarrarse para no ser derribado de lado. Luego descendió lentamente
hasta que golpeó el agua, y su movimiento cambió a un suave balanceo.
Sharp miró a través de la portilla y vio el mar lamer el cristal. De
arriba le llegó el sonido metálico de la abrazadera de sujeción al ser
liberada del anillo de sustentación del submarino.
La cápsula empezó a hundirse. El agua cubría ahora las portillas.
Sharp apretó su mejilla contra el cristal y volvió los ojos hacia arriba,
tensándose para conseguir una última mirada a la luz del sol. Refractados
por la moviente agua, el azul del cielo y el blanco de las nubes y el dorado
del sol danzaron juntos hipnóticamente.
Luego los colores se desvanecieron, remplazados por una bruma azul
monocromática. Todo ruido cesó, excepto el suave zumbido del motor
eléctrico a bordo del submarino.
El mundo había sido tragado por el mar.
El sudor se estaba evaporando rápidamente de la frente de Sharp y de
sus sobacos y de su espina dorsal, y empezó a sentir frío. En menos de un
minuto, la temperatura había bajado algo así como quince grados. Y sin
embargo seguía sudando, no de calor sino de miedo, y notaba el insidioso
avance de la claustrofobia.
Miró a través de la portilla y vio que el azul de fuera se estaba
oscureciendo a violeta. Se atrevió a que sus ojos miraran hacia abajo. Los
rayos de la luz del sol parecían luchar por iluminar el agua, pero eran
dispersados y consumidos. Más abajo, el azul cedía paso al negro, y todo
era noche.
Cayeron lentamente, sin ver nada, sin oír nada, sin sentir nada. Luego
Sharp se dio cuenta de que esa nada era reconfortante, porque empezó a
recordar las historias que Darling le había contado acerca de lo que vivía
allá abajo en medio de aquella noche, aquella oscuridad. Y se estremeció.
25.
Sharp se estaba congelando. Sus calcetines de lana estaban
empapados por la condensación en el interior de la cápsula de acero.
Arriba en la superficie, la humedad había parecido fresca y confortable,
pero ahora, aunque la condensación se había evaporado, sus calcetines no
se habían secado. Sentía los dedos de los pies entumecidos, las plantas le
hormigueaban. Se metió las manos bajo el suéter y las apretó contra sus
sobacos, y se apartó de la portilla para mirar los indicadores de Eddie por
encima de su hombro. La temperatura exterior era de 4 grados. Dentro no
era mucho más cálida, justo por encima de los 10. Estaban a seiscientos
metros, y cayendo.
Eddie dijo por el micrófono:
— Activando iluminación —y accionó un interruptor. Dos lámparas
de 1.000 vatios encima del submarino llamearon y arrojaron un chorro de
luz amarilla que penetró cinco o seis metros en el agua antes de ser
tragada por la negrura.
Y entonces un universo de vida estalló ante los ojos de Sharp.
Diminutos animales planctónicos torbellinearon fuera y dentro de la luz,
una tormenta de nieve viviente de vida marina. Un camarón infinitésimo
se adhirió a su portilla y empezó a avanzar decididamente por el cristal.
Algo parecido a una cinta gris y roja con ojos amarillos y un copete de
diminutas púas se agitó contra la portilla, revoloteó ante ella por un
momento, luego partió a toda velocidad.
— Miren —dijo Eddie, y señaló por su portilla. Sharp dobló el cuello
para ver pero, fuera lo que fuese, había desaparecido. Regresó a su propia
portilla, y un momento más tarde pudo verlo…, apareció, trazando
serenamente un círculo en torno a la cápsula, una creación de alguna
imaginación alterada.
Era un pejesapo: redondo, bulboso y amarillo amarronado,
arrastrando tras de sí cortas y mucosas aletas. Sus ojos se asomaban
protuberantes como llagas verdeazuladas, tenía colmillos como agujas de
diamante, su carne estaba entrecruzada por venas negras. Parecía un quiste
con dientes. Allá donde debería estar su nariz había un tallo blanco y,
rematando el tallo, brillando como un faro, había una luz.
Sharp había visto fotos de pejesapos. Usaban sus tallos como señuelo,
haciendo bambolear sus luces ante sus bocas abiertas para atraer a las
presas curiosas y desprevenidas.
Puesto que no había ningún fondo con lo que compararlo, Sharp no
tenía la menor idea de lo lejos que estaba el pez, o de su tamaño.
— ¿Qué piensa? —le preguntó Eddie, y él alzó las manos y las situó
medio metro una de otra.
Eddie sonrió, alzó su mano y abrió el pulgar y el índice: el pez tenía
diez centímetros de largo, como máximo.
Sharp oyó el motor de la cámara de Stephanie disparar foto tras foto.
Mantenía el objetivo apretado contra la portilla y hacía girar el anillo de
apertura del diafragma, esperando que las fotos disparadas al azar
consiguieran una buena exposición.
— Creí que sólo deseaba monstruos —dijo Sharp.
— ¿Y qué cree que son ésos? —Stephanie señaló hacia su portilla—.
¡Buen Dios, mire eso!
Sharp vio un destello amarillo cruzar la portilla de Stephanie. Se
volvió y esperó a que el animal recorriera todo su camino en torno a la
cápsula.
No parecía tener aletas; podría haber sido muy bien una flecha
amarilla, excepto que todo su sistema digestivo entero, estómago y
entrañas, colgaba de una bolsa y era arrastrado detrás, pulsante. Su
mandíbula inferior estaba repleta de dientes finos como agujas, y sus
negros ojos con un blanco lechoso alrededor asomaban de su cabeza como
redondos botones.
Pronto otros animales se arracimaron en torno a la cápsula, atraídos
por la luz, inquisitivos y en absoluto temerosos. Había criaturas
serpentinas que parecían arrastrar pelos en su lomo; anguilas de enormes
ojos con bultos en sus cabezas que parecían como tumores; globos
translúcidos que daban la impresión de ser todo bocas.
Sharp se sobresaltó cuando la voz de Darling retumbó de pronto en el
altavoz del interior de la cápsula.
— Tienes todo un maldito zoo ahí abajo, Marcus —dijo—. Si el
acuario recobra alguna vez el buen sentido, ya sé dónde dejar caer mis
trampas la próxima vez.
— Espera a que vean estas fotos, Látigo —dijo Sharp—. Volverán a ti
de rodillas.
Olvidando su miedo, ignorando el frío, Sharp cogió la cámara que
Stephanie le había dado y ajustó el enfoque. Se arrodilló en el almohadón,
y aguardó a que el siguiente misterio en miniatura nadara ante él.
26.
Mike se abofeteó, y el escozor en su mejilla lo despertó por un
momento. Pero tan pronto como sus ojos volvieron a la pantalla del
detector de peces sintió que sus párpados empezaban a cerrarse de nuevo.
Se puso en pie, se estiró, bostezó y miró a través de la ventana. El barco
estaba a unos cuatrocientos metros de distancia, y tras él podía ver la masa
gris de las Bermudas. Aparte esto, el mar estaba vacío de horizonte a
horizonte.
Látigo le había dicho que mantuviera los ojos pegados al detector de
peces —lo llamaba el sonar de los pobres—, y durante más de una hora
Mike lo había hecho. Pero la imagen no había cambiado en absoluto: ahí
estaba la línea que silueteaba el fondo, y justo encima de ella el pequeño
punto del serpenteante submarino. Nada más. Ni siquiera una mancha
repentina que señalara un banco de peces, ciertamente no la sólida señal de
algo grande y denso, como el paso de una ballena.
Normalmente a Mike no le hubiera gustado quedarse solo en el barco,
pero esto era diferente: había un barco cerca, y Látigo estaba en él, y toda
la acción se hallaba a ochocientos metros de distancia y no le implicaba a
él. No tenía nada que hacer excepto vigilar, e informar si veía algo. Lo
mejor de todo, no tenía que tomar ninguna decisión.
Pero no podía mantenerse tranquilo; se sentía hipnotizado, no sólo
por la estática de la pantalla sino también porque el mar hacía
bambolearse el Privateer con una suavidad tan sutil que antes de que
supiera lo que estaba ocurriendo se había descubierto dormido. Tal vez no
hubiera despertado si su cabeza no hubiera golpeado contra el mamparo.
La radio cobró vida con un crujido, y Mike oyó la voz de Látigo:
— Privateer…, Privateer…, Privateer…, cambio.
Mike tomó el micrófono, pulsó el botón de «habla» y dijo:
— Adelante, Látigo.
— ¿Cómo vas, Mike?
— A punto de quedarme dormido. Esto es peor que contemplar cómo
se seca la pintura.
— No ocurre nada…, tómate un descanso.
— Eso haré —dijo Mike—. Me prepararé un poco de café, saldré a
tomar un poco el aire y me entretendré con esa hijaputa de bomba.
— Deja el volumen alto y la puerta abierta, así me oirás si llamo.
— Roger a eso, Látigo. Corto.
Mike volvió a dejar el micrófono en su horquilla. Miró al detector de
peces una vez más, vio que la imagen no había cambiado y fue abajo.
En la timonera, el detector de peces siguió brillando. Durante varios
momentos, la imagen permaneció tan inmóvil como si fuera una
fotografía. Luego, en el lado derecho de la pantalla, aproximadamente a un
tercio del camino hasta el fondo, apareció una nueva marca. Era sólida,
una masa única, y empezó a cruzar lentamente la pantalla, hacia el
submarino.
27.
Había habido un cambio en la criatura. Hasta ahora, a medida que
crecía y maduraba, había vivido adventiciamente, derivando con las
corrientes, devorando cualquier comida que se ponía en su camino. Pero la
comida ya no era abundante; la pasividad no garantizaba la supervivencia.
Sus instintos no habían cambiado —estaban programados
genéticamente, eran inmutables—, pero su impulso hacia la supervivencia
se había alterado. Había empezado a volverse mas activa en sus respuestas
a su entorno.
Ya no podía seguir viviendo como carroñera; se había visto obligada a
convertirse en cazadora.
Flotando ahora en la confluencia de dos corrientes que rodeaban el
volcán, la criatura se sintió agitada; algo se estaba entrometiendo,
alterando los ritmos normales del mar.
Captó un cambio en su entorno, como si una energía hubiera a
penetrado bruscamente en su mundo. Había un débil pero persistente
pulsar en el agua; los pequeños animales iban veloces de un lado para otro,
destellando bioluminiscencias; los más grandes pasaban cerca, alterando
sutilmente la presión del agua.
Los pequeños y relativamente débiles ojos humanos no hubieran
podido percibir ninguna luz en absoluto, pero los enormes ojos de la
criatura estaban cubiertos de bastones que reunían y registraban incluso
los más débiles destellos de luz.
Ahora percibía más que un destello. En algún lugar en la distancia,
allá abajo, había una gran luz, que se movía y emitía el sonido pulsante
que galvanizaba a los otros animales.
La criatura no había comido desde hacía días y, aunque no respondía
al tiempo, se sentía impulsada por los ciclos de la necesidad.
Introdujo agua en la cavidad de su cuerpo y la expulsó a través de su
conducto, apuntando hacia la fuente de luz.
Empezó a cazar.
28.
— Parece que tiene frío, Marcus —dijo Stephanie.
Sharp asintió con la cabeza.
— Lo ha acertado —admitió. Tenía los brazos cruzados sobre el
pecho y las manos metidas en los sobacos, pero pese a todo no podía dejar
de temblar—. ¿Cómo es que usted no?
— Llevo una capa de lana sobre una capa de seda sobre una capa de
algodón. —Se volvió hacia Eddie—. ¿Dónde está el café?
Eddie señaló y dijo:
— En la caja de ahí.
Stephanie adelantó la mano, abrió una caja de plástico y sacó un
termo. Llenó la taza del tapón hasta el borde con café y se la pasó a Sharp.
El café era fuerte, amargo, sin azúcar y áspero pero, a medida que se
depositaba en su estómago, Sharp agradeció el calor.
— Gracias —dijo.
Miró su reloj. Llevaban allá abajo cerca de tres horas, derivando a
setecientos cincuenta metros, casi a ciento cincuenta metros sobre el
fondo, y no habían visto nada excepto las pequeñas y extrañas criaturas
que se habían apiñado curiosas entorno a la cápsula y luego se habían
desvanecido en la oscuridad.
— ¿Qué dirían si lo llevo hasta el fondo? —preguntó Eddie a su
micrófono.
La voz de Darling llegó desde el altavoz:
— Que muy bien. Quizá vean un tiburón.
Eddie empujó la palanca de control hacia delante, y la cápsula
empezó a caer.
El fondo era como las imágenes que había visto Sharp de la superficie
de la Luna: desierto, polvoriento, ondulado. El submarino creaba una
pequeña onda de presión ante él, y el lodo se alzó y se alejó torbellineando
a medida que el aparato se movía sobre él.
De pronto, Eddie se envaró y exclamó:
— ¡Cristo!
— ¿Qué? —dijo Sharp—. ¿De qué se trata?
Eddie señaló hacia la portilla de Sharp, de modo que Sharp escudó los
ojos y apretó su rostro contra el cristal.
Serpientes, pensó al principio. Un millón de serpientes. Todas ellas
hormigueando sobre un cuerpo muerto.
Y entonces, mientras observaba, pensó: No, no pueden ser serpientes,
son anguilas. Pero no, tampoco eran anguilas…, tenían aletas. Eran peces,
alguna clase de extraños peces, que se estremecían y retorcían y
desgarraban la carne. Trozos de carne se liberaban y se alejaban flotando,
y eran instantáneamente atrapados e ingeridos y reducidos a moléculas por
otros carroñeros más pequeños.
Una de las cosas parecidas a serpientes o anguilas se apartó de su
festín y retrocedió y, confusa o furiosa por las luces, atacó al submarino.
Golpeó de cara contra la portilla de Sharp y se quedó pegada a ella, como
si quisiera sorber todo el aparato a su barriga. Su rostro se convirtió en
únicamente una boca, y en torno a sus bordes había raspantes dientes y una
sondeante lengua. El cuerpo se retorcía como un sacacorchos, frenético
por forzar al rostro a perforar un agujero en la presa.
Una lamprea glutinosa, se dio cuenta Sharp, uno de los demonios de
pesadilla que abrían agujeros en animales más grandes y les arrancaban la
vida a mordiscos.
Eddie hizo girar el submarino por encima de la agitada bola de
lampreas, metió su proa entre ellas, dispersándolas, y entonces Sharp pudo
ver de qué se habían estado alimentando.
— ¡Un cachalote! —dijo—. Es la mandíbula inferior de un cachalote.
¿Es eso, Látigo?
— Sí —dijo la voz de Látigo, y sonó plana y distante.
— ¿Qué demonios puede matar a un cachalote?
Darling no respondió, pero en el repentino silencio Sharp pensó de
pronto: yo lo sé. Y empezó a sudar. Forzó los ojos para ver más allá del
perímetro de luz. Los peces iban velozmente de un lado para otro, no
desvaneciéndose de la vista sino apareciendo y desapareciendo
bruscamente, fantasmas que cruzaban el borde de luz. Se sintió confortado
por ellos y por lo que indicaban: Látigo había dicho en una ocasión que,
mientras hubiera peces alrededor, uno no tenía que preocuparse por los
tiburones, porque, mucho antes de que pudiera hacerlo el hombre, los
peces captaban los impulsos electromagnéticos que advertían de la
intención de un tiburón de atacar. Era cuando todos los peces desaparecían
cuando uno debía preocuparse.
Por otra parte, se recordó Sharp, el Architeuthis no es un tiburón.
Alzó la cámara hacia la portilla.
29.
Los ojos de la criatura captaban más y más luz; sus otros sentidos
registraban las crecientes vibraciones en el agua. Había algo allí, no muy
lejos, y se estaba moviendo.
Sus detectores olfativos no captaban señales de vida, ninguna
confirmación de una presa. Si hubiera estado menos hambrienta, la
criatura tal vez hubiera sido más cautelosa, hubiera podido permanecer en
la oscuridad y aguardar. Pero las necesidades de su cuerpo impulsaban a su
cerebro a ser impulsiva, de modo que siguió avanzando hacia la fuente de
la luz.
Pronto vio las luces, pequeños puntos brillantes que perforaban la
negrura, y a través de todo su cuerpo sintió las resonantes vibraciones que
emanaban de la cosa.
Movimiento significaba vida; vibraciones significaba vida. Y asi,
aunque seguía sin percibir el aroma de la vida, determinó que la cosa
estaba viva. Atacó.
30.
— La cosa no está aquí abajo —dijo Eddie—. Vamos a subir.
Sharp miró el indicador digital de profundidad en la consola frente a
Eddie. Estaba calibrado en metros y, mientras Sharp observaba, los
números cambiaron —siempre tan lentamente, pensó, e intentó hacer que
cambiaran más rápido— de 970 metros a 969. Suspiró y se masajeó los
dedos de los pies, y se preguntó si no se habrían congelado.
De pronto la cápsula sufrió una sacudida y derivó hacia un lado.
Sharp estuvo a punto de caer; buscó un asidero. La cápsula se enderezó y
siguió hacia arriba.
— ¿Qué demonios fue eso? —preguntó Sharp.
Eddie no respondió. Estaba inclinado hacia delante, los hombros
tensos.
La espalda de Stephanie estaba apretada contra el mamparo, sus
manos apoyadas sobre la cubierta.
— ¿Qué fue eso, Eddie? —preguntó también.
— No lo vi —dijo Eddie—. Pareció como si hubiéramos golpeado
una bolsa de aire, o como si un barco pasara por encima.
— ¿Quiere decir una corriente?
La voz de Darling dijo por el altavoz:
— Imposible. No hay corrientes ahí abajo. —Hizo una pausa—.
Tienen algo ahí fuera.
Cuando Sharp registró las palabras de Darling, sintió un repentino
peso como un saco de piedras en su estómago. Oh, Dios, pensó. Ya
estamos.
Vio que su cámara había rodado al suelo, y ahora, al recuperarla y
comprobar que todo estuviera bien y ajustar el foco, se dio cuenta de que
sus dedos no funcionaban muy bien. Estaban temblando, y cada uno
parecía ser independiente y desafiar los mensajes de su cerebro. Una gota
de sudor cayó de la punta de su nariz sobre el objetivo, y la secó con el
faldón de su camisa.
Miró a Stephanie. Estaba de espaldas a él, y el objetivo de su cámara
estaba apretado contra la portilla. Presionó el disparador, y el motor
disparó una docena de fotos en un par de segundos.
— Tome algunas fotos, Marcus —dijo por encima del hombro.
— ¿De qué? —quiso saber Sharp—. No veo nada.
— El objetivo tiene más sensibilidad que sus ojos. Quizás él vea algo.
Antes de que Sharp pudiera responder, la cápsula fue sacudida de
nuevo, fuertemente, y se inclinó hacia la izquierda. Una sombra pasó por
delante de las luces, oscureciéndolas, luego desapareció.
— ¡Maldita sea! —gritó Eddie, y luchó con la palanca para enderezar
la cápsula.
Sharp apoyó la cámara contra la portilla y apretó el disparador, hizo
avanzar la película y disparó de nuevo.
La cápsula estaba ascendiendo de nuevo. Sharp miró el indicador: 960
metros, 959, 958…
31.
El calamar gigante perforaba la oscuridad, dominado por paroxismos
de frustrada rabia. Sus tentáculos azotaban el agua a su alrededor, con los
garfios erectos, luego retrocedían y golpeaban de nuevo, como si intentara
flagelar el propio mar. Sus colores llameaban de gris a pardo, a marrón, a
rojo, a rosa, luego de nuevo a un blanco ceniciento.
Había pasado una vez por encima de la cosa iluminada, evaluándola;
luego había intentado matarla, aunque los signos de vida que emitía eran
vagos e inciertos.
La cosa había sido dura, con un caparazón impenetrable, y había
luchado defendiéndose con vigorosos movimientos y sonidos extraños.
Puesto que su ataque no había creado ningún alentador chorro de
sangre o trozo de carne desgarrada, el calamar no siguió con él. Fue en
busca de otro alimento.
Pero sus células no estaban acostumbradas a que les fuera negado
nada; sus jugos digestivos habían empezado a fluir en anticipación. Ahora
estaban causando dolor, confusión y rabia a la criatura.
Buscando comida, cualquier comida, perforaba el agua moviéndose
lentamente hacia arriba, dejando muy atrás la cosa iluminada que se
retiraba, sin perseguirla pero sin embargo siguiéndola.
32.
— Eso fue algo —dijo Stephanie mientras salía por la abierta
escotilla y se sentaba en su borde. Sonrió a Darling y Héctor, que
permanecían abajo de pie en la cubierta del barco.
Sharp se estrujó a través de la abertura y se sentó a su lado. Inspiró
profundamente, saboreando el aire fresco. Saboreando la seguridad.
— ¿Lo vieron? —preguntó Héctor.
— Vimos como un millón de las cosas más extrañas del mundo —
dijo Stephanie—. Cosas que nunca había imaginado, y menos aún
fotografiado, antes.
— No, me refiero a la cosa que les golpeó ahí abajo. La que hizo
sacudirse el submarino.
— No lo sé, creo que realmente no vi nada. —Miró a Sharp—. ¿Vio
usted algo?
— No —dijo Sharp, y miró a Darling—. ¿Conseguiste algo en el
vídeo, Látigo?
— Sólo una sombra —dijo Darling, y empezó a caminar en torno al
submarino, examinándolo, tocando la pintura aquí y allá.
Eddie, que había salido primero de la cápsula y estaba ayudando a los
dos tripulantes a asegurarla en su alojamiento, dijo:
— Fuera lo que fuese, no deseaba entretenerse con el submarino. Nos
echó una mirada y siguió su camino.
— Quizá —dijo Darling. Se había detenido en su circuito en torno a
la cápsula, y estaba tocando algo.
Sharp se inclinó sobre el borde y miró allá donde los dedos de Látigo
frotaban la pintura. Vio cinco marcas irregulares de arañazos, de medio
metro o más de largo; algo había rascado la pintura y expuesto el metal de
abajo.
— Fue el calamar, ¿verdad? —dijo.
Darling asintió y dijo:
— Me parece que sí.
— Bueno, si lo era —dijo Eddie—, nos echó un vistazo y se marchó.
— Estaremos preparados para la próxima vez —dijo Stephanie—.
Voy a reajustar las cámaras de vídeo. —Pasó las piernas fuera de la
escotilla, se deslizó abajo de la cápsula y le dijo a Eddie—: ¿Qué tiempo
necesita para estar preparado de nuevo?
— Cuatro horas —respondió Eddie, tras un vistazo a su reloj—.
Deberíamos estar preparados para bajar de nuevo a las tres y media, a las
cuatro como máximo.
No yo, pensó Sharp. Ya he tenido bastante excitación para un solo día.
— Yo me quedaré arriba —indicó—. Puedo ver lo suficiente por las
cámaras de televisión como para tener feliz a la Marina.
— Tampoco hubiera podido bajar aunque hubiera querido, marino —
dijo Héctor—. Ha sido sustituido.
— ¿Por quién?
Cuando Héctor no respondió, Sharp miró a Darling, y vio una
expresión de disgusto en su rostro. Luego Darling se volvió y escupió por
encima de la borda.
33.
Herbert Talley observó el destartalado camión de reparto alejarse por
el camino, luego se volvió y entró en la casa. Cruzó la sala de estar,
recorrió un pasillo y abrió la puerta del dormitorio de Manning.
— Despierte, Osborn —dijo. La habitación olía a aliento nocturno y
coñac rancio, y Talley fue a la pared del fondo, corrió las cortinas y abrió
la persiana.
Manning gruñó y dijo:
— ¿Qué hora es?
— Cerca de mediodía. Le espero en la terraza.
Mientras Manning se lavaba los dientes y se servía una taza de café,
Talley permaneció de pie en la terraza mirando al otro lado de Castle
Harbour. En el aeropuerto, a un par de kilómetros de distancia, un 747 se
preparaba para aterrizar y, cuando el piloto invirtió los motores, el chillido
fue tan fuerte que la cucharilla tembló en su platillo. ¿Qué era lo que
impulsaba, se preguntó Talley, a los ricos y famosos a comprar y restaurar
enormes casas prácticamente unas encima de otras por el privilegio de
soportar ruidos ensordecedores durante veinte veces al día? La
exclusividad, decidió: la puerta al extremo del sendero y el cartel que
decía privado.
Manning salió de la cocina con su café en la mano, envuelto en una
bata de baño.
— ¿Qué ocurre? —preguntó.
— Ese pescador, Frith. Estuvo aquí hace un momento. Oyó una charla
interesante por radio hará una media hora, entre un barco de investigación
y la base de la Marina. Un tal teniente Sharp estaba informando.
— ¿Y? —Manning se sentía nervioso e impaciente, y su resaca no
