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Caldwell

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Nacido en el estado de Georgia en 1903, Erskine Caldwell fue uno de los más importantes

escritores del llamado Deep South, esa desmadrada región de Estados Unidos que abarca Carolina
del Sur, Misisipi, Florida, Arkansas, Alabama, Georgia y Luisiana, y que ha ofrecido al mundo de la
literatura autores de la talla de William Faulkner, Truman Capote, Tennessee Williams, Flannery
O’Connor, Eudora Welty y Carson McCullers.

Puede que Caldwell haya sido el más radical de todos ellos a la hora de mostrar las miserias de ese
sur caluroso y polvoriento, que había basado su poderío, y también su posterior debilidad, en un
régimen de tenencia de tierras casi feudal y en la más feroz esclavitud. Puede, también, que sus
personajes vivan siempre envueltos en una desgarradora desesperación pero que, como si de una
invencible y gigantesca tenaza se tratara, se resignaran a ella como a la fuerza del destino. Ellos,
integrantes de esa casta llamada «basura blanca», son hombres y mujeres aculturados, violentos o
simplemente primitivos, cuya redención pasa por el sexo o, en su defecto, por el fanatismo
religioso.

Hijo de un pastor presbiteriano, Caldwell recorrió desde su infancia los pueblos más pobres de
Georgia y conoció a fondo sus gentes, atrapadas en una tierra que poco tenía para ofrecer, a no ser
los cultivos de algodón o de tabaco. Y cuando antes de cumplir los treinta años dio a conocer sus
primeros libros, de inmediato se convirtió en blanco de la censura y en predilecto de un público que
lo llevó a vender millones de ejemplares. Sus primeros grandes éxitos fueron El camino del tabaco
(1932) y La chacrita de Dios (1933), de la que llegó a vender diez millones de libros, más de lo que
había vendido el melodrama Lo que el viento se llevó, de la también georgiana Margaret Mitchell.

El predicador, La casa de la colina, A la sombra del campanario, Amor y dinero, Una luz para el
anochecer, Un lugar llamado Estherville, La verdadera tierra (traducida por Juan Carlos Onetti),
son algunos de los títulos de sus cerca de cuarenta novelas. Caldwell escribió también algunas
formidables colecciones de cuentos (entre ellos «Tarde de agosto», «Ladrón de caballos», «Hija»,
«El pueblo contra Abe Lathan, de color»), muchos de los cuales fueron reunidos recientemente por
la editorial española Navona en los dos tomos de Historias del Norte y del Sur.

El camino del tabaco fue adaptada al cine por John Ford en 1941, y la versión teatral estuvo siete
años en cartel en Broadway. Su protagonista, Jeeter Lester, es un cultivador de algodón que habita
junto a su familia en una ruinosa choza donde campea el hambre y por donde merodea una serie de
personajes esperpénticos, al borde de la deshumanización. También La chacrita de Dios fue llevada
a la pantalla en 1958 por Anthony Mann: narra la historia de un granjero, Ty Ty Walden, cabeza de
una numerosa familia, que renuncia a sus tareas en el campo y arruina su pequeña propiedad
cavando hoyos en busca de una veta de oro que jamás hallará.

Caldwell murió en abril de 1987 en un hospital de Arizona, víctima de un cáncer de pulmón. En


vida fue uno de los escritores de su país más aplaudidos, y su obra fue elogiada por Faulkner y por
poetas de la talla de Ezra Pound, en tanto que Saul Bellow declaró que era merecedor del Premio
Nobel. Hoy su obra está momentáneamente apagada, pero como sucede con los grandes escritores,
sigue a la espera de sus lectores.
La única manera satisfactoria de hacer lo que uno se propone.

En 1944 la editorial argentina Lautaro reunió en un volumen bajo el título Jackpot unos veinte
cuentos de Erskine Caldwell, cada uno de ellos precedido de un breve acápite, algunas veces
dedicado al cuento específico, otras comentando acerca del arte de escribir.

La siguiente es una selección de algunos de estos breves textos.