ayudaba en nada. Cuando vio a Talley hacer una pausa y sonreír, ladró—:
Maldita sea, Herbert, deje de jugar. ¿Qué ocurre?
— El barco se llama el Ellis Explorer. Lleva un submarino a bordo.
Está aquí para buscar el Architeuthis. Creo que lo han encontrado, aunque
no lo saben seguro.
— Ellis —dijo Manning—. ¿Barnaby Ellis?
— No lo sé. Supongo que sí. Pero el asunto, Osborn, es que creo que
el calamar sigue aquí, y sigue hambriento. Y hay un barco ahí fuera con el
equipo y la capacidad necesarios para llevar a la gente hasta él. Con ese
submarino podríamos verlo, estudiarlo, filmarlo, aprender sobre él. Y
usted podría matarlo, si… —Talley hizo una pausa.
— ¿Si qué? —dijo Manning.
— Si pudiéramos subir a bordo. Usted tiene poder, Osborn. Ahora es
el momento de usarlo.
Manning dudó, pensó por un momento, luego se puso en pie y entró
en la casa. Talley le oyó teclear números en un teléfono.
Talley caminó hasta el borde de la terraza y miró a la gran piscina
ovalada. Había una botella de buceo al lado de la piscina, equipada con
correas y regulador. Talley podía ver que llevaba allí días, si no semanas,
porque estaba cubierta por agujas de pino, y una salamandra había hecho
su hogar entre las correas. Se preguntó si la botella habría sido utilizada
por uno de los hijos de Manning, y si Manning la habría dejado allí como
una especie de macabro recordatorio.
Talley empezaba a sentirse inquieto. Manning pasaba las tardes con
una botella de coñac, y Talley tenía la sensación de que su apasionada furia
se estaba transformando por la inacción y la frustración en pura
desesperación.
Oyó a Manning hablar por teléfono, y pensó: Bien, quizás esto ponga
de nuevo las cosas en marcha.
Cuando Manning regresó, dijo:
— Ya está todo arreglado. He hablado con el propio Barnaby. El barco
está aquí para una de sus revistas. Aceptó ponerse en contacto con su gente
y hacernos un hueco mañana.
— ¿Mañana? —dijo Talley—. ¿Por qué no hoy? Frith dijo que tienen
una inmersión prevista para esta tarde.
— El submarino está lleno. El Gobierno de las Bermudas ha enviado
a alguien esta tarde. Parece que tienen un plan para matar al calamar.
— ¿Cómo? —Talley se sintió repentinamente enfermo—. ¿Cómo
creen que van a poder matar a esa bestia?
— No tengo ni idea —dijo Manning—, pero yo no me preocuparía
por ello.
— ¿Cómo puede ser tan indiferente? Ha gastado usted…
— Diría que sus posibilidades son de una sobre un millón.
— ¿Por qué?
— Porque el jefe cazador de calamares que envían es su amigo Liam
St. John.
34.
Sharp y Darling observaron desde la cubierta de observación a St.
John descargar su equipo del barco del acuario. Eran cuatro cajas cerradas
de aluminio, dos más llenas de pescado fresco y una trampa para peces
modificada, de un metro en cuadro, hecha con tela de alambre de gallinero
y varillas de acero reforzado.
St. John consultó algo con Eddie y Stephanie. Luego Eddie llamó a
los dos tripulantes, y éstos izaron las cajas al submarino y empezaron a
atar la jaula de alambre a la parte superior, delante de la escotilla.
Stephanie subió la escalerilla hasta la cubierta de observación.
— Esto será interesante —dijo—. Incluso tiene a Héctor interesado, y
eso requiere un cierto esfuerzo. —Señaló hacia la cubierta posterior, y
vieron a Héctor siguiendo a St. John de un lado a otro, haciendo preguntas.
Darling miró a Stephanie y, al cabo de un momento, dijo: —A veces
hay una razón por la que ciertas cosas no se han hecho nunca, y eso es
porque no pueden hacerse.
— Lo sé —dijo Stephanie—, pero eso no me parece una
imposibilidad. Sólo una apuesta arriesgada.
— Entonces, ¿cree que tiene alguna posibilidad? —preguntó Sharp.
— Una posibilidad, sí. Y se ha asegurado de traer el cebo suficiente.
Cincuenta kilos de atún fresco deberían atraer a cualquier cosa que viva
ahí abajo, y mantenerla ocupada el tiempo suficiente para que nosotros
hagamos lo que tengamos que hacer.
— ¿Cómo piensa matarlo? —preguntó Darling.
— Con dos armas —respondió Stephanie, e hizo un gesto hacia los
brazos mecánicos del submarino—. Ambas se hallan unidas a los brazos
del submarino, y pueden manejarse desde dentro de la cápsula. Una es una
pistola de aire comprimido cargada con una jeringuilla de estricnina,
suficiente para matar a una docena de elefantes. La otra es como un fusil
de buceador: dispara doce balas del calibre de un fusil de caza, cargadas
con glóbulos de mercurio que se dispersan como metralla venenosa. No sé
hasta qué punto puede hacerle algo todo esto a un calamar gigante, pero
me parece que tiene una potencia de fuego suficiente como para matarlo
dos o tres veces. Eddie también piensa así.
— Puedo ver que usted piensa que tiene sentido —dijo Darling—,
pero lo que no ha calculado es que esa bestia no conoce el sentido. No
juega según nuestras reglas. Ella hace las reglas.
— Ha tenido eso en cuenta también.
— ¿Cómo?
— Si las armas no lo matan, piensa que el calamar puede enrollarse
por sí mismo en torno a la cápsula, y entonces ser subido a la superficie
por el cable y matado aquí arriba.
— Dios mío, muchacha —dijo Darling—. Eso es como intentar
atrapar a un tigre metiendo el brazo en su boca y gritando: «¡Lo tengo!»
¿No sabe usted la clase de bestia que es?
— No puede aplastar el submarino —dijo Stephanie—. Creo que
suena como una buena idea.
— Bueno, yo pienso que suena como una maldita estupidez —dijo
Darling, y abandonó la cubierta.
— No baje —dijo Sharp a Stephanie cuando Darling se hubo ido—.
Deje que St. John lo intente solo. Usted puede ir la próxima vez.
— Es encantador que se preocupe usted por esto, Marcus —dijo ella,
y acarició su mejilla—. Pero quiero ir. Además, para esto precisamente
estoy aquí.
Darling entró en el puente, pidió a Héctor permiso para usar la radio y
llamó al Privateer, que por entonces había derivado un par de kilómetros
al Norte.
Mike necesitó varios momentos para responder. Darling supuso que
estaba fuera en la popa, echando una cabezada o trabajando en su bomba.
— Sólo estoy comprobando, Michael —dijo—. ¿Sigues despierto?
— A duras penas. ¿Te parece bien si echo algunos anzuelos, e intento
atrapar algunas cuberas?
— Por supuesto, pero acerca un poco el barco antes. Sitúate dentro de
un par de cientos de metros, luego apaga el motor y déjalo derivar. De esta
forma te hallarás en posición para rastrear el submarino.
— De acuerdo. ¿Cuándo van a bajarlo?
— Dentro de una hora aproximadamente. Y, Michael, una vez esté ahí
abajo, intenta no dormirte. Te quiero completamente despierto y con todos
los cilindros cargados, en caso de que seas necesario.
— Roger a eso, Látigo —dijo Mike—, Privateer a la escucha.
35.
Mike desconectó la hélice y dejó que el barco se aposentara Miró a
través de las quietas aguas e intentó calcular la distancia que le separaba
del otro barco. Unos ciento cincuenta metros supuso, quizá doscientos.
Perfecto. Apagó el motor.
Tomó los binoculares del estante frente al timón y los enfocó en el
submarino. La escotilla estaba abierta, y la gente aún seguía trasteando
con los brazos mecánicos del submarino. Tenía tiempo de sobra.
Fue a popa y cortó la caballa que había puesto al sol para que se
descongelara. Colocó dos anzuelos en un sedal, puso media caballa en
cada uno, luego ató un peso de un kilo al extremo y lanzó el sedal por la
borda. Dejó que el hilo resbalara entre sus dedos hasta que juzgó que los
anzuelos estaban a unos treinta metros de profundidad. Entonces lo detuvo
y permaneció con la cadera apoyada contra la defensa, sujetando el sedal
en la punta de los dedos y agitándolo cada pocos segundos, para crear la
ilusión de un pez herido.
Vio a sus pies el cubo donde había metido la caballa. Estaba medio
lleno de agua ensangrentada, escamas y trocitos de carne. Tomó el cubo,
arrojó su contenido por encima de la borda y observó cómo empezaba a
formarse una pequeña mancha de sangre y aceite en el agua junto al barco.
Cuando, al cabo de cinco minutos, siguió sin notar ningún tirón, se le
ocurrió que, si había algún pez por los alrededores, debía estar o muy por
encima o muy por debajo de su cebo. El detector de peces aún estaba
encendido; podía aprovecharlo, ver si podía darle algún indicio. Ató el
sedal y fue a proa, a la timonera.
La pantalla era un caos, nunca en su vida había visto algo parecido. Si
no hubiera sabido seguro que se hallaba sobre mil metros de profundidad
hubiera jurado que el barco había embarrancado. Parecía como si algunos
de los impulsos enviados por el detector de peces estuvieran rebotando
contra algo situado inmediatamente debajo del barco, mientras que otros
lo pasaban pero eran desviados en su camino a las profundidades. El
esquema era rielante y confuso.
Quizás algo se había enganchado en el alojamiento que contenía el
radiofaro de respuesta del aparato. Cuando fueran a la orilla, se pondría
una escafandra autónoma e iría debajo del barco para echar una mirada. O
quizás era el aparato en sí el que se había estropeado. Estos días, con todas
las cosas hechas a base de chips y placas de circuitos y cosas mágicas
invisibles que sólo comprendían los japoneses con microscopios, no había
forma de que un hombre normal pudiera mirar una pieza electrónica y
hacer un diagnóstico decente.
Decidió que, cuando terminara de pescar, cuando el submarino bajara,
desmontaría el aparato y vería si el problema era algo simple, como un
cable suelto.
Volvió a popa y desató el sedal, y casi de inmediato supo que había
algo mal en él; demasiado ligero. El peso había desaparecido, y
probablemente los anzuelos y el cebo también.
Maldijo y empezó a recoger el sedal.
36.
La criatura expulsó un volumen de agua por su conducto y se impulsó
a través del agua azul, en busca del débil rastro de olor a comida que había
detectado, luego perdido, luego detectado, luego perdido de nuevo.
No se sentía cómoda tan cerca de la superficie, no estaba
acostumbrada al agua cálida, y no hubiera subido tanto si el hambre no la
hubiera empujado. Había hallado dos trocitos de comida y los había
devorado, y luego había descansado a la fría sombra de algo de arriba.
Pero se sentía atrapada por un cúmulo de impulsos irritantes de aquella
cosa de arriba, de modo Que al cabo de un momento se había movido de
nuevo.
Se hundió del agua azul a la violeta, luego se alzó una vez más al
terreno azul. No encontró nada.
Cuanto más arriba iba, sin embargo, cuanto más cerca de la superficie
se alzaba, más prometedora parecía el agua. No había sustancia, pero sí
indicios que tentaban al calamar, como el agua cerca de la superficie
contuviera residuos de comida. Se elevó aún más, cerca de algo oscuro
arriba, y flotó directamente debajo de ello, empujando una enorme masa
de agua por delante y por encima de ella.
37.
Malditos tiburones bebés, pensó Mike mientras examinaba el
extremo del sedal de monofilamento. Deja un sedal atado por un minuto, y
te lo roban a mordiscos.
El barco se levantó de pronto debajo de sus pies, como alzado por una
repentina hinchazón del mar, y alzó los ojos del sedal y miró a las planas
aguas. Era extraño cómo las olas podían aparecer de aquel modo, surgidas
de la nada. Vio en la distancia la grúa del Ellis Explorer coger el
submarino de su alojamiento y situarlo encima del agua, a un costado del
barco.
¿Cuánto tiempo habían dicho que necesitaba el submarino para llegar
al fondo? ¿Media hora? Todavía tenía tiempo de echar otro sedal. Pero esta
vez no lo soltaría, lo mantendría entre sus dedos, y si algún bebé tiburón
deseaba darle un mordisco, se llevaría la sorpresa de su vida.
Mike tomó un nuevo carrete de hilo del arcón de almacenamiento del
centro del barco, se reclinó contra la defensa y acercó el ojo del eslabón
giratorio del carrete a su rostro para poder pasar el monofilamento a su
través. Falló el primer intento. Me estoy haciendo viejo, pensó, pronto
necesitaré gafas.
Hubo un vago ruido detrás de él, una especie de sonido chapoteante.
Parte de su mente lo registró, pero estaba concentrado en pasar el
monofilamento por el ojo del eslabón giratorio.
El sedal se deslizó limpiamente a través del agujero.
— Lo conseguí —dijo Mike.
Oyó de nuevo el ruido chapoteante, más cerca esta vez, y hubo
también otro sonido, un sonido raspante. Empezó a volverse hacia él.
Había un olor también, un olor familiar, pero no podía acabar de situarlo.
Y entonces, de pronto, el mundo de Mike se volvió oscuro.
Algo lo había atrapado alrededor del pecho y la cabeza, algo recio y
húmedo. Las manos de Mike lo sujetaron, luego resbalaron cuando la cosa
que lo había atrapado empezó a estrujar. Sintió un dolor como si un millar
de púas de hielo estuvieran perforando su piel.
Mientras sus pies eran alzados de la cubierta y se sentía arrastrado
por el aire, comprendió al fin lo que había ocurrido.
38.
Andy se sentaba a la consola en la sala de control. Darling estaba de
pie tras él, con los auriculares puestos, y Sharp permanecía de pie al lado
de Darling.
Puesto que sólo había en funcionamiento dos cámaras de televisión,
dos de los cuatro monitores estaban en blanco. El tercero mostraba el
interior de la cápsula: Eddie a los controles y mirando por su portilla, St.
John comprobando los manipuladores de los brazos, Stephanie ajustando
el objetivo de una de sus cámaras. El cuarto monitor mostraba la escena
fuera de la cápsula: la brillante aura de las lámparas, la lluvia de plancton
y los evanescentes torbellinos rojos cuando las corrientes variables barrían
la sangre de pescado de la jaula de tela de alambre. De tanto en tanto, un
pez pequeño pasaba como un destello ante la cámara, frenético con la
frustración de ser incapaz de apretarse a través de la tela de alambre y
alcanzar la fuente de aquel excitante rastro.
— Ochocientos cuarenta —dijo Andy—. Ya casi están.
Pronto vieron alzarse el fondo. La turbulencia del impulsor del
submarino agitó el lodo y creó una nube que ensombreció la lente de la
cámara.
La cápsula se posó, y la nube se aclaró.
De pronto una sombra pasó sobre el fondo, desapareció y pasó de
nuevo, en la otra dirección.
— Un tiburón —dijo Darling—. Liam no tuvo en cuenta los
tiburones. Probablemente irán a por su cebo.
La imagen en el monitor osciló cuando la cápsula se estremeció.
— ¿Qué fue eso? —oyeron decir a St. John.
— Un tiburón, doctor —dijo Andy al micrófono—. Sólo un tiburón.
— ¡Bien, hagan algo! —exclamó St. John.
Darling se echó a reír.
— Estamos a unos malditos mil metros de distancia, Liam ¿Qué
quiere que hagamos?
Andy pulsó un botón, luego agarró una palanca de control. El monitor
de la cámara exterior pareció echarse hacia delante, luego giró y se enfocó
hacia arriba. Ahora podían ver la jaula de tela metálica.
— Es un tiburón de seis agallas —dijo Darling—. Bastante raro.
Era de un color pardo chocolate, con unos brillantes ojos verdes y seis
ondulantes hendiduras en las agallas. Era pequeño, menos del doble del
tamaño de la jaula, pero tenaz. Mordió una esquina de la jaula e hizo girar
su cuerpo, primero hacia un lado, luego hacia el otro, en un intento de
abrir un agujero en la tela de alambre. Una serie de peces más pequeños
aguardaban en segundo plano, como buitres esperando reclamar su parte
de la presa.
— ¿Por qué no se han largado los peces? —preguntó Sharp—. Pensé
que permanecían siempre alejados de los tiburones cuando éstos se
alimentaban.
— Tiene su atención centrada en algo —dijo Darling—, y no en ellos.
Pueden captarlo claramente. Está emitiendo señales electromagnéticas que
pueden leer con tanta claridad como la luz del día. Si se irrita y se vuelve
hacia ellos, o llega otro y se pone celoso, entonces podrás ver una
auténtica desbandada.
En el otro monitor vieron a St. John arrastrarse hacia delante y tomar
las manecillas que operaban uno de los brazos mecánicos. Encajado en el
panel de control había un monitor blanco y negro de cuatro pulgadas que
mostraba la imagen de la cámara exterior. Consultándolo como un cirujano
que realizara una artroscopia, St. John tiró de una palanca, y el brazo se
flexionó; empujó la otra palanca, y el brazo se alzó y giró, apuntando su
aguja hacia la jaula de tela metálica.
— Oh-oh —dijo Darling. Pulsó el botón de «habla» y dijo al
micrófono—: No lo haga, Liam. Deje al maldito tiburón tranquilo.
La voz de St. John brotó por el altavoz:
— ¿Por qué debería dejar que el tiburón se lleve todo el cebo?
— Escuche. No puede hacerle nada a su jaula. Un seis agallas no tiene
unos dientes muy desgarradores. Lo intentará y la doblará un poco, pero no
podrá romperla.
— Eso es lo que dice usted.
Darling suspiró, buscó algo que añadir, luego dijo: —Escuche, Liam,
si usted quiere matarse, eso es asunto suyo, pero tiene a otras dos personas
a su lado ahí abajo que quizá no se sientan tan ansiosas por tocar el arpa.
Vieron a Stephanie volverse hacia St. John y la oyeron decir:
— Doctor, si malgastamos una de nuestras armas en un tiburón,
reducimos nuestras posibilidades a la mitad.
— No se preocupe, señorita Carr —dijo St. John—. Todavía quedará
lo suficiente para hacer el trabajo.
En un monitor vieron a St. John pulsar un botón; en el otro un
estallido de burbujas cuando el dardo fue lanzado por el fusil submarino y
golpeó al tiburón justo detrás de las hendiduras de las agallas.
Durante unos segundos el tiburón pareció no haberse dado cuenta de
la picadura. Luego, bruscamente, su cuerpo se arqueó, su cola y sus aletas
pectorales se pusieron rígidas, y su boca se separó de la jaula y colgó
abierta. Rígido y estremecido, flotó suspendido en el agua y luego, como
un avión de caza separándose de la formación, se inclinó hacia la derecha,
rodó sobre sí mismo, rebotó una vez contra el costado de la cápsula y cayó
al lodo.
Los peces más pequeños se cerraron entonces sobre él, rodeando
curiosos el cadáver antes de volverse de nuevo a la comida en la jaula de
alambre.
Uno de los videomonitores mostró a Stephanie apretando su cámara
contra la portilla y tomando foto tras foto.
— Ese tiburón muerto, ¿no atraerá más tiburones? —preguntó Sharp.
— No —dijo Darling—. Los tiburones son extraños a ese respecto. Se
matan entre sí, pero si uno de ellos muere, permanecen alejados de él. Es
como si pudieran leer su propia muerte en ello. —Hizo una pausa y miró
al monitor—. Algunas cosas no pueden enfrentarse a la muerte —dijo—.
Otras medran con ella.
39.
El calamar se había alimentado pero, después de una privación tan
larga, las proteínas que había consumido no habían satisfecho su hambre
sino que más bien la habían excitado, despertando un ansia de más. Y, así,
la bestia siguió cazando.
De pronto sus sentidos se vieron asaltados por nuevas y conflictivas
señales…, señales de comida: presas vivas, presas muertas, luz,
movimiento, sonido. Y así empezó a cargar hacia uno y otro lado, confusa,
defensiva, agresiva, frenética.
Se movió hacia arriba en el agua, buscando la fuente del conflicto,
pero no halló nada. Y así derivó hacia abajo, percibiendo el blando fondo
allá.
Los bastones en sus ojos detectaron parpadeos de bioluminiscencia de
pequeños animales cerca; los ignoró. Luego llegó más luz, y más. Agitada,
captando a la vez oportunidad y peligro, introdujo agua en su cuerpo y la
expulsó, propulsándose por el fondo.
A medida que la bestia se acercaba a la fuente de luz, la luz se volvió
dura, repelente. Los reflejos le dijeron que se retirara a la oscuridad, pero
sus sensores olfativos empezaron a recibir fuertes, abrumadoras oleadas de
huellas de comida: presa fresca, rica y alimenticia.
El hambre la impulsó hacia delante.
Se alzó del fondo, por encima de la luz, y se dejó llevar a la oscuridad
que había detrás. Se instaló allí, donde las señales de amenaza habían
desaparecido y podía concentrarse en el aroma de la presa más abajo.
Descendió.
40.
Sharp bostezó, se estiró y agitó la cabeza; tenía problemas para
mantenerse despierto. Llevaban observando más de una hora, y no había
habido movimiento en ninguno de los monitores. Era algo hipnótico, como
contemplar una carta de ajuste.
En el submarino, Stephanie, St. John y Eddie apenas hablaban ni se
movían. Stephanie había tomado algunas fotos de los extraños animales
que abundaban en torno a su portilla, pero ahora permanecía simplemente
arrodillada y miraba.
St. John alzó la vista hacia la videocámara del submarino y dijo:
— ¿Cuánto tiempo llevamos?
— Han pasado noventa minutos —respondió Andy en su micrófono.
St. John asintió y siguió mirando por su portilla.
La cámara exterior había sido reajustada y mostraba el cuerpo del
tiburón muerto, panza arriba en el lodo. Antes, una lamprea se había
lanzado sobre él y había intentado abrir un agujero en el tiburón, pero la
piel era demasiado dura, y la lamprea abandonó y fue en busca de una
presa más fácil.
La puerta de la sala de control se abrió y entró Darling con dos tazas
de café. Pasó una a Sharp y dijo:
— No he podido encontrar crema de leche, así que…, ¡mierda!
— ¿Qué ocurre? —preguntó Sharp, y siguió la mirada de Darling
hacia los monitores.
— Los peces. Han desaparecido.
Mientras Darling se ponía los auriculares y tanteaba en busca del
botón de «habla» del micrófono, Sharp se dio cuenta de lo que quería
decir: no había criaturas abisales patrullando los bordes de la oscuridad,
ningún pez pequeño flotaba sobre el tiburón muerto, ningún diminuto
basurero engullía los trocitos de atún que flotaban fuera de la jaula de tela
metálica.
— ¡Liam! —gritó Darling en el micrófono—. ¡Mire fuera!
St. John se sobresaltó al sonido de la voz y miró a su alrededor, pero
no vio nada.
— ¿Mirar fuera qué…?
Entonces hubo un sonido hueco, un raspar, un crujir casi como el
sonido de un barco embarrancando. Luego la cápsula sufrió una sacudida
hacia arriba y se inclinó hacia delante. La cámara interior mostró a
Stephanie y a St. John siendo lanzados contra Eddie, y todos ellos cayendo
sobre el panel de control. La cámara exterior no mostró nada excepto lodo.
Eddie maldijo, St. John aferró los mandos del brazo mecánico e
intentó manejarlo.
— ¡El brazo ha quedado atorado en el lodo! —gritó.
— ¡Conecte los motores! —gritó Darling a Eddie—, A esa bestia no
le gustará el propulsor.
Vieron a Eddie echar hacia atrás la palanca y aplicar potencia, y
oyeron el motor del submarino gemir, luego chillar a medida que
aceleraba.
La cápsula se inclinó hacia arriba; el brazo mecánico quedó libre.
— ¡La cámara! —dijo St. John.
Eddie tendió la mano hacia los controles de la cámara exterior
mientras St. John flexionaba y alzaba el brazo mecánico con el dedo
apoyado sobre el botón de disparo.
El monitor mostró la cámara rastreando hacia arriba y girando: el
lodo dio paso al agua, luego a una mancha al lado de la cápsula, luego a…
— ¿Qué demonios es eso? —exclamó Sharp.
La cámara mostraba un campo de círculos, rosado grisáceos, cada uno
de ellos estremecido al extremo de su propio tallo, cada uno al parecer
bordeado de dientes y cada uno conteniendo en su centro una garra de
color ámbar.
— Malas noticias, eso es lo que es —dijo Darling, y gritó al
micrófono—: ¡Dispare, Liam!
Luego, cuando la cámara fue arrancada de su montura, la pantalla
quedó vacía.

La criatura estrujó la cámara en su tentáculo y la arrojó lejos.


Luego se volvió a los escasos jirones de los restos de comida, con sus
ocho cortos brazos rascando y arañando mientras buscaba más comida que
llevar a su restallante pico. Pero no había más.
La criatura estaba confusa, porque la huella de comida estaba por
todas partes, permeando el agua. Todos sus sentidos le decían que allí
había comida; su hambre exigía comida. Pero, ¿dónde estaba?
Percibió un caparazón grande y duro, y lo asoció con el aroma de
comida. Rodeó la cosa con sus tentáculos y se preparó para destruirla.
— ¡No puedo ver! —gritó St. John—. ¿A dónde fue?
— ¡Dispárele, Liam! —gritó Darling—. ¡Dispare el dardo! ¡El
hijoputa es tan grande que no puede fallar!
Vieron a St. John pulsar el botón que disparaba el dardo.
— ¡No ha funcionado! —gritó, y apretó el botón otra vez, y otra.
— ¡Miren! —chilló Stephanie. Señalaba hacia su portilla—. En el
lodo. El fusil. Esa cosa lo arrancó.
Entonces la cápsula se estremeció y rodó a uno y otro lado. St. John
resbaló y cayó encima de Stephanie; Eddie se agarró a los controles. Las
imágenes a través de las portillas parpadeaban y cambiaban como trocitos
de cristal en un caleidoscopio: lodo, agua, luz, oscuridad.
La cápsula se estremeció de nuevo, y hubo sonidos chirriantes.
Mientras observaba el único monitor de televisión que quedaba,
Sharp se sintió dominado por la impotencia.
— ¡Tenemos que hacer algo! —gritó.
— ¿Como qué? —preguntó Darling.
— Subirlo. Poner en marcha la grúa. Quizás el movimiento lo asuste.
— Tomará diez minutos enrollar la parte floja del cable —dijo
Darling—, Y no tienen diez minutos. Cualquier cosa que ocurra tiene que
ocurrir ahora.

La criatura buscaba alguna debilidad. Tenía que haber una debilidad


en alguna parte. Todas las presas tenían alguna debilidad.
La cosa tenía menos de la mitad del tamaño de la criatura y, aunque
era fuerte y densa, no se debatía. La criatura la alzó fácilmente en sus dos
largos tentáculos y le dio la vuelta, sondeando en busca de algún lugar
blando, una rendija. Luego rodeó la cosa con sus ocho brazos cortos y la
apretó contra sí. Abrió su pico y dejó que su lengua explorara la piel. La
lengua viajó lentamente: lamiendo, sondeando, raspando.

— ¿Qué es ese ruido? —siseó St. John. Sonaba como si una áspera
lima estuviera raspando el casco.
La cápsula estaba boca abajo ahora, y los tres se arrodillaban en el
techo y se sujetaban unos a otros con las manos.
— Está jugando con ustedes —dijo Darling por el micrófono—.
Como un gato con un juguete. Con un poco de suerte, se cansará y les
soltará.
St. John inclinó hacia un lado la cabeza, al parecer escuchando en
busca de algún otro sonido.
— Nuestro motor se ha parado —dijo.
— Tan pronto como ese bicho les suelte, les izaremos. Ya no tardará
mucho.
Sharp aguardó hasta que Darling retiró el dedo del botón de «habla»,
luego dijo:
— ¿Crees realmente en eso?
Darling hizo una pausa antes de contestar.
— No. El hijoputa va a encontrar alguna forma de entrar.

La lengua serpenteaba por la piel de la cosa, examinando texturas,


buscando diferencias. Pero la piel era toda igual: dura, insípida, muerta. La
lengua aceleró, impaciente mientras lamía. Una señal llameó en su cerebro
y se desvaneció.
La lengua se detuvo, se retiró, empezó a lamer de nuevo, más lenta
ahora. Aquí. La señal se repitió, firme.
La textura aquí era diferente: más lisa, más delgada. Más débil.

Stephanie debió oír el ruido a sus espaldas, porque la vieron volverse


y mirar a su portilla. Lo que vio la hizo gritar y retroceder.
St. John miró y jadeó.
— ¿Qué ocurre? —preguntó Darling. —Creo… —murmuró St. John
— que es una lengua. Andy cambió el ángulo de la cámara en el interior
del submarino y la enfocó en la portilla. Entonces pudieron verla también:
una lengua. Lamía en círculos, cubriendo el cristal con carne rosada.
Luego se retiró y cambió su forma a la de un cono y golpeó el cristal. Hizo
un sonido como un martillo clavando tachas de tapicero.
Luego la lengua se retiró, y por un momento la portilla quedó negra.
Hubo un chirrido ensordecedor.
St. John cogió una linterna de su sujeción en el mamparo y dirigió su
haz de luz hacia la portilla.
Sólo pudieron ver parte de él, porque era más grande que la portilla,
mucho más grande: un pico curvado, como una cimitarra, de color
ambarino, con su puntiagudo extremo apretando contra el cristal.
Stephanie se aplastó contra el mamparo opuesto, mientras St. John se
arrodillaba mudo y mantenía la linterna apuntada a la portilla. Eddie
volvió su rostro a la cámara y dijo:
— Dios mío.
Entonces hubo un ruido crujiente y, en una fracción de segundo, una
explosión de agua, un ruido retumbante y gritos…, y luego silencio,
cuando el monitor quedó muerto.
Todos siguieron contemplando, mudos, la pantalla vacía.
41.
Tan pronto como Darling subió al taxi, se quitó la corbata y la metió
en el bolsillo de su chaqueta. Se sentía como si se estuviera asfixiando.
Bajó el cristal de la ventanilla y dejó que la brisa soplara sobre su rostro.
Odiaba los funerales. Los funerales y los hospitales. No era sólo
porque estuvieran asociados a enfermedad y muerte; también
representaban la pérdida de control definitiva. Eran una prueba del fallo
inherente en el precepto que guiaba su vida: que un hombre listo y
cuidadoso podía sobrevivir calculando sus riesgos y no yendo nunca más
allá de la línea. Hospitales y funerales eran prueba de que la línea se
movía a veces.
Además, creía que los funerales no hacían un maldito favor a los
muertos; eran para los vivos.
Mike siempre había estado de acuerdo con él. Habían hecho un pacto
hacía tiempo que, si uno de ellos moría, el otro lo enterraría en el mar sin
ninguna ceremonia en absoluto. Bueno, Mike estaba enterrado en el mar,
de acuerdo, pero no de la forma que habían planeado.
Había sido un pequeño funeral, sólo la familia y Darling, con unas
pocas palabras de un predicador portugués y un par de canciones. No había
habido preguntas, ni recriminaciones, ni discusiones sobre lo que había
ocurrido. Al contrario. De hecho, la viuda de Mike y sus dos hermanos y
dos hermanas habían hecho un esfuerzo especial para consolar a Darling.
Lo cual, por supuesto, había hecho que éste aún se sintiera peor.
No les había dicho la verdad acerca de cómo había muerto Mike. Él y
Sharp eran los únicos que sabían la verdad, y no había forma alguna de que
nadie pudiera llegar a sospecharlo nunca. No habían visto ninguna utilidad
en presentarles a la familia un cuadro que atormentaría sus sueños durante
todo el resto de sus vidas. Así que Darling había dicho que Mike había
caído por la borda y se había ahogado; que debió golpearse la cabeza con
la plataforma de buceo cuando cayó y perdió el conocimiento.
Habían contado esta historia a las autoridades también, sin mala
conciencia de estar ocultando pruebas. Ya había bastante carnicería visible
en las videocintas para satisfacer a todos los morbosos. Una víctima más
no constituiría ninguna diferencia.
Cuando Darling no obtuvo ninguna respuesta a sus llamadas al
Privateer, sintió deseos de correr a Mike a patadas en el culo desde aquel
momento hasta el domingo por quedarse dormido durante la guardia. Él y
Sharp tomaron prestada la «Zodiac» de Héctor y cruzaron los ochocientos
metros de agua hasta el otro barco a la deriva. Sharp estaba todavía en
estado de shock; condujo la lancha como un zombi. Pero cuando
descubrieron que Mike había desaparecido, volvió rápidamente a sus
sentidos.
Durante los primeros quince o veinte minutos se convencieron de que
Mike había caído por la borda. Anotaron el movimiento de las corrientes y
la deriva del barco, y usaron la pequeña, rápida y maniobrable «Zodiac»
para registrar un par de kilómetros o más de océano. Pero luego decidieron
que necesitaban la distancia y la perspectiva que la altura del puente alto
del Privateer podía proporcionarles, y regresaron al barco. Cuando se
aproximaron a él por el lado de estribor, vieron marcas de rascadas en la
pintura.
Y entonces, cuando subieron a bordo y pasaron sus manos por la
defensa, captaron una legamosidad delatora, y percibieron el olor delator.
Darling no había estado en el barco cuando ocurrió el accidente, y
probablemente no había nada que hubiera podido hacer aunque hubiera
estado allí. Pero se culpaba por ello. Aunque sabía que era completamente
irracional, también sabía que había una semilla de justificación en ello.
Mike nunca había sido un hombre que tomara decisiones por sí mismo;
había confiado siempre en Látigo para que le dijera lo que tenía que hacer;
nunca le había gustado permanecer solo en el barco, y Látigo lo sabía.
Deja ya esto, se dijo Darling. No sirve de nada.
El taxista tenía puesta la radio, y empezó el noticiario del mediodía,
con noticias más lúgubres acerca de la economía de las Bermudas. En la
semana transcurrida desde el desastre del submarino, el turismo había
bajado casi un cincuenta por ciento.
La gente estaba presionando al Gobierno para que hiciera algo para
librarse de la bestia, pero nadie tenía ninguna sugerencia concreta, y el
Gobierno seguía consultando con científicos de California y Terranova,
que no podían alcanzar un consenso. Finalmente, predijeron todos
esperanzadamente, el calamar gigante simplemente se iría.
Nadie deseaba ya tener algo que ver con la bestia…, es decir, nadie
excepto el doctor Talley y Osborn Manning. Le habían escrito a Darling,
habían intentado llamarle, le habían enviado cablegramas, todo lo que se
les había ocurrido. Incluso habían tratado de convencerle de que tenía
alguna especie de responsabilidad en ayudar a matar a la criatura, que era
a la vez un símbolo y un síntoma del desequilibrio de la Naturaleza, y que
destruirla sería algo así como empezar a poner las cosas de nuevo en su
lugar. Habían subido incluso su apuesta hasta el punto en que, si Darling
estaba dispuesto a llevarles allá fuera en su barco por un período de
tiempo de hasta diez días, podía ganar 100.000 dólares. Su respuesta había
sido simple: ¿De qué le sirven 100.000 dólares a un hombre muerto?
No había resultado difícil rechazar su cebo porque, tal como él lo
veía, cada uno de ellos estaba, a su manera, bailando sobre la cuerda floja
de la locura. Manning estaba enloquecido por su venganza personal, Talley
por su necesidad de demostrar que su vida había valido para algo. Ninguno
de los dos estaban en sus cabales.
Comprendía que incluso se hubieran dirigido a la Marina. Según
Marcus, Manning había contactado a un senador de los Estados Unidos, el
cual había contactado con el Departamento de Defensa, quien a su vez
había pedido al capitán Wallingford su opinión sobre cómo podía ser
atrapada y eliminada la bestia La petición había puesto a Wallingford en
un estado de extrema ansiedad, en parte porque consideraba cada petición
del Pentágono como una crítica a su actuación, y en parte porque era un
cobarde. No deseaba desagradar a un senador que algún día podía tener
algo que decir acerca de si tenía derecho o no a cambiar su águila de plata
por una estrella de plata. Y, así, Walling. ford había pasado su ansiedad a
Marcus, sobre el cual había intentado hacer recaer de algún modo la culpa
de todo el fracaso.
Pero la investigación había exculpado a Sharp, y había hecho recaer
las culpas oficiales en los más fáciles de todos los blancos, los muertos:
Liam St. John, que habia maquinado lo que, en retrospectiva, era
considerado ahora como un plan temerario, y Eddie, que había aceptado
seguirlo.
Cuando el taxi giró hacia Cambridge Road terminó el noticiario, y
Darling observó que la palabra «calamar» no había sido mencionada ni
una sola vez.
Su principal preocupación ahora era hallar una forma inmediata de
ganarse la vida. Había decidido que por fin había llegado el momento de
vender su preciada botella «Masonic», y el tratante en Hamilton le había
dicho que estaba interesado. Si se podía animar a un par de coleccionistas
a que pujaran el uno contra el otro, podría conseguir unos cuantos miles de
dólares por ella. Sabía que Charlotte había escrito a «Sotheby's» hacía
algún tiempo, para preguntar acerca de incluir su colección de monedas,
heredada de su padre, en una de sus subastas. Pensó que podía hacer una
revisión de todas las cosas que había en la casa y ver si había algo más lo
bastante raro como para que valiera la pena venderlo. Odiaba tener que
hacerlo, era como vender pedazos de su pasado o de sí mismo, pero no
tenía otra elección.
Quedaba todavía una esperanza práctica, sin embargo. El acuario
había llamado, y estaban interesados en discutir un nuevo contrato. Ahora
que St. John había desaparecido, podían volver a tomar decisiones basadas
en lo práctico en vez de en el ego. Eso podría pagar algo de combustible.
Sin embargo, él y Charlotte no podían comer combustible.
La cadena que cortaba el paso al camino de tierra que conducía a la
casa de Darling estaba echada, y pagó al conductor, soltó la cadena y la
dejó caer.
Mientras echaba a andar hacia la casa, vio el coche de Dana en el
sendero. ¿Qué estaba haciendo allí a aquella hora del día? ¿No estaba
trabajando? Alguien tenía que trabajar en aquella familia. Hizo una mueca
y pensó: Estupendo, estás sólo a un paso de distancia de convertirte en un
auténtico parásito.
Entonces oyó una voz:
— ¿Capitán Darling?
Se volvió y vio a Talley y Manning que avanzaban por la carretera
hacia él. Manning iba delante, inmaculado en un traje gris, una camisa
azul y una corbata a rayas, y llevaba un maletín; Talley le seguía, con
aspecto, pensó Darling, nervioso e inquieto.
— ¿Qué desean? —preguntó Darling.
— Hablar con usted —dijo Manning.
— No tengo nada que decir. —Darling se volvió hacia la casa.
— Hable con nosotros, capitán —dijo Manning—, o tendrá que
hablar con la justicia más tarde.
Darling se detuvo.
— ¿La justicia? —dijo—. ¿Qué justicia? ¿No tienen nada mejor que
hacer que amenazar a la gente?
— No he amenazado a nadie, capitán. He constatado un hecho.
— De acuerdo. Diga lo que tenga que decir y lárguese.
Manning hizo un gesto hacia la casa.
— Quizá fuera mejor que entráramos ahí y discutiéramos esto
como…
— No soy una persona civilizada, señor Manning. Soy un pescador
irritado harto ya de que la gente le diga…
— Como usted quiera, capitán. El doctor Talley y yo le hemos hecho
ya lo que creemos que es una generosa oferta por su ayuda. A la luz de los
recientes acontecimientos, sin embargo, nos hemos preparado para
incrementar esa oferta.
— Jesucristo, hombre, ¿todavía no tiene idea de con qué quiere
enfrentarse? ¿Acaso no sabe…?
— Sí, capitán, lo sabemos. Pero el hecho es que creemos que
podemos matar al calamar. No nosotros dos, no usted solo, sino los tres
juntos.
— ¿Matarlo? Puede que consiga usted verlo, pero eso será la última
cosa que vea en su vida. ¿Matarlo? Ni la más remota posibilidad. No veo
cómo nadie puede superar a esa bestia.
— Capitán —intervino Talley—, déjeme…
— Cállese, Herbert —restalló Manning—, Las palabras no le
convencerán. —Se volvió a Darling—. Una oferta final, capitán Si nos
lleva usted a cazar el calamar gigante, le pagaré doscientos mil dólares. Si
no lo encontramos, si se ha marchado si no conseguimos matarlo, recibirá
igualmente el dinero. Su única obligación es hacer el esfuerzo de buena fe.
— Todavía sigue creyendo usted que el dinero puede conseguirlo todo
—dijo Darling—. Bien, no puede. Vaya a emborracharse, si eso le ayuda.
Rece algunas plegarias por sus hijos, entregue su dinero a una buena causa
en su nombre. Al menos eso servirá para algo.
Manning miró a Talley, y Darling vio que Talley cerraba los ojos y
expelía el aliento.
— ¿Es ésa su última palabra? —quiso saber Manning.
— La primera, la última…, llámelo como quiera.
— Lo siento, capitán, no me deja usted otra elección. Le necesitamos.
Usted es la única persona con la habilidad, los conocimientos y el barco.
Así pues… —Manning vaciló, luego prosiguió—: Aquí está: Debo
comunicarle que dentro de un plazo de diez días a partir de hoy, tiene que
entregarme usted un cheque certificado por doce mil dólares. Si no puede
hacerlo dentro de este plazo, entonces dispondrá de treinta días para
desalojar, usted y sus pertenencias, su casa.
Darling miró a Manning y dejó que las palabras dieran vueltas en su
cabeza. Luego miró a Talley, que tenía los ojos fijos en el suelo.
— Espere un segundo —dijo. No podía haber oído bien; tenía que
haber un error—. Déjeme aclarar esto. Le he de pagar a usted doce mil
dólares por no llevarle a mar abierto, o usted me saca a patadas de mi casa.
— Correcto. Entienda, capitán, soy el propietario de su casa…, o,
para ser preciso, lo seré muy pronto.
Darling se echó a reír.
— Muy bien. Ahora dígame usted que es mi tatarabuelo y que la
construyó para mí allá en el año 1770. —Mientras se daba la vuelta dijo
—: Fuman ustedes una yerba demasiado fuerte.
— Capitán… —Manning había sacado un sobre color manila de su
maletín y le tendió una hoja de papel a Darling—. Lea esto.
El papel estaba escrito en legalés, lleno de en consecuencia y la parte
de la primera parte, y los únicos elementos que Darling pudo entresacar
fueron el nombre de la casa, su localización, una cesión de algo a Osborn
Manning, y algunas cifras. Quizá Charlotte pudiera extraer algo de sentido
a aquello.
— Tendré que ir a buscar mis gafas —dijo.
— Por supuesto, Pero, ¿por qué no me deja que le explique la
sustancia? Su esposa ha estado pidiendo dinero prestado, usando la casa
como garantía colateral. Está retrasada casi tres meses en los pagos, y se le
ha comunicado dos veces que corre el peligro de incumplimiento. Compré
el pagaré al prestamista. Dentro de diez días lo ejecutaré.
— Tonterías —dijo Darling, sin apartar los ojos del papel. Aquel
papel no podía decir todo aquello, porque todo aquello no podía haber
ocurrido—. Un trozo de papel no significa nada. Charlie no hubiera hecho
eso. Nunca.
— Lo hizo, capitán.
— Tonterías —dijo de nuevo Darling, y se volvió hacia la casa, con el
papel aferrado en su mano.

Charlotte y Dana estaban sentadas juntas a la mesa de la cocina.