Inevitablemente, algún día, un catedrático, cuyo nombre podría ser Horacio Perkins por ejemplo,
hará girar las páginas de este libro en busca de una clavija para colgar su sombrero. Al principio se
sentirá desanimado, ante el descubrimiento de que se ha violado su regla fundamental que dice:
«Nunca se ha de dar fin a una frase con una preposición». A pesar de todo, creerá que es su deber
seguir adelante. Por supuesto, tendrá la esperanza de descubrir el secreto de escribir cuentos, para
luego revelárselo a sus alumnos. Cuando haya dado fin a su investigación, seguramente escribirá un
libro cuyo título será Once procedimientos distintos para redactar un cuento corto. Me disgusta
despojarlo de sus prerrogativas, pero estimo que mi abuelo se adelantó a él en muchos años al
afirmar lo siguiente: la única manera satisfactoria de hacer lo que uno se propone, es hacerlo de la
mejor manera posible. («El ladrón de caballos»).

Casi todos lo cuentistas y novelistas, creadores de los personajes que pueblan sus obras, se ven
acosados por los lectores, que les exigen pruebas de la «existencia real» de esos personajes. Con
esta demanda, le atribuyen al escritor una falta de vitalidad, que jamás puede suponerse en un autor
que valga el pan que come. Todos los caracteres de la literatura surgen de los materiales
proporcionados por la experiencia humana, pero rara vez son copia exacta de personas con
existencia real. El hecho de que esos lectores sientan la necesidad de exigir pruebas, es un laurel
más para la ficción como forma artística; pero también demuestra que aquellos carecen de
capacidad para discernir, desde el momento que no pueden distinguir entre fantasía y realidad.
(«Tarde de agosto»).

La profesión de escritor tiene su lado penoso, que consiste en que el trabajo le obliga a mezclarse
con una serie de literatos. Para guardar las apariencias, una o dos veces al año hay que concurrir a
una velada, y pasar varias horas en compañía de críticos, autores de obras escritas para la radio, y
gente que lee libros. Todos ellos hablan una jerigonza que solo parecen entender los literatos;
únicamente, después de proceder a una purificación a fondo, puede uno recobrarse y volver a
caminar con la cabeza en alto, como un ser humano. («El tiroteo»).

Tal vez al lector le interese conocer en qué circunstancias se escribió este cuento. En esa época, yo
vivía en Filadelfia, en una pieza de tres dólares por semana, que compartía con un coreano. La
noche antes de escribirlo, había asistido a una función cómica en Arch Street, y al dar vuelta la
esquina de la calle Once, un agente de policía que se hallaba franco, me disparó un tiro y me hirió
en un pie. Por la mañana, cuando me levanté, no pude encontrar papel alguno para escribir, en vista
de lo cual garabateé el cuento en el empapelado, y al día siguiente lo copié a máquina. («En busca
de nueces»).
Mi abuelo, que debía saber de lo que hablaba, sostenía que el arte de contar cuentos era un arte
bastardo, porque había sido creado por lo cuentistas con el único propósito de convertir a la
haraganería en algo respetable. («Soledad»).

A veces, la vida de los personajes de ficción es casi tan dolorosa como la de los seres reales. («Un
cuchillo para cortar el pan de maíz»).

Desde que leí por primera vez El camino del tabaco, de Erskine Caldwell, todos los
personajes de esa impresionante novela se domiciliaron en mi memoria para siempre.
Llegué a este libro excepcional por una sugerencia de Osvaldo Soriano, vehemente como
todas la que hacía, cuando éramos muchachos, creo que en el ‘69 o el ‘70. Trabajábamos en
la vieja Editorial Abril, como jóvenes noteros de la revista Semana Gráfica, y todas las
noches nos íbamos a tomar café, o ginebras, en los bares de las inmediaciones y
hablábamos de nuestras lecturas. Nunca sentí tanta pasión ante una de sus
recomendaciones. Ni el siempre amado Philip Marlowe (de Raymond Chandler), ni Lew
Archer (de Ross MacDonald), ni el inquietante Cairo de El halcón maltés (de Dashiel
Hammett) me provocaron jamás una devoción igual. Ninguna de esas maravillosas
creaturas del género negro que tanto amábamos era capaz de empardar al viejo Jeeter
Lester. Un sujeto perverso y repudiable, pero a la vez emblemático de conductas
reprochables con las cuales convivimos sin demasiados conflictos, quizá porque acá vemos
personas así todos los días.