La puerta mosquitera resonó detrás de Darling, y avanzó por el
pasillo hacia ellas.
— No creeréis lo que… —Se detuvo cuando vio sus rostros. Las dos
habían estado llorando, y ahora, al verle, empezaron a llorar de nuevo—.
No —dijo—. Oh, no. —Y luego—: ¿Por qué?
— Porque teníamos que vivir, William.
— Estábamos viviendo. Teníamos comida, teníamos combustible.
— Teníamos comida porque Dana nos traía comida. ¿Cómo se
suponía que debía pagar la electricidad? ¿Cómo se suponía que debía
pagar los impuestos de la casa? Cuando se estropeó el congelador y todo tu
cebo se descongeló, ¿cómo se suponía que debía arreglarlo? Y la grieta
que se hizo en la cisterna…, nos hubiéramos quedado sin agua. Nuestro
seguro estaba a punto de ser cancelado. Iban a cortarnos el gas. —
Charlotte se secó los ojos y le miró—. ¿De qué demonios crees que hemos
estado viviendo todos estos meses?
— Bueno…, quiero decir…, había cosas que podíamos ven der. Las
monedas…
— Las vendí. Y las botellas de cristal tallado, y el jarrón Bellarmine,
y…, y todo. Ya no queda nada.
— Iré a hablar con el Banco. Por el amor de Dios, Derek no puede…
— No fue el Banco —dijo Dana—, Dijeron que no podían concederte
una hipoteca. No tenías ingresos seguros. Me ofrecí a firmar
conjuntamente la solicitud. Dijeron que seguía sin servir.
— ¿Quién prestó el dinero, entonces?
— Aram Agajanian —dijo Charlotte.
— ¡Agajanian! —exclamó Darling—. ¿Ese pervertido? —Aram
Agajanian era un inmigrante reciente a las Bermudas que había hecho una
fortuna produciendo pornografía blanda para los sistemas de televisión por
cable canadienses y había elegido las Bermudas como paraíso fiscal—.
¿Por qué recurriste a él?
— Porque se ofreció. Dana llevaba las cuentas de una de sus
compañías, y le hizo un par de preguntas acerca de conseguir préstamos,
y…, bueno, él se ofreció.
— ¡Cristo! —exclamó Darling, y se volvió a Dana—. ¿Tenías que
colgar nuestra ropa sucia frente a ese jodeestrellas armenio?
— ¿Quieres que te diga que lo siento, papá? Bien, lo siento. Ya está.
¿Te hace sentir mejor esto? —Dana luchaba por no sollozar—. Pero el
hecho es que se ofreció. Nada de obligaciones, nada de pagos fijos. Paguen
cuando puedan, dijo. Nunca pensé que vendiera el pagaré. Él no deseaba
hacerlo.
— ¿Por qué lo hizo?
— Creo que el señor Manning le hizo una de esas ofertas que no se
pueden rechazar. El señor Manning es propietario de un montón de
compañías por cable.
— ¿Cómo descubrió eso Manning?
— Agajanian cree que debió ser a través de Cari Frith.
— ¿Qué? ¿Hay alguien en esta isla que no lo sepa? —Darling se dio
cuenta de que estaba gritando—. ¿Cómo lo averiguó él?
— Trabajaba en el muelle de Agajanian, y debió oír algo.
— Maravilloso…, estupendo. —Darling se sentía confuso y
traicionado. Miró a su alrededor y, sin ninguna razón, tocó una de las
paredes—. Doscientos veinte años —dijo.
— Es sólo una casa, William —dijo Charlotte—. Encontraremos
algún otro lugar donde vivir. Dana quiere que nos mudemos con ella. Por
un tiempo. Es sólo una casa.
— No, Charlie, no lo es. No es sólo una casa. Es más de dos siglos de
Darling. Es nuestra familia. —Miró a su esposa y a su hija—. Me fue
confiada a mí, y si tengo alguna obligación en esta vida es confiarla a mis
descendientes.
— Oh, vamos, William. Estamos vivos, estamos juntos. Eso es todo
lo que cuenta.
— Y un infierno —dijo Darling, y se volvió y abandonó la habitación
—. Y un maldito infierno.
42.
Cuando Darling regresó al final del camino, halló el cuadro tal como
lo había dejado, sin ningún cambio: Talley seguía paseando arriba y abajo,
inquieto; Manning parecía un maniquí de Bond Street.
Darling hizo un gesto a ambos para que le siguieran y, mientras les
conducía por el camino, imaginó que Manning estaba exultante, y tuvo que
dominarse para no darse la vuelta y golpearle.
Hizo un gesto de que se sentaran a la mesa que había en el porche.
— Entonces, está usted completamente seguro de que la bestia sigue
por aquí —dijo a Talley.
— Sí.
— ¿Por qué?
— Porque nada ha cambiado todavía. Las estaciones no han
cambiado, las corrientes no han cambiado, no ha habido tormentas
importantes. Obtuve cifras de la NOAA la última noche, y ellos creen, es
una conjetura bastante informada, que la Corriente del Golfo no iniciará su
cambio estacional hasta quizá dentro de un mes. —Talley podía sentir que
su entusiasmo regresaba, eliminando su embarazo de formar parte de la
extorsión de Manning—. Mientras tanto, el Architeuthis sigue obteniendo
comida…, no su comida normal, pero comida. No hay ninguna razón para
que se marche.
— Tampoco había ninguna razón para que viniera.
— Sí, pero lo hizo, está aquí. Lo importante que hay que recordar,
capitán, es no convertir al Architeuthis en un demonio Es simplemente un
animal, no un poder maléfico. Tiene sus propios ciclos, responde a ritmos
naturales. Creo que está hambriento y confuso. No halla sus presas
normales. También creo que puede ser persuadido a responder a una
ilusión de normalidad.
— Signifique eso lo que signifique.
— Déjeme eso a mí.
— ¿Y usted cree realmente que puede conseguir lo mejor de esa
cosa?
— Creo que sí, sí.
— ¿Antes de que mate a todo el mundo?
— Sí. Sí, lo creo.
— ¿Cómo?
Talley dudó.
— Se lo diré…, pronto.
— ¿Es un secreto de Estado o algo así?
— No. Lo siento. No estoy jugando a nada. Los medios dependen de
las circunstancias, de cómo se comporte el animal. Es posible…, hay una
probabilidad…, de que lo que desee intentar hacer es obligarle a destruirse
a sí mismo.
Darling miró a Manning, y lo halló mirándole fijamente a él, con
rostro pétreo, a la espera, como si esos detalles le aburrieran.
— Seguro, doctor —dijo Darling—. Puede emprender el vuelo hasta
Venus también, pero yo no contaría con ello. Creo que tengo derecho a…
— No, capitán —dijo Manning, de pronto interesado de nuevo. Había
una débil sonrisa en sus labios—. No tiene usted derechos. Tiene usted un
deber: conducir el barco y ayudarnos.
— Vamos, Osborn —dijo Talley—. No creo…
— ¿Por qué no, Herbert? Aquí no somos gente civilizada; el propio
capitán Darling lo dijo, y le respeto por ello. La educación es algo
engañoso, y malgasta el tiempo. Mejor que todos nosotros sepamos
exactamente dónde estamos, desde un principio.

La bestia.
Darling sintió un agudo dolor detrás de sus ojos, provocado, sabía,
por la furia y la sensación de impotencia. Se apretó las sienes, intentando
estrujar el dolor fuera de su cabeza. Deseaba golpear a Manning, pero
Manning estaba en lo cierto: había hallado el precio de Darling, y lo había
comprado, y no servía de nada fingir otra cosa.
— ¿Cuándo quieren partir? —preguntó.
— Tan pronto como podamos —respondió Manning—. Todo lo que
tenemos que hacer es cargar el equipo.
— Tendré que conseguir combustible también. Podemos partir
mañana.
— Combustible —dijo Manning, y rebuscó en su maletín y extrajo un
paquete de billetes de cien dólares enfajados—. ¿Habrá suficiente con diez
mil para empezar?
— Debería.
— Ahora las condiciones. —Manning cerró el maletín con un seco
chasquido—. El doctor Talley confía en ser capaz de localizar y atraer el
calamar dentro de un plazo de setenta y dos horas, así que aprovisionará
usted el barco para tres días. Atrapemos o no al animal, a nuestro regreso,
destruiré el pagaré y le daré el saldo de los doscientos mil. Tras asegurar
su casa, debería quedarle una cifra bastante por encima de los cien mil. —
Se puso en pie—. ¿De acuerdo?
— No —dijo Darling.
— ¿Que quiere decir con «no»?
— Estas son mis condiciones —dijo Darling, mirando fijamente a
Manning—, Quemará el pagaré ahora, delante de mí. Antes de que
abandonemos el muelle, me dará cincuenta mil dólares en efectivo, que se
quedarán en tierra firme aquí, con mi esposa. El saldo será ingresado en el
Banco a su nombre, en depósito, por si acaso no volvemos.
Manning vaciló, luego abrió de nuevo su maletín y tomó el pagaré y
un encendedor «Dunhill» de oro.
— Es usted un hombre honorable, capitán —dijo, mientras sostenía el
pagaré sobre el césped y lo rozaba con la llama—. Sabemos esto de usted.
Pero yo también lo soy. Una vez hecho un trato, no me echo atrás. No
debería desconfiar de mí.
— Esto no tiene nada que ver con la confianza —dijo Darwing—.
Quiero velar por mi esposa.

Darling observó a Talley y Manning alejarse por el camino y girar


hacia el aparcamiento de Cambridge Beaches, luego se metió el fajo de
billetes en el bolsillo y se dirigió al barco. Puso en marcha el motor y
subió al puente alto, y estaba a punto de poner el barco en marcha cuando
de pronto recordó que aún estaba amarrado al muelle.
Sintió como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago, y
dejó escapar el aliento y se inclinó sobre la barandilla. Permaneció allá
durante unos momentos, hasta que pasó la sensación, luego fue abajo y
soltó las amarras.
Mientras doblaba el recodo de la salida de la bahía Mangrove camino
de las bombas de combustible del Arsenal, Darling intentó pensar en
alguien a quien contratar como compañero. No tenía ninguna razón para
creer que Talley y Manning supieran algo acerca de manejar aparejos y
mantener el barco apuntado al viento o cualquier otra de las docenas de
cosas implicadas en manejar un barco.
No, llegó a la conclusión, no había nadie. Tenía amigos y conocidos
que eran capaces y podrían incluso presentarse voluntarios, pero no iba a
pedírselo. No iba a ser responsable de otra muerte.
Lo haría solo. Bueno, no completamente solo. Tenía un aliado, en una
caja abajo en la bodega, y lo usaría si era necesario.
Una oportunidad, señor Manning, pensó. Le daré una oportunidad. Y,
si usted la estropea, voy a volar a ese hijoputa y a enviarlo allá de donde
vino.

Darling necesitó casi tres horas para bombear siete mil quinientos
litros de gasóleo y dos mil quinientos de agua potable en los tanques del
Privateer, y comprar seis cajas llenas de alimentos: fruta fresca y seca,
verduras, carne en lata, atún en conserva, bloques de queso cheddar,
hogazas de pan, carne para guisar y un surtido de legumbres. Cuando
hubieran terminado toda aquella comida, imaginó, estarían de vuelta a
casa o estarían muertos.
Regresó a su casa al atardecer. Retiró del barco todas las cosas
inútiles para su viaje: trampas rotas, botellas de inmersión, componentes
de un compresor desmantelado. Llegó a la bomba en la que Mike había
estado trabajando. La sostuvo entre sus manos y la miró, y creyó sentir la
energía de Mike en ella.
No seas estúpido, se dijo, y llevó la bomba a la orilla.

Charlotte estaba en la cocina, haciendo lo que siempre hacía cuando


las cosas iban mal y no sabía qué otra cosa hacer: cocinar. Había asado
toda una pierna de cordero y había preparado una ensalada lo bastante
abundante como para alimentar a un regimiento.
— ¿Tenemos compañía? —preguntó Darling, y fue hacia ella y le dio
un beso en la nuca.
— Después de veintiún años —dijo ella—, hubiera debido saber lo
que harías.
— Hasta yo mismo me sorprendo. Hasta hoy pensé que sólo había dos
cosas en el mundo que me importaban realmente. —Darling fue a la
nevera en busca de una cerveza—. Me pregunto qué hubiera dicho mi
viejo.
— Hubiera dicho que eres un maldito estúpido.
— Lo dudo. Era un hombre muy arraigado a sus cosas…, por eso
todos ellos amaban esta casa. Representaba sus raíces. También es nuestras
raíces.
— ¿Qué hay de nosotros? —Charlotte se volvió para mirarle, y había
lágrimas en sus ojos—. ¿No tenemos suficientes raíces, Dana y yo?
— No hubiéramos sido nosotros sin esta casa, Charlie. ¿Qué
hubiéramos sido, viviendo en una casa de apartamentos en el centro de la
ciudad u ocupando el espacio libre que tiene Dana? Sólo un par de viejos
idiotas aguardando a que se pusiera el sol. Ésos no somos nosotros.
Sonó el teléfono en el vestíbulo; Darling respondió, dijo al que
llamaba que se fuera al infierno y regresó a la cocina.
— Un periodista —dijo—. Supongo que aquí no hay números que no
figuren en la guía.
— Marcus llamó antes —señaló Charlotte.
— ¿Se lo contaste?
— Se lo dije. Pensé que tal vez a él se le ocurriera alguna forma de
detenerte.
— ¿Se le ocurrió?
— Por supuesto que no. Piensa que estás loco.
— Es un buen muchacho.
— No, es sólo otro maldito estúpido.
Darling contempló su espalda.
— Te quiero, Charlie —dijo—. No te lo digo muy a menudo pero tú
sabes que es verdad.
— No lo suficiente, supongo.
— Bueno… —Suspiró, deseando poder pensar en algunas palabras de
consuelo que decir.
— ¿O es a ti a quien no te quieres lo suficiente? —dijo Charlotte,
mientras hacía espumear el jugo.
Era la más extraña pregunta que jamás hubiera oído Darling. ¿Qué
significaba, amarse a sí mismo? ¿Qué tipo de persona se amaba a sí
mismo? No podía pensar en una respuesta, así que conectó el televisor
para ver la previsión meteorológica.
Dejaron el televisor encendido mientras comían, y el noticiario local
llenó el silencio, porque ambos tenían la sensación de que no había nada
más que decir, y que cualquier intento de conversación daría como
resultado palabras que luego lamentarían.
Después de cenar, Darling salió al jardín y contempló la bahía.
Todavía había algo de luz —el suave violeta que presagia la noche—, y
pudo ver dos airones aposentados como centinelas en los bajíos junto a la
punta, quizás esperando algún bocado de mujol al atardecer. Un suave
sonido aleteante, como el de alguien abriendo un abanico de papel,
anunció la llegada de un cardumen, que se dispersó rápidamente en las
espejeantes aguas.
Cuando era niño había pasado las tardes contemplando la bahía, tan
en trance por ella como los otros niños lo estaban por la radio o la
televisión, porque de la bahía le llegaban sonidos, y a veces visiones, que
excitaban su imaginación más vividamente que cualquier cosa fabricada
en un decorado. Una barracuda merodeadora se lanzaba sobre los bancos
de caballas, y el agua hervía con una espuma sanguinolenta. Llegaban
también los tiburones, a veces solos, a veces en grupos de dos o tres, con
sus aletas dorsales hendiendo la superficie mientras avanzaban
calmadamente en busca de presas, ejerciendo algún rito primigenio de
rapiña. Los cangrejos se escabullían en las playas arenosas; las tortugas
exhalaban como pequeños fuelles; airados quiscalus se peleaban unos a
otros en las copas de los árboles.
La bahía era vida y muerte, y le había proporcionado una sensación
de paz y seguridad que no podía articular. Llevaba consigo la tranquilidad
de la continuidad.
Todavía había vida en la bahía, aunque menos, todavía había mucho
que amar.
La corona de una luna llena se asomaba por encima de los árboles por
el Este, y lanzaba flechas de oro que llameaban sobre los airones y los
iluminaban como estatuas de oro.
— Charlie —llamó—, ven a echar un vistazo.
Oyó los pasos de ella en la casa, pero se detuvieron en la puerta
mosquitera.
— No —dijo Charlotte.
— ¿Por qué no? —preguntó él.
Ella no respondió. En vez de ello, pensó para sí misma: «Oh,
William, te pareces tanto a un viejo indio, sentado en la cima de su colina,
preparándose para morir».
CUARTA PARTE
43.
Darling fue despertado por el sonido del viento silbando por entre las
casuarinas detrás de la casa. Todavía era oscuro, pero no necesitaba ver
para identificar el tiempo: sus oídos le dijeron que el viento soplaba del
Noroeste y a unos quince a veinte nudos. En esta época del año, un viento
del Noroeste era un viento inestable, así que no tardaría mucho en
cambiar, o bien de vuelta al Sudoeste y establecerse, o al Nordeste y
convertirse en un pequeño ventarrón. Medio había esperado un ventarrón:
quizás un viaje accidentado hiciera que Manning y Talley se marearan y
decidieran abandonar.
Ni soñarlo, pensó. Aquellos dos estaban atrapados por fuerzas que
probablemente no comprendían y ciertamente no podían desafiar, y nada
menor que un huracán los apartaría de su camino.
Charlotte dormía a su lado, enroscada como una niña pequeña y
respirando profundamente. Se inclinó hacia ella y besó su nuca, inhalando
su aroma y reteniendo la respiración, como si quisiera llevarse su recuerdo
con él.
Cuando se hubo afeitado y hecho un poco de café y calentado algo del
cordero de la noche pasada, el cielo se estaba iluminando por el Este y los
quiscalus se estaban reuniendo en las poincianas para anunciar el
advenimiento del día.
Salió al jardín y miró al cielo. Todavía había una fuerte brisa; las
nubes bajas estaban siendo empujadas hacia el Sudeste. Pero una
cordillera de altos cirros se arrastraba hacia el Norte, señalando que el
viento pronto cambiaría de vuelta al Sur. Al mediodía, la agitación
desaparecería de las aguas someras y las olas se habrían desvanecido de
las profundas.
El barco se tensaba contra las amarras, balanceándose suavemente.
Estaba a punto de subir a bordo cuando de pronto tuvo la sensación de que
había alguien allí, en la cabina. No estuvo seguro de por qué lo sabía, así
que se detuvo y escuchó. Sobre los ruidos de rutina de las amarras que
crujían y el agua que lamía contra el casco, oyó el sonido de una
respiración.
Algún maldito reportero, pensó, uno de esos tontos del culo que
piensan que «no» significa «inténtalo más duro» y que se consideran
poseedores del derecho divino de invadir la intimidad de un hombre.
Cruzó la pasarela, se detuvo en la cubierta metálica y dijo:
— Cuando cuente tres, será mejor que levante de inmediato el culo y
salte a tierra, o va a tener que nadar mucho, mucho rato. —Luego se
detuvo en el umbral de la cabina, dijo—: Uno… —y vio a Marcus Sharp
sentarse con un sobresalto y golpear con la cabeza contra la litera de
arriba.
Sharp bostezó, se frotó la cabeza, sonrió y dijo:
— Buenos días, Látigo…
— Bueno, que me maldiga —dijo Darling—, ¿A qué debo el placer?
— Pensé que tal vez te fuera bien un poco de ayuda hoy.
— Daría la bienvenida a un par de manos amigas, por supuesto, pero,
¿qué dirá el Tío Sam de esto?
— El Tío Sam me envió…, más o menos. Científicos de todo el
país…, de todo el mundo, han estado intentando animar a la Marina a que
organizara una expedición para cazar el calamar, pero la Marina afirma
que no tiene dinero. Creo que la verdad es que la Marina no desea meterse
en algo de lo que no sabe nada en absoluto y correr el riesgo de quedar
como unos idiotas. De todos modos, han estado dejando el caso en manos
de Wallingford, como si se supusiera que él iba a salir con alguna fórmula
mágica. Cuando le dije que tú ibas a salir, pensó que sería una buena cosa
que la Marina fuera también, mediante una especie de representante…, es
decir, yo. Se supone que yo debo hacer que parezca como si Wallingford
estuviera haciendo realmente algo. —Sharp hizo una pausa—. Intenté
llamar. Pensé que a ti no te… Espero que no te importe.
— Demonios, no. Pero mira, Marcus, quiero que sepas exactamente
en qué te metes. Esa gente…
— He visto la bestia, Látigo. O casi.
— Está bien, entonces. Tienes entrenamiento en demolición, ¿no?
— Un año.
— Estupendo. Lo necesitaremos. —Darling sonrió—. Mientras tanto,
lo primero que debemos hacer es un poco de café.

A las seis y media, soltaron amarras y avanzaron lentamente con el


motor al mínimo por la bahía hacia el muelle de la ciudad, donde
aguardaban Talley y Manning con un camión alquilado lleno de cajas.
Talley llevaba un impermeable, pantalones caqui y botas bajas de caucho.
Manning parecía como si hubiera salido de las páginas de un catálogo:
botas de cubierta, pantalones plisados, una camisa beige con el logotipo de
un club en el pecho y una chaqueta recién estrenada «Gore-Tex» para el
mal tiempo.
— ¿Para qué es toda esa mierda? —preguntó Darling desde el puente
alto mientras Sharp amarraba el barco al muelle—. ¿Tienen intención de
construir un rascacielos?
Ninguno de los dos respondió, y Darling se dio cuenta de que había
tensión entre ellos. Curioso, pensó: ¿qué ahora? Han conseguido lo que
querían, todo debería ir bien.
Descargaron veintidós cajas en total, y las colocaron a bordo del
barco bajo la supervisión de Talley. Deseaba algunas de ellas dentro de la
cabina, protegidas de la intemperie, pero la mayoría fueron apiladas en la
cubierta de popa.
Cuando todas las cajas estuvieron a bordo, Manning buscó dentro de
la cabina del camión y extrajo una caja larga. Por la forma en que la
llevaba, Darling pudo ver que era pesada, y por el cuidado que tomaba en
no golpearla contra ningún lado pudo decir que era preciosa.
— ¿Qué es eso? —le preguntó Darling.
— No importa —dijo Manning, y desapareció en la cabina.
¿De veras?, se dijo Darling. Bien, ya verían.
Una camioneta de la emisora de televisión local apareció por la
esquina al extremo del muelle y se detuvo al borde del agua. Salió un
periodista, seguido por un cámara que forcejeaba montando su equipo.
— ¿Capitán Darling? —llamó el periodista—. ¿Podemos hablar con
usted, por favor? Para la «ZBM».
— No —dijo Darling desde el puente alto.
— Sólo un minuto. —El periodista miró tras él para asegurarse de
que el cámara estaba preparado y rodando—. Va a ir usted tras el
monstruo. Eso le convierte…
— No, no vamos a ir. Demonios, hijo, nadie en su sano juicio haría
eso. —Miró a popa y le dijo a Sharp—: Suelta amarras, Marcus. —Y
cuando vio que la última de las amarras estaba a bordo conectó la hélice y
empezó a moverse lentamente por entre las docenas de embarcaciones
amarradas en la bahía.
Aguardó hasta estar seguro de que estaban fuera del alcance de los
oídos del muelle, y entonces se inclinó sobre el lado del puente alto y
llamó:
— Señor Manning, ¿le importaría subir aquí un segundo?
Manning trepó la escalerilla, se dirigió hacia él y dijo, impaciente:
— ¿Qué ocurre?
— ¿Qué hay en la caja?
— Ya le dije todo lo que necesitaba saber.
— Ajá —dijo Darling—. Entiendo. —A un centenar de metros
delante de ellos, una goleta de dieciocho metros se hallaba cruzada en su
camino, flanqueada por dos barcos de pesca de quince metros—. Muy
bien, entonces… —Tendió la mano, sujetó una de las de Manning y la
puso sobre la rueda del timón—. Es suyo. —Luego se volvió y salió del
puente alto y se encaminó hacia la escalerilla.
— ¿Qué está haciendo? —gritó Manning.
— Voy a dormir un poco.
— ¡¿Qué?!
— Este es su show: diríjalo.
— ¡Vuelva aquí! —exclamó Manning, y miró al frente. La goleta
estaba a cincuenta metros de distancia ahora, y seguía acercándose. No
había ningún lugar hacia donde girar; había barcos por todos lados.
Darling empezó a bajar la escalerilla.
— Llámeme cuando lleguemos allí —dijo.
Manning tiró hacia atrás de la palanca e hizo girar la rueda, pero el
barco no se detuvo; hizo una guiñada; apuntaba directamente hacia la
goleta. Tiró de la palanca hacia atrás hasta el fondo, y el barco retumbó en
marcha atrás y empezó a retroceder hacia la popa de uno de los barcos de
pesca.
— ¿Qué es lo que quiere? —gritó.
— Usted quiere dirigir el show —indicó Darling—, Adelante, hágalo.
— ¡No! —protestó Manning—, ¡Yo…, ayuda! —Tiró de la palanca
hacia delante, y la proa apuntó de nuevo hacia la goleta.
Darling aguardó otro segundo, hasta que Manning, presa del pánico,
agitó las manos en el aire y se echó hacia atrás. Entonces dio dos pasos
escalerilla arriba, cruzo rápidamente la cubierta y tomó el timón. Lo hizo
girar, accionó la palanca y, como un sastre enfilando una aguja, apuntó el
barco entre la proa de la goleta y la popa del barco de pesca, pasando a no
más de un palmo de cada barco.
— Curioso, ¿verdad? —dijo, cuando estuvieron al otro lado—. Las
cosas que el dinero no puede comprar.
Manning estaba furioso.
— Eso fue completamente innec…
— No, fue muy necesario —dijo Darling—. Mire, señor Manning,
vamos a tener que trabajar juntos. No podemos permitir que la gente vaya
por el barco siguiendo sus propias agendas. Talley conoce el animal pero
no sabe nada sobre el océano. Marcus conoce el océano pero no conoce al
animal. Yo conozco algo sobre ambas cosas y usted, imagino, no sabe una
mierda acerca de nada excepto hacer dinero. Así que, ¿qué hay en la caja?
Manning vaciló.
— Un rifle.
— ¿Cómo lo consiguió? En las Bermudas no nos gustan las armas.
— Desarmado. Distribuí las piezas por las maletas de Talley. Se
hubiera necesitado un armero para recomponer el rompecabezas.
— ¿Qué tipo de rifle?
— Un rifle de asalto finlandés. Un «Valmet». Normalmente dispara
un cartucho estándar de la OTAN de siete coma sesenta y cinco
milímetros.
— ¿Qué quiere decir con «normalmente»? ¿Ha hecho que le
cambiaran algo?
— A las balas, sí. Los cargadores están cargados de tal modo que
cada tercera bala es una rastreadora de fósforo; las otras están llenas de
postas de cianuro.
— Y usted cree que puede matar a la bestia con eso.
— Ése es nuestro trato. Talley la encontrará, hará todos los estudios
que desea, y luego yo la mataré.
— Tiene que ser usted.
— Sí.
Darling pensó unos instantes, luego dijo:
— ¿Cree realmente que hay algo que pueda hacer por sus chicos en
este punto?
— Esto no tiene nada que ver con ellos, ya no. Tiene que ver
conmigo. Es algo que debo hacer.
— Entiendo —dijo Darling con un suspiro—. Está bien, señor
Manning, pero acepte mi consejo: hágalo bien la primera vez, porque sólo
le voy a dar una oportunidad. Luego es mi show. Yo me pongo al mando.
— ¿Para hacer qué?
— Para convertir a la bestia en polvo. O intentarlo.
— Es justo —dijo Manning—. ¿Quiere un poco de café?
— Por supuesto. Solo.
Manning fue hacia la escalerilla de popa y dijo:
— Le diré a su ayudante que le traiga un poco.
— Mi ayudante, señor Manning —dijo Darling— es un teniente de la
Marina de sus Estados Unidos. No se lo diga; pídaselo. Y añada «por
favor».
Manning abrió la boca, volvió a cerrarla.
— Disculpe —dijo, y fue abajo.
En la boca de la bahía, Darling viró al Norte. Mientras rodeaba la
punta y se encaminaba hacia el corte, miró hacia atrás. Entre dos pinos
Norfolk, al final de la punta, Charlotte estaba de pie, con su bata
agitándose en la brisa. Le hizo una seña con la mano y ella se la devolvió,
luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la casa.
Sharp le trajo a Darling un poco de café y se quedó junto a él en el
puente alto. Miraron hacia el Noroeste, hacia el lugar en el borde de la
parte profunda donde el Ellis Explorer había anclado.
Por un momento ninguno de los dos habló, luego Darling dijo:
— Te gustaba esa chica.
— Sí. Incluso pensé… Bueno, no importa.
— Por supuesto que importa.
Talley subió al puente y permaneció a un lado. Parecía nervioso,
excitado.
— ¿Pasa mucho tiempo en el mar, doctor? —preguntó Darling.
— Algo, hace años, recogiendo pulpos. Pero nada como esto. He
estado aguardando esta ocasión toda mi vida, la posibilidad de hallar un
calamar gigante. Es mi dragón.
— Es un dragón ahora, ¿no?
— Pienso en él de este modo. Por eso titulé mi libro El último
dragón. El hombre necesita dragones, siempre los ha necesitado, para
explicar lo desconocido. Ya ha visto usted los antiguos mapas. Cuando
trazaban territorios desconocidos, escribían: «Aquí hay dragones», y eso lo
decía todo. He pasado mi vida leyendo y escribiendo libros sobre el
dragón. ¿Sabe usted qué privilegio es llegar finalmente a estar cerca de
uno?
— Me parece, doctor —dijo Darling—, que hay algunos dragones que
es mejor dejarlos solos.
— No los científicos. —De pronto Talley señaló y gritó—: ¡Mire!
Media docena de peces voladores se dispersaron en la proa del barco,
deslizándose por encima del agua durante cincuenta metros o más antes de
volver a hundirse con un chapoteo. El rostro de Talley se iluminó,
maravillado.
Llegaron a una zona de sargazos, manchas flotantes de vegetación
amarillenta, desconectadas entre sí pero al parecer siguiéndose unas a
otras, como hormigas, hacia el horizonte.
— ¿Siempre van en línea recta? —preguntó Talley.
— Así parece. Es un misterio, como esa freza que vimos. No puedo
imaginar qué es, de dónde procede o a dónde va.
— ¿Qué freza? ¿Cuál era su aspecto?
Darling describió los grandes óvalos gelatinosos, con los agujeros en
el centro, y le explicó cómo parecían girar sobre sí mismos, como para
exponer todas sus partes a la luz del sol.
Talley hizo preguntas, presionó a Darling para que le diera detalles, y
con cada respuesta pareció excitarse más.
— Es un saco de huevas —dijo al fin—. Nadie ha visto ninguno
antes, al menos no en un centenar de años. ¿Cree usted que puede
encontrar algún otro?
— Nunca se sabe. Jamás había visto ninguno hasta el otro día. Ahora
he visto dos. Intentamos recoger uno, pero se disgregó.
— Es lógico. Y una vez se rompe la matriz, el capullo, los animales
de su interior mueren.
— ¿Qué tipo de animales viven en un saco así?
Talley miró hacia mar abierto, luego volvió lentamente los ojos hacia
Darling.
— ¿Qué cree usted, capitán?
— ¿Cómo podría…? —Entonces se detuvo y dijo—: ¡Jesucristo!
¿Pequeñas bestias bebés? ¿En aquella cosa gelatinosa?
— Centenares —dijo Talley—. Quizá miles.
— Pero morirán, ¿verdad? —dijo Sharp.
— Normalmente, sí. La mayoría.
— Algo las devorará —dijo Darling con convicción.
— Sí —admitió Talley—, Es decir, si queda algo ahí abajo para
hacerlo.
44.
— ¿Ha leído usted alguna vez a Homero? —preguntó Talley mientras
rebuscaba en una de sus cajas y le pasaba a Darling un anzuelo de quince
centímetros de acero inoxidable—, Homero el del mar oscuro como vino.
— No puedo decir que lo haya hecho —admitió Darling. Clavó la
caballa en el garfio del anzuelo y lanzó el pescado al montón con los otros.
— Ya sabes, el tipo que escribió La Iliada —ayudó Sharp. Estaba
metiendo eslabones giratorios en los ojos de los anzuelos, luego uniendo
guiacabos de cable de titanio de dos metros a cada eslabón.
— Es lo mismo —dijo Talley—. Hay quienes creen, y yo soy uno de
ellos, que Homero habló del calamar gigante hace tres mil años. Lo llamó
Escila, y así es como lo describió: «Tiene cuatro metros de largo y seis
delgados cuellos. Cada cuello sostiene una obscena cabeza dentuda, con
tres hileras de negros y apretados dientes cargados de muerte… Devora
principalmente seres humanos, y nunca falla en arrebatar a un hombre con
cada una de sus cabezas de cada nave de oscura proa que se le acerca». —
Talley sonrió—. Vivido, ¿no creen?
— Me da la impresión —dijo Darling mientras encajaba los
guiacabos en uno de los dispositivos plegables en forma de sombrilla de
Talley— como si su Homero tuviera una imaginación de doce voltios. —
Arrastró la sombrilla a través de la cubierta y la situó al lado de otras dos.
— En absoluto —dijo Talley—. Imagine ser un marinero de aquellos
tiempos, cuando dragones y monstruos eran la respuesta a todo.
Supongamos que viera usted un Architeuthis. ¿Cómo lo describiría a la
gente a su regreso a casa? O incluso en tiempos más modernos, suponga
que formaba usted parte de una tropa transportada por mar durante la
Segunda Guerra Mundial, y uno atacara su barco. ¿Cómo describiría a un
gran monstruo surgido de la nada que intentaba arrancar el vástago del
timón de su barco?
— ¿Hicieron eso? —Darling enganchó el anillo de cabeza de una de
las sombrillas a un trozo de cable unido a una cuerda de nailon.
— Varias veces, en Hawai.
— ¿Por qué querría un calamar gigante atacar un barco?
— Nadie lo sabe —dijo Talley—. Eso es lo más maravilloso acerca
de…
Una salva sonó al lado de ellos, treinta disparos tan rápidos que el
sonido fue como el de una tela que se desgarraba. Giraron y vieron a
Manning de pie en la popa, sujetando su rifle de asalto. Detrás del barco
revolotearon algunas plumas entre trozos sangrantes de petreles
destrozados.
— ¿Por qué eso? —preguntó Talley.
— Un poco de práctica, Herbert —dijo Manning, e hizo saltar el
cargador vacío del rifle e insertó uno nuevo.

Les tomó una hora bajar el equipo, al que Talley se refería como Fase
Uno de su operación. A lo largo de cien metros de cuerda de dos
centímetros se abrían seis sombrillas a diferentes niveles, cada una de
ellas con diez cebos en guías de titanio. El cable era irrompible, los
anzuelos imposibles de doblar y de diez centímetros en su base…, tan
grandes que el único otro animal que podía sentirse tentado a morder uno
podía ser un tiburón. Si un tiburón resultaba atrapado, razonaban, su
debatir enviaría señales de angustia que se añadirían al cebo. Y si el
Architeuthis se lanzaba sobre uno de los cebos, agitaría sus muchos brazos
y (o al menos eso teorizaba Talley) se enredaría en muchos de los anzuelos
hasta que, finalmente, quedaría inmovilizado.
— ¿Cuánto puede pesar la bestia? —preguntó Darling cuando Talley
delineó su plan.
— No hay forma de decirlo. He pesado la carne de algunos calamares
muertos; pesa casi exactamente lo mismo que el agua. Así que es posible
que un calamar auténticamente grande pueda pesar tanto como cinco o
diez toneladas.
— ¡Diez toneladas! No puedo cargar diez toneladas de carne muerta
en este barco, y lo más probable es que esa cosa no esté muerta. Puedo
arrastrar diez toneladas, pero…
— Nadie le pide que lo haga. Lo izaremos y, cuando Osborn lo haya
matado, cortaré muestras de él.
— ¿Con qué, con su navaja de bolsillo?
— Vi que tiene usted una sierra de cadena ahí abajo. ¿Funciona?
— Es usted ambicioso, doctor, le concedo eso —dijo Darling—. Pero
suponga que la criatura no desea jugar según sus reglas.
— Es un animal, capitán —respondió Talley—. Sólo un animal. No
olvide nunca eso.
Cuando la cuerda estuvo bajada, Darling y Sharp ataron tres boyas de
amarre de plástico rosa de un metro en línea, las unieron al final de la
cuerda y las arrojaron por la borda.
— ¿Y ahora qué? —preguntó Sharp.
— No tiene objeto tirar de ella en un par de horas —dijo Darling—.
Comamos.

Después de comer, Talley abrió algunas de sus cajas y montó un


monitor de vídeo y probó dos de sus cámaras, mientras Manning se
sentaba en uno de los bancos y leía una revista. Darling hizo un gesto a
Sharp para que le siguiera fuera. El barco había derivado junto con las
boyas, aunque un poco más aprisa, de modo que ahora las boyas estaban a
un centenar de metros a popa.
— El doctor tiene razón respecto a una cosa —dijo Darling mientras
observaba las boyas desde la popa del barco—. Si algo se enreda con ese
galimatías, sabrá que está atrapado.
— No creo que Talley desee matarlo.
— No, el muy estúpido sólo desea ver la maldita cosa, averiguar
cosas de ella. Ése es el problema con los científicos, nunca saben cuándo
dejar malditamente tranquila la Naturaleza.
— Quizá se golpee a sí mismo en la cuerda hasta matarse.
— Seguro, Marcus —dijo Darling con una sonrisa—. Pero, sólo por si
acaso la bestia tiene otras ideas, estemos preparados. Pásame el bichero.
— ¿Para qué?
— Vamos a prepararnos un pequeño seguro. —Darling bajó la
escalerilla de la escotilla de popa y desapareció en la bodega.
Cuando Sharp encontró el bichero en la proa y lo trajo a popa, Darling
ya estaba de pie al lado de la escotilla central, abriendo una caja de cartón
de unas dos veces el tamaño de una caja de zapatos. Rotulada a un lado de
la caja había una sola palabra en un alfabeto extranjero.
— ¿Qué es eso? —preguntó Sharp.
Darling metió la mano en la caja y extrajo lo que parecía un salami de
quince centímetros de largo y aproximadamente ocho de diámetro,
cubierto por una piel de plástico rojo oscuro. Se lo tendió a Sharp y sonrió.
— Semtex —dijo.
— ¡Semtex! —exclamó Sharp—. Jesús, Látigo, eso es cosa de
terroristas. —Había oído hablar del semtex pero nunca lo había visto.
Fabricado en Checoslovaquia, era el explosivo habitual de los más
sofisticados terroristas mundiales, porque era extremadamente poderoso,
maleable y, lo mejor de todo, estable. Se necesitaba un hombre realmente
estúpido, y torpe además, para hacerlo estallar por accidente. El
reproductor de casetes que había hecho volar el 103 de la «Pan Am» estaba
lleno de semtex—. ¿Dónde lo conseguiste?
— Si la gente supiera lo que está volando por el mundo con ellos,
Marcus, nadie saldría jamás de casa. Llegó con un cargamento de
repuestos para el compresor que pedí a Alemania; debió tratarse
simplemente de un error de empaquetado. Dios sabe dónde se suponía que
debía ir. Al principio no supe qué demonios era, y tampoco el inspector de
Aduanas, pero pensé que por qué rechazar algo que podía ser útil mañana,
así que le dije que era lubricante. No le dio importancia. No fue hasta
después de un par de semanas que vi una foto de semtex en un libro y me
di cuenta, Dios santo, de qué era lo que había almacenado en el garaje. —
Darling hizo girar el extremo del salami hacia Sharp. Era del color de un
ponche de leche y huevo—. Tenemos suficiente aquí para volar la punta de
Bermudas y enviarla todo el camino hasta Haití. Pero tenemos un pequeño
problema.
— ¿Cuál?
— No hay detonadores. Mike debió llevarlos a tierra y olvidó volver
a traerlos. A Mike no le gusta —Darling hizo una pausa, inspiró
profundamente, luego se corrigió—, no le gustaba navegar con cosas que
pudieran hundirnos.
— Podemos improvisar uno —dijo Sharp.
— ¿Qué necesitas?
— Benceno…, gasolina normal.
— Hay una lata para el fuera borda abajo.
— Glicerina. ¿Tienes jabón en escamas?
— En la cocina, debajo del fregadero. ¿Eso es todo?
— No. Necesito un disparador, algo que inicie la ignición. El fósforo
sería lo mejor. Quizá, si tuvieras una caja de fósforos de cocina,
podríamos…
— No hay problema. Manning trajo un par de cientos de balas
rastreadoras de fósforo. ¿Cuántas?
— Sólo una. Si hay demasiado toma mucho tiempo. Pero, Látigo…,
nunca he hecho esto antes. He leído sobre ello, pero nunca lo he hecho
realmente.
— Yo tampoco he cazado nunca a un calamar de diez toneladas antes
—dijo Darling.

— No parece una bomba —dijo Sharp cuando hubieron terminado—,


Más bien se parece a un componente de unos fuegos artificiales baratos.
— O la idea de un carnicero de una broma pesada —dijo Darling—.
¿Crees que funcionará?
— Mejor que lo haga.
— Un consuelo, Marcus: si no lo hace, no quedará nadie alrededor
para pedirte responsabilidades.
Habían mezclado la gasolina y las escamas de jabón hasta formar una
pasta densa, que apretaron, como una bola de chicle, al extremo del palo
de semtex. Luego Sharp abrió una de las balas trazadoras de fósforo de
Manning. Trabajó con las manos metidas en una cacerola con agua, porque
el fósforo se inflama al contacto con el aire, y cuando hubo retirado el
proyectil de plomo metió el residuo de fósforo y pólvora y agua en un
pequeño frasco de cristal para píldoras, que luego selló y encajó en la
pasta.
Luego usaron cinta adhesiva para fijar el artilugio al extremo del
bichero de tres metros de largo. Darling alzó el bichero y lo sacudió para
asegurarse de que la bomba estaba bien sujeta.
— ¿Qué ocurrirá si lo traga antes de que rompa el frasco para
píldoras? —preguntó.
— Que no estallará —dijo Sharp—. Si el aire no llega al fósforo, éste
no entrará en ignición. Si no entra en ignición, no desencadenará el resto
del detonador. Será un fracaso.
— Así que quieres que haga que la cosa lo muerda.
— Sólo por un segundo, Látigo. Luego salta, o…
— Lo sé, lo sé. Con un poco de suerte, el plan de Talley funcionará y
no necesitaremos esto. —Darling hizo una pausa—. Por supuesto, con
auténtica suerte, para empezar no encontraremos al hijoputa.
Subió al puente alto, fue hasta el timón, viró el barco hacia el Sur y
empezó a buscar las boyas flotantes. Les había tomado una hora preparar
el explosivo y atar un contenedor para cañas de pesca a la barandilla donde
guardar el bichero de pie, fuera de todo peligro. No se habían preocupado
por las boyas, no habían pensado en ellas hasta ahora.
Se sorprendió al descubrir que no las veía en este momento. El bote
no podía haber derivado más de un kilómetro de las boyas, y en un día
claro como éste esas grandes bolas rosas deberían ser visibles al menos a
un par de kilómetros. De todos modos, sabía exactamente dónde estaban;
había tomado referencias cuando las había dejado caer. Probablemente
había habido más oleaje del que había creído y se habían alejado más de lo
previsto. Las encontraría en un minuto.
Pero no las encontró. Ni en un minuto ni en dos ni en tres. Cuando ya
llevaba cinco minutos rumbo al Sur, supo por las referencias que estaba
más allá del lugar donde las había dejado caer.
Habían desaparecido.
Tomó los binoculares y los enfocó sobre una hilera de sargazos. Si las
boyas habían derivado con la marea, habrían seguido la misma dirección
que los sargazos, así que siguió con la mirada el rastro todo el camino
hasta el horizonte. Nada.
Oyó pasos a sus espaldas, luego Manning dijo:
— ¿Las ha perdido?
— No —dijo Darling—. Simplemente aún no las he encontrado.
— ¡Maldita sea! Si no hubiera perdido usted tanto tiempo.
Darling alzó una mano, repentinamente tenso; había oído algo, o
captado algo, o sentido algo.
Se dio cuenta de que la sensación venía a través de sus pies débil y
muy abajo, una extraña sensación como de golpeteo Casi como una
distante explosión.
— En nombre de Dios, ¿qué está usted…?
Ahora Darling la reconoció, aunque apenas pudo creerlo.
— ¡El hijoputa! —exclamó, y apartó a Manning a un lado y fue a la
barandilla y miró hacia el insondable azul.
La vio entonces, la única que quedaba intacta, y ascendía hacia la
superficie como un cohete. Rompió el agua con un fuerte y sorbiente
fuuussss, y se alzó un par de metros en el aire, rociándoles de espuma,
antes de volver a caer al agua y bambolearse allí, arrastrando con ella los
jirones de las otras dos boyas reventadas.
Talley y Sharp habían oído la conmoción y habían salido de la cabina,
y cuando Darling alcanzó la cubierta, Sharp había agarrado la cuerda con
un arpeo y estaba izando la boya a bordo. Darling la desató, echó la cuerda
a un lado, luego ató la cuerda al cabrestante y empezó a accionarlo.
— ¿Es él? —quiso saber Manning—. ¿Es el calamar?
La cuerda se estremecía y vertía gotas de agua. Darling lo sentía en la
punta de sus dedos.
— No puedo decirlo, señor Manning, pero le diré esto: Cualquier cosa
lo bastante fuerte como para tirar de ochocientos metros de cuerda de
nailon y hundir además tres boyas de amarre diseñadas cada una para
mantener a flote media tonelada, y hundirlas hasta tan profundo que dos de
ellas estallen…, es un maldito jodemadres. —Darling se inclinó sobre la
borda, luego dijo—: No puedo decir si todavía está ahí o no.
— Si se ha enganchado —dijo Talley—, está ahí. No puede romper
esos cables o doblar esos anzuelos.
— Nunca diga nunca, doctor, no cuando trate con algo tan fuera de
toda escala. —Luego Darling indicó a Sharp—: Busca un cuchillo,
Marcus, y utiliza la piedra en él hasta que esté como una navaja. Luego
ven y permanece a mi lado.
Sharp fue a la cabina, y Talley le siguió y empezó a cargar su
videocámara.
— ¿Un cuchillo, capitán? —dijo Manning—. ¿Para qué?
— Si es un auténtico monstruo, si tiene la mitad del tamaño que el
doctor dice que puede tener, y si queda todavía una chispa de vida en él…,
voy a cortar la cuerda y dejar que el jodido bastardo se largue.
— Y un infierno hará. No antes de que yo le clave unos tiros.
— Veremos.
— Por supuesto que lo veremos —dijo Manning, y se encaminó a la
cabina.