Contradictorio en sus ambigüedades, sentencioso y necio como un perfecto argentino, este


desamparado de la Crisis de 1930 que recorre el sur norteamericano como los
desencantados personajes de Viñas de ira de John Steinbeck, reúne en sí todo lo peor de los
resentidos.

Ha de haber sido eso lo que lo fijó en mi memoria. Acaso porque ya entonces, cuando mi
primera lectura, me impresionaba el resentimiento argentino. O quizá porque la tierra que
describe Caldwell en sus novelas es tan parecida, tan prima hermana del Chaco y sus
algodonales, sus injusticias, su sobreexplotación inhumana. En todo caso lo que en cada
relectura me impactó, y me sobrecoge todavía, es la violencia individual y social producida
por la devastación económica del capitalismo más feroz sobre las granjas tabacaleras de
Georgia. Como ahora y siempre sucedió entre nosotros.

Capaz de un enervante doble discurso, el viejo Jeeter está quebrado en todo sentido, pero
sobre todo moralmente. Su familia es una ruina y quizá nunca estuvieron realmente mejor,
pero la crisis los arruinó del todo y los sumerge en lo peor de la condición humana. La
familia se desmorona y el texto, breve y conciso, implacable en sólo 180 páginas, hace del
viejo Jeeter un personaje despreciablemente ejemplar, un prototipo de subhumano que
desdichadamente se ve también con harta frecuencia entre nosotros.
Erskine Caldwell (1903-1987) escribió esta novela en 1932 y bajo una fuerte impresión
seguramente autobiográfica. Era entonces un joven narrador de menos de 30 años que había
trabajado como peón en algunas plantaciones de su natal Georgia, justo cuando la Gran
Depresión convirtió a los Estados Unidos en un preludio de lo que setenta años después
sería la Argentina.

Luego periodista, corresponsal de guerra y guionista de cine, Caldwell escribió esta y varias
otras novelas memorables (La chacrita de Dios y La verdadera tierra, entre ellas, y los
inigualables cuentos de su impar libro Ladrón de caballos) y se convirtió en uno de los más
importantes narradores estadounidenses del siglo veinte.

Caldwell, E. (1944). Jackpot. Buenos Aires: Lautaro

La buena letra de esta semana es otra de sexo y violencia. Sexo larvado, sucio, nada sofisticado,
animal, satisfecho como una necesidad fisiológica más. Y violencia igualmente inconsciente, esa
del arrebato, la del hambre, la que tiene que ver con la otra, la invisible, la estructural. Una chica de
cuerpo voluptuoso y labio leporino arrastrándose por el suelo hacia un tipo que tiene en sus manos
un saco de nabos, ese saco de nabos cuya presencia desatará la violencia; una predicadora de
mediana edad casándose con un adolescente al borde de la discapacidad psíquica; un automóvil en
manos de un cretino que causa la muerte a quienes están a su alrededor. Y miseria y egoísmo y
vileza, pero, al mismo tiempo, pura humanidad, siempre de la peor, en pequeñas explotaciones
agrarias que salpican un vasto territorio olvidado por Dios y por el Capital hace mucho, mucho
tiempo. Eso es, entre otras cosas, El camino del tabaco, de Erskine Caldwell. Una novela
devastadora, brutal, escrita con elegante aridez y, en algunos momentos, con un humor y un
erotismo salvajes.