Talley preparó un trípode en el puente alto y montó su videocámara


en él, mientras Manning tomaba posición apoyándose en la barandilla, con
su rifle, cargado con un cargador de treinta tiros, sujeto contra su pecho.
Abajo, Darling accionaba el cabrestante mientras Sharp iba enrollando la
cuerda en un barril de plástico.
Cuando el barril estuvo medio lleno, Darling adelantó la mano y
tamborileó la cuerda con los dedos. Luego detuvo el cabrestante y enrolló
la cuerda en torno a su mano y tiró de ella.
— Se ha ido —dijo—. Si alguna vez estuvo ahí. Se ha ido ahora, en
esta cuerda no hay nada más que cuerda.
— ¡No puede ser! —dijo Talley.
— Lo sabremos en un minuto —dijo Darling, y empezó a accionar el
cabrestante de nuevo.
— Entonces no se enganchó realmente.
— ¿Quiere decir que tiró de esas boyas hacia abajo por simple
deporte?
La primera de las sombrillas apareció, y Sharp la alzó a bordo. Los
cebos estaban allí, completos, intactos. Un momento más tarde apareció la
segunda, luego la tercera. Nada había devorado ninguno de los cebos.
Cuando la cuarta sombrilla apareció a la vista, Sharp alzó una mano,
y Darling movió más lentamente el cabrestante.
— Señor —dijo Sharp, mientras sujetaba la sombrilla—. Parece
como si esta cosa hubiera sido atropellada por un tren.
Todo el dispositivo estaba aplastado, y sus cables habían sido
fuertemente enrollados en torno a la cuerda. Entremezcladas con la cuerda
y los cables había hebras de una fibra blancuzca como de músculo. Dos de
los cebos estaban enteros, aún asegurados a los anzuelos, pero los otros
habían desaparecido.
Y nada quedaba de ellos excepto unos pocos centímetros de retorcido
pie.
La cámara de Talley estaba funcionando, y el doctor mantenía los
ojos pegados al visor. Darling alzó uno de los anzuelos para la cámara.
— Así que no puede doblarlos, ¿eh? No puede arrancarlos Bien,
doctor, lo que sea que esté ahí abajo no solamente los dobló, sino que los
arrancó a mordiscos.
Sharp arrancó algunas de las fibras blancas del dispositivo, y dejaron
un penetrante olor en sus dedos. Hizo una mueca y se secó las manos en
los pantalones.
— Es el Architeuthis —dijo Talley—. Huelan el amoníaco. Nos ha
dejado su tarjeta de visita. —Apagó la cámara.
— ¿No hay otras cosas que huelan a amoníaco? —preguntó Darling.
— No como lo hace el Architeuthis, capitán. Es su signatura, y es la
razón principal de que sepamos algo sobre él. Nadie ha visto ninguno vivo,
no en este siglo, excepto uno que mató a algunas personas en los 1940, y
eso fue en la oscuridad y nunca fue visto realmente. Pero la gente ha visto
algunos muertos; dos llegaron a las playas de Terranova en los años
sesenta. La razón de que fueran arrastrados a tierra en vez de hundirse (no
son como los peces, no tienen vejigas natatorias) es que su carne está llena
de iones de amoníaco, y la gravedad específica de los iones de amoníaco
es ligeramente inferior a la del agua del mar. Es uno coma cero uno contra
uno coma cero dos dos, si les importa saberlo. Vi los muertos, capitán, y
no simplemente olían a amoníaco, hedían a él. —Talley se volvió a
Manning y sonrió—. Es él, Osborn. Está aquí, sin la menor duda. Lo
hemos encontrado.
— Escuche, doctor —dijo Darling—. O bien está usted loco, o nos ha
estado engañando. No puede atrapar usted a un calamar gigante con un
anzuelo. No puede atraparlo con un submarino. Así que, ¿cómo, en nombre
de Cristo, pretende hacerlo?
— Las cosas vivas son impulsadas por dos instintos primarios,
capitán, ¿no es eso correcto? El primero es el hambre. ¿Cuál es el otro?
Darling miró a Sharp, que se encogió de hombros y dijo:
— No lo sé. ¿El sexo?
— Exacto —dijo Talley—, el sexo. Tengo intención de capturar al
calamar gigante con el sexo.
45.
Talley había numerado sus cajas, y había incluido descripciones
detalladas de su contenido en el manifiesto de aduanas. Ahora consultó el
manifiesto y, con la ayuda de Sharp y Darling, distribuyó las cajas y las
dispuso en un orden preciso en la cubierta de popa.
Manning permanecía a un lado, sin dejar de contemplar el agua.
Darling tenía la impresión de que se estaba reduciendo a un único núcleo,
con un único propósito, despojándose de las capas de condicionamiento
social y dejando sólo una desnuda compulsión de matar. Darling había
conocido a gente como Manning en el pasado, gente que había perdido
toda consideración hacia la seguridad; no había nada más peligroso a
bordo de un barco.
Cuando Talley estuvo satisfecho con la disposición de sus cajas, hizo
una seña a Darling y Sharp hacia una larga caja de aluminio del tamaño de
un ataúd, que estaba asegurada con cerraduras de resorte. Soltó las
cerraduras y abrió la tapa.
— Admítanlo —dijo, orgulloso—. ¿No es la cosa más sexy que hayan
visto nunca?
Protegida en medio de una masa de espuma de caucho había lo que a
Darling le pareció un bolo, hecho de uno de esos nuevos plásticos y
pintado de un rojo brillante. Centenares de diminutos anzuelos de acero
inoxidable colgaban de eslabones giratorios por toda su superficie, y un
anillo de acero inoxidable de ocho centímetros estaba encajado en su parte
superior.
Talley alzó aquella cosa por el anillo y la pasó a Darling. No podía
pesar más de cinco kilos, y cuando Darling la golpeó sonó a hueco.
— Me rindo —dijo Darling simplemente, y le tendió la cosa a Sharp.
— Es genial, pura y simplemente —dijo Talley.
— Evidente —dijo Sharp—, Pero, ¿genial en qué sentido?
Talley tomó la cosa de manos de Sharp, colocó una mano en cada
extremo y la sostuvo ante él.
— Piensen en esto —dijo— como el cuerpo principal, la cabeza y el
torso, lo que llamamos el manto, del Architeuthis Como regla general, el
cuerpo de un calamar gigante, sea cual sea su especie, dux, japónica o
sanctipauli, constituye aproximadamente un tercio de su longitud total.
Así que esto representa un animal cuya longitud total, contando los
tentáculos y brazos, sería de unos cinco a seis metros.
— Un bebé —dijo Sharp—. Un retaco.
— No necesariamente. En cualquier caso, esto no es importante; el
impulso sexual no sabe de tamaños. Aunque nuestro animal sea, y creo que
lo es, cuatro o cinco veces mayor que esta cosa, su impulso será el de
procrear con esto. Si la bestia es masculina, querrá depositar su esperma
aquí; si es hembra, querrá ver sus huevas fertilizadas.
— ¿Por qué demonios querría hacer algo con un trozo de plástico? —
preguntó Darling.
— Ahí está lo genial. —Talley empezó a desenroscar el anillo de
metal—. He pasado años desarrollando un producto químico que duplica
perfectamente el elemento que atrae al Architeuthis a la procreación. A lo
largo del tiempo he conseguido recoger muestras de tejidos de dos
especímenes muertos. Extraje el oviducto de una gran hembra que había
quedado varada en Nueva Escocia, y luego, hace dos años, oí que parte del
manto de un macho había aparecido en Cape Cod. Cuando llegué allí ya no
quedaba mucho; pájaros y cangrejos habían trabajado a conciencia en él.
Pero parte del cuerpo había quedado enterrado en la arena y protegido, y
conseguí recuperar todo el saco espermatoforal. Tenía como un metro de
largo. Durante meses analicé ambas partes, macho y hembra, con
microscopios y espectrógrafos y ordenadores. Finalmente pude sintetizar
el desencadenador químico.
— ¿Está seguro? —dijo Darling—. ¿Lo ha probado alguna vez?
— ¿En la realidad? No. Pero sí en el laboratorio. Científicamente
tiene perfecto sentido. No le lastraré con especificaciones científicas, pero
del mismo modo que un perro en celo emite un olor almizcleño, del
mismo modo que los seres humanos responden a la testosterona y a las
feromonas y a todas nuestras demás señales hormonales, un calamar
gigante responde a los productos químicos liberados por otros de su
especie durante un período similar al que en los mamíferos llamamos
estro. —Metió el dedo en el agujero dejado por el anillo de metal—. Un
frasco de líquido derramado aquí dentro y diluido en el agua de mar se
difundirá a través de los diminutos agujeros que hay detrás de cada
anzuelo. Creará un rastro que viajará kilómetros. El Architeuthis lo
percibirá como alguien de su especie dispuesto a aparearse, y será una
llamada de la Naturaleza que la bestia será incapaz de resistir.
— ¿No sabrá que es un truco? —preguntó Sharp.
— No. Casi no hay luz ahí abajo, recuerden, así que no podrá
depender mucho de sus ojos. Sabemos que puede cambiar de color, pero
no sabemos si puede ver los colores, así que sólo para asegurarme pinté al
sustituto de rojo, que sabemos que es uno de los colores de la excitación.
Y la forma del sustituto es la correcta. Colgaremos luces químicas a su
lado, así que, en caso de que el animal esté acostumbrado a usar sus ojos
como confirmación, deberán arrojar bastante resplandor como para que el
conjunto sea convincente. —Talley hizo una pausa—. Puede que me haya
excedido —dijo—. El sustituto podía funcionar muy bien con sólo
difundir el contenido del frasco. Pero hacerlo con la forma y el color
correctos no costaba mucho, y no podía causar ningún daño. Cuando se
juega a las cartas con lo desconocido, es bueno tener en las manos tantos
triunfos como sea posible.
— Está bien —dijo Darling—, Así que llega y jode con esta cosa
hasta descalabrarla. ¿Luego qué?
— La bestia tiene ocho brazos y dos tentáculos más largos, y los
enrollará todos en torno al objeto. Apretará su cuerpo contra él. —Talley
agitó unos cuantos de los pequeños anzuelos, que tintinearon—. Cada uno
de ésos se clavará en su carne…, no lo bastante como para alarmarle,
ciertamente no lo suficiente como para causarle dolor. Pero, cuando
intente soltarse, no será capaz de hacerlo. Entonces es cuando lo
atraeremos hacia arriba, sólo lo suficientemente cerca de la superficie
como para que yo tome imágenes de él y para que Osborn lo mate. Luego
yo cortaré algunas muestras. —Talley miró de Sharp a Darling y sonrió.
— Bueno, una cosa es segura —dijo Darling—. Cuando llegue aquí
arriba, será un calamar más bien irritado.
— No lo creo así. Más bien supongo que sólo estará preocupado por
una cosa: sobrevivir. El rápido cambio en la temperatura del agua puede
aturdirlo, el cambio en la presión puede matarlo antes de que alcance la
superficie. Puede estar tan agotado que no pueda respirar. Pero, ocurra lo
que ocurra —dijo Talley, volviéndose y haciendo un gesto a Manning—,
ahí es donde interviene Osborn.
Manning hizo un corto gesto de asentimiento a Talley y palmeó su
rifle.
— ¿Saben lo que me asusta? —dijo Darling—. Están ustedes
demasiado seguros de todo esto. He visto demasiados planes perfectos irse
al diablo. —Se volvió hacia Sharp—, Marcus, me alegra condenadamente
que hayamos construido esa bomba.
— No necesitarán ustedes explosivos, capitán —dijo Talley—, Ya lo
verá.
— Así lo espero. Pero, por lo que he visto, ésa no es una criatura que
se pueda subestimar.

Tomó más de tres horas preparar el artilugio de Talley, que era una
obra maestra de complejidad que implicaba miles de metros de cuerda,
cientos de metros de cable y una videocámara de vigilancia de gran
sensibilidad alojada en una esfera de plexiglás del tamaño de la bola de
cristal de una adivina. Talley no había tenido en cuenta que los objetos
sujetos a largas cuerdas bajo el agua tienden a girar impredeciblemente, y
había supuesto erróneamente que su cámara colgaría al lado del señuelo y
se enfocaría en él, de modo que Darling tuvo que sacar su sierra de cadena
de abajo y encontrar un listón adecuado y cortarlo y sujetarlo entre la
cámara y el señuelo como brazo de conexión.
— ¿Durante cuánto tiempo funcionará la cámara? —preguntó Darling
mientras Talley conectaba el enchufe a la batería.
— La cinta es de ciento veinte minutos —dijo Talley—, y la batería
de litio en la base hará funcionar la cámara y las luces durante todo ese
tiempo. Pero no la vamos a conectar y dejar…, estableceré un control
automático de tiempo de un minuto de grabación cada cinco minutos. O yo
puedo conectarla manualmente desde aquí arriba en cualquier momento
que quiera.
Anochecía ya cuando el equipo estuvo finalmente preparado. El
viento había cesado, y el mar era un prado de ondulaciones plateadas.
Sharp observó un par de gaviotas trazar círculos sobre popa, buscando
alguna oferta de pan o carnada, luego alejarse. Mientras su mirada las
seguía hacia el ocaso, vio algo en la distancia, algo en la superficie del
mar. Al principio pensó que estaba viendo los chapoteos de algunas aves
buceadoras, pero no actuaban como chapoteos: duraban demasiado, y el
agua fluía demasiado alta, más como espuma. Entonces supo lo que eran.
— Mira, Látigo —dijo, señalando—. Ballenas.
— Estupendo —murmuró Darling—, Al menos aún quedan algunas.
— ¿Qué son, yubartas?
— No. Cachalotes. Las yubartas no retozan de este modo, siguen
avanzando. Los cachalotes siempre se reúnen al anochecer, no sé por qué,
quizá sólo sea por el placer de estar juntos.
Talley observó las ballenas, luego juntó las manos formando bocina y
les gritó:
— ¡Marchaos!
Darling se echó a reír.
— ¿Qué tiene usted contra las ballenas, doctor? —preguntó.
— Nada. Simplemente no quiero que asusten al Architeuthis. Comen
calamares, ¿sabe?
— Yo no me preocuparía por eso —dijo Darling—. No conozco nada
creado por Dios que pueda asustar a esa bestia. Las ballenas no son tan
estúpidas como nosotros…, saben cuándo han de dejar a alguien tranquilo.
Talley fue a la cabina y, cuando volvió, las ballenas ya se habían
sumergido, y el mar se había cerrado sobre ellas.
Talley llevaba en sus manos un frasco de doscientos gramos de un
líquido claro. Siguiendo sus indicaciones, Darling y Sharp mantuvieron el
señuelo de pie y echaron dentro cubos de agua de mar. Luego Talley
desenroscó el tapón del frasco y lo alzó hacia ellos.
— Por la ciencia —dijo.
Darling vaciló, luego se encogió de hombros y dijo:
— Qué demonios…, no es cada día que doy una olida a un elixir
sexual de calamar. —Sujetó la muñeca de Talley, acercó su nariz al
frasco…, y tuvo la sensación como si sus mucosas nasales se incendiaran.
Sus ojos lagrimearon, su estómago sufrió una convulsión; retrocedió
tambaleante, tosiendo.
Talley se echó a reír y dijo:
— ¿Qué le ha parecido?
— ¿Parecerme? —Darling se atragantó—. ¡Dios santo! Amoniaco,
azufre…, esas cosas que utilizan los idos para hacer que sus corazones
trompeteen…, nitrato de amilo…, y algo, no sé qué, algo simplemente
malo.
— ¿Malo? —dijo Talley—. ¿Quiere decir malvadamente malo? No
existe la maldad en los animales.
— Eso es lo que usted dice, doctor. Yo estoy empezando a creer de
forma distinta.
Talley vació el frasco en el agua que habían metido en el señuelo y
enroscó fuertemente el anillo de metal. Sujetaron el anillo al cable y
luego, con Darling sujetando un extremo y el listón y Sharp el otro,
bajaron todo el conjunto por la popa y lo soltaron. Flotó por un momento,
hasta que todo el aire de su interior fue expulsado, y entonces se deslizó
hacia abajo en un torbellino de burbujas.
Darling y Sharp manejaron los dos cabrestantes manuales situados a
ambos lados de la popa. Simultáneamente, fueron soltando primero los
cables, luego las cuerdas, al mar, haciendo una pausa cada cinco metros
para permitir a Talley asegurar el cable de la cámara a la cuerda.
Luego cayó la oscuridad; las estrellas lanzaron su resplandor plateado
sobre el tranquilo océano, y la luna se asomó por el horizonte y trazó un
sendero dorado desde el límite occidental del mar hasta la popa del barco.
De sus espaldas les llegaba el cálido resplandor de las luces de la cabina.
Finalmente, a las nueve, las marcas de las 480 brazas en las cuerdas
se deslizaron por sus manos, y detuvieron el descenso, enrollaron las
cuerdas en los cabrestantes y las ataron a un poste de remolque de hierro
que atravesaba la cubierta hasta la quilla.
— ¿Quiere comer algo, señor Manning? —preguntó Darling mientras
él y Sharp echaban a andar hacia proa.
Manning negó con la cabeza y siguió mirando fijamente el agua.
Talley se sentó a la mesa de la cabina y ajustó la videograbadora y el
monitor y la caja de control. Darling se situó detrás de él y miró al
monitor: el señuelo estaba encuadrado, oscilando ligeramente hacia
delante y hacia atrás, y de los centenares de agujeros de su piel brotaban
volutas de brillante llamada química que se alejaban hacia la oscuridad.
Darling se dio cuenta de que Talley estaba sudando y de que le
temblaba la mano cuando movió los diales de la caja de control.
— ¿Se está dejando dominar, doctor? —dijo—, A veces es mejor si
nuestros sueños no se convierten en realidad.
— No tengo miedo, capitán —dijo Talley secamente—. Estoy
excitado. He estado aguardando esto durante treinta años. No, no tengo
miedo.
— Bueno, pues yo sí —dijo Darling, y subió a la timonera. Miró por
las ventanas al tranquilo mar nocturno. No había ninguna otra luz allá
fuera, ni barcos de pesca ni cargueros o transatlánticos que pasaran.
Estaban solos. Un estremecimiento recorrió su espalda, y lo sacudió con
un encogimiento de hombros.
Se volvió hacia el sondímetro. Una aguja trazaba un dibujo en una
hoja de papel milimetrado, y Darling leyó la profundidad. El fondo estaba
a 900 metros de distancia, así que si él y Sharp habían medido
correctamente las cuerdas, el señuelo y la cámara se hallaban suspendidos
a unos 30 metros encima de él. Empezó a bajar hacia la cabina, luego se
detuvo, adelantó la mano y conectó el detector de peces y calibró su
lectura a una profundidad de quinientas brazas. Cuando la pantalla se
calentó, el fondo resplandeció como una línea recta. Aparte esto, estaba
vacío.
— Ese producto suyo lo está alejando todo desde aquí a las Azores —
dijo Darling cuando entró en la cabina—. No hay ni un pagro ni un tiburón
entre nosotros y el fondo.
— No —dijo Talley—, ni lo habrá. Saben mantenerse alejados. —
Apagó la cámara y conectó el temporizador.
Darling fue a la puerta y accionó un interruptor a su lado. Las
lámparas halógenas montadas en el puente alto llamearon, y la cubierta de
popa se vio inundada de luz. A través de la ventana Darling vio que
Manning no se había movido, como si no hubiera notado la repentina
explosión de luz. Estaba sentado en la tapa de la escotilla del centro del
barco, los hombros hundidos, el rifle cruzado sobre sus rodillas.
Sharp pasó a Darling un bocadillo. Hizo una seña hacia Manning y
dijo:
— ¿Le llevo uno?
— No está interesado en la comida —murmuró Darling—. Se está
devorando a sí mismo por dentro.
— Osborn es un desgraciado —comentó Talley cuando tendió la
mano hacia un trozo de pan y un poco de queso—. Ha perdido la
perspectiva. Hace tres semanas era un hombre que tenía poder y sabía
cómo usarlo. Hicimos un trato que podía proporcionarle una venganza. Lo
consideró un buen trato. Pero ahora el proyecto se ha convertido en una
obsesión.
— ¿Puede usted culparle por ello? —preguntó Sharp.
— Por supuesto. Se está volviendo irracional.
— Peor que irracional —dijo Darling—, Es peligroso.
— Pasará. Le dejaremos disparar su rifle al Architeuthis, y será lo
que siempre ha sido: un vencedor.
— Eso suena muy simple, ¿no?
— Todos los animales son predecibles, capitán, incluso los humanos.
— ¿Incluso el Architeuthis?
— Oh, sí. Está programado de una forma tan segura como una
máquina. Una vez conocemos los códigos, su comportamiento es
predecible. Absolutamente.

A las diez y media, el temporizador había activado la cámara una


docena de veces, y cada vez se habían reunido en torno al monitor y
observado cómo el señuelo oscilaba adelante y atrás, liberando jirones de
llamada química. Corriente arriba del señuelo, unos cuantos crustáceos
diminutos destellaron como luciérnagas cruzando la pantalla, dejando
residuos luminosos de fosforescencia. Corriente abajo no había nada
excepto oscuridad.
El barco derivaba en un mar en calma; incluso transversal a las olas,
no se agitaba sino que parecía mecerse suavemente, como la cuna de un
bebé. Las luces de la cabina eran un acogedor capullo naranja que se
añadía a la ilusión de paz.
— Supongo que no acudirá esta noche —dijo Darling a Talley.
— Por la mañana, entonces, o al mediodía. Pero acudirá.
— Entonces podríamos dormir un poco.
— Si podemos.
— Mejor que lo hagamos. Usted también.
Sharp fue a la sala de literas de abajo. Talley observó el monitor
durante un ciclo más, luego se tendió en el banco y cerró los ojos. Darling
salió fuera.
Manning todavía estaba sentado en la tapa de la escotilla, pero se
había derrumbado hacia delante, dormido.
Darling comprobó las cuerdas; estaban rectas hacia abajo, inmóviles,
intocadas. Luego miró hacia la orilla. La giba de Bermudas era un
resplandor rosado contra el negro cielo, y pudo distinguir el esquema de
luces del enorme «Southampton Princess Hotel» y el rayo barredor del
faro en Gibbs Hill. Estaban a quince kilómetros de distancia, pero se
consoló con el conocimiento de que su casa todavía estaba allí. Pensó en
Charlotte, en su casa, en su cama, y de pronto se sintió invadido por la
soledad.
Cuando volvió dentro, el monitor de televisión estaba de nuevo en
funcionamiento, lanzando pálidas sombras grises sobre el rostro dormido
de Talley.
Darling subió a la timonera y permaneció inmóvil allí, escuchando
los sonidos de la noche. El generador ronroneaba; la aguja del sondímetro
siseaba mientras trazaba la deriva del barco a lo largo de la línea de las
quinientas brazas; el detector de peces zumbaba, con su pantalla
mostrando todavía un desolado vacío. Oyó el rumor del agua al acariciar
suavemente el casco de acero, y el sonido de la respiración de Talley.
Fue a la cabina y se echó en uno de los bancos. Ansiaba dormirse,
abstraerse de sí mismo, pero, exhausto como estaba, tenía el
convencimiento de que su mente se negaría a retirarse al confort del
aturdimiento. Desde que había salido por primera vez al mar siendo un
muchacho, siempre que dormía en un barco una parte de su cerebro había
permanecido de guardia, alerta a cualquier cambio de viento, a la más
ligera alteración en los ritmos del océano.
El vigilante en su cabeza había estado de guardia en los mejores
tiempos, cuando el barco había flotado sobre un aparentemente infinito
depósito de vida, cuando despertarse en medio de la noche significaba
normalmente promesa antes que amenaza. Sin embargo, el vigilante no
había flaqueado ni siquiera en los recientes malos tiempos, cuando las
noches estaban llenas principalmente de vanas esperanzas.
Darling sabía que el vigilante estaría de guardia ahora, cuando, por
primera vez en su vida, su más ferviente esperanza era que el mar debajo
de él siguiera siendo una árida llanura desprovista de vida.
Su respiración se hizo más lenta; su cerebro sucumbió a la fatiga. El
vigilante montó guardia, un centinela solitario.
46.
El calamar gigante extendió su manto, engulló agua y la expulsó por
el tubo de su vientre. Propulsó su enorme masa a través del mar nocturno
con una fuerza que puso ondas de presión ante él y dejó vacíos detrás.
Empujado por el más básico de los impulsos, se lanzó en una
dirección, luego se detuvo, luego se lanzó en otra, extendiendo sus muchos
sentidos para captar más y más de las dispersas señales que lo estaban
excitando hasta el frenesí. La química de su cuerpo estaba confusa, y los
cromatóforos que desencadenaba cambiaban el color de la piel de la
criatura de un pálido gris a un rosa, a un marrón, a un rojo, reflejando
emociones que iban de la ansiedad a la pasión.
Las señales que recibía eran en parte extrañas y en parte familiares,
pero su cerebro registraba sólo que eran irresistibles.
Y así se lanzó hacia delante, ascendiendo y descendiendo y yendo de
lado a lado, como un avión fuera de control o una gigantesca ave rapaz
vuelta loca.
De pronto encontró un flujo firme de las señales: era un rastro, fuerte
e inequívoco.
La criatura se orientó en él, excluyendo todo lo demás.
47.
Darling despertó, sin saber qué era lo que le había despertado.
Permaneció tendido inmóvil por un momento, escuchando y sintiendo.
Oyó los sonidos familiares: el zumbar del refrigerador, el raspar del
estilo sobre el papel del sondímetro, la respiración de Talley. Vio las cosas
familiares: oscuridad, aliviada sólo por el rojo resplandor de la bitácora en
la timonera. Pero captó una diferencia en el movimiento del barco. Había
como una reluctancia, como si el barco ya no estuviera siguiendo el fluir
del mar, sino más bien luchando contra él.
Rodó fuera del banco, caminó hasta la puerta y salió fuera. Al
instante en que sus ojos captaron el movimiento del agua supo qué era lo
que lo había despertado: el barco estaba yendo en la dirección equivocada.
Algo lo estaba empujando hacia atrás.
Entonces miró a popa, y vio pequeñas olas golpear contra ella,
lanzando hacia arriba pequeños surtidores de espuma. Las cuerdas todavía
seguían en ángulo recto hacia abajo, pero estaban temblando, e incluso
desde aquella distancia pudo oír el agudo quejido de las fibras en tensión.
Bien, pensó. Así que ya estamos en ello.
Regresó dentro y llamó:
— ¡Marcus!
Talley se sentó en el banco y dijo:
— ¿Qué ocurre?
— Conecte su monitor de televisión, doctor —dijo Darling, luego
llamó de nuevo—: ¡Marcus! Vamos.
— ¿Por qué? —Talley estaba aún medio groggy—. ¿Qué es lo que…?
— Porque hemos enganchado al hijoputa, por eso. Y nos está
arrastrando hacia atrás. —Darling alargó la mano por delante de Talley y
apretó el botón. El monitor parpadeó, luego brilló.
La imagen era sin definición, un torbellino de burbujas y sombras, luz
destellando contra la oscuridad…, una escena de caos y violencia.
— ¡El señuelo! —exclamó Talley—. ¿Dónde está el señuelo?
— Él lo tiene —dijo Darling—. Y está intentando largarse con él.
Justo entonces Sharp subió de la sala de literas, y Darling le hizo un
gesto con la cabeza y salió fuera.
Manning estaba de pie en la popa, empapado de espuma,
contemplando las vibrantes cuerdas.
— ¿Es…? —preguntó.
— O bien es la bestia, o hemos atrapado al propio diablo. —Darling
dirigió a Sharp al cabrestante de estribor mientras él tomaba el de babor, y
juntos empezaron a remontar las cuerdas.
Durante un minuto o dos no consiguieron nada; el peso sobre los
cabrestantes era demasiado grande para que consiguieran tracción, de
modo que los tambores resbalaban bajo las cuerdas. El barco seguía
moviéndose hacia atrás, alzando espuma mientras la popa hendía el agua.
Entonces las cuerdas se aflojaron de repente, y el barco se detuvo.
— La tensión ha desaparecido —dijo Sharp—. ¿Se soltó?
— Podría ser. O quizá sólo esté dando la vuelta, no puedo decirlo.
Sigue remontando.
Trabajaron al unísono, recobrando treinta centímetros de cuerda cada
segundo, diez brazas por minuto. Los músculos de los brazos le dolían a
Darling, luego empezaron a arderle, y cambiaba de mano cada pocas
vueltas.
— Látigo, tiene que haberse soltado —dijo Sharp, cuando la marca de
las doscientas brazas en las cuerdas pasó sobre los tambores de los
cabrestantes y cayó en los rollos a sus pies—. Tiene que haberlo hecho.
— No lo creo —dijo Darling. Tenía una mano sobre la cuerda y
estaba sintiéndola, intentando interpretarla. Había peso en la cuerda pero
no tensión, tirón pero no acción—. Parece como si estuviera ahí pero no
tirara. Quizá se esté tomando un descanso.
— O quizás esté muerto —dijo Sharp, con voz esperanzada.
— Sigue remontando, Marcus —indicó Darling.
Talley salió de la cabina.
— No puedo ver nada en el vídeo —dijo—. Todo es una confusión.
— Déjelo funcionando de todos modos —dijo Darling.
— Eso he hecho. —Talley se situó detrás de ellos, apretado contra la
mampara de la cabina. Había tomado otra videocámara de una de sus
cajas, y se apresuró a cargar una cinta y unirle una batería.
De pronto, Sharp dijo:
— ¡Látigo! Mira… —Y señaló. Las cuerdas ya no colgaban
verticales; habían empezado a moverse lentamente hacia fuera, alejándose
del barco. Sin embargo, aún no había sacudidas en los cabrestantes; la
cuerda seguía subiendo a bordo.
— ¡Está ascendiendo! —exclamó Darling, y pensó: Es exactamente
igual que un róbalo en su carrera para librarse de la red; tira, se detiene,
acumula fuerzas, y ahora hace su movimiento. Miró a Manning y dijo—:
Prepare su arma. Esto es lo que había estado esperando. —Luego le dijo a
Talley—: Si quiere algunas imágenes, doctor, será mejor que las tome
rápido. La bestia no va a estar mucho tiempo.
Durante los siguientes minutos nadie habló. Para Darling, el silencio
fue como la falsa calma en el ojo de un huracán.
Darling y Sharp siguieron dándole a los cabrestantes, y la cuerda
siguió fluyendo a bordo, luego se acabó, y las grandes argollas resonaron
sobre las defensas, seguidas por los primeros tramos de cable.
— Cincuenta brazas, Marcus —dijo Darling—. Otro minuto más o
dos.
Los cables trazaban un ángulo hacia fuera bajo ellos, no
completamente horizontales, tensos y estremecidos pero aún ascendiendo
a bordo. La criatura debía estar acercándose ahora a la superficie, pero no
podían decirlo seguro, o cuán lejos estaba, o a qué distancia en la
oscuridad.
Miraban al agua más allá de la popa, intentando seguir los hilos
plateados del cable, ver más allá del borde del charco de luz lanzado por
las lámparas halógenas.
— ¡Muéstrate, maldito bastardo! —gritó Darling, y se dio cuenta de
pronto de que su miedo había cambiado. Lo que sentía ahora no era temor
o presentimiento u horror, sino el miedo galvánico de encontrarse a un
oponente más formidable que cualquiera que hubiese imaginado jamás.
Era casi como una carga eléctrica, un miedo saludable, pensó, que se
mezclaba con la fiebre de la caza.
Justo entonces los cabrestantes sufrieron una sacudida, patinaron, y el
cable que acababa de subir a bordo saltó sobre cubierta y empezó a
serpentear por encima de la borda.
— ¿Qué demonios está haciendo? —gritó Sharp.
— ¡Está alejándose de nuevo! —exclamó Darling, y sujetó el brazo
del cabrestante y apoyó sobre él todo su peso, pero el cabrestante se negó a
obedecer, el carrete giró, el cable siguió deslizándose de vuelta al agua.
— ¡No! —gritó Manning—. ¡Deténgalo!
— ¡No puedo! —dijo Darling—. Nada puede.
— Quiere decir que no lo hará. Tiene miedo. Yo le enseñaré cómo se
hace. —Manning dejó caer su rifle, se agachó al rollo de cable a sus pies y
agarró una fláccida vuelta.
— ¡No lo haga! —aulló Darling, y dio un paso hacia Manning, pero
antes de que pudiera detenerle Manning había llevado el cable al poste que
descendía hasta la quilla, lo había pasado a su alrededor y hecho un nudo
en él.
— Ya está —dijo Manning. El cable siguió cayendo por la popa,
siseando al pasar por encima de la defensa de acero. Manning se volvió
para mirar a popa, alzó su rifle del suelo y aguardó a que la criatura se
pusiera en su punto de mira. Pero mientras se volvía, resbaló, y justo
entonces la criatura debió acelerar, porque de pronto las vueltas del cable
saltaron de la cubierta y volaron. Mientras Manning se tambaleaba para
recobrar su equilibrio, uno de sus pies se metió en una vuelta de cable, y el
cable restalló prieto en torno a su tobillo, y se vio alzado de la cubierta
como un muñeco. Por una fracción de segundo colgó suspendido en las
luces. No emitió ningún sonido, y el rifle escapó de sus manos.
Luego una gran fuerza tensó los cables con un chasquido, y Manning
pareció volar hacia atrás, impulsado por su pierna, con los brazos
extendidos como si estuviera saltando desde un trampolín.
La luz se reflejó en el rostro de Manning por un instante, y Darling
vio no horror, no agonía, no protesta…, sólo sorpresa, como si la última
sensación de Manning fuera desconcierto ante el hecho de que el destino
hubiera tenido la temeridad de desbaratar sus planes.
El rifle golpeó la cubierta y descargó una bala, que rebotó contra un
mamparo y se alejó silbando sobre sus cabezas.
Darling creyó ver que la pierna de Manning se separaba de su cuerpo,
porque algo pareció caer del cable. Pero no oyó ningún chapoteo, porque
todos los sonidos fueron ahogados por el ¡sproing! del cable al tensarse
contra el poste de hierro.
Al instante el cable se alzó a una posición horizontal, y el barco fue
arrastrado hacia atrás. Las olas chapotearon contra el yugo de popa y les
empaparon.
Entonces Darling vio el cable alzarse por encima de la horizontal, y
gritó:
— ¡Está arriba!
— ¿Dónde? —exclamó Talley—. ¿Dónde?
Entonces oyeron un chapoteo, y un sonido como un bramido, y
captaron un intenso hedor. La espuma que cayó sobre ellos se convirtió de
pronto en una lluvia de negra tinta.
Darling cayó de rodillas y empezó a ponerse de nuevo en pie, pero
entonces vio, a unos tres o cuatro metros detrás de la popa, un ligero
destello plateado, e instintivamente supo lo que era: los hilos del cable
estaban restallando y rompiéndose y enrollándose sobre sí mismos con la
tensión liberada.
— ¡Agáchense! —gritó.
— ¿Qué? —dijo Talley.
Darling se lanzó sobre él y lo arrojó de bruces a cubierta y, mientras
caían, hubo un sonido retumbante desde detrás del barco, como una pistola
Magnum disparada en un túnel, seguido al instante por un agudo silbido.
Un trozo de cable pasó chillando sobre sus cabezas y destrozó las
ventanas de la parte de atrás de la cabina. El segundo trozo le siguió de
inmediato, y oyeron el estallido del alojamiento de la cámara de Talley al
desintegrarse contra un mamparo de acero.
El barco osciló y se sacudió por un momento, luego se asentó de
nuevo en el mar.
— Dios Jesús… —dijo Talley.
Darling rodó apartándose de él y se puso en pie. Miró a popa, a la
oscuridad. No había el menor signo de que hubiera habido algo allí, ni el
agitar del agua, ningún sonido. Sólo el suave susurro de la brisa sobre el
silencioso mar.
48.
El rostro de Talley era del color del cartón, y temblaba tan fuerte que
apenas podía mantenerse en pie.
— Nunca pensé… —empezó a decir, pero su voz se apagó.
— Olvídelo —dijo Darling. Él y Sharp estaban subiendo a bordo las
vueltas de cuerda que sembraban la superficie del agua al lado del barco.
— Tenía usted razón —dijo Talley—. Desde un principio tuvo usted
razón. No hay ninguna forma en que podamos…
— Escuche, doctor. —Darling miró a Talley y pensó: El hombre está
desesperado; dentro de un minuto va a desmoronarse—. Cuando vayamos
a tierra habrá tiempo suficiente para llorar y lamentarse. Diremos
hermosas palabras por el señor Manning y haremos todas las cosas
adecuadas. Pero en estos momentos todo lo que deseo es salir
malditamente de aquí. Vaya abajo y échese.
— Sí —dijo Talley—. Está bien. —Y fue a la cabina.
Cuando hubieron subido toda la cuerda a bordo, Sharp se inclinó
sobre la popa y dijo:
— Espero que nada de esta cuerda se haya enredado en la hélice.
— ¿Quieres bajar y echar una mirada? —dijo Darling, al tiempo que
echaba a andar—. Yo no. —Luego añadió—: Talley tenía razón respecto a
una cosa…, el hijoputa fue atraído por el señuelo. Pero ahora, ¿quién sabe?
Todo lo que yo sé es que deseo estar en alguna otra parte cuando se dé
cuenta de que ha sido engañado.
En la cabina, Talley estaba sentado a la mesa. Había rebobinado la
videocinta, y observaba el monitor mientras empezaba a pasarla de nuevo.
— ¿Qué está buscando? —preguntó Darling.
— Cualquier cosa —dijo Talley—. Cualquier tipo de imagen.
Darling se dirigió a la timonera y dijo por encima del hombro a
Sharp:
— Comprueba por mí la presión del aceite, Marcus.
Sharp abrió la escotilla del compartimiento del motor y empezó a
bajar.
De pronto Talley dio un brinco en su asiento y exclamó:
— ¡Jesús, María y José! —Tenía los ojos muy abiertos mientras
miraba al monitor y trasteaba ciegamente en busca de los controles de la
grabadora.
Sharp y Darling se apiñaron detrás, mientras Talley encontraba los
controles de la cinta y pulsaba el botón de «pausa».
En el monitor había una imagen de espuma y burbujas. Talley pulsó el
botón de «avance cuadro a cuadro», y la imagen saltó.
— Ahí está el señuelo —dijo Talley, y señaló un destello de algo
denso y brillante. En la pantalla en blanco y negro parecía gris oscuro. En
el siguiente cuadro había desaparecido, luego reapareció en la parte
superior de la pantalla. Talley señaló hacia el fondo de la pantalla y dijo—:
Ahora observen.
Una giba grisácea brotó del fondo de la pantalla y, en el pulsar en
staccato del avance cuadro a cuadro, pareció ascender hasta que cubrió
toda la pantalla. Los cuadros siguieron cambiando, y la sombra gris
continuó subiendo. Y entonces el fondo de la pantalla se vio invadido por
algo blancuzco, curvado en la parte superior. Avanzaba hacia arriba, como
si quisiera cubrir la pantalla.
La cosa debía alejarse de la cámara, porque gradualmente la imagen
se hizo más amplia, y la cosa se mostró como un círculo blanquecino
perfecto, y en su centro había otro círculo también perfecto, más negro que
el ébano.
— Dios mío —dijo Sharp—. ¿Eso es un o/o?
Talley asintió.
— ¿De qué tamaño? —preguntó Darling.
— No puedo decirlo —murmuró Talley—. No hay nada contra lo que
medirlo. Pero si la longitud focal de la cámara era de unos dos metros, y el
ojo llena todo el encuadre, tiene que ser… más o menos así. —Mantuvo
las manos separadas unos sesenta centímetros. Por un momento las miró,
como si fuera incapaz de creer en el tamaño que acababa de indicar.
Luego, en una voz apenas por encima del susurro, dijo—: La cosa ha de
tener unos treinta metros, quizá más. —Alzó la vista a Darling—. Éste
puede ser un animal de treinta metros.
— Cuando volvamos a casa —dijo Darling—, nos pondremos todos
de rodillas y daremos las gracias por no haber estado nunca más cerca de
esa jodida bestia. —Luego se volvió y subió a la timonera.
Despuntaba el día. El cielo al Este se había iluminado hasta un azul
grisáceo, y el sol naciente trazaba una línea rosa sobre el horizonte.
Darling pulsó el botón del estárter y aguardó a oír el timbre de
advertencia de la sala del motor y el retumbante toser cuando el motor se
pusiera en marcha.
Pero todo lo que oyó fue un clic, luego nada.
Pulsó el botón de nuevo. Esta vez, nada en absoluto. Maldijo para sí
mismo varias veces, luego dio un golpe a la rueda del timón con el talón
de su mano, porque tan pronto como supo que el motor no iba a ponerse en
marcha supo por qué no iba a ponerse en marcha. No había ningún ruido
del generador. El silencio le dijo que en algún momento durante la noche
el generador había agotado el combustible. Las baterías se habían
conectado automáticamente, pero al final, después de proporcionar energía
durante horas a las luces y el refrigerador y el sondímetro y el detector de
peces, se habían agotado. Todavía seguían dando algo de electricidad, pero
no les quedaba la suficiente para poner en marcha el enorme motor diésel.
Después de calmarse, consideró cuál de las dos baterías del
compresor completamente cargadas serían más fáciles de conectar al
motor principal, seleccionó una, y revisó mentalmente el procedimiento de
retirarla de sus anclajes y deslizaría a través de la maraña de maquinaria
en el compartimiento del motor y montarla al lado de éste.
Era un jodido trabajo, pero no el fin del mundo.
Mientras cruzaba la timonera camino del compartimiento del motor,
se le ocurrió que debería desconectar los instrumentos, para ahorrar
energía. Toda la fuerza de la nueva batería debería dirigirse a poner en
marcha el motor. Giró el botón del mando del sondímetro, y el estilo dejó
de moverse. El interruptor del detector de peces estaba más lejos. Cuando
tendió la mano hacia él, sus ojos se posaron por unos instantes en la
pantalla.
Ya no estaba vacía. Por un momento pensó: Dios, la vida está
volviendo. Luego miró más atentamente, y se dio cuenta de que nunca
había visto una imagen como aquélla en la pantalla. No eran los pequeños
puntos que señalaban una dispersión de peces, o las manchas que
mostraban bancos de animales más grandes. La imagen en la pantalla era
una única masa sólida, una masa de algo vivo. Algo que ascendía hacia la
superficie, y ascendía aprisa.
49.
La bestia ascendía a través del mar como un torpedo. Un observador
hubiera podido pensar que se retiraba, porque se movía de espaldas, pero
no se estaba retirando. La Naturaleza la había diseñado para moverse hacia
atrás con gran rapidez y eficiencia. Estaba atacando, y su cola triangular
era como una punta de flecha, guiándola hacia su blanco.
Tenía más de treinta metros de largo desde las mazas que remataban
sus tentáculos hasta la punta de su cola, y pesaba una docena de toneladas.
Pero no tenía concepto de su tamaño, o del hecho de que era reina suprema
del mar.
Sus tentáculos se retraían ahora, sus brazos permanecían unidos como
una cola, porque estaba adquiriendo velocidad.
Su química estaba agitada, y sus colores habían cambiado muchas
veces, y sus sentidos luchaban por descifrar conflictivos mensajes.
Primero había sido el irresistible impulso de procrear; luego, perplejidad
cuando había intentado aparearse y había sido incapaz de hacerlo; luego,
confusión cuando la cosa extraña había seguido emitiendo llamadas de
procreación; luego, ansiedad cuando había intentado librarse de la cosa y
había descubierto que no podía, porque la cosa se había pegado a ella
como un parásito; luego, rabia cuando había percibido una amenaza de la
cosa y había procedido, con sus brazos y su pico, a destrozar la amenaza.
Ahora todo lo que quedaba era rabia, y una nueva dimensión de rabia.
El color de la bestia era un profundo y viscoso rojo.
Antes, el calamar gigante había respondido siempre a los impulsos de
rabia con instantáneos y explosivos espasmos de destrucción, que habían
consumido la rabia. Pero esta vez la rabia no se abatía; evolucionaba. Y
ahora tenía una meta, un propósito.
Y así el cazador ascendía, impulsado no sólo a causar destrucción,
sino también muerte.
50.
Trescientos metros, calculó Darling mientras calibraba el detector de
peces. La cosa estaba a unos trescientos metros, y subía como una bala.
Tenían cinco minutos, no más, probablemente menos.
Saltó abajo a la cabina.
— Coge el bichero, Marcus —dijo—. Y asegúrate de que el
detonador está listo.
— ¿Qué ocurre? —preguntó Talley.
— El hijoputa está subiendo de nuevo hacia nosotros —dijo Darling
—, y mi maldita batería está muerta. —Desapareció en el compartimiento
del motor.