El camino del tabaco, de Erskine Caldwell, Barcelona, Navona, 195 páginas

Escrita en 1932 cuenta la última degeneración, los últimos pasos en la miseria de Jeeter Lester, un
cultivador de algodón de Georgia que no cultiva nada desde hace unos años y que convive en su
paupérrima hacienda con su mujer, Ada, y los dos últimos hijos que le quedan: un adolescente
borderline y una chica llena de volutuosidad, pero estigmatizada por su labio leporino. La otra hija
que les quedaba en casa, Pearl, ha sido casada a los doce años con un carbonero. Pero no fue esta su
única progenie:

Ada y Jeeter habían tenido diecisiete hijos. Cinco de ellos habían muerto y los restantes se habían
dispersado en todas las direcciones, quedando en casa solamente Dude y Ellie May. Es cierto que
Pearl estaba a solo tres kilómetros de allí, pero nunca había vuelto a visitar a sus padres y estos
tampoco habían ido a verla. Los niños muertos habían sido enterrados en distintos lugares del
campo y, como no se habían marcado sus tumbas y la tierra había sido arada después de ser
enterrados, nadie hubiera sabido encontrarlos, de haberlo querido.

Como muchas otras familias de cultivadores, los Lester dejaron de poseer sus tierras cuando fueron
adquiridas por grandes propietarios, y se convirtieron en paradójicos arrendatarios de sus propias
granjas, pero fueron abandonados a su suerte por los latifundistas cuando el precio del algodón se
desplomó a finales de los años veinte. Y ahora sobreviven ahí, en sus granjas aisladas a las que solo
puede accederse a través de los caminos del tabaco trazados por sus antepasados, debatiéndose entre
la indolencia, la miseria material y moral, la ignorancia y la pura apatía, que, combinadas, les
impiden iniciar empresa alguna.

A lo largo de la novela, descubriremos que la vileza de Jeeter puede alcanzar límites insospechados,
pero que su maldad no es ni siquiera productiva, sino que le depara un desastre tras otro, a él y a los
que tiene a su alrededor, hasta adentrarse en el territorio de lo grotesco.

Así las cosas, no es de extrañar que este libro fuera rápidamente prohibido en Georgia, como otros
libros de Caldwell. Parece ser que allí, en su tierra, no podían ni ver a este individuo que, en sus
novelas y cuentos, describía con pelos y señales la miseria, el machismo, el racismo y la vileza de
una sociedad ignorante y prejuiciosa, envilecida por el hambre y la anomia.

Caldwell nació en 1903 en Moreland (Georgia), hijo de un pastor presbiteriano y pasó su infancia
viajando con su padre por el Sur de Estados Unidos.

Trabajó en diferentes oficios manuales y eso le permitió conocer muy bien la vida de la clase
trabajadora, que es la que plasma en sus novelas. Sus primeras novelas fueron El bastardo y Pobre
loco (que ya tuvieron problemas con la censura), pero la que realmente le consagró fue esta, El
camino del tabaco, que conocería una exitosa adaptación teatral y una cinematográfica, dirigida por
John Ford.

Su siguiente novela, La parcela de Dios, vendió la friolera de 10 millones de ejemplares, pero


también fue atacada y censurada. Éxitos y escándalos semejantes conocerían también Tumulto en
Julio, El predicador o Tierra trágica.

Suele compararse a Caldwell con Steinbeck y con Faulkner. Los primeros amigos que me lo
recomendaron (entre copas de vino y platos de jamón), me dijeron que era “una especie de
Faulkner, pero con la puntuación en su sitio”. El estilo de Caldwell es, en efecto, más parco, más
rápido, más convencional, sin grandes alardes formales: cuenta a los personajes desde fuera, con
una frialdad que amplifica el patetismo de las vidas de estos.

Caldwell escribió unas cuarenta novelas, además de ensayos y libros de relatos. Conoció la
admiración de Ezra Pound, Saul Bellow y el propio Faulkner.

Para quien ha leído a Faulkner, Steinbeck, Carson MacCullers, Flannery O’Connor o Truman
Capote y gusta de novelas escritas con las tripas, con lucidez sorprendente, con sinceridad
inmisericorde, adentrándose en el sótano de las pasiones humanas, se me antoja un autor
imprescindible.

Así pues, esta semana de comienzos del verano, te propongo adentrarte en el deslumbrante y
perturbador universo de Erskine Caldwell con El camino del tabaco, publicada en Barcelona por
Navona (nunca les agradeceré lo suficiente sus rescates), 195 paginitas para leer rápido y pensar
despacio que no dejarán indiferente a nadie.

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