Sharp subió al puente alto, tomó el bichero y examinó la bomba. La


pasta de glicerina y gasolina se había endurecido, pero todavía estaba
húmeda, y la esparció regularmente sobre la cabeza del explosivo. Luego
apretó el pequeño frasco de cristal más profundo en la pasta, a fin de que
no cayera ni siquiera aunque el extremo del bichero fuera agitado de un
lado para otro.
El dispositivo era simple; no había ninguna razón por la que no
funcionara. Tan pronto como el aire llegara al fósforo, éste prendería e
iniciaría una reacción en cadena instantánea, activando el semtex. Todo lo
que tenían que hacer era asegurarse de que la bestia mordiera la botella, o
la aplastara con uno de sus tentáculos o brazos.
Todo lo que tenían que hacer era administrarle un explosivo a un
monstruo de treinta metros, y saltar fuera del camino antes de volar en
pedazos.
Eso era todo.
Sharp se sintió de pronto enfermo. Miró al calmado mar, moteado por
el naciente sol. Todo estaba pacífico. ¿Cómo sabía Látigo que la criatura
estaba subiendo? ¿Cómo podía estar seguro? Quizá lo que había visto en la
pantalla era una ballena.
Para, se dijo a sí mismo. Deja de fantasear y prepárate.
Funcionaría. Tenía que funcionar.
Darling se arrastró por el compartimiento del motor empujando la
pesada batería de doce voltios ante él. Le sangraban los nudillos y tenía
calambres en las piernas. Cuando juzgó que la batería estaba lo bastante
cerca como para que los cables la alcanzaran, los retiró de la batería
agotada, sin preocuparse de quitar ésta de su montura. No le importaba si
la nueva batería se soltaba e iba dando tumbos; una vez pusiera en marcha
el motor, ya no la necesitaba.
Hizo una pausa el tiempo suficiente para asegurarse de que colocaba
los cables en los polos adecuados —positivo a positivo, negativo a
negativo—, y los sujetó.
Luego se puso en pie y echó a correr escalerilla arriba.
51.
Su presa estaba directamente encima.
Podía verla con sus ojos, podía sentirla con los sensores de su cuerpo.
No hizo una pausa para analizarla, no buscó signos de vida o aroma de
alimento.
Pero, puesto que la presa era extraña, el instinto le dijo a la criatura
que fuera cautelosa, que la evaluara primero. Y así, del mismo modo que
un tiburón traza círculos en torno a un objeto desconocido en el mar, del
mismo modo que una ballena emite impulsos de sonar y descifra los ecos
de vuelta, el Architeuthis dux pasó una vez por debajo de la presa y la
escrutó con sus ojos. La fuerza de su paso creó una ola de presión hacia
arriba.
Luego, bruscamente, la presa encima de ella entró en una erupción de
sonido y empezó a moverse.
La bestia interpretó el sonido y el movimiento como signos de lucha.
Rápidamente, hizo girar el tubo en su vientre, se agazapó en toda su
longitud y atacó.
52.
Cuando Darling sintió la ola ascendente bajo el barco, contuvo la
respiración y pulsó el botón, y luego, un segundo más tarde, oyó el
retumbar del enorme diésel. No aguardó a que el motor se calentara…,
echó la palanca reguladora del combustible hacia delante y se apoyó con
todas sus fuerzas contra ella.
Al primer momento el barco saltó hacia delante, y luego se detuvo de
pronto en seco, como si estuviera anclado por la popa. Retrocedió un poco;
la proa se alzó, y Darling fue echado hacia atrás, contra el mamparo.
Luego el barco cayó de nuevo hacia delante y apuntó al mar. Pero siguió
sin moverse.
El sonido del motor había cambiado de un rugir a un quejoso
lamento. Luego empezó a petardear. Tosió dos veces, luego murió, y el
barco quedó inmóvil en el agua.
Dulce Jesús, pensó Darling: la bestia ha inutilizado la hélice, o bien
bloqueándola o doblándola sobre su eje. Sintió un frío repentino.
Bajó a la cabina y salió a la cubierta de popa.
Talley estaba de pie en la escotilla central, mirando atontado al mar.
Cuando vio a Darling dijo:
— ¿Dónde está? Creí que había dicho usted…
— Justo debajo de nosotros —dijo Darling—. Nos ha jodido bien y
limpiamente. —Fue a la popa y miró hacia abajo por encima del yugo. A
unos pocos metros debajo de la plataforma de natación, surgiendo de
debajo del barco, había la culebreante punta de un tentáculo.
De pie al lado de Darling, Talley dijo:
— Debió intentar coger la hélice.
— Ahora ha perdido un brazo —dijo Darling—. Quizás eso lo
desanime.
— No lo hará —dijo Talley—. Todo lo que conseguirá será ponerle
furioso.
Darling miró al puente alto y vio a Sharp de pie en la barandilla,
sujetando el rifle de Manning. Mientras subía la escalerilla, oyó a Talley
decir:
— Capitán…
— ¿Qué?
— Lo siento —dijo Talley—. Todo fue…
— Olvídelo. Lamentarse es una pérdida de tiempo, y no tenemos
mucho tiempo. Póngase un chaleco salvavidas.
— ¿Vamos a hundirnos?
— Todavía no —dijo Darling.
El bichero estaba colocado de pie en un sujetacañas, y Darling lo
cogió y lo sopesó.
— Yo lo haré —dijo Sharp, e hizo un gesto hacia la bomba al extremo
del bichero.
— No, Marcus —dijo Darling, e intentó sonreír—. Es prerrogativa
del capitán.
Ambos miraron entonces al agua y, mientras miraban, el sol aclaró el
horizonte y se destiñó de naranja a oro, y el color del mar cambió de gris
opaco a azul acero.

La bestia se agitaba en la oscuridad, enloquecida por el dolor y la


confusión. Un líquido verde brotaba del muñón de su brazo desaparecido.
No estaba impedida…, no sentía ninguna pérdida de potencia. Sólo
sabía que lo que había percibido como una presa era más que una presa.
Era un enemigo.
La criatura se alzó de nuevo hacia la superficie.

Darling y Sharp miraban por la proa, cuando de pronto les llegó desde
atrás la voz de Talley en un estentóreo grito:
— ¡No!
Giraron en redondo y miraron hacia proa, y se quedaron helados.
Algo estaba trepando por encima de la defensa. Por un momento
pareció rezumar como una gigantesca babosa púrpura. Luego su parte
frontal se enroscó hacia atrás como un labio, y empezó a ascender y a
abrirse hasta que tuvo más de un metro de ancho y casi tres de alto y
bloqueó los rayos del sol. Estaba cubierto por estremecidos círculos, como
bocas hambrientas, y en cada uno Darling pudo ver una brillante cuchilla
ámbar.
— ¡Dispárale, Marcus! —gritó—. ¡Dispárale!
Pero Sharp permanecía inmóvil, con la boca abierta, hipnotizado, el
rifle inútil en sus manos. Luego, debajo de ellos, Talley oyó algo, y se
volvió hacia su izquierda y gritó. En el centro del barco, deslizándose a
bordo, estaba el otro tentáculo de la bestia.
El grito sobresaltó a Sharp, y giró y disparó tres tiros. Uno fue
demasiado alto; otro golpeó el mamparo y rebotó; el tercero impactó
contra la maza del tentáculo en su mismo centro. La carne no reaccionó,
no sangró, no se estremeció ni retrocedió. Pareció tragar la bala.
Más y más de ambos tentáculos subieron a bordo, agitándose como
serpientes y cayendo en montones de carne púrpura, cada átomo de la cual
se movía y pulsaba y se estremecía como si tuviera meta propia. Parecían
captar la vida a bordo, y el movimiento, porque las mazas se inclinaron
hacia delante y empezaron a avanzar trazando círculos, como arañas
inquisitivas.
Talley parecía paralizado. No retrocedió, no hizo ningún movimiento
para huir, sino que permaneció completamente inmóvil, helado.
— ¡Doctor! —gritó Darling—, ¡Salga de aquí, maldita sea!
Cuando ambos tentáculos estuvieron aposentados en la popa, dejaron
de moverse por un momento, como si la criatura dudara, y luego, de
pronto, ambos se expandieron con una fuerte tensión muscular, y la popa
fue empujada hacia abajo. Detrás del barco, el océano pareció alzarse,
como si estuviera dando nacimiento a una montaña. Hubo un sonido
sorbiente, y un rugir.
— ¡Jesucristo! —exclamó Darling—. ¡Está subiendo a bordo! —
Retrocedió unos pasos, sujetando el bichero al nivel del hombro, como una
lanza.
Vieron primero los tentáculos más cortos, los siete agitantes brazos
que aferraban la popa y, como un atleta izándose a unas barras paralelas,
empujaban hacia abajo para que el cuerpo ascendiera.
Entonces vieron un ojo, blanco amarillento e imposiblemente
enorme, como una luna ascendiendo debajo del sol. En su centro había un
globo de insondable oscuridad.
La popa fue forzada hacia abajo hasta que se inundó. El agua penetró
a bordo y avanzó hacia proa, penetrando por las escotillas.
Va a hacerlo, pensó Darling. El hijoputa va a hundirnos. Y luego nos
cogerá uno a uno.
El otro ojo apareció entonces y, mientras la criatura volvía su cabeza
y se enfrentaba a los tres, los dos ojos parecieron posarse en ellos. Los
brazos se estremecían y agitaban entre los ojos, y en la unión de los
brazos, como la diana de un blanco, el pico de medio metro, afilado y
protuberante, restallaba de forma reflexiva, esperando ser alimentado. El
sonido era el de un bosque azotado por una tormenta, como grandes
troncos crujiendo en un rugiente viento.
Talley recobró bruscamente los sentidos. Se dio la vuelta y corrió
hasta la escalerilla y empezó a subirla. Estaba a medio camino del puente
alto cuando la criatura le vio.
Uno de los tentáculos se enroscó, se alzó en el aire y saltó hacia
delante en su busca. Talley lo vio llegar y, mientras intentaba esquivarlo,
sus pies resbalaron de la escalerilla y quedó colgado por las manos de uno
de los peldaños. El tentáculo se enrolló en torno a la escalerilla, la arrancó
del mamparo y la mantuvo suspendida sobre el puente alto, con Talley
colgando de ella como una marioneta.
— ¡Suéltese, doctor! —gritó Darling, mientras el otro tentáculo
siseaba por encima de su cabeza y se lanzaba contra Talley.
Talley se soltó, y cayó, y sus pies golpearon el borde exterior del
puente alto, y por un segundo permaneció vacilante allí, agitando alocado
los brazos mientras intentaba agarrarse a la barandilla. Tenía los ojos
desorbitados y su boca colgaba muy abierta. Luego, casi a cámara lenta,
cayó hacia atrás, al mar. El tentáculo estrujó la escalerilla y la arrojó a lo
lejos.
Sharp disparó el rifle contra la bestia hasta que el cargador estuvo
vacío. Las balas trazadoras marcaron la rezumante carne y se
desvanecieron en ella.
La cola de la criatura empujó hacia delante, impulsando el cuerpo
más encima del barco, hundiendo más la popa. La proa se alzó fuera del
agua, y desde abajo les llegó el sonido de herramientas y sillas y cacharros
estrellándose contra los mamparos de acero.
— ¡Vete, Marcus! —gritó Darling.
— Vete tú. Déjame…
— ¡Vete, maldita sea!
Sharp miró a Darling, deseó hablar, pero no había nada que decir.
Saltó por la borda.
Darling se volvió a popa. Apenas podía mantenerse en pie; la cubierta
resbalaba bajo sus pies, y se agachó y se apoyó con un pie contra la
barandilla.
La criatura estaba haciendo pedazos el barco. Los tentáculos se
agitaban al azar, aferrando todo lo que tocaban —un rollo de cuerda, la
tapa de una escotilla, el mástil de una antena— y estrujándolo y
arrancándolo y lanzándolo al mar. Cada vez que introducía aire en su
manto y lo expelía a través de su tubo ventral, la criatura producía sonidos
como los gruñidos de un cerdo.
Y de pronto su furia cesó, como si repentinamente hubiera recordado
algo, y la gran cabeza, con su rostro como un nido de víboras, se volvió
hacia Darling. Los tentáculos partieron hacia delante; cada uno se sujetó a
un montante de acero del puente alto. Darling vio la carne hincharse en
una bola cuando los músculos se contrajeron. Los tentáculos tiraron, y la
criatura avanzó por encima del barco.
Darling equilibró un pie en la barandilla y el otro en cubierta, y alzó
el bichero por encima de su cabeza como un arpón. Intentó calcular lo
lejos que estaba del pico.
La criatura parecía estar cayendo hacia él. Los brazos se tendieron
hacia delante. Darling tenía la atención enfocada únicamente en el
chasqueante pico, y golpeó.
El bichero fue arrancado de sus manos, y él lanzado hacia atrás contra
la barandilla de hierro. Vio uno de los tentáculos alzar el bichero y
arrojarlo al mar.
Su único pensamiento fue: Voy a morir.
Los brazos se tendieron hacia él. Se agachó, sus pies resbalaron
debajo de él y cayó, y resbaló por encima del borde del puente alto y fue a
parar a la inclinada cubierta de popa.
Se halló con agua hasta la cintura. Empezó a chapotear hacia la
barandilla. Si podía saltar por la borda, alejarse del barco, quizá pudiera
ocultarse entre los restos, quizá la criatura perdiera interés, quizá…
La bestia apareció entonces por un lado del borde de la cabina,
gravitando sobre él, agitando sus tentáculos como danzantes cobras. Los
siete brazos más cortos, e incluso el rezumante muñón del octavo, se
tendieron hacia él para empujarle en dirección al ambarino pico.
Se volvió y se debatió hacia el otro lado del barco. Uno de los brazos
golpeó el agua a su lado, y fintó hacia un costado, tropezó y recuperó el
equilibrio. ¿Cuántos pasos le faltaban? ¿Cinco? ¿Diez? Nunca lo
conseguiría. Pero siguió avanzando, porque no había ninguna otra cosa que
pudiera hacer, y porque algo muy profundo dentro de él se negaba a
rendirse.
Un obstáculo bloqueó su paso. Intentó apartarlo fuera de su camino,
pero era demasiado pesado, no se movía. Lo miró, preguntándose si podría
pasar por debajo de él. Era la gran tapa de la escotilla central, que flotaba.
Encima de ella estaba la sierra de cadena.
Darling no consideró, no vaciló, no pensó. Cogió la sierra de cadena y
tiró del cordón de arranque. Se puso en marcha al primer intento, y el
pequeño motor cobró vida, tosiendo con un gruñido amenazador. Pulsó el
embrague y la hoja de la sierra empezó a girar, escupiendo gotitas de
aceite.
Se oyó a sí mismo decir:
— Está bien, allá vamos —y se volvió y se enfrentó a la bestia.
Ésta pareció hacer una momentánea pausa, luego, con un gruñido de
aire expelido, se lanzó hacia él.
Darling pulsó el embrague de nuevo, engranando otra marcha más
rápida, y el sonido de la sierra creció a un agudo chillido.
Uno de los agitantes brazos se enroscó allá delante, y Darling lanzó la
sierra contra él. Los dientes de la sierra mordieron la carne, y Darling fue
bañado por el hedor a amoníaco. El motor se esforzó, pareció frenar su
velocidad, como si estuviera cortando madera, y Darling pensó: ¡No! ¡No
me falles, no ahora!
El sonido del motor cambió de nuevo, ascendió, y los dientes cortaron
más profundo, lanzando fragmentos de carne contra el rostro de Darling.
El brazo fue cercenado y cayó a un lado. Un horrible sonido brotó de
la bestia, un sonido de rabia y dolor.
Otro brazo asaltó a Darling, y otro, y cortó con la sierra. Cuando los
dientes tocaban cada uno, los brazos se estremecían y se retiraban y luego,
como aguijoneados por el frenético cerebro de la criatura, atacaban de
nuevo. Una lluvia de carne explotó en torno a Darling, y quedó empapado
de líquido verde y tinta negra.
De pronto sintió que algo tocaba una de sus piernas por debajo del
agua y empezaba a arrastrarse pierna arriba y rodeaba su cintura.
Uno de los tentáculos le había cogido. Se volvió, intentando
descubrirlo, con intención de atacarlo con la sierra antes de que pudiera
asegurar su presa sobre él, pero en medio de la retorciente masa fue
incapaz de distinguirlo de los brazos.
Cuando el tentáculo hubo rodeado su cintura empezó a apretar, como
una pitón, y Darling sintió un punzante dolor cuando los garfios en cada
disco chupador desgarraron su piel. Sintió que sus pies abandonaban la
cubierta cuando el tentáculo lo alzó, y supo que, una vez estuviera en el
aire, estaba muerto.
Retorció su cuerpo a fin de poder enfrentarse al restallante pico.
Mientras el tentáculo apretaba y expulsaba el aire de sus pulmones,
Darling se inclinó hacia el pico, sujetando la sierra ante él. El pico se
abrió, y por un segundo Darling pudo ver una agitada lengua dentro, rosa y
cubierta de vellosidades como diminutos dientes.
— ¡Toma! —gritó, y empujó la sierra hacia las profundidades del
abierto pico.
La sierra resbaló hacia un lado cuando sus dientes de acero no
consiguieron cortar el recio pico óseo. Mientras Darling alzaba de nuevo
la sierra para otro ataque, uno de los brazos se agitó ante su rostro, rodeó
sus manos, le arrancó la sierra de ellas y la lanzó lejos.
Ahora, pensó Darling, ahora estoy realmente muerto.
El tentáculo seguía apretando, y Darling se dio cuenta de que la
bruma que empañaba sus ojos eran los primeros síntomas del
desvanecimiento. Se sintió elevar, vio el pico tenderse hacia él, olió un
hedor rancio.
Vio uno de los ojos, negro y vacío, despiadado.
Entonces, de pronto, la bestia pareció alzarse, como si fuera
impulsada por una poderosa fuerza desde abajo. Hubo un sonido como
Darling nunca había oído antes, un sonido precipitado y rugiente, y algo
enorme y negroazulado estalló del mar, sujetando al calamar en su boca.
El tentáculo que lo tenía cogido se contorsionó violentamente, y se
sintió volar, luego caer en la nada.
53.
— ¡Tire! —gritó Sharp.
Talley rebuscó en el agua y tanteó en busca del cinturón de Darling.
Lo encontró y tiró de él, y con Sharp sujetando su brazo lo subieron
encima de la volcada tapa de escotilla. Estaba inundada, pero su madera
era gruesa y recia, y era lo bastante grande como para albergarlos a los
tres.
La camisa de Darling estaba hecha jirones, y rastros de sangre
entrecruzaban su pecho y vientre allá donde los garfios de la criatura
habían desgarrado su piel.
Sharp palpó una arteria en el cuello de Darling. El pulso era fuerte y
firme.
— A menos que tenga alguna lesión interna —dijo—, debería estar
bien.
En medio de una oscura bruma, Darling oyó la palabra «bien» y se
sintió nadar hacia la luz. Abrió los ojos.
— ¿Cómo estás, Látigo?
— Como si me hubiera atropellado un camión. Un camión lleno de
cuchillos.
Sharp alzó a Darling y sujetó su espalda.
— Mira —dijo.
Darling miró a su alrededor. El movimiento de la tapa de la escotilla
le hacía sentir náuseas, y agitó la cabeza para aclararla.
El barco había desaparecido. El animal había desaparecido.
— ¿Qué fue eso? —preguntó Darling—, ¿Qué lo hizo?
— Uno de los cachalotes —dijo Sharp—, Se ocupó completamente
del maldito calamar. Le mordió justo detrás de la cabeza.
Hubo un repentino movimiento en el agua, y Darling se sobresaltó.
— Todo está bien —dijo Talley—. Es sólo la vida, sólo la Naturaleza.
La superficie del mar estaba sembrada con carne, masas de ella, y
cada una estaba siendo asaltada. El tumulto en torno al barco había sido
como la campana de la comida, que llamaba a las criaturas tanto de aguas
someras como profundas. La aleta dorsal de un tiburón cruzó los restos. La
cabeza de una tortuga asomó, miró a su alrededor, luego se sumergió de
nuevo. Los bonitos hacían ondular la superficie mientras se congregaban
en torno a la fresca e indefensa presa. Peces ballesta, colas amarillas y
lucios se ignoraban unos a otros mientras se lanzaban sobre el rico festín.
— Encantador —dijo Darling, y se echó hacia atrás—. Ése es el tipo
de vida que me gusta.
— No sé dónde estamos ni a dónde vamos —dijo Sharp—. No puedo
ver tierra. No puedo ver nada.
Darling se humedeció un dedo y lo alzó.
— A casa —dijo—. Hay viento del Norte. Vamos a casa.
54.
Había sido creada en el abismo, y había permanecido allí durante
semanas, adhiriéndose a una roca que se proyectaba sobre la ladera de la
montaña. Luego se había liberado, como la Naturaleza había planeado que
haría y, mantenida su flotabilidad por una concentración de iones de
amoníaco, había empezado a derivar lentamente hacia la superficie. En
tiempos pasados hubiera sido devorada en su camino hacia arriba, porque
era una rica fuente de alimento.
Pero nada se había sentido atraído hacia ella; nada había roto su
integridad y había permitido penetrar la oleada de agua del mar que
hubiera matado a las diminutas criaturas de su interior, así que llegó sana
y salva a la superficie y se bañó en la luz del sol, vital para su
supervivencia.
Flotaba en las quietas aguas, ignorante del viento y el clima, tan fina
que era casi transparente. Pero su piel gelatinosa era notablemente fuerte.
Era ovalada, con un agujero en su centro, y seguía eones de
instrucciones genéticas y giraba lentamente al sol, exponiéndose toda ella
a los nutrientes enviados desde 150 millones de kilómetros de distancia.
Sin embargo, era vulnerable. Una tortuga hubiera podido alimentarse
de ella, un tiburón hubiera podido rasgarla al pasar. La Naturaleza había
ordenado que muchos de sus miembros murieran, alimentando a otras
especies y manteniendo así el equilibrio de la cadena alimentaria.
Pero, puesto que la propia Naturaleza estaba desequilibrada, el óvalo
gelatinoso siguió girando durante días y noches hasta que se completó su
ciclo. Al fin, maduro ya, se rompió y dispersó en el mar miles de pequeños
saquitos, cada uno de los cuales contenía una criatura completa. Cuando
cada criatura sintió que había llegado el momento de la vida, luchó por
liberarse de su saco e inmediatamente empezó a buscar alimento.
Aquellas criaturas eran caníbales, y podían volverse contra sus
propias hermanas y devorarlas. Pero había tantas, y se dispersaban tan
rápido en el agua, que la mayoría sobrevivieron y se hundieron en busca
del confort del frío abismo.
Casi todas hubieran debido ser devoradas antes de alcanzar el fondo o
la seguridad de las grietas en las laderas del volcán sumergido; como
máximo, una criatura de cada cien hubiera debido sobrevivir.
Pero los predadores habían desaparecido, y aunque aparecieron
algunos cazadores solitarios, y se cobraron su parte, ya no había las
grandes aglomeraciones que en su tiempo habían actuado como monitores
naturales. Los enormes bancos de bonitos y caballas, las bandadas de
pequeños calamares blancos, los lucios pelágicos, las hordas de atunes, los
voraces petos y barracudas, todos habían desaparecido.
Y así, cuando las criaturas hubieron cruzado mil metros de agua
abierta y buscado refugio en los riscos, cerca del diez por ciento —casi un
centenar de animales individuales, quizá dos o trescientos— vivían aún.
Flotaron, cada uno de ellos solo, porque cada uno de ellos era
autosuficiente por completo, e introdujeron agua en sus mantos y la
expulsaron por los tubos de sus vientres. Su confianza creció con cada
respiración. Sus cuerpos madurarían lentamente, y durante un año o más
serian cautelosos ante la presencia de otros predadores. Pero llegaría el
tiempo en que serían conscientes de su unicidad, de su superioridad, y
entonces se aventurarían al mundo exterior.
Mientras tanto, flotaban y aguardaban.
DATOS DE LA PUBLICACION

Titulo original: BEAST


Traducción de DOMINGO SANTOS
Portada de LINEA PUBLICIDAD
Primera edición: Marzo, 1992
© 1991 by Peter Benchley
Copyright de la traducción española: © 1992, PLAZA & JANES
EDITORES. S. A.
Enríe Granados. 86-88. 08008 Barcelona
Este libro se ha publicado originalmente en inglés con el título de
BEAST
ISBN: 0-679-40355-8
Random House New York. Ed. original.
Printed in Spain — Impreso en España
ISBN: 84-01-32416-5
Depósito Legal: B. 7.422 — 1992
Impreso en HUROPE. S A.
Recaredo. 2-Barcelona

Esta novela es una obra de ficción. Nombres, personajes, lugares e


incidentes son producto de la imaginación del autor o se emplean como
ficción. Cualquier parecido con sucesos, situaciones o personas reales,
vivas o muertas, sería pura coincidencia.
Table of Contents
La Bestia Peter Benchley 1992 Narrativa, Novela, Terror
ARGUMENTO
PRIMERA PARTE
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
8.
9.
10.
11.
12.
13.
14.
SEGUNDA PARTE
15.
16.
17.
18.
19.
20.
21.
TERCERA PARTE
22.
23.
24.
25.
26.
27.
28.
29.
30.
31.
32.
33.
34.
35.
36.
37.
38.
39.
40.
41.
42.
CUARTA PARTE
43.
44.
45.
46.
47.
48.
49.
50.
51.
52.
53.
54.
DATOS DE LA PUBLICACION

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